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DOS REINAS. LA CATÓLICA Y LA PROTESTANTE Isabel de España Isabel de Inglaterra Por NICOLÁS GONZÁLEZ RUIZ E D I T O R I A L C E R V A N T E S Avenida del Generalísimo Franco, 382 BARCELONA / 1947

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DOS REINAS. LA CATÓLICA Y LA PROTESTANTE

Isabel de España Isabel de Inglaterra

Por

NICOLÁS GONZÁLEZ RUIZ

E D I T O R I A L C E R V A N T E S

Avenida del Generalísimo Franco, 382

BARCELONA / 1947

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A GUISA DE PRÓLOGO

Una hija de Isabel de España se casó con el padre de Isabel de

Inglaterra. Pero este hombre, Enrique VIII, el de las seis

mujeres, no hubo a Isabel, si es que la hubo, en la hija de la gran

Reina española. No puede encontrarse más que una caprichosa

y remotísima relación entre las dos Isabeles. Llevaron el mismo

nombre. Reinaron de una manera decisiva para su país. Pero en

vida y muerte, en alma y en cuerpo fueron distintas; fueron

radicalmente opuestas. Tanto que por segunda vez en esta serie

de ensayos bibliográficos nos encontramos con que el

paralelismo se reduce a la manera de narrar. En lo demás es

una antítesis. Una antítesis casi tan violenta como la que

desarrollamos al cotejar la vida de Lutero con la de San Ignacio

de Loyola.

Algunas circunstancias – no muchas – podrán a veces situarnos

ante un paralelismo de situación al que responden nuestras

protagonistas con la oposición de conductas. Si las asemejó

algo el tener que soportar la una el ambiente de la Corte de

Enrique IV de Castilla, la otra el de la corte de Enrique VIII de

Inglaterra, la una supo mostrar en la mefítica atmósfera su

limpia entereza, la otra se manchó con la juvenil liviandad.

Parece que nada, aparte del nombre y de una suerte muy

distinta de grandeza, las relaciona hoy en nuestro recuerdo.

Isabel la Católica vivió poco, muriendo sin haber alcanzado los

linderos de la ancianidad. Isabel la Protestante vivió mucho.

Isabel de España fue fecunda y dio hijos al mundo de donde

luego vinieron los monarcas de los grandes siglos y los

Emperadores del Sacro Imperio. Isabel de Inglaterra fue estéril

y en ella acabaron los Tudor dejando el paso a los Estuardos.

Isabel, la nuestra, fraguó la unidad religiosa de España y

amparó el Catolicismo. Isabel, la otra, cooperó a la destrucción

de la vieja fe británica. Isabel, la española, entregó sus joyas

para que Colón marchase a descubrir América. Isabel, la

inglesa, enriqueció su tesoro particular con una parte del botín

de los filibusteros. Isabel la Católica tuvo una muerte ejemplar.

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Isabel la Protestante tuvo la más horrible muerte, la

desesperada agonía de quien no tiene ni fe, ni conformidad.

Pero no queremos acentuar estas diferencias que dichas en

síntesis pudieran atribuir un propósito preconcebido a estas

líneas. Algo así como la mezcla de un panegírico con una

diatriba. Isabel de España fue una extraordinaria mujer. Isabel

de Inglaterra fue asimismo una mujer singular y fuera de lo

común en la que no todo es basura y miseria. No tenemos la

culpa de que una realidad indiscutible sitúe a las dos mujeres

como en los extremos opuestos de un diámetro terrestre. Nos

esforzaremos por comprender más que juzgar. Narraremos y

dejaremos en lo posible, al lector, que juzgue. Tan sinceramente

realizamos el esfuerzo que para el relato de las incidencias de

la vida de Isabel de Inglaterra acudimos tan sólo a los autores

ingleses.

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I. EL TIEMPO DE LAS COPLAS DE MINGO

REVULGO

HAGO saber que, por la gracia de Nuestro Señor, este jueves pasado la

reina, doña Isabel, mi muy cara y bien amada esposa, ha dado a luz una

hija; os lo digo para que podáis dar las gracias a Dios.” El jueves a que

hacía referencia este documento era el 22 de abril de 1451. Tal fue, en síntesis, el parte oficial del nacimiento de Isabel la Católica, ocurrido en la

villa de Madrigal. Su madre fue la princesa doña Isabel de Portugal; su

padre, el rey don Juan II de Castilla. Fue bautizada modestamente en la

Iglesia de San Nicolás. Era rubia y tenía los ojos azules. Y empezó su vida en uno de los más turbulentos periodos de la Historia de España.

Sus dos primeros años, los que afectan a aquella parte de la vida cuya memoria no se puede guardar, fueron los dos últimos del increíble poder y

valimiento de don Álvaro de Luna. Este verdadero rey de Castilla tuvo en

contra suya a la verdadera reina que no podía tolerar la debilidad de su

marido. En la madre de Isabel la Católica había ya algo de aquella energía y de aquel cuidado del prestigio de la dignidad real que la hija mostró

muchos años después. Las armas con las que podía luchar la reina eran a la

vez débiles y temibles. No podían por sí solas nada contra el favorito; pero podían, en un momento dado, inclinar la balanza en contra de él, como así

ocurrió. Aquel bárbaro forcejeo de nobles soberbios disputándose el poder

caído de la flojas manos del Rey, determinó que el chambelán don Alfonso

Pérez del Vivero fuese arrojado por una alta ventana por orden de don Álvaro de Luna. El suceso ocurrió por la tarde del Viernes Santo de 1453,

para baldón de una Corte cristiana. El valido podía difícilmente atreverse a

más, y la confianza de que podía atreverse a todo fue la que le perdió. En

aquel mismo año terminó su privanza y fue decapitado en Valladolid. El rey don Juan encontróse más bien como perdido y sin apoyo, que liberado

y dueño de sí y no tuvo ya una hora que no fuese sombría. Débil de

carácter, protector de las letras, bajó a la tumba dejando a su hija Isabel con tres años de edad, a su hijo Alfonso recién nacido y a su hijo Enrique,

habido años antes en su primer matrimonio, con la corona de Castilla y

bajo el nombre de Enrique IV.

El reinado de este monarca parece ser el más difícil de relatar entre todos

los de los reyes españoles y la figura de Enrique, la menos defendible de

todas las que hayan pasado manchadas al archivo de la posteridad. En todos los manuales de literatura se nos habla de unas ciertas Coplas de Mingo

Revulgo, ejemplar célebre de nuestras letras del siglo XV de las que no

puede citarse fragmento alguno por miedo a ofender la juventud estudiantil.

Así son las coplejas, de obscenas y descaradas. Pero lo terrible de ellas no

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es su inmoralidad, sino su valor de documento histórico, esto es, que esa

inmoralidad es reflejo fiel de las costumbres de la Corte de Enrique IV. De los reyes abajo no queda persona viva en las altas esferas a las que con

salaz ingenio deje de adjudicársele vicio o pecado de no poca entidad.

Entre los pecados hay de todos los tipos contrarios a todos los

mandamientos. Repitamos que lo terrible es que todo nos aconseja a creer que aquello era verdad. Las viejas crónicas, la increíble elocuencia de los

hechos, todo habla en el mismo sentido. El mote con que Enrique IV ha

pasado a la historia nos dice todo lo demás.

Tiempos extraordinarios y sombríos los de Mingo Revulgo. Isabel, niña, se

había retirado con su madre a la villa de Arévalo y allí crecía en paz

cultivando su espíritu con la afición a las letras. Mostraba bondad y energía de carácter. Su clara mirada azul se hacía cargo de las cosas muy pronto.

Los famosos poetas de la Corte de su padre eran el alimento de su

imaginación. Se le habían enseñado los principios de la fe. Tenía una compañera de juegos, Beatriz de Bobadilla, a la que profesó siempre gran

amistad. Pero su destino no se fraguaba en aquella soledad severa, un poco

triste, porque la cabeza de la madre flaqueaba y se daba con facilidad a

imágenes siniestras. Era la Corte donde el destino de Isabel y el destino de España iban a encontrar por su propia vía, merced a la loca disolución de

Enrique IV.

Preciso será que digamos algunas palabras de esto. No se entendería, de lo contrario, caída abismal de la dignidad del rey que abrió los caminos de la

insospechada grandeza del porvenir de Isabel. Enrique era un anormal, sin

que digamos esto a título de disculpa. Hombre tarado, cuyo primer matrimonio se anuló por impotencia, no llevaba en sí la mínima reserva

moral con la que hacer frente a su desgracia física. Otros pretenderán que

con tal desgracia no cabía otro recurso que semejante falta de moral; pero

nosotros discreparemos siempre tal interpretación que acabaría por darnos una visión desesperada de nosotros mismos y de la vida humana en general.

Enrique IV carecía en verdad de religión. Iba a misa por costumbre, por

una costumbre que no se podía eludir en aquel tiempo; pero carecía de todo sentimiento religioso, y acaso por un temor obscuro e indefinido rehuía los

sacramentos de la Confesión y de la Comunión. Se vengaba de aquellos

temores, en las inconfesables francachelas con sus íntimos, cultivando la blasfemia como una especie de deporte, de tal modo que ocurría que en una

de aquellas reuniones de beodos presidida por el Rey, se entregaron los

circunstantes a la invención de nuevas blasfemias que fueran ensuciando lo

más sagrado y lo más venerable. La blasfemia es el síntoma de la más repugnante debilidad del carácter de un hombre. Más que indicio de falta

de fe, es síntoma claro de abyección. Lo consignamos en Enrique IV, por

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mucho trabajo que nos cueste, ya que ese vicio hace creíbles y verosímiles

todos los demás.

Tenía una singular debilidad por los malvados, por la gente degenerada,

criminal y perversa. Los perdonaba fácilmente, les daba abrigo y

protección y en ocasiones, hacía de ellos verdaderos personajes. Contrariamente mostraba severidad cruel con las personas tenidas por

honradas y castigaba con enorme dureza sus deslices, en contraste con la

blandura usada con asesinos y ladrones. Era de una prodigalidad fabulosa y desequilibrada que le movía a repartir tierras y dineros, sin prudencia y sin

asomo de justicia, al azar de una petición cualquiera, o de un suceso

mínimo que le diera ocasión. Los grandes del reino eran así verdaderos

reyezuelos ensoberbecidos que movían entre sí querellas constantes y mantenían empavorecida a la población aldeana. Al amparo de una Corte

en la que dominaban la locura y la corrupción se fomentaban todo género

de ambiciones y se desarrollaba el virus de la violencia y de la ilegalidad. De no haber resultado por entonces inconcebible otra forma de gobierno

que la monárquica. Enrique IV hubiera dado al traste con la Monarquía.

Aunque todo aquello ocurrió, en suma, para bien de España, no podemos

dejar de asombrarnos de tal suma de degeneración y de corrupción como supuso aquel reinado tristísimo en el que nuestro país se empobreció

material y moralmente, y el prestigio de la autoridad real quedó reducido a

la más mínima expresión.

Once lúcidos años tenía Isabel, (en el retiro de Arévalo) cuando un día

llegó a la entrada del castillo un brillante tropel de caballeros, portadores de

un mensaje del Rey:

— ¿Qué tiene que mandarnos el Rey, nuestro Señor? — preguntaron

aquellas mujeres. (La madre de Isabel estaba ya casi loca, con locura

pacífica, y la niña era, pese a su juventud, extremada, de una firmeza notable).

— Quiere nuestro Serenísimo monarca que inmediatamente venga con

nosotros la princesa doña Isabel para ser figura importante en el acontecimiento que a todos nos regocija y al reino entero llena de

esperanza.

— ¿Y qué acontecimiento es ese?

— Nuestra señora la reina doña Juana ha dado a luz una niña y quiere el

rey don Enrique que sea madrina de ella en la pila del Santo bautismo la princesa doña Isabel.

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¿Qué niña era aquella? Sin duda sabían en Arévalo algo y un mucho de los

sucesos acaecidos en la Corte y que culminaban en el nacimiento de una princesa a la que se daba por hija de Enrique IV “El Impotente”, cuyo

primer matrimonio se había declarado nulo. ¿Qué había pasado? En 1495

los nobles acaudillados por el marqués de Villena, verdadero amo del reino

durante la primera parte del reinado habían decidido que era preciso intentarlo todo para que el rey tuviera sucesión directa. Buscaron entre las

princesas vecinas y dieron con la persona de doña Juana, muy agradable

por su belleza y encanto, hermana de Alfonso V de Portugal. No se ignoraba en la Corte portuguesa lo que se decía de la Corte castellana y de

los vicios y locuras de Enrique IV. Pero las alianzas reales tienen ante todo

un valor político y se aceptó la monstruosidad de unir a una princesa

encantadora con un degenerado notorio. Doña Juana vino a reinar a Castilla y parece que en los primeros tiempos quiso mantenerse dignamente alejada

de las costumbres de la Corte rechazando con indignación las insinuaciones

del Rey que deseaba un heredero a todo trance y no le importaba el carácter de las colaboraciones necesarias para conseguirlo. La reina quedó muy

pronto apartada del Rey, el cual, lo mismo para ofenderla, que para

desmentir otras verosímiles murmuraciones acerca de sus gustos, entabló

diversas relaciones ilícitas y escandalosas humillando a su mujer de muy diversas maneras.

Pasemos como sobre ascuas por lo que todo lector avisado ha de considerar

inevitable. Doña Juana no hubiera doña Juana, sino Santa Juana, si hubiera permanecido virtuosa e incólume con tal ambiente y con tal marido. Acabó

por enrolarse y capitanear el batallón de damas alegres de la Corte, en las

cuales nos ha dejado Alonso de Palencia una pintura que no hay más remedio que aceptar como buena por su riqueza de precisiones y detalles.

En las ideas dominantes entre el público sobre lo que significaban las

palabras en la Edad Media, no hay lugar para las que despertaría la

descripción menuda del atavío de las damas de doña Juana, y sin embargo, si pensamos que la agonía de todas las edades históricas tiene el mismo

carácter no nos extrañará que para despedir a la Edad Media y dar a luz a la

Moderna hiciesen las mujeres cosas parecidas a las de las “maravillosas” del directorio que despedían a la Edad Moderna y daban a luz a la

Contemporánea, si queremos seguir ateniéndonos a esta caprichosa

clasificación. Pero llámense edades o épocas, o periodos, toda decadencia

trae consigo la disolución de costumbres y toda disolución de costumbres supone un cierto imperio de la mujer, entiendo esto en el solo y único

sentido de la desatada expansión de la sensualidad.

Doña Juana cayó. Estrepitosa y escandalosamente. No dejemos de mirar a ese ejemplar, también característico, de una edad que desaparece, y en el

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cual se reúnen las muestras más señaladas de la virtud y del vicio de las

épocas que resumen. Miremos al magnífico caballero don Beltrán de la Cueva, aquella hermosa bestia, tan digna de ser llamado hombre, como lo

eran las damas de la Corte de Enrique IV de ser llamadas mujeres. Porque

si mujer es la que abandonando el pudor se ofrece como fruto de carne y

manzana de discordia, hombre es el que por la fuerza de su musculatura, por su arrogancia soberbia, por su ímpetu bestial, se lleva para sí a la que

mejor le conviene y le parece. Y este gallardo cafre de don Beltrán de la

Cueva era fuerte, membrudo, jinete magnífico, luchador invencible. En un famoso paso de armas—donde luego se levantó el monasterio de San

Jerónimo del Paso— sostuvo de la noche a la mañana, que haría reconocer

la superioridad de su dama a todo caballero que quisiera disputar con él.

Rompiendo lanzas todo el día uno a uno los venció a todos, guardando incógnito el nombre de la dama, aunque afirmando que era de muy elevada

alcurnia. La dama que estaba ahí, y que era la reina doña Juana, sonreía

satisfecha, mientras Enrique IV entusiasmado decía:

— ¡Qué hermoso paso de armas!

Que aquel jayán caballeresco decidiese tomar a la reina para sí, es lógico y casi no lo es menos que la reina accediese a sus deseos. Así vino a

resultar— y omitimos montones de episodios cuya narración no es precisa

y sí es molesta— que el heredero del trono de Enrique IV El Impotente

naciese cuando menos se esperaba. En cuanto al padre, la Historia está llena del eco infamante de un mote por el que se conoció a la pobre niña:

Juana Beltraneja, esto es, la hija de don Beltrán de La Cueva. Una de las

cosas en las que los castellanos no podían creer era que Enrique IV engendrase un hijo. Y de aquella creatura vino a ser madrina a la Corte la

princesa Isabel a los once años de edad. La que era bautizada como

heredera del trono estaba en brazos de la que en verdad había de ocupar el

trono.

Poco después exigió Enrique IV que su media hermana Isabel y el

hermano de esta, Alfonso, conviviesen con él en la Corte como

correspondía a su rango. No era indudablemente un deseo de honrar a su familia lo que movía a Enrique IV a obrar así. Empezaba a sentir miedo de

ser destronado y comprendía que existiendo tantas dudas acerca de la

legitimidad de la pequeña Juana, el Infante don Alfonso era el llamado a que muchos lo considerasen como el heredero. Y un heredero que fuera una

esperanza en aquel reino turbado por mil disturbios podía ser bandera de

guerra civil y no aguardar pacíficamente a que le llegase la hora. Enrique

quería a Isabel y Alfonso junto a sí y no hubo más remedio que obedecer.

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Castilla se encontraba en la más angustiosa situación económica y política.

Dividida en bandos que entablaban combates, entregada al bandolerismo de raíz feudal no gozaban sus pueblos momento alguno de bienestar alguno.

Las mismas ciudades fortificadas no se consideraban seguras y la inquietud

atravesaba al país en ráfagas febriles desde Estela a Medina del Campo,

desde Ávila hasta Zamora. Las absurdas prodigalidades, donaciones y litigios del Rey habían embrollado la administración y determinado una

escasez de numerario que en algunas zonas era absoluta y total. El que

tenía algunas monedas las enterraba no queriendo emplearlas con una merma enorme de su valor y así se llegó más de una vez a establecer entre

los pueblos el intercambio de mercancías como en la época más primitiva

del comercio para poder vivir. Se cambiaban en los mercados animales por

harina, o tejidos por legumbres. La gente pasaba un hambre espantosa por doquiera se veían al atravesar los pueblos a los labriegos melancólicos y

pálidos desengañados y temerosos. La inseguridad de los caminos había

llegado al colmo. Las personas pudientes que tenían que viajar iban con fuertes escoltas de hombres armados y eran seguidas por la mirada aviesa y

reconcentrada de muchos ojos que brillaban en caras lívidas. Al borde del

camino se veían hombres apuñalados o estrangulados a los que se les había

despojado de todo. Eran viajeros más imprudentes o menos poderosos que encontraron la muerte tal vez por la atracción que ejerció sobre sus

matadores un cinto que parecía contener dinero, o algún colecto de ante.

Esta era la España sobre la que triunfaban reían las damas de las coplas de Mingo Revulgo. Hacía falta una energía suprema para levantarla de su

postración, basada sobre un corazón recto y una solidez de principios

insobornable.

No sabía nadie entonces que todo aquello lo poseía la princesa Isabel y que

Dios estaba preparando los caminos para que fructificase en bien de

España. La vida de Isabel en la Corte más atrozmente corrompida de

Europa en aquellos momentos suspende y conforta el ánima. Aquella niña —Bien que a los doce o catorce años no se pudiera entonces considerar a

una mujer como niña— tenía el único apoyo de su hermano Alfonso más

joven que ella. Por todas partes veía los ejemplos más desastrosos. La reina era una adúltera descarada. El Rey, un degenerado que toleraba el adulterio

de su mujer. Las antesalas un hervidero de conversaciones obscenas, de

enredos procaces. Los caballeros reían a mandíbula batiente de la última

blasfemia inventada por don Beltrán. Y la joven Isabel, rubia y blanca, de clara mirada azul, oía misa diariamente, guardaba rigurosamente los

ayunos, rezaba las horas canónicas y como tenía mucha necesidad de la

ayuda de Dios, pasaba muchos ratos orando pidiendo al Señor que la iluminase y la salvase de las celadas que le tendían.

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Había cumplido quince años. Nunca sabremos

exactamente como era. Es indudable, por el

testimonio unánime de sus contemporáneos,

que tenía una piel blanca extraordinariamente limpia y fina y unos claros ojos azules,

herencia probable de la sangre inglesa que

corrí por sus venas, ya que descendía de la estirpe real de los Plantagenet por uno de los

lados. Debió tener facciones correctas y

cuerpo un poco macizo y lleno, a la española.

No sería, pues, elegante en su belleza, sino grave y aseñorada, con un encanto poco

trascendente en el orden sensual; pero muy puro y muy firme, porque

Isabel, dicho sea en honor de su sexo, fue muy mujer, como lo demostró en el amor verdadero que sintió por su marido y en la fecundidad de su

matrimonio, mujer cristiana, de sentimientos hondos y de carácter entero,

de las que son siempre un poco madres más que amantes de los hombres. Y

aquella joven Blanca… ¿Qué tenía que hacer en la Corte de Enrique IV?

Sufrió de la manera tal vez más dolorosa el asalto a su honestidad, puesto

que fue la propia reina doña Juana la que intentó corromperla y la que le

dirigió ciertas insinuaciones y proposiciones. El pudor de Isabel se alteró y se revolvió trastornándola y lanzándola a una crisis de lágrimas con la que

fue a arrojarse en brazos de su hermano Alfonso, contándole lo que había

sucedido. Y el joven príncipe, hombre antes de tiempo por las circunstancias, presentóse con la espada en la mano en la cámara de doña

Juana y no perdió aquella oportunidad de decirle todo lo que pensaba de

ella. La llamó, uno tras otro, por todos sus nombres y le declaró que no

consentiría que se ofendiese a su hermana. Pasó después donde se hallaba el alegre y risueño tropel de las damas de la reina y también desahogóse

con ellas diciéndoles por lo serio lo que decían por lo jocoso las coplas de

Mingo Revulgo y les prohibió que tuvieran contacto alguno, ni siquiera dirigiese la palabra a la princesa Isabel. Parece que el arrebato del príncipe

fue comentado después jocosamente; pero su espada y su carácter

produjeron impresión y se rieron de él es también cierto que dejaron en paz

a su hermana que siguiese con sus misas y sus oraciones. En el tiempo de las coplas de Mingo Revulgo podía como siempre la voluntad de la

honradez, la firmeza de la fe y de la conducta limpia.

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II. EL TIEMPO DE BARBA AZUL

ALGUNOS años después de estos sucesos, en el 1485, se daba en

Inglaterra la batalla de Bosworth, aquella en la cual Shakespeare pone en

boca del rey Ricardo III el grito estremecedor y desesperado: “¡Mi reino

por un caballo!” La oferta no fue oída por las supremas potestades que la

hubieran podido satisfacer y Ricardo III murió dejando atrás la triste memoria de sus crímenes y dando paso a una nueva dinastía: la de los

Tudor, que sucedía a la medieval de los Plantagenet, los de la valiente y

olorosa retama. De la sangre de los Plantagenet había, como sabemos, un

raudal en el cuerpo de Isabel la Católica. También tocaba aquello de lejos a los Tudor que eran los destinados a presidir en su breve paso por el trono la

ruptura definitiva de la unidad religiosa en Inglaterra.

No parecía ello así cuando ocupó el trono Enrique VII duque de Richmond,

el vencedor de Bosworth. Por lo pronto había surgido en medio de la feroz

contienda civil de los Plantagenet rematada por los crímenes de Ricardo III

y había restablecido una suerte de unidad política. No había por qué acordarse de lo próximo que estaba aún aquel Owen Tudor, mixto de

soldado y mayordomo, afortunado galán del que se había prendado la viuda

de Enrique V, Catalina, princesa de la casa de Valois y señora más que alegre a la que interesaban los buenos mozos como Owen. Hubo con él dos

hijos, uno de los cuales compañero de juegos de la infancia del heredero

del trono se vio pronto titulado lleno de honores y acumulando riquezas.

Fue duque de Richmond. Y hombre que al fin y al cabo era descendiente de la Casa Real de Francia pudo aspirar a casarse con una joven de la propia

casa de los Plantagenet, bastarda asimismo, pero muy fea y enana. De aquel

matrimonio nació Enrique que ya era Valois por un lado, Plantagenet por el

otro y duque de Richmond y podía ser una esperanza para Inglaterra entregada a pavorosos desgarramientos civiles y a la vesania de Ricardo III.

El desenlace fue Bosworth y la transformación de Enrique Tudor, duque de

Richmond y nieto del mayordomo-soldado Owen en Enrique VII. De menos nos hizo Dios.

Y aquel Enrique VII, delgaducho, pálido y de dientes podridos, resultó ser

un político muy bueno, enérgico y entendido, buen conductor de los negocios exteriores de su país. De aquí que al sobrevenir el advenimiento

de la gran Monarquía española en Fernando e Isabel, pidiese en matrimonio

a la hija de estos, Catalina para su hijo Arturo, heredero del trono. Eran dos chiquillos según se estilaba entonces. Catalina fue a Londres y se encontró

con un muchacho enfermo que el mismo día de la boda tiritaba desde el

anochecer tiritaba de fiebre, tanto que los adolescentes recién casados

hubieron de aplazar la consumación del matrimonio. Y la duración de este

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fue de cinco meses, porque Arturo murió. Los Reyes Católicos iban a

mandar por su hija, ya viuda, cuando Enrique VII que se vio en trance de devolver el cuantioso dote de Catalina tuvo una feliz idea que comunicó a

Fernando y a Isabel: si, en suma, se trataba de afianzar la amistad de las dos

naciones, ¿por qué no casar de nuevo a Catalina, esta vez con Enrique, el

hijo segundo del Rey, que pasaba a ser el heredero por muerte de su hermano Arturo?

Los Reyes Católicos acogieron favorablemente la petición. Cierto que Enrique era muchacho de unos doce años y su posible novia le llevaba

cuatro. Pero esto no era un inconveniente. Mucho mayor le resulta de

momento el parentesco contraído por los dos príncipes y que obligaba a

pedir la dispensa papal. Vino al fin ésta muy razonada y muy llena de cariño para las dos casas reinantes y su intento de paz y concordia entre

pueblos católicos, y así se casó el destructor de la paz religiosa de

Inglaterra con la hija de quienes más habían contribuido a forjar la unidad religiosa de España. Pero entonces esto no era más que un misterio

encerrado en las entrañas del futuro. No podemos narrar aquí la vida de

Enrique VIII, que es el mejor ejemplo de cómo la sensualidad es el camino

que más derechamente conduce al desorden y a la destrucción. Sin embargo, algo hay que decir de ella, ya que se trata del padre de Isabel y de

darnos cuenta del ambiente que ella respiró en su juventud.

Cuando murió Enrique VII, su heredero, el

que pasaba a ser Enrique VIII, tenía

dieciocho años y era mozo fuerte y robusto, membrudo y gallardo, ágil y diestro en las

armas, muy dado a la caza, a la mesa y al

amor. Catalina de Aragón no podía satisfacerle en ningún orden, y si bien con

esto consignaremos ante todo un elogio de

aquella digna princesa, no consignamos, de

momento y en igual grado una censura para su marido. Se encontró, como sabemos,

casado con ella, que era una mujer de muy

escasos atractivos materiales, compensados por una elevada calidad moral que si hacía de ella casi una santa no la

convertía en la mujer apropósito para compañera de impetuoso muchacho

inclinado al placer. Catalina era una esposa modelo para un hombre que la

hubiera elegido con plena madurez y conocimiento, seducido por su virtud. Dícese que debajo del traje de Corte llevaba la estameña de terciaria

franciscana, y es cierto que entre las oraciones matinales, las vespertinas y

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las dos horas que dedicaba a hacerse leer vidas de santos ocupaba más

tiempo en la devoción que en otra cosa alguna. Supo cumplir sus deberes como la digna mujer y digna princesa que era y dio a Enrique varios hijos

de los que solo sobrevivió María, la que andando el tiempo, fue mujer de

Felipe II. Pero Catalina era incapaz de retener junto a sí a un temperamento

arrebatado y vigoroso como Enrique.

No quedan con esto, disculpados sino sencillamente explicados, los

primeros devaneos del Monarca que no fueron, de momento, más allá de otros incidentes análogos que tanto abundan en la historia íntima de los

reinados. El viraje de la vida de Enrique, el brusco cambio que lo lanzo a la

disolución, a la tiranía y a la herejía se produce cuando se interpone en su

camino Ana Bolena. De esta desdichada, indiscutiblemente una ambiciosa de muy poco valor moral, se cuentan muchas cosas no todas creíbles,

porque se halló situada en el torbellino de una serie de encendidas

polémicas de fondo religioso que son las más apasionadas. Una cosa hubo muy cierta y es que conoció a Enrique perfectamente, aunque no tan a

fondo que no le costara la cabeza el acabarlo de conocer. Era de familia

aristócrata inglesa y había pasado en París tres o cuatro años que

coincidieron entre sus quince y diecinueve, lo que en aquel entonces era la plenitud. Se abrió, pues, a la vida en la Corte de Francia y se le atribuyeron

amores con el propio Francisco I. al volverá Inglaterra era una mujer muy

atractiva de cuerpo, muy llena de encanto sensual, aunque no una belleza.

Enrique se prendó de ella con aquel apetito impetuoso que lo caracterizaba. Y ella lo conoció tan bien que se negó a ser su amante.

Nada puede hacerse más hábil para enardecer a un temperamento sensual que ha perdido el dominio de sí mismo que crearle obstáculos y alejarle de

lo que apetece. Esto lo saben todas las mujeres y cuanto menos decentes

son, más se aprovechan de ello. Ana era ambiciosa y quería ser Reina. Para

serlo resistió a Enrique y valida de sus amistades que medrarían si ella reinaba, sembró en la cabeza del Rey la idea de la anulación del

matrimonio con Catalina. En aquel problema de alcoba estaba uno de los

gérmenes de la dolorosa herejía anglicana. Porque era evidente que el matrimonio de Enrique con Catalina era válido y jamás podría haber un

Papa que declarase que no había existido. Políticamente se presentaba un

grave conflicto a la Santa Sede sobre la que ejercían presión dos

monarquías poderosas, pero había que arrostrar el problema en honor a la Verdad y a la pureza de la Fe. Enrique VIII no conseguiría nunca la

complicidad de Roma para la monstruosidad que tenía en proyecto.

Es curioso y aleccionador este espectáculo del estrago que produce en un sensual la atracción de una mujer. Enrique VIII era devotísimo del

Sacramento del Altar, no era tonto y era muy aficionado a la Teología. No

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se le podía escapar la naturaleza monstruosa de lo que estaba planeando.

Pero aparte de la soberbia, frecuente en los sensuales, estaba dispuesto a pasar por todo con tal de poseer a Ana. Ésta quería ser su mujer, y su mujer

sería. Si para ello había que desobedecer al Papa, el Papa sería

desobedecido. No faltó un clérigo infiel que se prestó a la maniobra y a la

negación del matrimonio con Catalina fue pronunciada falsamente y sin autoridad; pero con la enorme trascendencia de llevar el Rey de Inglaterra

un acto que implicaba la existencia de una jurisdicción eclesiástica

independiente de la autoridad de Roma. Enrique VIII, viviendo aun Catalina, se casó—ya emplearemos en delante de un modo convencional

esta palabra—con Ana Bolena. Tal fue el contubernio de un desenfrenado

sensual, minado por la sífilis, y una mujer prostituida al que debió la

existencia la Reina Isabel.

A penas podemos imaginar algo más extraño y más turbio que la infancia

de aquella mujer, que había nacido ya anormal, incapacitada al parecer, para ser una completa mujer, aunque ignoro la naturaleza exacta de la

anormalidad, ni creo que la sepa nadie con exactitud, ni que merezca la

pena de saberse. Enrique VIII, hombre ya en la cuarentena, cuando se unió

con Ana, comenzaba entonces su carrera abierta y desenfrenada de un Barba Azul que impone sus caprichos desde el trono. Habiendo roto con la

autoridad del Papa nada podía oponerse ni a su sensualidad, ni a su codicia.

El tálamo real fue piedra de escándalo público y la codicia del monarca al

determinar el despojo de los monasterios creó un fuerte interés económico en contra del catolicismo. En adelante existiría una clase rica y poderosa

que por conservar los bienes mal adquiridos afirmaría en absoluto la

escisión religiosa.

Isabel no pudo comprender bien, por fortuna suya, lo que ocurrió durante

los años de su primera infancia. Entraba muy en el carácter de Ana Bolena,

como de cualquier mujer en sus circunstancias, el no respetar en el fondo al marido que había logrado adquirir mediante el atractivo de la sensualidad.

Ella, que no se entregó a Enrique hasta que lo tuvo seguro, comenzó

después una serie de devaneos escandalosos. La pequeña Isabel no supo que un día su madre, la reina, había sido conducida a la cárcel y que se

había abierto contra ella un escandaloso proceso por adulterio. Tampoco se

pudo percatar de que un día que su padre parecía más alegre que de

costumbre era porque acababan de cortarle la cabeza a su madre. Tal fue, como se sabe, el final de los temerarios devaneos de Ana Bolena. Aquel

sensual de Enrique se cansaba pronto y tenía en sus manos el poder

supremo. Se irritó una vez, cuando pareció que a sus propios ojos y con

audacia desenvuelta uno de los amoríos de su mujer se exteriorizaba. A ella la encarceló y ejecutó, y a los que se consideraba como sus cómplices, que

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eran varios, entre ellos uno que ni siquiera queremos mencionar por no

calar demasiado hondo en esta repugnante historia. Enrique infamó para siempre la memoria de Ana Bolena y quiso que aquella infamia recayese en

cierto modo en Isabel a la que consideró como una bastarda.

Todo esto podría pasar por una venganza terrible, si no se hallase mezclado desde el primer momento con nuevos amores de Enrique que ya pensaba en

la mujer que debía sustituir a Ana en el trono. Empezó entonces en la Corte

de Barba Azul aquel desfile de madrastras que acompañaron a Isabel hasta sus catorce años en 1547 cuando Enrique VIII murió. La niña había nacido

en 1533, antes de la muerte de Catalina de Aragón, muerte que sirvió de

regocijo ostentable a Ana Bolena, la cual no podía suponer que la muerte

suya, no mucho tiempo después serviría de ostensible regocijo a Enrique. La primera de las madrastras, Juana Seymour, también de familia

aristocrática inglesa, fue una especie de sombra fugitiva que le dio a

Enrique un hijo varón y desapareció poco después. Ni ella ni las demás, salvo la última, se ocuparon demasiado de Isabel que crecía siendo una

muchacha extraña, aficionada a la lectura, metida en sí misma y llevando

en la sangre turbias herencias. No era bella, ni lo fue nunca, aunque la

adulación llegó a decírselo de manera inconcebible.

Desde la más tierna edad tuvo una úlcera en una pierna que le manó toda la

vida. Recibió de su padre la violencia de carácter y escaso arraigo de los

sentimientos y acaso fuera de su madre una capacidad sutil para perseguir tenazmente las finalidades que pretendía. Fue mujer en el sentido de no

creerse jamás obligada por ciertos criterios masculinos como la fidelidad a

la palabra y un cierto respeto a la verdad. Era una mujer y no un caballero. Podía mentir, podía cambiar con versatilidad de dirección. Y aquello supo

aprovecharlo con sutileza siempre en beneficio de su poder y de su trono.

Sus argucias y sus cambios, sus fingimientos y sus explosiones de cólera,

hubieran sido despreciables en un hombre. Eran en cambio, propios de una mujer, y lo maravilloso fue que aquella mujer los aprovechase siempre con

extraordinaria sabiduría política.

Si este juicio resulta aún prematuro, puesto que Isabel no es reina y parece que no va a reinar nunca, ya que es bastarda, tiene un hermano varón y una

hermana mayor, con mejor derecho, hija de Catalina, como nosotros

sabemos que reinó y que en la atmósfera terrible de su infamia se le estaba formando el carácter, podemos relacionar ambas cosas. A la muerte de

Juana Seymour, su tercera mujer, Enrique accede a los consejos políticos

de los que le rodean y acepta por esposa a una princesa alemana. Así llega

a la corte la cuarta mujer de Barba Azul, la insignificante Ana de Cleves, de la que antes habían llegado, a modo de presentación, unos retratos

pintados por Holbein. Y he aquí que Enrique encontró que los retratos eran

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engañosos y que Ana de Cleves no le gustaba. La unión duró apenas unos

meses y no faltaron buenas almas que aconsejaron a la princesa que se volviera a su país, permitiendo la disolución de su matrimonio, porque

Enrique había demostrado ya que la decapitación no le repugnaba como

procedimiento para quedarse viudo.

Aquella sombra de esposa desapareció para ser substituida por Catalina

Howard1lla quinta mujer de Enrique VIII y la tercera madrastra de Isabel.

Catalina Howard era de noble familia inglesa y mujer de no pocos atractivos. Es curioso que ni con el ejemplo de Ana Bolena se pudiera

evitar que las mujeres ante las que aquel sensual había mostrado sus

debilidades se burlasen de él y no lo respetaran. Catalina, sino en el grado que Ana, siguió los mismos pasos de ella y Enrique que era una especie de

monstruo ventrudo, semipodrido y achacoso y que tenía por esa razón el

humor más irritable y sombrío que nunca, decidió que Catalina siguiese en

todo el camino de Ana y la envió también al patíbulo. Isabel pudo darse mejor cuenta de este otro “incidente”. Y nada digamos de la situación

moral de una Corte y de un país donde el Rey había ofrecido a los súbditos

el notable espectáculo de enviar a dos reinas a morir ajusticiadas y con la inculpación de adulterio.

El ventrudo soberano aun tomó una sexta mujer. Fue esta Catalina Parr,

viuda, que ya fue más enfermera que mujer de aquel asqueroso individuo al que manejó con bastante hábil y suave energía, jugándose la cabeza, no en

el sentido que lo hicieran Ana Bolena y Catalina Howard, pero sí por

contrariar al monstruo que veía cercano su fin y estaba irritable y furioso.

Su decrépita humanidad sucumbió en 1547 y parece que las últimas palabras que dijo al morir fueron: “todo está perdido.” Y sin duda lo estaba

para él, por mucha piedad que queramos emplear, y esto puede deducirse

por el estado de un alma que afirma perderlo todo al perder la vida del cuerpo. Aquel cuerpo, a las muy pocas horas de la muerte reventaba por

todas partes y olía de una manera insoportable. Barba Azul estaba podrido

en vida. Antes de marcharse estableció la sucesión del trono por este orden:

en primer término su hijo Eduardo; en segundo lugar, su hija María; en el tercero su hija Isabel. Los tres reinaron y la que en verdad reinó, y por

mucho tiempo, fue precisamente la última.

Isabel, a la muerte de su padre, tenía catorce años. Estaba en la edad crítica.

Aproximadamente en la misma edad que pareció oportuno a Juana de

Portugal, la mujer de Enrique IV de Castilla para dirigir insinuaciones a

Isabel la Católica. Y el mismo peligro presentado de otra suerte, alcanzó a Isabel de Inglaterra. Vivía al amparo de Catalina Parr, la viuda de su padre,

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que se había casado con Tomás Seymour, hermano de Juana, la que

también estuvo casada con Enrique VIII.

Venía de aquí un indefinible parentesco entre Tomás e Isabel. Tomás era el marido de su madrastra; pero al mismo tiempo el hermano de otra de las

mujeres de su padre, por lo cual venía a resultar, en cierto modo su tío. Por

otra parte, su tío, que había sido cuñado de Enrique VIII, venía a ser cuñado de su actual mujer. Ante aquel complicado parentesco, ¿qué de

particular tiene que el nada escrupuloso Tomás pensase en complicarlo más

todavía como se sabe que obscuros y remotos propósitos iniciando a Isabel

en la vida y reservando a su devoción a una heredera del trono? Pacemos rápidamente sobre este repulsivo episodio. Isabel por muy poco mujer que

demostrase ser el resto de su vida no parece que ofreció graves obstáculos a

los avances de su iniciador, y Catalina Parr sorprendió un día, digamos al tío y a la sobrina, en inequívoca situación. Se produjo un grave escándalo,

se temió más que por nada por el desarrollo posible de las ambiciones de

Tomás Seymour y este fue decapitado, que es remedio eficaz cuando se han

complicado mucho las cosas. Isabel llevó en adelante una vida semi-reclusa que no favoreció mucho la expansión de su carácter. Aquella mujer

incompleta se asomó al vicio y se retiró después a algunas regiones

difíciles de explorar donde su irremediable esterilidad se alimentó de

fantasías confusas. El ambiente se había apoderado de ella, lo que no pudo hacer el ambiente de la corte de Enrique IV de Castilla con Isabel de

España. No todo mundo es tan hijo de las circunstancias como muchos

fingen creer. 1.- Catalina Howard (1518-1542) fue prima hermana de Ana Bolena. Hija de Edmundo Howard, hermano de la

madre de Ana y de Joyce Culpepper

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III. EL PRIMER ALFONSO XII

LOS acontecimientos esbozados en el primer capítulo con el objeto de

dibujar el ambiente en el cual se iba forjando la figura de Isabel de España

se encuadran en la siguiente cronología:

En 1462 ocurrió en Madrid el nacimiento de la princesa doña Juana a la que se le denominó la “Beltraneja”. No tenemos por qué entrar aquí en

detalles acerca de la veracidad de esta popular afirmación de todas las de

este género que se han lanzado en el mundo sobre la honra de las reinas

acaso no existe ninguna que más a pie juntillas se pueda creer. Sin necesidad ni deseo de enredarnos en la averiguación de si el padre de doña

Juana fue, o no fue, don Beltrán de la Cueva, nos basta con la seguridad

que es absoluta en cuanto a este concepto pueda ser aplicado a las convicciones en materia histórica de que el padre no fue don Enrique. Era

natural, por consiguiente, que en materia tan importante en las monarquías

como es la herencia, este hecho produjera escándalo, indignación y enorme

malestar político. Enrique se obstinó en que la princesita fuese jurada heredera del trono y así se hizo; pero harto se veía en el descontento de los

más que aquella ceremonia carecería muy pronto de valor alguno. En

efecto, el Arzobispo de Toledo y el marqués de Villena aparecen muy pronto capitaneando un movimiento de rebeldía que se ampara en el mejor

derecho del medio hermano de don Enrique, don Alfonso, a la sucesión. El

trono se aproxima a Isabel.

Empieza entonces una serie de desatinadas contiendas de cuya realidad y

carácter es muy difícil que podamos cuenta ahora cuando son tan distintas

la política y la guerra. Del descrédito espantoso en que el monarca había

caído da idea la exposición que se le dirige, en la cual se le declara sin rebozo que doña Juana no es hija suya y se le acusa de saberlo muy bien.

Sorprende que estas cosas las afirme, por ejemplo, el Arzobispo de Toledo;

pero más aún nos sorprende hoy ver al dicho Arzobispo armado de punta en blanco interviniendo en las batallas con su lanza y su mandoble y no

siendo por cierto de los más remisos en derribar por tierra maltrechos

adversarios. Este Arzobispo, don Alonso Carrillo, no era ya Jiménez de

Rada; pero tampoco las luchas civiles del tiempo de Enrique se podían comparar con las Navas de Tolosa. La línea era la misma. El Arzobispo en

cuanto señor podía tomar las armas y el frente de los suyos acometer al

enemigo. La organización feudal que en su decadencia tenía desmenuzada a Castilla, producía este y otros curiosos fenómenos, como lo era el de la

distinta posición política de las ciudades, lo que colocaba, por ejemplo, a

Segovia frente a Ávila y a Medina del Campo frente a Arévalo. Quiero

decir rápidamente con esto que las contiendas civiles del tiempo de Enrique

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IV se dispersan en una serie de luchas locales de las que es muy difícil

darse idea.

Prosiguiendo con nuestra cronología, he aquí que en 1464 el Rey se

encuentra prácticamente vencido por los nobles, y siempre poco deseoso de

luchar, se aviene a pactar con ellos. El pacto es una vergüenza. Enrique IV reconoce mejor derecho para sucederle en el trono al infante don Alfonso

que a la princesa doña Juana. Nada puede hacer que mejor sirva para

confesar él mismo que doña Juana no es hija suya. La Real Cédula se da en Cabezón, y en ella se manda que don Alfonso sea jurado por príncipe

heredero. La jura se celebra y el propio Enrique asiste al acto. Ha comprado

una precaria paz. Mientras él viva, su partido propio será contrario al nuevo

heredero. Hay una serie de intereses creados en torno de Enrique. Hay un resto de prestigio no de su persona, pero sí de la autoridad real, y muchos

piensan que es demasiado lo que se está haciendo con el Rey. Éste, cuyo

ánimo vacila siempre se vuelve atrás de lo pactado y reúne tropas para caer sobre los nobles. La insurrección cunde como un reguero por Castilla. La

reina y la princesa Isabel están en Segovia. El Rey no las cree seguras y se

las lleva a Medina del Campo. Entonces se entera de que el Arzobispo se

ha apoderado de Ávila. Se cree en peligro permaneciendo en Medina y se marcha a Salamanca llevándose a las dos mujeres.

Entre tanto—y ya estamos en 1465— para muchos castellanos Enrique ha

dejado de ser Rey. El nuevo Rey de Castilla es Alfonso XII. Los nobles, apoderados de Ávila, han realizado allí una original ceremonia. En las

afueras de la murada ciudad, ya en pleno páramo, se ha levantado un

tabladillo como para títeres. Sobre el tabladillo a la vista de todos se encuentra un trono en el que está sentado un maniquí de tamaño natural que

representa a Enrique IV, provisto de todos los atributos de la realeza. Se

trata nada menos que de destronar y degradar al Rey. Para ello, después de

leer una larguísima relación de agravios en la que cada línea es una injuriosa al monarca, se adelanta el Arzobispo de Toledo y le quita de la

cabeza la corona. A continuación aparece el marqués de Villena que

arranca el cetro de las manos de aquella figura. Luego el conde de Plasencia le quita la espada. Como final el conde de Benavente le arranca

todos los signos de distinción que le quedan y el conde de Paredes derriba

el muñeco a puntapiés. Enrique IV ha sido destronado por aquellos

súbditos; pero no mediante un acto oficial solemne, sino en una especie de parodia o de representación burlesca, una suerte de función de

improperios. Como epílogo, el Infante don Alfonso es izado a hombros de

los nobles y por todas partes se dan gritos de ¡Castilla por el Rey don

Alfonso!

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Ha empezado la guerra civil entre los dos reyes de Castilla don Enrique IV

y don Alfonso XII y empieza con grandes ventajas para éste último, porque muy buenas, fuertes e importantes ciudades se van con él; y así lo hacen

Burgos y Toledo; como Ávila lo había hecho ya, por lo cual Enrique se

refugia en Zamora, pronto a pasar la raya portuguesa. Pero Enrique IV le

quedaban leales, que sino a él, lo eran a la legitimidad de su derecho, y se fueron registrando choques entre los que no faltó mucho heroísmo

derrochado a favor del Monarca, lo cual hace pensar mucho y bueno de la

vocación heroica de los castellanos, pues de no ser héroes de nacimiento no lo fueran en el servicio de Enrique. Los de Simancas resistieron con

gran valor el cerco que pusieron a la ciudad los alfonsinos y hasta se dieron

el placer de replicar a la grotesca ceremonia de Ávila con otra parecida en

la que condenaron y quemaron un muñeco que representaba al Arzobispo toledano. Se pactó una tregua que duró muy poco y por la primavera y

verano de 1467 se siguió combatiendo hasta la batallo de Olmedo, que fue

en agosto y resulto indecisa después de un choque sangriento que duró toda la jornada y en el que se distinguieron por su maña en derribar enemigos en

un lado don Beltrán de la Cueva el guerrero y animoso Arzobispo.

En esta guerra—y después de Olmedo—fue el incidente de mayor importancia para los fines que aquí nos importan, que la princesa Isabel

arrastrada de un sitio a otro por Enrique IV en sus idas y venidas se quedó

en Segovia al aproximarse los rebeldes a la ciudad y pudo así reunirse con

su hermano Alfonso, dejando de pertenecer al séquito de don Enrique y de doña Juana. Por otra parte, después de la caída de Segovia que fue un golpe

durísimo para Enrique IV, la que llamaremos familia real—si es que puede

emplearse aquí la palabra familia—quedó disgregada, y la reina de uno en otro castillo enhebró unos amores que dieron fruto por dos veces. Ya no

había discusión. Enrique, por su lado, andaba errante de un sitio en otro y

más era un fugitivo que un rey. Toledo le dio, por fin, acogida, y don

Alfonso, doña Isabel y sus parciales que se hallaban en Arévalo determinaron marchar sobre aquella ciudad.

Por el camino, y en el pueblo de Cardeñosa, ocurrió un grave suceso de importancia decisiva en la vida de Isabel. Era en el verano—1468—y

sirvieron de cena a don Alfonso una gran trucha, manjar al que tenía mucha

afición. Comida con voracidad, le entró el sueño y se fue a dormir

inmediatamente. Al mediodía siguiente entraron a despertarle en vista de que no se levantaba y lo encontraron rígido, con los labios negros y casi

completamente insensible. Lo sangraron, le aplicaron los remedios

conocidos y se organizaron toda clase de actos religiosos para impetrar su

salvación. Murió el 5 de julio, sin haber cumplido los quince años y después de reinar tres sino con pleno derecho, sí con el asentimiento de la

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mayoría de los castellanos. Y desde aquel momento, para todos los que

habían sostenido como legítimo rey al primer Alfonso XII, la reina de Castilla se llamaba Isabel I. pero la Infanta, modelo en todo de ponderación

y de serenidad cuando le fue ofrecida la corona la rechazó con unas

palabras que en síntesis eran:

—No aceptaré yo la corona mientras viva mi hermano Enrique a quien

corresponde. Devolvérsela a él y así devolveréis la paz a estos reinos, que

es el bien que yo más estimo y el que quiero para ellos.

No hubo modo de hacerla variar y hubo que establecer con Enrique un

nuevo pacto, en el que aviniéndose el monarca, como siempre, a lo que se

le pedía declaraba por princesa heredera del reino a su hermana Isabel. La ceremonia de la jura fue solemne y se celebró en un lugar próximo a

Cebreros en La Venta de los Toros Guisando. Con Enrique IV estaban el

Arzobispo de Sevilla, el Obispo de Calahorra y el de León. Isabel llegó

sobre una mula cuya rienda llevaba el Arzobispo de Toledo. Fue Isabel a besar la mano del monarca, no lo consintió éste y luego se celebró el acto

en el cual el rey juró a Isabel como su heredera, y entre el son de una

triunfal trompetería fueron desfilando nobles y caballeros para besar la mano de la noble princesa. Al final, el rey y su heredera marcharon juntos

con su gran séquito de lanzas a dormir a Cadalso. Se había terminado, de

momento, la guerra civil, y ello por clara voluntad de aquella princesa rubia

y serena que entraba en la Historia como en su casa con un gran aire de naturalidad.

Pero esta princesa blanca e rubia era por entonces una mujer de dieciocho

años, hermana de un Rey, heredera de un trono y persona de gratísima y natural femineidad, exenta de perversiones; pero florida y atrayente. “De

mediana estatura— dice Pulgar—, bien compuesta en su persona y en la

proporción de sus miembros, muy blanca y rubia; los ojos entre verdes y azules, el mirar gracioso e honesto, las facciones del rostro bien puestas,

la cara muy fermosa y alegre.” Nada desdeñable, en suma. Y si esto se

añade que por entonces las princesas, así fuesen tuertas y jorobadas, eran

cartas importantes del juego político, se comprenderá que el problema del casamiento de Isabel se agitó desde muy pronto en torno suyo y antes de

que ella se enterase. Novia fue del primer príncipe de Viana y se le murió

el novio, sin que ella con diez años siquiera supiese que lo tenía. Pero desde que era ya heredera del trono y tenía edad para matrimoniar llegaban

en fila las embajadas pidiendo su mano.

Otra cosa ocurrió con el segundo de sus prometidos (aunque no de sus pretendientes, porque cuando tenía trece años la había pretendido el rey de

Portugal), de cuyas aspiraciones y aun derechos demasiado se enteró y

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estuvo a punto de morir de congoja. Y fue el caso que aquel rey don

Enrique, su hermano y señor natural, incorregible en sus atroces debilidades la hizo entrar como pieza del juego en uno de sus pactos con

los nobles levantiscos y se la prometió por esposa a don Pedro Girón, el

hermano del marqués de Villena, uno de aquellos señorones aventureros

que no esperaba alcanzar mejor bicoca en la vida. Isabel horrorizándose del destino a que se le había condenado y retirada, huida casi en Madrigal,

rezaba a Dios para que la salvase, pues nadie sino Él podía hacerlo.

Habiéndola prometido el Rey, no tenía don Pedro más que tomarla cuando quisiese, lo que se dispuso hacer con arrogancia y desenfado, dirigiéndose

hacia el refugio de la princesa al frente de una lucida tropa. Isabel oraba

incansablemente:

— Dios mío, llevadme de este mundo, o llevadle a él. Impedid, Señor,

este matrimonio.

La fiel Beatriz de Bobadilla mostró un puñal que llevaba entre sus ropas y manifestóse dispuesta a acuchillar a don Pedro al primer descuido para

salvar a su señora. No era ésta, como puede suponerse, partidaria de tales

recursos y se limitaba a clavarse de rodillas en el suelo pidiendo la ayuda de Dios. Y piense cada cual lo que quiera según le dicte su razón: en el

camino para ir a apoderarse de Isabel, don Pedro se puso enfermo y falleció

en el plazo de tres días. En aquel tiempo se tuvo por los amigos de Isabel

poco menos que por milagro la ocurrencia. A los ojos fríos de la posteridad ha de parecer de todos modos los escollos que estorbaban la limpia llegada

de Isabel al trono de Castilla y a la formación de unidad de España. No

somos fáciles para admitir los milagros que la Iglesia no nos manda creer; pero tampoco nos conformamos con pensar que la vida de los hombres y de

los pueblos sigue el rumbo que le marca la casualidad. Si como milagro es

poco, como casualidad es mucho. Buen esfuerzo para quienes

sencillamente pensemos después de muchos años de recorrer las páginas de la historia que los pueblos se mueven, pero es la Providencia de Dios la los

conduce.

Tres pretendientes formales, dignos de ella, aspiran a la mano de Isabel, heredera del trono de Castilla. Son el rey de Portugal don Alfonso, el duque

de Berry, hermano de Luis XI de Francia y el príncipe Fernando de

Aragón, heredero de aquel reino. Isabel está decidida a tomar partido con arreglo a su voluntad, teniendo presentes sus ansias legítimas de mujer y las

conveniencias de su reino. Quiere ambas cosas, aspira a ser feliz en el

matrimonio, unida con un príncipe que la ame y al que ella pueda amar y

aspira a que su felicidad no pueda ser estorbo para el bien que está obligada a hacer al pueblo de Castilla. Isabel está magnifica de decisión y de

humanidad en esta circunstancia. En la Corte hay inevitablemente bandos y

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partidos según el provecho que cada uno espera sacar del matrimonio de la

princesa. Pero ella no atiende a esto y el primero que se da cuenta de ello es su hermano Enrique y el rey don Alfonso de Portugal. Don Alfonso es más

bien un hombre viejo. No le conviene a Isabel, como heredera del trono de

Castilla casarse con un monarca ambicioso que tal vez no respete sus

derechos y aspira a sojuzgar su reino. La embajada de Portugal, que veía sobre terreno casi seguro, porque contaba con Enrique, se tuvo que marchar

con las manos vacías.

Isabel no conoce a sus otros pretendientes personalmente. Como mujer,

envía un emisario que, sin descubrir su propósito, los visite y le cuente a

ella de qué traza son aquellos príncipes. Como princesa, atenta a sus

responsabilidades, escribe a algunos prelados y señores de consideración en su reino y les pregunta qué les parece mejor para Castilla: si su enlace con

el rey de Francia o con el hijo del rey Aragón. Sigue siendo de todo punto

admirable la manera cómo Isabel conduce este negocio. Regresa el emisario y da su informe: el duque de Berry, hermano del rey de Francia,

es delgaducho, esmirriado y tiene las piernas torcidas; el príncipe Fernando

de Aragón es mozo robusto, firme y de tez blanca. Los prelados y los

notables contestan a la consulta: de una manera casi unánime coinciden en que Isabel debe casarse con Fernando de Aragón porque ese es el enlace

que más interesa al porvenir político de Castilla. Dios le prepara lo mejor a

la prudente Isabel: el más joven y el más guapo de sus pretendientes es, en

opinión general, el que más le conviene. Va a salirse con la suya: hacer el bien de su reino y hacer su propia felicidad casándose con un hombre al

que ella pueda ofrecerle legítimamente y con natural inclinación el tesoro

de su amor de mujer. El príncipe Fernando es el elegido.

El propósito no es fácil de llevar a la práctica. Isabel, en realidad, no puede

casarse sin el consentimiento de Enrique IV que es el rey. Y Enrique IV,

Villena y demás consejeros no quieren el matrimonio con Fernando. Pero en primer término, por lo que se refiere a las dificultades prácticas, el rey

no es más que de nombre y son muchos los que obedecerán a Isabel antes

que a Enrique. Y luego, en cuanto al obstáculo moral, que para Isabel tenía mucha fuerza, lo cierto es que el Rey, ha faltado una tras otras a las

estipulaciones que se hicieron cuando declaró heredera a su hermana. Bien

puede faltar ésta a la condición de que no podía casarse contra la voluntad

del Rey. Se trata de algo tan importante como su felicidad y la del reino. Isabel no puede sacrificar aquello a la voluntad de Enrique IV que nunca ha

sido una voluntad, si no un eco de las intrigas que lo rodearon. Es cuestión,

pues, de disponerlo todo para casarse, sin alarmar a Enrique lo suficiente

para que se entere a tiempo y lo pueda impedir por la fuerza.

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Un ilusionado amor ha nacido en los dos jóvenes prometidos desde antes

de conocerse. A Fernando le hablan de una Isabel joven, bella, honestísima a carta cabal, en medio de los desórdenes de la Corte de su hermano,

inteligente, bondadosa.

Tiene dieciocho años y es un muchacho fuerte que concibe naturalmente una ilusión por aquella mujer. Y aquella mujer, contra lo que pudiera

pensarse ante el destrozo que ante su figura han hecho sus imprudentes

panegiristas, es muy mujer. Ansiosa de la vida, ansiosa de la protección de un hombre que la quiera y no le tienda lazos continuos. Y le hablan de un

príncipe que es aproximadamente de su misma edad —un año menos— que

es joven y valeroso, que es heredero de un reino como ella lo es de otro. Su

ilusión, también naturalmente, camina hacia él. Fernando es el príncipe de los sueños de Isabel, como Isabel es la princesa de los sueños de Fernando.

Ambos caminan en aquel asunto a la consecución de un ideal completo de

amor, de poder y de grandeza. No se conocen y ya se aman. Más intensamente Isabel que había nacido para madre, para jefe de un hogar y

de un reino. No era fácil que un Enrique IV pudiese torcer su voluntad.

No la torció y así le cupo el disgusto de que una buena mañana entraron a decirle que la Serenísima Señora Infanta doña Isabel se había casado en

Valladolid con el príncipe don Fernando de Aragón. Lo ocurrido en muy

pocas palabras, fue que se dispusieron con gran sigilo las cosas por medio

de emisarios que pasaban en el misterio de la noche las fronteras de Aragón, y se convino que, en hábito de caballero, vendría don Fernando a

visitar a su amada princesa a la capital castellana y que inmediatamente se

celebraría la boda.

Iban el cronista Alonso de Palencia, a quien debemos un minucioso y fiel

relato de estos acontecimientos, don Gutierre de Cárdenas y el príncipe don

Fernando, que apenas sin tomar reposo alguno se vieron en Gumiel a las puertas de Valladolid y allí dieron algún regalo al necesitado cuerpo.

“Inmediatamente después de la cena —dice el cronista— Gutierre y yo, sin

curarnos del descanso y con la claridad del plenilunio, marchamos

sigilosamente a la noble villa de Valladolid, para anunciar el feliz resultado de nuestro viaje y el afortunado arribo del príncipe don

Fernando.”

El proyecto de don Fernando, que puso en práctica al siguiente día, era el

de trasladarse a Dueñas donde le esperaban muchos caballeros castellanos,

bien acompañados de lucida caballería, gente toda del bando de Isabel y

que por lo tanto le reconocía a él como futuro soberano. El día 14 de octubre por la noche hizo la primera visita a la novia y se celebró la

primera entrevista entre los que habían de ser llamados los Reyes

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Católicos. Don Fernando llegó a Valladolid poco menos que de incognito

con la compañía de tres de sus servidores y se dirigió a la casa donde le esperaba Isabel. En el zaguán le recibió el Arzobispo de Toledo que

marchó con él para acompañarle a las habitaciones de la Infanta, su

prometida. Dice Silió que al entrar donde Isabel estaba, fue Gutierre de

Cárdenas el primero que, para satisfacer la natural curiosidad de la princesa quien era don Fernando entre los recién llegados, diciéndole: ¡Ése! ¡Ése! Y

por esta razón desde entonces figuran dos S.S. en el escudo de la familia de

los Cárdenas.

La vista mutua no produjo en los novios ninguna desilusión, y ambos

vieron confirmadas las esperanzas que tenían afirmándose desde entonces

un sereno y profundo amor entre ellos. Saludáronse y quedaron luego solos con la compañía y presencia del Arzobispo. Hablaron durante dos horas,

hasta que la llegada de la media noche les advirtió que no era prudente

prologar la entrevista. Cuatro días después hizo don Femando su entrada oficial en Valladolid para casarse. Venía acompañado por lucidísima

escolta de caballeros. Se leyó la Bula del Papa Pío II con la necesaria

dispensa, ya que Fernando e Isabel eran primos y el Arzobispo bendijo el

enlace. Valladolid aclamó a los recién casados y se entregó a grandes manifestaciones de regocijo popular.

Todo esto se supo después, cuando no podía estorbarlo nadie en la Corte de

Enrique IV.

Aquel 19 de octubre fue una fecha de importancia fundamental en la

historia española. Realmente ahí puede situarse el comienzo de la historia

de España como nación unida. Los herederos de los dos reinos españoles más importantes, que abarcaban casi la totalidad de lo que es la España de

hoy, se habían unido en matrimonio y aunque cada uno conservaba, según

las estipulaciones matrimoniales, el gobierno de los dominios que les correspondieran habían de ayudarse mutuamente como buenos esposos

para lograr el mayor bien de sus súbditos y el heredero que tuviesen sería

ya definitivamente de las dos coronas. Aún quedaban obstáculos que

vencer y luchas cruentas que entablar para que el ideal quedase realizado; pero nada detendría ya la marcha de la Historia cuyo rumbo había señalado

con su especial protección la providencia. Isabel y Fernando estaban

casados. Eran jóvenes enérgicos y prudentes. Tenían una clara noción de su deber y no sería fácil oponerles obstáculos invencibles. Los obstáculos

serían superados por la clara conciencia de una misión y el imperativo de

una obligación ineludible. Iba a empezar un áspero camino que en poco

más de veinte años llevaría a la unidad nacional española como coronamiento supremo del periodo que conocemos hoy como reinado de

los Reyes Católicos.

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IV. EL CISMA DE INGLATERRA

EN el capítulo II, esbozo demasiado rápido de la niñez de Isabel de

Inglaterra en el ambiente de la Corte de Enrique VIII, quedaban apuntadas

de un modo por extremo simplista las causas ocasionales del cisma. Si no

es propio de este breve ensayo biográfico un estudio a fondo de la cuestión,

debemos examinarla en líneas generales porque ella constituye el rasgo más saliente y decisivo del reinado que tenemos que recorrer, y al mismo

tiempo supone el escollo más grave con el que tropieza del historiador, ya

que los testimonios acerca de Isabel, según provengan del campo católico o

del campo anglicano, son tan distintos que quien los examina oscila constantemente entre la figura de una mujer extraordinaria, verdaderamente

superior y la figura de un monstruo. Y si bien desde nuestro punto de vista

no encontraremos nunca la justificación de Isabel, es preciso encontrar una explicación a sus actos, y en suma, al propio cisma en el orden terreno, ya

que un cisma religioso no hay reyes capaces de imponerlo y se requiere una

gran suma de circunstancias que favorezcan la posición herética de los

monarcas para que ésta triunfe. La religión perseguida con torturas y martirios es la que mejor prospera. No hay para ella propaganda mejor. Si

una bárbara represión del catolicismo bajo Enrique VIII e Isabel pudo

derrotarlo es que se hallaba ya perdido en la mayoría de las almas. Si esto no disminuye la culpa de Isabel, sobre todo después del reinado de María

Tudor, es preciso que veamos lo más claramente posible el proceso

histórico del cisma.

Nosotros mismos podríamos haber dado pie en el capítulo II a la

explicación demasiado sencilla que muchos aceptan: Enrique VIII se ha

enamorado de Ana Bolena, para conseguir sus deseos tenía que divorciarse

de Catalina de Aragón, el Papa Clemente VII se oponía a ello; Enrique rompió con el Papa y surgió el cisma. Pero ni es cierto que el amor por Ana

Bolena fuese el único móvil, ni la negativa del Papa fue tan rotunda que

cerrase los caminos de la concordia, ni se organiza un cisma como si fuera un espectáculo público. No se desgarran más conciencias que las que ya

están desgarradas. Un Cranmer era ya hereje en el fondo de su alma y en su

conducta cuando aparece capitaneando la herejía y en un Tomás Moro no

hay poder humano que lo venza. Cuando el santo canciller está ya prácticamente sentenciado, un noble le dice:

— ¿No comprendéis que obstinándoos así vais a morir?

—Muy bien— replica Moro, —eso quiere decir que yo moriré hoy y vos

mañana. (En efecto, en la vida de un hombre a la de otro no va ni siquiera

un día de la infinita eternidad)

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En cambio, cuando Cranmer es llamado a ser arzobispo de Westminster,

sitio desde el que habría de dirigir la parte más asquerosa del cisma, es ya un sacerdote amancebado que ha bebido en Alemania de las aguas más

impuras.

En realidad. Enrique VIII es la fuerza material del cisma; pero el cisma no nace en su espíritu, sino que le es sugerido y él lo acoge. La disposición

para acogerlo existía ya en el Rey, por dos razones: la sensualidad, que es

una fuerza ciega que se subleva siempre contra las trabas (¿cuántos son los que han dejado de frecuentar los Sacramentos, solo para sacar a flote la

continuación de unas relaciones ilícitas?) y la desmedida afición a las

cuestiones teológicas. No se puede ser teólogo aficionado. Enrique VIII es

ya un cismático en potencia cuando la famosa réplica a Lutero que le vale, sin embargo, la aprobación entusiasta de todo el mundo católico. En el

hecho de tomar la pluma para condenar la herejía hay algo

fundamentalmente plausible. Pero cuando esto se hace desde un puesto de autoridad temporal, sin estar investido de carácter eclesiástico, hay en el

fondo una semilla de definidor, de pequeño pontífice. Aquel teólogo

dilettante de Enrique VIII que sin perjuicio de ser el hijo predilecto de la

Iglesia Católica, cometía las mayores faltas, era un déspota cruel, y tenía las queridas a pares, iba a convertirse en un hereje en cuanto se le pusiera

por delante un pontífice que no fuera él mismo. Esto, sin la bondadosa

confianza de Clemente VII que no acabó de creer que la herejía se

proclamase y se formalizase, se podía haber visto desde que Enrique salió, a la vez, tan mujeriego y tan teólogo.

Pero decíamos que el cisma era imposible sin una base de opinión culta y de sentimiento popular que se estableciese con carácter definitivo. Y ambas

cosas existían en Inglaterra. Sería demasiado que tratásemos de investigar

aquí las casusas profundas, lo que requeriría por sí solo un extenso

volumen. Pero fuese por el carácter salvaje de independencia de los británicos que les hizo mirar siempre con recelo el poder de Roma, como si

fuese extranjero y no universal, fuese por otra multitud de causas además

de esa, la fe católica del pueblo se hallaba vacilante, gran parte del clero no estaba seguro en sus principios, y hombres ambiciosos y pervertidos,

dotados de sagacidad y de cultura, como el mismo Cranmer o Tomás

Cromwell, alimentaban una rebeldía contra el Papa y se entregaban al libre

examen, de tal modo que los más importantes recursos empleados por Enrique VIII para llevar a término la causa ocasional de la exteriorización

del cisma, o sea el divorcio de Catalina de Aragón, le fueron sugeridos y no

nacieron en su teóloga mente.

Existía difusa y sin acabarse de concretar la rebelión contra la autoridad del

Papa y se pretendía oponer a ella la de los teólogos que se anduvo

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mendigado por toda Europa, empleando muchas veces el soborno y

manteniendo siempre viva la apelación al Concilio. Sobre aquel estado de cosas si podía la sensualidad y la impetuosa barbarie de Enrique VIII

encender un cisma y podía permitirse la ejecución de uno de los hombres

de más prestigio en Inglaterra, como Tomás Moro, sin que ello determinase

un fuerte movimiento popular.

Ya sabemos que, una vez logrado su capricho, el rey se deshizo con

bastante rapidez de Ana Bolena. Puede existir inclusive una razonable duda de si las faltas imputadas en el proceso a aquella mujer fueron tales faltas

en realidad. Por lo menos algunas de ellas distan de estar probadas. Pero

esto poco importa. Es tan lógico que Ana se burlase de Enrique, que algo

debió ocurrir. Sin embargo, lo que ocurriría fundamentalmente es que después de rebelarse contra el Papa, el rey carecería de todo freno e iba

derechamente a la realización de sus caprichos. Al amparo de la

sensualidad se le desataron todas las concupiscencias. La codicia llevó al monarca a caer sobre los bienes monásticos de los que se apoderó, creando

con ello una doble situación social que no dejó de tener repercusiones. Por

una parte, se constituyó una nueva clase poderosa y enriquecida con los

despojos. Era la clase medular de la nueva Inglaterra y la que ha gobernado desde entonces hasta hoy. Una clase media ferozmente conservadora que

establece el derecho sobre la conservación de lo mal adquirido y no estima

sagrado el derecho de propiedad hasta no poseer todo lo que desea.

No podía contar el catolicismo con un enemigo mayor que esta nueva clase,

independiente por espíritu nacional y por conveniencia económica. Era

necesario que la Religión se amoldase a aquella y así surgió el rey como jefe supremo de la iglesia, se desterró la misa, se desterró el latín y se buscó

una vía para poner en las manos de Dios y bajo su amparo directo el hecho

de que los particulares se quedasen con los bienes monásticos, los marinos

ingleses con lo que pudieran apresar e Inglaterra cuanto le conviniese en el mundo. El cisma de Enrique VIII, como antes la herejía luterana en

Alemania, adoptaba un franco carácter nacional y también se lucha contra

España que tenía sus hombres, sus tesoros, sus tierras, al servicio del catolicismo, alma y substancia de lo nacional español. Cuando se advierte

con toda claridad el fenómeno es precisamente en el reinado de Isabel en el

que se echan las primeras raíces del imperio británico y que se desarrolla

todo él, bajo el lema: “Contra el catolicismo y contra España” pero Isabel no reina aun. La hemos dejado en 1547, con catorce años de edad, a la

muerte de su padre Enrique VIII, y la hemos dejado en la situación

vergonzosa y triste de la joven que ha pasado por una poco honrosa y poco

romántica experiencia de amor. Esta obscurecida y en verdad, casi encarcelada. Es la tercera heredera del trono. Puede pensarse que aquel

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trono no llegará nunca a reclamarle. Tiene un hermano varón que se casará

en su día, tendrá hijos y reinará feliz mientras Isabel se convierte en una vieja dama cargada de títulos y sin ninguna influencia real. Sin embargo,

aquel varón ascendido al trono en 1547 con el nombre de Eduardo VI tiene

nueve años. Es hijo de Enrique VIII y Juana Seymour y está engendrado en

plena sífilis paterna. Es endeble y enfermizo y como no puede reinar efectivamente hasta que sea mayor de edad, ¿qué no puede presumirse que

ocurra en tiempos como aquellos y durante una regencia, que siempre es

periodo apropósito para disturbios?

El Consejo de Regencia lo domina Eduardo Seymour, duque de Somerset,

hermano de Juana y por lo tanto tío carnal del rey niño. Somerset es

individuo tremendamente ambicioso que no vacila en llevar al patíbulo a su hermano Tomás, pero poco después de tener éste la desdichada aventura

con Isabel que ya hemos contado. Es evidente que Somerset no procedía así

para sancionar con justa indignación el atentado contra la moral de una princesa, sino para eliminar a un competidor, ya que Isabel era una más de

las herederas de Eduardo VI.

Y todo podía temerse de un reino agitado por las contiendas políticas que eran en el fondo religiosas. Somerset prosigue adelante con la reforma

anglicana y hace firmar al rey niño decreto tras decreto, por los cuales se

quitan las imágenes de las iglesias y se establece el Libro de Rezos (The

Prayer Brook) o Devocionario, que es casi exactamente el mismo que se emplea hoy. Cranmer lanza su catecismo. La “reforma” marcha a toda vela.

Pero el fenómeno social a que aludíamos antes produce junto a los nuevos

ricos nacidos del despojo de los monasterios los nuevos pobres que son los colonos de estos monasterios que antes vivían bien y eran tratados con

humanidad por los monjes y ahora se encuentran en manos de tiránicos

usureros. Se inicia ya el fenómeno, que aún subsiste en líneas generales, de

que en Inglaterra los ricos son protestantes y los pobres son católicos. El catolicismo ha quedado como una religión para gente modesta (los

herederos de los que se quedaron con los bienes monásticos). Así se da el

caso, difícil de comprender por nosotros, de que los católicos de Inglaterra figuren frecuentemente en las listas políticas del laborismo, casi marxista.

Por lo tanto, en la época de Eduardo VI se limitaron a provocar revueltas

que fueron sangrientamente dominadas. Pero el prestigio de Somerset, verdadera ave de rapiña, se quebrantaba en cada lucha y después del

“incidente” de su hermano Tomás acreció su impopularidad y fue derribado

por los demás consejeros acabando por ir a la Torre de Londres y por morir

decapitado, que era una muerte casi natural. La salud de Eduardo VI inspiraba serios cuidados, y se pensaba inevitablemente en la sucesión. Ésta

debía recaer en María, la hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón,

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nieta por lo tanto de Isabel la Católica; pero esta princesa era temida por la

clase de los nuevos ricos porque se sabía que permanecía fiel a la religión católica. Entonces el duque de Northumberland inventó una heredera, nieta

de otra María, hermana de Enrique VII, y que tenía la ventaja de ser la

nuera del propio duque: la infeliz Juana Grey, otro de los nombres de

mujeres de la época que han pasado a la posteridad con la aureola del martirio. El pretexto era que tanto María, como Isabel, las dos hijas que

quedaban de Enrique VIII, eran “bastardas”. No era pretexto malo. El

propio Barba Azul lo facilitó en su día, pues por la anulación que fabricó para su matrimonio con Catalina, la hija de ésta era declarada bastarda, y

por el final de Ana Bolena y la acusación que determinó su muerte había

bastante motivo no ya para declarar bastarda a Isabel, sino para suponer

que ni siquiera fue hija de Enrique. Éste se casó con Juana, al día siguiente de la ejecución de Ana Bolena y el hijo varón, Eduardo era el único que

podía presumir de heredero sin contradicciones.

Pero Eduardo se moría…. Y se murió. Se murió a los quince años en 1553,

cuando Isabel iba a cumplir veinte. La pobre Juana Grey, delicada joven

que llevaba una vida retirada se encontró de pronto proclamada en Londres

reina de Inglaterra. Era un despojo que se hacía a la vez a María y a Isabel, que unió pasajeramente a las dos hermanas, colocando a la última bajo la

protección de la primera, que no en vano era nieta de Isabel la Católica y

no estaba dispuesta a que se atropellase su derecho. Tomó las armas frente

a sus partidarios que eran la inmensa mayoría de la nación, la cual reconocía a su soberana, antes que aquella infeliz que habían proclamado

unos cuantos, para librarse de la ambición del duque de Northumberland.

Éste se hallaba derrotado antes de empezar a luchar. Se quedó con tal minoría que tuvo que deponer las armas y perdió la cabeza en la aventura,

aunque sin duda salvó algo más importante, porque a las puertas de la

muerte abjuró de la herejía y se convirtió al catolicismo.

Llegaba para Inglaterra la hora fugaz de los católicos. María Tudor,

enérgica mujer de sólida fe se dedicó con alma y vida a restablecer la

verdadera religión. Pero llegaba un poco tarde y era excesivamente sincera, y por lo tanto, poco política. Carlos V le hizo llegar un consejo muy bueno

que ella no siguió: que tratase a los enemigos de la religión como enemigos

del trono y del país; que condenase traidores pero no herejes; que hiciese

víctimas de la justicia pero no mártires de la nueva fe. Era un consejo muy sabio. Está demostrado que al sentimiento religioso las persecuciones lo

favorece. La mayoría del país no era católica, pero había aceptado a la

católica María en virtud de las persecuciones del tiempo de Enrique VIII y

Eduardo VI. Si ahora se llevaba a cabo una persecución contra los protestantes se corría el peligro de que éstos se afirmasen para siempre. María no quiso escuchar y aparte de las modificaciones legales necesarias para el

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restablecimiento de la nueva fe comenzó a enviar herejes a la hoguera. Entre

ellos pereció Cranmer. El Papa Julio III tuvo, de su parte, la gran habilidad de no

reclamar la devolución de los bienes eclesiásticos confiscados dejando este

problema a la conciencia de cada uno. Pero, sin duda, las conciencias dormían

profundamente, porque no devolvió lo procedente de las confiscaciones más que

la propia reina María Tudor.

Ésta como es sabido, se casó con Felipe II de España. Fue una buena jugada

política de Felipe y una malísima jugada política de María, bien que de ella

puede afirmarse que estaba enamorada del monarca español, mientras que no es

presumible que él lo estuviese de la reina inglesa. La madre de María, Catalina

de Aragón y la abuela de Felipe, doña Juana “la Loca”, eran hermanas, hijas las

dos de Isabel de España. Por lo tanto, María Tudor era prima hermana del padre

de Felipe y, por consiguiente, tía segunda de éste. María era, como parece

natural, bastante mayor que su sobrino y marido y mientras él era todavía un

mozo que causó gran impresión en las damas de la Corte británica, María Tudor

era, una mujer pequeña, seca, madura, sin ningún atractivo físico y muy escasa

femineidad. Pese a todas las precauciones que se tomaron en las capitulaciones

matrimoniales, Felipe resultaba un pariente demasiado molesto para los ingleses,

mientras María podía resultar una colaboradora muy útil para los españoles,

sobre todo en las luchas de éstos con Francia.

Se explica que, a consecuencia de este matrimonio, María viese

considerablemente disminuida su popularidad en Inglaterra. El matrimonio se

celebró en 1554, y Felipe influyó para que María tuviese la mayor benevolencia

con Isabel de la que se sospechaba que andaba en conspiraciones contra su

hermana mayor. Isabel fue tan cauta y supo adoptar una actitud tal de simpatía al

catolicismo que todo quedó desvanecido rápidamente. María tuvo que afrontar

con las armas de la sublevación, singularmente por parte de Suffolk, el padre de

Juana Grey, que aspiraba a reinstalar a su hija en el trono. La pobre Juana no

tenía que ver en esta aventura mucho más que en la anterior, pero ahora le tocó

morir en el cadalso para que no sirviera de pretexto a nuevas aventuras. Puede

considerarse que era la tercera reina de Inglaterra que moría decapitada en el

espacio de veinte años. Era ya casi una costumbre. Isabel salió limpia de aquello

por su habilidad, o porque quienes invocaron su nombre lo hicieron sin su

consentimiento y María reinó aún cuatro años más, durante los cuales pasó por el

dolor de que Inglaterra perdiese la plaza de Calais en Francia, posesión desde la

que se aseguraba la frontera orilla del Canal. Quebrantos de salud motivados por

su mala naturaleza, su niñez triste y su reinado difícil, dieron fin de María Tudor

en 1558. A los once años de morir Enrique VIII habían desaparecidos sus dos

primeros sucesores y le quedaba abierto el camino al tercero, que era Isabel. Con

veinticinco años de edad, Isabel pasaba a ser reina de Inglaterra en plenitud de

derechos, no reina consorte como lo han sido muchas, sino reina efectiva,

depositaria de todo el poder y de toda la responsabilidad.

Era Isabel una joven extraña cuya experiencia amorosa parecía haberse limitado

a la repulsiva aventura de Tomás Seymour. Experiencia fracasada que tal vez no

se intentó nunca más, por incapacidad física de la reina, y pese a la leyenda de

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Sir Walter Raleigh de Leicester y de Essex. Ya examinaremos esto más adelante.

Isabel nunca fue hermosa, siquiera sus aduladores le dirigiesen alabanzas

encendidas calificándola de divinamente bella después de haber cumplido los

sesenta años, cuando era una repugnante momia. Era delgada, de rostro parecido

al de Ana Bolena en sus rasgos esenciales, aunque más feo, de ojos negros,

pequeños y penetrantes y cabello rojizo. El cabello pudo ser pronto del color que

ella quisiera, porque a consecuencia de una enfermedad quedó absolutamente

calva y usaba peluca. Nada de esto era obstáculo para que tuviese mucho talento,

una gran cautela, una femenina audacia, una política sorprendente por sus

cambios y un afán decidido de gobernar sin trabas y de engrandecer a su país.

Iremos viendo aspectos de todo esto: pero aquí nos interesa terminar esta breve

exposición del asunto del cisma para no tener que referirnos a él más que por

alusiones y no romper la unidad del relato. Isabel, y en esto parecen coincidir los

más prestigiosos historiadores, era de gran talento político y estaba, en verdad,

desprovista de todo sentimiento religioso. Se planteó desde el primer momento

de su reinado la cuestión religiosa como una cuestión política y en este terreno

trató primeramente de proceder con cautela pretendiendo aunar las dos

tendencias y buscar un término medio entre las dos. Eso mismo demuestra su

carencia de toda noción verdaderamente religiosa, porque en las luchas religiosas

no hay término medio.

Pronto hubo de comprenderlo así, y entonces se echó en brazos de lo que más

convenía a su deseo de reinar sin trabas y de apoyarse en la clase más poderosa

de su país. Llamó a su lado a Cecil, que fue su consejero mas permanente y

eficaz y aconsejada por él se decidió al fin por la supremacía de la Corona sobre

la Iglesia y fundó el anglicanismo separado de la autoridad del Papa. Los

religiosos tuvieron que prestar un juramento de supremacía, los que se negaron a

ello, fueron perseguidos, torturados y ajusticiados y se instaló al fin la herejía

definitivamente. El Papa Pío V fulminó la excomunión contra Isabel. El Reino de

Inglaterra se había separado de la gran comunidad católica.

Tal es en breves trazos la historia del cisma que en la cúspide de una montaña de

disturbios, traiciones y apostasías coloca a Isabel como la reina del anglicanismo

y la autora de la Inglaterra moderna. Desde entonces acá muchas crisis históricas

han modificado profundamente las condiciones de vida de los católicos en

Inglaterra donde hoy desarrollan, el fin, una libre y respetada actividad, sin que

ningún camino esté cerrado para ellos.

Pero la gran estructura que al cabo del tiempo fraguó en el Imperio más vasto de

los tiempos actuales se forjó en tiempos de Isabel, que para ello colocó la política

sobre la religión y tuvo que buscar la supremacía que le juraban en los mares y

en los campos, en combate singularmente con España, la defensora de la fe

católica en el mundo.

Así son los hechos, sin que de ellos pretendamos desprender nosotros ninguna

suerte de proselitismo actual, sino sencillamente ofrecer a los lectores materia

para una reflexión que jamás podrá considerarse inoportuna.

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V. CASTILLA POR DOÑA ISABEL

VERDADERO furor y consternación produjo en la menguada Corte de

Enrique IV el casamiento de Isabel. Allí donde todas las estipulaciones

eran vulneradas y donde no se podía exigir respeto porque no se guardaba

respeto a nadie, se tomó muy a mal que Isabel siguiendo los dictados de su

corazón y de la más sabia política se uniese con Fernando. Ella se apresuró a enviar a su hermano cartas en las que reiteraba la sumisión que como Rey

de Castilla estaba dispuesta a guardarle; pero los nobles que conducían a

Enrique no podían admitir que la dirección de los asuntos públicos

amenazase con escapárseles y pensaron en una nueva ceremonia que arrebatase a Isabel su calidad de heredera del trono. Era un intento vano,

porque en realidad el partido de la princesa era mucho más poderoso que el

del rey, si bien a éste le quedaba una sombra de autoridad que se imponía a la consideración de muchos como legítima e inatacable. Nuevamente la

pobre doña Juana la Beltraneja, que era juguete de mil combinaciones

ambiciosas, fue proclamada heredera del trono por Rey y sus amigos. La

ceremonia resultó bastante limitada y tuvo por escenario un rincón escondido en el Valle de Lozoya. Era un nuevo planteamiento de la guerra

civil.

Bien es verdad que la guerra civil de todos contra todos puede considerarse

como la verdadera constitución de la Castilla de aquellos momentos. El

estado de miseria y anarquía era espantoso. Los nobles fuertes en sus

castillos, se lanzaban a toda suerte de depredaciones y entablaban contiendas entre ellos. Las ciudades vivían en alarma constante sin saber

qué tropa se presentaría cualquier mañana a cometer toda suerte de

desmanes y a proclamar un nuevo rey o un nuevo heredero. El

bandolerismo en gran escala era una especie de necesidad vital. En un Estado sin organización, sin Hacienda, donde la estructura feudal y los

nobles eran por turno, salteadores de caminos y fabricantes de moneda

falsa, donde no existía garantía de ninguna especie, no había trabajo, ni había qué comer, los hombres se lanzaban al campo y tomaban por la

fuerza las cosas que necesitaban de donde las hubiese. Subsistía aun la

amenaza musulmana que pudiera muy bien aprovecharse muy bien de

aquella tremenda desorganización, se verificaban matanzas de cristianos nuevos por los cristianos viejos y alguna de cristianos viejos por los

cristianos nuevos y aún puede afirmarse que algunas de las de cristianos

nuevos resultaba dirigida por alguno de éstos que se las daba de viejo y era cristiano de anteayer, según lo delataban a las claras su avaricia y su nariz.

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Quiere decirse que los judíos conversos eran una clase poderosa, y como en

las situaciones difíciles el espíritu popular se revuelve contra los ricos, mucho más si éstos inspiran desconfianza por motivos ideológicos, los

asaltos de los conversos adquirieron en varias ocasiones caracteres de

manifiesta ferocidad.

Los ojos claros y la clara mente de Isabel iban deteniendo este desfile de

monstruosidades y sin duda en su interior comenzaban a precisarse las

líneas de una política y de un sistema de gobierno que ella habría de aplicar, si alguna vez llegaba a ocupar definitivamente el trono de Castilla.

No se le ocultaba que los conversos eran en realidad culpables de muchos

delitos contra el Estado; pero pensaba que esos delitos debía castigarlos el

poder real y no las bandas organizadas.

Consecuentemente, pensaba que estas bandas capitaneadas por señores

poderosos habrían de someterse al poder de la Corona procediendo por

orden de ella y a su servicio y no en virtud de anárquicos privilegios. Pensaba que sería preciso restablecer el imperio de la Justicia y organizar la

Hacienda y la Administración. Y todo esto lo pensaba no en virtud de lo

que creyera prerrogativas personales suyas, sino en virtud de su deber de proteger al pueblo y sacarlo de la miseria.

Era preciso sin duda, alguna vez colgar a muchos bandoleros; pero esto

debía hacerse mientras se eliminaba el estado de ruinosa anarquía que había servido de base al bandolerismo. Es indudable que toda aquella obra

gigantesca que luego Isabel realizó desde el trono venía madurando en su

mente durante el largo aprendizaje de aquella princesa. La idea de sujetar a

los nobles levantiscos y la de crear fuerzas al servicio de la Corona que llevasen la paz y el orden al país, tuvieron que brotar necesariamente en

Isabel cuando el trono estaba siendo cada día una apuesta que las bandas

cruzaban entre sí en sus jugadas sobre la piel y sobre la riqueza de los castellanos.

Alguien más contemplaba reflexivamente el espectáculo que se daba en Castilla

y pensaba en emplear los medios de que disponía para remedio de la situación: el

Papa. Hemos visto en el capítulo anterior el golpe asestado por el Cisma de

Inglaterra, después de la herejía luterana, a la autoridad pontificia. El amanecer

del espíritu nacional, en coincidencia con una debilitación del espíritu religioso,

motivada en parte por la corrupción de la Corte romana en el Renacimiento había

producido tremendos desgarrones en un prestigio universal que se había

empleado siempre en la más benéfica unificadora y pacificadora con

incalculables beneficios para la cultura. La estructura medioeval era en esto de

una sencillez y de una lógica que producen envidia en medio de nuestras actuales

confusiones. El Príncipe era el elemento de unidad y de autoridad en sus

dominios.

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Pero el Príncipe era cristiano y como tal debía vivir y hacer que sus estados

viviesen de acuerdo con normas morales superiores, cuyo único definidor y juez

autorizado era el Papa. El Papa no se inmiscuía en nada de lo que perteneciese a

la autoridad del Príncipe; pero tenía obligación de velar por las almas, la del

Príncipe inclusive, y advertía seriamente o levantaba en alto el arma terrible de la

excomunión. Con unidad religiosa en Europa no podía caber mejor sistema de

gobierno que ordenarlo todo en estricta dependencia de la esfera sobrenatural y

aceptar como árbitro supremo de las cuestiones de moral pública o privada al

Vicario de Jesucristo. La rotura de la unidad religiosa en el siglo XVI derriba un

armazón tan segura y tan bella. Pero estas cosas no suceden de pronto. Si en el

siglo XVI podía triunfar Lutero, es indudable que en el siglo XV los caminos

estaban preparados.

En el momento de la descomposición de Castilla y del planteamiento de la guerra

civil entre Enrique IV y su hermana, la Cristiandad estaba rodeada de peligros. El

poder de los turcos amenazaba, acosaba sería mejor decir, por oriente; los

musulmanes ocupaban aun el Sur de España; el mundo cristiano europeo—el

único mundo cristiano de aquel momento — estaba limitado al este por la vasta y

obscura comunidad ortodoxa y cercado por el oeste por los hijos del Islam. En

esta situación las discordias de los pueblos católicos no podían menos de ser

miradas por el pontificado con preocupación enorme. Por otra parte, la

corrupción interna de la Corte pontificia entregada al vendaval del Renacimiento

contribuía al descrédito de la autoridad papal, minada considerablemente por el

nepotismo, del cual Papas evidentemente virtuosos como Sixto IV, distaban de

estar libres. Las querellas interiores de los germanos y la ambición un poco

siniestras de Luis XI de Francia, la guerra civil castellana eran problemas que

hacían temer al Pontífice que en un momento cualquiera la arremetida turca

tomase sin preparación para la defensa, al mundo cristiano.

Por esta razón, despachó unos cuantos legados que tratasen de encauzar las

energías de los Príncipes hacia una nueva Cruzada y pusieran paz en el interior

de los reinos. El legado que vino a España con ese fin era el Cardenal Borgia,

más adelante Papa con el nombre de Alejandro VI.

No nos toca aquí ocuparnos del detalle de esta figura extraordinaria, lo que por

otra parte hemos hecho ya (Véase en esta Colección, Catalina de Médicis—

Lucrecia Borgia). Bástenos con recordar que, tratándose sin duda de un hombre

contaminado por los vicios de su tiempo, lo que es de todo punto imposible

negar, no fue en ningún caso el monstruo que una leyenda tenebrosa ha querido

crear.

Con talento, con energía, con una noción muy clara de los derechos de la

Iglesia, el cardenal Borgia, casi español, fue una víctima de la calumnia que

se cebó con la expansión española en todos los sentidos. Su actuación

pública como Legado pontificio y como Pontífice después, es acreedora al elogio por su acierto y en cuanto a su personalidad privada estaba tan lejos

de la monstruosidad como, en rigor, de la santidad. Merece por lo menos el

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respeto de la Historia y en su actuación en Castilla durante los tiempos

últimos de Enrique IV hizo mucho bien con su diplomacia cauta y enérgica, contribuyendo poderosamente a evitar que el reino se desangrase del todo

en una lucha estéril con final previsto.

Enrique tenía perdida la partida. Las ciudades que se apresuraban a manifestarse por Isabel eran muchas y de calidad. Un partido de

ambiciosos ingobernables, apoyado desde fuera por Luis XI estaba en

contra de la futura reina; pero otra gran parte de la nobleza y una enorme masa popular veían en Isabel a la heredera legítima del trono y la reconocía

de hecho como reina antes de la muerte de su hermano.

Y la muerte de Enrique IV no podía tardar en sobrevenir. No por la avanzada edad del Rey que solo tenía cincuenta y un años, pero sí por

aquella su vida de disipación y de errores. Su salud se hallaba minada y el

invierno de 1474 le fue tan por de manera desfavorable, que a comienzos

de diciembre se advirtió que ya no podría vivir. Su muerte ocurrió efectivamente el día 12 y estuvo hasta el último instante de su vida acosado

por aquel problema que había originado todos los demás que

ensombrecieron su vida: el problema de la legitimidad de Juana, que era a la vez su drama íntimo de hombre y el drama político más grave del reino

entero. Enrique confesó antes de morir y cítase que su confesión duró cerca

de hora y media. Quedó más tranquilo en el último periodo de su agonía,

no sin que sonara por dos veces en sus oídos la pregunta solemne de si a punto de compadecer ante el tribunal de Dios podía afirmar que Juana era

su hija. Cansado hasta la muerte—y nunca mejor empleada esta

expresión— ladeó la cabeza sin contestar y falleció a los pocos minutos de la segunda interrogación. Harto había hecho en vida para demostrar que era

el primero en no creer en la legitimidad de Juana para que ahora en el lecho

de muerte le pidiesen de nuevo aquella triste confesión pública. De todos

modos, y mirando a su deber de Rey que a su drama de hombre, con aquel silencio dejó todavía una puerta entreabierta para aquellos que solo podrían

medrar en el futuro si doña Juana resultaba al fin reina de Castilla.

Los nobles que rodeaban a Isabel y al pueblo de Segovia, donde ella se encontraba no esperaron más que a conocer la noticia de la muerte de

Enrique para salir a la calle enronqueciendo con vítores a la Reina. ¡Castilla

por la reina Isabel! Era la consigna de los segovianos.

E Isabel, joven pero llena de una experiencia amarga, segura en su derecho

y en su deber y llena de tristes desconfianzas hacia muchos, recorría las

calles cabalgando en su alazán, serena y colmada de internas vibraciones, sabiendo que comenzaba una gran lucha, en vez de estar llegando al final

de ella. El secreto de la firmeza indomable de Isabel estribaba en una

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consciencia segura de su derecho, del que hacía un deber ineludible. Con

aquel sentido patrimonial inseparable del criterio monárquico de entonces, Isabel se planteaba en primer término el problema de su derecho

estableciendo con premisas que aquel reino de Castilla era la legítima

posesión que había dejado a sus hijos el Rey Don Juan II; que no siendo la

Beltraneja hija de Enrique IV y no llevando por lo tanto sangre de aquel Rey Don Juan le correspondía a ella, que sí la llevaba, heredar la posesión.

En sus frecuentes oraciones ella exponía este razonamiento delante de

Dios, para que Dios la viese luchar por su derecho solamente. Y luego, a este derecho se añadían graves consideraciones y responsabilidades porque

aquel reino que Don Juan legó a los suyos, había sido comprado al precio

de mucha sangre castellana que no se podía malbaratar y encerraba en su

recinto muchas vidas que era preciso proteger. Entendido así su derecho—y nadie podía decir que lo entendía mal— y conocido su carácter firmísimo

no se pensará que recurso alguno que no fuese la misma muerte pudiera

desposeer a Isabel del reino de Castilla.

Tuvo ella que emplear su energía de muy diverso modo y desde el primer

momento. Y tal vez a quien primero hubo demostrarle de manera suave y

amorosa pero igualmente firme fue a su propio marido que pese a lo que dijeran las estipulaciones matrimoniales acaso pensó que de hecho iba a ser

el rey de Castilla. No fue sino el cuidadoso, eficaz y valiosísimo consorte

de la Reina y fue el Rey de Aragón cuando le tocó serlo: pero la Reyna de

Castilla era Isabel. Pronto lo empezaron a conocer para su mal los malos y para su bien los buenos. Porque empezó la obra de dominar a los

levantiscos y de ahorcar a los salteadores con plena seguridad y

consciencia. Los nobles que pensaron que la monarquía era un recurso para obtener privilegios personales; tuvieron que hacerse cargo de que su

profesión era mucho más peligrosa de lo que pensaban. La Reina se

propuso restablecer el orden y la autoridad y al fin lo consiguió después de

tremendo azares, apoyada siempre por el pueblo sano que veía en ella la realización de sus esperanzas más queridas.

El trono de Isabel fue objeto en 1475 y 76 del embate más furioso y más peligroso que solo ella hubiera podido dominar. El sector más ambicioso y

levantisco de la nobleza, aliado con Alfonso V de Portugal que aspiraba al

trono de Castilla mediante una alianza matrimonial con la Beltraneja que

ahora reconocía por hija y heredera de Enrique IV, preparó el asalto de manera que parecía imposible la lucha. Más de veinte mil soldados

portugueses con Alfonso V a la cabeza se entraron por tierras castellanas y

ocuparon Toro y Zamora avanzando en otra dirección hasta Arévalo, con el

objeto de disgregar los dominios de Isabel desde el punto central de los mismos. Luis XI de Francia se dirigía a invadir Guipúzcoa. Se había vuelto

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en contra de Isabel, por motivos de ambición personal el arzobispo de

Toledo, y con él el nuevo marqués de Villena, el conde de Benavente y otros nobles que levantaron una poderosa fuerza. Parecía no quedarle a

Isabel otro camino que la rendición. Pero suponer aquello era no conocerla.

Los que tienen en la imaginación acerca de Isabel una estampa dulzona, no saben que si puede presumirse en ella razonablemente una gran dosis de

santidad, esta santidad no era solamente mansa y rezadora, sino de la

estirpe de la de Juana de Arco, activa y guerrera cuando era preciso. Vedla durante esta etapa terrible, difícil y angustiosa de su reinado, corriendo a

caballo, con una coraza sobre el vestido, las tierras de Castilla de punta a

punta, organizando escuadrones y pronunciando arengas al pueblo

enardecido. Vedla en vida común con sus leales, imponiendo en ellos una vida enérgica, virtuosa y sana donde amanecía en los campamentos con la

misa al aire libre y la reina clavaba sus rodillas en el suelo para poner su

causa en manos de Dios y montar después a caballo sin rendirse a la fatiga. El temple y la energía de la virtud animaban aquella mujer tan mujer y tan

reina, que administraba justicia, corría junto a sus soldados, dictaba en la

noche montones de cartas y mensajes y al par veía crecer su vientre por su

segundo embarazo. Madre cristiana, esposa ejemplar, reina segura de su derecho y de su deber. Nada que sirva para estampitas dulces. Una mujer

española que ahora palidece y adelgaza a ojos vistas de privaciones y de

fatigas y que recibe las contrariedades como las alegrías: rezando, dando

gracias a Dios y poniéndose a trabajar de nuevo.

Poderoso auxiliar en aquella difícil etapa lo fue su esposo don Fernando,

que luchó como hábil guerrero y negoció como diplomático sagaz. Al fin, después de momentos terribles, la victoria vino a las manos de Fernando en

una feroz batalla contra las tropas portuguesas para arrebatarles Toro y

Zamora y el triunfo indeciso durante una sangrienta jornada fue a la postre

definitivo, alejando aquel grandísimo riesgo. La noticia se la llevaron a Isabel a Tordesillas en ocasión en que se hallaba oyendo misa. Como la

conocían bien, nadie pensó en dársela hasta que la misa terminó. Recibióla

con gratitud serena y profunda y aquel mismo día caminó con los pies descalzos por las piedras y el polvo hasta el monasterio de San Pablo,

seguida por una larga procesión. Entró pisando las frías losas, avanzó hasta

el altar mayor y se dejó caer de rodillas juntas en el suelo.

En el gran silencio que se hizo todos los corazones decían, ya seguros del

porvenir: ¡Castilla! ¡Castilla por la reina Isabel!

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VI. EN EL CERCADO DE LA REINA VIRGEN

ISABEL TUDOR era muy inteligente. Su reinado no puede

comprenderse bien si no nos hacemos cargo de alguno de los fundamentos

y aciertos de esta mujer, que desde el punto de vista de Inglaterra borran los

grandes defectos de la persona. En la imposibilidad de comprender un

reinado importantísimo que duró cuarenta y cinco años y que fue decisivo en muchos aspectos para el porvenir de los británicos, nos hemos de limitar

a ciertos perfiles entre los que, naturalmente, nos interesan más los que se

refieren a la mujer que a la reina.

Esta procedió en el terreno religioso como ya hemos visto: era una mujer

sin fe. Lo reconocen así sus biógrafos más afectos. No tenía, en verdad,

religión y estableció la que políticamente le convenía más. En este terreno político tuvo el acierto indiscutible de entregarse en manos de Cecil uno de

esos grandes estadistas que con frecuencia poco deseable por sus enemigos,

produce Inglaterra y que han determinado en el andar del tiempo que la

vida de Europa y hasta hace poco del mundo se rija por lo que conviene a los habitantes de unas cuantas islas de clima poco agradable. Cecil gobernó

y orientó al país en el reinado de Isabel, y si Isabel le dejó que lo hiciese es

otra prueba del talento que tenía.

Isabel rigió felinamente la política externa. Fue enemiga de España; pero

esto no nos debe enturbiar el juicio. Lo hizo todo con astucia femenina, con

informalidad femenina, con rapacidad femenina. Fue una mujer que se defiende y lo fue hasta la hora de morir, cuando sus recelos constantes

adquirieron ya pavoroso aspecto. Había ocupado un trono inseguro que se

vio sacudido rudamente por conspiraciones. Pasó angustias económicas que

salvó con avaricia femenina también. Se vio amenazada por los más temibles poderes de su tiempo, excomulgada por el Papa y atacada por

Felipe II. De todo salió adelante con una energía astuta que hace de su

carácter en algunos momentos un inexplicable enigma. Su propia normalidad de mujer incompleta acaba de dar un aire misterioso y un poco

siniestro a toda su vida. Nuestra Isabel no entraña apenas problema alguno

de psicología. Es una mujer católica de una pieza. Pero Isabel Tudor nos

plantea un problema tras otro. Los ingleses la rememoran como una gran reina, y desde su punto de vista nacional no les falta razón. Sin razón, el

secreto de su persona se escapa una y otra vez. Hay quien afirma que con

un vigoroso instinto de conservación no era posible proceder de otro modo que como procedió Isabel de Inglaterra. Desde el ángulo de la historia de

un pueblo, puede que sea una argumentación considerable. Desde el

nuestro — el hombre solo frente a Dios— el instinto de conservación es

comprensible; pero no es lo más respetable en el orden humano.

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El reinado de Isabel— es otra nota favorable— fue decisivo para el

enriquecimiento de las letras y la cultura británicas. Bastaría el nombre gigantesco de Shakespeare (tan gigantesco que una y otra vez brota la duda

de que si todo aquello fue labor de un solo hombre) para acreditar el

esplendor literario de una época. Esa época llamada “isabelina”,

precisamente por Isabel, se caracteriza por un renacimiento de la erudición, un espléndida madurez del lenguaje y una abundancia tal de ilustres

aportaciones que señala de manera indudable la eclosión de un espíritu

nacional llamado a grandes destinos. En esta síntesis apresurada solo caben las notas esenciales. Pero expuestas muy sumariamente las que conciernen

a la reina y sobre las cuales habrá ocasión de insistir, nos acosa la

preocupación de penetrar un poco en la intimidad de aquella mujer extraña.

Sus contemporáneos la llamaron la reina virgen. Un territorio americano se llama Virginia por ella. Probablemente se marchó entera a la sepultura, es

decir, tan entera como podía ella estarlo, ella que no fue entera nunca. Por

eso hay que abordar, ya que no resolver el problema de sus favoritos, por lo menos de aquellos tres que llenaron de escándalo la historia y las leyendas:

Leicester, Raleigh, Essex. Cada uno plantea una especie distinta del asunto.

LEICESTER

Leicester hijo del duque Northumberland, y aproximadamente de la misma edad de Isabel. La

leyenda ha tomado en sus manos los amores de este

gran señor con Isabel y ha fabricado dramas y novelas en los que se pierde la verdad histórica en la

fronda de una interpretación que peca sobre todo al

considerar a Isabel como un sujeto normal. El

mismo Walter Scott nos ha legado una novela sobre el eje de la muerte repentina de la esposa de Roberto

Dudley, muerte que podría interpretarse como un

asesinato por celos maquinado por Isabel. Sin embargo, no existe ni asomo de una prueba de esto. Schiller, por su parte, nos ha dado un Leicester, casi

gran político, que maneja a Isabel con gran habilidad y que juega al celoso

en el momento en que la mano de la reina de Inglaterra es solicitado por el

duque Anjou, único asunto matrimonial en el que acaso el corazón de Isabel llegó a interesarse de una manera efectiva. Pero Isabel no era

manejada por nadie si se exceptúa acaso a Cecil, que no la manejaba, pero

que no se dejaba manejar por ella y ella tenía el talento para comprender cuando él tenía razón. Leicester, no tenía personalidad de un valor

indiscutible como sir Walter Raleigh, ni tampoco aquella magnífica

impetuosidad de Essex.

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Era, por lo pronto, un amigo de su infancia. Tenía un año o dos más—no he

visto afirmada con exactitud la fecha de nacimiento de Leicester — y su padre había tenido de que alternase con la familia reinante, adquiriendo

relaciones que le pudieran granjear beneficios en el porvenir. Tuvo, pues, la

suerte de tratar a Isabel cuando ésta podía tener aún algunos atractivos

femeninos, tales como el pelo, la esbeltez, el brillo de los ojos. El rostro se le fue después afilando, tomando un terrible aspecto aguileño y ya sabemos

que el pelo desapareció enteramente. Las adulaciones que circundaron a

Isabel fueron siempre las mismas, aun en la fecha en que debía tener un aspecto de momia viviente. Y en esto sí demostró ser mujer, porque jamás

le pareció una burla que la considerasen divinamente bella y que los

hombres apuestos y mucho más jóvenes aparecieran como perdidamente

enamorados de su persona. Claro está que ella tenía las armas más poderosas, pudiendo hacer decapitar a sus enamorados, como lo hizo con

Essex, pudiendo colmarlos de honores, levantarlos a las nubes o reducirlos

al polvo. Aquello podía tornar en verdadera la monstruosa e hipócrita alabanza. No creería a Leicester si éste lo hubiera afirmado—como quiere

Schiller—amarla aunque fuese una pastora. Debía saber que le rendían por

que era una reina y estaba dispuesta a aprovechar la ventaja.

Mujer, pero infecunda por naturaleza, no es tan difícil imaginarse la

naturaleza singular de sus amores. Sentía espiritualmente la necesidad del

halago y del rendimiento masculino; pero no necesitaba físicamente nada.

No era sensual, no podía serlo. Y como no cabía que fuse violentada, porque era la reina, el amor se mantenía para ella en un dominio cerebral,

no tan extraño en su tipo, ni tan raro en cuanto a la colaboración de unos

hombres normales que, pese a los peligros, buscaban por otra parte las indispensables satisfacciones. Había poesía y había celos y querellas en

aquel amor. Lo que no había en ningún caso era la satisfacción completa.

Ella se complacía en que la llamasen “virgen”, recreándose en el prestigio

de una entereza física sin mérito moral, porque estaba determinada. Y en cambio se podía procurar el regalo de unos caballeros que la adorasen y

alabasen como una especie de divinidad que repartía beneficios y que podía

también decidir tremendas sanciones. Leicester, al amparo de esto, medró y prosperó, mostrando su vaciedad en los casos decisivos y su poca altura

moral en otros. No era del tipo emprendedor, mixto de guerrero y de pirata,

como Raleigh. De éste, como del mismo Essex, debería ocuparse la

Historia aunque Isabel no los hubiese mirado. La impresión de Leicester es que debe a Isabel por entero figurar hoy con alguna insistencia en la

literatura que concierne aquel reinado.

Páginas de la vida de Leicester son su proyectado matrimonio con María Estuardo y su intervención en la campaña de Holanda. Parece que Isabel

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pensó en casarle con María. Era una jugada política importante. Isabel

nunca se sintió segura y firme en el trono y temía a la reina de Escocia que era más joven y que tenía una poderosa femineidad, tan poderosa que por

ella se perdió. María podía reivindicar y reivindicaba en efecto con

temeridad inconsciente, sus derechos al trono de Inglaterra. Los

pretendientes son temibles en los tronos inseguros. Isabel acaso pensó que casando a María con un hombre que la propia Isabel había fabricado y

elevado, tendría a la reina de Escocia en su poder. Pero la boda de María

con Darnley estropeó todas las posibles combinaciones. En cuanto a la campaña de Holanda, Leicester fracasó por completo y no obtuvo el más

mínimo lauro militar. Siguió siendo sin embargo, una figura preponderante

y se habló de él como jefe supremo cuando la amenaza de las escuadras de

Felipe II se cernía sobre las islas. Pero la muerte intervino a tiempo y Leicester desapareció del escenario histórico dejando un rastro

escandaloso, todavía no borrado, y la pálida memoria de una confusa y

vacilante personalidad para la que la Historia no guarda grandes respetos.

RALEIGH

Este magnífico aventurero de gran estampa

y elegantes maneras, que había realizado

estudios universitarios, era veinte años más joven que Isabel. Anotemos esto, que luego

nos sorprenderá más todavía en el caso de

Essex. Cuando apareció sir Walter Raleigh en la Corte, habiendo realizado y6a algunas

hazañas y empresas que le llevaban hacia la

guerra y hacia el mar, puede afirmarse que

Isabel lucía una madurez lindante con la senectud, más que por la edad por las

características singulares de su persona y del

tiempo. Al ocupar el trono a los veinticinco años de edad era ya para aquel entonces una

mujer que comenzaba a pasarse y que debía

haberse casado ocho o diez años atrás. Raleigh que no era de un

temperamento como Leicester, sino un hombre de arranque, hubo de producir en Isabel una extraordinaria impresión. El idilio con Leicester

continuaba y continuó siempre con alternativas, pero no excluía la

existencia de otro admirador mucho más joven y brillante, más lleno de un fuerte atractivo. Llegó a influir en Isabel algunas veces, cosa que Leicester

no consiguió nunca, y desde luego fue tan colmado de honores y riquezas

con verdadero apresuramiento que de nuevo el escándalo y el disgusto se

difundieron por la Corte.

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También suele aplicarse a Raleigh la palabra “amante”. Ya hemos dicho lo

que pensamos de esto. Isabel no tuvo amantes en el riguroso sentido de la palabra. Es más justo llamarla virgen, si nos atenemos a lo material, aunque

la palabra lleve consigo una idea de pureza de mente que no puede

aplicarse a Isabel en ningún caso.

Raleigh llevó como bandera el nombre de aquella angulosa señora que

podía ser su madre. La persuadió para que le dejase realizar una expedición

a América. De allí volvió maltrecho, habiendo entrevisto las tierras de Virginia—ya sabemos que se llaman así de la Virgen Isabel—y trayéndose

el tabaco, conquista que se disipa en humo, como se había disipado la

propia expedición de Raleigh. Pero la fortuna le esperaba siempre con

constancia y él no dejó de mirar hacia el Océano, donde si no acertaba a descubrir y explorar nuevas tierras podía encontrar en cambio la presa de

algún galeón español cargado de oro, presa que nunca pareció mala a la

ilustre reina Isabel, que tuvo sus comisiones no pequeñas en el fruto de esta suerte de aventuras. Raleigh, por espíritu isabelino, por necesidad de

aventura, era un enemigo feroz de los españoles. No se lo tomemos en

cuenta a esta distancia. La realidad es que casi no cabían en el siglo XVI

más que dos posturas en el mundo: o amigo o enemigo de los españoles. La grandeza de España era tal que todo giraba en su torno. El que Raleigh nos

fuera enemigo puede decir sencillamente que era un buen inglés, lo cual

objetivamente, no se le puede reprochar. Puede reprochársele en cambio,

que usase de singular crueldad y espíritu de venganza en sus luchas y que esta crueldad se manifestase con los españoles acaso con un matiz más

agudo, como lo demostró en la campaña contra los rebeldes irlandeses.

Muchos reveses sufrió Raleigh en sus acometidas privadas o de conjunto

contra los españoles y cuando tuvo éxito como en el ataque a la Trinidad, o

en el asalto a Cádiz, resultó en el primer caso inferior a la magnitud de la

empresa abarcada que se le fue de entre las manos, y en el segundo, portándose valerosamente en aquella acción de verdadera piratería quedó

gravemente herido. Sin embargo con este motivo la reina devolvió su favor

y apoyo que en gran parte le había retirado y esto por incidentes relacionados con aquellos singulares “amores”. Fue el uno que Raleigh

tuvo amores de verdad, no de los retorcidos, ditirámbicos y cerebrales, sino

de los completos con una de las damas de la Corte. La reina se enteró pese

a los esfuerzos de los interesados en ocultárselo. Que estos amoríos con Isabel pesaban sobre los supuestos amantes con todos los inconvenientes, y

los favoritos debían ocultar de la celosa mirada de la soberana los

desahogos de una pasión normal que los llevase hacia zonas más frescas y

serenas de la vida. Isabel montó en cólera como solía hacer en casos tales, una cólera que exteriorizaba en palabras atroces y hasta en sentarle la mano

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a quien se hallara más próximo, aunque fuera un ministro, y Raleigh fue a

parar a la Torre de Londres. Entró en ella, como es lógico por la Puerta de los Traidores, que era de difícil salida. Una parte de la Torre era señorial,

verdadero aposento de reyes y más de una vez, antesala del trono. La otra

era antesala de la muerte. Algunas personas como Ana Bolena pudieron ver

y experimentar la Torre en todos sus aspectos.

Pero Raleigh no permaneció encerrado más que unos cuantos meses, y era

bastante castigo de su veleidad. El otro incidente que determinó su desgracia fue la aparición de Essex, de la cual nos ocuparemos a renglón

seguido y con el detenimiento que requiere, porque nos permite ver más

entera la figura de Isabel y las condiciones en que tuvo que vivir y luchar.

Essex y Raleigh se miraron desde el primer momento como rivales. No cabían los dos en la Corte en la que tan anchamente cabía Leicester. La

rivalidad se resolvió por la reina a favor de Essex, si bien permaneció viva

durante toda la vida de éste que fue corta, como veremos. Raleigh fue el único de los tres principales “amantes” que sobrevivió a su soberana. Pero

aquellos amores o acaso su temperamento tan dado a la inquietud y a la

aventura le trajeron desgracia. Más de quince años llevaba Isabel, ya

definitivamente calva en su sepultura, cuando un día tristón decapitaron en Londres a Sir Walter Raleigh. Era una personalidad demasiado acusada que

estorbaba. Para ejecutarlo la sabiduría política y jurídica de los ingleses

echó mano, en 1618, de una sentencia de muerte que se había formulado en

1603 y que entonces no pareció oportuno aplicar.

ESSEX

El episodio de Essex—Roberto Devereux, conde de

Essex—es el más significativo de los tres que recorremos y en cierta manera los enlaza a todos.

Essex era nieto de una hermana de Ana Bolena, la

madre de Isabel, de modo que tenía con la reina

exactamente el mismo parentesco que Felipe II con María Tudor. Era su primo, o su sobrino, si así

parece más exacto. Pero andando el tiempo, Leticia,

la aludida abuela de Essex y tía carnal de Isabel, contrajo matrimonio con Leicester el favorito de la

soberana, de modo que un favorito vino a preparar,

en buen padrastro, el lugar del otro. Leicester tenía

ya una barba larga y encanecida cuando su hijastro era un joven y apuestísimo caballero. Se le había llevado a Holanda donde el favorito

quedó tan medianamente como general; pero donde el joven Essex, un

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adolescente todavía, mostró sus cualidades de guerrero de la Edad Media

en las cargas de la caballería. A su regreso a la Corte, Essex, arrogante y valeroso, llamó la atención de Isabel. El ya viejo o por lo menos maduro

Leicester, titular del puesto de favorito, con Raleigh en aquellos momentos

como substituto, pensó al ver la impresión que Essex causaba, que no

estaría mal que todo quedase en la familia y realmente presentó al joven conde como candidato de la oposición de Raleigh.

El éxito fue completo. Isabel tenía cincuenta y tres años. Essex iba a cumplir los veinte. Esto no impidió que dedicase a la real estantigua sus

madrigales más caballerescos y escogidos. Isabel no tuvo más remedio que

convencerse de que era divinamente bella cuando vio a aquel nuevo

Adonis, lleno de hermosura y de grandeza prendado de sus atractivos. Estamos en el mes de mayo, y hasta en el clima inglés se deja sentir la

primavera. Isabel y Essex pasean juntos a caballo en cabalgatas

interminables. Por la noche cuando todos los cortesanos se ha retirado a descansar, la reina y el caballero— ¿lo creerán ustedes?—juegan a las

cartas y a la poesía hasta el amanecer. La reina virgen es la reina virgen.

Essex se retira con la luz de la mañana, ebrio de favor. En los salones

murmuran y comentan.

Todo parecía caminar por el mejor de los senderos. Pero Essex quiere

preponderar solo y tiene un grave incidente con Raleigh, primera nube que

se interpone en el camino de su felicidad y de su poder. La Reina que defiende a Raleigh y no consiente que en su presencia se le ataque, parece

en el fondo muy femeninamente complacida de que aquellos dos hombres

se disputen su favor. Essex no pierde posiciones; pero ha tenido ya un choque. El suave idilio se ha roto. Se reanudará una y varias veces; pero en

estas reanudaciones hay siempre un leve poso de violencia y de amargura.

Segunda solución de continuidad: Essex se casa. Nada más lógico. Tiene veintitrés años, es un hombre apuesto y vigoroso. La reina no puede exigir

que se entregue al amor platónico, continuamente echado a sus pies. Porque

insistimos en el platonismo de estos amores de Isabel, tal vez ni siquiera

manchados, como pretenden algunas crónicas del tiempo, con ciertas prácticas. El fenómeno de Isabel aparece cada vez más claro. No podía

tener hijos. No quería someterse a la servidumbre total del amor sin aquella

compensación, y posiblemente en la temprana aventura con Seymour adquirió un horror invencible a la intimidad absoluta. No dejaba de ser

femenina y le gustaban los homenajes de varón aun desaparecidos sus

atractivos personales, la magnificencia real le granjeaba aduladores que en

el fondo eran más sinceros de lo que se puede suponer, porque la realidad también enamora. Al revés de María Estuardo que reinaba en sus

adoradores por mujer y no por reina, Isabel reinaba por reina y no por

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mujer. No hemos de pensar que todo era anormalidad de una parte y baja

adulación de la otra. Un temperamento caballeresco como el de Essex podía satisfacer sus aspiraciones sirviendo a una reina poderosa como dama

de sus pensamientos, y un temperamento femenino como el de Isabel, aun

negado a ciertos aspectos del amor, podía sentir deleite en que la sirviera el

más gallardo y apuesto caballero. Ella misma—mujer muy culta, como ya sabemos y de espíritu sutil—debió de vislumbrar esto y decidir—como

afirma Strachey—que una esposa no tenía por qué preocupar a una reina.

Essex después de esta tormenta que hemos considerado la segunda en sus amores, siguió sirviéndola con la más profunda devoción.

Pero aquel servicio implicaba papeles muy difíciles. No hay hombre de

verdad que se resigne a ser un simple favorito. Quiere justificarse sí mismo y ante la Historia realizando algunas empresas. Essex no faltó a esta ley

masculina y le costó mucho trabajo obtener los preponderantes papeles que

fueron preparando el fracaso de su vida. En la campaña de Normandía fracasó. Era un gladiador formidable, un magnífico lancero, un esgrimidor

terrible; pero no era un general. Un general no se expone personalmente

con peligro de su propia persona y desventaja para las tropas a sus órdenes

como lo hizo Essex en Francia. Y después de aquella campaña durísima contra los irlandeses, en la cual Essex fue engañado por los jefes de la

rebeldía y se perdió entre vacilaciones y dilaciones sin un plan verdadero ni

decisión para acometerlo metódicamente. Isabel se irritó sobremanera con

estos fracasos y la estrella del favorito comenzó a languidecer de una manera irremediable.

Entonces, al final, cometió el error más grave de los que podía cometer un temperamento como el suyo, nada político: meterse en política, conspirar.

En aquel terreno es donde le esperaban los Burleigh y otros hombres de

suma capacidad, energía y tacto. En aquel terreno es donde peor podía

luchar contra Isabel. Llegó con sus amigos, a formar un plan para apoderarse de la persona de la reina. No para matarla, naturalmente. Pero,

¿esto quién lo sabe? ¿Quién sabe a dónde se puede llegar cuando se decide

emplear la violencia contra la real persona? Essex vigilado, con todos sus movimientos conocidos, fracasó en una lamentable intentona y fue a parar

a la Torre de Londres. Un día de 1601, cuando Isabel andaba ya cerca de

los setenta años, su cabeza cayó. Había terminado con broche de sangre, el

reinado de los favoritos.

Otras páginas de la vida de la reina virgen nos interesa conocer aún para ir

penetrando, en lo posible, en la psicología de aquella singular mujer que

debió a su ausencia total de virtudes, heroicas el triunfo, como Isabel de España le debió a la presencia de las mismas virtudes.

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VII. LA PAZ, OBRA DE LA JUSTICIA

EN 1476, Isabel de Castilla tenía veinticinco años, era madre dos veces y

había recorrido ya aproximadamente la mitad de su existencia en este

mundo. Sorprende, al recordar su obra, que fuera realizada en tiempo tan

corto y lograse tal magnitud y solidez. Fueron años llenos, de una obra

segura, de un dinamismo infatigable y de una profundidad de visión que es inseparable de todos los grandes caracteres de poderoso aliento

constructivos. El extraordinario sentido político de Isabel operaba por

encima de las circunstancias, venciéndolas en virtud de los principios.

Luego, aquel otro temperamento político que fue de Isabel de Inglaterra daría la lección contraria: sometimiento a las circunstancias para sacar

partido de ellas. Pero Isabel de España tenía el verdadero sentido real del

gobierno: servicio de Dios, autoridad dimanada de Dios por el bien común del pueblo y que por eso podía emplear la fuerza siempre que estuviera

aliada con la justicia. Nuestra reina se plantea el problema de la autoridad

en toda su amplitud y hondura y lo resuelve de manera inflexible cuando

tiene con ella a la razón. A Isabel de España, el poder le viene de arriba; a Isabel de Inglaterra le viene de abajo. Por eso la primera puede ser llamada

con todo rigor la Reina Católica, tanto por su devoción personal como por

su manera de entender el gobierno; y en la segunda encontramos ya el germen claro de todas las herejías modernas que tan largo fruto han dado

en el mundo político.

Isabel, después de la derrota de los portugueses y sus aliados levantiscos, tiene bajo su trono una nación en ruinas, mejor aún, un Estado en ruinas, un

Estado que no existe. Es la reina y dicta la ley; pero ¿quién obedece a la

ley? ¿No ha llegado una pobre mujer a enseñarle el salvoconducto real que

su marido llevaba sobre el pecho y que han atravesado con el sable que le quitaron la vida? ¿No ha dicho alguien al lado de la reina que mejor le

hubiera sido al muerto llevar una coraza? Es un pequeño episodio

simbólico. Isabel no cree que deba ser mejor llevar una coraza que un salvoconducto de la Reina. Quiere que el salvoconducto sea mejor que

todas las corazas, mas para conseguirlo tiene que dominar muchas rebeldías

y castigar muchos desmanes. El desorden que ya conocemos se ha

agravado si cabe. La propiedad personal es punto menos que una palabra vana. En el cercado del labrador entran a quitarle sus bienes, las deudas no

se reconocen ni se pagan; algunos poderosos que esperan sacar ventajas de

tal situación, la fomentan en su beneficio y el pueblo en general quiere, a costa del sacrificio que se le imponga, que le salven su paz y la posición

tranquila de lo legítimamente suyo. La Reina siempre de acuerdo con su

marido, comprende que aquello es papel suyo. Corre a caballo las rutas

polvorientas y los lugares remotos. En su boca hay siempre una palabra a la

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vez consoladora y terrible: justicia. No habrá paz en Castilla si no se hace

justicia a todos, si no se salva severamente el orden, sea quien fuere el que lo quebrante, llámese artesano, labrador, llámese marqués o duque, o

llámese arzobispo de Toledo.

Por lo pronto, con mil trabajos y dificultades porque todos los medios faltan y es preciso aun apoyarse en los restos de una estructura feudal, se

establece en casi todo el país la Santa Hermandad. Es una fuerza para la

represión de criminales y salteadores, primera simiente de unos cuadros de fuerza armada al servicio del orden. La justicia empieza su actuación por el

país con una actividad y un rigor por manera saludables. Lo que hace temer

y respetar la justicia de Isabel es su frialdad absoluta. No es irritación ni

venganza, es serena e inflexible sanción de los malos hechos. Donde la reina alcanza personalmente da el ejemplo de esa clase de justicia severa y

elevada en sus fines. Ante Isabel se presenta la esposa de un notario que ha

desaparecido al hacer una visita a Alvar Yáñez. Isabel manda investigar y el cadáver del notario se encuentra en la casa de Yáñez que ha hecho

asesinar a su visitante para encubrir así cierto negocio. Yáñez que es

poderoso y rico ofrece una cantidad fabulosa al tesoro de la reina para la

lucha contra los musulmanes. La aceptación de la propuesta podría suponer el castigo de una fuerte sanción económica para Yáñez y un magnífico

refuerzo para el arca real que se hallaba en precaria situación. En el criterio

y en las costumbres de la época entraba aquello de modo tan natural que

Yáñez no podía temer más que una cosa: que la reina lo hiciese matar para quedarse con todos sus bienes, una vez visto el magnífico cebo que ofrecía.

Pero Isabel, fría y serenamente, hace algo insólito: manda decapitar a

Yáñez y ordena que su fortuna sea entregada en el acto hasta el último céntimo a sus herederos legítimos. No quiere una justicia dura que parezca

afán codicioso; no quiere una justicia blanda ante la posibilidad de un

lucro; no quiere más que la justicia, la justicia sola, para lo cual es mejor

que si es dura, no aparezca en la relación más mínima con algún asunto de dinero. La cabeza de Yáñez para pagar un asesinato; el dinero de Yáñez

para sus herederos. Sobre estos sillares levanta Isabel el prestigio de su

autoridad y el orden de su Estado.

La Santa Hermandad procede activamente, y de cierto, no con muchas

suavidades, si bien de acuerdo con los métodos de la época. A un

ladronzuelo puede condenársele a cortarle un pie, sentencia muy fuerte que lleva consigo esta lección:

— Así no podrás volver a las andadas.

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También puede cortársele al ladrón la mano con que efectuó el robo, o la

oreja al encubridor. Naturalmente, en cuanto el delito es de mayor cuantía, la pena que se aplica es la de la muerte en juicio sumarísimo. No hay más

preocupación que la de salvar el alma de un condenado. No se ejecutará a

ninguno, ni cogido infraganti, sin buscar a un sacerdote para que le oiga en

confesión y le absuelva de sus pecados. Cumplido este trámite, y con el mismo espíritu de caridad, se acelerará la muerte, no con otro fin que la

enviar al delincuente al otro mundo con el alma bien descargada y monda

de pecados, y antes de que entre la absolución y la ejecución le hayan acometido mil ideas perversas. La Santa Hermandad le amarrará a un árbol

y con unas cuantas saetas bien disparadas lo hará traspasar de esta vida a la

eternidad en las mejores condiciones posibles.

Tendrá Isabel entre los problemas de la organización del Estado muchos

referentes al orden económico, al orden cultural, etc., pero los

fundamentales son el del orden público con la exterminación del bandolerismo y de la rebeldía de los nobles y el de la unidad religiosa del

país planteado por los judíos. Respecto al primero ya hemos visto el

establecimiento de la Santa Hermandad. En cuanto a los nobles, Isabel

correrá junto a su esposo los caminos de España entre nubes de polvo e irá dejando caer la mano de su autoridad y de su justicia sobre los rebeldes. No

tolerará el fuero que en virtud de privilegios absurdos arrancados a la

debilidad de otros monarcas establezca pequeños Estados y haga inútil la

autoridad Real. Los soberbios serán domados. Caerán las torres de sus castillos y se derribarán en tierra las murallas.

El escarmiento ejemplar de un rebelde hará meditar a otro y le hará resistir de sus planes. La lucha es larga y penosa y los restos del feudalismo

anárquico tardan en resignarse y desaparecer. Solo con las etapas de

aquella acción enérgica y constante podrán llenarse las páginas de un

grueso libro. Aquí tenemos que consignar el hecho para pasar a otro de mayor trascendencia, utilizado leyendas interesadas en contra de los Reyes

Católicos y justificado por mil razones. Por otra parte, la leyenda ha sido

tan eficaz que el hecho en sí resulta desconocido incluso para muchos católicos de buena fe. Nos referimos al establecimiento del Tribunal de la

Inquisición.

La Inquisición la establecen los Reyes Católicos en España con el propósito de cooperar al logro de la unidad espiritual del país y de evitar tremendas

injusticias dimanantes de que el pueblo se tomaba la justicia por su mano.

Esto es lo primero que importa entender: la Inquisición entraña un

propósito justo y la Inquisición no se establece para oprimir al pueblo, sino para satisfacer sus ansias encausándolas legalmente. Ya examinaremos

después el vulgarísimo argumento del empleo de la tortura, que no puede

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ser considerado con seriedad, ni importa recoger por otros motivos que los

de satisfacer las aprensiones de algunas personas ingenuas y de buena fe que carecen de criterio histórico para juzgar los hechos. Estas gentes que se

asombran del empleo de la tortura por los inquisidores pueden emparejar

con aquel diputado preguntaba por qué Felipe II no había puesto pararrayos

en el Escorial. Cada época no puede dar de sí más de lo que tiene y tan natural es que Felipe II no pusiese pararrayos como que hubiese diputados

ignorantes, como exponente de la democracia improvisada del siglo XIX.

Isabel y su esposo se encuentran con el grave problema de los judíos.

Rastro de su existencia son las calles y los barrios de la Judería que quedan

por todas las ciudades españolas. El problema se agrava con la presencia en

muchos casos preponderantes de los conversos, o sea de los judíos convertidos al catolicismo, muchos de los cuales seguían profesando en su

corazón la doctrina judaica, y de otros lo pensaba la gente, lo que en el

terreno político era lo mismo, aunque fuese otra cosa en el terreno de la justicia. Estos conversos producían aun mayor irritación, si cabe, porque

muchos de ellos eran nobles y ricos, y los cristianos viejos se sentían

defraudados y rabiosos al ver el poder o la riqueza en manos de hombres

cuyos abuelos eran recordados como asiduos a la sinagoga. A los conversos se les imputaba con más o menos razón la culpa de conspiraciones y

depredaciones contra la seguridad política o para apoderarse de la riqueza

del pueblo. A los judíos sin convertir se les acusaba de prácticas

monstruosas no tanto para cumplir con su religión cuanto para escarnecer la religión de Jesucristo.

Inútil y prolijo resultaría descender a detalles que están en la memoria de todos y que han sido divulgados y ampliados por la leyenda tradicional y

por la literatura. No solo uno—aunque uno sea el más famoso—el niño

cristiano a quien los judíos crucificaron en bárbara caricatura del suplicio

de Jesús. La plebe resuelve estos problemas en los que su indignación se desborda por el mismo procedimiento siempre: la matanza. Se registran

matanzas de judíos que envuelven a los conversos, sean o no conversos de

verdad, lo mismo en Segovia que en Córdova, en Toledo que en Sevilla. Los Reyes Católicos no son sospechosos de complacencia hacia los judíos

a los que acaban de expulsar; pero repugnan decididamente toda justicia

que no sea la suya, que no venga impuesta por decisión firme de la

autoridad. Hay que dilucidar de una vez la cuestión de los conversos, hay que analizar lo que existe en el fondo de la difusión de prácticas de herejía

que los judíos han insuflado en las supersticiones populares. Abundan las

hechicerías y las brujas cuya ciencia se forma con la mezcla de monstruosa

de sentencias talmúdicas, devociones cristianas y leyendas fabulosas en las que la mitología clásica se funde con idolatrías primitivas.

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Hace falta inquirir, averiguar, deslindar y ello debe hacer la Iglesia,

respaldada por la autoridad civil que será el brazo ejecutor. Se gestiona y se consigue el establecimiento de la Inquisición en los reinos de España.

La Inquisición actúa por procedimientos profundamente blandos, humanos

y comprensivos. No quiere en principio, como no ha querido nunca la Iglesia, que el pecador muera, sino que se arrepienta y viva. Cuando el

Tribunal se constituye para una averiguación que se estima necesaria en

determinado lugar, empieza a dar un plazo para que el culpable, el que se sienta incurso en prácticas de herejía confiese su culpa y se arrepienta de

ella. El que se presenta así, de una manera espontánea, a confesarse, es

perdonado y se le impone una penitencia. La cosa se mantiene dentro de la

esfera privativa de lo eclesiástico. Y la Iglesia recibe con los brazos abiertos al que se arrepiente. A parte se halla el acusado de herejía o tenido

por tal que no manifiesta arrepentimiento alguno. Ese es detenido y trata

primero de persuadirle de su error. Si se obstina en él y lo niega entonces se le aplican los procedimientos habituales de la justicia entonces y si llega el

caso de que se manifieste reacio en absoluto y se le prueben los delitos

graves de herejía es entregado al brazo civil, quien lo ejecuta. La

Inquisición no ejecuta jamás por sí misma. No está para eso. Está como su nombre lo indica, para inquirir. Una vez realizada su misión entrega al reo

a la autoridad civil que tiene señalada en todas partes—no solo en

España—una pena terrible para el relapso.

Hemos dicho “procedimientos habituales de la justicia” y con ello nos

hemos referido a la tortura. Es necesario comprender que los inquisidores

eran hombres y que tenían que proceder como se procedía en su época. Y la tortura era un procedimiento judicial que tardó mucho tiempo en caer en

desuso y que aún en el día de hoy subsiste suavizada; pero obedeciendo al

mismo principio, que no es otro que el de que el dolor físico puede arrancar

la confesión al culpable. Solo en el siglo XVIII—ahí está el ejemplo de nuestro Forner con sus Perplejidades de la tortura—se preguntan algunos

si el miedo al dolor físico no obligará al reo a declarar la mentira con tal de

evitarse el suplicio. Esto en épocas más duras no se admite. Los personajes pícaros de Cervantes que harto benévolo es un sistema que deja en la

voluntad y en los labios del acusado su propia salvación. Tantas letras tiene

un “no” como un “sí”, dicen. Y por consiguiente con decir que no en medio

de la peor tortura todo está arreglado. Así habla el criminal endurecido; pero la justicia opina, en cambio, que solo la consciencia limpia resistirá y,

por lo tanto, el culpable confesará en el tormento.

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La tortura es, pues, un recurso judicial para la obtención de pruebas, en

tiempos en los que se desconocen las huellas digitales, o el análisis de las manchas, o el peritaje caligráfico. En los tiempos modernos puede ocurrir

que un Landrú vaya al patíbulo sin haberse confesado culpable y sin

embargo, los jueces están seguros de lo que es, mediante una coordinación

científica de pruebas que no fallan. Pero en el siglo XV o en el siglo XVI no hay más prueba decisiva que la confesión del culpable. Hay que hacerle

que confiese. Y si se niega teniendo el juez la convicción moral de su

culpa, se le aplica el tormento para que su entereza ceda y se quebrante ante el dolor físico. Esto hacen los jueces civiles y esto hacen los jueces de la

Inquisición. Si la Inquisición existiera hoy emplearía el microscopio para el

análisis de las huellas, los herejes no podrían estar detenidos sin proceso

más de setenta y dos horas y no habría tortura, aunque los ministriles del Santo Tribunal no dejarían de propinar una tanda de palos a los herejillos

de menor cuantía para que fueran escarmentando.

Ahora bien, admitida la tortura como procedimiento lícito de investigación

judicial, su aplicación se hacía más necesaria que nunca en los procesos religiosos y en los políticos. Las razones son claras: en primer término el

hombre se siente más inclinado a negar en esta clase de delitos, porque

acaso para él no son delitos sino heroicas acciones, porque alimenta la

ilusión de sacrificarse por un ideal superior y porque es un simple anillo de una red de vastas complicidades y quiere mantener en el alto la bandera de

no ser un denunciador de sus suyos. Y he aquí que en esta clase de

procesos lo que más interesa a la autoridad es que el detenido denuncie a

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sus cómplices y que se confiese reo de lesa religión o de lesa majestad, o de

lesa patria. Necesita las dos cosas que el acusado no quiere decir. Que su opinión es un crimen y quiénes con sus cómplices. Por eso en los procesos

inquisitoriales, como en los de conspiraciones políticas, la tortura se aplica

con más frecuencia e intensidad que en las causas por delito común, en

ellas, si han cogido al ladrón o al asesino con las manos en la masa, confesará para impetrar piedad y la existencia de cómplices podrá ser tan

dudosa o importar tan poco que no merezca la pena de la tortura, pero ¿para

qué usar más argumentos si el mejor y más apropósito para nuestro ensayo nos lo da hecho la historia? La inquisición española, pese a la leyenda

negra, no llegó jamás a los horrorosos delirios de tortura que fueron el

sostén del trono de Isabel de Inglaterra. Por algo decíamos que en los

procesos políticos, además de los religiosos, se hacía el empleo de la tortura casi necesaria. Tan es así, que Isabel de Inglaterra quien hemos

visto siempre temerosa de perder el trono y luchando con mil asechanzas y

conspiraciones, se sostuvo sobre un pedestal de horrorosas torturas que condujo muchas veces a los reos de muerte hasta el patíbulo ya destrozados

y exánimes por el tormento.

Así fueron a morir los conspiradores famosos del reinado de Isabel y toda una serie interminable de hombres menos notables que unas veces fallecían

de dolor y otras iban con los últimos estertores al cadalso. Repitamos —

afirmando el testimonio de autores ingleses—que esto no fue un caso

aislado en el reinado de Isabel, sino un sistema político aplicado con tal reiteración que es éste uno de los recursos que Isabel aplicó para sostenerse

en el trono.

Por lo menos había que decir esto al hablar de la leyenda de la Inquisición

española y al tratar de un momento histórico en el que los reyes de Aragón

y de Castilla hicieron el más denodado esfuerzo para conseguir en sus

dominios una unidad y una paz que fueran obra de la justicia, justicia de su tiempo y de su hora; pero justicia. Dura ley; pero ley.

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VIII. DOS EPISODIOS CAPITALES

ESTOS apuntes biográficos en torno de la persona de Isabel de Inglaterra

dejarían de abarcar los más elementales aspectos de la cuestión si no

aludiesen a dos temas fundamentales en relación con aquel reinado, uno de

ellos por manera revelador en lo que concierne al carácter de la reina y de

la política que se hacía en su nombre; el otro decisivo para el auge del reinado que desde entonces manifiesta una solidez y unos caracteres que no

había revelado con anterioridad. El primero de estos episodios es el de la

prisión, proceso y ejecución de la reina de Escocia, María Estuardo; el

segundo, es el fracaso de la expedición naval enviada por Felipe II. Es decir, el episodio de la reina mártir y el de la escuadra invencible, si nos

atenemos a denominaciones tradicionales no demasiado exactas ninguna de

las dos.

No así del carácter y de las reacciones de la reina Isabel en esta coyuntura

histórica que está siendo falseada por una porción de motivos, en los que se

centra el religioso, además del político, por si fuera poco éste. Una versión muy acreditada entre la gente sencilla y los católicos de buena fe es

imaginar el episodio como una nueva versión de la fábula de la paloma y la

serpiente. Según esto, María con la candidez y la nobleza más puras, se colocaría bajo la protección de una mujer aviesa y criminal, astuta como las

fieras, dispuesta a saltar en el momento oportuno sobre el inocente

pajarillo. Ahora bien, María Estuardo, bella y desgraciada, redimida por

años de cautiverio y por una muerte cruel, merece el respeto de los historiadores; pero nunca fue una paloma inocente, sino una mujer un tanto

alocada que se forjó sus propias desgracias (como la mayoría de los seres

humanos). Se complacía en reinar como mujer y se recreaba en su poderoso

influjo sobre los hombres. No es extraño que teniendo enfrente una aguda capacidad política María Estuardo terminase mal. Pero es demasiado

simplista considerar a Isabel como una serpiente deseosa de devorar

inocentes pajarillos. La versión de cuento azul no encaja de manera alguna en la realidad de los hechos.

Algunos historiadores lo mismo católicos que protestantes, cada uno desde

su punto de vista, nos han dado la versión heroica, de tipo religioso. La campeona del catolicismo y la campeona del protestantismo frente a frente.

Dos mujeres que por lo visto tenían esa noción del momento histórico que

no tiene nadie y adoptaban ya una postura ante la posteridad. Ahora bien, María Estuardo que nació católica y murió católica, podríamos decir que no

fue muy católica en algunos momentos de su vida, y ahí está el episodio de

Bothwell, con aquel inexplicable tercer matrimonio para no dejarnos

mentir. Cautiva ya, volvió a la religión católica y buscó por ese lado los

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únicos apoyos que podía tener. Isabel era cualquier cosa menos una

campeona de cualquier clase de religión. Consideraba el asunto como un aspecto de la política y le molestaban casi lo mismo los jesuitas que aquel

energúmeno reformador Knox. En las cuestiones religiosas, no veía más

que riesgos y embrollos y huía de ellos del mejor modo posible.

Aún en el terreno político, Isabel no tuvo por lo que respecta a María

Estuardo una actitud decidida. Nada más cierto que sus vacilaciones

larguísimas antes de decidirse a la ejecución. Vacilaciones que por otra parte entran por mucho en el carácter de Isabel que podía tenerlas

amparándose en su condición femenina, sin que mereciese el vituperio que

hubieran despertado en un hombre. Vacilaciones y lentitudes que no son

extrañas al carácter y modo de proceder de muchos políticos buenos, enemigos de toda brusquedad. Al mismo tiempo, Isabel que conocía la

ejecución de dos reinas inglesas, una de ellas su propia madre, que temía

constantemente por su trono y por su vida, no era amiga del deporte de enviar cabezas coronadas al cadalso. Le repugnaba esto. La visión de una

Isabel vacilante hasta el último minuto, antes de disponer la ejecución de

María, que nos ha legado la literatura es más exacta de lo que se pudiera

esperar. Si no hubiera existido una política implacable en torno suyo, llevada adelante por un hombre implacable y de gran talento, puede que la

ejecución de María Estuardo no hubiera tenido lugar.

Cecil es el hombre que no ve más solución al problema político planteado que la muerte de María. Ésta mantiene teóricamente una pretensión al trono

de Inglaterra, pretensión abonada por derechos familiares clarísimos y por

la declaración de Enrique VIII manchando a Isabel con el título de bastarda. Si por este vicio de origen Isabel no era dueña legítima del trono,

el trono podía ser ocupado más legítimamente por María. Sobre esta base

podían reunirse fuerzas terribles y peligrosas en torno de la reina de

Escocia, entonces prisionera. Por una parte los católicos descontentos y perseguidos que veían en María el nuevo y apetecido cambio de religión en

el país. Por otra parte cierta inclinación caballeresca de la juventud que

encontraría motivos suficientes para manifestarse en la existencia de una reina cautiva y en el hecho de que esta reina fuese una mujer de poderosos

atractivos, que si ya se iban tornando en legendarios, acaso tendrían más

fuerza siendo imaginados que siendo verdaderos. Se multiplicarían las

conspiraciones, se realizarían intentonas. La tranquilidad del reino se encontraría amenazada mientras María viviese. Esta era la posición de

Cecil y es preciso reconocer que, si no desde el punto de vista de la justicia

y de la razón, sí era sólida en el terreno político.

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Tuvo necesidad este hombre de organizar personalmente las conspiraciones

con intervención de María para que Isabel terminara de decidirse. El más extraordinario episodio de esta persecución de la pobre reina de Escocia es

sin duda el hallazgo de las cartas que nunca se mostraron en su original y

que aparecieron solamente en copias sin garantía alguna. Los originales, al

decir de quienes acusaban, habían sido destruidos y era curioso que la destrucción viniese a correr a cargo de los que necesariamente debían haber

conservado las cartas que eran las pruebas que podían aducir. Todo el

enredo es tan burdo que nadie ha pensado seriamente en la culpabilidad de María, pero era necesario presentarla amenazando directamente al trono y a

la persona de Isabel para que ésta se decidiese. La sentencia fue a la postre

firmada, y cabe en lo posible que Isabel creyera en la concreta culpabilidad

de María. Con esto no queda exculpada, ni de ese mismo crimen ni de otros mucho más claros que bajo su sombra y en su nombre se cometieron; pero

queda sin embargo su figura dibujada con aquellos rasgos un poco

deshumanizados, si vale la expresión, pues en el fondo pasiones bien humanas son las que movían a Isabel, únicamente que en ellas no tenían

tanto hueco los sentimientos como los suelen tener en la mayoría de las

personas.

Isabel—ya creemos haber insinuado—se movía, en primer término, por algo

tan humano, el instinto de conservación. Quería vivir. Para vivir tenía que

conservar el trono, porque una vez elevada hasta él no podía dejarlo sin dejar

la vida. Falta de una conciencia religiosa, aunque no totalmente de buenos y

elevados impulsos, no era fácil que estimase que debía arriesgar la vida en

nombre de algo. Todos amamos la vida, pero todos amamos en grado mayor

ciertos deberes, ciertos principios que establecen para nosotros una escala de

valores que determina con toda precisión cuál es el momento en el que ya no es

lícito conservar la vida a costa de ciertas acciones o de ciertas omisiones. En

esa escala de valores, el religioso es el que con mayor unanimidad se estima

como valla intraspasable por el afán de conservación material. Caracteres

nobles y entusiastas pueden colocar el punto en el que no importa, o en el que

importa sacrificar la vida, mucho antes de lo religioso, sea en lo patriótico, sea

en lo político. Pero supongamos que todos esos movimientos se rehúyen.

Siempre quedará en pie como axioma que se debe morir antes que blasfemar,

que se debe a Dios razonablemente una vida que Él nos ha dado y de la que

tenemos que rendirle cuentas. Pero, en realidad, Dios no existe para Isabel.

Cuando le estorba para sus planes lo cambia, lo reforma o lo modifica. Se hace

un Dios para ella, en unión del cual va gobernando y resolviendo su problema

de vivir de un día para otro. Ésta es Isabel, y de ahí su cautela política

extraordinaria, sus vacilaciones y sus súbitas decisiones. De ahí también que el

argumento de su vida amanerada sea más decisivo que otro alguno para

inclinarla a suprimir a María Estuardo.

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Los propios apologistas modernos de Isabel no tienen más remedio que

convenir en que una simple descendencia indispensable para el trato entre vecinos hubiera hecho admisible muchas de las cosas que Isabel realizó.

Que estas cosas resultaran al fin en beneficio propio y del reino que debía

gobernar no quiere decir nada ni en cuanto a su calidad moral,

independientemente del valor político de los hechos, ni en cuando a ese mismo valor político, porque en Isabel no había más que el instinto seguro

y no, naturalmente, la gran visión histórica. Mentía, faltaba a su palabra,

cambiaba de propósito con sorprendente rapidez, vacilaba mucho, se decidía bruscamente, era avara del dinero, por otra parte ostentaba como un

ídolo, y en unión a todo esto era una mujer de notable cultura, que poseía

varios idiomas, que fomentaba las artes y las letras y que tenía extraños

amores. Mezcla confusa que no es tan difícil de entender, si se piensa en que Isabel era una mujer con poderes casi absolutos y sin religión. Es

mucho que sobre esta base puedan anotársele bellas acciones y puede

decirse que no era cruel por el simple placer del ejercicio de la crueldad, sino que lo resultaba muchas veces para llevar a cabo lo que entendía la

propia defensa de su posición que era su vida misma.

El reinado de Isabel experimenta un viraje hacia la prosperidad cuando fracasa la expedición de Felipe II contra las costas inglesas. El espíritu

aventurero de los marinos ingleses había determinado una serie de ataques

a las posesiones y a los navíos de España, ataques que por su forma

irregular participaban más del carácter de la piratería que el de la guerra. Esta situación, añadida a los motivos religiosos que siempre movieron el

ánimo de Felipe II, determinó que el rey español decidiese una gran

expedición de castigo para terminar de una vez con el naciente poderío marítimo de los ingleses. Reunió España una escuadra numerosísima, que

jamás fue reputada como invencible, aunque los preparativos que se

hicieron pretendiesen excluir la posibilidad de la derrota. Sin embargo, ya

que no la derrota misma, sobrevino por una serie de circunstancias adversas a la dispersión de la escuadra española. Parte fue arrojada por los

temporales, parte fue sorprendida por algunos eficaces y nuevos métodos

de guerra que los ingleses pusieron en práctica, y en conjunto los planes ideados carecieron de la genialidad y de la flexibilidad necesarias para

prevenir las circunstancias adversas. El resultado fue que la amenaza mayor

que pesaba sobre el dominio y sobre la política de Isabel, que venía de

España, se desvaneció de una manera no definitiva pero sí suficiente para afirmar el poderío Inglés. De aquí arranca una segunda etapa del reinado en

el que ya no existen algunos de los más densos nubarrones que se

levantaban sobre el horizonte. La importancia de este episodio puede considerarse decisiva para el inicio de la decadencia del poder de España

en los mares y el inicio del auge del poder de Inglaterra. El que esto sea

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históricamente así no ha de enturbiar el juicio que Isabel como mujer y

como reina puede merecernos a sus biógrafos.

Echemos por última vez una mirada a este episodio de la “Invencibles”, a la

situación religiosa de Inglaterra, verdadero nudo de la cuestión. Reafirmando

puntos ya esbozados en capítulos anteriores podremos decir que la reforma

religiosa había caminado a pasos agigantados por motivos nacionales; pero que

como es lógico no había ahondado bastante en los espíritus para que se la pudiese

considerar definitiva e irremediable. Podemos establecer los siguientes grados,

dentro de las prevenciones necesarias para evitar el peligro de conclusiones

apresuradas:

1. El Pontificado había perdido su prestigio en Inglaterra y el inglés

promedio consideraba al Papa como extranjero y enemigo de la

prosperidad nacional.

2. La Liturgia católica era la substancia de las instituciones tradicionales y

seguía siendo amada por gran parte de pueblo, por ello resultaba más

difícil combatirla, y era en su resurrección en la que podían fundarse

esperanzas.

3. La clase gobernante, gozando prosperidad económica a consecuencia del

despojo de los bienes eclesiásticos era una fuerza económica y política

que jamás podía ser derrocada desde el interior, con mayor motivo cuanto

que parecía concentrar en sí las aspiraciones verdaderamente nacionales, y

era ya muy difícil entonces hacer nada en el terreno religioso que no

marchase de acuerdo con las aspiraciones en el campo nacional.

Si la invencible hubiese triunfado, ¿se hubiera conseguido modificar el rumbo de

Inglaterra en lo religioso? He aquí una pregunta difícil. Si la invasión de

Inglaterra por los españoles hubiera tenido lugar es evidente que un grupo

católico muy poderoso y eficiente se hubiera organizado en la isla; pero puede

afirmarse también que era tarde para hacer de Inglaterra una nación católica.

Dios, en su infinita sabiduría, permitió que las cosas siguieran otro camino. A

nosotros nos basta con registrar el hecho, ya que no es posible pasar de largo

tratándose en este ensayo de la reina Isabel.

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IX. UNIDAD DE ESPAÑA

ENTRE los episodios capitales que pertenecen al reinado de Isabel la

Católica no podemos omitir dos: la conquista de Granada y definitiva

expulsión de los moros y judíos del territorio español y el descubrimiento

de América.

Aquel reinado que hemos visto fraguarse penosamente entre las luchas

intestinas de una decadencia espantosa, salir a flote sobre un mar de ruinas;

establecer el orden y la unidad moral, comenzaba a estar maduro para

acometer la empresa que había soñado ya don Juan II, que Enrique IV fue incapaz de emprender y que Isabel I sentía como una misión. Varias veces

se ha intentado discernir y aquilatar los méritos entre Isabel y su esposo,

tarea no poco bizantina, ya que el matrimonio trabajó en estrecha unión y colaboración; pero intentar de nuevo el discernimiento sería preciso irse a

la tesis de Walsh que adjudica a Fernando todas las condiciones del talento

práctico del gobernante, y a Isabel, sobre ellas, inspirándolas y

orientándolas, sencillamente el genio. Es este genio que ve, antes de razonar, que intuye el momento y la calidad de la empresa que se acomete

el que resplandeció en la guerra contra los moros, el que brillo de una

manera imborrable a Cristóbal Colón.

Una tregua establecida con los musulmanes acababa de expirar y los reyes

de Castilla y de Aragón necesitaban para restaurar su reino. El rey moro de

Granada dio la señal del comienzo de la lucha de una manera por demás alarmante; se apoderó por sorpresa de la plaza fuerte de Zahara, lo que

equivalía “a romper el frente” según diríamos hoy, y a dejar abierta una

tronera sensible en la frontera de los reinos cristianos en Andalucía. Fue

una sorpresa dolorosa y grave. Los cristianos vivían en la confianza de que Zahara no se podía tomar. Bien guarnecida y apercibida hubiera sido en

efecto inexpugnable, pero los pocos soldados que custodiaban las murallas

dormían plácidamente bajo el abrigo de los muros sin saber que casi había guerra, fue obra sencilla y de audacia y de valor tomarla con rapidez.

Cuando los soldados que la guardaban quisieron darse cuenta del peligro

los moros estaban dentro de la ciudad. Habían escalado los muros en la

noche, sin ser notados y recorrían ya las calles con triunfantes alaridos de guerra sembrando la muerte con sus cimitarras entre los habitantes

desapercibidos. La defensa tardía de algunos fue completamente ineficaz y

ya estaban los supervivientes en los mercados moros de esclavos de Granada cuando un mensajero reventando caballos llegó hasta Medina del

Campo para decirles a los Reyes Católicos que su ciudad de Zahara estaba

en poder musulmán.

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Fernando e Isabel apresuraron la reunión de sus tropas. La guerra había

comenzado y debía ser decisiva. Sería una prueba por otra parte, de que la unidad del Estado se hallaba conseguida y la autoridad de los reyes podía

congregar a todos. Aquello se iba a ver de una manera clara singularmente

en Andalucía donde el marqués de Cádiz hacía muchas veces la guerra por

su cuenta, y el duque de Medinasidonia estaba reñido a muerte con él y regía como otro pequeño Estado. Se iba a ver cómo estos hombres hacían

la paz entre sí y se unían bajo sus reyes, y con ello se vería a Albuquerque

y a Villena y a tantos soberbios que se señores levantiscos iban a pasar a expertos y disciplinados capitanes del ejército real. El magnífico hacho que

reveló esta verdad desde los primeros instantes fue el de la conquista,

defensa y liberación de Alhama, verdadero episodio caballeresco y

legendario digno de los mejores cantos de la poesía épica.

El marqués de Cádiz alimentó la idea de

apoderarse por sorpresa de la ciudad de Alhama, colocada en lo alto de un cerro, bien

fortificada y bien definida. Esta ciudad nudo

de comunicaciones—como se diría ahora—

entre Granada no era rigurosamente fronteriza como lo era la de Zahara, sino situada unas

millas al interior de los puestos avanzados.

Por una parte, la situación dificultaba la

empresa enormemente y, por otra, hacía la sorpresa más eficaz, si podía conseguirse,

porque con más razón estuvieron descuidados

los de Zahara, lo estarían los de Alhama, pensando que la guerra había de verse llegar por los campos cercanos, si

rebasaba las primeras líneas. El marqués envió a un audaz y hábil emisario

que se introdujese en la plaza y le trajera las noticias detalladas de la

situación interior, las partes más descuidadas de la muralla, los puestos de los centinelas, etc. El emisario fue y volvió, que no es hazaña floja, pues no

había juicio más sumarísimo que el que se emplea contra un enemigo

cogido en flagrante delito de espionaje.

Las noticias que trajo fueron buenas y el marqués, con la gente que pudo

reunir, se animó a la sorpresa. No llevaba bastantes soldados como se

necesitaba, sobre todo teniendo en cuenta que lo más lógico era que en cuanto tomase la plaza, si la tomaba, se encontrase sitiado dentro de ella

que estaba enclavada en territorio enemigo. Pero no eran estas las

consideraciones que solían detener al marqués de Cádiz en sus hazañas más

pertenecientes a la historia medioeval, que ya estaba en el último periodo

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de la agonía, que a la historia moderna que él mismo empezaba a escribir

con su espada al servicio de los Reyes Católicos.

El marqués consiguió llegar con su tropa en el sigilo de la noche al pie de

la fortaleza de Alhama. Escogió un bravo grupo de escaladores, como de

unas dos docenas, dándose la misión de sorprender a los guardas en silencio, darles la muerte y abrirles las puertas de la ciudad. Todo se

cumplió como estaba pensado, los centinelas perecieron sin poder sembrar

la alarma y las puertas de la ciudad estaban franqueadas por la gente del marqués cuando los moros se disponían a la defensa. Hasta aquí el episodio

era réplica del de Zahara; pero las diferencias iban a comenzar enseguida.

En primer término, apoderarse de la ciudad fue muy duro porque los

defensores eran bastantes y se dieron cuenta de que los cristianos no eran muchos. Después, porque hubo que encerrarse en la fortaleza y preparar su

defensa inmediata, ya que el sitio no tardaría en producirse. Se dispusieron

los grandes depósitos de aceite hirviendo, se previnieron las piedras que habían de dejarse caer sobre los asaltantes y se coronó lo mejor posible las

murallas.

El rey moro de Granada, a quien nuestro romance presenta llorando la pérdida de Alhama, sí lloró, dispuso al mismo tiempo un numeroso ejército

y lleno de cólera se presentó ante los muros de la ciudad para recuperarla.

Inició una batalla épica, repecho arriba, de indescriptible ferocidad y casi

incomprensible para nuestros días. Dejábase los hombres en cada palmo de terreno que ganaba y llegado al pie de la fortaleza, los vio caer fulminados

por la cascada de grasa hirviendo o aplastados por los grandes pedruscos

que llovían. No pudo proseguir el intento e imaginó enseguida un sistema de sitio y los métodos para hacerlo eficiente y corto. No había dentro de

Alhama ni fuentes ni pozos. La ciudad se surtía del río que lamía los muros

y a cuya orilla se llegaba con faciliadad por un estrecho túnel desde la la

plaza. Los moros pensaron en desviar el cauce del río y privar así de agua a los defensores cristianos de Alhama. Pusiéronse a la labor, cuyas

intensiones adivinó enseguida el marqués de Cádiz que mandó gente de los

suyos a impedir la obra. Se dio entonces la más encarnizada y singular batalla en el cauce del río con agua hasta la cintura tiñéndose de sangre la

corriente y obstaculizándola con cadáveres. Fue un episodio épico. Pero los

moros eran muchos más y los cristianos tuvieron que desistir. Pronto

empezaron a pasar privaciones. Aprovechando su debilidad algunos moros llegaron a escalar la muralla y entrar en la fortaleza. Todos perecieron. Los

de afuera empezaron a recibir una especie de paquetes que les arrojaban

desde la ciudad y que no eran sino las cabezas de sus compañeros,

envueltas en su turbante. Pero las cosas hubieran terminado mal para el marqués de Cádiz y para la causa cristiana, si la marquesa, olvidando

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querellas intestinas, no hubiera enviado un mensaje al duque de

Medinasidonia, apelando a su nobleza. El duque replicó poniéndose al frente de su tropa y presentándose frente Alhama cuya entrada forzó,

retirándose los moros a la próxima sierra. Llegaron refuerzos y víveres y

Alhama, siempre en peligro quedó reforzada notablemente, mientras se iba

sellando la unión de los nobles bajo la bandera única de los Reyes de Aragón y de Castilla.

La guerra contra los moros no puede decirse que comenzase bien y fue necesario todo el tesón y toda la inspiración magnífica de Isabel La

Católica para llevarla a feliz término, pues si después llegaron

acontecimientos providenciales que, aprovechados sabiamente dieron el

triunfo, antes hubo que dominar el desánimo producido por algunos importantes reveses y la tentación de concertar paces mediante tal o cual

variación de frontera o tal o cual tributo para atender a cuestiones que

también apremiaban y que eran de mucha importancia política y mlitar, como las querellas de Aragón con Francia. Pero Isabel consideró la guerra

contra los moros como Cruzada que era, como de fundamental importancia

para el mundo cristiano, y no quiso atender a otra consideración por encima

de aquella.

La campaña tenía que desarrollarse en medio de dificultades no pequeñas y

esperando las estaciones favorables del año. Indudablemente muchas

condiciones climatológicas han sufrido variación, pues de lo contrario no se explica que las lluvias torrenciales del valle del Guadalquivir

interrumpiesen las operaciones meses enteros y que lloviese según nos

cuentan en Málaga, en Sevilla y en Loja, con persistencia tropical. Pero dejando esto a un lado, pues seguramente la impresión la impresión de los

cronistas está en relación con el estado de los medios de comunicación de

entonces, se hizo claro muy pronto que los recursos que pudiéramos llamar

medioevales de combate no favorecían a los cristianos en la lucha comenzada. El cuerpo a cuerpo, después de la emboscada, como única

solución decisiva, eternizaba la lucha y en los pasajes montañosos,

propicios a la guerrilla, favorecía a los moros. Hubo un desastre en Loja y otro cerca de Málaga. Desastres que por poco, por segundos en realidad, no

costaron la vida al propio don Fernando, bueno y valeroso combatiente.

Fue por cierto en una ocasión, el ya citado marqués de Cádiz quien

cayendo sobre los moros que tenían rodeado a don Fernando llegó a tiempo de ensartar con su lanza al musulmán que tenía ya levantada la cimitarra

sobre el rey.

Fue Isabel la que tuvo no solo la concepción ideológica, sino la capacidad organizadora y directora de aquella guerra. Mostró su decidida energía para

llevarla a cabo en ocasión en que don Fernando quiso interrumpirla

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reclamando la ayuda castellana para los asuntos de Aragón. Isabel se

mostró inflexible y los esposos estuvieron meses enteros cada uno en su reino ocupado Fernando en reunir Cortes para arbitrar medios de llevar a

cabo la campaña que quería, y ocupada Isabel en organizar la guerra contra

los moros. La infatigable soberana había pasado de los treinta años, tenía

una belleza serena y madura, alternaba el despacho oficial ingente con sus deberes de madre y en un intervalo entre dos campañas daba a luz y seguía

trabajando. A ella se debió el que la guerra tomase una fisonomía de gran

batalla estilo moderno, dejando la ruta de las caballerías medioevales que resultaban ya solamente hermosos episodios aislados. Se dedicó

pacientemente a reunir tropas, organizándolas con sus mandos, con su

vanguardia, con su centro, su retaguardia y lo que llamaríamos cuerpos

especializados. Contaba ya con la adhesión de los mejore capitanes y estaban todos obedientes a su voz. Por entonces comenzó a brillar con sus

mejores dotes Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán. La reina acumuló

artillería, o lo que entonces se llamaba artillería. El hecho es que a retaguardia de sus tropas acumuló montones de pólvora y pirámides de

bolas de piedra que eran las balas de cañón del momento. Llegó a organizar

una especie de hospital de sangre, en grandes tiendas donde se recogía y se

curaba a los heridos. Se dice que por primera vez se atendió entonces a este aspecto de la guerra. Aquella mujer genial montó admirablemente su

máquina de combate y cuando el Rey, fracasado en sus propósitos, volvió,

fue recibido con inmensa alegría como jefe nato del ejército.

Don Fernando demostró sus dotes de gran político colaborando

activamente con su esposa y así al estallar en el interior del reino de

Granada una contienda civil, movida por Boabdil, llamado el Chico, comprendieron los monarcas españoles el fruto que podían sacar de aquello

y así, habiendo sido Boabdil capturado por los cristianos en sus múltiples

episodios de la guerra, los Reyes se percataron de que más útil les era aquel

hombre moviendo guerra en el interior de Granada que preso en el campamento de Castilla. Boabdil fue devuelto a los suyos,

comprometiéndose a rendir vasallaje, e Isabel y Fernando pudieron

alimentar, de día en día, esperanzas más claras y más ciertas de que la campaña contra los moros sería tan decisiva como ellos deseaban, pues su

último propósito no era concertar una nueva paz transitoria, dejando para

otra ocasión las aspiraciones supremas, sino que pretendía expulsar

definitivamente a los moros de tierra española, concluyendo la labor que había empezado casi ocho siglos antes en los riscos y las peñas de

Covadonga.

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En 1488, Isabel está entre los treinta y seis y treinta y siete años de edad.

Empieza a pesar sobre ella la fatiga; pero es aún mujer hermosa y sabe

sonreír. Si tuviéramos que sintetizar sus ocupaciones por este tiempo

diríamos: rezar, ayunar, parir, correr sus Estados a caballo reclutando

tropas, despachar una enorme correspondencia, atender a todas las

ocupaciones de una reina y de una madre y de un capitán general. Lo

que seduce y entusiasma—aparte de la admiración—cuando uno se

acerca a la gigantesca figura de la reina Isabel es su profundo carácter

femenino tan en contradicción con las leyendas que se han difundido con

la mejor buena fe y que desvirtúan aquel gran carácter tan completo y

tan humano. Isabel tenía caprichos de mujer, gustos de mujer y dentro de

su intachable línea de conducta, coquetería de mujer. Se ha dicho

muchas veces que solía dirigir a sus caballeros que lo merecían sonrisas

que valían la pena de arrostrar la muerte por una reina así. Percatada

del valor de su dignidad real se hubiera adornado por deber cuando no

por gusto. Nadie se la imagine con tocado de beata y vestida de estameña

como no fuera en la ocasión de cumplir promesa o llevar a cabo

penitencia. Véasela brillantemente ataviada, con lujo extraordinario en

las recepciones, con gallardo empaque diariamente. La tela de oro y

terciopelo formaban la base de sus trajes de Corte, y diamantes, perlas y

rubíes entraban con abundancia en su adorno, si bien aunque poseía

muchas joyas no le gustaba cargarse de ellas con pueril ostentación.

En el año a que nos estamos refiriendo había dado a luz por quinta vez y

proseguía la incansable campaña contra los moros que ya no tenía el estilo de guerra de incursión y correría como en otro tiempo, sino que suponía

una concesión estratégica por la cual se iban sitiando y conquistando las

plazas que eran de importancia vital para la existencia de Granada en la

fundada espera de que esta ciudad tendría al fin que caer privada de todos sus puntos de apoyo y sus fuentes de abastecimiento. La campaña

comenzaba a central sobre sí la atención universal. Tenía el carácter de

Cruzada, por lo cual habían acudido al Ejército cristiano combatientes de muchos puntos de Europa y había, bajo las ordenes de Isabel galantes lores

ingleses, caballeros de Francia, mercenarios de Suiza, aunque todo esto no

suponía un gran número de soldados y el grueso de las tropas eran de

España y en gran parte de Andalucía que había sido movilizada casi a estilo de nuestro tiempo. La reina había pedido que todos los hombres menos de

setenta años arrojasen sus instrumentos de trabajo y tomasen las armas.

Consecuencia de esta dimensión universal, el mundo musulmán comenzaba a inquietarse desde Turquía al Egipto, Argel y todos los pueblos

mediterráneos. Amenazaba la ofensiva de todo el mundo musulmán contra

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el pueblo cristiano y era preciso redoblar el esfuerzo. La tenacidad de

Isabel, perfectamente secundada por Fernando, llegó a límites increíbles. Con amplia visión estratégica se pensó en la necesidad de conquistar Vélez

y Málaga, puertos importantes por los que llegaba para Granada el socorro

africano. Fueron durísimos y no exentos de reveses los combates que

llevaron a la conquista de Vélez Málaga. Málaga cayó después. El ímpetu cristiano siempre creciente se estrelló ante la resistencia de Baza. Don

Fernando pensó en levantar el sitio y cegar en el ataque. Isabel era siempre

partidaria de no ceder, de no retroceder, de no abandonar, de no perder el fruto del esfuerzo realizado. Faltaban víveres, faltaba dinero. Todas las

joyas que Isabel había recibido de sus antepasados, magnífico tesoro al que

amaba más por su significación que por su belleza, pasaron a manos de los

judíos y hubo dinero. Antes de aquel acto de relevador desprendimiento, las joyas habían servido en 1489 para que la Reina sorprendiera y deslumbrara

con su riqueza a los embajadores de Enrique VII de Inglaterra que venían a

manifestar el deseo de aquel monarca de estrechar lazos de amistad con los poderosos reyes de Castilla y de Aragón. El heredero del reino en

Inglaterra, Arturo, y la hija menor de Isabel y Fernando eran de cortísima

edad. Sin embargo, era de esperar que creciesen y llegaran a sazón, por lo

cual Enrique proponía que cuando alcanzaran la edad conveniente aquellos niños contrajeran matrimonio. Así se convino y quedó concertado el

casamiento de Arturo con la que ya hemos conocido al comienzo de este

ensayo como Catalina de Aragón. Ya sabemos por qué azar Catalina fue luego la mujer de Enrique VIII. Así en el periodo de más espléndido logro

de la unidad religiosa de España se echaba en el surco la cimiente de lo que

había de ser pretexto ocasional del cisma de Inglaterra.

Cayó Baza, cayó Almería y el ejército cristiano se situó frente a los muros

de Granada. Un vasto y lucido campamento. No había más que esperar el

momento oportuno para el asalto. Granada tendría que caer. Un hermoso

tejido poético viste a la Historia a partir de aquí. No podemos detenernos a contar nuevamente ni el episodio de Tarfe, ni el singular combate con

Garcilaso de la Vega. Residuos de la antigua caballería, que Fernando tuvo

que cortar, originaron muchos lances personales de gran belleza entre moros y cristianos. Más importante para la historia de Isabel es el incendio

del campamento cristiano, todo él de grandes telas de tienda y barracones

de tablas ardió fortuitamente como una pavesa sorprendiendo a todos en

mitad del sueño. Isabel reaccionó inmediatamente y pidió a todos confianza y fe. Rezar, trabajar y no perder de vista el propósito indeclinable. El

campamento fue sustituido para que no ardiera de nuevo por una ciudad de

casas de piedra, edificada sobre el esquema de dos largas calles en cruz con una gran plaza en la intersección de los brazos. Los caballeros y los

soldados que había trabajado por voluntad de la reina quisieron que la

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nueva ciudad se llamase Isabel, Isabel, en cambio quiso que se llamara

Santa Fe y así se llamó y ahí la tenemos hablándonos de aquel tesón legendario, de aquella constancia heroica que dio al fin su fruto en la

conquista de todo dominio moro en tierra española y el principio de la edad

moderna de nuestra Patria.

Granada se entregó el 2 de enero de 1492.

La rendición de Granada es una obra pictórica del pintor español Francisco Pradilla y Ortiz finalizada en 1882, que se encuentra en la Sala de Conferencias o Salón de los Pasos Perdidos

del Palacio del Senado de España.

Casi paralelamente a esta gran empresa llevaba Isabel de España otra que había de completarla y ofrecer la inmediata coyuntura para que la unidad

religiosa y la acumulación de energía, sirviesen de fuente de evangelización

y de expansión. Dios quiso que el año de la toma de Granada no se cerrase sin el descubrimiento de América. Quiso hacer del año 1492 el año de

España en la Historia y el año de Isabel.

Seis años atrás, la reina Isabel había recibido una carta del duque de Medinaceli. En ella el poderoso duque pedía instrucciones acerca de un

delicado pinto que se le había presentado. Era el caso que tenía alojado de

un tiempo a esta parte en su palacio de Sanlúcar a un italiano que se hacía

llamar Cristóforo Colombo y el cual deseaba pasar a Francia desde Portugal, para llevar a cabo bajo el patronato y apoyo del rey francés una

empresa que tenía pensada y que ciertamente parecía factible. El italiano

aquel, que era cerca de Génova, había pensado que siendo la tierra redonda era lógico que hubiese un camino marítimo que por el Occidente llevase

hasta las tierras de la India, de Catay y de Cipango, y viéndolo claramente

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así había concebido el viaje que estaba dispuesto a realizar si le daban tres

carabelas con su tripulación y ciertos beneficios y privilegios que él pediría.

El duque estimaba que muy bien pudiese el italiano tener razón y no

pensaba dejarlo partir, estando dispuesto a darle él mismo las tres carabelas que pedía, para lo cual solicitaba la oportuna autorización, o las

instrucciones pertinentes.

La Reina leyó con atención la carta, le interesó el asunto y no pensó autorizar a Medinaceli a nada. Precisamente habían dado los Reyes

Católicos una provisión por la cual no podían realizarse expediciones

marítimas de exploración o descubrimiento sin el permiso real. La razón no era otra que la de evitar que se creasen nuevos privilegios, a la sombra de

nuevas hazañas, y quedase destruida de nuevo toda la paciente obra de

unidad y de disciplina que se había realizado desde que concluyó el reinado

de Enrique IV. Por eso Isabel no pensó en autorizar a Medinaceli a que patrocinase el viaje de Cristóforo Colombo, cosa que el duque podía hacer

mejor que la reina, por la sencilla razón que por aquel entonces aún

quedaban ducados y marquesados que tenían más rentas que la Corona. Se limitó a escribirle, en síntesis, que le enviase para Córdoba al tan Colombo

que lo quería ver y hablar con él para ocuparse de sus proyectos cuando sus

deberes de la guerra la dejasen. A consecuencia de esta disposición Colón

fue enviado a Córdoba con cartas del duque que aseguraban que la reina deseaba hablarle.

Presentóse aquel extranjero, que era hombre de buen semblante y porte,

prematuramente encanecido, un poco ausente de sí mismo como soñador o poeta, en el alcázar cordobés e inquirió la manera de que le fuese concedida

audiencia por la soberana. Iba bastante raído y antes que otra cosa despertó

burlas que tal personaje se presentara allí pretendiendo ver a la reina. Extrajo el genovés de entre sus ropas la carta del duque de Medinaceli y al

saber que era portador de ella fue recibido por el secretario de Isabel, que

examinó misiva.

—Por lo que aquí afirma el señor duque, nuestra Serenísima Señora desea

veros y hablar con vos. Pero es el caso que se halla ausente de Córdoba

preparando la próxima campaña y habréis de esperar su regreso.

—Esperaré.

— Consideraros entre tanto como huésped de nuestra soberana, por lo cual yo atenderé en la forma debida vuestro sustento y alojamiento, mientras

esperáis en Córdoba la llegada de la reina.

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Así se hizo, y Colón quedó por tres meses en la ciudad discurriendo por sus

calles, entablando amistades y también amores que no son del caso ahora relatar. Su tesis era por demás sencilla y ganó prosélitos con facilidad.

Entre ellos fray Diego de Deza y fray Hernando de Talavera, ilustres

religiosos llamados a grandes dignidades, estimaron que el proyecto de

Colón era posible y que debía intentarse. Las ideas geográficas de entonces entre la gente culta admitían desde luego la redondez de la tierra y solo

vacilaban y discrepaban en cuanto a la anchura del mar que separaba la

costa occidental de Europa de la oriental de Asia.

Existían algunas vagas nociones de la existencia de islas en dicho mar; pero

nadie sospechaba la enorme presencia del continente americano y Colón

tampoco. Las leyendas que suelen presentarnos a los personajes históricos como poseídos de antemano de su papel y conociendo lo que la Historia

dirá después de ellos, no vacilan en poner en boca del navegante genovés

expresiones o frases indicadoras de que Colón iba a descubrir un mundo nuevo. No hay tal. En forma tan obstinada se hallaba a la idea de llegar a la

India por occidente que después de haber descubierto en realidad América

no quería admitir su propia obra y casi deseaba que se guardase el secreto

acerca de ella. Le molestó al principio, como un error suyo, la existencia del continente americano. Si a esto se añade que era un hombre un poco

extraño y receloso, mezcla de aventurero y poeta que temía siempre ser

despojado de los frutos de su idea feliz, se comprenderá que fuera no poco

mérito el de los que secundaban su pretensión que no les era conocida más que en líneas muy generales, ya que él guardaba los detalles muy

celosamente.

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Su encuentro con Isabel fue el de dos intuitivos geniales, el de dos poetas

de la Geografía y de la Historia. La leyenda ha querido rodear todo este asunto de tal cantidad de simplistas interpretaciones antihistóricas que

parece no bastarle su propia grandeza. Por lo general no se salva más

figura que la de Colón y con ella la de la reina Isabel. Pero Colón aparece

como un iluminado que ha visto en sueños América toda con su propia figura, siendo así que no la vio en realidad ni después de haberla

descubierto, e Isabel aparece como sugestionada por el genio del

navegante. Los dos aparecen rodeados por una especie de indocta turba de frágiles fanáticos y sabios huecos que no comprenden nada de aquello. Y la

verdad es que los sabios no rechazaron la tesis de Colón y solo vacilaron

ante la falta de datos que el genovés le ocultaba por el recelo de que su

secreto fuera aprovechado por lo que hoy llamaríamos salteadores de la propiedad intelectual. Si los informes no fueron favorables y clarividentes,

fue en cambio de parte de muchos frailes que eran sabios al mismo tiempo

de donde le vino a Colón el apoyo más caluroso. El rey Fernando titubeó en nombre de la prudencia. Isabel se arriesgó en nombre del genio. Fernando

tenía razón desde el punto de vista de hombre cauto que les teme a las

empresas demasiado inciertas y arriesgadas. Isabel tenía esa razón suprema

de la intuición genial. En una discusión previa Fernando siempre tendría el aspecto del hombre sensato que llama la atención sobre los peligros de una

posible locura e Isabel carecería tal vez de argumentos discursivos pero

caminaría firmemente hacia la meta. Todas las cosas que han sido grandes, que han tenido una trascendencia para la marcha de la humanidad se han

considerado como locuras insignes por las gentes sensatas. Gracias a la

visión genial de Isabel, Colón pudo hallar al fin libre el camino.

No ocurrió esto sin que se presentaran inconvenientes graves que pusieran

en peligro la expedición. Las peticiones de Colón fueron extremadas y tal

vez constituyeron por su magnitud la prueba más patente de que si el

genovés no sabía que iba a descubrir América tenía en la mente la noción de algo grande y decisivo. Su pretensión de ser nombrado Almirante, título

magnífico que poseían siempre los títulos de la más alta nobleza y que

equivalía en aquellos momentos a emparejar a un extranjero desconocido y pobre con el tío del rey, hizo vacilar a la misma Isabel, y Colón, ya en los

momentos de la toma de Granada, se alejó de Santa Fe pensando que

tendría que dirigirse a otra Corte para buscar el apoyo necesario. Fray Juan

Pérez de Marchena y el hábil político y judío Santángel insistieron cerca de los reyes y sobre todo de Isabel, logrando al fin que se firmaran las

capitulaciones de Santa Fe, por las que Colón obtenía lo deseado.

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Marchó al Puerto de Palos ciudad que había sido designada para contribuir

con dos carabelas de las tres de la expedición y luchó con la resistencia

pasiva de constructores y marineros que no hacían mucho caso de un

extranjero medio loco. Sin embargo, la autoridad de fray Marchena, y por

otra parte el apoyo de Martín Alonso Pinzón que abrigada hacía tiempo una

idea parecida a la del genovés, sacaron la obra triunfante y cuando en Palos

se supo que Alonso Pinzón y su hermano Yáñez Pinzón, marinos de gran

prestigio, iban con el visionario, se reclutó la gente, casi toda ella de

marineros de aquellos contornos. Las tres carabelas quedaron dispuestas

paren hacerse a la mar, la gente reclutadas y todo en orden. El 2 de agosto

de aquel mismo 1492 de la toma de Granada los marinos confesaron en la

Rábida. Colón llevaba una carta de los reyes acreditándole ante los

potentados orientales que encontrase a su llegada a la India. Por la mañana

del día 3 comulgaron todos los expedicionarios y fray Juan Pérez bendijo

los barcos que comenzaron a izar sus velas, a desplegarlas y a moverse

lentamente en dirección del ancho y desconocido mar. Se habían levado las

anclas en el nombre de la Santísima Trinidad. Las tres carabelas cabalgaron

sobre las olas y pronto fueron punto que se perdía de vista entre el cielo y

el mar. Soplaba el viento del Este. Las proas de España avanzaban hacia la

revelación de los secretos del mundo.

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X. DOS MANERAS DE MORIR

HAN pasado ante nosotros, los atisbos fugaces, como la luz de un

relámpago, los matices más señalados del carácter de las dos reinas, los

acontecimientos de mayor trascendencia de sus respectivos reinados. Jamás

hemos dado cima a una labor con más clara noción de su insuficiencia y de

sus enormes lagunas. El reinado de cada una de las dos Isabeles es tan importante para la Historia y la figura de cada una de estas dos mujeres tan

singular, aunque por motivos muy diferentes que nunca concluye ni el

relato de los hechos, ni la exploración psicológica de los personajes. Ha

podido apreciarse, con todo, el contraste extraordinario entre Isabel de España e Isabel de Inglaterra. Por si faltara algo para hacer ese contraste

definitivo y rotundo, no puede imaginarse nada más distinto que la manera

de pasar de este mundo que tuvieron una y otra mujer.

No tenemos necesidad de adornar con leyendas el horror de la muerte de

Isabel, la de Inglaterra. Recogeremos, sin embargo, la más divulgada,

advirtiendo que no la consideramos merecedora de fe. Procede del campo católico. Y ya que Dios quiso mostrar claramente en aquella desierta y

espantosa sequedad de la muerte de Isabel un ejemplo terrible, no tenemos

necesidad de buscarle explicaciones más o menos novelescas. La que se ha dado con mayor frecuencia enlaza la ejecución de Essex, el desdichado

favorito. Ya sabemos que aconteció este suceso en los últimos tiempos de

la vida de Isabel, siendo ésta ya una anciana en la que se habían acumulado

los recelos de toda una vida y que, por tanto, era más difícil de tratar y de soportar como nunca antes fue. Cierto será, sin duda, que la muerte de

Essex no fue materia de muy agradable recordación para la soberana, la

cual vino en el fondo a proceder, como en otras ocasiones, por los que ella

creía motivos de defensa propia. Lo que se cuenta es que la reina había ofrecido a Essex que si en los últimos instantes se arrepentía de su

maquinación e imploraba su clemencia, ella lo perdonaría. La prenda del

arrepentimiento del favorito debía ser cierto anillo que sería enviado a la reina como llamada suprema a su piedad.

El anillo no llegó nunca. La sentencia se cumplió inexorablemente y la

reina quedó con el dolor de que Essex no hubiera querido acogerse a su clemencia, ni doblegar su orgullo ante la reina que lo había elevado y a la

que había pretendido derribar.

Un tiempo después, una dama de la Corte en trance de muerte llamó junto a sí a la soberana para hacerle según decía, una importante revelación.

Acudió la reina junto al lecho de la moribunda y ésta le presentó entonces

el anillo de Essex. Bajo la presión de los enemigos políticos del conde,

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aquella mujer no había entregado el anillo que hubiera salvado la vida del

condenado a muerte. Ahora acosada por los remordimientos, confesaba su falta y pedía el perdón de Isabel. Se cuenta que ésta salió de la estancia con

aire sombrío y tempestuoso, exclamando:

— Que os perdone Dios. Yo no os perdono.

Sobre cogió a Isabel a consecuencia de esto una crisis de desesperación

ante lo irremediable. La atormentó agudamente el pensar en la amargura

infinita de la muerte de Essex que había confiado a su palabra y se había entregado a su piedad y se creería cruelmente engañado y traicionado. La

reina se encerró en un mutismo trágico, se sintió desfallecer y permaneció

en sus habitaciones tendida en un montón de cojines días enteros, en los que no ingería más que un poco de agua. Los que la rodeaban temían su ira

tremenda y asechaban con horror aquella dilatada agonía en la que no hubo

ni un destello de fe ni una palabra que relacionase a la criatura expirante

con el Señor de la vida y la muerte. Así le sobrevino el final, que fue un alivio y un descanso para los que la rodeaban.

The Death of Elizabeth I, Queen of England

Delaroche, Paul, 1828 Musée du Louvre, París.

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Tenía setenta años. Ya sabemos que nunca fue religiosa. El problema

religioso nunca existió para ella. Sabemos también que tenía erudición literaria y que gozaba con el ejercicio del poder. La persona sin fe,

abrumada por los contratiempos y desgracias, se suicida. La persona sin fe

que manda y triunfa quiere vivir siempre, y cuando advierte que eso es

imposible se siente horrorosamente desesperada. El patriotismo británico ha realizado grandes esfuerzos para salvar la condenación de la posteridad

la figura de esta reina y ha hecho alusión a ciertas prácticas piadosas de

carácter muy privado que, al parecer, tenía. El querer convertir a base de esto a Isabel Tudor en una mujer religiosa es un intento inútil. Queda en pie

la historia de su vida y la historia de su muerte por más empeño que

algunos pongan en olvidarlo como si no fuera asunto importante. Y puede

que para la historia de Inglaterra esto no sea más que un detalle; pero en la historia de Isabel es tremendamente revelador. Por otra parte, su valor de

ejemplo no se le escapa a nadie, y esto es lo que más consideraciones

sugieren en el terreno general y en el personal. La muerte de Isabel puede ser— ¿por qué no? Una sanción divina, un cao ejemplar propuesto por Dios

a la meditación de la gente. Esto no podemos afirmarlo rotundamente; pero

todavía menos aún podemos negarlo. Dentro de los límites de la

comprensión humana se impone el concepto de castigo supremo. Pero si es así, ¿no resulta condenado todo el anglicanismo en aquella muerte? Y ahí

está llenando todavía de escalofrío intenso al que quiere recordarla porque

no se le recuerda caso alguno de un final más triste, en el orden de la vida del espíritu que es, en suma el que importa cuando se recapitula la

existencia a la hora de morir. Pasó días y días agonizando. Agonizando

prácticamente sola, rodeada de gentes extrañas que la temían, que la

miraban con espanto pronunciando de vez en cuando palabras sordas, frases sueltas en las que no se vislumbra más que la estéril desesperación

del fin. Se había roto su vitalidad casi repentinamente. Salud no la tuvo

nunca. Era una naturaleza poco normal y abundante en achaque. Pero alimentaba una energía vital que movilizaba sus fuerzas físicas hasta el

momento que éstas en su limitación no pudieron más. “Algo ha cambiado

en mí”, dijo. Y se dejó caer derrumbada viendo que el cuerpo ya no la

obedecía, dándose cuenta de que todo se iba a acabar sin remedio. Presenciamos en la vida el hecho de una reviviscencia religiosa, fenómeno

natural en el que se siente morir. La flaca naturaleza reacciona en ese

instante y se salva del horror inmediato por la naturaleza luminosa del

futuro eterno. La muerte es horrible para todo el mundo. Físicamente nada existe más aterrador que darse cuenta que faltan las fuerzas, de que los

sentidos no obedecen, de que los miembros se quedan inmóviles y todo se

va preparando en nuestro interior. Sin embargo, también sabemos que muchos privilegiados han conseguido extraer de ese momento dulzuras sin

nombre y que la mayoría por él con una elevación de espíritu sobre la

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miseria tratando de establecer el enlace entre las dos orillas de la vida.

Isabel no experimentó nada de esto. Se vio acabar y se rebeló. Como nada le era posible hacer, consumióse en una desesperada actitud.

Podemos imaginar muchas de las visiones que desfilarían en aquellas

jornadas tremendas por la mente de Isabel. Pero esto ya no sería historia. Había defendido su trono hasta el final causando a su paso muchas víctimas

que no le eran tan por completo imputables como muchos piensan. Sin

embargo, una indecible amargura la había sobrecogido ya alguna vez al pensar en ella se extinguiría, por ser ella irremediablemente estéril, la

familia de los Tudor y que, de todas maneras, aquella María Estuardo iba a

reinar por fin por femenina y por fecunda. El hijo de María es el que debía

suceder en el trono a Isabel. Así acababa la larga historia. Ella, Isabel, la soberana enamorada de grandes esplendores hubiera tal vez anhelado morir

solemnemente, entre los fastos de una religión antigua y las ceremonias de

una noble tradición. Pero había instalado una religión nueva y empezaba también una nueva tradición. La habían apoyado por el interés económico

de una clase social recién creada. No podía disfrutar, ni siquiera en el

aparato externo de todo el consuelo que proporcionan los viejos ritos.

Estaba sola. Sin familia. Cercana todavía la ejecución del último de sus amigos. Rodeada de gentes a quienes interesaba el nuevo estado que había

hecho su fortuna y a quienes ella, inerte, ya no podía servir; asistida por

mujeres asustadas que siempre la habían temido. Se consumía en un ardor

interno, a la vez físico y moral. Tomaba agua fría, y se abrasaba en las llamas de su dolencia y de su desesperación.

Esto es así. Obtenga cada cual las consecuencias que estime más oportunas. Isabel de Inglaterra se extinguió después de reinar cuarenta y cinco años y

de presidir con su extraña figura la época más trascendental en el camino

hacia la formación de la Inglaterra que hemos conocido después.

Si fueron las preocupaciones de la esterilidad parte muy considerable en la

desesperación de Isabel de España que sobrevino en 1504, cuando la reina

tenía apenas cincuenta y tres años de edad. Estaba enormemente trabajada

por la vida. En lo poco que hemos podido seguirla en las páginas de este ensayo, hemos visto su juventud ensombrecida por graves riesgos, su lucha

titánica, su esfuerzo continuo físico, intelectual y moral, su increíble

actividad de mujer y de reina que la llevaba a resolver sus problemas entre peligros, angustias de tosas clases y pesadeces y dolores de su gravidez

repetida. Los últimos años de su existencia, realizados los planes

grandiosos de la unidad española y del descubrimiento de América, estaban

llenos de la preocupación de un futuro que no se anunciaba nada claro, y eso que no era posible que previese algunos de los aspectos del mismo.

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Falleció el heredero a la Corona, el príncipe don Juan. Y a cuenta de las dos

hijas casadas que tenía, doña Catalina y doña Juana, alimentaba grandes inquietudes. A doña Juana se le comenzaba ya a llamar “la loca”. En otro

lugar hemos referido más detenidamente algunas peculiaridades del drama

de esta pobre mujer. Casada con el archiduque Felipe, llamado “el

Hermoso”, sentía por su marido una pasión tan profunda y absorbente que llegó a desequilibrar su naturaleza llevándola a extremos que le causaban a

su madre profundo pesar. Razonablemente celosa de las veleidades de

Felipe, que no era un buen marido, no reaccionaba con la dignidad propia de una princesa y caía en los delirios de una mujer arrebatada, con algunas

apariencias de furiosa, como la noche aquella en la cual, vestida solo con el

camisón de dormir quería marchar de Medina del Campo entre la nieve

para correr en busca de su esposo. Su pasión la llevó muchas veces a perder el dominio de sí misma y en una ocasión en los Países Bajos, al hallarse en

un salón con cierta dama que decían era objeto de las galanterías de Felipe,

se arrojó sobre ella como una leona, y le arrancó puñados de pelo. Se produjo un enorme escándalo que llegó hasta Isabel, la cual sufría

atrozmente con aquellos desvaríos de su hija, tan contrarios a la suprema

dignidad con la que la reina católica enfocó siempre su actuación en la

vida, y cuéntase que enamorada de su esposo y amada por éste, no por eso había podido ignorar deslices de su esposo, que la herían; pero que no la

hacía jamás descender de su puesto. No vio, y fue mejor para ella, el último

periodo de locura de su hija Juana, ni tampoco pudo tener el consuelo de que, al fin y a la postre, la compensación se llamaría Carlos I de España y

V de Alemania.

Por el lado de su hija Catalina la preocupación era diferente; pero también penosa. Catalina había sacado mucho de la firmísima piedad y del carácter

entero de Isabel. Su viaje a Inglaterra para casarse con el hijo de Enrique

VII, Arturo, heredero al trono había sido una serie ininterrumpida de

catástrofes que por poco la hacen perecer. Tempestades enormes y continuas acudieron a las frágiles naves. El viaje que había empezado por

dos meses a caballo para llegar a Vigo continuó tan lleno de accidentes que

lo primero que hizo Catalina al pisar tierra inglesa fue organizar un solemne acto religioso para dar gracias a Dios por haber llegado con vida,

pues verdaderamente creyó no llegar nunca. Ahí le esperaban breves días

de regocijo y fiestas, la boda y a los pocos meses la viudez. Las gitanerías y

las groserías e indelicadezas de Enrique VII para no devolver a la princesa a sus padres, pensando en que tendría que devolver su dote, acabaron por

conseguir después de muchas negociaciones el concierto según el cual

Catalina se casaría con Enrique, que había de heredar el trono de su padre y llamarse un día Enrique VIII.

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Si Isabel hubiera podido prever lo que de aquí vendría… pero es de enorme

suerte de los humanos ignorar el porvenir.

Las penas, los trabajos y las fatigas arruinaron visiblemente la salud de

Isabel. Comenzó a ponerse hidrotrópica. Hacia el otoño de 1504

comprendió que no podría vivir mucho tiempo y el 12 de octubre de aquel año—fecha simbólica—firmó su testamento famosísimo, documento

histórico impresionante que, leído, suministra los datos más concretos y

exactos que se puedan desear para tener una idea de aquella extraordinaria mujer. Rodeaban su lecho las preocupaciones, pero indudablemente se

encontraba asistida por la devoción y los afectos entrañables de quienes la

rodeaban y consolada por la religión que le daba la mayor entereza y la más

firme esperanza.

Isabel la Católica dictando su testamento

Rosales, 1873. Rosales. Óleo sobre lienzo.

290x400 cms. Museo del Prado

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Su cuidado por las cosas del reino es minucioso y tiende a evitar en el

porvenir los disturbios y conflictos que pudieran producirse y que ella presiente. Su heredera es doña Juana “la loca”. Ella conoce el estado

nervioso y mental de su hija y ya es bastante motivo de preocupación. Su

hija María es reina de Portugal. Su hija Catalina está llamada a ser reina de

Inglaterra. Todo está previsto para el bien de España, siempre a salvo lo que disponga la voluntad de Dios.

Contaba la reina con el amor de su esposo y más aun revelada y demostraba el que ella le tenía, con aquella esperanza que yo creo común a

todas la esposas cristianas de este mundo de revalidar en el cielo con la

unión de las almas el lazo que se tendió y anudó en la tierra. Isabel expresa

esto de una manera conmovedora, pidiendo que allá donde su esposo decida ser enterrado se traslade el cuerpo de ella para descansar juntos

“porque el ayuntamiento que tuvimos viviendo y en nuestras almas, espero

en la misericordia de Dios tornar a que en el cielo lo tengan, e representen nuestros cuerpos en el suelo”. Pide en otro lugar que de todas sus joyas y

objetos tome don Fernando lo que más le agradare “porque viéndolos

pueda tener más continua memoria del singular amor que a Su Señoría

siempre tuve, y aun porque siempre se acuerde que ha de morir y que lo espero en el otro siglo, y con esta memoria pueda ser más santa y

justamente vivir”.

¿Quién se alabará de haber merecido una mujer como ésta? No le faltaron en su lecho de muerte los mejores consuelos y no le podían faltar, porque

estas cosas no faltan a quienes las llevan dentro de sí y faltaron en el otro

caso de que hemos hablado porque el alma se hallaba desierta. Al designar a sus testamentarios no tenía personas de las que pudiera desconfiar aunque

fueran de mérito, sino varones cuya alteza de pensamientos conocía y le

constaba que habían de interpretar su mandato con la mirada puesta en

Dios como la ponía ella. Buen consuelo es para una reina dejar entre la lista de ejecutores de su voluntad a fray Diego de Deza o a fray Francisco

Jiménez de Cisneros. A primeros de noviembre Isabel vio llegada su última

hora. Había durante su enfermedad confesado más de una vez y recibido los Sacramentos. Se extinguía suavemente. El rey se hallaba a su lado y le

tenía la mano cogida. Volvió hacia él la mirada y le sonrió, con una sonrisa

esbozada apenas. Luego fijó los ojos en el cielo y dejó de existir. “El

mundo ha perdido—escribía Pedro Mártir—su adorno más noble; una pérdida que debe llorar no sólo España… sino todas las naciones de la

Cristiandad, porque ella era el espejo de todas las virtudes, el amparo del

inocente y el sable vengador del culpable.”

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Fue amortajada con el hábito de san Francisco. Durante tres semanas, por

los caminos españoles que ella había recorrido, su cuerpo fue llevado entre

tempestades de lluvia a la ciudad de Granada. El día que llegó allí su

cuerpo brilló un espléndido sol.

Muchas nieblas inglesas y muchos soles españoles han pasado desde los

sucesos que hemos narrado sobre las dos tumbas. Minutos de una eternidad

en la que brilla la justicia suprema. La providencia conduce a los pueblos y

nada sabemos de sus designios. Individualmente, la hemos visto

manifestarse en dos maneras distintas de morir.

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APÉNDICE 1 * DE LA MUERTE DEL DUQUE DE NORTHUMBERLAND John Dudley, padre del duque de Leicester “amante” de Isabel de Inglaterra

“El Duque estando ya en el tablado, habló a los circunstantes de esta manera:

Gente honrada, que estáis presentes para verme morir: Yo os ruego que aunque mi

muerte sea horrible y espantosa a la carne flaca, la tengáis por acertada, pues viene de

la divina voluntad. Yo soy un miserable pecador y he merecido esta muerte, y soy

condenado justamente según las leyes: si he ofendido a alguna persona, le pido perdón

y os ruego que me ayudéis con vuestras oraciones en esta postrera hora de mi vida. De

una cosa os quiero avisar, por descargo de mi conciencia, y es que os guardéis de estos

falsos predicadores y maestros de nueva y perversa doctrina, los cuales dan muestra de

predicar la palabra de Dios, mas realmente no predican sino sus sueños y desvaríos, y

no tienen firmeza ni estabilidad en lo que enseñan, ni hoy saben lo que han de creer

mañana; porque cada día y cada hora en su creencia y opiniones se mudan. Acordaos

de los daños y calamidades que han llovido sobre este reino después que entró esta

pestilencia en él, y la ira de Dios, que tenemos probada contra nosotros, después que

nos apartamos de la Iglesia católica, que fue predicada por los santos apóstoles de

Cristo, regada con la sangre de los mártires, enseñada de tantos y tan santos doctores

en todos los siglos, y que hoy día conservan y tienen todos los reinos de la cristiandad,

en cuya comparación nosotros somos como una hormiga. Habemos padecido guerra,

hambre, pestilencia, la muerte de nuestro Rey, alteraciones y alborotos y discordias

entre nosotros mismos, y, lo que es peor, división en las cosas de nuestra santa fe, y

apenas hay plaga y miseria que no hayamos sentido, y que no haya nacido de esta mala

raíz y fuente de calamidades; y lo mismo veréis en otras provincias que han sido tan

locas como nosotros.

Por tanto, yo os amonesto que volváis a casa y os unáis con el resto de la cristiandad y

con la Iglesia Católica para que seáis miembros del cuerpo de Jesucristo, el cual no

puede ser cabeza de un cuerpo monstruoso y disforme. Lo que os digo, no os lo digo

para agradar ni lisonjear a nadie, ni movido de nadie, sino estimulado de mi propia

conciencia y del amor y celo que tengo al bien de mi patria. Muchas más cosas os

podría decir a este propósito, sino tuviese otro negocio propio mío y más urgente, que

es aparejarme para esta muerte que Dios me envía, porque el tiempo vuela y estoy ya

en el último trance y punto de la vida. Sedme testigos que muero en la santa fe católica.

Suplico humildemente a la majestad de la Reina que me perdono, y confieso que por

haber tomado las armas contra su Majestad merezco esta muerte y otras mil. Mas, su

Majestad, pudiendo mandarme luego morir afrentosamente, y ejecutar en mí el rigor de

su justa indignación, quiso como piadosa y clemente Princesa, que por tela de juicio se

viese y examinase mi causa; y habiendo yo, conforme a las leyes, de ser arrastrado,

colgado y descuartizado, ha usado conmigo de su clemencia y mitigado las penas justas

de la ley. Y así ruego a todos los que estáis aquí que supliquéis a Dios que la conserve

largos años y le dé gracia que reine con sosiego y quietud, fidelidad y obediencia de sus

vasallos” A las cuales palabras respondió el pueblo: Amén.”

Pedro de Rivadeneyra “El Cisma de Inglaterra” Historias de la Contrarreforma. Pág.

1064 y 1067 BAC 1945

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APÉNDICE 2 * EXTRACTO DEL TESTAMENTO DE ISABEL LA CATÓLICA

EN EL NOMBRE DE DIOS TODO PODEROSO

Padre e Fijo e Spiritu Sancto, tres personas e vna essençia diuinal, criador e gouernador vniuersal del çielo e de la tierra e de todas las cosas visibles e ynuisibles, e de la gloriosa virgen María, su madre, rreyna de los çielos e señora de los ángeles, nuestra señora e abogada, e de aquel muy exçelente prínçipe de la iglesia e cauallería angelical, sant Miguel, e del glorioso mensagero çelestial el arcangel sant Gabriel, e a honrra de todos los sanctos e sanctas de la corte del çielo, speçialmente de aquél muy sancto precursor e pregonero de nuestro redemptor Ihesu Chripto sant Juan Baptista, e de los muy bienauenturados prínçipes de los apóstolos sanct Pedro e sanct Pablo, con todos los otros apóstolos, señaladamente del muy bien auenturado sant Juan Euangelista, amado diçípulo de nuestro señor Ihesu Chripto, e águila caudal e exmerada, a quien sus muy altos misterios e secretos muy altamente reueló e por su hijo speçial a su muy gloriosa madre dio al tiempo de su sancta passión, encomendando muy conueniblemente la virgen al virgen; al qual sancto apóstol e euangelista yo tengo por mi abogado speçial en esta presente vida e así lo espero tener en la hora de mi muerte e en aquel muy terrible juizio e estrecha examinaçión, e más terrible contra los poderosos, quando mi ánima será presentada ante la silla e trono real del juez soberano muy justo e muy igual, que según nuestros mereçimientos a todos nos ha de juzgar, en vno con el bien auenturado e digno hermano suyo el apóstol Santiago, singular e exçelente padre e patrón destos mis regnos e muy marauillosa e misericordiosamente dado a ellos por Nuestro Señor por speçial guardador e protector, e con el seráphico confessor patriarcha de los pobres e alférez marauilloso de Nuestro Señor Ihesu christo, padre otrosí mío muy amado e special abogado Sanct Francisco, con los gloriosos confessores e grandes amigos de nuestro Señor sanct Gerónimo, doctor glorioso, e sancto Domingo, que como luzeros de la tarde resplandeçieron en las partes oçidentales de aquestos mis regños a la víspera e fin del mundo, en los quales e en cada vno dellos yo tengo speçial deuoçion, e con la bien aventurada sancta Maria Madalena, a quien asý mismo yo tengo por mi abogada; porque así como es çierto que avemos de morir, así nos es ynçierto quando ni donde moriremos, por manera que deuemos biuir e así estar aparejados como si en cada hora ouiésemos de morir.

POR ENDE, sepan quantos esta carta de testamento vieren como yo Doña YSABEL, por la gracia de Dios rreyna de Castilla, de León, de Aragón, de Seçilia, de Granada…. Estando enferma de mi cuerpo de la enfermedad que Dios me quiso dar e sana e libre de mi entendimiento; creyendo e confesando firmement todo lo que la sancta iglesia cathólica de Rroma tiene, cree e confiesa e predica, señaladamente los siete artículos de la diuinidad e los siete de la muy sancta humanidad, segund se contiene en el credo e símbolo de los apóstolos e en la exposiçion de la fe cathólica del grand Conçilio Niçeno, que la sancta madre iglesia continuamente confiesa, canta e predica, e los siete sacramentos della; en la qual fe e por la qual fe estoy aparejada para por ella morir, e lo reçibiría por muy singular e exçelente donde la mano del Señor, e así lo protesto desde agora e para aquel articulo postrero de biuir e de morir en esta sancta

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fe cathólica, e con esta protestaçión ordeno esta mi carta de testamento e postrimera voluntad, queriendo ymmitar al buen rey Ezechías, queriendo disponer de mi casa cómmo si luego la ouiese de dexar.

E primeramente encomiendo mi spiritu en las manos de Nuestro Señor Ihesu Chripto, el qual de nada lo crió e por su preçiosíssimo sangre lo redimió. E puesto por mí en la cruz, el suyo encomendo en manos de su eterno Padre, al qual confieso e cognozco que me deuo toda, por los muchos e ymmensos beneficios generales que a todo el humano linage e a mí, como vn pequeño yndiuiduo del, ha fecho, e por los muchos e singulares beneficios particulares que yo, indigna e pecadora, de su ynfinita bondad e ynefable largueza, por muchas maneras en todo tiempo he reçebido e de cada día reçibo; los quales sé que no basta mi lengua para contar, ni mi flaca fuerça para los agradeçer, ni aún como el menor dellos meresçe. Más suplico a su ynfinita piedad quiera reçebir a questa mi confessión dellos e la buena voluntad, e por aquellas entrañas de su misericordia en que nos visito naçiendo de lo alto e por su muy sancta incarnaçión e natiuidad e passión e muerte e resurreçión e asçensión e aduenimiento del Spiritu Sancto paráclito, e por todos los otros sus muy sanctos misterios, le plega no entrar en juizio con su sierua, mas haga comigo segund aquella grand misericordia suya, e ponga su muerte e passión entre su iuizio e mi ánima. E si ninguno antel se puede justificar, quanto menos los que de grandes reynos e estados auemos de dar cuenta. E ynteruengan por mí ante su clemencia los muy exçelentes méritos de su muy gloriosa madre e de los otros sus santos e santas mis deuotos e abogados, specialmente mis deuotos e speciales patronos e abogados santos suso nonbrados, con el susodicho bien auenturado prínçipe de la cauallería angelical, el arcangel sant Miguel, el qual quiera mi ánima reçebir e anparar e defender de aquella bestia cruel e antigua serpiente, que entonçes me querrá tragar, e no la dexe fasta que por la misericordia de Nuestro Señor sea colocada en aquella gloria para que fue criada.

E QUIERO e mando que mi cuerpo sea sepultado en el monasterio de Sant Francisco, que es en la Alhanbra de la çibdad de Granada, seyendo de religiosos o de religiosas de la dicha orden, vestida en el hábito del bien auenturado pobre de Ihesu Chripto Sant Francisco, en vna sepultura baxa que no tenga vulto alguno, saluo vna losa baxaen el suelo, llana, con sus letras esculpidas en ella. Pero quiero e mando que si el rey mi señor eligiere sepultura en otra qualquier iglesia o monasterio de qualquier otra parte o lugar destos mis reynos, que mi cuerpo sea alli trasladado e sepultado junto con el cuerpo de su señoría, por que el ayuntamiento que touimos biuiendo e que nuestras animas espero en la misericordia de Dios ternan en el çielo, lo tengan e representen nuestros cuerpos en el suelo.

E quiero e mando que ninguno vista xerga por mí e que en las obsequias que se fezieren por mi, donde mi cuerpo estouiere, las hagan llanamente sin demasias, e que no haya en el vulto gradas ni chapiteles, ni en la iglesia entoldaduras de lutos ni demasia de hachas, saluo solamente treze hachas que ardan de cada parte en tanto que se hiziere el ofiçio diuino e se dixeren las missas e vigilias en los días de las obsequias, e lo

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que se auía de gastar en luto para las obsequias se conuierta e de en vistuario a pobres, e la çera que en ellas se auía de gastar sea para que arda antel sacramento en algunas iglesias pobres, onde a mis testamentarios bien visto fuere.

…ITÉM mando, que ante todas cosas sean pagadas todas las debdas e cargos, así de prestados como de raçiones e quitaçiones e acostamientos e tierras e tenençias e sueldos e casamientos de criados e criadas e descargos de seruiçios e otros qualesquier linages de debdas e cargos e yntereses de qualquier qualidad que sean, que se fallare yo deuer, allende las que dexo pagadas. Las quales mando que mis testamentarios averiguen e paguen e descarguen dentro del año que yo falleçiere, de mis bienes muebles, e si dentro del dicho año no se podieren acabar de pagar e cunplir, que lo cunplan e paguen pasado el dicho año, lo más presto que ser podiere, sobre lo qual les encargo sus consçiençias. E si los dichos bienes muebles para ello no bastaren, mando que las paguen de la renta del reyno e que por ninguna neçesidad que se ofrezca no se dexen de cunplir e pagar el dicho año, por manera que mi ánima sea descargada dellas, e los conçejos e personas a quien se deuieren sean satisfechos e pagados enteramente de todo lo que les fuere deuido. E si las rrentas de aquel año no bastaren para ello, mando que mis testamentarios vendan, de las rrentas del rreyno de Granada, los marauedís de por vida que vieren ser menester para lo acabar todo de cunplir e pagar e descargar. ITÉM mando, que después de cunplidas e pagadas las dichas debdas, se digan por mi ánima, en iglesias e monasterios obseruantes de mis reynos e señorios, veynte mill missas, adonde a los dichos mis testamentarios pareçiere que deuotamente se dirán, e que les sea dado en limosna lo que a los dichos mis testamentarios bien visto fuere. ITÉM mando, que después de pagadas las dichas debdas, se distribuya vn cuento de marauedís para casar donzellas menesterosas. E otro cuento de marauedís para con que puedan entrar en religión algunas donzellas pobres, que en aquél santo estado querrán seruir a Dios. ITÉM mando, que demás e allende de los pobres que se auían de vestir de lo que se aua de gastar en las obsequias, sean vestidos dozientos pobres, porque sean speçiales rogadores a Dios por mí, e el vistuario sea qual mis testamentarios vieren que cunple. ITÉM mando, que dentro del año que yo falleçiere, sean redimidos dozientos captiuos de los neçessitados, de qualesquier que estouieren en poder de ynfieles, porque Nuestro Señor me otorgue jubileo e remissión de todos mis pecados e culpas; la qual redempçión sea fecha por persona digna et fiel, qual mis testamentarios para ello deputaren. ITÉM mando, que se de en limosna para la iglesia catedral de Toledo e para Nuestra Señora de Guadalupe e para las otras mandas pías acostunbradas, lo que bien visto fuere a mis testamentarios.

OTROSÍ, conformándome con lo que deuo e soy obligada de derecho, ordeno e establezco e ynstituyo por mi vniuersal heredera de todos mis regnos e tierras e señoríos e de todos mis bienes rayzes después de mis días, a la illustríssima prinçesa doña Juana, archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña, mi muy cara e muy amada hija primogénita, heredera e sucessora legítima de los dichos mis regnos e tierras e señoríos; la qual luego que Dios me lleuare se yntitule de reyna. E mando a todos los prelados, duques, marqueses, condes, ricos omes, priores de las Órdenes, comendadores,

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subcomendadores e alcaydes de los castillos e casas fuertes e llanas e a los mis adelantados e merinos e a todos los conçejos, alcaldes, alguaziles, regidores, veyntiquatros, caualleros, jurados, escuderos, ofiçiales e omes buenos de todas las çibdades e villas e lugares de los dichos mis reynos e tierras e señoríos, e a todos los otros mis vasallos e súbditos e naturales, de qualquier estado e condiçión e preheminençia e dignidad que sean, e a cada vno e qualquier dellos, por la fidelidad e lealtad e reuerençia e obediencia e subgeçión e vasallaje que me deuen e a que me son astrictos e obligados, como a su reyna e señora natural, e so virtud de los juramentose fidelidades e pleitos e omenajes, que me fezieron altiempo que yo suçedí en los dichos mis regnos e señoríos, que cada e quando pluguiere a Dios de me lleuar desta presente vida, los que allí se hallaren presentes luego, e los absentes, dentro del término que las leyes destos mis reynos disponen en tal caso, ayan e reçiban e tengan a la dicha prinçesa doña Juana, mi hija, por reyna verdadera e señora natural, propietaria de los dichos mis reynos e tierras e señoríos, e alçen pendones por ella, fasiendo la solennidad que en tal caso se requiere e deue e acostunbra faser, e así la nonbren e yntitulen dende en adelante, e le den a presten e exhiban e fagar dar e prestar e exhibir toda la fidelidad e lealtad e obediencia e reuerençia e subgeçión e vasallage, que como sus subidtos e naturales vasallos le deuen e son obligados a le dar e prestar, e al illustríssimo prínçipe don Filipo, mi muy caro e muy amado hijo, como a su marido.

E RUEGO e mando a la dicha prinçesa, mi hija, e al dicho prínçipe, su marido,

que como católicos prínçipes tengan mucho cuidado de las cosas de la honrra de Dios e

de su sancta fe, selando e procurando la guarda e defensión e enxalçamiento della, pues

por ella somos obligados a poner las personas e vidas e lo que touiéremos, cada que

fuere menester, e que sean muy obedientes a los mandamientos de la santa madre

iglesia e protectores e defensores della, como son obligados, e que no çesen de la

conquista de África e de pugnar por la fe contra los ynfieles, e que sienpre fauorezcan

mucho las cosas de la Sancta Ynquisición contra la herética prauidad, e que guarden e

manden e fagan guardar a las iglesias e monasterios e prelados e maestres e Órdenes e

hidalgos, e a todas las çibdades e villas e lugares de los dichos mis reynos, todos sus

preuillegios e franquezas e merçedes e libertades e fueros e buenos vsos e buenas

costunbres que tienen de los reyes passados e de nos, segund que mejor e más

cumplidamente les fueron guardados en los tienpos pasados fasta aquí. E ASÍ

MISMO ruego e mando muy afectuosamente a la dicha prinçesa, mi hija, por que

merezca alcançar la bendiçión de Dios e la del rey su padre e la mía, e al dicho prínçipe,

su marido, que sienpre sean muy obedientes e subjetos al rey mi señor, e que no le

salgan de obediencia e mandado, e lo siruan e traten e acaten con toda reuerençia e

obediençia, dándole e faziéndole dar todo el honor que buenos e obedientes hijos deuen

dar a su buen padre, e sigan sus mandamientos e consejos, como dellos se espera que lo

harán, de manera que para todo lo que a su señoría toca, parezca que yo no hago falta

e que soi biua; porque allende de ser deuido a su señoría este honor e acatamiento, por

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ser padre, que segund el mandamiento de Dios deue ser honrrado e acatado, demás de lo

que se deue a su señoría por las dichas causas, por el bien e prouecho dellos e de los

dichos reynos, deuen obedesçer e seguir sus mandamientos e consejos, porque segund la

mucha experiençia su señoría tiene, ellos e los dichos reynos serán en ello mucho

aprouechados, e tanbién porque es mucha razón que su señoría sea seruido e acatado e

honrrado más que otro padre, así por ser tan exçelente rey e prínçipe e dotado e

ynsignido de tales e tantas virtudes, como por lo mucho que ha fecho e trabajado con su

real persona en cobrar estos dichos mis reynos, que tan enagenados estavan al tienpo

que yo en ellos subçedí, e en obuiar los grande males e daños e guerras que con tantas

turbaçiones e mouimientos en ellos auía, e no con menos afrenta de su real persona en

ganar el reyno de Granada, e echar dél los enemigos de nuestra sancta fe cathólica, que

tantos tiempos auía que lo tenían vsurpado e ocupado, e en reduzir estos reynos a buen

regimiento e gouemaçión e justiçia, segund que oy por la gracia de Dios estan.

OTROSÍ, ruego e encargo a los dichos prínçipe e prinçesa, mis hijos, que así cómmo el

rey mi señor e yo sienpre estouimos en tanto amor e vnión e concordia, así ellos tengan

aquel amor e vnión e conformidad como yo dellos espero. E que miren mucho por la

conseruaçión del patrimonio de la Corona real de los dichos mis reynos, e no den nin

enagenen nin consientan dar ni enagenar cosa alguna dello, e tengan mucho cuidado de

la buena gouernaçion e paz e sosiego dellos, e sean muy begninos e muy humanos a sus

súbditos e naturales, e los traten e fagan tratar bien, e fagan poner mucha diligençia en

laadministraçión de la justiçia a los vecinos e moradores e personas dellos, faziéndola

administrar a todos igualmente, así a los chicos como a los grandes, sin acepçión de

personas, poniendo para ello buenos e sufiçientes ministros. E que tengan mucho

cuidado que las rentas reales, de qualquier qualidad que sean, se cobren e recauden

justamente, sin que mis súbditos e naturales sean fatigados, ni reçiban vexaçiones ni

molestias, e manden a los ofiçiales de la hasienda que tengan mucho cuidado de proueer

cerca dello como conuenga al bien de los dichos mis súbditos, e como sean bien tratados

e guarden e manden e fagan guardar las preeminençias reales, en todo aquello que al

çetro e señorío real pertenesçe, e guarden e fagan así mismo guardar todas las leyes e

premáticas e ordenanças por nos fechas, conçernientes el bien e pro común de los dichos

mis reynos. E manden consumir todos los ofiçios nueuamente acresçentados en los

dichos mis reynos, que segund las leyes por nos fechas en las Cortes de Toledo, se han e

deven consumir, e no consientan ni dén lugar que alguno sea nueuamente acreçentado.

E QUIERO E MANDO, que quando la dicha prinçesa doña Juana, mi muy cara e

muy amada hija, falléciere desta presente vida, suçeda en estos dichos mis reynos e

tierras e señoríos, e los aya e herede el ynfante don Carlos, mi nieto, su hijo legítimo e

del dicho prínçipe don Filipo, su marido, e sea rey e señor dellos, e después de los días

del dicho ynfante, sus desçendientes legítimos e de legítimo matrimonio naçidos,

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suçessiuamente de grado en grado, preferiendo el mayor al menor e los varones a las

mugeres, guardando la ley de la Partida que dispone en la suçessión de los reynos. E si

el dicho, ynfante don Carlos falleçiere sin dexar hijo o hija, o otros desçendientes

legítimas e de legítimo matrimonio nasçidos, quiero e mando que herede los dichos mis

reynos e tierras e señoríos el ynfante don Fernando, mi nieto, hijo legítimo de la dicha

prinçesa, mi hija, e del dicho prínçipe, su marido, e sea rey e señor dellos, e después de

sus días sus deçendientes legítimos e de legítimo matrimonio nasçidos, suçessiuamente

de grado en grado, preferiendo el mayor al menor e los varones a las mugeres e el nieto o

nieta, hijo o hija del hijo o hija mayor, a los otros hijos, hermanos de su padre o madre,

<como dicho es>.

E DEXO por mis testamentarios e executores deste mi testamento e vltima

voluntad al rey mi señor, porque segund el mucho e grande amor que a su señoría tengo

e me tiene, será mejor e más presto executado, e al muy reuerendo yn Christo padre don

fray Françisco Ximénes, arçobispo de Toledo, mi confessor e del mi Consejo, e a

Antonio de Fonseca, mi contador mayor, e a Juan Velázques, contador mayor de la

dicha prinçesa, mi hija, e del mi Consejo, e al reuerendo yn Christo padre don fray

Diego de Deça, obispo de Pallençia, confessor del rey mi señor, e del mi Consejo, e a

Juan López de Leçárraga, mi secretario e contador.

E cunplido este mi testamento e cosas en él contenidas, mando que todos los otros mis bienes muebles que quedaren, se den a iglesias e monasterios, para las cosas neçesarias al culto diuino del Santo Sacramento, así como para la custodia e ornato del sagrario e las otras cosas que a mis testamentarios paresçiere. E así mismo, se den a ospitales e a pobres de mis reynos, e a criados míos, si algunos ouiere pobres, como a mis testamentarios paresçiere. E MANDO a la dicha prinçesa, mi hija, pues a Dios graçias en la suçessión de mis reynos le quedan bienes para la sustentaçión de su estado, que esto se cunpla como yo lo mando.

E MANDO a la sereníssima reyna de Portogal e a la yllustríssima prinçesa de Gales, mis hijas, que sean contentas con las dotes e casamientos que yo les di, acabándose de cunplir, si algo estouiere por cunplir al tiempo de mi fallecimiento, en las quales dichas dotes, si e en quanto neçessario es, las ynstituyó.

ITÉM mando, que luego que mi cuerpo fuere puesto e sepultado en el monasterio de Santa Isabel de la Alhanbra, de la çibdad de Granada, sea luego trasladado por mis testamentarios al dicho monasterio, el cuerpo de la reyna e prinçesa doña Ysabel, mi hija, que aya santa gloria. ITÉM mando, que se haga vna sepultura de alabastro en el monasterio de Santo Thomás, çerca de la çibdad de Áuila, onde esta sepultado el prínçipe don Juan, mi hijo, que aya santa gloria, para su enterramiento, segund bien visto fuere a mis testamentarios.

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E MANDO que este mi testamento original sea puesto en el monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe, para que cada e quando fuere menester verlo originalmente, lo puedan allí fallar, e que antes que alli se lleue, se hagan doss traslados dél, signados de notario publico, en manera que fagan fe, e que el vno dellos se ponga en el monasterio de sancta Isabel, de la Alhambra de Granada, onde mi cuerpo ha de ser sepultado, e el otro en la iglesia cathedral de Toledo, para que alli lo puedan ver todos los que dél se entendieren aprouechar.

E por que esto sea firme e non venga en dubda, otorgué este mi testamento ante Gaspar de Grizio, notario público, mi ecretario, e lo firmé de mi nombre e mandé sellar con mi sello, estando presentes, llamados e rogados por testigos, los que lo sobrescriuieron e çerraron con sus sellos pendientes, los quales me lo vieron firmar de mi nonbre e lo vieron sellar con mi sello; que fue otorgado en la villa de Medina del Canpo, a doze días del mes de otubre año del nasçimiento del Nuestro Saluador Ihesu Christo de mill e quinientos e quatro años.

(Firmado). Yo la Reyna. (Rubricado)

(Sello de placa, mal conservado)

(Signo notarial de Gaspar de Grizio con la leyenda: fiat justicia).

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ÍNDICE

A GUISA DE PRÓLOGO ............................................................................... 2

I. EL TIEMPO DE LAS COPLAS DE MINGO REVULGO ...................... 4

II. EL TIEMPO DE BARBA AZUL ...................................................... 11

III. EL PRIMER ALFONSO XII ........................................................... 18

IV. EL CISMA DE INGLATERRA ........................................................ 26

V. CASTILLA POR DOÑA ISABEL ..................................................... 33

VI. EN EL CERCADO DE LA REINA VIRGEN ...................................... 39

VII. LA PAZ, OBRA DE LA JUSTICIA .................................................. 47

VIII. DOS EPISODIOS CAPITALES ....................................................... 54

IX. UNIDAD DE ESPAÑA ................................................................. 59

X. DOS MANERAS DE MORIR ........................................................ 71

APÉNDICE 1 De la muerte del duque de Northumberland ...................... 79

APÉNDICE 2 Extracto del Testamento de Isabel La Católica .................... 80