El derecho antiguo

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El derecho antiguo, Henry Maine

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“El derecho antiguo” Primera edición

cibernética

Henry Maine

Junio de 2004

Captura y diseño, Chantal López y Omar

Cortés

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Presentación: Chantal López y Omar Cortés.

Introducción: J. H. Morgan.

Prefacio de Henry Maine.

Capítulo I Los códigos antiguos.

Capítulo II Ficciones legales.

Capítulo III Derecho natural y equidad.

Capítulo IV La historia moderna del derecho natural.

Capítulo V La sociedad primitiva y el derecho antiguo.

Capítulo VI La historia temprana de la sucesión testamentaria.

Capítulo VII Ideas antiguas y modernas sobre testamentos y sucesiones.

Capítulo VIII La historia temprana de la propiedad.

Capítulo IX La historia temprana del contrato.

Capítulo X La historia temprana del delito y el crimen.

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PRESENTACIÓN

La obra que aquí presentamos, El derecho antiguo, tiene como atractivo el haber

sido ideada con un preciso objetivo de difusión popular ya que es una

investigación elaborada no para eruditos sobre temas jurídicos sino más bien

para personas interesadas en el tema, logrando que su lectura sea muy ágil.

Ahora bien, por supuesto que el intentar la vulgarización de este tipo de temas

constituye un reto nada fácil de alcanzar al cien por ciento, sin embargo, este

publicista británico lo logra.

Sólo haremos una única observación, más no crítica: cuando Maine aborda el

conjunto de instituciones que dieron solidez y coherencia al derecho romano,

omite advertir al lector que está abordando un periodo histórico que se extendió

por más de mil años, hecho que, sobre todo tratándose de lectores no

necesariamente familiarizados con el desarrollo del derecho romano antiguo,

puede generar confusiones, creando lógicos y entendibles vacíos de

comprensión.

Además, y es sumamente importante tenerlo en cuenta, el ensayo de Maine no

ha de verse como algo acabado, sino más bien como una introducción que invita

al lector interesado a profundizar, por cuenta propia, se entiende, en el o los

temas que más le hayan llamado la atención.

Concebido así, este ensayo adquiere una dimensión sumamente atrayente

porque el cúmulo de información e hipótesis que el autor desarrolla, ofrece un

impresionante número de opciones y caminos que el interesado podrá andar o

desandar por sí mismo.

Para terminar diremos que la captura y el diseño de esta edición virtual nos llevó

un tiempo considerable, pero nos sentimos plenamente satisfechos de haberla

realizado puesto que, y nuevamente lo constatamos en la práctica, son muchas

las cosas que pueden hacerse ajustándose a una disciplina porque, como bien lo

señala un dicho popular, más vale paso que dure que trote que canse.

Chantal López y Omar Cortés

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PREFACIO

El objeto principal de las páginas siguientes es indicar algunas de las ideas

primitivas de la humanidad, tal como se reflejan en el Derecho Antiguo, y

señalar la relación de esas ideas con el pensamiento moderno. Buena

parte de la investigación no hubiera podido ser llevada adelante, en la

esperanza de obtener resultados útiles, si no hubiera existido un cuerpo

legal, como el de los romanos, que guardaba en sus partes más tempranas

las huellas de la más remota antigüedad y proporcionaba, mediante sus

reglas posteriores, el elemento principal de las instituciones civiles por las

que, todavía hoy, es controlada la sociedad. La necesidad de tomar el

Derecho Romano como un sistema típico ha obligado al autor a sacar de

él lo que puede parecer un número desproporcionado de ejemplos; sin

embargo, no ha sido su intención el escribir un tratado de jurisprudencia

romana, y ha tratado de evitar, en la medida de lo posible, toda discusión

que pudiese dar tal apariencia a su trabajo. El espacio otorgado en los

capítulos cuarto y quinto a ciertas teorías filosóficas de los jurisconsultos

romanos ha sido adecuado por dos razones. En primer lugar, tales teorías,

en opinión del autor, parecen haber tenido una influencia más amplia y

permanente sobre el pensamiento y la acción del mundo de la que se

supone. Segundo, se supone que son la fuente última de la mayoría de los

puntos de vista que han prevalecido, hasta fecha reciente, sobre asuntos

tratados en este volumen. Era imposible para el autor ir lejos en su labor sin

dejar clara su opinión acerca del origen, significado y valor de aquellas

especulaciones.

Londres, enero de 1881.

HENRY MAINE

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CAPÍTULO I

Los códigos antiguos

El más célebre sistema de jurisprudencia conocido en el mundo se inicia y

termina en un código. Desde el principio hasta el final de su historia, los

expositores del Derecho Romano emplearon consistentemente un lenguaje que

implicaba que el cuerpo de su sistema descansaba en las Doce Tablas

Decenvirales y, por tanto, sobre la base de un derecho escrito. Excepto en algún

detalle, ninguna institución anterior a las Doce Tablas era reconocida en Roma. La

descendencia teórica de la jurisprudencia romana de un código, y la atribución

teórica del Derecho Inglés a una tradición oral inmemorial, fueron las principales

razones por las que el desarrollo del primer sistema difirió del desarrollo del

nuestro. Ninguna de las dos teorías se corresponde exactamente con los hechos

pero cada una produjo consecuencias de suma importancia.

Huelga decir que la publicación de las Doce Tablas no marca la etapa más

temprana en la que podría iniciarse la historia del derecho. El antiguo código

romano pertenece a un tipo de trabajo legal que casi toda nación civilizada ha

creado. Su difusión en los mundos helénico y romano fue muy amplia y en

épocas no muy distantes entre sí. Los códigos hicieron su aparición en

circunstancias muy similares y surgieron, que nosotros sepamos, por causas muy

semejantes. Sin duda, muchos fenómenos jurídicos se esconden tras esos códigos

y los precedieron en el tiempo. Existen no pocos datos documentales que

pretenden darnos información sobre los antiguos fenómenos del derecho; pero,

hasta que la filología no haya efectuado un análisis de la literatura sánscrita,

nuestras mejores fuentes de conocimiento son los poemas homéricos, tomados,

claro está, no como una historia de acontecimientos reales sino como una

descripción, no totalmente idealizada, de un estado de la sociedad conocido por

el escritor. Por mucho que la fantasía del poeta pueda haber exagerado ciertos

rasgos de la sociedad heroica, la proeza de los guerreros y el poder de los dioses,

no hay razón para creer que haya alterado las concepciones morales o

metafísicas que todavía no eran objeto de observación consciente; y, en ese

sentido, la literatura homérica es bastante más fidedigna que otros documentos

relativamente más tardíos, pero que fueron recopilados bajo influencias filosóficas

o teológicas. Si por algún procedimiento podemos llegar a determinar las

primeras formas de las concepciones jurídicas, éstas nos serán inapreciables. Esas

ideas rudimentarias son para el jurista lo que las capas primarias de la corteza

terrestre son para el geólogo. Contienen, en potencia, todas las formas que el

derecho ha adquirido posteriormente. La condición insatisfactoria en que se

encuentra en la actualidad la ciencia de la jurisprudencia se debe a la prisa, el

prejuicio y la superficialidad con que se ha emprendido el análisis de esas formas

primitivas. Los estudios del jurista se realizan, de hecho, en una forma semejante

al estudio de la física y la fisiología antes de que la observación hubiera sustituido

a la suposición. Teorías, plausibles y comprensivas, pero absolutamente no

comprobadas, tales como el Derecho Natural o el Pacto Social, gozan de una

preferencia universal por encima de la investigación sobria acerca de la historia

primitiva de la sociedad y del derecho y oscurecen la verdad no sólo desviando

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la atención del único lugar donde puede hallarse sino también por medio de esa

tan real e importante influencia que, una vez abrigada y creída, puede ejercer

sobre las etapas posteriores de la jurisprudencia.

Las primeras nociones relacionadas con la concepción, ya tan ampliamente

desarrollada, de un derecho o regla de vida, son las que se encuentran en las

palabras homéricas Temis o Temistes. Como es bien sabido, Temis aparece en el

panteón griego tardío como la diosa de la Justicia; para entonces ésta ya es una

idea moderna y bastante elaborada. En la Ilíada, sin embargo, Temis es descrita,

en un sentido muy diferente, como la consejera de Zeus. Todos los observadores

fidedignos de la condición primitiva de la humanidad tienen muy claro que, en la

infancia de la raza, el hombre solamente se explicaba la acción sostenida o

periódicamente recurrente asumiendo la existencia de un agente personal. Así, el

viento que sopla era una persona y, naturalmente, una persona divina; el sol

naciente, el cenit, y el sol poniente era una persona y, claro está, divina; la tierra

que daba cosechas era igualmente una persona con atributos de dios. Lo que

sucedía en el mundo físico, sucedía en el moral. Cuando un rey saldaba una

disputa por medio de una sentencia, se asumía que el juicio era resultado de la

inspiración divina. El agente divino que sugería las sentencias judiciales a reyes o

a dioses era Temis. La peculiaridad de la concepción es resaltada por el uso del

plural. Temistes o Temises, el plural de Temis, son las sentencias mismas,

ordenadas divinamente al juez. Se habla de los reyes como si tuvieran un

almacén de Temises a la mano para su utilización; pero debe entenderse

claramente que no son leyes, sino sentencias. Zeus, o el rey humano en la tierra,

dice Grote en su Historia de Grecia, no es un legislador, sino un juez. El posee

Temises, pero, consecuentemente con la creencia de su emanación de arriba, no

debe suponerse que éstas se relacionen con ciertos principios; son sentencias

separadas y aisladas.

Podemos observar que estas ideas, incluso en los poemas homéricos, son

transitorias. La paridad de circunstancias, probablemente, era más común en el

sencillo mecanismo de la sociedad antigua que lo es ahora y, a medida que

sucedían casos similares, es probable que las sentencias siguieran el ejemplo y se

parecieran unas a otras. En este punto, nos hallamos frente al germen o rudimento

de una costumbre, concepción posterior a la de Temistes o sentencias. Por muy

inclinados que nos hallemos, a causa de nuestras asociaciones modernas, a

formular a priori que la noción de una costumbre debe preceder a la de una

sentencia judicial, y que un juicio debe reafirmar una costumbre o castigar su

infracción, parece seguro que el orden histórico de las ideas es el que acabo de

señalar. La palabra homérica para una costumbre -todavía en embrión- es a

veces Temis en singular, más a menudo Dike, cuyo significado fluctúa entre un

juicio, y una costumbre o uso. (Palabra en griego que nos resulta imposible

transcribir.Nd.E.), una ley, término tan magno y famoso en el vocabulario político

de Ia posterior sociedad griega, no se encuentra en Homero.

La noción de una agencia divina, implícita en las Temistes y personificada en

Temis, debe mantenerse aparte de otras creencias primitivas con las que un

investigador superficial podría confundirlas. La concepción de la deidad que

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dicta un código completo o cuerpo legal, como en el caso de las leyes hindúes

de Menu, al parecer pertenecen a una gama de ideas más reciente y avanzada.

Temis y Temistes están más cercanas a una creencia que persistió mucho tiempo

y con gran tenacidad en la mente humana: la creencia en una influencia divina

subyacente y sustentante de todas las relaciones humanas y de toda institución

social. En el derecho antiguo, y entre los rudimentos del pensamientos político,

encontramos síntomas de esta creencia por todas partes. Se supone que una

presidencia sobrenatural consagra y aglutina todas las instituciones cardinales de

aquellos tiempos: el Estado, la raza y la familia. Los hombres, agrupados en las

diferentes relaciones que esas instituciones implican, están moralmente obligados

a celebrar de manera periódica ritos colectivos y a ofrecer sacrificios comunes.

De vez en cuando, el mismo deber es todavía más significativamente reconocido

en las purificaciones y expiaciones que realizan y que parecen estar dirigidas a

imponer un castigo por un desacato involuntario o negligente. Todo aquel que

esté familiarizado con la literatura clásica normal recordará la sacra gentilicia,

que ejerció una influencia tan importante sobre el primitivo derecho romano de

adopciones y testamentos. Y, hasta la actualidad, el Derecho Consuetudinario

hindú, en el que se encuentran estereotipados algunos de los rasgos más curiosos

de la sociedad primitiva, hace depender casi todo el derecho de gentes y todas

las reglas de sucesión de la debida solemnización de determinadas ceremonias

en el funeral del difunto, esto es, cada vez que ocurre una escisión en la

continuidad de la familia.

Antes de abandonar esta etapa de la jurisprudencia, puede ser útil el hacer una

advertencia al estudiante inglés. Bentham, en su Fragment on Government, y

Austin, en su Province of Jurisprudence Determined, reducen todo derecho a una

orden del legislador, a una obligación, impuesta, por tanto, al ciudadano, y a una

sanción amenazante en caso de desobediencia; y se afirma además de la orden,

que es el primer elemento en una ley, que debe prescribir no un acto único sino

una serie o varios actos del mismo tipo. Los resultados de esta separación de los

ingredientes concuerdan exactamente con los hechos de la jurisprudencia

madura; y, si forzamos un poco el lenguaje, se pueden hacer corresponder con

toda ley, de todas clases, de todas las épocas. No se mantiene, sin embargo, que

la noción de derecho defendida por la mayoría esté, incluso ahora, en

conformidad con este análisis; y es curioso que, cuanto más penetramos en la

historia primitiva del pensamiento, más lejos nos hallamos de una concepción del

derecho que, de algún modo, se asemeje a la mezcla de elementos que

Bentham determinó. Cierto que, en la infancia de la humanidad, nadie concibió o

imaginó algún tipo de legislatura, ni siquiera un autor claro de derecho. El

derecho apenas había alcanzado la condición de costumbre; era más bien un

hábito. Estaba, para usar una frase francesa, en el aire, La única declaración

autorizada sobre el bien y el mal era una sentencia judicial después de los

hechos, no una que presupusiera una ley que había sido violada, sino una que

era enunciada por primera vez por un poder superior en la mente del juez en el

momento de la adjudicación de la sentencia. Naturalmente es muy difícil para

nosotros comprender un punto de vista tan alejado del nuestro en el tiempo y en

la asociación, pero se hará más creíble cuando tratemos en mayor profundidad

la constitución de la sociedad antigua, en la que cada hombre, viviendo la mayor

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parte de su vida bajo el despotismo patriarcal, se hallaba prácticamente

controlado en todas sus acciones por un régimen, no legal sino producto del

capricho. Permítaseme añadir que un inglés debería estar mejor preparado que

un extranjero para valuar el hecho histórico de que las Temistes precedieron

cualquier concepción legal porque, entre las muchas teorías inconsistentes que

prevalecen sobre el carácter de la jurisprudencia inglesa, la más popular, o, en

todo caso, la que más afecta la práctica, es una teoría que asume que casos

decididos y precedentes existen antes que reglas, principios y distinciones. Debe

tenerse en cuenta que las Temistes tienen asimismo la característica que, en

opinión de Bentham y Austin, distingue las meras órdenes de las leyes. Una

verdadera ley abarca a todos los ciudadanos, independientemente del número

de acciones similares, y éste es exactamente el rasgo del derecho que se ha

grabado más profundamente en la mente popular, haciendo que el término ley

se aplique a meras uniformidades, sucesiones y semejanzas. Una orden prohíbe

solamente un único acto; y es por eso que las órdenes están más cercanas a las

Temistes que las leyes. Son simplemente adjudicaciones sobre estados de hecho

aislados, y no se sigue necesariamente en una secuencia ordenada.

La literatura de la edad heroica nos revela el derecho en germen tras las Temistes,

y un poco más desarrollado en la concepción de Dike. El estadio siguiente en la

historia de la jurisprudencia está profundamente marcado y rodeado de enorme

interés. Grote, en la segunda parte, capitulo segundo, de su Historia, ha descrito

con gran amplitud el modo como la sociedad se revistió gradualmente de un

carácter diferente al descrito por Homero. El parentesco heroico dependía, en

parte, de una prerrogativa otorgada divinamente, y, en parte, de la posesión de

fuerza, valentía y sabiduría eminentísimas. Poco a poco, a medida que se debilitó

la creencia en el carácter sagrado del monarca, y aparecieron individuos débiles

en la serie de reyes hereditarios, el poder real decayó y, finalmente, dejó paso al

dominio de las aristocracias. Si lenguaje tan preciso puede ser usado para

referirse a una revolución, podemos afirmar que el oficio del rey fue usurpado por

el consejo de jefes al que Homero alude y describe repetidamente. En cualquier

caso, de una época de gobierno real se llega en toda Europa a una era de

oligarquías; y aun cuando el nombre de las funciones monárquicas no

desaparece del todo, la autoridad del rey se reduce a una mera sombra. Se

vuelve un simple general hereditario, como Lacedemón; un mero funcionario,

como el rey Arconte de Atenas o un simple hierofante aparente; como el Rex

Sacrificulus en Roma. En Grecia, Italia y Asia Menor, las clases dominantes

parecen haber consistido universalmente en un cierto número de familias unidas

por una supuesta relación consanguínea, y, aunque todas parecen haber

reclamado un carácter cuasi-sagrado, su fuerza al parecer no se asentaba en su

pretendida santidad. A menos que fueran derrocados prematuramente por el

partido popular, todos se acercaron mucho, al fin, a lo que hoy en día

conoceríamos como aristocracia política. Los cambios que sufrió la sociedad en

las comunidades más lejanas de Asia ocurrieron en periodos muy anteriores a

estas revoluciones del mundo italiano y helénico; sin embargo, su lugar relativo en

la civilización parece haber sido el mismo y parecen haber tenido un carácter

extremadamente similar. Hay ciertas pruebas de que tanto las razas que fueron

unidas posteriormente bajo la monarquia persa, como las que poblaron la

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peninsula indostana, tuvieron su edad heroica y su era de las aristocracias, a

pesar de que allí parece haberse desarrollado una oligarquía militar y otra

religiosa por separado, y la autoridad del rey en general nunca fue reemplazada.

A diferencia, también, del curso de los acontecimientos en Occidente, el

elemento religioso tendía a llevar ventaja al militar y al político. Las aristocracias

militares y civiles desaparecieron, aniquiladas o aplastadas hasta la

insignificancia entre los reyes y el orden sacerdotal. El resultado último al que se

llegó fue un monarca que gozaba de enorme poder, pero circunscrito por los

privilegios de una casta sacerdotal. Teniendo en cuenta esas diferencias -en

Oriente las aristocracias devinieron religiosas y en Occidente civiles o políticas-

podemos considerar verdadera (si no aplicable a toda la humanidad, sí a todas

las ramas de la familia indoeuropea) la proposición de que una era histórica de

aristocracias sucedió a una era histórica de reyes heroicos.

El punto importante para el jurista es que estas aristocracias eran universalmente

las depositarias y administradoras de la ley. Estas aristocracias suplantaron las

prerrogativas del rey, con la importante diferencia, no obstante, de que -al

parecer- no alegaban una inspiración divina para cada sentencia. La relación de

ideas que hacía que los juicios del jefe patriarcal fueran atribuidos a una orden

sobrehumana todavía aparecía aquí y allá en la pretensión del origen divino de

un cuerpo entero o parcial de leyes; pero el progreso del pensamiento ya no

permitía que la solución de disputas particulares fuera explicada en términos de

una interposición extra-humana. Ahora la oligarquía jurIsta reclamaba el

monopolio del conocimiento de las leyes, la posesión exclusiva de los principios

que saldaban disputas. Hemos llegado, de hecho, a la época del Derecho

Consuetudinario. Las costumbres u observancias existían ahora como una

totalidad explícita y se suponía que el orden aristocrático o casta superior las

conocía. Nuestras autoridades no nos dejan lugar a dudas de que la oligarquía, a

veces, abusó de la confianza depositada en ella; pero aun así las costumbres no

deben considerarse como mera usurpación o instrumento de tiranía. Antes de la

invención de la escritura y durante la infancia del arte, la aristocracia, investida

con privilegios judiciales, constituía la única instancia que podía conservar, en

cierto modo, las costumbres de la raza o tribu. La autenticidad del patrimonio

jurídico, en lo que era posible, estaba asegurada gracias al recuerdo de una

porción limitada de la comunidad.

La época del Derecho Consuetudinario y de su custodia por un orden o estrato

privilegiado es notable. Su concepción de la jurisprudencia ha dejado huellas

que todavía pueden detectarse en la fraseología !egal y popular. La ley,

conocida exclusivamente por una minoría provilegiada, ya sea una casta, una

aristocracia, una trIbu sacerdotal, o un colegio sacerdotal, es un verdadero

derecho consuetudinario. A excepción de éste, no existe en el mundo un derecho

no escrito. Se habla a veces del Derecho Inglés como un derecho no escrito, y

existen algunos teóricos ingleses que aseguran que si se preparase un código de

jurisprudencia inglesa, se estaría convirtiendo un derecho no escrito en un

derecho escrito -conversión que, insisten ellos, si no implica una política dudosa,

sí al menos es de una enorme seriedad-. Ahora bien, es muy cierto que hubo un

periodo durante el cual el derecho consuetudinario inglés podía razonablemente

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haberse denominado no escrito. Los jueces ingleses de más edad conocían

realmente reglas, principios y distinciones que no eran reveladas en su totalidad a

la abogacía y al público profano. Es muy cuestionable el que todas las leyes que

decían monopolizar fueran realmente no escritas; pero, en cualquier caso, si

asumimos que existió una gran cantidad de reglas conocidas exclusivamente por

los jueces, éstas tarde o temprano dejaron de ser derecho no escrito. Tan pronto

como los tribunales de Westminster Hall comenzaron a basar sus juicios sobre

casos registrados, ya fuera en los anuarios o en otra parte, la ley que

administraban devino derecho escrito. En la actualidad, una regla del derecho

inglés tiene que ser primero desenmarañada de los datos registrados de

precedentes sentenciados impresos, luego puesta en palabras que varían según

el gusto, precisión y conocimiento del juez en particular, y, finalmente, aplicada a

las circunstancias del caso para adjudicación. Pero en ningún momento de este

proceso tiene característica alguna que la distinga del derecho escrito. Es

derecho casuístico escrito y sólo diferente del derecho de código porque está

redactado de manera distinta.

Del periodo de Derecho Consuetudinario pasamos a otra época claramente

definida de la historia de la jurisprudencia. Llegamos a la era de los códigos:

aquellos códigos antiguos cuya muestra más famosa son las Doce Tablas de

Roma. En Grecia, en Italia, en el litoral helenizado de Asia Occidental, estos

códigos hicieron en todas partes su aparición en periodos semejantes; quiero

decir, no en periodos simultáneos en el tiempo, sino similares desde el punto de

vista del progreso relativo de cada comunidad. Por todas partes, en los países

que he mencionado, las leyes talladas en planchas y dadas a conocer al pueblo

sustituyen las usanzas depositadas en el recuerdo de una oligarquía privilegiada.

No debe suponerse ni por un momento que las refinadas consideraciones que se

alegan ahora en favor de lo que se denomina codificación tuvieron algo que ver

con el cambio descrito. Los antiguos códigos, sin duda, fueron originalmente

sugeridos por el descubrimiento y difusión del arte de la escritura. Cierto que las

aristocracias parecen haber abusado de su monopolio del conocimiento legal; y,

en cualquier caso, su exclusiva posesión de la ley era un impedimento formidable

para el éxito de los movimientos populares que comenzaron a ser universales en

el mundo occidental. Sin embargo, aunque el sentimiento democrático puede

haberse añadido a su popularidad, los códigos ciertamente eran, sobre todo,

resultado directo de la invención de la escritura. Las tablas inscritas se

consideraron mejores depositarias de la ley que la memoria de un cierto número

de personas, por muy fortalecida que estuviera por el ejercicio habitual.

El código romano pertenece al tipo de códigos que acabo de describir. Su valor

no consistía en su acercamiento a clasificaciones simétricas, o a la concisión y

claridad de expresión, sino en su publicidad y en el conocimiento que

proporcionaban a cada uno sobre lo que debía hacer y no hacer. Es realmente

cierto que las Doce Tablas de Roma muestran algunos indicios de un orden

sistemático, pero esto es tal vez explicable porque los que elaboraron ese cuerpo

legal tuvieron ayuda de los griegos, quienes habían tenido experiencia en el arte

de legislar. Los fragmentos del Código Atico de Solón muestran, no obstante, que

tenían muy poco orden y probablemente las leyes de Dracón tenían todavía

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menos. Quedan bastantes restos de estas colecciones, en Oriente y Occidente,

que prueban cómo mezclaban ordenanzas religiosas, civiles, y simplemente

morales, sin miramientos por las diferencias en su carácter esencial; y esto es

consistente con todo lo que -de otras fuentes- sabemos del pensamiento antiguo:

la separación de ley y moralidad, y de religión y ley, pertenecen claramente a

etapas posteriores del progreso mental.

Sin embargo, cualesquiera que sean las particularidades de estos códigos para

una mente moderna, su importancia para las sociedades antiguas es indecible.

La cuestión -y era algo que afectaba todo el futuro de cada comunidad- no era

tanto si debería haber un código, pues la mayoría de las sociedades antiguas

parecen haberlos conseguido más pronto o más tarde, y, si no hubiera sido por la

gran interrupción en la historia de la Jurisprudencia creada por el feudalismo, es

probable que todo el derecho moderno pudiera ser atribuible a una o más de

estas fuentes. Más bien, el punto sobre el que giraba la historia de la raza puede

expresarse en la siguiente pregunta: ¿en qué periodo, en qué etapa de su

progreso social, deberían poner sus leyes por escrito? En el mundo occidental el

elemento plebeyo o popular de cada estado asaltó con éxito el monopolio

oligárquico, y se consiguió un código, casi en todas partes, muy pronto en la

historia de la nación. Pero en Oriente, como ya he señalado, las aristocracias

gobernantes tendían a hacerse religiosas más que militares o politicas y, por

tanto, ganaron más que perdieron poder. En algunos casos, la conformación física

de los países asiáticos tuvo el efecto de hacer las comunidades individuales más

grandes y numerosas que en Occidente, y es una ley social conocida aquello de

que cuanto más grande el espacio sobre el que se difunde un conjunto particular

de instituciones, mayor su tenacidad y vitalidad. Cualquiera que haya sido la

causa, el hecho es que los códigos de las sociedades orientales son más tardíos

que los occidentales y adoptaron un carácter muy diferente. Las oligarquías

religiosas de Asia, ya fuera para su propio gobierno, para el alivio de su memoria,

o para la enseñanza de sus discípulos, parece que, en todos los casos,

incorporaron finalmente su conocimiento legal en un código. Sin embargo, la

oportunidad de aumentar y consolidar su influencia fue probablemente

demasiado tentadora para resistir. Su monopolio completo del conocimiento legal

parece haberles permitido desechar las compilaciones mundiales, no tanto las

reglas observadas de hecho cuanto las reglas que el orden sacerdotal

consideraba que debían observarse. El código hindú, llamado Leyes de Menu,

que ciertamente es una recopilación bracmánica, sin duda consagra muchas

observancias genuinas de la raza hindú, pero los mejores orientalistas

contemporáneos opinan que, en conjunto, no representan una serie de reglas

que de hecho hayan sido administradas en lndostán. Es, en gran parte, un retrato

ideal de lo que, desde el punto de vista de los bracmines, debería ser la ley. Es

consistente con la naturaleza humana y con los motivos especiales de sus autores

pretender que un código como el de Menu pertenezca a la más remota

antigüedad y sostener, al mismo tiempo, que emanó en su totalidad de la Deidad.

Menu, según la mitología hindú, es una emanación del Dios supremo; sin

embargo, la recopilación que lleva su nombre, aunque su fecha exacta no es

fácil de precisar, es de producción reciente en términos del progreso relativo de

la jurisprudencia hindú.

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Entre las ventajas principales que las Doce Tablas y códigos similares confirieron a

las sociedades que los tuvieron, estaba la protección que otorgaban contra los

fraudes de la oligarquía privilegiada y también contra la depravación y

envilecimiento espontáneos de las instituciones nacionales. El Código Romano

era simplemente un manifiesto en palabras de las costumbres existentes entre el

pueblo romano. Con relación al progreso de los romanos en civilización, era un

código notablemente anticipado a su tiempo y fue publicado en una época en

que la sociedad romana apenas había salido de esa condición intelectual en que

la obligación civil y el deber religioso se confunden inevitablemente. Ahora bien,

una sociedad bárbara que practica un conjunto de costumbres, está expuesta a

algunos peligros especiales que pueden resultar absolutamente fatales para su

progreso civilizador. Las usanzas que una comunidad particular ha adoptado en

su infancia y en su situación primitiva son generalmente aquellas más adecuadas

para desarrollar su bienestar físico y moral, y, si se retienen en su integridad hasta

que nuevas necesidades sociales han enseñado nuevas prácticas, la marcha

ascendente de la sociedad, está casi asegurada. Pero desgraciadamente hay

una ley del desarrollo que siempre amenaza con producir efectos sobre la usanza

no escrita. Las costumbres son naturalmente obedecidas por multitudes que son

incapaces de entender el verdadero fundamento de su utilidad y que, por tanto,

inventan inexorablemente razones supersticiosas para su permanencia. Comienza

entonces un proceso que puede ser brevemente descrito diciendo que el uso que

es razonable genera usos que son irrazonables. La analogía, el más valioso de los

instrumentos en la madurez de la jurisprudencia, es la más peligrosa de las

trampas en su infancia. Prohibiciones y ordenanzas, limitadas originalmente por

buenas razones a una sencilla descripción de los hechos, se aplican a todos los

hechos de la misma clase, porque un hombre amenazado con la ira de los dioses

por hacer una cosa, siente un terror natural de hacer cualquier otra que

remotamente se le parezca. Después que una clase de comida ha sido prohibida

por razones sanitarias, la prohibición se extiende a toda comida que se le

parezca, aunque el parecido, ocasionalmente, depende de analogías totalmente

fantásticas. Así, una medida prudente para asegurar la limpieza general dicta con

el tiempo largas rutinas de ablución ceremonial, y la división en clases que, en

una crisis particular de la historia social, es necesaria para el mantenimiento de la

existencia nacional degenera en la más desastrosa y esterilizante de las

instituciones humanas: el sistema de castas. El destino de la ley hindú es, de

hecho, la medida del valor del código romano. La etnología nos muestra que los

romanos y los hindúes provenían del mismo tronco original, y hay un notable

parecido entre las que al parecer fueron sus costumbres originales. Aún hoy en

día, la jurisprudencia hindú conserva un sustrato de presciencia y juicio sereno,

pero la imitación irracional le ha injertado un inmenso aparato de crueldades

absurdas. El código protegió a los romanos de estas aberraciones. Fue recopilado

cuando el uso estaba todavía sano; cien años más tarde pudiera haber sido

demasiado tarde. El derecho hindú ha estado en gran parte sintetizado por

escrito, pero, en cierto modo, aunque los compendios que todavía existen en

sánscrito son antiguos, contienen pruebas suficientes de que fueron redactados

ya que el daño había sido hecho. Naturalmente que no estamos autorizados a

afirmar que si las Doce Tablas no hubieran sido publicadas los romanos habrían

estado condenados a una civilización tan débil y corrupta como la de los hindús,

Page 13: El derecho antiguo

13

pero una cosa, al menos, es cierta: con su código estuvieron exentos de la

posibilidad misma de tan aciago destino.

CAPÍTULO II

Ficciones legales

Una vez que el derecho primitivo ha sido englobado en un código, se pone fin a

lo que podría denominarse su desarrollo espontáneo. En adelante, los cambios

que se efectúen en él, si es que se efectúan, son realizados deliberadamente y

desde fuera. Es imposible suponer que las costumbres de cualquier raza o tribu

permanecieron inalteradas durante todo el largo intervalo -en algunos casos

inmenso- entre su declaración por un monarca patriarcal y su publicación escrita.

Sería también aventurado afirmar que ninguna parte de la alteración fue

efectuada deliberadamente. Pero lo poco que sabemos sobre el progreso del

derecho durante este periodo justifica nuestra suposición de que el propósito

deliberado tuvo muy poco que ver en la realización del cambio. Tales

innovaciones sobre los usos más antiguos, tal como se presentan, fueron

aparentemente dictadas por sentimientos y modos de pensar que, en nuestras

condiciones mentales actuales, somos incapaces de comprender. Una nueva era

comienza, de cualquier modo, con los códigos. Después de esta época, a

dondequiera que remontemos el curso de la modificación legal podemos

atribuirlo al deseo consciente de mejorar o, en cualquier caso, de lograr

propósitos que no fueran los deseados en los tiempos primitivos.

A primera vista puede parecer que no es posible sacar ninguna proposición

general, digna de crédito, de la historia de los sistemas legales subsiguientes a los

códigos. El campo es demasiado vasto. No podemos estar seguros de haber

incluido un número suficiente de observaciones, o de haber entendido

correctamente las que observamos. Pero la empresa será considerada más

factible si tenemos en cuenta que después de la época de los códigos comienza

a hacerse sentir la distinción entre sociedades estacionarias y progresivas. Nos

interesan solamente las progresivas y es notable su extremada escasez. A pesar

de las pruebas abrumadoras, es difícil para un ciudadano de Europa Occidental

convencerse total e indisputablemente de que la civilización que le rodea es una

rara excepción en la historia del mundo. El tenor del pensamiento común entre

nosotros, todas nuestras esperanzas, temores y especulaciones, se vería

materialmente afectado, si tuviéramos vívidamente ante nosotros la relación de

las razas progresivas con la totalidad de la vida humana. Es indisputable que la

mayor parte de la humanidad nunca ha mostrado el menor deseo de que sus

instituciones civiles mejoren, ni siquiera a partir del momento en que les fue dada

una forma tangible mediante su incorporación en un registro permanente. De vez

en cuando un conjunto de usos ha sido violentamente destruido y reemplazado

Page 14: El derecho antiguo

14

por otro. Aquí y allá, un código primitivo, que pretende poseer un origen

sobrenatural, ha sido muy ampliado y distorsionado en las formas más

sorprendentes, a causa de la contumacia de los comentaristas sacerdotales.

Pero, excepto en una pequeña sección del mundo, no ha existido nada

semejante a una mejoría gradual del sistema legal. Ha habido civilización

material, pero, en lugar de que la civilización promoviera el derecho, el derecho

ha limitado la civilización. El estudio de las razas en su condición primitiva nos

proporciona algunas claves sobre el punto en que se detuvo el desarrollo de

ciertas sociedades. Podemos observar que la India bracmánica no ha ido más

allá de una etapa que ocurre en la historia de toda la familia humana: la etapa en

la que una regla legal no se diferencia de una regla religiosa. Los miembros de

esa sociedad consideran que el quebrantamiento de una regla religiosa debe ser

castigado con penas civiles, y que la violación de un deber cívico expone al

delincuente al castigo divino. En China, este punto ha sido superado; sin

embargo, el progreso parece haberse detenido ahí, porque las leyes civiles son

coextensivas con todas las ideas de que es capaz la raza. La diferencia entre

sociedades estacionarias y progresivas es, no obstante, uno de los grandes

secretos que la investigación está todavía por desentrañar. Entre las

explicaciones parciales, me aventuro a adelantar las consideraciones hechas al

final del capítulo anterior. Habría que añadir que nadie logrará una buena

investigación si no tiene muy claro que la condición estacionaria de la raza

humana es la regla, la progresiva es la excepción. Y otra condición indispensable

para tener éxito es un conocimiento exacto del Derecho Romano en todas sus

etapas principales. La jurisprudencia romana perduró más tiempo que ningún otro

conjunto de instituciones humanas. El carácter de todos los cambios que sufrió

está bastante bien estudiado. Desde el principio al final, fue progresivamente

modificado hacia condiciones mejores, o hacia lo que los autores de las

modificaciones creían mejor, y el curso del mejoramiento continuó durante

periodos en los que el resto de la actividad y pensamiento humano disminuyó

materialmente su paso, y, repetidamente, amenazó con estancarse.

Me limito en lo que sigue a las sociedades progresivas. Con respecto a ellas

puede decirse que las necesidades sociales y la opinión social siempre van más

o menos delante de la ley. Constantemente nos hallamos a punto de salvar esa

diferencia, pero la tendencia es volverse a abrir. La ley es estable, las sociedades

de las que hablamos son dinámicas. La mayor o menor felicidad de un pueblo

depende del grado de prontitud con el que ese vacío se cubra.

Puede establecerse una proposición general de cierto valor respecto de los

instrumentos mediante los cuales la ley se armoniza con la sociedad. Estas

mediaciones parecen ser básicamente tres: ficción legal, equidad y legislación.

Su orden histórico es el citado. A veces dos de ellas operarán juntas, y existen

sistemas legales que han escapado a la influencia de una u otra. Pero no

conozco ejemplo alguno en el que el orden de su aparición haya sido cambiado

o invertido. La historia temprana de una de ellas, la equidad, es universalmente

oscura, de ahí que pudiera creerse que ciertos estatutos aislados, correctivos del

derecho civil, son más antiguos que cualquier jurisdicción equitativa. Mi opinión

es que la equidad reparadora es, en todas partes, más antigua que la legislación

Page 15: El derecho antiguo

15

reparadora; pero, en caso de que lo anterior no fuera absolutamente correcto,

solamente sería necesario limitar la proposición respetando su orden de sucesión

a los periodos en que ejercen una influencia prolongada y sustancial en la

transformación de la ley original.

Utilizo la palabra ficción en un sentido considerablemente más amplio del que los

abogados ingleses están acostumbrados, y con un significado más general que el

correspondiente a las fictiones romanas. Fictio, en el antiguo derecho romano, es

propiamente un término de alegación y significa una aseveración falsa por parte

del demandante que al reo no le era permitido negar; por ejemplo, la

aseveración de que el demandante era un ciudadano romano, cuando en

realidad era extranjero. El objeto de estas fictiones era, naturalmente, otorgar

jurisdicción y, por tanto, se parecían mucho a los alegatos de las ejecutorias del

Tribunal Superior de Justicia inglés, y del Tribunal de Hacienda, mediante las

cuales esos tribunales se las ingeniaron para usurpar la jurisdicción de los

Tribunales de Primera Instancia; el alegato decía que el reo estaba a recaudo de

la policía real o que el demandante era deudor del rey y no podía pagar sus

deudas por culpa del acusado. Pero aquí empleo la expresión ficción legal para

significar cualquier asunción que encubre o finge encubrir una regla que ha

sufrido alteración, permaneciendo su letra igual y modificando su funcionamiento.

Las palabras, por tanto, incluyen los casos de ficciones que he citado del Derecho

Inglés y Romano, pero abarcan mucho más, pues se deberían citar el derecho

casuístico inglés y la Responsa Prudentum romana como ejemplos de leyes que

se basan en ficciones. Estos ejemplos se van a examinar en un momento. El

hecho es que, en ambos casos, la ley ha sido cambiada totalmente; la ficción es

que continúa siendo lo que siempre fue. No es difícil comprender por qué las

ficciones en todas sus formas son particularmente afines a la infancia de la

sociedad. Satisfacen el deseo de mejorar -que nunca falta-, al mismo tiempo que

no ofenden el temor supersticioso que el cambio implica. En una etapa particular

del progreso social constituyen medios indispensables para superar la rigidez de

la ley y, realmente, sin una de ellas, la ficción de adopción, que permite crear

artificialmente vínculos familiares, es difícil comprender cómo la sociedad podía

haber salido de los pañales y dar los primeros pasos hacia la civilización. Por esta

razón, no debemos hacer caso a la ridiculización que hace Bentham de las

ficciones legales cada vez que se topa con una. Denigrarlas como algo

meramente fraudulento es admitir la ignorancia de su papel singular en el

desarrollo del derecho. Pero, al mismo tiempo, sería igualmente disparatado

convenir con esos teóricos, quienes, percibiendo que las ficciones han tenido sus

ventajas, proponen que deberían estereotiparse en nuestro sistema. Tuvieron su

día, pero hace mucho que pasó. Es indigno de nosotros lograr un propósito,

obviamente benéfico, por medio de un mecanismo tan tosco como una ficción

legal. No admito que cualquier anomalía sea inocente. Esto volvería la Iey más

difícil de comprender y más arduo el ordenarla armónicamente. Ahora bien, las

ficciones legales son los mayores obstáculos para hacer una clasificación

simétrica. El dominio de la ley permanece pegado al sistema pero es una mera

cáscara. Hace mucho que fue socavada y una nueva regla se esconde bajo su

cubierta. De ahí que, de inmediato, se presente una dificultad para saber si la

regla que es de hecho operativa debería ser clasificada en su lugar verdadero o

Page 16: El derecho antiguo

16

en el aparente, y diferentes mentalidades no estarán de acuerdo sobre la

alternativa a seguir. Si el derecho ínglés va a tener algún día una distribución

ordenada, será necesario podar las ficciones legales que, a pesar de alguna

mejoría legislativa reciente, todavía abundan.

La siguiente mediación por la que se lleva a cabo la adaptación de la ley a las

necesidades sociales la denomino equidad. Entiendo por esa palabra cualquier

conjunto de reglas existentes al lado del derecho civil original, fundadas en

principios claros y que pretenden incidentalmente reemplazar el derecho civil en

virtud de una santidad superior inherente a esos principios. La equidad, ya sea de

los pretores romanos o de los magistrados ingleses, se diferencia de las ficciones -

en los dos casos la precedieron- en que la interferencia con la ley es abierta y

reconocida. Por otra parte, se diferencia de la legislación, agente de la mejora

legal que le sigue, en que su autoridad se basa, no en la prerrogativa de

cualquier persona o cuerpo externo, tampoco en la del magistrado que la

enuncia, sino en la naturaleza especial de sus principios a los que toda ley debe

ceñirse. La misma idea de un conjunto de principios, investidos de una mayor

santidad que el derecho original y exigiendo su aplicación, independientemente

del consentimiento de cualquier cuerpo externo, pertenece a una etapa del

pensamiento mucho más avanzada que el de las ficciones legales.

La legislación es la última de las mediaciones perfeccionadoras, ya sea que las

promulgue un príncipe autocrático o una asamblea parlamentaria, supuestos

órganos de toda la sociedad. Se diferencia de las ficciones legales, al igual que

la equidad se distingue de ellas, y también se distingue de la equidad, por derivar

su autoridad de un cuerpo o persona externa. Su fuerza obligatoria es

independiente de sus principios. La legislatura, independientemente de las

restricciones que le imponga la opinión pública, está facultada en teoría para

imponer las obligaciones que quiera sobre los miembros de la comunidad. Nada

hay que le impIda legislar a su capricho. La legislación puede estar dictada por la

equidad, si esta última se usa para discernir ciertas pautas sobre el bien y el mal a

las que se ajustan sus promulgaciones; pero, en tal caso, estas promulgaciones

quedan sujetas, para tener fuerza obligatoria, a la autoridad de la legislatura, y no

a la de los principios en que se basó la legislatura; por esta razón, se diferencian

de los principios de equidad, en el sentido técnico de la palabra, en que alegan

una santidad suprema que los autoriza de inmediato al reconocimiento de los

tribunales aun sin el acuerdo de un príncipe o asamblea parlamentaria. Es más

necesario anotar estas diferencias, porque un discípulo de Bentham podría

confundir ficciones, equidad y derecho escrito bajo el mismo encabezado de

legislación. Bentham diría que equidad, ficciones y derecho escrito generan

leyes, y se diferencian entre sí solamente respecto del mecanismo que produce la

nueva ley. Eso es totalmente cierto y no debe olvidarse; pero no da ninguna razón

por la que debamos privarnos de un término tan conveniente como legislación en

el sentido especial de la palabra. Legislación y equidad se hallan separadas en la

mente popular y en la mente de la mayoría de los abogados, y de nada valdrá

desatender la distinción entre ellas, por muy convencional que sea, cuando se

siguen de ella consecuencias prácticas importantes.

Page 17: El derecho antiguo

17

Sería fácil seleccionar de entre casi cualquier cuerpo legal medianamente

desarrollado ejemplos de ficciones legales, que inmediatamente descubren su

verdadero carácter al observador moderno. En los dos ejemplos que voy a

examinar, la naturaleza del instrumento utilizado no es fácilmente detectable. Los

primeros autores de estas ficciones tal vez no pretendían innovar, ciertamente, no

deseaban ser sospechosos de innovación. Hay, además, y siempre ha habido,

personas que se niegan a ver cualquier ficción en el proceso, y el lenguaje

convencional confirma su negativa. El que existan estas personas es el mejor

ejemplo para ilustrar la amplia difusión de las ficciones legales y la eficiencia con

la que realizan su doble papel: transformar un sistema legal y ocultar la

transformación.

En Inglaterra, estamos acostumbrados a la ampliación, modificación y mejora de

la ley por medio de un mecanismo que, en teoría, es incapaz de alterar ni una

letra o una línea de la jurisprudencia existente. El proceso por el que se efectúa

esta virtual legislación no es tanto imperceptible cuanto no reconocida.

Habitualmente, utilizamos un doble lenguaje y conservamos aparentemente una

doble e inconsistente serie de ideas respecto a una buena parte de nuestro

sistema legal, que se halla guardado cual reliquia en casos y archivada en

informes legales. Cuando unos hechos llegan ante un tribunal inglés para

adjudicación, todo el curso del debate entre juez y abogado defensor asume que

ninguna cuestión que requiera la aplicación de principios que no sean los ya

establecidos o ninguna distinción que no haya sido anteriormente permitida va a

plantearse o puede ser planteada. Se da absolutamente por sentado que hay en

alguna parte una regla legal conocida que cubrirá los hechos de la disputa en

litigio, y que, si tal regla no es descubierta, es sólo porque se carece de

paciencia, conocimiento o agudeza para detectarla. Sin embargo, desde el

momento en que se dictó sentencia y se presentó un informe, nos deslizamos

inconsciente e inconfesadamente hacia un nuevo lenguaje y una nueva manera

de pensar. Admitimos ahora que la nueva decisión ha modificado la ley. Las

reglas aplicadas se han vuelto, para usar la expresión muy inexacta empleada a

veces, más flexibles. De hecho, han sido cambiadas. Se ha hecho una clara

adición a los precedentes, y el canon legal sacado de la comparación de éstos

no es el mismo que obtendríamos si la serie de casos se hubiera cortado por el

mismo patrón. Se nos escapa el hecho de que la vieja regla haya sido revocada

y reemplazada por una nueva, porque no estamos habituados a poner en

lenguaje preciso las fórmulas legales que derivamos de los precedentes, de tal

modo que un cambio de contenido no es fácilmente detectado al menos que sea

notorio y violento. No me detendré aquí a considerar en detalle las causas que

han llevado a los abogados ingleses a consentir tales anomalías. Probablemente

se descubrirá que, al principio, se aceptaba ciegamente que en alguna parte, in

nubibus o in gremio magistratum, existía un cuerpo legal inglés completo,

coherente, simétrico, de una amplitud suficiente para suministrar principios

aplicables a cualquier combinación posible de circunstancias. Primero se creyó

en esta teoría con más firmeza que ahora y, realmente, entonces tenía más

fundamento. Los jueces del siglo XIII, tal vez, disponían de una mina de leyes

desconocidas por la abogacía y el público profano, pues se sospecha con razón

de que, en secreto, tomaban con gran libertad, aunque no siempre con

Page 18: El derecho antiguo

18

prudencia, ideas de los compendios ordinarios del Derecho Romano y Canónico.

Pero aquel almacén se cerró tan pronto como los puntos decididos en

Westminster Hall devinieron lo bastante numerosos como para sentar las bases de

un sistema duradero de jurisprudencia. Ahora bien, durante siglos, los que ejercen

la ley inglesa se han expresado de tal modo que dan a entender la paradójica

proposición de que, a excepción de la equidad y el derecho escrito, nada ha

sido añadido a los principios fundamentales desde que fueron constituidos. No

admitimos que nuestros tribunales legislan; queremos decir que nunca han

legislado; y, sin embargo, mantenemos que el derecho consuetudinario inglés,

con cierta ayuda del Tribunal de Chancillería y del Parlamento son coextensivas

con los complicados intereses de la sociedad moderna.

Un cuerpo legal con una semejanza muy estrecha y reveladora a nuestro

derecho casuístico en esos detalles que he mencionado, era conocido por los

romanos con el nombre de Responsa Prudentum, las respuestas de los versados

en la ley. La forma de estas Respuestas variaron mucho en los diferentes periodos

de la jurisprudencia romana; pero, a lo largo de su curso, consistieron en glosas

explicativas de documentos escritos autorizados y, al principio, eran

exclusivamente colecciones de opiniones interpretativas de las Doce Tablas. Al

igual que entre nosotros, todo el lenguaje legal se ajustó a la suposición de que el

texto del viejo código permanecía inalterado. Existía la regla especial. Dejaba a

un lado todas las glosas y comentarios y nadie admitía abiertamente que

cualquier interpretación, por eminente que fuese el intérprete, estuviese libre de

revisión de los venerables textos. Sin embargo, de hecho, los Libros de Respuestas

que llevan los nombres de eminentes jurisconsultos alcanzaron al menos tanta

autoridad como la de nuestros casos registrados, y constantemente modificaron,

extendieron, limitaron, o prácticamente denegaron las estipulaciones del derecho

decenviral. Los autores de la nueva jurisprudencia, durante toda la etapa de

formación de ésta, profesaron el más diligente respeto por la letra del código.

Ellos se limitaban a explicarlo, a descifrarlo, a extraerle todo su significado; pero,

luego, como resultado, al juntar los textos, al ajustar la ley a los estados de hecho

que se le presentaban, y al especular sobre las posibles aplicaciones a otros

casos que podrían ocurrir, al introducir principios de interpretación derivados de

la exégesis de otros documentos escritos que cayeron bajo su observación,

sacaron a la luz una gran variedad de cánones en los que nunca soñaron los

recopiladores de las Doce Tablas y que, en realidad, nunca o casi nunca se

encuentran en éstas. Todos los tratados de los jurisconsultos demandaban respeto

en base a su pretendida conformidad con el código, pero su relativa autoridad

dependía de la reputación de los jurisconsultos individuales que los dieran a

conocer. Un nombre, universalmente conocido, investía a un Libro de Respuestas

con una fuerza obligatoria apenas menor que la detentada por las

promulgaciones de la legislatura; y tal libro constituia, a su vez, una base para

otro cuerpo de jurisprudencia. Las respuestas de los primeros jurisconsultos no

fueron publicadas, en el sentido moderno, por el autor. Fueron escritas y editadas

por sus discípulos y, por tanto, probablemente no fueron arregladas según un

esquema de clasificación. Debe observarse cuidadosamente la parte de los

estudiantes en estas publicaciones, porque el servicio que daban al profesor

parece haber sido devuelto en la esmerada atención que éste prestaba a su

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19

educación. Los tratados educativos denominados instituta o comentarios, que son

un fruto tardío de las obligaciones reconocidas entonces, se encuentran entre los

rasgos más notables del sistema romano. Aparentemente, fue en estos trabajos -

los instituta- y no en los libros destinados a los abogados profesionales, donde los

jurisconsultos dieron al público sus clasificaciones y propuestas para modificar y

mejorar la fraseología técnica.

Al comparar la Responsa Prudentum romana con su contraparte inglesa, debe

tenerse muy en cuenta que la autoridad por la que se explica esta parte de la

jurisprudencia romana no era el tribunal sino el estrado. La decisión de un tribunal

romano, aunque terminante en un caso particular, no tenía autoridad ulterior

excepto la que le daba la reputación profesional del magistrado que

casualmente estaba en el cargo en ese momento. Propiamente hablando, no

existía en Roma, durante la República, una institución análoga al Tribunal Superior

de Justicia inglés (Bench), a las Cámaras de la Alemania Imperial, o a los

Parlamentos (Parliaments) de la Francia monárquica. Naturalmente, había

magistrados que desempeñaban importantes funciones judiciales en sus varios

departamentos, pero la tenencia de la magistratura era solamente de un año; de

ahí que se asemejase más a un cargo cíclico, en el que cIrculaban los líderes de

la abogacía, que a una magistratura permanente. Mucho podría hablarse sobre

el origen de un estado de cosas que a nosotros nos parece una anomalía

asombrosa, pero que era, de hecho, mucho más análogo -de lo que es el

nuestro- al espíritu de las sociedades antiguas, propensas siempre a separarse en

órdenes bien precisos que, por muy exclusivos que fueran, no toleraban ninguna

jerarquía profesional por encima de ellos.

Es asombroso que este sistema no produjera ciertos efectos previsibles. Por

ejemplo, no popularizó el Derecho Romano, no disminuyó, como ocurrió en

algunas de las Repúblicas griegas, el esfuerzo intelectual requerido para el

dominio de la ciencia legal, a pesar de que no se oponían barreras artificiales a

su difusión y presentación autorizada. Al contrario, si no hubiera sido por el efecto

de un conjunto diferente de causas, muy probablemente la jurisprudencia

romana se habría vuelto tan minuciosa, técnica y difícil como cualquiera de los

sistemas que han prevalecido desde entonces. Una vez más, una consecuencia

que era naturalmente previsible, no parece haberse manifestado en ningún

momento. Hasta que las libertades de Roma fueron coartadas, los jurisconsultos

formaban una clase muy indefinida, y su número debe haber fluctuado

enormemente. Sin embargo, no parece que se albergaran dudas sobre el buen

juicio de ciertos individuos particulares cuya opinión, en su tiempo, se

consideraba terminante en los casos que se les sometian. Los vividos retratos de la

práctica diaria de un jurisconsulto famoso que abundan en la literatura latina -los

clientes del campo atropándose en su antesala por la mañana temprano y los

estudiantes de un lado a otro con sus cuadernos de notas para registrar las

respuestas del gran abogado- rara vez o nunca se identifican, en un momento

dado, más que con uno o dos nombres famosos. Debido, asimismo, al contacto

directo entre cliente y abogado, el pueblo romano parece haber estado siempre

alerta sobre la caida o subida de la reputación profesional, y existen abundantes

pruebas, en concreto en el bien conocido discurso de Cicerón Pro Muraena, de

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20

que la reverencia del vulgo hacia el éxito forense pecaba más por exceso que

por defecto.

Es indudable que la fuente de la característica excelencia y pronta abundancia

de principios del Derecho Romano radica en las peculiaridades que hemos

notado en el instrumento mediante el cual se efectuó su desarrollo. El desarrollo y

exuberancia de los principios estuvo fomentado, en parte, por la competencia de

los expositores de la ley, influencia totalmente ausente donde existe un Tribunal

Supremo de Justicia, al que el rey o la República confían la prerrogativa de la

justicia. El instrumento principal era, sin duda, la multiplicación incontrolada de

cosas que esperaban una decisión legal. El estado de cosas que despertaba

genuina perplejidad en un cliente del campo no podía ayudar realmente al

jurisconsulto a formar el fundamento de su respuesta, o decisión legal, mejor que

un conjunto de circunstancias hipotéticas propuestas por un discípulo ingenioso.

Todas las combinaciones factuales posibles estaban en igualdad de condiciones,

sin importar que fueran reales o imaginarias. No le afectaba al jurisconsulto el que

su opinión fuese momentáneamente denegada por el magistrado que

adjudicaba el caso de su cliente, al menos que, por casualidad, el magistrado

estuviese por encima de él en conocimiento legal o en estima profesional. No

quiero decir, por supuesto, que el abogado se olvidara completamente de los

intereses de su cliente, pues éste era, primero, la base de poder del abogado y,

luego, su pagador. Sin embargo, el medio principal que gratificaba la ambición

del abogado residía en la buena opinión de los miembros de su clase profesional

y es obvio que, bajo un sistema como el que acabo de describir, el éxito era más

fácilmente asegurado si se tomaba cada uno de los casos como muestra de un

gran principio o ejemplificación de una importante sentencia, en lugar de limitarlo

a un mero triunfo forénsico aislado. Una influencia todavía más poderosa debe

haber sido ejercida por la falta de un control preciso sobre la insinuación e

invención de posibles problemas. Las facilidades para desarrollar una regla

general se acrecientan inmensamente cuando los datos pueden ser multiplicados

al gusto. Tal como se practica el derecho entre nosotros, el juez no puede salirse

del conjunto de hechos que se le presentan a él o que se le hayan presentado a

sus predecesores. Según el caso, cada conjunto de acontecimientos que es

adjudicado recibe una especie de consagración. Adquiere ciertas cualidades

que lo distinguen de cualquier otro caso, genuino o hipotético. Pero en Roma,

como he tratado de explicar, no existía nada parecido al Tribunal Supremo de

Justicia o Cámara de Jueces, y, por tanto, ninguna combinación de hechos

poseía más valor particular que cualquier otra. Cuando se solicitaba la opinión de

un jurisconsulto sobre algún asunto, no había nada que le impidiese -si era

persona dotada del sentido de la analogía- aducir y considerar de inmediato una

gran variedad de supuestos problemas que posiblemente sólo guardaban una

relación muy remota con el caso específico. Independientemente de cuál fuera

el consejo práctico dado al cliente, el responsum, atesorado en los cuadernos de

notas de los discípulos, sin duda examinaba las circunstancias como si estuvieran

regidas por un gran principio o incluidas en una regla comprensiva. Nada

semejante ha sido posible entre nosotros, y hay que reconocer que muchas de las

críticas dirigidas al Derecho Inglés, dada la forma en que han sido enunciadas, lo

han perdido de vista. La renuencia de nuestros tribunales a declarar principios

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debe atribuirse con más razón a la escasez relativa de nuestros precedentes, por

voluminosos que parezcan al que no conoce ningún otro sistema, que al temple

de nuestros jueces. Cierto que, en cuanto a riqueza de principios legales, somos

considerablemente más pobres que otras naciones europeas. Pero debe

recordarse que aquéllas tomaron la jurisprudencia romana como fundamento de

sus instituciones civiles. Construyeron sus muros sobre las ruinas del Derecho

Romano; pero los materiales y la calidad del residuo no son superiores a la

estructura erigida por la judicatura inglesa.

El periodo de libertad romano fue la época que imprimió un carácter distintivo a

la jurisprudencia romana, y a lo largo de su primera etapa, el desarrollo del

derecho se realizó, en buena parte, mediante las respuestas de los jurisconsultos.

Pero, a medida que nos aproximamos a la caída de la República, hay indicios de

que las respuestas se hallaban a punto de asumir una forma que debe haber sido

fatal para su expansión ulterior. Estaban en proceso de sistematización y

reducción a compendios. Se dice que Q. Mucius Scaevola, el Pontífice, había

publicado un manual de todo el Derecho Civil, y en los escritos de Cicerón se

hallan indicios de una creciente aversión hacia los viejos métodos, en

comparación con los instrumentos más activos de la innovación legal. El Edicto, o

proclama anual del Pretor, se había convertido en el mecanismo principal de la

reforma legal, y L. Cornelius SyIla, al lograr que se promulgara el enorme grupo de

estatutos conocidos como Leges Corneliae, había demostrado que pueden

efectuarse mejoras muy rápidas mediante la legislación directa. El golpe final a

las respuestas fue dado por Augusto, quien limitó a unos pocos jurisconsultos

eminentes el derecho de emitir opiniones con carácter obligatorio sobre los casos

que se les presentaban, cambio que, a pesar de que nos acerca a las ideas del

mundo moderno, por razones obvias, debe haber alterado fundamentalmente las

características de la profesión legal y la naturaleza de su influencia en el derecho

romano. En un periodo posterior, surgió otra escuela de jurisconsultos: las grandes

luminarias de la jurisprudencia de todos los tiempos. Pero Ulpiano y Paulus, Gayo

y Papinio no eran autores de respuestas. Sus trabajos consistían en tratados

regulares sobre aspectos particulares del derecho, especialmente de los edictos

pretorianos.

En el capítulo siguiente, se analizarán la equidad de los romanos y el edicto

pretoriano, mediante el cual la primera fue introducida en su sistema. Sobre el

Derecho Escrito baste decir que fue escaso durante la Republica, pero devino

muy voluminoso durante el Imperio. El clamor del pueblo no apuntaba hacia un

cambio en las leyes, a las que generalmente dan más valor del que tienen, sino

hacia su pura, completa y fácil administración; y el recurso al cuerpo legislativo

se dirigía de un modo directo a la remoción de algun abuso notorio o a la

resolución de alguna disputa irremediable entre clases y dinastías. Parecía existir

en la mente romana alguna asociación entre la promulgación de un amplio

cuerpo de estatutos y el acomodo de la sociedad después de una gran

conmoción social. Sylla distinguió su organización de la Republica mediante las

Leges Corneliae; Julio César proyectó adiciones importantes al Derecho Escrito;

Augusto hizo aprobar el importantísimo grupo de las Leges Juliae, y, entre los

emperadores posteriores, los más activos promulgadores de constituciones son

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22

príncipes que, como Constantino, tuvieron que reacomodar los intereses del

mundo. El verdadero periodo del Derecho Romano escrito no comienza hasta el

establecimiento del Imperio. Las promulgaciones de los emperadores, revestidas,

en principio, con el manto de la sanción popular, pero luego emanadas

abiertamente de la prerrogativa imperial, adquieren una solidez creciente, desde

la consolidación del poder de Augusto hasta la publicación del Código de

Justiniano. Como veremos, ya durante el reinado del segundo emperador, el

estado del derecho y el modo de administrarlo se acercaban considerablemente

a las formas que nos son familiares. Había surgido un derecho escrito y un tribunal

de expositores limitado. Muy pronto habría de añadírsele una tribuna permanente

de apelación y una colección de interpretaciones sancionadas. De este modo,

nos acercamos a las ideas de nuestro tiempo.

CAPÍTULO III

Derecho natural y equidad

La teoría de un conjunto de principios legales, autorizados por su superioridad

intrínseca a reemplazar al viejo derecho, muy pronto se difundió en el estado

romano y en Inglaterra. Ese agregado de principios, existente en cualquier

sistema, ha sido denominado equidad en los capítulos precedentes, término que,

como veremos, es una (aunque solamente una) de las designaciones con las que

este instrumento del cambio legal era conocido por los jurisconsultos romanos. La

jurisprudencia del Tribunal de Chancillería, que lleva el nombre de equidad en

Inglaterra, sólo podría ser analizado adecuadamente en un tratado separado. Su

contextura es extremadamente compleja, y deriva sus materiales de varias

fuentes heterogéneas. Los primeros cancilleres eclesiásticos le aportaron del

Derecho Canónico muchos de los principios que yacen en lo más profundo de su

estructura. El Derecho Romano, más fértil que el Derecho Canónico en reglas

aplicables a conflictos seculares, fue muy utilizado por una generación posterior

de jueces de la Chancillería. Entre las sentencias registradas de éstos, a menudo

hallamos metidos textos completos del Corpus Juris Civilis, con sus términos

inalterados, aunque su origen nunca es explícitamente reconocido. Más

recientemente todavía, y sobre todo a mediados y en la última mitad del siglo

XVIII, el sistema mixto de jurisprudencia y moral social, ideado por los publicistas

de los Países Bajos, parece haber sido muy estudiado por los jurisconsultos

ingleses. Estas obras tuvieron una tremenda influencia en los fallos del Tribunal de

Chancillería, desde la CanciIlería de Lord Talbot hasta el comienzo de la

Cancillería de Lord Eldon. El sistema, que tomó sus ingredientes de partes tan

variadas, estuvo muy controlado en su desarrollo para poderse ajustar a las

analogías del derecho consuetudinario, pero siempre ha respondido a la

descripción de un cuerpo de principios legales comparativamente nuevos y con

pretensiones de anular la vieja jurisprudencia del país, so pretexto de una

intrínseca superioridad ética.

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La equidad de Roma era una estructura mucho más simple y su desarrollo, a partir

de su aparición, puede ser fácilmente trazado. Su carácter e historia merecen un

examen minucioso. Es la raíz de varias concepciones que han ejercido una

profunda influencia en el pensamiento humano, y mediante el pensamiento

humano han afectado seriamente el destino de la humanidad.

Los romanos decían que su sistema legal constaba de dos ingredientes. Todas las

naciones, dice el Tratado Institucional, publicado bajo la autoridad del

emperador Justiniano, que están gobernadas por leyes y costumbres, en parte

están gobernadas por sus propias leyes que son patrimonio común de toda la

humaniáad. Las leyes que promulga un pueblo se denominan Derecho Civil de

ese pueblo, pero aquellas que la razón natural prescribe para toda la humanidad

se denominan Derecho de Gentes (o Derecho Internacional), porque todas las

naciones lo usan. Se suponía que la parte del derecho que la razón natural

prescribe para toda la humanidad era el elemento que el edicto pretoriano había

introducido en la jurisprudencia romana. En otra parte, se llama sencillamente Jus

Naturale o Derecho Natural, y se cree que sus ordenanzas han sido dictadas por

la Equidad Natural (naturalis aequitas) y por la razón natural. Trataré ahora de

descubrir el origen de esas frases famosas: Derecho de Gentes, Derecho Natural y

Equidad, y revelar de qué modo las concepciones que indican están mutuamente

relacionadas.

Es sorprendente, aun para el estudioso más superficial de la historia romana, lo

mucho que afectó el destino de la República la presencia de extranjeros quienes,

bajo nombres diferentes, se establecieron en su suelo. Las causas de esta

inmigración son discernibles en lo que toca a un periodo tardío, pues se puede

fácilmente entender por qué hombres de todas las razas desearían asentarse en

la dueña del mundo. Pero el mismo fenómeno de una numerosa población de

extranjeros y ciudadanos naturalizados ocurre, según los registros más antiguos, al

comienzo del Estado romano. No hay duda de que la gran inestabilidad social en

la antigua Italia, compuesta como estaba, en buena medida, por tribus

merodeadoras, animó a los individuos a trasladarse al territorio de cualquier

comunidad lo bastante poderosa para protegerse y protegerlos del ataque

exterior, aun cuando esa protección se comprara a un alto precio: tasas

impositivas muy altas, privación de derechos políticos y una buena dosis de

humillación social. Es probable, no obstante, que la explicación anterior sea

incompleta y que solamente podría perfeccionarse teniendo en cuenta las

activas relaciones comerciales que, aunque apenas se reflejan en las tradiciones

militares de la República, Roma parece haber, de hecho, mantenido con Cartago

y con el interior de Italia en tiempos prehistóricos. Independientemente de cuáles

fueran las circunstancias a las que la inmigración era atribuible, el elemento

extranjero en la República determinó el curso total de su historia, que, en todas

sus etapas, es poco más que una narración de conflictos entre una nacionalidad

inquebrantable y una población extranjera. Nada semejante se ha presenciado

en la época moderna; de una parte, porque las modernas comunidades

europeas nunca -o casi nunca- han recibido un flujo de inmigrantes extranjeros lo

bastante numeroso para hacerse sentir entre el volumen de los ciudadanos

nativos, y de otra parte, porque los Estados modernos, aglutinados en su lealtad a

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un rey o a un superior político, absorben grupos considerables de inmigrantes con

una rapidez desconocida en el mundo antiguo, en el que los ciudadanos

originales de una República siempre creían estar unidos por parentesco

consanguíneo y resentían las peticiones de igualdad de privilegios como una

usurpación de sus derechos de nacimiento. En los comienzos de la República

romana, el principio de la exclusión absoluta de los extranjeros impregnó el

Derecho Civil y la Constitución. El extranjero o el naturalizado no podía participar

en absoluto en una institución que se supusiera contemporánea del Estado. No

podía recibir los beneficios de la Ley Quiritaria. No podía ser parte interesada en

el nexum que era, a la vez, la escritura de traspaso y el contrato entre los

primitivos romanos. No podía entablar juicio por Acción Sacramental, un modo de

litigación, cuyo origen se remonta a la misma infancia de la civilización. A pesar

de todo, ni la seguridad ni el interés de Roma, lo dejaban totalmente proscrito.

Todas las comunidades antiguas corrían el riesgo de ser destruidas por la más

ligera alteración de su equilibrio y el mero instinto de conservación obligó a los

romanos a idear ciertos métodos para regular los derechos y los deberes de los

extranjeros, quienes podían, de otro modo -y esto constituía un peligro real en el

mundo antiguo- recurrir a la lucha armada para resolver sus problemas. Además,

en ningún momento de la historia romana, se abandonó totalmente el comercio

internacional. Por tanto, probablemente se asumió jurisdicción en las reyertas en

las que las partes eran extranjeros, o un nativo y un extranjero, en parte, como

medida política y, en parte, para fomentar el comercio. La asunción de esa

jurisdicción implicó la necesidad inmediata de descubrir algunos principios sobre

los que se podrían saldar las cuestiones que iban a ser adjudicadas. Los principios

que los jurisconsultos romanos aplicaron a este fin eran fundamentalmente

característicos de su tiempo. Se negaron, como ya he señalado, a decidir los

casos nuevos mediante el puro Derecho Civil romano. Rehusaron aplicar el

derecho del Estado específico del que procedía el litigante extranjero, sin duda

porque aparentemente implicaba una especie de degradación. Recurrieron así,

al expediente de seleccionar reglas legaes que eran comunes a Roma y a las

diferentes comunidades italianas en las que los extranjeros habían nacido. En

otras palabras, se pusieron a formar un sistema que respondía al significado

primitivo y literal del Jus Gentium, es decir, el Derecho común a todas las

naciones. El Jus Gentium era, de hecho, la suma de las costumbres comunes de

las antiguas tribus italianas, pues éstas formaban todas las naciones que los

romanos podían realmente observar y que enviaron olas sucesivas de inmigrantes

al suelo romano. Siempre que se veía que un uso particular era practicado por un

gran número de razas separadas se registraba como parte del Derecho

Consuetudinario de todas las naciones o Jus Gentium. Así, aunque la cesión de la

propiedad adoptaba formas muy distintas en las diferentes Repúblicas que

rodeaban Roma, el traspaso, tradición o entrega, de hecho, eran parte del ritual

en todas ellas. Por ejemplo, formaba parte, aunque secundaria, de la

Mancipación o traslación de domimo privativa de Roma. La tradición era

probablemente el único ingrediente común de los modos de traslación de

dominio que los jurisconsultos pudieron observar y fue puesta por escrito como

una institución Juris Gentium o regla común en el derecho de todas las naciones.

Un amplio número de otros usos fueron escudriñados con resultados parecidos. En

todos ellos se descubrió alguna característica común, con un propósito común, y

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esta característica fue clasificada en el Jus Gentium. El Jus Gentium fue, por tanto,

una colección de reglas y principios que, según se pudo observar, eran comunes

en las instituciones que prevalecían entre las distintas tribus italianas.

Las circunstancias del origen del Jus Gentium constituyen suficiente salvaguardia

contra el error de suponer que los jurisconsultos romanos tenían un respeto

especial por él. Era el fruto, en parte, de su desdén por toda ley extranjera y, en

parte, de su renuencia a dar al extranjero las ventajas de su propio Jus Civile

indígena. Cierto que, en la actualidad, tomaríamos probablemente un punto de

vista muy diferente sobre el Jus Gentium, si estuviéramos realizando la operación

que efectuaban los jurisconsultos romanos. Otorgaríamos cierta superioridad o

precedencia al elemento que hubiéramos considerado subyacente a toda la

variedad de usos. Tendríamos cierto respeto por reglas y principios tan

universales. Tal vez hablaríamos del ingrediente común como de la esencia de la

transacción en que entraba y estigmatizaríamos el aparato restante de la

ceremonia, el cual variaba en las diferentes comunidades, como adventicio y

accidental. O tal vez, inferiríamos que las razas que estábamos comparando

habían obedecido, en otro tiempo, a un gran sistema de instituciones comunes

cuya reproducción era el Jus Gentium, y que los usos complicados de las

Repúblicas separadas eran solamente corrupciones y degeneraciones de las

ordenanzas más sencillas que habían regulado en otro tiempo su estado primitivo.

Pero el resultado al que las ideas modernas conducen al observador son, en la

medida de lo posible, el reverso de aquel al que llegaba instintivamente el

romano primitivo. Lo que nosotros respetamos o admiramos, aquél le tenía

aversión o miraba con un temor celoso. Las partes de la jurisprudencia que él

reverenciaba son exactamente las que un teórico moderno deja al margen de su

consideración por accidentales y transitorias: las acciones solemnes de la

mancipación, las primorosamente ajustadas preguntas y respuestas del contrato

verbal, las infinitas formalidades de alegación y tramitación. El Jus Gentium era

simplemente un sistema que se le metió a la fuerza por necesidades políticas. Lo

estimaba tanto como a los extranjeros de cuyas instituciones derivaba y para

cuyo beneficio estaba concebido. Se requería una revolución completa de las

ideas antes de que pudiera exigir su respeto, y fue tan completa cuando por fin

ocurrió, que la verdadera razón de que nuestra moderna estimación por el Jus

Gentium difiera, de la que acabamos de describir es que la jurisprudencia y

filosofía modernas han heredado los puntos de vIsta modernos de los

jurisconsultos posteriores en este asunto. Llegó un momento en que, de un

accesorio innoble del Jus Civile, el Jus Gentium empezó a ser considerado un

gran pensamiento, un modelo todavía imperfectamente desarrollado al que todo

derecho debería someterse en la medida de la posible. La crisis se produjo

cuando la ley griega del Derecho Natural se aplicó a la administración positiva

romana del Derecho de Gentes.

El Jus Naturale o Derecho Natural es simplemente el Jus Gentium o Derecho

Internacional visto a la luz de una teoría especial. Ulpiano, con la propensión a

hacer distinciones y matices característica del jurisconsulto, hizo un intento

desafortunado de separarlo; sin embargo, el lenguaje de Gayo -una autoridad

eminente- y el pasaje de los lnstituta antes citado no dejan lugar a dudas de que

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las expresiones eran prácticamente convertibles. La diferencia entre ellas era

enteramente histórica y ninguna distinción esencial podría establecerse. Casi

huelga añadir que la confusión entre Jus Gentium, o Derecho Consuetudinario

común a todas las naciones, y Derecho Internacional es totalmente moderna. La

expresión clásica para Derecho Internacional es Jus Feciale o la ley de la

negociación y la diplomacia. Es, sin embargo, incuestionable que las impresiones

vagas sobre el significado de Jus Gentium contribuyeron a producir la teoría

moderna de que las relaciones de los Estados independientes están normadas por

el Derecho Natural.

Es, pues, necesario investigar las concepciones griegas de naturaleza y su ley. La

palabra (palabra en griego que nos resulta imposible reproducir. N.d.E), que se

convirtió en latín natura, y en nuestra naturaleza, originalmente denotaba, más

allá de cualquier duda, el universo material contemplado en un aspecto que -con

nuestra presente distancia intelectual de aquellos tiempos- no es muy fácil de

delinear en lenguaje moderno. La naturaleza significa el mundo físico

considerado como resultado de algún elemento o ley primordial. Los más

antiguos filósofos griegos solían explicar la obra de la creación como la

manifestación de algún principio único que atribuyeron al movimiento, a la fuerza,

al fuego, a la humedad, o a la generación. En un sentido más simple y antiguo, la

naturaleza es precisamente el universo físico considerado en esta forma como la

manifestación de un principio. Después, las sectas griegas posteriores, volviendo

a la senda de la que los grandes intelectos de Grecia se habían apartado,

añadieron el mundo moral al fisico en la concepción de naturaleza. Ampliaron el

término hasta abarcar no meramente la creación visible, sino también los

pensamientos, observancias y aspiraciones de la humanidad. No obstante, como

antes, lo que ellos entendían por naturaleza no eran únicamente los fenómenos

morales de la sociedad humana sino también estos fenómenos considerados

resolubles en algunas leyes generales y sencillas.

Ahora bien, lo mismo que los más antiguos teóricos griegos suponían que los

juegos del azar habían cambiado el universo material de su sencilla forma

primitiva a la heterogénea condición actual, así sus descendientes intelectuales

imaginaron que, de no ser por un enojoso accidente, la raza humana se habría

sometido a las reglas de conducta más sencillas y a una vida menos

tempestuosa. VivIr conforme a la naturaleza se vino a considerar como el fin para

el que el hombre fue creado y que los mejores iban a lograrlo. Vivir conforme a la

naturaleza era elevarse, por encima de los hábitos desordenados y las

gratificaciones groseras del vulgo, a acciones superiores que nada le permitiría

cumplirlas al aspirante, excepto la abnegación y el dominio de sí mismo. Es

notorio que esta proposición -vivir conforme a la naturaleza- era la suma de los

principios de la conocida filosofía estoica. Ahora bien, una vez conquistada

Grecia, esa filosofía hizo progresos considerables en la sociedad romana. Poseía

una fascinación natural para la clase poderosa que, en teoría, al menos, se

adhería a los hábitos sencillos de la antigua raza italiana y desdeñaba rendirse a

las innovaciones de modas extranjeras. Esas personas comenzaron

inmediatamente a afectar los preceptos de vida estoicos conforme a la

naturaleza, afectación tanto más grata y, yo añadiría, tanto más noble, por su

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contraste con la ilimitada disolución que se estaba difundiendo por la ciudad

imperial tras el pillaje del mundo y el ejemplo tomado de las razas más

aficionadas al lujo. Podemos estar seguros, aunque no lo sepamos históricamente,

que, al frente de los discípulos de la nueva escuela griega, figuraban los

jurisconsultos romanos. Contamos con pruebas abundantes de que, por haber

esencialmente sólo dos profesiones en la República romana, los militares eran

identificados generalmente con el partido del movimiento, y los jurisconsultos se

hallaban a la cabeza del partido de la resistencia.

La alianza de los jurisconsultos y filósofos estoicos duró muchos siglos. Algunos de

los nombres más antiguos en la serie de jurisconsultos renombrados están

asociados al estoicismo, y finalmente tenemos que la edad de oro de la

jurisprudencia romana, por consenso general, ha sido fijada en la época de los

Antoninos, los discípulos más famosos a quienes esa filosofía había dado un

precepto vital. La amplia difusión de estas ideas entre los miembros de una

profesión particular tenía que afectar el arte que practicaban e influian. Algunas

posiciones que encontramos en las obras póstumas de los jurisconsultos romanos

apenas son inteligibles a menos que se utilicen los principios estoicos como clave;

pero, al mismo tiempo, es un error serio, aunque muy común, medir la influencia

del estoicismo en el Derecho Romano contando el número de reglas legales que

pueden ser confiadamente legitimadas mediante los dogmas estoicos. Se ha

señalado con frecuencia que la fuerza del estoicismo residía no en sus cánones

de conducta que, a menudo, eran repulsivos o ridícu!os, sino en el gran -si bien

vago- principio que inculcaba la resistencia a toda pasión. De modo parecido, la

influencla de las teorías griegas sobre la jurisprudencia, que tuvo su expresión

más precisa en el estoicismo, consistió no en el número de posiciones específicas

que aportó al Derecho Romano, sino en la única asunción fundamental que le

prestaron. Después de que el término naturaleza se volvió una palabra familiar

entre los romanos, gradualmente fue prevaleciendo entre los jurisconsultos

romanos la creencia de que el viejo Jus Gentium era, de hecho, un código

perdido de la naturaleza y que el pretor, al idear una jurisprudencia de edictos en

base a los principios del Jus Gentium estaba poco a poco restableciendo un

modelo del que el derecho se había alejado sólo para deteriorarse. La inferencia

de esta creencia era inmediata: era deber del pretor reemplazar el Derecho Civil,

en la medida de lo posible, para revivir las instituciones mediante las cuales la

naturaleza había gobernado al hombre en el estado primitivo. Claro está que

existían muchos impedimentos para mejorar el derecho por este procedimiento.

Pueden haber existido prejuicios a superar aun en la misma profesión legal, y los

hábitos romanos eran demasiado tenaces para ceder de inmediato a una mera

teoría filosófica. Los métodos indirectos, utilizados por el edicto para combatir

ciertas anomalías técnicas, muestran la precaución que sus autores se veían

obligados a guardar, y, hasta la época de Justiniano, había ciertas partes del

viejo derecho que habían obstinadamente resistido su influencia. Pero, en

conjunto, el progreso de los romanos en la mejora legal fue asombrosamente

rápido tan pronto como fue estimulada por el Derecho Natural. Las ideas de

simplificación y generalización habían estado asociadas siempre con la

concepción de naturaleza; sencillez, simetría e inteligibilidad comenzaron a ser

consideradas como las características de un buen sistema legal y desapareció

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completamente el gusto por el lenguaje difuso, ceremoniales y dificultades

inútiles. Se necesitó la fuerte voluntad y oportunidades extraordinarias de

Justiniano para dar al Derecho Romano su forma existente; sin embargo, el plan

básico del sistema había sido efectuado mucho antes de las reformas imperiales.

¿Cuál era el punto de contacto exacto entre el viejo Jus Gentium y el Derecho

Natural? En mi opinión, se tocan y combinan por medio de la Aequitas o equidad

en su sentido original, y aquí, aparentemente, nos hallamos ante la primera

aparición en Jurisprudencia de este famoso término: equidad. Al examinar una

expresión que tiene un origen tan remoto y una historia tan larga como ésta,

siempre es más seguro profundizar, si es posible, en la metáfora o figura sencilla

que al principio simbolizaba la concepción. Se ha creído generalmente que

Aequitas es el equivalente del griego (palabra en griego que nos resulta

imposible reproducir N.d.E.) es decir, el principio de distribución igualitaria o

proporcionada. La división igualitaria de números o magnitudes físicas está sin

duda estrechamente unida a nuestra percepción de la justicia; pocas

asociaciones mantienen su puesto en la mente con tanta persistencia o se

rechazan con tanta dificultad aun entre los más profundos pensadores. Sin

embargo, al trazar la historia de esta asociación descubrimos que no parece

haberse planteado al pensamiento más antiguo sino que es producto de una

filosofía relativamente tardía. Es interesante también que la igualdad de las leyes

de la que tan orgullosas se sentían las democracias griegas -aquella igualdad

que, según la bella canción báquica de Calístrato, fue dada a Atenas por

Harmodio y Aristogitón- tenía poco en común con la equidad de los romanos. La

primera era la administración equitativa del derecho civil entre los ciudadanos; la

última, implicaba la aplicación del derecho, que no era un derecho civil, a una

clase que no necesariamente consistía de ciudadanos. La primera excluia al

déspota; la última incluia a los extranjeros y, para ciertos fines, a los esclavos. En

conjunto, me inclinaría por buscar en otra dirección el germen de la equidad

romana. La palabra latina aequus lleva implícito más claramente el sentido de

nivelación que la griega (palabra en griego que no podemos reproducir N.d.E.).

Ahora bien, la tendencia niveladora era justamente la característica del Jus

Gentium, que sería lo más impresionante para un romano primitivo. La Ley

Quiritaria pura, reconocía una multitud de distinciones arbitrarias entre clases de

hombres y tipos de propiedad; el Jus Gentium, generalizado a partir de una

comparación de distintas costumbres, dejaba a un lado las divisiones quiritarias. El

viejo Derecho Romano establecía, por ejemplo, una diferencia fundamental entre

relación agnática y cognática, es decir, entre la familia considerada en relación

al acatamiento común a la autoridad patriarcal, y la familia considerada

(conforme a las ideas modernas) como unidad por el mero hecho de la

descendencia común. Esta distinción desaparece en el derecho común a todas

las naciones, así como la diferencia entre las formas arcaicas de la sociedad:

cosas Mancipi y cosas Nec Mancipi. El abandono de deslindes y límites me

parece, por tanto, el rasgo del Jus Gentium que fue descrito en la Aequitas. Me

imagino que, al principio, la palabra era una mera descripción de aquella

nivelación constante o eliminación de irregularidades que prosiguió cada vez que

el sistema pretoriano se aplicó a los casos de litigantes extranjeros.

Probablemente, al principio, la expresión no tuvo un significado ético de uno u

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otro color; tampoco existe razón para creer que el proceso que indicaba era otra

cosa más que desagradable a la mente romana primitiva.

Por otra parte, el rasgo del Jus Gentium que se presentaba a la comprensión de

un romano mediante la palabra equidad era precisamente la primera y más

vívidamente comprendida característica de un hipotético estado natural. La

naturaleza implicaba orden simétrico, primero, en el mundo físico, y, luego, en el

moral, y la más antigua noción de orden implicaba líneas rectas, superficies

planas y distancias medidas. El mismo tipo de imagen o figura vendría

inconscientemente a la mente tanto si ésta se esforzaba en concebir las

características del supuesto estado natural como si, de un vistazo, trataba de

comprender la administración real de la ley comun a todas las naciones, y todo lo

que sabemos del pensamiento primitivo nos llevaría a concluir que esta

semejanza ideal contribuiría, en buena medida, a alentar la creencia en una

identidad de las dos concepciones. Pero entonces, mientras el Jus Gentium

gozaba de poco o ningún crédito anterior en Roma, la teoría de un Derecho

Natural entró rodeada de todo el prestigio de una autoridad filosófica, y cubierta

del encanto que le prestaba su asociación con un estado más dichoso de la raza

humana. Es fácil comprender cómo los diferentes puntos de vista podían afectar

la dignidad del término que, a la vez, describía el funcionamiento de los viejos

principios y el resultado de la nueva teoría. Incluso para oídos modernos no es la

mismo describir un proceso como nivelación que llamarle corrección de

anomalías, aunque la metáfora sea precisamente la misma. Tampoco dudo que,

en cuanto se entendió que la Aequitas aludía a la teoría griega, las asociaciones

resultantes de la noción griega de (palabra griega que no podemos reproducir

N.d.E.), comenzaron a apiñársele. El lenguaje de Cicerón vuelve más que

probable que esto haya sido así y era la primera etapa de la transmutación de

una concepción de equidad que casi todo sistema ético que ha aparecido desde

entonces ha contribuido en mayor o menor medida a continuar.

Algo debe añadirse sobre la mediación formal por la que, los principios y las

distinciones asociadas, primero con el derecho comun a todas las naciones y

después con el Derecho Natural, se incorporaron en el Derecho Romano. En el

momento de crisis de la primitiva historia romana que está marcada por la

expulsión de los tarquinos, ocurrió un cambio que tiene su paralelo en los viejos

anales de muchos Estados antiguos, pero que guarda muy poco en común con

los cambios políticos que ahora denominamos revolución. Puede describirse

mejor diciendo que la monarquía fue puesta en servicio activo. Los poderes hasta

entonces concentrados en las manos de una sola persona fueron distribuidos

entre cierto número de funcionarios electivos, al tiempo que se retuvo el mismo

nombre de oficio real y se propuso a un personaje conocido a partir de entonces

como Rex Sacrorum o Rex Sacrifilus. Como parte del cambio, los deberes

prescritos del cambio judicial supremo recayeron en el pretor, entonces primer

funcionario de la República, y junto con estos deberes se le transfirió la

supremacía indefinida sobre el derecho y la legislación que siempre iba unida a

los antiguos soberanos y que se relacionaba con la autoridad patriarcal y heroica

que habían disfrutado en otro tiempo. Las circunstancias de Roma otorgaron gran

importancia a la más indefinida porción de las funciones así transferidas, pues con

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el establecimiento de la República comenzaron aquella serie de juicios

recurrentes que sobrepasaron al Estado, ante la dificultad de tratar a una multitud

de personas que, si bien no se avenían a la descripción técnica de romanos

nativos, vivían permanentemente dentro de la jurisdicción romana. Las disputas

entre tales personas, o entre esas personas y ciudadanos nativos, habrían

permanecido sin los límites impuestos por el Derecho Romano, si el pretor no se

hubiera comprometido a resolverlos, y él, muy pronto, debe haberse alistado

personalmente en las disputas más críticas que con la ampliación del comercio

surgieron entre los súbditos romanos y los extranjeros. El gran incremento de tales

casos en los tribunales romanos en el periodo de la Primera Guerra Púnica está

marcado por el nombramiento de un pretor especial, conocido posteriormente

con el nombre de Praetor Peregrinus, que les prestó toda su atención. Mientras,

una precaución del pueblo romano para evitar el renacimiento de la opresión

había consistido en obligar a cada magistrado, cuyos deberes tuvieran

propensión a extender su esfera de acción, a publicar, al comenzar su cargo

anual un edicto o decreto en el que declaraba la manera en que iba a

administrar su departamento. El pretor estaba sujeto a esa regla igual que otros

magistrados; pero, como era necesariamente imposible componer todos los años

un sistema separado de principios, parece haber vuelto a publicar, con cierta

regularidad, el edicto de su predecesor. Al anterior, segun la exigencia del

momento y su propio punto de vista legal, se le introducían adiciones y cambios.

El decreto del pretor, ampliado de este modo cada año, recibió el nombre de

Edictum Perpetuum, es decir, el edicto continuo y no interrumpido. La longitud

inmensa que alcanzó, junto quizá con un cierto disgusto por su textura

necesariamente desordenada hizo que se detuviese la práctica de aumentarlo en

el año de Salvius Julianus, quien ocupó la magistratura en el reinado del

emperador Adriano. El edicto de ese pretor abarcó todo el cuerpo de

jurisprudencia sobre equidad, que probablemente dispuso en un orden nuevo y

simétrico y el edicto perpetuo es por eso citado a menudo en Derecho Romano

como el Edicto Julianus.

Tal vez la primera pregunta que se le plantea a un inglés que examine los

mecanismos peculiares del edicto es: ¿cuáles eran las limitaciones de estos

amplios poderes del pretor?; ¿cómo se conciliaba una autoridad tan poco

definida con una condición fija de la sociedad y del derecho? La respuesta sólo

puede darse tras una cuidadosa observación de las condiciones en que opera el

Derecho Inglés. Debe recordarse que el pretor era un jurisconsulto o una persona

que se hallaba por entero en manos de consejeros que eran jurisconsultos, y es

probable que todo abogado romano esperase con impaciencia el día en que

ocuparía o controlaría la gran magistratura judicial. En el intervalo, sus gustos,

sentimientos, prejuicios, y grado de ilustración eran inevitablemente los de su

propia clase, y, finalmente, aportaba a su cargo las calificaciones que había

adquirido en el estudio y ejercicio de su profesión. Un canciller inglés recibe

precisamente el mismo tipo de entrenamiento y lleva al woolsack (asiento del

canciller del reino en la Cámara de los Lores en la Gran Bretaña), las mismas

calificaciones. Cuando asume el poder, se espera que cuando lo abandone

habrá modificado, hasta cierto punto, la ley; sin embargo, hasta que haya dejado

su asiento y completado la serie de decisiones que quedan en las Relaciones de

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Pleitos, no podremos descubrir en qué grado habrá dilucidado o añadido

principios a los que sus predecesores le legaron. La jurisprudencia del pretor -en

la jurisprudencia romana- difería solamente respecto a la duración del periodo a

su cargo. Como ya se ha señalado, estaba en el cargo un año solamente, y las

decisiones que tomaba en ese año, aunque naturalmente irreversibles en lo que

toca a los litigantes, no poseían un valor ulterior. El momento más natural para

declarar los cambios que se proponía realizar ocurría, por tanto, a su entrada en

la pretoría y, en consecuencia, al comenzar su labor, hacía abierta y

reconocidamente lo que al final su equivalente inglés hacía insensible y, a veces,

inconscientemente. Los límites de esta aparente libertad son los mismos que los

del juez inglés. Teóricamente, parece no existir apenas ningún límite a los poderes

de cualquiera de ellos, pero, en la práctica al pretor romano, en no menor grado

que al canciller inglés, se le mantenía dentro de los límites más estrechos por

medio de predisposiciones embebidas durante su entrenamiento, y por las fuertes

cortapisas de la opinión profesional, cortapisas cuyo rigor solamente puede ser

apreciado por aquellos que las han experimentado personalmente. Hay que

añadir que las fronteras dentro de las que estaba permitido moverse y más allá de

las cuales no se podía ir, estaban muy claramente trazadas en un caso y en el

otro. En Inglaterra, el juez sigue las analogías de casos registrados de grupos de

hechos aislados. En Roma, como la intervención del pretor estaba en principio

dictada por el simple interés en la seguridad del Estado, es probable que

estuviese, en los primeros tiempos, en proporción a la dificultad de la que quería

deshacerse. Más tarde, cuando las respuestas difundieron el gusto por los

principios, sin duda usó el edicto como un medio de dar una más vasta

aplicación a aquellos principios fundamentales, que él y otros jurisconsultos

practicantes, sus contemporáneos, creían haber detectado en el derecho. Más

tarde todavía, actuó bajo la plena influencia de las teorías filosóficas griegas, que

a la vez lo tentaban a continuar y lo limitaban a un modo particular de progreso.

La naturaleza de las medidas atribuidas a Salvius ]ulianus ha sido muy debatida.

Cualquiera que fuera, sus efectos sobre el edicto están suficientemente claros.

Dejó de ampliarse con adiciones anuales y, en adelante, la jurisprudencia

equitativa de Roma se desarrolló mediante el empeño de una sucesión de

grandes jurisconsultos que llenan con sus escritos el intervalo entre el reino de

Adriano y el de Alejandro Severo. Un fragmento del maravilloso sistema que

idearon sobrevive en las Pandectas de Justiniano y aporta pruebas de que sus

trabajos tomaron la forma de tratados sobre todas las partes del Derecho

Romano; independientemente del asunto inmediato del jurisconsulto en esa

época, podía ser denominado siempre expositor de la equidad. Los principios del

edicto, antes de la época de su discontinuación, se habían filtrado en toda la

jurisprudencia romana. La equidad de Roma, debe recordarse, aunque muy

distinta del derecho civil, era administrada siempre por los mismos tribunales. El

pretor era el principal magistrado de justicia y el más grande magistrado del

derecho consuetudinario, y tan pronto como el edicto se hubo convertido en una

regla equitativa, el tribunal pretoriano comenzó a aplicarlo en lugar de, o junto

con, las viejas reglas del Derecho Civil, que fue, de este modo, directa o

indirectamente revocado, sin ninguna promulgación especial de la legislatura.

Claro está que el resultado adolecía considerablemente de una fusión completa

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de derecho y equidad, que no se llevó a cabo hasta las reformas de Justiniano. La

separación técnica de los dos elementos de la jurisprudencia implicaba cierta

confusión e inconveniencia y hubo algunas doctrinas más inquebrantables del

Derecho Civil con las que ni los autores ni los expositores del edicto se atrevieron

a interferir. Pero, al mismo tiempo, no hubo rincón del campo de la jurisprudencia

que no fuese más o menos cubierto por la influencia de la equidad. Suministró al

jurista todos los materiales para la generalización, sus elucidaciones de primeros

principios, y la gran masa de reglas limitantes en las que el legislador raramente

interviene, pero que controlan seriamente la aplicación de cada acto legislativo.

El periodo de los juristas termina con Alejandro Severo. Desde Adriano hasta este

ultimo emperador se había continuado la mejoría del derecho, tal como se halla

actualmente en la mayoría de los países europeos, en parte mediante

comentarios aprobados y en parte por legislación directa. Pero en el reinado de

Alejandro Severo, el potencial de desarrollo de la equidad romana parece

haberse agotado, y la continuación de los jurisconsultos toca a su fin. La historía

restante del derecho romano es la historia de las constituciones imperiales, y, al

final, de los intentos de codificar lo que se había convertido en el pesado cuerpo

de la jurisprudencia romana. En el Corpus ]uris de Justiniano encontramos el

ultimo y más renombrado experimento de este tipo.

Sería tedioso entrar en una comparación o contraste detallados de la equidad

inglesa y romana; sin embargo merece la pena mencionar dos rasgos que tienen

en común. Cada uno de ellos tendía, como tiende todo sistema de esta clase, a

exactamente el mismo estado en que se hallaba el viejo derecho

consuetudinario cuando por primera vez intervino la equidad. Llega un momento

en que los principios morales adoptados originalmente ya han sido llevados a sus

últimas consecuencias legítimas y, entonces, el sistema basado en ellas se vuelve

más rígido, inexpansivo, y tan sujeto a rezagar el progreso moral como el código

más severo de reglas abiertamente legales. Esta época se alcanzó en Roma

durante el reinado de Alejandro Severo. A partir de entonces, aunque todo el

mundo romano atravesaba una revolución moral, la equidad de Roma dejó de

expandirse. El mismo punto de la historia legal se alcanzó en Inglaterra bajo la

cancillería de Lord Elton, el primero de nuestros jueces equitativos quien, en lugar

de ampliar la jurisprudencia de su tribunal por legislación indirecta, dedicó su

vida a explicarla y armonizarla. Si la filosofía de la historia legal fuese mejor

entendida en Inglaterra, los servicios de Lord Elton serían, por una parte, menos

exagerados, y, por otra, mejor apreciados de lo que parecen entre los

jurisconsultos contemporáneos. Serían evitadas, asimismo, otras falsas

interpretaciones. Los jurisconsultos ingleses pueden ver fácilmente que la equidad

inglesa es un sistema fundado en reglas morales; pero se olvida que estas reglas

contienen la moralidad de siglos pasados -no del actual- y que ya han recibido

toda la aplicación de que son capaces, y a pesar de que no difieren

sustancialmente del credo ético de nuestros días no están necesariamente al

mismo nivel. Las teorías imperfectas sobre el tema, que se han adoptado

comúnmente, han generado errores de formas opuestas. Muchos tratadistas de la

equidad, impresionados por la entereza del sistema en su estado actual, se

comprometen expresa o implícitamente con la paradójica afirmación de que los

Page 33: El derecho antiguo

33

fundadores de la jurisprudencia cancilleril proyectaban la actual firmeza de su

forma cuando estaban sentando sus primeros fundamentos. Otros se quejan -y

ésta es una queja frecuentemente oída en argumentos forenses- que las reglas

morales observadas en el Tribunal de Chancillería rezagan las normas éticas de la

actualidad. Desearían que cada Canciller desempeñara un papel en favor de la

jurisprudencia actual semejante al que desempeñaron los padres de la equidad

inglesa en favor del viejo derecho consuetudinario. Pero esto es invertir el orden

de las mediaciones por las que la mejoría de la ley es llevada a cabo. La equidad

tuvo su lugar y su tiempo y -como ya he señalado- otro instrumento estará listo

para sucederle cuando sus energías se hayan gastado.

Otra característica notoria de la equidad inglesa y romana es la falsedad de las

asunciones sobre las que se defendió originalmente la pretensión de que la

equidad era superior a la regla legal. Nada desagrada más al hombre, como

individuo o como masa, que la admisión de su progreso moral como realidad

sustancial. Esta renuencia se manifiesta, en lo tocante a los individuos, en el

respeto exagerado que se otorga ordinariamente a la dudosa virtud de la

consistencia. El movimiento de la opinión colectiva de una sociedad entera es

demasiado palpable para ser ignorado, y generalmente su tendencia a tratar de

conseguir condiciones mejores es demasiado visible para ser desacreditada; sin

embargo, no existe la más mínima inclinación a aceptarlos como un fenómeno

primario y es comúnmente explicado en términos de la recuperación de una

perfección perdida: el retorno gradual a un estado del que la raza había partido.

Esta tendencia de mirar atrás en lugar de adelante para buscar la meta del

progreso moral produjo antiguamente, como hemos visto, efectos serios y

permanentes sobre la jurisprudencia romana. Los jurisconsultos romanos, para

explicar la mejoría de la jurisprudencia hecha por el pretor, tomaron de Grecia la

doctrina de un estado natural del hombre -una sociedad natural- anterior a la

organización de Repúblicas gobernadas por el derecho positivo. En Inglaterra, por

otra parte, un conjunto de ideas que eran muy atractivas para los ingleses de la

época explicaba la anulación del derecho consuetudinario por la equidad,

suponiendo la existencia de un derecho general a vigilar la administración de

justicia. Esta justicia, supuestamente, se hallaba investida en el rey como

resultado natural de su autoridad paterna. El mismo punto de vista aparece bajo

una forma diferente -de un exquisito arcaísmo- en la doctrina de que la equidad

brotaba de la conciencia del rey. De este modo, se transfería al sentido moral

inherente del soberano un mejoramiento que había tenido lugar en las normas

morales de la comunidad. El desarrollo de la constitución inglesa, después de un

cierto tiempo, volvió desagradable esa teoría; pero como la jurisdicción de la

Chancillería estaba por entonces firmemente establecida, no valió la pena idear

ningún sustituto para ella. Las teorías que se encuentran en los modernos

manuales sobre la equidad son muy variadas; pero todas igualmente

insostenibles. La mayoría son modificaciones de la doctrina romana de un

derecho natural, que es adoptada, precisamente, por aquellos escritores que

inician una discusión acerca de la jurisdicción del Tribunal de Chancillería

estableciendo una distinción entre justicia natural y justicia civil.

Page 34: El derecho antiguo

34

CAPÍTULO IV

La historia moderna del derecho natural

Se podría concluir de lo que se ha dicho hasta aquí que la teoría que transformó

la jurisprudencia romana no tenía pretensiones de precisión filosófica. Se

sustentaba, de hecho, en uno de esos modos mixtos de pensamiento que

parecen haber caracterizado a todas las mentes -excepto a las más preclaras-

durante la infancia del pensamiento teórico, y que distan de estar ausentes aun

de los procesos mentales de nuestros días. El derecho natural confundía pasado y

presente. Lógicamente, presuponía un estado natural que se hallaba regulado, en

otro tiempo, por el derecho natural; sin embargo, los jurisconsultos no hablan de

una forma clara y confiada de la existencia de un tal estado, el cual, en la

práctica, recibió poca atención real entre los antiguos, excepto cuando encontró

expresión poética en la fantasía de una Edad de Oro. El derecho natural, para

fines prácticos, era algo que pertenecía al presente, algo entretejido en las

instituciones existentes; algo, en fin, que un observador competente podía

abstraer de ellas. El criterio que separó las ordenanzas de la naturaleza de los

toscos ingredientes con que estaban mezcladas fue un sentido de la sencillez y

de la armonía. La sencillez y la armonía no fueron, sin embargo, las que hicieron

que estos elementos más finos fueran originalmente respetados, sino su

pretendida descendencia del reino aborigen de la naturaleza. Los discípulos

modernos de los jurisconsultos no han logrado dar una explicación satisfactoria

de esta confusión. De hecho, las especulaciones modernas sobre el derecho

natural revelan una gran falta de percepción y se hallan viciadas por un lenguaje

ambiguo, fallas que, en justicia, apenas podrían atribuirse a los jurisconsultos

romanos. Existen algunos tratadistas que intentan evadir la dificultad fundamental

al sostener que el código natural existe de cara al futuro y es la meta hacia la que

confluyen todos los derechos civiles. Esto es revertir todos los supuestos en que se

basaba la vieja teoría, o más bien, quizá, mezclar dos teorías inconsistentes. El

cristianismo introdujo en el mundo la tendencia a mirar, no al pasado, sino al

futuro para buscar tipos de perfección. La literatura antigua aporta pocos indicios

-o ninguno- de que existiera la creencia de que el progreso de la sociedad va

necesariamente de peor a mejor.

Sin embargo, la importancia de esta teoría para la humanidad ha sido mucho

mayor de lo que podría esperarse de sus diferencias filosóficas. No es fácil

predecir qué rumbo habría tomado la historia del pensamiento y, por tanto, de la

raza humana, si la creencia en un derecho natural no se hubiera universalizado

en el mundo antiguo.

Hay dos peligros especiales a los que parecen estar sujetos en su infancia el

derecho y la sociedad, cuya cohesión se debe al primero. Uno, que el derecho

pueda desarrollarse demasiado rápidamente. Esto ocurrió con los códigos de las

comunidades griegas más progresivas que se desembarazaron con una facilidad

asombrosa de procedimientos pesados y obligaciones inútiles y pronto dejaron

de prestar un valor supersticioso a reglas y prescripciones rígidas. A final de

cuentas no resultó ventajoso para la humanidad que esto sucediera, aunque el

Page 35: El derecho antiguo

35

beneficio inmediato conferido a los ciudadanos griegos puede haber sido

considerable. Una de las cualidades más raras del carácter nacional es la

capacidad de aplicar e implementar la ley, tal como es, al costo de fracasos

constantes de la justicia abstracta, sin perder al mismo tiempo la esperanza o el

deseo de que la ley se ajuste a un ideal más elevado. El intelecto griego, en toda

su nobleza y elasticidad, era totalmente incapaz de limitarse al estrecho traje de

una fórmula legal y, a juzgar por los tribunales populares de Atenas, de cuyo

funcionamiento poseemos conocimiento exacto, los tribunales griegos mostraban

una fuerte tendencia a confundir derecho y hecho. Las obras póstumas de los

oradores, y las minutas forenses conservadas por Aristóteles en su Tratado de

Retórica prueban que cuestiones de derecho puro se argumentaban

constantemente en base a cualquier consideración que podría tal vez influir en

los jueces. Ningún sistema duradero de jurisprudencia podría surgir y consolidarse

de este modo. Una comunidad que nunca dudaba en aflojar las reglas del

derecho escrito, siempre que éstas se interponían en el camino de una decisión

idealmente perfecta, basándose en los hechos de casos particulares, podía legar

solamente -si es que legaba algún cuerpo de principios jurídicos a la posteridad-

uno consistente en las ideas sobre el bien y el mal prevalecientes en una época

determinada. Una jurisprudencia de esta naturaleza podía tener un marco en el

que podrían adecuarse las concepciones más avanzadas de etapas

subsiguientes. Valdría, a lo más, como una filosofía marcada con las

imperfecciones de la civilización bajo la cual se desarrolló.

Pocas sociedades nacionales han visto su jurisprudencia amenazada por este

peligro particular de una madurez precoz y una desintegración prematura. Es muy

dudoso que los romanos hayan estado alguna vez seriamente amenazados por

él, pero, en cualquier caso, tenían protección adecuada en su teoría del derecho

natural. El derecho natural de los jurisconsultos estaba claramente ideado como

un sistema que debía gradualmente absorber las leyes civiles sin reemplazarlas

mientras permanecieran irrevocadas. Entre el público no se tenía esa impresión

de su calidad sagrada; no se creía que pudiera hacer cambiar de opinión a un

juez encargado de una litigación particular, con sólo mencionarlo. El valor y

utilidad de la concepción se debía a la creencia en una ley perfecta, o a la

esperanza de alcanzarla, al tiempo que no tentaba al practicante del derecho o

al ciudadano común a negar el carácter obligatorio de las leyes vigentes, que

todavía no se hallaban ajustadas a la teoría. Es importante observar también que

este sistema modelo, a diferencia de otros que han burlado las esperanzas de los

hombres en fechas posteriores, no era enteramente producto de la imaginación.

Nunca se creyó que estuviese fundado en principios no comprobados. Existía una

vaga noción de que reforzaba el derecho existente y había que buscarlo por

medio de él. Sus funciones eran, en resumen, remediadoras, no revolucionarias o

anárquicas. Y, desgraciadamente, este es el punto exacto en que la idea

moderna de un derecho natural ha cesado, con frecuencia, de parecerse a la

antigua.

El otro riesgo a que está expuesta la infancia de la sociedad ha impedido o

detenido el progreso de la mayor parte de la humanidad. La rigidez del derecho

primitivo, que nace, precisamente, de su temprana asociación e identificación

Page 36: El derecho antiguo

36

con la religión, ha encadenado a la gran mayoría de la raza humana a las ideas

sobre vida y conducta vigentes en la época en que sus usos fueron consolidados

en una forma sistemática. Hubo una o dos razas eximidas de esta calamidad por

lo que podría denominarse una maravillosa casualidad; y los injertos de estas

estirpes afortunadas han fertilizado unas cuantas sociedades modernas. Pero

todavía perdura, en la mayor parte del mundo, la creencia de que la perfección

legal consiste en la adhesión a un plan fundamental que, supuestamente, ha sido

trazado por el legislador original. En tales casos, la jurisprudencia ha adoptado la

forma de un juego intelectual perverso y sutil: se precia de extraer conclusiones

de textos antiguos sin que en ellas pueda descubrirse ninguna desviación de su

tenor literal. No conozco razón alguna por la que el derecho de los romanos

debiera ser superior al de los hindús, al menos que la teoría del derecho natural le

haya dado un tipo de excelencia diferente al usual. En este caso excepcional,

sencillez y simetría se mantuvieron como las características de un derecho ideal y

absolutamente perfecto a los ojos de una sociedad cuya influencia sobre la

humanidad estaba destinada a ser prodigiosa por otras razones. Es imposible

sobrevalorar la importancia que tiene para una nación o profesión la idea de un

propósito claro al que aspirar en la búsqueda de la perfección. El secreto de la

inmensa influencia de Bentham en Inglaterra, en los últimos treinta años, ha sido

su éxito en presentarle al país ese propósito. Nos dio una regla clara para efectuar

reformas. Los jurisconsultos ingleses del siglo XVIII eran, probablemente,

demasiado agudos para dejarse cegar con la nota paradójica de que el Derecho

Inglés era la perfección de la raza humana, pero actuaron como si lo creyeran a

falta de cualquier otro principio en que basar su proceder. Bentham hizo que el

bien de la comunidad prevaleciese por encima de cualquier otro propósito, y, de

este modo, le dejó una escapatoria a una corriente que, desde hacía tiempo,

había tratado de hallar una salida.

No es una comparación extravagante el referirse a los presupuestos descritos

como el equivalente antiguo del benthanismo. La teoría romana guió los

empeños de los hombres en la misma dirección que la teoría formulada por el

inglés; sus resultados prácticos no fueron muy diferentes de los que habría

alcanzado una secta de reformadores legales que mantuviera una búsqueda

constante del bien general de la comunidad. No obstante sería un error atribuirle

una anticipación consciente de los principios de Bentham. La felicidad humana es

a veces señalada, en la literatura legal y popular de los romanos, como el objeto

adecuado de la legislación remediadora, pero es notable lo escasos y débiles

que son los testimonios de este principio comparados con los tributos que se

ofrecen constantemente a las pretensiones omnipresentes del derecho natural.

Los jurisconsultos romanos se entregaron gustosamente, no a algo como la

filantropía, sino a su sentido de la simplicidad y la armonía, a lo que ellos,

significativamente, denominaron elegancia. La coincidencia de sus tareas con las

que una filosofía más precisa habría aconsejado, ha sido parte de la buena

fortuna de la humanidad.

En cuanto a la historia moderna del derecho natural, es más fácil convencernos

de la amplitud de su influencia que pronunciarnos confiadamente sobre si esa

influencia ha sido ejercida para bien o para mal. Las doctrinas e instituciones que

Page 37: El derecho antiguo

37

pueden serle atribuidas son material de algunas de las más violentas

controversias entabladas en nuestro tiempo; como se verá, la teoría del derecho

natural es la fuente de casi todas las ideas especiales sobre derecho, política y

sociedad. Francia ha sido su instrumento difusor en el mundo occidental en los

últimos cien años. El papel desempeñado por los juristas en la historia francesa, y

la esfera de las concepciones jurídicas en el pensamiento francés, han sido

siempre notablemente amplios. No fue en Francia, sino en Italia, donde surgió la

ciencia jurídica de la Europa moderna; pero, de todas las escuelas fundadas por

emisarios de las universidades italianas en todas las partes del continente -y

ensayada también en Inglaterra, aunque sin éxito- la establecida en Francia

produjo un efecto muy importante sobre el destino del país. Los jurisconsultos

franceses establecieron inmediatamente una estrecha alianza con los reyes

Capetos y la monarquía francesa debió su crecimiento final, en una sociedad

perfectamente cohesionada, a partir de la simple aglomeración de provincias y

dependencias, tanto a sus reafirmaciones de las prerrogativas reales y a su

interpretación de las reglas de sucesión real, como al poder de la espada. La

enorme ventaja que confirió a los reyes franceses su entendimiento con los

jurisconsultos en la continuidad de su lucha contra los grandes feudatarios, la

aristocracia y la iglesia, solamente podrá apreciarse si tenemos en cuenta las

ideas que prevalecieron en Europa hasta bien entrada la Edad Media. Había, en

primer lugar, un enorme entusiasmo por la generalización y una curiosa

admiración por toda proposición general y, en consecuencia, en el campo legal,

una reverencia involuntaria hacia toda fórmula legal que pareciera abarcar y

resumir un cierto número de las reglas aisladas que eran practicadas como usos

en varias localidades. No era difícil para los practicantes legales que estuvieran,

familiarizados con el Corpus Juris o las glosas y suministrar cualquier cantidad de

tales fórmulas generales. Había, sin embargo, otra causa más que acrecentaba el

enorme poder de los jurisconsultos. Durante el periodo del que estamos hablando,

había una universal vaguedad de ideas sobre el grado y naturaleza de la

autoridad que residía en los textos legales escritos. En la mayoría de los casos, el

prefacio perentorio, Ita scriptum est, parece haber sido suficiente para silenciar

todas las objeciones. Mientras que una mente actual escudriñaría celosamente la

fórmula que habla sido citada, investigaría su frente, y negaría -en caso

necesario- que el cuerpo legal al que pertenecía tuviese autoridad alguna para

reemplazar costumbres locales, el jurista antiguo, probablemente, no se habría

aventurado más allá de cuestionar la aplicabilidad de la regla, o, a lo más, a citar

alguna contra-proposición de las Pandectas o del Derecho Canónico. Es muy

necesario recordar la incertidumbre de las nociones de los hombres sobre este

aspecto tan importante de las controversias jurídicas, no sólo porque ayuda a

explicar el peso que los jurisconsultos arrojaron en la balanza monárquica sino

también por la luz que arroja sobre varios problemas históricos curiosos. Los

motivos del autor de las Decretales falsificadas y su éxito extraordinario se

vuelven más inteligibles. Y, para tomar un fenómeno de menor interés, nos ayuda,

aunque sólo parcialmente, a comprender los plagios de Bracton. Siempre se

contará entre los mayores enigmas de la historia de la jurisprudencia el que un

escritor inglés de la época de Enrique III haya podido engañar a sus compatriotas

pasando como un compendio de puro Derecho Inglés un tratado cuya forma

entera y un tercio de su contenido estaba copiado directamente del Corpus Juris

Page 38: El derecho antiguo

38

y que se haya atrevido a hacer este experimento en un país donde estaba

formalmente prohibido el estudio sistemático del Derecho Romano. Sin embargo,

cuando comprendemos el estado de opinión de la época acerca de la fuerza

obligatoria de los textos escritos -aparte de cualquier consideración sobre la

fuente de la que derivan- disminuye nuestra sorpresa.

Después que los reyes de Francia ganaron su larga batalla por la supremacía de

la Corona, época que puede situarse aproximadamente en la ascensión al trono

de la rama Valois-Angulema, la situación de los jurisconsultos franceses era

peculiar y continuó siéndolo hasta el estallido de la revolución. Formaban la clase

más poderosa e instruida de la nación. Habían sentado muy firmes sus bases

como clase privilegiada al lado de la aristocracia feudal y habían asegurado su

influencia mediante una organización que hacía presente su profesión por toda

Francia en grandes corporaciones privilegiadas. Estas últimas poseían amplios

poderes definidos, y se arrogaban derechos indefinidos mucho más amplios. En

conjunto, la alta posición social de abogados, jueces y legisladores, excedía con

mucho la de sus iguales en toda Europa. Su tacto jurídico, facilidad de expresión,

fino sentido de la armonía y la analogía, y -a juzgar por los miembros más

distinguidos- su devoción apasionada a sus ideas sobre la justicia, eran tan

notables como la singular variedad de talento que abarcaban, variedad que

incluía a gentes tan opuestas como Cujas y Montesquieu, de D' Aguesseau y

Dumoulin. Pero, el sistema legal que debían administrar presentaba un contraste

sorprendente con los hábitos mentales que cultivaban. Francia, que había sido en

buena parte constituida por sus esfuerzos, se hallaba profundamente afectada por

la maldición de una jurisprudencia anómala y disonante, sin parangón en

cualquier otro país de Europa. Una gran división separaba al país y lo partía en

Pays du Droit Ecrit y Pays du Droit Coutumier, el primero admitía el Derecho

Romano escrito como base de su jurisprudencia, y el último lo admitía solamente

en cuanto proporcionaba formas generales de expresión y métodos de

razonamiento jurídico compatibles con los usos locales. Las secciones así

formadas estaban a su vez divididas. En el Pays du Droit Coutumier una provincia

difería de otra, condado difería de condado, municipio de municipio, en la

naturaleza de sus costumbres respectivas. En el Pays du Droit Ecrit, el estrato de las

reglas feudales que cubría al Derecho Romano tenía una composición muy

diversa. En Inglaterra, nunca existió tal confusión. En Alemania, si existía, pero

estaba muy en armonía con las profundas divisiones políticas y religiosas del país

para que tuviera que lamentarse o sentirse. Una peculiaridad de Francia era que

continuara existiendo una enorme diversidad de leyes sin alteración sensible

mientras la autoridad central de la monarquía iba en continuo fortalecimiento al

mismo tiempo que se realizaban rápidos avances hacia una completa unidad

administrativa y se desarrollaba un ferviente espíritu nacionalista entre el pueblo.

El contraste fructificó en muchos resultados serios, y entre ellos hay que situar el

efecto que produjo en las mentes de los jurisconsultos franceses. Sus opiniones

teóricas y parcialidad intelectual se hallaban en fuerte oposición a sus intereses y

hábitos profesionales. Con el más agudo sentido y más amplio reconocimiento de

las perfecciones de la jurisprudencia que consisten en la simplicidad y

uniformidad, creían o parecían creer que los vicios que, de hecho, infestaban el

derecho francés eran extirpables, y en la práctica, a menudo, impidieron la

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39

corrección de abusos con una obstinación que no mostraban muchos de sus

compatriotas menos ilustrados. Había, sin embargo, un modo de reconciliar estas

contradicciones. Se hicieron defensores entusiastas del derecho natural. El

derecho natural saltaba por encima de todas las barreras provinciales y

municipales; ignoraba toda distinción entre noble y burgués, entre burgués y

campesino; otorgaba un lugar eminente a la lucidez, simplicidad y sistema; pero

no comprometía directamente ningún tecnicismo venerable o lucrativo. Puede

decirse que el derecho natural se convirtió en el derecho consuetudinario francés,

o, en cualquier caso, la admisión de su dignidad y demandas era el gran

principio al que se suscribían todos los practicantes franceses. El lenguaje de los

juristas pre-revolucionarios es singularmente inepto, y es notable el que los

escritores de Consuetudes que, a menudo, asumieron como su deber el hablar

desdeñosamente del derecho romano puro, hablen aun más fervientemente de la

naturaleza y sus reglas que los jurisconsultos que profesaban un respeto exclusivo

al Código. Dumoulin, la gran autoridad en derecho consuetudinario francés, tiene

algún pasaje extravagante sobre derecho natural, y sus panegíricos tienen un

particular sesgo retórico que indicaba un alejamiento considerable de la cautela

de los jurisconsultos romanos. La hipótesis de un derecho natural se había

convertido no tanto en una teoría que guiaba la práctica como en un artículo de

fe especulativo, y, en consecuencia, encontramos que, en la transformación que

sufrió más recientemente, sus partes más débiles se elevaron al nivel de las más

sólidas en la estimación de sus defensores.

Había transcurrido la primera mitad del siglo XVIII cuando se llegó al periodo más

crítico de la historia del derecho natural. Si la discusión de la teoría y sus

consecuencias hubiera continuado siendo monopolio exclusivo de la profesión

legal, posiblemente se hubiera producido una disminución del respeto que

inspiraba, pues, por estas fechas, había aparecido el Esprit des Lois. El libro de

Montesquieu estaba marcado por ciertas exageraciones, y esto se debía a que el

autor, al mismo tiempo que rechazaba algunos supuestos entonces aceptados

acríticamente, mantenía con cierta ambigüedad un deseo de transigir con

algunos prejuicios en boga. Sin embargo, con todos sus defectos, el libro de

Montesquieu significó un avance en el uso del método histórico, ante el cual el

derecho natural no puede mantenerse en pie. Su influencia en el pensamiento

debería haber sido tan grande como su popularidad general; pero, de hecho,

nunca se le dio tiempo de proponerlo, pues las contra-hipótesis que parecía

destinado a destruir pasaron repentinamente del foro a la calle y se convirtieron

en la nota clave de controversias mucho más estimulantes que las sostenidas en

los tribunales o en las escuelas. La persona que lo lanzó en su nueva carrera era

un hombre notable que, sin erudición, con pocas virtudes y sin fuerza de carácter

dejó, sin embargo, imborrablemente impresa su huella en la historia, gracias a

una vívida imaginación y a un amor genuino y ardiente a su prójimo. A cambio

de esto último muchas cosas pueden serle perdonadas. Nunca hemos

presenciado en nuestra generación -de hecho, nunca se ha visto en el mundo

más que una o dos veces- una literatura que haya ejercido tan poderosa

influencia en la mente humana, en cada matiz y tono del intelecto, como la que

emanó de Rousseau entre 1749 y 1762. Fue el primer intento de reconstruir el

edificio de la confianza humana después de los esfuerzos iconoclastas iniciados

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por Bayle y, en parte, por Locke, y consumado por Voltaire. Esa teoría, además de

la superioridad que representa todo esfuerzo constructivo por encima de lo

simplemente destructivo, poseía la inmensa ventaja de aparecer en medio de un

escepticismo universal sobre la validez del conocimiento basado en materias

teoricas. Ahora bien, en todas las especulaciones de Rousseau, la figura central,

ya sea vestida en traje inglés, como signataria de un contrato social, o

simplemente desnuda de todo aparato histórico, es uniformemente el hombre, en

un supuesto estado natural. Toda ley o institución, que no cuadrara a este ser

imaginario, en estas circunstancias ideales, debe ser condenada por haberse

alejado de una perfección original. Toda transformación de la sociedad que diera

una semejanza mayor al mundo sobre el que reinaba esta criatura de la

naturaleza, es admirable y digna de efectuarse a cualquier costo aparente. La

teoría era todavía la de los jurisconsultos romanos, pues en la fantasmagoría con

que se puebla la condición natural, cada rasgo y característica elude la mente,

excepto la simplicidad y la armonía que atraían tanto al jurisconsulto. Sin

embargo, la teoría está, por decirlo así, patas arriba. El estado natural -y no el

derecho natural- se convierte en el sujeto primario de la meditación. El romano

había ideado que, mediante una cuidadosa observación de las instituciones

existentes, algunas partes podían separarse porque mostraban o podían mostrar,

tras una purificación sensata, los vestigios del reino natural cuya realidad

afirmaba débilmente. La creencia de Rousseau era que un orden social perfecto

podía ser desarrollado en base a la consideración del estado natural: un orden

social totalmente independiente de la condición actual del mundo y totalmente

distinto de ella. La diferencia entre los distintos puntos de vista es que, uno

condena el presente, amarga y ampliamente, por su desemejanza con el pasado

ideal; mientras que el otro, asumiendo que el presente es tan necesario como el

pasado, no lo censura o lo desprecia. No vale la pena analizar particularmente

esa filosofía de Ia política, del arte, de la educación, de la ética y de las

relaciones sociales que fue construida sobre la base del estado natural. Todavía

posee una fascinación singular entre los pensadores más indefinidos de cada país

y es, sin duda, el antecesor más o menos remoto de todos los prejuicios que

impiden el empleo del método histórico en la investigación; pero su descrédito

entre las mentes más elevadas de nuestros días es tan profundo que asombra

incluso a los que están familiarizados con la vitalidad extraordinaria del error

especulativo. La cuestión más frecuentemente planteada hoy en día tal vez no

sea cuál es el valor de esas opiniones sino cuáles fueron las causas que le dieron

tan enorme prominencia hace unos cien años (Téngase en cuenta que esta obra

de Henry Maine fue publicada en el año de 1881. Nota de Chantal López y Omar

Cortés). La respuesta, en mi opinión, es muy sencilla. En el siglo pasado, el estudio

de la religión hubiera podido corregir fácilmente los errores a que conduce una

atención exclusiva a la antigüedad legal. Pero la religión griega, tal como se

entendía entonces, estaba diluida en los mitos imaginarios. Las religiones

orientales -cuando se les prestaba atención- aparecían perdidas en vagas

cosmogonías. Existía solamente un cuerpo de testimonios primitivos que valía la

pena estudiar: la historia antigua de los hebreos. Pero no se recurrió a ellos debido

a los prejuicios de la época. Una de las pocas características que la escuela de

Rousseau compartía con la escuela de Voltaire era un desdén terminante por

todas las religiones antiguas y, más que ninguna, por la de la raza judía. Era bien

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sabido que, entre los hombres ilustrados de la época, era una cuestión de honor

no sólo negar que todas las instituciones creadas por Moisés hubieran sido

dictadas por orden divina, o que hubieran sido dictadas en una fecha posterior a

la que se le atribuye, sino afirmar que dichas instituciones y el Pentateuco entero

eran una falsificación gratuita realizada al regreso de la cautividad. Los filósofos

franceses, privados, de este modo, de una garantía importante en contra del error

especulativo, cayeron sin pensarlo, en su ansiedad por escapar de lo que creían

superstición de curas, en una superstición de jurisconsultos.

Pero aunque la filosofía fundada en la hipótesis de un estado natural ha caído de

la estima general, en cuanto que es observada en su aspecto más tosco y

palpable, no se sigue que en sus formas más sutiles haya perdido plausibilidad,

popularidad o poder. Creo, como ya he señalado, que es todavía la gran

antagonista del método histórico y siempre que -objeciones religiosas aparte- se

observe a cualquier mente resistir o despreciar ese modo de investigación, ésta

se hallará generalmente bajo la influencia de un prejuicio o una parcialidad

viciosa atribuibles a la creencia consciente o inconsciente en una condición de la

sociedad o del individuo no histórica y natural. Las doctrinas sobre la naturaleza y

el derecho natural han conservado su energía, sobre todo, por haberse aliado

con tendencias políticas y sociales. Algunas de esas tendencias se han visto

estimuladas por la doctrina del derecho natural; a otras las ha creado y a un gran

número les ha dado expresión y forma. Es obvio que forman parte de las ideas

que constantemente se irradian desde Francia al mundo civilizado y, de este

modo, se vuelven parte del pensamiento general, mediante el cual se modifica la

civilización. El valor de la influencia que así ejercen sobre el destino de la raza es

naturalmente uno de los puntos más ardientemente debatidos de nuestro tiempo.

Discutirlo está fuera del alcance de este tratado. No obstante, mirando hacia

atrás, al periodo en que la doctrina del estado natural adquirió el máximo de

importancia política, habrá pocos que nieguen su enorme contribución a los

desengaños más crasos en los que fue tan fértil la primera Revolución Francesa.

Reveló o contribuyó a revelar los vicios de ciertos hábitos mentales universales de

la época: desdén por el derecho positivo, irritación con la experiencia, y

preferencia por un a priori sobre cualquier otro razonamiento. En proporción,

también, a medida que esta filosofía se ha apoderado de mentes que no se han

dedicado mucho al pensamiento ni se han fortalecido mediante la observación,

su tendencia es a volverse claramente anárquica. Es sorprendente observar

cuántos de los Sophismes Anarchiques, que Dumont publicó para Bentham y que

incorporan errores de Bentham de influencia claramente francesa, se derivan de

la hipótesis romana, en su versión francesa, y son ininteligibles a menos que se

relacionen con ella. En este punto, constituye asimismo un raro ejercicio consultar

el Moniteur durante las principales etapas de la Revolución. Las apelaciones al

derecho y estado natural se vuelven: más frecuentes a medida que los tiempos se

hacen más ignorantes. Son comparativamente escasas en la Asamblea

Constituyente; mucho más frecuentes en la Asamblea Legislativa, y durante la

Convención -en medio del estrépito del debate sobre conspiración y guerra- se

vuelven continuas.

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Hay un ejemplo sencillo que ilustra muy bien los efectos de la teoría del derecho

natural en la sociedad moderna e indica lo lejos que están esos efectos de

haberse agotado. Creo que está fuera de toda duda el hecho de que debemos al

supuesto derecho natural la doctrina de la igualdad fundamental de todos los

hombres. El que todos los hombres son iguales es una proposición -de entre un

gran número de ellas- que, con el transcurso del tiempo, se ha vuelto política. Los

jurisconsultos romanos de la era Antonina establecieron que omnes homines

natura requales sunt, pero, a sus ojos, éste era un axioma estrictamente jurídico.

Intentaba afirmar que -bajo el hipotético derecho natural, y también en lo que el

derecho positivo se le parecía- las distinciones arbitrarias que el derecho civil

romano mantenía entre diferentes clases de personas cesaba de tener existencia

legal. La regla era de considerable importancia para el practicante romano, al

que había que recordarle que, puesto que se asumía que la jurisprudencia

romana concordaba exactamente con el código natural, en los tribunales

romanos no podía establecer diferencias entre ciudadanos y extranjeros, entre

hombres libres y esclavos, entre agnate y cognate. Los jurisconsultos que así se

expresaban ciertamente nunca pensaron en censurar el orden social, en el que el

derecho civil no guardaba una relación exacta con la teoría; tampoco creyeron,

aparentemente, que el mundo vería alguna vez una sociedad humana

completamente asimilada a la naturaleza. Pero, cuando la doctrina de la

igualdad humana hizo su aparición con un traje moderno, se había adoptado

evidentemente un nuevo matiz significativo. Donde el jurisconsulto romano había

escrito aequales sunt, significando exactamente lo que decía, el jurisconsulto

moderno escribió todos los hombres, son iguales, en el sentido de todos los

hombres deberían ser iguales. La peculiar idea romana de que el derecho natural

coexistía con el derecho civil, y gradualmente, lo absorbía, había sido

evidentemente perdida de vista, o se había vuelto ininteligible, y las palabras que

a lo más, habían transmitido una teoría sobre el origen, composición y desarrollo

de las instituciones humanas, comenzaban a expresar el sentido de un agravio

duradero sufrido por la humanidad. Ya al principio del siglo XIV, el lenguaje

ordinario sobre la condición innata de los hombres, aunque obviamente trata de

ser idéntico al de Ulpiano y sus contemporáneos, había asumido una forma y

significado totalmente diferentes. El preámbulo a la famosa ordenanza del rey Luis

Hutin emancipando a los siervos de los dominios reales habría sonado extraño a

oídos romanos. Mientras, según el derecho natural, todo el mundo debería nacer

libre, y mediante algunos usos y costumbres que, desde la antigüedad, han sido

introducidos y mantenidos hasta ahora en nuestro reino, y por ventura en razón de

los delitos de sus predecesores, muchas personas del pueblo común han caído

en el vasallaje, por tanto, Nosotros, etc.. Lo anterior no es la enunciación de una

regla legal, sino de un dogma político. A partir de esta fecha, los jurisconsultos

franceses hablan de la igualdad de los hombres como si se tratara de una verdad

política que había sido conservada en los archivos de su ciencia. Igual que

respecto a todas las deducciones de la hipótesis de un derecho natural, se asintió

lánguidamente y se sufrió tener poca influencia sobre opinión y práctica, hasta

que salió de la posesión de los jurisconsultos y fue a dar a los literatos del siglo

XVIII y al público que se hallaba a sus pies. Entre ellos, se convirtió en el principio

más claro de su credo e, incluso, fue considerado como un sumario de todos los

otros. Es probable, sin embargo, que el poder que adquirió finalmente sobre los

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acontecimientos de 1789 no fuese enteramente debido a su popularidad en

Francia, pues a mediados de siglo había cruzado a América. Los jurisconsultos

norteamericanos, especialmente los de Virginia, parecen haber poseído un

conjunto de conocimientos que difería principalmente del de sus

contemporáneos ingleses al concluir partes que solamente podían haberse

derivado de la literatura legal de la Europa continental. Un vistazo a los escritos de

]efferson mostraría hasta qué punto su mente se hallaba influenciada por las

opiniones semi-jurídicas, semi-populares, entonces en boga en FrancIa, y no

dudamos de que fue la simpatía por las ideas de los juristas franceses lo que llevó

a él y a otros jurisconsultos coloniales, que guiaron la marcha de los

acontecimientos en Norteamérica, a unir en las primeras líneas de su Declaración

de Independencia el supuesto, típicamente francés, de que todos los hombres

son iguales con el supuesto, más familiar entre los anglosajones, de que todos los

hombres nacen libres. El pasaje fue de enorme importancia para la historia de la

doctrina. Los jurisconsultos norteamericanos, al afirmar prominente y

enfáticamente la igualdad fundamental de todos los seres humanos, dieron

impulso a los movimientos políticos en su propio país y, en menor grado, a los de

la Gran Bretana, que está aun lejos de haberse agotado. Pero además regresaron

el dogma que ellos habían adoptado a su lugar de origen, Francia, dotado de

mayor energía y disfrutando de mayores derechos a una buena acogida y al

respeto general. Aun los más precavidos políticos de la primera Asamblea

Constituyente repetían la proposición de Ulpiano como si se encomendara de

inmediato a los instintos e instituciones de la humanidad, y, de todos los principios

de 1789 es el que ha sido menos enérgicamente atacado, el que ha fermentado

de una manera más completa la opinión moderna y el que promete modificar

más profundamente la constitución de sociedades y la política de los Estados.

El derecho natural cumplió su función más importante al dar a luz el moderno

Derecho Internacional y el actual derecho de guerra. Pero esta parte de sus

efectos hay que descartarla aquí con una simple mención, indigna de su gran

importancia.

Entre los postulados que forman la base del Derecho Internacional, o la parte que

retenga todavía de la forma que le dio su arquitecto original, hay dos o tres de

importancia preeminente. El primero está expresado en la posición de que hay un

determinado derecho natural. Grocio y sus sucesores tomaron directamente de

los romanos el supuesto, pero diferían ampliamente de los jurisconsultos romanos

y entre sí en sus ideas sobre el modo de determinación. La ambición de casi todo

publicista que ha florecido desde el Renacimiento ha sido proporcionar

definiciones nuevas y más manejables sobre la naturaleza y el derecho natural. Es

lógico que la concepción, al pasar por la larga serie de escritores de derecho

público, haya reunido en torno a ella una larga acrecencia, consistente en

fragmentos de ideas de casi todas las teorías éticas que, a su vez, han tomado

posesión de las escuelas. Sin embargo, es una prueba notable del carácter

esencialmente histórico de la concepción el que, después de todos los esfuerzos

que se han hecho para desarrollar el código natural, a partir de las características

necesarias del estado natural, gran parte del resultado sea igual al que habría

sido si los hombres hubieran quedado satisfechos con adoptar las sentencias de

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los jurisconsultos romanos sin cuestionarlas o revisarlas. Poniendo a un lado el

Convencional o Tratado del derecho de gentes, es sorprendente hasta qué grado

el sistema está formado de puro Derecho Romano. Siempre que hay una doctrina

de los jurisconsultos que afirma que está en armonía con el Jus Gentium, los

publicistas han encontrado una razón para tomarla prestada, por muy claras que

sean las señales de un origen claramente romano. Podemos observar también

que las teorías derivativas sufren las debilidades de la noción primaria. Entre la

mayoría de los publicistas, el modo de pensar es todavía mixto. Al estudiar a estos

escritores, la gran dificultad siempre consiste en descubrir si están discutiendo

sobre derecho o sobre moralidad; si el estado de las relaciones internacionales

que describen es ideal o real y si formulan lo que es, o lo que, en su opinión,

debería ser.

Entre los supuestos que sustenta el Derecho Internacional, el que le sigue en

categoría es que el derecho natural obliga a los Estados inter se. Pueden trazarse

una serie de afirmaciones o admisiones de este principio hasta la misma infancia

de la ciencia jurídica moderna, y, a primera vista, parece una inferencia directa

de la enseñanza de los romanos. El estado civil de la sociedad se distingue del

natural por el hecho de que, en el primero, hay un autor explícito de la ley,

mientras que en el último parece como si, desde el momento en que se admite

que un cierto número de unidades no obedecen a un soberano común o superior

político, fueran arrojados en los mandatos ulteriores del derecho natural. Los

Estados son esas unidades; la hipótesis de su independencia excluye la noción de

un legislador común y extiende, por tanto, según una cierta gama de ideas, la

noción de sumisión al primitivo orden natural. La alternativa consiste en considerar

las comunidades independientes, como no relacionadas entre sí por ninguna ley,

pero esta condición de desorden es exactamente el vacío que la naturaleza de

los jurisconsultos detestaba. Existen razones aparentes para creer que, si el juicio

del jurisconsulto romano se basaba en una esfera de la que había desaparecido

el derecho civil, instantáneamente se llenaría el vacío con las ordenanzas

naturales. No es seguro, sin embargo, asumir que en cualquier periodo de la

historia fueran sacadas las mismas conclusiones, por muy certeras e inmediatas

que nos parezcan. Nunca se ha aducido un pasaje de las obras del Derecho

Romano que, a mi juicio, pruebe que los jurisconsultos hayan creído que el

desarrollo natural tuviese carácter obligatorio entre Repúblicas independientes y

por la información que tenemos podemos ver que a los ciudadanos del Imperio

Romano, que consideraban sus dominios soberanos como coextensivos con la

civilización, el sometimiento igual de los diferentes Estados al derecho natural -en

caso de que fuese proyectado tal sometimiento- debe haberles parecido, a lo

más, el resultado extremo de una teoría rara. La verdad es que el Derecho

Internacional moderno, sin duda alguna descendiente del Derecho Romano, está

asociado con él solamente mediante una filiación irregular. Los primeros

intérpretes modernos de la jurisprudencia romana, al juzgar erróneamente el

significado del Jus Gentium, asumieron sin vacilaciones que los romanos les

habían legado un sistema de reglas para el ajuste de las transacciones

internacionales. Ese derecho de gentes fue, al principio, una autoridad que tuvo

que enfrentarse a formidables competidores, y las condiciones europeas fueron

durante largo tiempo de tal calibre que excluyeron su aceptación universal.

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Gradualmente, sin embargo, el mundo occidental adoptó una opinión más

favorable hacia la teoría de los civiles; las circunstancias destruyeron la autoridad

de las doctrinas rivales, y, finalmente, en una coyuntura peculiarmente oportuna,

Ayala y Grocio pudieron conseguirle el beneplácito entusiasta de Europa. Ese

beneplácito ha sido renovado una y otra vez en todo tipo de acuerdos solemnes.

Huelga decir que los grandes hombres a los que se debe su triunfo trataron de

establecerlo sobre una base enteramente nueva y es incuestionable que, en el

curso de su cambio de situación, alteraron una buena parte de su estructura,

aunque en menor grado de lo que comúnmente se supone. Habiendo tomado de

los jurisconsultos antoninos la idea de que el Juris Gentium y el Jus Naturae eran

idénticos, Grocio, junto con sus predecesores y sucesores inmediatos, atribuyó al

derecho natural una autoridad que tal vez nunca hubiera sido reclamada para él,

si derecho de gentes no hubiese sido en esa época una expresión ambigua.

Afirmaron sin reservas que el derecho natural es el código de los Estados y, de

este modo, pusieron en operación un proceso que ha continuado prácticamente

hasta nuestros días: el proceso de injertar en el sistema internacional reglas que se

supone han surgido de la simple contemplación de la naturaleza. Surge también

una consecuencia de inmensa importancia práctica para la humanidad que,

aunque no desconocida en la primera etapa de la historia moderna de Europa,

no fue nunca clara y universalmente reconocida hasta que las doctrinas de la

escuela de Grocio hubieron prevalecido. Si la sociedad de naciones es

gobernada por el derecho natural, los átomos que la componen deben ser

absolutamente iguales. Los hombres bajo el cetro de la naturaleza son todos

iguales y, por tanto, las Repúblicas son iguales si el estado internacional es un

estado natural. La proposición de que las comunidades independientes, por muy

diferentes que sean en tamaño y poder, son todas iguales en vista del derecho de

gentes, ha contribuido en buena medida a la felicidad de la humanidad, aunque

está constantemente amenazada por las tendencias políticas de cada época. Es

una doctrina que, probablemente, nunca habría obtenido una base segura si el

Derecho Internacional no debiera enteramente sus majestuosos derechos

naturales a los publicistas que escribieron después del Renacimiento.

En conjunto, sin embargo, es asombroso, como ya he señalado, la poca

proporción que guardan las adiciones hechas al Derecho Romano desde la

época de Grocio con los ingredientes que fueron sencillamente tomados del

estrato más antiguo del Jus Gentium romano. La adquisición de territorio ha sido

siempre el gran acicate de la ambición nacional, y las reglas que gobiernan esta

adquisición, junto con las reglas que moderan las guerras en que muy

frecuentemente resultan, son meramente transcritas de la parte del Derecho

Romano que trata de los modos de adquirir propiedad jure gentium. Estos medios

de adquisición fueron sacados de los jurisconsultos más antiguos, como he

tratado de explicar, abstrayendo un ingrediente común de ciertos usos que fueron

observados entre las varias tribus que circundaban Roma. Al clasificarlos, en base

a su origen en el derecho común de gentes, los jurisconsultos posteriores creyeron

que encajarían, por su simplicidad, en la concepción más reciente de un derecho

natural. De este modo, se abrieron paso hasta el moderno Derecho Internacional.

El resultado es que, aquellas partes del sistema internacional que se refieren a

dominio, su naturaleza, sus limitaciones, los modos de adquirirlo y asegurarlo, son

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puro Derecho Romano sobre la propiedad. Es decir, contiene la parte del Derecho

Romano sobre propiedad que los jurisconsultos antoninos estimaron adecuada

para guardar cierta congruencia con el estado natural. Para que estos principios

del Derecho Internacional puedan ser susceptibles de aplicación, es necesario

que los soberanos estén relacionados entre sí, igual que lo estaban los miembros

de un grupo propietario romano. Este es otro de los postulados que yacen en el

umbral del código internacional, al que no hubiera sido posible suscribirse

durante los primeros siglos de la moderna historia europea. Se puede resumir en la

doble proposición de que la soberanía es territorial, es decir, que va siempre

asociada a la propiedad de una porción de la superficie terrestre, y que los

soberanos inter se son considerados no supremos, sino absolutos dueños del

territorio del Estado.

Muchos escritores contemporáneos de Derecho Internacional asumen

tácitamente que las doctrinas de su sistema, fundadas en los principios de

equidad y sentido común, se prestaron fácilmente a ser razonadas en todas las

etapas de la civilización moderna. Pero este supuesto, al mismo tiempo que

esconde algunos defectos reales de la teoría internacional, es totalmente

insostenible en lo que respecta a una buena parte de la historia moderna. No es

cierto que la autorIdad del Jus Gentium, en cuanto a los intereses de las naciones,

haya sido siempre aceptada; al contrario, ha tenido que luchar continuamente en

contra de las pretensiones de varios sistemas en competencia. No es tampoco

cierto que el carácter territorial de la soberanía haya sido reconocido siempre,

pues, por largo tiempo, tras la disolución del dominio romano, los hombres se

hallaban bajo la influencia de ideas irreconciliables con tal concepción. Tenía

que decaer un viejo estado de cosas y de los puntos de vista asociados a él, tenía

que surgir una nueva Europa, un aparato análogo de nociones nuevas, antes de

que los dos postulados principales del Derecho Internacional pudieran admitirse

universalmente.

Es sumamente importante tener presente que, durante gran parte del periodo que

generalmente denominamos historia moderna, no se abrigaba una concepción

del tipo de soberanía territorial. La soberanía no iba asociada al dominio sobre

una porción o subdivisión de la tierra. El mundo había yacido tantos siglos bajo la

sombra de la Roma Imperial como para haber olvidado esta distribución de los

vastos espacios comprendidos dentro del Imperio. Este ya se había dividido en un

cierto número de Repúblicas independientes, que reclamaban la inmunidad

contra la interferencia extrínseca y pretendían tener igualdad de derechos

nacionales. Después del apaciguamiento de las irrupciones bárbaras, la noción

de soberanía que prevaleció parece haber sido doble. De una parte, asumió la

forma de lo que podría llamarse soberanía-tribal. Los francos, los borgoñones, los

vándalos, los lombardos y visigodos eran, naturalmente, amos de los territorios

que ocuparon y a los que algunos de ellos habían dado un nombre geográfico;

pero no basaban sus derechos en la posesión territorial y, de hecho, no le daban

importancia alguna. Parecen haber retenido las tradiciones que les acompañaron

desde la selva y la estepa, y haber continuado siendo una sociedad patriarcal,

una horda nómada, simplemente acampados por un cierto tiempo en el suelo

que les daba el sustento. Una parte de la Galia Transalpina, junto con una parte

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de Alemania, formaban ahora el país ocupado de facto por los francos -era

Francia-; pero la línea de capitanes Merovingios, los descendientes de Clodoveo,

no eran reyes de Francia, eran reyes de los Francos. La alternativa de esta noción

particular de soberanía parece haber sido -y este es el punto importante- la idea

de dominio universal. El momento en que un monarca se apartaba de la relación

especial de jefe de clan, y solicitaba, por razones personales, ser investido con

una nueva forma de soberanía, el único precedente que se presentaba era la

dominación de los emperadores romanos. Para parodiar una cita común, él

devenía aut Cesar aut nullus. O bien asumía todas las prerrogativas del

emperador bizantino o carecía de todo status político. En nuestro propio tiempo,

cuando una nueva dinastía desea arrasar con el título prescriptivo de una línea

destronada, toma su designación del pueblo, en lugar del territorio. Así tenemos

emperadores y reyes de los franceses, y un rey de los belgas. En el periodo de

que hemos estado hablando, bajo circunstancias similares, se presentaba una

alternativa diferente. El jefe que ya no pudiera llamarse rey de la tribu debía

pretender ser emperador del mundo. Así, cuando los alcaldes hereditarios de

palacio hubieron cesado de establecer un compromiso con los monarcas a los

que ya hacía tiempo habían virtualmente destronado, pronto se mostraron reacios

a llamarse reyes de los francos, título que pertenecía a los destronados

merovingios; pero tampoco se avinieron a llamarse reyes de Francia, pues tal

designación, aunque aparentemente no era desconocida, no era un título de

dignidad. De conformidad, se hicieron aspirantes al imperio universal. Sus motivos

han sido comprendidos muy mal. Escritores franceses recientes han dado por

sentado que Carlomagno iba por delante de (o antecedió a) su época, tanto por

el carácter de sus designios como por la energía con que los acometió. Sea o no

cierto el que alguien, en algún momento, pueda ir por delante de su época, el

hecho real es que Carlomagno, al aspirar a un dominio ilimitado, estaba tomando

el único curso que las ideas características de su época le permitían seguir. Está

fuera de toda duda su eminencia intelectual, pero ésta la han probado sus

hechos y no su teoría.

Estos puntos de vista singulares no se alteraron ante la participación de la

herencia de Carlomagno entre sus tres nietos. Carlos el Calvo, Luis y Lotario eran

todavía, teóricamente -si es adecuado utilizar la palabra-, emperadores de

Roma. Al igual que los césares de los Imperios Oriental y Occidental habían sido

cada uno de ellos emperador de jure de todo el mundo, con un control de facto

sobre la mitad. Los tres carolingios, de este modo parecen haber considerado su

poder limitado, pero sus títulos absolutos. La misma universalidad teórica de la

soberanía continuaba asociada con el trono imperial tras la segunda división a la

muerte de Carlos el Gordo, y, de hecho, nunca fue totalmente disociado de él

mientras duró el imperio de Alemania. La soberanía territorial -la idea que asocia

soberanía con la posesión de una porción limitada de la superficie terrestre- fue

claramente un vástago, aunque tardío, del feudalismo. Esto podría haberse

esperado a priori, pues el feudalismo fue el primero que vinculó los deberes

personales y, en consecuencia, los derechos personales a la propiedad de la

tierra. Independientemente de cuál sea el punto de vista sobre su origen y

naturaleza legal, el mejor modo de representar en forma vívida la organización

feudal es comenzar con la base, considerar la relación del arrendatario al pedazo

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de tierra que creaba y limitaba sus servicios, y luego elevarse, por medio de

círculos cada vez más estrechos de super-enfeudación, hasta aproximarse a la

cúspide del sistema. No es fácil decidir dónde estaba exactamente esa cúspide

durante la última parte de la Edad Media. Es probable que, toda vez que la

concepción de la soberanía tribal había realmente decaído, el punto más alto le

fuese siempre asignado al supuesto sucesor de los césares de Occidente. Pero

antes de que transcurriese mucho tiempo, cuando ya la esfera real de la

autoridad imperial había disminuido inmensamente, cuando los emperadores

habían concentrado los escasos restos de su poder en Alemania y el norte de

Italia, los grandes señores feudales de todas las porciones distantes del antiguo

Imperio Carolingio se hallaban prácticamente sin una cabeza suprema. Poco a

poco, se habituaron a la nueva situación y el hecho de la inmunidad dejó

finalmente a un lado la teoría de dependencia. Sin embargo, existen numerosos

vestigios de que este cambio no se logró muy fácilmente, y, de hecho, podemos

indudablemente asignar la creciente tendencia a atribuir una superioridad

secular a la Sede de Roma a la impresión general de que está dentro de la

naturaleza de las cosas el que haya una dominación culminante en alguna parte.

El fin de la primera etapa en la revolución de las ideas está marcado por la

ascensión de la dinastía de los Capetos en Francia. Cuando el príncipe feudal de

un territorio limitado de los alrededores de París comenzó a llamarse Rey de

Francia pues, accidentalmente, había unido un número desusado de soberanías

bajo su persona, se convirtió en rey, en un sentido totalmente nuevo: un soberano

que mantenía la misma relación con el suelo de Francia que un barón con su

heredad, o el arrendatario con su parcela. El precedente, no obstante, fue tan

influyente como innovador, y la forma de la monarquía francesa tuvo efectos

visibles en la activación de cambios que se estaban llevando a cabo en otras

partes en la misma dirección. La monarquía de las casas reales anglosajonas se

hallaba a medio camino entre la jefatura de una tribu y una supremacía territorial;

pero la superioridad de los monarcas normandos, imitada de la del rey de

Francia, era claramente una soberanía territorial. Todo dominio que fue

establecido o consolidado posteriormente se conformó según el último modelo.

España, Nápoles y los principados fundados sobre las ruinas de la libertad

municipal en Italia, se hallaban bajo gobernantes cuya soberanía era territorial.

Habría que añadir que pocas cosas son más curiosas que el lapso gradual de los

venecianos de un punto de vista al otro. Al comienzo de sus conquistas

extranjeras, la República se consideraba como la antítesis de la República

romana, gobernante de un cierto número de provincias sometidas. Un siglo más

tarde, uno encuentra que desea ser considerada como un soberano corporativo,

con derechos de soberano feudal sobre sus posesiones en Italia y en el mar Egeo.

Durante el periodo en el que las ideas populares sobre el asunto de la soberanía

estaban sufriendo este cambio notable, el sistema que continuó en el lugar de lo

que ahora denominamos Derecho Internacional, era heterogéneo en forma e

inconsistente con los principios a los que apelaba. En la parte de Europa que

quedaba comprendida en el Imperio Romano-germánico, la conexión de los

Estados confederados estaba regulada por el complejo y todavía incompleto

mecanismo de la constitución imperial, y, por sorprendente que parezca, una de

las nociones favoritas de los jurisconsultos alemanes era que las relaciones entre

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las Repúblicas dentro y fuera del imperio deberían ser reguladas no por el Jus

Gentium, sino por la pura jurisprudencia romana, de la que el César era todavía el

centro. Esta doctrina era menos abiertamente repudiada en los países distantes

de lo que podríamos suponer. Pero, en lo sustancial, en el resto de Europa, las

subordinaciones feudales proporcionaron un sustituto del derecho público, y,

cuando aquéllas fueron socavadas o se volvieron ambiguas, quedaba detrás, al

menos en teoría, una fuerza reguladora suprema en la autoridad de la cabeza de

la Iglesia. Es cierto que la influencia eclesiástica y feudal decayó rápidamente

durante el siglo XV, e incluso durante el siglo XIV, y, si examinamos de cerca los

pretextos de las guerras y los motivos confesados de las alianzas, se verá que,

paralelamente al desplazamiento de los viejos principios, los principios después

armonizados y consolidados por Ayala y Grocio, estaban haciendo grandes

avances, aunque en silencio y con lentitud. No es posible decidir ahora si la fusión

de todas las fuentes de autoridad se habrían convertido finalmente en un sistema

de relaciones internacionales y si este sistema habría mostrado diferencias

materiales de la obra de Grocio, pues, de hecho, la Reforma destruyó todos sus

elementos potenciales excepto uno. Nacida en Alemania dividió a los príncipes

del imperio tan profundamente que ni siquiera la supremacía imperial pudo

superar las diferencias, aun cuando el superior imperial había permanecido

neutral. No obstante, se vio forzado a tomar partido al lado de la Iglesia en contra

de los reformadores; el Papa se vio, como es natural, en el mismo predicamento,

y, de este modo, las dos autoridades a quienes correspondía el papel de

mediación entre los combatientes se convirtieron en los líderes de una gran

facción en el cisma de las naciones. El feudalismo, ya debilitado y desacreditado

como principio de relaciones públicas, no proporcionaba un lazo lo bastante

estable para contrapesar las alianzas religiosas. En condiciones en que el

derecho público se hallaba en un estado poco menos que caótico, aquellas

opiniones sobre un sistema estatal, que supuestamente habían ratificado los

jurisconsultos romanos, fue lo único que permaneció. La forma, la simetría. y la

preeminencia que asumieron en manos de Grocio son conocidas de todo

hombre culto; pero lo maravilloso del tratado De Jure Belli et Pacis fue su éxito

rápido. completo y universal. Los horrores de la Guerra de los Treinta Años, el

terror y piedad ilimitadas que provocaba la desenfrenada licencia de la

soldadesca, deben indudablemente tomarse en cuenta para comprender, en

cierto grado, ese éxito, pero no lo explican en su totalidad. No se necesita estar

empapados de las ideas de aquella época para comprender que, si el plan

básico del edificio internacional que fue diseñado en el gran libro de Grocio no

hubiera sido teóricamente perfecto, habría sido descartado por los juristas y

olvidado por estadistas y soldados.

Es obvio que la perfección teórica del sistema de Grocio está íntimamente

relacionada con la concepción de soberanía territorial que hemos estado

analizando. La teoría del Derecho Internacional asume que las Repúblicas se

hallan, relativamente entre sí, en un estado natural; pero los átomos componentes

de una sociedad natural tienen que, dado el supuesto fundamental, estar aislados

e independientes entre sí. Si hubiere un poder superior relacionándolos, por muy

superficial y ocasionalmente que fuese, mediante el derecho de una supremacía

común, la misma concepción de un superior común introduce la noción de

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derecho positivo, y excluye la idea de un derecho natural. Se sigue, por tanto,

que si se hubiera admitido la soberanía universal de una cabeza imperial, aun en

simple teoría, los trabajos de Grocio habrían resultado en vano. Tampoco es éste

el único punto de confluencia entre el derecho público moderno y la concepción

de soberanía, cuyo desarrollo he tratado de describir. Ya he señalado que hay

apartados completos de jurisprudencia internacional que traducen el Derecho

Romano sobre propiedad. ¿Cuál es, entonces, la influencia? Es la siguiente: si no

hubiera habido tal cambio como el que he descrito al hablar de soberanía, si la

soberanía no hubiera estado relacionada con la propiedad de una porción

limitada de la tierra, si, en otras palabras, la soberanía no se hubiera hecho

territorial, tres cuartas partes de la teoría de Grocio habrían sido, inaplicables.

CAPÍTULO V

La sociedad primitiva y el derecho antiguo

En la época moderna nunca se ha perdido de vista la necesidad de someter el

campo de la jurisprudencia al tratamiento científico. La conciencia de esa

necesidad ha resultado en ensayos realizados por mentes de muy variado

calibre. No creo que sea mucha presunción afirmar que lo que hasta la fecha ha

ocupado el lugar de ciencia ha sido, en buena parte, un conjunto de conjeturas -

las mismísimas conjeturas que se hacían los jurisconsultos romanos- que fueron

analizadas en los dos capítulos precedentes. Una serie de enunciados explícitos,

que reconocen y adoptan estas teorías conjeturales acerca de un estado natural,

junto con un sistema de principios análogo, se ha desarrollado, con breves

interrupciones, desde la época de sus inventores hasta nuestros días. Aparecen

en las anotaciones de los glosadores que fundaron la jurisprudencia moderna, y

en los estudios de los juristas escolásticos que los sucedieron. Se hallan asimismo

visibles en los dogmas de los canonistas. Los eminentes jurisconsultos que

florecieron durante el Renacimiento los hicieron famosos. Grocio y sus sucesores

les dieron brillantez, plausibilidad e importancia práctica. Pueden también leerse

en los capítulos introductorios de nuestro propio Blackstone, quien los ha transcrito

textualmente de Burlamaqui. Finalmente, siempre que los manuales publicados

hoy en día, para orientación de estudiantes y profesionales, comienzan con una

discusión de los primeros principios del derecho, inevitablemente se transforman

en un reenunciado de la hipótesis romana. Los disfraces que adoptan dichas

conjeturas así como su forma original nos proporcionan una idea adecuada de la

enorme sutileza con que se hallan entremezcladas en el pensamiento humano. La

teoría de Locke, que atribuye el origen del derecho a un contrato social, apenas

esconde su raíz romana y, en la realidad, fue solamente un traje con el que las

ideas antiguas se presentaron en una forma más atractiva a una generación

particular. De otra parte, la teoría de Hobbes sobre el mismo tema fue ideada a

propósito para repudiar la realidad de un derecho natural tal como lo habían

concebido los romanos y sus discípulos. Sin embargo, estas dos teorías, que

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durante largo tiempo dividieron a los políticos partidarios ingleses en campos

hostiles, se parecen estrictamente en su supuesto fundamental: un estado de la

raza no histórico e inverificable. Sus autores difieren sobre las características del

estado presocial, y sobre la naturaleza de la extraordinaria acción mediante la

cual los hombres se elevaron hasta la organización social que nosotros

conocemos, pero estaban de acuerdo en que un gran abismo separaba al

hombre primitivo del hombre social. Esta noción, indudablemente, la tomaron,

consciente o inconscientemente, de los romanos. Si realmente se considera el

fenómeno legal del modo en que estos teóricos lo consideraron -es decir, como

una totalidad vasta y compleja- no es de extrañar que la mente evada a menudo

la tarea que se ha señalado y recurra a alguna conjetura ingeniosa que

(interpretada plausiblemente) parecerá reconciliar todo, o bien que, a veces,

renuncie -desesperada- al trabajo de sistematización.

De entre las teorías de jurisprudencia que tienen la misma base especulativa que

la doctrina romana hay que excepcionar a dos muy célebres. La primera es la

que se halla asociada al nombre de Montesquieu. A pesar de que hay algunas

expresiones ambiguas en la primera parte del Esprit des Lois, que parecen mostrar

la renuencia del escritor a romper muy abiertamente con opiniones hasta

entonces populares, la dirección general del libro es indicar una concepción de

su tema muy diferente de cualquiera de las que se habían abrigado

anteriormente. Se ha señalado con frecuencia que, de entre la enorme variedad

de ejemplos que se pueden sacar de muchos estudios de los supuestos sistemas

de jurisprudencia, hay un evidente cuidado en hacer resaltar aquellas costumbres

e instituciones que asombran al lector civilizado por su tosquedad, rareza o

indecencia. Lo que se infiere constantemente es que las leyes son producto del

clima, la situación local, el accidente o la impostura, es decir, fruto de cualquier

causa excepto de las que parecen operar con una mediana constancia.

Montesquieu, de hecho, parece haber concebido la naturaleza humana como

enteramente plástica, como algo que reproduce pasivamente las impresiones y

se somete implícitamente a los impulsos que recibe del exterior. Y aquí se

encuentra el error que, sin duda, vicia su sistema como tal. Menosprecia

enormemente la estabilidad de la naturaleza humana. Presta muy poca o

ninguna atención a las cualidades heredadas de la raza, las cualidades que

cada generación recibe de sus predecesores y que transmite, con ligeras

alteraciones, a la generación siguiente. Es muy cierto, de hecho, que no podrá

darse ninguna explicación completa de los fenómenos sociales y, en

consecuencia, de las leyes hasta que no se preste suficiente atención a las

causas modificadoras que se han señalado en el Esprit des Lois; sin embargo, su

número y fuerza parecen haber sido muy exageradas por Montesquieu.

Posteriormente se ha demostrado que muchas de las anomalías que aducía

como ejemplo se basaban en una información falsa o interpretación errónea. De

las que siguen en pie, no pocas demuestran la permanencia más que la

variabilidad de la naturaleza humana dado que son vestigios de estados

anteriores que sobrevivieron obstinadamente a las influencias que se dejaron

sentir en otros campos. Nuestra constitución mental, moral y física es muy

partidaria de la estabilidad y opone una gran resistencia al cambio de tal modo

que, a pesar de que las variaciones de la sociedad humana en una parte de

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52

mundo son claramente visibles, sin embargo, no son ni tan rápidas ni tan extensas

que no se puedan determinar. En el estado actual del conocimiento no podemos

aspirar más que a una cierta aproximación a la verdad, pero no existe razón

alguna para creer que sea tan remota o (lo que equivale a lo mismo) que

requerirá tantos cambios futuros como para que, finalmente, resulte enteramente

inútil e ineducativa.

La otra teoría a la que se ha hecho referencia es la teoría histórica de Bentham.

Esta teoría que es propuesta oscuramente (y puede incluso decirse que con

timidez) en varias partes de las obras de Bentham es muy distinta del análisis de la

concepción del derecho que inició en el Fragmento sobre el Gobierno y que ha

sido completado recientemente por John Austin. La resolución de una ley en un

mandato de una naturaleza particular, impuesta en condiciones especiales, no

hace más que protegernos de una dificultad -una dificultad enorme, claro está-

del lenguaje. Todo el debate permanece abierto en cuanto a los motivos de las

sociedades para auto-imponerse estos mandatos, a la conexión de esos

mandatos entre sí, y la naturaleza de su dependencia respecto de aquellos que

los precedieron y a los que han superado. Bentham señala que las sociedades

modifican, y siempre han modificado, sus leyes de acuerdo a los cambios

operados en sus ideas acerca de lo que es la utilidad general. Es difícil afirmar

que esta proposición sea falsa, pero ciertamente parece ser infructuosa. Pues lo

que parece ser útil para una sociedad -o, más bien, para su parte gobernante-

cuando altera un reglamento legal es seguramente lo mismo que tiene presente

cuando realiza el cambio, independientemente de cuál sea ese objeto que tiene

presente. La utilidad y el bien sumo no son más que nombres diferentes del

impulso que incita a la modificación, y cuando establecemos la utilidad como

regla del cambio de una ley u opinión, todo lo que obtenemos de la proposición

es la sustitución de un término claro por un término que necesariamente se

sobreentiende cuando afirmamos que un cambio ocurre.

Existe un descontento tan vasto hacia las teorías existentes de jurisprudencia y

una convicción tan general de que realmente no resuelven las cuestiones que

pretenden arreglar, que se empieza a justificar la sospecha de que alguna línea

de investigación necesaria para obtener un resultado perfecto no ha sido seguida

en su totalidad o ha sido enteramente omitida por sus autores. Y, de hecho, existe

una notoria omisión atribuible a todas estas especulaciones, excepto tal vez a las

de Montesquieu. No toma en cuenta lo que ha sido realmente el derecho en

épocas anteriores al periodo particular en que hicieron su aparición. Sus

creadores observaron con detenimiento las instituciones de su propia época y

civilización y las de otras épocas y civilizaciones con las que guardaban cierta

afinidad intelectual, pero, cuando dirigieron su atención a estados arcaicos de la

sociedad, que presentaban bastantes diferencias superficiales con la suya, todos

dejaron de observar y comenzaron a hacer conjeturas. El error que cometieron es,

por tanto, análogo al error de alguien que, al investigar las leyes del universo

material, comenzara contemplando el mundo físico existente en su conjunto, en

lugar de comenzar con las partículas que son sus ingredientes más simples. A uno

le es difícil ver por qué tal solecismo científico debe ser más defendible en

jurisprudencia que en cualquier otro rubro de pensamiento. Debería parecer

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53

obvio comenzar a partir de las formas sociales más simples en un estado lo más

cercano posible a su condición rudimentaria. En otras palabras, si siguiéramos el

curso normal en tales investigaciones, deberíamos remontarnos lo más lejos

posible en la historia de las sociedades primitivas. Las sociedades antiguas nos

presentan una serie de fenómenos que no son fáciles, al principio, de

comprender; sin embargo, la dificultad de abordarlos no guarda proporción con

las dudas que nos asaltan al considerar el tremendo embrollo de la organización

social moderna. Es una dificultad que surge de su carácter extraño y raro, no de

su número y complejidad. Uno no supera fácilmente la sorpresa que ocasionan

cuando se observan desde un punto de vista moderno; pero una vez que se

supera esa dificultad son fenómenos escasos y simples. Sin embargo, aun si

plantearan más problemas no se perdería nada en descubrir los orígenes de cada

forma de restricción moral que controla nuestras acciones y conforma nuestra

conducta en el presente.

Los rudimentos del estado social, hasta donde tenemos conocimiento de ellos,

son conocidos por medio de tres clases de testimonios: narraciones de

observadores contemporáneos de civilizaciones menos avanzadas que la suya;

los datos que algunas razas han conservado de su historia primitiva, y el derecho

antiguo. El primer tipo de testimonio es el mejor que podíamos esperar. Como las

razas no avanzan al mismo tiempo, sino a diferentes tasas de progreso, han

habido épocas en que ciertos hombres entrenados en el hábito de la observación

metódica han estado realmente en posición de observar y descubrir la infancia

de la humanidad. Tácito aprovechó muy bien tal oportunidad; pero Alemania, a

diferencia de otros libros clásicos famosos, no ha inducido a otros a seguir el

excelente ejemplo sentado por su autor y el número de esta clase de testimonios

que poseemos es muy escaso. El altivo desprecio que una persona civilizada

tiene hacia sus vecinos bárbaros ha resultado en un notable desinterés por

observarlos, y este descuido se ha visto a veces agravado por el temor, por el

prejuicio religioso, e incluso por la utilización de estos mismos términos -

civilización y barbarie- que transmiten a la mayoría de la gente la impresión de

una diferencia no meramente de grado sino de calidad. Algunos críticos

sospechan que Alemania sacrificó la fidelidad a la acerbidad del contraste y al

carácter pintoresco de la narración. Otras historias que han llegado hasta nosotros

de entre los archivos de los pueblos a cuya infancia se refieren, se hacen

asimismo sospechosas de estar distorsionadas por el orgullo racial o por el

sentimiento religioso de una época más reciente. Es importante, entonces,

observar que estas sospechas, ya sean infundadas o racionales, no son muy

atribuibles al derecho arcaico. Gran parte del viejo derecho que ha llegado a

nosotros se ha preservado meramente porque era viejo. Los que lo practicaron y

obedecieron no pretendían comprenderlo, y, en algunos casos, incluso lo

ridiculizaron y despreciaron. No ofrecieron ninguna explicación acerca de él,

excepto que venía de sus antepasados. Si limitamos nuestra atención, entonces,

a los fragmentos de las instituciones antiguas, que probablemente no hayan sido

tocadas, podemos obtener una concepción clara de ciertas grandes

características de la sociedad a la que pertenecieron. Si avanzamos un paso

más, podemos aplicar nuestro conocimiento a sistemas legales que, como el

Código de Menu, poseen en conjunto una sospechosa autenticidad, y, utilizando

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la clave que hemos conseguido, estamos en condiciones de discriminar aquellas

porciones que son verdaderamente arcaicas de aquellas que se han visto

afectadas por los principios, los intereses o la ignorancia del compilador. Al

menos se admitirá que, si los materiales para este proceso son suficientes y si las

comparaciones se realizan con rigor y exactitud, los métodos ultilizados son tan

poco censurables como aquellos que han llevado a resultados tan sorprendentes

en la filosofía comparada.

El significado del testimonio derivado de la jurisprudencia comparada es

establecer una idea de la condición prístina de la raza humana que es conocida

como Teoría Patriarcal. No hay duda de que esta teoría se basó en sus orígenes

en las historias bíblicas de los patriarcas hebreos de Asia Menor; pero, como ya se

ha explicado, su conexión con la Biblia más bien militaba en contra de su

aceptación como teoría completa, puesto que la mayoría de los investigadores

que hasta muy recientemente se dedicaban con la mayor honestidad a la

coligación de los fenómenos sociales, o bien se hallaban influidos por un fuerte

prejuicio en contra de la antigüedad hebrea o por un enorme deseo de construir

su sistema sin ayuda de datos religiosos. Aún ahora hay cierta predisposición a

infravalorar esas narraciones o, más bien, a rehusar hacer generalizaciones a

partir de ellas, puesto que forman parte de las tradiciones de un pueblo semita. Es

de señalar, no obstante, que el testimonio legal procede casi exclusivamente de

las instituciones de sociedades que pertenecen al tronco indoeuropeo: romanos,

hindúes y eslavos, proporcionan la mayor parte. En el estado actual de la

investigación la dificultad reside en saber dónde parar, decir de qué razas no es

admisible afirmar que la sociedad en que se hallan unidos estuvo originalmente

organizada en base al modelo patriarcal. Los principales lineamientos de tal

sociedad, compilados de los primeros capítulos del Génesis, no tengo por qué

describirlos con detalle, dado que son conocidos por la mayoría de nosotros

desde la infancia, y porque, por el interés que suscitó la controversia que toma su

nombre del debate entre Locke y Filmer, llenan todo un capítulo, aunque no sea

muy útil, de la literatura inglesa. Los puntos que yacen en la superficie de la

historia son: el padre (varón) más viejo -el ascendiente más anciano- es un ser

absolutamente supremo dentro de la familia. Tiene poder de vida o muerte, y ese

poder incluye a sus hijos, a sus casas y a sus esclavos. La relación de hijo y siervo

parecen diferir muy poco más allá de la capacidad que posee el hijo

consanguíneo de llegar a ser un día el cabeza de una familia. Los rebaños y

piaras de los hijos son los rebaños y piaras del padre: y las posesiones del padre,

que posee con un carácter representativo más que propietario, son divididas en

partes iguales a su muerte entre sus descendientes en primer grado. El hijo mayor

recibe a veces una partida doble por derecho de primogenitura, pero más a

menudo no tiene ventaja hereditaria alguna más allá de una precedencia

honorífica. Una inferencia menos obvia de las narraciones bíblicas es que

parecen encaminarnos sobre las huellas de la infracción primaria al poder del

padre. Las familias de Jacob y Esaú se separan y forman dos naciones; pero las

familias de los hijos de Jacob se mantienen juntas y forman un pueblo. Esto se

asemeja al germen inmaduro de un Estado o República y de un orden de cosas

superior a los derechos de la relación familiar.

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Si, como jurista, deseara expresar brevemente las características de la situación

en que se reveló la humanidad en el amanecer de su historia, me contentaría con

citar unos cuantos versos de La Odisea de Homero: (versos en griego que nos es

imposible reproducir, pero cuya traducción al español es como sigue):

No tienen asambleas consultivas ni temistes, pero todo el mundo ejerce

jurisdicción sobre sus esposas e hijos y no hacen caso unos a otros. Estas líneas se

refieren a los cíclopes, y tal vez no sea una idea extravagante sugerir que el

cíclope es el estereotipo que tiene Homero sobre un extranjero y una civilización

menos avanzada. La aversión casi física que cualquier comunidad primitiva siente

por hombres de costumbres muy diferentes a las suyas generalmente se expresa

describiéndolos como monstruos, tales como gigantes, o incluso (lo que es casi

siempre el caso de la mitología oriental) como demonios. Como quiera que sea,

los versos condensan la suma de las sugerencias que nos ofrece la antigüedad

legal. Los hombres se ven primero distribuidos en grupos perfectamente aislados,

cohesionados por su obediencia al padre. El derecho es la palabra del padre,

pero todavía no ha alcanzado la etapa de las temistes que analizamos en el

capítulo primero. Cuando llegamos al estado social en que estas primeras

concepciones legales ya están formadas, encontramos que todavía participan

del misterio y espontaneidad que deben haber caracterizado las órdenes de un

padre despótico, pero al mismo tiempo, dado que proceden de un soberano,

presuponen una unión de grupos familiares en alguna organización más amplia.

La siguiente cuestión que se plantea es cuál es la naturaleza de esta unión y el

grado de intimidad que implica. En este punto, justamente, el derecho arcaico

nos presta un servicio enorme y llena un vacío que, de otro modo, tendría que

haberse llenado mediante conjeturas. En todas sus áreas, el derecho arcaico está

lleno de indicaciones clarísimas de que la sociedad en los tiempos primitivos no

era lo que se asume hoy en día que era: una agregación de individuos. De hecho,

y respecto de los hombres que la componían, era una agregación de familias. El

contraste puede expresarse con mayor fuerza diciendo que la unidad de una

sociedad antigua era la familia; la de una sociedad moderna es el individuo.

Debemos estar preparados para hallar en el derecho antiguo todas las

consecuencias de esta diferencia. Está ideado para que se ajuste a un sistema de

pequeñas corporaciones independientes. Es, por tanto, reducido, puesto que se

ve suplementado por las órdenes despóticas de los cabeza de familia. Es

ceremonioso, porque las transacciones a las que presta atención se asemejan a

asuntos internacionales más que al rápido juego de la relación entre individuos.

Sobre todo posee una peculiaridad cuya importancia total no puede ser

demostrada ahora. Tiene una visión de la vida totalmente distinta de cualquiera

que aparezca en la jurisprudencia desarrollada. Las corporaciones nunca mueren

y, en consecuencia, el derecho primitivo considera las entidades de las que se

ocupa (por ejemplo, el grupo familiar o patriarcal) como perpetuas o

inextinguibles. Este punto de vista se halla estrechamente unido al aspecto

peculiar bajo el que, en tiempos muy antiguos, se presentaban los atributos

morales. La elevación o degradación moral del individuo parece hallarse

confundida o ser postergada por los méritos y ofensas del grupo al que pertenece

el individuo. Si la comunidad peca, su culpa es mucho más que la suma de las

ofensas cometidas por sus miembros; el crimen es un acto corporativo y sus

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consecuencias alcanzan a muchas más personas de las que, de hecho, la han

perpetrado. Si, por otra parte, el individuo es claramente culpable, sus hijos, sus

parientes, los miembros de su tribu o sus conciudadanos sufren con él, y a veces

por él. Sucede así que las ideas de responsabilidad moral y retribución a menudo

parecen ser más claramente asumidas en periodos muy antiguos que en épocas

más avanzadas, pues, como el grupo familiar es inmortal y su exposición al

castigo indefinida, la mente primitiva no se ve confundida por las cuestiones que

se vuelven complicadas tan pronto como se concibe al individuo como algo

totalmente separado del grupo. Un paso adelante en la transición del sencillo

punto de vista antiguo sobre el tema a las explicaciones teológicas y metafísicas

de tiempos posteriores, lo representa la temprana noción griega de la maldición

heredada. El legado recibido del criminal original por su descendencia no era

una exposición al castigo sino a la perpetración de nuevas ofensas que

acarreaban una merecida retribución y, de este modo, la responsabilidad de la

familia se ajustó a la nueva fase del pensamiento que limitaba las consecuencias

del crimen a la figura del delincuente real.

Estaríamos simplificando el problema del origen de la sociedad si basáramos una

conclusión general en las sugerencias que nos proporciona el ejemplo bíblico al

que ya se ha hecho referencia, y supusiéramos que las comunidades

comenzaron a existir cada vez que una familIa permaneció unida en lugar de

separarse a la muerte de su jefe patriarcal. En la mayoría de los Estados griegos y

en Roma persistieron largo tiempo los vestigios de una serie de grupos

ascendentes que al principio constituyeron el Estado. La familia, el hogar y la tribu

romanas pueden tomarse como prototipos y nos los han descrito de tal manera

que apenas podemos evitar concebirlos como un sistema de círculos

concéntricos que se habían expandido gradualmente a partir del mismo punto. El

grupo elemental es la familia, unida por el acatamiento común al varón de más

edad. La agregación de familias constituye la Gens u Hogar. La agregación de

hogares forma la Tribu. La agregación de tribus constituye la República. ¿Estamos

en libertad de seguir estas indicaciones y sentar que la República es una

agregación de personas unidas por la descendencia común de una familia

original? De una cosa podemos estar seguros: todas las sociedades antiguas se

consideraban descendientes de un tronco original, e incluso batallaban en la

incapacidad de comprender razones que no fueran la anterior para mantenerse

juntos en una unión política. La historia de las ideas políticas comienza, de hecho,

con el supuesto de que el parentesco consanguíneo es la única base posible de

comunidad en las funciones políticas. No existía tampoco entonces ninguna de

esas subversiones del sentimiento que nosotros denominamos enfáticamente

revoluciones, tan alarmantes y completas como el cambio que se lleva a cabo

cuando algún otro principio -tal como, por ejemplo, el de la contigüidad local- se

establece por primera vez como la base de la acción política común. En las

primeras Repúblicas, sus ciudadanos consideraban todos los grupos, a los que

tenían derecho a pertenecer, como descendientes de un linaje común. Lo que

era obviamente cierto de la familia, se creyó aplicable primero al hogar, luego a

la tribu y, finalmente, al Estado. Y, sin embargo, hallamos junto con esta creencia

o, si se nos permite usar el término, esta teoría, que cada comunidad guardaba

memorias o tradiciones que demostraban palpablemente la falsedad del

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supuesto fundamental. Ya sea que miremos a los Estados griegos, o a Roma, o a

las aristocracias teutónicas de Ditmarsh que dieron a Niubuhr tantas ilustraciones

valiosas, o a las asociaciones de los clanes celtas, o a esa extraña organización

social de los rusos y polacos eslavos que sólo últimamente han atraído la

atención, en todas partes se descubren huellas de épocas históricas en que

hombres de ascendencia extranjera fueron admitidos e integrados en la

hermandad original. Si tomamos en cuenta a Roma solamente, percibimos que el

grupo primario, la familia, estaba siendo adulterado constantemente mediante la

práctica de la adopción, al mismo tiempo que parecen haberse difundido

continuas historias sobre la extracción exótica de una de las tribus originales y

sobre una gran adición hecha a los hogares por uno de los primeros reyes. La

composición del Estado, que todo el mundo asumía como natural, era, en gran

medida, artificial. Este conflicto entre creencia o teoría y hecho real es, a primera

vista, muy extraño; pero lo que realmente ilustra es la eficiencia con que operan

las ficciones legales en la infancia de la sociedad. La primera y más usada ficción

legal fue la que permitió crear relaciones familiares artificiales y no creo que

exista otra a la que la humanidad deba tanto. Si no hubiera existido, no veo cómo

cualquiera de los grupos primitivos, independientemente de su naturaleza, podría

haber integrado a otro, o en qué términos podrían haberse combinado, excepto

en los de una superioridad absoluta, de una parte, y de sujeción absoluta, de la

otra. Cuando contemplamos, a través de nuestras ideas modernas, la unión de

comunidades independientes, podemos sugerir mil modos de llevarla a cabo. La

forma más sencilla es que los individuos comprendidos en los grupos que se van a

unir, voten o actúen en común conforme a la propincuidad local. Sin embargo, la

idea de que un cierto número de personas ejerciera derechos políticos en común

simplemente porque vivían dentro de los mismos límites topográficos resultaba

totalmente extraña y monstruosa a la antigüedad primitiva. El recurso favorecido

en aquellos tiempos era que la población recién llegada fingiese que descendía

del mismo tronco que el pueblo en el que se estaba integrando. Lo que no

podemos comprender ahora es precisamente la buena fe de esta ficción y la

firmeza con que parecía imitar la realidad. Una circunstancia que es importante

recordar es que los hombres que formaban los varios grupos políticos estaban

habituados a reunirse periódicamente, con el fin de reconocer y consagrar su

asociación mediante sacrificios comunes. Los forasteros incorporados a la

hermandad eran sin duda admitidos a estos sacrificios, y una vez que se lograba

eso, podemos asumir que era igualmente fácil -o no más difícil- considerarlos

miembros del linaje común. La conclusión a la que llevan los datos es que no

todas las sociedades tempranas descendían del mismo progenitor; pero todas las

que gozaron de una cierta permanencia y solidez efectivamente descendían o

fingían descender del mismo tronco. Un número indefinido de causas pueden

haber quebrantado los grupos primitivos, pero siempre que sus ingredientes se

volvieron a juntar, lo hicieron en base al modelo o principio de una asociación de

parentesco. Independientemente de los hechos, pensamiento, lenguaje y

derecho se ajustaron a ese supuesto. Pero, aunque todo esto, en mi opinión,

parece estar basado en referencia a las comunidades cuyas memorias

conocemos, el resto de sus historias sostiene la posición antedicha sobre la

influencia esencialmente transitoria y efímera de las ficciones legales más

poderosas. En un momento dado, probablemente tan pronto como se sintieron lo

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bastante fuertes para resistir la presión extrínseca, todos estos Estados dejaron de

restablecerse mediante extorsiones artificiales de consanguinidad. De este modo,

se convirtieron necesariamente en aristocracias en todos los casos en que una

población recién llegada -y que por cualquier circunstancia, se uniese a ellas- no

podía reclamar derechos en base a una comunidad de origen. Su rigor en el

mantenimiento del principio central de un sistema en el que los derechos políticos

no eran obtenibles bajo ningún término, excepto mediante la conexión

sanguínea, real o artificial, enseñó a sus inferiores otro principio que, finalmente,

demostró estar dotado de una gran vitalidad. Fue el principio de la contigüidad

local, reconocida hoy en día en todas partes como la condición para formar una

comunidad con funciones políticas. Inmediatamente surgió un nuevo conjunto de

ideas políticas que, al ser las nuestras -nuestras contemporáneas-, y en gran

medida las de nuestros antepasados, más bien oscurecen nuestra percepción de

la teoría más antigua a la que conquistaron y suplantaron.

La familia es, pues, el tipo de una sociedad arcaica bajo las diferentes

modificaciones que era capaz de asumir; pero la familia de la que hablamos no

es exactamente la familia entendida en términos modernos. Para penetrar la

concepción antigua tenemos que dar a nuestras ideas modernas una extensión y

una limitación importantes. Debemos considerar a la familia como algo en

constante expansión, dada la absorción de extraños dentro de su circulo, y

debemos tratar de ver la ficción de la adopción en sus propios términos: simulaba

tan bien la realidad del parentesco que ni el derecho ni la opinión establecen la

más mínima diferencia entre una conexión real y una adoptiva. Por otra parte, las

personas teóricamente reunidas en una familia por su descendencia común se

mantenían, en la práctica, juntas mediante la obediencia al ascendiente superior

vivo: padre, abuelo o bisabuelo. La autoridad patriarcal de un jefe es un

ingrediente tan necesario en la noción del grupo familiar como el hecho (real o

fingido) de haber surgido de sus lomos, y de ahí habrá que entender que si

hubiera alguna persona, por muy incluida que estuviese en la hermandad por su

relación consanguínea, pero que de facto se hubiese retirado del dominio del jefe

de familia, siempre se convertirá en la época inicial del derecho, en alguien

perdido para la familia. Este agregado patriarcal -la familia moderna podada así

de un lado y extendida del otro- es lo que encontramos en el umbral de la

jurisprudencia primitiva. Probablemente era más antiguo que el Estado, la tribu y

el hogar, y dejó impresas sus huellas en el derecho privado aun mucho después

de que el hogar y la tribu hubieron pasado al olvido, y después de que la

consanguinidad hubiese dejado de relacionarse con la composición de los

Estados. Dejó su marca en los grandes apartados de la jurisprudencia y puede

detectarse, según creo, como la verdadera fuente de muchas de sus

características más importantes y duraderas. Al principio, las peculiaridades del

derecho en su estado más antiguo nos conducen de manera irresistible a la

conclusión de que adoptó precisamente el mismo punto de vista sobre el grupo

familiar que los que los sistemas de derechos y deberes ahora predominantes en

Europa han tomado sobre los individuos. En este momento, existen sociedades

abiertas a nuestra observación, cuyas leyes y usos apenas pueden ser explicadas

al menos que se parta de que nunca han emergido de esta condición primitiva;

pero en las comunidades cuyas circunstancias resultaron ser más afortunadas, la

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obra de la jurisprudencia se deslizó gradualmente, y si observamos con cuidado

la desintegración percibiremos que tuvo lugar sobre todo en aquellas secciones

de cada sistema que estuvieron más afectadas por la primitiva concepción de la

familia. En un caso muy importante, el del Derecho Romano, el cambio se efectuó

tan lentamente que se puede observar la línea y dirección seguida de una época

a otra, y se puede, incluso, tener cierta idea del resultado último que buscaba. Al

proseguir esta investigación, no tenemos por qué detenernos ante la barrera

imaginaria que separa al mundo moderno del mundo antiguo. Pues un efecto de

la mezcla de refinado Derecho Romano con bárbaros usos primitivos, conocidos

por el engañoso nombre de feudalismo, fue revivir muchos rasgos de la

jurisprudencia arcaica que habían desaparecido del mundo romano, de tal modo

que la descomposición que parecía haber tocado a su fin comenzó de nuevo y,

hasta cierto punto, continúa todavía.

La organización familiar de la sociedad más antigua ha dejado una huella abierta

y amplia sobre unos cuantos sistemas legales. Esta marca se observa en la

duradera autoridád del padre u otro antepasado sobre la persona y propiedad de

sus descendientes, autoridad a la que es conveniente denominar por su tardío

nombre romano de Patria Potestas. De ningún otro rasgo de las asociaciones

primitivas de la humanidad quedan más pruebas que de éste, y, sin embargo,

ninguno parece haber desaparecido tan general y rápidamente de los usos de

las comunidades avanzadas. Gayo, que escribió bajo los antoninos, describe la

institución como claramente romana. Cierto que, si hubiera echado una ojeada al

otro lado del Rin o del Danubio a las tribus bárbaras que estaban despertando lá

curiosidad de algunos de sus contemporáneos, habría visto ejemplos de poder

patriarcal en su forma más cruda, y, en el Lejano Oriente, una rama del mismo

tronco étnico que los romanos repetía su Patria Potestas en algunas de sus partes

más técnicas. Pero, entre las razas comprendidas en el Imperio Romano, Gayo no

pudo hallar ninguna que tuviera un poder semejante al poder del padre romano,

a excepción de la Galacia asiática. Me parece que hay razones reales por las

que la autoridad directa del antepasado debería muy pronto asumir, en la mayor

parte de las sociedades progresivas, proporciones más humildes de las que había

disfrutado en su estado anterior. La obediencia implícita de hombres rudos a su

padre es indudablemente un hecho primario y sería absurdo explicarla en su

totalidad atribuyéndoles un cálculo interesado. Al mismo tiempo, si bien es natural

que los hijos obedezcan al padre, es igualmente natural que busquen en éste una

fuerza y prudencia superiores. De ahí que, en las sociedades que otorgan un valor

especial al vigor físico y mental, funciona una presión tendiente a confinar la

Patria Potestas a los casos en que su poseedor es de hecho hábil y fuerte. Cuando

echamos un primer vistazo a la sociedad helénica organizada, parece como si

una prudencia supereminente mantuviera vivo el poder del padre en personas

cuya fortaleza física ya había decaído; sin embargo, las relaciones de Ulises y

Laertes en La Odisea parecen demostrar que, cuando se reunían en el hijo un

valor y sagacidad extraordinarios, el padre en su etapa decrépita dejaba la

jefatura de la familia. En la jurisprudencia griega madura, la regla avanza unos

cuantos pasos en la dirección sugerida por la literatura homérica, y, aunque

perduraban muchísimos rasgos de obligaciones familiares estrictas, la autoridad

directa del padre se vio limitada, al igual que en los códigos europeos, a la

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minoría de edad de los hijos, es decir, al periodo durante el cual puede asumirse

la existencia de una inferioridad física y mental. El Derecho Romano, sin embargo,

con su fuerte tendencia a innovar los usos antiguos solamente hasta el grado en

que lo requirieran las exigencias de la República, conservó la institución primitiva

y la limitación natural a la que, en mi opinión, se hallaba sujeta. El filius familias, 0

hijo bajo dominio, era tan libre como el padre, en todas las relaciones vitales en

que la comunidad colectiva podía tener ocasión de aprovechar su sabiduría y su

fuerza con fines de consejo o de guerra. Una máxima de la jurisprudencia romana

era que la Patria Potestas no abarcaba al Jus Publicum. Padre e hijo votaban en la

ciudad y luchaban codo a codo en el campo de batalla; de hecho, el hijo, como

general, podía mandar al padre, o en calidad de magistrado, resolver sus

contratos y castigar sus transgresiones a la ley. Por el contrario, en todas las

relaciones creadas por el derecho privado, el hijo vivía bajo un despotismo

doméstico que, considerando la severidad que retuvo hasta el final, y el número

de siglos que duró, constituye uno de los problemas más extraños de la historia

legal.

La Patria Potestas de los romanos, que constituye necesariamente nuestro

prototipo de autoridad paterna primitiva, es igualmente difícil de entender como

una institución de la vida civilizada, ya sea que examinemos su incidencia sobre

la persona, o sus efectos sobre la propiedad. Es lamentable que un vacío que

existe en su historia no pueda ser completamente llenado. En lo concerniente a la

persona, el padre, al inicio de la información que tenemos, ejerce sobre sus hijos

el jus vitae necisque, el poder de vIda y muerte, y a fortiori el del castigo corporal

incontrolado; puede modificar a placer sus estados personales; puede imponerle

una esposa al hijo; entregar a su hija en matrimonio; puede divorciar a sus hijos

de uno y otro sexo; puede transferirlos para adopción a otra familia, y puede

venderlos. Al final del periodo imperial hallamos vestigios de todos estos diferentes

poderes, pero ya se habían reducido a límites muy estrechos. El derecho

omnímodo de castigo doméstico se ha convertido en un derecho de presentar las

ofensas domésticas ante el magistrado; el privilegio de dictar matrimonio se ha

reducido a un veto condicional; la libertad de venta ha sido virtualmente abolida,

y la adopción misma, destinada a perder casi toda su antigua importancia en el

reformado sistema de Justiniano, no puede ser realizada sin el consentimiento del

niño transferido a los padres adoptivos. En suma, nos acercamos mucho al campo

de las ideas que han prevalecido finalmente en el mundo moderno. Pero entre

estas épocas muy distantes entre sí, hay un intervalo de oscuridad, y solamente

podemos adivinar las causas que permitieron que la Patria Potestas durase tanto,

probablemente haciéndole más tolerable de lo que parece. El desempeño activo

de los deberes más importantes que el hijo debía al Estado tiene que haber

mitigado la autoridad del padre, si es que no la anulaba. Es muy posible que el

despotismo paterno no pudiera implementarse sobre un hombre maduro que

ocupara un cargo importante sin gran escándalo. Durante la historia más

temprana, no obstante, los casos de emancipación práctica serían raros

comparados con los que deben haberse producido por las guerras constantes de

la República romana. El tribuno militar y el soldado privado que pasaban tres

cuartas partes del año en el campo de batalla durante las primeras contiendas;

en un periodo posterior, el procónsul a cargo de una provincia, y los legionarios

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que la ocupaban, no pueden haber tenido razón práctica alguna para

considerarse esclavos de un amo despótico, y todas estas vías de escape

tendieron a multiplicarse constantemente. Las victorias llevaban a conquistas, las

conquistas a ocupaciones; el modo de ocupación por medio de colonias fue

sustituido por el sistema de ocupar provincias por medio de ejércitos

permanentes. Cada paso adelante era una llamada a la expatriación de más

ciudadanos romanos y una nueva succión de la sangre de la debilitada raza

latina. Creo que podemos inferir que surgió un sentimiento muy fuerte en favor del

relajamiento de la Patria Potestas, sentimiento que probablemente se volvió

perentorio hacia la época de la pacificación del mundo a principios de la

consolidación del Imperio. Los primeros golpes serios a la antigua institución son

atribuidos a los primeros césares, y algunas injerencias aisladas de Trajano y

Adriano parecen haber preparado el camino para una serie de promulgaciones

de leyes especiales que, aunque no siempre podemos determinar sus fechas,

sabemos que limitaron, de una parte, los poderes del padre y, de otra,

multiplicaron las facilidades para que éste renunciara voluntariamente a ellos. Se

puede señalar que el modo más antiguo de librarse de la Potestas, efectuando

una triple venta de la persona del hijo, es la prueba de la aparición temprana de

un sentimiento de repulsa en contra de la prolongación de los poderes. La regla

que declaraba que el hijo debería ser libre tras haber sido vendido tres veces por

su padre parece haber estado dirigida, originalmente, a imponer consecuencias

penales sobre una práctica que repugnaba incluso a la inmoralidad burda del

romano primitivo. Pero, aún antes de la publicación de las Doce Tablas, se había

vuelto, debido al ingenio mostrado por los jurisconsultos, en un medio de destruir

la autoridad paterna, siempre que el padre deseaba que ésta cesara.

Muchas de las causas que ayudaron a mitigar la rigidez del poder del padre

sobre las personas de sus hijos, se cuentan indudablemente entre aquellas que no

aparecen en los libros de la historia. No podemos precisar hasta qué punto la

opinión pública puede haber paralizado una autoridad que la ley confería, o

hasta qué punto el afecto natural puede haberla hecho soportable. Sin embargo,

aunque los poderes sobre la persona posiblemente al final fueron nominales, todo

el curso de la jurisprudencia romana existente sugiere que los derechos del padre

sobre la propiedad del hijo fueron siempre ejercidos sin escrúpulo en toda la

amplitud que les confería la ley. Nada nos asombra de la amplitud de estos

derechos cuando aparecen por primera vez. El antiguo Derecho Romano prohibía

a los hijos bajo tutela tener propiedades independientes de sus padres o, mejor

dicho, nunca concibió la posibilidad de exigir el derecho a una propiedad

separada. El padre podía tomar la totalidad de las adquisiciones del hijo y

disfrutar del beneficio de los contratos de éste sin verse envuelto en las

responsabilidades equivalentes. Lo anterior era de esperarse de la constitución de

la sociedad romana más temprana, pues apenas podríamos formarnos una

noción del grupo familiar primitivo a menos que asumamos que sus miembros

ponían sus ganancias de todo tipo en un capital común, al mismo tiempo que no

podían comprometerlo en empresas individuales impróvidas. El verdadero

enigma de la Patria Potestas no radica aquí sino en la lentitud con que los

privilegios propietarios del padre fueron restringidos, y en la circunstancia de que,

antes de que fueran seriamente disminuidos, todo el mundo civilizado había

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62

caído bajo su esfera de acción. No se intentó llevar a cabo ninguna innovación

sino hasta los primeros años del Imperio, cuando las adquisiciones de los

soldados en servicio activo fueron retiradas de la operación de la Patria Potestas,

sin duda en compensación al ejército que había depuesto a la República libre.

Tres siglos más tarde, la misma inmunidad se extendió a las ganancias de

personas que se hallaban al servicio del Estado. Los dos cambios eran

obviamente limitados en su aplicación y fueron ideados en una forma técnica, de

modo que interfirieran lo mínimo posible en el principio de la Patria Potestas. El

Derecho Romano siempre había reconocido una cierta propiedad restringida y

dependiente en las propinas y ahorros que los esclavos e hijos bajo tutela no

estaban obligados a incluir en las cuentas de la casa, y el nombre especial de

esta propiedad permitida, Peculium, era aplicado a las adquisiciones

recientemente liberadas de la Patria Potestas, que eran denominadas en el caso

de los soldados Castrense Peculium y Quasi-castrense Peculium en el caso de la

burocracia oficial. Siguieron otras modificaciones de los privilegios paternos que

mostraban un respeto exterior menos solícito por el antiguo principio. Poco

después de la introducción del Quasi-castrense Peculium, Constantino el Grande

abolió el control absoluto del padre sobre la propiedad que los hijos habían

heredado de su madre y lo redujo al usufructo. Unos pocos cambios más se

realizaron en el Imperio de Occidente, pero el punto culminante se alcanzó en

Oriente, bajo Justiniano, quien decretó que, al menos que las adquisiciones del

hijo derivaran de la propiedad del padre, los derechos del padre sobre ellas no se

extenderían más allá del disfrute de su producto durante su vida. Aún así, en el

momento de máximo relajamiento de la Patria Potestas romana, se le dejaba un

campo más amplio y severo que a ninguna institución análoga del mundo

moderno. Los primeros escritores modernos de jurisprudencia señalan que

solamente los más bárbaros y crueles de los conquistadores del Imperio y, sobre

todo, las naciones de origen eslavo tuvieron una Patria Potestas semejante a la

descrita en las Pandectas y en el Código. Todos los inmigrantes germánicos

parecen haber reconocido una unión corporativa de la familia bajo el mund o

autoridad de un jefe patriarcal; pero sus poderes sólo constituían los restos de una

debilitada Patria Potestas y eran bastante menores que los disfrutados por el

padre romano. Los francos son mencionados como un caso particular entre los

que no existía la institución romana, y, en consecuencia, los antiguos

jurisconsultos franceses, aun cuando se dedicaron a rellenar los intersticios de

costumbres bárbaras con reglas de Derecho Romano, se vieron obligados a

protegerse de la intrusión de la Potestas mediante la máxima expresa de

Puyssance de père en France n'a lieu. La tenacidad de los romanos en mantener

esta reliquia de su época más remota es en sí misma notable; pero es menos

notable que la difusión de la Potestas sobre toda una civilización de la que ya

había desaparecido. Mientras el Castrense Peculium constituía todavía la única

excepción al poder del padre sobre la propiedad, y cuando su poder sobre las

personas de sus hijos era todavía amplio, la ciudadanía romana, y con ella la

Patria Potestas, se extendía a todos los rincones del Imperio. Todo africano,

español, galo, britano o judío, que recibía este honor por medio de dádiva,

compra o herencia se colocaba bajo el derecho de gentes romano, y, aunque

nuestras autoridades en la materia señalan que los hijos nacidos antes de la

obtención de la ciudadanía no podían quedar sujetos al poder patriarcal sin su

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consentimiento, los hijos nacidos después de ella y todos sus descendientes

ulteriores estaban en iguales condiciones que el filius familias romano. No cae

dentro del alcance de este tratado examinar el mecanismo de la sociedad

romana tardía, pero permítaseme señalar que hay pocas pruebas que sostengan

que la constitución de Antonino Caracalla otorgando la ciudadanía romana a

todos sus súbditos fue una medida de poca importancia. Independientemente de

cómo la interpretemos, debe haber ampliado mucho la esfera de la Patria

Potestas y, en mi opinión, el estrechamiento de las relaciones familiares que

efectuó es una acción a tener más en cuenta de lo que se ha hecho, para

explicar la gran revolución moral que estaba transformando al mundo.

Antes de terminar con este aspecto de nuestro tema, debe apuntarse que el

Paterfamílias era responsable de los delitos -o agravios- de sus hijos bajo tutela.

De modo similar respondía por los agravios de sus esclavos; pero en los dos

casos, originalmente, poseyó el singular privilegio de poder ofrecer en pago la

persona del delincuente en reparación del daño. La responsabilidad así incurrida

en nombre de los hijos, unida a la incapacidad mutua de padre e hijo bajo tutela

de procesar uno al otro, hay que explicarla, según algunos juristas, como el

supuesto de una unidad de persona entre el Pater-familias y el filius-familias. En el

capítulo sobre sucesiones, trataré de mostrar en qué sentido y hasta qué grado

puede aceptarse esta unidad, como una realidad. Por el momento solamente

puedo decir que estas responsabilidades del Pater-familias, y otros fenómenos

legales que discutiremos seguidamente, parecen señalar ciertos deberes del

primitivo jefe patriarcal que equilibraban sus derechos. Me imagino que, si

disponía en forma absoluta de las personas y fortunas de los miembros del clan,

esta propiedad representativa era coextensiva con la obligación de dar sustento

del fondo común a todos los miembros de la hermandad. La dificultad radica en

olvidarnos suficientemente de nuestras asociaciones habituales para imaginar la

naturaleza de su obligación. No se trataba de un deber legal, pues el derecho no

había penetrado el recinto de la familia. Denominarlo moral es, tal vez, anticipar

ideas que pertenecen a una etapa posterior del desarrollo mental; pero la

expresión obligación moral es bastante significativa para nuestro propósito, si

entendemos por ella un deber seguido semiconscientemente y cumplido más

bien por instinto y hábito que por sanciones precisas.

La Patria Potestas, en su forma normal, no ha sido y, en mi opinión, no podía haber

sido, una institución generalmente duradera. La prueba de su pasada

universalidad es, por tanto, incompleta en tanto que la examinemos en sí misma;

sin embargo, la demostración puede llevarse mucho más lejos analizando otras

áreas del derecho antiguo que, finalmente, dependen de él, pero no mediante

una ilación fácilmente visible. Tomemos, por ejemplo, el parentesco o, en otras

palabras, la escala de la jurisprudencia arcaica utilizada para calcular la

proximidad de los parientes entre sí. De nuevo, será conveniente emplear los

términos romanos: relación agnada y cognada. Relación cognada es

simplemente la concepción del parentesco corriente entre las ideas modernas. Se

trata de la relación que surge de la descendencia común del mismo par de

personas casadas, ya sea que la descendencia provenga de varones o hembras.

La relación agnada es algo muy dIferente: excluye un cierto número de personas

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a las que en la actualidad se las consideraría parientes e incluye muchas más

que nosotros no contaríamos, hoy en día, entre nuestros allegados. Se trata de la

conexión existente entre los miembros de la familia, concebida en sus términos

más antiguos. Los límites de esta conexión distan de ser vecinos a los de la

relación moderna.

Cognados, pues, son todas aquellas personas que descienden

consanguíneamente de un solo anteceor y antecesora, o, si tomamos el

significado técnico estricto de la palabra en el Derecho Romano, son aquellos

que derivan consanguíneamente del matrimonio legítimo de un par común.

Cognación es, por tanto, un término relativo, y el grado de parentesco

consanguíneo que indica, depende del matrimonio particular que se seleccione

al principio del cálculo. Si comenzamos con el matrimonio de padre y madre, la

cognación expresará solamente la relación de hermanos y hermanas; si tomamos

el de abuelo y abuela, entonces también incluirá tíos, tías y sus descendientes en

la relación de cognación. Si se sigue el mismo procedimiento, se obtendrá

continuamente un mayor número de cognates eligiendo el punto de partida cada

vez más alto en la línea de ascendencia. Todo esto es fácilmente comprensible

para una mente moderna, pero ¿quiénes son los agnados? En primer lugar, son

todos los cognados que derivan su conexión solamente por vía paterna. Un

cuadro de cognados se forma tomando cada antepasado lineal, incluyendo a

todos sus descendientes de ambos sexos en el cuadro; si luego, al trazar las varias

ramas de tal cuadro o árbol genealógico, nos detenemos al llegar al nombre de

una mujer y no proseguimos con esa rama particular, todos los que restan,

después de haber excluido a los descendientes de mujeres, son agnados y su

conexión es una relación agnada. Explico un poco el proceso que se sigue en la

práctica al separarlos de los cognados, porque explica una máxima legal

memorable, Mulier est finis familiae: una mujer es el término de la familia. Un

nombre de mujer cierra la rama de la genealogía en que aparece. Ninguno de

los descendientes de una mujer se incluyen en la noción primitiva de relación

familiar.

Si el sistema de derecho arcaico que estamos analizando admite la adopción,

tenemos que añadir al agnado así obtenido todas las personas, hombres o

mujeres que han sido incluidos en la familia por la extensión artificial de sus

límites. Pero los descendientes de tales personas solamente serán agnados si

cumplen los requisitos que acabamos de describir.

Entonces, ¿cuál es la razón de esta inclusión y exclusión arbitraria? ¿Por qué una

concepción de la familia tan elástica como para incluir extraños mediante la

adopción, sin embargo es tan estrecha que descarta a los descendientes de un

miembro femenino? Para resolver estas cuestiones tenemos que recurrir a la Patria

Potestas. El fundamento de la agnación no es el matrimonio del padre y la madre,

sino la autoridad del padre. Están relacionadas por medio de la agnación todas

aquellas personas que se hallan bajo el poder paterno, o que han estado, o que

podían haber estado si su antepasado lineal hubiera vivido para ejercer su

dominio. En realidad, en la comunidad primitiva, la relación se hallaba

exactamente limitada por la Patria Potestas. Donde empieza la Potestas, empieza

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el parentesco, y, por esta razón, los parientes adoptivos se encuentran entre los

deudos. Donde termina la Potestas, allí termina el parentesco; de tal modo que un

hijo emancipado por su padre pierde todos los derechos de agnación. Y aquí

hallamos la razón por la que los descendientes de mujeres se encuentran fuera de

los límites del parentesco arcaico. Cuando ella contraía matrimonio sus hijos

caían bajo la Patria Potestas, no de su padre, sino de su esposo y, de este modo,

se perdían para su propia familia. Es obvio que la organización de las socIedades

primitivas se habría complicado, si los hombres se hubieran considerado parientes

de los deudos de su madre. Se habría inferido que una persona podría estar sujeta

a dos Patriae Potestates distintas que implicaban Jurisdicción distinta, de manera

que cualquiera que estuviese sometido a dos de ellas al mismo tiempo habría

vivido bajo dos dispensaciones diferentes. Mientras la familia fuese un imperium in

imperio, una comunidad dentro de la República gobernada por sus propias

instituciones cuya fuente era el padre, la limitación de la relación a los agnados

fue una seguridad necesaria para evitar un conflicto de leyes en el foro

doméstico.

Los poderes paternos formales se extinguen con la muerte del padre pero la

agnación es, por así decirlo, un molde que retiene su huella una vez que los

padres han dejado de existir. De ahí viene el interés de la agnación para el

investigador de la historia de la jurisprudencia. Los poderes mismos son

discernibles en comparativamente pocas memorias del derecho antiguo, pero la

relación agnada, que implica su existencia anterior, es distinguible en casi todas

partes. Hay pocos cuerpos legales pertenecientes a comunidades del tronco

indoeuropeo que no muestren peculiaridades claramente atribuibles a la

agnación en la parte más antigua de su estructura. En el derecho hindú, por

ejemplo, que está saturado de nociones primitivas sobre dependencia familiar, el

parentesco es enteramente agnado y, según me han informado, en las

genealogías hindús, en general, los nombres de mujeres se omiten totalmente. La

misma idea sobre relación subyace en el derecho de las razas que invadieron el

Imperio Romano. Entre éstas parece ser que formaba parte de sus usos primitivos,

y se puede sospechar que se habría perpetuado aún más de lo que lo ha hecho

en la jurisprudencia europea moderna, de no haber sido por la vasta influencia

del Derecho Romano tardío sobre el pensamiento moderno. Los pretores pronto

asieron la cognación como la forma natural de parentesco, y no ahorraron

esfuerzo en purificar su sistema de la concepción anterior. Sus ideas han llegado

hasta nosotros; pero todavía se pueden observar huellas de la agnación en

muchas de las reglas modernas sobre la sucesión después de la muerte de

alguien. La exclusión de las mujeres y de sus hijos de las funciones

gubernamentales comúnmente atribuida al uso de la Ley Sálica que practicaban

los francos, tiene ciertamente un origen agnaticio, por descender de la antigua

regla germánica de sucesIón a la propiedad alodial. También hay que buscar en

la agnación la explicación de esa regla extraordinaria del derecho inglés, sólo

recientemente repelida, que prohibía a los medio hermanos heredar sus

propiedades respectivas. Según las costumbres de Normandía, la regla se

aplicaba a hermanos uterinos solamente, es decir, a hermanos por el lado

materno pero no del mismo padre, y, limitado de este modo, es una deducción

estricta del sistema agnaticio, bajo el cual los hermanos uterinos no son parientes

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entre sí. Cuando se trasplantó a Inglaterra, los jueces ingleses, quienes no tenían

clave alguna sobre su origen, lo interpretaron como una prohibición general

contra la sucesión del medio hermano y se hizo extensivo a los hermanos

consanguineos, esto es, a los hijos del mismo padre con diferentes esposas. Entre

toda la literatura que guarda como reliquia la pretendida filosofía del derecho,

nadá hay más curioso que las páginas de elaborada sofistería en las que

Blackstone intenta explicar y justificar la exclusión del medio hermano.

Se puede demostrar, en ml opinión, que la familia, mantenida unida por la Patria

Potestas, es el núcleo del que germinó todo el derecho de gentes. El más

importante capítulo de ese derecho es el relacionado con el status de las

mujeres. Se acaba de señalar que la jurisprudencia primitiva aunque no permite a

una mujer transmitir derechos agnaticios a sus descendientes, la incluye de todas

formas en el vínculo agnaticio. La relación de una mujer con la familia en la que

nació es mucho más estricta, cercana y duradera que la que une a sus parientes

varones. Ya hemos indicado varias veces que el derecho temprano se ocupa

solamente de las familias; esto es lo mismo que decir que sólo se ocupa de

personas que ejercen Patria Potestas, y, en consecuencia, el único principio por el

que emancipa a un hijo o nieto a la muerte de su padre, es la consideración de la

capacidad inherente en tal hijo o nieto de convertirse en la cabeza de una nueva

familia y la raíz de un nuevo conjunto de poderes paternos. Pero una mujer,

naturalmente, no tiene capacidad de ese tipo y, en consecuencia, ningún título a

la liberación que confiere. Hay, por tanto, una estratagema peculiar en la

jurisprudencia arcaica para retenerla vinculada a la familia toda su vida. Se trata

de la institución conocida por el más antiguo Derecho Romano como tutela

perpetua de las mujeres, bajo la cual una mujer, aunque liberada de la autoridad

paterna a la muerte del padre, continúa sujeta toda la vida a sus parientes

varones más cercanos, quienes son sus guardianes. La tutela perpetua no es

obviamente ni más ni menos que una prolongación artificial de la Patria Potestas,

cuando ésta se ha disuelto para otros fines. En la India, el sistema sobrevive en su

totalidad, y su operación es tan estricta que una madre hindú con frecuencia

deviene pupila de sus propios hijos. Incluso en Europa, el derecho de las naciones

escandinavas sobre las mujeres la conservó hasta fecha reciente. Los invasores

del Imperio de Occidente la tenían entre sus usos nativos y, de hecho, sus ideas

respecto al tutelaje, en todas sus formas, se encuentran entre las más retrógradas

que introdujeron en el mundo occidental. Pero de la madura jurisprudencia

romana ya había desaparecido enteramente. No sabríamos casi nada de ella, si

contáramos solamente con las compilaciones de Justiniano para consultar; pero

el descubrimiento del manuscrito de Gayo la despliega ante nuestros ojos en su

época más interesante, justo cuando había caído en descrédito y estaba a punto

de extinguirse. El mismo gran jurisconsulto rechaza con desdén la apología

popular que la justificaba en términos de la inferioridad mental del sexo femenino,

y una parte considerable de su volumen está dedicada a las descripciones de los

numerosos medios, algunos de los cuales desplegaban un gran ingenio, que los

jurisconsultos romanos habian ideado para permitir a las mujeres que vencieran

las antiguas reglas. Llevados por su teoría del derecho natural, los jurisconsultos

habían, evidentemente, asumido por estas fechas la igualdad de los sexos como

un principio de su código de equidad. Es de notar que las restricciones que

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atacaban se referían a las limitaciones sobre la disponibilidad de su propiedad,

para lo cual todavía se requería formalmente el consentimiento de los tutores de

la mujer. El control de su persona estaba aparentemente anticuado.

El derecho antiguo subordina a la mujer a sus parientes consanguíneos, mientras

que un fenómeno principal de la jurisprudencia moderna ha sido la subordinación

al esposo. La historia del cambio es notable. Comienza ya en los anales de Roma.

Antiguamente había tres modos de contraer matrimonio, según el uso romano:

uno implicaba una solemnidad religiosa y los otros dos la observancia de ciertas

formalidades seculares. Mediante el matrimonio religioso o Confarreation,

mediante la forma superior de matrimonio civil o Coemption, y mediante la forma

inferior, que se denominaba Usus, el esposo adquiría cierto número de derechos

sobre la persona y la propiedad de su esposa, que eran en conjunto bastantes

más que los conferidos en cualquier sistema de jurisprudencia moderna. Pero, ¿en

qué capacidad los adquiría? No como esposo, sino como padre. Por medio de la

Confarreation, Coemptium y Usus, la mujer pasaba in manum viri, es decir, de

derecho se convertía en la hija de su esposo. Quedaba incluida en su Patria

Potestas. Incurría en todas las responsabilidades que surgían de aquélla mientras

subsistió y en las que le sobrevinieron una vez que había desaparecido. Toda la

propiedad de la esposa era absolutamente de él, y en caso de viudez,

permanecía bajo la tutela del guardián que él hubiere nombrado. No obstante,

estas tres formas antiguas de matrimonio cayeron gradualmente en desuso, de tal

forma que, en el periodo más espléndido de la grandeza romana, habían dejado

lugar casi enteramente a un modo de connubio -aparentemente antiguo, pero

hasta entonces no considerado honroso- que se basaba en una modificación de

la forma inferior del matrimonio civil. Sin entrar a explicar el mecanismo técnico

de la institución ahora generalmente popular, puede describirse como algo

equivalente, de derecho, a poco más que un depósito temporal de la mujer por

su familia. Los derechos de la familia permanecían incólumes y la dama

continuaba bajo la tutela de guardianes a quienes habían nombrado sus padres y

cuyos privilegios de control excedían, en muchos respectos materiales, a la

autoridad inferior del esposo. La consecuencia fue que la situación de la mujer

romana, casada o soltera, se volvió de una gran independencia personal y

propietaria, pues la tendencia del derecho tardio, como ya he sugerido, fue

reducir el poder del guardián a una nulidad, al mismo tiempo que la forma de

matrimonio entonces de moda no confería al esposo ninguna superioridad

compensatoria. El cristianismo tendió, en cierto modo, desde un principio a

estrechar esta notable libertad. Llevados de un desagrado justificable por las

prácticas disolutas del decadente mundo pagano y luego impelidos por una

pasión ascética, los propagadores de la nueva fe miraban con desaprobación un

vínculo marital que era, de hecho, el más relajado que haya presenciado el

mundo occidental. El Derecho Romano más tardío, hasta donde se halla influido

por las constituciones de los emperadores cristianos, muestra algunas señales de

una reacción contra las doctrinas liberales de los grandes jurisconsultos antoninos,

y el estado prevaleciente del sentimiento religioso puede explicar por qué la

jurisprudencia moderna, forjada en el horno de las conquistas bárbaras, y

formada por la fusión de jurisprudencia romana con usos patriarcales, ha

absorbido, entre sus embriones, más reglas de las usuales sobre la posición de la

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mujer, las cuales pertenecen a una civilización imperfecta. Durante la conflictiva

era que inició la historia moderna, y mientras las leyes de los inmigrantes

germánicos y eslavos permanecieron superpuestas, a semejanza de una hilera

separada, sobre la jurisprudencia romana de sus súbditos provincianos, las

mujeres de las razas dominantes por todas partes se hallaban bajo varias formas

de tutelaje y el marido que tomaba una esposa de cualquier familia, a excepción

de la suya, pagaba un precio a los parientes de ella a cambio de la tutela que le

entregaban. El código medieval se formó mediante la amalgamación de los dos

sistemas, y en el derecho sobre la mujer se puede observar el sello de su doble

origen. El principio de la jurisprudencia romana es hasta aquí triunfante, de suerte

que las mujeres solteras se hallaban generalmente exentas de la esclavitud de la

familia (aunque hay excepciones locales a la regla). Sin embargo, el principio

arcaico de los bárbaros había fijado la posición de las mujeres casadas y el

esposo había asumido, en su carácter marital, los poderes que, en otro tiempo,

pertenecían a los parientes varones de su esposa; la única diferencia es que ya

no compraba sus privilegios. En este punto, por tanto, el derecho moderno de

Europa Occidental y Meridional comenzó a distinguirse por una de sus principales

características: permite una relativa libertad a las solteras y viudas e impone una

gran inmovilidad a las casadas. Tardó mucho en disminuir sensiblemente la

subordinación que el matrimonio imponía al otro sexo. El principal y más

poderoso disolvente del restablecido barbarismo de Europa fue siempre la

jurisprudencia compilada por Justiniano, cada vez que era estudiada con el

apasionado entusiasmo que nunca dejaba de despertar. Secreta y eficazmente

fue socavando las costumbres que pretendía meramente interpretar. Pero el

capítulo legal que versa sobre las mujeres casadas fue interpretado en su mayor

parte no en base al Derecho Romano sino al Derecho Canónico, que en ningún

detalle se alejaba tanto del espíritu de la jurisprudencia secular como en el punto

de vista que adopta sobre las relaciones creadas por el matrimonio. Esto era, en

parte, inevitable, puesto que no es probable que ninguna sociedad que conserve

alguna capa de institución cristiana devuelva a las mujeres casadas la libertad

personal que les confirió el derecho romano intermedio. Pero la impotencia

propietaria de las mujeres casadas se basa en fundamentos muy diferentes de su

impotencia física, y fue con objeto de mantener viva y consolidada la primera

que los comentadores del Derecho Canónico perjudicaron tan profundamente la

civilización. Hay numerosos vestigios de una lucha entre los principios seculares y

eclesiásticos; sin embargo, el Derecho Canónico prevaleció casi en todas partes.

En algunas provincias francesas, las mujeres casadas, de un rango por debajo de

la nobleza, consiguieron para sí todos los poderes que la jurisprudencia romana

permitía para manejar la propiedad. Este derecho local fue en gran parte seguido

por el Código Napoleónico. Sin embargo, el Estado de derecho escocés muestra

que la escrupulosa deferencia hacia las doctrinas de los jurisconsultos romanos

no alcanzaba siempre a mitigar las incapacidades de las esposas. No obstante,

los sistemas que son menos indulgentes con las mujeres casadas son aquellos que

han seguido de manera exclusiva el Derecho Canónico, o aquellos que, por su

tardío contacto con la civilización europea, nunca han visto desarraigados sus

arcaísmos. El derecho escandinavo, hasta muy recientemente riguroso con todas

las mujeres, es todavía notable por su severidad hacia las casadas. El derecho

consuetudinario inglés, que toma la mayoría de sus principios fundamentales de

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la jurisprudencia de los canonistas, apenas es menos estricto en la incapacidad

propietaria que impone a las mujeres. La parte del derecho consuetudinario que

legisla la situación legal de las mujeres casadas puede servir para dar a un

ciudadano inglés una clara noción de la gran institución que ha sido el tema

central de este capítulo. No conozco otro modo de representar más vivamente la

operación y naturaleza de la antigua Patria Potestas que reflexionando sobre las

prerrogativas que el puro derecho consuetudinario inglés otorga al esposo, y

recordando la rigurosa consistencia con que sostiene la sumisión legal completa

de la esposa, que no se ha visto influida por la equidad o estatutos en ninguna de

las partes sobre derechos, deberes y remedios. La distancia entre el derecho

romano más antiguo y el más tardío en el asunto de los hijos bajo tutela puede

considerarse equivalente a la diferencia entre el derecho consuetudinario y la

jurisprudencia del Tribunal de Chancillería en las reglas que aplican

respectivamente a las mujeres casadas.

Si perdiéramos de vista el verdadero origen de la tutoría en sus dos formas y

empleáramos el lenguaje común sobre estos asuntos, notaríamos que, mientras

que la tutela sobre las mujeres es un ejemplo en que los sistemas de derecho

arcaico llevan un poco lejos la ficción de derechos suspendidos, las reglas que

establecen para la tutoría de los varones huérfanos son ejemplo de una falla en,

precisamente, la dirección opuesta. Todos esos sistemas terminan la tutela de los

varones a una edad extraordinariamente temprana. Bajo el antiguo Derecho

Romano, que puede tomarse como su prototipo, el hijo que era liberado de la

Patria Potestas por la muerte de su padre o abuelo permanecía bajo tutela hasta

la época en que llegaba a sus quince años. La llegada de esa época lo

colocaba inmediatamente en una posición de total disfrute de la independencia

personal y propietaria. El periodo de minoría de edad parece, de este modo,

haber sido tan irrazonablemente corto como la duración de la incapacidad de la

mujer era absurdamente largo. Pero, de hecho, no había ningún elemento de

exceso o defecto en las circunstancias que dieron su forma original a las dos

clases de tutela. Ni una ni otra se basaban en la menor consideración a la utilidad

pública o privada. La tutela de los varones huérfanos no fue originalmente ideada

con la intención de protegerlos hasta la llegada de su mayoría de edad, como

tampoco se preveía que la tutela de las mujeres protegiese al otro sexo de su

propia debilidad. La razón por la cual la muerte del padre liberaba al hijo de la

servidumbre familiar era la capacidad del hijo de convertirse en cabeza de una

nueva familia y en fundador de una nueva Patria Potestas. La mujer no poseía tal

capacidad y, por tanto, nunca era emancipada. En consecuencia, la tutela de los

varones huérfanos era un artificio para mantener la apariencia de subordinación

a la familia del padre, hasta el momento en que se consideraba al niño capaz de

convertirse en padre él mismo. Se trataba de una prolongación de la Patria

Potestas hasta el momento de la simple masculinidad física. Terminaba con la

pubertad, pues el rigor de la teoría así lo exigía. Sin embargo, por cuanto no

pretendía conducir la protección del huérfano hasta su madurez intelectual o

hasta que estuviese capacitado para llevar sus asuntos, era totalmente ineficaz

para propósitos de utilidad general, y esto parece haber sido descubierto por los

romanos en una etapa temprana de su progreso social. Uno de los hitos

antiquísimos de la legislación romana es la Lex Laetoria o Plaetoria que colocaba

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70

a todos los varones libres, que eran mayores de edad y tenían todos sus derechos,

bajo el control temporal de una nueva clase de tutores, llamados curatores, cuya

sanción era necesaria para validar sus actos o contratos. La edad de veintiséis

años era el límite de esta supervisión estatuida, y es exclusivamente en referencia

a la edad de veinticinco años que se utilizan los términos mayoría y minoría en

Derecho Romano. En la jurisprudencia moderna el pupilaje se ha adaptado con

una regularidad tolerable al simple principio de protección a la inmadurez de la

juventud física y mental. Tiene su terminación natural con la mayoría de edad. Los

romanos, sin embargo, buscaron dos instituciones diferentes en relación a la

protección de la debilidad física, y en relación a la incapacidad intelectual,

distintas en teoría y en intención. Las ideas concomitantes a las dos se hallan

combinadas en la idea moderna de la tutoría.

El derecho de gentes contiene solamente un apartado que puede citarse en

relación a nuestro propósito actual. Las reglas legales mediante las cuales los

sistemas de jurisprudencia natural regulan la relación amo y esclavo, no

presentan huellas muy claras del estado original común a las sociedades

antiguas. Pero hay razones para esta excepción. Parece existir algo en la

institución de la esclavitud que, en todos los tiempos, ha horrorizado o molestado

a la humanidad, por muy poco habituada que se halle a la reflexión o por muy

poco avanzada que se encuentre en el ejercicio de sus instintos morales. El

escrúpulo que las sociedades antiguas experimentaron casi inconscientemente

parece haber resultado siempre en la adopción de algún principio imaginario

sobre el cual basar, con cierta plausibilidad, una defensa o, al menos, una

exposición razonada de la esclavitud. En su historia más temprana, los griegos

explicaron la institución en términos de la inferioridad intelectual de ciertas razas y

su consiguiente aptitud natural para la condición servil. Los romanos, adoptando

una actitud igualmente característica, la derivaron de un supuesto acuerdo entre

el vencedor y el vencido en el que el primero contrataba los servicios perpetuos

de su enemigo, y el otro ganaba en retorno a la vida que había legítimamente

perdido. Tales teorías eran no sólo erróneas sino insuficientes para el caso que

trataban de explicar. Con todo, ejercieron una poderosa influencia en muchos

aspectos. Satisficieron la conciencia del amo; perpetuaron y, tal vez, aumentaron

la degradación del esclavo, y, naturalmente, tendieron a borrar la relación en que

se había mantenido originalmente la servidumbre respecto del resto del sistema

doméstico. La relación, aunque no claramente mostrada, está casualmente

indicada en muchas partes del sistema primitivo, y, más particularmente, en el

sistema típico: el de la antigua Roma.

En los Estados Unidos, se ha dedicado mucha energía y cierta erudición a la

cuestión de si el esclavo, en las primeras etapas de la sociedad, era un miembro

reconocido de la familia. En un cierto sentido hay que dar, ciertamente, una

respuesta afirmativa. El testimonio del derecho antiguo y muchas historias

primitivas prueban que el esclavo podía, bajo ciertas condiciones, convertirse en

el heredero, o sucesor universal, del amo, y esta facultad significativa, como

explicaré en el capítulo sobre sucesión, implica que el gobierno y representación

de la familia podía, en ciertas circunstancias particulares, recaer en el esclavo.

Los argumentos norteamericanos, no obstante, parecen asumir a propósito de

Page 71: El derecho antiguo

71

este asunto que, si admitimos que la esclavitud ha sido una institución familiar

primitiva, el reconocimiento lleva implícito la admisión del carácter moral

defendible de la actual esclavitud negra. ¿Qué se quiere decir, pues, al afirmar

que el esclavo estaba originalmente en la familia? No que su situación no podía

ser fruto de los motivos más burdos que puedan impulsar al hombre. El simple

deseo de utilizar la fuerza física de otra persona como un medio de atender la

comodidad o el placer propios es sin duda el fundamento de la esclavitud, y tan

viejo como la naturaleza humana. Cuando decimos que el esclavo antiguamente

estaba incluido en la familia, no tratamos de hacer afirmaciones sobre los motivos

de aquellos que lo pusieron en esa situación o lo mantuvieron en ella;

simplemente queremos afirmar que el vínculo que lo unía a su amo tenía el mismo

carácter general que el que ataba a todos los otros miembros del grupo a su jefe.

Esta consecuencia, de hecho, se incluía en la afirmación general, ya hecha, de

que las ideas primitivas de la humanidad no servían para concebir cualquier base

de la relación de los individuos inter se, a excepción de las relaciones familiares.

La familia consistía, primero, en aquellos miembros que pertenecían a ella por

consanguinidad y, luego, en aquellos que habían sido insertos por medio de la

adopción, y una tercera clase de personas que se habían unido a ella por la

sumisión común a su jefe: los esclavos. Los vasallos, nacidos y adoptados por el

jefe, se elevaban por encima del esclavo por tener la certeza de que, en el curso

ordinario de los acontecimientos, serían liberados de su servidumbre y habilitados

para ejercer poderes propios. En mi opinión, la inferioridad del esclavo no era

tanta como para colocarlo fuera de la esfera de la familia, o para degradarlo al

nivel de la propiedad inanimada, como han demostrado claramente muchos

testimonios de su antigua capacidad de heredar en el último caso. Sería,

naturalmente, muy aventurado adelantar conjeturas sobre el grado en que la

suerte del esclavo se vio mitigada en los inicios de la sociedad al tener reservado

un lugar definido en el dominio del padre. Es, tal vez, más probable que el hijo

estuviese prácticamente asimilado al esclavo a que el esclavo compartiese algo

de la ternura que, posteriormente, se le mostraba al hijo. Pero se puede afirmar sin

temor respecto de los códigos avanzados y completos que, siempre que la

esclavitud se halla sancionan la servidumbre, la condición servil nunca se vuelve

intolerable en los sistemas que conservan alguna memoria de su condición

anterior más que bajo aquellos que han adoptado alguna otra teoría de su

degradación civil. El punto de vista de la jurisprudencia sobre el esclavo es de

gran importancia para éste. La teoría del derecho natural contuvo al Derecho

Romano en su creciente tendencia a considerarlo un artículo de propiedad, y de

ahí que, siempre que instituciones profundamente afectadas por la jurisprudencia

romana sancionan la servidumbre, la condición servil nunca se vuelve

intolerablemente desdichada. Hay pruebas abundantes de que en aquellos

Estados norteamericanos que han adoptado el código, muy romanizado, de

Luisiana como base de su jurisprudencia, la suerte y perspectivas de la población

negra, en muchos aspectos materiales, son mejores que bajo instituciones

basadas en el derecho consuetudinario inglés que, tal como se interpreta ahora,

no tiene un verdadero lugar para el esclavo y, por tanto, solamente lo puede

tratar como a una propiedad mueble.

Page 72: El derecho antiguo

72

Hemos examinado ahora todas las partes del antiguo derecho de gentes que cae

dentro del alcance de este tratado, y confío en que el resultado de la

investigación dará exactitud y precisión adicional a nuestra visión de la infancia

de la jurisprudencia. El derecho civil de los Estados hizo por primera vez su

aparición como las temistes de un soberano patriarcal y ahora podemos ver que

estas temistes probablemente sólo son una forma desarrollada de los mandatos

irresponsables que, en un estado anterior de la raza, la cabeza de cada familia

aislada debe haber dirigido a sus esposas, hijos y esclavos. Pero, aún después de

haber sido organizado el Estado, las leyes tenían una aplicación extremadamente

limitada. Ya sea que retengan su primitivo carácter de temistes o ya sea que

avancen a la condición de costumbres o textos codificados son obligatorias para

las familias, no para los individuos. La jurisprudencia antigua, si es que puede

utilizarse una engañosa comparación, puede asemejarse al Derecho

Internacional, que no llena por decirlo así, nada excepto los intersticios entre los

grandes grupos que son los átomos de la sociedad. En una comunidad así

organizada, la legislación de asambleas y la jurisdicción de los tribunales alcanza

solamente a los jefes de familia, y para el resto de los individuos la regla de

conducta es la ley de su hogar, cuyo legislador es el padre. Pero la esfera del

derecho civil, pequeña al principio, tiende constantemente a ampliarse. Los

agentes del cambio legal, ficciones, equidad y legislación, asumen, a su vez, el

rumbo de las instituciones primitivas, y cada vez que se avanza un poco, un

mayor número de derechos personales y una mayor cantidad de propiedades

son trasladadas del foro doméstico a la jurisdicción de los tribunales públicos. Las

ordenanzas del gobierno obtienen gradualmente la misma eficacia en los asuntos

privados que en los asuntos de Estado, y ya no están expuestas a ser anuladas por

los requerimientos de un déspota entronizado en cada hogar. Tenemos en los

anales de Derecho Romano una historia casi completa del desmoronamiento de

un sistema arcaico, y de la formación de nuevas instituciones mediante la

recombinación de materiales. Algunas instituciones han llegado intactas al

mundo moderno, mientras que otras, destruidas o corrompidas por el contacto

con la barbarie durante la Edad Media, tuvieron que ser recuperadas por la

humanidad. Cuando dejamos esta jurisprudencia en la época en que Justiniano

hizo su reconstrucción final, se pueden descubrir pocas huellas de arcaísmo

excepto en el único apartado de los amplios poderes todavía reservados al padre

vivo. En todo lo demás, principios de utilidad, simetría o simplificación -principios

nuevos en cualquier caso- han usurpado la autoridad de las consideraciones

estériles que satisfacían la conciencia de los tiempos antiguos. En todas partes

una nueva moralidad ha desplazado los cánones de conducta y las razones de

aquiescencia que se hallaban al unísono con los usos antiguos, porque, de

hecho, habían surgido de ellos.

El movimiento de las sociedades progresivas ha sido uniforme en un respecto. A lo

largo de todo su curso se ha distinguido por la disolución gradual de la

dependencia familiar y el crecimiento de la obligación individual en su lugar. La

familia es sustituida por el individuo como unidad responsable ante el derecho

civil. El avance ha sido logrado a una celeridad variable, y hay sociedades no

absolutamente estacionarias en las que el derrumbe de la organización antigua

puede solamente ser percibido mediante un estudio cuidadoso de los fenómenos

Page 73: El derecho antiguo

73

que presentan. Pero, independientemente de su paso, el cambio no ha estado

sujeto a reacción o rechazo. Se puede descubrir que los rechazos aparentes

fueron ocasionados gracias a la absorción de ideas y costumbres arcaicas de

alguna fuente enteramente extraña. Tampoco es difícil ver cuál es el vínculo entre

hombre y hombre que remplaza poco a poco aquellas formas de reciprocidad

de derechos y deberes que tienen su origen en la familia. Se trata del contrato.

Partiendo de una condición social en la que todas las relaciones de las personas

se reducen a las relaciones de familia, parece que nos hemos movido

progresivamente hacia una fase del orden social en el que todas las relaciones

surgen del libre acuerdo de los individuos. El progreso logrado en Europa

Occidental en esta dirección ha sido considerable. Así, el status del esclavo ha

desaparecido; ha sido remplazado por la relación contractual del sirviente y su

patrón. El status de mujer bajo tutela, si se entiende la tutela de otras personas que

no sea el esposo, también ha dejado de existir; desde su mayoría de edad hasta

su matrimonio todas las relaciones que puede entablar son relaciones

contractuales. De modo similar, el status de hijos bajo tutela tampoco tiene

cabida en el derecho de las sociedades europeas modernas. Si alguna

obligación civil vincula al padre y al hijo mayor de edad, solamente tendrá

validez legal si media un contrato. Las excepciones aparentes son excepciones

que hacen la regla. El niño antes de su mayoría de edad, el huérfano bajo tutela,

el lunático médicamente comprobado, todos tienen sus capacidades e

incapacidades reguladas por el derecho de gentes. Pero, ¿por qué? La razón se

expresa de modo diferente en el lenguaje convencional de los diferentes

sistemas; pero, en sustancia, tiene los mismos efectos en todos. La gran mayoría

de los juristas se mantienen apegados al principio de que las personas

mencionadas están expuestas a control extrínseco porque no poseen la facultad

de formar un juicio sobre sus propios intereses; en otras palabras, que carecen de

lo esencial para establecer un contrato.

La palabra status puede ser útilmente empleada para elaborar una fórmula que

exprese la ley del progreso así indicado, que, independientemente de su valor,

me parece que está bastante indagado. Todas las formas del status anotadas en

el derecho de gentes se derivaron de los poderes y privilegios que antiguamente

radicaban en la familia y, hasta cierto punto, todavía están teñidas de éstos. Si

entonces empleamos el término status, de acuerdo con el sentido que le dan los

mejores escritores, para significar solamente estas condiciones personales y

evitamos aplicarlo a condiciones tales como el resultado del acuerdo inmediato

o remoto, podemos afirmar que el movimiento de las sociedades porgresivas ha

sido, hasta aquí, un movimiento del status al contrato.

Page 74: El derecho antiguo

74

CAPÍTULO VI

La historia temprana de la sucesión testamentaria

Si se hiciera, en Inglaterra, un intento de demostrar la superioridad del método

histórico de investigación sobre los modos de investigación de jurisprudencia

actualmente de moda entre nosotros, ningún otro apartado del derecho sería un

ejemplo más idóneo que los testamentos. Debe esta capacidad particular a su

larga duración y continuidad. Al principio de su historia, nos encontramos en la

infancia misma del estado social, rodeados por una serie de concepciones que

requieren un gran esfuerzo mental si se quieren comprender en su forma antigua;

mientras que ahora, en el otro extremo del curso de su progreso, nos hallamos en

medio de nociones legales que no son otra cosa que aquellas mismas

concepciones legales disfrazadas con la fraseología y los hábitos de pensar que

pertenecen a los tiempos modernos, y que muestran, por tanto, dificultades de

otra índole: la dificultad de creer que ideas que forman parte de nuestro bagaje

mental diario pueden tener necesidad de análisis y examen. El desarrollo del

derecho testamentario entre estos dos puntos extremos puede trazarse con una

notable claridad. En la etapa del nacimiento del feudalismo no sufrió una

interrupción tan radical como la mayoría de las otras ramas legales. Cierto que,

en lo tocante a la jurisprudencia en general, la ruptura causada por la división

entre la historia antigua y la moderna o, en otras palabras, por la disolución del

Imperio Romano, ha sido muy exagerada. La indolencia ha disuadido a muchos

escritores de molestarse en buscar los hilos conductores embrollados y

oscurecidos por la confusión creada por seis siglos turbulentos, mientras que otros

investigadores, no naturalmente carentes de paciencia y espíritu de trabajo, han

sido conducidos a conclusiones erróneas por un vano orgullo en el sistema legal

de su país, y por la renuencia consiguiente a confesar la deuda contraída con la

jurisprudencia romana. Pero estas influencias desfavorables han tenido

comparativamente poco efecto en el campo del derecho testamentario. Los

bárbaros carecían totalmente de una concepción semejante a la de testamento.

Las mejores autoridades sobre el tema convienen en que no se halla vestigio

alguno de él en las partes de sus códigos escritos que comprenden las

costumbres practicadas por ellos en sus lugares de origen, y en los asentamientos

subsiguientes que ocuparon en las márgenes del Imperio Romano. Pero poco

después de haberse mezclado con la población de las provincias romanas, se

apropiaron, de entre la jurisprudencia imperial, de la concepción de testamento,

primero en parte, y luego en su integridad. La influencia de la Iglesia tuvo mucho

que ver en esta rápida asimilación. El poder eclesiástico había logrado casi

desde un principio los privilegios de custodia y registro de testamentos que varios

de los templos paganos habían disfrutado, y ya por entonces las fundaciones

religiosas debían sus posesiones temporales casi exclusivamente a donaciones

privadas. De ahí gue los decretos de los primeros consejos provinciales tuvieran

continuos anatemas contra los que negaban la santidad de los testamentos. Aquí,

en Inglaterra todo el mundo admite que la influencia eclesiástica se encuentra

ciertamente entre las causas principales que evitaron la discontinuidad en la

historia del derecho testamentario. Dicha discontinuidad se dio en otros apartados

de la jurisprudencia. La jurisdicción de cierta clase de testamentos fue delegada

Page 75: El derecho antiguo

75

en los tribunales eclesiásticos, que le aplicaron, aunque no siempre con

inteligencia, los principios de la jurisprudencia romana, y, a pesar de que ni los

tribunales del derecho consuetudinario ni el Tribunal de Chancillería tenían

ninguna obligación positiva de seguir a los tribunales eclesiásticos, no podían

escapar a la fuerte influencia de un sistema de reglas establecidas que se

hallaban en curso de aplicación al mismo tiempo. El derecho inglés sobre

sucesión testamentaria a los bienes muebles ha devenido una forma modificada

del tipo de distribución bajo la que se administraban las herencias de los

ciudadanos romanos.

No es difícil señalar la enorme diferencia entre las conclusiones a que nos lleva el

tratamiento histórico del tema y las que sacamos cuando, sin ayuda de la historia,

tratamos simplemente de analizar nuestras impresiones prima facie. No creo que

haya nadie que, partiendo de la concepción popular o incluso legal de un

testamento, no imagine que éste lleva necesariamente implícitas ciertas

cualidades. Diría, por ejemplo, que un testamento necesariamente surte efecto

sólo a la muerte -que es secreto, no conocido como algo natural por aquellas

personas interesadas en sus estipulaciones-, que es revocable, esto es, siempre es

posible anularlo mediante un nuevo acto de testamentación. Sin embargo, podré

demostrar que hubo un tiempo en que el testamento no tenía estas

características. Los testamentos de los que descienden directamente los nuestros,

al principio se efectuaban de inmediato tras su ejecución; no eran secretos; no

eran revocables. Pocos instrumentos legales son, de hecho, fruto de órganos

históricos más complejos que el testamento mediante el cual las intenciones

escritas de un hombre controlan la disposición póstuma de sus posesiones. Los

testamentos lenta y gradualmente reunieron en sí las cualidades que acabo de

mencionar; y lo hicieron por causas y bajo presión de acontecimientos que

podríamos llamar casuales, o que, de cualquier modo, no tienen interés para

nosotros actualmente, excepto en cuanto han afectado la historia del mundo.

En una época en que las teorías legales abundaban más que en el presente -

teorías que, justo es reconocerlo, eran en su mayoría irrelevantes y prematuras,

pero que sirvieron para rescatar la jurisprudencia de una pésima e innoble

condición, no desconocida entre nosotros, en esa época en que no se aspiraba a

nada semejante a una generalización, y en la que el derecho era considerado un

nuevo ejercicio empírico- estaba de moda explicar la percepción fácil y

aparentemente intuitiva que tenemos de ciertas cualidades de un testamento,

alegando que eran naturales, es decir, conferidas por el derecho natural. Me

imagino que nadie pretendería mantener esta doctrina, una vez que se hubo

aceptado que todas estas características tenían un origen histórico verificable; al

mismo tiempo, vestigios de la teoría de la que se desprende la doctrina, se

mantienen en formas expresivas que todos usamos y a las que difícilmente

sabríamos renunciar. Puedo ilustrar lo anterior mencionando una posición común

en la literatura del siglo XVII. Los juristas de aquel periodo, muy a menudo, afirman

que el mismo poder de testamentación es de derecho natural, es decir, una

prerrogativa conferida por el derecho natural. Su doctrina, aunque no todo el

mundo vea de inmediato la relación, es seguida en sustancia por aquellos que

afirman que el derecho de dictar o controlar la repartición póstuma de la

Page 76: El derecho antiguo

76

propiedad es una consecuencia necesaria o natural de los derechos propietarios.

Y todo estudiante de jurisprudencia técnica se habrá encontrado con el mismo

punto de vista, revestido en el lenguaje de una escuela más bien diferente, que,

en su exposición razonada de este apartado del derecho, trata la sucesión ex

testamento como el modo de devolución que la propiedad de las personas

muertas deberá originalmente seguir, y luego procede a explicar la sucesión ab

intestato como la provisión incidental del legislador en descarga de una función

que sólo quedó irrealizada por descuido o desgracia del propietario muerto. Estas

opiniones constituyen simplemente una forma ampliada de la doctrina más breve

para la que la disposición testamentaria es una institución del derecho natural.

Siempre resulta un tanto aventurado pronunciarse dogmáticamente sobre el

orden de asociación aceptado por mentes modernas cuando desprestigian el

derecho natural; pero creo que la mayoría de las personas que afirman que el

poder testamentario es de derecho natural, puede tomarse como que implica de

hecho, que es universal, o que las naciones se ven empujadas a sancionarlo por

un instinto o impulso primitivo. Respecto a la primera de estas posiciones creo

que, cuando se manifiesta explícitamente, nunca puede ser disputada en serio en

una época que ha presenciado las severas restricciones impuestas al poder

testamentario por el Código Napoleónico, y ha visto la continua multiplicación de

sistemas cuyo modelo ha sido el código francés. A la segunda afirmación

tenemos que objetarle que sea contraria a los hechos mejor comprobados de la

historia temprana del derecho, y me aventuro a afirmar que, generalmente, en

todas las sociedades nativas, un estado jurídico en que no se admitan los

privilegios testamentarios, o más bien, en que no se conciban, ha precedido al

periodo posterior del desarrollo legal en que sólo está permitida la mera voluntad

del propietario, con más o menos restricciones, con objeto de anular los derechos

de sus parientes consanguíneos.

La concepción del testamento no puede ser considerada en sí misma. Es una, y

no la primera, de una serie de concepciones. En sí mismo el testamento es

simplemente el instrumento por el que se declara la intención del testador. En mi

opinión, debe quedar claro que antes de discutir tal instrumento, hay que

examinar varios puntos preliminares, como, por ejemplo, ¿qué es (qué tipo de

derecho o interés) lo que pasa del muerto tras su defunción?, ¿a quién y en qué

forma pasa?, ¿cómo se llegó a permitir que los muertos controlaran la disposición

póstuma de su propiedad? Puesto en lenguaje técnico, así se expresa la

dependencia de la varias concepciones que contribuyen a la noción de un

testamento. Un testamento es el instrumento por el que se prescribe el traspaso de

una herencia. La herencia es una forma de sucesión universal. Una sucesión

universal es una sucesión a una universitas juris, o universidad de derechos y

deberes. Invirtiendo este orden tenemos que preguntar ¿qué es una universitas

juris?; ¿qué es una sucesión universal?; ¿cuál es la forma de sucesión universal

que es denominada herencia? Y hay además otras dos cuestiones,

independientes hasta cierto grado de los puntos que he discutido, pero que

exigen solución antes de que el asunto de los testamentos se agote. Se trata de

las dos cuestiones siguientes: ¿qué sucedió para que la herencia fuese controlada

por la volición del testador?, y ¿cuál es la naturaleza del instrumento mediante el

cual se controla?

Page 77: El derecho antiguo

77

La primera cuestión se relaciona con la universitas juris; esto es, una universidad

(o paquete) de derechos y deberes. Una universitas juris es una colección de

derechos y deberes unida por la sencilla circunstancia de haber pertenecido en

un momento dado a una persona. Es, por decirlo así, el traje legal de un

determinado individuo. No se forma agrupando cualesquiera deberes o

cualesquiera derechos. Solamente puede constituirse tomando todos los

derechos y todos los deberes de una persona particular. El vínculo que une así un

cierto número de derechos de propiedad, servidumbres de paso, derechos de

herencia, deberes de acciones específicas, deudas, obligaciones para

compensar agravios, que relaciona de tal modo todos esos privilegios legales y

deberes hasta constituirlos en una universitas juris, es el hecho de haberse reunido

en un individuo capaz de ejercerlos. La expresión universitas juris no es clásica, a

no ser porque la noción de jurisprudencia está exclusivamente obligada hacia el

Derecho Romano, y tampoco es difícil de comprender. Debemos tratar de reunir

bajo una sola concepción todo el conjunto de relaciones legales en las que nos

hallamos cada uno de nosotros frente al resto del mundo. Estas,

independientemente de su carácter y composición, conforman una universitas

juris, y existe poco peligro de error al idear la noción, si nos cuidamos mucho de

recordar que los deberes y los derechos forman igualmente parte de ella.

Nuestros deberes pueden desequilibrar nuestros derechos. Un hombre puede

deber más de lo que vale y, por tanto, si se señala un valor monetario a sus

relaciones legales colectivas puede ser insolvente. A pesar de todo eso, el grupo

entero de derechos y deberes que se centra en él constituye un juris universitas.

Nos topamos seguidamente con la sucesión universal. Una sucesión universal es

una sucesión a una universitas juris. Ocurre cuando un hombre es investido con el

traje legal de otro, convirtiéndose al mismo tiempo sujeto de todas sus

responsabilidades y revestido de todos sus derechos. Para que la sucesión

universal sea verdadera y perfecta, el traspaso debe tener lugar uno ictu, como

dicen los juristas. Es posible imaginar a un hombre comprando todos los derechos

y deberes de otro en periodos diferentes, como, por ejemplo, mediante compras

sucesivas; o puede adquirirlos en diferentes capacidades, en parte como

heredero, en parte como comprador, en parte como legatario. Pero aunque el

conjunto de deberes y derechos así compuesto debería, de hecho, equivaler a la

personalidad legal total de un individuo particular, la adquisición no sería una

sucesión universal. Para que haya una verdadera sucesión universal, la

transmisión debe ser tal que pase todo el agregado de derechos y deberes al

mismo tiempo y en virtud de la misma capacidad legal del recibidor. La noción

de una sucesión universal, al igual que la de un juris universitas, es permanente en

la jurisprudencia, aunque en el sistema legal inglés se halla opacada por la gran

variedad de capacidades en que se adquieren derechos y, sobre todo, por la

distinción entre los dos grandes apartados de la propiedad inglesa: bienes raíces

y bienes muebles. También constituye una sucesión universal el caso en que un

apoderado recibe una herencia en quiebra, aunque este apoderado sólo paga

las deudas hasta donde ajustan los activos; es solamente una forma modificada

de la noción primaria. Si fuera común entre nosotros el que las personas

aceptaran cesiones de toda la propiedad de un hombre bajo la condición de

que pagase todas sus deudas, tales traspasos serían exactamente iguales a la

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78

sucesión universal del más antiguo Derecho Romano, cuando un ciudadano

romano se arrogaba un hijo, es decir, tomaba como su hijo adoptivo a un hombre

que ya no estaba bajo la Patria Potestas, heredaba universalmente el patrimonio

del niño adoptado, esto es, recibía toda la propiedad y se hacía responsable de

todas las obligaciones. Otras formas varias de sucesión universal aparecen en el

primitivo Derecho Romano, pero definitivamente la más importante y duradera fue

aquella que nos concierne de un modo más inmediato: la Hereditas o herencia.

La herencia era una sucesión universal que ocurría a la muerte de alguien. El

sucesor universal era el Haeres o heredero. Se posesionaba de inmediato de

todos los derechos y deberes del muerto. Quedaba instantáneamente revestido

con su persona legal completa y, huelga decir, que el carácter especial del

Haeres permanecía igual, ya fuese nombrado por un testamento o ya asumiera el

papel intestado. El término Haeres no es usado más enfáticamente para referirse

al intestado que para el heredero testamentario, pues el modo en que un hombre

se convertía en Haeres no tenía nada que ver con el carácter legal que

sustentaba. Era el sucesor universal del muerto y se convertía en heredero, ya

fuese testado o intestado. Pero el heredero no era necesariamente una sola

persona. Un grupo de personas consideradas por ley una sola unidad, podían

recibir la herencia como coherederos.

Permítaseme citar ahora la definición romana usual de herencia. El lector estará

en posición de apreciar toda la fuerza de los términos separados. Haereditas est

successio in universum jus quod defunctus habuit (una herencia es una sucesión a

la entera posición legal de un muerto). La idea era que, aunque la persona física

del muerto había perecido, su personalidad legal sobrevivía y pasaba intacta a su

heredero o coherederos, en quienes se prolongaba su identidad en términos

legales. Nuestro propio derecho, al nombrar al albacea o administrador

representante del difunto en todos sus bienes personales, puede servirnos de

ejemplo de la teoría de la que emanó, pero, aunque la ejemplifica, no la explica.

El punto de vista, aun del tardío Derecho Romano, implicaba una estrecha

relación entre la posición del muerto y su heredero, que no es precisamente uno

de los rasgos de una representación inglesa, y en la primitiva jurisprudencia todo

giraba en torno a la continuidad de la sucesión. El testamento perdía todo su

efecto al menos que en él se estipulara el traspaso instantáneo de los derechos y

deberes del testador al heredero o coherederos.

En la moderna jurisprudencia testamentaria, al igual que en el Derecho Romano

tardío, el objeto básico es la ejecución de las intenciones del testador. En el

antiguo derecho de Roma se prestaba un cuidado equivalente a la entrega de la

sucesión universal. A nuestros ojos, una de estas reglas parece un principio

dictado por el sentido común, mientras que la otra suena a institución

antediluviana. Empero, sin el segundo, el primero no habría surgido.

Para resolver esta aparente paradoja y poner más en claro el curso de las ideas

que he estado tratando de indicar, tengo que tomar los resultados de la

investigación que fue acometida en la primera parte del capítulo anterior.

Observábamos que una peculiaridad distinguía invariablemente la infancia de la

sociedad. Los hombres son siempre tratados y considerados, no como individuos,

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79

sino como miembros de un grupo particular. Todo el mundo, primero, es

ciudadano, y luego, como ciudadano, es miembro de su orden, de una

aristocracia o democracia, de una clase de patricios o plebeyos, o, en las

sociedades que tuvieron el infortunio de sufrir una perversión especial en el curso

de su desarrollo, de una casta. Luego, es miembro de una gens, casa o clan, y,

por último, es miembro de su familia. Esta última era la relación más estrecha y

personal que mantenía. Por paradójico que parezca, nunca era considerado él

mismo, como un individuo distinto. Su individualidad quedaba absorbida en su

familia. Repito, la definición de una sociedad primitiva ya dada: sus unidades las

componen, no individuos, sino grupos de hombres unidos por la realidad o ficción

de una relación consanguínea.

Es en las peculiaridades de una sociedad rudimentaria donde hallamos la primera

huella de una sucesión universal. En comparación con la organización de un

estado moderno, las Repúblicas de los tiempos primitivos pueden describirse

como un cierto número de gobiernos despóticos, cada uno perfectamente

distinto del resto, y todos controlados de manera absoluta por la prerrogativa de

un solo monarca. Pero aunque el patriarca, pues todavía no debemos referirnos a

él como el Pater-familias, tenía derechos muy amplios, no es posible creer que no

estuviera bajo obligaciones igualmente amplias. Si gobernaba la familia, era para

ventaja de ésta; si era señor de sus posesiones, las mantenía como depositario en

nombre de sus hijos y parientes. No gozaba de privilegio o posición alguna

distinta de la conferida por su relación con la Republiquilla que gobernaba. La

familia, de hecho, era una corporación, y él era su representante o, casi

podríamos decir, su funcionario público. Disfrutaba derechos y sufría deberes,

pero los derechos y deberes eran, en la expectación de sus conciudadanos, y en

los ojos de la ley, tanto del cuerpo colectivo como propios. Examinemos por un

momento el efecto que produciría la muerte de tal representante. A los ojos de la

ley y del magistrado civil, la traslación de dominio de la autoridad doméstica

sería un acontecimiento perfectamente inmaterial. La persona representante del

cuerpo colectivo de la familia y principal responsable ante la jurisdicción

municipal llevaría un nombre diferente. Eso sería todo. Los derechos y

obligaciones vinculados al difunto cabeza de familia, se vincularían a su sucesor

sin ruptura en la continuidad; pues, de hecho, se tratará de los derechos y

obligaciones de la familia, y la familia tenía características distintivas de una

corporación: nunca moría. Los acreedores tendrían las mismas reparaciones

frente al nuevo jefe que frente al viejo, pues existía la obligación de que la familia

existente permaneciera absolutamente inalterada. Todos los derechos asequibles

a la familia estarían disponibles tras la defunción de su jefe como antes, excepto

que la corporación -si es que se puede utilizar un lenguaje tan preciso y técnico

referido a aquellos tiempos- se hallaría obligada a entablar juicios bajo un

nombre ligeramente modificado.

Debe seguirse la historia de la jurisprudencia en todo su curso, si vamos a

entender lo gradual y tardíamente que se disolvió la sociedad en los átomos

componentes que ahora la forman; mediante qué pasos graduales e insensibles

la relación de hombre a hombre fue sustituida por la relación del individuo con su

familia y de las familias entre sí. El punto a examinar ahora es que, aun cuando la

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80

revolución se había aparentemente realizado, aun cuando el magistrado había

asumido en buena parte el lugar del Pater-familias, y el tribunal civil había

sustituido al foro doméstico, el esquema total de derechos y deberes administrado

por las autoridades judiciales permaneció regulado por la influencia de los

privilegios anticuados y desfigurado en todas sus partes por su acción refleja. Casi

está fuera de duda que el traslado de la Universitas juris, en el que tan

enérgicamente insistía el Derecho Romano como primera condición de una

sucesión testamentaria o intestada, era un rasgo de la forma más antigua de la

sociedad que las mentes humanas no habrían podido disociar de la nueva,

aunque con aquella fase más nueva no tenía una relación verdadera y

apropiada. En realidad, parece que la prolongación de la existencia legal de un

hombre en su heredero, o en un grupo de coherederos, no es ni más ni menos

que una característica de la familia transferida por medio de una ficción al

individuo. La herencia de las corporaciones es necesariamente universal, y la

familia era una corporación. Las corporaciones nunca mueren. La defunción de

miembros individuales no implicaba diferencia alguna para la existencia

colectiva del cuerpo agregado, y no afectaba de ningún modo sus incidentes

legales, sus facultades o responsabilidades. Ahora bien, en la idea de una

herencia universal romana, todas estas cualidades de una corporación parecen

haber sido transferidas al ciudadano individual. No se permitía que su muerte

física ejerciera ningún efecto sobre la posición legal que ocupaba,

aparentemente bajo el principio de que esa posición debe ajustarse tan

estrechamente como sea posible a las analogías de una familia, que, en su

carácter corporativo, no estaba naturalmente sujeta a la extinción física.

Observo que no pocos juristas europeos tienen gran dificultad en comprender la

naturaleza de la relación entre las concepciones combinadas en una herencia

universal, y, tal vez, no haya tema en la filosofía de la jurisprudencia en que sus

especulaciones, por regla general, posean menos valor. Pero el estudioso del

derecho inglés no debiera estar en peligro de atascarse en el análisis de la idea

que estamos examinando. Una ficción de nuestro propio sistema, con la que

todos los jurisconsultos están familiarizados, arroja mucha luz. Los jurisconsultos

ingleses clasifican las corporaciones en dos: corporaciones agregadas y

corporaciones exclusivas. Una corporación agregada es una verdadera

corporación, pero una corporación exclusiva es un individuo, un miembro entre

una serie de individuos que se halla investido de una ficción con las cualidades

de una corporación. Huelga citar al rey o al pastor de una parroquia como

ejemplos de corporaciones exclusivas. El empleo o cargo aquí se considera parte

de la persona particular que de vez en cuando pueda ocuparlo, y, al ser perpetuo

este empleo, la serie de individuos que lo ocupan están investidos con el atributo

principal de la corporación: la perpetuidad. Ahora bien, en la teoría más antigua

del Derecho Romano, el individuo tenía con la familia precisamente la misma

relación que en la expósición razonada de la jurisprudencia inglesa una

corporación exclusiva mantiene con la corporación agregada. La derivación y

asociación de ideas son exactamente las mismas. De hecho, si nos decimos a

nosotros mismos que para los propósitos de la jurisprudencia testamentaria

romana cada ciudadano individual era una corporación exclusiva, nos daremos

cuenta no solamente de todo lo que implicaba la concepción de herencia sino

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81

también tendremos a nuestra disposición la clave del supuesto en que se basó.

Entre nosotros, es un axioma que el rey nunca muere, por ser una corporación

exclusiva. Sus facultades son inmediatamente asumidas por el sucesor, y no se

cree que la continuidad de mando haya sido interrumpida. A los romanos les

parecía un proceso igualmente sencillo y natural eliminar el hecho de la muerte

del traspaso de derechos y obligaciones. El testador vivía en su heredero o en el

grupo de coherederos. Ante la ley, él era la misma persona con ellos, y si alguien

en sus estipulaciones testamentarias hubiera violado, aun constructivamente, el

principio que unía su existencia presente y póstuma, la ley rechazaba el

instrumento defectuoso y entregaba la herencia a los parientes consanguíneos,

cuya capacidad para cumplir las condiciones de herencia les era conferida por

la misma ley, y no por ningún documento que implicaba la posibilidad de estar

erróneamente ideado.

Cuando un ciudadano romano moría intestado o no dejaba testamento válido,

sus descendientes o parientes se convertían en sus herederos de acuerdo a una

graduación que vamos a describir. La persona o clases de personas que le

sucedían no representaban simplemente al muerto, sino que, de conformidad con

la teoría que se acaba de delinear, continuaban su vida civil, su existencia legal.

Los mismos resultados ocurrían cuando el orden de sucesión estaba determinado

por un testamento, pero la teoría de la identidad entre el difunto y sus herederos

era ciertamente mucho más antigua que cualquier forma de testamento o fase de

la jurisprudencia testamentaria. Este es realmente el momento adecuado de

presentar al lector una duda que nos asaltará con mayor fuerza cuanto más nos

adentremos en este tema: uno se pregunta si los testamentos habrían surgido de

no haber sido por estas notables ideas relacionadas con la sucesión universal. El

derecho testamentario es la aplicación de un principio que puede explicarse en

base a una variedad de hipótesis filosóficas tan plausibles como injustificables;

está entretejido en todas las partes de la sociedad moderna, y es defendible en

los términos vagos de una utilidad general. Pero no está por demás repetir la

advertencia de que la fuente de muchos errores en cuestiones de jurisprudencia

es la impresión de que las razones que nos determinan en el momento actual en

favor del mantenimiento de una institución existente, tienen necesariamente algo

en común con el sentimiento en que se originó la institución. Es cierto que, en el

viejo derecho romano sobre la herencia, la noción de un testamento está

inextricablemente mezclada, casi puedo decir confundida, con la teoría de la

existencia póstuma de un hombre en la persona de su heredero.

La concepción de una sucesión universal, arraigada profundamente en

jurisprudencia, no les ha llegado espontáneamente a los constructores de cada

cuerpo legal. Siempre que se encuentra ahora, puede demostrarse que

desciende del Derecho Romano, y con él han caído una multitud de reglas

legales sobre el asunto de los testamentos o dádivas testamentarias, que los

profesionales modernos aplican sin discernir su relación con la teoría principal.

Pero, en la pura jurisprudencia romana, el principio de que un hombre vive en su

heredero -la eliminación, por decirlo así, del hecho de la muerte- es demasiado

evidente como para confundir el centro alrededor del cual gira todo el derecho

de sucesión testamentaria e intestada. El firme rigor del Derecho Romano en

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hacer cumplir la teoría gobernante sugeriría por sí mismo que la teoría se originó

en algún aspecto de la primitiva Constitución de la sociedad romana; pero

podemos llevar las pruebas más allá de la simple conjetura. Varias expresiones

técnicas, que datan del mismo momento de la institución de los testamentos en

Roma, se han conservado accidentalmente. Encontramos en Gayo la fórmula de

investidura mediante la cual se creó el sucesor universal. Contamos con el

nombre que recibió al principio la persona después llamada heredero. Tenemos

además el texto de la célebre cláusula de las Doce Tablas por la que se

reconocía expresamente el poder testamentario. Las cláusulas que regulan la

sucesión intestada han sido igualmente conservadas. Todas estas frases arcaicas

tienen una peculiaridad notoria. Indican que lo que pasaba del testador a su

heredero era la familia, es decir, el agregado de derechos y deberes contenido

en el Patria Potestas y de ella surgido. La propiedad material no es mencionada

en absoluto en tres casos; en otros dos, es abiertamente llamada adjunta o

apéndice de la familia. El testamento original era, por tanto un instrumento (pues

al principio probablemente no estaba escrito) o un trámite por el que se regulaba

el traspaso de la familia. Era un modo de declarar quién iba a tener la jefatura,

heredada del testador. Cuando se entiende que los testamentos tuvieron este

objeto original, vemos de inmediato cuál fue el proceso por el que se vinieron a

relacionar con una de las reliquias más curiosas de la religión y del derecho

antiguo: las sacra o ritos familiares. Estas sacra eran la forma romana de un tipo

de institución que aparece en toda sociedad que no se haya liberado todavía de

su ropaje primitivo. Son los sacrIficios y ceremonias que conmemoran la

fraternidad familiar, promesa y testigo de su perpetuidad. Independiente de su

naturaleza -ya sea o no verdad que en todos los casos se trate del culto a algún

antepasado mítico-, en todas partes se emplean para dar fe de la santidad de la

relación familiar, y por tanto adquieren un gran significado e importancia siempre

que la existencia continua de la familia se vea en peligro por el cambio de jefe.

En consecuencia, donde los hallamos más a menudo es en relación a las

traslaciones de soberanía doméstica. Entre los hindús, el derecho a heredar la

propiedad de un muerto es exactamente coextensivo con el deber de celebrar

las exequias. Si los ritos no se realizan de la forma adecuada o no los realiza la

persona oportuna, no se considera que se ha establecido relación alguna entre el

muerto y el que sobrevive; no se aplica el derecho sucesorio y nadie puede

heredar la propiedad. Todo gran acontecimiento en la vida de un hindú parece

llevar y estar dirigido a estas solemnidades. Si se casa, es para tener hijos que

puedan celebrarlas después de su muerte; si no tiene hijos, se halla en la enorme

obligación de adoptarlos de otra familia, con vistas, escribe el doctor hindú, al

pastel de funeral, al agua y al solemne sacrificio. La esfera reservada a las sacra

romanas en tiempos de Cicerón no tenía un alcance menor. Abarcaba herencias

y adopciones. No era permitida ninguna adopción sin la debida disposición para

las sacra de la familia de la que el hijo adoptivo era transferido, y ningún

testamento podía distribuir la herencia sin un prorrateo estricto de los gastos de

estas ceremonias entre los diferentes coherederos. Las diferencias entre el

derecho romano de esta época, momento del que data nuestra última

información sobre las sacra, y el sistema hindú existente, son muy instructivas.

Entre los hindúes, el elemento religioso ha logrado un predominio completo sobre

el derecho. Los sacrificios familiares se han convertido en la clave de todo el

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derecho de gentes y, en una buena parte, del derecho de cosas. Es más, incluso

han recibido una monstruosa ampliación, pues es una opinión plausible el que la

auto-inmolación de la viuda en el funeral de su esposo, práctica continuada por

los hindúes hasta épocas históricas, y conmemorada en las tradiciones de varias

razas indoeuropeas, era una adición injertada en las primitivas sacra, bajo la

influencia de la impresión, que siempre acompaña a la idea de sacrificio, de que

la sangre humana es el más precioso de todos los sacrificios. Al contrario, entre

los romanos, la obligación legal y el deber religioso dejaron de estar mezclados.

La necesidad de solemnizar las sacra no forma parte de la teoría del estado civil,

sino que éstas se hallan bajo la jurisdicción separada del Colegio de Pontífices.

Las cartas de Cicerón a Atticus, que están llenas de alusiones a ellas, no dejan

lugar a dudas de que constituían una carga intolerable sobre las herencias; pero

el punto de desarrollo en el que el derecho parte de la religión ya había pasado,

y nos hallamos preparados para su entera desaparición de la jurisprudencia

posterior.

En el derecho hindú no existe nada parecido a un verdadero testamento. El lugar

llenado por los testamentos lo ocupan las adopciones. Podemos ver ahora la

relación del poder testamentario con la facultad de adopción y la razón por la

que el ejercicio de cualquiera de ellas podía exigir una peculiar solicitud para el

cumplimiento de las sacra. El testamento y la adopción amenazan los dos con

distorsionar el curso ordinario de la descendencia familiar, pero son obviamente

artificios para impedir que la descendencia sea totalmente interrumpida, cuando

no existen parientes para controlarla. De los dos ejemplos, la adopción, es decir,

la creación ficticia de una relación consanguínea, es la única que surgió en la

mayoría de las sociedades arcaicas. Los hindúes han avanzado, de hecho, un

paso más sobre lo que indudablemente constituía la práctica antigua, al permitir

a la viuda la posibilidad de adoptar, cuando el padre no lo había hecho. En las

costumbres locales de Bengala hay algunas señales muy borrosas de los poderes

testamentarios. Sin embargo, pertenece preeminentemente a los romanos el

crédito de inventar el testamento, institución que, junto con el contrato, ha

ejercido una enorme influencia en la transformación de la sociedad humana.

Debemos tratar de no atribuirle en su forma más temprana las mismas funciones

que ha desempeñado en tiempos más recientes. Al principio era, no un modo de

distribuir las pertenencias de un muerto, sino uno de los varios modos de transferir

la representación de una familia a un nuevo jefe. Las pertenencias pasan sin duda

alguna al heredero, pero eso sólo porque el gobierno de la familia lleva implícito

en su traspaso el poder de manejar las existencias comunes. Nos encontramos

muy lejos todavía de aquella etapa en la historia de los testamentos en que éstos

se vuelven instrumentos poderosos en la modificación de la sociedad mediante el

estímulo que dan a la circulación de la propiedad y la ductilidad que producen

en los derechos propietarios. Ninguna consecuencia de esta naturaleza parece,

de hecho, haber ido asociada al poder testamentario aun entre los últimos

jurisconsultos romanos. Los testamentos nunca fueron considerados en la

comunidad romana como un artificio para separar la propiedad y la familia, o

para crear una variedad de intereses misceláneos, sino más bien como un medio

de crear una mejor provisión para los miembros de una familia de la que podrían

asegurar las reglas de la sucesión intestada. Nos podemos imaginar que la

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testamentación evocara asociaciones muy diferentes en un romano que entre

nosotros. El hábito de considerar la adopción y la testamentación como modos

de continuar la familia tiene que haber influido en el relajamiento de las nociones

romanas sobre la herencia de la soberanía. Es imposible no ver que la sucesión

de los primeros emperadores romanos era considerada razonablemente regular,

y que, a pesar de todo lo ocurrido, no se creía absurda la pretensión de que

príncipes como Teodosio o Justiniano se denominaran César o Augusto.

Cuando surgen a la luz los fenómenos de las sociedades primitivas, se vuelve

imposible disputar una proposición que los juristas del siglo XVII consideraban

dudosa: la herencia intestada es una institución más antigua que la sucesión

testamentaria. Tan pronto como esto queda bien sentado, surge una cuestión de

sumo interés: cómo y bajo qué condiciones se permitió por primera vez que un

testamento estuviese dirigido a regular el traslado de la autoridad sobre la familia

y, consiguientemente, la distribución póstuma de la propiedad. La dificultad de

decidir el punto surge de la rareza del poder testamentario en las comunidades

arcaicas. Es dudoso que alguna sociedad primitiva, a excepción de la romana,

haya conocido un verdadero poder de testamentación. Aparecen aquí y allá

ciertas formas rudimentarias, pero la mayoría no se encuentran exentas de la

sospecha de tener un origen romano. El testamento ateniense era, sin duda,

autóctono, pero, como veremos, era solamente un testamento incoado. En

cuanto a los testamentos que se hallan sancionados por los cuerpos legales que

nos han llegado en forma de código de los conquistadores bárbaros de la Roma

Imperial son ciertamente romanos. La crítica alemana más aguda ha estado

dirigida recientemente a estas leges Barbarorum, cuyo principal objeto de

investigación es separar las partes de cada sistema que formaban las costumbres

de la tribu en su localización original de los ingredientes adventicios que fueron

tomados de las leyes de los romanos. En el curso de este proceso, se ha

encontrado invariablemente que el núcleo antiguo del código no contiene

huellas de un testamento. El derecho testamentario que existe ha sido tomado de

la jurisprudencia romana. De modo similar, el testamento rudimentario, que

(según se me informa) admite el derecho judío rabínico, ha sido atribuido al

contacto con los romanos. La única forma de testamento -que no pertenece a las

sociedades romana o helénica y que razonablemente puede suponerse

indígena- es el reconocido por los usos de la provincia de Bengala. Pero este

testamento bengalí es solamente un testamento rudimentario.

Los datos con que contamos nos llevan a la conclusión de que los testamentos, al

principio, surten efecto ante la ausencia de personas autorizadas a recibir la

herencia por derecho de consanguinidad genuina o ficticia. De este modo,

cuando las Leyes de Solón facultaron a los ciudadanos atenienses a ejecutar

testamentos por primera vez, se les prohibía desheredar a sus descendientes

varones directos. De modo similar, el testamento bengalí gobierna solamente la

sucesión en cuanto es consistente con ciertos derechos prevalecientes de la

familia. Igualmente, las instituciones originales de los judíos no dejaban lugar a los

privilegios de la testamentación; la jurisprudencia judía tardía, que pretende

reemplazar los casu omissi de la ley mosaica, permite el poder de testamentación

cuando todos los parientes, con derechos a heredar según el sistema mosaico,

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han fallado o son indescubribles. Las limitaciones que los antiguos códigos

germánicos impusieron a la jurisprudencia testamentaria que fue incorporada a

ellos son igualmente significativas y apuntan en la misma dirección. La

peculiaridad de la mayoría de estas leyes germánicas, en la única forma en que

las conocemos, es que, además del allod o dominio de cada familia, reconocen

varias clases subordinadas o tipos de propiedad, cada uno de los cuales

probablemente representa una transfusión separada de principios romanos en el

cuerpo primitivo del uso teutónico. La primitiva propiedad germánica o alodial se

reservaba estrictamente a los parientes. No solamente era imposible disponer de

ella mediante testamento, sino que apenas se podía alienar por traslación de

dominio inter vivos. El antiguo derecho germánico, al igual que la jurisprudencia

hindú, hace a los hijos varones copropietarios del padre, y la dote de la familia no

puede enajenarse excepto mediante el consentimiento de todos sus miembros.

Pero las otras formas de propiedad, de origen más moderno y menor dignidad

que las posesiones alodiales, son más fácilmente alienables, y según reglas

mucho más indulgentes en caso de repartición. Las mujeres y sus descendientes

las heredan, obviamente bajo el principio de que yacen fuera del sagrado recinto

de la fraternidad agnada. Ahora bien, los testamentos tomados de Roma pudieron

operar inicialmente bajo estos últimos tipos de propiedad. Estos solamente.

Las anteriores indicaciones pueden servir para prestar plausibilidad adicional a la

que parece ser la explicación más probable de un hecho descubierto en la

historia temprana de los testamentos romanos. Tenemos establecido con

abundantes pruebas que los testamentos, durante el periodo primitivo del Estado

romano, eran ejecutados en la Comitia Calata, esto es, en la Comitia Curiata, o

Parlamento de los Ciudadanos Patricios de Roma, cuando se reunían para asuntos

privados. Este modo de ejecución ha sido la fuente de la afirmación, pasada de

una generación de civiles a otra, de que todo testamento en una época de la

historia romana era una solemne promulgación legislativa. Pero no hay necesidad

alguna de recurrir a una explicación que tiene el defecto de atribuir demasiada

precisión a los procedimientos de la asamblea antigua. La clave adecuada de la

historia sobre la ejecución de testamentos en la Comitia Calata debe sin duda

buscarse en el más antiguo Derecho Romano sobre la sucesión intestada. Los

cánones de la primitiva jurisprudencia romana que regulaban la herencia de los

parientes entre sí tenían hasta donde permanecieron inmodificados por el

Derecho de los Edictos Pretorianos el efecto siguiente: Primero, los sui o

descendientes directos que nunca habían sido emancipados, heredaban. A falta

del sui, la persona o clase de pariente más cercana que estuviese o hubiera

podido estar bajo la misma Patria Potestas que el difunto. El tercer y último grado

venía seguidamente: la herencia recaía sobre los gentiles, esto es, sobre los

miembros colectivos de la gens o casa del muerto. La casa era, como ya he

explicado, una extensión ficticia de la familia, consistente en todos los

ciudadanos patricios de Roma que llevaban el mismo nombre, supuestamente

descendían de un antepasado común. Ahora bien, la asamblea patricia

denominada Comitia Curiata era una legislatura en la que estaban

exclusivamente representadas Gentes o casas. Era una asamblea representativa

del pueblo romano, constituida bajo el supuesto de que la unidad componente

del Estado era la Gens. Siendo así, parece inevitable el inferir que la jurisdicción

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de la Comitia sobre los testamentos se relacionaba con los derechos de los

Gentiles y estaba abocada a asegurarles el privilegio de ser los herederos en

último caso. Se salva toda anomalía aparente, si suponemos que un testamento

sólo podía hacerse cuando el testador no tenía gentiles distinguibles, o cuando

renunciaban a sus derechos, y que cada testamento era sometido a la Asamblea

General de las Gentes Romanas, de modo que los que se considerasen vejados

por sus estipulaciones pudieran poner su veto, si así lo deseaban, o en caso de

dejarlo pasar, se presumía que habían renunciado a su revocación. Es posible

que en vísperas de la publicación de las Doce Tablas este poder de veto haya

sido muy cercenado o sólo ocasional y caprichosamente ejercido. Es mucho más

fácil, no obstante, indicar el significado y origen de la jurisdicción confiada a la

Comitia Calata que trazar su desarrollo gradual o decadencia progresiva.

El testamento al que todos los testamentos modernos atribuyen su linaje no es, sin

embargo, el testamento ejecutado en la Calata Comitia, sino otro testamento

diseñado para competir con él y destinado a superarlo. La importancia histórica

de este testamento temprano y la luz que arroja sobre una buena parte del

pensamiento antiguo, justifican el que la describa con cierta amplitud.

Cuando el poder testamentario se nos manifiesta por primera vez en la historia

legal, hay señales de que, al igual que casi todas las instituciones romanas, era

objeto de disputa entre patricios y plebeyos. El efecto de la máxima política,

Plebs Gentem non habet, Un plebeyo no puede ser miembro de una casa, era

excluir a los plebeyos enteramente de la Comitia Curiata. Algunos críticos han

supuesto, por tanto, que un plebeyo no podía lograr que su testamento fuese leído

o recitado a la Asamblea Patricia, y se veía así privado totalmente de los

privilegios testamentarios. Otros han quedado satisfechos con señalar las

penalidades de tener que someter un proyectado testamento a la jurisdicción

enemiga de una asamblea en la que el testador no estaba representado.

Cualquiera que sea el punto de vista correcto, el hecho es que surgió una forma

de testamento, que tiene todas las características de un artificio diseñado para

evadir alguna obligación desagradable. El testamento en cuestión era una

traslación de dominio inter vivos, una alienación completa e irrevocable de la

familia y el caudal del testador en favor de la persona a quien él designaba

heredero. Las reglas estrictas del Derecho Romano deben haber permitido

siempre tal alienación pero cuando se quería que la transacción tuviese un efecto

póstumo, deben haberse suscitado disputas sobre si era válido con propósitos

testamentarios sin el consentimiento formal del Parlamento Patricio. Si existía una

diferencia de opinión sobre el punto entre las dos clases de la población romana

se extinguió, junto con otras fuentes de animosidad, mediante el gran

compromiso decenviral. Todavía persiste el texto de las Doce Tablas que dice:

Paterfamilias uti de pecuniâ tutelâve rei suae legâssit, ita jus esto, ley que apenas

puede haber tenido otro objeto que la legislación del testamento plebeyo.

Los eruditos saben perfectamente que, siglos después de que la Asamblea

Patricia dejó de ser la legislatura del Estado Romano, continuaba manteniendo

sesiones formales para atender asuntos de carácter privado. Por lo tanto, mucho

después de la publicación del Derecho Decenviral, hay razón para creer que la

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Comitia Calata se reunía aún para la validación de testamentos. Sus probables

funciones pueden indicarse de modo más adecuado diciendo que era un tribunal

de registro, en el entendimiento, no obstante, de que los testamentos exhibidos no

eran registrados sino simplemente recitados a sus miembros. Se asumía que éstos

tomarían nota de su contenido y lo aprenderían de memoria. Es muy probable

que esta forma de testamento no haya sido nunca puesta por escrito, pero, en

cualquier caso, si el testamento hubiera estado originalmente escrito, el ministerio

de la Comitia estaba ciertamente limitado a escuchar el documento leído en voz

alta, y éste era retenido después bajo la custodia del testador o depositado en el

resguardo de alguna corporación religiosa. Esta publicidad puede haber sido uno

de los aspectos del testador ejecutado en la Comitia Calata que le acarreó el

disgusto popular. En los primeros años del Imperio, la Comitia todavía celebraba

sus reuniones, pero parecen haber caído en la más pura forma, y pocos

testamentos, o probablemente ninguno, se presentaban en la sesión periódica.

El antiguo testamento plebeyo -la alternativa al testamento acabado de describir-

es el que en sus efectos remotos ha modificado profundamente la civilización del

mundo moderno. En Roma ganó toda la popularidad que el testamento sometido

a la Calata Comitia parece haber perdido. La clave de todas sus características

radica en su origen en el mancipium, o antigua traslación de dominio romana,

procedimiento al que podemos asignar sin titubeos la paternidad de dos grandes

instituciones sin las que la sociedad moderna apenas habría podido mantenerse

unida: el contrato y el testamento. El mancipium o mancipación, como se

exhibiría posteriormente en el mundo latino, nos devuelve con sus incidentes a la

infancia de la sociedad civil. Dado que surgió en época muy anterior, si no a la

invención, en cualquier caso sí a la popularización del arte de escribir, gestos,

actos simbólicos y frases solemnes ocupan el lugar de formas documentales.

Igualmente, un largo y complicado ceremonial estaba dirigido a llamar la

atención de las partes sobre la importancia de la transacción y, de este modo,

dejarla grabada en la memoria de los testigos. Asimismo, la imperfección del

testimonio oral, comparado con el escrito, necesita la multiplicación de los

testigos y ayudantes más allá de lo que en tiempos posteriores sería un límite

tolerable o inteligible.

La mancipación romana exigía la presencia primero de las partes, vendedor y

comprador, o tal vez deberíamos decir más bien, para usar términos legales

modernos, el otorgante y el concesionario. También participaban no menos de

cinco testigos, y un personaje anómalo, el Libripens, que traía consigo una

báscula para pesar las monedas de cobre sin acuñar de la antigua Roma. El

testamento que estamos examinando -el testamento per aes et libram, con el

cobre y la balanza, como continuó siendo llamado técnicamente por mucho

tiempo- era una mancipación ordinaria, sin cambios en la forma y, muy pocos, en

las palabras. El testador era el otorgante; los cinco testigos y el libripens se

hallaban presentes, y el lugar del concesionario era ocupado por una persona

conocida técnicamente como el familiae emptor, el comprador y la familia.

Luego proseguía la ceremonia ordinaria de la mancipación. Se hacían ciertos

gestos formales y se pronunciaban unas frases. El emptor familiae simulaba el

pago de un precio golpeando la balanza con una moneda, y finalmente el

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testador ratificaba lo que se había hecho por medio de un conjunto de palabras

fijas denominadas Nuncupatio o publicación de la transacción, frase que, apenas

necesito recordarle al jurisconsulto, tiene una larga historia en la jurisprudencia

testamentaria. Es necesario prestar particular atención al carácter de la persona

llamada familiae emptor. No hay duda de que al principio se trataba del heredero

mismo. El testador le transfería sin reserva toda su familia, esto es, todos los

derechos que disfrutaba sobre y por medio de la familia; su propiedad, sus

esclavos, y todos sus prlvilegios ancestrales, junto con, por otra parte, todos sus

deberes, obligaciones.

Con todos estos datos ante nosotros, podemos notar varios puntos importantes en

los que el testamento mancipador, como puede llamarse, difería en su forma

primitiva del testamento moderno. Como equivalía a una traslación total de

dominio de los bienes del testador, no era revocable. No podía haber un nuevo

ejercicio de un poder que se había gastado. Por otra parte, no era secreto. El

familiae emptor, al ser él mismo el heredero, conocía exactamente cuáles eran

sus derechos y era consciente de que estaba autorizado de modo irreversible a la

herencia, conocimiento que la violencia inseparable de las sociedades antiguas,

aun de las mejor organizadas, volvía extremadamente peligroso. Pero, tal vez, la

consecuencia más sorprendente de esta relación de los testamentos con las

traslaciones de dominio era la inmediata entrega de la herencia al heredero. Esto

ha parecido tan increíble a muchos jurisconsultos que han hablado del caudal

del testador como algo entregado condicionalmente a la muerte del testador o

concedido a partir de un momento incierto, por ejemplo, la muerte del otorgante.

Pero hasta el periodo más tardío de la jurisprudencia romana había una cierta

clase de transacciones que nunca pudieron ser directamente modificadas por

una condición, o limitadas a un periodo de tiempo. En lenguaje técnico no

admitían conditio o dies. La mancipación era una de ellas, y, por tanto, aunque

parezca extraño, tenemos que concluir que el primitivo testamento romano surtía

efecto de inmediato, aun si el testador sobrevivía a su acto de testamentación. Es

muy probable que los ciudadanos romanos originalmente hicieran sus

testamentos solamente en artículo de muerte, y que una estipulación en favor de

la continuación de la familia efectuada por un hombre en la flor de la vida tomara

más bien la forma de una adopción que de un testamento. No obstante, tenemos

que creer que, si el testador se recuperaba, solamente podría continuar

gobernando su casa con el consentimiento de su heredero.

Habría que hacer dos o tres comentarios más antes de explicar cómo estas

inconveniencias fueron remediadas y cómo los testamentos vinieron a ser

investidos de todas las características ahora universalmente asociadas a ellos. El

testamento no era necesariamente escrito: al principio, parece haber sido

invariablemente oral, e, incluso en tiempos posteriores, el instrumento declaratorio

de los legados sólo estaba indirectamente relacionado con el testamento y no

formaba parte esencial de él. Mantenía, de hecho, exactamente la misma

relación con el testamento que la de la escritura, que dirigía los usos, mantenía

con las multas y fallos del viejo derecho inglés, o que la de la carta constitucional

de un feudo mantenía con el feudo mismo. Antes de las Doce Tablas, de hecho

ningún escrito hubiese sido de utilidad, pues el testador no tenía poder de dar

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legados, y las únicas personas que podían resultar favorecidas por un testamento

eran el heredero o coherederos. Pero la extrema generalidad de la cláusula de

las Doce Tablas en seguida produjo la doctrina de que el heredero debe aceptar

la herencia cargada con las instrucciones que el testador pueda darle, o, en otras

palabras, aceptarla sujeta a mandas. Los instrumentos testamentarios escritos

asumieron por tanto un nuevo valor, como un seguro contra la negativa

fraudulenta del heredero a satisfacer a los legatarios; pero hasta el final fue deseo

del testador confiar exclusivamente en el testimonio de los testigos y declarar

oralmente los legados que el familiae emptor estaba encargado de cumplir.

Los términos de la expresión Emptor familiae exigen explicación. Emptor indica

que el testamento era literalmente, una venta, y la palabra familiae, al

compararla con la fraseología de la cláusula testamentaria en las Doce Tablas,

nos lleva a algunas conclusiones instructivas. Familia, en la latinidad clásica,

significa siempre los esclavos de un hombre. Aquí, sin embargo, y de un modo

general en el lenguaje del antiguo Derecho Romano, incluye a todas las personas

bajo su Potestas, y se sobreentiende que la propiedad material o bienes del

testador pasan como aditamento o apéndice de su casa. Volviendo a la ley de

las Doce Tablas, se verá que habla de tutela rei sua, la custodia de su caudal, una

forma de expresión que es el exacto reverso de la frase ahora examinada. No

parece haber, por tanto, modo alguno de escapar a la conclusión de que, aun en

una época tan comparativamente reciente como la del compromiso decenviral,

términos que denotaban familia y propiedad se hallaban mezclados en la

fraseología corriente. Si se hubiera hablado de la familia de un hombre como su

propiedad podriamos haber explicado la expresión señalando el alcance de la

Patria Potestas, pero, como el intercambio es recíproco, debemos admitir que la

forma del lenguaje nos devuelve al periodo primitivo en que la propiedad era

detentada por la familia, y la familia estaba gobernada por el ciudadano, de tal

modo que los miembros de la comunidad no poseían su propiedad y su familia,

sino que, más bien, poseían su propiedad por medio de la familia.

En un momento difícil de señalar con precisión, los pretores romanos cayeron en

el hábito de influir en los testamentos solemnizados de conformidad más estrecha

con el espíritu que con la letra de la ley. Las distribuciones casuales se

convirtieron insensiblemente en la práctica establecida hasta que al final una

forma totalmente nueva de testamento fue madurada e injertada regularmente

en la jurisprudencia de los edictos. El nuevo testamento pretoriano derivaba todo

su carácter inexpugnable del Jus Honorarium o Equidad de Roma. El pretor de

algún año particular debe haber insertado una cláusula de su proclamación

inaugural en la que declaraba su intención de sostener todos los testamentos que

hubieran sido ejecutados con tales y tales solemnidades, y, al descubrir que la

reforma había sido ventajosa, el artículo relacionado con ella debe haber sido

reintroducido por el sucesor del pretor, y repetido por el que le siguió en el cargo,

hasta que, finalmente, constituyó una porción reconocida del cuerpo de

jurisprudencia que, a causa de sus incorporaciones sucesivas, fue denominado

Edicto Perpetuo o Continuo. Al examinar las condiciones de un testamento

pretoriano válido, se verá claramente que han estado determinados por los

requerimientos del testamento mancipador. El pretor innovador se había

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obviamente auto-prescrito la conservación de las viejas formalidades en tanto

que fueran garantías de legitimidad y protección contra el fraude. En la ejecución

del testamento mancipador tenían que estar presentes siete personas además del

testador. Por tanto, eran esenciales siete testigos para el testamento pretoriano:

dos de ellos correspondían al libripens y familiae emptor que fueron despojados

de su carácter simbólico, y estaban presentes meramente para otorgar su

testimonio. No se realizaba ninguna ceremonia emblemática; el testamento se

recitaba meramente; pero entonces es probable (aunque no absolutamente

seguro) que un instrumento escrito fuese necesario para perpetuar la declaración

de las disposiciones del testador. En todo caso, siempre que una escritura era

leída o mostrada como la última voluntad de una persona, sabemos ciertamente

que el Tribunal Pretoriano no lo avalaba mediante una intervención especial, a

menos que cada uno de los siete testigos hubiera rigurosamente fijado su sello en

el exterior. Esta es la primera aparición del acto de sellar en la historia de la

jurisprudencia, considerado como un modo de autentificación. Es de notar que

los sellos de los testamentos romanos, y de otros documentos de importancia, no

servían simplemente como índice de la presencia o asentimiento del signatario,

sino que eran literalmente ligazones que tenían que ser rotas antes de que la

escritura pudiera ser registrada.

Las leyes de los edictos observaban, por tanto, las disposiciones de un testador,

cuando, en lugar de estar simbolizadas mediante las formas de mancipación, se

hallaban simplemente patentizadas por los sellos de siete jueces. Pero puede

establecerse como proposición general que las principales cualidades de la

propiedad romana eran incomunicables excepto mediante procesos que se

suponían contemporáneos al origen del Derecho Civil. El pretor, por esta razón, no

podía conferir a nadie una herencia. No podía colocar al heredero o coherederos

en la mismísima relación en que se había mantenido el testador respecto a sus

propios derechos y obligaciones. Todo lo que podía hacer era conferir a la

persona designada heredera el disfrute práctico de la propiedad legada, y darle

fuerza de descargo legal a sus pagos de la deuda del testador. Cuando ejercía

sus poderes con estos fines, se decía que el pretor técnicamente comunicaba el

Bonorum Possessio. El heredero especialmente instalado en estas circunstancias,

o Bonorum Possessor , tenía todo el privilegio propietario del heredero según el

Derecho Civil. Obtenía los beneficios y podía enajenar, pero entonces, para todas

sus reparaciones, por ejemplo, obtener satisfacción de los agravios, debía recurrir,

como diríamos nosotros, no al Derecho Consuetudinario sino a la parte de la

Equidad del Tribunal Pretoriano. No incurriríamos en el peligro de caer en un grave

error si lo describimos como poseedor de un patrimonio equitativo de la herencia;

pero, en ese caso, para evitar que nos podamos engañar debido a la analogía,

debemos tener siempre presente que por un año la Bonorum Possessio

funcionaba en base a un principio del Derecho Romano conocido por Usucapion,

y el poseedor se convertía en dueño quiritario de toda la propiedad comprendida

en la herencia.

Sabemos demasiado poco del derecho más antiguo de Proceso Civil para poder

hacer un balance de ventajas y desventajas entre las diferentes clases de

remedios ofrecidos por el Tribunal Pretorial. Es cierto, no obstante, que a pesar de

Page 91: El derecho antiguo

91

sus muchos defectos, el testamento mancipador por el cual el universitas juris es

traspasado inmediatamente y mantenido intacto, nunca fue superado en su

totalidad por el nuevo testamento, y en un periodo menos fanático de las formas

anticuadas, y, tal vez, no tan sensible a su significancia, todo el ingenio de los

jurisconsultos parece haberse gastado en el mejoramiento del instrumento más

venerable. En la era de Gayo, que es la de los césares antoninos, los grandes

defectos del testamento mancipador habían desaparecido. Originalmente, como

hemos visto, el carácter esencial de las formalidades había requerido que el

heredero mismo fuera el comprador de la familia, y la consecuencia era no sólo

que adquiría instantáneamente intereses creados en la propiedad del testador

sino que se le hacía formalmente sabedor de sus derechos. Pero la época de

Gayo permitió que alguna persona desaprensiva oficiase como comprador de la

familia. El heredero, de este modo, no era necesariamente informado de la

sucesión a la que estaba destinado, y en adelante los testamentos obtuvieron la

propiedad del secreto. La sustitución de un extraño por el heredero real en las

funciones de Familiae emptor tuvo otras consecuencias ulteriores. Tan pronto

como se legalizó, un testamento romano vino a consistir de dos partes o etapas -

una traslación de dominio, que era pura forma, y un Nuncupatio, o publicación-.

En este último pasaje del procedimiento, el testador o bien declaraba

verbalmente a los asistentes los deseos que debían realizarse a su muerte o bien

presentaba un documento escrito en el que se incorporaba su voluntad.

Probablemente no fue hasta que su atención se había retirado bastante de la

imaginaria traslación de dominio, y se hubo concentrado en la Nuncupation

como parte esencial de la transacción, que se permitió que los testamentos

pudieran hacerse revocables.

He recorrido, así, el linaje de los testamentos a través de su historia legal. Su raíz se

encuentra en el testamento viejo con cobre y balanza, basado en una

mancipación o traslación de dominio. Este antiguo testamento tiene, no obstante,

múltiples defectos, que son remediados, aunque sólo indirectamente, por el

derecho pretoriano. Mientras el ingenio de los jurisconsultos efectúa, en el

testamento consuetudinario o mancipador, los mismos mejoramientos que el

pretor puede haber realizado concurrentemente en la equidad. Estos últimos

mejoramientos dependen, sin embargo, de la nueva destreza legal, y vemos en

consecuencia que el derecho testamentario de la época de Gayo y Ulpiano es

solamente transitorio. No sabemos qué cambios siguieron; pero, finalmente, justo

antes de la reconstrucción de la jurisprudencia por Justiniano, encontramos que

los súbditos del Imperio Romano Oriental emplean una forma de testamento cuyo

linaje es atribuible, por una parte, al testamento pretoriano y, por otra, al

testamento de cobre y balanza. Al igual que el testamento del pretor, no requería

mancipación, y era inválido a menos que estuviese sellado por siete testigos. A

semejanza del testamento mancipador, pasaba la herencia y no meramente un

Bonorum Possessio. Varios de sus rasgos más importantes, sin embargo, fueron

anexados a promulgaciones de ley positivas, y es con respecto a esta triple

derivación del Edicto Pretoriano, del Derecho Civil y de las Constituciones

Imperiales, que habló Justiniano del Derecho Testamentario, en su propio día,

como Jus Tripartitum. El estamento nuevo así descrito es el conocido

generalmente como el Romano. Pero se trataba solamente del testamento del

Page 92: El derecho antiguo

92

Imperio de Oriente. Las investigaciones de Savigny han demostrado que en

Europa Occidental el viejo testamento mancipador, con todo su aparato de

traslación de poder, cobre y balanza, continuó siendo la forma utilizada hasta

bien entrada la Edad Media.

CAPÍTULO VII

Ideas antiguas y modernas sobre testamentos y sucesiones

Aunque una buena parte del moderno Derecho Testamentario europeo, se halla

estrechamente relacionada con las reglas más antiguas del orden testamentario

practicado entre los hombres, existen, sin embargo, algunas diferencias entre las

ideas antiguas y las modernas sobre el asunto de testamentos y sucesiones. En el

presente capítulo trataré de mostrar algunos de los puntos de divergencia.

Durante un cierto periodo, separado por varios siglos de la era de las Doce Tablas,

encontramos una variedad de reglas injertadas en el Derecho Civil romano con el

fin de evitar el desheredamiento de los hijos. Tenemos la jurisdicción del pretor

ejercida muy activamente con el mismo fin. Se nos presenta asimismo un nuevo

tipo de reparación, de carácter muy anómalo y origen incierto, llamado el

Querela lnofficiossi Testamenti, la queja del testamento irrespetuoso, dirigido a la

reinstalación de la progenie en la herencia de la que han sido injustamente

excluidos por el testamento del padre. Comparando este estado del derecho con

el texto de las Doce Tablas que concede, de palabra, la mayor libertad de

testamentación, varios escritores se han visto tentados a entretejer una buena

cantidad de incidentes dramáticos en sus respectivas memorias del Derecho

Testamentario. Nos hablan de la ilimitada licencia de desheredamiento en la que

comenzaron a caer instantáneamente los cabeza de familia, del escándalo y

perjuicio que las nuevas prácticas creaban, y de la aprobación de todos los

hombres prudentes que saludaban el valor del pretor en detener el progreso de la

depravación paterna. Esta historia, que no carece de fundamento en el hecho

principal al que se refiere, es a menudo contada de un modo que revela

interpretaciones erróneas muy serias de los principios de la historia legal. La ley de

las Doce Tablas hay que explicarla por el carácter de la época en que fue

promulgada. No autoriza una tendencia que una era posterior se vio obligada a

contrarrestar, sino que prosigue bajo el supuesto de que no existe tal tendencia o,

tal vez deberíamos decir en la ignorancia de la posibilidad de su existencia. No

hay probabilidad alguna de que los ciudadanos romanos comenzaran de

inmediato a aprovecharse libremente de la facultad de desheredar. Va en contra

de toda razón y sana apreciación de la historia suponer que el yugo de la

servidumbre familiar, todavía pacientemente aceptado en el aspecto en que su

presión irritaba con mayor crueldad, sería descartado en la mismísima

particularidad en que su incidencia en nuestros días no es sino bienvenida. La ley

de las Doce Tablas permitía la ejecución de testamentos en el único caso en que

se creía posible que podían ejecutarse, a saber, a falta de hijos o parientes. No

prohibía el desheredamiento de los descendientes directos, por cuanto no

Page 93: El derecho antiguo

93

legislaba en contra de una eventualidad que ningún legislador romano de la

época habría imaginado. Era indudable que, a medida que los buenos oficios del

afecto familiar perdieron progresivamente el aspecto de deberes personales

primarios, el desheredamiento de los hijos se intentó ocasionalmente. Pero la

interferencia del pretor, lejos de ser solicitada por la universalidad del abuso, se

vio sin duda impulsada por el hecho de que tales ejemplos de capricho

desnaturalizado eran pocos y excepcionales, y entraban en conflicto con la

moralidad prevaleciente.

Las indicaciones proporcionadas por esta parte del Derecho Testamentario

romano son de una clase muy diferente. Llama la atención el que los romanos no

parecen haber considerado el testamento un medio de desheredar a la familia, ni

de efectuar una distribución desigual del patrimonio. Las reglas legales que

prevenían que se utilizara con tal propósito, aumentaron en número y rigor a

medida que se desarrollaba la jurisprudencia, y estas reglas correspondían sin

duda al sentimiento perdurable de la sociedad romana, independiente de las

variaciones ocasionales de los sentimientos individuales. Parecería más bien

como si el poder testamentario se valuara principalmente por la ayuda que

prestaba en proveer a una familia, y en dividir la herencia más equitativa e

imparcialmente que el derecho de sucesión intestada lo habría hecho. Si esta es

una interpretación acertada del sentimiento general sobre el particular, explica,

hasta cierto punto, el singular horror que la falta de testamento producía entre los

romanos. Ningún mal parece haber sido considerado peor que la pérdida legal

de los privilegios testamentarios; ninguna maldición era, aparentemente, mas

amarga que la deseada a un enemigo para que muriese sin testamento. El

sentimiento no tiene contrapartida, o ninguna fácilmente reconocida, en la

opinión actual. Todos los hombres de todos los tiempos preferirán sin duda llevar

la cuenta del destino de su caudal a que la ley realice esa tarea por ellos; pero la

pasión romana por testar se diferencia del mero deseo de cumplir un capricho

por su intensidad, y no tiene, por supuesto, nada en común con el orgullo familiar,

creación exclusiva del feudalismo, que acumula una clase de propiedad en las

manos de un solo representante. Es probable, a priori, que hubiera algo en las

reglas de la sucesión intestada que producía esta preferencia vehemente por la

distribución de la propiedad bajo un testamento a la distribución hecha por la ley.

La dificultad, sin embargo, radica en que, al echar una ojeada al Derecho

Romano sobre sucesión intestada, en la forma que tomó durante muchos siglos

antes de que Justiniano la adaptase al esquema de herencia que ha sido

recogido por los legisladores modernos, no le repugna a uno como algo

irrazonable o inequitativo. Al contrario, la distribución que prescribe es tan justa y

racional y difiere tan poco de la que ha satisfecho a la sociedad moderna, que

no se halla ninguna razón por la que debiera ser mirada con tanto disgusto,

especialmente bajo una Jurisprudencia que dejaba márgenes muy estrechos a

los privilegios testamentarios de las personas con hijos a los que habia que

proveer de lo necesario. Más bien esperaríamos que los cabeza de familia se

ahorrarían generalmente la molestia de ejecutar un testamento, y dejaran que la

ley hiciera lo que gustase con sus bienes. Creo, sin embargo, que si observamos

detenidamente la escala pre-Justiniana de la sucesión intestada, descubriremos

la clave del misterio. La contextura de la ley consiste en dos partes distintas. Un

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94

apartado de reglas proviene del Jus Civile, el derecho consuetudinario de Roma;

el otro, del Edicto Pretoriano. El Derecho Civil, como ya he señalado al referirme a

otro asunto, admite como herederos sólo tres clases de sucesores por turno: los

hijos no emancipados, la clase más cercana de parientes agnados y los gentiles.

Entre estas tres clases, el pretor interpola varios tipos de parientes, a los que el

Derecho Civil no tomaba en cuenta. Finalmente, la combinación del Edicto y el

Derecho Civil forma una tabla sucesoria materialmente no diferente de la que ha

llegado a la generalidad de los códigos modernos.

El punto a recordar es que, antiguamente, debe haber existido un tiempo en que

las reglas del Derecho Civil restringían exclusivamente el esquema de la sucesión

intestada, y las medidas del Edicto no existían, o no eran llevadas acabo de

manera consistente. No dudamos que, en su infancia, la jurisprudencia pretoriana

tuvo que lidiar con formidables obstáculos, y es más que probable que, mucho

después de que el sentimiento popular y la opinión legal la hubieran aceptado,

las modificaciones que periódicamente introdujo no se hallaban gobernadas por

ningunos principios estables, y fluctuaban según las preferencias cambiantes de

los sucesivos magistrados. Las reglas de sucesión intestada, que los romanos

deben haber practicado en este periodo, explican, en mi opinión -y más que

explican- la vehemente aversión por la falta de testamento que retuvo la

sociedad romana durante muchos siglos. El orden de sucesión era el siguiente: a

la muerte de un ciudadano que no tenía testamento o éste no era válido, sus hijos

no emancipados se convertían en sus herederos. Sus hijos emancipados no

participaban de la herencia. Si no dejaba descendientes directos vivos a su

muerte, le sucedía el pariente agnado más cercano. Ninguna parte de la

herencia correspondía a un pariente relacionado -por muy cercano que fuese-

con el difunto por medio de la descendencia femenina. El resto de las ramas de la

familia quedaban excluidas, y la herencia confiscada iba a los Gentiles, o cuerpo

completo de ciudadanos romanos que portaban el mismo apellido que el finado.

Así, pues, si no dejaba un testamento eficaz, un ciudadano romano de la época

que estamos analizando, dejaba a sus hijos emancipados absolutamente sin

provisiones, al mismo tiempo que, bajo el pretexto de que moría sin hijos había un

riesgo inminente de que sus posesiones se fueran de las manos de la familia y se

entregaran a un cierto número de personas con las que se hallaba simplemente

relacionado por la ficción sacerdotal que presuponía que todos los miembros de

la misma gens descendían de un antepasado común. La probabilidad de tal

resultado es por sí misma una explicación casi suficiente del sentimiento popular;

pero, de hecho, lo entenderemos sólo a medias, si olvidamos que el estado de

cosas que acabo de describir es probable que haya existido en el mismo

momento en que la sociedad romana se hallaba en la primera etapa de la

transición de su organización primitiva en familias separadas. El dominio del

padre había recibido uno de sus primeros golpes por medio del reconocimiento

de la emancipación como un uso legítimo, pero la ley, considerando todavía la

Patria Potestas como la raíz de la relación familiar, continuó viendo en los hijos

emancipados extraños sin derechos de parentesco y ajenos al linaje. Sin

embargo, no podemos suponer ni por un momento que las limitaciones de la

familia impuestas por la pedantería legal tenían su contrapartida en el afecto

natural de los padres. Los lazos familiares todavía conservaban la santidad e

Page 95: El derecho antiguo

95

intensidad casi inconcebibles que se daba bajo el sistema patriarcal, y, es tan

poco probable que se hubieran extinguido por el hecho de la emancipación, que

las probabilidades son totalmente las contrarias. Puede darse por sentado sin

titubeos que la emancipación del dominio del padre era una demostración, más

que una separación, del afecto; una señal de gracia y favor acordada al más

querido y estimado de los hijos. Si hijos así honrados por encima del resto eran

absolutamente privados de su herencia por falta de testamento, la reluctancia a

no caer en ese problema ya no requiere más explicación. Podríamos haber

asumido a priori que la pasión por testar era generada por alguna injusticia moral

vinculada a las reglas de la sucesión intestada y aquí las hallamos discordes con

el mismísimo instinto que había dado cohesión a la sociedad primitiva. Es posible

poner en forma muy sucinta todo lo que ha sido presentado. Todo sentimiento

dominante de los romanos primitivos estaba entrelazado con las relaciones

familiares, Pero, ¿qué era la familia? El derecho la definía de un modo; el afecto

natural de otro. En el conflicto entre los dos, el sentimiento que analizábamos

crecía, tomando la forma de un entusiasmo hacia la institución mediante la cual

los dictados del afecto determinaban los destinos de sus objetos.

Considero, por tanto, el horror romano a la falta de testamento como un hito de un

conflicto muy temprano entre el derecho antiguo y el antiguo sentimiento, que iba

cambiando lentamente, respecto a la familia. Algunos pasajes del Derecho

Romano Escrito y un estatuto en particular que limitaba la capacidad de las

mujeres para heredar, debe haber contribuido a mantener vivo el sentimiento, y

es creencia general que el sistema de crear Fidei-Commisa, o legados en

depósito, fue ideado para evadir las incapacidades impuestas por estos estatutos.

Pero el sentimiento mismo, en su notable intensidad, parece señalar un

antagonismo más profundo entre derecho y opinión; tampoco es nada

asombroso que los mejoramientos de la jurisprudencia hechos por el pretor no se

extinguieran. Todo el que sea versado en filosofía de la opinión sabe que un

sentimiento no muere, necesariamente, con la desaparición de las circunstancias

que lo produjeron. Puede sobrevivirlas durante mucho tiempo; más aún, puede

alcanzar un punto y culminación de una intensidad que nunca logró durante su

persistencia real.

La idea de un testamento como instrumento que confiere la capacidad de

apartar la propiedad de la familia, o de distribuirla en proporciones tan desiguales

como dicte el capricho o el buen sentido del testador, no es más antigua que la

última parte de la Edad Media, cuando ya el feudalismo se hallaba bien

consolidado. Cuando aparece por primera vez la jurisprudencia moderna,

todavía poco pulida, los testamentos no podían disponer con absoluta libertad de

los bienes de un muerto. Durante este periodo, siempre que la herencia de la

propiedad estaba regulada por un testamento -y en la mayor parte de Europa la

propiedad mobiliaria o personal estaba sujeta al orden testamentario- el ejercicio

del poder testamentario casi nunca podía interferir con el derecho de la viuda a

una parte definida, y el de los hijos a ciertas proporciones fijadas, de la herencia.

Las partes de los hijos, como su monto prueba, estaban determinadas por la

autoridad del Derecho Romano. La provisión para la viuda era atribuible a las

diligencias de la Iglesia, que nunca cedió en su cuidado de los intereses de las

Page 96: El derecho antiguo

96

viudas que sobrevivían a sus esposos, ganando, tal vez, uno de sus triunfos más

arduos cuando, tras exigir durante dos o tres siglos una promesa explícita del

marido en el momento del matrimonio de dotar a su esposa, finalmente logró

injertar el principio de los bienes gananciales en el Derecho Consuetudinario de

toda Europa Occidental. Curiosamente, los bienes gananciales de tierras

resultaron una institución más estable que la reserva análoga y más antigua de

cierta participación de la viuda y los hijos en la propiedad personal. Unas pocas

costumbres locales de Francia conservaron ese derecho hasta la Revolución, y

hay huellas de usos similares en Inglaterra; pero, en conjunto, prevaleció la

doctrina de que los bienes raíces podían ser libremente legados mediante

testamento, y, aun cuando los derechos de la viuda continuaron siendo

respetados, los privilegios de los hijos fueron borrados de la jurisprudencia. No

dudamos en atribuir el cambio a la influencia de la primogenitura. Como el

derecho feudal de la tierra, prácticamente desheredaba a todos los hijos en favor

de uno, la distribución equitativa, aun de aquellas clases de propiedad que

podían haber sido divididas en partes iguales, dejó de considerarse un deber. Los

testamentos fueron los principales instrumentos empleados en la generación de la

desigualdad, y ese estado de cosas provocó la ligera diferencia que existe entre

la concepción moderna y la antigua de un testamento. Pero aunque la libertad

de un legado disfrutada por medio de los testamentos era de este modo fruto

accidental del feudalismo, no hay distinción más amplia que aquella que existe

entre un sistema de orden testamentario libre y un sistema, semejante al del

derecho feudal sobre la tierra, bajo el que la propiedad desciende mediante

líneas prescritas de traspaso. Los autores de los códigos franceses parecen haber

perdido de vista esta verdad. En el orden social que resolvieron destruir, vieron la

primogenitura como algo fundamentado básicamente en los caseríos familiares,

pero también percibieron que los testamentos eran empleados con frecuencia

para dar al hijo mayor precisamente la misma preferencia que le estaba

reservada bajo el más estricto de los mayorazgos. Por tanto, para asegurar su

tarea, no sólo hicieron imposible preferir al hijo mayor sobre el resto en los

acuerdos matrimoniales, sino que casi eliminaron la sucesión testamentaria del

derecho para evitar que fuese usada en derrotar su principio fundamental de una

igual distribución de la propiedad entre los hijos a la muerte del padre. El

resultado es el establecimiento de un sistema de pequeños mayorazgos

perpetuos, que es infinitamente más análogo al sistema de la Europa feudal de lo

que sería una perfecta libertad de legado. El derecho inglés sobre la tierra, el

Herculano del feudalismo, está ciertamente mucho más relacionado con el

derecho sobre la tierra de la Edad Media que cualquier otro de Europa, y los

testamentos, entre nosotros, son usados con frecuencia para ayudar o imitar esa

preferencia por el hijo mayor y su descendencia que constituye un rasgo casi

universal de los arreglos matrimoniales que conllevan bienes raíces. Sin embargo,

el sentimiento y la opinión en Inglaterra se han visto profundamente afectados por

la práctica de la disposición testamentaria libre, y me parece que el estado de

ánimo de una gran parte de la sociedad francesa sobre el tema de la

conservación de la propiedad en las familias, es mucho más semejante al que

prevalecía en Europa hace dos o tres siglos de lo que son las opiniones actuales

de los ingleses.

Page 97: El derecho antiguo

97

La mención de la primogenitura introduce uno de los problemas más difíciles de

la jurisprudencia histórica. Aunque no me he detenido a explicar mis expresiones,

se puede haber notado que he hablado frecuentemente de un cierto número de

coherederos colocados por el Derecho Romano de sucesión en igualdad de

condiciones con un heredero único. De hecho, no conocemos ningún periodo de

la jurisprudencia romana en el que el lugar del heredero, o sucesor universal, no

pudiera haber sido ocupado por un grupo de coherederos. Este grupo sucedía

como una sola unidad, y los bienes eran posteriormente divididos entre ellos

mediante un procedimiento legal separado. Cuando la sucesión se producía ab

intestato, y el grupo consistía en los hijos del finado, cada uno recibía una parte

igual de la propiedad; tampoco existe en este caso la menor huella de

primogenitura, aunque los varones tuvieron en alguna ocasión ciertas ventajas

sobre las mujeres. El modo de distribución es el mismo en toda la jurisprudencia

arcaica. Ciertamente parece que, cuando la sociedad civil comienza y las

familias dejan de mantenerse juntas por varias generaciones, la idea que

espontáneamente surge es dividir el dominio en partes iguales entre los miembros

de cada generación sucesiva, y no reservar ningún privilegio para el hijo o rama

mayor. Algunas sugerencias particularmente significativas sobre la estrecha

relación de este fenómeno con el pensamiento primitivo son aportadas por

sistemas todavía más arcaicos que el romano. Entre los hindúes, en el mismo

instante que nace un hijo, éste adquiere un interés creado en la propiedad de su

padre, la cual no puede ser vendida sin reconocimiento de la copropiedad. Al

llegar el hijo a la mayoría de edad, puede a veces obligar a una partición de la

heredad aun contra el consentimiento del padre y, en caso de que el padre

acepte, un hijo puede siempre obtener una partición aun contra la voluntad de

los otros. Al tener lugar tal partición, el padre no tiene ventajas sobre sus hijos,

excepto que tiene dos de las partes en lugar de una. El derecho antiguo de las

tribus germánicas era muy similar. El allod o dominio de la familia era propiedad

conjunta del padre y de sus hijos. No parece, sin embargo, que haya sido

habitualmente dividida aun a la muerte del padre, y de un modo semejante las

posesiones de un hindú, por muy divisibles que sean teóricamente, de hecho se

dividen en raras ocasiones, de tal modo que muchas generaciones se suceden

constantemente a otras sin que se haga una partición. De este modo, la familia en

la India tiene una perpetua tendencia a expandirse y formar una comunidad

aldeana, bajo condiciones que voy a tratar de elucidar. Todo lo anterior señala

de manera muy clara la división absolutamente igual de los bienes entre los hijos

varones a la muerte del padre como práctica más usual en la sociedad durante

el periodo en que la dependencia familiar se encuentra en sus primeras etapas

de desintegración. Aquí surge entonces la dificultad histórica de la primogenitura.

Cuanto más claramente percibamos esto, en un momento en que las instituciones

feudales se hallaban en proceso de formación y no había fuente alguna en el

mundo de la que pudiera derivar sus eIementos excepto, por una parte, del

Derecho Romano de las provincias y, por la otra, de las costumbres arcaicas de

los bárbaros, más nos sorprenderá a primera vista saber que ni los romanos ni los

bárbaros acostumbraban a dar preferencia al hijo mayor o a sus descendientes

en la herencia de la propiedad.

Page 98: El derecho antiguo

98

La primogenitura no era una de las costumbres practicadas por los bárbaros

cuando se asentaron dentro del Imperio Romano. Se sabe que tuvo su origen en

las prebendas o dádivas beneficiarias de los capitanes invasores. Estas prebendas

que fueron sólo ocasionalmente conferidas por los primeros reyes inmigrantes, y

distribuidas ya en gran escala por CarIomagno, eran concesiones de tierras de las

provincias de Roma a un beneficiario, a condición de obligaciones militares. Los

propietarios alodiales aparentemente no seguían a su soberano en empresas

difíciles y distantes, y todas las expediciones más importantes de los jefes francos

y de Carlomagno se realizaron con fuerzas compuestas de soldados

personalmente dependientes de la casa real u obligados a servir a cambio de la

tenencia de sus tierras. Las prebendas, sin embargo, al principio no eran

hereditarias en ningún sentido. Su ocupación dependía del capricho del

otorgante, o, como máximo, de la vida del concesionario. No obstante, desde el

principio, los beneficiarios no parecen haber ahorrado esfuerzos para ampliar la

posesión y retener las tierras en la familia después de su muerte. Gracias a la

debilidad de los sucesores de Carlomagno, estos intentos tuvieron éxito en todas

partes y la prebenda se transformó gradualmente en el feudo hereditario, el cual

no pasaba necesariamente al hijo mayor. Las reglas de sucesión que seguían se

hallaban determinadas en su totalidad por los términos convenidos entre el

otorgante y el beneficiario, o impuestos por uno de ellos en caso de debilidad del

otro. Las tenencias originales eran por tanto muy varias; no, de hecho, tan

caprichosamente varias como se afirma a veces, pues todo lo que ha sido

descrito hasta ahora presenta cierta combinación de los modos de sucesión

corriente entre los romanos y entre los bárbaros, pero todavía muy diversos. En

algunos de ellos, el hijo mayor y su descendencia heredaban indudablemente el

feudo, pero tales sucesiones, lejos de ser universales, a lo que parece, no eran ni

siquiera generales. Precisamente, el mismo fenómeno recurre durante la más

reciente transmutación de la sociedad europea que sustituyó por entero la forma

feudal de la propiedad por la dominical (o romana) y la alodial (o germánica).

Los alodios se hallaban totalmente absorbidos por los feudos. Los grandes

propietarios alodiales se transformaron en señores feudales mediante

enajenaciones condicionales de parte de sus tierras a dependientes. Los

pequeños propietarios trataron de escapar a las opresiones de aquel tiempo

terrible mediante la entrega de su propiedad a algún poderoso, y la recuperaban

de sus manos a cambio de prestar servicio en sus guerras. Mientras la vasta masa

de la población de Europa Occidental cuya condición era la de siervo o

semisiervo -los esclavos personales romanos y germánicos, el coloni romano y el

lidi germánico- se hallaban concurrentemente absorbidos por la organización

feudal, algunos asumieron una relación servil con los señores, pero la mayor parte

recibieron tierras en condiciones que en aquella época se consideraban

degradantes. Las tenencias creadas durante esta época de enfeudación

universal eran tan varias como las condiciones que los arrendatarios contrajeron

con sus nuevos amos o fueron obligados a aceptar. Como en el caso de las

prebendas, la herencia de algunas, pero de ningún modo de todas las

propiedades, seguía las reglas de la primogenitura. No obstante, no bien se había

consolidado el sistema feudal en todo el Occidente, se hizo evidente que la

primogenitura tenia algunas grandes ventajas sobre cualquier otro sistema de

herencia. Se extendió por Europa con una rapidez notable. Sus principales

Page 99: El derecho antiguo

99

difusores fueron los asientos familiares, los pactes de famille de Francia y los Hans-

Gesetze de Alemania, que estipulaban universalmente que las tierras obtenidas a

cambio de prestar servicio de caballero deberían pasar al hijo mayor. Finalmente,

el derecho se sometió a seguir la práctica inveterada y nos encontramos con que

en todos los cuerpos de Derecho Consuetudinario, que fueron elaborados

gradualmente, el hijo mayor y su rama familiar son preferidos en la herencia de

las propiedades cuya tenencia es libre y militar. En cuanto a las tierras cuya

tenencia era servil (y originalmente todas las tenencias que obligaban al

arrendatario a pagar dinero o a prestar trabajo manual eran serviles), el sistema

de sucesión prescrita por la costumbre difería mucho en diferentes países y

diferentes provincias. La regla más general era que tales tierras se dividían en

partes iguales entre todos los hijos, pero, en algunos casos, se prefería al hijo

mayor y, en, otros casos, al más joven. La primogenitura usualmente regía la

herencia de aquella clase de propiedades, en algunos respectos la más

importante, cuya tenencia, al igual que la del Socage (tenencia feudal de la tierra

que implicaba el pago de una renta o la prestación de un servicio a un señor)

inglés, tenían un origen más tardío que el resto y no eran ni totalmente libres ni

totalmente serviles.

La difusión de la primogenitura es generalmente explicada asignándole razones

feudales. Se afirma que el señor feudal lograba una mayor seguridad de obtener

servicio militar que él requería cuando el feudo pasaba a una sola persona, en

vez de ser distribuido entre varios a la muerte del último arrendatario. Sin negar

que esta consideración pueda explicar parcialmente el favor que la

primogenitura fue adquiriendo paulatinamente, hay que señalar que la

primogenitura se volvió costumbre en Europa más por su populandad entre los

arrendatarios que por las ventajas que confiriese a los señores. Además, la razón

dada no explica en absoluto su origen. En derecho nada surge enteramente por

un sentido de conveniencia. Existen siempre ciertas ideas previas sobre las que

obra el sentido de conveniencia, y sobre las que no puede hacer otra cosa más

que formar alguna nueva noción. El problema es encontrar precisamente esas

ideas en el caso presente.

La India, lugar muy rico en este tipo de indicaciones, nos proporciona una

sugerencia altamente valiosa a este respecto. Aunque en India las posesiones del

padre son divisibles a su muerte, y pueden ser divisibles en partes iguales durante

su vida entre todos los hijos varones, y a pesar de que este principio de la

distribución igual de la propiedad se extiende a todas las instituciones hindúes, sin

embargo, siempre que un cargo público o poder político se entrega a la muerte

del ultimo poseedor del cargo, la sucesión se hace casi universalmente de

acuerdo a las leyes de la primogenitura. La soberanía recae, por tanto, en el hijo

mayor, y donde los asuntos de la India con algunas de las organizaciones

sociales más toscas hindú, se confían a un administrador único, es generalmente

el hijo mayor el que asume la administración a la muerte del padre. Todos los

cargos, de hecho, tienden a hacerse hereditarios en la India, cuando su

naturaleza lo permite, y a investirlos en el miembro más viejo de la rama familiar

más antigua. Comparando estas sucesiones de la comunidad aldeana, la unidad

corporativa de la sociedad que han sobrevivido en Europa casi hasta nuestros

Page 100: El derecho antiguo

100

días, se llega a la conclusión de que, cuando el poder patriarcal no es doméstico

sino político, éste no es distribuido entre toda la progenie a la muerte del padre,

sino que es derecho de nacimiento del primogénito. La jefatura del clan escocés,

por ejemplo, seguía el orden de la primogenitura. Parece existir realmente una

forma de dependencia familiar todavía más arcaica que cualquiera de las que

conocemos por las memorias primitivas de las sociedades civiles organizadas. La

unión ganada de los parientes en el primitivo Derecho Romano, y una multitud de

ejemplos similares, señalan un periodo en el que todas las ramificaciones del

árbol genealógico se mantenían unidas en un todo orgánico, y no es una

conjetura temeraria, el que, cuando la corporación así formada por los parientes

era en sí misma una sociedad independiente, estaba gobernada por el varón de

más edad de la línea más antigua. Es cierto que no tenemos conocimientos reales

de ninguna sociedad así. Aun en las comunidades más elementales, las

organizaciones familiares, tal como las conocemos, son como máximo imperia in

imperio. Pero la oposición de algunas, en particular de los clanes célticos, se halló

suficientemente cercana a la independencia en tiempos históricos como para

llevarnos a la convicción de que en otro tiempo constituyeron una imperia

separada y de que la primogenitura regulaba la sucesión a la jefatura. No

obstante, es necesario estar alerta contra las asociaciones modernas del término

derecho. Hablamos de una relación familiar todavía más estrecha y rigurosa de la

que muestra la sociedad hindú o el antiguo Derecho Romano. Si el Paterfamilias

romano era el administrador visible de las posesiones familiares, si el padre hindú

es solamente copropietario con sus hijos, todavía con más razón debe el

verdadero jefe patriarcal ser un mero administrador del fondo común.

Los ejemplos de sucesión primogénita que se encontraron entre las prebendas

pueden, por tanto, haber sido copiados de un sistema de gobierno familiar

conocido por las razas invasoras, aunque no de uso general. Algunas tribus más

rudas pueden haberla practicado todavía, o, lo que es aún más probable, la

sociedad puede haber estado tan ligeramente alejada de su condición más

arcaica que las mentes de algunos hombres recurrieron espontáneamente a ella

cuando se encontraron en la obligación de establecer reglas de la herencia para

una nueva forma de propiedad. Pero queda todavía la cuestión de, ¿por qué la

primogenitura remplazó gradualmente a todo otro principio de sucesión? La

respuesta, en mi opinión, es que la sociedad europea sufrió un retroceso durante

la disolución del Imperio Carolingio. Se hundió uno o dos puntos más abajo aun

del grado miserablemente bajo que había alcanzado durante las primeras

monarquías bárbaras. La gran característica del periodo fue la debilidad, o, más

bien, la inacción transitoria de la autoridad real y, por ende, civil; de ahí que

parezca como si, ante la falta de cohesión de la sociedad civil, los hombres se

arrojaran en brazos de una organización social más antigua que los inicios de las

comunidades civiles. El señor y sus vasallos, durante los siglos noveno y décimo,

pueden considerarse como una familia patriarcal, reclutados, no como en los

tiempos primitivos por medio de la adopción sino por medio de la enfeudación y

la sucesión primogénita; pero tal confederación, era una fuente de

fortalecimiento y durabilidad. Mientras la tierra en la que se basaba toda la

organización se mantuviese unida, era poderosa para la defensa y el ataque; y

dividir la tierra significaba dividir la pequeña sociedad e invitar voluntariamente a

Page 101: El derecho antiguo

101

la agresión en una época de violencia generalizada. Podemos estar totalmente

seguros de que en esta preferencia por la primogenitura no entró en juego la idea

de desheredar a todos los hijos en favor de uno. Todo el mundo habría sufrido las

consecuencias de la división del feudo. Todo el mundo salía ganando con su

consolidación. La familia se volvió más fuerte por la concentración de poder en

las mismas manos. No es probable que el señor honrado con la herencia gozase

de ventajas sobre sus hermanos y parientes en términos de ocupación, intereses o

gratificaciones. Sería un anacronismo singular calcular los privilegios obtenidos

por el heredero de un feudo, por la situación en que es puesto el hijo mayor bajo

un asentamiento inglés.

Ya he señalado que considero las tempranas confederaciones feudales

descendientes de una forma arcaica de la familia con la que guardan un fuerte

parecido. Pero, en el mundo antiguo y en las sociedades que no han pasado por

el calvario del feudalismo, la primogenitura que parece haber prevalecido nunca

se transformó en la primogenitura de la Europa feudal tardía. Cuando el grupo de

parientes dejaba de ser gobernado por un jefe hereditario de generación en

generación, el dominio que había sido administrado en nombre de todos fue

dividido entre todos por igual. ¿Por qué no ocurrió esto en el mundo feudal? Si

durante la confusión del primer periodo feudal el hijo primogénito mantuvo la

tierra en provecho de toda la familia, ¿por qué una vez que Europa estuvo

consolidada y se establecieron de nuevo las comunidades normales, toda la

familia no recuperó la capacidad de heredar por igual, capacidad de la que

habían gozado tanto romanos como germánicos? La llave que abre esta

dificultad raras veces ha sido hallada por los escritores que se ocupan de trazar la

genealogía del feudalismo. Perciben los materiales de las instituciones feudales,

pero se olvidan del cemento. Las ideas y formas sociales que contribuyeron a la

formación del sistema eran incuestionablemente arcaicas y bárbaras, pero tan

pronto como tribunales y jurisconsultos fueron llamados a interpretarlas y

definirlas, los principios de interpretación que aplicaron eran los de la

jurisprudencia romana más tardía y estaban, por tanto, muy elaborados y

maduros. En una sociedad gobernada patriarcalmente, el hijo mayor podía

suceder en el gobierno del grupo agnado y disponer de una manera absoluta de

su propiedad. Pero no es, empero, un verdadero propietario. Tiene deberes

correlativos que no están implicados en la conservación de la propiedad, pero

muy indefinidos e incapaces de definición. La tardía jurisprudencia romana, sin

embargo, al igual que la nuestra, consideraba el poder incontrolado sobre la

propiedad como equivalente a la posesión, y no tomaba en cuenta, y de hecho

no podía hacerlo, responsabilidades de esa clase, cuya misma concepción

pertenecía a un periodo anterior al derecho ordenado. El contacto de la noción

bárbara y de la noción refinada tuvo el efecto inevitable de convertir al hijo

mayor en el propietario legal de la herencia. Los jurisconsultos eclesiásticos y

seglares definieron así su posición desde el principio; pero ocurrió sólo

paulatinamente que el hermano menor, de participar en iguales términos en

todos los peligros y placeres del primogénito, cayó en sacerdote, en aventurero, o

en el gorrista de la mansión. La revolución legal fue idéntica a la que ocurrió en

una escala menor, y bastante recientemente, en la mayor parte de los Altos de

Escocia. Cuando fueron llamados a determinar los poderes legales del jefe sobre

Page 102: El derecho antiguo

102

las heredades que daban sustento al clan, la jurisprudencia escocesa había

pasado el punto desde hacía mucho tiempo en que podía notar las vagas

limitaciones a la indivisibilidad de la propiedad impuestas por las reclamaciones

de los miembros del clan, y era, por tanto, inevitable que convirtiera el patrimonio

de muchos en posesión de uno solo.

Por razones de simplicidad, he llamado primogenitura al modo de sucesión que

implica que un solo hijo o descendiente hereda la autoridad sobre una familia o

sociedad. Es notable, sin embargo, que en los pocos ejemplos muy antiguos que

nos quedan de esta clase de sucesión, no es siempre el hijo mayor, en el sentido

que nosotros le damos, el que asume la representación. La forma de

primogenitura que se ha extendido por Europa Occidental ha sido también

perpetuada entre los hindúes, y existen razones abundantes para creer que es la

forma normal. Bajo ella, no sólo se prefiere siempre al hijo mayor, sino también la

línea más antigua. Si falla el hijo mayor, su hijo primogénito tiene preferencia

sobre sus hermanos y tíos, y si él también falla, se sigue la misma regla en la

generación siguiente. Pero cuando la sucesión no es meramente al poder civil

sino al político, se puede presentar una dificultad que aparecerá de mayor

magnitud entre menos perfecta sea la cohesión de la sociedad. El último jefe en

ejercer la autoridad puede haber sobrevivido a su hijo mayor, y, el nieto

habilitado primariamente para suceder puede ser demasiado joven e inmaduro

para emprender la dirección real de la comunidad y la administración de sus

asuntos. En tal caso, la medida que adoptan las sociedades más estables es

colocar al infante bajo tutela hasta que alcanza la edad adecuada para el

gobierno. La tutela es ejercida generalmente por los varones agnados; pero es

interesante observar que la eventualidad supuesta constituye uno de los casos

raros en que las sociedades antiguas han consentido que las mujeres ejerzan el

mando, sin duda por respeto a los derechos de la madre. En la India, la viuda de

un soberano hindú gobierna en nombre de su hijo infante, y hay que recordar que

la costumbre que regula la sucesión al trono de Francia -el cual,

independientemente de su origen es sin duda de gran antigüedad- prefería a la

reina madre por encima de cualquier otro pretendiente a la Regencia, al mismo

tiempo que excluia rigurosamente a todas las mujeres del trono. Hay, sin

embargo, otro modo de salvar los inconvenientes que acarrean el traspaso de la

soberanía a un niño, y es un medio que sin duda se presentaba de manera

espontánea en las comunidades todavía toscamente organizadas. Se trata de

dejar totalmente a un lado al infante, y conferir la jefatura al varón vivo más viejo

de la primera generación. Las asociaciones de clan celtas, entre los muchos

fenómenos que han conservado de una época en que la sociedad civil y política

no estaban todavía rudimentariamente separadas, han continuado esta regla de

sucesión hasta épocas históricas. Entre ellos, parece haber existido bajo la forma

de un canon positivo, que, en ausencia del hijo mayor, su hermano próximo le

sigue en prioridad a todos los nietos, independientemente de sus edades, en el

momento en que se traspasa la soberanía. Algunos escritores han explicado la

costumbre asumiendo que la costumbre celta tomaba al último jefe como una

especie de raíz o tronco, y luego otorgaba la sucesión al descendiente que

estuviese menos alejado de él. Así se prefería al tío sobre el nieto por ser más

cercano a la raíz común. No puede hacerse ninguna objeción a esta aseveración

Page 103: El derecho antiguo

103

si se toma simplemente como una descripción del sistema sucesorio; pero sería

un grave error pensar que los hombres que adoptaron la regla por primera vez

utilizaron un modo de pensar que evidentemente data de la época en que los

esquemas feudales de sucesión comenzaron a ser debatidos entre los

jurisconsultos. El verdadero origen de la preferencia por el tío sobre el sobrino es

indudablemente un simple cálculo de parte de hombres rudos en una sociedad

ruda de que es mejor ser gobernados por un jefe maduro que por un niño, y que

es más probable que el hijo más joven haya llegado a la madurez que cualquiera

de los descendientes del hijo mayor. Al mismo tiempo, existen algunas pruebas

de que la forma de primogenitura más familiar entre nosotros es la primaria, en la

tradición de solicitar el consentimiento del clan cuando se pasaba por encima al

heredero en favor de su tío. Hay un ejemplo bastante bien probado de esta

ceremonia en los anales de los Macdonalds.

Bajo el Derecho Mahometano, que probablemente ha conservado una antigua

costumbre árabe, la herencia se divide en partes iguales entre los hijos varones y

medias partes para las hijas. Pero, si alguno de los hijos muere antes de la división

de la herencia, dejando progenie, estos nietos son enteramente excluidos de la

herencia por sus tíos y tías. De conformidad con este principio, la sucesión,

cuando se traspasa la autoridad política, se efectúa de acuerdo a la forma de

primogenitura que parece haber prevalecido entre las sociedades celtas. En las

dos grandes familias mahometanas de occidente, se cree que la regla era que el

tío sucede al trono con preferencia al sobrino, aunque este ultimo sea el hijo del

hermano mayor, pero aunque esta regla ha sido seguida recientemente en

Egipto, me dicen que existen algunas dudas sobre su aplicación en el traspaso de

la soberanía turca. La política de los sultanes, de hecho, ha prevenido que

ocurran tales casos, y es muy posible que las masacres totales de los hermanos

menores hayan prevalecido tanto en interés de los hijos propios como para evitar

peligrosos competidores al trono. Es evidente, sin embargo, que en sociedades

polígamas la forma de la primogenitura tenderá siempre a variar. Muchas

consideraciones pueden constituir un derecho a la sucesión; por ejemplo, la

categoría de la madre, o el lugar de ésta en el afecto del padre. En

consecuencia, algunos de los soberanos mahometanos de la India, sin aparentar

ningún poder testamentario distinto, reclaman el derecho a nombrar sucesor. La

bendición mencionada en la historia bíblica de Isaac y sus hijos ha sido a veces

interpretada como un testamento, pero parece más bien haber sido un modo de

nombrar al hijo mayor.

Page 104: El derecho antiguo

104

CAPÍTULO VIII

La historia temprana de la propiedad

Los tratados institucionales romanos, después de dar su definición de las varias

formas y modificaciones de la propiedad, discuten los modos naturales de

adquirirla. Los que no estén familiarizados con la historia de la jurisprudencia

probablemente no considerarán esos modos naturales de adquisición como

portadores, a primera vista, de mucho interés especulativo o práctico. El animal

salvaje que cae en una trampa o es cazado, el suelo vegetal que se añade a

nuestro campo por los depósitos imperceptibles de un río, el árbol que arraiga en

nuestro suelo, todos son adquiridos, según los jurisconsultos romanos,

naturalmente. Los jurisconsultos más viejos habían sin duda observado que tales

adquisiciones estaban sancionadas universalmente por los usos de las pequeñas

sociedades que les rodeaban, y así los jurisconsultos de una época posterior, al

encontrarlas clasificadas en el antiguo Jus Gentium, y percibiendo que eran de

una descripción muy simple, les destinaron un lugar entre las ordenanzas

naturales. La dignidad con que fueron investidas ha continuado creciendo en los

tiempos modernos hasta alcanzar una importancia desmesurada en

comparación con la original. La teoría las ha convertido en su alimento favorito y

les ha permitido ejercer la más seria influencia en la práctica.

Será necesario que nos limitemos a uno solamente entre estos modos naturales de

adquisición, Occupatio u ocupación. La ocupación es la toma de posesión

deliberada de aquello que en ese momento no es propiedad de nadie, con vistas

a (añade la definición técnica) adquirir su propiedad para uno. Los objetos que

los jurisconsultos romanos llamaban res nullius -cosas que no tienen o nunca han

tenido dueño- sólo pueden ser determinadas enumerándolas. Entre las cosas que

nunca tuvieron dueño están animales salvajes, pescado, aves de caza, joyas

desenterradas por primera vez, y tierras recién descubiertas o que nunca fueron

cultivadas anteriormente. Entre las cosas que no tienen dueño se hallan los bienes

muebles que han sido abandonados, tierras que han sido dejadas, y (una partida

anómala pero formidable) la propiedad de un enemigo. En todos estos objetos los

derechos totales de dominio fueron adquiridos por el ocupante que tomó

posesión de ellos por primera vez con la intención de guardarlos como propios,

intención que, en ciertos casos, tenía que ser manifestada por medio de actos

específicos. Creo que no es difícil comprender la universalidad que hizo que la

práctica de la ocupación fuese colocada por una generación de jurisconsultos

romanos en el Derecho Internacional, y la simplicidad que ocasionó el que fuese

atribuida por otros al Derecho Natural. Pero en cuanto a su destino en la historia

legal moderna nos hallamos menos preparados por consideraciones a priori. El

principio romano de ocupación y las reglas en que lo extendieron los

jurisconsultos, son la fuente del Derecho Internacional moderno, sobre aspectos

como el botín de guerra y la adquisición de derechos soberanos en países recién

descubiertos. También han proporcionado una teoría sobre el origen de la

propiedad que es, a la vez, la teoría popular y la teoría que, en una forma u otra,

admiten la gran mayoría de los juristas teóricos.

Page 105: El derecho antiguo

105

He dicho que el principio romano de ocupación ha determinado el curso de esa

parte del Derecho Internacional relacionado con el botín de guerra. El derecho

del botín de guerra deriva sus reglas del supuesto de que las comunidades son

remitidas a un estado natural por el rompimiento de hostilidades, y que, en la

artificial situación natural creada, la institución de la propiedad privada cae en

una inacción transitoria en lo que concierne a los beligerantes. Como los últimos

escritores de Derecho Natural han estado siempre deseosos de sostener que la

propiedad privada estaba en cierto sentido sancionada por el sistema que

estaban exponiendo, la hipótesis de que la propiedad de un enemigo es res

nullius les ha parecido perversa y repugnante y se cuidan de estigmatizarla como

una mera ficción de la jurisprudencia. Pero, tan pronto como se traza el Derecho

Natural hasta su fuente en el Jus Gentium, vemos inmediatamente que los bienes

de un enemigo eran considerados propiedad de nadie y, por tanto, eran

susceptibles de ser adquiridos por el primer ocupante. La idea se les ocurriría de

manera espontánea a las personas que practicaban las formas antiguas del arte

militar. Después de la victoria se disolvía la organización del ejército vencedor y

se licenciaba a los soldados, quienes se dedicaban al pillaje irrestricto. Es

probable, sin embargo, que originalmente sólo se permitiese obtener mobiliario.

Una autoridad independiente en el asunto nos dice que en la antigua Italia

prevalecía una regla muy diferente sobre la adquisición de la propiedad en el

suelo de un país conquistado, y podemos asumir que la aplicación del principio

de ocupación a la tierra -siempre un asunto difícil- data del periodo en que el Jus

Gentium se estaba convirtiendo en código natural, y que es resultado de una

generalización efectuada por los jurisconsultos de la Edad de Oro. Sus dogmas

sobre el punto se conservan en las Pandectas de Justiniano y equivalen a una

afirmación incondicional de que toda propiedad del enemigo es res nullius para

los otros beligerantes, y que la ocupación mediante la cual el capturador se la

apropia es una institución de derecho natural. Las reglas que la jurisprudencia

internacional deriva de esta posición han sido a veces estigmatizadas como

innecesariamente indulgentes con la ferocidad y avaricia de los combatientes.

Sin embargo, la acusación ha sido hecha, creo yo, por personas que no conocen

la historia de las guerras y que, en consecuencia, ignoran la enorme hazaña que

significa en esas circunstancias el hacer cumplir una regla de la clase que sea. El

principio romano de ocupación, cuando fue admitido en el derecho moderno del

botín de guerra, procuró un cierto número de cánones subordinados limitando y

precisando su operación, y si las contiendas que han tenido lugar desde que el

tratado de Grocio se ha convertido en una autoridad se comparan a las de

fechas anteriores, se verá que, tan pronto como las máximas romanas fueron

admitidas, el arte de la guerra asumió un carácter más tolerable. Si se va a

imputar al Derecho Romano de ocupación el haber ejercido una influencia

perniciosa en ciertas partes del Derecho Internacional moderno, hay otro

apartado en que puede decirse, con toda razón, que fue perjudicialmente

afectado. Al aplicar al descubrimiento de nuevos países los mismos principios que

los romanos habían aplicado al hallazgo de una joya, los publicistas forzaron en

utilidad propia una doctrína totalmente desigual a la tarea esperada de ella.

Elevada a una importancia enorme por los descubrimientos de los navegantes de

los siglos XV y XVI, planteó más problemas de los que resolvió. Pronto se

descubrió una gran incertidumbre en los dos puntos que requerían mayor certeza:

Page 106: El derecho antiguo

106

el alcance del territorio que era adquirido por un descubridor para su soberano, y

la naturaleza de los documentos que eran necesarios para completar la

adprehensio o asunción de la posesión soberana. Además, el principio mismo, al

conferir tan enormes ventajas como resultado de la buena suerte, fue

cuestionado instintivamente por algunas de las naciones más aventureras de

Europa: Holanda, Inglaterra y Portugal. Nuestros propios compatriotas, sin negar

expresamente la autoridad del Derecho Internacional, nunca admitieron, en la

práctica, el derecho de los españoles a acaparar toda América, al sur del Golfo

de México, o el del rey de Francia a monopolizar los valles del Ohio y del

Mississippi. Desde el ascenso al trono de Isabel I al ascenso de Carlos II, no puede

afirmarse que hubiera paz completa en aguas americanas y las usurpaciones de

los colonos en Nueva Inglaterra, en territorio del rey francés, continuaron durante

casi un siglo. Bentham estaba tan impresionado por la confusión implícita en la

aplicación del principio legal que elogió ardorosamente la famosa bula del Papa

Alejandro VI que dividía los países del mundo, no descubiertos todavía, entre

españoles y portugueses mediante una línea trazada a cien millas al oeste de las

islas Azores, y, por grotescas que puedan parecer a primera vista sus alabanzas,

puede dudarse si el arreglo del Papa Alejandro es más absurdo en principio que

el precepto de Derecho Público que daba medio continente al monarca cuyos

súbditos habían cumplido los requisitos exigidos por la jurisprudencia romana

para la adquisición de la propiedad de un objeto valioso que podía caber en una

mano.

Para todos aquellos interesados en la investigación del derecho, la ocupación es

sobre todo interesante por el servicio que ha prestado a la jurisprudencia teórica,

al darle una supuesta explicación del origen de la propiedad privada. Se creyó

en un tiempo que el procedimiento utilizado en la ocupación era idéntico al

proceso por el que la tierra y sus frutos, que eran al principio comunes, se

convirtieron en la propiedad concedida a individuos. No es difícil de entender el

curso del pensamiento que llevó a esta asunción, si pensamos en la ligera

diferencia que separa la concepción moderna del derecho natural de la antigua.

Los jurisconsultos romanos habían establecido que la ocupación era uno de los

modos naturales de adquirir propiedad, e indudablemente creyeron que, si la

humanidad estuviera viviendo bajo las instituciones naturales, la ocupación sería

una de sus prácticas. Cómo llegaron a persuadirse de que había existido alguna

vez una condición tal, es un punto que, como ya he señalado, su lenguaje deja

incierto; pero ciertamente parecen haber llegado a la conjetura, que en todos los

tiempos ha gozado de gran plausibilidad, de que la institución de la propiedad no

era tan vieja como la existencia de la humanidad. La jurisprudencia moderna,

aceptando todos sus dogmas sin reserva, fue mucho más lejos en la aguda

curiosidad con que trató al supuesto estado natural. Desde entonces ha admitido

la posición de que la tierra y sus frutos fueron alguna vez res nullius, y puesto que

su idea peculiar de la naturaleza le llevó a asumir sin vacilaciones que la raza

humana había, de hecho, practicado la ocupación del res nullius mucho antes

que la organización de las sociedades civiles, inmediatamente se infirió que la

ocupación era el proceso por el que los bienes de nadie del mundo primitivo se

habían convertido en la propiedad privada de individuos en el mundo histórico.

Sería tedioso enumerar los juristas que han aprobado esta teoría en una u otra

Page 107: El derecho antiguo

107

forma, y es menos necesario porque Blackstone, que es siempre un índice fiel de

las opiniones comunes de su época, las ha sintetizado en su segundo libro

(capítulo primero).

La tierra", escribe, y todas sus cosas eran propiedad general de la humanidad por

donación inmediata del Creador. No parece que una comunidad de bienes haya

sido aplicada jamás, aun en las etapas más primitivas, a nada excepto la

sustancia de la cosa; tampoco se extendía a su utilización. Pues, por ley natural y

razón, el que primero comenzó a usarla adquirió, por tanto, una especie de

propiedad transitoria que duraba mientras la usaba, y no más, o para hablar con

mayor precisión, el derecho de posesión continuaba por exactamente el mismo

tiempo que duraba el acto de posesión. Así, el suelo era común, y ninguna parte

constituía la propiedad permanente de ningún hombre en particular; sin embargo,

quienquiera que tuviese ocupado una parte determinada para descansar, para

obtener una sombra, o algo así, adquiría por primera vez una especie de

propiedad, de la que habría sido injusto y contrario al Derecho Natural sacarlo por

la fuerza. Pero, en el mismo instante que dejaba de ocuparlo, otro podía asirlo sin

injusticia. Luego prosigue argumentando que cuando la humanidad creció en

número, se hizo necesario idear concepciones de dominio más permanente, y

apropiar para los individuos no solamente el uso inmediato, sino también la

misma sustancia de la que se iba a usar.

Algunas ambigüedades expresivas en el pasaje anterior conducen a la sospecha

de que Blackstone no entendía por completo el significado de la proposición que

halló en sus autoridades, de que la propiedad de la tierra fue adquirida por

primera vez, por derecho natural, por el ocupante; pero la limitación que le ha

impuesto a la teoría, bien a propósito o bien por falsa interpretación, le presta una

forma que ha asumido con frecuencia. Muchos escritores utilizando un lenguaje

más preciso que el de Blackstone han señalado que, al principio, la ocupación

dio primero un derecho, en oposición al mundo, al goce exclusivo pero temporal,

y que, después, este derecho, al tiempo que permanecía exclusivo, se volvió

perpetuo. Su objeto al poner en estos términos su teoría era reconciliar la doctrina

de que en el estado natural res nullius se volvió propiedad por ocupación, con la

inferencia sacada de la historia biblica de que los patriarcas, al principio, no se

apropiaban en forma permanente del suelo en el que habían pastado sus

rebaños y piaras.

La única crítica que podría hacerse directamente a la teoría de Blackstone

consistiría en preguntarse si las circunstancias que componen este cuadro de una

sociedad primitiva son más o menos propables que otros incidentes que podrían

imaginarse con igual prontitud. Siguiendo este método de análisis, podemos muy

bien preguntar si al hombre que había ocupado (Blackstone evidentemente utiliza

la palabra en el sentido ordinario) un lugar particular del suelo para descansar o

ponerse a la sombra, le sería permitido retenerlo sin problemas. Las

probabilidades son que su derecho de posesión sería exactamente coextensivo

con su capacidad de mantenerlo, y que estaría sujeto constantemente a ser

molestado por el primero que codiciase el lugar y se creyese suficientemente

fuerte para ahuyentar al poseedor. Pero la verdad es que toda cavilación sobre

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108

estas posiciones son perfectamente inútiles por su misma falta de base. Lo que

hizo la humanidad en su estado primitivo puede no ser un objeto irrazonable de

investigación, pero de sus motivos para hacerlo es imposible saber algo. Estas

descripciones generales sobre la condición del ser humano en los primeros

tiempos se realizan suponiendo, primero, que la humanidad estaba desposeída

de una gran parte de las circunstancias que ahora la rodean, y, luego, asumiendo

que en esa condición imaginaria tenía los mismos sentimientos y prejuicios que

ahora la impulsan, a pesar de que, de hecho, esos sentimientos pueden haber

sido creados y producidos por aquellas mismas circunstancias de las que,

siguiendo la hipótesis, tienen que librarse.

Existe un aforismo de Savigny que parece apoyar una idea sobre el origen de la

propiedad o algo similar a las teorías compendiadas por Blackstone. El gran jurista

alemán sostiene que toda propiedad está basada en la posesión adversa

sancionada por la prescripción. Savigny hace esta declaración sólo con respecto

al Derecho Romano, y antes de que pueda apreciarse en su totalidad hay que

tratar de explicar y definir las expresiones empleadas. Su significado, sin

embargo, será indicado con suficiente precisión si tenemos en cuenta que él

afirma que, por muy lejos que llevemos nuestra investigación de las ideas sobre la

propiedad aceptadas entre los romanos, por mucho que nos aproximemos a

trazarlas a la infancia del derecho, no llegaremos más allá de una concepción de

la propiedad que implica los tres elementos en el canon -posesión, resistencia a

la posesión, es decir, no una tendencia permitida o subordinada, sino exclusiva, y

prescripción, o sea un periodo de tiempo durante el cúal la posesión adversa ha

continuado ininterrumpida. Es muy probable que esta máxima pueda enunciarse

con una mayor generalidad de la que le atribuyó su autor, y que no pueda

buscarse una indudable o segura conclusión a partir de las investigaciones sobre

sistemas legales que van mucho más atrás del punto en que estas ideas

combinadas constituyen la noción del derecho propietario. Mientras, lejos de

apoyar la teoría popular del origen de la propiedad, el canon de Savigny es

particularmente valioso por dirigir nuestra atención a su punto más débil. En

opinión de Blackstone, y de aquellos a quienes él sigue, era el modo de asumir el

goce exclusivo que misteriosamente influía en la mente de los padres de nuestra

raza. Pero el misterio no radica aquí. No es extraño que la propiedad comenzase

con posesión adversa. No es sorprendente que el primer propietario fuese el

hombre fuerte armado que protegió sus efectos. Pero por qué un intervalo de

tiempo iba a crear un sentimiento de respeto hacia su posesión -que es la fuente

exacta de la reverencia universal de la humanidad por aquello que ha existido de

facto por un largo periodo-, es una cuestión que realmente merece un examen

profundo. Sin embargo, se halla fuera del alcance de nuestra investigación

presente.

Antes de señalar el lugar donde, tal vez, podríamos espigar cierta información,

escasa e incierta en el mejor de los casos, sobre la historia primitiva del derecho

propietario, me arriesgo a ventilar mi opinión de que la impresión popular con

referencia a la parte desempeñada por la ocupación en las primeras etapas de la

civilización trastoca directamente la verdad. La ocupación es la toma deliberada

de la posesión física; y la noción de que un acto de esta naturaleza confiere

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109

derecho al res nullius, lejos de ser característica de las sociedades primitivas, es

muy probablemente el desarrollo de una jurisprudencia refinada y de un derecho

ya establecido. Solamente cuando los derechos de propiedad han quedado

sancionados tras una larga inviolabilidad práctica y cuando la vasta mayoría de

los objetos de uso han sido sometidos a la propiedad privada, es entonces que la

mera posesión otorga al primer ocupante el dominio de bienes sobre los que

nadie ha reclamado derechos de propiedad. El sentimiento que originó esta

doctrina es absolutamente irreconciliable con la rareza e incertidumbre de los

derechos de propiedad que distingue los inicios de la civilización. Su base

verdadera parece ser, no una preferencia instintiva hacia la institución de la

propiedad, sino una conjetura, surgida de la larga duración de esa institución, de

que todo debe tener propietario. Cuando se toma posesión de un res nullius, esto

es, de un objeto que no está, o nunca ha estado, sometido a dominio, se permite

al poseedor hacerse propietario y se asume que todas las cosas valiosas están

naturalmente sujetas a un disfrute exclusivo, y que en el caso dado no existe

nadie a quien otorgar el derecho de propiedad excepto al ocupante. El

ocupante, en suma, se convierte en el propietario, porque se presume que todas

las cosas deben ser propiedad de alguien y porque no puede señalarse a nadie

que tenga más derechos a la propiedad de esta cosa particular.

Aun si no hubiera ninguna otra objeción a las descripciones de la humanidad en

su estado natural que acabamos de discutir, hay un detalle en el que se hallan

fatalmente discordes con los testimonios auténticos que poseemos. Es importante

notar que los actos y motivos que presuponen estas teorías son actos y motivos de

individuos. Cada individuo por sí mismo suscribe el Pacto Social. Según la teoría

de Hobbes, un banco de arena movediza, cuyos granos son individuos, se

endurece hasta formar una roca social mediante la disciplina total de la fuerza.

Un individuo es quien, según el retrato de Blackstone, ocupa un lugar

determinado del suelo para descansar, ponerse a la sombra, o cosas así. Este

individualismo es un vicio que aflige necesariamente todas las teorías que

descienden del Derecho Natural romano, el cual difería de su Derecho Civil sobre

todo en la importancia que prestaba a los individuos, y que ha dado

precisamente su mayor servicio a la civilización al libertar al individuo de la

autoridad de la sociedad arcaica. Pero el Derecho Antiguo, hay que repetir una

vez más, no sabe casi nada de los individuos. No le conciernen los individuos, sino

las familias, ni los seres humanos aislados, sino los grupos. Aun cuando el derecho

estatal ha logrado permear los pequeños círculos de parientes en los que

originalmente no tenia medios de penetrar, su modo de ver al individuo es

curiosamente diferente del que toma la jurisprudencia en su etapa más madura.

La vida del ciudadano no se considera limitada por el nacimiento y la muerte; es

una continuación de la existencia de sus antepasados, y se prolongará en la

existencia de sus descendientes.

La distinción romana entre el derecho de gentes y el derecho de cosas, que

aunque muy conveniente es enteramente artificial, ha favorecido el que se desvíe

la investigación de este asunto de la verdadera dirección. Las lecciones

aprendidas al discutir el Jus Personarum se han olvidado ahí donde se llega al Jus

Rerum, y propiedad, contrato y delito han sido considerados como si no pudiera

Page 110: El derecho antiguo

110

obtenerse pista alguna sobre su verdadera naturaleza de hechos ya

comprobados respecto a la condición original de las personas. La futilidad de

este método se pondría de manifiesto si un sistema de puro derecho arcaico nos

fuese presentado, y si pudiera hacerse el experimento de aplicarlo a las

clasificaciones romanas. Muy pronto se comprobaría que la separación del

derecho de gentes y derecho de cosas no tiene significado alguno en la infancia

del derecho, que las reglas pertenecientes a los dos apartados están

inextricablemente mezcladas, y que las distinciones de los juristas posteriores son

apropiadas solamente para la jurisprudencia tardía. De lo que se dijo en las

primeras partes de este tratado puede inferirse que existe una gran

improbabilidad a priori de que podamos sacar alguna clave sobre la historia

primitiva de la propiedad, si limitamos nuestra observación a los derechos

propietarios de individuos. Es más que probable que la propiedad conjunta, y no

la propiedad separada, sea la propiedad realmente arcaica, y que las formas de

propiedad que arrojen luz sobre el asunto sean aquellas relacionadas con los

derechos de familias y de grupos de parientes. La jurisprudencia romana no nos

informará sobre esto, pues es precisamente la jurisprudencia romana la que,

transformada por la teoría del Derecho Natural, ha legado a los juristas modernos

la impresión de que la propiedad individual es el estado normal del derecho

propietario, y que la propiedad común es solamente la excepción a la regla

general. Existe, sin embargo, una comunidad que será siempre examinada con

sumo cuidado por el investigador que esté buscando una institución perdida de la

sociedad primitiva. Es dificil precisar hasta qué punto tal institución puede haber

sufrido cambios en la rama de la familia indoeuropea que se halla establecida en

la India desde tiempo inmemorial, pero raras veces uno se encontrará con que

haya descartado por entero la cáscara donde se crió originalmente. Entre los

hindús, hallamos una forma de propiedad que debería retener de inmediato

nuestra atención por coincidir exactamente con las ideas que nuestros estudios

del Derecho de Gentes nos llevarían a detentar respecto al estado original de la

propiedad. La comunidad aldeana de la India es a la vez una sociedad patriarcal

y una asociación de copropietarios. Las relaciones interpersonales de los hombres

que la componen se encuentran indistinguiblemente confundidas con sus

derechos propietarios. Los intentos de los funcionarios ingleses por separar las dos

cosas son responsables de algunos de los fracasos más formidables de la

administración anglo-india. La comunidad aldeana es muy antigua. En cualquier

dirección que haya ido la investigación sobre historia hindú, general o local,

siempre descubre, por muy atrás que se remonte, que la comunidad ya existía. Un

gran número de escritores inteligentes y observadores, la mayoría de los cuales

no tenían ninguna teoría que defender sobre su naturaleza y origen, coinciden en

considerarla la institución social menos destructible puesto que nunca somete

voluntariamente a innovación ninguno de sus usos. Conquistas y revoluciones

parecen haber pasado por encima sin alterarla o desplazarla, y los sistemas de

gobierno más benéficos en India han sido siempre aquellos que la han admitido

como la base de la administración.

El Derecho Romano maduro, y la jurisprudencia moderna que le sigue, consideran

la copropiedad como una condición excepcional y momentánea de los

derechos de propiedad. Esta idea está claramente indicada en la máxima

Page 111: El derecho antiguo

111

prevaleciente en toda Europa Occidental: Nemo in communione potest invitus

detineri (Nadie puede ser mantenido dentro de un sistema de copropiedad sin su

consentimiento). Pero en la India este orden de ideas se invierte, y puede

afirmarse que la propiedad separada se halla siempre en camino de convertirse

en propiedad común. Ya se ha hecho referencia al proceso. Tan pronto como

nace un hijo, adquiere un interés en los bienes del padre, y al alcanzar la mayoría

de edad tiene, en ciertas contingencias, la facultad legal de pedir una partición

de la heredad familiar. De hecho, no obstante, raramente se divide, incluso a la

muerte del padre, y la propiedad constantemente permanece sin dividir por

varias generaciones, a pesar de que todos los miembros de cada generación

tienen derecho legal a una parte. El dominio mantenido de este modo en común

es a veces administrado por un encargado elegido, pero más generalmente, y en

algunas provincias siempre, es administrado por el agnado más anciano, por el

representante más viejo de la línea más antigua. Tal asociación de propietarios

colectivos, un cuerpo de parientes con un dominio en común, es la forma más

sencilla de una comunidad aldeana hindú, pero la comunidad es más que una

hermandad de parientes y más que una unión de socios. Es una sociedad

organizada, y además de encargarse del manejo de los fondos comunes,

raramente deja de encargarse, mediante un personal administrativo completo,

del gobierno interno, de la policía, de la administración de justicia, y del prorrateo

de impuestos y obligaciones públicas.

El proceso de formación de una comunidad aldeana, tal como lo he descrito,

puede considerarse típico. Sin embargo, no debe asumirse que toda comunidad

aldeana de la India se formó de una manera tan sencilla. Aunque en el norte de

India los archivos muestran casi invariablemente, según me han informado, que la

comunidad fue fundada por una asociación única de parientes consanguíneos,

también suministran información de que hombres de extracción foránea han sido,

de vez en cuando, admitidos en ella, y un nuevo comprador de una parte de la

heredad puede generalmente, bajo ciertas condiciones, ser integrado a la

hermandad. En el sur de la península indostánica hay a menudo comunidades

que parecen haber surgido de dos o más familias. Existen algunas cuya

composición es enteramente artificial; y, de hecho, la agregación ocasional de

hombres de castas diferentes en la misma sociedad es una prueba fatal para la

hipótesis de una ascendencia común. Sin embargo, en todas estas hermandades

o bien se conserva la tradición, o se asume la existencia de unos antepasados

originales comunes. Mountstuart Elphinstone, quien escribe sobre todo acerca de

las comunidades aldeanas meridionales; observa que (History of India, p. 126): La

creencia popular es que los hacendados de la aldea descienden todos de uno o

más individuos que se asentaron en el pueblo; y que las únicas excepciones

están formadas por personas que han derivado sus derechos de la compra de

tierras o si no de miembros del tronco original. La suposición se ve confirmada por

el hecho de que, hasta la fecha, hay solamente una única famIlia de hacendados

en las aldeas pequeñas y no muchas más en las grandes; pero cada una se ha

dividido en tantos miembros que no es infrecuente que todas las labores agrícolas

sean realizadas por los propietarios, sin ayuda de peones o arrendatarios. Los

derechos de los hacendados son suyos colectivamente y, aunque casi siempre

tienen una división más o menos perfecta de ellos, nunca tienen una separación

Page 112: El derecho antiguo

112

total. Un hacendado, por ejemplo, puede vender o hipotecar sus derechos; pero

tiene que obtener antes el consentimiento del pueblo, y el comprador ocupa

exactamente el mismo puesto y asume las mismas obligaciones que tenía el

vendedor. Si una familia se extingue, su parte regresa al patrimonio común.

Algunas consideraciones que se ofrecieron en el capítulo quinto de este volumen

ayudarán al lector, espero, a apreciar el significado del lenguaje de Elphinstone.

No es probable que ningunas instituciones del mundo primitivo hayan sido

conservadas hasta nuestros días, al menos que hayan adquirido una elasticidad

ajena a su naturaleza original por medio de alguna ficción legal vivificante. La

comunidad aldeana entonces no es necesariamente una asociación de parientes

consanguíneos, aunque puede serIo; es las más de las veces un cuerpo de

copropietarios, basado en el modelo de una asociación de parientes. El tipo con

el que habría que compararlo no es evidentemente la familia romana, sino la

Gens o casa romana. La Gens era también un grupo a semejanza de la familia;

era la familia ampliada por una gran variedad de ficciones cuya naturaleza

exacta se perdía en la antigüedad. En tiempos históricos, sus principales

características eran las dos que Elphinstone señala en la comunidad aldeana. Se

partía siempre del supuesto de un origen común, supuesto a veces obviamente

en desacuerdo con los hechos; y para repetir las palabras del historiador, si la

familia se extinguía, su parte regresaba al patrimonio común. En el viejo Derecho

Romano, las herencias no reclamadas revertían a los Gentiles. Todos los que han

examinado su historia sospechan que la comunidad, al igual que las Gentes, se

han visto generalmente muy adulteradas por la admisión de extraños, pero el

modo exacto de absorción es imposible de determinar ahora. En la actualidad,

son reclutados, como nos dice Elphinstone, mediante la admisión de

compradores, con el consentimiento de la hermandad. La adquisición del

miembro adoptado está, no obstante, dentro de la naturaleza de una sucesión

universal; junto con la parte que ha comprado, hereda todas las

responsabilidades en que había incurrido el vendedor con el grupo agregado. Es

un Emptor Familiae, y hereda el ropaje legal de la persona cuyo lugar comienza a

ocupar. El consentimiento de toda la hermandad, requerido para su admisión,

puede recordarnos el consentimiento que la Comitia Curiata -el parlamento de

aquella hermandad más amplia de auto-llamados parientes, la antigua República

romana- exigía con tal firmeza como parte esencial para la legislación de una

adopción o la confirmación de un testamento.

Las señales de una extrema antigüedad son distinguibles en casi todos los rasgos

de la comunidad aldeana hindú. Tenemos tantas razones independientes para

sospechar que la infancia del derecho se distingue por la preponderancia de la

copropiedad, por la mezcla de derechos personales y propietarios, y por la

confusión de deberes públicos y privados, que estaríamos justIficados en deducir

muchas conclusiones importantes de nuestra observación de estas hermandades

propietarias, aun si ninguna sociedad compuesta de modo similar puede ser

detectada en ninguna otra parte del mundo. Recientemente, se ha dirigido la

atención a un conjunto similar de fenómenos en aquellas partes de Europa que

han sido ligeramente afectadas por la transformación feudal de la propiedad, y

que en muchos detalles importantes guardan una afinidad igualmente estrecha

Page 113: El derecho antiguo

113

con Oriente y con Occidente. Las investigaciones de M. de Haxthausell, M.

Tengoborski y otros, han demostrado que las aldeas rusas no son asociaciones

fortuitas de hombres, ni tampoco uniones fundadas en contratos; son

comunidades organizadas de modo natural como las de India. Es cierto que estos

pueblos son siempre en teoría el patrimonio de algún propietario noble, y los

campesinos han sido, en época histórica, convertidos en siervos prediales y, en

buena parte, personales del señor. Sin embargo, la presión de esta propiedad

superior nunca ha aplastado la antigua organización del pueblo, y es probable

que la promulgación de ley del Zar de Rusia, que supuestamente introdujo la

servitud, fue realmente ideada para que los campesinos abandonaran la

cooperación sin la cual el antiguo orden social no podía mantenerse. La aldea

rusa parece ser casi una repetición exacta de la comunidad india, en la asunción

de una relación agnada entre los aldeanos, en la mezcla de derechos personales

con privilegios de propiedad y en una variedad de medidas espontáneas para la

administración interna. Pero hay una diferencia importante que observamos con

el mayor interés. Los co-propietarios de una aldea hindú, aunque su propiedad

esté mezclada, tienen sus intereses distintos, y esta separación de derechos es

completa y continúa indefinidamente. La división de derechos es también

teóricamente completa en una aldea rusa, pero allí es solamente temporal. Tras el

vencimiento de un periodo dado -no en todos los casos de la misma duración- se

extingue la propiedad separada, la tierra de la aldea es reunida y, luego,

redistribuida entre las familias que componen la comunidad, según su número.

Una vez que se ha efectuado esta repartición, se permite de nuevo que los

derechos de familias e individuos se separen en varias líneas, que continúan hasta

que llega otro periodo de división. Una variación todavía más curiosa de este tipo

de propiedad ocurre en algunos de los países que por mucho tiempo formaron

una franja de tierra discutible entre el Imperio Turco y las posesiones de la Casa

de Austria. En Servia, en Croacia, y en la Eslavonia austriaca, las aldeas

constituyen también hermandades de personas que son, a la vez, co-propietarias

y parientes; pero allí la administración interna de la comunidad difiere de la que

hemos descrito en los dos ejemplos anteriores. Los bienes comunes, en este caso,

no son divididos en la práctica, ni se les considera divisibles, sino que toda la

tierra es cultivada con el trabajo combinado de todos los aldeanos, y el producto

es anualmente distribuido entre todas las familias, a veces de acuerdo a sus

pretendidas necesidades, a veces según reglas que dan a ciertas personas

particulares una parte fija del usufructo. Los juristas de Europa Oriental remontan

todas estas prácticas a un principio que, según ellos, se encuentra en las leves

eslavas más antiguas: el principio de que la propiedad de las familias no puede

ser dividida a perpetuidad.

El gran interés de estos fenómenos para una investigación como la presente surge

de la luz que arrojan sobre el desarrollo de derechos propietarios claros dentro de

los grupos que al parecer controlaban originalmente la propiedad. Contamos con

abundantes razones para creer que la propiedad perteneció en otro tiempo no a

individuos o a familias aisladas, sino a sociedades más amplias compuestas en

base al modelo patriarcal. El modo de transición de la propiedad antigua a la

moderna, oscuro en el mejor de los casos, habría sido infinitamente más oscuro si

varias formas discernibles de comunidades aldeanas no hubieran sido

Page 114: El derecho antiguo

114

descubiertas y examinadas. Vale la pena prestar atención a las variedades de

manejo interno de los grupos patriarcales que son, o fueron, hasta fecha reciente,

observables entre razas de sangre indoeuropea. Se dice que los jefes de los

clanes escoceses más rudos solían repartir alimentos entre los cabeza de familia

bajo su jurisdicción a intervalos muy frecuentes y a veces diariamente. Asimismo,

los ancianos de su corporación hacían una distribución periódica a los aldeanos

eslavos de las provincias austriacas y turcas, pero, en este caso, se trataba de

una distribución una vez por todas del producto total del año. En las aldeas rusas,

no obstante, la propiedad dejó de considerarse indivisible y se desarrollaron

libremente las solicitudes de derechos propietarios separados, pero luego el

progreso de la separación fue absolutamente detenido tras haber sido tolerado

durante un cierto tiempo. En India, no sólo no existe la indivisibilidad del fondo

común, sino que la propiedad separada en partes puede prolongarse

indefinidamente y puede extenderse a cualquier número de propiedades

derivadas. La partición de facto de los bienes, sin embargo, está regulada por el

uso inveterado, y por la regla en contra de la admisión de extraños sin el

consentimiento de la hermandad. No se está tratando de insistir en que estas

formas diferentes de la comunidad aldeana representan distintas etapas en un

proceso de transmutación que ha sido realizado en todas partes del mismo modo.

Pero, aunque los datos no nos autorizan para ir tan lejos, vuelven menos

arriesgada la conjetura de que la propiedad privada, en la forma en que la

conocemos, fue formada básicamente por el desenredo de los derechos

separados de los individuos de los derechos mezclados de una comunidad.

Nuestros estudios del Derecho de Gentes parecía mostrarnos a la familia

expandiéndose en el grupo agnado de parientes, luego al grupo agnado

disolviéndose en familias separadas, y, finalmente, a la familia suplantada por el

individuo; pero ahora se insinúa que cada paso en el cambio corresponde a una

alteración análoga en la naturaleza de la propiedad. Si hay algo de verdad en la

sugerencia, es de notar que afecta materialmente el problema que los teóricos

han propuesto generalmente sobre el origen de la propiedad. La cuestión -tal vez

insoluble- que más han debatido es: ¿cuáles fueron los motivos que indujeron a

los hombres a respetar sus posesiones mutuas? Puede ponerse igualmente, sin

mucha esperanza de encontrarle respuesta, en la forma de cualquier

averiguación de las razones que llevaron a un grupo compuesto a mantenerse

apartado del dominio del otro. Pero, si es verdad que el pasaje más importante de

la historia de la propiedad privada es su eliminación gradual de la co-propiedad

de los parientes, entonces el gran punto a investigar es idéntico al que yace en el

umbral de todo derecho histórico: ¿cuáles fueron los motivos que impulsaron

originalmente a los hombres a mantenerse dentro de la unión familiar? A esta

pregunta, la jurisprudencia, sin ayuda de otras ciencias, no puede dar respuesta.

Solamente puede señalarse el hecho.

El estado indiviso de la propiedad en las sociedades antiguas es consistente con

un rigor peculiar respecto de la división que aparece tan pronto como una sola

parte es totalmente separada del patrimonio del grupo. Este fenómeno surge,

indudablemente, de la circunstancia de que se supone que la propiedad se

convierte en dominio de un nuevo grupo, de tal modo que cualquier trato con él,

en su estado dividido, es una transacción entre dos cuerpos muy complejos. Ya

Page 115: El derecho antiguo

115

he comparado el Derecho Antiguo con el Derecho Internacional moderno,

respecto al tamaño y complejidad de las asociaciones corporativas, cuyos

derechos y deberes estatuye. Como los contratos y escrituras de traspaso

conocidas por el Derecho Antiguo son contratos y escrituras de las que son

partícipes no individuos aislados, sino grupos organizados de hombres, son, en

buena medida, ceremoniales; requieren una variedad de actos simbólicos y

palabras ideadas para grabar el asunto en la memoria de todos los que toman

parte en él, y exigen la presencia de un número excesivo de testigos. De estas

peculiaridades, y otras relacionadas con ellas, proviene el carácter

universalmente inmaleable de las antiguas formas de propiedad. A veces, el

patrimonio de la familia es absolutamente inalienable, como era el caso entre los

eslavos, y todavía más frecuente, aunque las enajenaciones podían no ser

enteramente ilegítimas pero resultaban virtualmente impracticables, como entre

la mayoría de las tribus germánicas, por la necesidad de tener el consentimiento

de un gran número de personas para el traspaso. El acto de traslación de

dominio, cuando no existían los anteriores impedimentos, o podían ser separados,

está generalmente abrumado por el peso de una ceremonia en la que no podía

pasarse por alto ni una jota. El derecho antiguo rehusaba renunciar a un solo

gesto, por muy grotesco que éste fuera; a una sola sílaba, por muy olvidado que

estuviera su significado; a un solo testigo, por superfluo que fuese su testimonio.

Toda la solemnidad debía ser completada por personas legalmente autorizadas a

tomar parte en ella o, de otro modo, el traspaso de dominio era nulo, y el

vendedor era restablecido en los derechos de los que había tratado, en vano, de

deshacerse.

Estos diversos obstáculos a la libre circulación de objetos de uso y disfrute,

comienzan naturalmente a hacerse sentir tan pronto como la sociedad ha

adquirido un ligero grado de actividad, y los recursos mediante los cuales las

sociedades en progreso tratan de superarlos forman el elemento principal de la

historia de la propiedad. Entre tales recursos, hay uno que precede al resto por su

antigüedad y universalidad. La idea parece haber surgido espontáneamente en

un gran número de sociedades primitivas: clasificar la propiedad en clases. Una

clase o tipo de propiedad era colocada en una categoría de dignidad más baja

que las otras, pero al mismo tiempo, se liberaba de las cadenas que la

antigüedad les había impuesto. Posteriormente, la utilidad superior de las reglas

que gobernaban el traspaso y herencia de la categoria más baja de propiedad

fue reconocida de manera general, y mediante un curso gradual de

innovaciones, la ductilidad de la clase menos decorosa de objetos valiosos era

comunicada a las clases que de un modo convencional se hallaban más arriba.

La historia del Derecho Romano de propiedad es la historia de la asimilación del

Res Mancipi al Res Nec Mancipi. La historia de la propiedad en el continente

europeo es la historia de la subversión del derecho feudalizado de la tierra por el

derecho romanizado del mobiliario, y, aunque la historia de la propiedad en

Inglaterra no está en absoluto terminada, es, claramente, el derecho de bienes

muebles el que amenaza con absorber y acabar con el derecho de bienes

raíces.

Page 116: El derecho antiguo

116

La única clasificación natural de los objetos de uso, la única clasificación que

corresponde a una diferencia esencial del asunto, es la que los divide en bienes

muebles y bienes raíces. A pesar de que esta clasificación es muy familiar en

jurisprudencia, el Derecho Romano -del que la heredamos- la desarrolló muy

lentamente y sólo la adoptó en su última etapa. Las clasificaciones del Derecho

Antiguo guardan a veces un parecido superficial a ésta. Ocasionalmente, dividen

la propiedad en categorías, y colocan los bienes raíces en una de ellas; pero,

entonces, se descubre que, o bien clasifican con los bienes raíces una serie de

objetos que no tienen nada que ver con ellos, o bien los separan de varios

derechos con los que guardan una afinidad estrecha. Así, el Res Mancipi del

Derecho Romano incluía no sólo tierra, sino también esclavos, caballos y bueyes.

El derecho escocés clasificaba junto con la tierra una cierta clase de títulos, y el

Derecho Hindú la asociaba con los esclavos. El Derecho Inglés, por otra parte,

separa arriendos anuales de tierra de otros intereses del suelo, y los une a los

bienes muebles. Asimismo, las clasificasiones del Derecho Antiguo son

clasificaciones que implican superioridad e inferioridad, mientras que la distinción

entre bienes muebles y bienes raíces, al menos mientras se limitó a la

jurisprudencia romana, no implicaba idea alguna de una diferencia en dignidad.

Res Mancipi, sin embargo, ciertamente disfrutó, al principio, de una prioridad

sobre la Res Nec Mancipi, al igual que la tuvo la propiedad heredada de Escocia

y los bienes raíces en toda Inglaterra sobre los bienes muebles a los que estaban

opuestos. Los jurisconsultos de todos los países no han ahorrado esfuerzos en tratar

de referir estas clasificaciones a algún principio inteligible; pero las razones de la

separación tendrán que ser buscadas siempre en vano en la filosofía del derecho:

pertenecen no a su filosofía sino a su historia. La explicación que parece cubrir el

mayor número de ejemplos es que los objetos de uso apreciados por encima del

resto eran formas de propiedad conocidas primero por cada comunidad

particular, y muy dignificada por tanto con la designación de propiedad. Por otra

parte, los artículos no enumerados entre los objetos favorecidos parecen haber

sido colocados en una categoría menor, porque el conocimiento de su valor fue

posterior a la época en que se estableció el catálogo de propiedad superior.

Fueron al principio desconocidos, raros o limitados en su uso o, alternativamente,

vistos como meros apéndices de los objetos privilegiados. Así, aunque la Res

Mancipi romana incluía cierto número de bienes muebles de gran valor, sin

embargo, las joyas más costosas nunca fueron clasificadas como Res Mancipi,

porque los romanos primitivos las desconocían. Del mismo modo se dice que los

bienes inmuebles en Inglaterra han sido degradados al nivel de los bienes

muebles, dada la escasez y falta de valor de tales posesiones bajo el derecho

feudal de la tierra. Pero el punto de interés realmente importante es la continua

degradación de estas mercancías cuando su importancia había aumentado y su

número se había multiplicado. ¿Por qué no fueron sucesivamente incluidos entre

los objetos de uso favorecidos? Una razón se encuentra en la terquedad con que

el Derecho Antiguo se apega a sus clasificaciones. Es una característica de las

mentes ineducadas y de sociedades primitivas el que sean poco capaces de

concebir una regla general aparte de las aplicaciones particulares en que están

prácticamente familiarizadas. No pueden disociar un término general o máxima a

partir de los ejemplos especiales que encuentran en su experiencia diaria, y, de

este modo, la designación que cubre las formas mejor conocidas de propiedad

Page 117: El derecho antiguo

117

es denegada a artículos que se le parecen exactamente al ser objetos de uso y

sujetos de derecho. Pero a estas influencias, que ejercen fuerza peculiar en un

asunto tan estable como el derecho, se añaden después otras más consistentes

con el progreso de la civilización y con las concepciones de utilidad general.

Tribunales y jurisconsultos se vuelven por fin receptivos a la inconveniencia de las

formalidades estorbosas requeridas para el traspaso, recuperación o devolución

de las mercancías favorecidas, y se hacen cada vez más reacios a encabezar las

descripciones más nuevas de propiedad con los impedimentos técnicos que

caracterizaron la infancia del derecho. De ahí que surja una inclinación a

mantener estos últimos en una categoría menor en las disposiciones de

jurisprudencia, y a permitir su traslado por procesos más simples que aquellos

que, en traspasos de dominio arcaicos, sirven de obstáculos a la buena fe y de

escalón al fraude. Tal vez estemos en peligro de infravalorar los inconvenientes de

los modos antiguos de traspaso. Nuestros instrumentos de traspaso de dominio son

escritos, de tal modo que su lenguaje, bien estudiado por el escritor profesional,

es raramente defectuoso en cuanto a su exactitud. Pero un traspaso de dominio

antiguo no era escrito, sino actuado. Gestos y palabras ocupaban el lugar de la

fraseología técnica escrita, y cualquier fórmula pronunciada mal, o un acto

simbólico omitido, habría viciado la transacción tan fatalmente como un error

material en sentar los usos o establecer los restos habría, hace doscientos años,

viciado una escritura inglesa. Los daños del ceremonial arcaico quedan, aun así,

enunciados solamente a medias. Mientras se requieran traspasos de poder

elaborados, escritos o actuados, para la enajenación de tierras, las

probabilidades de error no son considerables en el traspaso de una clase de

propiedad que raramente se hace con precipitación. Pero el tipo superior de

propiedad en el mundo antiguo comprendía no sólo tierras sino también algunos

de los bienes muebles más comunes y valiosos. Una vez que las ruedas de la

sociedad comenzaron a moverse con rapidez, debe haber causado un trastórno

inmenso exigir una forma muy complicada de traspaso para un caballo o un

buey, o para aquella costosa mercancía del mundo antiguo: el esclavo. Este tipo

de efectos debe haberse traspasado ordinariamente mediante formas

incompletas, y detentadas de este modo, bajo títulos imperfectos.

Las Res Mancipi del viejo Derecho Romano eran tierras -en época histórica, tierras

en suelo italiano-, además de bestias de carga, como caballos y bueyes. No hay

duda alguna de que los objetos que componían la categoría eran instrumentos

de trabajo agrícola, implementos de máxima importancia entre un pueblo

primitivo. Tales artículos, me imagino, al principio fueron denominados Cosas o

Propiedad, y el modo de traspaso para transferirlos se llamaba Mancipium o

Mancipación. Probablemente no fue hasta mucho más tarde que recibieron la

apelación distintiva Res Mancipi, Cosas que requieren mancipación. A su lado

deben haber existido o surgido una serie de objetos, para los que no valía la pena

insistir en la ceremonia completa de mancipación. Bastaba si, al transferir a estas

últimas de propietario en propietario, se utilizaba una parte solamente de las

formalidades ordinarias, a saber, la entrega real, cesión física, o tradición, que es

el índice más obvio de un cambio de propiedad. Esos objetos constituían las Res

Nec Mancipi de la antigua jurisprudencia, cosas que no requieren mancipación,

probablemente poco apreciadas al principio, y que no pasaban a menudo de un

Page 118: El derecho antiguo

118

grupo de propietarios a otro. No obstante, mientras que la lista de las Res Mancipi

fue cerrada irrevocablemente, la de las Res Nec Mancipi sufrió una expansión

indefinida, y de ahí en adelante cada conquista nueva del hombre sobre la

naturaleza añadía un objeto al Res Nec Mancipi, o realizaba una mejoría de las

ya reconocidas. Insensiblemente, se pusieron en igualdad de condiciones a las

Res Mancipi y al disiparse de este modo la impresión de una inferioridad

intrínseca, el hombre comenzó a observar las múltiples ventajas de la simple

formalidad que acompañaba su traspaso en comparación con el ceremonial

más complicado y venerable. Dos de los agentes del mejoramiento legal,

Ficciones y Equidad, fueron constantemente empleados por los jurisconsultos

romanos para dar los efectos prácticos de una Mancipación a una Entrega: y

aunque los legisladores romanos evitaron mucho tiempo dictar que el derecho de

propiedad de una Res Mancipi debería ser transferido de inmediato mediante la

simple entrega del artículo, sin embargo aun este paso fue dado finalmente por

Justiniano, de cuya jurisprudencia desaparece la diferencia entre Res Mancipi y

Res Nec Mancipi, y la tradición o entrega se convierte en el gran traspaso de

poder reconocido por la ley. La marcada preferencia que muy pronto otorgaron

los jurisconsultos romanos a la tradición les llevó a asignarle un lugar en su teoría

que ha ayudado a separar sus principios modernos de su verdadera historia. Se

clasificó entre los modos naturales de adquisición, porque era generalmente

practicado entre las tribus indias, y porque se trataba de un proceso que

alcanzaba su objeto por el mecanismo más sencillo. Si se analizan

detenidamente las expresiones de los jurisconsultos, indudablemente implican

que la tradición, que pertenece al Derecho Natural, es más antigua que la

Mancipación, que es una institución de la sociedad civil, y esto, no necesito

decirlo, es el reverso exacto de la verdad.

La distinción entre Res Mancipi y Res Nec Mancipi es el prototipo de una clase de

distinciones a la que debe mucho la civilización. Se trata de distinciones que se

presentan en toda una masa de objetos, colocando a unos cuantos en una clase,

y relegando al resto a una categoría inferior. Las clases inferiores de propiedad

son, al principio, por desdén y descuido, relevadas de las ceremonias intrincadas

que deleitaban al derecho primitivo, y así, posteriormente, en otra etapa del

progreso intelectual, los métodos slmples de traspaso y cobranza comenzaron a

servir como modelo que condenaba, por su utilidad y sencillez, las solemnidades

engorrosas heredadas de tiempos pasados. Pero, en algunas sociedades, las

trabas en que se hallaba envuelta la propiedad eran demasiado complicadas y

estrictas como para aflojarse de un modo tan fácil. Siempre que un hindú tenía un

hijo varón, de acuerdo al Derecho de la India, el niño tenía derechos sobre la

propiedad del padre y este último necesitaba su consentimiento para enajenarla.

En el mismo sentido, el uso general de los viejos pueblos germánicos -es notable

el que las costumbres anglosajonas parecen haber sido una excepción- prohibía

enajenaciones sin el consentimiento de los hijos varones, y el derecho primitivo

de los eslavos las tenían completamente prohibidas. Es evidente que

impedimentos como estos no pueden ser superados por una distinción entre

clases de propiedad, por cuanto la dificultad se extiende a objetos de todas

clases, y, en consecuencia, el Derecho Antiguo una vez metido en el camino del

mejoramiento, los encuentra con una distinción de otro carácter, una distinción

Page 119: El derecho antiguo

119

que clasifica la propiedad, no de acuerdo a su naturaleza sino a su origen. En la

India, donde existen huellas de los dos sistemas de clasificación, el que estamos

considerando se halla ejemplificado en la diferencia que el Derecho Hindú

establece entre herencias y adquisiciones. La propiedad heredada del padre es

compartida por los hijos tan pronto como nacen, pero de acuerdo a la costumbre

de la mayoría de las provincias, las adquisiciones que hace durante su vida son

totalmente suyas, y puede legarlas como quiera. Una distinción similar había sido

adoptada por el Derecho Romano, en el cual la innovación más temprana de los

poderes paternos asumió la forma de un permiso dado al hijo de quedarse con lo

que hubiese adquirido durante su servicio militar. Pero el uso más amplio de este

modo de clasificación parece haber sido hecho por los germánicos. Ya he

señalado repetidamente que el alodio, aunque no inalienable, sólo era

transferible en general con grandes dificultades, y además recaía exclusivamente

en los parientes agnados. De ahí que se reconociesen una extraordinaria

variedad de distinciones, todas ideadas para disminuir los inconvenientes

inseparables de la propiedad alodial. El wehrgeld, por ejemplo, o arreglo por el

homicidio de un pariente, que ocupa un espacio tan amplio en la jurisprudencia

germánica, no formaba parte del dominio familiar, y era heredado según reglas

de sucesión totalmente diferentes. De modo similar, el reipus, o multa impuesta al

matrimonio de una viuda, no entraba al alodio de la persona a quien se le

pagaba, y seguía una línea de traspaso en que se olvidaban los privilegios de los

agnados. El derecho, asimismo, como entre los hindúes, distínguía las

adquisiciones del jefe de la familia de su propiedad heredada, y le permitía

ocuparse de ellas en condiciones mucho más liberales. También se admitían

clasificaciones de otro tipo, y la distinción familiar entre tierra y bienes muebles;

pero la propiedad mueble estaba dividida en varias categorías subordinadas, a

cada una de las cuales se aplicaban reglas diferentes. Esta abundancia de

clasificaciones, que puede extrañarnos en un pueblo tan rudo como los

conquistadores germánicos del Imperio, hay que explicarla sin duda por la

presencia en su sistema de muchos elementos del Derecho Romano, absorbidos

por ellos durante su larga existencia en los confines de los dominios romanos. No

es difícil remontar un gran número de reglas que regulan el traspaso y partición

de los bienes que se hallaban fuera del alodio a su fuente en la jurisprudencia

romana, de la que fueron tomadas en diversos periodos y de un modo

fragmentado. No contamos ni con los medios para hacer conjeturas sobre

cuántos obstáculos hubo que superar mediante esos artificios para la libre

circulación de la propiedad, pues las distinciones señaladas no tienen historia

moderna. Como expliqué anteriormente, la forma alodial de propiedad fue

perdida por completo en la feudal, y cuando se consolidó el feudalismo, quedó

prácticamente sólo una distinción de todas las que habían sido conocidas en el

mundo occidental: la distinción entre tierra y mercancías, bienes raíces y bienes

muebles. Externamente esta distinción era la misma que había finalmente

aceptado el Derecho Romano, pero el derecho de la Edad Media difería del

romano en que consideraba la propiedad inmueble claramente más digna que la

propiedad mueble. Sin embargo, este ejemplo es suficiente para mostrar la

importancia de la clase de recursos a que pertenece. En todos los países

gobernados por sistemas basados en los códigos franceses, es decir, en la mayor

parte de Europa, el derecho de bienes muebles, que fue siempre Derecho

Page 120: El derecho antiguo

120

Romano, ha superado y anulado el derecho feudal de la tierra. Inglaterra es el

único país de importancia en el que esta transmutación, aunque ha recorrido

cierto camino, casi no se ha realizado. También puede añadirse que Inglaterra es

el único país europeo importante en el que la separación de bienes raíces y

bienes muebles ha sido, en cierto modo, alterada por las mismas influencias que

hicieron desviarse a las antiguas clasificaciones de la única que está apoyada

por la naturaleza. En conjunto, la distinción inglesa ha sido entre tierra y objetos;

pero cierta clase de objetos ha ido como parte de la tierra, y una cierta clase de

intereses en las tierras han sido clasificados, por razones históricas, como bienes

muebles. Este no es el único ejemplo en que la jurisprudencia inglesa, al

mantenerse aparte de la corriente principal de modificación legal, ha

reproducido fenómenos de derecho arcaico.

Deseo hacer observar uno o dos artificios más por los que los obstáculos antiguos

-el esquema de este tratado sólo me permite mencionar los de gran antigüedad-

del derecho propietario fueron exitosamente relajados. Es necesario detenerse un

momento sobre uno en particular porque las personas que desconocen la historia

primitiva del derecho no serán fácilmente persuadidas de que un principio, cuyo

reconocimiento ha sido obtenido por la jurisprudencia moderna muy lenta y

dificultosamente, era de hecho muy conocido en la infancia de la ciencia legal.

No existe un solo principio en el derecho, a pesar de su carácter benéfico, que el

hombre moderno haya sido tan reacio a adoptar y a llevar a sus consecuencias

legitimas como el conocido por los romanos por usucapión y que ha llegado a la

jurisprudencia moderna bajo el nombre de Prescripción. Era una regla positiva del

más viejo Derecho Romano, una regla más vieja que las Doce Tablas: que los

objetos que han sido poseídos ininterrumpidamente por un cierto periodo

devenían propiedad del poseedor. El periodo de posesión era extremadamente

corto -uno o dos años, según la naturaleza de los objetos- y, en tiempos históricos,

la usucapión solamente operaba cuando la posesión había comenzado de un

modo particular; pero creo probable que en una época menos avanzada la

posesión fuera convertida en posesión bajo condiciones aun menos severas de lo

que leemos en nuestras autorIdades. Como he dicho antes, estoy lejos de afirmar

que el respeto de los hombres por la posesión de facto fuese un fenómeno del

que la jurisprudencia podría responder por sí misma. Sin embargo, es muy

necesario señalar que las sociedades primitivas, al adoptar el principio de

usucapión, no estuvieron bloqueadas por ninguna de las dudas especulativas y

vacilaciones que han impedido su acogida entre los jurisconsultos modernos. Las

prescripciones fueron consideradas por los jurisconsultos modernos, primero, con

repugnancia, luego, con renuente aprobación. En varios países, incluido el

nuestro, la legislación por mucho tiempo rehusó avanzar más allá del burdo

recurso de exceptuar todas las acciones basadas en una injusticia, que había

sido cometida antes de un momento determinado, generalmente el primer año

de algún reinado precedente. Hasta que la Edad Media tocó a su fin, y Jacobo I

subió al trono de Inglaterra, tampoco obtuvimos un verdadero estatuto de

limitación, por imperfecto que fuese. Esta tardanza en copiar uno de los

apartados más famosos del Derecho Romano, que era sin duda leído

constantemente por la mayoría de los abogados europeos, la debe el mundo

moderno a la influencia del Derecho Canónico. Las costumbres eclesiásticas de

Page 121: El derecho antiguo

121

las que surgió el Derecho Canónico, interesadas como estaban en intereses

sagrados o cuasi-sagrados, consideraban muy naturales los privilegios que

conferían, y sentían que no debían perderse por desuso, por muy prolongado que

éste fuese. De acuerdo con este punto de vista, la jurisprudencia espiritual,

cuando se consolidó posteriormente, se distinguió por una tendencia marcada en

contra de las prescripciones. Cuando los jurisconsultos eclesiásticos sostuvieron al

Derecho Canónico como modelo de legislación seglar, éste obtuvo una

influencia peculiar sobre los primeros principios. Dio al cuerpo consuetudinario,

que se formó en toda Europa, muchas menos reglas explícitas que el Derecho

Romano, pero luego parece haber contagiado de prejuicios a la opinión

profesional sobre un número sorprendente de puntos fundamentales, y las

tendencias así surgidas ganaron progresivamente fuerza, a medida que se

desarrolló cada sistema legal. Una de las disposiciones que produjo fue aversión

hacia las prescripciones, pero no sé si este prejuicio habría operado tan

poderosamente como lo hizo, si no se hubiera alineado con la doctrina de los

juristas escolásticos de la secta realista, quienes enseñaban que,

independientemente del sesgo que tome la legislación presente, un derecho, por

muy abandonado que haya estado, era de hecho indestructible. Los restos de

este estado de opinión subsisten todavía. Siempre que se discute seriamente la

filosofía del derecho, las preguntas sobre la base teórica de la prescripción son

calurosamente debatidas, y es todavía un punto de gran interés en Francia y

Alemania decidir si una persona que ha estado desposeída un cierto número de

años es privada de su posesión como una pena por su negligencia, o la pierde

mediante la interposición sumaria de la ley en su deseo de tener un finis litium.

Pero tales escrúpulos no preocupaban a la mente de la antigua sociedad

romana. Sus antiguos usos quitaban directamente la propiedad a cualquiera que

hubiese estado desposeído, bajo ciertas circunstancias, durante uno o dos años.

No es fácil decir cuál era el método exacto de la regla de usucapión en su forma

más temprana; pero, tomada con las limitaciones que hallamos en los libros, era

una protección muy útil contra los daños de un sistema de traspaso de dominio

muy molesto. Para tener el beneficio de usucapión, era necesario que la posesión

opuesta hubiera comenzado de buena fe, esto es, en la creencia por parte del

poseedor de que estaba adquiriendo la propiedad legalmente. Se requería

además que el objeto le hubiera sido transferido mediante algún medio de

enajenación que fuese, al menos, reconocido por la ley, por desproporcionado

que fuese conferir un titulo completo en el caso particular. En el caso de una

mancipación, por descuidada que hubiera sido la realización, si había sido

llevada hasta el punto de implicar una tradición o entrega, el defecto del titulo se

corregía por la usucapión en dos años como máximo. No tengo conocimiento de

prácticas romanas que justifiquen tan merecidamente su genio legal como el uso

que hicieron de la usucapión. Las dificultades que los asaltaron fueron casi las

mismas que pusieron en aprietos y todavía estorban a los jurisconsultos ingleses.

Debido a la complejidad de su sistema -todavía no tenían ni el valor ni el poder

de reconstruirlo- los derechos existentes constantemente diferían de los derechos

técnicos; la propiedad justa difería de la legal. Pero la usucapión, tal como la

manipulaban los jurisconsultos proporcionaba una maquinaria automática

mediante la cual los defectos de los títulos de propiedad estaban siempre en

camino de corregirse, y por medio de la que las propiedades que estaban

Page 122: El derecho antiguo

122

temporalmente separadas volvían a cimentarse con el retraso más breve posible.

La usucapión no perdió sus ventajas hasta las reformas de Justiniano. Pero tan

pronto como se fusionaron derecho y equidad, y la mancipación dejó de ser la

traslación de dominio romana, no hubo ya necesidad del antiguo artificio, y la

usucapión, ya aplazada por mucho tiempo, se convirtió en la prescripción que ha

sido finalmente adoptada por casi todos los sistemas de derecho moderno.

Voy a hacer solamente una breve mención de otro recurso que tenía el mismo

objeto que el último. Aunque no hizo inmediatamente aparición en la historia

legal inglesa, su antigüedad era inmemorial en el Derecho Romano. De hecho, su

edad aparente es tal que algunos jurisconsultos alemanes, no suficientemente

informados de la luz arrojada sobre el asunto por las analogías del Derecho

Inglés, la creyeron todavía más vieja que la mancipación. Hablo del Cessio in

Jure, una recuperación colusoria en un tribunal de propiedad que trata de

traspasarse. El demandante establecía el asunto de este proceso mediante las

formas ordinarias de un litigio; el acusado se rebelaba -no presentándose- y el

objeto era naturalmente entregado al demandante. Apenas necesito recordarle a

un abogado inglés que este artilugio se le ocurrió a nuestros antepasados, y

produjo aquellas famosas multas y sentencias favorables que tanto contribuyeron

a deshacer los obstáculos más severos del derecho feudal de la tierra. Los

artificios romanos e ingleses tienen mucho en común y se ejemplifican

mutuamente, pero hay una diferencia entre ellos: el objeto de los jurisconsultos

ingleses era suprimir complicaciones ya introducidas en el titulo, mientras que los

jurisconsultos romanos buscaban evitarlos sustituyendo un modo de traspaso

necesariamente intachable por uno que demasiado a menudo se malograba. De

hecho, este tipo de recurso aparece tan pronto como los tribunales es encuentran

operando normalmente, pero todavía se hallan bajo el dominio de nociones

primitivas. En un estado avanzado de la opinión legal, los tribunales consideran el

litigio colusorio como un abuso de sus procedimientos judiciales, pero siempre ha

habido un tiempo en que, si sus formas eran escrupulosamente observadas,

nunca pensaron en mirar más allá.

La influencia de los tribunales y de sus procedimientos sobre la propiedad ha sido

muy vasta, pero el tema es demasiado amplio para las dimensiones de este

tratado y nos llevaría más lejos en el curso de la historia legal de lo que es

consistente con su esquema. Es deseable, sin embargo, mencionar que debemos

atribuir a esta influencia la importancia de la distinción entre propiedad y

posesión ~no realmente la distinción en sí, que (en el lenguaje de un eminente

jurisconsulto inglés) es la misma cosa que la distinción entre el derecho legal de

influir sobre algo y el poder físico de hacerlo- sino la extraordinaria importancia

que la distinción ha obtenido en la filosofía del derecho. Pocas personas cultas

son tan poco versadas en la literatura legal como para no haber oído que el

lenguaje de los jurisconsultos romanos en el tema de la posesión ocasionó mucho

tiempo una perplejidad enorme, y que el genio de Savigny se demostró al dar

con la solución del enigma. El término posesión, de hecho, cuando es utilizado

por los jurisconsultos romanos, parece haber contraído un cierto matiz no

fácilmente explicable. La palabra, por su etimología, tiene que haber denotado

originalmente contacto físico fijo o intermitente; pero, utilizada sin ningún epíteto

Page 123: El derecho antiguo

123

calificativo, significa no simplemente retención física, sino retención física junto

con la intención de mantener la cosa como propia. Savigny, siguiendo a Niebuhr,

percibió que esta anomalía sólo podía tener un origen histórico. Señaló que los

Patricios de Roma, quienes se habían convertido en arrendatarios de la mayor

parte de los dominios públicos con rentas nominales, eran, a ojos del viejo

Derecho Romano, nuevos poseedores, pero eran poseedores que pensaban

mantener su tierra en contra de todo el que llegara. Adelantaron una reclamación

casi idéntica a la que ha sido recientemente propuesta en Inglaterra por los

arrendatarios de tierras eclesiásticas. Admitiendo que, en teoría, eran

arrendatarios a discreción del Estado, afirmaban que el tiempo y el uso

imperturbado habían madurado su tenencia en una especie de propiedad, y que

sería injusto arrojarlos con el propósito de redistribuir la tierra. La asociación de

esta demanda con las tenencias Patricias, influyó permanentemente el sentido de

posesión. Mientras los únicos remedios legales de los que podían aprovecharse

los arrendatarios -en caso de ser expulsados o amenazados con problemas-, eran

los Interdictos Posesorios, procesos sumarios de Derecho Romano que eran, ya

sea expresamente ideados por el pretor para su protección, ya sea, según otra

teoría, que habían sido empleados en tiempos anteriores para el mantenimiento

provisional de las posesiones mientras se arreglaban las cuestiones de los

derechos legales. Se vino a entender, por tanto, que todo el mundo que poseía

propiedad como propia tenía el poder de requerir los Interdictos, y, mediante un

sistema de alegación muy artificial, el proceso interdictal se moldeó en una forma

adecuada para el juicio de reclamaciones conflictivas sobre una posesión

disfrutada. Luego comenzó un movimiento que, como señaló Mr. John Austin, se

reprodujo exactamente en el Derecho Inglés. Los propietarios, domini,

comenzaron a preferir las formas más sencillas o el curso más rápido del

Interdicto a las formalidades demoradoras e intrincadas de la acción real y, con

el fin de aprovechar el remedio posesorio, recurrieron a la posesión que se

suponía estaba involucrada en la propiedad. La libertad concedida a personas

que no eran verdaderos poseedores, sino dueños, de reivindicar sus derechos

mediante remedios posesorios, aunque al principio pueda haber sido una

bendición, finalmente tuvo el efecto de deteriorar seriamente la jurisprudencia

inglesa y romana. El Derecho Romano le debe los artificios sobre el asunto de la

posesión que contribuyeron tanto a desacreditarlo, mientras que el Derecho

Inglés, después que las acciones que destinó a la recuperación de bienes raíces

cayeron en la confusión más incurable, se libró de todo el embrollo mediante un

remedio heroico. Nadie puede dudar que fue un beneficio público la virtual

abolición de los procesos reales ingleses que tuvieron lugar hace casi treinta

años. Sin embargo, personas sensibles a la armonía de la Jurisprudencia

lamentarán que, en lugar de limpiar, mejorar y simplificar los verdaderos procesos

propietarios, los sacrificamos a la acción posesoria del desahucio, basando de

este modo nuestro sistema de recuperación de tierra en una ficción legal.

Los tribunales legales han contribuido poderosamente a formar y modificar

concepciones del derecho propietario por medio de la distinción entre Derecho y

Equidad, que siempre hace su primera aparición al distinguir jurisdicciones. La

propiedad equitativa en Inglaterra es simplemente propiedad conservada bajo la

jurisdicción del Tribunal de Chancillería. En Roma, el Edicto Pretoriano introdujo sus

Page 124: El derecho antiguo

124

nuevos principios bajo capa de una promesa de que, en determinadas

circunstancias, una acción o un alegato particulares serían concedidos, y, en

consecuencia, la propiedad in bonis, o propiedad equitativa, del Derecho

Romano era propiedad exclusivamente protegida por compensaciones cuya

fuente estaba en el Edicto. El mecanismo por el que los derechos equitativos se

salvaron de ser anulados por las demandas del dueño legal era algo diferente en

los dos sistemas. Entre nosotros, su independencia está asegurada por el

Entredicho del Tribunal de Chancillería. Puesto que, no obstante, el Derecho y la

Equidad, aunque todavía no consolidados, eran administrados bajo el sistema

romano por el mismo tribunal, nada parecido al entredicho era requerido, y el

Magistrado tomaba el curso más sencillo de rehusar a otorgar al dueño -según el

Derecho Civil- aquellos expedientes y respuestas del acusado por las que sólo

podía obtener la propiedad que en justicia pertenecía a otro. Pero la operación

práctica de los dos sistemas era casi la misma. Los dos, por medio de una

distinción en el procedimiento, pudieron conservar nuevas formas de propiedad

en una especie de existencia provisional, hasta que llegase el momento en que

fueran reconocidas por todo el derecho. De este modo, el pretor romano dio

derecho inmediato de propiedad a la persona que había adquirido una Res

Mancipi, mediante una mera entrega, sin esperar a la maduración de la

usucapión. De modo similar, con el tiempo reconoció la propiedad del acreedor

hipotecario que, al principio, había sido un mero depositario, y del enfiteuta, o

arrendatario que estaba sujeto a una venta fija perpetua. El Tribunal de

Chancillería inglés, siguiendo una línea paralela de progreso, creó una propiedad

especial para el acreedor hipotecario, para el fideicomiso Cestui que, para la

mujer casada, que obtenía la ventaja de una clase particular de arreglo, y para el

comprador que no había adquirido todavía una propiedad legal completa. Todos

estos son ejemplos en los que distintas formas de derechos propietarios,

claramente nuevos, eran reconocidas y conservadas. Pero indirectamente la

propiedad ha sido afectada de mil modos por la equidad en Inglaterra y en

Roma. En cualquier apartado de la jurisprudencia en que sus autores metieran el

poderoso instrumento a su alcance, estaban seguros de encontrar, tocar, y más o

menos cambiar materialmente el derecho de propiedad. Cuando, en las páginas

anteriores, he hablado de que ciertas distinciones y recursos legales antiguos

afectaron poderosamente la historia de la propiedad, debe entenderse que

quiero decir que la mayor parte de su influencia ha surgido de las sugerencias e

insinuaciones infundidas por ellos en la atmósfera mental que fue respirada por los

fabricadores de los sistemas equitatlvos.

Sin embargo, describir la influencia de la equidad sobre la propiedad significaría

escribir su historia hasta nuestros días. La he aludido, principalmente, porque

varios escritores contemporáneos muy estimados han pensado que en la

separación romana de la propiedad equitativa de la legal tenemos la clave de

aquella diferencia en la concepción de propiedad, que, aparentemente,

distingue al derecho de la Edad Media del derecho del Imperio Romano. La

principal característica de la concepción feudal es su reconocimiento de una

doble propiedad: la propiedad superior del señor del feudo coexistiendo con la

propiedad inferior o bienes del arrendatario. Ahora bien, esta duplicación del

derecho propietario, se insiste, se asemeja mucho a una forma generalizada de la

Page 125: El derecho antiguo

125

distribución de derechos romanos sobre la propiedad en Quiritaria o legal, y (para

usar una palabra de origen posterior) Bonitarian o equitativa. El mismo Gayo

observa que la división de un dominio en dos partes es una singularidad del

Derecho Romano y, expresamente, la contrasta con la propiedad entera o alodial

a que estaban acostumbradas otras naciones. Es cierto que Justiniano

reconsolidó el dominio en uno, pero los bárbaros no estuvieron en contacto varios

siglos con la jurisprudencia de Justiniano sino con el sistema parcialmente

reformado del Imperio de Occidente. Mientras permanecieron en los márgenes

del Imperio tal vez aprendieron esta distinción que, luego, dio tantos frutos. En

favor de esta teoría debe admitirse, de cualquier modo, que el elemento de

Derecho Romano en los varios cuerpos ha sido muy imperfectamente examinado.

Las teorías erróneas o insuficientes que han servido para explicar el feudalismo se

asemejan en su tendencia a distraer la atención de este particular ingrediente de

su carácter. Los investigadores más viejos que han tenido muchos seguidores en

este país, prestaron una importancia exclusiva a las circunstancias del periodo

turbulento durante el que maduró el sistema feudal, y, en tiempos posteriores, se

ha añadido una nueva fuente de error a las ya existentes: el orgullo nacionalista

que ha llevado a los escritores alemanes a exagerar la integridad de la obra

social que sus antepasados habían elaborado antes de hacer su aparición en el

mundo romano. Uno o dos investigadores ingleses que buscaron en el lugar

adecuado las bases del sistema feudal no lograron, sin embargo, conducir sus

investigaciones a resultados satisfactorios, ya sea porque buscaron de un modo

exclusivo analogías en las compilaciones de Justiniano, o porque limitaron su

atención a los compendios del Derecho Romano que se encuentran anexados a

algunos de los códigos bárbaros existentes. Pero, si la jurisprudencia romana

ejerció alguna influencia en las sociedades bárbaras, probablemente había

producido la mayoría de sus efectos antes de la legislación de Justiniano, y antes

de la preparación de estos compendios. En mi opinión, el esqueleto de las

usanzas bárbaras fue revestido, no con la reformada y purificada jurisprudencia

de Justiniano, sino con el sistema mal ordenado que prevalecía en el Imperio de

Occidente, y al que el Corpus Juris de Oriente nunca consiguió desplazar. Es de

suponer que el cambio tuvo lugar antes de que tribus germánicas se hubieran

claramente apropiado, como conquistadoras, de alguna porción de los dominios

romanos y, por tanto, antes de que los monarcas germánicos hubieran mandado

redactar breviarios de Derecho Romano para el uso de sus súbditos romanos.

Cualquiera que pueda apreciar la diferencia entre derecho arcaico y derecho

desarrollado sentirá la necesidad de alguna hipótesis de este tipo. Toscas como

son las Leges Barbarorum que nos quedan, no son lo bastante toscas para

satisfacer la teoría de un origen puramente bárbaro; tampoco tenemos razón

alguna para creer que hemos recibido, en protocolos escritos, más que una

fracción de las reglas fijas que eran practicadas entre ellos por los miembros de

las tribus conquistadoras. Si podemos persuadirnos de que muchos elementos del

Derecho Romano, adulterados, ya existían en los sistemas bárbaros, habremos

hecho algo por remover una grave dificultad. El Derecho Germánico de los

conquistadores y el Derecho Romano de sus súbditos no se habría combinado si

no hubieran tenido más afinidad mutua de la que tiene la jurisprudencia refinada

respecto de las costumbres de los salvajes. Es muy probable que los códigos de

los bárbaros, arcaicos como parecen, sean solamente un compuesto de usanzas

Page 126: El derecho antiguo

126

verdaderamente primitivas y reglas romanas entendidas a medias, y que el

ingrediente extranjero les permitió juntarse con una jurisprudencia romana que ya

había retrocedido un poco de la forma relativamente acabada que había

adquirido bajo los emperadores de Occidente.

Pero, aunque hay que admitir todo esto, existen varias consideraciones que

vuelven improbable que la forma feudal de propiedad fuese sugerida

directamente por la duplicación romana de los derechos dominicales. La

distinción entre propiedad legal y equitativa parece de una sutileza difícilmente

apreciada por los bárbaros, y, además, apenas pueden entenderse si no se

imaginan unos tribunales en funcionamiento. Pero la razón más fuerte contra esta

teoría es la existencia, en el Derecho Romano, de una forma de propiedad -una

creación de la Equidad, es cierto- que proporciona una explicación mucho más

simple de la transición de un conjunto de ideas al otro. Se trata de la enfiteusis, a

la que se atribuye a menudo la paternidad del feudo de la Edad Media, aunque

sin mucho conocimiento de la participación exacta que tuvo en traer al mundo la

propiedad feudal. Lo cierto es que la enfiteusis, probablemente no conocida

todavía por su designación griega, marca una etapa en una corriente de ideas

que llevó finalmente al feudalismo. En la historia romana, la primera mención de

haciendas más grandes de las que podía trabajar un Paterfamilias con sus hijos y

esclavos, ocurre cuando nos topamos con las posesiones de los Patricios

romanos. Estos grandes propietarios no parecen haber concebido la idea de un

sistema de cultivo por medio de arrendatarios libres. Sus latifundia, al parecer,

eran trabajados en todas partes por cuadrillas de esclavos, dirigidos por

capataces que eran a su vez esclavos o libertos. La única organización ensayada

parece haber consistido en dividir los esclavos inferiores en pequeños cuerpos, y

hacerlos el peculium de la clase mejor y más confiable, que de este modo

adquiría un cierto interés en la eficiencia de su trabajo. Este sistema era, sin

embargo, especialmente desventajoso para una clase de propietarios: los

municipios. Los funcionarios en Italia eran cambiados con una rapidez

sorprendente -aun en la misma administración de Roma-; de tal modo que la

dirección de un dominio territorial grande por una corporación italiana debe

haber sido excesivamente imperfecto. En consecuencia, junto con los municipios

se comenzó la práctica de rentar agri vectigules, esto es, de arrendar la tierra a

perpetuidad a un arrendatario libre a un alquiler fijo y bajo ciertas condiciones. El

plan fue luego extensamente imitado por propietarios individuales, y al

arrendatario cuya relación con el dueño había sido originalmente determinada

por su contrato, el pretor le reconoció posteriormente un derecho a una

propiedad restringida, que, con el tiempo, fue conocida por enfiteusis. A partir de

este punto la historia de la tenencia se divide en dos ramas. En el curso de ese

largo periodo del Imperio Romano, del que tenemos testimonios muy incompletos,

las cuadrillas de esclavos de las grandes familias romanas se transformaron en los

coloni, cuyo origen y situación constituyen una de las cuestiones más oscuras de

toda la historia. Se podría sospechar que se formaron en parte por la elevación de

los esclavos, y, en parte, por la degradación de los agricultores libres, y que

demuestran que las clases más ricas del Imperio Romano se habían dado cuenta

del valor creciente que obtiene la propiedad territorial cuando el agricultor tiene

interés en el producto de la tierra. Sabemos que su servidumbre era predial; que

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127

exigía muchas de las características de la esclavitud absoluta, y que pagaban su

servicio al señor al entregarle una porción determinada de la cosecha anual.

Sabemos, además, que sobrevivieron a todos los cambios sociales en el mundo

antiguo y en el moderno. Aunque incluidos en las escalas más bajas de la

estructura feudal, continuaron en muchos países entregando al señor

precisamente las mismas cuotas que habían pagado al dominus romano, y de

una clase particular entre ellos, los coloni medietarii, que reservaban la mitad del

producto para el señor, desciende el inquilinato metayer, que todavía prosigue

con el cultivo del suelo en casi todo el sur de Europa. Por otra parte, la enfiteusis, si

así podemos interpretar las alusiones a ella en el Corpus Juris, se convirtió en una

modificación de la propiedad favorita y benéfica, y puede conjeturarse que

dondequiera que existieron agricultores, esta tenencia fue la que reguló sus

intereses en la tierra. El pretor, como ya se ha dicho, trataba al enfiteuta, como a

un verdadero propietario. Cuando era expulsado, se le permitía reintalarse

mediante una acta legal, la insignia distintiva del derecho propietario, y estaba

protegido de molestias que le pudiera ocasionar el autor de su arriendo mientras

que el canon, o censo para librarse del servicio feudal, fuese pagado. Pero, al

mismo tiempo, no debe suponerse que la propiedad del autor del arriendo estaba

extinta o inactiva. Se mantenía viva mediante un poder de reingreso o no pago

de la renta, un derecho de prioridad en caso de venta, y un cierto control sobre el

modo de cultivo. Tenemos, por tanto, en la enfiteusis un ejemplo sorprendente de

la doble propiedad que caracterizó a la sociedad feudal, y que, además, es más

simple y más fácilmente imitable que la yuxtaposición de derechos legales y

equitativos. La historia de la tenencia romana no termina, sin embargo, en este

punto. Tenemos pruebas claras de que entre las grandes fortalezas que,

colocadas a lo largo del Rin y del Danubio, aseguraron por mucho tiempo la

frontera del Imperio contra sus vecinos bárbaros, se extendía una sucesión de

franjas de tierra, los agri limitrophi que se hallaban ocupados por veteranos del

ejército romano bajo los términos de una enfiteusis. Había una propiedad doble. El

Estado romano era el dueño del suelo, pero los soldados lo cultivaban sin

molestias en cuanto estuvieran dispuestos a ser reclutados para el servicio militar

siempre que la situación de las fronteras así lo requiriese. De hecho, una especie

de deber de guarnición -un sistema muy parecido al de las colonias militares de

la frontera austro-turca- había sustituido al censo para librarse del servicio feudal

que era el servicio del infiteuta ordinario. Parece imposible poner en duda que

este no fuese el precedente copiado por los monarcas bárbaros que fundaron el

feudalismo. Lo habían tenido ante sus ojos durante algunos cientos de años, y

muchos de los veteranos que vigilaban la frontera eran, es importante recordarlo,

de origen bárbaro, y probablemente hablaban las lenguas germánicas. La

proximidad de un modelo tan fácilmente seguido no sólo explica de dónde

sacaron los soberanos francos y lombardos la idea de asegurar el servicio militar

de sus seguidores mediante la concesión de algunas partes de sus dominios

públicos, sino que también explica la tendencia aparecida inmediatamente

después de que las prebendas se volvieron hereditarias, pues una enfiteusis,

aunque capaz de ser moldeada a los términos del contrato original, sin embargo

recaían por regla general en los herederos del concesionario. Es cierto que el

tenedor de una prebenda, y más recientemente, el señor de uno de aquellos

feudos en que se transformaron las prebendas, parece que debía ciertos servicios

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128

que no es probable que prestaran los colonos militares, y, ciertamente, no eran

prestados por el enfiteuta. El deber de respeto y gratitud al superior feudal, la

obligación de ayudar a otorgar una dote a su hija y equipar a su hijo, la

responsabilidad de su tutela durante la minoría de edad, y muchos otros deberes

de la misma naturaleza que iban implícitos en la tenencia, tienen que haberse

tomado literalmente de la relación patrón-liberto establecidas por el Derecho

Romano, esto es, entre antiguo-amo y antiguo-esclavo. Pero también es sabido

que los beneficiarios más antiguos eran los compañeros personales del soberano,

y es indisputable que esta posición -aparentemente brillante- al principio,

implicaba una especie de degradación servil. La persona que auxiliaba al

soberano en su corte había renunciado a una parte de la libertad personal

absoluta que era un privilegio del que tan orgulloso se sentía el propietario alodial

CAPÍTULO IX

La historia temprana del contrato

Hay pocas proposiciones generales sobre la época actual que, a primera vista,

puedan recibir un acuerdo más presto que la afirmación de que la sociedad

actual se distingue de la sociedad de generaciones precedentes sobre todo por

la importancia que detenta el contrato. Algunos de los fenómenos en que se basa

esta proposición se encuentran entre los más señalados, comentados y

elogiados. Se necesitaría ser muy distraído para no percibir que, en innumerables

casos, el derecho antiguo fijaba la posición social de un hombre en el momento

de su nacimiento de un modo irreversible, mientras que el derecho moderno le

permite crearla por convenio. Las pocas excepciones a esta regla son

violentamente atacadas de manera constante. El punto, por ejemplo, realmente

debatido en la vigorosa controversia sobre el tema de la esclavitud negra es si el

status del esclavo no pertenece a instituciones ya desaparecidas, y si la única

relación entre patrón y trabajador que concuerda con la moralidad moderna no

es un tipo de relación exclusivamente determinada por un contrato. El

reconocimiento de esta diferencia entre pasado y presente forma parte de la

misma esencia de las más famosas especulaciones contemporáneas. Es cierto

que la ciencia de la Economía Política, el único apartado de investigación moral

que haya hecho progresos considerables en nuestros días, no correspondería con

las necesidades de la vida si el derecho imperativo no hubiera abandonado la

mayor parte del terreno que ocupó en otro tiempo, y no hubiera dejado que los

hombres establecieran reglas de conducta para sí mismos con una libertad que

nunca les fue permitida hasta recientemente. La parcialidad de la mayoría de los

economistas políticos les lleva a considerar la verdad general en que descansa su

ciencia con derecho a hacerse universal y, cuando la aplican como un arte sus

esfuerzos van generalmente dirigidos a ampliar la competencia del contrato y de

recortar la del derecho imperativo, excepto en tanto este último es necesario

para ejecutar el cumplimiento de los contratos. El impulso dado por estos

pensadores influenciados por estas ideas está comenzando a dejarse sentir en el

mundo occidental. La legislación casi ha confesado su incapacidad por

mantener el mismo ritmo que la actividad humana despliega en descubrimientos,

inventos y en la manipulación de la riqueza acumulada, y el derecho, aun el de

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129

las comunidades menos avanzadas, tiende cada vez más a convertirse en un

estrato superficial teniendo bajo él un conjunto siempre cambiante de reglas

contractuales con las que raramente interfiere excepto para hacer cumplir ciertos

principios fundamentales, a menos que sea invocado para castigar la violación

de la buena fe.

Las investigaciones sociales, hasta donde dependen de la consideración de

fenómenos legales, se hallan en condiciones de atraso tales que no debemos

sorprendernos de no encontrar estas verdades reconocidas en los lugares

comunes aceptados como buenos respecto del progreso de la sociedad. Estos

lugares comunes responden más a nuestros prejuicios que a nuestras

convicciones. La renuencia de la mayoría de los hombres a considerar que la

moralidad avanza parece ser especialmente fuerte cuando las virtudes de las que

depende el contrato están bajo discusión, y muchos de nosotros tenemos una

renuencia casi instintiva a admitir que la buena fe y confianza en nuestros

compañeros están más ampliamente difundidos que antaño, o que haya algo en

las costumbres contemporáneas que se pueda parangonar a la lealtad en el

mundo antiguo. De vez en cuando, estas predisposiciones se ven reforzadas por

el espectáculo de fraudes, desconocidos antes del periodo en que fueron

observados, asombrosos por su complicación y repugnantes por su criminalidad.

Pero el mismo carácter de estos fraudes demuestra claramente que, antes de que

fueran posibles, las obligaciones morales que rompieron deben haber estado más

que proporcionalmente desarrolladas. La confianza puesta y desarrollada por

muchos facilita la mala fe de los pocos, de tal modo que, si ocurren ejemplos

colosales de deshonestidad, no hay conclusión más segura que la siguiente: la

escrupulosa honestidad desplegada en la mayoría de las transacciones, en el

caso en particular, han proporcionado su oportunidad al delincuente. Si

persistimos en leer la historia de la moralidad tal como se refleja en jurisprudencia,

volviendo nuestros ojos no hacia el derecho contractual sino hacia el derecho

criminal, debemos tener cuidado en leerlo acertadamente. La única forma de

deshonestidad tratada en el más antiguo Derecho Romano es el robo. En el

momento en que escribo, el más nuevo apartado del derecho criminal inglés es

el que trata de prescribir el castigo para los fraudes de los fideicomisarios. La

inferencia adecuada de este contraste no es que los romanos primitivos

practicaran una moralidad superior a la nuestra. Más bien diríamos que, en el

intervalo entre su época y la nuestra, la moralidad ha avanzado de una

concepción muy tosca a una muy refinada: de considerar los derechos de

propiedad como exclusivamente sagrados a considerar los derechos surgidos del

mero depósito unilateral de la confianza como merecedores de la protección del

derecho penal.

Las teorías definidas de los juristas apenas se encuentran más cercanas a la

verdad en este punto que las opiniones de la multitud. Para comenzar con las

ideas de los jurisconsultos romanos, las hallamos inconsistentes con la verdadera

historia del progreso moral y legal. A una clase de contratos, en la que la fe

empeñada de las partes contrayentes era el único ingrediente material, la

denominaron específicamente contratos juris gentium, y aunque estos contratos

fueron indudablemente los últimos que aparecieron en el sistema romano, la

Page 130: El derecho antiguo

130

expresión utilizada implica -si es que puede sacarse de él un significado

concreto- que eran más antiguas otras formas de compromiso tratado en el

Derecho Romano, en el que el olvido de una mera formalidad técnica era tan

fatal para la obligación como un mal entendido o un engaño. Pero la antigüedad

a la que se refieren es vaga, indefinida y sólo capaz de ser entendida desde el

presente. El Contrato de Derecho de Gentes no vino a ser abiertamente

considerado como un contrato conocido por el hombre en estado natural hasta

que el lenguaje de los jurisconsultos romanos se hubo convertido en el lenguaje

de una época que había perdido el fundamento de su modo de pensar. Rousseau

adoptó el error jurídico y el popular. En la Disertación sobre los efectos del Arte y

la Ciencia sobre la Moral, la primera de sus obras que llamó la atención y en la

que formula con mayor claridad las opiniones que le convirtieron en el fundador

de una secta, la veracidad y buena fe atribuidas a los antiguos persas son

repetidamente señaladas como rasgos de la primitiva inocencia que había sido

gradualmente borrada por la civilización, y en un periodo posterior encontró un

fundamento de todas sus teorías en la doctrina de un Contrato Social original. El

Contrato Social o Convenio es la forma más sistemática que haya asumido jamás

el error que estamos comentando. Es una teoría que, aunque alimentada por las

pasiones políticas, extrajo toda su savia de las especulaciones de los

jurisconsultos. Es muy cierto que aquellos famosos ingleses sobre quienes ejerció

una enorme atracción la valoraron, principalmente, por su utilidad política, pero,

como trataré de explicar en un momento, nunca habrían llegado a ella, si los

políticos no hubieran mantenido sus controversias por mucho tiempo en una

fraseología legal. Los autores ingleses de la teoría tampoco ignoraban la amplitud

especulativa que la hizo tan recomendable entre los franceses que la heredaron

de ellos. Sus escritos domuestran que veían claramente que podía explicar todos

los fenómenos sociales y políticos. Habían observado el hecho, ya asombroso en

su día, de que entre las reglas positivas obedecidas por los hombres, la mayor

parte fueran creadas por contrato y las menos por el derecho imperativo. Pero

ignoraban o descuidaron la relación histórica de estos dos elementos de la

jurisprudencia. Idearon la teoría de que todo derecho tiene su origen en el

contrato, con el propósito, por tanto, de gratificar sus gustos teóricos al atribuir

toda la jurisprudencia a una fuente uniforme, y con el propósito de eludir las

doctrinas que otorgaban una paternidad divina al Derecho Imperativo. En otra

etapa del pensamiento habrían quedado satisfechos con dejar su teoría en la

condición de una hipótesis ingeniosa o una fórmula verbal brillante. Pero la época

se hallaba bajo el dominio de las supersticiones legales. Se había hablado del

estado natural hasta que dejó de ser considerado paradójico, de ahí que

pareciese fácil dar una realidad falaz y una precisión al origen contractual del

derecho, insistiendo en el contrato social como un hecho histórico.

Nuestra generación se ha librado de estas teorías jurídicas erróneas, en parte,

superando el estado intelectual al que pertenecen y, en parte, casi dejando

enteramente de teorizar sobre esos temas. La ocupación favorita de las mentes

inquietas en el momento actual, y la que responde a especulaciones de nuestros

antepasados sobre el origen del estado social, es el análisis de la sociedad tal

como existe y se mueve ante nuestros ojos; pero, al no llamar en su ayuda a la

historia, este análisis, demasiado a menudo degenera en un vano ejercicio de

Page 131: El derecho antiguo

131

curiosidad, y con frecuencia incapacita al investigador para comprender estados

sociales que difieren considerablemente de aquel al que está acostumbrado. El

error de juzgar a los hombres de otras épocas con la moralidad de nuestros días

tiene su paralelo en el error de suponer que toda rueda o tornillo de la máquina

social moderna tiene su contrapartida en sociedades más rudimentarias. Tales

impresiones se ramifican con profusión y se disfrazan muy sutilmente, en las obras

históricas escritas en estilo moderno; pero encuentro huellas de su presencia, en

el dominio de la jurisprudencia, en las alabanzas vertidas frecuentemente sobre la

pequeña fábula de Montesquieu acerca de los Trogloditas, inserta en las Lettres

Persanes. Los Trogloditas eran un pueblo que violaba sistemáticamente sus

contratos y, por tanto, perecieron. Si la historia sostiene la moraleja que deseaba

el autor, y es utilizada para exponer una herejía anti-social con la que se han visto

amenazados el siglo actual y el pasado, es intachable; pero, si se trata de inferir

de ella que la sociedad no podría mantenerse junta sin prestarle una santidad a

las promesas y acuerdos que deberían más o menos estar a la par con el respeto

que les otorga una civilización madura, eso implica un error grave y fatal si se

desea entender la historia legal. El hecho es que los Trogloditas florecieron y

fundaron Estados poderosos dando muy poca atención a las obligaciones

contractuales. El punto que debe entenderse antes que ningún otro en la

constitución de las sociedades primitivas es que el individuo crea pocos o

ningunos derechos, y pocos o ningunos deberes. Las reglas que obedece se

derivan, primero, de la posición social en que nace y, luego, de las órdenes

imperativas que le dirige el jefe de la familia de la que forma parte. Un sistema tal

deja escasísimo lugar para el contrato. Los miembros de la misma familia (pues

así podemos interpretar el testimonio) son enteramente incapaces de hacer

contratos entre sí, y la familia puede hacer caso omiso de los compromisos que

pueda haber contraído uno de sus miembros subordinados. Una familia, claro

está, puede establecer contratos con otra familia, jefe con jefe, pero la

transacción es de la misma naturaleza, se halla cargada de tantos formalismos

como la enajenación de la propiedad, y la omisión de algún punto -por mínimo

que sea- de la ejecución es fatal para la obligación. El deber positivo resultante

de la confianza de un hombre en la palabra de otro es una de las conquistas más

lentas de una civilización avanzada.

Ni el Derecho Antiguo ni ninguna otra fuente de pruebas nos muestran una

sociedad enteramente privada de la concepción de contrato. Pero la

concepción, cuando aparece por primera vez, es obviamente rudimentaria. No

puede leerse ningún documento antiguo confiable sin percibir que el hábito

mental que nos induce a cumplir una promesa está todavía insuficientemente

desarrollado, y que actos de perfidia notoria son mencionados a menudo sin

censura y a veces descritos con aprobación. En la literatura homérica, por

ejemplo, la astucia solapada de Ulises aparece como una virtud de la misma

categoría que la prudencia de Néstor, la constancia de Héctor, y la valentía de

Aquiles. El derecho antiguo es aun más sugestivo de la distancia que separa la

forma cruda del contrato de su etapa madura. Al principio, no aparece nada que

se asemeje a la interpolación de la ley para hacer cumplir una promesa. Lo que

el derecho fortalece con sus sanciones no es una promesa, sino una promesa

acompañada de un ceremonial solemne. Las formalidades no sólo son de

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132

importancia igual a la promesa misma, sino que son, si acaso, de mayor

importancia; pues el análisis delicado que aplica la jurisprudencia moderna a las

condiciones mentales en las que se da un beneplácito verbal particular parece,

en el derecho antiguo, transferirse a las palabras y gestos de la representación

acompañante. No se hace ningún voto si se omite o coloca mal alguna

formalidad, pero, por otra parte, si se demuestra que se han realizado

correctamente todas las formalidades, no sirve alegar que la promesa se hizo

bajo presión o engaño. La transmutación de esta idea antigua en la familiar

noción de un contrato se ve claramente en la historia de la jurisprudencia.

Primero, se suprimieron uno o dos pasos del ceremonial; luego, se simplificaron los

otros o se permitió que fueran arrinconados bajo ciertas condiciones; finalmente,

unos cuantos contratos específicos fueron separados del resto y admitidos sin

formalidad. Los contratos seleccionados son aquellos de los que depende la

actividad y energia de la relación social. Lenta, pero distintamente, el

compromiso mental se aisla entre los tecnicismos y, gradualmente, se convierte

en el único ingrediente en el que se concentra el interés del jurisconsulto. Tal

compromiso mental, significado por actos externos, los romanos la denominaban

Pacto o Convención y una vez que se hubo concebido la convención como el

núcleo de un contrato, pronto se estableció la tendencia de la jurisprudencia

avanzada a romper el armazón externo de forma y ceremonia. En adelante, las

formas se retienen solamente en cuanto que son garantias de autenticidad y

seguridades de cautela y liberación. La idea de un contrato es totalmente

desarrollada o, para emplear la frase romana, los contratos son absorbidos en los

pactos.

La historia de este cambio en el Derecho Romano es muy instructiva. En el alba de

la jurisprudencia, el término que se usaba en lugar de contrato era uno muy

familiar entre los estudiantes de la latinidad histórica. Se trataba del nexum, y las

partes del contrato eran los nexi, expresiones que deben examinarse

cuidadosamente a causa de la singular permanencia de la metáfora en que se

basaban. La noción de que personas bajo un compromiso contractual se hallan

conectadas por un fuerte vínculo o cadena, continuó hasta el final influenciando

la jurisprudencia romana contractual, y de ahi se ha ido a mezclar con las ideas

modernas. ¿Qué implicaba entonces este nexum o vinculo? Una definición que

nos ha llegado de los anticuarios latinos describe el nexum como omne quod

geritur per aes et libram, toda transacción con el cobre y la balanza. Estas

palabras han provocado una gran perplejidad. El cobre y la balanza son los

famosos acompañamientos de la mancipación, la solemnidad antigua descrita

en un capítulo anterior, mediante la cual el derecho de propiedad, en la forma

superior de propiedad romana, era transferido de una persona a otra. La

mancipación era un traspaso de dominio, y de ahi proviene la dificultad, pues la

definición citada parece confundir contratos y traspasos de dominio, los que en la

filosofía de la jurisprudencia no son simplemente mantenidos aparte, sino que son,

de hecho, opuestos: el juris in re, derecho in rem, derecho que beneficia a un solo

individuo o grupo, u obligación. Ahora bien, los traspasos de dominio transfieren

derechos propietarios, los contratos crean obligaciones, ¿cómo, entonces,

pueden incluirse los dos bajo el mismo nombre o la misma concepción general?

Esto, al igual que muchas perplejidades similares, ha sido ocasionado por el error

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133

de atribuir a la condición mental de una sociedad embrionaria una facultad que

pertenece preeminentemente a un estado avanzado del desarrollo intelectual: la

facultad de distinguir, en teoría, ideas que, en la práctica, están mezcladas.

Contamos con indicaciones muy claras de un estado social en el que los

traspasos de poder y los contratos se confundían en la práctica. La discrepancia

de las concepciones tampoco se hizo notar hasta que los hombres comenzaron a

adoptar prácticas distintas para contratar y para traspasar.

Puede notarse aquí que sabemos bastante del antiguo Derecho Romano para

poder dar cierta idea del modo de transformación seguido por las concepciones

legales y por la fraseología legal en la infancia de la jurisprudencia. El cambio

que sufre parece ser un cambio de lo general a lo particular o, expresado de otro

modo, las expresiones antiguas y los términos antiguos están sometidos a un

proceso de especialización gradual. Una concepción legal antigua corresponde

no a una sino a varias concepciones legales modernas. Una expresión técnica

antigua sirve para indicar una variedad de cosas que en derecho moderno tienen

nombres separados. Si tomamos la historia de la jurisprudencia en la etapa

siguiente, encontramos que las concepciones subordinadas se han desligado

gradualmente y que los viejos nombres generales están siendo sustituidos por

apelaciones particulares. La vieja concepción general no es borrada, sino que ha

cesado de cubrir más de una noción, o bien sólo incluye unas pocas de las

nociones que primero abarcaba. Así también el viejo nombre técnico

permanece, pero desempeña solamente una de las funciones que realIzó en otro

tiempo. Podemos ejemplificar este fenómeno de varias maneras. El poder

patriarcal de todas clases parece, por ejemplo, haber sido concebido antaño

como idéntico de carácter, y se distinguía sin duda por un solo nombre. El poder

ejercido por el antepasado era el mismo ya fuera ejercido sobre la familia o sobre

propiedad material: piaras, rebaños, esclavos, hijos o esposa. No podemos estar

absolutamente seguros de su viejo nombre romano, pero hay abundantes razones

para creer que el término antiguo general era manus, por el número de

expresiones que indican ciertos matices de la noción de poder y en las que entra

la palabra manus. Pero, una vez que el Derecho Romano ha avanzado un poco,

el nombre y la idea se particularizaron. El poder es diferenciado, en palabras y en

concepto, según el objeto sobre el que se ejerza. Ejercido sobre objetos

materiales o esclavos, es dominium; sobre los hijos es Potestas; sobre personas

libres cuyos servicios han sido concedidos a otro por su propio antepasado, es

mancipium; sobre la esposa, es domus. El mundo antiguo, como puede verse, no

ha caído totalmente en desuso, sino que se encuentra confinado a un ejercicio

muy particular de la autoridad que había denotado anteriormente. Este ejemplo

nos permitirá comprender la naturaleza de la asociación histórica entre contratos

y traspasos de poder. Parece ser que, al principio, solamente existía un

ceremonial para todas las transacciones solemnes y su nombre en Roma

probablemente era nexum. Las mismas formalidades que se usaban cuando se

efectuaba un traspaso de dominio parecen haber sido precisamente, las que se

utilizaban en la preparación de un contrato. Pero no tenemos que remontarnos

demasiado para encontrar un periodo en el que la noción de contrato se ha

alejado de la noción de traspaso de dominio. Se ha efectuado así un doble

cambio. La transacción con el cobre y la balanza -para transferir propiedad- es

Page 134: El derecho antiguo

134

conocida por su nombre nuevo y partIcular de mancipación. El antiguo nexum

todavía designa la misma ceremonia, pero sólo cuando es empleado con el

propósito particular de solemnizar un contrato.

Cuando se dice que antiguamente dos o tres concepciones legales se hallaban

unidas en una, no se quiere decir que alguna de las nociones no podía ser

anterior a las otras o que cuando las otras habían quedado formadas no podían

predominar y tomar precedencia. La razón por la que una concepción legal

continúa tanto tiempo cubriendo varias concepciones y usando una sola frase

técnica en lugar de varias, es sin duda porque se efectúan varios cambios

prácticos en el derecho de las sociedades primitivas mucho antes de que los

hombres vean la oportunidad de denominarlos. Aunque he dicho que el poder

patriarcal no se distinguía al principio según los objetos sobre los que se ejercía,

estoy seguro de que el poder sobre los hijos era la raíz de la vieja concepción del

poder, y no dudo de que el uso más temprano del nexum, y el que era

primeramente respetado por aquellos que recurrían a él, era dar una solemnidad

adecuada a la enajenación de la propiedad. Es probable que haya surgido por

primera vez una ligera corrupción de las formas originales del nexum por su

empleo en los contratos, y que la insignificancia del cambio haya impedido

durante mucho tiempo el que fuera notado o apreciado. El nombre antiguo

permanecía porque los hombres no se habian hecho conscientes de que querían

uno nuevo; la vieja noción se aferraba a la mente porque nadie había visto razón

alguna para molestarse en examinarla. Hemos tenido el proceso claramente

ejemplificado en la historia de los testamentos. Un testamento era al principio un

simple traspaso de propiedad. La enorme diferencia práctica que gradualmente

apareció entre este traspaso particular y otros hizo que fuese considerado por

separado, y tal como estaba pasaron siglos antes de que los mejoramientos de la

ley quitaran los inútiles impedimentos de la mancipación nominal, y consintiera

en no preocuparse en el testamento por otra cosa que no fuera la intención

declarada del testador. Es una pena que no podamos seguir la pista de la historia

temprana de los contratos con la misma confianza absoluta que la historia

temprana de los testamentos. Sin embargo, contamos con ciertos indicios de que

los contratos aparecieron por primera vez por medio del nexum al que, de este

modo, se le dio un nuevo uso y, luego, obtuvo reconocimiento como

transacciones distintas mediante las consecuencias prácticas inmediatas del

experimento. Existe cierta conjetura, aunque no violenta, en la siguiente

delineación del proceso. Imaginemos una venta al contado como el tipo normal

del nexum. El vendedor traía la propiedad -un esclavo, por ejemplo-; el

comprador asistía con las burdas barras de cobre que servían de dinero

circulante, y un asistente indispensable, el libripens se presentaba con la balanza.

El esclavo mediante ciertas formalidades fijadas pasaba al comprador y el cobre

pesado por el libripens pasaba al vendedor. Mientras duraba el negocio era un

nexum, y las partes eran nexi; pero, en el momento en que se completaba, el

nexum finalizaba, y vendedor y comprador cesaban de llevar el nombre derivado

de su relación momentánea. Ahora, damos un paso adelante en la historia

comercial. Supongamos que el esclavo era transferido pero no se pagaba el

dinero. En ese caso, el nexum concluye, en lo que toca al vendedor, y una vez

que ha entregado su propiedad, ya no es nexus; pero, en lo concerniente al

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135

comprador, el nexum continúa. La transacción -su parte en ella- está incompleta

y a él todavía se le consídera nexus. Se sigue, por ende, que el mismo término

describía el traspaso de dominio por el que se transmitía el derecho de

propiedad, y la obligación personal del deudor con respecto al dinero impagado

de la compra. Podemos todavía seguir e imaginar un procedimiento totalmente

formal, en el que nada es entregado y nada es pagado; llegamos de inmediato a

una transacción indicativa de una actividad comercial superior: un contrato de

venta ejecutorio.

Si es cierto que desde el punto de vista popular y profesional, un contrato era

considerado como un traspaso de dominio incompleto, esa verdad tiene

importancia por muchas razones. Las teorías del siglo pasado sobre la humanidad

en estado natural, no serían injustamente sintetizadas en la doctrina de que en la

sociedad primitiva la propiedad no era nada, y la obligación lo era todo, y se

verá en seguida que, si se invirtiera la proposición, estaría más cercana a la

realidad. Por otra parte, considerada históricamente, la asociación primitiva de

traspasos de dominio y contratos explica algo que, a menudo, al erudito y al

jurista les parece extremadamente enigmático: la extraordinaria y uniforme

severidad de los sistemas legales muy antiguos hacia los deudores, y los poderes

extravagantes que otorga a los acreedores. Una vez que entendemos que el

nexum era artificialmente prolongado para dar tiempo al deudor, podremos

comprender mejor su posición ante el público y ante la ley. Su adeudo era, sin

duda, considerado una anomalía, y la suspensión del pago, en general, como un

artificio y distorsión de la regla estricta. La persona que había debidamente

consumado su parte en la transacción, al contrario tiene que haber gozado de un

favor peculiar, y nada parecería más natural que armarlo de rigurosas facilidades

para hacer cumplir un procedimiento que, en derecho estricto, nunca debería

haberse extendido o diferido.

El nexum que originalmente significaba un traspaso de propiedad vino a denotar

también un contrato y, finalmente, la asociación entre esta palabra y la noción de

un contrato se volvió tan constante que un término particular, Mancipium o

Mancipatio, tuvo que ser usado con el fin de designar el verdadero nexum o

transacción en la que la propiedad era realmente transferida. Los contratos están

ahora desligados de los traspasos de dominio, y la primera etapa de su historia

está acabada, pero a pesar de eso están lo bastante lejos de aquella época de

su desarrollo, en que la promesa del contratante tenía una mayor santidad que

las formalidades con que iba aparejada. Al tratar de indicar el carácter de los

cambios ocurridos en este intervalo, es necesario rebasar un poco un asunto que

está fuera del alcance de estas páginas: el análisis del acuerdo efectuado por los

jurisconsultos romanos. De este análisis -el más bello monumento de su

sagacidad- no tengo más que decir que es un examen basado en la separación

teórica entre obligación y convenio o pacto. Bentham y Austin han establecido

que dos partes esenciales del contrato son éstas: primero, una significación de la

parte que promete de su intención de realizar los actos y observar las

morosidades que promete hacer u observar. Segundo, una significación de la

persona que ha recibido la promesa de que espera que el que promete cumplirá

la promesa hecha. Esto es virtualmente idéntico a la doctrina de los jurisconsultos

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136

romanos, pero entonces, en su opinión, el resultado de estas significaciones no

era un contrato, sino un convenio o pacto. Un pacto era el producto más elevado

de los compromisos contraídos entre individuos y era casi un contrato. Si se

convertía o no en un contrato dependía de si la ley le anexaba una obligación o

no. Un contrato era un pacto (o convenio) más una obligación. Mientras el pacto

permanecía desprovisto de la obligación, se llamaba pacto descubierto o

desnudo.

¿Qué era una obligación? Los jurisconsultos romanos la definen Juris vinculum,

quo necessitate adstringimur alicujus solvenda rei. Esta definición relaciona la

obligación con el nexum mediante la metáfora común en la que se fundamentan

y nos muestra con gran claridad el linaje de una concepción peculiar. La

obligación es el lazo o cadena con que el derecho une a personas o grupos de

personas, como consecuencia de ciertos actos voluntarios. Los actos que surten

el efecto de imponer una obligación son aquellos clasificados bajo los epígrafes

de contrato y delito, de acuerdo y agravio; pero una gran variedad de otros actos

tienen consecuencias similares que no pueden ser metidas en una clasificación

exacta. Es de notar, no obstante, que el acto no arrastra consigo la obligación

consiguiente de una necesidad moral; es la ley la que lo anexa en la plenitud de

su poder -punto muy importante, porque algunos intérpretes modernos del

Derecho Civil, que tenían teorías morales o metafísicas que defender, lo han

propuesto-. La imagen de un vinculum juris matiza y permea todas las partes del

Derecho Romano relacionadas con el contrato y el delito. El derecho unía a las

partes y la cadena podía deshacerse únicamente por el proceso llamado solutio

(una expresión todavía figurativa, a la que equivale nuestra palabra pago) sólo

ocasional e incidentalmente. La consistencia con que se permitió aparecer la

imagen figurativa, explica una peculiaridad de la fraseología legal romana que,

de otro modo, sería un enigma: el hecho de que obligación significase derechos

y deberes (el derecho, por ejemplo, de pagar una deuda al igual que el deber de

pagarla). Los romanos mantenían ante sus ojos el cuadro completo de la cadena

legal, y aplicaban a los dos cabos la misma medida.

En el Derecho Romano desarrollado, el convenio, tan pronto como estuvo

formulado, fue, en casi todos los casos, completado con la obligación y, de este

modo, se convertía en un contrato, y este era el resultado al que seguramente

tendía el derecho contractual. Pero para los fines de esta investigación, debemos

prestar particular atención a la etapa intermedia, aquella en que se requería algo

más que un perpetuo acuerdo para implicar obligación. Esta época es sincrónica

con el periodo en que la famosa clasificación romana de los contratos en cuatro

clases -el verbal, el literal (o positivista), el real y el consensual- habían entrado en

uso, y durante el cual estos cuatro tipos de contratos constituían las únicas

descripciones de acuerdos que el derecho hacía cumplir. El significado de la

distribución cuádruple se comprende fácilmente en cuanto entendemos la teoría

que separó la obligación del convenio. Cada clase de contrato, de hecho, se

nombraba según ciertas formalidades que eran requeridas por encima del mero

acuerdo de las partes contrayentes. En el contrato verbal, tan pronto como se

efectuaba el convenio, había que formular ciertas palabras antes de que el

vinculum juris entrara en vigor. En el contrato literal, un registro en un libro mayor o

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137

tablero tenía el efecto de investir al convenio con la obligación, y el mismo

resultado se obtenía, en el caso del contrato real, de la entrega del bien o cosa,

que era objeto de un acuerdo preliminar. Las partes contrayentes llegaban, en

suma, a un entendimiento; pero, si no iban más allá, no estaban obligadas una

con otra, y no podían exigir el cumplimiento, o pedir una reparación por abuso de

confianza. Pero cuando satisfacían ciertas formalidades escritas el contrato

estaba inmediatamente completo, tomando su nombre de la forma particular que

les había interesado adoptar. Las excepciones a esta práctica las trataré

seguidamente.

He enumerado los cuatro contratos en su orden histórico, orden que, sin embargo,

los escritores institucionales romanos no seguían de una manera invariable. No

hay duda de que el contrato verbal era el más antiguo de los cuatro y que es el

descendiente más antiguo del nexum primitivo. Varias clases de contrato verbal

se usaban antiguamente, pero el más importante, y el único del que han escrito

nuestras autoridades, era el efectuado por medio de una estipulación, esto es,

una pregunta y una respuesta: una pregunta dirigida por la persona que exigía la

promesa, y una respuesta dada por la persona que la hacía. Esta pregunta y

respuesta constituía el ingrediente adicional que, como acabo de explicar, era

exigido por la noción primitiva además del mero acuerdo de las personas

interesadas. Formaban el instrumento por el que se anexaba la obligación. El viejo

nexum ha legado a la jurisprudencia más madura, antes que nada, la

concepción de una cadena que une las partes contrayentes, y esto se ha

convertido en la obligación. Ha transmitido además la noción de un ceremonial

que acompaña y consagra el acuerdo, y este ceremonial ha sido transmutado en

la estipulación. La conversión del traspaso solemne de dominio, que era el rasgo

prominente del nexum original, en una mera pregunta y respuesta, sería un

misterio si no tuviéramos la historia análoga de los testamentos romanos para

informarnos. Al examinar esa historia, podemos llegar a comprender cómo el

traspaso formal de dominio fue separado por primera vez de la parte del

procedimiento que guardaba una referencia inmediata con el asunto entre

manos, y cómo finalmente fue omitido por completo. Dado que la pregunta y

respuesta de la estipulación eran incuestionablemente el nexum en una forma

simplificada, estamos preparados a admitir que por mucho tiempo participaron

de la naturaleza de una forma técnica. Sería un error pensar que los viejos

jurisconsultos romanos las tenían en cuenta sólo por su utilidad en conceder a las

personas que entablaban un acuerdo, una oportunidad de deliberación y

reflexión. Es indisputable que gozaban de un valor de esta clase, que fue

reconocido gradualmente; pero hay pruebas de que su función respecto de los

contratos era el principio formal y ceremonial, según nuestras autoridades, y que

no toda pregunta y respuesta era normalmente suficiente para constituir una

estipulación, sino sólo una pregunta y respuesta encubierta en una fraseología

técnica especialmente apropiada para la ocasión particular.

Pero, aunque es esencial para la apreciación adecuada de la historia del

derecho contractual entender que la estipulación fue considerada como una

forma solemne antes de ser reconocida como una protección útil, sería erróneo,

por otra parte, cerrar nuestros ojos a su utilidad real. El contrato verbal, aunque

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138

había perdido mucha de su antigua importancia, sobrevivió hasta el último

periodo de la jurisprudencia romana, y podemos dar por descontado que

ninguna institución del Derecho Romano habría alcanzado tal longevidad a

menos que hubiera tenido alguna importancia práctica. Observo que un escritor

inglés ha dado muestras de sorpresa porque los romanos, aun en los tiempos más

antiguos, se contentaban con una protección tan escasa contra la prisa y la

irreflexión. Pero al examinar la estipulación atentamente, y recordando que se

trata de un estado social en el que el testimonio escrito no era fácilmente

asequible, creo que debemos admitir que esta Pregunta y Respuesta, en caso de

que hubiera sido ideada con el fin que sirvió, debería designarse con toda justicia

un artificio muy ingenioso. La persona que recibía la promesa era la que, en

carácter de estipulador, presentaba todos los términos del contrato en forma de

pregunta, y la respuesta era dada por el prometiente. ¿Promete entregarme tal

esclavo, en tal lugar, en tal fecha? Lo prometo. Ahora bien, si reflexionamos un

momento, veremos que esta obligación de presentar la promesa interrogativa

invierte la posición natural de las partes, y, al romper efectivamente el tenor de la

conversación, impide que la atención se deslice hacia una promesa peligrosa.

Entre nosotros una promesa verbal, hablando en términos generales, se infiere

exclusivamente de las palabras del prometiente. En el viejo Derecho Romano, era

absolutamente imprescindible otro paso: la persona que recibía la promesa,

después que se había llegado a un acuerdo, tenía que resumir todos los términos

en una interrogación solemne. En caso de juicio había que presentar las pruebas

de esta interrogación y, naturalmente, del asentimiento dado, no de la promesa

que en sí misma no era obligatoria. La enorme diferencia que puede hacer esta

peculiaridad aparentemente insignificante en la fraseología del derecho

contractual es inmediatamente percibida por el principiante de jurisprudencia

romana, cuyos primeros obstáculos son casi siempre creados por ella. Cuando en

inglés tenemos ocasión, al mencionar un contrato, de relacionarlo por razones de

conveniencia con una de las partes -por ejemplo, si deseáramos hablar en

términos generales de un contratista- nuestras palabras señalan

indefectiblemente al prometedor. Pero el lenguaje general del Derecho Romano

toma un sesgo diferente; siempre juzga el contrato, por decirlo así, desde el punto

de vista de la persona que ha recibido la promesa; al hablar de la parte de un

contrato, el estipulador -la persona que hace la pregunta- es a quien primero se

alude. Pero la utilidad de la estipulación se aprecia mejor si nos referimos a los

ejemplos de las páginas de los dramaturgos cómicos latinos. Si se leen las

escenas completas en que estos pasajes ocurren (ex. gra. Plauto, Pseudolus, Acto

I, escena I. Acto IV, escena 6; Trinummus, Acto V, escena 2), se percibirá de qué

modo tan efectivo la pregunta debe haber retenido la atención de la persona que

meditaba una promesa, y lo amplias que eran las oportunidades de zafarse de un

compromiso impróvido.

En el contrato literal o escrito, el acto formal por el que se sobreañadía una

obligación al convenio era una entrega de la suma debida, cuando podía ser

específicamente calculada, en el lado Debe de una placa. La explicación de

este contrato arroja luz sobre un punto de las costumbres domésticas romanas: el

carácter sistemático y la regularidad enorme de la contabilidad en tiempos

pasados. Existen varias dificultades menores en el viejo Derecho Romano -por

Page 139: El derecho antiguo

139

ejemplo, la naturaleza del Peculium del esclavo- que solamente se aclaran

cuando recordamos que una familia romana consistía de un número de personas

estrictamente responsables ante el jefe de familia, y que cada artículo de ingresos

y cargos domésticos, después de ser registrado en libros provisionales, era

transferido en periodos señalados a un libro general familiar. Hay, sin embargo,

cierta oscuridad en las descripciones que hemos recibido del contrato literal,

dado que el hábito de llevar la contabilidad dejó de ser universal en épocas

posteriores, y la expresión contrato literal vino a significar una forma de

compromiso enteramente diferente del original. No estamos, por tanto, en

posición de afirmar, respecto del contrato literal primitivo, si la obligación fue

creada por una simple declaración del acreedor o si el consentimiento del

deudor, o una declaración correspondiente en sus propios libros, era necesario

para darle efecto legal. Quedó establecido, sin embargo, el punto esencial de

que, en el caso de este contrato, se renunciaba a todas las formalidades si se

accedía a una condición. Esto constituye un paso más hacia abajo en la historia

del derecho contractual.

El contrato que sigue históricamente, el contrato real, muestra un gran avance en

las concepciones éticas. Siempre que un acuerdo tenía por objeto la entrega de

una cosa específica -y este es el caso en la gran mayoría de los compromisos

slmples- la obligaclón desaparecía tan pronto como la entrega tenía lugar. Este

resultado debe haber implicado una seria innovación de las ideas más viejas del

contrato; pues indudablemente, en los tiempos primitivos, cuando una parte

contrayente no restablecía una estipulación en su acuerdo, nada que se hiciese

en cumplimiento del acuerdo sería reconocido por la ley. Una persona que

hubiera prestado dinero no podía hacer una demanda para su devolución a

menos que lo hubiese estipulado formalmente. Pero, en el contrato real, el

cumplimiento de un lado impone un deber legal del otro, evidentemente por

motivos éticos. Por primera vez, entonces, las consideraciones morales aparecen

como un ingrediente del derecho contractual, y el contrato legal difiere de sus

dos predecesores por fundarse en ellos, más que por razones técnicas o en

deferencia a los hábitos domésticos romanos.

Llegamos finalmente a la cuarta clase, o contratos consensuales, la más

interesante e importante de todas. Cuatro contratos especificados se distinguían

por este nombre: Mandatum, es decir, comisión o diligencia; Societas o

consorcio; Emtio Venditio o Venta, y Locatio Conductio o renta alquiler. En

páginas anteriores, después de indicar que un contrato consistía de un pacto o

convenio al que se había sobreañadido una obligación, señalé ciertos actos o

formalidades mediante los que el derecho impone carácter obligatorio al pacto.

Utilicé este lenguaje por las ventajas que representa una expresión general, pero

no es estrictamente correcto al menos que se entienda que incluye lo negativo y

la positivo. Pues, en realidad, la peculiaridad de estos contratos consensuales es

que no se requiere ninguna formalidad para crearlos a partir del pacto. Se ha

escrito mucho sobre los contratos consensuales -unas partes insostenibles, y otras

oscuras-, e incluso se ha afirmado que en ellos el consentimiento de las partes es

dado más enfáticamente que en ningún otro tipo de acuerdo. Pero el término

consensual indica meramente que la obligación es aquí anexada de inmediato al

Page 140: El derecho antiguo

140

consenso. El consenso, o asentimiento mutuo de las partes, es el ingrediente final

del convenio, y la característica particular de los acuerdos que caen bajo uno de

los cuatro epígrafes -venta, consorcio, diligencia y alquiler- es que, tan pronto

como el consentimiento de las partes ha suministrado este ingrediente, hay un

contrato. El consenso implica la obligación realizando, en transacciones del tipo

especificado, las funciones exactas que son desempeñadas en los otros contratos

por la Res o Cosa, por las Verba Stipulationis y por la Literae o registro escrito en

un libro mayor. Consensual es, pues, un término que no implica la más ligera

anomalía, pero es exactamente análogo a verbal, real y literal.

En la vida comercial los más comunes e importantes de todos los contratos son

incuestionablemente los cuatro llamados consensuales. La mayor parte de la

existencia colectiva de cada comunidad se pasa en transacciones de compra y

venta, de alquiler y renta, de alianzas entre hombres con fines mercantiles,

delegación de negocios de un hombre a otro. Esta consideración sin duda llevó a

los romanos, al igual que a la mayoría de las sociedades, a descargar estas

transacciones de impedimentos técnicos y a abstenerse, en la medida de lo

posible, de entorpecer los resortes más eficientes del movimiento social. Estos

motivos no se limitaban, naturalmente, a Roma, y el comercio de los romanos con

sus vecinos tienen que haberles dado oportunidades abundantes de observar que

los contratos tendían en todas partes a hacerse consensuales, obligatorios por

consentimiento mutuo. De ahí que, siguiendo su práctica usual, distinguieran estos

contratos como contratos Juris Gentium. Sin embargo, no creo que fueran

denominados de este modo en un periodo muy temprano. Las primeras nociones

de un Jus Gentium pueden haber sido depositadas en las mentes de los

jurisconsultos romanos mucho antes del nombramiento de un Pretor Peregrinus,

pero solamente se familiarizarían con el sistema contractual de otras

comunidades italianas por medio del comercio extensivo y general, y este

comercio apenas alcanzaría proporciones considerables antes de que Italia

estuviera totalmente pacificada y la supremacía de Roma concluyentemente

asegurada. Aunque hay una buena probabilidad de que los contratos

consensuales fueran los últimos en surgir en el sistema romano, y aunque es

probable que la calificación Juris Gentium marque lo reciente de su origen, sin

embargo esta misma expresión, que los atribuye al Derecho de Gentes, ha

creado en tiempos modernos la opinión de su extrema antigüedad. Pues, cuando

el Derecho de Gentes se convirtió en Derecho Natural, parecía haber implicado

que los contratos consensuales eran la clase de acuerdos más análogos al estado

natural, y de ahí surgió la creencia singular de que cuanto más joven la

civilización, más simples tienen que ser sus formas contractuales.

Los contratos consensuales eran extremadamente limitados en número. Pero es

indudable que representaron la etapa de la historia del derecho contractual de la

que partieron todas las concepciones modernas del contrato. El movimiento

volitivo que constituye un acuerdo se hallaba ahora totalmente aislado, y se

convirtió en sujeto de meditación separada; los rituales fueron eliminados por

entero de la noción de contrato, y los actos externos fueron considerados

solamente como símbolos del acto volitivo interno. Los contratos consensuales

habían sido, además, clasificados en el Jus Gentium y no tardó mucho en inferirse

Page 141: El derecho antiguo

141

de esta clasificación que eran el tipo de acuerdos que representaban los

compromisos aprobados por la naturaleza e incluidos en su código. Una vez

alcanzado este punto, nos encontramos preparados para varias doctrinas y

distinciones famosas de los jurisconsultos romanos. Una de ellas es la distinción

entre obligaciones naturales y civiles. Cuando una persona en su completa

madurez intelectual había contraído voluntariamente un compromiso, se decía

que estaba bajo una obligación natural, aun si había omitido alguna formalidad

necesaria, y si, a causa de algún impedimento técnico, estaba desprovisto de la

capacidad formal de hacer un contrato válido. La ley (y esto es lo que implica la

distinción) no haría cumplir la obligación pero no rehusaba tajantemente a

reconocerla, y las obligaciones naturales diferían en muchos respectos de las

obligaciones que eran meramente nulas, más particularmente en la circunstancia

de que podían ser civilmente confirmadas, si se adquiría luego la capacidad de

hacer contratos. Otra doctrina muy peculiar de los jurisconsultos no puede haber

tenido su origen antes del periodo en el que el convenio fue separado de los

ingredientes técnicos del contrato. Afirmaban que, aunque nada excepto un

contrato podía ser el fundamento de un proceso, un nuevo pacto o convenio

podía ser la base de un alegato. Se seguía de esto que, aunque nadie podía

demandar por un acuerdo que no había tenido la precaución de madurar en un

contrato cumpliendo las formas adecuadas, sin embargo, una reclamación que

surgía de un contrato válido podía ser refutada demostrando un contraacuerdo

de que nunca había ido más allá del estado de una simple convención. Una

acción para el cobro de una deuda podía ser refutada mostrando un mero

acuerdo informal para negar o diferir el pago.

La doctrina señalada indica la irresolución de los pretores en proseguir su avance

hacia su mayor innovación. Su teoría del derecho natural debe haberlos llevado a

mirar favorablemente los contratos consensuales y aquellos pactos o convenios

de los que los contratos consensuales eran solamente ejemplos particulares; pero

no se arriesgaron a extender de inmediato la libertad de los contratos

consensuales a todos los convenios. Se aprovecharon de la dirección especial

sobre los procesos que les había sido confiada desde los inicios del Derecho

Romano y, al tiempo que se negaban a permitir que se iniciara un litigio no

basado en un contrato formal, daban rienda suelta a su nueva teoría de los

acuerdos para dirigir las etapas ulteriores del proceso. Pero una vez que llegaron

a este punto ya fue inevitable el seguir adelante. La revolución del derecho

antiguo del contrato se consumó en el momento en que el pretor de un año

determinado anunció en su Edicto que otorgaría curso equitativo a los Pactos que

no habían sido formalizados como contratos, siempre que los Pactos en cuestión

se basaran en una deliberación (causa). Los pactos de este tipo son siempre

obligatorios en la jurisprudencia romana avanzada. El principio es simplemente el

inicio del Contrato Consensual llevado a su debida consecuencia. De hecho, si el

lenguaje técnico de los romanos hubiese sido tan plástico como sus teorías

legales, estos pactos puestos en vigor por el Pretor habrían sido denominados

nuevos contratos, nuevos Contratos Consensuales. La fraseología legal es, no

obstante, la última parte del derecho en alterarse, y los pactos equitativamente

implementados continuaron designándose simplemente Pactos Pretorianos. Es de

notar que al menos que hubiese deliberación sobre el pacto, éste continuaría

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142

desnudo en lo que toca a la nueva jurisprudencia; para darle efecto sería

necesario convertirlo mediante una estipulación en un Contrato Verbal.

La enorme importancia de esta historia del contrato, como una salvaguardia

contra errores casi innumerables, es lo que justifica que se le dedique tanta

atención. Explica el curso de las ideas desde un punto culminante de la

jurisprudencia a otro. Comenzamos con el nexum, en el que un contrato y un

traspaso de dominio se hallan fundidos, y en el que las formalidades que

acompañan el acuerdo son todavía más importantes que el acuerdo mismo. Del

nexum pasamos a la Estipulación que es una forma simplificada del ceremonial

más antiguo. Sigue el contrato literal y en éste se renuncia a todas las

formalidades si se presenta una prueba del acuerdo de entre las rígidas

ceremonias del hogar romano. En el contrato real se reconoce por primera vez la

obligación moral, y a las personas que han entablado o han asentido en la

realización parcial de un compromiso se les prohibe repudiarlo en base a

defectos de forma. Finalmente, surgen los contratos consensuales en los que

únicamente se toma en cuenta la actitud mental de los contrayentes, y las

circunstancias externas no tienen importancia excepto como evidencia del

compromiso interno. Es naturalmente incierto hasta qué punto el progreso de las

ideas romanas de una concepción tosca a una refinada ejemplifica el progreso

necesario del pensamiento humano en relación al contrato. El derecho

contractual de todas las sociedades antiguas, excepto la romana, es o bien

escaso para prestar información, o bien se ha perdido enteramente, y la

jurisprudencia moderna se halla tan imbuida de las nociones romanas que no nos

proporciona ningún contraste o paralelo del cual extraer algún conocimiento. No

obstante, dada la ausencia de algo violento, prodigioso o ininteligible en los

cambios descritos, puede deducirse que la historia de los antiguos contratos

romanos es, hasta cierto punto, típica de la historia de esta clase de

concepciones legales en otras sociedades antiguas. Pero solamente hasta cierto

punto puede tomarse el progreso del Derecho Romano como representativo del

progreso de otros sistemas de jurisprudencia. La teoría del derecho natural es

exclusivamente romana. La noción del vinculum juris, que yo sepa, es

exclusivamente romana. Las muchas peculiaridades del Derecho Romano

maduro en relación a contrato y delito, que son atribuibles a estas dos ideas, ya

sea separadamente o en combinación, se cuentan por tanto entre los productos

exclusivos de una sociedad particular. Estas tardías concepciones legales son

importantes, no porque tipifiquen los resultados necesarios del pensamiento

avanzado, sino porque han ejercido una enorme influencia en la diátesis

intelectual del mundo moderno.

No conozco nada más sorprendente que la gran variedad de ciencias a las que

el Derecho Romano, o más concretamente el Derecho Contractual Romano, ha

proporcionado un modo de pensar, un curso de razonamiento y un lenguaje

técnico. Entre los temas que han estimulado el apetito intelectual del hombre

moderno sólo uno -la física- no ha estado infiltrado por la jurisprudencia romana.

La ciencia de la metafísica pura tenia un origen más griego que romano, pero la

política, la filosofía moral e incluso la teología hallaron en el Derecho Romano no

sólo un vehículo de expresión sino también un nido en el que algunas de sus

Page 143: El derecho antiguo

143

preguntas más profundas alcanzaron la madurez. Para responder de este

fenómeno no es absolutamente necesario discutir la misteriosa relación entre

palabras e ideas o explicar por qué la mente humana no ha abordado ningún

tema del pensamiento al menos que se la haya provisto de antemano de un

bagaje lingüístico y un aparato de métodos lógicos apropiados. Es suficiente notar

que cuando se separaron los intereses filosóficos de los mundos oriental y

occidental, los fundadores del pensamiento occidental pertenecían a una

sociedad que hablaba latín y meditaba en latín. Pero, en las provincias

occidentales, el único lenguaje que retenía suficiente precisión para propósitos

filosóficos era el lenguaje del Derecho Romano que, por fortuna, había

conservado casi toda la pureza del periodo de Augusto, mientras que el latín

vernáculo estaba degenerando en un dialecto de barbarie portentosa. Y si la

jurisprudencia romana proporcionaba los únicos medios de exactitud en el habla,

con mucha más razón suministraba el único medio de exactitud, sutileza o

profundidad de pensamiento. Al menos durante tres siglos la filosofía y la ciencia

no tuvieron un lugar en el Occidente, y aunque la metafísica y la teología

metafísica acaparaban la energía mental de multitudes de ciudadanos romanos,

la fraseología empleada en estas ardientes interrogaciones era exclusivamente

griega, y su teatro era la mitad oriental del Imperio. A veces las conclusiones de

los polemistas orientales se volvieron tan importantes que el asentimiento o

disensión de cada uno era registrado, y luego se le presentaban a Occidente los

resultados de la polémica oriental, a los que éste asentía generalmente sin interés

y sin resistencia. Mientras, un apartado de la investigación, suficientemente difícil

para el más laborioso, suficientemente profundo para el más sutil, y

suficientemente delicado para el más refinado, no había perdido atractivo entre

las clases educadas de las provincias occidentales. Para el ciudadano cultivado

de Africa, de España, de la Galia y del norte de Italia era la jurisprudencia y

solamente la jurisprudencia, la que ocupaba el lugar de la poesía y la historia, de

la filosofía y de la ciencia. Lejos de haber algo misterioso en la naturaleza

palpablemente legal de los primeros esfuerzos del pensamiento occidental, sería

más bien sorprendente que hubiera asumido algún otro matiz. Sólo puedo

declarar mi sorpresa de que haya prestado tan escasa atención a las diferencias

entre las ideas occidentales y orientales, entre la teología occidental y oriental,

causada por la presencia de un nuevo ingrediente. La fundación de

Constantinopla y la separación subsiguiente del Imperio de Occidente del

Imperio de Oriente marcan épocas en la historia filosófica precisamente porque

la influencia de la jurisprudencia comenzaba a ser poderosa. Pero los pensadores

europeos continentales, sin duda son menos capaces de apreciar la importancia

de esta crisis porque las nociones derivadas del Derecho Romano se hallan

íntimamente ligadas a las ideas ordinarias. Los ingleses, por otra parte, se

encuentran a oscuras a causa de la monstruosa ignorancia que tienen respecto

de la abundante fuente del conocimiento moderno: el gran resultado intelectual

de la civilización romana. Al mismo tiempo, un inglés, que hallará dificultades

para familiarizarse con el Derecho Romano clásico, es tal vez, por el poco interés

que han mostrado sus compatriotas en la materia, un mejor juez que un francés o

un alemán del valor de las afirmaciones que me he aventurado hacer. Cualquiera

que conozca lo que es la jurisprudencia romana, tal como la practicaban los

romanos, y que observe en qué características difieren la teología y filosofía

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144

occidentales de las fases del pensamiento que las precedieron, puede dejársele

con confianza declarar cuál era el nuevo elemento que había comenzado a

penetrar y gobernar la teoría.

La parte del Derecho Romano que ha tenido una influencia más amplia en los

temas de investigación extranjera ha sido el derecho obligatorio o, lo que es casi

lo mismo, derecho contractual y delito. Los romanos no ignoraban los servicios

que podían hacerse ejecutar a la copiosa y maleable terminología de esta parte

de su sistema, y esto lo demuestra su empleo peculiar modificativo cuasi en

expresiones como cuasi-contrato y cuasi-delito. Cuasi, utilizado de este modo, es

exclusivamente un término de clasificación. Generalmente los críticos ingleses

han identificado los cuasi-contratos con contratos implicitos, pero esto constituye

un error, pues los contratos implícitos son verdaderos contratos, lo que no son los

cuasi-contratos. En los contratos implícitos, actos y circunstancias son los símbolos

de los mismos ingredientes que están simbolizados en los contratos expresos

mediante palabras. El que un hombre utilice un conjunto de símbolos u otro es

indiferente en lo que toca a la teoría del acuerdo. Pero un cuasi-contrato no es un

contrato en absoluto. El ejemplo más común de ese tipo es la relación que

subsiste entre dos personas una de las cuales ha pagado dinero a la otra por

error. El derecho, en interés de la moralidad, impone al receptor la obligación de

devolver el dinero, pero la misma naturaleza de la transacción indica que no es

un contrato, en cuanto que el convenio -el ingrediente más esencial del contrato-

falta. Esta palabra cuasi prefijada a un término del Derecho Romano, implica que

la concepción a la que sirve como índice se relaciona con la concepción con

que se establece la comparación mediante una fuerte analogía superficial o

parecido. No denota que las dos concepciones sean lo mismo o que pertenezcan

al mismo género. Al contrario, deniega la noción de una identidad entre ellas;

pero señala que son suficientemente similares como para clasificar a una como

secuela de la otra, y que la fraseología tomada de un departamento del derecho

puede ser transferida a otro y empleada sin un esfuerzo violento en la formulación

de reglas que, de otro modo, serían imperfectamente expresadas.

Se ha observado con gran sagacidad que la confusión entre contratos implícitos,

que son verdaderos contratos, y los cuasi-contratos, que no son contratos de

ninguna clase, tiene mucho en común con el famoso error que atribuía derechos

y deberes políticos a un contrato original entre gobernados y gobernante. Mucho

antes de que esta teoría hubiese tomado forma definitiva, se había tomado en

gran parte la fraseología del derecho contractual romano para describir esa

reciprocidad de derechos y deberes que los hombres siempre habían creído

existente entre soberanos y súbditos. Mientras el mundo se hallaba lleno de

máximas que establecían con una gran seguridad los derechos de los reyes a

una obediencia implícita -máximas que pretendían tener su origen en el Nuevo

Testamento, pero que de hecho se derivaban de reminiscencias indelebles del

despotismo de los Césares- el conocimiento de los derechos correlativos que

tenían los gobernados habría quedado enteramente sin medios de expresión si el

Derecho Romano de obligación no hubiese proporcionado un lenguaje capaz de

simbolizar una idea que estaba todavía imperfectamente desarrollada. En mi

opinión, el antagonismo entre los privilegios de los reyes y los deberes con sus

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145

súbditos nunca se perdió de vista desde los inicios de la historia occidental, pero

tuvo poco interés general excepto para los escritores teóricos mientras el

feudalismo conservó su vigor, pues el feudalismo controlaba eficazmente

mediante costumbres explícitas las exorbitantes pretensiones teóricas de la

mayoría de los soberanos europeos. Es notorio que tan pronto como la

decadencia del sistema feudal dejó a un lado los estatutos medievales, y en

cuanto la Reforma hubo desacreditado la autoridad del Papa, la doctrina del

derecho divino de los reyes alcanzó una importancia nunca igualada. La boga

que consiguió implicaba recurrir todavía más a la fraseología del Derecho

Romano y una controversia que había tenido originalmente un aspecto teológico

asumió cada vez más el tono de una disputa legal. Surgió entonces un fenómeno

que ha aparecido repetidamente en la historia de la opinión. Justo cuando el

argumento en favor de la autoridad monárquica se perfeccionaba en la doctrina

de Filmer, la fraseología, tomada del Derecho Contractual, que había sido

utilizada en defensa de los derechos de los súbditos, cristalizó en la teoría de un

contrato original existente entre rey y pueblo, una teoría que primero en manos

inglesas y luego en manos francesas, se expandió hasta dar una explicación

comprensiva de todos los fenómenos de la sociedad y del derecho. Pero la única

relación real entre ciencia política y ciencia legal había consistido en que la

última daba a la primera la utilidad de su terminología peculiarmente plástica. La

jurisprudencia contractual romana había cumplido en favor de la relación de

soberano y súbdito precisamente el mismo servicio que, en una esfera más

humilde, prestó a la relación de personas unidas mediante una obligación de

cuasi-contrato. Había proporcionado un cuerpo de palabras y frases que se

aproximaban con bastante exactitud a las ideas que para entonces y de vez en

cuando se estaban formando sobre el tema del compromiso político. La doctrina

de un contrato original no se puede poner más allá de lo que la ha colocado el

Dr. Whewell, cuando sugiere que, aunque defectuosa, puede ser una forma

conveniente para la expresión de verdades morales.

El empleo extensivo del lenguaje legal en temas políticos antes del invento del

contrato original, y la poderosa influencia que la asunción ha ejercido

posteriormente, explican ampliamente la abundancia de palabras y

concepciones en ciencia política, que fueron creación exclusiva de la

jurisprudencia romana. Hay que dar una explicación diferente a su abundancia

en Ética, dado que los escritos de Ética han reconocido la influencia del Derecho

Romano mucho más directamente de lo que lo ha hecho la teoría política, y sus

autores han estado muy conscientes de la amplitud de su obligación. Al hablar de

la Ética como una disciplina extraordinariamente endeudada con la

jurisprudencia romana, me refiero a la ética tal como era entendida antes de la

ruptura en su historia efectuada por Kant, es decir, como ciencia de las reglas que

dirigen la conducta humana, de su interpretación adecuada y de las limitaciones

a que está sujeta. Desde el surgimiento de la filosofía crítica, la ciencia moral ha

perdido casi totalmente su viejo significado, y, excepto donde se ha conservado

en forma adulterada en la casuística todavía cultivada por los teólogos católicos,

parece ser considerada casi universalmente como una rama de la investigación

ontológica. No conozco ningún escritor inglés contemporáneo, a excepción del

Dr. Whewell, que entienda la ética como era entendida antes de que fuese

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146

absorbida por la metafísica y antes de que el fundamento de sus reglas viniese a

ser una consideración más importante que las reglas mismas. No obstante,

mientras la ciencia ética tuvo que ver con el régimen práctico de conducta,

estuvo más o menos saturada de Derecho Romano. Al igual que todos los grandes

temas del pensamiento moderno, se hallaba originalmente incorporado a la

teología. La ciencia de la teología moral, como era denominada al principio, y

como la designan todavía los teólogos católicos, fue sin duda construida con

conocimiento pleno de sus autores, tomando principios de conducta del sistema

eclesiástico y usando el lenguaje y los métodos de la jurisprudencia para su

expresión y expansión. Mientras duró este proceso, era inevitable que la

jurisprudencia, aunque pensada como un nuevo vehículo de pensamiento,

comunicara su matiz al pensamiento mismo. El matiz recibido del contrato con las

concepciones legales es claramente perceptible en la más temprana literatura

ética del mundo moderno, y, en mi opinión, es evidente que el Derecho

Contractual, basado como está en la completa reciprocidad e indisoluble

relación de derechos y deberes, ha actuado como un saludable correctivo de las

predisposiciones de escritores que, abandonados a su suerte, podían haber

considerado exclusivamente una obligación moral como el deber publico de un

ciudadano en la Civitas Dei. Pero la participación del Derecho Romano en la

ética disminuye sensiblemente en la época de los grandes moralistas españoles.

La ética, desarrollada mediante el método jurídico de un doctor comentando a

otro, se dio a sí misma una fraseología propia, y las peculiaridades aristotélicas de

razonamiento y expresión, sin duda embebidas en gran parte en las disputas

sobre Moral Social de las escuelas académicas, ocupa el lugar de ese cambio

especial del pensamiento y el lenguaje que nadie que esté familiarizado con el

Derecho Romano puede equivocar. Si hubiera persistido la buena reputación de

la escuela española de teología, el ingrediente jurídico en la ética habría sido

insignificante, pero el uso que hicieron de sus conclusiones los escritores católicos

de la generación siguiente respecto a estos temas destruyó casi por entero su

influencia. La teología moral, reducida a una casuística, perdió todo interés para

los líderes de la especulación europea, y la nueva ciencia de la ética, que estaba

totalmente en manos de los protestantes, se desvió del camino seguido por los

teólogos. El efecto de esto fue aumentar enormemente la influencia del Derecho

Romano sobre la investigación ética.

Poco después de la Reforma, hallamos dos grandes escuelas de pensamiento

que se dividen esta clase de temas entre ellas. La más influyente fue, al principio,

la secta conocida como los Casuistas, todos ellos en confraternidad espiritual con

la iglesia católica, y casi todos afiliados a una u otra de sus órdenes religiosas. De

otra parte, había un grupo de escritores relacionados entre sí por su

descendencia intelectual comun del gran autor del tratado De Jure Belli et Pacis,

Hugo Grocio. Estos últimos eran seguidores de la Reforma, y aunque no puede

afirmarse que estuviesen formal y abiertamente en conflicto con los Casuistas, el

origen y el objeto de su sistema era, sin embargo, esencialmente diferente de los

de la casuística. Es necesario resaltar esta diferencia porque implica la cuestión

de la influencia del Derecho Romano en ese aspecto del pensamiento en el que

están interesados los dos sistemas. El libro de Grocio, aunque toca cuestiones de

ética pura en cada página, y aunque es el padre remoto o inmediato de

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147

innumerables volúmenes de moral, no es -como es bien sabido- un tratado

profeso de Ética; es un intento de definir el derecho natural. Ahora bien, sin entrar

en la cuestión de si un derecho natural no es exclusivamente una creación de los

jusisconsultos romanos, podemos establecer que -el mismo Grocio lo admitía- las

sentencias de la jurisprudencia romana sobre qué partes del Derecho Romano

positivo conocido deben tomarse como posiciones del derecho natural, si bien no

son infalibles, hay que recibirlas en cualquier caso con el más profundo respeto.

De ahi que el sistema de Grocio esté envuelto con el Derecho Romano desde su

misma fundación, y que esta relación hiciese inevitable -lo que el entrenamiento

legal del escritor habría tal vez asegurado sin ella- la libre utilización, en cada

párrafo, de fraseología técnica y en los modos de razonar, definir e ilustrar, que, a

veces, esconden el sentido y, casi siempre, el vigor y la fuerza moral del

argumento, al lector que no esté familiarizado con las fuentes de las que derivan.

Por otra parte, la casuística toma muy poco del Derecho Romano, y las ideas

sobre moral en disputa no guardan nada en común con la obra de Grocio. Toda

la filosofía sobre el bien y el mal que se ha hecho famosa, o infame, bajo el

nombre de Casuística, tuvo su origen en la distinción entre pecado mortal y

venial. Una inquietud natural por escapar a las horribles consecuencias de

declarar que un acto particular era pecado mortal, junto con un deseo -

igualmente comprensible- de ayudar a la iglesia católica en su conflicto con el

protestantismo descargándola de una teoría inconveniente, fueron los motivos

que llevaron a los autores de la filosofía casuística a inventar un elaborado

sistema de criterios, con el fin de cambiar algunas acciones inmorales, en todos

los casos en que fuere posible, de la categoría de las ofensas mortales, y

clasificarlas como pecados veniales. El destino de este experimento es tema de la

historia ordinaria. Sabemos que las distinciones de la casuística, al permitir al

sacerdocio ajustar el control espiritual a todas las variedades del carácter

humano, le confirió una influencia sobre príncipes, estadistas y generales,

desconocida en la época anterior a la Reforma y, de hecho, contribuyó en buena

parte a detener y estrechar los primeros éxitos del protestantismo. Pero al

comenzar como un intento no de establecer sino de evadir, no de descubrir un

principio sino de escapar a un postulado, no de establecer la naturaleza del bien

y el mal sino de establecer lo que no era un mal de una naturaleza particular, la

Casuistica prosiguió sus diestros refinamientos hasta que terminó atenuando de tal

modo los rasgos morales de las acciones y defraudando de tal manera los

instintos morales de nuestro ser que, finalmente, de repente, la conciencia

humana se rebeló en su contra y relegó el sistema y sus doctores al olvido. El

golpe, pendiente durante mucho tiempo, fue asestado finalmente por las Cartas

Provinciales de Pascal, y desde la aparición de esos apuntes memorables, ningún

moralista, por pequeña que sea su reputación o influencia, ha admitido haber

seguido en su teoría los pasos de los casuistas. Todo el campo de la ética quedó

de este modo en manos de los seguidores de Grocio, y todavía muestra las

huellas de ese enredo con el Derecho Romano que se le imputa a veces como

defecto y a veces como la mejor de sus virtudes a la teoría de Grocio. Desde la

época de Grocio, muchos investigadores han modificado sus principios y

muchos, a partir del surgimiento de la filosofía crítica, los han abandonado

totalmente. Sin embargo, aun aquellos que se han alejado de sus presupuestos

fundamentales, han heredado buena parte de su método para plantear un

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148

enunciado de su modo de pensar y de su manera de explicar: todo esto tiene

poco significado y ningún sentido para una persona que ignore la jurisprudencia

romana.

Ya he dicho que, a excepción de la física, no existe ninguna rama del

conocimiento que haya sido menos afectada por el Derecho Romano que la

metafísica. La razón de esto es que la discusión de temas metafísicos ha sido

conducida siempre en griego, primero en griego puro, y luego en un dialecto del

latín construido a propósito para expresar concepciones griegas. Las lenguas

modernas solamente han podido adaptarse a la investigación metafísica

adoptando este dialecto latino, o imitando el proceso que se siguió originalmente

en su formación. La fuente de la fraseología que ha sido utilizada siempre en la

discusión metafísica de los tiempos modernos eran las traducciones latinas de

Aristóteles, en las que, independientemente de que se derivaran o no de las

versiones arábigas, el plan del traductor no consistía en buscar expresiones

análogas en cualquier parte de la literatura latina, sino construir de nuevo a partir

de las raíces latinas un conjunto de frases igual a la expresión de las ideas

filosóficas griegas. La terminología del Derecho Romano tuvo que haber ejercido

poca influencia sobre tal proceso; a lo sumo, unos cuantos términos legales

latinos en forma transmutada han pasado a formar parte del lenguaje metafísico.

Al mismo tiempo, es digno de notar que siempre que los problemas de la

metafísica son los más fuertemente debatidos en Europa Occidental, el

pensamiento, si no el lenguaje, revela un parentesco legal. En la historia de la

especulación teórica existen pocas cosas más impresionantes que el hecho de

que ningún pueblo griego-hablante se haya sentido seriamente perplejo ante la

cuestión del libre albedrío y la necesidad. No pretendo ofrecer ninguna

explicación sumaria de esto, pero no parece ser una sugerencia irrelevante el

que ni los griegos ni ninguna sociedad que hablaban y pensaban en su lengua

mostraron jamás la más mínima capacidad de producir una filosofía del derecho.

La ciencia legal es una creación romana y el problema del libre albedrío surge

cuando estudiamos una concepción metafísica bajo un aspecto legal. ¿Cómo

devino una controversia en la que un orden de sucesión invariable era idéntico a

una relación necesaria? Puedo decir solamente que la tendencia del Derecho

Romano, que se hizo más fuerte a medida que avanzaba, era considerar las

consecuencias legales unidas por una inexorable necesidad a causas legales,

tendencia que se expresa magistralmente en la definición de obligación que he

citado repetidamente, Jurís vínculum qua necessítate adstringímur alicujus

salvendae reí.

Pero el problema del libre albedrío era teológico antes de hacerse filosófico y, si

sus términos hubieran sido afectados por la jurisprudencia, habría sido porque la

jurisprudencia se había hecho sentir en teología. El punto a investigar aquí

sugerido, nunca ha sido satisfactonamente elucidado. Lo que debe determinarse

es si la jurisprudencia ha servido alguna vez como el medio a través del cual se

han analizado los principios teológicos; si, suministrando un lenguaje peculiar, un

modo particular de razonamiento, y una peculiar solución de muchos problemas

vitales, ha abierto alguna vez nuevos canales en los que podía fluir y expandirse

la especulación teológica. Para dar una respuesta es necesario recordar aquello

Page 149: El derecho antiguo

149

en que los mejores escritores están de acuerdo: sobre el alimento intelectual que

la teología asimiló primero. Todos coincidían en que la primera lengua del

cristianismo fue el griego y que los problemas a los que se consagró primero

fueron los que la filosofía griega, en su forma tardía, había preparado el camino.

La literatura metafísica griega contenía el único bagaje de palabras e ideas que

podía dar a la mente humana los medios de entablar profundas controversias

sobre las Personas Divinas, la Divina Sustancia y la Naturaleza Divina. El latín y la

pobre filosofía latina no estaban a la altura de la empresa; por tanto, las

provincias occidentales o latino-hablantes del Imperio adoptaron las

conclusiones de Oriente sin cuestionarlas u orientarlas. La cristiandad latina, dice

Dean Milman, aceptó el credo que su estrecho y ávido vocabulario apenas podía

expresar en términos adecuados. Sin embargo, desde el principio hasta el fin, la

adhesión de Roma y del Occidente era una aceptación pasiva de un sistema

dogmático que había sido ideado por la teología más profunda de los teólogos

orientales, más que un examen vigoroso y original de los misterios. La iglesia latina

era alumna y leal adepta de Atanasio. Pero una vez que la separación de Oriente

y Occidente se hizo mayor, y el latino-hablante Imperio de Occidente comenzó a

tener una vida intelectual propia, su deferencia hacia Oriente fue inmediatamente

sustituida por el surgimiento de una serie de cuestiones totalmente extrañas a la

especulación oriental. Mientras la teología griega (Milman, Latín Chrístíanity,

Prefacio 5) continuó defendiendo con una sutileza cada vez más exquisita la

Deidad y la naturaleza de Cristo -mientras se prolongaba la interminable

controversia y despedía una secta tras otra de la debilitada comunidad-, la

iglesia de Occidente se entregaba con gran ardor a un nuevo tipo de disputas, las

mismas que hasta hoy en día no han perdido su interés para ningún grupo

humano incluido en la comunidad latina. La naturaleza del pecado y su

transmisión hereditaria, la deuda contraída por el hombre y su satisfacción

vicaria, la necesidad y suficiencia de la expiación y, sobre todo, el antagonismo

aparente entre libre albedrío y providencia divina eran algunos de los puntos que

Occidente comenzó a debatir con el mismo ardor que Oriente había puesto en

los artículos de su credo más especial. ¿Cómo se explica, entonces, que en los

dos lados de la línea que divide las provincias griego-parlantes de las latino-

parlantes existan dos clases de problemas teológicos tan profundamente

diferentes entre sí? Los historiadores de la iglesia han estado cerca de dar con la

solución, cuando señalan que los nuevos problemas eran más prácticos, menos

absolutamente teóricos, que los que habían desgarrado internamente a la

cristiandad oriental; pero nadie, al menos que yo sepa, ha llegado al meollo del

asunto. Sostengo sin vacilación alguna que la diferencia entre los dos sistemas

teológicos se explica por el hecho de que, al pasar de Oriente a Occidente, la

especulación teológica había pasado de un ambiente de metafísica griega a un

ambiente de Derecho Romano. Antes de que las controversias alcanzaran una

importancia arrolladora, toda la actividad intelectual de los romanos occidentales

se había centrado exclusivamente en la jurisprudencia. Se había ocupado en

aplicar un particular conjunto de principios a todas las combinaciones posibles de

circunstancias. Ninguna empresa o gusto foráneo desvió su atención de esta

absorbente ocupación, y para llevarla a cabo poseían un vocabulario preciso y

abundante, un método estricto de razonamiento, un conjunto de proposiciones

generales sobre la conducta -más o menos verificadas por la experiencia- y una

Page 150: El derecho antiguo

150

rígida filosofía moral. Era imposible que no seleccionaran de entre las cuestiones

indicadas por la historia cristiana las que guardaban alguna afinidad con el tipo

de especulación teórica a que estaban acostumbrados y que su modo de

abordarlas no trasluciera sus hábitos forénsicos. Casi cualquiera que tenga

suficientes conocimientos de Derecho Romano para valuar el sistema penal

romano, la teoría romana sobre las obligaciones establecidas por contrato o

delito, la idea romana de las deudas y de los modos de incurrir, acabar o

transmitir esas deudas, la noción romana de la continuación de la existencia

individual mediante la sucesión universal, puede afirmar con certeza de dónde

surgió el estado de ánimo tan adecuado a los problemas suscitados por la

teología occidental, de dónde provenía la fraseología en que se planteaban estos

problemas, y de dónde el razonamiento empleado en su solución. Solamente

débe recordarse que el Derecho Romano que había penetrado en el

pensamiento occidental no era ni el sistema arcaico de la ciudad antigua, ni la

abreviada jurisprudencia de los emperadores bizantinos; todavía menos la masa

de reglas, casi enterradas en una exuberancia parasitaria de la doctrina

especulativa moderna, que pasa por el nombre de Derecho Civil moderno. Me

refiero solamente a la filosofía de la jurisprudencia, ideada por los grandes

pensadores de la época Antonina, que puede reproducirse todavía parcialmente

a partir de las Pandectas de Justiniano. Es un sistema al que pueden atribuírsele

pocos defectos excepto, tal vez, que aspiró a un mayor grado de elegancia,

certidumbre y precisión de la que los asuntos humanos permiten.

La ignorancia que tienen los ingleses acerca del Derecho Romano -de la que a

veces hacen gala- ha llevado a muchos escritores famosos a proponer las más

insostenibles paradojas sobre la condición del intelecto humano durante el

Imperio Romano. Se ha afirmado una y otra vez -en la seguridad de no ser

temerarios al adelantar semejante proposición- que desde el final de la era de

Augusto al despertar de la fe cristiana, las energías mentales del mundo civilizado

se hallaban paralizadas. Ahora bien, hay dos temas del pensamiento -los dos

únicos, tal vez, con excepción de la física- que pueden utilizar todo el poder y

capacidad que posee la mente humana. Uno de ellos es la investigación

metafísica, que no conoce límites mientras la mente se contente con meditar

sobre sí misma; el otro es el derecho, que es tan vasto como los intereses de la

humanidad. Sucede que, durante el periodo indicado, las provincias griego-

parlantes se dedicaban a uno de estos estudios, las latino-parlantes al otro. No me

voy a meter con los frutos de la especulación teórica en Alejandría y en Oriente,

pero puedo afirmar sin temor que Roma y el Occidente tenían entre manos una

ocupación capaz de compensarlos por la ausencia de cualquier otro ejercicio

mental, y, en mi opinión, los resultados alcanzados, tal como los conocemos, no

desmerecieron el inmenso esfuerzo que se les dedicó. Nadie -excepto un

jurisconsulto profesional- estará tal vez en situación de comprender enteramente

hasta qué punto el derecho puede absorber la fuerza intelectual de los individuos,

pero el hombre de la calle no tiene dificultad en comprender por qué una parte

más que normal del intelecto colectivo de Roma se dedicaba a la jurisprudencia.

La pericia de una determinada comunidad en jurisprudencia depende a largo

plazo de las mismas condiciones que su progreso en cualquier otra línea de

investigación; la condición principal es la proporción y el tiempo del intelecto

Page 151: El derecho antiguo

151

nacional que se le dediquen. Ahora bien, una combinación de todas las causas,

directas e indirectas, que contribuyen al avance y perfeccionamiento de una

ciencia continuaron operando sobre la jurisprudencia romana entre la

promulgación de las Doce Tablas y la separación de los dos imperios, y esto no

de forma irregular o a intervalos, sino con fuerza e intensidad crecientes.

Deberíamos reflexionar sobre el hecho de que el primer ejercicio intelectual a

que se dedica una joven nación sea el estudio de sus leyes. Tan pronto como la

mente se embarca en los primeros esfuerzos conscientes de hacer

generalizaciones, los intereses de la vida diaria son los primeros que presionan

para su inclusión dentro de las reglas generales y fórmulas amplias. Al principio, la

popularidad de la empresa a la que se dedican todas las energías de la joven

República es ilimitada; pero cesa con el tiempo. El monopolio del derecho sobre

la mente se rompe. La multitud que presencia la audiencia matinal de los grandes

jurisconsultos romanos disminuye. En los tribunales ingleses, los estudiantes se

cuentan por cientos en lugar de por miles. El arte, la literatura, la ciencia y la

política reclaman su parte del intelecto nacional, y la práctica de la

jurisprudencia queda confinada al círculo de una profesión, nunca limitada o

insignificante, sino atractiva por sus recompensas y el valor intrínseco de su

ciencia. Esta serie de cambios se manifestó más abiertamente en Roma que en

Inglaterra. Hasta el final de la República, el derecho era el único campo para

aquellos que tenían capacidad. La otra alternativa viable para los jóvenes con

talento especial era el generalato. Una nueva etapa del progreso intelectual se

inició con la época de Augusto al igual que sucedió con nuestra era isabelina.

Todos conocemos sus logros en el campo de la poesía y de la prosa; pero existen

indicaciones, hay que recordar, de que, además de la eflorescencia literaria, se

hallaba en vísperas de arrojar nuevas luminarias a la conquista de la ciencia. Sin

embargo, nos encontramos en el punto en que la historia de la mente en el

estado romano deja de correr paralela a las rutas que ha proseguido desde

entonces el progreso mental. El breve intervalo de literatura romana,

estrictamente así llamado, se cerró repentinamente bajo distintas influencias, que,

aunque podrían trazarse parcialmente, sería inadecuado analizarlas aquí. El

intelecto antiguo regresó a su curso anterior, y el derecho volvió a ser de nuevo

exclusivamente la esfera adecuada del talento como lo había sido en la época

en que los romanos despreciaban la filosofía y la poesía como juguetes de una

raza infantil. Podremos entender mejor la naturaleza de los móviles externos que,

durante la época del Imperio, tendían a llevar a un hombre de capacidad innata

hacia la abogacía si tenemos en cuenta las opciones que tenía en su elección de

profesión. Podía ser profesor de retórica, comandante de un puesto fronterizo o

escritor profesional de panegíricos. El único camino alternativo era la práctica de

la abogacía. En ésta residía el acceso a la riqueza, a la fama, a un puesto, al

consejo del monarca y tal vez al trono mismo.

El interés por el estudio de la jurisprudencia era tan enorme que había escuelas

de derecho en todas las partes del Imperio, incluso en el dominio de la

metafísica. Pero, aunque el traslado de la sede del Imperio a Bizancio dio un

ímpetu perceptible a su cultivo en Oriente, la jurisprudencia nunca destronó las

disciplinas que allí competían con ella. Su lenguaje era el latín que, en la mitad

oriental del Imperio, resultaba un dialecto exótico. En Occidente, el derecho era

Page 152: El derecho antiguo

152

no sólo el alimento mental del ambicioso y emprendedor sino que constituía el

único sustento de la actividad intelectual. La filosofía griega nunca había sido más

que una moda transitoria entre las clases educadas de Roma, y una vez que se

hubo creado la nueva capital de Oriente, y el Imperio se hubo dividido en dos, el

divorcio de las provincias occidentales de la especulación griega y su

dedicación exclusiva a la jurisprudencia se hizo más resuelta que nunca. Tan

pronto como dejaron de sentarse a los pies de los griegos y comenzaron a idear

una teología propia, ésta se permeó de ideas forenses y adoptó una fraseología

forense. Es cierto que este substrato del derecho en la teología occidental se

encuentra muy profundo. Un nuevo conjunto de teorías griegas, la filosofía

aristotélica, se abrió camino posteriormente en Occidente y enterró casi por

completo sus doctrinas indígenas. Pero cuando durante la Reforma se liberó

parcialmente de su influencia, al instante el derecho ocupó su lugar. Es difícil

establecer cuál de los dos sistemas religiosos -el de Calvino o el de los Armenios-

tiene un carácter más marcadamente legal.

La enorme influencia del contrato romano sobre el apartado correspondiente del

derecho moderno pertenece más bien a la historia de la jurisprudencia que a un

tratado como el presente. No se hizo sentir hasta que la escuela de Boloña fundó

la ciencia legal de la Europa moderna. Pero el hecho de que los romanos, antes

de que cayese su Imperio, hubiesen desarrollado tan ampliamente el concepto

de contrato tuvo su importancia en un periodo anterior. El feudalismo, he afirmado

repetidamente, era una mezcla de usos arcaicos bárbaros y Derecho Romano;

ninguna otra explicación de su existencia es sostenible o inteligible. Las formas

sociales más antiguas del periodo feudal difieren poco de las asociaciones

ordinarias en las que parecen estar unidos los hombres de las asociaciones

primitivas. Un feudo era una hermandad de asociados orgánicamente completa,

cuyos derechos propietarios y personales se hallaban inextricablemente juntos.

Tenía mucho en común con la comunidad aldeana de la India y con el clan

escocés. Sin embargo, presenta algunos fenómenos que nunca encontramos en

las asociaciones que los iniciadores de la civilización forman espontáneamente.

Comunidades verdaderamente arcaicas mantienen la cohesión no mediante

reglas expresas sino por sentimiento o, mejor dicho, por instinto, y los recién

llegados a la hermandad se incluyen dentro de los límites de este instinto

aparentando compartir los lazos consanguíneos. Pero las comunidades feudales

más antiguas no se hallaban unidas por meros sentimientos ni reclutadas por una

ficción. El lazo que las unía era un contrato y se obtenían nuevos reclutados

entablando contratos con ellos. La relación del señor con los vasallos se había

establecido originalmente por un acuerdo expreso, y una persona que deseara

injertarse en la hermandad por comendación o enfeudación llegaba a una clara

comprensión de las condiciones en que era admitido. Lo que distingue a las

instituciones feudales de los usos genuinos de las razas primitivas es el alcance

del contrato en las primeras. El señor tenia muchas de las características de un

jefe patriarcal, pero sus prerrogativas se encontraban limitadas por ciertas

costumbres establecidas que se remontaban a las condiciones expresas que se

habían acordado cuando se efectuó la enfeudación. De aquí provienen las

diferencias principales que nos impiden clasificar a las sociedades feudales junto

con las comunidades verdaderamente arcaicas. Eran mucho más duraderas y

Page 153: El derecho antiguo

153

variadas; más durables porque las reglas expresas son menos destructibles que

los hábitos instintivos, y más variadas porque los contratos en que se basaban se

ajustaban a las circunstancias más detalladas y a los deseos de las personas que

renunciaban o transmitían la propiedad de sus tierras. Esta última consideración

demuestra hasta qué punto necesitan revisarse las opiniones vulgares sobre el

origen de la sociedad moderna. Se afirma a menudo que el irregular y variado

contorno de la civilización moderna se debe al genio exuberante y errático de las

razas germánicas, y se compara repetidamente con la monótona rutina del

Imperio Romano. La verdad es que el Imperio legó a la sociedad moderna la

concepción legal a la que es atribuible toda esta irregularidad. Si las costumbres

e instituciones de los bárbaros tienen una característica más sobresaliente que

ninguna otra es su extrema uniformidad.

CAPÍTULO X

La historia temprana del delito y el crimen

Los Códigos teutónicos, incluidos los de nuestros antepasados anglosajones, son

los únicos cuerpos de derecho secular arcaico que nos han llegado en un estado

suficientemente completo como para poder formarnos una noción exacta de sus

dimensiones originales. Aunque los fragmentos existentes de los Códigos romano

y helénico bastan para mostrarnos su carácter general, no quedan suficientes

para precisar su magnitud o la proporción que guardaban las partes entre sí. Pero,

en conjunto, todas las compilaciones conocidas del derecho antiguo se

caracterizan por un rasgo que, de una manera general, los distingue de los

sistemas de jurisprudencia madura. La proporción del derecho criminal con

respecto al civil es muy diferente. En los códigos germánicos, la parte civil del

derecho ocupa dimensiones mínimas comparada con la criminal. La tradición

que habla de los castigos sanguíneos impuestos por el Código de Dracón parece

indicar que tenía las mismas características. Sólo en las Doce Tablas, ideadas por

una sociedad con mayor genio legal, y en sus inicios, de costumbres más

benignas, el Derecho Civil contiene algo semejante a las prioridades modernas;

pero la cantidad relativa de espacio dado a los modos de desagraviar, aunque

no es enorme, parece haber sido amplia. En mi opinión, puede afirmarse que

cuanto más arcaico sea el código más completa y minuciosa su legislación

penal. Este fenómeno ha sido observado a menudo y se ha explicado, en buena

medida correctamente, en términos de la violencia habitual en las comunidades

que pusieron por escrito por primera vez sus leyes. Se dice que el legislador

armonizó las divisiones de su trabajo de acuerdo a la frecuencia de una cierta

clase de incidentes en la vida bárbara. Mi impresión, sin embargo, es que esta

explicación no es totalmente completa. Debería recordarse que la aridez

comparativa del Derecho Civil en las compilaciones arcaicas es consistente con

las otras características de la jurisprudencia antigua que se han analizado en el

tratado presente. Nueve décimas partes del derecho civil practicado en las

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154

sociedades civilizadas la componen el derecho de gentes, el derecho de

propiedad y herencia, y el derecho contractual. Pero es obvio que los límites de

esta jurisprudencia se estrechan a medida que nos aproximamos a la infancia de

la hermandad social. El derecho de gentes que no es otra cosa que el derecho

de status estará restringido a los límites mínimos, mientras todas las formas de

status estén fusionadas en la sumisión común al poder paterno, y mientras la

esposa no tenga derechos respecto del marido, el hijo respecto del padre, y el

tutor respecto de los agnados que son sus guardianes. Por razones similares, las

reglas sobre propiedad y sucesión nunca pueden ser abundantes, en tanto la

tierra y las existencias incumban a la familia, y, en caso de que se distribuyan, la

distribución se haga dentro del círculo familiar. Pero la ausencia del contrato es

siempre la causa del mayor vacío en el derecho civil antiguo, cosa que algunos

códigos antiguos no mencionan siquiera, mientras que otros, significativamente,

dan fe de la inmadurez de las nociones morales de las que depende el contrato,

supliendo su lugar con una elaborada jurisprudencia basada en juramentos. No

existen razones congruentes que expliquen la pobreza del derecho penal, y de

conformidad, aun si es arriesgado declarar que la infancia de las naciones es

siempre un periodo de violencia incontrolada, sin embargo, nos permitirá

comprender por qué la relación actual del derecho criminal y el civil estaba

invertida en los códigos antiguos.

He señalado que la jurisprudencia primitiva daba al derecho criminal una

prioridad desconocida en épocas posteriores. La expresión ha sido utilizada por

cuestiones de simplificación, pues, de hecho, el análisis de los códigos antiguos

muestra que el derecho que exhiben en cantidades poco usuales no es un

verdadero derecho criminal. Todos los sistemas civilizados concuerdan en trazar

una distinción entre ofensas contra el Estado o comunidad y ofensas contra el

individuo, y las dos clases de injurias, mantenidas aparte de este modo, puedo

denominarlas aquí, sin pretender que los términos hayan sido empleados siempre

de forma consistente en jurisprudencia, crímenes y delitos, crimina y delicta.

Ahora bien, el derecho penal de las comunidades antiguas no es el derecho de

crímenes; es el derecho de injurias, o, para usar la palabra técnica, de agravio. La

persona injuriada demanda al injuriador mediante una acción civil ordinaria y, si

gana el juicio, recibe una compensación monetaria por daños y perjuicios. Si

abrimos los Comentarios de Gayo en el lugar en el que el escritor trata de la

jurisprudencia penal fundada en las Doce Tablas, veremos que a la cabeza de las

injurias civiles reconocidas por el Derecho Romano se hallaba el Furtum o hurto.

Ofensas que nosotros solemos considerar exclusivamente como crímenes son

tratados como agravios únicamente, y no sólo el robo sino el asalto y el robo

violento, son asociados por el jurisconsulto con la transgresión de una ley, con el

libelo y con la difamación. Todas daban lugar a una obligación o vinculum juris, y

eran reparadas mediante un pago de dinero. Esta peculiaridad, sin embargo, se

halla más claramente resaltada en las leyes consolidadas de las tribus

germánicas. Sin excepción, describen un inmenso sistema de compensaciones

monetarias en caso de homicidio, y con raras excepciones, un sistema de

compensaciones igualmente amplio para daños menores. Bajo el Derecho

Anglosajón, escribe Mr. Kemble (Anglosaxons, i, 177) se ponía una suma sobre la

vida de todo hombre libre, de acuerdo a su rango, y una suma correspondiente

Page 155: El derecho antiguo

155

sobre cada herida que pudiera infligirse a su persona, por casi cualquier daño

que pudiera hacerse a sus derechos civiles, honor o paz; la suma se agravaba de

acuerdo a circunstancias accidentales. Evidentemente, estos ajustes eran

considerados una fuente valiosa de ingresos; reglas muy complejas ordenaban el

derecho y la responsabilidad de ellos, y, como ya he tenido ocasión de señalar

anteriormente, seguían a menudo una línea peculiar de devolución, si no se había

dispensado al culpable a la muerte de la persona a quien pertenecían. Si, por

tanto, el criterio de un delito, daño, o agravio era que la persona que lo sufría, y

no el Estado, había sido injuriada, puede afirmarse que, en la infancia de la

jurisprudencia, el ciudadano dependía para su protección en contra de la

violencia o el fraude no del Derecho Criminal sino del derecho de agravio.

Los agravios se hallan copiosamente exagerados en la jurisprudencia primitiva.

Hay que añadir que los pecados también eran de su incumbencia. Es casi

innecesario hacer esta afirmación sobre los códigos teutónicos, porque estos

códigos, en la forma en que han llegado a nosotros, fueron recopilados o vueltos

a escribir por legisladores cristianos. Pero es igualmente verdad que cuerpos no

cristianos del derecho arcaico implicaban consecuencias penales para cierto

tipo de actos y cierta clase de omisiones que se consideraban violaciones de

prescripciones y mandamientos divinos. El derecho administrado en Atenas por el

Senado de Areópago era probablemente un código religioso especial, y en Roma

-al parecer desde un periodo muy temprano- la jurisprudencia pontifical

castigaba el adulterio, el sacrilegio y, tal vez, el asesinato. En los Estados

ateniense y romano existían, por tanto, leyes que castigaban pecados. Había

igualmente leyes que castigaban agravios. La idea de una ofensa contra Dios

produjo la primera clase de ordenanzas; y la idea de ofensa contra el Estado o la

comunidad agregada no dio lugar, al principio, a la aparición de una verdadera

jurisprudencia criminal.

No hay que suponer, sin embargo, que no existiera en la sociedad primitiva una

idea tan simple y elemental como la del agravio al Estado. Más bien parece que

la misma claridad con que se comprendía esta idea es la verdadera causa que

impidió inicialmente el desarrollo de un derecho criminal. En todo caso, cuando la

comunidad romana se sentía injuriada, se tomaban medidas análogas a las

utilizadas en casos de agravio personal, y el Estado se vengaba mediante una

acción única en contra del injuriador en cuestión. Esto dio como resultado el que,

en la infancia de la República, toda ofensa que tocase de un modo vital su

seguridad o intereses fuese castigada mediante una promulgación diferente de la

legislatura. Se trata de la concepción más antigua de un crimen, un acto que

implicaba cuestiones tan importantes que el Estado, en lugar de dejar su

jurisdicción en manos de un tribunal civil o religioso, dirigía una ley especial o

privilegium contra el perpetrador. Todo proceso, por tanto, adoptó la forma de

una declaración de penas y castigos, y el proceso de un criminal era un trámite

totalmente extraordinario, totalmente irregular y totalmente independiente de

reglas y condiciones establecidas. En consecuencia, dado que el tribunal que

dispensaba justicia era el mismo Estado soberano y que no era posible una

clasificación de las disposiciones prescritas o prohibidas, no apareció en esta

época ninguna ley sobre crímenes, es decir, ninguna jurisprudencia criminal. El

Page 156: El derecho antiguo

156

procedimiento era idéntico a las formas de aprobar un estatuto ordinario; era

propuesto por las mismas personas y llevado a cabo mediante las mismas

formalidades. Y es de notar que, aun después de haber surgido un derecho

criminal regular, con sus tribunales y oficiales para su administración, el viejo

procedimiento, como puede inferirse por su conformidad con la teoría, continuó

siendo, en sentido estricto, practicable, y, a pesar de que estaba desacreditado

el recurrir a un medio de esa naturaleza, el pueblo romano retuvo el poder de

castigar las ofensas en su contra por medio de leyes especiales. No hay que

recordarle al erudito clásico que la DeclaracIón ateniense de Penas y Castigos, o

(palabra en griego que nos resulta imposible reproducirN.d.E), persistió tras el

establecimiento de tribunales regulares. Es bien sabido que cuando los

ciudadanos de las razas teutónicas se reunían con fines legislativos, defendían el

derecho a castigar las ofensas de una gravedad pecular o las que hubieran sido

perpetradas por criminales de una alta posición social. La jurisdicción criminal del

Witenagemot (Nombre dado al Parlamento nacional anglosajón), pertenecía a

esta clase de legislaciones.

Podría pensarse que la diferencia que he trazado entre el punto de vista antiguo y

moderno sobre el derecho penal tiene solamente una existencia verbal. La

comunidad, además de intervenir para castigar los crímenes legislativamente, ha

interferido desde los tiempos más antiguos mediante sus tribunales para obligar al

transgresor a componer su agravio, y, si lo hace, es porque, en cierto modo, se vio

afectada por la ofensa de aquél. Pero, por muy rigurosa que parezca esta

inferencia hoy en día, es muy dudoso que les pareciera así a los hombres de la

antigüedad primitiva. Lo poco que tenía que ver la noción de agravio a la

comunidad con las interferencias más tempranas del Estado por medio de sus

tribunales, lo demuestra la curiosa circunstancia de que en la administración

original de justicia, los expedientes eran una imitación casi exacta de la serie de

estas acciones por las que, con toda probabilidad, tenían que pasar en la vida

privada las personas que sostenían una reyerta, pero que, luego, consentían en

que su disputa fuese arreglada. El magistrado simulaba, con sumo cuidado, el

papel de un árbitro privado llamado casualmente.

Voy a señalar las pruebas en que baso esta afirmación para mostrar que no es

una fantasía. El procedimiento judicial más antiguo conocido es el Legis Actio

Sacramenti de los romanos, del que deriva todo el Derecho Procesal romano

posterior. Gayo describió con sumo detalle su ceremonial. Por muy falto de

sentido o grotesco que nos parezca a primera vista, un poco de atención nos

permitirá descifrarlo e interpretarlo.

Se supone que el sujeto del pleito está en la corte de justicia. Si se trata de

mobiliario, se halla de hecho allí. Si es un bien inmueble, se trae en su lugar un

fragmento o muestra: la tierra, por ejemplo, se representa por medio de un terrón,

una casa por medio de un ladrillo. En el ejemplo seleccionado por Gayo, el pleito

es por la posesión de un esclavo. El proceso se inicia cuando el demandante

avanza con una vara que, como indica Gayo expresamente, simbolizaba una

lanza. Agarra al esclavo y afirma su derecho sobre él con las palabras: Hunc ego

hominem ex Jure Quiritium meum esse dico secundum suam causam sicut dixi, y

Page 157: El derecho antiguo

157

al añadir seguidamente, Ecce tibi Vindictam imposui le toca con la lanza. El reo

pasa por la misma serie de actos y gestos. Tras esto interviene el pretor y ruega a

los litigantes que suelten su presa, Mittite ambo hominem. Obedecen y el

demandante pregunta al reo la razón de su interferencia: Postulo anne dicas quá

ex causd vindicaveris pregunta a la que se responde mediante una reafirmación

del derecho: Jus peregi sicut vindictam imposui. Después de esto, el primer

reclamante ofrece apostar una cierta suma de dinero, llamada Sacramentum, a

la justicia de su propio caso, Quando tu injurid provocasti, Daeris sacramento te

provoco, y el reo, mediante la frase Similiter ego te acepta la apuesta. Los

procedimientos subsiguientes ya no eran de tipo formal, pero es importante

señalar que el pretor asumía la custodia del Sacramentum, que siempre iba a

parar a las arcas del Estado.

El prefacio necesario de todo pleito romano antiguo se realizaba del modo

descrito. En mi opinión, no se puede negar la afirmación de aquellos que ven en

él una dramatización del Origen de la Justicia. Dos hombres armados se disputan

la pertenencia de una propiedad. El pretor, vir pietate gravis, casualmente pasa

por allí y se interpone para poner fin a la pugna. Los disputantes exponen su caso

ante él y consienten en que sea árbitro entre ellos; se acuerda que el perdedor,

además de renunciar al objeto en pugna, pagará una suma de dinero al árbitro

en remuneración por su trabajo y pérdida de tiempo. Esta interpretación sería

menos plausible si no fuera que, por una extraña coincidencia, la ceremonia

descrita por Gayo como el curso imperativo del proceso en una Legis Actio es

sustancialmente la misma que la descrita por Homero cuando describe al dios

Hefesto moldeando la primera sección del escudo de Aquiles. En el juicio

homérico, la disputa tal como si se tratara de resaltar las características de la

sociedad primitiva, no es sobre una propiedad sino sobre el arreglo de un

homicidio. Una persona afirma que lo ha pagado, la otra que no ha recibido el

pago. La cuestión de detalle que hace de esta escena la contrapartida de la

práctica romana arcaica es la recompensa dedicada a los jueces. Dos talentos

de oro son colocados en medio y le serán entregados a aquel que, según el

público, explique mejor las bases de la decisión final. La magnitud de esta suma,

comparada con la bagatela del Sacramentum indica, en mi opinión, la

imparcialidad de un uso fluctuante y un uso ya consolidado en el derecho. La

escena descrita por el poeta como un rasgo llamativo y característico -aunque

sólo ocasional- de la vida ciudadana en la época heroica se ha convertido al

principio de la historia del proceso civil en la formalidad regular y ordinaria de un

juicio. Por tanto, es natural que en la Legis Actio la remuneración del juez se

redujera a una suma razonable, y que, en lugar de ser otorgada por aclamación

popular a uno de entre un cierto número de posibles árbitros, se pagara como

cosa natural al Estado, representado en el pretor. No albergo ninguna duda de

que los incidentes descritos por Homero y por Gayo, en un lenguaje técnico más

crudo que el usual, tienen el mismo significado. Esto parece confirmarlo el hecho

de que muchos observadores de los primitivos usos judiciales de la Europa

moderna han notado que las multas impuestas a los delincuentes por los

tribunales de justicia eran originalmente sacramenta. El Estado no recibía del reo

ninguna compensación por un supuesto agravio contra el mismo, sino que

reclamaba una parte de la compensación otorgada al demandante en base a

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158

que era un precio justo por el tiempo invertido y los inconvenientes causados.

Kemble le asigna expresamente este carácter al baunum o fredum anglosajón.

El derecho antiguo proporciona otros ejemplos de que los más tempranos

administradores de justicia simulaban los actos probables de las personas que

habían entablado una disputa privada. Al establecer los daños a reparar,

tomaban como guía el grado de venganza que probablemente exigiría una

persona agraviada en las circunstancias del caso. Esto explica las penas tan

diferentes impuestas por el derecho antiguo a los delincuentes agarrados en el

acto o poco después de él, y a los que eran detenidos con un retraso

considerable. El viejo derecho romano sobre el hurto proporciona algunos

ejemplos de esta peculiaridad. Las leyes de las Doce Tablas parecen haber

dividido el hurto en: hurto manifiesto y en hurto no manifiesto. Daban penas

extraordinariamente diferentes por la misma ofensa, según que cayese bajo uno u

otro encabezado. El ladrón manifiesto era aquel que era agarrado dentro de la

casa en que había estado hurtando, o que era cogido en el momento en que

huía a un escondite con los objetos robados. Las Doce Tablas -si era un esclavo-

lo condenaban a muerte, y si era un liberto lo hacían siervo del dueño de la

propiedad robada. El ladrón no manifiesto era el que se detectaba bajo cualquier

otra circunstancia a la descrita, y el viejo código simplemente dictaba que un

delincuente de este tipo debería devolver el doble del valor de lo que había

robado. En tiempos de Gayo, el excesivo rigor de las Doce Tablas para con el

ladrón manifiesto se había mitigado en buena parte, pero el derecho todavía

conservaba el viejo principio multándolo con cuatro veces el valor de los objetos

robados, mientras que el ladrón no manifiesto continuaba pagando simplemente

el doble. El legislador antiguo sin duda tenía en cuenta que el propietario

damnificado, si se le permitía, infligiría un castigo muy diferente en el momento en

que le dominaba la ira del que daría si el ladrón era detectado después de un

cierto tiempo. La escala legal de los castigos se ajustaba a esa premisa. El

principio es el mismo que siguen los códigos anglosajón y germánico, cuando

toleran que un ladrón perseguido y atrapado con el botín sea ahorcado o

decapitado inmediatamente; en cambio, imponen cargos de homicidio a

cualquiera que lo mate una vez que el perseguimiento ha sido interrumpido. Estas

distinciones arcaicas nos muestran muy claramente la distancia entre una

jurisprudencia refinada y una jurisprudencia burda. El moderno administrador de

justicia se encuentra ante una de las tareas más duras cuando tiene que hacer

distinciones entre grados de criminalidad de ofensas que caen bajo la misma

descripción técnica. Es muy fácil afirmar que un individuo es culpable de

homicidio, hurto o bigamia, pero mucho más difícil pronunciarse sobre el grado

de culpa moral en que ha incurrido y, por tanto, qué castigo merece. Apenas

existen dudas en la casuística o en el análisis de motivos, los cuales

probablemente no tengamos la obligación de arrostrar, si tratamos de clasificar el

punto con precisión, y, en consecuencia, el derecho actual muestra una

creciente tendencia a evitar en lo posible dar reglas positivas sobre el asunto. En

Francia, se deja decidir al jurado si la ofensa cometida fue acompañada de

circunstancias atenuantes; en Inglaterra, se deja al juez una libertad casi ilimitada

en la selección de los castigos; al mismo tiempo, casi todos los Estados se

reservan un remedio último para los casos de desviaciones del derecho: se trata

Page 159: El derecho antiguo

159

de la prerrogativa del perdón, que resta en todas partes en el Magistrado

Supremo. Es curioso observar lo poco que le preocupaban al hombre primitivo

estos escrúpulos, lo persuadido que estaba de que los impulsos de la persona

agraviada eran la medida adecuada de la venganza que tenía derecho a exigir,

y lo literalmente que tomaban la probable subida y aplacamiento de su ira al fijar

la escala del castigo. Me gustaría poder afirmar que su método legislativo se halla

totalmente extinguido. Sin embargo, existen varios sistemas legales modernos en

los que, en caso de agravio serio, se permite al agraviado imponer un castigo

excesivo al delincuente que fue agarrado en el acto, una tolerancia que, aunque

superficialmente considerada puede ser inteligible, en realidad refleja una

moralidad bastante baja en la sociedad que la tolera.

Como ya he afirmado, nada puede ser más simple que las consideraciones que,

finalmente, llevaron a las sociedades antiguas a la formación de una verdadera

jurisprudencia criminal. El Estado se consideró agraviado y la Asamblea Popular

golpeó directamente al ofensor con la misma maniobra que acompañaba su

acción legislativa. Es verdad que en el mundo antiguo -aunque no precisamente

en el moderno, como ya tendré ocasión de señalar- los tribunales criminales más

antiguos eran simplemente divisiones o comités de la legislatura. Al menos esa es

la conclusión a que lleva la historia legal de los dos grandes Estados de la

antigüedad; en un caso, con mediana claridad; en el otro, con una precisión

absoluta. El primitivo derecho penal ateniense confiaba el castigo de las ofensas,

en parte, a los arcontes, que parecen haberlas castigado como si se tratase de

agravios y, en parte, al senado del Areópago, que las castigaba como si fuesen

pecados. Las dos jurisdicciones fueron sustancialmente transferidas al final de la

Heliaea, el Tribunal Supremo de Justicia Popular, y las funciones de los arcontes y

del areópago se volvieron simplemente parroquiales o insignificantes. Pero

Heliaea es solamente una vieja palabra para asamblea; la Heliaea de la época

clásica era sencillamente la Asamblea Popular convocada con fines juridicos, y

las famosas Dikasteries de Atenas eran sólo subdivisiones o paneles. Los cambios

correspondientes que tuvieron lugar en Roma son todavía más fácilmente

interpretados, porque los romanos limitaron sus experimentos al derecho penal, y

no construyeron, como hicieron los atenienses, cortes de justicia populares con

jurisdicción civil y criminal. La historia de la jurisprudencia criminal romana se

inicia con la vieja Judicia Populi, que, según se dice, era presidida por los reyes.

Se trataba sencillamente de juicios solemnes de grandes delincuentes bajo

formas legislativas. Parece, sin embargo, que, desde muy temprano, la Comitia

delegó ocasionalmente su jurisdicción criminal a una Quaestio o Comisión, que

tenía la misma relación con la asamblea que, digamos, un comité de la Cámara

de los Comunes tiene con la Cámara en su conjunto, sólo que los comisionados

romanos o Quaestores no informaban meramente a la Comitia sino que ejercían

todos los poderes que ese organismo solía ejercer, incluso sentenciar a un

acusado. Una Quaestio de esta clase era nombrada solamente para juzgar un

caso particular, pero nada podía impedir que se abrieran dos o tres Quaestiones

al mismo tiempo, y es probable que varias fueran nombradas simultáneamente,

cuando varios casos serios de agravio a la comunidad habían ocurrido al mismo

tiempo. Hay asimismo indicios de que, de vez en cuando, estas Quaestiones

poseían un carácter semejante al de nuestras Comisiones Permanentes, y de que

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160

eran nombradas periódicamente y sin esperar la realización de algún crimen

serio. Los viejos Quaestores Parricidi, que se mencionan en relación a

transacciones de fecha muy antigua, como los delegados para juzgar todos los

casos de parricidio y asesinato, parecen haber sido nombrados regularmente

todos los años, y la mayoría de los escritores cree también que los Duumviri

Parduellionis, o Comisión Dual para el enjuiciamiento por atentado violento contra

la República, eran nombrados periódicamente. La delegación de poderes en

estos funcionarios significa un paso adelante. En lugar de ser nombrados una vez

que se habían cometido las ofensas contra el Estado, ejercían una jurisdicción

general, aunque temporal, sobre todos los casos que pudieren presentarse. La

cercanía a una jurisprudencia criminal regular se halla también indicada por el

uso de los términos generales Parricidium y Perduellio que señalan un intento de

clasificación de los crímenes.

El verdadero derecho criminal no apareció, sin embargo, hasta el año 146 a.C.,

en que Calpurnio Piso promulgó el estatuto conocido bajo el nombre de Lex

Calpurnia de Repetundis. Esta ley se aplicaba a casos Repetumdarum

Pecuniarum, es decir, las reclamaciones, hechas por los gobernadores

provincianos, de dinero recibido impropiamente por un gobernador general. Con

todo, la importancia enorme de este estatuto radica en su establecimiento de la

primera Quaestio Perpetua. Una Quaestio Perpetua era una comisión permanente

en oposición a las que eran ocasionales y temporales. Se trataba de un tribunal

criminal regular cuya existencia databa del momento en que era aprobado el

estatuto que lo creaba, y continuaba hasta que otro estatuto pasaba una ley por

la que era abolido. Sus miembros no eran nombrados especialmente -a

diferencia de los miembros de las Quaestiones anteriores- sino que, en la ley que

lo creaba, se preveía que serían seleccionados de entre ciertas clases

particulares de jueces y serían renovados de conformidad con reglas bien

definidas. El estatuto nombraba expresamente y definía las ofensas sobre las que

tendría jurisdicción. La nueva Quaestio tenía autoridad para juzgar y sentenciar en

el futuro a toda persona cuyos actos cayesen bajo la definición de crimen que

hacía la ley. Se trataba, por tanto, de una judicatura criminal regular, que admitía

una verdadera jurisprudencia criminal.

La historia primitiva del derecho criminal se divide así en cuatro etapas. Entendido

que la concepción de crimen, en contraposición a la de daño o agravio y a la de

pecado, implica la idea de injuria al Estado o comunidad colectiva, hallamos,

primero, que la República, de conformidad estricta con esa concepción, se

interpuso directamente para vengarse, mediante actos aislados, del autor del

daño que había sufrido. Este es el punto de partida; cada proceso es ahora una

declaración de penas y castigos, una ley especial que nombra al criminal y

prescribe su castigo. Se alcanza un segundo paso una vez que la multiplicidad de

crímenes obliga a la legislatura a delegar poderes en Quaestiones o comisiones

particulares, cada una de las cuales está encargada de investigar una acusación

particular y -si se comprueba- de castigar al transgresor. Se llega a otra etapa

cuando la legislatura, en lugar de esperar a que se realice un supuesto delito para

nombrar una Quaestio, nombra periódicamente comisiones como los Quaestores

Parricidi y los Duumviri Perduellionis, para el caso hipotético de que se cometan

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161

ciertos tipos de crímenes, y ante la probabilidad de que serán cometidos. Se llega

a la última etapa cuando las Quaestiones de ser periódicas u ocasionales pasan

a ser tribunales o cámaras permanentes; una vez que los jueces, en lugar de ser

nombrados mediante una ley particular promulgada por una comisión, son

elegidos de un modo particular y de entre una clase particular, con base

permanente, y una vez que ciertos actos quedan descritos en lenguaje general y

establecidos como crímenes que, en caso de su perpetración, serán castigados

con penas especificadas para cada tipo diferente de transgresión.

Si las Quaestiones Perpetua hubiesen tenido una historia más larga, habrían

llegado indudablemente a ser consideradas como una institución distinta, y su

relación con la Comitia no habría parecido más estrecha que la relación de

nuestros propios Tribunales de Justicia con el soberano, que es teóricamente la

fuente de la justicia. Pero el despotismo imperial las destruyó antes de que se

hubiera olvidado completamente su origen, y, mientras duraron, los romanos

consideraron estas comisiones permanentes como meras depositarias de un

poder delegado. Se estimaba un producto natural de la legislatura la jurisdicción

sobre los crímenes, pero el pensamiento de cada ciudadano nunca dejó de

pasar de las Quaestiones a la Comitia en las que esta última había delegado

algunas de sus funciones inalienables. La idea de que las Quaestiones, aun

cuando se habían vuelto permanentes, eran meros comités de la Asamblea

Popular -cuerpos que solamente auxiliaban a una autoridad superior- tuvo

importantes consecuencias legales que dejaron su huella en el derecho criminal

hasta el mismísimo periodo final. Un resultado inmediato fue que la Comitia

continuó ejerciendo jurisdicción criminal por medio de declaraciones de penas y

castigos, aun mucho después de que las Quaestiones hubieran quedado

establecidas. Aunque la legislatura, por razones de conveniencia, había

consentido en delegar poderes a cuerpos externos a sí misma, no se seguía que

había renunciado a ellos. La Comitia y las Quaestiones paralelamente

continuaron juzgando y castigando a los transgresores, y cualquier estallido

inusitado de la indignación popular, hasta la extinción de la República, implicaba

con toda seguridad un proceso ante la Asamblea de las Tribus.

Una de las peculiaridades más notables de las instituciones de la República es

atribuirle la dependencia de las Quaestiones respecto de la Comitia. La

desaparición de la pena de muerte del sistema penal de la Roma republicana

solía ser un tema favorito entre los escritores del siglo pasado, quienes la usaban

constantemente para probar alguna teoría sobre el carácter romano o sobre la

economía social moderna. La razón que puede alegarse confiadamente es

puramente fortuita. De las tres formas que la legislatura romana asumió

sucesivamente, una, la Comitia Centuriata, representaba de manera exclusiva al

Estado personificado para operaciones militares. La Asamblea de las Centurias

tenía, por tanto, todos los poderes que generalmente se suponen encarnados en

el General en jefe de un ejército, y, entre ellos, gozaba de la autoridad de

someter a todos los transgresores al mismo castigo a que se expone un soldado

por violación de la disciplina. La Comitia Centuriata podía, por tanto, imponer la

pena de muerte. La Comitia Curiata o la Comitia Tributa no tenían esas

atribuciones. A este respecto se hallaban maniatadas por el carácter sagrado

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162

que la religión y el derecho conferían al ciudadano romano dentro del recinto de

la ciudad. En lo que respecta a la última, Comitia Tribuna, estamos seguros de que

se volvió un principio establecido el que la Asamblea de las Tribus podía imponer

como máximo una multa. En tanto la jurisdicción criminal estuvo limitada a la

legislatura y las asambleas de las centurias y de las tribus continuaron ejerciendo

poderes semejantes, era fácil preferir los procesos por crímenes más graves ante

el cuerpo legislativo que administraba los castigos más duros; pero luego sucedió

que la asamblea más democrática, la de las tribus, remplazó casi enteramente a

las otras y se convirtió en la legislatura ordinaria de la República tardía. Ahora

bien, la decadencia de la República coincidió exactamente con el periodo en

que las Quaestiones Perpetuae fueron establecidas de modo que los estatutos

que los creaban fueron aprobados por una asamblea legislativa que no podía, en

sus juntas ordinarias, castigar a un criminal con la muerte. Se seguía que las

Comisiones Judiciales Permanentes, que detentaban una autoridad delegada,

estaban circunscritas en sus atributos y capacidades por los límites de los poderes

que tenía el cuerpo que, a su vez, los había delegado en ellas. No podían hacer

nada que la Asamblea de las Tribus no pudiera haber hecho y, como la

Asamblea no podía condenar a muerte, las Quaestiones se hallaban asimismo

incapacitadas para imponer la pena capital. La anomalía así resultante no gozó

en tiempos pretéritos del mismo favor que goza entre los modernos y, en realidad,

si bien es cuestionable que el carácter romano haya mejorado por esa razón, sí

es seguro que la Constitución Romana empeoró. Al igual que todas las demás

instituciones que han acompañado a la raza humana en el curso de su historia, la

pena de muerte es una necesidad de la sociedad en ciertas etapas del proceso

civilizador. Hay un momento en que el intento de renunciar a ella frustra dos de

los grandes instintos que forman la base de todo el derecho penal. Sin ella, la

comunidad ni se siente suficientemente vengada, ni cree que el ejemplo del

castigo del criminal es adecuado para disuadir a otros de que lo imiten. La

incompetencia de los tribunales romanos para condenar a muerte llevó clara y

directamente a los horribles intervalos revolucionarios, llamados Proscripciones,

durante los cuales el derecho era formalmente suspendido por la sencilla razón

de que la violencia partidista no podía hallar otro camino para la venganza que

tanto ansiaba. Ninguna causa contribuyó tanto a la decadencia de la capacidad

política del pueblo romano como esta suspensión periódica de las leyes, y, una

vez que se hubo recurrido a ella, no dudamos en afirmar que la ruina de la

libertad romana fue solamente cuestión de tiempo. Si la actividad de los

tribunales hubiese proporcionado una salida adecuada a las presiones populares,

las formas del proceso judicial habrían sido abiertamente corrompidas, como

entre nosotros durante los últimos Estuardos, pero el carácter nacional no habría

sufrido tan profundamente como lo hizo, ni la estabilidad de las instituciones

romanas se habría visto tan seriamente afectada.

Mencioné otras dos singularidades del sistema criminal romano que son producto

de la misma teoría sobre la autoridad judicial. Se trata de la extrema multiplicidad

de los tribunales criminales romanos y la caprichosa y anómala clasificación de

los crímenes que caracterizó a la jurisprudencia penal romana a lo largo de su

historia. Se ha dicho que cada Quaestio, ya fuese perpetua o no, tenía su origen

en un estatuto distinto. Derivaba su autoridad de la ley que la creaba; observaba

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rigurosamente los límites que su carta constitucional le prescribía y no abarcaba

ninguna forma de criminalidad que dicha carta no definiera expresamente. Como

los estatutos que constituían las varias Quaestiones eran sacados a la luz en

emergencias particulares, dado que cada uno era aprobado para castigar un

tipo de actos que las circunstancias del momento volvían particularmente odiosos

o particularmente peligrosos, estas promulgaciones de ley no hacían la menor

referencia unas a otras, ni tampoco estaban relacionadas por un principio común.

Coexistían veinte o treinta diferentes leyes criminales, cada una con exactamente

el mismo número de Quaestiones para administrarlas. Durante la República, no

hubo ningún intento de fusionar en uno estos cuerpos judiciales distintos, o de dar

una cierta simetría a las disposiciones de los estatutos que los nombraba y definía

sus deberes. El estado de la jurisdicción criminal romana en este periodo

mostraba cierto parecido a la administración de reparaciones civiles en Inglaterra

en el periodo en que los tribunales ingleses de Derecho Consuetudinario todavía

no habían introducido las aseveraciones ficticias en sus ejecutorias que les

permitían rebasar el terreno propio de cada uno. Al igual que las Quaestiones, los

Tribunales Superiores de Justicia (the Courts of Queen's Bench), los Tribunales

Ordinarios (Common Pleas) y el Tribunal de Hacienda (Exchequer), eran todos

emanaciones teóricas de una autoridad superior, y cada uno abarcaba casos

que caían bajo su especial jurisdicción. El problema es que las Quaestiones eran

muchas más de tres y era más difícil discernir los actos que caían bajo la

jurisdicción de cada Quaestio que distinguir entre la competencia de los tres

tribunales de Westminster Hall. La dificultad de trazar una línea exacta entre las

esferas de las diferentes Quaestiones hacía de la multiplicidad de tribunales

romanos algo más que un mero inconveniente; pues leemos con gran asombro

que cuando no estaba claro bajo qué descripción general caían las supuestas

ofensas de un individuo, podía ser acusado inmediata o sucesivamente ante

varias comisiones diferentes, si por casualidad una de ellas se declaraba

competente para condenarlo. Aunque el fallo de culpabilidad por parte de una

Quaestio dejaba sin jurisdicción al resto, la absolución de una no podía aducirse

como una razón válida ante la acusación de otra. Esto iba en contra del Derecho

Civil romano, y es seguro que un pueblo tan sensible como el romano a las

anomalías legales (o, como decían ellos mismos, a las inelegancias), no lo

habrían tolerado por mucho tiempo si no hubiera sido que la historia de las

Quaestiones hacía que las considerasen más como instrumentos temporales en

manos de facciones que como instituciones permanentes para la corrección del

crimen. Los emperadores pronto abolieron esta multiplicidad y conflicto de

Jurisdicciones, pero es curioso que no acabasen con otra singularidad del

derecho criminal que guarda una estrecha relación con el número de tribunales.

Las clasificaciones de los crímenes que contiene el Corpus Juris de Justiniano son

muy caprichosas. Cada Quaestio se había limitado, de hecho, a los crímenes

cometidos bajo la jurisdicción que le otorgaba su carta constitucional. Estos

crímenes, sin embargo, se habían clasificado juntos en el estatuto original porque

se daba la casualidad de que exigían simultáneamente castigo en el momento

de aprobarse. Por tanto, no tenían necesariamente nada en común; pero el

hecho de que constituyesen el asunto peculiar de los juicios de una Quaestio en

particular quedó naturalmente grabado en la atención pública, y tan inveterada

se hizo la asociación entre las ofensas mencionadas en el mismo estatuto que, a

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pesar de los intentos formales de Sila y del emperador Augusto para consolidar el

derecho criminal romano, el legislador conservó la vieja clasificación. Los

estatutos de Sila y Augusto formaron la base de la jurisprudencia penal del

Imperio y nada más extraordinario que algunas de las clasificaciones que le

legaron. Bastará con dar un solo ejemplo: el perjurio era siempre clasificado junto

con cortaduras, heridas y envenenamiento, sin duda a causa de una ley de Sila:

la Lex Cornelia de Sicariis et Veneficis, que había otorgado jurisdicción sobre

estas tres formas de crimen a la misma Comisión Permanente. Parece, asimismo,

que esta agrupación caprichosa de los crímenes afectó el modo de hablar

vernáculo de los romanos. La gente cayó en el hábito de designar todas las

ofensas enumeradas en una ley de acuerdo al primer nombre de la lista, lo que

indudablemente dio un estilo sui generis al tribunal legal encargado de juzgarlas.

Todas las ofensas vistas por la Quaestia De Adulteriis serían, por tanto,

denominadas Adulterios.

Me he extendido en la historia y características de las Quaestiones romanas

porque la formación de una jurisprudencia criminal no se halla mejor

ejemplificada en ninguna otra parte. Las últimas Quaestiones fueron añadidas por

el emperador Augusto y desde entonces los romanos contaron con un derecho

criminal tolerablemente completo. Paralelamente a su crecimiento, el proceso

análogo había continuado -el que he denominado conversión de agravios en

crímenes- pues, aunque la legislatura romana no acabó con la reparación civil en

los casos de las ofensas más nefandas, ofrecía a la víctima la compensación que

aquella con toda seguridad prefería. Sin embargo, aun después de que Augusto

había completado su legislación, varias ofensas continuaron siendo consideradas

como agravios que, en las sociedades modernas, son vistas exclusivamente

como crímenes. Estos agravios tampoco se volvieron criminalmente castigables

hasta una fecha posterior pero incierta, durante la cual el derecho comenzó a

anotar un nuevo tipo de ofensas que las recopilaciones denominan crimina

extraordinaria. Se trataba, sin duda, de un tipo de actos que la teoría de la

jurisprudencia romana trataba meramente como agravios; sin embargo, el

sentimiento creciente de la soberanía de la sociedad se rebelaba en contra del

hecho de que el delincuente no recibiese más castigo que el pago monetario de

los daños y, según el caso, parece haberse permitido a la persona agraviada, si

así lo deseaba, demandarlos como crímenes extra ordinem, esto es, un modo de

reparación que de una manera u otra se apartaba del procedimiento ordinario.

La lista de crímenes del Estado romano, a partir del periodo en que los crimina

extraordinaria fueron reconocidos por primera vez, debe haber sido tan larga

como en cualquier comunidad del mundo moderno.

Carece de sentido describir minuciosamente el modo de administrar justicia

criminal en el Imperio Romano, pero una cosa es importante: su teoría y práctica

han ejercido un peso enorme en la sociedad moderna. Los emperadores no

abolieron las Quaestiones de inmediato y, al principio, confiaron al Senado una

extensa jurisdicción criminal, en el que, por muy servil que se mostrara, el

emperador no era más que un senador como el resto. Pero el príncipe reclamó

desde el inicio algún tipo de jurisdicción criminal colateral, y esto, a medida que

disminuyeron los recuerdos de la República libre, tendió a ir en aumento a costa

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de los viejos tribunales. Gradualmente, el castigo de los crímenes fue transferido a

los magistrados, nombrados directamente por el emperador, y los privilegios del

Senado pasaron al Consejo Privado Imperial que se convirtió asimismo en el

tribunal de apelación. Bajo esta influencia se formó la doctrina, familiar entre

nosotros, de que el Soberano es la fuente de la justicia y el depositario de toda

indulgencia. No fue tanto fruto de la creciente adulación y servilismo cuanto

producto de la centralización del Imperio que, por esta época, se había

perfeccionado. La teoría de la justicia criminal había completado el círculo y

había llegado casi al punto del que había partido. Había comenzado en la

creencia de que la comunidad colectiva tenía la responsabilidad de tomar en sus

manos la venganza de los agravios hechos en su contra, y terminó en la doctrina

de que el castigo de los crímenes pertenecía de una manera especial al

soberano como representante y mandatario de su pueblo. La nueva idea difería

de la antigua por el halo de veneración y majestad que la protección de la

justicia otorgaba a la persona del soberano.

Este punto de vista tardío de los romanos acerca de la relación de soberano y

justicia ayudó a evitar que las sociedades modernas pasasen por la serie de

cambios de los que he hablado al trazar la historia de las Quaestiones. En el

derecho primitivo de casi todas las razas que han poblado Europa Occidental

existen vestigios de la noción arcaica de que el castigo de los crímenes

pertenece a la asamblea general de hombres libres, y hay algunos Estados -se

dice que Escocia es uno de ellos- en los que el origen de la judicatura existente

puede ser trazado a un comité del cuerpo legislativo. Pero el desarrollo del

derecho criminal se vio acelerado por dos causas: el recuerdo del Imperio

Romano y la influencia de la Iglesia. De una parte, la tradición sobre la majestad

de los Césares, perpetuada por la ascendencia temporal de la Casa de

Carlomagno, rodeaba a los soberanos de un prestigio que un simple jefe bárbaro

no podía haber adquirido de otro modo, y le comunicaba al más insignificante

potentado feudal el carácter de guardián de la sociedad y representante del

Estado. De otra, la Iglesia, en su deseo de poner fin a las atrocidades más

sangrientas, trataba de obtener autoridad para castigar las fechorías más graves,

y la encontró en los pasajes de la Sagrada Escritura que hablan aprobatoriamente

de los poderes de castigo que detentaba el magistrado civil. Se apelaba al

Nuevo Testamento para probar que los gobernantes seculares existen para

inspirar terror a los malhechores y al Antiguo Testamento por dictar que El que a

hierro mata, a hierro muere.

Creo que no hay duda alguna de que las ideas modernas sobre el asunto del

crimen se basan en dos suposiciones mantenidas por la Iglesia en la Edad Media:

primero, que cada gobernante feudal podía asimilarse a los magistrados romanos

de los que hablaba San Pablo, y, segundo, que las ofensas que debía castigar

eran las mismas que prohibían los Diez Mandamientos de Moisés o, más bien las

que la Iglesia no reservaba bajo su propia jurisdicción. La herejía (supuestamente

incluida en el primer y segundo mandamiento), el adulterio y el perjurio eran

ofensas eclesiásticas y la Iglesia solamente admitía la cooperación del brazo

secular para infligir penas más severas en casos de agravamiento extraordinario.

Al mismo tiempo, enseñaba que el asesinato y el hurto en sus varios aspectos

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caían bajo la jurisdicción de los gobernantes civiles, no por su posición sino por

mandato expreso de Dios.

Hay un pasaje en los escritos del rey Alfredo (Kemble, ii,209) que muestra con

extraordinaria claridad la pugna de las distintas ideas que prevalecían en su

época sobre el origen de la jurisdicción criminal. Alfredo la atribuye en parte a la

autoridad de la Iglesia y, en parte, la del Witan y demanda la misma inmunidad

contra las reglas ordinarias por traición al amo como la que el Derecho Romano

sobre la Majestas había asignado por traición al César. Después de esto, escribe,

sucedió que muchas naciones recibieron la fe de Cristo y se reunieron muchos

Sínodos en la Tierra y entre la raza inglesa también, después de que hubieron

recibido la fe de Cristo de manos de sus sagrados obispos y de su eminente Witan.

Entonces ordenaron que, por la misericordia que Cristo había enseñado, los

señores seculares, con su permiso, podían sin pecado recibir por cada delito el

bot en dinero que ellos mismos ordenaran; excepto en casos de traición al señor,

a la que no se atrevieron a asignar ninguna gracia porque Dios Todopoderoso no

otorgaba ninguna a los que lo despreciaban, tampoco Cristo la otorgó a los que

lo vendieron, y Él ordenó que un señor debía ser amado como Él mismo.