El diálogo fe razón

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El diálogo fe-ciencia Para Pedro Poveda el interés por el diálogo feciencia llega a constituir una apasionante preocupación desde la que aporta iniciativas concretas. Quizá fue así porque la imagen de la ciencia que se abría paso en el primer tercio del siglo XX iba asociada al progreso y a la confrontación con las creencias de la fe cristiana. Pedro Poveda se sitúa ante este diálogo de un modo no convencional. No entra en el debate para luchar directamente con argumentos que sometan la inteligencia; sino indirectamente, mostrando con hechos, con vidas de personas científicamente competentes y con sólida experiencia de fe, que ese diálogo logra buenas síntesis, irrefutables. En el momento presente, la comprensión de la ciencia por nuestra cultura es muy diferente de la que existía hace casi un siglo, en la época de Pedro Poveda. Entonces, una ciencia positivista buscaba con dificultad su espacio en una España que había participado muy poco en los procesos y en los logros del conocimiento científico. Hoy una ciencia extraordinariamente desarrollada y convertida en tecnociencia, ocupa un lugar importante en la cultura. La posmodernidad, sin embargo, nos ha enseñado a mirarla no tanto como un logro excepcional de la razón, cuanto como una actividad institucionalizada, que tiene potencialidad para incidir decisivamente en la vida humana y en la vida del cosmos. Es decir, la ciencia no es mirada sólo como una actividad relativa al conocimiento, sino a las dimensiones prácticas de la vida. Esta perspectiva, hace especialmente significativo el modo de abordar Poveda el diálogo de la fe con la ciencia. Por otra parte, desde la perspectiva de la fe cristiana, las relaciones de la fe con la ciencia se enmarcan en el vasto campo de las relaciones fe-cultura, releídas a partir del 1

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El diálogo fe-ciencia

Para Pedro Poveda el interés por el diálogo feciencia llega a constituir una

apasionante preocupación desde la que aporta iniciativas concretas.

Quizá fue así porque la imagen de la ciencia que se abría paso en el

primer tercio del siglo XX iba asociada al progreso y a la confrontación

con las creencias de la fe cristiana. Pedro Poveda se sitúa ante este

diálogo de un modo no convencional. No entra en el debate para luchar

directamente con argumentos que sometan la inteligencia; sino

indirectamente, mostrando con hechos, con vidas de personas

científicamente competentes y con sólida experiencia de fe, que ese

diálogo logra buenas síntesis, irrefutables.

En el momento presente, la comprensión de la ciencia por nuestra

cultura es muy diferente de la que existía hace casi un siglo, en la época

de Pedro Poveda. Entonces, una ciencia positivista buscaba con dificultad

su espacio en una España que había participado muy poco en los

procesos y en los logros del conocimiento científico. Hoy una ciencia

extraordinariamente desarrollada y convertida en tecnociencia, ocupa un

lugar importante en la cultura.

La posmodernidad, sin embargo, nos ha enseñado a mirarla no tanto

como un logro excepcional de la razón, cuanto como una actividad

institucionalizada, que tiene potencialidad para incidir decisivamente en

la vida humana y en la vida del cosmos. Es decir, la ciencia no es mirada

sólo como una actividad relativa al conocimiento, sino a las dimensiones

prácticas de la vida. Esta perspectiva, hace especialmente significativo el

modo de abordar Poveda el diálogo de la fe con la ciencia.

Por otra parte, desde la perspectiva de la fe cristiana, las relaciones de

la fe con la ciencia se enmarcan en el vasto campo de las relaciones fe-

cultura, releídas a partir del Concilio Vaticano II. Se incorporan los

cambios conceptuales sufridos por el mismo concepto de cultura, las

perspectivas abiertas por el pluralismo religioso como fenómeno global de

nuestros días y la conciencia colectiva de las grandes desigualdades y

situaciones de injusticia y de violencia en el planeta.

Juan Pablo II ha dicho de diversos modos que el punto de encuentro

entre la fe y la ciencia es el servicio a los seres humanos. Los grandes

desafíos del presente tienen que ver con las desigualdades injustas, las

cuestiones de género, los movimientos migratorios, el hambre, la

violencia, la feminización de la pobreza, el cuidado del cosmos, etc. Cada

uno de estos desafíos se nos presenta como una oportunidad para el

encuentro de la ciencia con la fe, y, consiguientemente, para la

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transformación de nuestra cultura desde la perspectiva de humanización

propia de la fe cristiana.

Quien se haya acercado de algún modo a la herencia povedana, sabrá

reconocer que el arte de educar que propone, y el arte de vivir para el

que educa, incluyen siempre el ejercitarse en la difícil naturalidad de

conjugar antinomias: la suavidad y la dureza en el temple, el ser común y

el ser singular a un tiempo, transigentes e inquebrantables.

También en el modo de hacer dialogar la ciencia y la fe, Poveda invita

a sostener una tensión. Podríamos caracterizarla por los términos usados

por Wittgenstein decir/mostrar, y que viene ejemplificada en dos

expresiones nucleares en Poveda: «Creí por eso hablé» y «Hay que

mostrar con los hechos que la ciencia hermana bien con la santidad de

vida». La primera invoca el decir, la segunda da la relevancia al mostrar.

Para el autor vienés, mostrar empieza donde termina el decir. La vida

buena, la belleza de la obra de arte, la calidad de vida de un santo, la

capacidad de un deportista, se muestra; mientras que explicar cómo caen

las piedras, cómo crecen las plantas o cómo flotan los barcos, requiere ser

dicho.

Creemos que conjugar el decir y el mostrar es una manera de superar

la escisión entre la ciencia y los mundos de la vida, es afirmar que los

seres humanos tenemos la capacidad para expresar en modos de vivir, de

ser, de hacer, de relacionarnos, lo que afirmamos con la palabra y

defendemos con los argumentos. Poveda pide esto, educa para esto.

Invita a buscar razones y a expresarlas, pero invita también a unir la fe y

la ciencia en la propia persona, de manera que se imponga por la fuerza

irrefutable del testigo.

Poveda quiere mostrar la viabilidad de ser cristiano y científico. Quiere

personas de ciencia que sepan dar razón de su fe, y llevar una vida de

compromiso en su profesión.Y quiere personas de fe, competentes y

lúcidas en el trabajo científico que realizan.

El diálogo de la fe con la cultura/culturas contemporánea es un

diamante con multitud de caras. Dialogar supone estar permanentemente

a la escucha de las necesidades que el desarrollo de la vida y de la

dignidad humana requieren. Supone mostrar con la vida que la ciencia

que hacemos hermana bien con una vida que genera esperanza y abre

vías de solidaridad, haciendo así asequible y amable el mensaje de Jesús

y su oferta de vida.

Vida abundante para todos: para quienes nacieron en el hemisferio

norte y para quienes vieron la luz en el sur, para quienes viven su

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condición de género con más o menos aceptación de su entorno, para

quienes vivimos el presente y para los habitantes futuros del planeta.

Dialogar supone estar permanentemente a la escucha de las necesidades

que el desarrollo de la vida y de la dignidad humana requieren

http://www.conoze.com/doc.php?doc=2167

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CIENCIA Y FE CRISTIANAIGNACIO QUINTANILLA NAVARRO  

I. Presentación y enfoque del problema.

No sé si será una cuestión generacional o alguna rareza mía pero, personalmente, nunca he percibido un conflicto entre mi fe religiosa y ninguno de los datos objetivos aportados por la ciencia. Al decir esto no estoy expresando un postulado teórico sino constatando una vivencia personal. Quiero decir, con esto, que, de entrada, tengo que hacer cierto esfuerzo de imaginación, algo así como ponerme en la piel de un cartaginés, para imaginar un conflicto esencial entre mi religión y mi ciencia. Naturalmente, los avatares biográficos de un individuo no son un punto de partida consistente a la hora de abordar con rigor un problema epistemológico, pero no me parece un mal punto de partida cuando se trata, más bien, de aportar elementos para un debate en el que, previsiblemente, a todos los componentes del equipo nos quedan aún muchas cosas que decir y en el que, por otra parte, se aborda un problema filosófico de amplitud casi oceánica.  

Es innegable que la interpretación que a menudo se divulga de algunos contenidos de la ciencia contemporánea los presenta como una “refutación” de toda religión, en general, y del cristianismo en concreto. Como católico que tiene como oficio y vocación el ilustrarse para luego ilustrar, en la medida de sus capacidades, es rara la semana que no cae en mis manos algún escrito que apunta en esta dirección. Debo añadir, no obstante, que suele ser mi sensibilidad filosófica, por lo demás bastante curtida en estas lides, más que mi sensibilidad religiosa, la que se conmueve más en estos casos, pues, en efecto, para llegar a tocar a la religión desde la ciencia es inevitable pasar por la filosofía, y son en primera instancia nombres como los de Platón, Kant, Nietzsche, Heidegger o Popper, los primeros en perecer arrollados, y no precisamente en buena lid, cuando alguien blande la cientificidad como una maza para abrirse paso en dos patadas desde la última formula, o hallazgo de algún ámbito particular de nuestro saber hasta el problema mismo de la realidad, que queda resuelto en un abrir y cerrar de ojos, para escarnio de ese incompetente gremio de pensadores-filósofos, con sus inacabables cautelas y sus dos mil años absurdos matices - tanto más absurdos cuanto que, siendo a veces de trabajosa comprensión, ni siquiera utilizan fórmulas matemáticas.

El hecho primordial que trataré de analizar aquí, sin embargo, es el de por qué siempre que se examina a fondo alguna de estas eventuales contradicciones la contradicción acaba por desvanecerse. Quisiera advertir, antes que nada, que esta última afirmación no es un ejercicio de apologética. El que esto ocurra así no es, necesariamente, un tanto a favor del cristianismo e, incluso, podría serlo en contra, desde algunas formas de concebir la religión o la racionalidad. Creo, por otra parte, que la antropología y la historia, podrían, teóricamente, proporcionar datos mucho más comprometedores para una cosmovisión cristiana que los de la propia la ciencia y que, además, es bueno que este riesgo se mantenga abierto. Además, la tarea de imaginar qué clases de datos podría aportar nuestra física para comprometer lo esencial de la fe cristiana, me parece el comienzo de otra discusión, muy interesante y para la que no estoy seguro de tener ahora una respuesta definitiva. No se trata, pues, en ningún caso, de sugerir que mi religión sea tan perfecta que me da resuelto todo y siempre lleva razón. Se trata, más bien, de que mi religión, tal y como yo la entiendo, es, entre otras cosas, un proyecto de revelación que, desde un acervo literario bien consolidado, permanece sin embargo intrínsecamente abierta al progreso científico y cultural de la humanidad como complemento y elucidación natural; y se trata, también de que, usando la feliz

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expresión de Wittgenstein, el juego de lenguaje llamado ciencia y el juego de lenguaje llamado religión, tal y como yo los entiendo y practico, sin llegar a ser absolutamente ajenos, como también se ha llegado a sugerir, tampoco son inmediatamente traducibles.

Admito, por otra parte, que el cristianismo que algunas personas han profesado y profesan - y por el que, tal vez, introducen mucho más bien en el mundo que yo -, implica una confrontación con la ciencia de sus respectivos contextos históricos, confrontación en la que, por lo demás - la historia nos lo enseña- , la ciencia, que es producto cultural tan humano y frágil como cualquier otro, no tiene siempre las de ganar. No sé si esto es bueno o malo, pero no creo apartarme del sentir más consolidado en la gran tradición de pensamiento cristiano al afirmar que sólo cuando se hace mala teología, o mala ciencia, o ambas cosas a la vez, surgen verdaderos conflictos.

Debe quedar claro, pues, desde aquí, que este escrito no es tanto un ejercicio de apologética, cuanto un ejercicio, y por cierto muy relajado, de filosofía, es decir, de racionalidad en un sentido que trataré de aclarar en breve. Y aunque llevo, como muchos de los aquí presentes, algunos años dedicado al estudio de lo que significa saber, creer, ser ciencia, y cosas por el estilo, voy a tratar de expresarme siempre en el tono de una propuesta provisional a propósito de las preguntas que se formulan en el trabajo de Federico Morán tal y como la podría plantear y desarrollar cualquiera de nuestros invitados.

II. Las tres posibles raíces de un conflicto. A) Acabo de hablar del desvanecimiento de una serie de contradicciones entre mi fe y mi ciencia – que en la ciencia, cuando lo es de verdad, se debe poner también el posesivo de las cosas en las que fundamos nuestra identidad –, y es obvio que debo explicar un poco más las razones de este desvanecimiento. La primera razón que se debe consignar, es la invasión, por parte del teólogo, de los ámbitos y competencias del científico o del filósofo. No creo necesario ahondar más en un aspecto tan obvio del asunto, un aspecto que ha dejado tan escaldada a la teología cristiana, que la ha llevado incluso, a mi juicio, a abandonar algunas competencias reflexivas que sí son suyas. Volveré sobre esto un poco más adelante. Ahora bien, esta claro que esta invasión, que de hecho se ha producido en a lo largo de nuestra historia, no viene obligada ni refrendada por ningún aspecto esencial de la religión cristiana, ni siquiera de la teología cristiana, y podemos apartar de ella ahora, en principio, nuestra atención.

B) En segundo lugar, hay que referirse a esas ocasiones en las que el carácter “refutador” de un contenido científico se basa, sobre todo, en un grave desconocimiento de la teología cristiana o de la tradición de pensamiento filosófico con que se ha ido configurando a lo largo de la historia. Por ejemplo, por recoger la última de las preguntas de Federico - la única que me atreveré a contestar sin devolver otra pregunta como respuesta -, la posibilidad de vida inteligente extraterrestre es algo perfectamente asumible, aunque no exigido, por toda nuestra tradición de pensamiento, pongamos desde Orígenes hasta Kant. Tengo ahora mismo en la cabeza numerosos pasajes en los que se podría fundamentar esta afirmación, - y casualmente en la mesa uno de ellos, el prólogo de la Fundamentación de la Metafísica de las costumbres de Kant -, pero no creo que sea necesario traer ahora a textos a colación. El caso es que, en toda esa tradición, la noción de persona no se establece desde un criterio biológico sino ontológico, es decir, una persona es un ser capaz de conocer el bien y la verdad y de estar o no

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estar de acuerdo con ellos; que en el fondo son dos aspectos del uso de una misma facultad llamada genéricamente Razón. Que el ser humano sea, pues, un animal racional no implica que no pueda haber por ahí, ahora o en el futuro, ninguna otra clase – terrestre o extraterrestre -, de animales racionales desconocida; e incluso de seres racionales no animales, en cuya posibilidad, por ejemplo, Santo Tomás no podía “creer” sencillamente porque estaba convencido de conocer positivamente su existencia: eso eran los ángeles. Dejando, pues, a un lado la polémica acerca de la posibilidad o imposibilidad de otros “mundos” - expresión que, a veces, se refería a otros planetas habitados, otras veces a otros universos y otras, en fin, a otras creaciones -, polémica que está presente en toda nuestra historia de la filosofía, al menos hasta el siglo XIX y que daría pie a un magnífico artículo sobre los seres extraterrestes en la historia de nuestro pensamiento, la cuestión de fondo aquí parece bastante clara. Si es usted un ser inteligente y libre, no importa de lo lejos que venga o el aspecto que tenga, entonces es usted una persona. No es precisamente una antropología cristiana de corte tradicional la que tendría más problemas con un marciano. Lo mismo sucedería, por ejemplo, por lo que se refiere a la consideración del tiempo como un ingrediente más del universo, que permitiría, eventualmente, compatibilizar la idea cristiana de creación con la de un universo eterno; o con temas como la consideración del alma como forma del cuerpo a la que me voy a referir a continuación.

Ya he dicho que no niego que muchos estilos de religiosidad, también dentro de la tradición cristiana, hayan sido o sean incompatibles con una actitud científica rigurosa, pero conviene no perder de vista que sucede exactamente lo mismo con otros tantos estilos de militancia política, de personalidad social, o, incluso de mentalidad científica –repásese cualquier manual serio de historia de cualquier ciencia. Por otra parte, se omite estrepitosamente el dato histórico que lo que chocaba con la física del científico Newton o la zoología del científico Darwin no era tanto una religión, sino la también física del también científico Aristóteles o la también zoología del también zoólogo Cuvier. Cualquier inteligencia medianamente saludable no podrá menos que encontrar digna de una más profunda reflexión esta presuposición del hombre moderno según la cual, mientras los demás ámbitos del saber deben apechugar con sus traspiés, hay algo en el estatuto epistemológico de nuestra biología o nuestra física que legitima que se le imputen sólo los aciertos. A nadie se le ocurre imaginar que el presidente de algo así como una asamblea cósmica de físicos haya de pedir perdón a la humanidad en la prensa por el éter, la reversibilidad del tiempo – si aceptamos las tesis de Prigogine –, la teoría del estado estacionario de hace veinte años, o no haber dado aún con una fusión inocua que suponga una fuente inagotable de energía. Por otra parte, presentar el geocentrismo o el fixismo como disparates perpetrados por la religión o la metafísica, cuando en realidad fueron disparates perpetrados por la propia ciencia - y, por cierto, acaso inevitables en determinados estadios de su desarrollo-, no es sino utilizar la religión, la filosofía o la literatura como vertederos de los productos de desecho que la propia actividad científica ha ido generando a lo largo de su proceso de constitución - y que, a tenor del criterio de falsabilidad, seguirá generando en el futuro. Se ha dicho que, contemplada desde la sucesión de sus paradigmas, la historia de nuestra ciencia no es tanto la de nuestra liberación de cualquier prejuicio – que , desde la dialéctica de Platón, es el ideal de la filosofía, ese ideal del que brota su supremacía epistemológica intrínseca pero que, al mismo tiempo, la paraliza desde la perspectiva del progreso tecnocientífico -, sino la de la adopción de los prejuicios más convenientes para la resolver los problemas que se tienen que resolver. Yo creo que es decir demasiado, pero cuando a lo largo de un solo curso académico como éste, tenemos ocasión de contemplar la consternación de algunos colegas científicos ante la posibilidad de que la luz vaya mucho más deprisa de lo que enseñaba a comienzo del curso, o de que Neandertales y Cromañones se mezclaran genéticamente, además de un amago de indignación solidaria con todos aquellos alumnos suspendidos el año pasado - y acaso hoy repetidores de letras -, por haber sugerido tales cosas en sus ejercicios adelantándose a su tiempo, no puede dejar de esperarse, con verdadero interés, la primera generación de científicos que tenga que asumir sus propios fallos desde su

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propia metodología, sin podérselos endosar al cura, al filósofo o a esa comunidad académica “tradicionalista” que gobernaba la facultad cuando ella estudió y que no permitía investigar las cosas como es debido.

C) En la mayor parte de los casos, sin embargo, he podido constatar que la disolución del conflicto inicial entre la ciencia y el cristianismo procedía, y esta es, creo yo, la razón más interesante a considerar, de la debilidad o incompletitud argumental que aqueja a las inevitables, insisto, inevitables, adaptaciones metafísicas a las que hay que someter cualquier dato, científico o no, para convertirlo en significativo en un contexto de debate sobre lo que sea real o no y sobre el sentido de lo que el hombre deba pensar, decir o hacer en la realidad y en vistas a ella.

En efecto, dejando ahora aparte el problema, bastante técnico, de si el trabajo específico de la ciencia es el de obtener datos o es, más bien, el de interpretarlos según principios y modelos racionales; lo específico de los datos de nuestra ciencia, lo que hace de un dato un dato científico, no es, en absoluto, el hecho de ser verdadero – es verdad que yo estoy escribiendo ahora esta frase y ni yo ni los lectores necesitamos, ni podemos, hacer nada científico para saberlo-, sino el haber sido obtenido de acuerdo con una metodología científica, es decir, de acuerdo con un modus operandi consensuado y en un contexto epistemológico necesariamente artificial y específico que utiliza, igualmente, un lenguaje ad hoc, especializado y, por lo general, de carácter formal- cuantitativo, para regularse. Ahora bien, traducir este lenguaje ad hoc a un lenguaje universalmente significativo es una tarea, seguramente posible y necesaria, pero extraordinariamente compleja y, en cualquier caso, inabarcable por la mencionada metodología científica, sólo asumible desde fuera de ella. Es decir, que no hay interpretaciones más o menos “científicas” de los datos de la ciencia, o que, si queremos hablar así, entonces estamos empleando dos acepciones completamente diferentes del término “científico” en un misma frase: la segunda, relativa a una metodología de producción, predicción y manipulación, y la primera, referida a un ideal de racionalidad objetiva. Todos los que hemos estudiado las polémicas de los filósofos naturales siglos XVII y XVIII, cuando los físicos llevaban todavía muy suelta su melena filosófica, sabemos hasta qué punto la interpretación del contenido de una misma fórmula o experimento podía lugar a cosmologías absolutamente contrapuestas.

Tenemos, pues, que para dirimir controversias que interesan al género humano en su conjunto es preciso utilizar proposiciones no especializadas y no cuantitativas, y que, a su vez, tampoco son nunca transcripciones obvias ni necesarias de proposiciones especializadas y cuantitativas. Así, cuando leo titulares tales como no somos más que materia organizada, presentados como provocativos envites de la ciencia a una religión o una metafísica tradicionales - que a lo mejor tampoco comparto del todo -, además de asombrarme el hecho de que hombres cultos de una vieja civilización cristiana ignoren que, con tales afirmaciones, están reproduciendo, acaso, cabalmente el pensamiento de Aristóteles – lo que nos devuelve al epígrafe anterior -, me asombra mucho más el hecho de que sus autores no se den cuenta de que el sentido de tales afirmaciones procede, en lo esencial, de un acervo común de conceptos, presupuestos y modelos instituidos por esas mismas tradiciones filosóficas y cuya revisión desborda por completo el ámbito de su competencia profesional– aunque no necesariamente, desde luego, el de su competencia intelectual como ser humano que piensa.

No se critica, pues, que el científico acabe haciendo metafísica, no puede dejar de hacerlo, lo que se critica es la negativa a reconocer que eso es ya otro cantar. ¿Qué significa no somos más que materia organizada? ¿Quiere decir potencia organizada, o masa organizada, realidad organizada? ¿ Es esta organización otra realidad distinta de la propia materia que organiza o es también algo de la materia?, en cuyo caso la fórmula parece redundante. ¿Es también

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materia la información? ¿Puede concebirse información sin materia? ¿Por qué no decir: no somos más que organización materializada?- cosa con la que no solamente Aristóteles sino también Platón estarían básicamente de acuerdo -,o – habida cuenta de lo que cuesta organizar una simple estantería en el cuarto de los niños -, por qué no decir mejor: somos nada menos que materia organizada. Qué número en qué fórmula exige el “nada más” en vez de el “nada menos”, que, lejos de ser un asunto trivial , podría ser incluso, mire usted por dónde, el aspecto más interesante de la cuestión hoy – esa formidable cosmología del siglo XX que construye Zubiri y que Iturrioz nos presenta, por cierto, admirablemente, se vertebra justamente sobre este matiz.

¿Qué diantres hará que organice la materia?, ¿puede concebirse materia desorganizada, o mejor - anticipándonos a los teóricos del caos -, tan desorganizada que no haya manera de hacer carrera de ella por ser absolutamente refractaria a toda forma de racionalización? – eso era la materia en Platón. Además ¿ con qué criterio se organiza esta materia? ¿Hay formas mejores y peores de organizar la materia?, y si es así, en virtud de qué criterio, tal vez por ser más baratas, más redundantes, más originales, más informativas. ¿Podemos organizar también nosotros un poco de materia a nuestro buen criterio o sería de nuevo la materia organizándose a sí misma? en cuyo caso queda un poco en el aire nuestro afán por organizar nada de un modo diferente a como está organizado; a menos, claro está, que la materia también pueda ser capaz de auto-organizarse. Pero, si es así, porque no llamarla, mejor, organiceria o espiriteria, como proponían, por cierto, los platónicos de Cambdrige. Al proponer, además, no sólo que somos materia sino que no somos sino materia, ¿se autoriza el uso de expresiones tales como: ¿Problemas amorosos? Reorganice eficazmente su materia en quince días? ¿Será la organización una vocación última de la materia o es una simple manía que tiene porque sí, o no tiene sentido preguntarse esto, en cuyo caso parece también un poco arbitraria la elección del término organización. Tal vez algunas personas no llamarían organización a un estado del universo que nos puede imponer morir de cáncer a los treinta años, y podrían preferir llamarlo desbarajuste. Me parece claro que, sin abordar todos estos aspectos, una formula del tipo, no somos más que materia organizada viene a ser poco más que un brindis al sol. Claro que puede tener sentidos comunicativos muy específicos, como matar por enésima vez al dragón metafísico del dualismo platónico - que debe ser mucho más poderoso de lo que parece cuando es menester seguir matándolo todas las semanas, y llevamos tres siglos -, o bien quiere decir, la gente sigue yendo a misa es ignorante, o supersticiosa, o neurótica; o bien, dicho por un teólogo cristiano podría sonar a: tenemos que redefinir nuestra noción de cuerpo, o tal vez, para los oídos de algún aborigen: escuchad al hombre listo de la bata blanca que y dejadle hacer, que él os hará felices. Pero es obvio que todas estar interpretaciones significativas dependen sobre todo de la intención del hablante y del contexto comunicativo o mediático en el que se formulan, y que, de ninguna de las fórmulas o experiencias que el científico maneja con incuestionable pericia, ni de sus más eficaces aplicaciones, se puede desprender, sin más, la solución a nuestra lista de interrogantes. Ahora bien, ninguno de estos interrogantes, traídos a colación a modo de ejemplo, es trivial ni tampoco completamente ajeno a la tarea de comprender lo que aquellas fórmulas o a aquellas aplicaciones pueden querer decirnos. Se alumbra aquí así una forma neta de barbarie e irracionalidad totalmente vigente, y expansiva, en nuestra cultura, y que consiste en la legitimación permanente del especialista moderno para llamar palabrería sin sentido a todo aquel lenguaje en el que su especialidad no tiene la última palabra.http://www.ciudadredonda.org/caminos/laicos/ciencia-fe_1parte.htm

III. Ciencia y razón: Una relación complicada.

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Estamos pues ya, me parece, en condiciones de poder sistematizar un poco más mi propuesta para este debate, y el punto de partida para esta sistematización lo recoge la afirmación siguiente: creo que nuestro debate no es en realidad un debate sino cuatro. En efecto, si repasamos la lista de interrogantes propuestos por Federico al final de sus dos trabajos nos encontramos con que, al menos, involucran cuatro problemas distintos.

1) El primero es un problema netamente epistemológico y se refiere, de un modo muy general, a las relaciones entre conocimiento y creencia. Problema al que, por cierto, las tradiciones pragmatista y analítica del pensamiento contemporáneo han prestado una atención creciente. Valgan como ejemplo las interesantes aproximaciones pragmatistas a la naturaleza de la creencia humana, que nos la presentan, ya como el como el punto final ineludible en toda investigación, ya como el motor de cualquier praxis, también de la praxis científica. Baste, por ahora, esta indicación de un problema que yo veo aquí involucrado pero que, acaso, discurre por un substrato argumental tan básico que todavía nos pilla un poco lejos. El lo que sigue voy a referirme, tan sólo, a los tres siguientes.

2) El segundo problema es un problema específicamente teológico y se refiere a las relaciones entre fe cristiana y razón.

3) El tercero, en cambio, es un problema de carácter cosmológico, y es el es el que se ha encerrado tradicionalmente en la disputa teleologismo-mecanicismo. Se trata de averiguar o sugerir qué interpretación de le debe otorgar a esa “organización” que nos permite comprender la Naturaleza, y hacerlo precisamente como Naturaleza, o, si se prefiere, de cómo resolver el misterio inicial de la inteligibilidad del cosmos, de que el universo sea comprensible. Esta aquí también en juego la objetividad y alcance de la atribución al cosmos, por parte del hombre, de tales o cuales tendencias o principios que pudieran ser relevantes, de una u otra manera, a la hora de organizar nuestra praxis.

4) El cuarto problema, en fin, es el problema crítico de las relaciones entre la ciencia actual y la razón. A mi modo de ver es este último problema, es decir, no el problema de las relaciones razón-fe, sino el de las relaciones razón-ciencia, el que más directamente se expresa en esa disolución del enfrentamiento ciencia religión a la que he comenzado por referirme, y que todavía está por interpretar. Creo, además, que es el problema al que me toca ahora referirme un poco antes de finalizar.

En efecto, creo que puedo tratar muy de pasada los problemas 2 y 3 porque su abordaje lo han acometido ya, y por cierto con una competencia superior a la mía, otros tres miembros de este equipo. El trabajo de Pablo Largo sobre la encíclica Fides et Ratio, y buena parte del de Ildefonso Murillo: Razón científica y fe cristiana, abordan suficientemente la segunda de nuestras cuestiones y su relectura queda, pues, desde aquí, recomendada al respecto. El Trabajo de Luis Angel Iturrioz: ¿La fe cuestionada por la ciencia? por otra parte, ha traído ya a colación alguna de las ideas que voy a esbozar seguidamente y, sobre todo, nos presenta, de la mano de Zubiri, un magnífico ejemplo de la pertinencia y apertura que hoy sigue teniendo la cosmología filosófica, y de hasta qué punto la alternativa mecanicismo-finalismo continua abierta desde un estricto atenimiento al contenido de la ciencia actual. Otra cosa es que, como señalan algunos autores - entre otros Habermas -, el expediente haya de considerarse como metafísicamente cerrado - opinión bastante discutible -,y no quepan nuevos enfoques e interpretaciones del asunto, como el que sugiero un poco de pasada en el pequeño artículo de Diálogo Filosófico de Abril.[1] Solo añadiré que siempre he visto en la obra de Zubiri y en su “materismo” un magnífico ejemplo de interpretación filosófica coherente y legítima - siempre con un margen inevitable de incertidumbre -, de los datos generales de nuestro saber científico. Me parece también representativo, en este sentido, el hecho de que, tanto en el caso del el Big Bang como en el de la teoría neodarwinista de la evolución, nos encontremos a un sacerdote católico que trabaja de manera relevante en la formulación – Georges Lemaître -, o consolidación – Teillard de Chardin -, de las respectivas teorías. El hecho de que, salvo notables excepciones, la mayor parte de los filósofos contemporáneos hayan renunciado a hacer cosmología, como, con toda justicia nos reprocha Hawking en su popular Historia

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del tiempo, no significa que la cosmología haya dejado de existir ni que el cosmos haya dejado de estar radicalmente abierto a lecturas metafísicas diversas.

Por lo que al problema número 2 se refiere me gustaría añadir tan solo una breve reflexión. A mi modo de ver, es justamente desde el ámbito de la teología desde donde resulta más sencillo garantizar el acuerdo entre razón y fe. Ello es así porque aquí sí es posible asentar como postulado teológico el de que la ciencia no puede entrar nunca en contradicción con la fe cristiana porque las verdades que la ciencia consigue para la humanidad son, precisamente, un ingrediente esencial en el desarrollo y en la fundamentación de los contenidos de esa fe cristiana. Es decir, la ciencia forma parte de la revelación del ser – revelación natural pero no menos necesaria y asombrosa que la sobrenatural - que Dios tiene previsto para el hombre. No es posible, pues, para el hombre ninguna clase de saber de lo sobrenatural que no se monte sobre un saber de lo natural, y no existe ningún saber de lo natural que resulte trivial de cara a un esclarecimiento más pleno de la revelación cristiana.

Es conocida la anécdota de la mujer de cierto pastor anglicano que, al ser puesta al corriente de las tesis de Darwin exclamó, espero que no sea verdad, pero si lo es, espero que no trascienda. Pues bien, creo que pensar así es una enorme herejía y que la actitud cristiana más genuina es, justamente, la de esperar - y trabajar - por que se conozca cuanta más verdad mejor en todos los ámbitos, y por que esa verdad trascienda, también cuanto más mejor. Al fin y al cabo, creemos realmente que toda verdad procede del Espíritu Santo. Así pues, y sin caer en cientificismos declarados o encubiertos, debemos apostar siempre porque el progreso objetivo en nuestro conocimiento de la realidad natural, incluso y sobre todo cuando nos obliga a cambiar nuestra idea de Dios, nos está enriqueciendo y nos está acercando a El. Por eso me parece tan oportuno recordar que la fe en la religión cristiana implica, fe en el hombre y fe en la capacidad del hombre para conocer progresivamente la verdad de un universo que es racional y que puede ser un magnífico hogar para nuestras aspiraciones de perfeccionamiento humano; es decir fe en la historia y en la ciencia. Me parece en este sentido, muy digno de meditar el hecho de que a finales del milenio haya sido precisa una encíclica para recordárselo a muchos teólogos católicos, así como también el de que la mitad del gremio teológico postmoderno se haya sentido tan incómodo con este recordatorio. Claro está que el especimen aquí denominado teólogo postmoderno no reacciona exactamente igual que la mencionada esposa del mencionado pastor, pero las tajantes distinciones que se estilan entre ciertas nociones de verdad – como algo que hace la ciencia – y ciertas nociones de sentido, como otra cosa donde, según parece, nos jugamos todo, pero que no tienen nada que ver con lo anterior, guardan, en el fondo, un cierto aire de familia con la espontánea reacción de nuestra buena señora: me da lo mismo que lo que pueda decir el biólogo sobre el hombre porque esa clase de cuestiones, en el fondo, no son en absoluto pertinentes para saber qué es el hombre.

IV. Las cuatro fronteras del discurso científico. Pero es, como he dicho, en el cuarto de nuestros problemas, el de las relaciones entre ciencia moderna y razón, donde quisiera hacer un poco más de hincapié para finalizar. Si hay dos tópicos fundamentales en nuestra cultura mediática, esos tópicos son: que las ciencias naturales tienen el monopolio del saber racional y objetivo y que con el tiempo suficiente, y sin las rémoras y los prejuicios de la tradición, la técnica podrá solucionar todos nuestros problemas. En ambos casos se concluye que debemos hacer y pensar lo que digan los especialistas. Pero sucede, precisamente, que no hay especialistas en la realidad y que lo que se debe o no se debe hacer y pensar por parte del ciudadano no forma parte, en ningún caso, del reino de la naturaleza. En consecuencia, que nuestra ciencia no tiene ni el monopolio ni la última palabra acerca de lo que debe considerarse un buen argumento o un argumento racionalmente legítimo es, posiblemente, el punto más

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ampliamente consensuado de todo el pensamiento contemporáneo. De ello se sigue, también, que desarrollar este asunto con verdadero rigor y sistematicidad implique una relectura de toda la filosofía de los siglos XIX y XX, lo cual, huelga decirlo, es imposible aquí. Así que me voy a limitar a proponer una brevísima sistematización de todos estos argumentos con vistas, sobre todo, a articular mejor nuestro debate y, en modo alguno, a zanjarlo.

En realidad nos hallamos ante la vieja y venerable observación de que para ensayar comprensiones últimas de la realidad hay que habérselas con la totalidad de lo que hay, y hay que hacerlo, además, desde una revisión sistemática y radical de todos presupuestos que nuestro lenguaje pueda incorporar. La renuncia explícita y decidida a estos dos condicionantes es, justamente, el acto fundacional de la ciencia moderna que, en aras de una legítima apreciación de la eficacia y el progreso como valores supremos, delega, de antemano, la custodia de estas dos dimensiones de la racionalidad que podemos llamar pantonomía y autonomía, según la célebre terminología orteguiana. La jugada es legítima y provechosa para todas, pero surgen de aquí, a mi juicio, cuatro limitaciones intrínsecas de todo lenguaje científico que paso a enumerar como otras tantas fronteras de nuestra ciencia.

La Primera FronteraLa primera de ellas es la frontera categorial. Una frontera de la que se va cobrando conciencia a lo largo del siglo XVII – podemos pensar en el laberinto de lo continuo de Leibniz o en el análisis humeano de la noción de causalidad –, y que encuentra su primera formulación clásica en la dialéctica trascendental de la Crítica de la razón pura. Sucede, en efecto, que para pensar y compartir pensamientos son necesarios los conceptos. Los conceptos que manejamos no sólo posibilitan nuestra comunicación sino que configuran, también, nuestra memoria, estructuran nuestras experiencias, producen conocimientos nuevos y orienten nuestra acción. Ahora bien, los conceptos que en un momento dado se revelan eficaces y adecuados en un ámbito manipulativo-experimental, materia, energía, espacio etc., cuando aspiran a convertirse en categorías metafísicas, y ya hemos establecido que todo lenguaje que aspire a referirse a lo real como tal es un lenguaje metafísico, deben acatar unas reglas de uso que no vienen determinadas sólo por el substrato experimental cuantitativo en el que los maneja el científico, sino también por condiciones intrínsecas al propio discurso y argumentar humano.

Pensemos, por ejemplo, en el caso del Big bang. Explosionar es un concepto cuya referencia objetiva, no meramente analógica, debe encontrarse dentro del ámbito de los eventos que el hombre puede experimentar y producir. El terrorista nos lo recuerda todas las semanas. En un sentido propio, parece, pues, referirse a un acontecimiento que supone ya un lugar donde ocurre la explosión, un tiempo en el que transcurre y determina al menos un antes de la explosión, un algo que explosiona, así como unas leyes que determinan el proceso precisamente como explosión y no como implosión o combustión o condensación. Huelga decir que formulaciones de la teoría del Big bang que no aspiran a abandonar un terreno de significación especializado y no presuponen un tránsito directo y unívoco al lenguaje general sobre la realidad, como, por ejemplo: el Big bang nos indica que hay un momento particular en el que la materia, tal como la conocemos, surgió del vacío cuántico; no llegan plantear necesariamente este problema.[2] Pero si pasamos de estas formulaciones a otras más radicales del tipo el universo - entendido como totalidad de realidad existente - se explica por una gran explosión que sucedió hace veinte mil millones de años, el problema no es tanto que se ofenda a tal o cual religión, pues, a fin de cuentas, no hace falta ni el Big bang ni la ciencia moderna para proponer, como Lucrecio, una cosmología materialista - que, por otra parte, podría ser compatible con otras formas de religiosidad -, sino que nos estamos involucrando en una serie de controversias epistemológicas sobre los usos racionalmente legítimos o ilegítimos de nuestras categorías que tienen también su historia y sus reglas.

En primera instancia resulta claro que una explosión que requiere ya para concebirse propiamente todos los presupuestos antes enumerados, espacio, tiempo, etc., no puede pensarse como origen último, ni siquiera de la realidad física, a lo sumo, de la actual configuración de un universo que acaso no se agote en esa

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configuración y podría haber asumido otras. Por supuesto, sabemos que, con diversos matices y variantes, lo que estaría sugiriendo la física moderna es, más bien, que esa explosión inicial origina también el tiempo, el espacio, las leyes que informan el universo, y todo lo que el propio universo contiene. Pero dar este salto entre el uso común de explosión y nuevo uso que, a diferencia del común, esta eximido de toda referencia a un dónde, un cuándo, un cómo, un qué y un por qué previos y distintos de sí misma, aunque puede ser, en principio, legítimo, pone en marcha una serie de problemas metafísicos, en orden a redefinir todas esas categorías involucradas.

Ello es así, insisto, no por razones experienciables en las que, por descontado, no tengo competencia, sino por simples razones categoriales: explosionar significa lo que pasa con los petardos en las fallas, los misiles en las guerras y las empanadas congeladas en los microondas, y no es fácil habilitar una acepción común para todas esas cosas y un comienzo absoluto del propio marco fenoménico dentro del cual acontecen como eventos, algo para lo que las preguntas de ¿qué explosionó? o ¿y por qué entonces y no antes? todavía no pueden hacerse porque no hay nada ni cuándo. Un ejemplo de la clase de problemas que surgen cuando pasamos de tecnemas a filosofemas podría ser el siguiente. Si definimos la eternidad como la condición inherente a algo X tal que es imposible que haya existido o exista un instante de tiempo T en el que ese algo X no exista también - que es una de las acepciones más usuales -, la afirmación de que la misma explosión originante del universo origina también el tiempo como ingrediente de aquél parece implicar necesariamente la de que el universo es eterno. Pero, por otra parte, la afirmación de que el universo es eterno desde hace 20 millones de años - que a mí me parece particularmente hermosa y digna de explorar y, desde luego, no estoy seguro de que sea necesariamente un disparate; pensemos que ya Goethe ponía en circulación, para probar la eternidad del alma, un argumento similar pero referido a cada conciencia humana finita, con su famoso lema: puesto que soy eterno –, no es una frase que se pueda utilizar sin modificar drásticamente el contenido habitual de los conceptos involucrados, modificación que, además, exige ser explicitada.

Igualmente, si se admite que la explicación científica moderna implica la referencia a una vinculación causal entre un estado dado del universo y el estado del universo precedente, no parece que hablar de una explosión antes de la cual no puede hablarse de universo, ni siquiera de antes, sea distinguible de la afirmación: el universo existe porque sí.[3] En otras palabras, que explicar el universo por un evento que sólo puede concebirse ya como contenido en el universo, aunque sea exactamente contemporáneo de su génesis, nos devuelve abiertos e intactos los eternos y viejos problemas de la cosmología filosófica tradicional. Problemas tales como el de si la mega-fórmula que explicara la estructura y funcionamiento del universo debería explicar también por qué hay universo y no nada, así como por qué ese universo con esa fórmula y no otro, etc. La verdadera cuestión a la que quería venir a parar es, pues, la de que no cabe la menor duda, a estas alturas de nuestro desarrollo epistemológico, de que la clase de trabajo intelectual que debemos hacer a la hora de determinar qué es y qué no es un buen argumento sobre los todos y las partes, los procesos y los objetos, los principios y los eventos, de la realidad, es esencialmente distinta de la de se realiza para medir el alejamiento de las galaxias o la radiación de base en el universo.

La Segunda FronteraEsta observación nos aboca, pues, a la segunda de nuestras grandes fronteras que es la frontera lingüística. Como se trata del motivo que antes exploraba a propósito de la expresión no somos más que materia organizada, no voy a insistir ahora mucho más en ella. Acabamos de decir que, hablar de la totalidad de lo real, o de la realidad como tal, es algo que sólo puede hacerse desde un lenguaje unificado capaz de integrar en su seno el contenido de todos los lenguajes particulares y específicos del hombre y además, y muy particularmente, el del lenguaje cotidiano, el de la vida corriente. Ello implica, además de lo apuntado en el apartado anterior, un notable esfuerzo de creatividad lingüística, y un campo decididamente abierto a la poesía, a la metáfora, desde el momento en el que la analogía se revela como mecanismo fundamental para realizar dicha tarea. Un artículo muy pertinente al

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respecto me pareció en su día el de ¿Ah, pero el universo era plano?, de Cayetano Lopez - en El país del 24 de Mayo del 2000. Abunda el autor, tal vez sin saberlo, en un tema ya clásico de la filosofía desde finales del siglo XIX. Posiblemente uno de los méritos mas indiscutibles de los pensamientos de Federico Nietzche o de Ludwing Wittgentein haya sido el de demostrar plamariamente esta faceta poética del lenguaje científico. Por mi parte, después de oír detenidamente a Federico Morán hablarnos sobre el Big Bang, creo que archifulguración autoexpansiva es una metáfora mucho más precisa y hermosa para referirse a lo que se nos estaba explicando. En primer lugar porque no creo que algo que debe decirse en inglés pueda explicar realmente el origen del universo en el que yo habito. Y, después, porque creo que mi referencia a lo originario a través del griego “archi”, y al papel de la energía, la luz y la estructura del espacio, mediante los términos fulgor y expansión, dan una idea mucho más grandiosa del evento. Personalmente me interesaría mucho conocer la opinión de Federico Morán sobre el tema, como también me gustaría saber si hay alguna objeción experimental seria para preferir la fórmula siguiente: la evolución nos enseña que los seres vivos sobreviven para evolucionar, a la tradicional fórmula: la evolución nos enseña que los seres vivos evolucionan para sobrevivir. A fin de cuentas, el uso del “para” en nuestra biología sigue siendo, básicamente, una licencia poética.

La Tercera FronteraLa tercera frontera a la que me quiero referir es la frontera metodológica, es decir, todas aquellas limitaciones que son intrínsecas a nuestro razonamiento científico, precisamente en virtud de su metodología. Por ejemplo, la imposibilidad de refutar empíricamente todas las hipótesis alternativas que pueden manejarse en un momento dado. Teniendo en cuenta que un universo puede ser perfectamente racional y, a la vez, infinitamente complejo, la permanente refutabilidad de cualesquiera teorías en cualesquiera momento de su desarrollo podría ser una condición intrínseca del propio progreso científico. Pero sin necesidad de entrar en argumentaciones tan específicas – el filósofo puede sufrir del la misma especialitis que reprocha en el científico -, se pueden proponer algunos ámbitos en los que la pretensión de lenguaje definitivo sobre la realidad, que podría acariciarse para el de la ciencia, aparece seriamente restringida. Se me ocurren ahora tres ejemplos muy claros.

A) Las cuestiones fronterizas entre dos o más ramas de la investigación científica. Pensamos en el caso de la mente y su posible abordaje tanto por el estudio del cerebro, como por el de la conducta, como por el de los contenidos inferidos de esa conducta. Las llamadas ciencias cognitivas, la psicología o la neurología aplican, así, legítima y eficazmente, variantes distintas de nuestra metodología científica sobre un mismo ámbito de realidad. O pensemos, por ejemplo, en el problema de si el proceso de hominización fue o no un proceso intraespecífico y social, posibilitado, claro está, por una base biológica, o un evento genético. Es decir, si el problema de la aparición del hombre en la tierra es el de la aparición de la o las primeras comunidades humanas, en cuyo caso sería competencia de la historia y su método de explicación netamente idiográfico – comprender un proceso o evento en sí mismo sin subsumirlo en leyes generales comunes con otros procesos o eventos distintos -, o es el de la aparición de un genoma, en cuyo caso siendo competencia exclusiva de la biología y su modelo nomotético – explicar es subsumir algo como caso particular de unas leyes generales que se cumplen en él.

B) Tenemos, también, la imposibilidad de eliminar por completo la dependencia argumental respecto a problemas epistemológicamente pertinentes para las diversas ciencias de los que, sin embargo, no trata ninguna ciencia: ¿por qué funcionan las matemáticas en el universo? o ¿hasta qué punto llega la inteligibilidad de éste?

C) Y tenemos, también, la limitación que surge del problema epistemológico - al que, por cierto, le vaticino un brillante futuro inmediato -, de qué ciencias debe haber y cuáles no son ya necesarias o convenientes. Pensemos, por ejemplo, en la propuesta de H. A. Simon, hacia los años sesenta, de crear unas ciencias de lo artificial, o en el cuestionamiento radical que la sistémica o la informática hacen de

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nuestras distinciones tradicionales entre ciencias formales y experimentales, naturales y sociales, puras y aplicadas.

La Cuarta FronteraLa cuarta frontera, en fin, muy emparentada con la anterior, es la que se desprende del carácter intrínsecamente tecnológico, es decir, productivo de lo que la ciencia moderna puede concebir como explicación. En el lenguaje de la ciencia actual, decir que podemos explicar algo cuya reproducción nos resulta inconcebible, siquiera en condiciones ideales, es, sencillamente, contradictorio. La naturaleza misma del experimento moderno y la restricción que la ciencia moderna realiza de la noción clásica de causalidad al ámbito de la causalidad eficiente, - explicar algo es, en suma, saber qué hay que hacer para producirlo -, imponen una dimensión netamente tecnocientífica a nuestra comprensión de la Naturaleza. Esto no es una perversión de nuestra cultura o una manía de nuestra ciencia, como a veces se sugiere, es la condición de posibilidad misma de la ciencia moderna, tal y como han señalado, entre otros, por ejemplo, Scheler, Heidegger, Ortega, Arednt, o toda la llamada Escuela de Frankfurt. A propósito de esta última, por cierto, debe destacarse aquí, como un aspecto eminente en la fijación de esta frontera, su crítica de la racionalidad instrumental, es decir, del agotamiento de lo racional en lo tecnocientíficamente eficaz. De todas formas, aunque tecnociencia moderna no sea necesariamente falacia tecnocrática y aunque, en un plano estrictamente epistemológico, ser capaz de producir el efecto o el objeto deseado en el momento deseado es, sin lugar a dudas, un factor primordial y un magnífico argumento a la hora de certificar la objetividad de lo que pensamos acerca de la realidad, la asimilación absoluta entre conocimiento y reproductibilidad no deja de ser objetable. Entre muchas otras razones, porque la capacidad de creación humana opera siempre en un contexto estable y ya dado de infinitas variables, el universo, que no ha creado él ni es preciso conocer para manipularlo eficazmente en ocasiones. Producir una célula viva en un laboratorio sería saber mucho más sobre la vida, pero no es saberlo todo sobre la vida, ni siquiera sobre la vida producida, ni sobre por qué está en el universo; aunque sólo sea porque el investigador que consiguiera una cosa así no dejaría de ser, en suma, otro ser vivo que ha sido necesario para esa producción.

Explorar un poco más todas estas controversias nos llevaría de cabeza al desarrollo de la teoría del conocimiento contemporánea en su práctica totalidad y no parece ser ahora el caso. Creo que, con lo dicho, mi afirmación de que el problema de las relaciones ciencia-razón, es un problema epistemológico previo al de las relaciones ciencia-fe, queda lo suficientemente fundamentada como para poder proponerse, inicialmente, en nuestro debate y que, por tanto, debo cerrar ya mi turno de palabra, aunque sea, como en este caso, escrita.

ATRÁS

NOTAS1) A propósito del memorable ejemplo del cordero asado de Iturrioz, me atrevería a sugerir la pertinencia de organizar una comida, a estas alturas de nuestra singladura común - cuya financiación, por supuesto puede quedar a cargo de los propios participantes -, y me pregunto si no sería el caso de organizar con todas las publicaciones aquí referidas, eventualmente retocadas o no- un pequeño volumen en que el que, además, Miguel Angel se podría estirar un poco cumpliendo galanamente con un prólogo. Los dos escritos de Federico Morán harían un hermoso papel como capítulos 1 y 2; este mío, tal vez un poco más “academizado” un capítulo 3, los de Pablo e Ildefonso como capítulos 4 y 5, y Rosamunda, terciando como creyere menester. (vuelve al texto)2) Prigogine, I. Las leyes del caos. Crítica. Barcelona, 1999, p.111. (vuelve al texto)3) Aprovecho este momento para exponer mi opinión, que no afecta en absoluta al desarrollo de la argumentación que ahora estoy realizando, de, realmente, la física moderna, en tanto que saber restringido al ámbito de lo fenoménico, sólo puede concebir el universo como eterno, si quiere concebirlo como universo, y, al mismo tiempo, sólo puede concebirlo como originado en un momento preciso, si es que quiere pensarlo como algo plenamente racional, con lo que volvemos, de hecho, a las viejas antinomias kantianas para las cuales, por cierto, no he leído todavía una respuesta cabal por parte de la física

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contemporánea – la referencia de Hawkins a Kant en historia del tiempo no roza siquiera la argumentación Kantiana.http://www.ciudadredonda.org/caminos/laicos/ciencia-fe_2parte.htm

¿La Fe cuestionada por la Ciencia? 

Luis Ángel Iturrioz cmf 

 El Presente trabajo fue presentado por el autor en una de las reuniones tenidas por el Equipo Provincial Fe-Cultura de la Provincia Claretiana de Castilla , en el año 2000

   Los temas propuestos para esta sesión son dos: origen del universo y origen de

la vida humana en el contexto de una hermenéutica de la fe desde una perspectiva científico-filosófica. Se relacionan aquí enunciados cognitivos provenientes de tres instancias: Ciencia, Filosofía y Teología: Y, acerca de ellas, se propone una cuestión que juzgo previa: qué entendemos por conocimiento científico y sus relaciones con otras expresiones cognoscitivas: Filosofía y Teología. El núcleo de esta cuestión previa es epistemológico.  

La epistemología fundamental pretende dar una explicación científica (apoyada en los resultados de la ciencia) del conocimiento y encontrar el sistema de causas reales que lo producen. En los últimos años, el interés preferente de los epistemólogos ha ido derivando de la pura descripción funcional a la explicación ontológico-funcional del conocimiento. Tal ha sido, muy llamativamente, la última evolución de Popper. La epistemología se ha dirigido entonces a la física, la biología y la psicología para recabar informaciones que permitan elaborar teorías explicativas de las causas del conocimiento y, más en general, de la conciencia.

 Aquí se entiende por conciencia la capacidad de sentir integralmente el propio

cuerpo y controlarlo mediante un sujeto activo que, a partir de la sensibilidad-conciencia, dirige la actuación adaptativa al medio de cara a la supervivencia. La conciencia es, pues, común a los animales superiores -con sistema nervioso centralizado- y a los humanos.

 Ahora bien, un hecho evidente es que, en el curso evolutivo, se ha producido una

diversificación entre conciencia animal y conciencia humana. La ciencia tiene que explicar sus causas.

 Dos son, pues, los problemas planteados: el problema de la conciencia y el de la

hominización. La solución del segundo depende de la solución que se haya dado al primero.

 1. Teoría de la mente o conciencia

 ¿Cuál es, para la psicología científica, la estructura funcional básica del

psiquismo? - El hecho fundamental es que, en el proceso evolutivo, ha surgido la sensación. Sentir es un modo de detectar información sobre el medio interno y externo. Con la complejización de los sistemas nerviosos, la sensación ha ido conectando con un

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núcleo integrador de información y desencadenante de las respuestas adaptativas del organismo. 

Por coordinación de los sistemas sensitivos, aparecen los sistemas perceptivos. Y, en conexión con la sensación-percepción, el organismo evoluciona hacia un sistema integrador de orden superior que es la conciencia. Esta asume las funciones teleonómicas de la sensación perceptiva: detecta información y desencadena las respuestas adaptativas.

 En esta arquitectura psíquica se van formando, en paralelo con la conciencia, otros

dos elementos funcionales: el sujeto psíquico o psicológico y la atención. Y, como desarrollo de estos procesos básicos, aparecerán otros como el aprendizaje, el pensamiento, el conocimiento y su expresión social en el lenguaje.

 Esta es la teoría de la mente, entendida como conjunto de mecanismos y procesos

psico-bio-físicos que producen la psique animal y humana y las conductas respectivas. El fundamento evolutivo del psiquismo es, como hemos visto, la sensación-percepción.

Del modo de entender qué es sentir y qué es percibir depende, lógicamente, la arquitectura del psiquismo y, más en concreto, las teorías de la conciencia.

 Ahora bien, las teorías de la percepción visual se escinden en dos grupos: teorías de

la percepción directa - según la cual la mente está en el mundo y lo aborda directamente en un procedimiento que llamaríamos "realismo ingenuo"- y teorías constructivistas, para las que la percepción es resultado de un proceso de nuestro sistema neuronal que produce el mundo en nuestra mente.  

Las teorías constructivistas se dividen, además, en dos grandes grupos: para el constructivismo puro, lo esencial es la imagen real construida dentro de, digamos para entendernos, de la pantalla interna de la mente. Para el constructivismo computacional, la imagen psicológica que vemos es algo epifenoménico. Lo fundamental en la visión es el análisis mecánico y ciego que por aplicación de algoritmos matemáticos, semejantes a los programas de ordenador en la visión artificial, conducen a un reconocimiento de los contenidos de la imagen. Esta forma radical de constructivismo se mueve ya mucho más allá de la "metáfora débil" del ordenador para adentrarse plenamente en la "metáfora fuerte" que identifica ontológica y funcionalmente al ordenador con el hombre.

  

Ahora bien, si la conciencia es una integración de los diferentes sistemas de sensación-percepción, el modo de entender la conciencia depende en lógica científica de ellos. Hasta once teorías de la conciencia se proponen con perfiles propios. Quizá pueden reducirse a tres irreductibles entre sí: dualismo psicofísico interaccionista (de Ecless, Sherrington y Penfield), en extremo monoritario; mecanicismo formalista y computacional -que reduce al hombre a un comportamiento robotizado que excluye la dignidad y responsabilidad personal y, mucho más, el sentido del comportamiento religioso- y el emergentismo -que asienta el comportamiento animal y humano en complejos sistemas mecanicistas de naturaleza neurológica pero que admite la funcionalidad teleonómica evolutiva de la sensibilidad-conciencia y su acción causal descendente controladora de lo físico-químico neuronal en un sistema bidireccional interaccionista. Sólo el emergentismo es congruente con una visión "humanista"; incluso, con una interpretación religiosa del psiquismo, de su relación con el mundo físico y de la unidad total del universo entero con Dios, su fundamento ontológico "creador".

2. Explicación científica de la hominización 

Recordemos que la conciencia, tal como ha sido entendida hasta ahora, es algo común al animal superior y al hombre. El hombre apareció en continuidad con los homínidos. Sin embargo, sus sistemas o arquitecturas psíquicas muestran evidentes

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diferencias. Como rasgos típicos en el proceso de hominización destacan los siguientes: posición erecta y locomoción bípeda (homínidos), liberación de la mano (utensilios), aumento del cerebro, organización superior del sistema nervioso (que capacita la asociación, el simbolismo, la invención), mayor dependencia de la cultura que del instinto y paso del mero so de señales a la utilización creativa de signos: comienza el que Cassirer llamó "animal simbólico". ( Hay que destacar la función del símbolo. De frente al enigma de la realidad, antes que ninguna rudimentaria ciencia o técnica, antes que ningún lenguaje articulado -como base de posibilidad para todo eso- el hombre tiene una función simbólica, cuya complejidad y riqueza aún hoy no podemos estar seguros de conocer.

 Pues bien, algún sistema de causas intervino en el proceso para que la conciencia

animal se convirtiera en humana. Hasta seis teorías -compatibles con el emergentismo- brindan su respuesta: la inespecialización biológica (Gehlen), el trabajo, el lenguaje, la socialización, la teoría biológico-etológico-evolutiva, en la versión de K. Lorenz y en la versión de R. Riedl. Por último, la teoría zubiriana de la hiperformalización biológica: la inteligencia aparece, dice Zubiri, como una función biológica, en el momento en que un animal hiperformalizado no puede subsistir sino haciéndose cargo de la realidad. Explicito un poco más la teoría.

 En ella debemos considerar dos partes:  En la primera se exponen los fundamentos empíricos y teóricos: el estudio de

la conducta signitiva o instintiva de los animales, la aparición en ellos de la conducta objetiva (que reconoce objetos ante los que se comportan unitariamente) la aparición de los procesos sensitivo-perceptivos de formalización (que permiten la objetivación), la aparición en los animales superiores de la hipercomplejidad psíquica, etc.

En la segunda parte de la teoría se trata de formular aquellas hipótesis que permiten explicar por qué la conducta signitiva animal evolucionó hacia la conducta racional del hombre; de otro modo: explicar las causas de la "ruptura de la signitividad" en el hombre.

 Veamos las tres hipótesis de la teoría de la hiperformalización:

 La primera hipótesis supone que, al igual que en el animal superior, a una cierta

riqueza de formalización le corresponde una acierta objetividad en la aprehensión o percepción del objeto -una objetivación-, el hombre deriva evolutivamente (neurológicamente) a ser un animal hiperformalizado que, en consecuencia, tendría una aprehensión hiperobjetiva. A este modo humano, más intenso y nítido, de aprehender perceptivamente los objetos como autónomos, independientes, consistentes, estables, suficientes, como siendo "de suyo", se le llama aprehensión de realidad. Es la aprehensión propia del ser humano frente a la aprehensión de meros estímulos en la conducta signitiva animal. 

La segunda hipótesis responde a una pregunta: ¿Cómo se produciría la aprehensión de la realidad en el hombre? ¿Cómo es real la realidad? - Lo objetivo se capta como realidad porque las condiciones psíquicas del hombre le permiten advertir que lo real es real como "estructura". El concepto de "estructura" tiene tres factores: un conjunto de elementos; un sistema de operadores o relaciones que los conectan, o proyectan, entre sí; una unidad resultante. Por ejemplo, percibimos la realidad de nuestro cuerpo: su estabilidad, su permanencia, su consistencia... Y la percibimos como estructura integrada de pluralidad de miembros interrelacionados en la unidad de nuestra realidad o ser corporal.  

Así, todo objeto es real como estructura y el universo es también una estructura que contiene en sí mismo otras muchas subestructuras sumergidas... 

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La tercera hipótesis supone que, al cumplirse las dos anteriores, el psiquismo humano estaría en condiciones de evolucionar poco a poco hacia la racionalidad. Por su hipercomplejidad psíquica (complejidad de las señales o signos detectables en su etograma y complejidad en el número de programas de respuesta disponibles) y por la aprehensión de realidad, el animal humano se vería forzado a sobrevivir por medio de una representación de la realidad como estructura. Esto es el conocimiento: una representación de lo real como estructura. El nacimiento y desarrollo de la razón no sería sino la formación de mecanismos mentales para el análisis y la síntesis de estructuras: nacen así la lógica y el lenguaje con los que formaliza su mundo. Es el análisis estructural el que conduciría desde la experiencia fenoménica de las cosas a la formación de representaciones transfenoménicas ("metafísicas", ¿por qué no?) necesarias para entender la consistencia estructural del sistema de los fenómenos. 

Porque, cuando el hombre aprehende algo como real porque está estructurado, aparece una expectativa fundamental de la razón humana: si algo es real es porque puede serlo, porque los elementos que conforman su estructura son consistentes, estables y pueden mantenerse a sí mismos de manera suficiente. La existencia de algo real apunta, pues, a una dimensión absoluta: suficiente por sí misma en orden a su propia realidad. Sin embargo, las cosas reales que vemos no son absolutas; tienen una consistencia relativa durante un cierto tiempo.. Por ello, todo lo real tiene referida su realidad, su suficiencia e incondicionalidad, al sistema de realidad que las contiene: al universo. De ahí que la razón humana albergue la expectativa de que el sistema total de realidad, el universo, deba ser en último término consistente y estable, absoluto, incondicional.

 Han aparecido dos palabras que nos sirven para articular la posterior reflexión:

ultimidad y incondicionalidad. Porque, cuando la razón necesite satisfacer su expectativa de última fundamentación y consistencia de la realidad, se abrirá espontáneamente a las preguntas del sentido: ¿por qué y para qué últimamente todo?

3.     Religión, Filosofía, Ciencia

Estas preguntas son las que han dado origen a la religiosidad, que tiene en lo simbólico su gran fuerza expresiva, su terreno más propio. Las religiones concretas en la historia humana surgen al conjuro de determinados símbolos (cuyas plasmaciones más típicas son los "mitos" y los "ritos" que quedan fijados por la tradición cultural y tienen estructuras muy semejantes en todas las tradiciones. Son los mitos ese puñado de historias que conforman el sustrato más profundo de nuestro ser, el cimiento previo sobre el que se edifica nuestra capacidad de discernir y razonar. Lo simbólico, en su conjunto, establece la mediación entre el hombre y ese término incondicional y absoluto -que se vive como Misterio- al que, para recibir consistencia, todo queda referido. A su vez, esa referencia dinamiza la totalidad del hombre: el creyente necesita orar, y surgen la liturgia y la contemplación; la fe "encanta" el mundo y la vida y nacen el arte y la fiesta; obliga a actuar e inspira valores morales; abre al hombre al futuro absoluto y brota la utopía, que nos incita a encarnar ya aquí nuestra esperanza a la vez que nos mueve a trascender todos los logros históricos; la fe madura necesita reflexión y se hace "logos", razón que piensa y lenguaje que comunica la experiencia del misterio: nace así la teología, que ha buscado, primero, la estructuración de los contenidos religiosos; luego su fundamentación crítica frente a la positividad de la tradición recibida, crítica en la lectura de sus documentos y en la interpretación de sus símbolos; crítica ante lo bien fundado de la misma tradición en su totalidad. En cuanto hace esto, el teólogo actualiza el potencial filósofo que lleva dentro. Se comprende la intuición de la tradición cristiana cuando al constituirse como teología intuyó deber asociarse una filosofía.

 La filosofía había procedido a esta depuración de la religiosidad. En su más

honda función -"Meta-física", la llamamos en Occidente desde Aristóteles- la filosofía brota de la misma búsqueda de sentido de que brota la religiosidad. Es un hecho que las

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más notables Metafísicas han surgido en la historia en el seno de grandes tradiciones religiosas (hindú, griega, musulmana, cristiana...). Y han nacido como crítica racional del simbolismo religioso al que trata de verter en conceptos. Pero en su esfuerzo racionalizador, la filosofía unilateraliza y deja de lado otras dimensiones humanas que se desarrollan más plena y armónicamente en la vivencia religiosa. Si la religión se reduce a filosofía, se empobrece y ahoga; si quiere prescindir del esfuerzo filosófico, pierde solidez y se condena a caer con el progreso crítico del hombre. A su vez, la filosofía, si adopta sin más el método racional-empírico, pierde su función de interpretación última de la vida humana, de búsqueda del sentido -aquello que tenía en común con la religión-... Entonces, después de haber matado a la religión, muere ella misma en manos de la ciencia.

 En efecto, la ciencia es una nueva instancia intelectual, sólo posible en una

humanidad mucho más desarrollada culturalmente, que, mediante un lenguaje plenamente riguroso anticipa las estructuras de los fenómenos con los que el hombre puede encontrarse en su experiencia; los anticipa en hipótesis coherentes entre sí y con la observación experimental (o, más exactamente, la no-falsación).

 Pero las ciencias discriminan, en cualquier metodología que las quiera

comprender, a esas otras instancias del posible saber humano que son la Filosofía metafísica y, con ella, la Teología de cualquier tradición religiosa. No es eso toda la verdad: las ciencias que, mediante un criterio de demarcación así se autolimitan, quedan por ello en una enorme dispersión y en la incapacidad de llenar la fundamental humana de una visión global de sentido; sin llegar a la buscada ultimidad y radicalidad que -lo hemos visto- sugiere el mismo origen de la inteligencia como función biológica. Rigurosamente críticas según determinados cánones, no pueden serlo de modo radical. Más aún, al segmentarse más y más en busca de mayor precisión de abordaje de sus determinados objetos, las ciencias son visiones parciales de lo real que no hacen justicia a las múltiples dimensiones de lo humano y dejan a la cultura condenada a la dispersión multidisciplinar.

Y surge entonces -y es precisamente un "leit motiv" de los recientes afanes culturales, del que esta mesa es una familiar muestra- la búsqueda de interdisciplinariedad" como una indispensable salvación frente al fragmentarismo. Es ilustrativo el caso, hoy nada infrecuente, de aquellos científicos -Freud y Monod por ejemplo- que, comprensiblemente insatisfechos por la parcialidad de su propio objeto y por la dispersión de la multiplicidad de objetos científicos, intentan superar esa parcialidad y dispersión en busca de una síntesis coherente de la realidad. Podrá llamarse con el nombre que se quiera al género que entonces cultivan; de hecho coincide con lo que en la tradición occidental ha sido llamado filosofía. Sólo que incurren en defectos propios de "amateur".

 Pero el diálogo interdisciplinar es posible sólo si los interlocutores están abiertos a

los diversos niveles de densidad de la realidad y de la realidad humana en particular.

4. Las diversas vertientes de lo real 

Lo que llamamos "el mundo" es un nombre demasiado incoloro y exangüe para designar una malla increíblemente tupida e inverosímilmente compleja de realidades de toda clase y condición. Estoy escribiendo en un papel. Su ínfima realidad la constituye la corporeidad cósica de la celulosa manchada de tinta. Otra dimensión es la estructura funcional que lo constituye en folio Dina-4. Esta hoja de papel es un producto elaborado a partir de una realidad natural que era el árbol. Elaborado por hombres que se han valido de máquinas; que han trabajado en un sistema de producción determinado por normas sociales y jurídicas. El papel ha entrado así en una constelación de realidades industriales, comerciales, cada una de ellas ajustadas a leyes que las regulan. En este papel hay uno o varios lenguajes, cada uno con sus signos, con sus estructuras lógicas. El mismo escrito que realizo posee una estructura, unos contenidos científicos, literarios o estéticos... Todo esto es posible por un tipo de realidades expresivas que

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dan sentido real a la celulosa manchada de tinta. Pero el papel, además y sobre todo, transmite valores: el valor de la ciencia, el valor de su vinculación a otras dimensiones del saber, el valor de la religión como otorgadora de sentido global de la vida... Este papel ha establecido relaciones entre nosotros y de nosotros con la cultura como fuente de posibilidades de realización humana... Desde la fisicalidad más pura, van alumbrándose dimensiones cada vez más significativas de la verdadera realidad del papel. ¿Es sólo su mineralidad, de modo que todas las demás especificaciones que recibe son meras denominaciones extrínsecas? Entonces, una página del Quijote es equiparable a esta pobre página mía y mi papel sólo tendrá -y, manipulado como está, ya ni siquiera sus funciones- la pura entidad natural bruta que tiene una hoja de papel higiénico. 

En síntesis: las cuatro vertientes principales que la realidad nos brinda son: el mundo natural, el mundo cultural, la esfera normativa y la esfera personal. Las tres últimas, sin ser "naturales", son bien -e incluso más- reales. 

Entre los niveles de realidad, posee especial relieve el de la esfera personal. "Por el espacio inmenso, el universo me envuelve; por el pensamiento yo le envuelvo a él", decía Pascal (Pensées, 348). Y parece eco suyo la estremecedora exclamación final de la Crítica de la Razón Práctica de Kant:  

"Dos cosas llenan el ánimo con siempre nueva y mayor admiración y respeto, cuanto con mayor frecuencia y atención se ocupa en ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí..." (Kritik der Praktischen Vernunft, A 288-289). En efecto, ¿quién ha podido hacer la visión científica de las cosas y de la génesis

del hombre en ellas? ¿quién toda Antropología objetiva, sino el mismo hombre-sujeto? Antes de todo saber cosmológico, de toda ciencia biológica genética y evolutiva de toda la Paleoantropología y Prehistoria, de todo conocimiento de neuronas y fisiología del sistema nervioso, de la Psicología genética y funcional, está el hombre científico que elaboró esas disciplinas y así descubrió algo sobre su propia historia. En esa elaboración puso en juego principios racionales y estructuras espirituales de todo tipo, que no pueden ser lógicamente posteriores a su propio producto. En el momento en que reconocemos la verdad de esta afirmación, estamos llegando a la más auténtica reflexión sobre el hombre; estamos pasando de toda Antropología objetiva a una Antropología fenomenológica. Esta es la única que, en realidad, salvaguarda todo valor al espíritu humano, nos da la más recta perspectiva para entender al hombre, no negando en manera alguna lo objetivo, sino retrotrayéndolo al verdadero arranque, tácitamente presente en ello: el sujeto. El hombre es un sujeto que surge desde el cuerpo y, me atrevo a decirlo, un espíritu que surge desde la materia. Me explicaré más tarde.  

Hay que conjugar la fisiología y la fenomenología. La primera me habla de unos elementos químicos, unas células, unos tejidos, unos órganos anatómicamente diseccionables y bioquímicamente analizables. La segunda me habla de un conjunto organizado como totalidad vital, no cerrado en sí mismo, sino descentrado, abierto y desbordado por actividades transensoriales y transorgánicas que prolongan casi indefinidamente las posibilidades orgánicas que tiene el cuerpo mediante técnicas como el pensamiento o la producción. En el ser humano, lo biológico es mental y viceversa. Organismo no equivale sin más a cuerpo humano unificado que dice "yo". Y lo dice de pie, mirando alrededor, al frente, a lo lejos, al horizonte y más allá del horizonte intramundano. Y dice "yo" de cara a los otros, en medio del mundo y a lo largo del tiempo. Y dice "yo" como pronombre personal de primera persona: como subjetividad relativamente absoluta en un horizonte absoluto.

 También el "yo" muestra diversos niveles de realidad:

 

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Cinco jóvenes amigos se enfrentan al escaparate de un mesón. Dice uno: "Qué buen aspecto tiene ese cordero!" - Dice el 2º. "Sí, parece delicioso, pero yo soy de Segovia y los conozco mejores. Cuando regrese a mi pueblo de vacaciones, lo comeré allí". El 3º inicia un discurso sobre el C27 H45 OH como el principal componente de los cálculos biliares. El 4º dice: "Yo por esta vez me privo, que el bolsillo anda mal esta semana" (y vence la tentación de comer y marcharse sin pagar). El 5º invita a comer a los amigos pero él se priva porque no quiere engordar, porque ha visto a un pobre necesitado a quien dona su ración y porque, además, es viernes de cuaresma. Al terminar la comida, asisten juntos a la proyección una película -"El silencio de los corderos"- que les mueve a una reflexión humanista sobre la radical vulnerabilidad y finitud del ser humano...En la conversación asoman cuestiones psicoanalíticas, de hermenéutica de símbolos... y, como solución al problema del "sentido" de la vida no falta quien evoca la imagen y el significado del Cordero Pascual... La palabra humana, que empezó siendo mero vehículo de intercomunicación, fue adquiriendo en la conversación altura científico-técnica y se elevó a un nivel supremo cuando, haciéndose símbolo e integrándose en un universo de suprema evocación, se hizo palabra poética, palabra existencial, palabra profética.

 El 1º es el yo-sujeto de la percepción de un estímulo externo para la vista y el

paladar. El 2º es el sujeto de un impulso interno que expresa en forma de deseo, pero matizado por la circunstancia cultural en que se crió; este influjo condiciona el modo de percibir y el modo de reaccionar ante lo percibido: este sujeto es capaz de ensanchar espacial y temporalmente su mundo, apartándose del estímulo inmediato mediante la memoria y la imaginación. El 3º objetiva la experiencia con los análisis precisos que le otorga su especialización en química. El 4º tiene tanto apetito, que sería capaz de comer y marcharse sin pagar, pero se domina porque es respetuoso con la propiedad ajena. El 5º ha vivido personalmente las experiencias anteriores; y, además, es "buena persona": ha pensado en los demás y se ha privado generosamente por motivos estéticos, éticos y religiosos...

 Las cinco perspectivas se concitan en cada ser humano: cada hombre es un

cuerpo que dice "yo". Un cuerpo vivo que tiene en común con todos los vivientes unos elementos químicos -los bioelementos que predominan en la materia viva (C,N,H,O), los principios no orgánicos (agua, sales minerales), los principios orgánicos (hidratos de carbono, glúcidos, lípidos, proteínas), los ácidos nucleicos (ADN, ARN), las encimas (biocatalizadores), la vitaminas, la organización celular, etc. Es el sustrato material de la vida que la biología describe. Lo constituvo en el cuerpo no son las materias que le vienen de la naturaleza circundante en constante flujo de energía cósmica que asimila y convierte de energía material en energía específicamente psíquica a través del cerebro, sino sus funciones: vitalizadoras unas, otras de relación con el entorno físico y personal, otras, por fin, de automanifestación expresiva de su intimidad -y aquí hay que considerar el lenguaje, el sexo y el rostro-.

  Un cuerpo que, además de vivir, se vive; que por eso no es sólo biología, sino

biografía. Y se vive formalizando en cultura su mundo desde perspectivas sensoriales, científicas, estéticas, morales y religiosas. Formaliza su mundo porque el hombre siente-conoce-quiere las cosas del entorno, no ya como fuentes de estímulos, como el animal, sino como cosas reales, como estructuras que tienen "de suyo" la propiedad de estimular.

  La formalización se opera en diálogo (lenguaje de la ciencia y la técnica que

sustentan la vida, y lenguaje poético, existencial, profético que sustenta el vivir); diálogo entre la circunstancia (el mundo, los otros, la historia) y la libertad. Libertad como autodominio -que le permite dominarse y dominar el influjo causal de lo real y, por dominarse, resulta y asciende a "dominus", a "señor"- y libertad como apertura a los valores (económicos, estéticos, éticos y religiosos); los tres últimos trascienden los bienes inmediatos que la ciencia y la técnica le reportan. Este sujeto es persona: sujeto que se autoposee y se autoexpresa en libertad. Capaz de hacerse cargo de la realidad para

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cargar con ella (y con peligro de "cargársela", sit venia verbi): es el riesgo de la libertad, expresión de la vulnerabilidad humana.

5. La interpretación de la realidad en el conocimiento 

 En una visión emergentista, compatible con un cierto constructivismo, hemos admitido la explicación del conocimiento como interpretación de la realidad. Pero esta interpretación debe hacerse a distintos niveles, en correspondencia con los que la misma realidad nos muestra.

 Uno es el nivel senso-perceptual: percibir ya es interpretar la realidad, porque

percibimos desde estructuras que tienen su "propia" constitución. El sentido común tiende a dar lo percibido como la realidad misma. Un juicio más crítico advierte la distancia.

 Otro nivel es la interpretación científica en la definición. Se trata de una

interpretación de segundo grado, interpretación de la interpretación senso-perceptual. Son así las definiciones científico-naturales, que reconstruyen la realidad percibida mediante anticipación de modelos verificables (o falsables).

 Otra es la interpretación metafísica o de sentido. Lo que se busca ahora es la

visión unitaria del mundo y del hombre. Puede hacerse en dos momentos: uno es la reflexión metafísica intramundana o "hiperfísica" en la denominación de Teilhard de Chardin. También aquí la razón anticipa modelos explicativos de la realidad; modelos ya no verificables, pero coherentes con los datos de la ciencia con la que esta reflexión se mantiene siempre en contacto. Cabe todavía otro nivel de interpretación más propiamente metafísica desde lo Absoluto -que con lenguaje religioso llamamos "Dios"- como último fundamento en el origen y en la finalidad.

 La demarcación de estas instancias intelectuales ha quedado clara desde que

Kant justificara -desde la Filosofía precisamente- la Ciencia físico-matemática de Newton: el entendimiento humano, siempre unido a la experiencia espacio-temporal, construye las ciencias formales -matemáticas y geometría- que constituyen el utillaje de la explicación del mundo que lleva a cabo la Física con categorías y principios propios. Ya hemos delimitado el marco de "qué - y cómo- puedo saber". No se agota aquí la inquisitividad humana: las preguntas radicales que atañen al sentido de la vida -"qué debo hacer", "qué me cabe esperar"- dinamizan el proceso racional hacia una visión unitaria del mundo y del hombre desde Dios. Es la interpretación metafísica entendida como "fe racional", feliz expresión que devuelve a la filosofía a la matriz religiosa de la que nació. Ejercer una función mediadora entre la Fe religiosa -y su reflexión teológica- y las Ciencias, constituye su inevitable sino. Lo que las Ciencias podrán con toda justicia pedir es que la visión filosófica no descalifique sus auténticos resultados. Que las dos "visiones del mundo" que así surgen no sean opuestas, sino más bien complementarias.

 Para esta sesión, se nos han propuesto dos temas que constituyen otros tantos

ejemplos de interpretación progresiva: el origen del mundo y nuestro origen como seres vivos.

6. El Primer Origen 

Para la mente llana del hombre, no resulta imaginable que "este mundo", es decir, el conjunto de realidades y procesos materiales en el que nos encontramos enclavados, no haya tenido un comienzo temporal.. Entonces, nuestro hábito mental, innegablemente válido en el mundo mismo, de postular una causa para todo lo que comienza, nos obliga a pensar en una Primera Causa del mundo. 

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El hombre, hecho crítico por la filosofía inhibe ahí su juicio y espera poder llegar a aclarar cada enigma concreto. En cuanto al comienzo primero, los filósofos que no admitieron la existencia de una causa primera del mundo pensaron desde antiguo en una eternidad de la materia. La Ciencia ha parecido confirmarlo: la materia -o en términos más precisos, la energía- ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma en el proceso del mundo en que vivimos.

 

Pero la misma Ciencia a partir del siglo pasado ha ofrecido en este punto una contrarrespuesta al creyente: la formulación del segundo principio de la termodinámica, llamado de la "entropía", ha hecho ver que, si bien la energía es constante en un sistema dado, sus posibilidades de transformación son limitadas, ya que tiende progresivamente a "degradarse", en una forma no ulteriormente transformable según nuestros conocimientos. Habría, conforme a esto, que pensar en una "muerte térmica" del universo. Y, una vez patentizada así su finitud temporal, todo conduciría a pensar en un comienzo determinado del mismo. La energía tenía inicialmente un determinado grado de transformabilidad, desde el cual ha ido degenerando hasta el momento presente. 

Esta consideración científica es indudablemente sugeridora. Y lo más notable es que la ciencia la ha enriquecido de manera muy compleja, pero inequívocamente orientada a la designación de un primer momento de "nuestro mundo". Incluso se ha llegado a poder datar por diversos procedimientos convergentes -emisión de elementos aún radiactivos, progresiva expansión del universo, proceso apenas comenzado de separación de estrellas dobles, proceso de homogeneización de la "Vía Láctea", etc.- la edad del mundo: es del orden de los cinco mil millones de años. Nos preguntamos entonces qué es lo que ocurrió en el minuto cero. ¿No es la acción creadora de Dios lo único que allí nos queda por reconocer?

 Pero sepamos también aquí ser lúcidos y críticos. Los materialistas del siglo

pasado brindaron ya una respuesta alternativa al argumento de la entropía: lo que llamamos "nuestro mundo" no sería sino un determinado ciclo en el mundo total, cuya integralidad no llegamos a conocer. Aunque no tengamos argumentos positivos para ello, nada impide entonces hacer también la hipótesis de unas leyes de reinversión, de una especie de "regeneración" de la energía... 

No hay una definitiva respuesta negativa a estas hipótesis. Nuestra situación es como antes: tenemos un fuerte indicio a favor de la postura de fe. Pero no podemos pensar en tener un argumento científico en sentido estricto; no se impone con necesidad la hipótesis "Dios". 

Pero, ¿no tiene ninguna fuerza esa postulación de una Primera Causa que han mantenido los filósofos cristianos y tantos otros a lo largo de la historia? He aquí una válida intuición del hombre de siempre, una de las que han originado el universal fenómeno religioso. El haberla separado del proceder estrictamente científico, no es destruirla: es, más bien, avanzar hacia su situación verdadera, hacia la definición de su auténtico estatuto en el pensamiento del hombre y en su "visión del mundo". 

No es ciencia, es filosofía la que puede afirmar esto; y, concretamente, metafísica": un conocimiento que, al contrario del físico, apoyado en la verificabilidad, y al contrario de los conocimientos simplemente fundados en las estructuras del pensar humano, como la lógica y la matemática, nunca se impondrá necesariamente.  

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¿En qué razones se apoya? - Acogíamos antes la explicación científica del conocimiento como una función vital que nos permite sobrevivir representándonos cada realidad como una estructura dotada de cierta consistencia, sólo temporal y relativa. La razón satisface su expectativa de estabilidad y suficiencia -lo que expresa el principio de razón suficiente- refiriendo cada realidad concreta al sistema total del universo, explicado como una trama necesaria de causas eficientes.

 Esta explicación satisface a la razón científica, pero no a la razón humana que,

espontánea y connaturalmente, busca la unidad total -"el Incondicionado total", en expresión de Kant- que dé última consistencia a lo que en sí mismo no lo tiene. Y entonces ha prolongado la explicación científica en una reflexión metafísica; tan necesaria y más que la misma ciencia para sobrevivir con plenitud de sentido.

  La experiencia de la caducidad temporal y de la limitación es común a todo

hombre: es, decimos en filosofía, un "existencial" que tiene en la muerte su último horizonte mundano. La filosofía define esta experiencia con la categoría de contingencia. La correspondencia sensible de la contingencia es el comienzo y (o) final en el tiempo. Todo aquello que comienza a existir o termina de existir es contingente. (No está dicho, sin embargo, lo inverso. Los grandes doctores medievales de la contingencia real, Avicena y Santo Tomás, admitieron, cada uno a su manera, la disociación de categoría y "esquema". Para Santo Tomás no es naturalmente demostrable la no eternidad del mundo, que, sin embargo, es contingente).

 La razón universaliza la constatación empírica de la contingencia analizando la

estructura metafísica de lo real: todo ente mundano es un compuesto estructural de esencia y ser (existir). Ahora bien, en todos los entes mundanos se distinguen el ser y la esencia: podemos pensar esencias posibles que no existen y realidades existentes que pueden dejar de ser. Todos los entes mundanos son contingentes, concluimos. Y lo es también el universo, que no es sino el conjunto de entes contingentes. Pero lo contingente depende en su ser de otro: el ente contingente, si existe, tiene razón suficiente y debe estar últimamente fundado en el existir. Pero no últimamente en sí ni en otro contingente; ya que cualquier contingente, e incluso una serie indefinida de contingentes que se adujese, sigue siendo infundada en el existir, sigue careciendo de última razón suficiente. Se impone, pues, en virtud del principio de razón suficiente (al que como vemos, retorna todo el peso de la prueba), la admisión de una Realidad no-contingente, es decir, Necesaria en el Ser, en el existir.

 La argumentación es impecable y no ha hecho sino proseguir -en otro plano- la

racionalidad científica que necesita encontrar la suficiente consistencia de cada estructura. En el fondo, el científico presupone que "todo tiene una última razón", "está últimamente fundado". Cree hallarla en el sistema del universo. No basta: el universo no es últimamente absoluto e incondicional.

 "Dar el ser" es "crear". Creación que ya no se concibe necesariamente como la

acción originadora de nuestro mundo en un minuto cero del tiempo. Que el mundo es contingente significa que ha recibido el ser. Pero puede estar recibiéndolo desde la eternidad: el mundo sería eterno y, sin embargo, contingente, dependiente en su ser, necesitado de creación. La creación viene a ser el estar continuamente sustentado el mundo por Dios en un orden de causalidad totalmente heterogéneo con el de las causas del proceso del mundo, de todo el despliegue de realidad que constituye este mundo.

 Es profunda esta concepción. En un determinado orden del flujo causal (el de la

causa científicamente investigable), el mundo se explica a sí mismo: cada suceso temporal remite a una causa anterior, que nosotros podemos investigar con nuestra ciencia -sólo en unos determinados límites, porque al final de nuestro "retroceso" nos perdemos en lo incógnito-. Y, sin embargo, en otro orden distinto de causalidad, todo eso es insuficiente

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para justificar la existencia del mundo, postula aún el influjo de una Causa Primera, heterogénea con todas las demás, que actúa, por tanto, siempre y con todas, sin interferir propiamente con ellas.

 Esta posición resulta entonces inatacable para quien pretende impugnarla desde

presupuestos científicos. Ya no incurre en la falacia que creía ver Bertrand Russell cuando pensaba que afirmar la Primera Causa es semejante a lo que se haría si se concluyera: "Todo hombre tiene su madre, luego la humanidad tiene la suya". No hacemos eso, porque afirmamos la heterogeneidad de la palabra "causa" en uno y otro caso. Lo que ocurre es que, mientras Russell no reconoce otra "causa" que la empírica, que estudian las ciencias, nosotros reconocemos la necesidad de una causalidad más profunda. Porque, aun puesta toda una serie indefinida de causas empíricas, no se ha dado explicación de "por qué existe algo y no más bien nada", en la expresión de Leibniz.

 No se impone con necesidad esta argumentación, ya lo hemos dicho. Aceptarla

depende de toda una compleja situación de espíritu de muchas opciones y juicios valorativos, de una fundamental opción de sentido: la que otorga la fe, pero una "fe racional", razonable.

7. Origen de la vida 

Las ciencias de la vida, por ejemplo, con sus datos sobre el cuerpo, son hoy imprescindibles para explicarlo. Pero también nos dan qué pensar, obligándonos a prolongar el conocimiento científico en una reflexión "más allá" de su nivel interpretativo. Por ejemplo, sobre el tránsito de lo no viviente a lo viviente y los enigmas de su causalidad.

 Frente a la estabilización de la materia, propia de la constitución de partículas

elementales y de moléculas más o menos estables, pasando por los átomos, nos encontramos con la vitalización de la materia y su marcha ascendente hasta el ser humano.

 Pues bien, la realidad humana sigue siendo enigmática para el discurso científico

y planteando cuestiones al discurso filosófico y religioso:  Los datos relativos a restos óseos, ¿cuándo permiten afirmar taxativamente que

esos restos pertenecen a un individuo del género "Homo" y no a un individuo del género "Australopithecus"? El tránsito de la vida todavía antropoide a la vida ya humana, ¿puede o no ser entendido como el resultado de la evolución continua y homogénea de un organismo animal no humano a un organismo humano? ¿Qué aconteció en el sujeto de la mutación para que de ella resultase una especie del género "Homo"?

En el fondo de estas preguntas late la relación entre espíritu y materia. ¿Cómo articular el discurso científico de la evolución con la filosofía de la causalidad y la teología de la creación?

La filosofía clásica definía la conciencia por la inmaterialidad. Los "cientismos" -síntesis filosóficas apoyadas muy inmediatamente en las construcciones científicas- tratas de explicar la conciencia desde la fisiología del cerebro y del sistema nervioso, o bien desde la cibernética. Pero, pese a todos los esfuerzos por suprimirlo, hay un hiato o "dualismo" entre la conciencia y la realidad material; quizá no tan radical y último, pero innegable en una primera instancia. ¿Cuáles son los rasgos de la contraposición de conciencia y materia? 

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La materia es extensa: muestra una "disgregación real". La conciencia es inextensa: simplicidad, recolección en unidad. 

La operación en el mundo de la materia es "transeúnte": supone un volcarse hacia fuera con cierta "agresividad", acción y pasión. La actividad de la conciencia es inmanente: así es el entender, el amar... Son actividades "intencionales", pero la acción se recibe en el propio sujeto, transforman al propio yo, no algo fuera de él. 

La materia se rige por el determinismo: el mundo material actúa conforme a leyes. La conciencia tiene poder de autogénesis: tiene un margen de autodeterminación que lleva al sentido profundo de la libertad como autodominio y a la apertura como su fundamento. 

En el mundo material no se da plena individualidad, sino que en su disgregación forma un todo; incluso dinámicamente tiende a la integración en complejidades cada vez más estructuradas, tiende a la "sustantividad", en expresión de Zubiri. El espíritu es, en cambio, "fin en sí": comunicable y sociable, pero desde su radical autoposesión: el amor unifica respetando las diferencias, queriendo que "el otro" sea plenamente lo que es como persona y realizándose también así el que ama como persona.

Esta realidad simple, dotada de operación inmanente por la que se autoposee y esto en apertura -conocimiento, amor y libertad- es lo que llamamos espíritu. Y al sujeto ontológico que "subyace" a esta realidad, persona. 

Pero estas contraposiciones no significan radical heterogeneidad entre espíritu y materia: son modos de realizar algo común: ambas son realidad; ambas actúan; ambas tienden a la interiorización e inmanencia; ambas tienden a la unidad. 

Los aspectos comunes permiten interpretaciones con apoyaturas divergentes: materialistas, espiritualistas, dualistas en sus varias expresiones. Desde una visión cristiana del hombre, cabe proponer un espiritualismo equilibrado que, reconociendo el estatuto ontológico de la materia, la ve desde el espíritu. 

Esta hipótesis -ya metafísica- depende de dos supuestos: la concepción dinámica de la realidad -lo que el principio clásico formulo así: "el ser es acción"- y el supuesto de que es ser es tanto más ser cuanto más uno -"ens et unum convertuntur", rezaba el aforismo clásico-. 

Con esta doble aceptación, podemos afirmar que el ser se dará en plenitud allí donde la realidad sea operativa en unidad. Y esto acontece en el espíritu. La materia es "espíritu en ciernes": imita al espíritu sin llegar a él. Las Ciencias sufragan esta concepción de la materia, al concebirla como un ensamblaje dinámico en camino de progresiva integración. El mejor sentido de esto es la evolución, que así vendría a apoyar la hipótesis metafísica propuesta. 

Hay que reconocer a la materia el poder ascensional de llegar a la espiritualización que tiene en el hombre. Si bien, es justo reconocerlo, en él persiste una dualidad específica; querámoslo o no, existe una doble serie de actividades y de poderes; doble, si bien siempre coordinada e interpenetrada. 

Desde aquí se puede postular coherentemente un Espíritu Originario que en la Creación haya otorgado a la materia ese poder ascensional.  

¿Cuál es la función de este Espíritu en la hominización? - La Teología cristiana habla de una intervención especial de Dios en el origen del alma como "sustancia" de suyo independiente del cuerpo. El lenguaje, en lo que depende de la filosofía griega,

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dualista, no es esencial a ninguna concepción religiosa. Se pone de relieve, eso sí, la diferencia ontológica del hombre y el animal. En toda concepción religiosa se subraya este "hiatus". 

Pero el "hiatus" no significa que el "espíritu humano" pueda darse sin la materia de la que surge y cuya evolución corona. La misma filosofía clásica habla de una "relación trascendental" del alma al cuerpo, lo que expresa su esencial unidad. La evolución sólo ha producido este "espíritu encarnado" que es el hombre. Y la realización del espíritu en el hombre sugiere la posibilidad de realizaciones ya independientes de la materia: la "abstracción" cognoscitiva y el "ascetismo" de la voluntad que puede dominarse, son muestras de ello.

8. Teleología además de teleonomía 

La intervención de Dios en el mundo -lo que se llama "Creación"- añade una connotación religiosa al concepto metafísico de "participación": es una "participación" total -"ex nihilo", sin receptáculo previo- libre y amorosa.

 En esta concepción está en juego el "orden finalístico" o "teleológico", el propio

de la causa final. Un concepto tomado por analogía de la actividad consciente del hombre que actúa por un fin que la inteligencia preestablece y ordena los medios conducentes a él. ¿Cabe trasponer esta noción de "finalidad" como principio al mundo físico? ¿Nos remite, entonces, el mundo físico a una Inteligencia que lo explique?

 La primera pregunta no es de la incumbencia del "científico", que debe establecer

sus hipótesis explicativas del mundo sin contar con la "teleología". Le basta apoyarse en la causalidad eficiente y reconocer la "teleonomía" de la evolución: la inteligencia humana como término de la misma. Es la Filosofía la que prolonga los datos biológicos, pero respondiendo a otros principios. Como el artista ve más en el paisaje que el naturalista, en función de la actitud en que previamente se sitúa. Más aún si el filósofo se sitúa en una perspectiva de fe que le habla de un designio amoroso y providente de Dios.

Para explicar la vida, no había antes hipótesis que saltaran el hiato existente entre la Química orgánica y la Biología propiamente tal. De ahí que se recurriera a “principios vitales” –en el fondo a causas finales- para explicar lo que no resultaba claro desde la causalidad eficiente. 

Tras el descubrimiento de las características de ácido desoxirribonucleico (ADN), no se pueden rechazar por principio aquellas hipótesis científicas que intentan explicar analíticamente el surgir y constituirse de los organismos a partir de la materia inorgánica sin apelación a factores específicamente teleológicos. Como Kant advirtió, en las hipótesis científicas no tienen por qué ingerirse principios extraños de índole teleológica.  

Monod explica las hipótesis biológicas en términos de “azar y necesidad”. No entiende por “azar” la simple conjunción casual de líneas causales. Propone más bien lo contrario: algo conocido por la ciencia positiva pero intrínsecamente indeterminado en sí: la estructura indudablemente tautómera de las cuatro bases nitrogenadas del ADN y el carácter “estadístico” de los principios de la Termodinámica. La consecuencia es el “error inevitable” que se produce eventualmente –como el error del mejor tipógrafo- en la transcripción cifrada del mensaje genético. Así entendido, el “azar” presupone una “necesidad” (la invariancia reproductiva) esencialmente afectada a su vez por un coeficiente de azar que se incorpora a una nueva necesidad: la que se expresa en la “selección natural” de Darwin, entendida no como “lucha por la vida”, sino como supervivencia de lo más apto.

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 Como hipótesis científica, tiene hoy su reconocimiento. A lo que ya no puede

concedérsele derecho en ninguna buena metodología es a erigirse en la única explicación filosófica aceptable. 

Desde luego, en la hipótesis de Monod quedan muchos enigmas por resolver: el mismo surgir del ADN; su interrelación con el carácter “cibernéticamente” enzimático de las proteínas, que son catalizador necesario de su surgir a la vez que ellas mismas resultan de la información contenida en él; el surgir ulterior de la estructura celular con su membrana individualizadora, el surgir aún posterior de la bisexuación, factor decisivo en el enriquecimiento hereditario, sin el cual no es concebible el desarrollo superior de la vida... Sobre todo resulta siempre enigmática la alta improbabilidad de todos estos acontecimientos en el tiempo limitado (de dos a tres mil millones de años) en que todo ha tenido que tener lugar. 

Monod no habla de teleología, sino de “teleonomía” como de algo indudable en el organismo viviente y aún en sus antecedentes bioquímicos. En la “teleonomía”, el “télos” es sólo resultado, no es propiamente “principio” que determine y especifique la acción de los elementos por los que viene a resultar. Y así, la inteligencia ha sido el término del proceso evolutivo, pero no puede hablarse de que el proceso mismo estuviera finalísticamente ordenado por una Inteligencia superior. 

La filosofía sí propone una “teleología”, además de reconocer la “teleonomía” que la Ciencia nos aduce. Y contribuye así a mostrar lo que hay de razonable en la fe religiosa en la Creación. Para justificar la "teleología", seguiremos un proceso en dos momentos:

1º.- El fin es también “principio” que preside todo el resultado, sobre todo, desde una visión "holista".2º.- La teleología hay que relacionarla con una inteligencia.

El fin como "principio" 

La palabra “principio” tiene un doble significado. Principio significa comienzo, el momento inicial de un proceso en el tiempo; la digestión, por ejemplo, principia con la masticación y se desenvuelve luego en momentos sucesivos del tiempo. Pero principio significa también fundamento lógico: es la razón que explica un proceso y le da sentido haciéndolo inteligible. Desde este punto de vista, el principio de la digestión no es la masticación, sino la transformación en sangre de los productos orgánicos ingeridos. El principio es aquí la última etapa de todo el proceso: es su fin y su término. Ahora bien, sobre ese término o fin descansa lógicamente todo el proceso. Lo último en el tiempo es lo primero en la jerarquía lógica. 

Nos situamos ante el mundo natural desde una perspectiva “holista”. El vocablo “hólos” significa “todo”, “entero”, completo”. Designa un modo de considerar ciertas realidades –y a veces todas las realidades en cuanto tales- primariamente como “totalidades” y secundariamente como compuestas de ciertos elementos o miembros. El holismo afirma que las realidades de que trata son primeramente estructuras. Los miembros de tales estructuras se hallan funcionalmente relacionados entre sí. 

Pues bien, desde una visión así de la realidad, y teniendo en cuenta que el resultado de la conjugación de procesos es algo esencialmente más perfecto que la simple suma de sus componentes, el resultado no podrá tenerse como simple término, sino que se constituye en “principio” o “fundamento lógico” más radical que presta inteligibilidad al todo.

Relación de “teleología” e inteligencia

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 Partiendo del primado de la conciencia en el mundo, argüiríamos así: resultan

mayores y más perfectas en la relación de medios–fines las obras de la morfogénesis vital que las de la técnica y arte humanos. Pero éstas son inexplicables, como sabemos, sin la preconcepción inteligente. Luego no cabe dar por plenamente explicada la morfogénesis vital por un principio inconsciente, inferior a la inteligencia. 

Un segundo argumento cabe establecer todavía: La conciencia es un “más” esencial y no simplemente gradual. Pero, si lo más no sale de lo menos... es que ya estaba en un principio presidiendo la evolución del proceso morfogenético que ha culminado en la conciencia. El materialismo dialéctico explica la diferencia y superioridad de la conciencia por “saltos cualitativos” a los que se llega mediante los “saltos cuantitativos”. Pero esta concepción presupone precisamente la no esencial superioridad de la conciencia.

Queda abierta la problemática relativa al mal físico -o "disteleología"- y su compatibilidad con el "designio" últimamente amoroso de la Creación. En relación con esta temática, desborda, sin embargo, el marco propuesto para esta sesión.

Luis Ángel Iturrioz es Misionero Claretiano, Licenciado en Filosofía por Salamanca y Doctorado en Filosofía por la Universidad de Zaragoza.Su docencia se ha desarrollado, entre otros lugares, en el Estudio Teológico Claretiano, la Universidad Pontificia Comillas, el Centro de Estudios San Dámaso y el Seminario de Toledo.

http://www.ciudadredonda.org/caminos/laicos/fe-cuestionada.htm

Ciencia y Fe¿Realmente un conflicto?

Desafío, perspectivas y respuestas

Dr. Alexandre S.F. de Pomposo

Introducción

El saber humano es siempre relativo a las realidades del mundo; la matemática no es el lenguaje de la naturaleza, es el lenguaje de nuestro cerebro interpretándola. Esta es la gran dificultad que tiene que enfrentar la intuición del hombre: si, como dice la definición clásica, la ciencia es el conocimiento cierto de las cosas por sus principios y causas, si es el cuerpo de doctrina metódicamente formado y ordenado, que constituye un ramo particular del saber humano1, entonces bien magras resultan las posibilidades de la mente humana de cara a la realidad del mundo. Decimos esto pensando en que el mismo proceso del conocimiento, es decir, de la

1 Como lo cita textualmente el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española; las cursivas son nuestras para marcar lo que más adelante diremos explícitamente acerca del método del conocimiento.

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compleja interacción de la realidad (tanto interior como exterior al hombre) con los medios o instrumentos de percepción (que aquí llamaremos neuralidad), dista mucho de estar bien dilucidada en este momento de la historia2.

Con lo anterior en la mente, podemos incoar la dificultad en la “maraña” de interacciones que hay entre las ciencias, la filosofía y la fe3. Ya que el cerebro humano se encuentra en el crucero de caminos entre la realidad y la imagen que logramos de ella, es decir, de la interpretación o hermenéutica de dicha realidad, está claro que no podemos prescindir de una cierta humildad mínima que nos haga reconocer la dosis sana de relativismo en nuestro conocimiento. Ni el subjetivismo, ni el objetivismo puros son capaces de informar al hombre acerca de las reglas del comportamiento del mundo, ni de consolarle en la desazón de la existencia. Sí, el espíritu del hombre necesita consolación para la brevedad de la vida4, que puede ser, a la vez, dolorosa y maravillosa, siempre apasionante.

Lo que las ciencias dicen a las religiones

Es común que se hable de “la ciencia” como si se tratase de una disciplina perfectamente monolítica y unificada en todos sus criterios de discernimiento. No es así; las ciencias se deben mencionar en plural, a no ser que se trate de un matiz común a todas ellas. Baste para comprender esto tomar en consideración la gran diversidad de lenguajes y simbolismos, muchas veces dispares y hasta contradictorios, las perspectivas de apreciación de la realidad tan diversas. Así, por ejemplo, la física consideró durante siglos al tiempo ya como parámetro, ya como dimensión, coordenada o grado de libertad de los sistemas; siempre tan simétrico e indiferente al sentido de evolución de la naturaleza. Sin embargo, la biología sí que se vio obligada a tomar siempre en cuenta la dirección y el significado de la organización de los seres vivos. Así y todo, a comienzos de los años cincuenta, Einstein confesaba que para él la temporalidad sólo era irreversible de manera ilusoria, y ya hacía muchos lustros que la taxonomía de Cuvier y la teoría de la evolución de las especies de Lamarck y Darwin gozaban de amplia aceptación. No es sino a partir del desarrollo de la termodinámica de los fenómenos irreversibles desarrollada por De Donder y Prigogine (eso sí, partiendo en buena medida de las ideas de Boltzmann) que en la física se empieza a considerar seriamente este tema.

2 Aunque este no es el sitio indicado para hablar en detalle acerca de las bases neuronales del conocimiento, baste concienciar nuestras actitudes sobre la ingente cantidad de investigación que se lleva al cabo desde hace aproximadamente veinte años sobre los fenómenos de percepción, interpretación, orígenes de la voluntad, sentido de la realidad, etc. en el ámbito de las neurociencias. El Prof. E.R. Kandel y su equipo de investigadores se encuentra en gran medida en el epicentro de dicha línea de estudio.3 Como veremos más adelante, cuando hablamos de filosofía en este comentario, nos estaremos refiriendo a la epistemología, es decir, a la teoría del conocimiento como tal. Esta es, creemos, la piedra de toque en las relaciones entre ciencia y fe; no queremos decir con ello que todo se reduce a un puro problema de uso del lenguaje ya que, como diría Jacques Lacan, inconsciente y lenguaje se estructuran uno al otro.4 En paráfrasis de J.Ma. Cabodevilla.

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La matemática misma5, con su lenguaje simbólico, no pocas veces se ha visto retada a desarrollar elementos de investigación novísimos en aras a mantener la coherencia de su aparato de pensamiento. No obstante, esta disciplina ha procurado un sinfín de herramientas conceptuales y estructurales al pensamiento científico; tanto, que es esta forma muy particular de poesía la que más puede contribuir a jerarquizar el pensamiento, poniendo un orden definitivo (aunque a veces discutible) en las ideas y en su concatenación.

A pesar de esto, las ciencias sí plantean al mundo de la fe una serie de preguntas (que, de hecho, se formula a sí misma también) que tocan de lleno los límites del conocimiento. Esto no significa que dichos límites, una vez alcanzados, se vean detenidos cual muralla, sino que, susceptibles ellos también de evolucionar, se han visto simplemente alcanzados por el impulso de la voluntad humana. En pocas palabras, pensando en voz alta, las ciencias dicen sus límites y con ello muestran una peculiaridad del espíritu humano, a saber, que es un espíritu inquieto. Por ello, todo lo que pueda proceder de esta inquietud interpela al hombre en su condición de hombre, no sólo de hombre de ciencia6.

Baste mencionar aquí algunas de las principales cuestiones que las ciencias se encuentran en este momento: el origen y el fin del universo ponen de relieve la búsqueda de un comienzo, la teleología cósmica7 y el sentido del tiempo; la termodinámica de los fenómenos irreversibles que intenta formular los criterios por medio de los cuales la materia “decide” asumir una u otra estructura o forma de organización; las mismas rupturas de simetría, que ocupan al cosmos entero8; partiendo, la franca asimetría que existe en la distribución morfológica de las biomoléculas9, tan íntimamente asociado a la aparición del fenómeno de la vida; la vida, como una universalización de la biología; la vida inteligente, que a manera de ardid de la naturaleza pareciese que entra en el mundo para que el cosmos se piense a sí mismo10; la enfermedad, esa forma anormal de vida en la

5 Mencionamos de paso que aquí consideramos que las matemáticas no son una ciencia en el sentido epistemológico de su marcha, pues una ciencia, partiendo de la experiencia, se retira ascéticamente a la abstracción para crear modelos que expliquen una parte de la realidad, para luego retornar a la experiencia original, constatando qué tan válido resultó su modelo. Las matemáticas, en cambio, nacen, viven y mueren en la abstracción (nos referimos, por supuesto, a la matemática pura).6 Tanto el hombre de ciencia, como el hombre de fe, antes que nada son hombre simplemente (vide ad infra).7 La teleología es la doctrina o disciplina que estudia las causas finales de la realidad.8 Recordemos que la densidad media del universo es un hidrogenión (i.e. un protón) por metro cúbico, lo que significa que, para fines prácticos, el universo está casi vacío. Esto coloca a las diversas formas en que la materia se organiza y que ocupan primordialmente a las ciencias, en auténticas singularidades.9 Que en bioquímica recibe el nombre de quiralidad, por referirse a las posibles simetrías ópticas derecha o izquierda (basándose para ello en la dirección en la que polarizan circularmente a la luz cuando ésta pasa a través de ellas).10 Nótese la inevitable tautología (i.e. el uso de una palabra en la definición de la misma palabra, como cuando se dice que un gato es… un gato).

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que se conjugan rupturas de simetría, cargas emocionales profundísimas y conciencia de la irreversibilidad de los fenómenos naturales; la muerte como disolución de las estructuras establecidas.

Todas estas cuestiones, entre las más relevantes, tienen en común que confrontan a los hombres de ciencia con la enorme incapacidad de la metodología, del lenguaje y de las herramientas para estudiarles exhaustivamente. Nos parece que aquí nos enfrentamos a los arcanos o a las cosas que permanecen secretas para las ciencias; como si viésemos de pronto cosas inaccesibles a la razón. Aquello que provocó que paulatinamente surgiesen las diferentes disciplinas científicas, la utilización sistemática del pensamiento comprobable y modelable de los fenómenos naturales, huyendo de cualquier forma de ideación mágica o totémica, se ve de súbito paralizada ante problemas que la rebasan. Tal parece que no habíamos parado mientes en que el mundo que pretendemos comprender como si no formásemos parte de él, nos incluye adentro de él; inclusive nos da la impresión de que nuestra libertad, tan aparentemente independiente de todas las cosas del mundo, también está irreparablemente sujeta a las reglas del juego universal. O, tal vez, podemos pensar que sólo le falta a las ciencias desarrollar las diversas técnicas o útiles para redefinir esas problemáticas y, esperando la lógica evolución del conocimiento, resolverlas de forma convincente.

Como sea, las ciencias se encuentran en una situación muy particular; por un lado se ha dejado entrever la gran penetración que tienen en la organización del mundo pero, por otro lado, no esconde su malestar ante preguntas que incomodan a dichas ciencias, porque parecen violentar las bases sobre las que se construyen. A saber, éstas se resumen en el hecho “indiscutible” de que en el mundo hay algo en lugar de nada; este axioma11ha barreado el coto de caza de las ciencias y, en consecuencia, cerrado la posibilidad a la investigación profunda del por qué de las cosas. Perfectamente natural, dirían algunos, pues las ciencias deben concretarse a investigar los eventos que se puedan reproducir en laboratorio o conceptuar de manera controlada. Pero incluso este razonamiento, que es el más limitante para el conocimiento científico, muestra que cuando las ciencias llegan a su límite, justamente llegan al límite del conocimiento científico, no del conocimiento a secas.

En esto último radica la dificultad más relevante para las ciencias, ya que ellas se ocupan muy principalmente de los mecanismos íntimos de la mente humana. Sin embargo, como lo hemos mencionado en el listado de las grandes preguntas que las ciencias se hacen, la inteligencia es una de esas preguntas; y más allá de la admirable

11 Entendemos por axioma una proposición tan clara y evidente que se admite sin necesidad de demostración.

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organización de la corteza cerebral, se encuentran los aspectos estrictamente epistemológicos y los argumentos que la mueven del conocimiento experiencial y “geométrico” hacia el nivel de la intuición12. Esta intuición es la percepción íntima e instantánea de una idea o de una verdad, tal como si se tuviera a la vista; es la facultad de comprender las cosas instantáneamente, sin razonamiento; es, como se diría en teología, la visión beatífica misma. Ahora bien, expresiones como la última resultan totalmente aberrantes en el ámbito de las ciencias llamadas exactas. De acuerdo, pero sí que tendremos que reconocer que sin la experiencia intuitiva resulta muy difícil abordar los problemas mencionados arriba; es más, le quitaríamos al pensamiento científico uno de sus utensilios más valiosos, gracias al cual la civilización, como sea, ha avanzado en su construcción y en su afianzamiento. Pero, de igual forma, si los hombres de ciencia se negaran a sí mismos la posibilidad de comprender el mundo con todas las posibilidades que les ofrece (y la intuición es una de ellas) sufrirían de una miopía espiritual tal que confundirían las partes con el todo, lo finito con lo infinito; sería como aquel a quien mostrándosele la Luna con el dedo, se concentrase sólo en observar el dedo, no la Luna.

Desde los comienzos de los estudios científicos del mundo se planteó la cuestión de la metodología de su investigación; desgraciadamente, con los siglos y algunas experiencias desafortunadas, ese análisis quedó cada vez más relegado a algunos filósofos interesados en el devenir de las ciencias o a algunos hombres de ciencia que hacia el final de sus existencias consagraron un tiempo a meditar al respecto. Pocos han sido, en cambio, los hombres que desde el terreno de la fe consideraron el papel del hombre en el mundo. El distanciamiento que se labró en unos siglos fue tal que, en algunas ocasiones, llegó a haber un desprecio abierto entre ambos grupos de intelectuales (en detrimento de ambos también). Vemos ahora cómo las ciencias postulan vías de entendimiento que arrojan no poca luz en la forma en que se conoce la realidad, aún no sabiendo qué es eso exactamente.

Innegablemente, por ejemplo, la lectura del genoma humano representa un gran paso en la lectura de la realidad material subyacente al hombre; pero ello no quiere decir, ni por asomo, que esa realidad ya esté totalmente desplegada (así sea en potencia) en dicho código genético. Toda proporción guardada, sería como pretender leer un diario chino con la sola ayuda de un diccionario chino-español, español-chino. El cerebro humano es un objeto histórico, es verdad; pero quien pretenda que la historia es sólo memoria, le está quitando a la primera la posibilidad de ser interpretada en aras al devenir de la humanidad. De igual manera, el

12 Esta fue una de las incógnitas principales que llevaron a Spinoza a presentar su Ética según el método geométrico, es decir, postulando axiomas y demostrando lemas y teoremas.

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hombre tiene inevitablemente un substrato material, indispensable para desarrollar sus potencialidades. ¿Dónde radica la voluntad del hombre? ¿Cuál es el sitio en el que sienta sus reales la creatividad y la imaginación? ¿Por qué el ser humano es, hasta donde sabemos, el único ser que puede pasar de ver a observar, de oír a escuchar, de sentir a experimentar, etc.? Porque la realidad humana posee muchas facetas y matices, que aun teniendo instintos, puede incluso dejar de comer para contemplar el mundo, el espíritu humano y lo invisible; porque es capaz de comprender que no se basta a sí mismo, ni como individuo, ni como estirpe; porque su auténtica vocación es la inquietud; porque sólo la desmedida es su justa medida.

Las ciencias tienen en sus manos el poder de penetrar en la intimidad del mundo y, empero, podemos predecir con siglos de adelanto, cuándo una estrella será ocultada de nuestra vista terrestre por un planeta, pero no podemos decir por adelantado el lugar en el que caerá un rayo que puede matar a una persona. El cálculo de las probabilidades ha tomado en buena medida la estafeta de la Providencia, aunque la consolación que se puede recibir de la segunda, el primero no tiene la más mínima posibilidad de otorgarla. ¿Son por ello la estadística y la probabilidad disciplinas “inútiles”? No, precisamente; las ciencias son útiles; la Providencia es estrictamente hablando inútil, ya que en realidad es supra-útil. Y el hombre tiene necesidad de ambas.

Cuando se teje una media, se puede discutir en longitud acerca de cuál es el punto de tejido más hermoso, el más conveniente, el más cómodo, etc. Pero nadie podrá negar que sólo tiene sentido hablar de tejer una media si se tiene presente en la mente y en las manos tejedoras que esa media se destina a una pierna (que, además, se encuentra en permanente crecimiento). Así, las ciencias tejen una realidad cósmica de incalculable valor; pero lo que ellas tienen que decirle al mundo de la fe es que no se puede olvidar que ese conocimiento entretejido, lo está, sí, con la realidad humana también. La Creación13 aspira con todas sus fuerzas a conocer la revelación del hombre, del hombre de ciencia que honestamente investiga su realidad circundante, sin con ello excluirse a sí mismo.

Lo que las religiones dicen a las ciencias

Si las ciencias guardan una diferencia fundamental con las religiones en lo referente al lenguaje, no resulta menos llamativa la constatación de que tanto unas como otras buscan una coherencia similar al tender a satisfacer el espíritu humano. Sin embargo, el ámbito de la fe también posee su propio marco de referencia; un marco que echa mano de lo invisible, reconociendo así que la realidad humana rebasa con mucho cualquier explicación totalizadora y previsora del misterio del hombre. El hombre es, antes que nada, una

13 Vocablo de estricto origen teológico.

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singularidad imprevisible; por eso todos los modelos propuestos para la personalidad han fracasado en mayor o en menor grado14.

El hecho religioso ha constituido desde sus orígenes un intento muy serio de respuesta ante la desolación de la muerte, que parece tan injusta, imprevisible, inoportuna y coartadora. Desde que el hombre se dio cuenta de que la muerte era un evento irreversible, buscó la consolación de una idea, concepto, estructura, ente, que lograse mitigar su pena, secar sus lágrimas y darle las fuerzas necesarias para reemprender la vida con sus luchas, búsquedas e incertidumbres. Nunca fue el hecho religioso, originariamente hablando, una actitud de cobardía; muy por lo contrario, la búsqueda de trascendencia constituyó uno de los primeros pasos que marcaron para siempre la entidad humana como tal; probablemente la hominización se consolidó con semejantes actitudes. La necesidad de saber qué sucede después de la muerte, de encontrar una unión con el más allá, lo sobrenatural ha existido siempre. Todas las religiones intentan ofrecer respuestas a esas preguntas. Judaísmo, cristianismo, hinduismo, sintoismo, islamismo, budismo, tienen en común el ser el último recurso del hombre en presencia de lo irracional. Las religiones se manifiestan por una serie de ritos, gestos, símbolos, creencias, dogmas, que hacen que el hombre profano penetre en el mundo sagrado. El hecho religioso nace justamente del encuentro frontal entre la conciencia del hombre y lo inefable. Cada religión tiene su propia personalidad, ligada a la de su fundador y al contexto histórico, geográfico y político en el que apareció.

A partir de mediados del siglo XIX las ciencias se desarrollaron de manera exponencial (sin temor a la exageración); tanto fue esto que las más de las veces el entendimiento se vio superado por la voluntad, lo que en muchas ocasiones trajo como consecuencia traspiés en terrenos como el de la ética y la moral científicas. Por su parte, el pensamiento religioso se encontró muy seguido en conflicto con dichos resultados, no sólo porque quedaba en entredicho la interpretación que de la realidad hacía ese pensamiento; también la metodología y la sistemática negación de cualquier procedimiento no comprobable (según la misma metodología) constituyeron el punto neurálgico de las relaciones entre las ciencias y las religiones. También se debe decir que en el mundo de la fe se dieron espíritus preclaros que consagraron una buena parte de sus esfuerzos al análisis del pensamiento científico y de sus procederes.

De igual forma que las ciencias plantean problemas de gran envergadura al hombre, poniendo en evidencia los límites de su conocimiento comprobable, las religiones ponen a prueba las

14 Desde Freud hasta Fromm, pasando por espíritus brillantes como los de Maslow, Skinner, Mahler, Frankl, Adler, etc. no han logrado encuadrar al hombre en su realidad; todos, más o menos explícitamente, han simplificado excesivamente, ora el papel del hombre en el mundo, ora la imagen que el ser humano posee de sí mismo, ora la clave de la trascendencia antropológica.

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consistencias del pensamiento intuitivo, hasta sus últimas consecuencias. Aspectos fundamentales de este pensamiento son: la Creación como emanación del cosmos a partir del Ser Divino; la manutención del universo15; el sentido (como dirección y significado) del mundo16; el pecado y la disolución del plan de Dios17; el sentido de culpa y la necesidad de perdón, con la proporción de intencionalidad que tiene el pensamiento y la acción humanas18; la Redención, cuando el hombre experimenta la necesidad de salvarse de una situación evidentemente enfermiza como el egoísmo, el repliegue sobre sí mismo y la ceguera sobre la realidad del otro19; el fin de los tiempos, esto es, la escatología20 del ser; las consideraciones acerca de la temporalidad, ya sea lineal (como en las religiones estrictamente monoteístas), ya sea cíclico (como en las religiones que aceptan la trasmigración de las almas); la trascendencia y la actividad del grupo humano en el mundo (misiones, deberes, acciones sociales, etc.); realidad trascendente del cosmos como totalidad llamada a dialogar con el infinito en un encuentro transformante en definitiva.

Tales retos para el intelecto que intuye y busca en la obscuridad de la irracionalidad, o mejor aún, de la transracionalidad, la luz del sentido total, son monumentales y, eventualmente, sólo se pueden abordar desde una perspectiva creyente, es decir, desde la fe21 En efecto, este proceder de las religiones muestra lo complejo que resulta para la mente humana considerar el horizonte del conocimiento. Sin embargo, no es por ello que la fe sea sólo una confesión de ignorancia; es, antes que nada, un anhelo certero de alcanzar a toda costa una verdad inefable. Vemos, pues, que su

15 Que requieren de elementos tales como la Gracia y la Providencia, a manera de intervención eficaz de la acción divina en el espacio-tiempo.16 Esto es, la teleología del cosmos, pregunta idéntica a la que se formula la física, la cosmología y la astrofísica relativista.17 Lo que viene a significar, en el lenguaje de la estructura del mundo material, las rupturas de simetría, las dislocaciones que en los seres vivos se traducen en fracturas del devenir que consideramos como normal en biología, la enfermedad como fenómeno natural y la muerte como disolución definitiva de un nivel de organización.18 Aquí es menester el mencionar que términos como culpa, más allá de cualquier mito fundacional, tiene en consideración las rupturas de simetría en las relaciones interpersonales que inciden en la conciencia de cada individuo. Aspectos tan importantes tales como la deontología, la ética y la moral nacen de la claridad en esta línea de pensamiento; una buena parte de la estirpe humana se cifra en esta plataforma.19 En este punto se vuelve necesario hacer explícita la razón de la teología acerca de este tema: se enfrenta a la dificultad de considerar la posibilidad de un Dios Creador que se introduce en su obra, es decir, en el mundo; de asumir en ese momento toda la condición del hombre, con sus grandezas y con sus miserias, hasta dejarse aplastar si es necesario, por amor a esos hombres, con tal de reivindicar ante el Creador las primicias de su obra; y, finalmente, para asumir en su totalidad la realidad cósmica, es decir, materia, energía y cualquier otra forma insospechada de verdad.20 La escatología se refiere a las realidades últimas del universo, incluyendo al hombre, es decir, al fin último de la totalidad (tema muy afín a la cosmología arriba mencionada).21 La fe es la luz y el conocimiento sobrenatural con que sin ver se cree lo que Dios u otra autoridad dicen. No obstante esta definición de diccionario, la fe es una virtud teologal (i.e. relativa o perteneciente a la teología) con una dimensión ampliamente abierta a lo desconocido, pero iluminada de la luz de la verdad sobrenatural, siempre certera en ese contexto; la fe es una virtud mistérica, que se propone como único fin ver lo invisible (no en el sentido material del término “ver” sino en el del conocimiento).

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método es enteramente distinto al de las ciencias y, no obstante, logra su cometido. ¿Hay una contradicción frontal ahí? Pensamos que no ya que el cerebro que estudia las razones físicas de una aurora boreal es el mismo que puede ver a Dios en un arrobamiento.

Si se analiza de cerca la lista de tópicos propuestos por las religiones22 se podrá constatar, sorprendentemente, que es bastante paralela a la de las cuestiones centrales de las ciencias. Nuevamente, es normal; finalmente, el hombre de fe y el hombre de ciencia aspiran a desvelar todas las facetas de la realidad, esto es, ambos buscan denodadamente arrojar luz en el espíritu humano, justificando plenamente su presencia en el mundo y fijando su propósito, su destino, su devenir, su razón de ser. El mundo es una especie de obra de teatro complejísima, apasionante e impredecible en muchos aspectos23; desearíamos conocer el plan de la obra. El escenario no es simplemente una gran habitación obscura que tendríamos que ir descubriendo poco a poco, hasta agotar las posibilidades, no; es una habitación cuyo tamaño varía constantemente, en donde las reglas mismas del juego cósmico no parecen estar fijas de una vez y para siempre, en donde el observador forma parte del escenario. Es verdad que el hombre de fe asume algunas consideraciones que no pueden ni ser demostradas, ni refutadas con base en la experiencia espaciotemporal; pero, las ciencias hacen otro tanto cada vez que deben asumir la parte operacional de sus principios.

Las religiones, que apelan al principio de no contradicción, interpelan a las ciencias en cuanto que son actividades humanas que tienen en sus manos la posibilidad de construir o destruir a la humanidad. En cuanto a construir o destruir el mundo como tal, la auténtica ecología consiste en asumir la presencia humana al interior del mundo y que cualquier actitud inconveniente o simplemente discorde con las reglas de ese mundo afectan primordialmente al hombre mismo; el universo tiene sus capacidades de reacción ante esa “infección” que le ataca llamada “hombre”. Es indispensable, pues, que el ser humano vea más allá de sí mismo, que trascienda24.

Se puede jugar con las palabras y pensar que “ver lo invisible” es algo como asomarse al microscopio y descubrir bacilos; o predecir 22 Vide ad supra. Por supuesto que dicho listado no es, ni de lejos, exhaustivo; sin embargo sí que cubre las principales cuestiones que el hecho religioso ha descubierto a lo largo de los milenios.23 El hombre es uno de esos aspectos impredecibles.24 La trascendencia es la epistemología extrema; ésta, a su vez, es una concepción cualitativa y jerárquica del mundo concebido como un sistema ascendente en el cual los hechos se relacionan con las ideas y éstas están ligadas con principios. Como en cualquier sistema de pensamiento, se presenta la necesidad de referencias inamovibles (eternas) cuya veracidad no dependa exclusivamente de los hechos, ni de su concatenación, ni de sus dependencias, ni de su persistencia, ni de su aparición o desaparición, ni de los tiempos, lugares o costumbres; dichas relaciones o referencias son inmutables, imperfectibles, inviolables, imprescriptibles, inalienables y siempre exigibles. En pocas palabras, entendemos por trascendencia al impulso vital que lleva a considerar la materia y toda la realidad tangible como no bastándose a sí misma. Obviamente, por esta razón, las ciencias no utilizan el vocablo trascendencia como tal; pero sí que muestran con frecuencia la necesidad de esos sistemas fijos (v.gr. el sistema de las estrellas fijas de Newton, la teoría del campo unificado de Einstein, etc.).

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en un papel la existencia de un planeta aún no observado al través del telescopio. Eso sería caricaturesco para la condición del pensamiento humano. En efecto, el espíritu tiene la capacidad de viajar hasta donde nunca pueda ir, hasta los mundos que sólo los sueños pueden acariciar; empero, el precio que se paga para ello es que se tiene que ceder el nivel de conocimiento que poseía al restringirse a la constatación del laboratorio; debe hacer la transición del lenguaje de la imagen al del símbolo, de la palabra tecnificada a la metáfora, del vocablo sonoro al silencio evocador de la contemplación. Ambos niveles son indispensables para el hombre, ambos estratos garantizan al ser humano el alimento a su acción y ninguno posee mayor o menor grado de precisión que el otro. ¿Por qué esta diferencia y este salto de nivel de realidad? Porque no hay común medida entre lo finito y lo infinito, entre lo contingente y lo necesario25. En la naturaleza todo es contingente; las religiones asumen dicha contingencia y la acercan a lo necesario, sin jamás alcanzarle. Por eso las religiones son fundamentales, como pensamiento trascendente26; sin ellas, ni el hombre de ciencia, ni el artista, ni nadie podría aspirar a intuir el devenir misterioso del hombre, del mundo y de toda la realidad. “El hombre es él y su circunstancia”27, sí, pero pensamos que el hombre es él, su circunstancia y más. Ese agregado a la realidad del hombre es con mucho la porción más amplia de la realidad humana y las religiones nos recuerdan que ella es indispensable para que la felicidad sea no un premio al esfuerzo, sino el esfuerzo mismo. Por eso el auténtico mundo de la fe no puede prescindir de la materia y sus leyes; no es ese un mundo desencarnado, que se encontrara fuera de la realidad. Una psicosis colectiva no sabría consolar a los individuos, ni sabría infundirles esperanza, razón de vivir y sentido al cotidiano vital, tan lleno de tiempo y de su huella, el espacio.

¿Cuál es el peso específico de cada instante? La termodinámica de los fenómenos irreversibles balbucea una respuesta tentativa: la organización de la materia, las rupturas de simetría y la tensión del devenir de los sistemas (las estructuras disipativas). Las religiones afirman, en cambio, con una palabra rotunda que ese peso es la

25 Los conceptos de necesidad y contingencia son de gran importancia en epistemología de las ciencias. Se dice necesario aquello que siendo como es no puede ser distinto: es lo que es y no tiene sentido pensar en otra posibilidad. En cambio, es contingente aquello que siendo como es podía ser distinto. Aunque más de uno puede pensar que tal distinción obedece a un pensamiento “bizantino”, no es así. Las leyes de la naturaleza son a todas luces contingentes y los descubrimientos científicos de la historia ampliamente han demostrado cuán modificables pueden ser nuestros criterios de interpretación; porque la contingencia es el arte de interpretar, es la hermenéutica de la naturaleza. En el lado opuesto, las religiones hablan de un Único Necesario que es inmutable y que por singularidad inamovible es el referente inevitable; no pudiendo expresarse totalmente en palabras, tiene como cualidad fundamental la inefabilidad y las palabras que se emplean para hablar de Él son siempre incompletas, siempre incapaces de agotar la totalidad de su ser; sólo el silencio lo insinúa.26 Cuando hablamos de religiones no nos estamos refiriendo exclusivamente a las instituciones que vemos en el mundo; aunque también las consideramos a ellas, pensamos especialmente en la actitud interior de cada individuo que sincera y honestamente anhela la verdad, la belleza y la bondad y se reconoce envuelto en una realidad siempre más allá de sus posibilidades de comprensión.27 Dn. José Ortega y Gasset.

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eternidad; de tal suerte que todo se juega en el ahora, incluso la materia con su devenir, pero también la conciencia del hombre, su percepción del mundo, la existencia de su cuerpo y el cuerpo de su existencia. ¿Podría ser de otro modo? Pensamos que no; el concepto de un ser pensante que únicamente acepta lo que se demuestra termina no viendo lo que se le muestra28. Tenemos que superar la tentación de la ignorancia porque el hombre limita al sur con la tierra, al este con sus recuerdos, al oeste con sus temores, ¿y al norte? También la Polar queda al sur.

Los hombres no se conocen a sí mismos: su carne es opaca. Y su carne significa dolor. No sólo superficialidad, impureza, narcisismo, sino también, y principalmente, sufrimiento. Es como el costado dolorido del alma, aquella parte suya, vulnerable por definición, que está en contacto con todos los agentes erosivos. Mientras el cuerpo, capaz de placeres muy fugaces en sus zonas más exteriores, es por dentro una semilla de muerte, el alma, con facultades de gozo imperecedero en la raíz de su ser, sufre y pena y es castigada en su vertiente limítrofe con la carne, allí donde la carne se adelgaza y sutiliza tanto que se hace ya alma, alma vulnerable29. La fe le recuerda a las ciencias que el tiempo es corto y que hay que aprovecharlo; que el tiempo es lento y que hay que tener paciencia; que el tiempo es irreversible y que hay que mirar al futuro; que el tiempo puede ser redimido y que hay que mirar al pasado; que el tiempo es el paso del Eterno por nuestras vidas y que hay que estar atentos al presente, al ahora30. Todo esto lo saben bien los buenos hombres de ciencia que entienden que información no es entendimiento, como lo sabía aquel sabio que escribió en su diario: “Así como el enamorado no cesa de repasar una y otra vez las líneas del rostro de su amada en aquel camafeo, descubriendo más y más razones para seguir amando… Así vuelvo a encontrar las trazas de la asiduidad, de la dicha, del honor y de la gratitud en los quiebres de las células, en las texturas de los tejidos y en el milagro de los órganos, al través de aquel camafeo del campo microscópico…” Si quisiéramos resumir aquello en lo que se encuentran en perfecto acuerdo las ciencias y las religiones, tendríamos que recordar lo que dice Dn. Santiago Ramón y Cajal de que “observar sin pensar es tan peligroso como pensar sin observar”. El mensaje central de la fe para las ciencias es un ejercicio de memoria pues saber es recordar y, esencialmente, recordar la incompletez del hombre; recuerda que no por ver el horizonte como una línea, no se encuentre nada más allá de ella; que la verdadera naturaleza de las cosas, como las presentan los niños y los poetas, como lo prueban los santos, es el milagro.

28 Pensamos en esa frase declarada por Clemente de Alejandría: “bien pronto harán lo que no está permitido los que hacen todo lo que está permitido”.29 Estamos parafraseando a José María Cabodevilla cuando se refiere a la vida después de la muerte como al 32 de diciembre.30 Nuevamente tenemos a Cabodevilla en la mente, especialmente cuando afirma que “el espacio es la vista de Dios; el tiempo, su oído; la cualidad, su olfato; la substancia, su gusto; el movimiento, su tacto; el hombre, su sexto sentido.”

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La epistemología de la realidad

Los presupuestos y las condiciones iniciales de las ciencias y de las religiones son esencialmente las mismas, a saber, que la realidad es inteligible (racionalidad de peso ontológico, es decir, del nivel del ser), que el hombre posee la capacidad de abordar con el entendimiento dicha realidad, aunque no la agote (epistemología) y que el conocimiento de la misma tiene un inevitable valor asociado (ética). Como se puede ver claramente, este fondo común tiene como cimientos la forma concreta en la que el cerebro humano percibe lo real; esto es, que no se puede desprender el hecho de la percepción del de la interpretación31. La rama de las ciencias que se denomina neurociencia ha trabajado desde hace unos veinte años con este fenómeno y ha venido revelando la inesperada complicación del hecho interpretativo; sin embargo, la filosofía o, más concretamente, la epistemología, que es mucho más antigua, ha desvelado poco a poco las líneas de razonamiento de la mente. En otras palabras, neurociencia y epistemología tienen un área enorme de intersección, la hermenéutica.

Otro elemento que apoya lo que acabamos de afirmar es que tanto las ciencias como las religiones experimentan la profunda necesidad de tener un referente inmutable, fijo, absoluto; las primeras han pensado, a lo largo de la historia, en el sistema de las estrellas fijas, en la velocidad de la luz, en la vida, en las fluctuaciones cuánticas del vacío, etc. y les han llamado axiomas; las segundas han hablado del Único Necesario, del Uno absoluto, del Padre Eterno, del Todopoderoso, etc., siempre conceptuando al Sumo Hacedor como dogma.

A pesar de la obvia similitud entre ambos caminos, también se puede entrever la razón profunda de la discrepancia entre ellos. Las ciencias no pueden construirse, como hemos dicho más arriba, sin la investidura de la comprobación, es decir, de la posibilidad de reproducción del hecho en el laboratorio de la voluntad del hombre o en la naturaleza misma. Así que los eventos aislados o no tratables desde un punto de vista estadístico interesan bien poco a las ciencias; y es normal, puesto que no pueden construirse conocimientos sistemáticos sin la periodicidad que evite contrasentidos. De hecho, lo

31 La hermenéutica, que es la disciplina que estudia la interpretación de la realidad (más allá del uso que suele darse a este término, solamente en el ámbito de los textos llamados “inspirados”), está presente en todos los actos humanos; de hecho, simplificando, podemos decir sin temor a exageraciones, que conocer es interpretar, puesto que el entendimiento humano es a fortiori el filtro a través del cual ha de pasar cualquier forma de estímulo (interno o externo), sin que ello signifique que el mismo entendimiento deba o siquiera pueda agotar la interpretación. En efecto, pretender que la realidad puede toda ella ser interpretada de manera completa es ya vaciarla de su contenido. ¿No es lo que hace Freud, por ejemplo, cuando cree comprender el trasfondo de los sueños interpretándolos exhaustivamente?

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singular sólo interesa a las ciencias en la medida en que se presenta como anormal32. En contra, las religiones tienden a hablar de un “evento” único, irrepetible, imposible de ser reproducido, incluso inenarrable. Es más, lo estadístico no se considera de ningún valor, desde la perspectiva de la trascendencia. El hecho singular es enorme33, independientemente de que sea grande y/o precario, y es la garantía de que la realidad rebasa cualquier idea o concepto, siendo el mayor reto al espíritu humano.

Ya el filósofo y gran hombre de ciencia Gottfried Wilhelm Leibniz se dio cuenta de que el hecho de saber que en el mundo hay algo en lugar de nada tiene que ver con la trascendencia del cosmos; la contingencia de las leyes de la naturaleza se muestran, sobre todo a partir de las teorías de la relatividad general y de la mecánica cuántica, como definitivamente “inestables”, epistemológicamente hablando. Por ejemplo, la existencia del éter es necesaria de cara a la filosofía de las ciencias, cuando se habla de la propagación de las ondas electromagnéticas en el “vacío”, independientemente de los experimentos de Michelson y Morley; asimismo, la idea de los saltos cuánticos en una materia entrecortada fue un ardid indispensable en la explicación del efecto Zeeman anómalo y en la radiación del cuerpo negro; pero se trató sólo de eso (inicialmente), de un ardid que surtió efecto y con el que ni siquiera su fundador, Max Planck, estuvo después de acuerdo.

Cuando P.A.M. Dirac, en los años cincuenta, expresó las constantes más importantes de la física en términos de unidades naturales34, encontró que todas esas constantes se reducían ya sea a

la unidad, a cero o a -1, excepto tres: la edad del universo 4010, la

constante de gravitación universal 4010

y la constante de

interacciones débiles 2010

. Su conclusión fue muy simple: la constante de gravitación universal es inversamente proporcional a la edad del universo; es decir, que la constante de gravitación universal no es constante y que, en consecuencia, depende del envejecimiento del cosmos. Él mismo se sorprendió sobremanera cuando vio esto y se concretó a subrayar su asombro sin dar un paso más allá. De igual forma, Ilya Prigogine mostró al mundo la importancia de tener en cuenta el carácter irreversible del tiempo en la autoorganización de la

32 Por anormal entendemos lo a-normal, es decir, lo que no posee norma, que no puede ser pronosticado, que está al margen de la norma, que no se encuentra sujeta a una forma de conocimiento previsible.33 Lo enorme es lo e-norme, es decir, lo que se encuentra fuera de la norma, no simplemente al margen como en las ciencias; que no obedeciendo a ninguna de las leyes que aquí abajo conocemos, permanece como la excepción absoluta. La grandeza y la precariedad de ese Dios se refiere explícitamente al Dios de los cristianos.34 Como unidad de longitud empleó el radio promedio del átomo de hidrógeno; como unidad de tiempo empleó el tiempo que emplea la luz en recorrer dicho radio; como unidad de masa utilizó la masa del electrón.

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materia; que no es posible inferir ningún resultado sólido si no se tiene en consideración dicho comportamiento del mundo; pero no llegó a concluir que el tiempo siempre toma la iniciativa en el desenvolvimiento de la naturaleza, en las grandes decisiones de la evolución y en la selección de estructuras, haciendo con ello del espacio la huella del tiempo (aunque habría que mencionar que el hecho de considerar al tiempo como un operador –en franca contraposición con Newton y con Einstein- ya conlleva la consecuencia de que es el tiempo el principal “hacedor” de espacio). ¿Qué sucedió con estos sabios? ¿Tuvieron miedo de ir más allá de sus conocimientos comprobables en el laboratorio?35 Pensamos que simplemente, como hombres muy honestos en el pensamiento, se dieron cuenta de que se encontraban en los umbrales del conocimiento científico, en el borde de la verdad humanamente cognoscible; sintieron que se encontraban en un terreno extremadamente resbaladizo y optaron por la actitud más sabia, el silencio.

Algo similar le ha sucedido en otro terreno a los sabios teólogos, a los grandes místicos, que ante lo inefable pararon mientes de que no sabían nada, de que por mucho que hubiesen meditado sinceramente en la trascendencia del mundo y del hombre, en la naturaleza de Dios y en la “deificación” del hombre, sólo habían estado dando bastonazos en la obscuridad y tropezando o dando traspiés las más de las veces. Cuando santo Tomás de Aquino, después de haber escrito un gran número de obras profundísimas sobre la naturaleza del mundo, del espíritu del hombre y del ser de Dios, se quedó fuera de sí36 y concluyó, ante su secretario atónito, que se acababa de dar cuenta de que todo lo que había escrito en su vida sólo era paja, en realidad acababa de poner los pies en la eternidad, en ese séptimo cielo que es el toque de la divinidad.

No niego que entre los mundos de las ciencias y de las religiones puede haber un abismo de diferencia en muchos sentidos, pero tampoco niego que la honradez del pensamiento, del acto y de la existencia toda ella versada en la búsqueda de un hilo conductor de la verdad, si no ya de la verdad misma, puede conducir al borde que, al ser sentido en las plantas de los pies, hace correr un frío, un no sé qué por la espalda que “paraliza” en abierta contemplación. Eso que llamamos “honradez del pensamiento” es verdaderamente el más alto grado de silencio interior; y el silencio no es la ausencia de ruido, sino la profunda actitud de escucha frente a un mundo que grita con su sola existencia la fuente de la que procede, la Mano aquella que pasó por los bosques y los dejó cubiertos con su belleza37.

35 Esto nos recuerda la épica aportación que al conocimiento hizo J.C. Maxwell cuando relacionó la teoría electromagnética con la óptica; y que, de facto, comprendía en su interior a la teoría especial de la relatividad, desentrañada después por A. Einstein.36 Que es el auténtico sentido del término enajenación.37 Torpemente parafraseando a san Juan de la Cruz en su maravilloso verso que reza:

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Sí, más de uno puede escandalizarse por lo que decimos; tanto las ciencias como las religiones son capaces de despertar auténticos éxtasis en aquellos que van hasta las últimas consecuencias de su pensamiento, adoptado éste como fuente del espíritu.

Indiscutiblemente es la muerte la que ha provocado catálisis en el pensamiento del hombre de cara a la trascendencia. El punto final de la vida marca el momento más irreversible de la historia de un individuo38; seguramente el primer hombre primitivo que vio a un congénere quedar súbitamente inmóvil, impertérrito, frío y pálido, que dejó de responder por su nombre o a un gruñido, debió quedar pasmado; ese primer individuo muy probablemente se cuestionó no sólo lo que le había sucedido a su camarada de cacería, digamos; también se habrá cuestionado, porque esa era la impresión más obvia, a dónde se había ido su amigo, pues parecía que ya no se encontraba totalmente ahí, aunque ahí veía su cuerpo inerte. Lo más probable es que en ese día insigne surgiera el primer sentimiento que hoy llamaríamos “religioso”.

Si bien este cuadro se puede encontrar cargado de impresiones mágicas, no está muy alejado de lo que seguramente pensaron aquellos que decidieron llamar al cuerpo sin vida cadáver39, no por el sólo hecho de ponerle un nombre distintivo, sino por haber querido mantener alguna forma de identidad. A final de cuentas, la única diferencia entre un cadáver y un vivo, es que el primero ya no puede esconder su miseria. Este motor del pensamiento ha despertado toda clase de ideas en los hombres40; sean jóvenes o viejos, hermosos o maltrechos, varones o mujeres, ricos o pobres, la muerte sí que practica la democracia, no como ese abuso de la estadística a la que estamos tan acostumbrados41.

¡Oh bosques y espesurasplantadas por la mano del Amado;oh prado de verdurasde flores esmaltado,decid si por vosotros ha pasado!

Mil gracias derramandopasó por estos sotos con presura,e, yéndolos mirando,con sola su figuravestidos los dejó de su hermosura.

38 Y deberíamos en este momento estar aún más conscientes de que todos los instantes de la vida son igualmente irreversibles; que el hecho de nacer es tan contundente como la muerte. Sin embargo, esta última es vista las más de las veces como inoportuna e indeseada, en una actitud de apego a la vida que tiene más de inercia que de verdadero anhelo de realización personal.39 La palabra CADAVER se deriva de las iniciales de la frase latina “CAro DAta VERmibus”, es decir, carne dada a los gusanos; o como dice elegantemente Quevedo, “esos gusanos que hoy te visten, mañana te desvisten”.40 Aconsejamos al lector en este punto detenerse para hacer un pequeño ejercicio: primero piense en lo que para uno es la muerte y, en un segundo momento, dedicar unos minutos a observar detalladamente el cuadro de Peter Bruegel el viejo intitulado “El triunfo de la muerte”.41 Parafraseando a Jorge Luis Borges.

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Ya hemos subrayado que el ser42, tan íntimamente ligado a la filosofía (en especial a la metafísica), subyace a todas las ciencias, aun cuando no sea el ser mismo el objetivo que se fije; pero por otra parte, estas mismas ciencias bien nos señalan la importancia del devenir43 en la realidad del mundo. La muerte muestra a ambas formas del pensamiento que hay un pasaje entre el ser y el devenir. El tiempo parece ser la proyección más clara de ese “túnel” que lleva a lo indecible, sin coincidir con él. La extinción de la existencia parece dejar incólume al ser y el devenir lo garantiza. En ese punto se abrazan ser y devenir, ciencia y fe. Este es el desafío, la perspectiva y la respuesta última a lo que nos parecía imposible de conciliar.

El puente que acabamos de sugerir, tendido entre el ser y el devenir, sólo puede ser construido por el conocimiento como ejercicio de las facultades intelectuales, orientadas a abordar la naturaleza de la realidad44. Este no es el lugar para desarrollar un tema tan amplio y rico como el de la epistemología; pero sí que podemos afirmar, sin lugar a dudas, que el conocimiento es la tarea fundamental de la existencia humana. Hacemos énfasis en que el conocimiento no es privativo de tal o cual disciplina, de tal o cual persona, de tal o cual época. No, el conocimiento es el gran tesoro de nuestra humanidad; le pertenecemos y nos pertenece a la vez, porque coincidimos con él o, si no, traicionamos irremisiblemente nuestro papel en el mundo. Deberá quedar claro que el conocimiento así entendido no tiene forzosamente que ver con una formación universitaria o con la lectura de muchos libros (cosa que no está nada mal en sí), lo cual labra la cultura. Nos referimos a la inteligencia, es decir, a la rectitud de ánimo, a la integridad en el obrar, al ser decente y decoroso en el pensamiento, que construye belleza, bondad y unidad con su presencia; en pocas palabras, nos referimos a la honradez intelectual, sin la cual nada merece la pena.

La cultura es indiscutiblemente un gran valor, de los más grandes que hay en los hombres; no obstante, la inteligencia otorga el poder de generar más inteligencia, tiene el poder creador y la cultura viene a afianzar este poder y a adornarle con las guirnaldas de su buen olor. El fijador de este perfume es la inteligencia, que cualquier ser humano, por el sólo hecho de serlo puede desvelar en sí. La inteligencia, si es real, conduce siempre al amor. Pues bien, el desafío más fundamental en los terrenos de las ciencias y de la fe es, partiendo de ellas, no ahogar el amor que mana de ellas; la perspectiva que han de vislumbrar para no perecer ninguna de ellas es la de la pasión por sus acciones, siempre y cuando conduzcan al amor; y la respuesta última es el amor mismo. ¿Amor a qué o a quién? Amor ante todo por la condición humana, amor por el

42 Dice el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua para el verbo ser: “verbo sustantivo que afirma del sujeto lo que significa el atributo”. Ya nos podremos imaginar cuando el atributo es justamente ser.43 El devenir es la realidad entendida como proceso o cambio (a veces se opone al ser); es el proceso mediante el cual algo se hace o llega a ser.44Lo que incluye al hombre mismo.

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pensamiento verdaderamente grande y constructor de una humanidad justa, amor al conocimiento visto no como prurito morboso y ostentoso, sino como misión ineludible y lúdicamente vital.

El conocer es la actividad humana mediante la cual la existencia consciente intenta enunciar e interpretar su experiencia de la realidad. Punto focal de esta realidad es el rostro humano, mezcla viviente de misterio y de significado45, de ser y de existencia, de tiempo y de duración; la dimensión divina se abre a partir del rostro humano46. El hombre ama naturalmente al universo y desea su bien; y así, para satisfacer ese deseo del hombre, el universo será perfeccionado. Sólo la observancia de los límites, la armonía, concede la verdadera libertad; y esta libertad, a su vez, proporciona el conocimiento. Hay un influjo recíproco maravilloso: la verdad nos hace libres y la libertad interior conduce derecha a la verdad, al sentido profundo de los seres. Lo infinito hace lo finito más real.http://www.ciudadredonda.org/caminos/laicos/cienciayfe.doc

45 A. Heschel.46 É. Lévinas.

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