El guardian entre el centeno J. D. Salinger

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Las peripecias del adolescente Holden Caulfield en una Nueva York que se recupera de la guerra influyeron en sucesivas generaciones de todo el mundo. En su confesión sincera y sin tapujos, muy lejos de la visión almibarada de la adolescencia que imperó hasta entonces, Holden nos desvela la realidad de un muchacho enfrentado al fracaso escolar, a las rígidas normas de una familia tradicional, a la experiencia de la sexualidad más allá del mero deseo. http://www.epublibre.org/libro/detalle/3952

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Título original: The Catcher in the RyeJ. D. Salinger, 1951Traducción: Carmen Criado

Editor digital: hofmillerePub base r1.0

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Capítulo 1Si de verdad les interesa lo que voya contarles, lo primero que querránsaber es dónde nací, cómo fue todoese rollo de mi infancia, qué hacíanmis padres antes de tenerme a mí, ydemás puñetas estilo DavidCopperfield, pero no tengo ganasde contarles nada de eso. Primeroporque es una lata, y, segundo,porque a mis padres les daría unataque si yo me pusiera aquí ahablarles de su vida privada. Paraesas cosas son muy especiales,sobre todo mi padre. Son buena

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gente, no digo que no, pero aquisquillosos no hay quien les gane.Además, no crean que voy acontarles mi autobiografía conpelos y señales. Sólo voy ahablarles de una cosa de locos queme pasó durante las Navidadespasadas, antes de que me quedaratan débil que tuvieran quemandarme aquí a reponerme unpoco. A D. B. tampoco le hecontado más, y eso que es mihermano. Vive en Hollywood.Como no está muy lejos de esteantro, suele venir a verme casi

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todos los fines de semana. Él seráquien me lleve a casa cuando salgade aquí, quizá el mes próximo.Acaba de comprarse un «Jaguar»,uno de esos cacharros ingleses quese ponen en las doscientas millaspor hora como si nada. Cerca decuatro mil dólares le ha costado.Ahora está forrado el tío. Antes no.Cuando vivía en casa era sólo unescritor corriente y normal. Por sino saben quién es, les diré que haescrito El pececillo secreto, que esun libro de cuentos fenomenal. Elmejor de todos es el que se llamaigual que el libro. Trata de un niño

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que tiene un pez y no se lo deja vera nadie porque se lo ha compradocon su dinero. Es una historiaestupenda. Ahora D. B. está enHollywood prostituyéndose. Si hayalgo que odio en el mundo es elcine. Ni me lo nombren.

Empezaré por el día en que salíde Pencey, que es un colegio quehay en Agerstown, Pennsylvania.Habrán oído hablar de él. En todocaso, seguro que han visto lapropaganda. Se anuncia en miles derevistas siempre con un tío de muybuena facha montado en un caballoy saltando una valla. Como si en

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Pencey no se hiciera otra cosa quejugar todo el santo día al polo. Pormi parte, en todo el tiempo queestuve allí no vi un caballo ni porcasualidad. Debajo de la foto deltío montando siempre dice lomismo: «Desde 1888 moldeamosmuchachos transformándolos enhombres espléndidos y de menteclara». Tontadas. En Pencey semoldea tan poco como en cualquierotro colegio. Y allí no había unsolo tío ni espléndido, ni de menteclara. Bueno, sí. Quizá dos. Esocomo mucho. Y probablemente ya

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eran así de nacimiento.Pero como les iba diciendo, era

el sábado del partido de fútbolcontra Saxon Hall. A ese partido sele tenía en Pencey por una cosa muyseria. Era el último del año y habíaque suicidarse o poco menos si noganaba el equipo del colegio. Meacuerdo que hacia las tres deaquella tarde estaba yo en lo másalto de Thomsen Hill junto a uncañón absurdo de esos de la Guerrade la Independencia y todo esefollón. No se veían muy bien losgraderíos, pero sí se oían los gritos,fuertes y sonoros los del lado de

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Pencey, porque estaban allíprácticamente todos los alumnosmenos yo, y débiles y comoapagados los del lado de SaxonHall, porque el equipo visitante porlo general nunca se traía muchospartidarios.

A los encuentros no solían irmuchas chicas. Sólo los másmayores podían traer invitadas. Pordonde se le mirase era un asco decolegio. A mí los que me gustan sonesos sitios donde, al menos de vezen cuando, se ven unas cuantaschavalas aunque sólo esténrascándose un brazo, o sonándose

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la nariz, o riéndose, o haciendo loque les dé la gana. Selma Thurmer,la hija del director, sí iba conbastante frecuencia, pero, vamos,no era exactamente el tipo de chicacomo para volverle a uno loco dedeseo. Aunque simpática sí era.Una vez fui sentado a su lado en elautobús desde Agerstown alcolegio y nos pusimos a hablar unrato. Me cayó muy bien. Tenía unanariz muy larga, las uñas todascomidas y como sanguinolentas, yllevaba en el pecho unos postizosde esos que parece que van a

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pincharle a uno, pero en el fondodaba un poco de pena. Lo que másme gustaba de ella es que nunca tevenía con el rollo de lo fenomenalque era su padre. Probablementesabía que era un gilipollas.

Si yo estaba en lo alto deThomsen Hill en vez de en elcampo de fútbol, era porqueacababa de volver de Nueva Yorkcon el equipo de esgrima. Yo era eljefe. Menuda cretinada. Habíamosido a Nueva York aquella mañanapara enfrentarnos con los delcolegio McBurney. Sólo que elencuentro no se celebró. Me dejé

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los floretes, el equipo y todos losdemás trastos en el metro. No fuedel todo culpa mía. Lo que pasó esque tuve que ir mirando el planotodo el tiempo para saber dóndeteníamos que bajarnos. Así quevolvimos a Pencey a las dos ymedia en vez de a la hora de lacena. Los tíos del equipo mehicieron el vacío durante todo elviaje de vuelta. La verdad es quedentro de todo tuvo gracia.

La otra razón por la que nohabía ido al partido era porquequería despedirme de Spencer, miprofesor de historia. Estaba con

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gripe y pensé que probablemente nose pondría bien hasta ya entradaslas vacaciones de Navidad. Mehabía escrito una nota para quefuera a verlo antes de irme a casa.Sabía que no volvería a Pencey.

Es que no les he dicho que mehabían echado. No me dejabanvolver después de las vacacionesporque me habían suspendido encuatro asignaturas y no estudiabanada. Me advirtieron varias vecespara que me aplicara, sobre todoantes de los exámenes parcialescuando mis padres fueron a hablar

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con el director, pero yo no hicecaso. Así que me expulsaron. EnPencey expulsan a los chicos pormenos de nada. Tienen un nivelacadémico muy alto. De verdad.

Pues, como iba diciendo, eradiciembre y hacía un frío quepelaba en lo alto de aquella dichosamontañita. Yo sólo llevaba lagabardina y ni guantes ni nada. Lasemana anterior alguien se habíallevado directamente de mi cuartomi abrigo de pelo de camello conlos guantes forrados de pielmetidos en los bolsillos y todo.Pencey era una cueva de ladrones.

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La mayoría de los chicos eran defamilias de mucho dinero, pero aunasí era una auténtica cueva deladrones. Cuanto más caro elcolegio más te roban, palabra.Total, que ahí estaba yo junto a esecañón absurdo mirando el campode fútbol y pasando un frío de mildemonios. Sólo que no me fijabamucho en el partido. Si seguíaclavado al suelo, era por ver si meentraba una sensación dedespedida. Lo que quiero decir esque me he ido de un montón decolegios y de sitios sin darmecuenta siquiera de que me

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marchaba. Y eso me revienta. Noimporta que la sensación sea tristeo hasta desagradable, pero cuandome voy de un sitio me gusta darmecuenta de que me marcho. Si noluego da más pena todavía.

Tuve suerte. De pronto pensé enuna cosa que me ayudó a sentir queme marchaba. Me acordé de un díaen octubre o por ahí en que yo,Robert Tichener y Paul Campbellestábamos jugando al fútbol delantedel edificio de la administración.Eran unos tíos estupendos, sobretodo Tichener. Faltaban pocos

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minutos para la cena y habíaanochecido bastante, pero nosotrosseguíamos dale que te pegometiéndole puntapiés a la pelota.Estaba ya tan oscuro que casi no seveía ni el balón, pero ningunoqueríamos dejar de hacer lo queestábamos haciendo. Al final notuvimos más remedio. El profesorde biología, el señor Zambesi, seasomó a la ventana del edificio ynos dijo que volviéramos aldormitorio y nos arregláramos parala cena. Pero, a lo que iba, siconsigo recordar una cosa de eseestilo, enseguida me entra la

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sensación de despedida. Por lomenos la mayoría de las veces. Encuanto la noté me di la vuelta yeché a correr cuesta abajo por laladera opuesta de la colina endirección a la casa de Spencer. Novivía dentro del recinto del colegio.Vivía en la Avenida AnthonyWayne.

Corrí hasta la puerta de la verjay allí me detuve a cobrar aliento.La verdad es que en cuanto corro unpoco se me corta la respiración.Por una parte, porque fumo comouna chimenea, o, mejor dicho,fumaba, porque me obligaron a

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dejarlo. Y por otra, porque el añopasado crecí seis pulgadas y media.Por eso también estuve a punto depescar una tuberculosis y tuvieronque mandarme aquí a que mehicieran un montón de análisis ycosas de ésas. A pesar de todo, soyun tío bastante sano, no crean.

Pero, como decía, en cuantorecobré el aliento crucé a todocorrer la carretera 204. Estabacompletamente helada y no merompí la crisma de milagro. Nisiquiera sé por qué corría. Supongoque porque me apetecía. De pronto

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me sentí como si estuvieradesapareciendo. Era una de esastardes extrañas, horriblemente fríasy sin sol ni nada, y uno se sentíacomo si fuera a esfumarse cada vezque cruzaba la carretera.

¡Jo! ¡No me di prisa ni nada atocar el timbre de la puerta encuanto llegué a casa de Spencer!Estaba completamente helado. Medolían las orejas y apenas podíamover los dedos de las manos.

—¡Vamos, vamos! —dije casien voz alta—. ¡A ver si abren deuna vez!

Al fin apareció la señora

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Spencer. No tenían criada ni nada ysiempre salían ellos mismos a abrirla puerta. No debían andar muybien de pasta.

—¡Holden! —dijo la señoraSpencer—. ¡Qué alegría verte!Entra, hijo, entra. Te habrásquedado heladito.

Me parece que se alegró deverme. Le caía simpático. Al menoseso creo.

Se imaginarán la velocidad a laque entré en aquella casa.

—¿Cómo está usted, señoraSpencer? —le pregunté—. ¿Cómoestá el señor Spencer?

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—Dame el abrigo —me dijo.No me había oído preguntar por sumarido. Estaba un poco sorda.

Colgó mi abrigo en el armariodel recibidor y, mientras, me echéel pelo hacia atrás con la mano. Porlo general, lo llevo cortado alcepillo y no tengo que preocuparmemucho de peinármelo.

—¿Cómo está usted, señoraSpencer? —volví a decirle, sóloque esta vez más alto para que meoyera.

—Muy bien, Holden —cerró lapuerta del armario—. Y tú, ¿cómo

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estás?Por el tono de la pregunta supe

inmediatamente que Spencer lehabía contado lo de mi expulsión.

—Muy bien —le dije—. Y,¿cómo está el señor Spencer? ¿Sele ha pasado ya la gripe?

—¡Qué va! Holden, se estáportando como un perfecto… yoqué sé qué… Está en su habitación,hijo. Pasa.

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Capítulo 2Dormían en habitaciones separadasy todo. Debían tener como setentaaños cada uno y hasta puede quemás, y, sin embargo, aún seguíandisfrutando con sus cosas. Un pocoa lo tonto, claro. Pensarán quetengo mala idea, pero de verdad nolo digo con esa intención. Lo quequiero decir es que solía pensar enSpencer a menudo, y que cuandouno pensaba mucho en él, empezabaa preguntarse para qué demoniosquerría seguir viviendo. Estabatodo encorvado en una postura

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terrible, y en clase, cuando se lecaía una tiza al suelo, siempre teníaque levantarse un tío de la primerafila a recogérsela. A mí eso meparece horrible. Pero si se pensabaen él sólo un poco, no mucho,resultaba que dentro de todo no lopasaba tan mal. Por ejemplo, undomingo que nos había invitado amí y a otros cuantos chicos a tomarchocolate, nos enseñó una mantatoda raída que él y su mujer lehabían comprado a un navajo en elparque de Yellowstone. Se notabaque Spencer lo había pasado de

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miedo comprándola. A eso merefería. Ahí tienen a un tío comoSpencer, más viejo que Matusalén,y resulta que se lo pasa bárbarocomprándose una manta.

Tenía la puerta abierta, peroaun así llamé un poco con losnudillos para no parecermaleducado. Se le veía desde fuera.Estaba sentado en un gran sillón decuero envuelto en la manta de queacabo de hablarles. Cuando llamé,me miró.

—¿Quién es? —gritó—.¡Caulfield! ¡Entra, muchacho!

Fuera de clase estaba siempre

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gritando. A veces le ponía a unonervioso.

En cuanto entré, me arrepentí dehaber ido. Estaba leyendo elAtlantic Monthly, tenía lahabitación llena de pastillas ymedicinas, y olía a Vicks Vaporub.Todo bastante deprimente. Confiesoque no me vuelven loco losenfermos, pero lo que hacía la cosaaún peor era que llevaba puesto unbatín tristísimo todo zarrapastroso,que debía tener desde que nació.Nunca me ha gustado ver a viejos nien pijama, ni en batín ni en nada deeso. Van enseñando el pecho todo

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lleno de bultos, y las piernas, esaspiernas de viejo que se ven en lasplayas, muy blancas y sin nada depelo.

—Buenas tardes, señor —ledije—. Me han dado su recado.Muchas gracias.

Me había escrito una nota paradecirme que fuera a despedirme deél antes del comienzo de lasvacaciones.

—No tenía que habersemolestado. Habría venido a verlede todos modos.

—Siéntate ahí, muchacho —

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dijo Spencer.Se refería a la cama. Me senté.—¿Cómo está de la gripe?—Si me sintiera un poco mejor,

tendría que llamar al médico —dijoSpencer.

Le hizo una gracia horrorosa yempezó a reírse como un loco,medio ahogándose. Al final seenderezó en el asiento y me dijo:

—¿Cómo no estás en el campode fútbol? Creí que hoy era el díadel partido.

—Lo es. Y pensaba ir. Pero esque acabo de volver de NuevaYork con el equipo de esgrima —le

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dije.¡Vaya cama que tenía el tío!

Dura como una piedra. De pronto ledio por ponerse serio. Me lo estabatemiendo.

—Así que nos dejas, ¿eh?—Sí, señor, eso parece.Empezó a mover la cabeza

como tenía por costumbre. Nuncahe visto a nadie mover tanto lacabeza como a Spencer. Y nuncallegué a saber si lo hacía porqueestaba pensando mucho, o porqueno era más que un vejete que ya nodistinguía el culo de las témporas.

—¿Qué te dijo el señor

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Thurmer, muchacho? He sabido quetuvisteis una conversación.

—Sí. Es verdad. Me pasé en suoficina como dos horas, creo.

—Y, ¿qué te dijo?—Pues eso de que la vida es

como una partida y hay que vivirlade acuerdo con las reglas del juego.Estuvo muy bien. Vamos, que no sepuso como una fiera ni nada. Sólome dijo que la vida era una partiday todo eso… Ya sabe.

—La vida es una partida,muchacho. La vida es una partida yhay que vivirla de acuerdo con las

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reglas del juego.—Sí, señor. Ya lo sé. Ya lo sé.De partida un cuerno. Menuda

partida. Si te toca del lado de losque cortan el bacalao, desde luegoque es una partida, eso loreconozco. Pero si te toca del otrolado, no veo dónde está la partida.En ninguna parte. Lo que es departida, nada.

—¿Ha escrito ya el señorThurmer a tus padres? —mepreguntó Spencer.

—Me dijo que iba a escribirlesel lunes.

—¿Te has comunicado ya con

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ellos?—No, señor, aún no me he

comunicado con ellos porque,seguramente, les veré el miércolespor la noche cuando vuelva a casa.

—Y, ¿cómo crees que tomaránla noticia?

—Pues… se enfadarán bastante—le dije—. Se enfadarán. He idoya como a cuatro colegios.

Meneé la cabeza. Meneo muchola cabeza.

—¡Jo! —dije luego. Tambiéndigo «¡jo!» muchas veces. En parteporque tengo un vocabulariopobrísimo, y en parte porque a

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veces hablo y actúo como si fueramás joven de lo que soy. Entoncestenía dieciséis años. Ahora tengodiecisiete y, a veces, parece quetuviera trece, lo cual es bastanteirónico porque mido seis pies y dospulgadas y tengo un montón decanas. De verdad. Todo un lado dela cabeza, el derecho, lo tengo llenode millones de pelos grises. Desdepequeño. Y aun así hago cosas decrío de doce años. Lo dice todo elmundo, especialmente mi padre, yen parte es verdad, aunque sólo enparte. Pero la gente se cree que las

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cosas tienen que ser verdad deltodo. No es que me importe mucho,pero también es un rollo que leestén diciendo a uno todo el tiempoque a ver si se porta comocorresponde a su edad. A veceshago cosas de persona mayor, enserio, pero de eso nadie se dacuenta. La gente nunca se da cuentade nada.

Spencer empezó a mover otravez la cabeza. Empezó también ameterse el dedo en la nariz. Hacíacomo si sólo se la estuvierarascando, pero la verdad es que semetía el dedazo hasta los sesos.

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Supongo que pensaba que noimportaba porque al fin y al caboestaba solo conmigo en lahabitación. Y no es que memolestara mucho, pero tienen quereconocer que da bastante asco vera un tío hurgándose las napias.

Luego dijo:—Tuve el placer de conocer a

tus padres hace unas semanas,cuando vinieron a ver al señorThurmer. Son encantadores.

—Sí. Son buena gente.«Encantadores». Ésa sí que es

una palabra que no aguanto. Suenatan falsa que me dan ganas de

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vomitar cada vez que la oigo.De pronto pareció como si

Spencer fuera a decir algo muyimportante, una frase lapidariaaguda como un estilete. Searrellanó en el asiento y se removióun poco. Pero fue una falsa alarma.Todo lo que hizo fue coger elAtlantic Monthly que tenía sobrelas rodillas y tirarlo encima de lacama. Erró el tiro. Estaba sólo ados pulgadas de distancia, perofalló. Me levanté, lo recogí delsuelo y lo puse sobre la cama. Depronto me entraron unas ganas

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horrorosas de salir de allí pitando.Sentía que se me venía encima unsermón y no es que la idea en sí memolestara, pero me sentía incapazde aguantar una filípica, oler aVicks Vaporub, y ver a Spencer consu pijama y su batín todo al mismotiempo. De verdad que era superiora mis fuerzas.

Pero, tal como me lo estabatemiendo, empezó.

—¿Qué te pasa, muchacho? —me preguntó. Y para su modo de serlo dijo con bastante mala leche—.¿Cuántas asignaturas llevas estesemestre?

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—Cinco, señor.—Cinco. Y, ¿en cuántas te han

suspendido?—En cuatro.Removí un poco el trasero en el

asiento. En mi vida había vistocama más dura.

—En Lengua y Literatura mehan aprobado —le dije—, porquetodo eso de Beowulf y LordRandal, mi hijo, lo había dado yaen el otro colegio. La verdad es quepara esa clase no he tenido queestudiar casi nada. Sólo escribiruna composición de vez en cuando.

Ni me escuchaba. Nunca

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escuchaba cuando uno le hablaba.—Te he suspendido en historia

sencillamente porque no sabes unapalabra.

—Lo sé, señor. ¡Jo! ¡Que si losé! No ha sido culpa suya.

—Ni una sola palabra —repitió.

Eso sí que me pone negro. Quealguien te diga una cosa dos vecescuando tú ya la has admitido a laprimera. Pues aún lo dijo otra vez:

—Ni una sola palabra. Dudoque hayas abierto el libro en todo elsemestre. ¿Lo has abierto? Dime la

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verdad, muchacho.—Verá, le eché una ojeada un

par de veces —le dije.No quería herirle. Le volvía

loco la historia.—Conque lo ojeaste, ¿eh? —

dijo, y con un tono de lo mássarcástico—. Tu examen está ahí,sobre la cómoda. Encima de esemontón. Tráemelo, por favor.

Aquello sí que era una puñaladatrapera, pero me levanté a cogerlo yse lo llevé. No tenía otro remedio.Luego volví a sentarme en aquellacama de cemento. ¡Jo! ¡No saben loarrepentido que estaba de haber ido

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a despedirme de él!Manoseaba el examen con

verdadero asco, como si fuera unaplasta de vaca o algo así.

—Estudiamos los egipciosdesde el cuatro de noviembre hastael dos de diciembre —dijo—. Fueel tema que tú elegiste. ¿Quieres oírlo que dice aquí?

—No, señor. La verdad es queno —le dije.

Pero lo leyó de todos modos.No hay quien pare a un profesorcuando se empeña en una cosa. Lohacen por encima de todo.

—«Los egipcios fueron una

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antigua raza caucásica que habitóuna de las regiones del norte deÁfrica. África, como todossabemos, es el continente mayor delhemisferio oriental».

Tuve que quedarme allí sentadoescuchando todas aquellasidioteces. Me la jugó buena el tío.

—«Los egipcios revisten hoyespecial interés para nosotros pordiversas razones. La cienciamoderna no ha podido aúndescubrir cuál era el ingredientesecreto con que envolvían a susmuertos para que la cara no se les

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pudriera durante innumerablessiglos. Ese interesante misteriocontinúa acaparando el interés de laciencia moderna del siglo XX».

Dejó de leer. Yo sentía queempezaba a odiarle vagamente.

—Tu ensayo, por llamarlo dealguna manera, acaba ahí —dijo enun tono de lo más desagradable.Parecía mentira que un vejete asípudiera ponerse tan sarcástico—.Por lo menos, te molestaste enescribir una nota a pie de página.

—Ya lo sé —le dije. Y lo dijemuy deprisa para ver si le parabaantes de que se pusiera a leer

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aquello en voz alta. Pero a ése yano había quien le frenara. Se habíadisparado.

—«Estimado señor Spencer»—leyó en voz alta—. «Esto es todolo que sé sobre los egipcios. Laverdad es que no he logradointeresarme mucho por ellos aunquesus clases han sido muyinteresantes. No le importesuspenderme porque de todosmodos van a catearme en todomenos en lengua. Respetuosamente,Holden Caulfield».

Dejó de leer y me miró como siacabara de ganarme en una partida

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de ping-pong o algo así. Creo queno le perdonaré nunca que meleyera aquellas gilipolleces en vozalta. Yo no se las habría leído si lashubiera escrito él, palabra. Paraempezar, sólo le había escritoaquella nota para que no le dierapena suspenderme.

—¿Crees que he sido injustocontigo, muchacho? —dijo.

—No, señor, claro que no —lecontesté. ¡A ver si dejaba ya dellamarme «muchacho» todo eltiempo!

Cuando acabó con mi examen

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quiso tirarlo también sobre la cama.Sólo que, naturalmente, tampocoacertó. Otra vez tuve quelevantarme para recogerlo del sueloy ponerlo encima del AtlanticMonthly. Es un aburrimiento tenerque hacer lo mismo cada dosminutos.

—¿Qué habrías hecho tú en milugar? —me dijo—. Dímelosinceramente, muchacho.

La verdad es que se le notabaque le daba lástima suspenderme,así que me puse a hablar como undescosido. Le dije que yo era unimbécil, que en su lugar habría

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hecho lo mismo, y que muy pocagente se daba cuenta de lo difícilque es ser profesor. En fin, el rollohabitual. Las tonterías de siempre.

Lo gracioso es que mientrashablaba estaba pensando en otracosa. Vivo en Nueva York y depronto me acordé del lago que hayen Central Park, cerca de CentralPark South. Me pregunté si estaríaya helado y, si lo estaba, adóndehabrían ido los patos. Me preguntédónde se meterían los patos cuandovenía el frío y se helaba lasuperficie del agua, si vendría unhombre a recogerlos en un camión

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para llevarlos al zoológico, o si seirían ellos a algún sitio por sucuenta.

Tuve suerte. Pude estardiciéndole a Spencer un montón deestupideces y al mismo tiempopensar en los patos del CentralPark. Es curioso, pero cuando sehabla con un profesor no hace faltaconcentrarse mucho. Pero de prontome interrumpió. Siempre le estabainterrumpiendo a uno.

—¿Qué piensas de todo esto,muchacho? Me interesa muchosaberlo. Mucho.

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—¿Se refiere a que me hayanexpulsado de Pencey? —le dije.Hubiera dado cualquier cosaporque se tapara el pecho. No eraun panorama nada agradable.

—Si no me equivoco creo quetambién tuviste problemas en elColegio Whooton y en Elkton Hills.

Esto no lo dijo sólo consarcasmo. Creo que lo dijo tambiéncon bastante mala intención.

—En Elkton Hills no tuveningún problema —le dije—. Nome suspendieron ni nada de eso.Me fui porque quise… más omenos.

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—Y, ¿puedo saber por quéquisiste?

—¿Por qué? Verá. Es unahistoria muy larga de contar. Y muycomplicada.

No tenía ganas de explicarle loque me había pasado. De todosmodos no lo habría entendido. Noencajaba con su mentalidad. Uno delos motivos principales por los queme fui de Elkton Hills fue porqueaquel colegio estaba lleno dehipócritas. Eso es todo. Los había apatadas. El director, el señor Haas,era el tío más falso que he conocido

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en toda mi vida, diez veces peorque Thurmer. Los domingos, porejemplo, se dedicaba a saludar atodos los padres que venían avisitar a los chicos. Se derretía contodos menos con los que tenían unapinta un poco rara. Había que vercómo trataba a los padres de micompañero de cuarto. Vamos, quesi una madre era gorda o cursi, o siun padre llevaba zapatos blancos ynegros, o un traje de esos conmuchas hombreras, Haas les dabala mano a toda prisa, les echaba unasonrisita de conejo, y se largaba ahablar por lo menos media hora con

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los padres de otro chico. Noaguanto ese tipo de cosas. Me sacande quicio. Me deprimen tanto queme pongo enfermo. Odiaba ElktonHills.

Spencer me preguntó algo, perono le oí porque estaba pensando enHaas.

—¿Qué? —le dije.—¿No sientes remordimientos

por tener que dejar Pencey?—Claro que sí, claro que siento

remordimientos. Pero muchos no.Por lo menos todavía. Creo que aúnno lo he asimilado. Tardo mucho enasimilar las cosas. Por ahora sólo

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pienso en que me voy a casa elmiércoles. Soy un tarado.

—¿No te preocupa en absolutoel futuro, muchacho?

—Claro que me preocupa.Naturalmente que me preocupa —medité unos momentos—. Pero nomucho supongo. Creo que mucho,no.

—Te preocupará —dijoSpencer—. Ya lo verás, muchacho.Te preocupará cuando seademasiado tarde.

No me gustó oírle decir eso.Sonaba como si ya me hubiera

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muerto. De lo más deprimente.—Supongo que sí —le dije.—Me gustaría imbuir un poco

de juicio en esa cabeza, muchacho.Estoy tratando de ayudarte. Quieroayudarte si puedo.

Y era verdad. Se le notaba. Loque pasaba es que estábamos encampos opuestos. Eso es todo.

—Ya lo sé, señor —le dije—.Muchas gracias. Se lo agradezcomucho. De verdad.

Me levanté de la cama. ¡Jo! ¡Nohubiera aguantado allí ni diezminutos más aunque me hubiera idola vida en ello!

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—Lo malo es que tengo queirme. He de ir al gimnasio arecoger mis cosas. De verdad.

Me miró y empezó a mover denuevo la cabeza con una expresiónmuy seria. De pronto me dio unapena terrible, pero no podíaquedarme más rato por eso de queestábamos en campos opuestos, yporque fallaba cada vez que echabauna cosa sobre la cama, y porquellevaba esa bata tan triste que ledejaba al descubierto todo elpecho, y porque apestaba a VicksVaporub en toda la habitación.

—Verá, señor, no se preocupe

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por mí —le dije—. De verdad. Yaverá como todo se me arregla.Estoy pasando una mala racha.Todos tenemos nuestras malasrachas, ¿no?

—No sé, muchacho. No sé.Me revienta que me contesten

cosas así.—Ya lo verá —le dije—. De

verdad, señor. Por favor, no sepreocupe por mí.

Le puse la mano en el hombro.—¿De acuerdo? —le dije.—¿No quieres tomar una taza

de chocolate? La señora Spencer…

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—Me gustaría. Me gustaríamucho, pero tengo que irme. Tengoque pasar por el gimnasio. Graciasde todos modos. Muchas gracias.

Nos dimos la mano y todo eso.Sentí que me daba una penaterrible.

—Le escribiré, señor. Y que semejore de la gripe.

—Adiós, muchacho.Cuando ya había cerrado la

puerta y volvía hacia el salón megritó algo, pero no le oí muy bien.Creo que dijo «buena suerte».Ojalá me equivoque. Ojalá. Yonunca le diré a nadie «buena

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suerte». Si lo piensa uno bien,suena horrible.

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Capítulo 3Soy el mentiroso más fantástico quepuedan imaginarse. Es terrible. Sivoy camino del quiosco a compraruna revista y alguien me preguntaque adónde voy, soy capaz dedecirle que voy a la ópera. Es unacosa seria. Así que eso que le dijea Spencer de que tenía que ir arecoger mi equipo era pura mentira.Ni siquiera lo dejo en el gimnasio.

En Pencey vivía en el alaOssenburger de la residencianueva. Era para los chicos de losdos últimos cursos. Yo era del

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penúltimo y mi compañero decuarto del último. Se llamaba asípor un tal Ossenburger que habíasido alumno de Pencey. Cuandosalió del colegio ganó un montón dedinero con el negocio de pompasfúnebres. Abrió por todo el paísmiles de funerarias donde leentierran a uno a cualquier parientepor sólo cinco dólares. ¡Bueno esel tal Ossenburger! Probablementelos mete en un saco y los tira al río.Pero donó a Pencey un montón depasta y le pusieron su nombre a esaala de la residencia. Cuando se

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celebró el primer partido del año,vino al colegio en un enormeCadillac y todos tuvimos queponernos en pie en los graderíos yrecibirle con una gran ovación. A lamañana siguiente nos echó undiscurso en la capilla que duró unasdiez horas. Empezó contando comocincuenta chistes, todos malísimos,sólo para demostrarnos locampechanote que era. Menudorollazo. Luego nos dijo que cuandotenía alguna dificultad, nunca seavergonzaba de ponerse de rodillasy rezar. Nos dijo que debíamosrezar siempre, vamos, hablar con

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Dios y todo eso, estuviéramosdonde estuviésemos. Nos dijo quedebíamos considerar a Dios comoun amigo y que él le hablaba todo eltiempo, hasta cuando ibaconduciendo. ¡Qué valor! Me loimaginaba al muy hipócritametiendo la primera y pidiendo aDios que le mandara unos cuantosfiambres más. Pero hacia la mitaddel discurso pasó algo muydivertido. Nos estaba contando lofenomenal y lo importante que era,cuando de pronto un chico queestaba sentado delante de mí,Edgard Marsala, se tiró un pedo

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tremendo. Fue una groseríahorrible, sobre todo porqueestábamos en la capilla, pero laverdad es que tuvo muchísimagracia. ¡Qué tío el tal Marsala! Novoló el techo de milagro. Casinadie se atrevió a reírse en voz altay Ossenburger hizo como si no sehubiera enterado de nada, pero eldirector, que estaba sentado a sulado, se quedó pálido al oírlo. ¡Jo!¡No se puso furioso ni nada! Enaquel momento se calló, pero encuanto pudo nos reunió a todos enel paraninfo para una sesión de

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estudio obligatoria y vino aecharnos un discurso. Nos dijo queel responsable de lo que habíaocurrido en la capilla no era dignode asistir a Pencey. Tratamos deconvencer a Marsala de que setirara otro mientras Thurmerhablaba, pero se ve que no estabaen vena. Pero, como les decía,vivía en el ala Ossenburger de laresidencia nueva.

Encontré mi habitación de lomás acogedora al volver de casa deSpencer porque todo el mundoestaba viendo el partido y porque,por una vez, habían encendido la

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calefacción. Daba gusto entrar. Mequité la chaqueta y la corbata, medesabroché el cuello de la camisa yme puse una gorra que me habíacomprado en Nueva York aquellamisma mañana. Era una gorra decaza roja, de esas que tienen unavisera muy grande. La vi en elescaparate de una tienda dedeportes al salir del metro, justodespués de perder los floretes, y mela compré. Me costó sólo un dólar.Así que me la puse y le di la vueltapara que la visera quedara por laparte de atrás. Una horterada, loreconozco, pero me gustaba así. La

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verdad es que me sentaba la mar debien. Luego cogí el libro que estabaleyendo y me senté en mi sillón.Había dos en cada habitación. Yotenía el mío, y mi compañero decuarto, Ward Stradlater, el suyo.Tenían los brazos hechos una penaporque todo el mundo se sentaba enellos, pero eran bastante cómodos.

Estaba leyendo un libro quehabía sacado de la biblioteca porerror. Se habían equivocado aldármelo y yo no me di cuenta hastaque estuve de vuelta en mihabitación. Era Memorias de

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África, de Isak Dinesen. Creí quesería un plomo, pero no. Estabamuy bien. Soy un completoanalfabeto, pero leo muchísimo. Miautor preferido es D. B. y luegoRing Lardner. Mi hermano meregaló un libro de Lardner el día demi cumpleaños, poco antes de quesaliera para Pencey. Tenía unascuantas obras de teatro muydivertidas, completamenteabsurdas, y una historia de unguardia de la porra que se enamorade una chica muy mona a la quesiempre está poniendo multas porpasarse del límite de velocidad.

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Sólo que el guardia no puedecasarse con ella porque ya estácasado. Luego la chica tiene unaccidente y se mata. Es una historiaestupenda. Lo que más me gusta deun libro es que te haga reír un pocode vez en cuando. Leo un montón declásicos como El regreso delemigrante y no están mal, y leotambién muchos libros de guerra yde misterio, pero no me vuelvenloco. Los que de verdad me gustanson esos que cuando acabas deleerlos piensas que ojalá el autorfuera muy amigo tuyo para poderllamarle por teléfono cuando

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quisieras. No hay muchos libros deésos. Por ejemplo, no meimportaría nada llamar a IsakDinesen, ni tampoco a RingLardner, sólo que D. B. me hadicho que ya ha muerto. Luego hayotro tipo de libros como Lacondición humana, de SomersetMaugham, por ejemplo. Lo leí elverano pasado. Es muy bueno, peronunca se me ocurriría llamar aSomerset Maugham por teléfono.No sé, no me apetecería hablar conél. Preferiría llamar a ThomasHardy. Esa protagonista suya,

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Eustacia Vye, me encanta.Pero, volviendo a lo que les iba

diciendo, me puse mi gorra nueva yme senté a leer Memorias deÁfrica. Ya lo había terminado, peroquería releer algunas partes. Nohabría leído más de tres páginascuando oí salir a alguien de laducha. No tuve necesidad de mirarpara saber de quién se trataba. EraRobert Ackley, el tío de lahabitación de al lado. En esaresidencia había entre cada doshabitaciones una ducha quecomunicaba directamente con ellas,y Ackley se colaba en mi cuarto

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unas ochenta y cinco veces al día.Era probablemente el único de todoel dormitorio, excluido yo, que nohabía ido al partido. Apenas iba aningún sitio. Era un tipo muy raro.Estaba en el último curso y habíaestudiado ya cuatro años enteros enPencey, pero todo el mundo seguíallamándole Ackley. Ni Herb Gale,su compañero de cuarto, le llamabanunca Bob o Ack. Si alguna vezllega a casarse, estoy seguro de quesu mujer le llamará también Ackley.Era un tío de esos muy altos (medíacomo seis pies y cuatro pulgadas),con los hombros un poco caídos y

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una dentadura horrenda. En todo eltiempo que fuimos vecinos dehabitación, no le vi lavarse losdientes ni una sola vez. Los teníafeísimos, como mohosos, y cuandose le veía en el comedor con laboca llena de puré de patata o deguisantes o algo así, daba gana dedevolver. Además tenía un montónde granos, no sólo en la frente o enla barbilla como la mayoría de loschicos, sino por toda la cara. Paracolmo tenía un carácter horrible.Era un tipo bastante atravesado.Vamos, que no me caía muy bien.

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Le sentí en el borde de laducha, justo detrás de mi sillón.Miraba a ver si estaba Stradlater.Le odiaba a muerte y nunca entrabaen el cuarto si él andaba por allí.La verdad es que odiaba a muerte acasi todo el mundo.

Bajó del borde de la ducha yentró en mi habitación.

—Hola —dijo. Siempre lodecía como si estuviera muyaburrido o muy cansado. No queríaque uno pensara que venía a hacerleuna visita o algo así. Quería queuno creyera que venía porequivocación. Tenía gracia.

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—Hola —le dije sin levantar lavista del libro. Con un tío comoAckley uno estaba perdido silevantaba la vista de lo que leía. Laverdad es que estaba perdido detodos modos, pero si no se lemiraba enseguida, al menos seretrasaba un poco la cosa.

Empezó a pasearse por elcuarto muy despacio como hacíasiempre, tocando todo lo que habíaencima del escritorio y de lacómoda. Siempre te cogía las cosasmás personales que tuvieras parafisgonearlas. ¡Jo! A veces le ponía

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a uno nervioso.—¿Cómo fue el encuentro de

esgrima? —me dijo. Queríaobligarme a que dejara de leer y deestar a gusto. Lo de la esgrima leimportaba un rábano—. ¿Ganamoso qué?

—No ganó nadie —le dije sinlevantar la vista del libro.

—¿Qué? —dijo. Siempre lehacía a uno repetir las cosas.

—Que no ganó nadie.Le miré de reojo para ver qué

había cogido de mi cómoda. Estabamirando la foto de una chica con laque solía salir yo en Nueva York,

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Sally Hayes. Debía haber visto yaesa fotografía como cinco milveces. Y, para colmo, cuando ladejaba, nunca volvía a ponerla ensu sitio. Lo hacía a propósito. Se lenotaba.

—¿Que no ganó nadie? —dijo—. ¿Y cómo es eso?

—Me olvidé los floretes en elmetro —contesté sin mirarle.

—¿En el metro? ¡No me digas!¿Quieres decir que los perdiste?

—Nos metimos en la línea queno era. Tuve que ir mirando todo eltiempo un plano que había en lapared.

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Se acercó y fue a instalarsedonde me tapaba toda la luz.

—Oye —le dije—, desde quehas entrado he leído la misma fraseveinte veces.

Otro cualquiera hubierapescado al vuelo la indirecta. Peroél no.

—¿Crees que te obligarán apagarlos? —dijo.

—No lo sé y además no meimporta. ¿Por qué no te sientas unpoquito, Ackley, tesoro? Me estástapando la luz.

No le gustaba que le llamara

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«tesoro». Siempre me estabadiciendo que yo era un crío porquetenía dieciséis y él dieciocho.

Siguió de pie. Era de esos tíosque le oyen a uno como quien oyellover. Al final hacía lo que ledecías, pero bastaba que se lodijeras para que tardara mucho másen hacerlo.

—¿Qué demonios estásleyendo? —dijo.

—Un libro.Lo echó hacia atrás con la mano

para ver el título.—¿Es bueno? —dijo.—Esta frase que estoy leyendo

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es formidable.Cuando me pongo puedo ser

bastante sarcástico, pero él ni seenteró. Empezó a pasearse otra vezpor toda la habitación manoseandotodas mis cosas y las de Stradlater.Al fin dejé el libro en el suelo. Conun tío como Ackley no había formade leer. Era imposible.

Me repantigué todo lo que pudeen el sillón y le miré pasearse porla habitación como Pedro por sucasa. Estaba cansado del viaje aNueva York y empecé a bostezar.Luego me puse a hacer el ganso. Aveces me da por ahí para no

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aburrirme. Me corrí la visera haciadelante y me la eché sobre los ojos.No veía nada.

—Creo que me estoy quedandociego —dije con una voz muy ronca—. Mamita, ¿por qué está tanoscuro aquí?

—Estás como una cabra, te loaseguro —dijo Ackley.

—Mami, dame la mano. ¿Porqué no me das la mano?

—¡Mira que eres pesado!¿Cuándo vas a crecer de una vez?

Empecé a tantear el aire con lasmanos como un ciego pero sin

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levantarme del sillón y sin dejar dedecir:

—Mamita, ¿por qué no me dasla mano?

Estaba haciendo el indio, claro.A veces lo paso bárbaro con eso.Además sabía que a Ackley lesacaba de quicio. Tiene laparticularidad de despertar en mítodo el sadismo que llevo dentro ycon él me ponía sádico muchasveces. Al final me cansé. Me echéotra vez hacia atrás la visera y dejéde hacer el payaso.

—¿De quién es esto? —dijoAckley. Había cogido la venda de

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la rodilla de Stradlater paraenseñármela. Ese Ackley tenía quesobarlo todo. Por tocar era capazhasta de coger un slip o cualquiercosa así. Cuando le dije que era deStradlater la tiró sobre la cama.Como la había cogido del suelo,tuvo que dejarla sobre la cama.

Se acercó y se sentó en el brazodel sillón de Stradlater. Nunca sesentaba en el asiento, siempre enlos brazos.

—¿Dónde te has comprado esagorra?

—En Nueva York.—¿Cuánto?

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—Un dólar.—Te han timado.Empezó a limpiarse las uñas

con una cerilla. Siempre estabahaciendo lo mismo. En cierto modotenía gracia. Llevaba los dientestodos mohosos y las orejas másnegras que un demonio, pero encambio se pasaba el día enterolimpiándose las uñas. Supongo quecon eso se consideraba un tíoaseadísimo. Mientras se laslimpiaba echó un vistazo a migorra.

—Allá en el Norte llevamos

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gorras de esas para cazar ciervos—dijo—. Ésa es una gorra para lacaza del ciervo.

—Que te lo has creído —me laquité y la miré con un ojo medioguiñado, como si estuviera afinandola puntería—. Es una gorra paracazar gente —le dije—. Yo me lapongo para matar gente.

—¿Saben ya tus padres que tehan echado?

—No.—Bueno, ¿y dónde demonios

está Stradlater?—En el partido. Ha ido con una

chica.

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Bostecé. No podía parar debostezar, creo que porque enaquella habitación hacía un calorhorroroso y eso da mucho sueño.En Pencey una de dos, o te helabaso te achicharrabas.

—¡El gran Stradlater! —dijoAckley—. Oye, déjame tus tijerasun segundo, ¿quieres? ¿Las tienes amano?

—No. Las he metido ya en lamaleta. Están en lo más alto delarmario.

—Déjamelas un segundo,¿quieres? —dijo Ackley—. Quierocortarme un padrastro.

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Le tenía sin cuidado que uno lastuviera en la maleta y en lo más altodel armario. Fui a dárselas y alhacerlo por poco me mato. En elmomento en que abrí la puerta delarmario se me cayó en plena cabezala raqueta de tenis de Stradlater consu prensa y todo. Sonó un golpeseco y además me hizo un dañohorroroso. Pero a Ackley le hizouna gracia horrorosa y empezó areírse como un loco, con esa risa defalsete que sacaba a veces. No paróde reírse todo el tiempo que tardéen bajar la maleta y sacar las

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tijeras. Ese tipo de cosas como quea un tío le pegaran una pedrada enla cabeza, le hacían desternillarsede risa.

—Tienes un sentido del humorfinísimo, Ackley, tesoro —le dije—. ¿Lo sabías? —le di las tijeras—. Si me dejaras ser tu agente, temetería de locutor en la radio.

Volví a sentarme en el sillón yél empezó a cortarse esas uñasenormes que tenía, duras comogarras.

—¿Y si lo hicieras encima de lamesa? —le dije—. Córtatelas sobrela mesa, ¿quieres? No tengo ganas

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de clavármelas esta noche cuandoande por ahí descalzo.

Pero él siguió dejándolas caeral suelo. ¡Vaya modales que tenía eltío! Era un caso.

—¿Con quién ha salidoStradlater? —dijo. Aunque leodiaba a muerte siempre estaballevándole la cuenta de con quiénsalía y con quién no.

—No lo sé. ¿Por qué?—Por nada. ¡Jo! No aguanto a

ese cabrón. Es que no le trago.—Pues él en cambio te adora.

Me ha dicho que eres un encanto.Cuando me da por hacer el

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indio, llamo «encanto» a todo elmundo. Lo hago por no aburrirme.

—Siempre con esos aires desuperioridad… —dijo Ackley—.No le soporto. Cualquiera diría…

—¿Te importaría cortarte lasuñas encima de la mesa, oye? Te lohe dicho ya como cincuenta…

—Y siempre dándoselas delisto —siguió Ackley—. Yo creoque ni siquiera es inteligente. Peroél se lo tiene creído. Se cree el tíomás listo de…

—¡Ackley! ¡Por Dios vivo!¿Quieres cortarte las uñas encima

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de la mesa? Te lo he dicho ya comocincuenta veces.

Por fin me hizo caso. La únicaforma de que hiciera lo que uno ledecía era gritarle.

Me quedé mirándole un rato.Luego le dije:

—Estás furioso con Stradlaterporque te dijo que deberías lavartelos dientes de vez en cuando. Perosi quieres saber la verdad, no lohizo por afán de molestarte. Puedeque no lo dijera de muy buenosmodos, pero no quiso ofenderte. Loque quiso decir es que estaríasmejor y te sentirías mejor si te

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lavaras los dientes alguna vez.—Ya me los lavo. No me

vengas con ésas.—No es verdad. Te he visto y

sé que no es cierto —le dije, perosin mala intención. En cierto modome daba lástima. No debe ser nadaagradable que le digan a uno que nose lava los dientes—. Stradlater esun tío muy decente. No es malapersona. Lo que pasa es que no leconoces.

—Te digo que es un cabrón. Uncabrón y un creído.

—Creído sí, pero en muchascosas es muy generoso. De verdad

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—le dije—. Mira, supongamos queStradlater lleva una corbata que a tite gusta. Supón que lleva unacorbata que te gusta muchísimo, essólo un ejemplo. ¿Sabes lo queharía? Pues probablemente se laquitaría y te la regalaría. Deverdad. O si no, ¿sabes qué? Te ladejaría encima de tu cama, pero elcaso es que te la daría. No haymuchos tíos que…

—¡Qué gracia! —dijo Ackley—. Yo también lo haría si tuvierala pasta que tiene él.

—No, tú no lo harías. Tú no lo

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harías, Ackley, tesoro. Si tuvierastanto dinero como él, serías el tíomás…

—¡Deja ya de llamarme«tesoro»! ¡Maldita sea! Con la edadque tengo podría ser tu padre.

—No, no es verdad —le dije.¡Jo! ¡Qué pesado se ponía a veces!No perdía oportunidad derecordarme que él tenía dieciochoaños y yo dieciséis—. Paraempezar, no te admitiría en mifamilia.

—Lo que quiero es que dejesde llamarme…

De pronto se abrió la puerta y

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entró Stradlater con muchas prisas.Siempre iba corriendo y a todo ledaba una importancia tremenda. Seacercó en plan gracioso y me dio unpar de cachetes en las mejillas, quees una cosa que puede resultarmolestísima.

—Oye —me dijo—, ¿vas aalgún sitio especial esta noche?

—No lo sé. Quizá. ¿Qué pasafuera? ¿Está nevando? —Llevaba elabrigo cubierto de nieve.

—Sí. Oye, si no vas a hacernada especial, ¿me prestas tuchaqueta de pata de gallo?

—¿Quién ha ganado el partido?

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—Aún no ha terminado.Nosotros nos vamos —dijoStradlater—. Venga, en serio, ¿vasa llevar la chaqueta de pata degallo, o no? Me he puesto el trajede franela gris perdido de manchas.

—No, pero no quiero que me lades toda de sí con esos hombrosque tienes —le dije. Éramos caside la misma altura, pero él pesabael doble que yo. Tenía unoshombros anchísimos.

—Te prometo que no te la daréde sí.

Se acercó al armario a todo

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correr.—¿Cómo va esa vida? —le

dijo a Ackley. Stradlater era un tíobastante simpático. Tenía unasimpatía un poco falsa, pero almenos era capaz de saludar aAckley.

Cuando éste oyó lo de «¿Cómova esa vida?» soltó un gruñido. Noquería contestarle, pero tampocotenía suficientes agallas como parano darse por enterado. Luego medijo:

—Me voy. Te veré luego.—Bueno —le contesté. La

verdad es que no se le partía a uno

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el corazón al verle salir por lapuerta.

Stradlater empezó a quitarse lachaqueta y la corbata.

—Creo que voy a darme unafeitado rápido —dijo. Tenía unabarba muy cerrada, de verdad.

—¿Dónde has dejado a la chicacon que salías hoy? —le pregunté.

—Me está esperando en elanejo.

Salió de la habitación con elneceser y la toalla debajo delbrazo. No llevaba camisa ni nada.Siempre iba con el pecho al aireporque se creía que tenía un físico

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estupendo. Y lo tenía. Eso hay quereconocerlo.

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Capítulo 4Como no tenía nada que hacer mefui a los lavabos con él y, paramatar el tiempo, me puse a darleconversación mientras se afeitaba.Estábamos solos porque todos losdemás seguían en el campo defútbol. El calor era infernal y loscristales de las ventanas estabancubiertos de vaho. Había como diezlavabos, todos en fila contra lapared. Stradlater se había instaladoen el de en medio y yo me senté enel de al lado y me puse a abrir ycerrar el grifo del agua fría, un tic

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nervioso que tengo. Stradlater sepuso a silbar Song of Indiamientras se afeitaba. Tenía unsilbido de esos que le atraviesan auno el tímpano. Desafinabamuchísimo y, para colmo, siempreelegía canciones como Song ofIndia o Slaughter on Tenth Avenueque ya son difíciles de por sí hastapara los que saben silbar. El tío eracapaz de asesinar lo que le echaran.

¿Se acuerdan de que les dijeque Ackley era un marrano en esodel aseo personal? Pues Stradlatertambién lo era, pero de un modo

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distinto. Él era un marrano ensecreto. Parecía limpio, pero habíaque ver, por ejemplo, la maquinillacon que se afeitaba. Estaba todaoxidada y llena de espuma, depelos y de porquería. Nunca lalimpiaba. Cuando acababa dearreglarse daba el pego, pero losque le conocíamos bien sabíamosque ocultamente era un guarro. Si secuidaba tanto de su aspecto eraporque estaba locamenteenamorado de sí mismo. Se creía eltío más maravilloso del hemisferiooccidental. La verdad es que eraguapo, eso tengo que reconocerlo,

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pero era un guapo de esos quecuando tus padres lo ven en elcatálogo del colegio enseguidapreguntan: —¿Quién es ese chico?—. Vamos, que era el tipo de guapode calendario. En Pencey había unmontón de tíos que a mí meparecían mucho más guapos que él,pero que luego, cuando los veías enfotografía, siempre parecía quetenían orejas de soplillo o una narizenorme. Eso me ha pasado unmontón de veces.

Pero, como decía, me senté enel lavabo y me puse a abrir y cerrarel grifo. Todavía llevaba puesta la

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gorra de caza roja con la viseraechada para atrás y todo. Mechiflaba aquella gorra.

—Oye —dijo Stradlater—,¿quieres hacerme un gran favor?

—¿Cuál? —le dije sin excesivoentusiasmo. Siempre estabapidiendo favores a todo el mundo.Todos esos tíos que se creen muyguapos o muy importantes soniguales. Como se consideran el nova más, piensan que todos lesadmiramos muchísimo y que nosmorimos por hacer algo por ellos.En cierto modo tiene gracia.

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—¿Sales esta noche? —medijo.

—Puede. No lo sé. ¿Por qué?—Tengo que leer unas cien

páginas del libro de historia para ellunes —dijo—. ¿Podríasescribirme una composición para laclase de lengua? Si no la presentoel lunes, me la cargo. Por eso te lodigo. ¿Me la haces?

La cosa tenía gracia, de verdad.—Resulta que a quien echan es

a mí y encima tengo que escribirteuna composición.

—Ya lo sé. Pero es que si no laentrego, me las voy a ver moradas.

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Échame una mano, anda. Échameuna manita, ¿eh?

Tardé un poco en contestarle. Aese tipo de cabrones les convieneun poco de suspense.

—¿Sobre qué? —le dije.—Lo mismo da con tal de que

sea descripción. Sobre unahabitación, o una casa, o un pueblodonde hayas vivido. No importa. Elcaso es que describas como loco.

Mientras lo decía soltó unbostezo tremendo. Eso sí que mesaca de quicio. Que encima que teestán pidiendo un favor, bostecen.

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—Pero no la hagas demasiadobien —dijo—. Ese hijoputa deHartzell te considera un genio encomposición y sabe que somoscompañeros de cuarto. Así que yasabes, no pongas todos los puntos ycomas en su sitio.

Otra cosa que me pone negro.Que se te dé bien escribir y que tesalga un tío hablando de puntos ycomas. Y Stradlater lo hacíasiempre. Lo que pasaba es quequería que uno creyera que siescribía unas composicioneshorribles era porque no sabíadónde poner las comas. En eso se

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parecía un poco a Ackley. Una vezfui con él a un partido debaloncesto. Teníamos en el equipoa un tío fenomenal, Howie Coyle,que era capaz de encestar desde elcentro del campo y sin que la pelotatocara la madera siquiera. PuesAckley se pasó todo el tiempodiciendo que Coyle tenía unaconstitución perfecta para elbaloncesto. ¡Jo! ¡Cómo me fastidianesas cosas!

Al rato de estar sentado empecéa aburrirme. Me levanté, me alejéunos pasos y me puse a bailar

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claqué para pasar el rato. Lo hacíasólo por divertirme un poco. Notengo ni idea de claqué, pero en loslavabos había un suelo de piedraque ni pintado para eso, así que mepuse a imitar a uno de esos quesalen en las películas musicales.Odio el cine con verdadera pasión,pero me encanta imitar a losartistas. Stradlater me miraba através del espejo mientras seafeitaba y yo lo único que necesitoes público. Soy un exhibicionistanato.

—Soy el hijo del gobernador—le dije mientras zapateaba como

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un loco por todo el cuarto—. Mipadre no quiere que me dedique abailar. Quiere que vaya a Oxford.Pero yo llevo el baile en la sangre.

Stradlater se rió. Tenía unsentido del humor bastante pasable.

—Es la noche del estreno de laRevista Ziegfeld —me estabaquedando casi sin aliento. No podíani respirar—. El primer bailarín nopuede salir a escena. Tiene unacurda monumental. ¿A quién llamanpara reemplazarle? A mí. Al hijodel gobernador.

—¿De dónde has sacado eso?—dijo Stradlater. Se refería a mi

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gorra de caza. Hasta entonces no sehabía dado cuenta de que lallevaba.

Como ya no podía respirar,decidí dejar de hacer el indio. Mequité la gorra y la miré pormilésima vez.

—Me la he comprado estamañana en Nueva York por undólar. ¿Te gusta?

Stradlater afirmó con la cabeza.—Está muy bien.Lo dijo sólo por darme coba

porque a renglón seguido mepreguntó:

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—¿Vas a hacerme esacomposición o no? Tengo quesaberlo.

—Si me sobra tiempo te laharé. Si no, no.

Me acerqué y volví a sentarmeen el lavabo.

—¿Con quién sales hoy? ¿Conla Fitzgerald?

—¡No fastidies! Ya te he dichoque he roto con esa cerda.

—¿Ah, sí? Pues pásamela,hombre. En serio. Es mi tipo.

—Puedes quedártela, pero esmuy mayor para ti.

De pronto y sin ningún motivo,

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excepto que tenía ganas de hacer elganso, se me ocurrió saltar dellavabo y hacerle a Stradlater unmedio-nelson, una llave de luchalibre que consiste en agarrar al otrotío por el cuello con un brazo yapretar hasta asfixiarle si te da lagana. Así que lo hice. Me lancésobre él como una pantera.

—¡No jorobes, Holden! —dijoStradlater. No tenía ganas debromas porque estaba afeitándose—. ¿Quieres que me corte lacabeza, o qué?

Pero no le solté. Le tenía bien

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agarrado.—¿A que no te libras de mi

brazo de hierro? —le dije.—¡Mira que eres pesado!Dejó la máquina de afeitar. De

pronto levantó los brazos y meobligó a soltarle. Tenía muchísimafuerza y yo soy la mar de débil.

—¡A ver si dejas ya de jorobar!—dijo.

Empezó a afeitarse otra vez.Siempre lo hacía dos veces paraestar guapísimo. Y con la mismacuchilla asquerosa.

—Y si no has salido con laFitzgerald, ¿con quién entonces? —

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le pregunté. Había vuelto asentarme en el lavabo—. ¿ConPhyllis Smith?

—No, iba a salir con ella, perose complicaron las cosas. Havenido la compañera de cuarto deBud Thaw. ¡Ah! ¡Se me olvidaba!Te conoce.

—¿Quién? —pregunté.—Esa chica.—¿Sí? —le dije—. ¿Cómo se

llama?Aquello me interesaba

muchísimo.—Espera. ¡Ah, sí! Jean

Gallaher.

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¡Atiza! Cuando lo oí por pocome desmayo.

—¡Jane Gallaher! —le dije.Hasta me levanté del lavabo. Nome morí de milagro—. ¡Claro quela conozco! Vivía muy cerca de lacasa donde pasamos el verano elaño antepasado. Tenía un dóbermanPinscher. Por eso la conocí. Elperro venía todo el tiempo anuestra…

—Me estás tapando la luz,Holden —dijo Stradlater—.¿Tienes que ponerte precisamenteahí?

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¡Jo! ¡Qué nervioso me habíapuesto! De verdad.

—¿Dónde está? —le pregunté—. Debería bajar a decirle hola.¿Está en el anejo?

—Sí.—¿Cómo es que habéis hablado

de mí? ¿Va a B. M. ahora? Me dijoque iba a ir o allí o a Shipley. Creíque al final había decidido ir aShipley. Pero ¿cómo es que habéishablado de mí?

Estaba excitadísimo, de verdad.—No lo sé. Levántate,

¿quieres? Te has sentado encima demi toalla —me había sentado en su

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toalla.¡Jane Gallaher! ¡No podía

creerlo! ¡Quién lo iba a decir!Stradlater se estaba poniendoVitalis en el pelo. Mi Vitalis.

—Sabe bailar muy bien —ledije—. Baila ballet. Practicabasiempre dos horas al día aunquehiciera un calor horroroso. Teníamucho miedo de que se leestropearan las piernas con eso,vamos, de que se le pusierangordas. Jugábamos a las damastodo el tiempo.

—¿A qué?

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—A las damas.—¿A las damas? ¡No fastidies!—Sí. Ella nunca las movía.

Cuando tenía una dama nunca lamovía. La dejaba en la fila de atrás.Le gustaba verlas así, todasalineadas. No las movía.

Stradlater no dijo nada. Esascosas nunca le interesan a casinadie.

—Su madre era socia delmismo club que nosotros. Yorecogía las pelotas de vez encuando para ganarme unas perras.Un par de veces me tocó con ella.No le daba a la bola ni por

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casualidad.Stradlater ni siquiera me

escuchaba. Se estaba peinando susmaravillosos bucles.

—Voy a bajar a decirle hola.—Anda sí, ve. Bajaré dentro de

un momento.Volvió a hacerse la raya.

Tardaba en peinarse como mediahora.

—Sus padres estabandivorciados y su madre se habíacasado por segunda vez con un tíoque bebía de lo lindo. Un hombremuy flaco con unas piernas todas

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peludas. Me acuerdoestupendamente. Llevaba shortstodo el tiempo. Jane me dijo queescribía para el teatro o algo así,pero yo siempre le veía bebiendo yescuchando todos los programas demisterio que daban por la radio. Yse paseaba en pelota por toda lacasa. Delante de Jane y todo.

—¿Sí? —dijo Stradlater.Aquello sí que le interesó. Lo delborracho que se paseaba desnudopor delante de Jane. Todo lo quetuviera que ver con el sexo, leencantaba al muy hijoputa.

—Ha tenido una infancia

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terrible. De verdad.Pero eso a Stradlater ya no le

interesaba. Lo que le gustaba era lootro.

—¡Jane Gallaher! ¡Qué gracia!—no podía dejar de pensar en ella—. Tengo que bajar a saludarla.

—¿Por qué no vas de una vezen vez de dar tanto la lata? —dijoStradlater.

Me acerqué a la ventana perono pude ver nada porque estabatoda empañada.

—En este momento no tengoganas —le dije. Y era verdad. Hayque estar en vena para esas cosas

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—. Creí que estudiaba en Shipley.Lo hubiera jurado.

Me paseé un rato por loslavabos. No tenía otra cosa quehacer.

—¿Le ha gustado el partido? —dije.

—Sí. Supongo que sí. No lo sé.—¿Te ha dicho que jugábamos

a las damas todo el tiempo?—Yo qué sé. ¡Y no jorobes

más, por Dios! Sólo acabo deconocerla.

Había terminado de peinarse suhermosa mata de pelo y estaba

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guardando todas sus marranadas enel neceser.

—Oye, dale recuerdos míos,¿quieres?

—Bueno —dijo Stradlater,pero me quedé convencido de queno lo haría. Esos tíos nunca danrecuerdos a nadie. Se fue, y yo aúnseguí un rato en los lavabospensando en Jane. Luego volvítambién a la habitación.

—Oye —le dije—, no le digasque me han echado, ¿eh?

—Bueno.Eso era lo que me gustaba de

Stradlater. Nunca tenía uno que

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darle cientos de explicacionescomo había que hacer con Ackley.Supongo que en el fondo era porquele importaba un pito. Se puso michaqueta de pata de gallo.

—No me la estires por todaspartes —le dije. Sólo me la habíapuesto dos veces.

—No. ¿Dónde habré dejado miscigarrillos?

—Están en el escritorio —ledije. Nunca se acordaba de dóndeponía nada—. Debajo de labufanda.

Los cogió y se los metió en elbolsillo de la chaqueta. De mi

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chaqueta.Me puse la visera de la gorra

hacia delante para variar. Derepente me entraron unos nervioshorrorosos. Soy un tipo muynervioso.

—Oye, ¿adónde vais a ir? ¿Losabes ya? —le pregunté.

—No. Si nos da tiempo iremosa Nueva York. Pero no creo. No hapedido permiso más que hasta lasnueve y media.

No me gustó el tono en que lodijo y le contesté:

—Será porque no sabía lo

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guapo y lo fascinante que eres. Si lohubiera sabido habría pedidopermiso hasta las nueve y media dela mañana.

—Desde luego —dijoStradlater.

No había forma de hacerleenfadar. Se lo tenía demasiadocreído.

—Ahora en serio. Escríbemeesa composición —dijo.

Se había puesto el abrigo yestaba a punto de salir.

—No hace falta que te mates.Pero eso sí, ya sabes, que sea demuchísima descripción, ¿eh?

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No le contesté. No tenía ganas.Sólo le dije:

—Pregúntale si sigue dejandotodas las damas en la línea de atrás.

—Bueno —dijo Stradlater,pero estaba seguro de que no se loiba a preguntar—. ¡Que tediviertas! —dijo. Y luego saliódando un portazo.

Cuando se fue, me quedésentado en el sillón como mediahora. Quiero decir sólo sentado, sinhacer nada más, excepto pensar enJane y en que había salido conStradlater. Me puse tan nerviosoque por poco me vuelvo loco. Ya

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les he dicho lo obsesionado queestaba Stradlater con eso del sexo.

De pronto Ackley se coló en mihabitación a través de la ducha,como hacía siempre. Por una vezme alegré de verle. Así dejaba depensar en otras cosas. Se quedó allíhasta la hora de cenar hablando detodos los tíos de Pencey a quienesodiaba a muerte y reventándose ungrano muy gordo que tenía en labarbilla. Ni siquiera sacó elpañuelo para hacerlo. Yo creo queel muy cabrón ni siquiera teníapañuelos. Yo nunca le vi ninguno.

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Capítulo 5Los sábados por la noche siemprecenábamos lo mismo en Pencey. Loconsideraban una gran cosa porquenos daban un filete. Apostaría lacabeza a que lo hacían porquecomo el domingo era día de visita,Thurmer pensaba que todas lasmadres preguntarían a sus hijos quéhabían cenado la noche anterior y elniño contestaría: «Un filete».¡Menudo timo! Había que ver el talfilete. Un pedazo de suela seca ydura que no había por dóndemeterle mano. Para acompañarlo,

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nos daban un puré de patata llenode grumos y, de postre, un bizcochonegruzco que sólo se comían los dela elemental, que a los pobres lomismo les daba, y tipos comoAckley que se zampaban lo que lesecharan.

Pero cuando salimos delcomedor tengo que reconocer quefue muy bonito. Habían caído comotres pulgadas de nieve y seguíanevando a manta. Estaba todoprecioso. Empezamos a tirarnosbolas unos a otros y a hacer el indiocomo locos. Fue un poco cosa de

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críos, pero nos divertimosmuchísimo.

Como no tenía plan con ningunachica, yo y un amigo mío, un talMal Brossard que estaba en elequipo de lucha libre, decidimosirnos en autobús a Agerstown acomer una hamburguesa y veralguna porquería de película.Ninguno de los dos tenía ningunagana de pasarse la noche manosobre mano. Le pregunté a Mal si leimportaba que viniera Ackley connosotros. Se me ocurrió decírseloporque Ackley nunca hacía nada lossábados por la noche. Se quedaba

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en su habitación a reventarsegranos. Mal dijo que no leimportaba, pero que tampoco levolvía loco la idea. La verdad esque Ackley no le caía muy bien.Nos fuimos a nuestras respectivashabitaciones a arreglarnos un pocoy mientras me ponía los chanclos legrité a Ackley que si quería venirseal cine con nosotros. Me oyóperfectamente a través de lascortinas de la ducha, pero no dijonada. Era de esos tíos que tardanuna hora en contestar. Al final vinoy me preguntó con quién iba. Lesjuro que si un día naufragara y

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fueran a rescatarle en una barca,antes de dejarse salvar preguntaríaquién iba remando. Le dije que ibacon Mal Brossard.

—Ese cabrón… Bueno. Esperaun segundo.

Cualquiera diría que le estabahaciendo a uno un favor. Tardó enarreglarse como cinco horas.Mientras esperaba me fui a laventana, la abrí e hice una bola denieve directamente con las manos,sin guantes ni nada. La nieve estabaperfecta para hacer bolas. Iba atirarla a un coche que había

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aparcado al otro lado de la calle,pero al final me arrepentí. Dabapena con lo blanco y limpio queestaba. Luego pensé en tirarla a unaboca de agua de esas que usan losbomberos, pero también estaba muybonita tan nevada. Al final no latiré. Cerré la ventana y me puse apasear por la habitaciónapelmazando la bola entre lasmanos. Todavía la llevaba cuandosubimos al autobús. El conductorabrió la puerta y me obligó atirarla. Le dije que no pensabaechársela a nadie, pero no mecreyó. La gente nunca se cree nada.

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Brossard y Ackley habían vistoya la película que ponían aquellanoche, así que nos comimos un parde hamburguesas, jugamos un pocoa la máquina de las bolitas, yvolvimos a Pencey en el autobús.No me importó nada no ir al cine.Ponían una comedia de Cary Grant,de esas que son un rollazo. Ademásno me gustaba ir al cine conBrossard ni con Ackley. Los dos sereían como hienas de cosas que notenían ninguna gracia. No habíaquién lo aguantara.

Cuando volvimos al colegioeran las nueve menos cuarto.

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Brossard era un maniático delbridge y empezó a buscar a alguiencon quien jugar por toda laresidencia. Ackley, para variar,aparcó en mi habitación, sólo queesta vez en lugar de sentarse en elsillón de Stradlater se tiró en micama y el muy marrano hundió lacara en mi almohada. Luegoempezó a hablar con una voz de lomás monótona y a reventarse todossus granos. Le eché con milindirectas, pero el tío no se largaba.Siguió, dale que te pego, hablandode esa chica con la que decía que

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se había acostado durante elverano. Me lo había contado yacien veces, y cada vez de un mododistinto. Una te decía que se lahabía tirado en el Buick de suprimo, y a la siguiente que en unmuelle. Naturalmente todo era purocuento. Era el tío más virgen que heconocido. Hasta dudo que hubierametido mano a ninguna. Al final ledije por las buenas que tenía queescribir una composición paraStradlater y que a ver si se iba paraque pudiera concentrarme un poco.Por fin se largó, pero al cabo deremolonear horas y horas. Cuando

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se fue me puse el pijama, la bata yla gorra de caza y me senté aescribir la composición.

Lo malo es que no podíaacordarme de ninguna habitación nide ninguna casa como me habíadicho Stradlater. Pero como detodas formas no me gusta escribirsobre cuartos ni edificios ni nadade eso, lo que hice fue describir elguante de béisbol de mi hermanoAllie, que era un tema estupendopara una redacción. De verdad. Eraun guante para la mano izquierdaporque mi hermano era zurdo. Lobonito es que tenía poemas escritos

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en tinta verde en los dedos y portodas partes. Allie los escribió paratener algo que leer cuando estabaen el campo esperando. AhoraAllie está muerto. Murió deleucemia el 18 de julio de 1946mientras pasábamos el verano enMaine. Les hubiera gustadoconocerle. Tenía dos años menosque yo y era cincuenta veces másinteligente. Era enormementeinteligente. Sus profesoresescribían continuamente a mi madrepara decirle que era un placer teneren su clase a un niño como mi

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hermano. Y no lo decían porque sí.Lo decían de verdad. Pero no erasólo el más listo de la familia. Eratambién el mejor en muchos otrosaspectos. Nunca se enfadaba connadie. Dicen que los pelirrojostienen mal genio, pero Allie era unaexcepción, y eso que tenía el pelomás rojo que nadie. Les contaré uncaso para que se hagan una idea.Empecé a jugar al golf cuando teníasólo diez años. Recuerdo una vez,el verano en que cumplí los doceaños, que estaba jugando y derepente tuve el presentimiento deque si me volvía vería a Allie. Me

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volví y allí estaba mi hermano,montado en su bicicleta, al otrolado de la cerca que rodeaba elcampo de golf. Estaba nada menosque a unas ciento cincuenta yardasde distancia, pero le vi claramente.Tan rojo tenía el pelo. ¡Dios, québuen chico era! A veces en la mesase ponía a pensar en alguna cosa yse reía tanto que poco le faltabapara caerse de la silla. Cuandomurió tenía sólo trece años ypensaron en llevarme a un siquiatray todo porque hice añicos todas lasventanas del garaje. Comprendoque se asustaran. De verdad. La

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noche que murió dormí en el garajey rompí todos los cristales con elpuño sólo de la rabia que me dio.Hasta quise romper las ventanillasdel coche que teníamos aquelverano, pero me había roto la manoy no pude hacerlo. Pensarán que fueuna estupidez pero es que no medaba cuenta de lo que hacía yademás ustedes no conocían aAllie. Todavía me duele la manoalgunas veces cuando llueve y nopuedo cerrar muy bien el puño,pero no me importa mucho porqueno pienso dedicarme a cirujano, ni

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a violinista, ni a ninguna de esascosas.

Pero, como les decía, escribí laredacción sobre el guante debéisbol de Allie. Daba lacasualidad de que lo tenía en lamaleta así que copié directamentelos poemas que tenía escritos. Sóloque cambié el nombre de Allie paraque nadie se diera cuenta de queera mi hermano y pensaran que erael de Stradlater. No me gustómucho usar el guante para unacomposición, pero no se me ocurríaotra cosa. Además, como tema megustaba. Tardé como una hora

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porque tuve que utilizar la máquinade escribir de Stradlater, que seatascaba continuamente. La mía sela había prestado a un tío delmismo pasillo.

Cuando acabé eran como lasdiez y media. Como no estabacansado, me puse a mirar por laventana. Había dejado de nevar,pero de vez en cuando se oía elmotor de un coche que no acababade arrancar. También se oía roncara Ackley. Los ronquidos pasaban através de las cortinas de la ducha.Tenía sinusitis y no podía respirarmuy bien cuando dormía. Lo que es

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el tío tenía de todo: sinusitis,granos, una dentadura horrible,halitosis y unas uñas espantosas. Elmuy cabrón daba hasta un poco delástima.

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Capítulo 6Hay cosas que cuesta un pocorecordarlas. Estoy pensando encuando Stradlater volvió aquellanoche después de salir con Jane.Quiero decir que no sé qué estabahaciendo yo exactamente cuando oísus pasos acercarse por el pasillo.Probablemente seguía mirando porla ventana, pero la verdad es que nome acuerdo. Quizá porque estabamuy preocupado, y cuando mepreocupo mucho me pongo tan malque hasta me dan ganas de ir albaño. Sólo que no voy porque no

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puedo dejar de preocuparme parair. Si ustedes hubieran conocido aStradlater les habría pasado lomismo. He salido con él en plan deparejas un par de veces, y séperfectamente por qué lo digo. Notenía el menor escrúpulo. Deverdad.

El pasillo tenía piso delinóleum y se oían perfectamentelas pisadas acercándose a lahabitación. Ni siquiera sé dóndeestaba sentado cuando entró, si enla repisa de la ventana, en misillón, o en el suyo. Les juro que no

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me acuerdo.Entró quejándose del frío que

hacía. Luego dijo:—¿Dónde se ha metido todo el

mundo? Esto parece el depósito decadáveres.

Ni me molesté en contestarle. Siera tan imbécil que no se dabacuenta de que todos estabandurmiendo o pasando el fin desemana en casa, no iba amolestarme yo en explicárselo.Empezó a desnudarse. No dijo nadade Jane. Ni una palabra. Yo sólo lemiraba. Todo lo que hizo fue darmelas gracias por haberle prestado la

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chaqueta de pata de gallo. La colgóen una percha y la metió en elarmario.

Luego, mientras se quitaba lacorbata, me preguntó si habíaescrito la redacción. Le dije que latenía encima de la cama. La cogió yse puso a leerla mientras sedesabrochaba la camisa. Ahí sequedó, leyéndola, mientras seacariciaba el pecho y el estómagocon una expresión de estupidezsupina en la cara. Siempre estabaacariciándose el pecho y la cara. Sequería con locura, el tío. De prontodijo:

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—Pero ¿a quién se le ocurre,Holden? ¡Has escrito sobre unguante de béisbol!

—¿Y qué? —le contesté másfrío que un témpano.

—¿Cómo que y qué? Te dijeque describieras un cuarto o algoasí.

—Dijiste que no importaba contal que fuera descripción. ¿Qué másda que sea sobre un guante debéisbol?

—¡Maldita sea! —estaba negroel tío. Furiosísimo—. Todo tienesque hacerlo al revés —me miró—.

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No me extraña que te echen de aquí.Nunca haces nada a derechas.Nada.

—Muy bien. Entoncesdevuélvemela —le dije. Se laarranqué de la mano y la rompí.

—¿Por qué has hecho eso? —dijo.

Ni siquiera le contesté. Echélos trozos de papel a la papelera, yluego me tumbé en la cama. Los dosguardamos silencio un buen rato. Élse desnudó hasta quedarse encalzoncillos y yo encendí uncigarrillo. Estaba prohibido fumaren la residencia, pero a veces lo

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hacíamos cuando todos estabandormidos o en sus casas y nadiepodía oler el humo. Además lo hicea propósito para molestar aStradlater. Le sacaba de quicio quealguien hiciera algo contra elreglamento. Él jamás fumaba en lahabitación. Sólo yo.

Seguía sin decir una palabrasobre Jane, así que al final lepregunté:

—¿Cómo es que vuelves a estahora si ella sólo había pedidopermiso hasta las nueve y media?¿La hiciste llegar tarde?

Estaba sentado al borde de su

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cama cortándose las uñas de lospies.

—Sólo un par de minutos —dijo—. ¿A quién se le ocurre pedirpermiso hasta esa hora un sábadopor la noche?

¡Dios mío! ¡Cómo le odiaba!—¿Fuisteis a Nueva York? —le

dije.—¿Estás loco? ¿Cómo íbamos a

ir a Nueva York si sólo teníamoshasta las nueve y media?

—Mala suerte —me miró.—Oye, si no tienes más

remedio que fumar, ¿te importaría

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hacerlo en los lavabos? Tú telargas de aquí, pero yo me quedohasta que me gradúe.

No le hice caso. Seguí fumandocomo una chimenea. Me di lavuelta, me quedé apoyado sobre uncodo y le miré mientras se cortabalas uñas. ¡Menudo colegio! Adondeuno mirase, siempre veía a un tío ocortándose las uñas o reventándosegranos.

—¿Le diste recuerdos míos?—Sí.El muy cabrón mentía como un

cosaco.—¿Qué dijo? ¿Sigue dejando

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todas las damas en la fila de atrás?—No se lo pregunté. No

pensarás que nos hemos pasado lanoche jugando a las damas, ¿no?

No le contesté. ¡Jo! ¡Cómo leodiaba!

—Si no fuisteis a Nueva York,¿qué hicisteis?

No podía controlarme. La vozme temblaba de una manerahorrorosa. ¡Qué nervioso estaba!Tenía el presentimiento de quehabía pasado algo.

Estaba acabando de cortarse lasuñas de los pies. Se levantó de lacama en calzoncillos, tal como

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estaba, y empezó a hacer el idiota.Se acercó a mi cama y, de broma,me dio una serie de puñetazos en elhombro.

—¡Deja ya de hacer el indio!—le dije—. ¿Adónde la hasllevado?

—A ninguna parte. No bajamosdel coche.

Volvió a darme otro puñetazoen el hombro.

—¡Venga, no jorobes! —le dije—. ¿Del coche de quién?

—De Ed Banky.Ed Banky era el entrenador de

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baloncesto. Protegía mucho aStradlater porque era el centro delequipo. Por eso le prestaba sucoche cuando quería. Estabaprohibido que los alumnos usaranlos coches de los profesores, peroesos cabrones deportistas siemprese protegían unos a otros. En todoslos colegios donde he estadopasaba lo mismo.

Stradlater siguió atizándome enel hombro. Llevaba el cepillo dedientes en la mano y se lo metió enla boca.

—¿Qué hiciste? ¿Tirártela en elcoche de Ed Banky? —¡cómo me

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temblaba la voz!—¡Vaya manera de hablar!

¿Quieres que te lave la boca conjabón?

—Eso es lo que hiciste, ¿no?—Secreto profesional, amigo.No me acuerdo muy bien de qué

pasó después. Lo único querecuerdo es que salté de la camacomo si tuviera que ir al baño oalgo así y que quise pegar con todasmis fuerzas en el cepillo de dientespara clavárselo en la garganta. Sóloque fallé. No sabía ni lo que hacía.Le alcancé en la sien.Probablemente le hice daño, pero

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no tanto como quería. Podríahaberle hecho mucho más, pero lepegué con la derecha y con esamano no puedo cerrar muy bien elpuño por lo de aquella fractura deque les hablé.

Pero, como iba diciendo,cuando me quise dar cuenta estabatumbado en el suelo y tenía encimaa Stradlater con la cara roja defuria. Se me había puesto derodillas sobre el pecho y pesabacomo una tonelada. Me sujetaba lasmuñecas para que no pudierapegarle. Le habría matado.

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—¿Qué te ha dado? —repetíauna y otra vez con la cara cada vezmás colorada.

—¡Quítame esas cochinasrodillas de encima! —le dije casigritando—. ¡Quítate de encima,cabrón!

No me hizo caso. Siguiósujetándome las muñecas mientrasyo le gritaba hijoputa como cincomil veces seguidas. No recuerdoexactamente lo que le dije después,pero fue algo así como que creíaque podía tirarse a todas las tíasque le diera la gana y que no leimportaba que una chica dejara

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todas las damas en la última fila ninada, porque era un tarado. Leponía negro que le llamara«tarado». No sé por qué, pero atodos los tarados les revienta quese lo digan.

—¡Cállate, Holden! —me gritócon la cara como la grana—. Te loaviso. ¡Si no te callas, te parto lacara!

Estaba hecho una fiera.—¡Quítame esas cochinas

rodillas de encima! —le dije.—Si lo hago, ¿te callarás?No le contesté.

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—Holden, si te dejo en paz, ¿tecallarás? —repitió.

—Sí.Me dejó y me levanté. Me dolía

el pecho horriblemente porque melo había aplastado con las rodillas.

—¡Eres un cochino, un tarado yun hijoputa! —le dije.

Aquello fue la puntilla. Meplantó la manaza delante de la cara.

—¡Ándate con ojo, Holden! ¡Telo digo por última vez! Si no tecallas te voy a…

—¿Por qué tengo que callarme?—le dije casi a gritos—. Eso es lomalo que tenéis todos vosotros los

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tarados. Que nunca queréis admitirnada. Por eso se os reconoceenseguida. No podéis hablarnormalmente de…

Se lanzó sobre mí y en un abriry cerrar de ojos me encontré denuevo en el suelo. No sé si llegó adejarme k.o. o no. Creo que no. Meparece que eso sólo pasa en laspelículas. Pero la nariz mesangraba a chorros. Cuando abrí losojos lo tenía encima de mí. Llevabasu neceser debajo del brazo.

—¿Por qué no has de callartecuando te lo digo? —me dijo.

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Estaba muy nervioso. Creo quetenía miedo de haberme fracturadoel cráneo cuando me pegó contra elsuelo. ¡Ojalá me lo hubiera roto!

—¡Tú te lo has buscado, quéleches!

¡Jo! ¡No estaba pocopreocupado el tío!

—Ve a lavarte la cara,¿quieres? —me dijo.

Le contesté que por qué no iba alavársela él, lo cual fue unaestupidez, lo reconozco, peroestaba tan furioso que no se meocurrió nada mejor. Le dije quecamino del baño no dejara de

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cepillarse a la señora Schmidt, queera la mujer del portero y teníasesenta y cinco años.

Me quedé sentado en el suelohasta que oí a Stradlater cerrar lapuerta y alejarse por el pasillohacia los lavabos. Luego melevanté. Me puse a buscar mi gorrade caza pero no podía dar con ella.Al fin la encontré. Estaba debajo dela cama. Me la puse con la viserapara atrás como a mí me gustaba, yme fui a mirar al espejo. Estabahecho un Cristo. Tenía sangre portoda la boca, por la barbilla y hasta

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por el batín y el pijama. En parteme asustó y en parte me fascinó. Medaba un aspecto de duro de películaimpresionante. Sólo he tenido dospeleas en mi vida y las he perdidolas dos. La verdad es que de durono tengo mucho. Si quieren que lesdiga la verdad, soy pacifista.

Pensé que Ackley habría oídotodo el escándalo y estaríadespierto, así que crucé por laducha y me metí en su habitaciónpara ver qué estaba haciendo. Nosolía ir mucho a su cuarto. Siemprese respiraba allí un tufillo raro porlo descuidado que era en eso del

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aseo personal.

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Capítulo 7Por entre las cortinas de la ducha sefiltraba en su cuarto un poco de luz.Estaba en la cama, pero se lenotaba que no dormía.

—Ackley —le pregunté—.¿Estás despierto?

—Sí.Había tan poca luz que tropecé

con un zapato y por poco me rompola crisma. Ackley se incorporó enla cama y se quedó apoyado sobreun brazo. Se había puesto por todala cara una pomada blanca para losgranos. Daba miedo verle así en

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medio de aquella oscuridad.—¿Qué haces?—¿Cómo que qué hago? Estaba

a punto de dormirme cuando ospusisteis a armar ese escándalo.¿Por qué os peleabais?

—¿Dónde está la llave de laluz? —tanteé la pared con la mano.

—¿Para qué quieres luz? Estáahí, a la derecha.

Al fin la encontré. Ackley sepuso la mano a modo de visera paraque el resplandor no le hicieradaño a los ojos.

—¡Qué barbaridad! —dijo—.

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¿Qué te ha pasado?Se refería a la sangre.—Me peleé con Stradlater —le

dije. Luego me senté en el suelo.Nunca tenían sillas en esahabitación. No sé qué hacían conellas—. Oye —le dije—, ¿jugamosun poco a la canasta? —era unadicto a la canasta.

—Estás sangrando. Yo que túme pondría algo ahí.

—Déjalo, ya parará. Bueno,¿qué dices? ¿Jugamos a la canasta ono?

—¿A la canasta ahora? ¿Tienesidea de la hora que es?

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—No es tarde. Deben ser sólocomo las once y media.

—¿Y te parece pronto? —dijoAckley—. Mañana tengo quelevantarme temprano para ir a misay a vosotros no se os ocurre másque pelearos a media noche.¿Quieres decirme que os pasaba?

—Es una historia muy larga yno quiero aburrirte. Lo hago por tubien, Ackley —le dije.

Nunca le contaba mis cosas,sobre todo porque era un estúpido.Stradlater comparado con él era unverdadero genio.

—Oye —le dije—, ¿puedo

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dormir en la cama de Ely estanoche? No va a volver hastamañana, ¿no?

Ackley sabía muy bien que sucompañero de cuarto pasaba en sucasa todos los fines de semana.

—¡Yo qué sé cuándo piensavolver! —contestó. ¡Jo! ¡Qué malme sentó aquello!

—¿Cómo que no sabes cuándopiensa volver? Nunca vuelve antesdel domingo por la noche.

—Pero yo no puedo darpermiso para dormir en su cama atodo el que se presente aquí por las

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buenas.Aquello era el colmo. Sin

moverme de donde estaba, le diunas palmaditas en el hombro.

—Eres un verdadero encanto,Ackley, tesoro. Lo sabes, ¿verdad?

—No, te lo digo en serio. Nopuedo decirle a todo el que…

—Un encanto. Y un caballerode los que ya no quedan —le dije.Y era verdad—. ¿Tienes porcasualidad un cigarrillo? Dime queno, o me desmayaré del susto.

—Pues la verdad es que notengo. Oye, ¿por qué os habéispeleado?

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No le contesté. Me levanté y meacerqué a la ventana. De prontosentía una soledad espantosa. Casime entraron ganas de estar muerto.

—Venga, dime, ¿por qué ospeleabais? —me preguntó porcentésima vez. ¡Qué rollazo era eltío!

—Por ti —le dije.—¿Por mí? ¡No fastidies!—Sí. Salí en defensa de tu

honor. Stradlater dijo que tenías uncarácter horroroso y yo no podíaconsentir que dijera eso.

El asunto le interesómuchísimo.

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—¿De verdad? ¡No me digas!¿Ha sido por eso?

Le dije que era una broma y metumbé en la cama de Ely. ¡Jo!¡Estaba hecho polvo! En mi vidame había sentido tan solo.

—En esta habitación apesta —le dije—. Hasta aquí llega el olorde tus calcetines. ¿Es que no losmandas nunca a la lavandería?

—Si no te gusta cómo huele, yasabes lo que tienes que hacer —dijo Ackley. Era la mar deingenioso—. ¿Y si apagaras la luz?

No le hice caso. Seguía

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tumbado en la cama de Elypensando en Jane. Me volvía locoimaginármela con Stradlater en elcoche de ese cretino de Ed Bankyaparcado en alguna parte. Cada vezque lo pensaba me entraban ganasde tirarme por la ventana. Claro,ustedes no conocen a Stradlater,pero yo sí le conocía. Los chicos dePencey —Ackley por ejemplo— sepasaban el día hablando de que sehabían acostado con tal o cualchica, pero Stradlater era uno delos pocos que lo hacía de verdad.Yo conocía por lo menos a dos queél se había cepillado. En serio.

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—Cuéntame la fascinantehistoria de tu vida, Ackley, tesoro.

—¿Por qué no apagas la luz?Mañana tengo que levantarmetemprano para ir a misa.

Me levanté y la apagué para versi con eso se callaba. Luego volví atumbarme.

—¿Qué vas a hacer? ¿Dormiren la cama de Ely?

¡Jo! ¡Era el perfecto anfitrión!—Puede que sí, puede que no.

Tú no te preocupes.—No, si no me preocupo. Sólo

que si aparece Ely y se encuentra aun tío acostado en…

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—Tranquilo. No tengas miedoque no voy a dormir aquí. Noquiero abusar de tu exquisitahospitalidad.

A los dos minutos Ackleyroncaba como un energúmeno. Yoseguía acostado en medio de laoscuridad tratando de no pensar enJane, ni en Stradlater, ni en elpuñetero coche de Ed Banky. Peroera casi imposible. Lo malo es queme sabía de memoria la técnica demi compañero de cuarto, y esoempeoraba mucho la cosa. Una vezsalí con él y con dos chicas. Fuimos

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en coche. Stradlater iba detrás y yodelante. ¡Vaya escuela que tenía!Empezó por largarle a su pareja unrollo larguísimo en una voz muybaja y así como muy sincera, comosi además de ser muy guapo fueramuy buena persona, un tío de lo másíntegro. Sólo oírle daban ganas devomitar. La chica no hacía más quedecir: «No, por favor. Por favor,no. Por favor…». Pero Stradlatersiguió dale que te pego con esa vozde Abraham Lincoln que sacaba elmuy cabrón, y al final se hizo unsilencio espantoso. No sabía uno niadónde mirar. Creo que aquella

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noche no llegó a tirarse a la chica,pero por poco. Por poquísimo.

Mientras seguía allí tumbadotratando de no pensar, oí aStradlater que volvía de loslavabos y entraba en nuestrahabitación. Le oí guardar los trastosde aseo y abrir la ventana. Teníauna manía horrorosa con eso delaire fresco. Al poco rato apagó laluz. Ni se molestó en averiguar quéhabía sido de mí.

Hasta la calle estabadeprimente. Ya no se oía pasarningún coche ni nada. Me sentí tantriste y tan solo que de pronto me

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entraron ganas de despertar aAckley.

—Oye, Ackley —le dije en vozmuy baja para que Stradlater no meoyera a través de las cortinas de laducha. Pero Ackley siguiódurmiendo.

—¡Oye, Ackley!Nada. Dormía como un tronco.—¡Eh! ¡Ackley!Aquella vez sí me oyó.—¿Qué te pasa ahora? ¿No ves

que estoy durmiendo?—Oye, ¿qué hay que hacer para

entrar en un monasterio? —se me

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acababa de ocurrir la idea dehacerme monje—. ¿Hay que sercatólico y todo eso?

—¡Claro que hay que sercatólico! ¡Cabrón! ¿Y medespiertas para preguntarme esaestupidez?

—Vuélvete a dormir. De todasformas acabo de decidir que noquiero ir a ningún monasterio. Conla suerte que tengo iría a dar conlos monjes más hijoputas de todo elpaís. Por lo menos con los másestúpidos…

Cuando me oyó decir eso,Ackley se sentó en la cama de un

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salto.—¡Óyeme bien! —me dijo—.

No me importa lo que digas de míni de nadie. Pero si te metes con mireligión te juro que…

—No te sulfures —le dije—.Nadie se mete con tu religión.

Me levanté de la cama y medirigí a la puerta. En el camino meparé, le cogí una mano, y le di unfuerte apretón. Él la retiró de ungolpe.

—¿Qué te ha dado ahora? —medijo.

—Nada. Sólo quería darte lasgracias por ser un tío tan

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fenomenal. Eres todo corazón. ¿Losabes, verdad, Ackley, tesoro?

—¡Imbécil! Un día te vas aencontrar con…

No me molesté en esperar a oírel final de la frase. Cerré la puertay salí al pasillo. Todos estabandurmiendo o en sus casas, y aquelcorredor estaba de lo más solitarioy deprimente.

Junto a la puerta del cuarto deLeahy y de Hoffman había una cajavacía de pasta dentífrica y fuidándole patadas hasta las escalerascon las zapatillas forradas de piel

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que llevaba puestas. Iba a bajarpara ver qué hacía Mal Brossard,pero de pronto cambié de idea.Decidí irme de Pencey aquellamisma noche sin esperar hasta elmiércoles. Me iría a un hotel deNueva York, un hotel barato, y mededicaría a pasarlo bien un par dedías. Luego, el miércoles, mepresentaría en casa descansado y debuen humor. Suponía que mispadres no recibirían la carta deThurmer con la noticia de miexpulsión hasta el martes o elmiércoles, y no quería llegar antesde que la hubieran leído y digerido.

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No quería estar delante cuando larecibieran. Mi madre con esascosas se pone totalmente histérica.Luego, una vez que se ha hecho a laidea, se le pasa un poco. Además,necesitaba unas vacaciones. Teníalos nervios hechos polvo. Deverdad.

Así que decidí hacer eso. Volvía mi cuarto, encendí la luz yempecé a recoger mis cosas. Teníauna maleta casi hecha. Stradlater nisiquiera se despertó. Encendí uncigarrillo, me vestí, bajé las dosmaletas que tenía, y me puse aguardar lo que me quedaba por

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recoger. Acabé en dos minutos.Para todo eso soy la mar de rápido.

Una cosa me deprimió un pocomientras hacía el equipaje. Tuveque guardar unos patinescompletamente nuevos que mehabía mandado mi madre hacíaunos pocos días. De pronto me diomucha pena. Me la imaginé yendo aSpauldings y haciéndole aldependiente un millón de preguntasabsurdas. Y todo para que meexpulsaran otra vez. Me habíacomprado los patines que no eran;yo le había pedido de carreras y

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ella me los había mandado dehockey, pero aun así me diolástima. Casi siempre que me hacenun regalo acaban por dejarme hechopolvo.

Cuando cerré las maletas mepuse a contar el dinero que tenía.No me acordaba exactamente decuánto era, pero debía ser bastante.Mi abuela acababa de mandarme unfajo de billetes. La pobre está yabastante ida —tiene más años queun camello— y me manda dineropara mi cumpleaños como cuatroveces al año. Aunque la verdad esque tenía bastante, decidí que no me

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vendrían mal unos cuantos dólaresmás. Nunca se sabe lo que puedepasar. Así que me fui a ver aFrederick Woodruff, el tío a quienhabía prestado la máquina deescribir, y le pregunté cuánto medaría por ella. El tal Fredericktenía más dinero que pesaba. Medijo que no sabía, que la verdad eraque no le interesaba mucho lamáquina, pero al final me lacompró. Había costado noventadólares y no quiso darme más deveinte. Estaba furioso porque lehabía despertado.

Cuando me iba, ya con maletas

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y todo, me paré un momento junto alas escaleras y miré hacia elpasillo. Estaba a punto de llorar.No sabía por qué. Me calé la gorrade caza roja con la visera echadahacia atrás, y grité a pleno pulmón:«¡Que durmáis bien, tarados!»Apuesto a que desperté hasta alúltimo cabrón del piso. Luego mefui. Algún imbécil había ido tirandocáscaras de cacahuetes por todaslas escaleras y no me rompí unapierna de milagro.

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Capítulo 8Como era ya muy tarde para llamara un taxi, decidí ir andando hasta laestación. No estaba muy lejos, perohacía un frío de mil demonios y lasmaletas me iban chocando contralas piernas todo el rato. Aun asídaba gusto respirar ese aire tanlimpio. Lo único malo era que conel frío empezó a dolerme la nariz ytambién el labio de arriba pordentro, justo en el lugar en queStradlater me había pegado unpuñetazo. Me había clavado undiente en la carne y me dolía

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muchísimo. La gorra que me habíacomprado tenía orejeras, así queme las bajé sin importarme elaspecto que pudiera darme ni nada.De todos modos las calles estabandesiertas. Todo el mundo dormía apierna suelta.

Por suerte cuando llegué a laestación sólo tuve que esperarcomo diez minutos. Mientrasllegaba el tren cogí un poco denieve del suelo y me lavé con ellala cara. Aún tenía bastante sangre.

Por lo general me gusta muchoir en tren por la noche, cuando va

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todo encendido por dentro y lasventanillas parecen muy negras, ypasan por el pasillo esos hombresque van vendiendo café, bocadillosy periódicos. Yo suelo comprarmeun bocadillo de jamón y algo paraleer. No sé por qué, pero en el treny de noche soy capaz hasta detragarme sin vomitar una de esasnovelas idiotas que publican lasrevistas. Ya saben, esas que tienenpor protagonista un tío muy cursi,de mentón muy masculino, quesiempre se llama David, y una tíade la misma calaña que se llamaLinda o Marcia y que se pasa el día

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encendiéndole la pipa al David demarras. Hasta eso puedo tragarmecuando voy en tren por la noche.Pero esa vez no sé qué me pasabaque no tenía ganas de leer, y mequedé allí sentado sin hacer nada.Todo lo que hice fue quitarme lagorra y metérmela en el bolsillo.

Cuando llegamos a Trenton,subió al tren una señora y se sentó ami lado. El vagón iba prácticamentevacío porque era ya muy tarde, peroella se sentó al lado mío porquellevaba una bolsa muy grande y yoiba en el primer asiento. No se leocurrió más que plantar la bolsa en

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medio del pasillo, donde el revisory todos los pasajeros pudierantropezar con ella. Llevaba en elabrigo un prendido de orquídeascomo si volviera de una fiesta.Debía tener como cuarenta ocuarenta y cinco años y era muyguapa. Me encantan las mujeres. Deverdad. No es que esté obsesionadopor el sexo, aunque claro que megusta todo eso. Lo que quiero decires que las mujeres me hacenmuchísima gracia. Siempre van yplantan sus cosas justo en mediodel pasillo.

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Pero, como decía, íbamossentados uno al lado del otro,cuando de pronto me dijo:

—Perdona, pero eso, ¿no es unaetiqueta de Pencey? —iba mirandolas maletas que había colocado enla red.

—Sí —le dije. Y era verdad.En una de las maletas llevaba unaetiqueta del colegio. Una gilipollez,lo reconozco.

—¿Eres alumno de Pencey? —me preguntó. Tenía una voz muybonita, de esas que suenanestupendamente por teléfono.Debería llevar siempre un teléfono

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a mano.—Sí —le dije.—¡Qué casualidad! Entonces

tienes que conocer a mi hijo. Sellama Ernest Morrow y estudia enPencey.

—Sí, claro que le conozco. Estáen mi clase.

Su hijo era sin lugar a dudas elhijoputa mayor que había pasadojamás por el colegio. Cuandovolvía de los lavabos a suhabitación iba siempre pegando atodos en el trasero con la toallamojada. Eso da la medida de lo

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hijoputa que era.—¡Cuánto me alegro! —dijo la

señora, pero sin cursilería ni nada.Al contrario, muy simpática—. Lediré a Ernest que nos hemosconocido. ¿Cómo te llamas?

—Rudolph Schmidt —le dije.No tenía ninguna gana de contarlela historia de mi vida. RudolphSchmidt era el nombre del porterode la residencia.

—¿Te gusta Pencey? —mepreguntó.

—¿Pencey? No está mal. No esun paraíso, pero tampoco es peorque la mayoría de los colegios.

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Algunos de los profesores son muybuenos.

—A Ernest le encanta.—Ya lo sé —le dije. De pronto

me dio por meterle cuentos—. Peroes que Ernest se hace muy bien atodo. De verdad. Tiene una enormecapacidad de adaptación.

—¿Tú crees? —me preguntó.Se le notaba que estabainteresadísima en el asunto.

—¿Ernest? Desde luego —ledije. La miré mientras se quitabalos guantes. ¡Jo! ¡No llevaba pocospedruscos!

—Acabo de romperme una uña

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al bajar del taxi —me dijo mientrasme miraba sonriendo. Tenía unasonrisa fantástica. De verdad. Lamayoría de la gente, o nunca sonríe,o tiene una sonrisa horrible—. A supadre y a mí nos preocupa mucho—dijo—. A veces nos parece queno es muy sociable.

—No la entiendo…—Verás, es que es un chico

muy sensible. Nunca le ha resultadofácil hacer amigos. Quizá porque setoma las cosas demasiado en seriopara su edad.

¡Sensible! ¿No te fastidia? El

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tal Morrow tenía la sensibilidad deuna tabla de retrete. La miré conatención. No parecía tonta. A lomejor hasta sabía qué clase decabrón tenía por hijo. Pero con esode las madres nunca se sabe. Estántodas un poco locas. Aun así la deMorrow me gustaba. Estaba la marde bien la señora.

—¿Quiere un cigarrillo? —lepregunté.

Miró a su alrededor.—Creo que en este vagón no se

puede fumar, Rudolph —me dijo.¡Rudolph! ¡Qué gracia me hizo!—No importa. Cuando

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empiecen a chillarnos loapagaremos —le dije.

Cogió un cigarrillo y le difuego. Daba gusto verla fumar.Aspiraba el humo, claro, pero no lotragaba con ansia como suelenhacer las mujeres de su edad. Laverdad es que era de lo másagradable y tenía un montón de sex-appeal.

Me miró con una expresiónrara.

—Quizá me equivoque, perocreo que te está sangrando la nariz—dijo de pronto.

Asentí y saqué el pañuelo. Le

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dije:—Es que me han tirado una

bola de nieve. De esas muyapelmazadas.

No me hubiera importadocontarle lo que había pasado, perohabría tardado muchísimo. Estabaempezando a arrepentirme dehaberle dicho que me llamabaRudolph Schmidt.

—Con que Ernie, ¿eh? Es unode los chicos más queridos enPencey, ¿lo sabía?

—No. No lo sabía.Afirmé:

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—A todos nos llevó bastantetiempo conocerle. Es un tío muyespecial. Bastante raro en muchosaspectos, ¿entiende lo que quierodecir? Por ejemplo, cuando leconocí le tomé por un snob. Pero nolo es. Es sólo que tiene un carácterbastante original y cuesta llegar aconocerle bien.

La señora Morrow no dijonada. Pero ¡jo! ¡Había que verla!La tenía pegada al asiento. Todaslas madres son iguales. Les encantaque les cuenten lo maravilloso quees su hijo.

Entonces fue cuando de verdad

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me puse a mentir como un loco.—¿Le ha contado lo de las

elecciones? —le pregunté—. ¿Laselecciones que tuvimos en la clase?

Negó con la cabeza. La teníacomo hipnotizada.

—Verá, todos queríamos queErnie saliera presidente de la clase.Le habíamos elegido comocandidato unánimemente. La verdades que era el único tío que podíahacerse cargo de la situación —ledije. ¡Jo! ¡Vaya bolas que le estabametiendo!—. Pero salió elegidootro chico, Harry Fencer, y por una

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razón muy sencilla y evidente: queErnie es tan humilde y tan modestoque no nos permitió quepresentáramos su candidatura. Senegó en redondo. ¡Es tan tímido!Deberían ayudarle a superar eso —la miré—. ¿Se lo ha contado?

—No. No me ha dicho nada.—¡Claro! ¡Típico de Ernie! Eso

es lo malo, que es demasiadotímido. Debería ayudarle a salir desu cascarón.

En ese momento llegó el revisora pedir el billete a la señoraMorrow y aproveché la ocasiónpara callarme. Esos tíos como

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Morrow que se pasan el díaatizándole a uno con la sanaintención de romperle el culo,resulta que no se limitan a sercabrones de niños. Luego lo siguensiendo toda su vida. Pero apuesto lacabeza a que después de todo loque le dije aquella noche, la señoraMorrow verá ya siempre en su hijoa un tío tímido y modesto que no sedeja ni proponer como candidato aunas elecciones. Vamos, eso creo.Luego nunca se sabe. Aunque lasmadres no suelen ser unos lincespara esas cosas.

—¿Le gustaría tomar una copa?

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—le pregunté. Me apetecía tomaralgo—. Podemos ir al vagónrestaurante.

—¿No eres muy joven todavíapara tomar bebidas alcohólicas? —me preguntó, pero sin tono desuperioridad. Era demasiadosimpática para dárselas desuperior.

—Sí, pero se creen que soymayor porque soy muy alto —ledije—, y porque tengo mucho pelogris.

Me volví y le enseñé todas lascanas que tengo. Eso le fascinó.

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—Vamos, la invito. ¿Noquiere? —le dije. La verdad es queme habría gustado mucho queaceptara.

—Creo que no. Muchas graciasde todos modos —me dijo—.Además el restaurante debe estar yacerrado. Es muy tarde, ¿sabes?

Tenía razón. Se me habíaolvidado la hora que era. Luego memiró y me dijo lo que desde unprincipio temía que acabaríapreguntándome:

—Ernest me escribió hace unosdías para decirme que no os daríanlas vacaciones hasta el miércoles.

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Espero que no te hayan llamadourgentemente porque se haya puestoenfermo alguien de tu familia —nolo preguntaba por fisgonear, estoyseguro.

—No, en casa están todos bien—le dije—. Yo soy quien estáenfermo. Tienen que operarme.

—¡Cuánto lo siento! —dijo. Yse notaba que era verdad. En cuantocerré la boca me arrepentí dehaberlo dicho, pero ya erademasiado tarde.

—Nada grave. Es sólo un tumoren el cerebro.

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—¡Oh, no! —se llevó una manoa la boca y todo.

—No crea que voy a morirmeni nada. Está por la parte de fuera yes muy pequeñito. Me lo quitaránen un dos por tres.

Luego saqué del bolsillo unhorario de trenes que llevaba y mepuse a leerlo para no seguirmintiendo. Una vez que me disparopuedo seguir horas enteras si me dala gana. De verdad. Horas y horas.

Después de aquello ya nohablamos mucho. Ella empezó aleer un Vogue que llevaba, y yo mepuse a mirar por la ventanilla. En

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Newark se bajó. Me deseó muchasuerte en la operación. Seguíallamándome Rudolph. Luego medijo que no dejara de ir a visitar aErnie durante el verano, que teníanuna casa en la playa con pista detenis y todo en Gloucester,Massachusetts, pero yo le di lasgracias y le dije que me iba deviaje a Sudamérica con mi abuela.Ésa sí que era una trola de lasbuenas, porque mi abuela no sale nia la puerta de su casa si no es parair a una sesión de cine o algo así.Pero ni por todo el oro del mundo

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hubiera ido a visitar a ese hijo deputa de Morrow. Por muydesesperado que estuviera.

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Capítulo 9Lo primero que hice al llegar a laEstación de Pennsylvania fuemeterme en una cabina telefónica.Tenía ganas de llamar a alguien.Dejé las maletas a la puerta parapoder vigilarlas y entré, pero tanpronto como estuve dentro no supea quién llamar. Mi hermano D. B.estaba en Hollywood y mi hermanapequeña, Phoebe, se acuestaalrededor de las nueve. No lehabría importado nada que ladespertara, pero lo malo es que nohubiera cogido ella el teléfono.

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Habrían contestado mis padres, asíque tuve que olvidarme del asunto.Luego, se me ocurrió llamar a lamadre de Jane Gallaher parapreguntarle cuándo llegaba su hija aNueva York, pero de pronto se mequitaron las ganas. Además, era yamuy tarde para telefonear a unaseñora. Después pensé en llamar auna chica con la que solía salirbastante a menudo, Sally Hayes.Sabía que ya estaba de vacacionesporque me había escrito una cartamuy larga y muy cursi invitándomea decorar el árbol con ella el día de

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Nochebuena, pero me dio miedo deque se pusiera su madre al teléfono.Era amiga de la mía y una de esastías que son capaces de romperseuna pierna con tal de correr alteléfono para contarle a mi madreque yo estaba en Nueva York.Además no me atraía la idea dehablar con la señora Hayes. Unavez le dijo a Sally que yo estabaloco de remate y que no teníaningún propósito en la vida. Alfinal pensé en llamar a un tío quehabía conocido en Whooton, un talCarl Luce, pero la verdad es queera un poco imbécil. Así que acabé

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por no llamar a nadie.Después de pasarme como

veinte minutos en aquella cabina,salí a la calle, cogí mis maletas, meacerqué al túnel donde está laparada de taxis, y cogí uno.

Soy tan distraído que, por lafuerza de la costumbre, le di altaxista mi verdadera dirección. Meolvidé totalmente de que iba arefugiarme un par de días en unhotel y de que no iba a aparecer porcasa hasta que empezaranoficialmente las vacaciones. No medi cuenta hasta que habíamoscruzado ya medio parque. Entonces

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le dije muy deprisa:—¿Le importaría dar la vuelta

cuando pueda? Me equivoqué aldarle la dirección. Quiero volver alcentro.

El taxista era un listo.—Aquí no puedo dar la vuelta,

amigo. Esta calle es de direcciónúnica. Tendremos que seguir hastala Diecinueve.

No tenía ganas de discutir:—Está bien —le dije. De

pronto se me ocurrió preguntarle sisabía una cosa—. ¡Oiga! —le dije—. Esos patos del lago que hay

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cerca de Central Park South… Sabequé lago le digo, ¿verdad? ¿Sabeusted por casualidad adónde vancuando el agua se hiela? ¿Tieneusted alguna idea de dónde semeten?

Sabía perfectamente que cabíauna posibilidad entre un millón. Sevolvió y me miró como si yoestuviera completamente loco.

—¿Qué se ha propuesto, amigo?—me dijo—. ¿Tomarme un poco elpelo?

—No. Sólo quería saberlo, deverdad.

No me contestó, así que yo me

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callé también hasta que salimos deCentral Park en la calleDiecinueve. Entonces me dijo:

—Usted dirá, amigo. ¿Adóndevamos?

—Verá, la cosa es que noquiero ir a ningún hotel del Estedonde pueda tropezarme concualquier amigo. Viajo de incógnito—le dije. Me revienta decirhorteradas como «viajo deincógnito», pero cuando estoy conalguien que dice ese tipo de cosasprocuro hablar igual que él—.¿Sabe usted quién toca hoy en laSala de Fiestas del Taft o del New

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Yorker?—Ni la menor idea, amigo.—Entonces lléveme al Edmont

—le dije—. ¿Quiere parar en elcamino y tomarse una copaconmigo? Le invito. Estoy forrado.

—No puedo. Lo siento —el tíoera unas castañuelas. Vaya carácterque tenía.

Llegamos al Edmont y meinscribí en el registro. En el taxi mehabía puesto la gorra de caza, perome la quité antes de entrar al hotel.No quería parecer un tipoestrafalario lo cual resultó después

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bastante gracioso. Pero entoncesaún no sabía que ese hotel estaballeno de tarados y maníacossexuales. Los había a cientos.

Me dieron una habitacióninmunda con una ventana que dabaa un patio interior, pero no meimportó mucho. Estaba demasiadodeprimido para preocuparme por lavista. El botones que me subió elequipaje al cuarto debía tener unossesenta y cinco años. Resultaba aúnmás deprimente que la habitación.Era uno de esos viejos que sepeinan echándose todo el pelo a unlado para que no se note que están

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calvos. Yo preferiría que todo elmundo lo supiera antes que tenerque hacer eso. Pero, en cualquiercaso, ¡vaya carrerón que llevaba eltío! Tenía un trabajo envidiable.Transportar maletas todo el día deun lado para otro y tender la manopara que le dieran una propina.Supongo que no sería ningúnEinstein, pero aun así el panoramaera bastante horrible.

Cuando se fue me puse a mirarpor la ventana sin quitarme elabrigo ni nada. Al fin y al cabo notenía nada mejor que hacer. No seimaginan ustedes las cosas que

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pasaban al otro lado de aquel patio.Y ni siquiera se molestaba nadie enbajar las persianas. Por ejemplo, via un tío en calzoncillos, que tenía elpelo gris y una facha de lo máselegante, hacer una cosa que cuandose la cuente no van a creérselasiquiera. Primero puso la maletasobre la cama. Luego la abrió, sacóun montón de ropa de mujer, y se lapuso. De verdad que era toda demujer: medias de seda, zapatos detacón, un sostén y uno de esoscorsés con las ligas colgando ytodo. Luego se puso un traje de

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noche negro, se lo juro, y empezó apasearse por toda la habitacióndando unos pasitos muy cortos, muyfemeninos, y fumando un cigarrillomientras se miraba al espejo. Lomás gracioso es que estaba solo, amenos que hubiera alguien en elbaño, que desde donde yo estaba nose veía. Justo en la habitación deencima, había un hombre y unamujer echándose agua el uno al otroa la cara. Quizá se tratara de algunabebida, pero a esa distancia eraimposible distinguir lo que teníanen los vasos. Primero él se llenabala boca de líquido y se lo echaba a

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ella a la cara, y luego ella se loechaba a él. Se lo crean o no, lohacían por riguroso turno. ¡No seimaginan qué espectáculo! Y,mientras, se reían todo el tiempocomo si fuera la cosa más divertidadel mundo. En serio. Ese hotelestaba lleno de maníacos sexuales.Yo era probablemente la personamás normal de todo el edificio, loque les dará una idea aproximadade la jaula de grillos que eraaquello. Estuve a punto demandarle a Stradlater un telegramadiciéndole que cogiera el primertren a Nueva York. Se lo habría

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pasado de miedo.Lo malo de ese tipo de cosas es

que, por mucho que uno no quiera,resultan fascinantes. Por ejemplo,la chica que tenía la carachorreando, era la mar de guapa.Creo que ése es el problema quetengo. Por dentro debo ser el peorpervertido que han visto en su vida.A veces pienso en un montón decosas raras que no me importaríanada hacer si se me presentara laoportunidad. Hasta puedo entenderque, en cierto modo, resultedivertido, si se está lo bastante

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bebido, echarse agua a la cara conuna chica. Pero lo que me pasa esque no me gusta la idea. Si seanaliza bien, es bastante absurda. Sila chica no te gusta, entonces notiene sentido hacer nada con ella, ysi te gusta de verdad, te gusta sucara y no quieres llenársela deagua. Es una lástima que ese tipo decosas resulten a veces tandivertidas. Y la verdad es que lasmujeres no le ayudan nada a uno aprocurar no estropear algorealmente bueno. Hace un par deaños conocí a una chica que era aúnpeor que yo. ¡Jo! ¡No hacía pocas

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cosas raras! Pero durante unatemporada nos divertíamosmuchísimo. Eso del sexo es algoque no acabo de entender del todo.Nunca se sabe exactamente pordónde va uno a tirar. Por ejemplo,yo me paso el día imponiéndomelímites que luego cruzo todo eltiempo. El año pasado me propuseno salir con ninguna chica que en elfondo no me gustara de verdad.Pues aquella misma semana salícon una que me daba cien patadas.La misma noche, si quieren saber laverdad. Me pasé horas enterasbesando y metiendo mano a una

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cursi horrorosa que se llamabaAnne Louise Sherman. Eso del sexono lo entiendo. Se lo juro.

Mientras estaba mirando por laventana se me ocurrió llamardirectamente a Jane. Pensé enponerle una conferencia a BM, envez de hablar con su madre, parapreguntarle cuándo llegaría aNueva York. Las alumnas teníanprohibido recibir llamadastelefónicas por la noche, pero mepreparé todo el plan. Diría a lapersona que contestara que era eltío de Jane, que su tía había muerto

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en un accidente de coche, y quetenía que hablar con ellainmediatamente. Se lo habríancreído. Pero al final no lo hiceporque no estaba en vena y cuandouno no está en vena no hay forma dehacer cosas así.

Al cabo de un rato me senté enun sillón y me fumé un par decigarrillos. Me sentía bastantecachondo, tengo que confesarlo. Depronto se me ocurrió una idea.Saqué la cartera y busqué unadirección que me había dado elverano anterior un tío de Princeton.Al final la encontré. El papel estaba

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todo amarillento, pero todavía seleía. No es que la chica fuera unaputa ni nada de eso, pero, según mehabía dicho el tío aquél, no leimportaba hacerlo de vez encuando. Él la llevó un día a un bailede la universidad y por poco leechan de Princeton. Había sidobailarina de striptease o algo así.Pues, como iba diciendo, meacerqué a donde estaba el teléfonoy llamé. La chica se llamaba FaithCavendish y vivía en el HotelStanford Arms, en la esquina de lascalles 65 y Broadway. Un tugurio,sin la menor duda.

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Sonó el timbre bastante rato.Cuando ya pensaba que no habíanadie, descolgaron el teléfono.

—¿Oiga? —dije. Hablaba conun tono muy bajo para que nosospechara la edad que tenía. Detodas formas tengo una voz bastanteprofunda.

—Diga —contestó una mujer. Yno muy amable por cierto.

—¿Es Faith Cavendish?—¿Quién es? ¿A qué imbécil se

le ocurre llamarme a esta hora?Aquello me acobardó un poco.—Verás, ya sé que es un poco

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tarde —dije con una voz como muyadulta—. Tienes que perdonarme,pero es que ardía en deseos dehablar contigo —se lo dije de lamanera más fina posible. Deverdad.

—Pero ¿quién es?—No me conoces. Soy un

amigo de Birdsell. Me dijo que sialgún día pasaba por Nueva Yorkno dejara de tomar una copacontigo.

—¿Qué dices? ¿Que eres amigode quién?

¡Jo! ¡Esa mujer era una fieracorrupia! Me hablaba casi a gritos.

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—Edmund Birdsell. EddieBirdsell —le dije. No me acordabasi se llamaba Edmund o Edward.Le había visto sólo una vez en unafiesta aburridísima.

—No conozco a nadie que sellame así. Y si crees que tienegracia despertarme a media nochepara…

—Eddie Birdsell… DePrinceton —le dije.

Se notaba que le estaba dandovueltas al nombre en la cabeza.

—Birdsell, Birdsell… ¿DePrinceton, dices? ¿De launiversidad?

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—¿Estás tú en Princeton?—Más o menos.—Eso —le dije.—Y, ¿cómo está Eddie? —dijo

—. Oye, vaya horitas que tienes túde llamar, ¿eh? ¡Qué barbaridad!

—Está muy bien. Me dijo que tediera recuerdos.

—Gracias. Dale tambiénrecuerdos de mi parte cuando leveas —dijo—. Es un chicoencantador. ¿Qué es de su vida?

De repente estabasimpatiquísima.

—Pues nada. Lo de siempre —

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le dije. ¡Yo qué sabía lo queandaría haciendo ese tío! Apenas leconocía. Ni siquiera sabía siseguiría en Princeton—. Oye,¿podríamos vernos para tomar unacopa juntos?

—¿Tienes ni la más remota ideade la hora que es? —dijo—. ¿Cómote llamas? ¿Te importaría decirmecómo te llamas? —de prontosacaba acento británico—. Porteléfono pareces un poco joven.

Me reí.—Gracias por el cumplido —le

dije, así como con mucho mundo—.Me llamo Holden Caulfield.

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Debí darle un nombre falso,pero no se me ocurrió.

—Verás, Holden. Nunca salgo aestas horas de la noche. Soy unapobre trabajadora.

—Pero mañana es domingo —le dije.

—No importa. Tengo quedormir mucho. El sueño es untratamiento de belleza. Ya lo sabes.

—Creí que aún podríamostomar una copa juntos. No esdemasiado tarde.

—Eres muy amable —me dijo—. Por cierto, ¿desde dónde mellamas? ¿Dónde estás?

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—¿Yo? En una cabinatelefónica.

—¡Ah! —dijo. Hubo una pausainterminable—. Me gustaríamuchísimo verte. Debes ser muyatractivo. Por la voz me parece quetienes que ser muy atractivo. Peroes muy tarde.

—Puedo subir yo.—En otra ocasión me habría

parecido estupendo que subieras atomar algo, pero mi compañera decuarto está enferma. No ha pegadoojo la pobre en toda la tarde yacaba de dormirse hace un minuto.

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—Vaya, lo siento…—¿Dónde te alojas? Quizá

podamos vernos mañana.—Mañana no puedo —le dije

—. La única posibilidad era estanoche.

¡Soy un cretino! ¡Nunca debídecir aquello!

—Vaya, entonces lo sientomuchísimo…

—Le daré recuerdos a Eddie detu parte.

—No te olvides, por favor. Quelo pases muy bien en Nueva York.Es una ciudad maravillosa.

—Ya lo sé. Gracias. Buenas

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noches —le dije. Y colgué.¡Jo! ¡Vaya ocasión que había

perdido! Al menos podía haberquedado con ella para el díasiguiente.

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Capítulo 10Era aún bastante temprano. Noestoy seguro de qué hora sería, perodesde luego no muy tarde. Merevienta irme a la cama cuando nisiquiera estoy cansado, así que abrílas maletas, saqué una camisalimpia, me fui al baño, me lavé yme cambié. Había decidido bajar aver qué pasaba en el Salón Malva.Así se llamaba la sala de fiestas delhotel, el Salón Malva.

Mientras me cambiaba decamisa se me ocurrió llamar a mihermana Phoebe. Tenía muchas

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ganas de hablar con ella porteléfono. Necesitaba hablar conalguien que tuviera un poco desentido común. Pero no podíaarriesgarme porque, como era muypequeña, no podía estar levantada aesa hora y, menos aún, cerca delteléfono. Pensé que podía colgarenseguida si contestaban mispadres, pero no hubiera dadoresultado. Se habrían dado cuentade que era yo. A mi madre no se leescapa una. Es de las que te adivinael pensamiento. Una pena, porqueme habría gustado charlar un buen

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rato con mi hermana.No se imaginan ustedes lo

guapa y lo lista que es. Les juro quees listísima. Desde que empezó a iral colegio no ha sacado más quesobresalientes. La verdad es que elúnico torpe de la familia soy yo. Mihermano D. B. es escritor, ya saben,y mi hermano Allie, el que les hedicho que murió, era un genio. Yosoy el único tonto. Pero no sabencuánto me gustaría que conocieran aPhoebe. Es pelirroja, un poco comoera Allie, y en el verano se corta elpelo muy cortito y se lo remete pordetrás de las orejas. Tiene unas

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orejitas muy monas, muypequeñitas. En el invierno lo llevalargo. Unas veces mi madre le hacetrenzas y otras se lo deja suelto,pero siempre le queda muy bien.Tiene sólo diez años. Es muydelgada, como yo, pero de esasdelgadas graciosas, de las queparece que han nacido para patinar.Una vez la vi desde la ventanacruzar la Quinta Avenida para ir alparque y pensé que tenía el tipoexacto de patinadora. Les gustaríamucho conocerla. En el momento enque uno le habla, Phoebe entiendeperfectamente lo que se le quiere

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decir. Y se la puede llevar acualquier parte. Si se la lleva a veruna película mala, enseguida se dacuenta de que es mala. Si se lalleva a ver una película buena,enseguida se da cuenta de que esbuena. D. B. y yo la llevamos unavez a ver una película francesa deRaimu que se llamaba La mujer delpanadero. Le gustó muchísimo.Pero su preferida es Los treinta ynueve escalones, de Robert Donat.Se la sabe de memoria porque la havisto como diez veces. Porejemplo, cuando Donat llega a

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Escocia huyendo de la policía y serefugia en una granja y un escocésle pregunta: «¿Va a comerse esearenque, o no?», Phoebe va y lodice en voz alta al mismo tiempo.Se sabe todo el diálogo dememoria. Y cuando el profesor, queluego resulta ser un espía alemán,saca un dedo mutilado que tienepara enseñárselo a Donat, Phoebese le adelanta y me planta un dedoante las narices en medio de laoscuridad. Es estupenda, de verdad.Les gustaría mucho. Lo único esque a veces se pasa de cariñosa.Para lo pequeña que es, es muy

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sensible.Otra cosa que tiene es que

siempre está escribiendo libros queluego nunca termina. Laprotagonista es una niña detectiveque se llama Hazel Weatherfield,sólo que Phoebe escribe su nombreHazle. Al principio parece que eshuérfana, pero luego aparece supadre todo el tiempo. El padre es«un caballero alto y atractivo deunos veinte años de edad». Esgraciosísima la tal Phoebe. Lesencantaría. Ha sido muy lista desdepequeñita. Cuando era sólo unacría, Allie y yo solíamos llevarla al

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parque con nosotros, especialmentelos domingos. Allie tenía unbarquito de vela con el que legustaba jugar en el lago y Phoebe sevenía con nosotros. Se ponía unosguantes blancos y caminaba entrelos dos muy seria, como unaauténtica señora. Cada vez queAllie y yo nos poníamos a hablarsobre cualquier cosa, Phoebe nosescuchaba muy atentamente. Enocasiones, como era tan chica, senos olvidaba que estaba delante,pero ella se encargaba derecordárnoslo porque nos

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interrumpía todo el tiempo. Porejemplo, le daba un empujón aAllie y le decía: «Pero ¿quién dijoeso, Bobby o la señora?» Nosotrosle explicábamos quién lo habíadicho y ella decía: «¡Ah!», y seguíaescuchando. A Allie le traía loco.Quiero decir que la queríamuchísimo también. Ahora tiene yadiez años, o sea que no es tan cría,pero sigue haciendo mucha gracia atodo el mundo. A todo el mundoque tiene un poco de sentido, claro.

Como decía, es una de esaspersonas con las que da gustohablar por teléfono, pero me dio

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miedo llamarla, que contestaran mispadres, y que se dieran cuenta deque estaba en Nueva York y mehabían echado de Pencey. Así queme puse la camisa, acabé dearreglarme y bajé al vestíbulo en elascensor para echar un vistazo alpanorama.

El vestíbulo estaba casi vacío aexcepción de unos cuantos hombrescon pinta de chulos y unas cuantasmujeres con pinta de putas. Pero seoía tocar a la orquesta en el SalónMalva y entré a ver cómo estaba elambiente por allí. No había muchagente, pero aun así me dieron una

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mesa de lo peor, detrás de todo.Debí plantarle un dólar delante delas narices al camarero. ¡Jo! ¡Lesdigo que en Nueva York sólocuenta el dinero! De verdad. Laorquesta era pútrida. Aquella nochetocaba Buddy Singer. Mucho metal,pero no del bueno sino del tirando acursi. Por otra parte, había muypoca gente de mi edad. Bueno, laverdad es que no habíaabsolutamente nadie de mi edad.Estaba lleno de unos tiposviejísimos y afectadísimos con susparejas, menos en la mesa de al

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lado mío en que había tres chicasde unos treinta años o así. Las treseran bastante feas y llevaban unossombreros que anunciaban a gritosque ninguna era de Nueva York.Una de ellas, la rubia, no estabamal del todo. Tenía cierta gracia,así que empecé a echarle unascuantas miradas insinuantes; peroen ese momento llegó el camarero apreguntarme qué quería tomar. Ledije que me trajera un whisky consoda sin mezclar y lo dije muydeprisa porque como empieces atitubear enseguida se dan cuenta deque eres menor de edad y no te

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traen nada que tenga alcohol. Peroaun así se dio cuenta.

—Lo siento mucho —me dijo—, ¿pero tiene algún documentoque acredite que es mayor de edad?¿El permiso de conducir, porejemplo?

Le lancé una mirada gélida,como si me hubiera ofendido en lomás vivo y le pregunté:

—¿Es que parezco menor deveinte años?

—Lo siento, señor, perotenemos nuestras…

—Bueno, bueno —le dije.Había decidido no meterme en

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honduras—. Tráigame una coca-cola.

Ya se iba cuando le llamé:—¿No puede ponerle al menos

un chorrito de ron? —se lo dije demuy buenos modos—. Aquí no hayquien aguante sobrio. Ande, écheleun chorrito de algo…

—Lo siento, señor —dijo. Y selargó.

La verdad es que él no tenía laculpa. Si les pillan sirviendobebidas alcohólicas a un menor, lesponen de patitas en la calle. Y yo,¡qué puñeta!, era menor de edad.

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Volví a mirar a las tres brujasque tenía al lado, mejor dicho, a larubia. Para mirar a las otras doshabía que echarle al asunto muchovalor. La verdad es que lo hice muybien, como el que no quiere la cosa,muy frío y con mucho mundo, peroen cuanto ellas lo notaronempezaron a reírse las tres comoidiotas. Probablemente meconsideraban demasiado joven paraligar. ¿No te fastidia? Ni quehubiera querido casarme con ellas.Debía haberlas mandado a freírespárragos, pero no lo hice porquetenía muchas ganas de bailar. Hay

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veces que no puedo resistir latentación y ésa era una de ellas. Meincliné hacia las tres chicas y lesdije:

—¿Os gustaría bailar?No lo pregunté de malos modos

ni nada, al contrario, estuvefinísimo, pero no sé por quéaquello les hizo un efecto increíble.Empezaron a reírse como locas, deverdad. Eran las tres unas cretinasintegrales.

—Venga —les dije—, bailarécon las tres una detrás de otra, ¿deacuerdo? ¿Qué os parece? Decid

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que sí.Me moría de ganas de bailar.

Al final, como se notaba que aquien me dirigía era a ella, la rubiase levantó para bailar conmigo ysalimos a la pista. Mientras tanto,los otros dos esperpentos siguieronriéndose como histéricas. Debíaestar loco para molestarme siquierapor ellas.

Pero valió la pena. La rubiaaquella bailaba de miedo. Heconocido a pocas mujeres quebailaran tan bien. A veces esasestúpidas resultan unas bailarinasestupendas, mientras que las chicas

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inteligentes, la mitad de las veces,o se empeñan en llevarte, o bailantan mal que lo mejor que puedeshacer es quedarte sentado en lamesa y emborracharte con ellas.

—Lo haces muy bien —le dijea la rubia aquella—. Deberíasdedicarte a bailarina, de verdad.Una vez bailé con una profesional yno era ni la mitad de buena que tú.¿Has oído hablar de Marco yMiranda?

—¿Qué?Ni siquiera me escuchaba.

Estaba mirando a las mesas.—He dicho que si has oído

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hablar de Marco y Miranda.—No sé. No. No sé quiénes

son.—Son una pareja de bailarines.

Ella no me gusta nada. Se sabetodos los pasos perfectamente, perono baila nada bien. ¿Quieres que tediga en qué se nota cuando unamujer es una bailarina estupenda?

—¿Qué?No me escuchaba. No hacía más

que mirar por toda la habitación.—He dicho que si sabes en qué

se nota cuando una mujer es unabailarina estupenda.

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—No…—Verás, yo pongo la mano en

la espalda de mi pareja, ¿no? Puessi me da la sensación de que másabajo de la mano no hay nada, nitrasero, ni piernas, ni pies, ni nada,entonces es que la chica es unabailarina fenomenal.

Nada, ni caso, así que dejé dehablarle un buen rato y me limité abailar. ¡Jo! ¡Qué bien lo hacíaaquella idiota! Buddy Singer y suorquesta tocaban esa canción que sellama Just one of those things, ypor muchos esfuerzos que hacían nolograban destrozarla del todo. Es

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una canción preciosa. No intentéhacer ninguna exhibición ni nadaporque me revientan esos tíos quese ponen a hacer florituras en lapista, pero me moví todo lo quequise y la rubia me seguíaperfectamente. Lo más gracioso esque me creía que ella se lo estabapasando igual de bien que yo hastaque se descolgó con una estupidez:

—Anoche mis amigas y yovimos a Peter Lorre en persona. Elactor de cine. Estaba comprando elperiódico. Es un sol.

—Tuvisteis suerte —le dije—.

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Mucha suerte, ¿sabes?Era una estúpida, pero qué bien

bailaba. Por mucho que traté decontenerme no pude evitar darle unbeso en aquella cabeza de chorlito,justo en la coronilla. Cuando lohice se enfadó.

—¡Oye! Pero ¿qué te hascreído?

—Nada, no me he creído nada.Es que bailas muy bien —le dije—.Tengo una hermana pequeña queestá en el cuarto grado. Tú bailascasi tan bien como ella y eso quemi hermana lo hace como Dios.

—Mucho cuidado con lo que

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dices.¡Jo! ¡Vaya tía! Era lo que se

dice una malva.—¿De dónde sois?—¿Qué? —dijo.—Que de dónde sois. Pero no

me contestes si no quieres. Notienes que hacer tal esfuerzo.

—Seattle, Washington —dijocomo si me estuviera haciendo ungran favor.

—Tienes una conversaciónestupenda —le dije—, ¿sabes?

—¿Qué?Me di por vencido. De todas

formas no hubiera entendido la

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indirecta.—¿Quieres que hagamos un

poco de jitterbug? Nada de saltar alo hortera. Tranquilo y suavecito.Cuando tocan algo rápido, sesientan todos menos los viejos y losgordos, o sea que nos quedará lapista entera. ¿Qué te parece?

—Lo mismo me da —contestó—. Oye, y tú ¿cuántos años tienes?

No sé por qué pero aquellapregunta me molestó muchísimo.

—¡Venga, mujer! ¡No jorobes!Tengo doce años, pero ya sé querepresento un poco más.

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—Oye. Ya te lo he dicho antes.No me gusta esa forma de hablar. Sisigues diciendo palabrotas, voy asentarme con mis amigas y asuntoconcluido.

Me disculpé a toda prisaporque la orquesta empezaba atocar una pieza rápida. Bailamos eljitterbug, pero sin nada decursiladas. Ella lo hacíaestupendamente. No había más quedarle un toquecito ligero en laespalda de vez en cuando. Ycuando se daba la vuelta movía eltrasero a saltitos de una maneragraciosísima. Me encantaba. De

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verdad. Para cuando volvimos a lamesa ya estaba medio loco por ella.Eso es lo que tienen las chicas. Encuanto hacen algo gracioso, porfeas o estúpidas que sean, uno seenamora de ellas y ya no sabe nipor dónde se anda. Las mujeres.¡Dios mío! Le vuelven a uno loco.De verdad.

No me invitaron siquiera asentarme con ellas, creo que sóloporque eran unas ignorantes, perome senté de todos modos. La rubia,la que había bailado conmigo, sellamaba Bernice Crabs o Krebes o

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algo por el estilo. Las dos feas sellamaban Marty y Laverne. Les dijeque me llamaba Jim Steele. Me diopor ahí. Luego traté de mantenercon ellas una conversacióninteligente, pero era prácticamenteimposible. Costaba un esfuerzoímprobo. No podía decidir cuál eramás estúpida de las tres. Mirabanconstantemente a su alrededor comoesperando que de un momento aotro fuera a aparecer por la puertaun ejército de actores de cine. Lasmuy tontas se creían que cuando losartistas van a Nueva York no tienennada mejor que hacer que ir al

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Salón Malva en vez de al Club dela Cigüeña, o al Morocco, o a sitiosasí. Trabajaban en una compañía deseguros. Les pregunté si les gustabalo que hacían, pero me fueabsolutamente imposible extraeruna respuesta inteligente deaquellas tres idiotas. Pensé que lasdos feas, Marty y Laverne, eranhermanas, pero cuando se lopregunté se ofendieron muchísimo.Se veía que ninguna queríaparecerse a la otra, lo cual eracomprensible pero no dejaba detener cierta gracia.

Bailé con las tres, una detrás de

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otra. La más fea, Laverne, no lohacía mal del todo, pero lo que esla otra, era criminal. Bailar con latal Marty era como arrastrar laEstatua de la Libertad por toda lapista. No tuve más remedio queinventarme algo para pasar el rato,así que le dije que acababa de ver aGary Cooper.

—¿Dónde? —me preguntónerviosísima—. ¿Dónde?

—Te lo has perdido. Acaba desalir. ¿Por qué no miraste cuando telo dije?

Dejó de bailar y se puso a mirar

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a todas partes a ver si le veía.—¡Qué rabia! —dijo.Le había partido el corazón, de

verdad. Me dio pena. Hay personasa quienes no se debe tomar el peloaunque se lo merezcan.

Lo más gracioso fue cuandovolvimos a la mesa y Marty les dijoa las otras dos que Gary Cooperacababa de salir. ¡Jo! Laverne yBernice por poco se suicidancuando lo oyeron. Se pusieronnerviosísimas y le preguntaron aMarty si ella le había visto. Lescontestó que sólo de refilón. Porpoco suelto la carcajada.

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Ya casi iban a cerrar, así queles invité a un par de copas y pedípara mí otras dos coca-colas. Lamesa estaba atestada de vasos. Lafea, Laverne, no paraba de tomarmeel pelo porque bebía coca-cola.Tenía un sentido del humorrealmente exquisito. Ella y Martytomaban Tom Collins. ¡Jo! ¡Nadamenos que en pleno diciembre!¡Vaya despiste que tenían las tías!La rubia, Bernice, bebía bourboncon agua —tenía buen saque para elalcohol—, y las tres mirabancontinuamente a su alrededorbuscando actores de cine. Apenas

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hablaban, ni siquiera entre ellas. Latal Marty era un poco más locuazque las otras dos, pero decía unascursiladas horrorosas. Llamaba alos servicios «el cuarto de baño delas niñas» y cuando el pobrecarcamal de la orquesta de BuddySinger se levantó y le atizó alclarinete un par de arremetidas queresultaron heladoras, comentó queaquello sí que era el no va más deljazz caliente. Al clarinete lollamaba «el palulú». No había pordónde cogerla. La otra fea,Laverne, se creía graciosísima. Me

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repitió como cincuenta veces quellamara a mi papá para ver quéhacía esa noche y me preguntótambién otras cincuenta que si mipadre tenía novia o no. Eraingeniosísima. La tal Bernice, larubia, apenas despegó los labios.Cada vez que le preguntaba unacosa, contestaba: «¿Qué?». Al finalle ponía a uno negro.

En cuanto acabaron de bebersesus copas se levantaron y medijeron que se iban a la cama, que ala mañana siguiente tenían quelevantarse temprano para ir a laprimera sesión del Music Hall de

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Radio City. Traté de convencerlasde que se quedaran un rato más,pero no quisieron. Así que nosdespedimos con todas las historiashabituales. Les prometí que nodejaría de ir a verlas si alguna veziba a Seattle, pero dudo mucho quelo haga. Ir a verlas, no ir a Seattle.

Incluidos los cigarrillos, lacuenta ascendía a trece dólares.Creo que por lo menos debíanhaberse ofrecido a pagar las copasque habían tomado antes de que yollegara; no les habría dejadohacerlo, naturalmente, pero hubierasido un detalle. La verdad es que no

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me importó. Eran tan ignorantes yllevaban unos sombreros tan cursisy tan tristes, que me dieron pena.Eso de que quisieran levantarsetemprano para ver la primerasesión de Radio City me deprimiómás todavía. Que una pobre chicacon un sombrero cursilísimo vengadesde Seattle, Washington, hastaNueva York, para terminarlevantándose temprano y asistir a laprimera sesión del Music Hall, escomo para deprimir a cualquiera.Les habría invitado a cien copaspor cabeza a cambio de que no me

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hubieran dicho nada.Me fui del Salón Malva poco

después de que ellas salieran. Detodos modos estaban cerrando yhacía rato que la orquesta habíadejado de tocar. La verdad es queera uno de esos sitios donde no hayquien aguante a menos que vaya conuna chica que baile muy bien, o queel camarero le deje a uno tomaralcohol en vez de coca-cola. Nohay sala de fiestas en el mundoentero que se pueda soportar muchotiempo a no ser que pueda unoemborracharse o que vaya con unamujer que le vuelva loco de verdad.

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Capítulo 11De pronto, mientras andaba hacia elvestíbulo, me volvió a la cabeza laimagen de Jane Gallaher. La teníadentro y no podía sacármela. Mesenté en un sillón vomitivo quehabía en el vestíbulo y me puse apensar en ella y en Stradlatermetidos en ese maldito coche de EdBanky. Aunque estaba seguro deque Stradlater no se la habíacepillado —conozco a Jane comola palma de la mano—, no podíadejar de pensar en ella. Era para míun libro abierto. De verdad.

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Además de las damas, le gustabantodos los deportes y aquel veranojugamos al tenis casi todas lasmañanas y al golf casi todas lastardes. Llegamos a tener bastanteintimidad. No me refiero a nadafísico —de eso no hubo nada—. Loque quiero decir es que nosveíamos todo el tiempo. Paraconocer a una chica no hace faltaacostarse con ella.

Nos hicimos amigos porquetenía un dóberman Pinscher quevenía a hacer todos los días susnecesidades a nuestro jardín y a mi

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madre le ponía furiosa. Un díallamó a la madre de Jane y le armóun escándalo tremendo. Es de esasmujeres que arman escándalostremendos por cosas así. A lospocos días vi a Jane en el club,tumbada boca abajo junto a lapiscina, y le dije hola. Sabía quevivía en la casa de al lado aunquenunca había hablado con ella. Perocuando aquel día la saludé, ni mecontestó siquiera. Me costó untrabajo terrible convencerla de queme importaba un rábano dóndehiciera su perro sus necesidades.Por mi parte podía hacerlas en

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medio del salón si le daba la gana.Bueno, pues después de aquellaconversación, Jane y yo noshicimos amigos. Aquella mismatarde jugamos al golf. Recuerdo queperdió ocho bolas. Ocho. Me costóun trabajo horroroso conseguir queno cerrara los ojos cuando legolpeaba a la pelota. Conmigomejoró muchísimo, de verdad. Noes porque yo lo diga, pero juego algolf estupendamente. Si les dijeralos puntos que hago ni se locreerían. Una vez iba a salir en undocumental, pero en el últimomomento me arrepentí. Pensé que si

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odiaba el cine tanto como creía, erauna hipocresía por mi partedejarles que me sacaran en unapelícula.

Era una chica rara, Jane. Nopuedo decir que fuera exactamenteguapa, pero me volvía loco. Teníauna boca divertidísima, como convida propia. Quiero decir quecuando estaba hablando y derepente se emocionaba, los labiosse le disparaban como en cincuentadirecciones diferentes. Meencantaba. Y nunca la cerraba deltodo. Siempre dejaba los labios un

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poco entreabiertos, especialmentecuando se concentraba en el golf ocuando leía algo que le interesaba.Leía continuamente y siemprelibros muy buenos. Le gustabamucho la poesía. Es a la únicapersona, aparte de mi familia, aquien he enseñado el guante deAllie con los poemas escritos ytodo. No había conocido a Allieporque era el primer verano quepasaban en Maine —antes habíanido a Cape Cod—, pero yo le hablémucho de él. Le encantaban ese tipode cosas.

A mi madre no le caía muy

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bien. No tragaba ni a Jane ni a sumadre porque nunca la saludaban.Las veía bastante en el pueblocuando iban al mercado en unLasalle descapotable que tenían.No la encontraba guapa siquiera.Yo sí. Vamos, que me gustabamuchísimo, eso es todo.

Recuerdo una tardeperfectamente. Fue la única vez queestuvo a punto de pasar algo másserio. Era sábado y llovía a mares.Yo había ido a verla y estábamosen un porche cubierto que tenían ala entrada. Jugábamos a las damas.Yo le tomaba el pelo porque nunca

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las movía de la fila de atrás. Perono me metía mucho con ella porquea Jane no podía tomarle el pelo. Meencanta hacerlo con las chicas, peroes curioso que con las que megustan de verdad, no puedo. Aveces me parece que a ellas lesgustaría que les tomara el pelo, dehecho lo sé con seguridad, pero esdifícil empezar una vez que se lasconoce hace tiempo y hastaentonces no se ha hecho. Pero,como iba diciendo, aquella tardeJane y yo estuvimos a punto depasar a algo más serio. Estábamos

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en el porche porque llovía acántaros, y, de pronto, esa cuba quetenía por padrastro salió apreguntar a Jane si había algúncigarrillo en la casa. No le conocíamucho, pero siempre me habíaparecido uno de esos tíos que no tedirigen la palabra a menos que tenecesiten para algo. Tenía uncarácter horroroso. Pero, como ibadiciendo, cuando él preguntó sihabía cigarrillos en la casa, Jane nole contestó siquiera. El tío repitióla pregunta y ella siguió sincontestarle. Ni siquiera levantó lavista del tablero. Al final el

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padrastro volvió a meterse en lacasa. Cuando desapareció lepregunté a Jane qué pasaba. Noquiso contestarme tampoco. Hizocomo si se estuviera concentrandoen el juego y de pronto cayó sobreel tablero una lágrima. En una delas casillas rojas. ¡Jo! ¡Aún meparece que la estoy viendo! Ella lasecó con el dedo. No sé por qué,pero me dio una pena terrible. Mesenté en el columpio con ella y laobligué a ponerse a mi lado.Prácticamente me senté en susrodillas. Entonces fue cuando seechó a llorar de verdad, y cuando

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quise darme cuenta la estababesando toda la cara, donde fuera,en los ojos, en la nariz, en la frente,en las cejas, en las orejas… entodas partes menos en la boca. Nome dejó. Pero aun así aquélla fue lavez que estuvimos más cerca dehacer el amor. Al cabo del rato selevantó, se puso un jersey blanco yrojo que me gustaba muchísimo, ynos fuimos a ver una porquería depelícula. En el camino le preguntési el señor Cudahy (así era como sellamaba la esponja) había tratadode aprovecharse de ella. Jane era

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muy joven, pero tenía un tipoestupendo y yo no hubiera puesto lamano en el fuego por aquel hombre.Pero ella me dijo que no. Nuncallegué a saber a ciencia cierta quépuñetas pasaba en aquella casa.Con algunas chicas no hay modo deenterarse de nada.

Pero no quiero que se haganustedes la idea de que Jane era unaespecie de témpano o algo así sóloporque nunca nos besábamos ninada. Por ejemplo hacíamosmanitas todo el tiempo. Comprendoque no parece gran cosa, pero paraeso de hacer manitas era estupenda.

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La mayoría de las chicas, o dejan lamano completamente muerta, o secreen que tienen que moverla todoel rato porque si no vas a aburrirtecomo una ostra. Con Jane eradistinto. En cuanto entrábamos en elcine, empezábamos a hacer manitasy no parábamos hasta que seterminaba la película. Y todo elrato sin cambiar de posición nidarle una importancia tremenda.Con Jane no tenías que preocupartede si te sudaba la mano o no. Sólote dabas cuenta de que estabas muya gusto. De verdad.

De pronto recordé una cosa. Un

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día, en el cine, Jane hizo algo queme encantó. Estaban poniendo unnoticiario o algo así. Sentí unamano en la nuca y era ella. Me hizomuchísima gracia porque era muyjoven. La mayoría de las mujeresque hacen eso tienen comoveinticinco o treinta años, ygeneralmente se lo hacen a sumarido o a sus hijos. Por ejemplo,yo le acaricio la nuca a mi hermanaPhoebe de vez en cuando. Perocuando lo hace una chica de la edadde Jane, resulta tan gracioso que ledeja a uno sin respiración.

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En todo eso pensaba mientrasseguía sentado en aquel sillónvomitivo del vestíbulo. ¡Jane! Cadavez que me la imaginaba conStradlater en el coche de Ed Bankyme ponía negro. Sabría que no lehabría dejado que la tocara, pero,aun así, sólo de pensarlo me volvíaloco. No quiero ni hablar delasunto.

El vestíbulo estaba ya casivacío. Hasta las rubias con pinta deputas habían desaparecido y, depronto, me entraron unas ganasterribles de largarme de allí a todaprisa. Aquello estaba de lo más

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deprimente. Como, por otra parte,no estaba cansado, subí a lahabitación y me puse el abrigo. Measomé a la ventana para ver siseguían en acción los pervertidosde antes, pero estaban todas lasluces apagadas. Así que volví abajar en el ascensor, cogí un taxi, yle dije al taxista que me llevara a«Ernie». Es una sala de fiestasadonde solía ir mi hermano D. B.antes de ir a Hollywood aprostituirse. A veces me llevabacon él. Ernie es un negro enormeque toca el piano. Es un snob

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horroroso y no te dirige la palabraa menos que seas un tipo famoso, omuy importante, o algo así, pero laverdad es que toca el piano comoquiere. Es tan bueno que casi nohay quien le aguante. No sé si meentienden lo que quiero decir, peroes la verdad. Me gusta muchísimooírle, pero a veces le entran a unoganas de romperle el piano en lacabeza. Debe ser porque sólo porla forma de tocar se le nota que esde esos tíos que no te dirige lapalabra a menos que seas un pezgordo.

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Capítulo 12Era un taxi viejísimo que olía comosi acabara de vomitar alguiendentro. Siempre me toca uno deésos cuando voy a algún sitio denoche. Pero más deprimente aún eraque las calles estuvieran tan tristesy solitarias a pesar de ser sábado.Apenas se veía a nadie. De vez encuando cruzaban un hombre y unamujer cogidos por la cintura, o unapandilla de tíos riéndose comohienas de algo que apuesto lacabeza a que no tenía la menorgracia. Nueva York es terrible

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cuando alguien se ríe de noche. Lacarcajada se oye a millas y millasde distancia y le hace sentirse a unoaún más triste y deprimido. En elfondo, lo que me hubiera gustadohabría sido ir a casa un rato ycharlar con Phoebe. Pero, en fin,como les iba diciendo, al poco desubir al taxi, el taxista empezó adarme un poco de conversación. Sellamaba Horwitz y era mucho mássimpático que el anterior. Por esose me ocurrió que a lo mejor élsabía lo de los patos.

—Oiga, Horwitz —le dije—.

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¿Pasa usted mucho junto al lago deCentral Park?

—¿Qué?—El lago, ya sabe. Ese lago

pequeño que hay cerca de CentralSouth Park. Donde están los patos.Ya sabe.

—Sí. ¿Qué pasa con ese lago?—¿Se acuerda de esos patos

que hay siempre nadando allí?Sobre todo en la primavera. ¿Sabeusted por casualidad adónde van eninvierno?

—Adónde va, ¿quién?—Los patos. ¿Lo sabe usted por

casualidad? ¿Viene alguien a

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llevárselos a alguna parte en uncamión, o se van ellos por su cuentaal sur, o qué hacen?

El tal Horwitz volvió la cabezaen redondo para mirarme. Teníamuy poca paciencia, pero no eramala persona.

—¿Cómo quiere que lo sepa?—me dijo—. ¿Cómo quiere quesepa yo una estupidez semejante?

—Bueno, no se enfade ustedpor eso —le dije.

—¿Quién se enfada? Nadie seenfada.

Decidí que si iba a tomarse lascosas tan a pecho, mejor era no

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hablar. Pero fue él quien sacó denuevo la conversación. Volvió otravez la cabeza en redondo y me dijo:

—Los peces son los que no sevan a ninguna parte. Los peces sequedan en el lago. Ésos sí que no semueven.

—Pero los peces sondiferentes. Lo de los peces esdistinto. Yo hablaba de los patos —le dije.

—¿Cómo que es distinto? Noveo por qué tiene que ser distinto—dijo Horwitz. Hablaba siemprecomo si estuviera muy enfadado por

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algo—. No irá usted a decirme queel invierno es mejor para los pecesque para los patos, ¿no? A ver sipensamos un poco…

Me callé durante un buen rato.Luego le dije:

—Bueno, ¿y qué hacen lospeces cuando el lago se hiela y lagente se pone a patinar encima ytodo?

Se volvió otra vez a mirarme:—¿Cómo que qué hacen? Se

quedan donde están, por Dios.—No pueden seguir como si

nada. Es imposible.—¿Quién sigue como si nada?

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Nadie sigue como si nada —dijoHorwitz. El tío estaba tan enfadadoque me dio miedo de que estrellarael taxi contra una farola—. Vivendentro del hielo, por Dios. Es porla naturaleza que tienen ellos. Sequedan helados en la postura quesea para todo el invierno.

—Sí, ¿eh? Y, ¿cómo comenentonces? Si el lago está helado nopueden andar buscando comida ninada.

—¿Que cómo comen? Pues porel cuerpo. Pero, vamos, parecementira… Se alimentan a través delcuerpo, de algas y todas esas

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mierdas que hay en el hielo. Tienenlos poros esos abiertos todo eltiempo. Es la naturaleza que tienenellos. ¿No entiende? —se volvióciento ochenta grados paramirarme.

—Ya —le dije. Estaba segurode que íbamos a pegarnos eltrastazo. Además se lo tomaba deun modo que así no había forma dediscutir con él—. ¿Quiere ustedparar en alguna parte y tomar unacopa conmigo? —le dije.

No me contestó. Supongo queseguía pensando en los peces, así

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que le repetí la pregunta. Era un tíobastante decente. La verdad es queera la mar de divertido hablar conél.

—No tengo tiempo paracopitas, amigo —me dijo—.Además, ¿cuántos años tiene usted?¿No debería estar ya en la cama?

—No estoy cansado.Cuando me dejó a la puerta de

«Ernie» y le pagué, aún insistió enlo de los peces. Se notaba que se lehabía quedado grabado:

—Oiga —me dijo—, sifuéramos peces, la madrenaturaleza cuidaría de nosotros. No

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creerá usted que se mueren todos encuanto llega el invierno, ¿no?

—No, pero…—¡Pues entonces! —dijo

Horwitz, y se largó como unmurciélago huyendo del infierno.Era el tío más susceptible que heconocido en mi vida. A lo másmínimo se ponía hecho unenergúmeno.

A pesar de ser tan tarde,«Ernie» estaba de bote en bote.Casi todos los que había allí eranchicos de los últimos cursos desecundaria y primeros deuniversidad. Todos los colegios del

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mundo dan las vacaciones antes quelos colegios adonde voy yo. Estabatan lleno que apenas pude dejar elabrigo en el guardarropa, peronadie hablaba porque estabatocando Ernie. Cuando el tío poníalas manos encima del teclado secallaba todo el mundo como siestuvieran en misa. Tampoco erapara tanto. Había tres parejasesperando a que les dieran mesa ylos seis se mataban por ponerse depuntillas y estirar el cuello parapoder ver a Ernie. Habían colocadoun enorme espejo delante del piano

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y un gran foco dirigido a él paraque todo el mundo pudiera verle lacara mientras tocaba. Los dedos nose le veían, pero la cara, eso sí. ¿Aquién le importaría la cara? Noestoy seguro de qué canción era laque tocaba cuando entré, pero fuerala que fuese la estaba destrozando.En cuanto llegaba a una nota altaempezaba a hacer unos arpegios yunas florituras que daban asco. Nose imaginan cómo le aplaudieroncuando acabó. Entraban ganas devomitar. Se volvían locos. Eran elmismo tipo de cretinos que en elcine se ríen como condenados por

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cosas que no tienen la menorgracia. Les aseguro que si fuerapianista o actor de cine o algo así,me reventaría que esos imbécilesme consideraran maravilloso. Hastame molestaría que me aplaudiesen.La gente siempre aplaude cuandono debe. Si yo fuera pianista, creoque tocaría dentro de un armario.Pero, como iba diciendo, cuandoacabó de tocar y todos se pusierona aplaudirle como locos, Ernie sevolvió y, sin levantarse deltaburete, hizo una reverenciafalsísima, como muy humilde.Como si además de tocar el piano

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como nadie fuera un tíosensacional. Tratándose como setrataba de un snob de primeracategoría, la cosa resultaba bastantehipócrita. Pero, en cierto modo,hasta me dio lástima porque creoque él ya no sabe siquiera cuándotoca bien y cuándo no. Y me pareceque no es culpa suya del todo. Enparte es culpa de esos cretinos quele aplauden como energúmenos.Esa gente es capaz de confundir acualquiera. Pero, como les ibadiciendo, aquello me deprimiótanto que estuve a punto de recoger

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mi abrigo y volverme al hotel, peroera pronto y no tenía ganas de estarsolo.

Al final me dieron una mesainfame pegada a la pared y justodetrás de un poste tremendo que nodejaba ver nada. Era una de esasmesitas tan arrinconadas que si lagente de la mesa de al lado no selevanta para dejarte pasar —ynunca lo hacen— tienes que treparprácticamente a la silla. Pedí unwhisky con soda, que es mi bebidafavorita además de los daiquirisbien helados. En «Ernie» estásiempre tan oscuro que serían

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capaces de servir un whisky a unniño de seis años. Además, allí anadie le importa un comino la edadque tengas. Puedes inyectarteheroína si te da la gana sin quenadie te diga una palabra.

Estaba rodeado de cretinos. Enserio. En la mesa de la izquierda,casi encima de mis rodillas, habíauna pareja con una pinta un pocorara. Eran de mi edad o quizá unpoco mayores. Tenía gracia. Se lesnotaba enseguida que bebían muydespacio la consumición mínimapara no tener que pedir otra cosa.Como no tenía nada que hacer,

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escuché un rato lo que decían. Él lehablaba a la chica de un partido defútbol que había visto aquellamisma tarde. Se lo contó con pelosy señales, hasta la última jugada, deverdad. Era el tío más plomo quehe oído en mi vida. A su pareja sele notaba que le importaba unrábano el partido, pero como lapobre era tan fea no le quedaba másremedio que tragárselo quieras queno. Las chicas feas de verdad laspasan moradas, las pobres. Me danmucha pena. A veces no puedo nimirarlas, sobre todo cuando están

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con un cretino que les estáencajando el rollo de un partido defútbol. A mi derecha, laconversación era peor todavía.Había un tío al que se le notabaenseguida que era de Yale, vestidocon un traje de franela gris y unchaleco de esos amariconados conmuchos cuadritos. Todos loscabrones esos de las universidadesbuenas del Este se parecen unos aotros como gotas de agua. Mi padrequiere que vaya a Yale o aPrinceton, pero les juro queprefiero morirme antes que ir a unantro de ésos. Lo que me faltaba.

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Pero, como les decía, el tipo deYale iba con una chica guapísima.¡Jo! ¡Qué guapa era la tía! Pero nose imaginan la conversación que setraían. Para empezar, estaban losdos un poco curdas. Él le metíamano por debajo de la mesa almismo tiempo que le hablaba de unchico de su residencia que se habíatomado un frasco entero deaspirinas y casi se había suicidado.La chica repetía: «¡Qué horror!¡Qué terrible! No, aquí no, cariño.Aquí no, por favor… ¡Quéhorror!». ¿Se imaginan a alguienmetiendo mano a una chica y

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contándole un suicidio al mismotiempo? Era para morirse de risa.De pronto empecé a sentirme comoun imbécil sentado allí solo enmedio de todo el mundo. No habíaotra cosa que hacer que fumar ybeber. Luego llamé al camareropara que le dijera a Ernie que siquería tomar una copa conmigo, queno se olvidara de decirle que erahermano de D. B. No creo que ledijera nada. Los camareros nuncadan ningún recado a nadie.

De repente se me acercó unachica y me dijo: —¡Holden

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Caulfield!—. Se llamaba LillianSimmons y mi hermano D. B. habíasalido con ella una temporada.Tenía unas tetas de aquí a Lima.

—Hola —le dije. Naturalmentetraté de ponerme en pie, pero enaquella mesa no había forma delevantarse. Iba con un oficial demarina que parecía que se habíatragado el sable.

—¡Qué maravilloso verte! —dijo Lillian. ¡Qué tía más falsa!—¿Cómo está tu hermano? —eso eralo que en realidad quería saber.

—Muy bien. Está enHollywood.

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—¿En Hollywood? ¡Quémaravilla! ¿Y qué hace?

—No sé. Escribir —le dije. Notenía ganas de hablarle de eso. Sele notaba que le parecía el no vamás eso de que D. B. estuviera enHollywood. A todo el mundo se loparece. Sobre todo a la gente queno ha leído sus cuentos. A mí encambio me pone negro.

—¡Qué maravilla! —dijoLillian. Luego me presentó aloficial de marina. Se llamabaComandante Blop o algo así, y erauno de esos tíos que consideran unamariconada no partirle a uno hasta

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el último dedo cuando le dan lamano. ¡Dios mío, cómo merevientan esas cosas!

—¿Estás solo, cariño? —mepreguntó la tal Lillian. Habíacortado el paso por ese pasillo,pero se le notaba que era de las queles gusta bloquear el tráfico. Habíaun camarero esperando a que seapartara, pero ella no se dio nicuenta. Se notaba que al camarerole caía gorda, que al oficial demarina le caía gorda, que a mí mecaía gorda, a todos. En el fondodaba un poco de lástima.

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—¿Estás solo? —volvió apreguntarme. Yo seguía de pie y nisiquiera se molestó en decirme queme sentara. Era de las que les gustatenerle a uno de pie horas enteras—. ¿Verdad que es guapísimo? —le dijo al oficial de marina—.Holden, cada día estás más guapo.

El oficial de marina le dijo quea ver si acababa de una vez, queestaba bloqueando el tráfico.

—Vente con nosotros, Holden—dijo Lillian—. Tráete tu vaso.

—Me iba en este momento —ledije—. He quedado con un amigo.

Se le notaba que quería quedar

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bien conmigo para que luego yo selo contara a D. B.

—Está bien, desagradecido.Como tú quieras. Cuando veas a tuhermano, dile que le odio.

Al final se fue. El oficial demarina y yo nos dijimos queestábamos encantados de habernosconocido, que es una cosa que mefastidia muchísimo. Me paso el díaentero diciendo que estoyencantado de haberlas conocido apersonas que me importan uncomino. Pero supongo que si unoquiere seguir viviendo, tiene que

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decir tonterías de ésas.Después de repetirle a Lillian

que tenía que ver a un amigo, no mequedaba más remedio que largarme.No podía quedarme a ver si, poralguna casualidad, Ernie tocabaalgo pasablemente. Pero cualquiercosa antes que quedarme allí en lamesa de la tal Lillian y elcomandante de marina a aburrirmecomo una ostra. Así que me fui.Mientras me ponía el abrigo sentíuna rabia terrible. La gente siemprele fastidia a uno las cosas.

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Capítulo 13Volví al hotel andando. Cuarentamanzanas como cuarenta soles. Nolo hice porque me apetecieracaminar, sino porque no queríapasarme la noche entera entrando ysaliendo de taxis. A veces se cansauno de ir en taxi tanto como de ir enascensor. De pronto te entra unanecesidad enorme de utilizar laspiernas, sea cual sea la distancia oel número de escalones. Cuando erapequeño, subía andando a nuestroapartamento muy a menudo. Y sondoce pisos.

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No se notaba nada que habíanevado. Apenas quedaba nieve enlas aceras, pero en cambio hacía unfrío de espanto, así que saqué delbolsillo la gorra de caza roja y mela puse. No me importaba tener unaspecto rarísimo. Hasta bajé lasorejeras. No saben cómo me acordéen aquel momento del tío que mehabía birlado los guantes enPencey, porque las manos se mehelaban de frío. Aunque estoyseguro de que si hubiera sabidoquién era el ladrón no le habríahecho nada tampoco. Soy un tipo

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bastante cobarde. Trato de que nose me note, pero la verdad es que losoy. Por ejemplo, si hubiera sabidoquién me había robado los guantes,probablemente habría ido a lahabitación del ladrón y le habríadicho: «¡Venga! ¿Me das misguantes, o qué?»., El otro mehubiera preguntado con una vozmuy inocente: «¿Qué guantes?». Yohabría ido entonces al armario yhabría encontrado los guantesescondidos en alguna parte, dentrode unas botas de lluvia porejemplo. Los hubiera sacado, se loshabría enseñado, y le habría dicho:

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«Supongo que éstos son tuyos,¿no?» El ladrón me habría miradootra vez con una expresión muyinocente y me habría dicho: «Nolos he visto en mi vida. Si son tuyospuedes llevártelos. Yo no losquiero para nada». Probablementeme habría quedado allí como cincominutos con los guantes en la manosabiendo que lo que tenía que hacerera romperle al tío la cara. Hasta elúltimo hueso, vamos. Sólo que nohabría tenido agallas para hacerlo.Me habría quedado de pie,mirándole con cara de duro depelícula y luego le habría dicho

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algo muy ingenioso, muy agudo. Lomalo es que, si le hubiera dichoalgo así, el ladrón seguramente sehabría levantado y me habría dicho:«Oye, Caulfield, ¿me estásllamando ladrón?», y yo, en lugarde responderle: «Naturalmente»,probablemente le habría dicho:«Todo lo que sé es que tenías misguantes dentro de tus botas delluvia». El chico habría pensadoque no iba a atizarle y se me habríaencarado: «Oye, pongamos lascosas en claro. ¿Me estás llamandoladrón?», y yo probablemente le

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habría contestado: «Nadie te llamanada. Todo lo que sé es que misguantes estaban dentro de tus botasde lluvia», y así podría haberrepetido lo mismo durante horas. Alfinal habría salido de la habitaciónsin pegarle un puñetazo siquiera.Habría bajado a los lavabos, habríaencendido un cigarrillo y luego mehabría mirado al espejo poniendocara de duro. Esto es lo que ibapensando camino del hotel. Deverdad que no tiene ninguna graciaser cobarde. Aunque quizá yo nosea tan cobarde. No lo sé. Creo queademás de ser un poco cobarde, en

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el fondo lo que me pasa es que meimporta un pimiento que me robenlos guantes. Una de las cosas malasque tengo es que nunca me haimportado perder nada. Cuando eraniño, mi madre se enfadaba muchoconmigo. Hay tíos que se pasandías enteros buscando todo lo quepierden. A mí nada me importa lobastante como para pasarme unahora buscándolo. Quizá por eso seaun poco cobarde. Aunque no esexcusa, de verdad. No se debe sercobarde en absoluto, ni poco nimucho. Si llega el momento deromperle a uno la cara, hay que

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hacerlo. Lo que me pasa es que yono sirvo para esas cosas. Prefierotirar a un tío por la ventana ocortarle la cabeza a hachazos, quepegarle un puñetazo en lamandíbula. Me revientan lospuñetazos. No me importa que meaticen de vez en cuando —aunque,naturalmente, tampoco me vuelveloco—, pero si se trata de unapelea a puñetazos lo que más measusta es ver la cara del otro tío.Eso es lo malo. No me importaríapelear si tuviera los ojos vendados.Sé que es un tipo de cobardía

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bastante raro, la verdad, pero aunasí es cobardía. No crean que meengaño.

Cuanto más pensaba en losguantes y en lo cobarde que era,más deprimido me sentía, así quedecidí parar a beber algo encualquier parte. En «Ernie» sólohabía tomado tres copas, y la últimani la había terminado. Para eso delalcohol tengo un aguante bárbaro.Puedo beber toda la noche si me dala gana sin que se me noteabsolutamente nada. Una vez,cuando estaba en el ColegioWhooton, un chico que se llamaba

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Raymond Goldfarb y yo noscompramos una pinta de whisky unsábado por la noche y nos labebimos en la capilla para que nonos vieran. Él acabó como unacuba, pero a mí ni se me notaba.Sólo estaba así como muydespegado de todo, muy frío. Antesde irme a la cama vomité, pero noporque tuviera que hacerlo. Meforcé un poco.

Pero, como iba diciendo, antesde volver al hotel pensé entrar enun bar que encontré en el camino yque era bastante cochambroso, peroen el momento en que abría la

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puerta salieron un par de tíoscompletamente curdas y mepreguntaron si sabía dónde estabael metro. Uno de ellos que teníapinta de cubano, me echó unalientazo apestoso en la caramientras les daba las indicaciones.Decidí no entrar en aquel tugurio yme volví al hotel.

El vestíbulo estabacompletamente vacío y olía como acincuenta millones de colillas. Enserio. No tenía sueño pero mesentía muy mal. De lo másdeprimido. Casi deseaba estar

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muerto. Y, de pronto, sin comerloni beberlo, me metí en un líohorroroso.

No hago más que entrar en elascensor, y el ascensorista va y mepregunta:

—¿Le interesa pasar un buenrato, jefe? ¿O es demasiado tardepara usted?

—¿A qué se refiere? —le dije.No sabía adónde iba a ir a parar.

—¿Le interesa, o no?—¿A quién? ¿A mí? —

reconozco que fue una respuestabastante estúpida, pero es que davergüenza que un tío le pregunte a

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uno a bocajarro una cosa así.—¿Cuántos años tiene, jefe? —

dijo el ascensorista.—¿Por qué? —le dije—.

Veintidós.—Entonces, ¿qué dice? ¿Le

interesa? Cinco dólares por unpolvo y quince por toda la noche —dijo mirando su reloj de pulsera—.Hasta el mediodía. Cinco dólarespor un polvo, quince toda la noche.

—Bueno —le dije. Iba encontra de mis principios, pero mesentía tan deprimido que no lopensé. Eso es lo malo de estar tandeprimido. Que no puede uno ni

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pensar.—Bueno, ¿qué? ¿Un polvo o

hasta el mediodía? Tiene quedecidirlo ahora.

—Un polvo.—De acuerdo. ¿Cuál es el

número de su habitación?Miré la placa roja que colgaba

de la llave.—Mil doscientos veintidós —

le dije. Empezaba a arrepentirmede haberle dicho que sí, pero ya eratarde para volverse atrás.

—Bien. Le mandaré a una chicadentro de un cuarto de hora.

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Abrió las puertas del ascensor ysalí.

—Oiga, ¿es guapa? —lepregunté—. No quiero ningúnvejestorio.

—No es ningún vejestorio. Poreso no se preocupe, jefe.

—¿A quién le pago?—A ella —dijo—. Hasta la

vista, jefe.Y me cerró la puerta en las

narices.Me fui a mi habitación y me

mojé un poco el pelo, pero no hayforma de peinarlo cuando lo llevauno cortado al cepillo. Luego miré

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a ver si me olía mal la boca portodos los cigarrillos que habíafumado aquel día y por las copasque me había tomado en «Ernie».No hay más que ponerse la manodebajo de la barbilla y echarse elaliento hacia la nariz. No me olíamuy mal, pero de todas formas melavé los dientes. Luego me puse unacamisa limpia. Ya sé que no hacefalta ponerse de punta en blancopara acostarse con una prostituta,pero así tenía algo que hacer paraentretenerme. Estaba un poconervioso. Empezaba también a

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excitarme, pero sobre todo tenía losnervios de punta. Si he de serlessincero les diré que soy virgen. Deverdad. He tenido unas cuantasocasiones de perder la virginidad,pero nunca he llegado aconseguirlo. Siempre en el últimomomento, ocurría alguna cosa. Porejemplo, los padres de la chicavolvían a casa, o me entraba miedode que lo hicieran. Si iba en elasiento posterior de un coche,siempre tenía que ir en el delanteroalguien que no hacía más quevolverse a ver qué pasaba. En fin,que siempre ocurría alguna cosa.

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Un par de veces estuve a punto deconseguirlo. Recuerdo una vez enparticular, pero pasó algo también,no me acuerdo qué. Casi siempre,cuando ya estás a punto, la chica,que no es prostituta ni nada, te diceque no. Y yo soy tan tonto que lahago caso. La mayoría de loschicos hacen como si no oyeran,pero yo no puedo evitar hacerlescaso. Nunca se sabe si es verdadque quieren que pares, o si es quetienen miedo, o si te lo dicen paraque si lo haces la culpa luego seatuya y no de ellas. No sé, pero elcaso es que yo me paro. Lo que

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pasa es que me dan pena. Lamayoría son tan tontas, laspobres… En cuanto se pasa un ratocon ellas, empiezan a perder pie. Ycuando una chica se excita deverdad pierde completamente lacabeza. No sé, pero a mí me dicenque pare, y paro. Después, cuandolas llevo a su casa, me arrepientode haberlo hecho, pero a la próximavez hago lo mismo.

Pero, como les iba diciendo,mientras me abrochaba la camisapensé que aquella vez era mioportunidad. Se me ocurrió que

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estaba muy bien eso de practicarcon una prostituta por si luego mecasaba y todo ese rollo. A veces mepreocupan mucho esas cosas. En elColegio Whooton leí una vez unlibro sobre un tío muy elegante ymuy sexy. Se llamaba MonsieurBlanchard. Todavía me acuerdo. Ellibro era horrible, pero el talMonsieur Blanchard me caía muybien. Tenía un castillo en la Rivieray en sus ratos libres se dedicaba asacudirse a las mujeres de encimacon una porra. Era lo que se dice unlibertino, pero todas se volvíanlocas por él. En un capítulo del

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libro decía que el cuerpo de lamujer es como un violín y que hayque ser muy buen músico paraarrancarle las mejores notas. Era unlibro cursilísimo, pero tengo queconfesar que lo del violín se mequedó grabado. Por eso queríatener un poco de práctica por siluego me casaba. ¡Caulfield y suviolín mágico! ¡Jo! ¡Es unachorrada, lo admito, pero no tantocomo parece! No me importaríanada ser muy bueno para esascosas. La verdad es que la mitad delas veces cuando estoy con unachica no se imaginan lo que tardo

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en encontrar lo que busco. No sé sime entienden. Por ejemplo, esachica de que acabo de hablarles,ésa que por poco me acuesto conella. Tardé como una hora enquitarle el sostén. Cuando al fin loconseguí, ella estaba a punto deescupirme en un ojo.

Pero, como les iba diciendo, mepuse a pasear por toda la habitaciónesperando a que apareciera la talprostituta. Ojalá fuera guapa.Aunque la verdad es que en elfondo me daba igual. Lo importanteera pasar el trago cuanto antes. Por

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fin llamaron a la puerta y cuandoiba a abrir tropecé con la maletaque tenía en medio del cuarto y porpoco me rompo la crisma. Siempreelijo el momento más oportuno paratropezar con las maletas.

Cuando abrí la puerta vi a laprostituta de pie en el pasillo.Llevaba un chaquetón muy largo yno se había puesto sombrero. Teníael pelo medio rubio, pero se lenotaba que era teñido. Era muyjoven.

—¿Cómo está usted? —le dijecon un tono muy fino. ¡Jo!

—¿Eres tú el tipo del que me ha

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hablado Maurice? —me preguntó.No parecía muy simpática.

—¿El ascensorista?—Sí —dijo.—Sí, soy yo. Pase, ¿quiere? —

le dije. Conforme pasaba el tiempome iba tranquilizando un poco.

Entró, se quitó el chaquetón y lotiró sobre la cama. Llevaba unvestido verde. Luego se sentó enuna silla que había delante delescritorio y empezó a balancear elpie en el aire. Cruzó las piernas ysiguió moviendo el pie. Para serprostituta estaba la mar denerviosa. De verdad. Creo que

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porque era jovencísima. Tenía máso menos mi edad. Me senté en unsillón a su lado y le ofrecí uncigarrillo.

—No fumo —me dijo. Tenía unhilito de voz. Apenas se le oía.Nunca daba las gracias cuando unole ofrecía alguna cosa. La pobre nosabía. Era una ignorante.

—Permítame que me presente.Me llamo Jim Steele —le dije.

—¿Llevas reloj? —mecontestó. Naturalmente le importabaun cuerno cómo me llamara—. Oye,¿cuántos años tienes?

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—¿Yo? Veintidós.—¡Menuda trola!Me hizo gracia. Hablaba como

una cría. Yo esperaba que unaprostituta diría algo así como«¡Menos guasas!» o «¡Déjate deleches!», pero eso de «¡Menudatrola!»…

—Y tú, ¿cuántos años tienes?—le pregunté.

—Los suficientes para nochuparme el dedo —me dijo. Eraingeniosísima la tía—. ¿Llevasreloj? —me preguntó de nuevo.Luego se puso de pie y empezó asacarse el vestido por la cabeza.

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De pronto empecé a notar unasensación rara. Iba todo demasiadorápido. Supongo que cuando unamujer se pone de pie y empieza adesnudarse, uno tiene que sentirsede golpe de lo más cachondo. Puesyo no. Lo que sentí fue unadepresión horrible.

—¿Llevas reloj?—No, no llevo —le dije. ¡Jo!

¡No me sentía poco raro!—¿Cómo te llamas? —le

pregunté. No llevaba más que unacombinación de color rosa. Aquelloera de lo más desairado. De

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verdad.—Sunny —me dijo—. Venga, a

ver si acabamos.—¿No te apetece hablar un

rato? —le pregunté. Comprendoque fue una tontería, pero es que mesentía rarísimo—. ¿Tienes muchaprisa?

Me miró como si estuviera locode remate.

—¿De qué demonios quieresque hablemos? —me dijo.

—De nada. De nada enespecial. Sólo que pensé que a lomejor te apetecía charlar un ratito.

Volvió a sentarse en la silla que

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había junto al escritorio. Se lenotaba que estaba furiosa. Volviótambién a balancear el pie en elaire. ¡Jo! ¡No era poco nerviosa latía!

—¿Te apetece un cigarrilloahora? —le dije. Me habíaolvidado de que no fumaba.

—No fumo. Oye, si quiereshablar, date prisa. Tengo muchoque hacer.

De pronto no se me ocurriónada que decirle. Lo que meapetecía saber era por qué se habíametido a prostituta y todas esascosas, pero me dio miedo

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preguntárselo. Probablemente nome lo hubiera dicho.

—No eres de Nueva York,¿verdad? —le pregunté finalmente.No se me ocurrió nada mejor.

—Soy de Hollywood —medijo. Luego se acercó adonde habíadejado el vestido—. ¿Tienes unapercha? No quiero que se mearrugue. Acabo de recogerlo deltinte.

—Claro —le dije. Estabaencantado de poder hacer algo.Llevé el vestido al armario y se locolgué. Tuvo gracia porque cuando

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lo hice me entró una pena tremenda.Me la imaginé yendo a la tienda ycomprándose el vestido sin quenadie supiera que era prostituta ninada. El dependienteprobablemente pensaría que era unachica como las demás. Me dio unatristeza horrible, no sé por qué.

Volví a sentarme y traté deanimar un poco la conversación. Laverdad es que aquella mujer era unatumba.

—¿Trabajas todas las noches?—le dije. Sonaba horrible, pero nome di cuenta hasta que se lopregunté.

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—Sí.Había empezado a pasearse por

la habitación. Cogió el menú delescritorio y lo leyó.

—¿Qué haces durante el día?Se encogió de hombros. Estaba

muy delgada:—Duermo. O voy al cine —

dejó el menú y me miró—. Bueno,¿qué? No tengo toda la…

—Verás —le dije—. No meencuentro bien. He pasado muymala noche. De verdad. Te pagarépero no te importará si no lohacemos, ¿no? ¿Te molesta?

La verdad es que no tenía

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ninguna gana de acostarme con ella.Estaba mucho más triste queexcitado. Era todo deprimentísimo,sobre todo ese vestido verdecolgando de su percha. Además nocreo que pueda acostarme nuncacon una chica que se pasa el díaentero en el cine. No creo quepueda jamás.

Se me acercó con una expresiónmuy rara en la cara, como si no mecreyera.

—¿Qué te pasa? —me dijo.—No me pasa nada. —¡Jo! ¡No

me estaba poniendo poco nervioso!

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—. Es sólo que me han operadohace poco.

—Sí, ¿eh? ¿De qué?—Del… ¿cómo se llama? Del

clavicordio.—¿Sí? ¿Y qué es eso?—¿El clavicordio? —le dije—.

Verás, es como si fuera la espinadorsal. Está al final de la columnavertebral.

—¡Vaya! —me dijo—. ¡Quémala suerte!

Luego se me sentó en lasrodillas:

—Eres muy guapo —me dijo.Me puse tan nervioso que seguí

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mintiendo como loco.—Todavía no me he recuperado

de la operación —le dije.—Te pareces a un actor de

cine. ¿Sabes cuál digo? ¿Cómo sellama?

—No lo sé —le dije. No habíaforma humana de que se levantara.

—Claro que lo sabes. Salía enuna película de Melvin Douglas. Elque hacía de hermano pequeño. Elque se cae de la barca. Seguro quesabes cuál es.

—No. Voy al cine lo menosposible.

De pronto se puso a hacer unas

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cosas muy raras, unas groseríashorrorosas.

—¿Te importaría dejarme enpaz? —le dije—. No tengo ganas.Acabo de decírtelo. Me hanoperado hace poco.

No se levantó, pero me echóuna mirada asesina.

—Oye —me dijo—. Estabadurmiendo cuando ese cretino deMaurice me despertó para queviniera. Si crees que voy a…

—Te he dicho que te pagaré yvoy a hacerlo. Tengo mucho dinero.Pero es que me estoy recuperando

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de una operación y…—Entonces, ¿para qué le dijiste

a Maurice que te mandara una chicaa tu habitación si te acababan deoperar del…? ¿Cómo se llama eso?

—Creí que estaba mejor de loque estoy. Me equivoqué en miscálculos. Me he precipitado, deverdad. Lo siento. Si te levantas unmomento, iré a buscar mi cartera.

Estaba furiosísima, pero selevantó para dejarme ir a coger eldinero. Saqué de la cartera unbillete de cinco dólares y se lo di.

—Gracias —le dije—. Unmillón de gracias.

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—Me has dado cinco y sondiez.

Iba a ponerse pesada. La veíavenir. Me lo estaba temiendo hacíarato, de verdad.

—Maurice dijo cinco —lecontesté—. Dijo que quince hasta elmediodía y cinco por un polvo.

—Diez por un polvo.—Dijo cinco. Lo siento

muchísimo, pero no pienso soltar uncéntimo más.

Se encogió de hombros comohabía hecho antes y luego dijo muyfríamente:

—¿Te importaría darme mi

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vestido, o es demasiada molestia?Daba miedo la tía. A pesar de

la vocecita que tenía. Si hubierasido una prostituta vieja con dosdedos de maquillaje en la cara, nohabría dado tanto miedo.

Me levanté y le di el vestido.Se lo puso y luego recogió elchaquetón que había dejado sobrela cama.

—Adiós, pelagatos —dijo.—Adiós —le contesté. No le di

las gracias ni nada. Y luego mealegré de no habérselas dado.

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Capítulo 14Cuando Sunny se fue me quedésentado un rato en el sillón mientrasme fumaba un par de cigarrillos.Empezaba a amanecer. ¡Jo! ¡Quétriste me sentía! No se imaginan lodeprimido que estaba. De prontoempecé a hablar con Allie en vozalta. Es una cosa que suelo hacercuando me encuentro muydeprimido. Le digo que vaya a casaa recoger su bicicleta y que meespere delante del jardín de BobbyFallon. Bobby era un chico quevivía muy cerca de nuestro chalet

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en Maine, pero de eso hace yamuchos años. Una vez, Bobby y yoíbamos a ir al Lago Sedebego enbicicleta. Pensábamos llevarnos lacomida y una escopeta de airecomprimido. Éramos unos críos ypensábamos que con eso podríamoscazar algo. Allie nos oyó y quisovenir con nosotros, pero yo le dijeque era muy pequeño. Así queahora, cuando me siento muydeprimido, le digo: «Bueno, anda.Ve a recoger la bici y espéramedelante de la casa de Bobby. Dateprisa». No crean que no le dejaba

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venir nunca conmigo. Casi siemprenos acompañaba. Pero aquel día nole dejé. Él no se enfadó —nunca seenfadaba por nada—, pero siempreme viene ese recuerdo a la memoriacuando me da la depresión.

Al final me desnudé y me metíen la cama. Tenía ganas de rezar oalgo así, pero no pude hacerlo.Nunca puedo rezar cuando quiero.En primer lugar porque soy un pocoateo. Jesucristo me cae bien, perocon el resto de la Biblia no puedo.Esos discípulos, por ejemplo. Siquieren que les diga la verdad noles tengo ninguna simpatía. Cuando

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Jesucristo murió no se portaron tanmal, pero lo que es mientras estuvovivo, le ayudaron como un tiro en lacabeza. Siempre le dejaban mássolo que la una. Creo que son losque menos trago de toda la Biblia.Si quieren que les diga la verdad,el tío que me cae mejor de todo elEvangelio, además de Jesucristo, esese lunático que vivía entre lastumbas y se hacía heridas con laspiedras. Me cae mil veces mejorque los discípulos. Cuando estabaen el Colegio Whooton solía hablarmucho de todo esto con un chicoque tenía su habitación en el mismo

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pasillo que yo y que se llamabaArthur Childs. Era cuáquero y leíaconstantemente la Biblia. Aunqueera muy buena persona nuncaestábamos de acuerdo sobre esascosas, especialmente sobre losdiscípulos. Me decía que si no megustaban es que tampoco megustaba Jesucristo. Decía que comoÉl los había elegido, tenían quecaerte bien por fuerza. Yo lecontestaba que claro que Él loshabía elegido, pero que los habíaelegido al aliguí, que Cristo notenía tiempo de ir por ahí

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analizando a la gente. Le decía queno era culpa de Jesucristo, que noera culpa suya si no tenía tiempopara nada. Recuerdo que una vez lepregunté a Childs si creía queJudas, el traidor, había ido alinfierno. Childs me dijo quenaturalmente que lo creía. Ése eraexactamente el tipo de cosas sobreel que nunca coincidía con él. Ledije que apostaría mil dólares a queCristo no había mandado a Judas alinfierno, y hoy los seguiríaapostando si los tuviera. Estoyseguro de que cualquiera de losdiscípulos hubiera mandado a Judas

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al infierno —y a todo correr—,pero Cristo no. Childs me dijo quelo que me pasaba es que nunca ibaa la iglesia ni nada. Y en eso teníarazón. Nunca voy. En primer lugarporque mis padres son dereligiones diferentes y todos sushijos somos ateos. Si quieren queles diga la verdad, no aguanto a loscuras. Todos los capellanes de loscolegios donde he estudiadosacaban unas vocecitas de lo máshipócrita cuando nos echaban unsermón. No veo por qué no puedenpredicar con una voz corriente ynormal. Suena de lo más falso.

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Pero, como les iba diciendo,cuando me metí en la cama se meocurrió rezar, pero no pude. Cadavez que empezaba se me venía a lacabeza la cara de Sunnyllamándome pelagatos. Al final mesenté en la cama y me fumé otrocigarrillo. Sabía a demonios. Desdeque había salido de Pencey debíahaberme liquidado como doscajetillas.

De pronto, mientras estaba allífumando, llamaron a la puerta.Pensé que a lo mejor se habíanequivocado, pero en el fondo

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estaba seguro de que no. No sé porqué, pero lo sabía. Y además sabíaquién era. Soy adivino.

—¿Quién es? —pregunté. Teníabastante miedo. Para esas cosas soymuy cobarde.

Volvieron a llamar. Más fuerte.Al final me levanté de la cama y

tal como estaba, sólo con el pijama,entreabrí la puerta. No tuve que darla luz porque ya era de día. En elpasillo esperaban Sunny y Maurice,el chulo del ascensor.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieren? —dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba lavoz!

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—Nada de importancia —dijoMaurice—. Sólo cinco dólares.

Él hablaba por los dos. La talSunny se limitaba a estar allí, a sulado, con la boca entreabierta.

—Ya le he pagado. Le he dadocinco dólares. Pregúnteselo a ella—le dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblabala voz!

—Son diez dólares, jefe. Ya selo dije. Diez por un polvo, quincehasta el mediodía. Se lo dije bienclarito.

—No es verdad. Cinco por unpolvo. Dijo que quince hasta elmediodía, pero…

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—Abra, jefe.—¿Para qué? —le dije. ¡Dios

mío! Me latía el corazón como sifuera a escapárseme del pecho. Almenos me habría gustado estarvestido. Es horrible estar en pijamaen medio de una cosa así.

—¡Vamos, jefe! —dijoMaurice. Luego me dio un empujóncon toda la manaza. Tenía tantafuerza el muy hijoputa que por pocome caigo sentado. Cuando quisedarme cuenta, él y la tal Sunny sehabían colado en mi habitación.Andaban por allí como Pedro por

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su casa. Sunny se sentó en elalféizar de la ventana. Maurice sehundió en un sillón y se desabrochóel botón del cuello —aún llevaba eluniforme de ascensorista—. ¡Jo, yoestaba con los nervios desatados!

—¡Venga, jefe! Suelte ya la telaque tengo que volver al trabajo.

—Ya se lo he dicho diez veces.No le debo nada. Le pagué loscinco dólares…

—¡Déjese de historias! ¡Vamos,largue la pasta!

—¿Por qué tengo que darlesotros cinco dólares? —le dije.Apenas podía hablar—. Lo que

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quieren es timarme.El tal Maurice se desabrochó la

librea. Debajo no llevaba más queun cuello postizo. Tenía unestómago enorme y muy peludo.

—Nadie está tratando detimarle —dijo—. Vamos, la pasta,jefe.

—No.Cuando lo dije se levantó del

sillón y se acercó a mí. Parecíacomo muy cansado o muy aburrido.¡Jo! ¡No me llegaba la camisa alcuerpo! Recuerdo que tenía losbrazos cruzados. Si no me hubieranpillado en pijama, no me habría

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sentido tan mal.—La tela, jefe.Se acercó aún más. Parecía un

disco rayado, el tío.—La tela, jefe —era un tarado.—No.—Va a obligarme a forzar las

cosas, jefe. No quería, pero meparece que no va a quedarme otroremedio —me dijo—. Nos debecinco dólares.

—No les debo nada —le dije—. Y si me atiza gritaré como undemonio. Despertaré a todo elhotel. Incluida la policía —¡cómo

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me temblaba la voz!—Adelante. Por mí puede gritar

hasta desgañitarse. Haga lo queusted quiera —dijo Maurice—.Pero ¿quiere que se enteren suspadres de que ha pasado la nochecon una puta? ¿Un niño bien comousted? —el tío no era tonto.Cabrón, sí, pero lo que es de tontono tenía un pelo.

—Déjeme en paz. Si me hubieradicho diez desde el principio, selos daría, pero usted dijoclaramente…

—¿Nos lo da o no? —Me teníaacorralado contra la puerta y estaba

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prácticamente echado encima demí, con estómago peludo y todo.

—Déjenme en paz y lárguensede mi habitación —les dije. Seguíacomo un imbécil con los brazoscruzados.

De pronto Sunny habló porprimera vez:

—Oye, Maurice. ¿Quieres quele coja la cartera? —le preguntó—.La tiene encima del mueble ese.

—Sí, cógela.—¡No toque esa cartera!—Ya la tengo —dijo Sunny. Me

paseó cinco dólares por delante delas narices—. ¿Lo ves? No he

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sacado más que los cinco que medebes. No soy una ladrona.

De repente me eché a llorar.Hubiera dado cualquier cosa por nohacerlo, pero lo hice.

—No, no son ladrones. Sóloroban cinco dólares.

—¡Cállate! —dijo Maurice yme dio un empujón.

—¡Déjale en paz! —dijo Sunny—. ¡Vámonos! Ya tenemos lo queme debía. Venga, vámonos.

—Ya voy —dijo Maurice, peroel caso es que no se iba.

—Vamos, Maurice, déjale ya.

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—¿Quién le está haciendonada? —dijo con una voz taninocente como un niño. Lo que hizodespués fue pegarme bien fuerte enel pijama. No les diré dónde medio, pero me dolió muchísimo. Ledije que era un cerdo y un tarado.

—¿Cómo has dicho? —dijo.Luego se puso una mano detrás dela oreja como si estuviera sordo—.¿Cómo has dicho? ¿Qué has dichoque soy?

Yo seguía medio llorando defuria y de lo nervioso que estaba.

—Que es un cerdo y un tarado—le grité—. Un cretino, un timador

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y un tarado, y en un par de añosserá uno de esos pordioseros que sele acercan a uno en la calle parapedirle para un café. Llevará unabrigo raído y estará más…

Entonces fue cuando me atizóde verdad. No traté siquiera deesquivarle, ni de agacharme, ni denada. Sólo sentí un tremendopuñetazo en el estómago.

Sé que no perdí el sentidoporque recuerdo que levanté lavista, y les vi salir a los dos de lahabitación y cerrar la puerta trasellos. Luego me quedé un rato en el

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suelo, más o menos como habíahecho cuando lo de Stradlater. Sóloque esta vez de verdad creí que memoría. En serio. Era como si fueraa ahogarme. No podía ni respirar.Cuando al fin me levanté, tuve queir al baño doblado por la cintura ysujetándome el estómago.

Pero les juro que estoycompletamente loco. A mediocamino, empecé a hacer como si mehubieran encajado un disparo en elvientre. Maurice me había pegadoun tiro. Y yo iba al baño a atizarmeun lingotazo de whisky paracalmarme los nervios y entrar en

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acción. Me imaginé saliendo de lahabitación con paso vacilante,completamente vestido y con elrevólver en el bolsillo. Bajaría porlas escaleras en vez de tomar elascensor. Iría bien aferrado alpasamanos, con un hilillo de sangrechorreando de la comisura de loslabios. Bajaría unos cuantos pisos—abrazado a mi estómago ydejando un horrible rastro desangre—, y luego llamaría alascensor. Cuando Maurice abrieralas puertas me encontraríaesperándole, con el revólver en lamano. Comenzaría a suplicarme con

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voz temblorosa, de cobarde, paraque le perdonara. Pero yodispararía sin piedad. Seis tirosdirectos al estómago gordo ypeludo. Luego arrojaría el arma alhueco del ascensor —una vezlimpias las huellas— y volveríaarrastrándome hasta mi habitación.Llamaría a Jane para que viniera avendarme las heridas. Me laimaginé perfectamente, sosteniendoentre los dedos un cigarrillo paraque yo fumara mientras sangrabacomo un valiente.

¡Maldito cine! Puede amargarle

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a uno la vida. De verdad.Me di un baño como de una

hora, y luego volví a la cama. Mecostó mucho dormirme porque nisiquiera estaba cansado, pero al finlo conseguí. Lo único que deverdad tenía ganas de hacer erasuicidarme. Me hubiera gustadotirarme por la ventana, y creo quelo habría hecho de haber estadoseguro de que iban a cubrir micadáver enseguida. Me habríareventado que un montón deimbéciles se pararan allí a mirarmemientras yo estaba hecho un Cristo.

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Capítulo 15No debí dormir mucho porque erancomo las diez cuando me desperté.En cuanto me fumé un cigarrillosentí hambre. No había tomadonada desde las hamburguesas quehabía comido con Brossard y conAckley cuando fuimos a Agerstownpara ir al cine. Y desde entonceshabía pasado mucho tiempo. Comocincuenta años. Había un teléfonoen la mesilla y estuve a punto dellamar para que me subieran eldesayuno, pero de pronto se meocurrió que a lo mejor me lo

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mandaban con el tal Maurice. Comono me seducía la idea de verle denuevo, me quedé en la cama un ratomás y fumé otro cigarrillo. Pensé enllamar a Jane para ver si estaba yaen casa, pero no me encontraba muyen vena.

Lo que hice en cambio fuellamar a Sally Hayes. Sabía queestaba de vacaciones porque iba alcolegio Mary Woodruff y porqueme lo había dicho en una carta. Noes que me volviera loco, pero laconocía hacía años. Antes yo eratan tonto que la consideraba

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inteligente porque sabía bastante deliteratura y de teatro, y cuandoalguien sabe de esas cosas cuestamucho trabajo llegar a averiguar sies estúpido o no. En el caso deSally me llevó años enteros darmecuenta de que lo era. Creo que lohubiera sabido mucho antes si nohubiéramos pasado tanto tiempobesándonos y metiéndonos mano.Lo malo que yo tengo es quesiempre tengo que pensar que lachica a la que estoy besando esinteligente. Ya sé que no tiene nadaque ver una cosa con otra, pero nopuedo evitarlo. No hay manera.

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Pero como les iba diciendo, alfinal me decidí a llamarla. Primerocontestó la criada. Luego su padre.Al final se puso ella.

—¿Sally? —le dije.—Sí. ¿Quién es? —preguntó.

¡Qué falsa era la tía! Sabíaperfectamente que era yo porqueacababa de decírselo su padre.

—Holden Caulfield. ¿Cómoestás?

—Hola, Holden. Muy bien, ¿ytú?

—Bien también. Pero, dime,¿cómo te va? ¿Qué tal por elcolegio?

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—Muy bien —me dijo—.Como siempre, ya sabes…

—Estupendo. Oye, ¿tienes algoque hacer hoy? Es domingo, perosiempre habrá alguna función deteatro por la tarde. De esasbenéficas, ya sabes. ¿Te gustaríaque fuéramos?

—Muchísimo. Es una ideaencantadora.

Encantadora. Si hay una palabraque odio, es ésa. Suena de lo máshipócrita. Se me pasó por la cabezadecirle que se olvidara del asunto,pero seguimos hablando un poco.

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Mejor dicho, siguió hablando ella.No había forma de encajar unapalabra ni de canto. Primero mehabló de un tipo de Harvard que,según ella, no la dejaba ni a sol ni asombra. Seguro que era del primercurso, pero eso se lo calló, claro.Me dijo que la llamaba día y noche.¡Día y noche! ¡Menuda cursilería!Luego me habló de otro, un cadetede West Point, que también estabaloco por ella. ¡El rollazo que medio! Le dije que estaría debajo delreloj del Biltmore a las dos enpunto y que no llegara tarde porquela función empezaría seguramente a

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las dos y media. Siempre llegabacon una hora de retraso. Luegocolgué. La tal Sally me daba cienpatadas pero había que reconocerque era muy guapa.

Después de hablar por teléfono,me levanté, me vestí y cerré lamaleta. Antes de salir miré por laventana a ver qué hacían lospervertidos, pero tenían todas laspersianas echadas. Se ve quedurante el día les daba por lodecente. Luego bajé al vestíbulo enascensor y pagué la cuenta. ElMaurice de marras habíadesaparecido el muy cerdo.

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Naturalmente tampoco me maté abuscarle.

Al salir del hotel cogí un taxi,aunque no tenía ni la más remotaidea de adónde ir. La verdad es queno sabía qué hacer. Era domingo yno podía volver a casa hasta elmiércoles, o, por lo menos, hasta elmartes. No tenía ninguna gana demeterme en otro hotel a que memachacaran los sesos, así que ledije al taxista que me llevara a laestación Grand Central, que estabamuy cerca del Biltmore, dondehabía quedado con Sally. Pensé que

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lo mejor sería dejar las maletas enla consigna y después ir adesayunar. Estaba hambriento. Enel taxi saqué la cartera y conté eldinero que me quedaba. Norecuerdo cuánto era exactamente,pero, desde luego, no una fortuna.En dos semanas me había gastadoun dineral. De verdad. Soy unmanirroto horrible. Y lo que nogasto, lo pierdo. Muchísimas veceshasta me olvido de recoger elcambio en los restaurantes, y en lassalas de fiestas, y sitios así. A mispadres les saca de quicio y conrazón. Pero papá tiene mucho

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dinero. No sé cuánto gana —nuncame lo ha dicho—, pero me imaginoque mucho. Es abogado de empresay los tíos que se dedican a eso seforran. Además, debe tener bastantepasta porque siempre estáinterviniendo en obras de teatro deBroadway. Todas acaban en unosfracasos horribles y mi madre selleva unos disgustos de miedo.Desde que murió Allie no anda muybien de salud. Está siempre muynerviosa. Por eso me preocupabaque me hubieran echado otra vez.

Después de dejar las maletas enla estación, entré en un bar a

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desayunar. En comparación con loque suelo tomar por las mañanas,aquel día comí muchísimo: zumo denaranja, huevos con jamón, tostaday café. Por lo general sólo tomo unzumo. Como muy poco. De verdad.Por eso estoy tan delgado. Elmédico me había dicho que teníaque hacer un régimen especial demucho carbohidrato y porquerías deesas para engordar, pero yo nuncale hacía caso. Cuando no como encasa, generalmente tomo amediodía un sándwich de queso yun batido. No es mucho, ya sé, pero

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el batido tiene un montón devitaminas. H. V. Caulfield, asídeberían llamarme. HoldenVitaminas Caulfield.

Mientras me comía los huevos,entraron dos monjas y se sentaronen la barra a mi lado. Supongo quese mudaban de un convento a otro yestaban esperando el tren. Nosabían dónde dejar sus maletas queeran de esas baratas como decartón. Ya sé que no hay que darimportancia a esas cosas, pero noaguanto las maletas baratas.Reconozco que es horrible, peropuedo llegar a odiar a una persona

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sólo porque lleve una maleta deésas. Una vez, cuando estaba enElkton Hills, tuve por compañerode cuarto una temporada a un talDick Slagle. Tenía unas maletashorribles y las escondía debajo dela cama en vez de ponerlas encimade la red para que nadie lascomparara con las mías. Aquellome deprimía tanto que hubierapreferido tirar mis maletas o hastacambiarlas por las suyas. Me lashabía comprado mi madre en MarkCross; eran de piel auténtica ysupongo que le habían costado unafortuna. Pero la cosa tuvo gracia.

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No se imaginan lo que ocurrió. Undía las metí debajo de la cama paraque no le dieran a Slagle complejode inferioridad. Pues verán lo quehizo él. Al día siguiente las sacó yvolvió a ponerlas en la red. Al finalcaí en la cuenta de que lo habíahecho para que todos creyeran queeran las suyas. De verdad. Paratodo ese tipo de cosas Slagle era untipo rarísimo. Por ejemplo, siemprese estaba metiendo conmigo ydiciéndome que tenía unas maletasmuy burguesas. Ésa era su palabrafavorita. Se ve que la había oído o

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leído en algún sitio. Todo lo que yotenía era burgués. Hasta la plumaestilográfica. Me la pedía prestadatodo el tiempo, pero decía que eraburguesa. Sólo fuimos compañerosde cuarto dos meses. Los dospedimos que nos cambiaran. Y lomás gracioso es que cuando lohicieron me arrepentí, porqueSlagle tenía un sentido del humorestupendo y a veces lo pasábamosmuy bien. Y no me sorprenderíasaber que él también me echó demenos. Al principio cuando mellamaba burgués y todas esas cosasse notaba que lo decía en broma y

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no me molestaba. Hasta loencontraba gracioso. Pero despuésme di cuenta de que empezaba adecirlo en serio. Lo cierto es queresulta muy difícil compartir lahabitación con un tío que tiene unasmaletas mucho peores que las tuyas.Lo natural sería que a una personainteligente y con sentido del humorle importaran un rábano ese tipo decosas, pero resulta que no es así.Resulta que sí importa. Por esoprefería compartir el cuarto con uncabrón como Stradlater que almenos tenía unas maletas tan carascomo las mías.

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Pero, como les iba diciendo, lasdos monjas se sentaron a desayunaren la barra y charlamos un rato.Llevaban unas cestas de paja comolas que sacan en Navidad lasmujeres del Ejército de Salvacióncuando se ponen a pedir dinero porlas esquinas y delante de losgrandes almacenes, sobre todo porla Quinta Avenida. A la que estabaal lado mío se le cayó la cesta alsuelo y yo me agaché a recogérsela.Le pregunté si iban pidiendo paralos pobres o algo así. Me dijo queno, que es que no les habían cabido

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en la maleta cuando hicieron elequipaje y por eso tenían quellevarlas en la mano. Cuando temiraba sonreía con una expresiónmuy simpática. Tenía una nariz muygrande y llevaba unas gafas de esascon montura de metal que nofavorecen nada, pero parecía la marde amable.

—Se lo decía porque si estabanhaciendo una colecta —le dije—,iba a hacer una pequeñacontribución. Si quiere le doy eldinero y usted lo guarda hasta quelo necesiten.

—¡Qué amable es usted! —me

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dijo. La otra, su amiga, me miró.Leía un librito negro mientras setomaba el café. Por las pastasparecía una Biblia, pero era másdelgadito. Desde luego, debía serun libro religioso. No tomaban másque un café y una tostada. Eso medeprimió muchísimo. No puedocomerme un par de huevos conjamón cuando a mi lado hay unapersona que no puede tomar másque un café y una tostada. Noquerían aceptar los diez dólaresque les di. Me preguntaron si estabaseguro de que podía deshacerme detanto dinero. Les dije que llevaba

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muchísimo encima, pero me pareceque no me creyeron. Al final locogieron. Me dieron las graciastantas veces que me dio vergüenza.Para cambiar de conversación lespregunté adónde iban. Me dijeronque eran maestras, que acababan dellegar de Chicago y que iban aenseñar en un convento de la Calle168 ó 186, no sé, una calle de esasque están en el quinto infierno. Laque se había sentado a mi lado, lade las gafas de montura de metal,me dijo que ella daba Literatura ysu amiga Historia. De pronto, como

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un imbécil que soy, se me ocurrióqué pensaría siendo monja dealgunos de los libros que tendríanque leer en clase. No precisamenteverdes, pero sí de esos que son deamor y de cosas de ésas. Mepregunté qué pensaría de EustaciaVye, por ejemplo, la protagonistad e El regreso del emigrante , deThomas Hardy. No es que fuera unlibro muy fuerte, pero sentícuriosidad por saber qué leparecería a una monja EustaciaVye. Claro, no se lo pregunté. Sóloles dije que la literatura era lo quese me daba mejor.

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—¿De verdad? ¡Cuánto mealegro! —dijo la de las gafas—. ¿Yqué han leído este curso? Meinteresa mucho saberlo.

La verdad es que era muysimpática.

—Pues verá, hemos pasado casitodo el semestre con literaturamedieval, Beowulf, y Grendel, yLord Randal… todas esas cosas.Pero fuera de clase teníamos queleer otros libros para mejorar lanota. Yo he leído, por ejemplo, Elregreso del emigrante , de ThomasHardy, y Romeo y Julieta, y…

—¡Romeo y Julieta! ¡Qué

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bonito! ¿Verdad que es precioso?—la verdad es que no parecía unamonja.

—Sí, claro. Me gustómuchísimo. Algunas cosas no meconvencieron del todo, pero engeneral me emocionó mucho.

—¿Qué es lo que no le gustó?¿Se acuerda?

La verdad es que me daba unpoco de vergüenza hablar deRomeo y Julieta con ella. Haypartes en que la obra se pone unpoco verde y, después de todo, erauna monja, pero en fin, al fin y al

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cabo la que lo había preguntado eraella, así que hablamos de eso unrato.

—Verá, los que no me acabande gustar son Romeo y Julieta —ledije—, bueno, me gustan, pero nosé… A veces se ponen un pocopesados. Me da mucha más penacuando matan a Mercucio quecuando los matan a ellos. La verdades que Romeo empezó a caermemal desde que mata a Mercucio eseotro hombre, el primo de Julieta,¿cómo se llama?

—Tibaldo.—Eso, Tibaldo —siempre se

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me olvida ese nombre—. Se muerepor culpa de Romeo. Mercucio esel que me cae mejor de toda laobra. No sé, todos esos Montescosy Capuletos son buena gente, sobretodo Julieta, pero Mercucio… no sécómo explicárselo… Es listísimo yademás muy gracioso. La verdad esque siempre me revienta que matena alguien por culpa de otra persona,sobre todo cuando ese alguien estan listo como él. Ya sé quetambién mueren al final Romeo yJulieta, pero en su caso fue porculpa suya. Sabían muy bien lo quese hacían.

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—¿A qué colegio va? —mepreguntó. Probablemente queríacambiar de tema.

Le contesté que a Pencey y medijo que había oído hablar de él yque decían que era muy bueno. Yolo dejé correr. De pronto, la otra, laque daba Historia, le dijo quetenían que darse prisa. Cogí elticket para invitarlas, pero no medejaron. La de las gafas me obligóa devolvérselo.

—Ha sido muy generoso connosotras —me dijo—. Es usted muyamable.

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Era una mujer simpatiquísima.Me recordaba un poco a la madrede Ernest Morrow, la que conocí enel tren. Sobre todo cuando sonreía.

—Hemos pasado un rato muyagradable —me dijo.

Le contesté que yo también lohabía pasado muy bien y eraverdad. Y lo habría pasado muchomejor si no me hubiera estadotemiendo todo el rato que de prontome preguntaran si era católico. Loscatólicos siempre quieren enterarsede si los demás lo son también ono. A mí me lo preguntan todo eltiempo porque mi apellido es

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irlandés, y la mayoría de losamericanos de origen irlandés soncatólicos. La verdad es que mipadre lo fue hasta que se casó conmi madre. Pero hay gente que te lopregunta aunque no sepa siquieracómo te llamas. Cuando estaba enel Colegio Whooton conocí a unchico que se llamaba LouisGorman. Fue el primero con quienhablé allí. Estábamos sentados unojunto al otro en la puerta de laenfermería esperando para elreconocimiento médico y nospusimos a hablar de tenis. Nos

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gustaba muchísimo a los dos. Medijo que todos los veranos iba a verlos campeonatos nacionales deForest Hills. Como yo también losveía siempre, nos pasamos un buenrato hablando de jugadoresfamosos. Para la edad que teníasabía mucho de tenis. De pronto, enmedio de la conversación, mepreguntó:

—¿Sabes por casualidad dóndeestá la iglesia católica de estepueblo?

Por el tono de la pregunta se lenotaba que lo que quería eraaveriguar si yo era católico o no.

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De verdad. No es que fuera unfanático ni nada, pero queríasaberlo. Lo estaba pasando muybien hablando de tenis, pero se lenotaba que lo habría pasado muchomejor si yo hubiera sido de lamisma religión que él. Todo eso mefastidia muchísimo. Y no es que lapregunta acabara con laconversación, claro que no, perotampoco contribuyó a animarla,desde luego. Por eso me alegré deque aquellas dos monjas no mehicieran lo mismo. No habríapasado nada, pero probablementehubiera sido distinto. No crean que

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critico a los católicos. Estoy casiseguro de que si yo lo fuera haríaexactamente lo mismo. En ciertomodo, es como lo que les decíaantes sobre las maletas baratas.Todo lo que quiero decir es que lapregunta de aquel chico nocontribuyó precisamente a animarla charla. Y nada más.

Cuando las dos monjas selevantaron, hice una cosa muyestúpida que luego me dio muchavergüenza. Como estaba fumando,cuando me despedí de ellas me hiceun lío y les eché todo el humo en la

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cara. No fue a propósito, claro,pero el caso es que lo hice. Medisculpé muchas veces y ellasestuvieron simpatiquísimas, peroaun así no saben la vergüenza quepasé.

Cuando se fueron me dio penano haberles dado más que diezdólares, pero había quedado enllevar a Sally al teatro y aún teníaque sacar las entradas y todo. Detodos modos lo sentí. ¡Malditodinero! Siempre acaba amargándolea uno la vida.

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Capítulo 16Cuando terminé de desayunar eransólo las doce. Como no habíaquedado con Sally hasta las dos, mefui a dar un paseo. No se me ibande la cabeza aquellas dos monjas.No podía dejar de pensar enaquella cesta tan vieja con la queiban pidiendo por las calles cuandono estaban enseñando. Traté deimaginar a mi madre, o a mi tía, o ala madre de Sally Hayes —que estácompletamente loca— recogiendodinero para los pobres a la puertade unos grandes almacenes con una

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de aquellas cestas. Era casiimposible imaginárselo. Mi madreno tanto, pero lo que es las otrasdos… Mi tía hace muchas obras decaridad —trabaja de voluntariapara la Cruz Roja y todo eso—,pero va siempre muy bien vestida, ycuando tiene que ir a alguna cosaasí se pone de punta en blanco ycon un montón de maquillaje. Nocreo que quisiera pedir para unainstitución de caridad si tuviera queponerse un traje negro y llevar lacara lavada. Y en cuanto a la madrede Sally, ¡Dios mío!, sólo saldría

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por ahí con una cesta si cada tíoque hiciera una contribución secomprometiera a besarle primerolos pies.

Si se limitaran a echar el dineroen la cesta y largarse sin decirpalabra, no duraría ni un minuto. Seaburriría como una ostra. Leencajaría la cestita a otra y ella seiría a comer a un restaurante demoda. Eso es lo que me gustaba deesas monjas. Se veía que nuncaiban a comer a un restaurante caro.De pronto me dio mucha penapensar que jamás pisaban un sitioelegante. Ya sé que la cosa no es

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como para suicidarse, pero, aun así,me dio lástima.

Decidí ir hacia Broadwayporque sí y porque hacía años queno pasaba por allí. Además queríaver si encontraba una tienda dediscos abierta. Quería comprarle aPhoebe uno que se llamaba LittleShirley Beans. Era muy difícil deencontrar. Tenía una canción de unaniña que no quiere salir de casaporque se le han caído dos dientesde delante y le da vergüenza que lavean. Lo había oído en Pencey. Lotenía un compañero mío y quisecomprárselo porque sabía que a mi

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hermana le gustaría muchísimo,pero el tío no quiso vendérmelo.Era una grabación formidable quehabía hecho hacía como veinte añosesa cantante negra que se llamabaEstelle Fletcher. Lo cantaba conritmo de jazz y un poco a lo puta.Cantado por una blanca habríaresultado empalagosísimo, pero latal Estelle Fletcher sabía muy bienlo que se hacía. Era uno de losmejores discos que había oído enmi vida. Decidí comprarlo encualquier tienda que abriera losdomingos y llevármelo después a

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Central Park. Phoebe suele ir apatinar al parque casi todos losdías de fiesta y sabía más o menosdónde podía encontrarla.

No hacía tanto frío como el díaanterior, pero seguía nublado y noapetecía mucho andar. Por suertehabía una cosa agradable. Delantede mí iba una familia que se notabaque acababa de salir de la iglesia.Eran el padre, la madre, y un niñocomo de seis años. Se veía que notenían mucho dinero. El padrellevaba un sombrero de esos colorgris perla que se encasquetan lospobres cuando quieren dar el golpe.

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Él y la mujer iban hablandomientras andaban sin hacer ni casodel niño. El crío era graciosísimo.Iba por la calzada en vez de por laacera, pero siguiendo el bordillo.Trataba de andar en línea rectacomo suelen hacer los niños, ytarareaba y cantaba todo el tiempo.Me acerqué a ver qué decía y eraesa canción que va: «Si un cuerpocoge a otro cuerpo, cuando vanentre el centeno». Tenía una vozmuy bonita y cantaba porque lesalía del alma, se le notaba. Loscoches pasaban rozándole a todavelocidad, los frenos chirriaban a

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su alrededor, pero sus padresseguían hablando como si tal cosa.Y él seguía caminando junto albordillo y cantando: «Si un cuerpocoge a otro cuerpo, cuando vanentre el centeno». Aquel niño mehizo sentirme mucho mejor. Se mefue toda la depresión.

Broadway estaba atestado degente y había una confusiónhorrorosa. Era domingo y sólo lasdoce del mediodía, pero ya estabade bote en bote. Iban todos al cine,al Paramount, o al Strand, o alCapitol, a cualquiera de esos sitios

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absurdos. Se habían puesto de puntaen blanco porque era domingo y esolo hacía todo aún peor. Pero lo queya no aguantaba es que se lesnotaba que estaban deseando llegaral cine. No podía ni mirarlos.Comprendo que alguien vaya alcine cuando no tiene nada mejorque hacer, pero cuando veo a lagente deseando ir y hasta andandomás deprisa para llegar cuantoantes, me deprimo muchísimo.Sobre todo cuando hay millones ymillones de personas haciendocolas larguísimas que dan la vueltaa toda la manzana, esperando con

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una paciencia infinita a que les denuna butaca. ¡Jo! ¡No me di pocaprisa en salir de Broadway! Tuvesuerte. En la primera tienda queentré tenían el disco que buscaba.Me cobraron cinco dólares por él,porque era una grabación muydifícil de encontrar, pero no meimportó. ¡Jo! ¡Qué contento me pusede repente! Estaba deseando llegaral parque para dárselo a Phoebe.

Cuando salí de la tienda dediscos, pasé por delante de unacafetería. Se me ocurrió llamar aJane para ver si había llegado ya aNueva York, y entré a ver si tenían

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teléfono público. Lo malo es quecontestó su madre y tuve quecolgar. No quería tener que hablarcon ella media hora. No me vuelveloco la idea de hablar con lasmadres de mis amigas, peroreconozco que debí preguntarle almenos si Jane estaba ya devacaciones. No me habría pasadonada por eso, pero es que no teníaganas. Para esas cosas hay queestar en vena.

Aún no había sacado lasentradas, así que compré unperiódico y me puse a leer la

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cartelera. Como era domingo sólohabía tres teatros abiertos. Medecidí por una obra que se llamabaConozco a mi amor y compré dosbutacas. Era una función benéfica oalgo así. Yo no tenía el menorinterés en verla, pero como conocíaa Sally y sabía que se moría poresas cosas, pensé que se derretiríacuando le dijera que íbamos a vereso, sobre todo porque trabajabanlos Lunt. Le encantan ese tipo decomedias irónicas y como muyfinas. El tipo de obra que hacensiempre los Lunt. A mí no. Siquieren que les diga la verdad, para

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empezar no me gusta mucho elteatro. Lo prefiero al cine, desdeluego, pero tampoco me vuelveloco. Los actores me revientan.Nunca actúan como gente deverdad, aunque ellos se creen quesí. Los buenos a veces parecen unpoco personas reales, pero nunca lopasa uno bien del todo mirándoles.En cuanto un actor es bueno,enseguida se le nota que lo sabe yeso lo estropea todo. Es lo que pasacon Sir Lawrence Olivier, porejemplo. El año pasado D. B. nosllevó a Phoebe y a mí a que leviéramos en Hamlet. Nos invitó a

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comer y luego al cine. Él habíavisto ya la película y, por lo quenos dijo durante la comida, se lenotaba que estaba deseando volvera verla. Pero a mí no me gustó. Yono encuentro a Lawrence Oliviertan maravilloso, de verdad.Reconozco que es muy guapo, quetiene una voz muy bonita y que dagusto verle cuando se bate conalguien o algo así, pero no separecía en nada a Hamlet tal comoD. B. me lo había descrito siempre.En vez de un loco melancólicoparecía un general de división. Lo

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que más me gustó de toda lapelícula fue cuando el hermano deOfelia —el que al final se bate conHamlet— va a irse, y su padre leda un montón de consejos mientrasOfelia se pone a hacer el payaso y asacarle la daga de la funda mientrasel pobre chico trata de concentrarseen las tontadas que le está diciendosu padre. Esa parte sí que está bien.Pero dura sólo un ratito. Lo quemás le gustó a Phoebe es cuandoHamlet le da unas palmaditas alperro en la cabeza. Le pareció muygracioso y tenía razón. Lo que tengoque hacer es leer Hamlet. Es un

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rollo tenerse que leer las obras unomismo, pero es que en cuanto unactor empieza a representar, ya nopuedo ni escucharlo. Me obsesionala idea de que de pronto va a salircon un gesto falsísimo.

Después de sacar las entradastomé un taxi hasta el parque. Debícoger el metro porque se me estabaacabando la pasta, pero quería salirde Broadway lo antes posible.

El parque estaba que daba asco.No es que hiciera mucho frío peroestaba muy nublado. No se veíanmás que plastas de perro, yescupitajos, y colillas que habían

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tirado los viejos. Los bancosestaban tan mojados que no sepodía sentar uno en ellos. Era tandeprimente que de vez en cuando sele ponía a uno la carne de gallina.No parecía que Navidad estuvieratan cerca. En realidad no parecíaque estuviera cerca nada. Peroseguí andando en dirección al Mallporque allí es donde suele irPhoebe los domingos. Le gustapatinar cerca del quiosco de lamúsica. Tiene gracia porque allíera también donde me gustabapatinar a mí cuando era chico.

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Pero cuando llegué, no la vi porninguna parte. Había unos cuantoscríos patinando y otros dos jugandoa la pelota, pero de Phoebe nirastro. En un banco vi a una niña desu edad ajustándose los patines.Pensé que a lo mejor la conocía ypodía decirme dónde estaba, asíque me senté a su lado y lepregunté:

—¿Conoces a PhoebeCaulfield?

—¿A quién? —dijo. Llevabaunos pantalones vaqueros y comoveinte jerséis. Se notaba que se loshabía hecho su madre porque

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estaban todos llenos de bollos ycon el punto desigual.

—Phoebe Caulfield. Vive en lacalle 71. Está en el cuarto grado…

—¿Tú la conoces?—Soy su hermano. ¿Sabes

dónde está?—Es de la clase de la señorita

Calloun, ¿verdad?—No lo sé. Sí, creo que sí.—Entonces debe estar en el

museo. Nosotros fuimos el sábadopasado.

—¿Qué museo?Se encogió de hombros.

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—No lo sé —dijo—. El museo.—Pero ¿el museo de cuadros o

el museo donde están los indios?—El de los indios.—Gracias —le dije.Me levanté y estaba a punto de

irme cuando recordé que eradomingo.

—Es domingo —le dije a laniña.

Me miró y me dijo:—Es verdad. Entonces no.No podía ajustarse el patín. No

llevaba guantes ni nada y tenía lasmanos rojas y heladas. La ayudé.¡Jo! Hacía años que no cogía una

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llave de ajustar patines. No sabenlo que sudé. Si hace algo así comoun siglo me hubieran puesto uncacharro de ésos en la mano enmedio de la oscuridad, habríasabido perfectamente qué hacer conél. Cuando acabé de ajustárselo medio las gracias. Era una niña muymona y muy bien educada. Da gustoayudar a una niña así. Y la mayoríason como ella. De verdad. Lepregunté si quería tomar una taza dechocolate conmigo y me dijo queno. Que muchas gracias, pero quehabía quedado con una amiga. Los

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críos siempre quedan a todas horascon sus amigos. Son un caso.

A pesar de la lluvia, y a pesarde que era domingo y sabía que noiba a encontrar a Phoebe allí,atravesé todo el parque para ir alMuseo de Historia Natural. Sabíaque era ése al que se refería la niñadel patín. Me lo sabía de memoria.De pequeño había ido al mismocolegio que Phoebe y nos llevabana verlo todo el tiempo. Teníamosuna profesora que se llamaba laseñorita Aigletinger y que nos hacíair allí todos los sábados. Unasveces íbamos a ver los animales y

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otras las cosas que habían hecholos indios. Cacharros de cerámica,cestos y cosas así. Cuando meacuerdo de todo aquello me animomuchísimo. Después de visitar lassalas, solíamos ver una película enel auditorio. Una de Colón.Siempre nos lo enseñabandescubriendo América y sudandotinta para convencer a la tal Isabely al tal Fernando de que leprestaran la pasta para comprar losbarcos. Luego venía lo de losmarineros amotinándose y todo eso.A nadie le importaba un pito Colón,pero siempre llevábamos en los

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bolsillos un montón de caramelos yde chicles, y además dentro delauditorio olía muy bien. Olíasiempre como si en la calleestuviera lloviendo y aquél fuera elúnico sitio seco y acogedor delmundo entero. ¡Cuánto me gustabaaquel museo! Para ir al auditoriohabía que atravesar la Sala India.Era muy, muy larga y allí había quehablar siempre en voz baja. Laprofesora entraba la primera yluego la clase entera. Íbamos en filadoble, cada uno con su compañero.Yo solía ir de pareja con una niña

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que se llamaba Gertrude Lavine. Seempeñaba en darle a uno la mano ysiempre la tenía toda sudada opegajosa. El suelo era de piedra ysi llevabas canicas en la mano y lassoltabas todas de golpe, botabantodas armando un escándalohorroroso. La profesora parabaentonces a toda la clase y seacercaba a ver qué pasaba. Pero laseñorita Aigletinger nunca seenfadaba. Luego pasábamos junto auna canoa india que era tan largacomo tres Cadillacs puestos unodetrás de otro, con sus veinte indiosa bordo, unos remando y otros sólo

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de pie, con cara de muy pocosamigos toda llena de pinturas deguerra. Al final de la canoa habíaun tío con una máscara que daba lamar de miedo. Era el hechicero. Seme ponían los pelos de punta, peroaun así me gustaba. Si al pasartocabas un remo o cualquier cosa,uno de los celadores te decía: «Notoquéis, niños», pero muy amable,no como un policía ni nada. Luegovenía una vitrina muy grande conunos indios dentro que estabanfrotando palitos para hacer fuego yuna squaw tejiendo una manta. Laindia estaba inclinada hacia

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adelante y se la veía el pecho.Todos mirábamos al pasar, hastalas chicas, porque éramos todosmuy críos y ellas eran tan lisascomo nosotros. Luego, justo antesde llegar al auditorio, había unesquimal. Estaba pescando en unlago a través de un agujero quehabía hecho en el hielo. Junto alagujero había dos peces que yahabía pescado. ¡Jo! Ese museoestaba lleno de vitrinas. En el pisode arriba había muchas más, conciervos que bebían en charcas ypájaros que emigraban al sur para

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pasar allí el invierno. Los quehabía más cerca del cristal estabandisecados y colgaban de alambres,y los de atrás estaban pintados en lapared, pero parecía que todos ibanvolando de verdad y si teagachabas y les mirabas desdeabajo, creías que iban muy deprisa.Pero lo que más me gustaba deaquel museo era que todo estabasiempre en el mismo sitio. Nocambiaba nada. Podías ir cien milveces distintas y el esquimal seguíapescando, y los pájaros seguíanvolando hacia el sur, y los ciervosseguían bebiendo en las charcas

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con esas patas tan finas y tanbonitas que tenían, y la india delpecho al aire seguía tejiendo sumanta. Nada cambiaba. Lo únicoque cambiaba era uno mismo. No esque fueras mucho mayor. No eraexactamente eso. Sólo que erasdiferente. Eso es todo. Llevabas unabrigo distinto, o tu compañeratenía escarlatina, o la señoritaAigletinger no había podido venir ynos llevaba una sustituta, o aquellamañana habías oído a tus padrespelearse en el baño, o acababas depasar en la calle junto a uno de esoscharcos llenos del arco iris de la

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gasolina. Vamos, que siemprepasaba algo que te hacía diferente.No puedo explicar muy bien lo quequiero decir. Y aunque pudiera,creo que no querría.

Saqué la gorra de caza delbolsillo y me la puse. Sabía que noiba a encontrarme con nadieconocido y la humedad era terrible.Mientras seguía andando pensé quePhoebe iba a ese museo todos lossábados como había ido yo. Penséque vería las mismas cosas que yohabía visto, y que sería distintacada vez que fuera. Y no es que la

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idea me deprimiera, pero tampocome puso como unas castañuelas.Hay cosas que no deberíancambiar, cosas que uno deberíapoder meter en una de esas vitrinasde cristal y dejarlas allí tranquilas.Sé que es imposible, pero es unapena. En fin, eso es lo que pensabamientras andaba.

Pasé por un rincón del parqueen que había juegos para niños y meparé a mirar a un par de críossubidos en un balancín. Uno deellos estaba muy gordo y puse lamano en el extremo donde estaba eldelgado para equilibrar un poco el

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peso, pero como noté que no leshacía ninguna gracia, me fui y lesdejé en paz.

Luego me pasó una cosa muycuriosa. Cuando llegué a la puertadel museo, de pronto sentí que nohabría entrado allí ni por un millónde dólares. Después de haberatravesado todo el parque pensandoen él, no me apetecía nada entrar.Probablemente lo habría hecho sihubiera estado seguro de que iba aencontrar a Phoebe dentro, perosabía que no estaba. Así que toméun taxi y me fui al Biltmore. Laverdad es que no tenía ninguna gana

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de ir, pero como había hecho laestupidez de invitar a Sally, no mequedaba más remedio.

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Capítulo 17Era aún muy pronto cuando llegué,así que decidí sentarme debajo delreloj en uno de aquellos sillones decuero que había en el vestíbulo. Enmuchos colegios estaban ya devacaciones y había como un millónde chicas esperando a su pareja:chicas con las piernas cruzadas,chicas con las piernas sin cruzar,chicas con piernas preciosas,chicas con piernas horrorosas,chicas que parecían estupendas, ychicas que debían ser unas brujas side verdad se las llegaba a conocer

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bien. Era un bonito panorama, perono sé si me entenderán lo quequiero decir. Aunque por otra parteera también bastante deprimenteporque uno no podía dejar depreguntarse qué sería de todasellas. Me refiero a cuando salierandel colegio y la universidad. Lamayoría se casarían con cretinos,tipos de esos que se pasan el díahablando de cuántos kilómetrospueden sacarle a un litro degasolina, tipos que se enfadan comoniños cuando pierden al golf o aalgún juego tan estúpido como el

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ping-pong, tipos mala gente deverdad, tipos que en su vida hanleído un libro, tipos aburridos…Pero con eso de los aburridos hayque tener mucho cuidado. Es muchomás complejo de lo que parece. Deverdad. Cuando estaba en ElktonHills tuve durante dos meses comocompañero de cuarto a un chico quese llamaba Harris Macklin. Eramuy inteligente, pero también el tíomás plomo que he conocido en mivida. Tenía una voz chillona y sepasaba el día hablando. No paraba,y lo peor era que nunca decía nadaque pudiera interesarle a uno. Sólo

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sabía hacer una cosa. Silbabaestupendamente. Mientras hacía lacama o colgaba sus cosas en elarmario —cosa que hacíacontinuamente—, si no hablabacomo una máquina, siempre seponía a silbar. A veces le daba porlo clásico, pero por lo general eraalgo de jazz. Cogía una cancióncomo por ejemplo Tin Roof Blues yla silbaba tan bien y tan suavecito—mientras colgaba sus cosas en elarmario—, que daba gusto oírle.Naturalmente nunca se lo dije. Unono se acerca a un tío de sopetónpara decirle, «silbas

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estupendamente». Pero si le aguantécomo compañero de cuarto durantedos meses a pesar del latazo queera, fue porque silbaba tan bien,mejor que ninguna otra persona quehaya conocido jamás. Así que hayque tener un poco de cuidado coneso. Quizá no haya que tener tantalástima a las chicas que se casancon tipos aburridos. Por lo generalno hacen daño a nadie y puede quehasta silben estupendamente. Quiénsabe. Yo desde luego no.

Al fin vi a Sally que bajaba porlas escaleras y me acerqué a

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recibirla. Estaba guapísima. Deverdad. Llevaba un abrigo negro yuna especie de boina del mismocolor. No solía ponerse nuncasombrero pero aquella gorra lesentaba estupendamente. En elmomento en que la vi me entraronganas de casarme con ella. Estoyloco de remate. Ni siquiera megustaba mucho, pero nada más verlame enamoré locamente. Les juroque estoy chiflado. Lo reconozco.

—¡Holden! —me dijo—. ¡Quéalegría! Hace siglos que no nosveíamos —tenía una de esas vocesatipladas que le dan a uno mucha

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vergüenza. Podía permitírseloporque era muy guapa, pero aun asídaba cien patadas.

—Yo también me alegro deverte —le dije. Y era verdad—.¿Cómo estás?

—Maravillosamente. ¿Llegotarde?

Le dije que no, aunque laverdad es que se había retrasadodiez minutos. Pero no meimportaba. Todos esos chistes delSaturday Evening Post en queaparecen unos tíos esperando en lasesquinas furiosos porque no llegasu novia, son tonterías. Si la chica

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es guapa, ¿a quién le importa quellegue tarde? Cuando aparece se leolvida a uno enseguida.

—Tenemos que darnos prisa —le dije—. La función empieza a lasdos cuarenta.

Bajamos en dirección a laparada de taxis.

—¿Qué vamos a ver? —medijo.

—No sé. A los Lunt. No hepodido conseguir entradas para otracosa.

—¡Qué maravilla!Ya les dije que se volvería loca

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cuando supiera que íbamos a ver alos Lunt.

En el taxi que nos llevaba alteatro nos besamos un poco. Alprincipio ella no quería porquellevaba los labios pintados, peroestuve tan seductor que al final nole quedó más remedio. Dos vecesel imbécil del taxista frenó en secoen un semáforo y por poco me caigodel asiento. Podían fijarse un pocoen lo que hacen, esos tíos. Luego —y eso les demostrará lo chifladoque estoy—, en el momento en queacabábamos de darnos un largoabrazo, le dije que la quería. Era

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mentira, desde luego, pero en aquelmomento estaba convencido de queera verdad. Se lo juro.

—Yo también te quiero —medijo ella. Y luego, sin interrupción—. Prométeme que te dejaráscrecer el pelo. Al cepillo ya eshortera. Lo tienes tan bonito…

¿Bonito mi pelo? ¡Un cuerno!La representación no estuvo tan

mal como yo esperaba, perotampoco fue ninguna maravilla. Lacomedia trataba de unos quinientosmil años en la vida de una pareja.Empieza cuando son jóvenes y lospadres de la chica no quieren que

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se case con el chico, pero ella noles hace caso. Luego se vanhaciendo cada vez más mayores. Elmarido se va a la guerra y la mujertiene un hermano que es unborracho. No lograbacompenetrarme con ellos. Quierodecir que no sentía nada cuando semoría uno de la familia. Se notabaque eran sólo actoresrepresentando. El marido y la mujereran bastante simpáticos —muyingeniosos y eso—, pero no habíaforma de interesarse por ellos. Enparte porque se pasaban la obra

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entera bebiendo té. Cada vez quesalían a escena, venía unmayordomo y les plantaba labandeja delante, o la mujer leservía una taza a alguien. Y a cadamomento entraba o salía alguien enescena. Se mareaba uno de tantover a los actores sentarse ylevantarse. Alfred Lunt y LynnFontanne eran el matrimonio y lohacían muy bien, pero a mí no megustaron. Aunque tengo quereconocer que no eran como losdemás. No actuaban como actoresni como gente normal. Es difícil deexplicar. Actuaban como si

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supieran que eran muy famosos.Vamos, que lo hacían demasiadobien. Cuando uno de ellosterminaba de decir una parrafada,el otro decía algo enseguida.Querían hacer como la gentenormal, cuando se interrumpen unosa otros, pero les salía demasiadobien. Actuaban un poco como tocael piano Ernie en el Village.Cuando uno sabe hacer una cosamuy bien, si no se anda con cuidadoempieza a pasarse, y entonces ya noes bueno. A pesar de todo tengo quereconocer que los Lunt eran losúnicos en todo el reparto que

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demostraban tener algo de materiagris.

Al final del primer acto salimoscon todos los cretinos del público afumar un cigarrillo. ¡Vayacolección! En mi vida había vistotanto farsante junto, todos fumandocomo cosacos y comentando la obraen voz muy alta para que los queestaban a su alrededor se dierancuenta de lo listos que eran. Al ladonuestro había un actor de cine. Nosé cómo se llama, pero era ése queen las películas de guerra hacesiempre del tío que en el momento

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del ataque final le entra elcanguelo. Estaba con una rubia muyllamativa y los dos se hacían losmuy naturales, como si no supieranque la gente los miraba. Como sifueran muy modestos, vamos. Nosaben la risa que me dio. Sally selimitó a comentar lo maravillososque eran los Lunt porque estabaocupadísima demostrando lo guapaque era. De pronto vio al otro ladodel vestíbulo a un chico queconocía, un tipo de esos con trajede franela gris oscuro y chaleco decuadros. El uniforme de Harvard ode Yale. Cualquiera diría. Estaba

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junto a la pared fumando como unachimenea y con aspecto de estaraburridísimo. Sally decía cada dosminutos: «A ese chico lo conozcode algo».

Siempre que la llevaba a algúnsitio, resulta que conocía a alguiende algo, o por lo menos eso decía.Me lo repitió como mil veces hastaque al fin me harté y le dije: «Si leconoces tanto, ¿por qué no teacercas y le das un beso bienfuerte? Le encantará». Cuando se lodije se enfadó. Al final él la vio yse acercó a decirle hola. No seimaginan cómo se saludaron. Como

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si no se hubieran visto en veinteaños. Cualquiera hubiera dicho quede niños se bañaban juntos en lamisma bañera. Compañeritos delalma eran. Daba ganas de vomitar.Y lo más gracioso era queprobablemente se habían visto sólouna vez en alguna fiesta. Luego,cuando terminó de caérseles lababa, Sally nos presentó. Sellamaba George algo —no meacuerdo—, y estudiaba en Andover.Tampoco era para tanto, vamos. Nose imaginan cuando Sally lepreguntó si le gustaba la obra… Era

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uno de esos tíos que para perorarnecesitan unos cuantos metroscuadrados. Dio un paso hacia atrásy aterrizó en el pie de una señoraque tenía a su espalda.Probablemente le rompió hasta elúltimo dedo que tenía en el cuerpo.Dijo que la comedia en sí no erauna obra maestra, pero que los Lunteran unos perfectos ángeles.¡Ángeles! ¿No te fastidia? Luego sepusieron a hablar de gente queconocían. La conversación másfalsa que he oído en mi vida. Losdos pensaban en algún sitio a lamayor velocidad posible y cuando

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se les ocurría el nombre de alguienque vivía allí, lo soltaban. Cuandovolvimos a sentarnos en nuestrasbutacas tenía unas náuseashorrorosas. De verdad. En elsegundo entreacto continuaron laconversación. Siguieron pensandoen más sitios y en más nombres. Lopeor era que aquel imbécil teníauna de esas voces típicas deUniversidad del Este, como muycansada, muy snob. Parecía unachica. Al muy cabrón le importabaun rábano que Sally fuera mipareja. Cuando acabó la funcióncreí que iba a meterse con nosotros

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en el taxi porque nos acompañócomo dos manzanas, pero porsuerte dijo que había quedado conunos amigos para ir a tomar unascopas. Me los imaginé a todossentados en un bar con sus chalecosde cuadros hablando de teatro,libros y mujeres con esa voz desnob que sacan. Me revientan esostipos.

Cuando entramos en el taxi,odiaba tanto a Sally después dehaberla oído hablar diez horas conel imbécil de Andover, que estuve apunto de llevarla directamente a su

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casa, de verdad, pero de pronto medijo:

—Tengo una idea maravillosa.Siempre tenía unas ideas

maravillosas.—Oye, ¿a qué hora tienes que

estar en casa? ¿Tienes que volver auna hora fija?

—¿Yo? No. Puedo volvercuando me dé la gana —le dije. ¡Jo!¡En mi vida había dicho verdadmayor!—. ¿Por qué?

—Vamos a patinar a RadioCity.

Ese tipo de cosas eran las quese le ocurrían siempre.

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—¿A patinar a Radio City?¿Ahora?

—Sólo una hora o así. ¿Noquieres? Bueno, si no quieres…

—No he dicho que no quiera —le dije—. Si tienes muchas ganas,iremos.

—¿De verdad? Pero no quieroque lo hagas sólo porque yo quiero.No me importa no ir.

¡No le importaba! ¡Poco!—Se pueden alquilar unas

falditas preciosas para patinar —dijo Sally—. Jeanette Cultz alquilóuna la semana pasada.

Claro, por eso estaba empeñada

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en ir. Quería verse con una de esasfalditas que apenas tapan el trasero.

Así que fuimos a Radio City ydespués de recoger los patinesalquilé para Sally una pizca defalda azul. La verdad es que estabagraciosísima con ella. Y Sally losabía. Echó a andar delante de mípara que no dejara de ver lo monaque estaba. Yo también estaba muymono. Hay que reconocerlo.

Lo más gracioso es que éramoslos peores patinadores de toda lapista. Los peores de verdad y esoque había algunos que batían el

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récord. A Sally se le torcían tantolos tobillos que daba con ellos enel hielo. No sólo hacía el ridículo,sino que además debían dolerlemuchísimo. A mí desde luego medolían. Y cómo. Debíamos haceruna pareja formidable. Y paracolmo había como doscientosmirones que no tenían más quehacer que mirar a los que serompían las narices contra el suelo.

—¿Quieres que nos sentemos atomar algo dentro? —le pregunté.

—Es la idea más maravillosaque has tenido en todo el día.

Aquello era cruel. Se estaba

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matando y me dio pena. Nosquitamos los patines y entramos enese bar donde se puede tomar algoen calcetines mientras se ve toda lapista. En cuanto nos sentamos, Sallyse quitó los guantes y le ofrecí uncigarrillo. No parecía nadacontenta. Vino el camarero y lepedí una Coca-Cola para ella —nobebía— y un whisky con soda paramí, pero el muy hijoputa se negó atraérmelo o sea que tuve que tomarCoca-Cola yo también. Luego mepuse a encender cerillas una trasotra, que es una cosa que suelohacer cuando estoy de un humor

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determinado. Las dejo arder hastaque casi me quemo los dedos yluego las echo en el cenicero. Es untic nervioso que tengo.

De pronto, sin venir a cuento,me dijo Sally:

—Oye, tengo que saberlo. ¿Vasa venir a ayudarme a adornar elárbol de Navidad, o no? Necesitoque me lo digas ya.

Estaba furiosa porque aún ledolían los tobillos.

—Ya te dije que iría. Me lo haspreguntado como veinte veces.Claro que iré.

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—Bueno. Es que necesitabasaberlo —dijo. Luego se puso amirar a su alrededor.

De pronto dejé de encendercerillas y me incliné hacia ella porencima de la mesa. Estabapreocupado por unas cuantas cosas:

—Oye, Sally —le dije.—¿Qué?Estaba mirando a una chica que

había al otro lado del bar.—¿Te has hartado alguna vez

de todo? —le dije—. ¿Has pensadoalguna vez que a menos quehicieras algo enseguida el mundo sete venía encima? ¿Te gusta el

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colegio?—Es un aburrimiento mortal.—Lo que quiero decir es si lo

odias de verdad —le dije—. Perono es sólo el colegio. Es todo. Odiovivir en Nueva York, odio los taxisy los autobuses de MadisonAvenue, con esos conductores quesiempre te están gritando que tebajes por la puerta de atrás, y odioque me presenten a tíos que dicenque los Lunt son unos ángeles, yodio subir y bajar siempre enascensor, y odio a los tipos que mearreglan los pantalones en Brooks,

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y que la gente no pare de decir…—No grites, por favor —dijo

Sally. Tuvo gracia porque yo nisiquiera gritaba.

—Los coches, por ejemplo —ledije en voz más baja—. La gente sevuelve loca por ellos. Se mueren siles hacen un arañazo en lacarrocería y siempre estánhablando de cuántos kilómetroshacen por litro de gasolina. No hanacabado de comprarse uno y yaestán pensando en cambiarlo porotro nuevo. A mí ni siquiera megustan los viejos. No me interesannada. Preferiría tener un caballo. Al

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menos un caballo es más humano.Con un caballo puedes…

—No entiendo una palabra delo que dices —dijo Sally—. Pasasde un…

—¿Sabes una cosa? —continué—. Tú eres probablemente la únicarazón por la que estoy ahora enNueva York. Si no fuera por ti nosé ni dónde estaría. Supongo que enalgún bosque perdido o algo así. Túeres lo único que me retiene aquí.

—Eres un encanto —me dijo,pero se le notaba que estabadeseando cambiar de conversación.

—Deberías ir a un colegio de

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chicos. Pruébalo alguna vez —ledije—. Están llenos de farsantes.Tienes que estudiar justo losuficiente para poder comprarte unCadillac algún día, tienes que fingirque te importa si gana o pierde elequipo del colegio, y tienes quehablar todo el día de chicas,alcohol y sexo. Todos formangrupitos cerrados en los que nopuede entrar nadie. Los del equipode baloncesto por un lado, loscatólicos por otro, los cretinos delos intelectuales por otro, y los quejuegan al bridge por otro. Hasta los

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socios del Libro del Mes tienen sugrupito. El que trata de hacer algocon inteligencia…

—Oye, oye —dijo Sally—, haymuchos que ven más que eso en elcolegio…

—De acuerdo. Habrá algunosque sí. Pero yo no, ¿comprendes?Eso es precisamente lo que quierodecir. Que yo nunca saco nada enlimpio de ninguna parte. La verdades que estoy en baja forma. En muybaja forma.

—Se te nota.De pronto se me ocurrió una

idea.

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—Oye —le dije—. ¿Qué teparece si nos fuéramos de aquí? Tediré lo que se me ha ocurrido.Tengo un amigo en GrenwichVillage que nos prestaría un cocheun par de semanas. Íbamos almismo colegio y todavía me debediez dólares. Mañana por lamañana podríamos ir aMassachusetts, y a Vermont, y todosesos sitios de por ahí. Es precioso,ya verás. De verdad.

Cuanto más lo pensaba, más megustaba la idea. Me incliné haciaella y le cogí la mano. ¡Qué manerade hacer el imbécil! No se

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imaginan.—Tengo unos ciento ochenta

dólares —le dije—. Puedo sacarlosdel banco mañana en cuanto abran yluego ir a buscar el coche de esetío. De verdad. Viviremos encabañas y sitios así hasta que senos acabe el dinero. Luego buscarétrabajo en alguna parte y viviremoscerca de un río. Nos casaremos y enel invierno yo cortaré la leña y todoeso. Ya verás. Lo pasaremosformidable. ¿Qué dices? Vamos,¿qué dices? ¿Te vienes conmigo?¡Por favor!

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—No se puede hacer una cosaasí sin pensarlo primero —dijoSally. Parecía enfadadísima.

—¿Por qué no? A ver. Dime¿por qué no?

—Deja de gritarme, por favor—me dijo. Lo cual fue una idiotezporque yo ni la gritaba.

—¿Por qué no se puede? A ver.¿Por qué no?

—Porque no, eso es todo. Enprimer lugar porque somosprácticamente unos críos. ¿Quéharías si no encontraras trabajocuando se te acabara el dinero?Nos moriríamos de hambre. Lo que

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dices es absurdo, ni siquiera…—No es absurdo. Encontraré

trabajo, no te preocupes. Por eso síque no tienes que preocuparte. ¿Quépasa? ¿Es que no quieres venirconmigo? Si no quieres, no tienesmás que decírmelo.

—No es eso. Te equivocas demedio a medio —dijo Sally.Empezaba a odiarla vagamente—.Ya tendremos tiempo de hacercosas así cuando salgas de launiversidad si nos casamos y todoeso. Hay miles de sitiosmaravillosos adonde podemos ir.

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Estás…—No. No es verdad. No habrá

miles de sitios donde podamos irporque entonces será diferente —ledije. Otra vez me estaba entrandouna depresión horrorosa.

—¿Qué dices? —preguntó—.No te oigo. Primero gritas como unloco y luego, de pronto…

—He dicho que no, que nohabrá sitios maravillosos dondepodamos ir una vez que salgamosde la universidad. Y a ver si meoyes. Entonces todo será distinto.Tendremos que bajar en el ascensorrodeados de maletas y de trastos,

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tendremos que telefonear a mediomundo para despedirnos, ymandarles postales desde cadahotel donde estemos. Y yo estarétrabajando en una oficina ganandoun montón de pasta. Iré a midespacho en taxi o en el autobús deMadison Avenue, y me pasaré eldía entero leyendo el periódico, yjugando al bridge, y yendo al cine,y viendo un montón de noticiariosestúpidos y documentales ytrailers. ¡Esos noticiarios del cine!¡Dios mío! Siempre sacandocarreras de caballos, y una tía muyelegante rompiendo una botella de

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champán en el casco de un barco, yun chimpancé con pantalón cortomontando en bicicleta. No será lomismo. Pero, claro, no entiendesuna palabra de lo que te digo.

—Quizá no. Pero a lo mejoreres tú el que no entiende nada —dijo Sally. Para entonces ya nosodiábamos cordialmente. Era inútiltratar de mantener con ella unaconversación inteligente. Estabaarrepentidísimo de haber empezadosiquiera.

—Vámonos de aquí —le dije—. Si quieres que te diga la

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verdad, me das cien patadas.¡Jo! ¡Cómo se puso cuando le

dije aquello! Sé que no debí decirloy en circunstancias normales no lohabría hecho, pero es que estabadeprimidísimo. Por lo generalnunca digo groserías a las chicas.¡Jo! ¡Cómo se puso! Me disculpécomo cincuenta mil veces, pero noquiso ni oírme. Hasta se echó allorar, lo cual me asustó un pocoporque me dio miedo que se fuera asu casa y se lo contara a su padreque era un hijo de puta de esos queno aguantan una palabra más altaque otra. Además yo le caía

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bastante mal. Una vez le dijo aSally que siempre estabaescandalizando.

—Lo siento mucho, de verdad—le dije un montón de veces.

—¡Lo sientes, lo sientes! ¡Quégracia! —me dijo. Seguía mediollorando y, de pronto, me di cuentade que lo sentía de verdad.

—Vamos, te llevaré a casa. Enserio.

—Puedo ir yo solita, muchasgracias. Si crees que te voy a dejarque me acompañes, estás listo.Nadie me había dicho una cosa asíen toda mi vida.

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Como, dentro de todo, la cosatenía bastante gracia, de pronto hicealgo que no debí hacer. Me eché areír. Fue una carcajada de lo másinoportuna. Si hubiera estado en elcine sentado detrás de mí mismo,probablemente me hubiera dichoque me callara. Sally se puso aúnmás furiosa.

Seguí diciéndole que meperdonara, pero no quiso hacermecaso. Me repitió mil veces que melargara y la dejara en paz, así queal final lo hice. Sé que no estuvobien, pero es que no podía más.

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Si quieren que les diga laverdad, lo cierto es que no sésiquiera por qué monté aquelnumerito. Vamos, que no sé por quétuve que decirle lo deMassachusetts y todo eso, porquemuy probablemente, aunque ellahubiera querido venir conmigo, yono la habría llevado. Habría sidouna lata. Pero lo más terrible es quecuando se lo dije, lo hice con todasinceridad. Eso es lo malo. Les juroque estoy como una regadera.

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Capítulo 18Cuando me fui de la pista de patinarsentí un poco de hambre, así que memetí en una cafetería y me tomé unsándwich de queso y un batido.Luego entré en una cabinatelefónica. Pensaba llamar a Janepara ver si había llegado ya devacaciones. No tenía nada quehacer aquella noche, o sea que seme ocurrió hablar con ella yllevarla a bailar a algún sitio porahí. Desde que la conocía no habíaido con ella a ninguna sala defiestas. Pero una vez la vi bailar y

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me pareció que lo hacía muy bien.Fue en una de esas fiestas que dabael Club el día de la Independencia.Aún no la conocía bien y no meatreví a separarla de su pareja.Salía entonces con un imbécil quese llamaba Al Pike y estudiaba enChoate. Andaba siempremerodeando por la piscina. Llevabaun calzón de baño de esos elásticosde color blanco y se tirabacontinuamente de lo más alto deltrampolín. El muy plomo hacía elángel todo el día. Era el único saltoque sabía hacer y lo consideraba el

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no va más. El tío era todo músculosin una pizca de cerebro. Pero,como les iba diciendo, Jane iba conél aquella noche. No podíaentenderlo, se lo juro. Cuandoempezamos a salir juntos, lepregunté cómo podía aguantar a untío como Al Pike. Jane me dijo queno era un creído, que lo que lepasaba es que tenía complejo deinferioridad. En mi opinión eso noimpide que uno pueda ser tambiénun cabrón. Pero ya saben cómo sonlas chicas. Nunca se sabe pordónde van a salir. Una vez presentéa un amigo mío a la compañera de

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cuarto de una tal Roberta Walsh. Sellamaba Bob Robinson y ése sí quetenía complejo de inferioridad. Sele notaba que se avergonzaba de suspadres porque decían «haiga» y«oyes» y porque no tenían muchodinero. Pero no era un cabrón. Eraun buen chico. Pues a la compañerade cuarto de Roberta Walsh no legustó nada. Le dijo a Roberta queera un creído, y sólo porque lehabía dicho que era capitán delequipo de debate. Nada más quepor una tontería así. Lo malo de laschicas es que si un tío les gusta, pormuy cabrón que sea te dicen que

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tiene complejo de inferioridad, y sino les gusta, ya puede ser buenapersona y creerse lo peor deluniverso, que le consideran uncreído. Hasta las más inteligentes,en eso son iguales.

Pero, como les iba diciendo,llamé a Jane, pero no cogió nadie elteléfono, así que colgué. Luegomiré la agenda para ver con quiéndemonios podría salir esa noche.Lo malo es que sólo tengoapuntados tres números. El de Jane,el del señor Antolini, que fueprofesor mío en Elkton Hills, y el

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de la oficina de mi padre. Siemprese me olvida apuntar los teléfonosde la gente. Así que al final llamé aCarl Luce. Se había graduado en elColegio Whooton después de queme echaron a mí. Era tres añosmayor que yo y me caía muy bien.Tenía el índice de inteligencia másalto de todo el colegio y una culturaenorme. Se me ocurrió quepodíamos cenar juntos y hablar dealgo un poco intelectual. A vecesera la mar de informativo. Así quele llamé. Estudiaba en Columbia yvivía en la Calle 65. Me imaginéque ya estaría de vacaciones.

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Cuando se puso al teléfono, me dijoque cenar le era imposible, peroque podíamos tomar una copajuntos a las diez en el Wicker Barde la Calle 54. Creo que sesorprendió bastante de que lellamara. Una vez le había dicho queera un fantasma. Como aún teníamuchas horas que matar antes de lasdiez, me metí en el cine de RadioCity. Era lo peor que podía hacer,pero me venía muy a mano y no seme ocurrió otra cosa.

Entré cuando aún no habíaterminado el espectáculo que dabanantes de la película. Las Rockettes

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pateaban al aire como posesas,todas puestas en fila y cogidas porla cintura. El público aplaudíacomo loco y un tío que tenía al ladono hacía más que decirle a sumujer: «¿Te das cuenta? ¡Eso es loque yo llamo precisión!». ¡Menudocretino! Cuando acabaron lasRockettes salió al escenario un tíocon frac y se puso a patinar pordebajo de unas mesitas muy bajasmientras decía miles de chistes unotras otro. Lo hacía la mar de bien,pero no acababa de gustarmeporque no podía dejar de

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imaginármelo practicando todo eltiempo para luego hacerlo en elescenario, y eso me pareció unaestupidez. Se ve que no era mi día.Después hicieron eso que ponentodas las Navidades en Radio City,cuando empiezan a salir ángeles decajas y de todas partes, y aparecenunos tíos que se pasean con crucespor todo el escenario y al final seponen a cantar todos ellos, que sonmiles, el Adeste Fideles a voz engrito. No había quién lo aguantara.Ya sé que todo el mundo loconsidera muy religioso y muyartístico, pero yo no veo nada de

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religioso ni de artístico en unmontón de actores paseándose concruces por un escenario. Hacia elfinal se les notaba que estabandeseando acabar para poderfumarse un cigarrillo. Lo habíavisto el año anterior con SallyHayes, que no dejó de repetirme lobonito que le parecía y lo preciososque eran los vestidos. Le dije queestaba seguro de que Cristo habríavomitado si hubiera visto todosesos trajes tan elegantes. Sally mecontestó que era un ateo sacrílego yprobablemente tenía razón. Pero deverdad que creo que el que le

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habría gustado a Jesucristo habríasido el que tocaba los timbales enla orquesta. Siempre me ha gustadomirarle, desde que tenía ocho años.Cuando íbamos a Radio City conmis padres, mi hermano y yo noscambiábamos de sitio para poderverle mejor. No he visto a nadietocar los timbales como él. Elpobre sólo puede atizarles un parde veces durante toda la sesión,pero mientras está mano sobremano no parece que se aburra ninada. Y cuando al final le toca elturno, lo hace tan bien, con tanto

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gusto y con una expresión tandecidida en la cara, que es unplacer mirarle. Una vez que fuimosa Washington con mi padre, Allie lemandó una postal, pero estoyseguro de que no la recibió. Nosabíamos a quién dirigirla.

Cuando acabó la cosa esa deNavidad, empezó una porquería depelícula. Era tan horrible que nopodía apartar la vista de lapantalla. Trataba de un inglés quese llamaba Alec o algo así, y quehabía estado en la guerra y habíaperdido la memoria. Cuando saledel hospital, se patea todo Londres

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cojeando sin tener ni idea de quiénes. La verdad es que es duque, perono lo sabe. Luego conoce a unachica muy hogareña y muy buenaque se está subiendo al autobús. Elviento le vuela el sombrero y él selo recoge. Luego va con ella a sucasa y se ponen a hablar deDickens. Es el autor que más lesgusta a los dos. El lleva siempre unejemplar de Oliver Twist en elbolsillo y ella también. Sólo oírloshablar ya daba arcadas. Seenamoran enseguida y él la ayuda aadministrar una editorial que tienela chica y que va la mar de mal

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porque el hermano es un borracho yse gasta toda la pasta. Está muyamargado porque era cirujano antesde ir a la guerra y ahora no puedeoperar porque tiene los nervioshechos polvo, así que el tío le da ala botella que es un gusto, pero esla mar de ingenioso. El tal Alecescribe un libro y la chica lopublica y se vende como rosquillas.Van a casarse cuando aparece laotra, que se llama Marcia y eranovia de Alec antes de que perdierala memoria. Un día le ve en unalibrería firmando ejemplares y le

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reconoce. Le dice que es duque ytodo eso, pero él no se lo cree y noquiere ir con ella a ver a su madreni nada. La madre no ve ni gorda.Luego la otra chica, la buena, leobliga a ir. Es la mar de noble.Pero él no recobra la memoria nicuando el perro danés se le tiraencima a lamerle, ni cuando lamadre le pasa los dedazos por todala cara y le trae el osito de pelucheque arrastraba él de pequeño portoda la casa. Al final unos niñosque están jugando al crickett leatizan en la cabeza con una pelota.Recupera de golpe la memoria y

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entonces le da un beso a su madreen la frente y todas esasgilipolleces. Pero entonces empiezaa hacer de duque de verdad y seolvida de la buena y de la editorial.Podría contarles el resto de lahistoria, pero no quiero hacerlesvomitar. No crean que me lo callopor no estropearles la película.Sería imposible estropearla más.Pero, bueno, al final Alec y labuena se casan, el borracho se ponebien y opera a la madre de Alecque ve otra vez, y Marcia y élempiezan a gustarse. Terminantodos sentados a la mesa

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desternillándose de risa porque elperro danés entra con un montón decachorros. Supongo que es que nosabían que era perra. Sólo les digoque si no quieren vomitar no vayana verla.

Lo más gracioso es que tenía allado a una señora que no dejó dellorar en todo el tiempo. Cuantomás cursi se ponía la película, máslagrimones echaba. Pensarán quelloraba porque era muy buenapersona, pero yo estaba sentado allado suyo y les digo que no. Iba conun niño que se pasó las dos horas

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diciendo que tenía que ir al baño, yella no le hizo ni caso. Sólo sevolvía para decirle que a ver si secallaba y se estaba quieto de unavez. Lo que es ésa, tenía el corazónde una hiena. Todos los que llorancomo cosacos con esa imbecilidadde películas suelen ser luego unoscabrones de mucho cuidado. Deverdad.

Cuando salí del cine me fuiandando hacia el Wicker Bar dondeiba a ver a Carl Luce y, mientras,me puse a pensar en la guerra.Siempre me pasa lo mismo cuandoveo una película de ésas. Yo creo

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que no podría ir a la guerra. No meimportaría tanto si todo consistieraen que te sacaran a un patio y telargaran un disparo por las buenas,lo que no aguanto es que haya queestar tanto tiempo en el ejército.Eso es lo que no me gusta. Mihermano D. B. se pasó en elservicio cuatro años enteros.Estuvo en el desembarco deNormandía y todo, pero creo queodiaba el ejército más que laguerra. Yo era un crío en aqueltiempo, pero recuerdo que cuandovenía a casa de permiso, se pasabael día entero tumbado en la cama.

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Apenas salía de su cuarto. Cuandole mandaron a Europa no le hirieronni tuvo que matar a nadie. Estaba dechófer de un general que parecía unvaquero. No tenía que hacer másque pasearle todo el día en uncoche blindado. Una vez le dijo aAllie que si le obligaran a matar aalguien no sabría adónde disparar.Le dijo también que en el ejércitoaliado había tantos cabrones comoen el nazi. Recuerdo que Allie lepreguntó si no le venía bien ir a laguerra siendo escritor porque deeso podía sacar un montón de

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temas. D. B. le dijo que se fuera abuscar su guante de béisbol y lepreguntó quién escribía mejorespoemas bélicos, si Rupert Brooke oEmily Dickinson. Allie dijo queEmily Dickinson. Yo entiendobastante poco de todo eso porqueno leo mucha poesía, pero sé queme volvería loco de atar si tuvieraque estar en el ejército con tiposcomo Ackley y Stradlater yMaurice, marchando con ellos todoel tiempo. Una vez pasé con losBoy Scouts una semana y no pudeaguantarlo. Todo el tiempo tedecían que tenías que mirar fijo al

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cogote del tío que llevabas delante.Les juro que si hay otra guerra,prefiero que me saquen a un patio yque me pongan frente a un pelotónde ejecución. No protestaría nada.Lo que no comprendo es por qué D.B. me hizo leer Adiós a las armassi odiaba tanto la guerra. Decía queera una novela estupenda. Es lahistoria de un tal teniente Harry quetodo el mundo considera un tíofenómeno. No entiendo cómo D. B.podía odiar la guerra y decir queese libro era buenísimo al mismotiempo. Tampoco comprendo cómoa una misma persona le pueden

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gustar Adiós a las armas y El granGatsby. D. B. se enfadó muchocuando se lo dije y me contestó queera demasiado pequeño para juzgarlibros como ésos. Le dije que a míme gustaban Ring Lardner y El granGatsby. Y es verdad. Me encantan.¡Qué tío ese Gatsby! ¡Qué bárbaro!Me chifla la novela. Pero, como lesdecía, me alegro muchísimo de quehayan inventado la bomba atómica.Si hay otra guerra me sentaré justoencima de ella. Me presentarévoluntario, se lo juro.

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Capítulo 19Por si no viven en Nueva York, lesdiré que el Wicker Bar está en unhotel muy elegante, el Seton. Antesme gustaba mucho, pero poco apoco fui dejando de ir. Es uno deesos sitios que se consideran muyfinos y donde se ven farsantes apatadas. Había dos chicasfrancesas, Tina y Janine, queactuaban tres veces por noche. Unade ellas tocaba el piano —loasesinaba—, y la otra cantaba,siempre unas canciones o muyverdes o en francés. La tal Janine se

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ponía delante del micrófono y antesde empezar la actuación, decíacomo susurrando: «Y ahoja lespjesentamos nuestja vejsión deVulé vú fjansé. Es la histojia de unafjansesita que llega a una gjansiudad como Nueva Yojk y seenamoja de un muchachito deBjooklyn. Espejo que les guste».

Cuando acababa de susurrar yde demostrar lo graciosa que era,cantaba medio en francés medio eninglés una canción tontísima quevolvía locos a todos los imbécilesdel bar. Si te pasabas allí un buen

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rato oyendo aplaudir a ese hatajode idiotas, acababas odiando a todoel mundo. De verdad. El barmanera también insoportable, un snobde muchísimo cuidado. No hablabaa nadie a menos que fuera un tíomuy importante o un artista famosoo algo así, y cuando lo hacía erahorroroso. Se acercaba a quienfuera con una sonrisa amabilísima,como si fuera una personaestupenda, y le decía: «¿Qué tal porConnecticut?», o «¿Qué tal porFlorida?». Era un sitio horrible, deverdad. Como les digo, poco apoco fui dejando de ir.

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Cuando llegué aún era muytemprano. Estaba llenísimo. Meacerqué a la barra y pedí un par dewhiskis con soda. Los pedí de piepara que vieran que era alto y nome tomaran por menor de edad.Luego me puse a mirar a todos loscretinos que había por allí. A milado tenía a un tío metiéndole unmontón de cuentos a la chica conque estaba. Le decía por ejemploque tenía unas manos muyaristocráticas. ¡Menudo imbécil! Elotro extremo de la barra estaballeno de maricas. No es quehicieran alarde de ello —no

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llevaban el pelo largo ni nada—,pero aun así se les notaba. Al finalapareció mi amigo.

¡Bueno era el tal Luce! Se lastraía. Cuando estaba en Whootonera mi consejero de estudios. Loúnico que hacía era que por lasnoches, cuando se reunían unoscuantos chicos en su habitación, seponía a hablarnos de cuestionessexuales. Sabía un montón de todoeso, sobre todo de pervertidos.Siempre nos hablaba de esos tíosque se lían con ovejas, o de esosotros que van por ahí con unas

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bragas de mujer cosidas al forrodel sombrero. Y de maricones ylesbianas. Sabía quién lo era yquién no en todo Estados Unidos.No tenías más que mencionar a unapersona cualquiera, y Luce te decíaenseguida si era invertida o no. Aveces costaba trabajo creer quefueran maricas o lesbianas los queél decía que eran, actores de cine ocosas así. Algunos hasta estabancasados. Le preguntábamos, porejemplo: «¿Dices que Joe Blow esmarica? ¿Joe Blow? ¿Ese tío tangrande y tan bárbaro que hacesiempre de gánster o de vaquero?».

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Y Luce contestaba: «En efecto».Siempre decía «en efecto». Segúnél no importaba que un tío estuvieracasado o no. Aseguraba que lamitad de los casados del mundoeran maricas y ni siquiera losabían. Decía que si habías nacidoasí, podías volverte maricón encualquier momento, de la noche a lamañana. Nos metía un miedohorroroso. Yo llegué aconvencerme de que el día menospensado me pasaría a la acera deenfrente. Lo gracioso es que en elfondo siempre tuve la sensación deque el tal Luce era un poco

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amariconado. Todo el tiempo nosdecía: «¡A ver cómo encajas ésta!»,mientras nos daba una palmada enel trasero. Y cuando iba al bañodejaba la puerta abierta y seguíahablando contigo mientras telavabas los dientes o lo que fuera.Todo eso es de marica. De verdad.Había conocido ya a varios ysiempre hacían cosas así. Por esotenía yo mis sospechas. Pero eramuy inteligente, eso sí.

Jamás te saludaba al llegar.Aquella noche lo primero que hizoen cuanto se sentó fue decir que

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sólo podía quedarse un par deminutos. Que tenía una cita. Luegopidió un Martini. Le dijo al barmanque se lo sirviera muy seco y sinaceituna.

—Oye, te he buscado unmaricón. Está al final de la barra.No mires. Te lo he estadoreservando.

—Muy gracioso —contestó—,ya veo que no has cambiado.¿Cuándo vas a crecer?

Le aburría a muerte. De verdad.Pero él a mí me divertía mucho.

—¿Cómo va tu vida sexual? —le dije. Le ponía negro que le

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preguntaran cosas así.—Tranquilo —me dijo—.

Cálmate, por favor.—Ya estoy tranquilo —le

contesté—. Oye, ¿qué tal porColumbia? ¿Cómo te va? ¿Tegusta?

—En efecto, me gusta. Si no megustara no estudiaría allí.

A veces se ponía insoportable.—¿En qué vas a especializarte?

—le pregunté—. ¿En pervertidos?Tenía ganas de broma.—¿Qué quieres? ¿Hacerte el

gracioso?—Te lo decía en broma —le

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dije—. Luce, tú que eres la mar deintelectual, necesito un consejo. Mehe metido en un lío terrible…

Me soltó un bufido:—Escucha, Caulfield. Si

quieres que nos sentemos a charlartranquilamente y a tomar unacopa…

—Está bien. Está bien. No teexcites.

Se le veía que no tenía ningunagana de hablar de nada serioconmigo. Eso es lo malo de losintelectuales. Sólo quieren hablarde cosas serias cuando a ellos les

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apetece.—De verdad, ¿qué tal tu vida

sexual? ¿Sigues saliendo con lachica que veías cuando estabas enWhooton? La que tenía esasenormes…

—¡No, por Dios! —me dijo.—¿Por qué? ¿Qué ha sido de

ella?—No tengo ni la más ligera

idea. Pero ya que lo preguntas,probablemente por estas fechasserá la puta más grande de todoNew Hampshire.

—No está bien que digas eso.Si fue lo bastante decente como

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para dejarte que le metieras mano,al menos podías hablar de ella deotra manera.

—¡Dios mío! —dijo Luce—.Dime si va a ser una de tusconversaciones típicas. Prefierosaberlo cuanto antes.

—No —le contesté—, perosigo creyendo que no está bien. Sifue contigo lo bastante…

—¿Hemos de seguirnecesariamente esa línea depensamiento?

Me callé. Temí que se levantaray se largara de pronto si seguía porese camino. Pedí otra copa. Tenía

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ganas de coger una buena curda.—¿Con quién sales ahora? —le

pregunté—. ¿No quieresdecírmelo?

—Con nadie que tú conozcas.—¿Quién es? A lo mejor sí la

conozco.—Vive en el Village. Es

escultora. Ahora ya lo sabes.—¿Sí? ¿De verdad? ¿Cuántos

años tiene?—Nunca se lo he preguntado.—Pero ¿como cuántos más o

menos?—Debe andar por los cuarenta

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—dijo Luce.—¿Por los cuarenta? ¿En serio?

¿Y te gusta? —le pregunté—. ¿Tegustan tan mayores? —se lo dijeporque de verdad sabía muchísimosobre sexo y cosas de ésas. Era unode los pocos tíos que he conocidoque de verdad sabían lo que sedecían. Había dejado de ser virgena los catorce años, en Nantucket. Yno era cuento.

—Me gustan las mujeresmaduras, si es eso a lo que terefieres.

—¿De verdad? ¿Por qué?Dime, ¿es que hacen el amor mejor

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o qué?—Oye, antes de proseguir

vamos a poner las cosas en claro.Esta noche me niego a responder atus preguntas habituales. ¿Cuándodemonios vas a crecer de una vez?

Durante un buen rato no dijenada. Luego Luce pidió otroMartini y le insistió al camarero enque se lo hiciera aún más seco.

—Oye, ¿cuánto tiempo hace quesales con esa escultora? —lepregunté. El tema me interesaba deverdad—. ¿La conocías ya cuandoestabas en Whooton?

—¿Cómo iba a conocerla?

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Acaba de llegar a este país hacepocos meses.

—¿Sí? ¿De dónde es?—Se da la circunstancia de que

ha nacido en Shangai.—¡No me digas! ¿Es china?—Evidentemente.—¡No me digas! ¿Y te gusta

eso? ¿Que sea china?—Evidentemente.—¿Por qué? Dímelo. De verdad

me gustaría saberlo.—Porque se da la circunstancia

de que la filosofía oriental meresulta más satisfactoria que la

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occidental.—¿Sí? ¿Qué quieres decir

cuando dices «filosofía»? ¿La cosadel sexo? ¿Acostarte con ella?¿Quieres decir que lo hacen mejoren China? ¿Es eso?

—No necesariamente en China.He dicho Oriente. ¿Tenemos queproseguir con esta conversacióninane?

—Oye, de verdad, te lopregunto en serio —le dije—. ¿Porqué es mejor en Oriente?

—Es demasiado complejo paraexplicártelo ahora. Sencillamenteconsideran el acto sexual una

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experiencia tanto física comoespiritual. Pero si crees que…

—¡Yo también! Yo también loconsidero lo que has dicho, unaexperiencia física y espiritual ytodo eso. De verdad. Pero dependemuchísimo de con quién estoy. Siestoy con una chica a quien nisiquiera…

—No grites, Caulfield, porDios. Si no sabes hablar en vozbaja, será mejor que dejemos…

—Sí, sí, pero oye —le dije.Estaba nerviosísimo y es verdadque hablaba muy fuerte. A vecescuando me excito levanto mucho la

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voz—. Ya sé que debe ser unaexperiencia física, y espiritual, yartística y todo eso, pero lo quequiero decir es si puedes conseguirque sea así con cualquier chica, seacomo sea. ¿Puedes?

—Cambiemos de conversación,¿te importa?

—Sólo una cosa más. Escucha.Por ejemplo, tú y esa señora, ¿quéhacéis para que os salga tan bien?

—Ya vale, te he dicho.Me estaba metiendo en sus

asuntos personales. Lo reconozco.Pero eso era una de las cosas que

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más me molestaban de Luce.Cuando estábamos en el colegio teobligaba a que le contaras las cosasmás íntimas, pero en cuanto lehacías a él una pregunta personal,se enfadaba. A esos tipos tanintelectuales no les gusta manteneruna conversación a menos que seanellos los que lleven la batuta.Siempre quieren que te callescuando ellos se callan y quevuelvas a tu habitación cuandoellos quieren volver a suhabitación. Cuando estábamos enWhooton, a Luce le reventaba —sele notaba— que cuando él acababa

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de echarnos una conferencia,nosotros siguiéramos hablando pornuestra cuenta. Le ponía negro. Loque quería era que cada unovolviera a su habitación y secallara en el momento en que élacababa de perorar. Creo que en elfondo tenía miedo de que alguiendijera algo más inteligente. Medivertía mucho.

—Puede que me vaya a China.Tengo una vida sexual asquerosa —le dije.

—Naturalmente. Tu cerebro aúnno ha madurado.

—Sí. Tienes razón. Lo sé.

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¿Sabes lo que me pasa? —le dije—. Que nunca puedo excitarme deverdad, vamos, del todo, con unachica que no acaba de gustarme.Tiene que gustarme muchísimo. Sino, no hay manera. ¡Jo! ¡No sabescómo me fastidia eso! Mi vidasexual es un asco.

—Pues claro. La última vez quenos vimos ya te dije lo que te hacíafalta.

—¿Te refieres a lo delpsicoanálisis? —le dije. Eso era loque me había aconsejado. Su padreera siquiatra.

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—Tú eres quien tiene quedecidir. Lo que hagas con tu vidano es asunto mío.

Durante unos momentos no dijenada porque estaba pensando.

—Supongamos que fuera a vera tu padre y que me psicoanalizaray todo eso —le dije—. ¿Qué mepasaría? ¿Qué me haría?

—Nada. Absolutamente nada.¡Mira que eres pesado! Sólohablaría contigo y tú le hablarías aél. Para empezar te ayudaría areconocer tus esquemas mentales.

—¿Qué?—Tus esquemas mentales. La

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mente humana está… Oye, no creasque voy a darte aquí un cursoelemental de psicoanálisis. Si teinteresa verle, llámale y pide hora.Si no, olvídate del asunto.Francamente, no puede importarmemenos.

Le puse la mano en el hombro.¡Jo! ¡Cómo me divertía!

—¡Eres un cabrón de lo mássimpático! —le dije—. ¿Lo sabías?

Estaba mirando la hora.—Tengo que largarme —dijo, y

se levantó—. Me alegro de habertevisto.

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Llamó al barman y le dijo quele cobrara lo suyo.

—Oye —le dije antes de que sefuera—. Tu padre, ¿te hapsicoanalizado a ti alguna vez?

—¿A mí? ¿Por qué lopreguntas?

—Por nada. Di, ¿te hapsicoanalizado?

—No exactamente. Me haayudado hasta cierto punto aadaptarme, pero no ha consideradonecesario llevar a cabo un análisisen profundidad. ¿Por qué lopreguntas?

—Por nada. Sólo por

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curiosidad.—Bueno. Que te diviertas —

dijo. Estaba dejando la propina y sedisponía a marcharse.

—Toma una copa más —le dije—. Por favor. Tengo una depresiónhorrible. Me siento muy solo, deverdad.

Me contestó que no podíaquedarse porque era muy tarde, y sefue. ¡Qué tío el tal Luce! No habíaquien le aguantara, pero la verdades que se expresabaestupendamente. Cuando estábamosen Whooton él era el que tenía

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mejor vocabulario de todo elcolegio. De verdad. Nos hicieronun examen y todo.

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Capítulo 20Me quedé sentado en la barraemborrachándome y esperando aver si salían Tina y Janine a hacersus tontadas, pero ya no trabajabanallí. Salieron en cambio un tipo conel pelo ondulado y pinta de maricónque tocaba el piano, y una chicanueva que se llamaba Valencia yque cantaba. No es que fuera unadiva, pero lo hacía mejor queJanine y por lo menos había elegidounas canciones muy bonitas. Elpiano estaba junto a la barra y yotenía a Valencia prácticamente a mi

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lado. Le eché unas cuantas miradasinsinuantes, pero no me hizo nicaso. En circunstancias normales nome habría atrevido a hacerlo, peroaquella noche me estabaemborrachando a base de bien.Cuando acabó, se largó a talvelocidad que no me dio tiemposiquiera a invitarla, así que llamé alcamarero y le dije que le preguntarasi quería tomar una copa conmigo.Me dijo que bueno, pero estoyseguro de que no le dio el recado.La gente nunca da recados a nadie.

¡Jo! Seguí sentado en aquella

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barra al menos hasta la una,emborrachándome como unimbécil. Apenas veía nada. Meanduve con mucho cuidado, eso sí,de no meterme con nadie. No queríaque el barman se fijara en mí y se leocurriera preguntarme qué edadtenía. Pero, ¡jo!, de verdad que noveía nada. Cuando me emborrachédel todo empecé otra vez a hacer elindio, como si me hubieranencajado un disparo. Era el únicotío en todo el bar que tenía una balaalojada en el estómago. Me puseuna mano bajo la chaqueta paraimpedir que la sangre cayera por el

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suelo. No quería que nadie se dieracuenta de que estaba herido. Queríaocultar que era un pobre diablodestinado a morir. Al final meentraron ganas de llamar a Janepara ver si estaba en casa, así quepagué y me fui adonde estaban losteléfonos. Seguía con la manopuesta debajo de la chaqueta pararetener la sangre. ¡Jo! ¡Vaya trancaque llevaba encima!

No sé qué pasó, pero en cuantoentré en la cabina se me pasaron lasganas de llamar a Jane. Supongoque estaba demasiado borracho.Así que decidí llamar a Sally

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Hayes. Tuve que marcar comoveinte veces para acertar con elnúmero. ¡Jo! ¡No veía nada!

—Oiga —dije cuandocontestaron al teléfono. Creo quehablaba a gritos de lo borracho queestaba.

—¿Quién es? —dijo una voz demujer en un tono la mar de frío.

—Soy Holden Caulfield.Quiero hablar con Sally, por favor.

—Sally está durmiendo. Soy suabuela. ¿Por qué llamas a estashoras, Holden? ¿Tienes idea de lotarde que es?

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—Sí, pero quiero hablar conSally. Es muy importante. Dígaleque se ponga.

—Sally está durmiendo,jovencito. Llámala mañana. Buenasnoches.

—Despiértela. Despiértela.Ande, sea buena.

Luego sonó una voz diferente.—Hola, Holden —era Sally—.

¿Qué te ha dado?—¿Sally? ¿Eres tú?—Sí. Y deja de gritar. ¿Estás

borracho?—Sí. Escucha. Iré en

Nochebuena, ¿me oyes? Te ayudaré

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a adornar el árbol, ¿de acuerdo?¿De acuerdo, Sally?

—Sí. Estás borracho. Ahoravete a la cama. ¿Dónde estás? Noestarás solo, ¿no?

—Sally, iré a ayudarte a ponerel árbol, ¿de acuerdo?

—Sí. Ahora vete a la cama.¿Dónde estás? ¿Estás con alguien?

—No, estoy solo.¡Jo! ¡Qué borrachera tenía!

Seguía sujetándome el estómago.—Me han herido. Han sido los

de la banda de Rock, ¿sabes? Sally,¿me oyes?

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—No te oigo. Vete a la cama.Tengo que dejarte. Llámamemañana.

—Oye Sally, ¿quieres que teayude a adornar el árbol? ¿Quieres,o no?

—Sí. Ahora, buenas noches.Vete a casa y métete en la cama.

Y me colgó.—Buenas noches. Buenas

noches, Sally, cariño, amor mío —le dije. ¿Se dan cuenta de loborracho que estaba? Colgué yotambién. Me imaginé que habíasalido con algún tío y acababa devolver a casa. Me la imaginé con

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los Lunt y ese cretino de Andover,nadando todos ellos en una tetera,diciendo unas cosas ingeniosísimas,y actuando todos de una manerafalsísima. Ojalá no la hubierallamado. Cuando me emborracho nosé ni lo que hago.

Me quedé un buen rato enaquella cabina. Seguía aferrado alteléfono para no caer al suelo. Siquieren que les diga la verdad nome sentía muy bien. Al final me fuidando traspiés hasta el servicio.Llené uno de los lavabos y hundí enél la cabeza hasta las orejas.

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Cuando la saqué no me molestésiquiera en secarme el agua. Dejéque la muy puñetera me chorrearapor el cuello. Luego me acerqué aun radiador que había junto a laventana y me senté. Estabacalentito. Me vino muy bien porqueyo tiritaba como un condenado.Tiene gracia, cada vez que meemborracho me da por tiritar.

Como no tenía nada mejor quehacer, me quedé sentado en elradiador contando las baldosasblancas del suelo. Estabaempapado. El agua me chorreaba alitros por el cuello mojándome la

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camisa y la corbata, pero no meimportaba. Estaba tan borracho queme daba igual. Al poco rato entró eltío que tocaba el piano, el maricónde las ondas. Mientras se peinabasus rizos dorados, hablamos unpoco, pero no estuvo muy amableque digamos.

—Oiga, ¿va a ver a Valenciacuando vuelva al bar? —le dije.

—Es altamente probable —mecontestó. Era la mar de ingenioso.Siempre me tengo que tropezar contíos así.

—Dígale que me ha gustadomucho. Y pregúntele si el imbécil

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del camarero le ha dado mi recado,¿quiere?

—¿Por qué no se va a casita,amigo? ¿Cuántos años tiene?

—Ochenta y seis. Oiga, no seolvide de decirle que me gustamucho, ¿eh?

—¿Por qué no se va a casa?—Porque no. ¡Jo! ¡Qué bien

toca usted el piano! —le dije. Erapura coba porque la verdad es quelo aporreaba—. Debería tocar en laradio. Un tío tan guapo comousted… con esos bucles de oro.¿No necesita un agente?

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—Váyase a casa, amigo, comoun niño bueno. Váyase a casa ymétase en la cama.

—No tengo adónde ir. Se lodigo en serio, ¿necesita un agente?

No me contestó. Acabó deacicalarse y se fue. ComoStradlater. Todos esos tíos guaposson iguales. En cuanto acaban depeinarse sus rizos se van y te dejanen la estacada.

Cuando al final me levanté parair al guardarropa, estaba llorando.No sé por qué. Supongo que porqueme sentía muy solo y muydeprimido. Cuando llegué al

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guardarropa no pude encontrar mificha, pero la empleada estuvo muysimpática y me dio mi abrigo y midisco de Litile Shirley Beans queaún llevaba conmigo. Le di un dólarpor ser tan amable, pero no quisoaceptarlo. Me dijo que me fuera acasa y me metiera en la cama.Quise esperarla hasta que salierade trabajar, pero no me dejó. Measeguró que tenía edad suficientepara ser mi madre. Le enseñé todoel pelo gris que tengo en el ladoderecho de la cabeza y le dije quetenía cuarenta y dos años.

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Naturalmente era todo en broma,pero ella estuvo muy amable. Luegole mostré la gorra de caza roja y legustó mucho. Me obligó aponérmela antes de salir porquetenía todavía el pelo empapado.Parecía muy buena persona.

Cuando salí me despejé unpoco, pero hacía mucho frío yempecé a tiritar. No podía parar.Me fui hasta Madison Avenue y mepuse a esperar el autobús porqueme quedaba muy poco dinero yquería empezar a economizar. Perode pronto me di cuenta de que noquería ir en autobús. Además, no

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sabía hacia dónde tirar. Al finaleché a andar en dirección alparque. Se me ocurrió acercarme allago para ver si los patos seguíanallí o no. Aún no había podidoaveriguarlo, así que como no estabamuy lejos y no tenía adónde ir,decidí darme una vuelta por eselugar. Ni siquiera sabía dónde iba adormir. No estaba cansado ni nada.Sólo estaba muy deprimido.

Al entrar en el parque me pasóuna cosa horrible. Se me cayó alsuelo el disco de Phoebe y se hizomil pedazos. Estaba dentro de sufunda, pero se rompió igual. Me dio

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tanta pena que estuve a punto deecharme a llorar. Recogí todos lospedazos y me los metí en el bolsillodel abrigo. Ya no servían para nadapero no quise tirarlos. Luego entréen el parque. ¡Jo! ¡Qué oscuroestaba!

He vivido en Nueva York todami vida y me conozco el CentralPark como la palma de la manoporque de pequeño iba allí todoslos días a patinar y a montar enbicicleta, pero aquella noche mecostó un trabajo horrible dar con ellago. Sabía perfectamente dónde

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estaba —muy cerca de Central ParkSouth—, pero no acertaba aencontrarlo. Debía estar másborracho de lo que pensaba. Seguíandando sin parar. Cada vez se ibaponiendo más oscuro y cada vez medaba más miedo. En todo el tiempoque estuve en el parque no vi ni unalma. Por suerte, porque lesconfieso que si me hubiera topadocon alguien, habría corrido comouna milla entera sin parar. Al finalencontré el lago. Estaba heladosólo a medias, pero no vi ningúnpato. Di toda la vuelta alrededor —por cierto casi me caigo al agua—,

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pero de patos ni uno. A lo mejor,pensé, estaban durmiendo en lahierba al borde del agua. Por esocasi me caigo adentro, por mirar.Pero, como les digo, no vi ni uno.

Al final me senté en un banco enun sitio donde no estaba tan oscuro.¡Jo! Seguía tiritando como unimbécil y, a pesar de la gorra decaza, tenía el pelo lleno de trozosde hielo. Aquello me preocupó.Probablemente cogería unapulmonía y me moriría. Empecé aimaginarme muerto y a todos losmillones de cretinos que acudiríana mi entierro. Vendrían mi abuelo,

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el que vive en Detroit y va leyendoen voz alta los nombres de todas lascalles cuando vas con él en elautobús, y mis tías —tengo comocincuenta—, y los idiotas de misprimos. Cuando murió Allievinieron todos y había que ver quéhatajo de imbéciles eran. Según mecontó D. B., una de mis tías, la quetiene una halitosis que tira deespaldas, se pasó todo el tiempodiciendo que daba gusto la paz querespiraba el cuerpo de Allie. Yo nofui. Estaba en el hospital por esoque les conté de lo que me había

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hecho en la mano. Pero, volviendoa lo del parque, me pasé un buenrato sentado en aquel bancopreocupado por los trocitos dehielo y pensando que iba amorirme. Lo sentía muchísimo pormis padres, sobre todo por mimadre, que aún no se ha recuperadode la muerte de Allie. Me laimaginé sin saber qué hacer con miropa, y mi equipo de deporte, ytodas mis cosas. Lo único que meconsolaba es que no dejarían aPhoebe venir a mi entierro porqueaún era una cría. Ésa fue la únicacosa que me animó. Después me los

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imaginé metiéndome en una tumbahorrible con mi nombre escrito enla lápida y todo. Me dejarían allírodeado de muertos. ¡Jo! ¡Buena tela hacen cuando te mueres! Esperoque cuando me llegue el momento,alguien tendrá el sentido suficientecomo para tirarme al río o algo así.Cualquier cosa menos que me dejenen un cementerio. Eso de quevengan todos los domingos aponerte ramos de flores en elestómago y todas esas puñetas…¿Quién necesita flores cuando ya seha muerto? Nadie.

Cuando hace buen tiempo, mis

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padres suelen ir a dejar flores en latumba de Allie. Yo fui con ellosunas cuantas veces pero después noquise volver más. No me gustaverle en el cementerio rodeado demuertos y de losas. Cuando hacesol aún lo aguanto, pero dos vecesempezó a llover mientrasestábamos allí. Fue horrible. Elagua empezó a caer sobre su tumbaempapando la hierba que tienesobre el estómago. Llovíamuchísimo y la gente que había enel cementerio empezó a correrhacia los coches. Aquello fue lo

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que más me reventó. Todos podíanmeterse en su automóvil, y poner laradio, y después irse a cenar a unrestaurante menos Allie. No pudesoportarlo. Ya sé que lo que está enel cementerio es sólo su cuerpo yque su espíritu está en el Cielo ytodo eso, pero no pude aguantarlo.Daría cualquier cosa porque noestuviera allí. Claro, ustedes no leconocían. Si le hubieran conocidoentenderían lo que quiero decir.Cuando hace sol puede pasar, peroel sol no sale más que cuando le dala gana.

Al cabo de un rato, para dejar

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de pensar en pulmonías y cosas deesas, saqué el dinero que mequedaba y me puse a contarlo a lapoca luz que daba la farola. No mequedaban más que tres billetes deun dólar, cinco monedas deveinticinco centavos, y una decinco. ¡Jo! Desde que había salidode Pencey había gastado unaverdadera fortuna. Me acerqué allago y tiré las monedas en la parteque no estaba helada. No sé por quélo hice. Supongo que para dejar depensar en que me iba a morir. Perono me sirvió de nada.

De pronto se me ocurrió qué

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haría la pobre Phoebe si me dierauna pulmonía y la diñara. Era unatontería, pero no podía sacármelode la cabeza. Supongo que sellevaría un disgusto terrible. Mequiere mucho. De verdad. No podíadejar de pensar en ello, así quedecidí colarme en casa sin quenadie me viera y verla por si acasoluego me moría. Tenía la llave dela puerta. Podía entrar a escondidasy hablar un rato con ella. Lo únicoque me preocupaba era que lapuerta principal chirría como loca.Es una casa de pisos bastante vieja.

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El administrador es un vago y todocruje y rechina que es un gusto.Pero aun así, me decidí a intentarlo.

Salí del parque y me fui a casa.Anduve todo el camino. No estabamuy lejos y además no me sentía nicansado ni borracho. Sólo hacía unfrío terrible y no se veía un alma.

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Capítulo 21Hacía años que no tenía tantasuerte. Cuando llegué a casa, Pete,el ascensorista, no estaba. Lesustituía un tipo nuevo que no meconocía de nada, así que, si no metropezaba con mis padres, podríaver a Phoebe sin que nadie seenterara siquiera de mi visita. Laverdad es que fue una suertetremenda. Y para que todo mesaliera redondo, el ascensorista eramás bien estúpido. Le dije con unavoz de lo más natural que mesubiera al piso de los Dickstein,

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que son los vecinos de enfrente demis padres. Luego me quité la gorrade caza para no parecer sospechosoy me metí corriendo en el ascensorcomo si tuviera una prisahorrorosa. El ascensorista habíacerrado ya las puertas, cuando depronto se volvió y me dijo:

—No están. Han subido a unafiesta en el piso catorce.

—No importa —le contesté—.Me han dicho que les espere. Soysu sobrino.

Me lanzó una mirada de duda.—Mejor será que espere en el

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vestíbulo, amigo.—No me importaría —le dije

—. Pero estoy mal de una pierna ytengo que tenerla siempre en ciertaposición. Me sentaré en la silla quetienen al lado de la puerta.

No entendió una sola palabra delo que le dije, así que se limitó acontestar: «¡Ah!», y me subió.¡Vaya tío listo que soy! La verdades que no hay nada como decir algoque nadie entienda para que todoshagan lo que te dé la gana.

Salí del ascensor cojeandocomo un condenado y eché a andarhacia el piso de los Dickstein.

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Luego, cuando oí que se cerraba elascensor, me volví hacia nuestrapuerta. Por ahora todo iba bien.Hasta se me había pasado laborrachera. Saqué la llave y abrícon muchísimo cuidado de no hacerruido. Entré muy despacito y volvía cerrar. Debería dedicarme aladrón.

El recibidor estaba en tinieblasy, naturalmente, no podía dar la luz.Tuve que andar con mucho cuidadopara no tropezar con nada y armarun escándalo. Inmediatamente supeque estaba en casa. Nuestrorecibidor huele como ninguna otra

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parte del mundo. No sé a qué. Noes ni a coliflor ni a perfume, perose nota enseguida que uno está encasa. Empecé a quitarme el abrigopara colgarlo en el armario, peroluego me acordé de que las perchashacían un ruido terrible y me lodejé puesto. Eché a andar muydespacito hacia el cuarto dePhoebe. Sabía que la criada no mesentiría porque no oye muy bien.Una vez me contó que de pequeñaun hermano suyo le había metidouna paja por un oído. La verdad esque estaba bastante sorda. Pero lo

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que es mis padres, especialmentemi madre, tienen un oído de tísico,así que tuve mucho cuidado alpasar por delante de la puerta de sucuarto. Hasta contuve el aliento. Ami padre, cuando duerme, se lepuede partir una silla en la cabeza yni se entera, pero basta con quealguien tosa en Siberia para que mimadre se despierte. Esnerviosísima. Se pasa la mitad dela noche levantada fumando uncigarrillo tras otro.

Tardé como una hora en llegarhasta el cuarto de Phoebe, perocuando abrí la puerta no la vi. Se

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me había olvidado que cuando D.B. está en Hollywood, ella se va adormir a su habitación. Le gustaporque es la más grande de toda lacasa y porque tiene un escritorioinmenso que le compró mi hermanoa una alcohólica de Filadelfia, yuna cama que no sé de dónde habrásacado pero que mide como diezmillas de larga por otras diez deancha. Pero, como les iba diciendo,a Phoebe le encanta dormir en elcuarto de D. B. cuando está fuera yél la deja. No se la imaginanhaciendo sus tareas en eseescritorio que es como una plaza de

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toros. Ni se la ve. Pero ése es eltipo de cosas que a ella le vuelvenloca. Dice que su cuarto no le gustaporque es muy pequeño, quenecesita expandirse. Me hace unagracia horrorosa. ¿Qué tendría queexpandir Phoebe? Nada.

Pero, como les decía, entré enel cuarto de D. B. y encendí la luzsin despertar a Phoebe. La miré unbuen rato. Estaba dormida con lacabeza apoyada en la almohada ytenía la boca abierta. Tiene gracia.Los mayores resultan horriblescuando duermen así, pero los niños

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no. A los niños da gusto verlosdormidos. Aunque tengan laalmohada llena de saliva noimporta nada.

Me paseé por la habitación sinhacer ruido, mirándolo todo. Al finme sentía completamente a gusto.Ya no pensaba siquiera en que iba amorirme de pulmonía. Simplementeme encontraba bien. En una sillaque había al lado de la cama estabala ropa de Phoebe. Para ser tan críaes la mar de cuidadosa. No separece nada a esos niños que dejantodas sus cosas desparramadas porahí. Ella es muy ordenada. En el

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respaldo había colgado la chaquetade un traje marrón que le habíacomprado mi madre en Canadá.Sobre el asiento había puesto lablusa y el resto de sus cosas.Debajo, muy colocaditos el unojunto al otro, estaban sus zapatoscon los calcetines dentro. Era laprimera vez que los veía. Debíanser nuevos. Eran unos mocasines,muy parecidos a los que yo tengo,que iban perfectamente con el trajemarrón. Mi madre la viste muybien. De verdad. Para algunascosas tiene un gusto estupendo. Nosabe comprar patines ni nada por el

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estilo, pero para eso de losvestidos es estupenda. Phoebe llevasiempre unos modelos que te dejanbizco. La mayoría de las crías de suedad, por mucho dinero que tengansus padres, van por lo generalhechas unos adefesios. En cambio,no se imaginan cómo iba Phoebecon ese traje que le había traído mimadre de Canadá. En serio.

Me senté en el escritorio de D.B. y me puse a mirar lo que habíaencima. Eran las cosas de Phoebedel colegio. Sobre todo libros. Elque estaba encima de todo el

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montón se llamaba La aritmética esdivertida. Lo abrí y miré la primerapágina donde Phoebe había escrito:

Phoebe Weatherfield Caulfield4B-1

Aquello me hizo muchísimagracia. ¡Qué trasto de niña! Sellama Phoebe Josephine, no PhoebeWeatherfield. Pero a ella eso delJosephine no le gusta nada. Cadavez que la veo se ha inventado unnombre nuevo. El libro que habíadebajo del de matemática era el degeografía, y el tercero el deortografía. Para la ortografía es ungenio. Se le dan bien todas las

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asignaturas, pero sobre todo ésa.Debajo de los libros había uncuaderno. Tiene como cinco mil. Loabrí y miré la primera página.Había escrito:

Bernice, habla conmigo en elrecreo. Tengo algo muy importanteque decirte.

Eso es todo lo que había en laprimera página. En la segundadecía:

¿Por qué hay tantasfábricas de conservas en elsureste de Alaska?

Porque hay mucho salmón.

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¿Por qué hay allí unosbosques tan extensos yvaliosos?

Porque tiene el climaadecuado para ellos.

¿Qué ha hecho nuestrogobierno para ayudar alesquimal de Alaska?

Averiguarlo para mañana.Phoebe Weatherfield

CaulfieldPhoebe Weatherfield

CaulfieldPhoebe Weatherfield

CaulfieldPhoebe W. Caulfield

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Sr. D. PhoebeWeatherfield Caulfield

¡Por favor, pásale esto aShirley!

Shirley, dijiste que erassagitario, pero no eres másque tauro. Tráete los patinescuando vengas a casa.

Me leí el cuaderno entero sinlevantarme del escritorio de D. B.No me llevó mucho tiempo yademás puedo pasarme horas yhoras leyendo cuadernos de críos,de Phoebe o de cualquier otro. Meencantan. Luego encendí un

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cigarrillo, el último que mequedaba. Debía haberme fumadoese día como tres cartones. Al finalla desperté. No podía seguirsentado en aquel escritorio el restode mi vida y además me entrómiedo de que me descubrieran mispadres sin que me hubiera dadotiempo a decirle hola siquiera. Asíque la desperté.

No me costó ningún trabajo. APhoebe no hace falta gritarle ninada por el estilo. Basta consentarse en su cama y decirle«Despierta, Phoebe», y ¡zas!, ya seha despertado.

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—¡Holden! —dijo enseguida, yme echó los brazos al cuello. Parala edad que tiene es muy cariñosa.A veces hasta demasiado. Le di unbeso mientras me decía:

—¿Cuándo has llegado a casa?—estaba contentísima de verme. Sele notaba.

—No grites. Ahora mismo.¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Has recibido micarta? Te escribí cinco páginas…

—Sí. Oye, baja la voz. Gracias.Es cierto que me había escrito

una carta que yo no había podidocontestar. En ella me contaba que

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iban a hacer una función en elcolegio y me pedía que no quedaracon nadie para ese viernes porquequería que fuera a verla.

—¿Qué tal va la función? —lepregunté—. ¿Cómo dijiste que sellamaba?

—Cuadro navideño paraamericanos. Es malísima, pero yohago de Benedict Arnold. Es casi elpapel más importante.

¡Jo! Tenía los ojos abiertos depar en par. Cuando le cuenta a unocosas de ésas se pone nerviosísima.

—Empieza cuando yo me estoy

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muriendo una Nochebuena y vieneun fantasma y me pregunta si no meda vergüenza. Ya sabes, habertraicionado a mi país y todo eso.¿Vas a venir? —estaba sentada enla cama—. Por eso te escribí.¿Vendrás?

—Claro que sí. No me loperderé.

—Papá no puede. Tiene que ir aCalifornia —me dijo.

¡Jo! ¡No estaba poco despierta!En dos segundos se le pasa todo elsueño. Estaba medio sentada medioarrodillada en la cama, y me habíacogido una mano.

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—Oye, mamá dijo que nollegarías hasta el miércoles.

—Pero me dejaron salir antes.Y no grites tanto. Vas a despertar atodo el mundo.

—¿Qué hora es? Dijeron que novolverían hasta muy tarde. Han idoa Norwalk a una fiesta. ¡Adivina loque he hecho esta tarde! ¿A que nosabes qué película he visto?¡Adivina!

—No lo sé. Oye, ¿no dijeron aqué hora…?

—Se llamaba El doctor —siguió Phoebe—, y era una películaespecial que ponían en la

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Fundación Lister. Sólo hoy. Es lahistoria de un médico de Kentuckyque asfixia con una manta a un niñoque está paralítico y no puedeandar. Luego le meten en la cárcel ytodo. Es estupenda.

—Escucha un momento. ¿Nodijeron a qué hora…?

—Al médico le da mucha penay por eso le mata. Luego lecondenan a cadena perpetua, peroel niño se le aparece todo el tiempopara darle las gracias por lo que hahecho. Había matado por piedad,pero él sabe que merece ir a la

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cárcel porque un médico no debequitar la vida que es un don deDios. Nos llevó la madre de unaniña de mi clase, Alice Holmborg.Es mi mejor amiga. La única delmundo entero que…

—Para el carro, ¿quieres? —ledije—. Te estoy haciendo unapregunta. ¿Dijeron a qué horavolverían, o no?

—No, sólo que sería tarde. Sefueron en el coche para no tener quepreocuparse por los trenes. Le hanpuesto una radio, pero mamá diceque no se oye por el tráfico.

Aquello me tranquilizó un poco.

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Por otra parte empezó a dejar depreocuparme que me encontraran encasa o no. Pensé que, después detodo, daba igual. Si me pillaban,asunto concluido.

No se imaginan lo graciosa queestaba Phoebe. Llevaba un pijamaazul con elefantes rojos en elcuello. Los elefantes le vuelvenloca.

—Así que la película erabuena, ¿eh?

—Muy buena, sólo que Aliceestaba un poco acatarrada y sumadre no hacía más que preguntarlecómo se encontraba. En lo mejor de

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la película se te echaba encimapara ver si tenía fiebre. Le ponía auna nerviosa.

Luego le dije:—Oye, te había comprado un

disco, pero se me ha roto al venirpara acá.

Saqué los trozos del bolsillo yse los enseñé.

—Estaba borracho —le dije.—Dame los pedazos. Los

guardaré.Me los quitó de la mano y los

metió en el cajón de la mesilla denoche. Es divertidísima.

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—¿Va a venir D. B. paraNavidad? —le pregunté.

—Mamá ha dicho que no sabe.Que depende. A lo mejor tiene quequedarse en Hollywood paraescribir un guión sobre Annapolis.

—¿Sobre Annapolis? ¡No medigas!

—Es una historia de amor. Y¿sabes quiénes van a ser losprotagonistas? ¿Qué artistas decine? Adivina.

—No me importa. Nada menosque sobre Annapolis. Pero ¿quésabe D. B. sobre la AcademiaNaval? ¿Qué tiene que ver eso con

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el tipo de cuentos que él escribe?—le dije. ¡Jo! Esas cosas me sacande quicio. ¡Maldito Hollywood!—¿Qué te has hecho en el brazo? —lepregunté. El pijama era de esos sinmangas y vi que llevaba una tiritade esparadrapo.

—Un chico de mi clase, CurtisWeintraub, me empujó cuandobajábamos la escalinata del parque—me dijo—. ¿Quieres verlo?

Empezó a despegarse la tirita.—Déjalo. ¿Por qué te empujó?—No sé. Creo que me odia —

dijo Phoebe—. Selma Atterbury y

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yo siempre le estamos manchandoel anorak con tinta y cosas así.

—Eso no está bien. Ya notienes edad de hacer tonterías.

—Ya sé, pero cada vez que voyal parque me sigue por todas partes.No me deja en paz. Me ponenerviosa.

—Probablemente porque legustas. Además, ésa no es razónpara mancharle…

—No quiero gustarle —medijo. Luego empezó a mirarme conuna expresión muy rara—. Holden,¿cómo es que has vuelto antes delmiércoles?

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—¿Qué?¡Jo! ¡El cuidado que había que

tener con ella! No se imaginan lolista que es.

—¿Cómo es que has venidoantes del miércoles? —volvió apreguntarme—. No te habránechado, ¿verdad?

—Ya te he dicho que nosdejaron salir antes. Decidieron…

—¡Te han echado! ¡Te hanechado! —dijo Phoebe. Me pegó unpuñetazo en la pierna. Cuando le dala ventolera te atiza unos puñetazosde miedo—. ¡Te han echado!¡Holden! —se había llevado la

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mano a la boca y todo. Es de lo mássensible. Lo juro.

—¿Quién dice que me hayanechado? Yo no he…

—Te han echado. Te hanechado.

Luego me largó otro puñetazo.No saben cómo dolían.

—Papá va a matarte —dijo. Setiró de bruces sobre la cama y setapó la cabeza con la almohada. Esuna cosa que hace bastante amenudo. A veces se pone comoloca.

—Ya vale —le dije—. No va a

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pasar nada. Papá no va a… Vamos,Phoebe, quítate eso de la cara.Nadie va a matarme.

Pero no quiso destaparse.Cuando se empeña en una cosa, nohay quien pueda con ella. Siguiórepitiendo:

—Papá va a matarte. Papá va amatarte —apenas se le entendía conla almohada sobre la cabeza.

—No va a matarme. Piensa unpoco. Para empezar voy a largarmede aquí una temporada. Buscarétrabajo en el Oeste. La abuela de unamigo mío tiene un rancho enColorado. Le pediré un empleo —

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le dije—. Si voy, te escribiré desdeallí. Venga, quítate esa almohada dela cara. ¡Vamos, Phoebe! Por favor.¿Quieres quitártela?

No me hizo caso. Traté dearrancársela pero no pude porquetiene muchísima fuerza. Se cansauno de forcejear con ella. ¡Jo! ¡Quétía! Cuando se le mete una cosa enla cabeza…

—Phoebe, por favor, sal de ahí—le dije—. Vamos. ¡Eh,Weatherfield! ¡Sal de ahí!

Pero como si nada. A veces nohay modo de razonar con ella. Alfinal fui al salón, cogí unos

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cigarrillos de la caja que habíasobre la mesa, y me los metí en elbolsillo. Se me habían terminado.

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Capítulo 22Cuando volví, Phoebe se habíaquitado la almohada de la cabeza—sabía que al final lo haría—,pero, aunque ahora estaba echadaboca arriba, todavía se negaba amirarme. Cuando me acerqué y mesenté en su cama volvió la carahacia el otro lado. Me hacía elvacío total. Como el equipo deesgrima de Pencey cuando se meolvidaron los floretes en el metro.

—¿Cómo está HazelWeatherfield? —le pregunté—.¿Has escrito algún cuento más

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sobre ella? Tengo en la maleta elque me mandaste. Está en laestación. Es muy bueno.

—Papá te matará.¡Jo! ¡Qué terca es la tía!—No, no me matará. A lo más

me echará una buena regañina y memandará a una de esas escuelasmilitares que no hay quien aguante.Ya lo verás. Además, para empezarno voy a estar en casa. Me iré aColorado, al rancho que te hedicho.

—¡No me hagas reír! Pero si nisiquiera sabes montar a caballo.

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—¿Cómo que no? Claro que sí.Además eso se aprende en dosminutos. Es facilísimo —le dije—.Déjate eso.

Se estaba hurgando la tira deesparadrapo.

—¿Quién te ha cortado el pelo?—acababa de darme cuenta de quele habían hecho un corte de pelohorrible. Se lo habían dejadodemasiado corto.

—¡A ti que te importa!A veces se pone la mar de

grosera.—Supongo que te habrán

suspendido otra vez en todas las

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asignaturas —continuó de lo másdescarada. A veces tiene gracia.Más que una niña parece unamaestra de escuela.

—No es verdad —le dije—.Me han aprobado en Lengua yLiteratura.

Luego, por jugar un poco, le diun pellizco en el trasero que se lehabía quedado al aire. Apenas teníanada. Quiso pegarme en la mano,pero no acertó.

De pronto, me dijo:—¿Por qué lo has hecho? —se

refería a que me hubieran

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expulsado. Pero me lo preguntó deun modo que me dio pena.

—¡Por Dios, Phoebe! No medigas eso. Estoy harto de que me lopregunte todo el mundo —le dije—.Por miles de razones. Es uno de loscolegios peores que he conocido.Estaba lleno de unos tíosfalsísimos. En mi vida he visto peorgente. Por ejemplo, si había ungrupo reunido en una habitación yquería entrar uno, a lo mejor no ledejaban sólo porque era un rollazoo porque tenía granos. En cuantoquerías entrar a algún cuarto tecerraban la puerta en las narices.

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Tenían una sociedad secreta en laque ingresé sólo por miedo, perohabía un chico que se llamabaRobert Ackley y que queríapertenecer a ella. Pues no ledejaron porque era pesadísimo ytenía acné. No quiero ni acordarmede todo eso. Era un colegioasqueroso. Créeme.

Phoebe no dijo nada, pero meescuchaba muy atenta. Se le notabaen la nuca. Da gusto porquesiempre presta atención cuando unole habla. Y lo más gracioso es quecasi siempre entiendeperfectamente lo que uno quiere

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decir. De verdad.Seguí hablándole de Pencey. De

pronto me apetecía.—Hasta los profesores más

pasables del colegio eran tambiénfalsísimos. Había uno, un vejeteque se llamaba Spencer. Su mujernos daba siempre chocolate y deverdad que eran muy buena gente.Pues no te imaginas un día queThurmer, el director, entró en laclase de historia y se sentó en lafila de atrás. Siempre iba a todaslas clases y se sentaba detrás detodo, como si fuera de incógnito o

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algo así. Pues aquel día vino y alrato empezó a interrumpir alprofesor con unos chistesmalísimos. Spencer hacía como sise partiera de risa y luego no hacíamás que sonreírle como si Thurmerfuera una especie de dios delOlimpo o algo así.

—No digas palabrotas.—Daban ganas de vomitar, de

verdad —le dije—. Y luego el díade los Antiguos. En Pencey hay undía en que los antiguos alumnos, losque salieron del colegio en 1776 opor ahí, vienen y se pasean por todoel edificio con sus mujeres y sus

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hijos y todo el familión. No teimaginas lo que es eso. Un tío comode cincuenta años llamó a la puertade nuestra habitación y nospreguntó si podía pasar al baño.Estaba al final del pasillo, o seaque no sé por qué tuvo que pedirnospermiso a nosotros. ¿Sabes lo quenos dijo? Que quería ver si aúnestaban sus iniciales en la puerta deuno de los retretes. Las habíagrabado hacía como veinte años yquería ver si seguían allí. Así quemi compañero de cuarto y yotuvimos que acompañarle y esperarde pie a que revisara la dichosa

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puerta de arriba abajo. Mientrastanto nos dijo cincuenta veces quelos días que había pasado enPencey habían sido los más felicesde toda su vida y no paró de darnosconsejos para el futuro y todo eso.¡Jo! ¡Cómo me deprimió aquel tío!No es que fuera mala persona, deverdad. Pero es que no hace faltaser mala persona para destrozarle auno. Puedes ser una personaestupenda y dejar a un tío deshecho.No tienes más que darle un montónde consejos mientras buscas tusiniciales en la puerta de un retrete.

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Eso es todo. No sé, a lo mejor nome habría deprimido tanto sihubiera jadeado un poco menos.Pero se había quedado sin alientoal subir las escaleras y todo el ratoque estuvo buscando sus inicialesse lo pasó jadeando sin parar. Lasaletas de la nariz se le movían deuna manera tristísima mientras nosdecía a Stradlater y a mí queaprendiéramos en el colegio todo loque pudiéramos. ¡Dios mío,Phoebe! ¡No puedo explicártelo!No aguantaba Pencey, pero nopuedo explicarte por qué.

Phoebe dijo algo pero no pude

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entenderla. Tenía media bocaaplastada contra la almohada y nola oía.

—¿Qué? —le dije—. Saca laboca de ahí. No te entiendo.

—Que a ti nunca te gusta nada.Aquello me deprimió aún más.—Hay cosas que me gustan.

Claro que sí. No digas eso. ¿Porqué lo dices?

—Porque es verdad. No tegusta ningún colegio, no te gustanada de nada. Nada.

—¿Cómo que no? Ahí es dondete equivocas. Ahí es precisamentedonde te equivocas. ¿Por qué tienes

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que decir eso? —le dije. ¡Jo!¡Cómo me estaba deprimiendo!

—Porque es la verdad. Di unasola cosa que te guste.

—¿Una sola cosa? Bueno.Lo que me pasaba es que no

podía concentrarme. A veces cuestamuchísimo trabajo.

—¿Una cosa que me gustemucho? —le pregunté.

No me contestó. Estaba hechaun ovillo al otro lado de la cama,como a mil millas de distancia.

—Vamos, contéstame —le dije—. ¿Tiene que ser una cosa que

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guste mucho, o basta con algo queme guste un poco?

—Una cosa que te guste mucho.—Bien —le dije. Pero no podía

concentrarme. Lo único que se meocurría eran aquellas dos monjasque iban por ahí pidiendo con suscestas. Sobre todo la de las gafasde montura de metal. Y un chicoque había conocido en Elkton Hills.Se llamaba James Castle y se negóa retirar lo que había dicho de untío insoportable, un tal Phil Stabile.Un día había comentado con otroschicos que era un creído, y uno delos amigos de Stabile le fue

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corriendo con el cuento. PhilStabile se presentó con otros seishijoputas en su cuarto, cerraron lapuerta con llave y trataron deobligarle a que retirara lo dicho,pero Castle se negó. Le dieron unapaliza tremenda. No les diré lo quele hicieron porque es demasiadorepugnante, pero el caso es queCastle siguió sin retractarse. Era untío delgadísimo y muy débil, conunas muñecas que parecían lápices.Al final, antes de desdecirse,prefirió tirarse por la ventana. Yoestaba en la ducha y oí el ruido quehizo al caer, pero creí que había

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sido una radio, o un pupitre, o unacosa así, no una persona. Luego oícarreras por el pasillo y tíoscorriendo por las escaleras, así queme puse la bata, bajé, y, tendidosobre la escalinata de la entrada, via James Castle. Estaba muerto.Todo alrededor habíadesparramados dientes y manchasde sangre y todo eso, y nadie seatrevía a acercarse siquiera.Llevaba puesto un jersey de cuelloalto que yo le había prestado. A loschicos que le habían pegado nohicieron más que expulsarles. Ni

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siquiera los metieron en la cárcel.Pues no se me ocurría nada

más. Sólo las dos monjas con lasque había hablado durante eldesayuno y ese chico que habíaconocido en Elkton Hills. Lo máscurioso es que a James Castle lehabía conocido poquísimo. Era untío muy callado. Estábamos en lamisma clase de matemáticas, perose sentaba siempre al final de todoy nunca se levantaba ni para decirla lección, ni para ir a la pizarra, ninada. Creo que sólo hablé con él eldía que vino a preguntarme si leprestaba el jersey. Me quedé tan

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asombrado que por poco me caísentado. Recuerdo que estabalavándome los dientes. Él se acercóy me dijo que iba a venir a verle unprimo suyo para llevarle a dar unpaseo en coche. No sé siquiera nicómo sabía que yo tenía un jerseyde cuello alto. Lo conocía porqueiba delante de mí en la lista: Cabel,R.; Cable, W.; Castle, J.; Caulfield.Todavía me acuerdo. Si quierenque les diga la verdad, estuve apunto de no prestárselo. Sóloporque apenas le conocía.

—¿Qué dices? —le pregunté aPhoebe. Me había dicho algo, pero

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no la había entendido.—¿Ves como no hay una sola

cosa que te guste?—Sí hay. Claro que sí.—¿Cuál?—Me gusta Allie, y me gusta

hacer lo que estoy haciendo ahora.Hablar aquí contigo, y pensar encosas, y…

—Allie está muerto. No vale.Si una persona está muerta y en elCielo, no vale…

—Ya lo sé que está muerto. ¿Tecrees que no lo sé? Pero puedoquererle, ¿no? No sé por qué hay

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que dejar de querer a una personasólo porque se haya muerto. Sobretodo si era cien veces mejor que losque siguen viviendo.

Phoebe no contestó. Cuando nose le ocurre nada que decir, secierra como una almeja.

—Además, ya te digo quetambién me gusta esto. Estar aquísentado contigo perdiendo eltiempo…

—Pero esto no es nada.—Claro que sí. Claro que es

algo. ¿Por qué no? La gente nuncale da importancia a las cosas.¡Maldita sea! Estoy harto.

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—Deja de jurar y dime otracosa. Dime por ejemplo qué tegustaría ser. Científico o abogado oqué.

—Científico no. Para lasciencias soy un desastre.

—Entonces abogado comopapá.

—Supongo que eso no estaríamal, pero no me gusta. Me gustaríasi los abogados fueran por ahísalvando de verdad vidas de tiposinocentes, pero eso nunca lo hacen.Lo que hacen es ganar un montón depasta, jugar al golf y al bridge,comprarse coches, beber martinis

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secos y darse mucha importancia.Además, si de verdad te pones adefender a tíos inocentes, ¿cómosabes que lo haces porque quieressalvarles la vida, o porque quieresque todos te consideren un abogadoestupendo y te den palmaditas en laespalda y te feliciten losperiodistas cuando acaba el juiciocomo pasa en toda esa imbecilidadde películas? ¿Cómo sabes túmismo que no te estás mintiendo?Eso es lo malo, que nunca llegas asaberlo.

No sé si Phoebe entendía o no

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lo que quería decir porque es aúnmuy cría para eso, pero al menosme escuchaba. Da gusto que leescuchen a uno.

—Papá va a matarte. Va amatarte —me dijo.

Pero no la oí. Estaba pensandoen otra cosa. En una cosa absurda.

—¿Sabes lo que me gustaríaser? ¿Sabes lo que me gustaría serde verdad si pudiera elegir?

—¿Qué?—¿Te acuerdas de esa canción

que dice, «Si un cuerpo coge a otrocuerpo, cuando van entre elcenteno…»? Me gustaría…

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—Es «Si un cuerpo encuentra aotro cuerpo, cuando van entre elcenteno» —dijo Phoebe—. Y es unpoema. Un poema de Robert Burns.

—Ya sé que es un poema deRobert Burns.

Tenía razón. Es «Si un cuerpoencuentra a otro cuerpo, cuando vanentre el centeno», pero entonces nolo sabía.

—Creí que era, «Si un cuerpocoge a otro cuerpo» —le dije—,pero, verás. Muchas veces meimagino que hay un montón de niñosjugando en un campo de centeno.Miles de niños. Y están solos,

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quiero decir que no hay nadiemayor vigilándolos. Sólo yo. Estoyal borde de un precipicio y mitrabajo consiste en evitar que losniños caigan a él. En cuantoempiezan a correr sin mirar adóndevan, yo salgo de donde esté y loscojo. Eso es lo que me gustaríahacer todo el tiempo. Vigilarlos.Yo sería el guardián entre elcenteno. Te parecerá una tontería,pero es lo único que de verdad megustaría hacer. Sé que es unalocura.

Phoebe se quedó callada mucho

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tiempo. Luego, cuando al fin habló,sólo dijo:

—Papá va a matarte.—Por mí que lo haga —le dije.

Me levanté de la cama porquequería llamar al que había sidoprofesor mío de literatura en ElktonHills, el señor Antolini. Ahoravivía en Nueva York. Había dejadoel colegio para ir a enseñar a laUniversidad—. Tengo que haceruna llamada —le dije a Phoebe—.Enseguida vuelvo. No te duermas.

No quería que se durmieramientras yo estaba en el salón.Sabía que no lo haría, pero aun así

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se lo dije para asegurarme.Mientras iba hacia la puerta,

Phoebe me llamó:—¡Holden!Me volví. Se había sentado en

la cama. Estaba guapísima.—Una amiga mía, Phillis

Margulis, me ha enseñado a eructar—dijo—. Escucha.

Escuché y oí algo, pero nadaespectacular.

—Lo haces muy bien —le dije,y luego me fui al salón a llamar alseñor Antolini.

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Capítulo 23Hablé muy poco rato porque teníamiedo de que llegaran mis padres yme pescaran con las manos en lamasa. Pero tuve suerte. El señorAntolini estuvo muy amable. Medijo que si quería, vendría abuscarme inmediatamente. Creo queles desperté a él y a su mujerporque tardaron muchísimo encoger el teléfono. Lo primero queme preguntó fue que si me pasabaalgo grave y yo le contesté que no.Pero le dije que me habían echadode Pencey. Pensé que era mejor que

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lo supiera cuanto antes. Me dijo:«¡Vaya por Dios! ¡Buena la hemoshecho!». La verdad es que teníabastante sentido del humor. Me dijotambién que si quería podía ir paraallá enseguida.

El señor Antolini es el mejorprofesor que he tenido nunca. Esbastante joven, un poco mayor quemi hermano D. B., y se puedebromear con él sin perderle elrespeto ni nada. Él fue quienrecogió el cuerpo de James Castlecuando se tiró por la ventana. Elseñor Antolini se le acercó, le tomó

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el pulso, se quitó el abrigo, cubrióel cadáver con él y lo llevó a laenfermería. No le importó nada queel abrigo se le manchara todo desangre.

Cuando volví a la habitación deD. B., Phoebe había puesto laradio. Daban música de baile.Había bajado mucho el volumenpara que no lo oyera la criada. Nose imaginan lo mona que estaba. Sehabía sentado sobre la colcha enmedio de la cama con las piernascruzadas como si estuvierahaciendo yoga. Escuchaba lamúsica. Me hizo una gracia

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horrorosa.—Vamos —le dije—, ¿quieres

bailar?Le enseñé cuando era pequeña y

baila estupendamente. De mí noaprendió más que unos cuantospasos, el resto lo aprendió ellasola. Bailar es una de esas cosasque se lleva en la sangre.

—Pero llevas zapatos.—Me los quitaré. Vamos.Bajó de un salto de la cama,

esperó a que me descalzara, y luegobailamos un rato. Lo hacemaravillosamente. Por lo generalme revienta cuando los mayores

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bailan con niños chicos, porejemplo cuando va uno a unrestaurante y ve a un señor sacar abailar a una niña. La cría no sabedar un paso y el señor le levantatodo el vestido por atrás, y resultahorrible. Por eso Phoebe y yo nuncabailamos en público. Sólo hacemosun poco el indio en casa. Ademáscon ella es distinto porque sí sabebailar. Te sigue hagas lo que hagas.Si la aprieto bien fuerte, no importaque yo tenga las piernas mucho máslargas que ella. Y puedes hacer loque quieras, dar unos pasos bien

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difíciles, o inclinarte a un lado depronto, o saltar como si fuera unapolka, lo mismo da, ella te sigue.Hasta puede con el tango.

Bailamos cuatro piezas. En losdescansos me hace muchísimagracia. Se queda quieta en posición,esperando sin hablar ni nada. A míme obliga a hacer lo mismo hastaque la orquesta empieza a tocar otravez. Está divertidísima, pero no ledeja a uno ni reírse ni nada.

Bueno, como les iba diciendo,bailamos cuatro piezas y luegoPhoebe quitó la radio. Volvió asubir a la cama de un salto y se

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metió entre las sábanas.—Estoy mejorando, ¿verdad?

—me preguntó.—Muchísimo —le dije. Volví a

sentarme en la cama a su lado.Estaba jadeando. De tanto fumar nopodía ya ni respirar. Ella en cambioseguía como si nada.

—Tócame la frente —dijo depronto.

—¿Para qué?—Tócamela. Sólo una vez.Lo hice, pero no noté nada.—¿No te parece que tengo

fiebre?—No. ¿Es que tienes?

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—Sí. La estoy provocando.Tócamela otra vez.

Volví a ponerle la mano en lafrente y tampoco sentí nada, pero ledije:

—Creo que ya empieza a subir—no quería que le entraracomplejo de inferioridad.

Asintió.—Puedo hacer que suba

muchísimo el ternómetro.—Se dice «termómetro».

¿Quién te ha enseñado?—Alice Homberg. Sólo tienes

que cruzar las piernas, contener el

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aliento y concentrarte en algo muycaliente como un radiador o algoasí. Te arde tanto la frente que hastapuedes quemarle la mano a alguien.

¡Qué risa! Retiré la manocorriendo como si me diera unmiedo terrible.

—Gracias por avisarme —ledije.

—A ti no te habría quemado.Habría parado antes. ¡Chist!

Se sentó en la cama a todavelocidad. Me dio un susto demuerte.

—¡La puerta! —me dijo en unsusurro—. Son ellos.

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De un salto me acerqué alescritorio y apagué la luz. Aplastéla punta del cigarrillo contra lasuela de un zapato y me metí lacolilla en el bolsillo. Luego agité lamano en el aire para disipar unpoco el humo. No debía haberfumado. Cogí los zapatos, me metíen el armario y cerré la puerta. ¡Jo!El corazón me latía como uncondenado.

Sentí a mi madre entrar en lahabitación.

—¿Phoebe? —dijo—. No tehagas la dormida. He visto la luz,señorita.

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—Hola —dijo Phoebe—. Nopodía dormir. ¿Os habéisdivertido?

—Muchísimo —dijo mi madre,pero se le notaba que no eraverdad. No le gustan mucho lasfiestas—. Y ¿por qué estásdespierta, señorita, si es que puedesaberse? ¿Tenías frío?

—No tenía frío. Es que nopodía dormir.

—Phoebe, ¿has estadofumando? Dime la verdad.

—¿Qué? —dijo Phoebe.—Ya me has oído.

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—Encendí un cigarrillo unsegundo. Sólo le di una pitada.Luego lo tiré por la ventana.

—Y ¿puedes decirme por qué?—No podía dormir.—No me gusta que hagas eso,

Phoebe. No me gusta nada —dijomi madre—. ¿Quieres que te pongaotra manta?

—No, gracias. Buenas noches—dijo Phoebe. Se le notaba queestaba deseando que se fuera.

—¿Qué tal la película? —lepreguntó mi madre.

—Estupenda. Sólo que la madrede Alice se pasó todo el rato

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preguntándole que si tenía fiebre.Volvimos en taxi.

—Déjame que te toque lafrente.

—Estoy bien. Alice no teníanada. Es que su madre es unapesada.

—Bueno, ahora a dormir. ¿Quétal la cena?

—Asquerosa —dijo Phoebe.—Tu padre te ha dicho mil

veces que no digas esas cosas. ¿Porqué asquerosa? Era una chuleta decordero estupenda. Fui hastaLexington sólo para…

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—No era la chuleta. Es queCharlene te echa el alientazoencima cada vez que te sirve algo.Echa toda la respiración encima dela comida.

—Bueno. A dormir. Dame unbeso. ¿Has rezado tus oraciones?

—Sí. En el baño. Buenasnoches.

—Buenas noches. Que teduermas pronto. Tengo un dolor decabeza tremendo —dijo mi madre.Suele tener unas jaquecas terribles,de verdad.

—Tómate unas cuantasaspirinas —dijo Phoebe—. Holden

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vuelve el miércoles, ¿verdad?—Eso parece. Métete bien

dentro, anda. Hasta abajo.Oí a mi madre salir y cerrar la

puerta. Esperé un par de minutos ysalí del armario. Me di de naricescon Phoebe que había saltado de lacama en medio de la oscuridad paraavisarme.

—¿Te he hecho daño? —lepregunté.

Ahora que estaban en casa,teníamos que hablar en voz muybaja.

—Tengo que irme —le dije.

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Encontré a tientas el borde de lacama, me senté en él y empecé aponerme los zapatos. Estaba muynervioso, lo confieso.

—No te vayas aún —dijoPhoebe—. Espera a que seduerman.

—No. Ahora es el mejormomento. Mamá estará en el baño ypapá oyendo las noticias. Es mioportunidad.

A duras penas podíaabrocharme los zapatos de nerviosoque estaba. No es que me hubieranmatado de haberme encontrado encasa, pero sí habría sido bastante

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desagradable.—¿Dónde te has metido? —le

dije a Phoebe. Estaba tan oscuroque no se veía nada.

—Aquí.Resulta que estaba allí a dos

pasos y ni la veía.—Tengo las maletas en la

estación —le dije—. Oye, ¿tienesalgo de dinero? Estoy casi sinblanca.

—Tengo el que he ahorradopara Navidad. Para los regalos.Pero aún no he gastado nada.

No me gustaba la idea dellevarme la pasta que había ido

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guardando para eso.—¿Quieres que te lo preste?—No quiero dejarte sin dinero

para Navidad.—Puedo dejarte una parte —me

dijo. Luego la oí acercarse alescritorio de D. B., abrir un millónde cajones, y tantear con la mano.El cuarto estaba en tinieblas.

—Si te vas no me verás en lafunción —dijo. La voz le sonaba unpoco rara.

—Sí, claro que te veré. No meiré hasta después. ¿Crees que voy aperdérmela? —le dije—.

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Probablemente me quedaré en casadel señor Antolini hasta el martespor la noche y luego vendré a casa.Si puedo te telefonearé.

—Toma —dijo Phoebe.Trataba de darme la pasta en mediode aquella oscuridad, pero no meencontraba.

—¿Dónde estás?Me puso el dinero en la mano.—Oye, no necesito tanto —le

dije—. Préstame sólo dos dólares.De verdad. Toma.

Traté de darle el resto, pero nome dejó.

—Puedes llevártelo todo. Ya

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me lo devolverás. Tráelo cuandovengas a la función.

—Pero ¿cuánto me das?—Ocho dólares con ochenta y

cinco centavos. No, sesenta y cinco.Me he gastado un poco.

De pronto me eché a llorar. Nopude evitarlo. Lloré bajito para queno me oyeran, pero lloré. Phoebe seasustó muchísimo. Se acercó a mí ytrató de calmarme, pero cuando unoempieza no puede pararse de golpey porrazo. Seguía sentado al bordede la cama. Phoebe me echó losbrazos al cuello y yo le rodeé loshombros con un brazo, pero aun así

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no pude dejar de llorar. Creí queme ahogaba. ¡Jo! ¡Qué susto le di ala pobre! Noté que tiritaba porquesólo llevaba el pijama y estabaabierta la ventana. Traté deobligarla a que volviera a la camapero no quiso. Al final me calmé,pero después de mucho, muchorato. Acabé de abrocharme elabrigo y le dije que me pondría encontacto con ella en cuanto pudiera.Me dijo que podía dormir en sucama si quería, pero yo le contestéque no, que era mejor que me fueraporque el señor Antolini estaba

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esperándome y todo. Luego saquédel bolsillo la gorra de caza y se ladi. Le gustan mucho esas cosas. Alprincipio no quiso quedársela, peroyo la obligué. Estoy seguro de quedurmió con ella puesta. Le encantanese tipo de gorras. Le dije que lallamaría en cuanto pudiera y me fui.Resultó mucho más fácil salir decasa que entrar. Creo que sobretodo porque de pronto ya no meimportaba que me cogieran. Deverdad. Si me pillaban, mepillaban. En cierto modo, creo quehasta me hubiera alegrado.

Bajé por la escalera de servicio

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en vez de tomar el ascensor. Casime rompo la crisma porque tropecécon unos diez mil cubos de basura,pero al final llegué al vestíbulo. Elascensorista ni siquiera me vio.Probablemente se cree que sigo encasa de los Dickstein.

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Capítulo 24El señor Antolini y su mujer teníanun apartamento muy elegante enSutton Place con bar y dosescalones para bajar al salón ytodo. Yo había estado allí muchasveces porque cuando me echaron deElkton Hills el señor Antolini veníaa mi casa con mucha frecuencia acenar y a ver cómo seguía.Entonces aún estaba soltero. Luego,cuando se casó, solíamos jugar altenis los tres en el West SideTennis Club de Forest Hills al quepertenecía su mujer. La señora

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Antolini estaba podrida de dinero.Era como sesenta años mayor quesu marido, pero, al parecer, sellevaban muy bien. Los dos eranmuy intelectuales, sobre todo él,sólo que cuando hablaba conmigoera más ingenioso que intelectual,lo mismo que D. B. La señoraAntolini tiraba más a lo serio.Tenía bastante asma. Los dos leíantodos los cuentos de mi hermano —ella también—, y cuando D. B. semarchó a Hollywood el señorAntolini le llamó para decirle queno fuera, que un tío que escribía tan

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bien como él no tenía nada quehacer en el cine. Prácticamente lomismo que le dije yo. Pero D. B. nole hizo caso.

Debí haber ido a su casaandando porque no quería gastar eldinero que me había dado Phoebesi no era en algo absolutamenteindispensable, pero cuando salí a lacalle sentí una sensación rara, comode mareo, así que tomé un taxi. Deverdad que no quería, pero no tuvemás remedio. No saben lo que mecostó encontrar uno a esa hora.

Cuando llamé al timbre de lapuerta —una vez que el

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ascensorista, el muy cerdo, sedecidió a subirme—, salió a abrirel señor Antolini. Iba en batín yzapatillas y llevaba un vaso en lamano. Era un tío con mucho mundoy le daba bien al alcohol.

—¡Holden, muchacho! —medijo—. ¡Dios mío! Ya has crecidocomo veinte pulgadas más. ¡Cuántome alegro de verte!

—¿Cómo está usted, señorAntolini? ¿Cómo está la señoraAntolini?

—Muy bien los dos. Venga,dame ese abrigo.

Me lo quitó de la mano y lo

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colgó.—Esperaba verte llegar con un

recién nacido en los brazos. Nadiea quien recurrir, lágrimas, copos denieve en las pestañas…

Cuando quiere es un tío muyingenioso. Luego se volvió y gritó,en dirección a la cocina:

—¡Lillian! ¿Cómo va ese café?—Lillian era el nombre de sumujer.

—Ya está listo —contestó ellatambién a gritos—. ¿Ha llegadoHolden? ¡Hola, Holden!

—Hola señora Antolini.

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Se hablaban todo el tiempo aberridos. Supongo que era porquenunca estaban juntos en la mismahabitación. Tenía gracia.

—Siéntate, Holden —dijo elseñor Antolini. Se le notaba queestaba un poco curda. En el salónhabía por todas partes copas yplatitos llenos de cacahuetes ycosas así, como si hubiera habidouna fiesta.

—No te fijes en este desorden—me dijo—. Hemos tenido queinvitar a unos amigos de mi mujer.Unos tipos de Buffalo. Más biendiría que unos búfalos.

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Me reí. La señora Antolini megritó algo desde la cocina, pero nopude entenderla.

—¿Qué ha dicho? —le preguntéa su marido.

—Que no se te ocurra mirarlacuando entre. Acaba de levantarsede la cama. Coge un cigarrillo.¿Sigues fumando?

—Gracias —le dije. Tomé unode la caja que me ofrecía abierta—.A veces. Fumo con moderación.

—No lo dudo —me dijo. Meacercó un encendedor que habíasobre la mesa—. Así que Pencey y

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tú habéis dejado de ser uno.Siempre decía cosas así. Unas

veces me hacía gracia y otras no.Creo que se le iba un poco la mano,aunque con eso no quiero decir queno fuera ingenioso. Lo era, pero aveces le pone a uno nervioso que ledigan cosas de ese estilo todo eltiempo. D. B. hace lo mismo.

—¿Qué pasó? —dijo el señorAntolini—. ¿Qué tal saliste enLengua? Ahora mismo te pongo depatitas en la calle si me dices que tehan suspendido a ti, el mejorescritor de composiciones que hayavisto este país.

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—No, en Lengua me hanaprobado, aunque era casi todoliteratura. Sólo he escrito doscomposiciones en todo el semestre—le dije—. Lo que sí hesuspendido es Expresión Oral. Erauna asignatura obligatoria. En ésame han cateado.

—¿Por qué?—No lo sé.La verdad es que no tenía ganas

de contárselo. Aún me sentía unpoco mareado y de pronto me habíaentrado un dolor de cabeza terrible.De verdad. Pero como se le notabaque estaba muy interesado en el

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asunto, le expliqué un poco en quéconsistía esa clase.

—Es un curso en que cadachico tiene que levantarse y dar unaespecie de charla. Ya sabe. Muyespontánea y todo eso. En cuanto elque habla se sale del tema losdemás tienen que gritarle,«Digresión». Me ponía malo. Mesuspendieron.

—¿Por qué?—No lo sé. Eso de tener que

gritar «Digresión» me ponía losnervios de punta. No puedo decirlepor qué. Creo que lo que pasa es

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que cuando lo paso mejor esprecisamente cuando alguienempieza a divagar. Es mucho másinteresante.

—¿No te gusta que la gente seatenga al tema?

—Sí, claro que me gusta que seatengan al tema, pero nodemasiado. No sé. Me aburrocuando no divagan nada enabsoluto. Los chicos que sacabanlas mejores notas en ExpresiónOral eran los que hablaban con másprecisión, lo reconozco. Pero habíauno que se llamaba RichardKinsella y que siempre se iba por

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las nubes. Le gritaban «Digresión»todo el tiempo. Me daba muchísimapena porque, para empezar, era untío muy nervioso, pero mucho, deesos que en cuanto les toca hablarempiezan a temblarles los labios.Si uno estaba sentado un poco atrás,ni siquiera le oía. Para mi gusto erael mejor de la clase, pero por pocole suspenden también. Le dieron unaprobado pelado sólo porque losotros le gritaban «Digresión» todoel tiempo. Por ejemplo, un díahabló de una finca que habíacomprado su padre en Vermont.Bueno, pues el profesor, el señor

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Vinson, le puso un suspenso porqueno dijo qué clase de animales y deverduras y de frutas producía. Loque pasó es que Kinsella empezóhablando de todo eso, pero depronto se puso a contarnos lahistoria de un tío suyo que habíacogido la polio cuando teníacuarenta y dos años y no quería quenadie fuera a visitarle al hospitalpara que no le vieran paralítico.Reconozco que no tenía nada quever con la finca, pero era muybonito. Me gusta mucho más que unchico me hable de su tío. Sobre

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todo cuando empieza hablando deuna finca y de repente se pone ahablar de una persona. Es un crimengritarle a un tío «Digresión» cuandoestá en medio de… No sé. Esdifícil de explicar.

Tenía un dolor de cabezahorrible y estaba deseando queapareciera la señora Antolini con elcafé. Si hay una cosa que memolesta es cuando alguien te diceque algo está listo y resulta que noes verdad.

—Holden, una breve preguntade tipo pedagógico y ligeramentecargante. ¿No crees que hay un

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momento y un lugar apropiadospara cada cosa? ¿No crees que sialguien empieza a hablarte de lafinca de su padre debe atenerse altema primero y después hablarte, siquiere, de la parálisis de su tío?Por otra parte, si esa parálisis leparece tan fascinante, ¿por qué nola elige como tema para la charlaen vez de la finca?

No tenía ganas de contestarle atodo eso. Me encontraba muy mal.Hasta empezaba a dolerme elestómago.

—Sí. Supongo que sí. Supongoque debía haber elegido como tema

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a su tío si es que le interesaba tanto.Pero es que hay quien no sabe loque le interesa hasta que empieza ahablar de algo que le aburre. Aveces es inevitable. Por eso creoque es mejor que le dejen a uno enpaz si lo pasa muy bien con lo quedice. Es bonito que la gente seemocione con algo. Lo que pasa esque usted no conoce al señorVinson. Le volvía a uno loco.Continuamente nos repetía quehabía que unificar y simplificar. Noveo cómo se puede unificar ysimplificar así por las buenas, sólo

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porque a uno le dé la gana. Ustedno conoce a ese Vinson. A lo mejorera muy inteligente, pero a mí meparece que no tenía más seso que unmosquito.

—Caballeros, el café al fin.La señora Antolini entró en el

salón llevando una bandeja con dostazas de café y un plato de pasteles.

—Holden, no se te ocurra nimirarme. Voy hecha un cuadro.

—¿Cómo está usted, señoraAntolini?

Empecé a levantarme, pero elseñor Antolini me tiró de lachaqueta y me obligó a sentarme.

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Su mujer tenía la cabeza llena derulos. No llevaba maquillaje ninada y la verdad es que estababastante fea. De pronto parecíamucho más vieja.

—Bueno, os dejo esto aquí.Servíos lo que queráis —dijomientras ponía la bandeja sobre lamesa empujando hacia un ladotodos los vasos—. ¿Cómo está tumadre, Holden?

—Muy bien, gracias. Hacebastante que no la veo, pero laúltima vez…

—Si Holden necesita algo, estátodo en el ropero. En el estante de

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arriba. Yo me voy a acostar. Estoymuerta —dijo la señora Antolini.Se le notaba—. ¿Sabréis hacer lacama en el sofá vosotros solos?

—Ya nos las arreglaremos. Túvete a dormir —dijo el señorAntolini. Se dieron un beso y luegoella me dijo adiós y se fue a sucuarto. Siempre se estabanbesuqueando en público.

Tomé un poco de café y mediopastel que, por cierto, estaba másduro que una piedra. El señorAntolini se tomó otro cóctel. Loshace bastante fuertes, se le nota. Si

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no se anda con ojo acabaráalcoholizado.

—Comí con tu padre hace unpar de semanas —me dijo derepente—. ¿Te lo ha dicho?

—No. No sabía nada.—Está muy preocupado por ti.—Sí. Ya lo sé.—Al parecer, cuando me

telefoneó acababa de recibir unacarta del director de Pencey en quele decía que ibas muy mal, quehacías novillos, que no estudiabas,que, en general…

—No hacía novillos. Allí eraimposible. Falté un par de veces a

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la clase de Expresión Oral, peroeso no es hacer novillos.

No tenía ganas de hablar delasunto. El café me había sentado unpoco el estómago, pero seguíateniendo un dolor de cabezaterrible.

El señor Antolini encendió otrocigarrillo. Fumaba como unenergúmeno. Luego dijo:

—Francamente, no sé quédecirte, Holden.

—Lo sé. Es muy difícil hablarconmigo. Me doy cuenta.

—Me da la sensación de queavanzas hacia un fin terrible. Pero,

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sinceramente, no sé qué clase de…¿Me escuchas?

—Sí.Se le notaba que estaba tratando

de concentrarse.—Puede que a los treinta años

te encuentres un día sentado en unbar odiando a todos los que entrany tengan aspecto de haber jugado alfútbol en la universidad. O puedeque llegues a adquirir la culturasuficiente como para aborrecer alos que dicen «Ves a verla». Opuede que acabes de oficinistatirándole grapas a la secretaria más

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cercana. No lo sé. Pero entiendesadónde voy a parar, ¿verdad?

—Sí, claro —le dije. Y eraverdad. Pero se equivocaba en esode que acabaré odiando a los quehayan jugado al fútbol en launiversidad. En serio. No odio acasi nadie. Es posible que alguienme reviente durante una temporada,como me pasaba con Stradlater oRobert Ackley. Los odio unascuantas horas o unos cuantos días,pero después se me pasa. Hasta esposible que si luego no vienen a mihabitación o no los veo en elcomedor, les eche un poco de

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menos.El señor Antolini se quedó un

rato callado. Luego se levantó, sesirvió otro cubito de hielo, y volvióa sentarse. Se le notaba que estabapensando. Habría dado cualquiercosa porque hubiera continuado laconversación a la mañana siguiente,pero no había manera de pararle.La gente siempre se empeña enhablar cuando el otro no tiene lamenor gana de hacerlo.

—Está bien. Puede que no meexprese de forma memorable eneste momento. Dentro de un par dedías te escribiré una carta y lo

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entenderás todo, pero ahoraescúchame de todos modos —medijo. Volvió a concentrarse. Luegocontinuó—. Esta caída que teanuncio es de un tipo muy especial,terrible. Es de aquellas en que alque cae no se le permite llegarnunca al fondo. Sigue cayendo ycayendo indefinidamente. Es laclase de caída que acecha a loshombres que en algún momento desu vida han buscado en su entornoalgo que éste no podíaproporcionarles, o al menos así locreyeron ellos. En todo caso

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dejaron de buscar. De hecho,abandonaron la búsqueda antes deiniciarla siquiera. ¿Me sigues?

—Sí, señor.—¿Estás seguro?—Sí.Se levantó y se sirvió otra copa.

Luego volvió a sentarse. Nospasamos un buen rato en silencio.

—No quiero asustarte —continuó—, pero te imagino contoda facilidad muriendo noblementede un modo o de otro por una causatotalmente inane.

Me miró de una forma muy raray dijo:

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—Si escribo una cosa, ¿laleerás con atención?

—Claro que sí —le dije. Y asílo hice. Aún tengo el papel que medio. Se acercó a un escritorio quehabía al otro lado de la habitacióny, sin sentarse, escribió algo en unahoja de papel. Volvió con ella en lamano y se instaló a mi lado.

—Por raro que te parezca, estono lo ha escrito un poeta. Lo dijo unpsicoanalista que se llamabaWilhelm Stekel. Esto es lo que…¿Me sigues?

—Sí, claro que sí.—Esto es lo que dijo: «Lo que

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distingue al hombre insensato delsensato es que el primero ansíamorir orgullosamente por unacausa, mientras que el segundoaspira a vivir humildemente porella».

Se inclinó hacia mí y me dio elpapel. Lo leí y me lo metí en elbolsillo. Le agradecí mucho que semolestara, de verdad. Lo quepasaba es que no podíaconcentrarme. ¡Jo! ¡Qué agotado mesentía de repente!

Pero se notaba que el señorAntolini no estaba nada cansado.

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Curda, en cambio, estaba un rato.—Creo que un día de estos —

dijo—, averiguarás qué es lo quequieres. Y entonces tendrás queaplicarte a ello inmediatamente. Nopodrás perder ni un solo minuto.Eso sería un lujo que no podráspermitirte.

Asentí porque no me quitabaojo de encima, pero la verdad esque no le entendí muy bien lo quequería decir. Creo que sabíavagamente a qué se refería, pero enaquel momento no acababa deentenderlo. Estaba demasiadocansado.

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—Y sé que esto no va a gustartenada —continuó—, pero en cuantodescubras qué es lo que quieres, loprimero que tendrás que hacer serátomarte en serio el colegio. No tequedará otro remedio. Te guste ono, lo cierto es que eres estudiante.Amas el conocimiento. Y creo queuna vez que hayas dejado atrás lasclases de Expresión Oral y a todosesos Vicens…

—Vinson —le dije. Se habíaequivocado de nombre, pero nodebí interrumpirle.

—Bueno, lo mismo da. Una vezque los dejes atrás, comenzarás a

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acercarte, si ése es tu deseo y tuesperanza, a un tipo deconocimiento muy querido de tucorazón. Entre otras cosas, verásque no eres la primera persona aquien la conducta humana haconfundido, asustado, y hastaasqueado. Te alegrará y te animarásaber que no estás solo en esesentido. Son muchos los hombresque han sufrido moral yespiritualmente del mismo modoque tú. Felizmente, algunos de elloshan dejado constancia de susufrimiento. Y de ellos aprenderás

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si lo deseas. Del mismo modo quealguien aprenderá algún día de ti sisabes dejar una huella. Se trata deun hermoso intercambio que notiene nada que ver con laeducación. Es historia. Es poesía.

Se detuvo y dio un largo sorboa su bebida. Luego volvió a lacarga. ¡Jo! ¡Se había disparado! Notraté de pararle ni nada.

—Con esto no quiero decir quesólo los hombres cultivados puedanhacer una contribución significativaa la historia de la humanidad. No esasí. Lo que sí afirmo, es que si esoshombres cultos tienen además genio

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creador, lo que desgraciadamentese da en muy pocos casos, dejanuna huella mucho más profunda quelos que poseen simplemente untalento innato. Tienden a expresarsecon mayor claridad y a llevar sulínea de pensamiento hasta lasúltimas consecuencias. Y lo que esmás importante, el noventa porciento de las veces tienen mayorhumildad que el hombre nocultivado. ¿Me entiendes lo quequiero decir?

—Sí, señor.Permaneció un largo rato en

silencio. No sé si les habrá pasado

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alguna vez, pero es muy difícil estaresperando a que alguien termine depensar y diga algo. Dificilísimo.Hice esfuerzos por no bostezar. Noes que estuviera aburrido —no loestaba—, pero de repente me habíaentrado un sueño tremendo.

—La educación académica teproporcionará algo más. Si lasigues con constancia, al cabo de untiempo comenzará a darte una ideade la medida de tu inteligencia. Dequé puede abarcar y qué no puedeabarcar. Poco a poco comenzarás adiscernir qué tipo de pensamiento

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halla cabida más cómodamente entu mente. Y con ello ahorrarástiempo porque ya no tratarás deadoptar ideas que no te van, o queno se avienen a tu inteligencia.Sabrás cuáles son exactamente tusmedidas intelectuales y vestirás a tumente de acuerdo con ellas.

De pronto, sin previo aviso,bostecé. Sé que fue una grosería,pero no pude evitarlo.

El señor Antolini se rió:—Vamos —dijo mientras se

levantaba—. Haremos la cama enel sofá.

Le seguí. Se acercó al armario y

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trató de bajar sábanas, mantas, yotras cosas así del estante dearriba, pero no pudo porque aúntenía el vaso en la mano. Se echó alcoleto el poco líquido que quedabadentro, lo dejó en el suelo, y luegobajó las cosas. Le ayudé a llevarlashasta el sofá e hicimos la camajuntos. La verdad es que a él no sele daba muy bien. No estiraba lassábanas ni nada, pero me dio igual.Estaba tan cansado que podía haberdormido de pie.

—¿Qué tal tus muchas mujeres?—Bien.Reconozco que mi conversación

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no era muy brillante, pero no teníaganas de hablar.

—¿Cómo está Sally?Conocía a Sally Hayes. Se la

había presentado una vez.—Está bien. He salido con ella

esta tarde.¡Jo! ¡Parecía que habían pasado

como veinte años desde entonces!—Ya no tenemos mucho en

común —le dije.—Pero era una chica muy

guapa. ¿Y la otra? Aquélla de queme hablaste. La que conociste enMaine.

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—¿Jane Gallaher? Está bien.Probablemente la llamaré mañana.

Terminamos de hacer la cama.—Es toda tuya —dijo el señor

Antolini—. Pero no sé dónde vas ameter esas piernas que tienes.

—No se preocupe. Estoyacostumbrado a camas cortas —ledije—. Y muchas gracias. Usted yla señora Antolini me han salvadola vida esta noche.

—Ya sabes dónde está el baño.Si quieres algo, dame un grito. Aúnestaré en la cocina un buen rato.¿Te molestará la luz?

—No, claro que no. Muchas

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gracias.—De nada. Buenas noches,

guapetón.—Buenas noches. Y muchas

gracias.Se fue a la cocina y yo me metí

en el baño a desnudarme. No pudelavarme los dientes porque nohabía traído cepillo. Tampoco teníapijama y el señor Antolini se habíaolvidado de prestarme uno de lossuyos. Así que volví al salón,apagué la lámpara, y me acosté encalzoncillos. El sofá era cortísimo,pero aquella noche habría dormido

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de pie sin un solo parpadeo. Estuvepensando un par de segundos en loque me había dicho el señorAntolini, en eso de que unoaprendía a calcular el tamaño de suinteligencia. La verdad es que eraun tío muy listo. Pero no podíamantener los ojos abiertos y medormí.

De pronto ocurrió algo. Noquiero ni hablar de ello. No sé quéhora sería, pero el caso es que medesperté. Sentí algo en la cabeza.Era la mano de un tío. ¡Jo! ¡Vayasusto que me pegué! Era la manodel señor Antolini. Se había

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sentado en el suelo junto al sofá enmedio de la oscuridad y estabacomo acariciándome o dándomepalmaditas en la cabeza. ¡Jo! ¡Lesaseguro que pegué un salto hasta eltecho!

—¿Qué está haciendo?—Nada. Estaba sentado aquí

admirando…—Pero ¿qué hace? —le

pregunté de nuevo. No sabía ni quédecir. Estaba desconcertadísimo.

—¿Y si bajaras la voz? Ya tedigo que estaba sentado aquí…

—Bueno, tengo que irme —ledije. ¡Jo! ¡Qué nervios! Empecé a

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ponerme los pantalones sin dar laluz ni nada. Pero estaba tannervioso que no acertaba. En todoslos colegios a los que he ido heconocido a un montón depervertidos, más de los que sepueden imaginar, y siempre les dapor montar el numerito cuandoestoy delante.

—¿Que tienes que irte?¿Adónde? —dijo el señor Antolini.

Trataba de hacerse el muynatural, como si todo fuera de lomás normal, pero de eso nada. Selo digo yo.

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—He dejado las maletas en laestación. Creo que será mejor quevaya a recogerlas. Tengo allí todasmis cosas.

—No tengas miedo que no va allevárselas nadie. Vuelve a lacama. Yo voy a acostarme también.Pero ¿qué te pasa?

—No me pasa nada. Es quetengo el dinero y todas mis cosas enesas maletas. Volveré enseguida.Tomaré un taxi y volveréinmediatamente.

¡Jo! No daba pie con bola enmedio de aquella oscuridad.

—Es que el dinero no es mío.

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Es de mi madre.—No digas tonterías, Holden.

Vuelve a la cama. Yo me voy adormir. El dinero seguirá allí por lamañana.

—No, de verdad. Tengo queirme. En serio.

Había terminado de vestirme,pero no encontraba la corbata. Nome acordaba de dónde la habíapuesto. Dejé de buscarla y me pusela chaqueta sin más. El señorAntolini se había sentado ahora enun sillón que había a poca distanciadel sofá. Estaba muy oscuro y no se

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veía muy bien, pero supe que memiraba. Seguía bebiendo como uncosaco porque llevaba su fielcompañero en la mano.

—Eres un chico muy raro.—Lo sé —le dije.Me cansé de buscar la corbata y

decidí irme sin ella.—Adiós —le dije—. Muchas

gracias por todo. De verdad.Me siguió hasta la puerta y se

me quedó mirando desde el umbralmientras yo llamaba al ascensor.No me dijo nada, sólo repetía parasí eso de que era «un chico muyraro». ¡De raro, nada! Siguió allí de

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pie sin quitarme ojo de encima. Enmi vida he esperado tanto tiempo aun ascensor. Se lo juro.

Como no se me ocurría de quéhablar y él seguía clavado sinmoverse, al final le dije:

—Voy a empezar a leer librosbuenos. De verdad.

Algo tenía que decir. Era unasituación de lo más desairada.

—Recoge tus maletas y vuelveaquí inmediatamente. Dejaré lapuerta abierta.

—Muchas gracias —le dije—.Adiós.

Por fin llegó el ascensor. Entré

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en él y bajé hasta el vestíbulo. ¡Jo!Iba temblando como un condenado.Cosas así me han pasado ya comoveinte veces desde muy pequeño.No lo aguanto.

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Capítulo 25Cuando salí estaba empezando aamanecer. Hacía mucho frío perome vino bien porque estabasudando. No tenía ni idea de dóndemeterme. No quería ir a un hotel ygastarme todo el dinero que mehabía dado Phoebe, así que me fuiandando hasta Lexington y allí toméel metro a la estación de GrandCentral. Tenía las maletas en esaconsigna y pensé que podría dormirun poco en esa horrible sala deespera donde hay un montón debancos. Y eso es lo que hice. Al

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principio no estuvo tan mal porquecomo no había mucha gente pudeecharme todo lo largo que era en unbanco. Pero prefiero no hablarlesde aquello. No fue nada agradable.No se les ocurra intentarlo nunca,de verdad. No saben lo deprimenteque es.

Dormí sólo hasta las nueveporque a esa hora empezaron aentrar miles de personas y tuve queponer los pies en el suelo. Comoasí no podía seguir durmiendo,acabé sentándome. Me seguíadoliendo la cabeza y ahora mucho

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más fuerte. Creo que nunca en mivida me había sentido tandeprimido.

Sin querer empecé a pensar enel señor Antolini y en qué le diría asu mujer cuando ella le preguntarapor qué no había dormido allí. Nome preocupé mucho porque sabíaque era un tío inteligente y se leocurriría alguna explicación. Lediría que me había ido a mi casa oalgo así. Eso no era problema. Loque sí me preocupaba era habermedespertado y haberme encontrado alseñor Antolini acariciándome lacabeza. Me pregunté si me habría

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equivocado al pensar que eramarica. A lo mejor simplemente legustaba acariciar cabezas de tíosdormidos. ¿Cómo se puede saberesas cosas con seguridad? Esimposible. Hasta llegué a pensarque a lo mejor debía haberrecogido las maletas y haber vueltoa su casa como le había dicho.Pensé que aunque fuera marica deverdad, lo cierto es que se habíaportado muy bien conmigo. No lehabía importado nada que lehubiera llamado a media noche yhasta me había dicho que fuerainmediatamente si quería. Pensé

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que se había molestado en darmetodas esas explicaciones acerca decómo averiguar qué tamaño tienesde inteligencia, y pensé también quefue el único que se acercó a JamesCastle cuando estaba muerto. Penséen todas estas cosas, y cuanto máspensaba, más me deprimía. Quizádebía haber vuelto a su casa. Quizáme había acariciado la cabeza sóloporque le apetecía. Pero cuantasmás vueltas le daba en la cabeza atodo aquel asunto, peor me sentía.Me dolían muchísimo los ojos. Meescocían de no dormir. Y para

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colmo estaba cogiendo un catarro yno llevaba pañuelo. Tenía unoscuantos en la maleta, pero no meapetecía abrirla en medio de todaaquella gente. Alguien se habíadejado una revista en el banco de allado, así que me puse a ojearla aver si con eso dejaba de pensar enel señor Antolini y en muchas otrascosas. Pero el artículo que empecéa leer me deprimió aún más.Hablaba de hormonas. Te decíacómo tenías que tener la cara y losojos y todo lo demás cuando lashormonas te funcionaban bien, y yono respondía para nada a la

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descripción. Era igualito, encambio, al tipo que según elartículo tenía unas hormonashorribles, así que de pronto empecéa preocuparme por las dichosashormonas. Luego me puse a leerotro artículo sobre cómo descubrirsi tienes cáncer. Decía que si tesale una pupa en los labios y tardamucho en curarse es probablementeseñal de que lo tienes.Precisamente hacía dos semanasque tenía una calentura que no sesecaba, así que inmediatamente meimaginé que tenía cáncer. Aquellarevistita era como para levantarle

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la moral a cualquiera. Dejé de leery salí a dar un paseo. Estaba segurode que me quedaban como dosmeses de vida. De verdad.Completamente seguro de ello. Y laidea no me produjo precisamenteuna alegría desbordante.

Parecía como si fuera aempezar a llover de un momento aotro, pero aun así me fui a dar unpaseo. Iría a desayunar. No teníamucha hambre, pero pensé que teníaque comer algo que tuviera unascuantas vitaminas. Así que crucé laQuinta Avenida y eché a andar

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hacia donde están los restaurantesbaratos porque no quería gastarmucho dinero.

Mientras caminaba pasé junto ados tíos que descargaban de uncamión un enorme árbol deNavidad. Uno le gritaba al otro:«¡Cuidado! ¡Que se cae el muyhijoputa! ¡Agárralo bien!»

¡Vaya manera de hablar de unárbol de Navidad! Como, a pesarde todo, tenía gracia, solté lacarcajada. No pude hacer nada peorporque en el momento en que meeché a reír me entraron unas ganashorribles de vomitar. De verdad.

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Hasta devolví un poco, pero luegose me pasó. No entiendo por quéfue. No había comido nada quehubiera podido sentarme mal yademás tengo un estómago bastantefuerte. Pero, como les decía, se mepasó y decidí tomar algo. Entré enun bar con pinta de barato y pedí uncafé y un par de donuts, pero nopude con ellos. Cuando uno estámuy deprimido le resultadificilísimo tragar. Pero por suerteel camarero era un tipo muy amabley se los volvió a llevar sincobrármelos ni nada. Me tomé elcafé y luego volví a la Quinta

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Avenida.Era lunes, faltaban muy pocos

días para Navidad y todas lastiendas estaban abiertas. Dabagusto pasear por allí. Había unambiente muy navideño con todosesos Santa Claus tan cochambrososque te encontrabas en todas lasesquinas y las mujeres del Ejércitode Salvación, ésas que no se pintanni nada, todos tocando campanillas.Miré a ver si encontraba a lasmonjas que había conocido el díaanterior, pero no las vi. Ya me loimaginaba porque me habían dicho

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que venían a Nueva York a enseñar,así que dejé de buscarlas. Pero,como les decía, se notaba muchoque era época de Navidad. Habíamillones de niños subiendo ybajando de autobuses y entrando ysaliendo de tiendas con sus madres.Eché de menos a Phoebe. Ya no estan pequeña como para volverseloca en el departamento dejuguetes, pero le gusta pasear porahí y ver a la gente. Dos años antesla había llevado de comprasconmigo por esas fechas y lopasamos estupendamente. Creo quefuimos a Bloomingdale’s. Entramos

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en el departamento de zapatería ehicimos como si ella —¡quéPhoebe esa!— hubiera queridocomprarse unas botas de las quetienen miles de agujeros para pasarlos cordones. Volvimos loco aldependiente. Phoebe se probó comoveinte pares y el pobre hombre tuvoque abrochárselas todas. Lehicimos una buena faena, peroPhoebe se divirtió como loca. Alfinal compramos un par democasines y lo cargamos a lacuenta de mamá. El empleadoestuvo muy amable. Creo que se diocuenta de que estábamos tomándole

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el pelo, porque Phoebe acabasiempre soltando el trapo.

Pero, como les decía, merecorrí toda la Quinta Avenida sincorbata ni nada. De pronto empezóa pasarme una cosa horrible. Cadavez que iba a cruzar una calle ybajaba el bordillo de la acera, meentraba la sensación de que no iba allegar al otro lado. Me parecía queiba a hundirme, a hundirme, y quenadie volvería a verme jamás. ¡Jo!¡No me asusté poco! No seimaginan. Empecé a sudar como uncondenado hasta que se me empapó

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toda la camisa y la ropa interior ytodo.

Luego me pasó otra cosa.Cuando llegaba al final de cadamanzana me ponía a hablar con mihermano muerto y le decía: «Allie,no me dejes desaparecer. No dejesque desaparezca. Por favor, Allie».Y cuando acababa de cruzar lacalle, le daba las gracias. Cuandollegaba a la esquina siguiente,volvía a hacer lo mismo. Pero seguíandando. Creo que tenía miedo dedetenerme, pero si quieren que lesdiga la verdad, no me acuerdo muybien. Sé que no paré hasta que

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llegué a la calle sesenta y tantos,pasado el Zoo y todo. Allí me sentéen un banco. Apenas podía respirary sudaba como un loco. Me pasé sinmoverme como una hora, y al finaldecidí irme de Nueva York. Decidíno volver jamás a casa ni a ningúnotro colegio. Decidí despedirme dePhoebe, decirle adiós, devolverleel dinero que me había prestado, ymarcharme al Oeste haciendoautostop. Iría al túnel Holland,pararía un coche, y luego a otro, y aotro, y a otro, y en pocos díasllegaría a un lugar donde haría sol ymucho calor y nadie me conocería.

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Buscaría un empleo. Pensé queencontraría trabajo en unagasolinera poniendo a los cochesaceite y gasolina. Pero la verdad esque no me importaba qué clase detrabajo fuera con tal de que nadieme conociera y yo no conociera anadie. Lo que haría sería hacermepasar por sordomudo y así notendría que hablar. Si queríandecirme algo, tendrían queescribirlo en un papelito yenseñármelo. Al final se hartarían yya no tendría que hablar el resto demi vida. Pensarían que era un pobre

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hombre y me dejarían en paz. Yoles llenaría los depósitos degasolina, ellos me pagarían, y conel dinero me construiría una cabañaen algún sitio y pasaría allí el restode mi vida. La levantaría cerca delbosque, pero no entre los árboles,porque quería ver el sol todo eltiempo. Me haría la comida, yluego, si me daba la gana decasarme, conocería a una chicaguapísima que sería tambiénsordomuda y nos casaríamos.Vendría a vivir a la cabañaconmigo y si quería decirme algotendría que escribirlo como todo el

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mundo. Si llegábamos a tener hijos,los esconderíamos en alguna parte.Compraríamos un montón de librosy les enseñaríamos a leer y escribirnosotros solos.

Pensando en todo aquello mepuse contentísimo. De verdad.Sabía que eso de hacerme pasar porsordomudo era imposible, pero aunasí, me gustaba imaginármelo. Loque sí decidí con toda seguridad fuelo de irme al Oeste. Pero antestenía que despedirme de Phoebe.Crucé la calle a todo correr —porpoco me atropellan—, entré en unapapelería y compré un bloc y un

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lápiz. Pensé que le escribiría unanota diciéndole dónde podíamosencontrarnos para despedirnos ypara que yo pudiera devolverle eldinero que me había prestado.Llevaría la nota al colegio y se ladaría a alguien de la oficina paraque se la entregaran. Estabademasiado nervioso para escribirlaen la tienda, así que me guardé elbloc y el lápiz en el bolsillo yempecé a andar a toda prisa haciael colegio. Fui casi corriendoporque quería que recibiera elrecado antes de que se fuera a

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comer a casa. No me quedabamucho tiempo.

Naturalmente sabía dóndeestaba el colegio porque había idode pequeño. Cuando entré sentí unasensación rara. Creí que no iba arecordar cómo era por dentro, perome acordaba perfectamente. Estabaexactamente igual que cuando yoestudiaba allí. El mismo patiointerior, bastante oscuro, con unaespecie de jaulas alrededor de lasfarolas para que no se rompieranlas bombillas si les daban con lapelota. Los mismos círculosblancos pintados en el suelo para

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juegos y cosas así, y las mismascestas de baloncesto sin la red, sólolos maderos y los aros.

No había nadie, probablementeporque estaban todos en clase y aúnno era la hora de comer. No vi másque a un niño negro. Del bolsillotrasero del pantalón le asomaba unode esos pases de madera quellevábamos también nosotros y quedemostraban que tenía uno permisopara ir al baño.

Seguía sudando, pero no tantocomo antes. Me acerqué a lasescaleras, me senté en el primerescalón y saqué el bloc y el lápiz

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que había comprado. Olía igual quecuando yo era pequeño, como sialguien acabara de mearse allí. Lasescaleras de los colegios siemprehuelen así. Pero, como les decía,me senté y escribí una nota:

Querida Phoebe,no puedo esperar hasta el

miércoles, así que me voy estatarde al Oeste en auto-stop.Ven si puedes a la puerta delmuseo de arte a las doce ycuarto. Te devolveré tu dinerode Navidad. No he gastadomucho. Con mucho cariño,

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HoldenEl colegio estaba muy cerca del

museo y Phoebe tenía que pasar pordelante para ir a casa, así queestaba seguro de que la vería.

Cuando acabé, me fui a laoficina del director para ver sialguien podía llevarle la nota a suclase. La doblé como diez vecespara que no la leyeran. En uncolegio no se puede fiar uno denadie. Pensé que se la daríanporque era su hermano.

Mientras subía las escalerascreí que iba a vomitar otra vez,pero no. Me senté un segundo y me

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recuperé bastante. Pero mientrasestaba sentado vi una cosa que mepuso negro. Alguien había escritoJ… en la pared. Me pusefuriosísimo. Pensé en Phoebe y enlos otros niños de su edad que loverían y se preguntarían qué queríadecir aquello. Siempre habríaalguno que se lo explicaría de lapeor manera posible, claro, y todospensarían en eso y hasta sepreocuparían durante un par dedías. Me entraron ganas de matar alque lo había escrito. Tenía quehaber sido un pervertido que había

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entrado por la noche en el colegio amear o algo así, y lo había escritoen la pared. Me imaginé que lepillaba con las manos en la masa yque le aplastaba la cabeza contralos peldaños de piedra hastadejarle muerto todo ensangrentado.Pero sabía que no tenía valor parahacer una cosa así. Lo sabía y esome deprimió aún más. La verdad esque ni siquiera tenía valor paraborrarlo con la mano. Me diomiedo de que me sorprendiera unprofesor y se creyera que lo habíaescrito yo. Al final lo borré y luegosubí a las oficinas. El director no

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estaba, pero sentada a la máquinade escribir había una viejecita quedebía tener como cien años. Leexpliqué que era hermano dePhoebe Caulfield de la 4B-1 y ledije que por favor le entregara lanota, que era muy importanteporque mi madre estaba enferma yme había encargado que llevara aPhoebe a comer a una cafetería. Laviejecita estuvo muy amable. Llamóa otra ancianita de la oficina de allado y le dio la nota para que se lallevara a mi hermana. Luego la quetenía como cien años y yo hablamosun buen rato. Era muy simpática.

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Cuando le dije que había estudiadoallí me preguntó que adónde ibaahora y le contesté que a Pencey.Me dijo que era muy buen colegio.Aunque hubiera querido hacerlo, nohabría tenido fuerzas suficientespara abrirle los ojos. Además siquería creer que Pencey era muybuen colegio que lo creyera. Detodos modos es dificilísimo hacercambiar de opinión a una ancianitaque tiene ya como un siglo. Lesgusta seguir pensando las mismascosas de antes. Al cabo de un buenrato me fui. Tuvo gracia. Al salir la

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viejecita me gritó «Buena suerte»con el mismo tono con que me lohabía dicho Spencer cuando melargué de Pencey. ¡Dios mío!¡Cómo me fastidia que me digan«Buena suerte» cuando me voy dealguna parte! Es de lo másdeprimente.

Bajé por una escalera diferentey vi otro J… en la pared. Quiseborrarlo con la mano también, peroen este caso lo habían grabado conuna navaja o algo así. No habíaforma de quitarlo. De todos modos,aunque dedicara uno a eso unmillón de años, nunca sería capaz

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de borrar todos los J… del mundo.Sería imposible.

Miré el reloj del patio. Eran lasdoce menos veinte. Aún mequedaba mucho tiempo por matarantes de ver a Phoebe, pero, comono tenía otro sitio adónde ir, me fuial museo de todos modos. Penséparar en una cabina de teléfonospara llamar a Jane Gallaher antesde salir para el Oeste, pero noestaba en vena.

Mientras esperaba a Phoebedentro del vestíbulo del museo, seme acercaron dos niños apreguntarme si sabía dónde estaban

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las momias. El más pequeño, el queme había hablado, llevaba labragueta abierta. Cuando se lo dijese la abrochó sin moverse de dondeestaba. No se molestó ni enesconderse detrás de una columnani nada. Me hizo muchísima gracia.Me habría reído, pero tuve miedode vomitar otra vez, así que mecontuve.

—¿Dónde están las momias,oiga? —repitió el niño—. ¿Losabe?

Me dio por tomarles el pelo unrato.

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—¿Las momias? ¿Qué es eso?—le pregunté.

—Ya sabe, las momias. Esostíos que están muertos. Los quemeten en tundas y todo eso.

¡Qué risa! Quería decir tumbas.—¿Cómo es que no estáis en el

colegio? —le pregunté.—Hoy no hay colegio —dijo el

que hablaba siempre. Estoy segurode que mentía descaradamente, elmuy sinvergüenza. Como no teníanada que hacer hasta que llegaraPhoebe, les ayudé a buscar lasmomias. ¡Jo! Antes sabíaexactamente dónde estaban, pero

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hacía años que no entraba en aquelmuseo.

—¿Os interesan mucho lasmomias? —les dije.

—Sí.—¿No sabe hablar tu amigo?—No es mi amigo. Es mi

hermano.—¿No sabe hablar? —miré al

que estaba callado—. ¿No sabes?—Sí —me dijo—, pero no

tengo ganas.Al final averiguamos dónde

estaban las momias.—¿Sabéis cómo enterraban los

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egipcios a los muertos? —preguntéa uno de los niños.

—No.—Pues deberíais saberlo

porque es muy importante. Losenvolvían en una especie de vendasempapadas en un líquido secreto.Así es como podían pasarse milesde años en sus tumbas sin que se lespudriera la cara ni nada. Nadiesabe qué líquido era ése. Nisiquiera los científicos modernos.

Para llegar adonde estaban lasmomias había que pasar por unaespecie de pasadizo. Una de lasparedes estaba hecha con piedras

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que habían traído de la tumba de unfaraón. La verdad es que dababastante miedo y aquellos dosvalientes no las tenían todasconsigo. Se arrimaban a mí lo másque podían y el que no despegabalos labios iba prácticamentecolgado de mi manga.

—Vámonos de aquí —le dijode pronto a su hermano—. Yo yalas he visto. Venga, vámonos.

Se volvió y salió corriendo.—Es de un cobarde que no vea

—dijo el otro—. Adiós.Y se fue corriendo también. Me

quedé solo en la tumba. En cierto

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modo me gustó. Se estaba allí lamar de tranquilo. De pronto no seimaginan lo que vi en la pared. OtroJ… Estaba escrito con una especiede lápiz rojo justo debajo delcristal que cubría las piedras delfaraón.

Eso es lo malo. Que no hayforma de dar con un sitio tranquiloporque no existe. Cuando te creesque por fin lo has encontrado, teencuentras con que alguien haescrito un J… en la pared. Deverdad les digo que cuando memuera y me entierren en un

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cementerio y me pongan encima unalápida que diga Holden Caulfield ylos años de mi nacimiento y de mimuerte, debajo alguien escribirá ladichosa palabrita.

Cuando salí de donde estabanlas momias, tuve que ir al baño.Tenía diarrea. Aquello no meimportó mucho, pero ocurrió algomás. Cuando ya me iba, poco antesde llegar a la puerta, no medesmayé de milagro. Tuve suerteporque podía haber dado con lacabeza en el suelo y habermematado, pero caí de costado. Mesalvé por un pelo. Al rato me sentí

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mejor. De verdad. Me dolía unpoco el brazo de la caída, pero yano estaba tan mareado.

Eran como las doce y diez, asíque volví a la puerta a esperar aPhoebe. Pensé que quizá fueraaquélla la última vez que la veía. APhoebe o a cualquiera de mifamilia. Supongo que volvería averles algún día, pero dentro demuchos años. Regresaría a casacuando tuviera como treinta y cincoo así. Alguien se pondría enfermo yquerría verme antes de morir. Esosería lo único que podría hacermeabandonar mi cabaña. Me imaginé

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cómo sería mi vuelta. Sabía que mimadre se pondría muy nerviosa yempezaría a llorar y a suplicarmeque no me fuera, pero yo no le haríacaso. Estaría de lo más sereno.Primero la tranquilizaría y luego meacercaría a la mesita que hay alfondo del salón donde están loscigarrillos, sacaría uno y loencendería así como muy frío ydespegado. Les diría que podían ira visitarme, pero no insistiríamucho. A Phoebe sí la dejaría venira verme en verano, en Navidad, enPascua. D. B. podría venir también

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si necesitaba un sitio bonito ytranquilo donde trabajar, pero en micabaña no le dejaría escribirguiones de cine. Sólo cuentos ylibros. A todos los que vinieran avisitarme les pondría unacondición. No hacer nada que nofuera sincero. Si no, tendrían queirse a otra parte. De pronto miré elreloj que había en el guardarropa yvi que era la una menos veinticinco.Empecé a temer que la viejecita delcolegio no le hubiera dado la nota aPhoebe. Quizá la otra la habíadicho que la quemara o algo así. Nosaben el susto que me llevé. Quería

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ver a Phoebe antes de echarme alcamino. Tenía que devolverle sudinero y despedirme y todo eso.

Al final la vi venir a través delos cristales de la puerta. Eraimposible no reconocerla porquellevaba mi gorra de caza puesta.Salí y bajé la escalinata de piedrapara salirle al encuentro. Lo que nopodía entender era por qué llevabauna maleta. Cruzaba la QuintaAvenida arrastrándola porqueapenas podía con ella.

Cuando me acerqué me dicuenta de que era una mía vieja queusaba cuando estudiaba en

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Whooton. No comprendía qué hacíaallí con ella.

—Hola —me dijo cuando llegóa mi lado. Jadeaba de haber idoarrastrando aquel trasto.

—Creí que no venías —lecontesté—. ¿Qué diablos llevasahí? No necesito nada. Voy a irmecon lo puesto. No pienso recoger nilo que tengo en la estación. ¿Quéhas metido ahí dentro?

Dejó la maleta en el suelo.—Mi ropa —dijo—. Voy

contigo. ¿Puedo? ¿Verdad que medejas?

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—¿Qué? —le dije. Casi me caíal suelo cuando me lo dijo. Se lojuro. Me dio tal mareo que creí queiba a desmayarme otra vez.

—Bajé en el ascensor deservicio para que Charlene no meviera. No pesa nada. Sólo llevo dosvestidos, y mis mocasines y unascuantas cosas de ésas. Mira. Nopesa, de verdad. Cógela, yaverás… ¿Puedo ir contigo, Holden?¿Puedo? ¡Por favor!

—No. ¡Y cállate!Creía que iba a desmayarme.

No quería decirle que se callara,pero es que de verdad pensé que

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me iba al suelo.—¿Por qué no? Holden por

favor, no te molestaré nada, sólo irécontigo. Si no quieres no llevaré nila ropa. Cogeré sólo…

—No cogerás nada porque novas a venir. Voy a ir solo, así quecállate de una vez.

—Por favor, Holden. Por favor,déjame ir. No notarás siquieraque…

—No vas. Y a callar. Dame esamaleta —le dije. Se la quité de lamano y estuve a punto de darle unabofetada. Empezó a llorar—. Creí

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que querías salir en la función delcolegio. Creía que querías serBenedict Arnold —le dije de muymalos modos—. ¿Qué quieres? ¿Nosalir en la función?

Phoebe lloró más fuerte. Depronto quise hacerla llorar hastaque se le secaran las lágrimas. Casila odiaba. Creo que, sobre todo,porque si se venía conmigo nosaldría en esa representación.

—Vamos —le dije. Subí otravez la escalinata del museo.

Dejaría aquella absurda maletaen el guardarropa y ella podríarecogerla cuando saliera a las tres

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del colegio. No podía ir a la clasecargada con ella.

—Venga, vámonos.No quiso subir las escaleras. Se

negaba a ir conmigo. Subí solo,dejé la maleta y volví a bajar.Estaba esperándome en la acera,pero me volvió la espalda cuandome acerqué a ella. A veces es capazde hacer cosas así.

—No me voy a ninguna parte.He cambiado de opinión, así quedeja de llorar —le dije. Logracioso es que Phoebe ya nolloraba pero se lo grité igual—.Vamos, te acompañaré al colegio.

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Venga. Vas a llegar tarde.No me contestó siquiera. Quise

darle la mano, pero no me dejó.Seguía sin mirarme.

—¿Tomaste algo? —le pregunté—. ¿Has comido ya?

No despegó los labios. Se quitóla gorra de caza —la que yo lehabía dado—, y me la tiró a la cara.Luego me volvió la espalda otravez. Yo no dije nada. Recogí lagorra y me la metí en el bolsillo.

—Vamos. Te llevaré al colegio.—No pienso volver al colegio.Cuando me dijo aquello no supe

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qué contestarle. Me quedé sin saberqué decir unos minutos, parado enmedio de la calle.

—Tienes que volver. ¿Quieressalir en esa función, o no? ¿Quieresser Benedict Arnold, o no?

—No.—Claro que sí. Claro que

quieres. Venga, vámonos de aquí —le dije—. En primer lugar no mevoy a ninguna parte, ya te lo hedicho. En cuanto te deje en elcolegio voy a volver a casa.Primero me acercaré a la estación yde allí me iré directamente…

—He dicho que no vuelvo al

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colegio. Tú puedes hacer lo que tedé la gana, pero yo no vuelvo allí.Así que cállate ya.

Era la primera vez que medecía que me callara. Dicho porella sonaba horrible. ¡Dios mío!Peor que una palabrota. Seguía sinmirarme y cada vez que le ponía lamano en el hombro o algo así, seapartaba.

—Oye, ¿quieres que vayamos adar un paseo? —le pregunté—.¿Quieres que vayamos hasta elzoológico? Si te dejo no ir alcolegio y dar en cambio un paseoconmigo, ¿no harás más tonterías?

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No quiso contestarme, así quevolví a decírselo:

—Si te dejo no ir a clase estatarde, ¿no harás tonterías? ¿Irásmañana al colegio como una buenachica?

—No lo sé —me dijo. Luegoechó a correr y cruzó la calle sinmirar siquiera si venía algún coche.A veces se pone como loca.

No corrí tras ella. Sabía que meseguiría, así que eché a andar por laacera del parque mientras ella ibapor la de enfrente. Se notaba queme miraba con el rabillo del ojo y

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sin volver la cabeza para ver pordónde iba. Así fuimos hasta elzoológico. Lo único que mepreocupaba es que a veces pasabaun autobús de dos pisos que metapaba el lado opuesto de la calle yno me dejaba ver a Phoebe. Perocuando llegamos, grité:

—¡Voy a entrar al zoológico!¡Ven!

No volvió la cabeza, pero sabíaque me había oído, y cuandoempecé a bajar los escalones mevolví y vi que estaba cruzando lacalle para seguirme.

El zoológico estaba bastante

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desanimado porque hacía un díamuy malo, pero en torno al estanquede las focas se habían reunido unascuantas personas. Pasaba por allísin detenerme cuando vi a Phoebeque fingía mirar cómo daban decomer a los animales —había un tíoechándoles pescado—, así quevolví atrás. Pensé que aquélla erabuena ocasión para alcanzarla. Meacerqué, me paré detrás de ella y lepuse las manos en los hombros,pero Phoebe dobló un poco lasrodillas y se hizo a un lado. Ya leshe dicho que cuando le da por ahí,se pone bastante descarada. Se

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quedó mirando cómo daban decomer a las focas y yo de pie trasella. No volví a tocarla porquesabía que si lo hacía se marcharía.Los críos tienen sus cosas. Hay queandarse con mucho cuidado cuandouno trata con ellos.

Cuando se cansó del estanquede las focas, echó a andar si no ami lado, tampoco muy lejos de mí.Íbamos más o menos uno por cadaextremo de la acera. No era lasituación ideal, pero era mejor quecaminar a una milla de distanciacomo antes. Subimos la colinita del

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zoológico y nos paramos en lo alto,donde están los osos. Pero allí nohabía mucho que ver. Sólo estabafuera uno de ellos, el polar. El otro,el marrón, estaba metido en sucuevecita dichosa y no le daba lagana de salir. No se le veía más queel trasero. A mi lado había un críode pie con un sombrero de vaqueroque le tapaba hasta las orejas. Nohacía más que decir a su padre:«¡Hazle salir, papá! ¡Hazle salir!».Miré a Phoebe pero no quiso reírse.A los niños se les nota enseguidacuándo están enfadados en que noquieren reírse.

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Dejamos de mirar a los osos,salimos del zoológico, cruzamos lacallecita del parque, y nos metimosen uno de esos túneles que siemprehuelen a pis. Era el camino deltiovivo. Phoebe seguía sin quererhablarme, pero por lo menos ahoraiba a mi lado. La cogí por elcinturón del abrigo, pero me dijo:

—Las manos en los bolsillos, sino te importa.

Aún estaba enfadada, pero notanto como antes. Habíamos llegadomuy cerca del tiovivo y ya se oíaesa musiquilla que toca siempre. Enese momento sonaba «¡Oh, Marie!»,

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la misma canción que cuando yo erapequeño, como cincuenta añosantes. Eso es lo bonito que tienenlos tiovivos, que siempre tocan lamisma música.

—Creí que lo cerraban eninvierno —me dijo Phoebe. Era laprimera vez que abría la boca.Probablemente se le había olvidadoque estaba enfadada conmigo.

—A lo mejor lo han abiertoporque es Navidad —le dije.

No me contestó. Debía haberseacordado del enfado.

—¿Quieres subir? —le dije.

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Pensé que le gustaría. Cuando eramuy pequeñita y venía al parquecon Allie y conmigo, le volvía locamontar en el tiovivo. No habíaforma de bajarla de allí.

—Ya soy muy mayor —dijo.Pensé que no iba a decir nada, perome contestó.

—No es verdad. ¡Venga! Teesperaré. ¡Anda! —le dije.Habíamos llegado. Subidos en eltiovivo había unos cuantos niños, lamayoría muy chicos, mientras queen los bancos de alrededoresperaban unos cuantos padres. Meacerqué a la ventanilla donde

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vendían los tickets y compré unopara Phoebe. Luego se lo di. Estabade pie justo a mi lado.

—Toma —le dije—. Espera unmomento. Aquí tienes el resto de tudinero.

Quise darle lo que me quedaba,pero ella no me dejó.

—No, guárdalo tú. Guárdamelo—me dijo. Luego añadió—, porfavor.

Me da mucha pena cuandoalguien me dice «por favor», quierodecir alguien como Phoebe. Medeprimió muchísimo. Volví ameterme el dinero en el bolsillo.

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—¿No vas a montar tú también?—me preguntó. Me miraba con unaexpresión bastante rara. Se lenotaba que ya no estaba enfadadaconmigo.

—Quizá a la próxima. Ésta temiraré —le dije—. ¿Tienes tuticket?

—Sí.—Entonces, ve. Yo te espero en

ese banco. Te estaré mirando.Me senté y ella subió al tiovivo.

Dio la vuelta a toda la plataforma yal final se montó en un caballomarrón muy grande y bastante

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tronado. Luego el tiovivo se pusoen marcha y la vi girar y girar. Enesa vuelta habían subido sólo comocinco o seis niños y la música era«Smoke Gets in Your Eyes». Elsoniquete del aparato ese le daba ala canción un aire muy gracioso,como de jazz. Todos los críostrataban de estirar los brazos paratocar la anilla dorada del premio yPhoebe también. Me dio miedo quese cayera del caballo, pero no ledije nada. A los niños hay quetratarles así. Cuando se empeñan enhacer una cosa, es mejor dejarles.Si se caen que se caigan, pero no es

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bueno decirles nada.Cuando el tiovivo paró se bajó

del caballo y vino a decirme:—Esta vez te toca a ti.—No. Prefiero verte montar —

le dije. Le di más dinero—. Toma,saca unos cuantos tickets.

Lo cogió.—Ya no estoy enfadada contigo

—dijo.—Lo sé. Date prisa. Va a

empezar otra vez.De pronto, sin previo aviso, me

dio un beso. Extendió la mano y medijo:

—Llueve. Está empezando a

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chispear.—Lo sé.Luego hizo una cosa que me

hizo mucha gracia. Me metió lamano en el bolsillo del abrigo, sacóla gorra de caza, y me la puso.

—¿No la quieres tú? —le dije.—Te la presto un rato.—Bueno. Ahora date prisa. Vas

a perderte esta vuelta. Te quitarántu caballo.

Pero no se movió.—¿Es cierto lo que dijiste

antes? ¿Que ya no vas a ningunaparte? ¿Irás a casa desde aquí? —

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me preguntó.—Sí —le dije. Y era verdad.

No mentía. Pensaba ir desde allí—.Pero date prisa. Ya empieza amoverse.

Salió corriendo, compró suticket y subió al tiovivo justo atiempo. Luego dio la vuelta otra veza toda la plataforma hasta que llegóa su caballo. Se subió a él, mesaludó con la mano, y yo le devolvíel saludo. ¡Jo! ¡De pronto empezó allover a cántaros! Un diluvio, se lojuro. Todos los padres y madres serefugiaron bajo el alero del tiovivopara no calarse hasta los huesos,

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pero yo aún me quedé sentado en elbanco un buen rato. Me empapébien, sobre todo el cuello y lospantalones. En cierto modo la gorrade caza me protegía bastante, peroaun así me mojé. No me importó.De pronto me sentía feliz viendo aPhoebe girar y girar. Si quieren queles diga la verdad, me sentí tancontento que estuve a punto degritar. No sé por qué. Sólo porqueestaba tan guapa con su abrigo azuldando vueltas y vueltas sin parar.¡Cuánto me habría gustado que lahubieran visto así!

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Capítulo 26Esto es todo lo que voy a contarles.Podría decirles lo que pasó cuandovolví a casa y cuando me puseenfermo, y a qué colegio voy a ir elpróximo otoño cuando salga deaquí, pero no tengo ganas. Deverdad. En este momento no meimporta nada de eso.

Mucha gente, especialmente elsiquiatra que tienen aquí, mepregunta si voy a aplicarme cuandovuelva a estudiar en septiembre. Esuna pregunta estúpida. ¿Cómo sabeuno lo que va a hacer hasta que

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llega el momento? Es imposible.Yo creo que sí, pero ¿cómo puedosaberlo con seguridad? Vamos, quees una estupidez.

D. B. no es tan latoso como losdemás, pero también me hacesiempre un montón de preguntas.Vino a verme el sábado pasado conuna chica inglesa que va a salir enla película que está escribiendo.Era la mar de afectada pero muyguapa. En un momento en que se fueal baño, que está al fondo de la otraala del edificio, D. B. me preguntóqué pensaba de todo lo que les he

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contado. No supe qué contestarle.Si quieren que les diga la verdad,no lo sé. Siento habérselo dicho atanta gente. De lo que estoy seguroes de que echo de menos en ciertomodo a todas las personas dequienes les he hablado, incluso aStradlater y a Ackley, por ejemplo.Creo que hasta al cerdo de Mauricele extraño un poco. Tiene gracia.No cuenten nunca nada a nadie. Enel momento en que uno cuentacualquier cosa, empieza a echar demenos a todo el mundo.