El Hombre Sin Oreja

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EL HOMBRE SIN OREJA 1 Jean-Claude Mourlevat Vivía en un puerto de mar un anciano a quien le faltaba una oreja. “¿Cómo la perdiste?”-le preguntaban en la cantina donde cada noche se embriagaba, y él, de buen humor respondía: _¡Uhh, hace tanto tiempo! –decía-, era un niño… ¡Tenía apenas nueve años!, ¡escuchen! Un circo ambulante pasó por nuestro pueblo. El boleto no era muy caro, pero éramos muy pobres y mis padres no tenían dinero para pagarme la entrada. Entonces, la noche de la función me metí por un escondite. No supe cómo me escabullí bajo la lona del capitel, luego me senté en las gradas. El circo estaba a reventar. La música era ensordecedora; el olor de los animales, penetrante; estaba como mareado. Había caballos rodeando la pista, acróbatas voladores, perritos disfrazados. Yo estaba con la boca abierta. ¡Qué emoción para mí que nunca había visto algo parecido! En fin, el director del circo anunció el número del hombre látigo. Ya olvidé el nombre del artista; Pacito, Pancho, algo así. Caminó con aire de vaquero, iba acompañada de su ayudanta que lucía un traje de baño. ¡Clac!, ¡clac!, y comenzó el acto. Primero, su asistente se puso en la boca un cigarrillo de papel. ¡Clac! Con cada golpe el cigarrillo perdía un pedazo hasta que quedó una colilla minúscula. Entonces, ella levantó sus labios maquillados de rojo, como dando un beso, luego inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás, supongo que para evitar que el látigo le pegara en la punta de la nariz. Se escuchó un tamborileo, y ¡clac!, la colilla voló. 2 Enseguida pidió un voluntario. Fue justo cuando vi frente a mí, del otro lado de la pista, a un compañero de la escuela. Me hacía variadas señas. ¡Yo levanté el brazo para responderle, pro todos creyeron que me estaba ofreciendo como voluntario para el acto! Me pusieron un cigarro de papel en las orejas. Un cigarrillo en cada una. ¡Clac! ¡Clac! Como para volverme sordo. La gente aplaudía. También reían, sin duda por mi cara de sorpresa. 1 Traducción de Claudia Pacheco. Editorial Verdehalago, México, 2005

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EL HOMBRE SIN OREJA1

Jean-Claude Mourlevat

Vivía en un puerto de mar un anciano a quien le faltaba una oreja.

“¿Cómo la perdiste?”-le preguntaban en la cantina donde cada noche se embriagaba, y él, de buen

humor respondía:

_¡Uhh, hace tanto tiempo! –decía-, era un niño… ¡Tenía apenas nueve años!, ¡escuchen! Un circo

ambulante pasó por nuestro pueblo. El boleto no era muy caro, pero éramos muy pobres y mis

padres no tenían dinero para pagarme la entrada. Entonces, la noche de la función me metí por un

escondite.

No supe cómo me escabullí bajo la lona del capitel, luego me senté en las gradas. El circo estaba a

reventar. La música era ensordecedora; el olor de los animales, penetrante; estaba como

mareado. Había caballos rodeando la pista, acróbatas voladores, perritos disfrazados. Yo estaba

con la boca abierta. ¡Qué emoción para mí que nunca había visto algo parecido! En fin, el director

del circo anunció el número del hombre látigo. Ya olvidé el nombre del artista; Pacito, Pancho,

algo así. Caminó con aire de vaquero, iba acompañada de su ayudanta que lucía un traje de baño.

¡Clac!, ¡clac!, y comenzó el acto.

Primero, su asistente se puso en la boca un cigarrillo de papel. ¡Clac! Con cada golpe el

cigarrillo perdía un pedazo hasta que quedó una colilla minúscula. Entonces, ella levantó sus labios

maquillados de rojo, como dando un beso, luego inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás,

supongo que para evitar que el látigo le pegara en la punta de la nariz. Se escuchó un tamborileo,

y ¡clac!, la colilla voló.

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Enseguida pidió un voluntario. Fue justo cuando vi frente a mí, del otro lado de la pista, a un

compañero de la escuela. Me hacía variadas señas. ¡Yo levanté el brazo para responderle, pro

todos creyeron que me estaba ofreciendo como voluntario para el acto! Me pusieron un cigarro

de papel en las orejas. Un cigarrillo en cada una. ¡Clac! ¡Clac! Como para volverme sordo. La gente

aplaudía. También reían, sin duda por mi cara de sorpresa.

1 Traducción de Claudia Pacheco. Editorial Verdehalago, México, 2005

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Y luego, de repente, escuché ¡ooOOOoohh! Se hizo un silencio en las gradas… La asistente

se desvaneció, y algunas espectadoras también. Sentí algo tbio deslizarse por el cuello. Pasé la

mano. Era sangre. Fue entonces cuando comprendí. Volteé al piso y vi mi oreja sobre el aserrín…

Olvidé qué pasó después. Recuerdo que unos extraños me llevaban cargando. Recuerdo

borrosamente a gente que me tomaba las manos. Sobre todo recuerdo a mi madre que lloraba y a

mi padre elevando los brazos al cielo:

-¡Ah, mi niño! ¡Mi niño!

Es así como perdí la oreja. Y no vuelvan a preguntarme lo mismo.

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Al día siguiente contó la historia:

-¿Mi oreja? Uuuh, tenía veintisiete años. Me acababa de casar. Mi esposa era muy cariñosa, sí,

¡muy cariñosa! Yo la encontraba más que gentil, mi buena fe. Curiosamente, ante todo el mundo

parecíamos muy unidos y yo creía que era sincera.

Después llegó ella, la otra, con las pecas rosadas de su nariz; supe inmediatamente que

estba arruinado. En el primer segundo me paralizó, sí, esa chica. Le juré que estaba hecha a mi

medida, desde su dedo pequeño del pie hasta sus largos cabellos morenos.

Ella era muy joven. ¿Por qué se entregó a mí de esa manera? ¿Por qué a mí y no a otro?

No lo sé. ¡Yo no era guapo! ¡Me volvió una cabra! Intentaba evitarla, pero era imposible. Me

buscaba. “Te amo”, me decía, “te esperaré el tiempo que sea necesario, no tendré a nadie más

que a ti”, y demás. Ella lloraba. Yo lloraba también, pues estaba enamorado. Me volvió loco…

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Así pues, terminé por escribirle una larga carta a mi pobre esposa. Como nunca logré decirle la

verdad, le escribí… Les juro que mis lágrimas mojaron la carta, era sincero, realmente estaba

destrozado. Le explicaba que me iba con otra chica, que la vida no había sido justa y que bla bla

bla. ¡Ustedes saben bien las tonterías que se pueden decir en esos casos!

Una tarde me llené de valor y le entregué la carta. Estábamos en la cocina. Me senté en

una silla frente a ella, cabizbajo, y esperé.

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Leyó en silencio, al inicio hubo calma. Luego me observó sin ninguna expresión, como si

me viera por primera vez. Pensé por un instante que no ocurriría nada, que ella me diría: “bueno,

si te quieres ir, pues vete”, y que yo simplemente me iría. La abrazaría por última vez y nos

separaríamos como buenos amigos o casi…

Pero no ocurrió exactamente así. En efecto, ella dobló la carta y la colocó sobre la mesa ¿y

saben qué hizo después? ¡Se abalanzó sobre mí!

Mi silla cayó y los dos rodamos al suelo. Intenté defenderme sin conseguirlo. Luchaba

contra una verdadera fiera, una pantera rabiosa. En la pelea, ella cerró su mandíbul a en mi oreja y

no me soltó. ¿Entienden ahora? ¡Mi esposa fue quien me arrancó la oreja con sus propios dientes!

Y ahora, déjenme en paz con esa historia, no les contaré más.

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Al día siguiente levantó los brazos al cielo:

_¡Me hartan con la historia de la oreja! Ya se las he contado cien veces. Fue una noche que estaba

exhausto. Me dormí sobre un sartén y me la quemé. ¿¡Satisfechos?!

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Al día siguiente no se la había quemado, sino lo contrario, se le había congelado:

-Había cumplido veinte años. Era soldado. Mi unidad partió en campaña a aquél famoso invierno

en el que la temperatura descendió a sesenta grados bajo cero. ¿Lo recuerdan? ¡Los pájaros caían

del cielo congelados! ¡Cuando hacíamos pipí caía como hielo! No, no creo que se acuerden,

ustedes son muy jóvenes… No importa. Una noche nos designaron a mí y a un compañero para

ubicar la posición del enemigo. Cada uno se puso un abrigo de esos de camuflaje, todo blanco, así

nos fuimos temerosos en la nieve par cumplir nuestra misión bien que mal. No ob stante, al

regreso todo se arruinó: fuimos atrapados por una tormenta. Nos perdimos, regresamos sobre

nuestros propios pasos, caminamos en círculo, luego terminamos tumbados sobre la nieve,

pegado el uno con el otro.

El viento silbaba de tal forma que apenas y se podía escuchar cualquier otra cosa.

De vez en vez nos gritábamos:

-¿Estás bien?- Y el otro respondía:

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-¡Sí, estoy bien!

Siempre seguros de sobrevivir, a la mañana siguiente se escuchó una voz:

-¡Oh, los soldados!, ¿Están muertos?

No estábamos muertos. Pero sí estábamos enterrados bajo la nieve. ¡Uno de los sodados

había caminado por casualidad encima de nosotros! Nos cargó sobre su espalda y nos llevó al

campo. El capitán se levantó y nos felicitó, y luego quiso imitar a Napoleón quien cogió la oreja de

uno de sus soldados veteranos durante la retirada de Rusia. Sin duda había visto esas imágenes.

Así que tomó la mía entre el pulgar y el índice y la sacudió un poco. Sólo que mi oreja permanecía

congelada. Hizo ¡clink!, como cuando se quiebra un témpano encima de un tejado: ¡clink! La oreja

permanecía entre los dedos del capitán. ¡Tendrían que haberlo visto!, ¡Estaba con la boca

semiabierta! Y esta sí que es la verdad verdadera…

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Un día después dijo que la había perdido luego de una estúpida apuesta en el puerto de Java. O

bien, la había vendido a un multimillonario a quien le faltaba una oreja. Un oso se la había

arrancado en el norte del Canadá. En un barco de pesca, mientras deliraba por la fiebre del

escorbuto, una rata se la había roído. Fue mutilado por piratas sanguinarios. Arrancada por un

marido celoso. Cocinada en caldo por una mujer demente…

Durante seis años el anciano contó cada noche una historia diferente, y pensaba que cada

noche le creían. Hasta que…

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Una noche, en la cantina, su silla permaneció vacía. El dueño del lugar se preocupó, y después de

cerrar se encaminó a la casa del anciano, ubicada a unas cuantas cuadras. Lo encontró moribundo

en su cama, solo. El cuarto era muy pobre y desordenado.

El cantinero permaneció con su mejor amigo sin pensar en otra cosa que en hacer más

dulces sus últimas horas de vida. Pero, a mitad de la noche, viendo que la vida se le escapaba, se le

ocurrió una idea obsesiva. Se contuvo un poco: ¿Cómo voy a molestar a este buen hombre en su

lecho de muerte? Finalmente la tentación fue más fuerte. Se inclinó muy cerca del rostro del viejo

y le susurró:

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-Si quieres, puedes decirme, mientras aún tienes fuerzas, ¿cómo perdiste la oreja? Esta vez dime la

verdad. Te juro que guardaré el secreto.

El anciano con la mano le hizo un ademán para que se aproximara, y con voz apagada

balbuceó:

-Esa oreja… jamás la perdí… porque nunca la tuve… nací… sin…

Una lleve sonrisa se dibujó en los pálidos labios y dejó ir su alma.

-Gracias –dijo el cantinero-, gracias.

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Días más tarde, mientras ordenaba los escasos asuntos del anciano, el cantinero fue atrapado por

una fotografía muy vieja. Una fotografía en blanco y negro con las orillas maltratadas. En ella se

distinguía un equipaje sobre la cubierta de un barco. Un tanto retirado de los otros, un joven

marinero estaba situado sobre un tonel, como fijando el objetivo.

El cantinero encontró en ese joven un aire de malicia que le era familiar. Tomó una lupa y

se acercó a la fotografía. Se detuvo en los ojos. ¡Reconoció esa mirad! Sin duda era el anciano en

su juventud. Un detalle inmovilizó al cantinero: ¡El chico de la fotografía tenía las dos orejas! ¡Una

a la derecha y otra a la izquierda! ¡Las dos bien puestas!

Sintió que la lupa se le resbaló de las manos, la colocó sobre las rodillas, la regresó

al rostro. A la barba. A la nariz. A los ojos, principalmente. A la derecha. Luego, a la izquierda.

Se excedió tanto que la lupa le brincó de las manos, mientras, desde el más allá el

ojo regresó para hacerle un guiño.