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El pan malévolo

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El pan malévolo

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El pan malévolo

Editorial Gente NuevaXL Aniversario

1967-2007

O. Henry

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Edición: Odalys Bacallao LópezDiseño: Alina L. Alfonso MorenoIlustración de cubierta: Adrianna RicardoDiseño de cubierta: Armando Quintana GutiérrezCorrección: Ivelice Echezabal Martínez

© Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2007

ISBN 978-959-08-0885-9

Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva,calle 2, no. 58, Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba

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Sacrificio de amor

«Cuando uno ama el arte que practica, ningún sacri-ficio parece exagerado».

Esta es nuestra premisa. El presente relato extrae-rá de la misma una conclusión demostrando a la vezque la premisa es falsa. Será un nuevo experimentoen lógica y en la ciencia de la narración, algo tan an-tiguo como la Gran Muralla China.

Joe Larrabee surgió de entre los llanos de empali-zadas del Middle West con una pulsación de geniopintor. A los seis años dibujó la bomba apaga incen-dios de la localidad y a un prominente ciudadanomanejándola con destreza. Su «esfuerzo» fue enmar-cado y colgado en el escaparate de la farmacia drogue-ría del lugar, junto a una espiga de grano que teníanúmero impar de hileras. A los veinte años marchó aNueva York con una corbata en forma de lazo flotantey un capital algo mejor sujeto.

Delia Caruthers hacía, en su aldea del sur rodeadade pinos, cosas tan estupendas con las octavas, quesus familiares decidieron reunir el dinero necesariopara que la muchacha fuese al norte a terminar lacarrera.

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No consiguieron verla ter… Pero esto pertenece anuestra narración.

Joe y Delia se conocieron en un estudio donde solíareunirse un grupo de estudiantes de música y artepara discutir sobre el claroscuro, Wagner, la música,las obras de Rembrandt, los cuadros, Waldteufel,empapelados, Chopin y Oolong.

Joe y Delia se enamoraron enseguida el uno del otro—o el uno y el otro, como ustedes gusten— y no tar-daron en contraer matrimonio, porque —léase másarriba— «cuando uno ama el arte que practica, nin-gún sacrificio parece exagerado».

El señor y la señora Larrabee instalaron su hogaren un piso. Era un piso solitario, tan solitario comoel último extremo del teclado en su sector izquierdo,pero fueron felices porque tenían su arte y porque setenían el uno al otro. Y he aquí mi consejo para elmuchacho rico: vende cuanto tengas y da a los po-bres lo que recojas. Busca el privilegio de vivir en unpiso con tu arte y tu Delia.

Todo el que habite un piso convendrá conmigo enque es dueño de la única y verdadera dicha. Si unhogar es feliz, jamás resulta demasiado pequeño. Pocoimporta que el aparador se hunda para convertirseen mesa de billar, o que de la repisa de la chimeneasurja una devanadora y el despacho se transforme endormitorio, o el lavabo en piano. Poco importa que sejunten de pronto las cuatro paredes, si así lo desean,siempre que entre ellas estén tú… y tu Delia.

Cuando el hogar es precisamente todo lo contrario,poco importa lo grande y lo extenso que sea, ni queentres, digamos, por la Puerta Dorada para colgar

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más tarde tu sombrero en Hatteras y tu capa en elCabo de Hornos, saliendo por el Labrador.

Joe pintaba a las órdenes del gran Magister; ya co-nocen su fama. Cobra mucho por clase y todas resul-tan cortísimas, por lo cual se hizo célebre. Delia es-tudiaba con Rosentock; ya saben su renombre comorenovador de las clases pianísticas.

Fueron muy dichosos mientras duró el dinero.Pero…, no quiero ser cínico. Ambos tenían perfecta-mente definida su ambición. En poco tiempo Joe llega-ría a crear cuadros tan buenos, que los ancianos ypatilludos caballeros de bien nutridas bolsas, forma-rían cola ante su estudio para obtener el privilegio decomprarlos. Delia, por su parte, estaría tan familiari-zada con la música, que hasta podría sentirse supe-rior, de manera que un día, de no venderse todas laslocalidades para un concierto suyo, se negaría a ac-tuar alegando un dolor de garganta cualquiera, y per-maneciendo en un comedor privado devorando lan-gosta.

Lo mejor de todo era, sin embargo, la vida familiaren el pequeño piso; sus animadas y calurosas char-las después del trabajo del día; sus íntimas cenas osus desayunos frugales y frescos; su intercambio deambiciones —siempre entrelazando las del uno y elotro por no considerar siquiera las que no pudieran,por ser demasiado diferentes, unirse—; su mutua ayu-da e inspiración, y… —perdonen el detalle— sus acei-tunas rellenas y sus bocaditos de queso a las once dela noche.

Y a pesar de ello, el arte acabó por flaquear. Ocurreasí a menudo, aunque nadie resulte responsable de

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ello, cuando todo son «salidas» y no existen «entra-das», según se dice vulgarmente.

Por fin no hubo dinero para pagar los honorariosdel señor Magister y de Herr Rosentock, pero claro…«Cuando uno ama el arte que practica, ningún sacri-ficio parece exagerado». Así, para que no faltase loesencial, Delia decidió dar lecciones de música.

Durante dos o tres días, no hizo sino andar a la caza dealumnos. Una noche volvió al hogar muy excitada.

—Tengo una alumna, Joe, amor mío —dijo con ale-gría—. Son gente estupenda. El general… El general…La hija del general A. B. Pinkney… En la calle Seten-ta y uno. Una casa maravillosa, Joe. ¡Si vieras la puertade entrada! Estilo bizantino, creo que dirías tú. Nuncaen la vida vi nada parecido, Joe. Mi alumna es su hijaClementina. La quiero ya, de veras. Es tan… tan de-liciosa. Siempre viste de blanco y resulta tan… dul-cemente sencilla. Solo tiene dieciocho años. Voy adarle tres clases por semana y…, figúrate, Joe, mepagarán cinco dólares por lección. No me importahacerlo porque… en cuanto tenga dos o tres alum-nos más, podré estudiar de nuevo con Rosentock. Yahora deja ya de fruncir el ceño, amor mío, y goce-mos tranquilos de una buena cena.

—Todo está muy bien para ti, Dele —dijo Joe ata-cando una lata de conservas con un cuchillo y unabridor—, pero, ¿y yo? ¿Crees que voy a permitir quetrabajes y ganes dinero mientras vagabundeo por lasaltas regiones del arte? Por los huesos de BenvenutoCellini, te juro que me niego. Supongo que siemprepodré vender periódicos o hacer de picapedrero paraganar un dólar o más.

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Delia se acercó a él y murmuró, abrazándolo:—Mi querido Joe, eres tonto del todo. Yo no he aban-

donado mi carrera para trabajar en otra cosa. Seguiréjunto a ella porque, enseñando, también aprende-ré. ¿Comprendes? Y con quince dólares semanalesviviremos como millonarios, sin que tú tengas quedejar las clases del señor Magister.

—Está bien —dijo Joe mientras cogía la fuente azulpara las verduras—, pero has de saber que no veo congusto que vayas a dar clases por ahí. Eso no es arte.Sin embargo…, eres maravillosa y te adoro por lo quete propones hacer.

—Cuando uno ama el arte que practica, ningúnsacrificio parece exagerado —dijo Delia.

—Magister ha elogiado el cielo del apunte que hice enel parque hace poco —añadió Joe—, y Tinkle me hadado permiso para exponer un par de cuadros en suescaparate. Ahora solo hace falta que los vea el tontomillonario de rigor.

—Tengo la seguridad de que los venderás —mur-muró con dulzura Delia—. Y ahora agradezcamos queexista el general Pinkney y también… esta terneraasada.

Durante la semana siguiente, los Larrabee se desayu-naron muy temprano. Joe parecía entusiasmado conun boceto de efectos matinales que realizaba en elCentral Park. Delia le servía el desayuno, lo animaba,besaba y despedía a las siete. El arte es un amanteexigente. Muchas veces eran las siete de la noche cuan-do Joe volvía al hogar.

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Al terminar la semana, Delia, dulcemente orgullo-sa, pero fatigada, dejó con ademán triunfante tresbilletes de cinco dólares sobre la mesa.

—Algunas veces —dijo en forma algo precipitada—,Clementina llega a fatigarme. Temo que estudia poco,y he de repetirle demasiadas veces las mismas cosas.Además, como siempre va vestida de blanco, llega aser un espectáculo monótono. En cambio, el generalPinkney es un anciano encantador. Me gustaría quelo conocieses, Joe. Con frecuencia, cuando Clementinay yo estamos sentadas ante el piano, entra y se que-da de pie junto a nosotras acariciándose la blancaperilla. «¿Cómo van esas semicorcheas y esas fusas?»,pregunta siempre. A propósito, ¿te he dicho que esviudo? Quisiera que vieses el artesonado del salón,Joe, y los cortinajes de felpa. En cuanto a Clemen-tina…, tiene una tos muy rara. Confío en que su sa-lud no sea tan frágil como parece. En fin, creo queempiezo a quererla demasiado. ¡Es tan amable y tandistinguida! El hermano del general ha sido embaja-dor en Bolivia.

En este instante, y con aire de nuevo Montecristo,Joe sacó varios billetes, todos ellos de curso legal, dediez, de cinco, de dos y de un dólar, y los fue a dejarjunto a las ganancias de Delia.

—Vendí la acuarela del obelisco a un tipo de Peoria—anunció, dándose importancia.

—No es posible —dijo Delia—. ¿De Peoria nadamenos?

—Lo que oyes. Quisiera que pudieses verlo. Es unindividuo rechoncho que usa bufanda de lana y llevasiempre un palillo en la boca. Vio el cuadro en el

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escaparate de Tinkle y, al principio, creyó que se tra-taba de un molino de viento, pero no se portó mal.Acabó adquiriéndolo y me ha encargado otro. Un óleodel tinglado de Lackawanna para llevárselo consigo.¡Lecciones de música! En fin… Espero que no esténdel todo reñidas con el arte.

—¡Cuánto me alegro, Joe! —gritó Delia de todo co-razón—. Triunfarás, estoy segura, amor mío. ¡Treintay tres dólares! Nunca tuvimos tanto dinero para gas-tar. Esta noche cenamos ostras.

—Y filete mignon con champignons —añadió Joe—.¿Dónde está el tenedor para las aceitunas?

En la noche del sábado siguiente, Joe llegó al hogarantes que Delia. Dejó sobre la consabida mesita die-ciocho dólares, y fue a lavarse las manos que teníacasi completamente cubiertas de algo que parecíapintura oscura.

Media hora más tarde se presentó Delia con la manoderecha envuelta en vendas.

—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Joe tras los sa-ludos de rigor.

Delia se echó a reír, pero su risa resultó algo triste.—Clementina —explicó— ha insistido en hacerme

comer un bocadito de queso caliente después de lalección. En realidad es muy rara. ¡Imagínate! Bo-caditos de queso a las cinco de la tarde… El generalestaba allí también. Tendrías que haberlo visto prepa-rando el horno eléctrico como si no hubiese criados enla casa. Por supuesto, Clementina tiene poca salud. Estásiempre demasiado nerviosa. Al servir los bocaditos ca-lientes, dejó caer un poco de queso derretido sobre mimano y mi muñeca. Quemaba horriblemente y me hizo

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mucho daño, Joe. Claro que ella se mostró apenada,pero el general… Si lo hubieses visto… Si hubiesesvisto al general Pinkney. Se puso fuera de sí, corrióescaleras abajo y envió a no sé quién, al mecánico,creo, a la farmacia en busca de aceite adecuado y devendas para curarme. Ahora duele mucho menos.

—¿Y esto qué es? —preguntó Joe con ternura to-mando entre las suyas la mano de ella, y mostrandouna compresa blanca que emergía de la venda.

—Un algodón empapado de aceite —repuso Delia—.Pero dime, Joe, ¿has vendido otro cuadro? —añadió,porque acababa de ver el dinero que había sobre lamesa.

—¿Qué te parece? —dijo él—. Pregúntaselo al tipode Peoria. Le entregué hoy mismo el cuadro del tin-glado del muelle, y, aunque todavía no me hizo elencargo en firme, parece que está interesado en otropaisaje del parque y una vista del Hudson. ¿A quéhora de la tarde te quemaste la mano, Dele?

—Creo que a eso de las cinco —murmuró Delia contono quejumbroso—. La plancha…, es decir, el boca-dito salía del fuego en ese preciso momento y yo…Tendrías que haber visto al general Pinkney, Joe,cuando…

—Siéntate aquí un momento, Dele —dijo Joe y laarrastró hacia el diván, se sentó junto a ella y pre-guntó abrazándola—: ¿Qué has hecho, en realidad,durante las dos últimas semanas?

Delia sostuvo su mirada por unos segundos, luego,llena toda ella de amor, y, obstinada, murmuró unasfrases vagas relativas al general Pinkney. Por últimoinclinó la cabeza, se echó a llorar y confesó la verdad.

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—No encontraba alumnos —dijo— y no podía so-portar la idea de que dejases tus clases. Conseguíuna plaza de planchadora de camisas en esa granlavandería de la calle Veinticuatro. Sin embargo…,creo que estuve genial inventando lo del generalPinkney y Clementina, ¿no es cierto, Joe? Esta tarde,cuando una compañera de trabajo soltó la planchaardiendo sobre mi mano, tuve que hacer grandes es-fuerzos para imaginar lo del bocadito caliente. Lo fuiurdiendo todo mientras venía hacia aquí. No estarásenfadado conmigo, ¿verdad, Joe? Al fin y al cabo, sino me hubiese colocado en el taller de planchar tú nohabrías vendido tus cuadros a ese tipo de Peoria.

—La verdad es que no era de Peoria —dijo, despa-cio, Joe.

—Bueno, ¡qué más da…! Poco importa ya de dóndesea. Lo importante es tu inteligencia. Bésame, queri-do, y dime cuándo y cómo llegaste a sospechar que nodaba lecciones de música a Clementina.

—Nada he sospechado en realidad hasta esta noche—admitió Joe—. Y nada habría sospechado a no serporque yo mismo empapé de aceite ese algodón quellevas puesto, en la sala de máquinas, cerca de la cal-dera, y lo envié al piso de arriba para una muchachaque acababa de quemarse la mano con una plan-cha. Debo confesar que soy, desde hace dos semanas,encargado del funcionamiento de la caldera en tu la-vandería.

—Eso quiere decir que no has…—El comprador de Peoria y el general Pinkney son

creaciones del mismo arte. Un arte que no podemosllamar pintura ni tampoco música.

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Seguidamente los dos se echaron a reír, y Joe em-pezó a decir:

—Cuando uno ama el arte que practica, ningúnsacrificio…

Solo que Delia lo interrumpió tapándole la boca conla mano.

—No, no —continuó—, di únicamente: «Cuando seama…»

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El filtro de amor de Ikey Schoenstein

La farmacia droguería Luz Azul está situada hacia laparte baja de la ciudad, entre el Bowery y la PrimeraAvenida, allí donde resulta más corta la distancia entrelas dos calles mencionadas. El establecimiento no esde esos que creen que los productos a expender hayanforzosamente de reducirse a unos cuantos potingues,1

perfumes y bebidas refrescantes. Si alguien entra enla Luz Azul y pide un calmante, jamás le será ofreci-do un bombón.

En la Luz Azul existe un profundo desprecio por elmoderno arte del «producto farmacéutico». Allí, toda-vía hoy, se trabaja y macera el opio, láudano y demásdrogas. Igualmente se fabrican las píldoras en redo-ma apropiada, moviendo con una espátula la mezcla,dándoles la forma con ayuda de los dedos, pasándo-las luego por magnesia calcinada y sirviéndolas alpúblico en pequeñas cajas de cartón de forma redon-da. El establecimiento ocupa precisamente una esqui-na frecuentada por chiquillos pobremente vestidos, que

1Bebida de farmacia. (Todas las Notas son del Editor.)

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juegan y ríen y se hacen candidatos a las pastillaspara la tos y a los jarabes suavizantes que dentro dela tienda los esperan.

Ikey Schoenstein atendía durante la noche el esta-blecimiento, siendo a la vez un buen amigo de suclientela. Así ocurre en el sector este de la capital,por donde no se ha helado todavía el corazón de laindustria farmacéutica. Allí, tal como debe ser, el boti-cario resulta consejero, confesor, compañero y men-tor amable, cuya sabiduría es por todos respetada,cuya oculta ciencia es venerada y cuyas medicinasson, a menudo, tomadas sin saborear. Así, pues, lanariz larga con los lentes de rigor y la pequeña silue-ta de hombros vencidos por la ciencia de Ikey, erande sobra conocidos en el vecindario de Luz Azul, y suconsejo y conversación eran muy apreciados.

Ikey dormía y se desayunaba en casa de la señoraRiddle, a poca distancia de la farmacia, y la señora Riddletenía una hija llamada Rosy. Supongo inútil todo esterodeo. Ustedes lo habrán adivinado ya. Ikey adorabaa Rosy. Ella reinaba en sus pensamientos y era comoel compendio de todo cuanto puede llamarse «quími-camente puro». Nada, en la farmacia, podía ser compa-rado con ella. Pero Ikey era tímido y sus esperanzaspermanecían insolubles en el laboratorio de sus te-mores y de su indecisión. Detrás del mostrador eraun ser superior, consciente de su ciencia en la espe-cialidad escogida y también de su valía. Fuera de lafarmacia, resultaba un pobre peatón de piernas débilesy ojos miopes a quien maldecían los conductores devehículos; un hombre de traje mal cortado, manchado

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con productos químicos y oliendo a acíbar1 o a valeria-nato de amoníaco.

«La mosca en la oreja» —y valga la frase— en la vidade Ikey era precisamente el señor McGowan.

Chunk McGowan luchaba también por ganar losfavores y la preciada sonrisa de Rosy, solo que re-sultaba distinto de Ikey. Era decidido. Amigo de Ikeyy cliente suyo, solía frecuentar la Luz Azul para quele aplicase tintura de yodo en un rasguño o le pu-siese esparadrapo en una pequeña herida, despuésde divertirse a lo grande cualquier noche en el Bo-wery.

Una noche, McGowan entró en la tienda y, tranqui-lo, silencioso, amable como siempre, pero tambiéncomo siempre indomable y rudo, fue a ocupar un ta-burete. Mientras su amigo se sentaba frente a él, conun mortero en la mano, decidido evidentemente a trans-formar en polvo una determinada cantidad de gomo-so benjuí, comenzó a decir:

—Presta mucha atención a mis palabras, Ikey. Ne-cesito una medicina. Tienes que dármela si de ver-dad está en tus manos hacerlo.

Ikey contempló con fijeza a su amigo, estudiandosu aspecto, buscando la habitual huella de distur-bio, pero nada vio en él.

—Quítate la americana —ordenó—. Creo entenderlo que tienes. Te han dado una cuchillada entre cos-tilla y costilla. Muchas veces te dije que esos italia-nos acabarían contigo.

McGowan sonrió.1Zumo de la planta nombrada así.

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—Te equivocas. No han sido los italianos. De todosmodos, acertaste en el diagnóstico. Tengo una heridabajo la americana, muy cerca de las costillas. Me expli-caré, Ikey. Rosy y yo hemos decidido fugarnos estanoche y casarnos enseguida.

Ikey tenía el dedo índice de la mano izquierda do-blado hacia dentro del borde del mortero para suje-tarlo mejor. De pronto, se golpeó él mismo con fuer-za, con la mano del almirez, pero ni siquiera sintiódolor.

La sonrisa de McGowan iba, entretanto, trasformán-dose en expresión perpleja y sombría.

—Es decir —prosiguió—, si no cambia de idea antesdel momento fijado. Desde hace dos semanas esta-mos planeando el asunto, pero ella… un día dice quesí por la mañana y por la noche se niega. Por fin, deci-dimos que tenía que ser hoy. Desde hace dos días Rosysigue firme; no ha cambiado de opinión. Sin embargo,temo que cuando llegue el momento se vuelva atrás yme deje plantado.

—Dijiste que necesitabas una medicina —replicóIkey.

McGowan miró a su interlocutor sin ocultar su desa-sosiego. La intranquilidad que sentía era un estadode ánimo extraño en él. Tomando en sus manos unalmanaque de propaganda hizo un rollo, e introdu-ciendo un dedo en el agujero añadió:

—Por nada del mundo quisiera que faltase a su pa-labra esta noche. Tengo preparado un pisito enHarlem con un ramo de crisantemos sobre la mesa yla tetera a punto de hervir. También arreglé las cosascon el cura. Nos espera a las nueve y media. Todo

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saldrá perfectamente…, si Rosy no cambia de ideaesta vez —McGowan hizo una pausa. Se sentía ago-biado por la duda.

—Lo que no comprendo —se limitó a decir Ikey— espor qué has hablado de medicinas. No entiendo quépuedo hacer yo en todo esto.

—El viejo Riddle no me puede ver ni en pintura —ex-plicó el intranquilo pretendiente ordenando mental-mente sus razones—. Lleva una semana sin permitirque Rosy salga conmigo. No puedo estar con ella niun rato en la puerta. Si no fuese por el miedo de per-der un pupilo, creo que hace tiempo me habría puestoa raya. Pero gano veinte dólares a la semana, y ellanunca tendrá que arrepentirse de ser la esposa deChunk McGowan.

—Perdona un momento, Chunk —dijo Ikey—, ten-go que preparar una receta que vendrán a buscarenseguida.

—¡Oye! —gritó de pronto McGowan alzando los ojoshacia su interlocutor—. ¿No hay alguna droga paraestos casos? ¿Una especie de polvos que hagan quela muchacha que los tome te quiera mucho más?

Ikey hizo un mohín de desprecio; su labio superiorpuso de manifiesto su supremacía en materia de cien-cia. No obstante, McGowan lo atajó, sin dejarlo res-ponder, con un rápido:

—¡Ikey! Tim Lacy me ha contado que, en cierta oca-sión, un charlatán le vendió un producto para admi-nistrar a las chicas. Unos polvos que habían de disol-verse en agua mineral. Se los dio a su novia y, yadesde la primera toma, ella se volvió loca por él. Nun-ca más se fijó en otro hombre. Antes de dos semanaseran marido y mujer.

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Chunk McGowan era un muchacho fuerte y senci-llo. Si Ikey hubiese conocido mejor la naturaleza hu-mana, habría advertido que la robusta silueta de suamigo se mantenía sobre cables de buena calidad.Como un buen general decidido a invadir el terrenoenemigo, Chunk buscaba la manera de asegurar to-dos los detalles para evitar un posible fracaso.

—Se me ha ocurrido que si tuviese a mano un pro-ducto de esos… Quiero decir, que si pudiese admi-nistrar unos polvos a Rosy, esta noche, a la hora dela cena, evitaría que ella pudiera… volverse atrás. Nocreo que necesite un par de mulas para arrastrarla,pero vamos…, será mejor tenerla bien amaestrada.Con las mujeres no se puede discutir. Si los primerosefectos de la pócima duran dos horas me veo conánimo de arreglarlo todo.

—¿Para cuándo han fijado esa estúpida fuga? —pre-guntó Ikey.

—Para las nueve —repuso McGowan—. Cenamos alas siete. A las ocho Rosy se retirará a dormir con laexcusa de un dolor de cabeza. A las nueve el viejoParvenzano me dejará entrar en su patio, que preci-samente linda con el de Riddle. Saltaré la verja, mesituaré bajo la ventana de Rosy y la ayudaré a esca-par. Huiremos por la escalerita de incendios. Tene-mos que correr, porque el cura nos espera. Todo esfácil…, si Rosy, a última hora, no se echa atrás. Enfin, Ikey, ¿me preparas los polvos?

Ikey Schoenstein respondió acariciándose lentamen-te la nariz:

—Con preparados de esa especie hemos de ser muycautos nosotros, los farmacéuticos. Solo a ti, entre

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todos mis amigos, me atrevería a entregar lo que mepides. Por ti estoy dispuesto a hacerlo, Chunk. Veráscomo Rosy cae en tus brazos.

Ikey desapareció tras el mostrador y emprendió lapreparación de lo que le habían solicitado. Comenzópor machacar, hasta pulverizarlo, el contenido de dossellos, es decir, un cuarto de gramo de morfina, lue-go, al polvo obtenido, añadió un poco de azúcar paraaumentar el volumen total. Por último, depositó lamezcla en un papel blanco que procedió a doblar. Eladulto que ingiriese aquella dosis tenía aseguradasvarias horas de profundo sueño sin perjudicar susalud. Entregó a Chunk McGowan los polvos advir-tiéndole que habían de ser tomados con un líquidocualquiera. A cambio de ellos recibió las más since-ras gracias de su amigo.

El móvil verdadero del comportamiento de Ikey quedóaclarado gracias a los pasos que dio después. Inme-diatamente envió un mensaje al señor Riddle avisán-dole que el señor McGowan había planeado fugarse conRosy aquella noche.

Riddle, que era hombre vigoroso y de fuerte contex-tura, también siempre dispuesto a actuar, llamó aIkey y le dijo:

—Le agradezco la información. ¡Ese maldito irlan-dés! Mi habitación cae justo sobre la de Rosy. Meretiraré después de la cena, prepararé el fusil y es-peraré. Saltará a mi patio con sus propios pies, perose lo llevarán en ambulancia y sin novia, se lo aseguro.

Con Rosy entre las garras de Morfeo durante horas,y el padre sediento de sangre esperando con un armaen la mano, Ikey dio por zanjado el caso y a su rivalconvenientemente derrotado.

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Quedó en la Luz Azul toda la noche esperando nue-vas de la tragedia, pero nada pudo saber.

A las ocho de la mañana se presentó el empleadoque trabajaba por el día, e Ikey decidió correr a casadel señor Riddle para saber lo que había ocurrido.Cuando salía del establecimiento tropezó con ChunkMcGowan, que acababa de saltar de un taxi y se acer-caba para estrechar su mano. Chunk McGowan, ra-diante de dicha, con una sonrisa de triunfo gritó converdadero éxtasis:

—¡Todo salió a pedir de boca. Mi amada Rosy y yorecorrimos en unos segundos la escalerita de in-cendios, y a las nueve y media y un cuarto de minutoestábamos ante el cura que nos unió en santo matri-monio. Ahora ella está en el piso del que te hablé.Lleva un quimono azul y acaba de freírme un par dehuevos! ¡Cielos! ¡Qué suerte la mía! Ven un día a ver-nos, Ikey. Comerás con nosotros. Ahora trabajo cercadel puente y allá voy ahora, a la faena.

—Pero…, ¿y los polvos? —preguntó Ikey, tartamu-deando.

—¡¿Te refieres al mejunje que me diste?! —gritóChunk sonriendo todavía más—. Pues verás…, el casoes que ocurrió lo siguiente: ayer noche me senté antela mesa a la hora de cenar en la casa de los Riddle, yme quedé mirando a Rosy mientras me decía: «Chunk,tal vez haces mal en jugar con la muchacha. Es unabuena chica. A lo mejor es tuya sin treta de ningu-na clase». A continuación, apreté el papel de los pol-vos en mi bolsillo, y cuando esto hacía, quedé con losojos fijos en una tercera persona sentada también

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ante la mesa cenando junto a los demás. Quiero de-cir que reparé en el hombre que, en mi opinión, estabasiendo injusto con su futuro hijo político negándolesu afecto… Esperé, pues, un momento oportuno y,¿sabes lo que hice?, eché tus polvos en el café delviejo Riddle. ¿Lo entiendes ahora?

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Primavera a la carta

Era un día de marzo.Nunca, nunca empiecen así un cuento, si deciden

escribirlo. No existe peor principio. Resulta vulgar, ab-surdo, seco, propio para un contenido vacío, pero eneste caso es muy excusable. El párrafo siguiente, el querealmente había de servir de introducción, es demasia-do extravagante y extraño para que el autor lo arrojeasí, al rostro de sus lectores, sin avisar. Veamos:

Sara lloraba sobre su carta.¡Imagínense a una muchacha neoyorquina derra-

mando lágrimas sobre una carta de restaurante!Las únicas posibles explicaciones serían que se ha-

bían terminado las langostas, que había hecho la pro-mesa de no tomar helados durante la cuaresma, queestaba comiendo cebolla o que acababa de asistir a larepresentación de algún drama teatral. Sin embargo,siendo erróneas todas estas teorías, será mejor pro-seguir nuestra historia.

El hombre que dijo: El mundo es una ostra que esnecesario abrir con una espada, se concedió a sí mis-mo demasiada importancia. Abrir una ostra con una

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espada no es al fin y al cabo cosa tan difícil. ¿Hanvisto ustedes que alguien fuera capaz de abrir el glo-bo bivalvo con una máquina de escribir?

Sara había logrado separar un poco la concha contan incómoda arma. Lo suficiente para mordisquearligeramente el frío y viscoso mundo del interior. Sa-bía tanta taquigrafía como una graduada de no im-porta qué academia comercial y, por lo tanto, le ha-bía sido imposible conquistar el brillante mundo delas oficinas. Solo era mecanógrafa, y haciendo copiasse ganaba la vida.

El hecho más sobresaliente y culminante de la ba-talla de Sara contra el mundo, fue sin duda su con-venio con el establecimiento de Schulenberg, restau-rante situado en la casa cercana al viejo edificio deladrillo rojo donde ella vivía. Una noche, despuésde cenar allí, Sara llevó consigo la carta. Estaba redac-tada en un idioma casi ilegible que no era alemán niinglés, y el orden de los manjares era tan desconcer-tante que cualquier persona distraída podía comen-zar por un pastel y terminar con una sopa… y la fe-cha correspondiente.

Al día siguiente, Sara mostró a Schulenberg un tar-jetón impecable, donde la lista resaltaba con limpioscaracteres de máquina y los manjares aparecían ten-tadores, en colocación adecuada, desde el típico horsd‘oeuvre1 al consabido: «No respondemos por para-guas y abrigos».

Schulenberg se avino a razones. Antes de abando-nar el establecimiento, Sara lo había arrastrado a un1En francés, entrantes.

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acuerdo mediante el cual ella se comprometía a en-tregar diariamente veintiún tarjetones para cada mesadel local, con la minuta de la comida y la cena copia-da a máquina. En lo que respecta al desayuno y alalmuerzo, los tarjetones solo habrían de cambiarsepor razones de higiene o cualquier anomalía en elorden de los alimentos.

A cambio de todo ello, Schulenberg se comprometíaa enviar a la habitación de Sara, mediante un cama-rero —lo mejor educado posible—, dos comidas dia-rias y, cada tarde, los consabidos apuntes a lápiz delo que el destino reservaba en la fecha siguiente parala clientela del local.

El convenio resultó satisfactorio para ambas par-tes. Los parroquianos habituales de Schulenberg su-pieron en adelante el nombre de lo que iban comien-do, aunque algunas veces se sorprendiesen de susabor, y Sara tuvo la alimentación asegurada duran-te todo un triste y frío invierno, asunto, este último,primordial.

Todo continuó así hasta que el almanaque decidiómentir y afirmó que había llegado la primavera —laprimavera, en verdad, llega… cuando llega—. Lasheladas nieves de enero cubrían todavía con su dure-za de diamante las calles de la ciudad, los organillostocaban aún En el viejo y amable verano con la pecu-liar vivacidad y el expresivo compás de diciembre.Muchos individuos firmaban letras «a treinta días vis-ta» para adquirir sus vestidos de pascua, los porterosempezaban a suprimir la calefacción y cuando todasestas cosas ocurren es fácil comprender que la ciu-dad sigue debatiéndose entre las garras del invierno,a pesar de todo.

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Una tarde, en su elegante dormitorio amueblado—calefacción central, limpieza ejemplar, comodida-des, puede visitarse para comprobación—, Sara seestremeció de frío. Aparte de las listas de Schulen-berg no tenía trabajo que hacer. Se sentó en unachirriante mecedora de mimbre y miró por la venta-na al exterior.

Desde la pared, el almanaque seguía gritando:«Llegó la primavera, Sara. Te digo que llegó la prima-

vera. Mírame, Sara. Lo demuestran mis números. Ytú… Tú eres muy linda, Sara. Eres… primavera. ¿Porqué, pues, miras así, tan tristemente por la ventana?»

La habitación de Sara daba a la parte trasera de lacasa. Mirando al exterior, se divisaba el muro de ladri-llos, también trasero y sin ventanas, de una fábrica decajas que había en la calle próxima, solo que, de pron-to, el muro fue para Sara igual que un cristal. Un cris-tal puro en donde contemplar un prado verde salpica-do de cerezos y olmos, cercado por matorrales de zarzasy rosales silvestres.

Los verdaderos heraldos de la primavera son a ve-ces demasiado sutiles al oído y a la vista. Para mu-chos han de cantar ciertos pájaros, florecer determi-nadas plantas y desaparecer otras, antes de que sedecidan a dar la bienvenida a la Dama Verde en sucorazón. No obstante, para una minoría selecta, lle-gan rápidos, dulcísimos mensajes de la nueva despo-sada, mensajes que aseguran a algunos que no van aser «sus hijastros» a menos que ellos lo prefieran así.

En el verano anterior Sara había visitado el campoy se enamoró de un granjero —si alguna vez escribenun cuento no retrocedan jamás así. Es un truco desa-fortunado que quita interés a la acción. Es mejor

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seguir adelante. Seguir siempre adelante—. Sara ha-bía pasado dos semanas en la granja Sunnybrook yen ella aprendió a amar a Walter, el hijo del viejo gran-jero Franklin. En menos de este tiempo han sidoamados y olvidados otros jóvenes granjeros, peroWalter era un agricultor al nuevo estilo, que teníateléfono en el establo y sabía calcular con exactitudel efecto de la cosecha de trigo del Canadá sobre laspatatas, plantadas cuando no hay luna, para el añosiguiente.

En aquel paisaje fresco y bordado de zarzas, Sarase dejó conquistar. Junto a Walter se había sentadosobre el césped y él había tejido una corona para sufrente. Una corona de flores de cierta planta que lla-man diente de león. Walter se había deshecho enalabanzas acerca del efecto de las florecitas amarillasen sus trenzas castañas, y ella había dejado la diade-ma allí y había vuelto a la granja con el sombrerosimplemente en la mano.

Decidieron casarse en primavera. «En cuanto la pri-mavera se anuncie», dijo Walter. Y Sara volvió a la ciu-dad para seguir tecleando en su máquina de escribir.

Un golpe en la puerta rompió la visión de aquel díadichoso. Entró un camarero que le entregó el borra-dor de la carta del establecimiento con todo anotadoa lápiz por el propio Schulenberg.

Sara se sentó ante la máquina de escribir y colocóuna tarjeta en el rodillo. Solía trabajar con rapidez.Por regla general terminaba los veintiún tarjetonesen hora y media.

Aquel día la carta ofrecía más cambios que de costum-bre. Las sopas eran más ligeras; entre los entremeses

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no figuraban embutidos. Solo el cerdo contaba entre losasados, en compañía de unos nabos. El grácil espíri-tu de la primavera influía también en los alimentos.El cordero, que recientemente pacía por las verdesladeras de los montes, comenzaba a ser servido con lacélebre salsa de rigor. La canción de la ostra, aunqueno del todo extinguida, estaba ya dimuendo con amore.1La sartén iba siendo relegada a la inactividad, y ensu lugar surgía el útil enrejado de la parrilla. La listade pasteles crecía, y los sabrosos budines comenza-ban a escasear…

Los dedos de Sara danzaban como insectos sobreun río de verano; avanzaban por entre la corrientebuscando a cada manjar el lugar adecuado según lalongitud de su inscripción, apreciándolo todo con unaojeada inquisitiva.

Antes de la lista de los postres estaba la de «Legum-bres y verduras»: zanahorias y guisantes, espárra-gos, los eternos tomates, coles, habichuelas y, porúltimo…

Fue justo aquí cuando Sara comenzó a derramarsu llanto sobre el tarjetón. Lágrimas salidas de lohondo de su divina desesperación. Lágrimas que seiban formando en su corazón y que se expansionabanpor los ojos. Así hasta que hubo de inclinar la cabezasobre la pequeña máquina de escribir, y hasta queel sonido del teclado fue triste acompañamiento parasus húmedos sollozos.

Llevaba dos semanas sin noticias de Walter, y elsiguiente manjar que había de figurar en la minutaera justo una ensalada de diente de león. Diente de1En italiano, disminuyendo, amorosamente, su intensidad sonora.

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león acompañando no importa con qué tipo de hue-vos. ¡Huevos! ¿Cómo pensar en ellos? Solo el acom-pañamiento resultaba importante. ¡Diente de león!La planta de florecitas doradas con las cuales Walter lahabía coronado «reina de su amor y su futura espo-sa». Aquella planta, heraldo de la primavera, diade-ma de su dolor presente, recuerdo de otro tiempo másfeliz.

Usted sonría, señora. Sonría leyendo. Espere a su-frir una prueba igual. Espere a ver cómo las bellasrosas que su enamorado le regaló el día en que ustedle dijo «sí», son servidas en ensalada y como guarni-ción de unos huevos, en el restaurante Schulenberg.Si Julieta hubiese visto así, tan deshonradas, las pren-das y recuerdos de su amor, habría recurrido antesal brebaje del fraile. ¡Sin embargo, la primavera tieneartes de brujería! En el reducto de la inmensa ciudadfría y de piedra, había de ser cursado un mensaje ysolo existía un posible mensajero para él. Una planta—correo de los campos— de rudo manto verde y mo-desta actitud. Un verdadero soldado del azar: el dien-te de león, que en flor sirve de corona de amor en loscastaños cabellos de una enamorada, y tierna, joveny exenta de capullos, se sumerge en un cazo de aguahirviendo para lanzar a los vientos el mensaje de susoberana.

Poco a poco Sara dominó su llanto, pues tenía quecopiar lo escrito, pero siguió, aunque débilmente, sumi-da todavía en el leve resplandor dorado de su sueño,mientras sus dedos recorrían con distracción el tecla-do y su mente y su corazón volaban a la pradera y aljoven granjero que allí amó.

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A pesar de todo, Sara no tardó en volver a los vallesde cemento de Manhattan, y la máquina de escribircomenzó a roncar y a saltar como el motor de un au-tomóvil viejo.

A las seis de la tarde se presentó un camarero con lacena y se llevó los recién copiados tarjetones. Sara sedispuso a comer. Comenzó por apartar de su vista laensalada de diente de león con el huevo complemen-tario. De igual modo que su brillante y simbólica florde amor se había convertido en informe masa oscura,a modo de ensalada, sobre un plato, sus esperanzasdel verano anterior habían muerto marchitas.

Con seguridad, y como dice Shakespeare, el amorse alimenta de sí mismo, pero, con todo, Sara no se viocon ánimos de probar la ensalada de una planta quehabía sido gracia y adorno del primer banquete deafecto sincero de su corazón.

A las siete y treinta la pareja del cuarto de al ladocomenzó a discutir, y el individuo de la habitación dearriba se empeñó en buscar una nota en su flauta.Decreció la fuerza del gas. Comenzaron a descargartres vagones de carbón —único ruido del que sientecelos el gramófono—, y los gatos de las verjas trase-ras iniciaron su diario desfile de retirada. Por todosestos signos externos, Sara comprendió que habíallegado la hora de leer un poco. Cogió El claustro y elhogar, la novela menos vendida del mes, y empren-dió un viaje del brazo de sus personajes.

De pronto se oyó el timbre de la puerta principal yla patrona acudió a abrir. Sara dejó a sus protagonis-tas ante la amenaza de un oso para escuchar mejor.Por supuesto, ustedes habrían hecho lo mismo, pues

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una voz fuerte acababa de sonar en el pasillo de aba-jo. De inmediato Sara se puso en pie de un salto, yechó a correr hacia la puerta abandonando el libroen el suelo y los personajes a merced del oso.

Sin duda ustedes han adivinado lo que ocurría, Sarallegó a lo alto de la escalera justo en el momento quesu granjero subía los escalones de tres en tres. Cuan-do llegó hasta ella, puede decirse que la cosechó y laalmacenó para sí solo sin dejar un grano a quien qui-siera espigar el terreno después.

—¿Por qué no me escribiste? —gritó la joven—. ¿Porqué no lo hiciste, di…?

—Nueva York es una ciudad muy grande —protestóWalter—. Hace ocho días que llegué y fui a verte a tuantigua dirección, pero me dijeron que te habíasmudado el jueves anterior. Me consoló saber que nohabía sido el viernes, por aquello de la mala suerte,ya sabes… En fin, desde entonces te andamos bus-cando la policía y yo.

—Pero, si te escribí —protestó Sara con vehemencia.—No recibí tu carta.—Y entonces…, ¿cómo has podido dar conmigo?El joven granjero la envolvió en una sonrisa com-

pletamente primaveral.—Esta noche, por casualidad, entré en el restau-

rante vecino —explicó él—. No me importa que sepasque en esta época del año soy partidario de las ver-duras. El caso es que eché una ojeada a la carta me-canografiada y, al llegar a las coles, di un salto en lasilla y llamé a grandes voces al propietario. Él fuequien me dijo dónde vivías.

—Recuerdo —dijo Sara, con un suspiro de dicha— quedespués de las coles puse la ensalada de diente de león.

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—Y yo reconocería la w mayúscula de tu máquinade escribir entre todos los textos mecanografiados delmundo. Ya sabes, queda siempre como rota y monta-da —dijo Walter.

—Pero, ¡ensalada de diente de león no tiene ningu-na w mayúscula! —alegó Sara sorprendida.

El joven granjero sacó el tarjetón de un bolsillo y selimitó a señalar una línea.

Sara reconoció lo primero copiado aquella tarde. Enel ángulo superior izquierdo se advertía aún la pe-queña huella de una lágrima. En cuanto al espaciodonde debió leerse el nombre de la planta silvestre,el intenso recuerdo de sus doradas flores la habíaobligado a poner una extraña inscripción. Así, entrelas coles y los pimientos rellenos se leía:

«Queridísimo Walter… con huevo duro».

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Desde el pescante

Un cochero tiene siempre su punto de vista, quizá máspersonal que el de cualquier otro individuo. Desde elalto y oscilante asiento de su vehículo mira a suscongéneres como a partículas nómadas, sin impor-tancia, a menos que sepa que los domina el deseo deviajar. Él es omnipotente y nosotros… mercancías entránsito. Sea usted vagabundo o presidente de lanación, para un cochero resulta tan solo «un viaje».Lo toma, hace chasquear el látigo, le atormenta austed la columna vertebral y, por último, lo deja don-de sea.

Llegado el momento de pagar, si se muestra ustedconforme con la tarifa legal, sabrá muy bien lo que eldesdén quiere decir. En cambio, si admite que olvidóla cartera, tendrá ocasión de comprobar que el pro-pio Dante tuvo una imaginación muy pobre.

No resulta descabellada la teoría, del siempre con-centrado punto de vista sobre el vivir, de que hacegala el cochero, como resultado de la peculiar cons-trucción del carruaje que gobierna. En realidad él esallí el «gallito del lugar». Se sienta solo, como Júpiter,en su asiento que no puede compartir con nadie,

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guardando el destino de los otros entre dos tiras deinconstante cuero. Balanceándose como un simplemuñeco japonés, se encuentra usted como cogido enuna trampa, mientras pasan otras personas ante suvista sobre el suelo sólido, y ha de dirigirse usted altecho, a una rendija de su supuesto sarcófago, paraque sean cumplidos sus ínfimos deseos.

Porque es así. Una vez en el coche, ni siquiera esusted ocupante, sino «contenido». Usted es como uncargamento en alta mar. El “angelito” sentado alláarriba sabe de memoria su calle y su número.

Cierta noche, se oyeron súbitos rumores en el granedificio de ladrillos rojos situado casi junto al CaféFamiliar de MacGary. Aparentemente, el estruendoprocedía del piso ocupado por la familia Walsh. Laacera estaba obstruida por un grupo de vecinos cu-riosos y, de cuando en cuando, se abría una puertapara dar paso a un emisario de MacGary, portadorde bebidas y víveres para algún festejo, mientras se-guía el grupo congregado en la acera con sus comenta-rios y discusiones acerca de cuanto estaba ocurriendo,sin descartar, por cierto, la nueva del matrimonio deNora Walsh.

Trascurrido un rato, los que se divertían en el inte-rior se precipitaron a la acera, uniéndose al grupo decuriosos, quienes, aun sin haber sido invitados al fes-tejo, rodearon a los recién llegados envolviéndolos,llenando la noche de alegres gritos, de felicitaciones,de carcajadas y ruidos incalificables, hijos todos delaporte de MacGary a la fiesta matrimonial.

Junto a la acera y en el arroyo, estaba parado elcoche de Jerry O’Donovan, el halcón nocturno. Por

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este apodo conocían a Jerry, y en verdad no habíavehículo más limpio y brillante que el suyo en toda laciudad. En cuanto a su caballo, no exagero al decirque solía hincharlo de cebada, hasta el punto de ha-cer sonreír a cualquiera de esas damas que dejan enla cocina los platos por fregar para salir a ocuparsede los asuntos ajenos. Sí, también ellas habrían son-reído mirándolo.

Por entre los ruidos y la agitada multitud podía divi-sarse el sombrero de Jerry zarandeado por los vientosy las lluvias de unos años. Y también su nariz, muyparecida a una zanahoria e igualmente baqueteada;y su chaqueta verde con botones brillantes, tan admi-rada por el vecindario de MacGary.

En efecto, Jerry tenía trabajo. Sin duda, esperaba«un viaje».

De pronto, de la multitud congregada en la acera yentre los peatones surgió una muchacha que fue asituarse junto al vehículo. Con su vista de halcón,Jerry captó el movimiento y corrió hacia el coche atro-pellando a tres o cuatro espectadores, y casi a sí mis-mo, pues tuvo que agarrarse a una bomba de aguaque había cerca para no caer al suelo. Por último,como un marinero luchando con la tormenta, consi-guió trepar hasta su asiento. Una vez en el pescante,recobró la serenidad. Echó una ojeada abajo desde elpalo mayor de su navío, seguro de sí mismo, como seyergue una bandera en su mástil sobre la cima de unrascacielo.

—Suba, señora —dijo tirando de las riendas.La joven subió al carruaje. Con el consiguiente rui-

do, la portezuela se cerró. Se oyó el chasquido del

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látigo de Jerry. El grupo de la calle comenzó a disol-verse y el hermoso vehículo se dispuso a cruzar laciudad.

Cuando el bien alimentado caballo hubo calmadoun poco sus ansias de velocidad, Jerry, a través de laapertura de rigor, con voz de cascado micrófono ydeseoso de complacer a su cliente, preguntó:

—¿Ahora, adónde vamos?—Adonde sea, no importa —fue la musical y deliciosa

respuesta obtenida.«Sin duda alguna, un viaje de placer», pudo pensar

Jerry. Y enseguida indicó lo que parecía lógico enaquella ocasión:

—No estaría mal una vuelta por el parque. Estaráfresco y bonito.

—Muy bien —respondió ella contenta.El carruaje fue subiendo la Quinta Avenida y re-

corrió la ampulosa vía. Jerry, tan pronto saltaba comose balanceaba en su asiento. Los fuertes líquidos deMacGary parecían reanimarse otra vez enviando nuevosvapores a su mente. Cantando una vieja canción empu-ñó el látigo como una batuta para seguir el compás.

En el interior del coche, su cliente seguía muy er-guida entre los cojines, mirando a derecha e izquier-da, hacia las luces y las casas. Incluso allí, entre lapenumbra, sus ojos brillaban como estrellas del cre-púsculo.

Al llegar a la calle Cincuenta y nueve, Jerry tenía lacabeza algo inclinada sobre el pecho y las riendasflojas. Su caballo atravesó la abierta verja del parquey dio comienzo al nocturno paseo familiar. La cliente,entonces, reclinó la cabeza hacia atrás y, emocionada,

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aspiró el limpio perfume del césped, de las flores, delas hojas… Y el inteligente bruto, buen conocedor delterreno que pisaba, siguió el paso normal de «tantopor hora», sin abandonar la derecha del sendero.

La fuerza de la costumbre se impuso en Jerry tam-bién. Por encima de su creciente sopor y alzando elestandarte de su nave, hizo la pregunta de rigor detodo cochero que va cruzando el parque:

—¿Quiere echar un vistazo al casino? ¿Un refresco enGezzer y un poco de música? Es lo que hacen todos.

—Me parece muy bien —murmuró la cliente.Ante la entrada del casino, Jerry tiró de las riendas.

La portezuela del vehículo se abrió y la joven saltó alsuelo. Enseguida se encontró envuelta en una mara-villosa ola de música, y quedó casi cegada por la vi-sión de colores y luces. Alguien puso en su manouna pequeña tarjeta cuadrada que tenía un número.El 34. Echó una ojeada en derredor y vio su trans-porte a poca distancia, alineado ya entre el grupo decarruajes, coches y automóviles que aguardaban.Luego un hombre, que parecía todo él una pecheraalmidonada, surgió frente a ella. Casi sin advertirlo,se encontró sentada ante una mesa, junto a unabarandita por donde trepaba la enredadera de un jaz-mín. Todo parecía invitar a la demanda. Consultó lasexistencias en su bolso —unas monedas nada más—y comprendió que solo podía aspirar a una cerveza.Se quedó allí bebiéndola, pero degustándolo todo enaquella nueva vida, de colorido también nuevo, quetranscurría en un palacio de cuento de hadas en aquelbosque encantado.

Príncipes y reinas que lucían las mejores sedas ypiedras preciosas ocupaban las cincuenta mesas del

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local. De cuando en cuando, alguien miraba con cu-riosidad a la cliente de Jerry O’Donovan. Lo que veíanera una sencilla figura con traje de seda rosa, de untejido llamado foulard, y un gracioso rostro con expre-sión de amar la vida, capaz de causar envidia a lasreinas. Dos veces giraron en su esfera las largas ma-necillas del reloj. Los personajes reales, abandonan-do el marco de su trono, giraban y marchaban haciasus vehículos. La música escapaba también, enfun-dada en diversos estuches de madera o en bolsas depiel. Unos camareros retiraban los manteles alrede-dor de la sencilla figura, ya casi sola.

La cliente de Jerry se levantó y preguntó mostran-do su tarjeta numerada:

—¿Sirve para algo esto?Un camarero dijo que aquello era la contraseña para

su vehículo, y que tenía que entregarla al hombreque estaba a la puerta del local.

Así lo hizo, y el hombre aquel gritó su número.Solo quedaban tres coches aguardando. El cochero

de uno de ellos se acercó a despertar a Jerry, quedormía profundamente en su interior. Con un jura-mento, subió al puesto de mando y condujo su navea los muelles. Con su cliente adentro, enfiló con rapi-dez hacia los frescos parajes del parque, avanzandopor la ruta más corta hacia el hogar.

Una vez en la verja, y por entre los vapores que en-torpecían su mente, sintió Jerry una ráfaga de senti-do común, a manera de sospecha. Se le ocurrieronun par de cosas. Detuvo el caballo y gritó por la ren-dija de rigor:

—Antes de seguir, ¿quiere enseñarme cuatro dóla-res? Porque supongo que tendrá dinero.

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—¡Cuatro dólares! —dijo con una risita su cliente—.Oh, no, no; nada de eso. Solo me quedan unos cen-tavos.

Jerry cerró la tapa y azuzó a su bien alimentadocaballo con el látigo.

El ruido de los cascos amortiguó en parte, sin aho-garla del todo, su exclamación. Lanzando hacia elestrellado cielo unos juramentos muy sonoros, yamenazando con el látigo a cuantos vehículos pasa-ban cerca, el cochero fue avanzando por calles di-versas sin dejar de mascullar palabras fuertes; tanfuertes que, oyéndole, el conductor de un camiónque volvía a su hogar se sintió avergonzado. PeroJerry conocía su único recurso y se dispuso emplear-lo avanzando a galope. Por fin se detuvo ante unacasa que tenía unas luces verdes en el portal. Abrióla portezuela y gritó sin contemplaciones saltandodel pescante:

—Vamos, salga de ahí.Su cliente obedeció, sin que en su sencillo rostro se

borrase la soñadora sonrisa que lució en el casino.Cogiéndola del brazo, Jerry la arrastró hasta el

próximo cuartelito de policía. Un sargento de bigotesgrises los miró escrutadoramente desde su asiento.Era evidente que el cochero y él se conocían.

—Sargento —comenzó a decir Jerry en el mismo tonoiracundo y amenazador de antes—, tengo aquí unacliente que… —hizo una pausa. Se pasó por la frenteuna mano rojiza y callosa. La niebla en que lo envol-vía el alcohol de MacGary comenzaba a disiparse…—.Una cliente que quiero presentarle a usted —añadiócon burlona sonrisa— porque es… mi mujer. Me he

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casado con ella esta tarde, en casa del viejo Walsh. ¡Ymenuda juerga nos hemos corrido desde entonces!Dale la mano al sargento, Nora. Y ahora, vámonos acasa.

Pero antes de subir al coche, Nora dijo lanzando unsuspiro:

—¡Qué bien lo he pasado, Jerry…! ¡Qué bien!

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Corazones y cruces

Baldy Woods alargó el brazo y cogió la botella. Siem-pre que Baldy se proponía algo, acostumbraba a…Pero no se trata ahora de la historia de Baldy. Sesirvió una tercera copa, cuyo contenido excedía enun centímetro al de la primera y al de la segunda.Baldy celebraba una consulta y había de mostrarse ala altura de su misión.

—Yo en tu lugar sería rey —dijo con ademán tandecidido que le crujió la cartuchera y sus espuelascomenzaron a chirriar.

Webb Yeager se echó atrás el típico sombrero, paraalborotar todavía más su cabello pajizo, y, al no obte-ner de este recurso un resultado positivo, decidióseguir el líquido ejemplo de su ingeniosísimo amigoBaldy.

—Por casarse con una reina, un hombre no ha dequedar necesariamente fuera de la baraja —dijo Webbresumiendo toda su queja.

—Pues claro —añadió Baldy amable, sediento aún ymuy solícito con respecto al relativo valor de los nai-pes—. Tienes derecho a ser rey. Yo, en tu caso, exigiría

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otra partida. Te han escamoteado alguna carta. Tediré lo que eres, Webb Yeaguer.

—Dilo —rogó Webb con mirada esperanzada.—Eres un príncipe consorte.—Cuidado —alegó Webb—. Yo a ti todavía no te he

insultado.—Pero si es un título —explicó Baldy—. Solo uno

de tantos en la baraja. Trataré de explicártelo, Webb.Es… como una marca especial creada para determi-nados animales de Europa. Supón que tú, yo o unduque alemán cualquiera se case con una princesade sangre real, y que nuestra mujer llegue, con el tiem-po, a ser reina. ¿Somos reyes nosotros? Ni por casua-lidad. En la ceremonia de la coronación nos haráncaminar junto al noveno gran chambelán de la cáma-ra, y solo serviremos para aparecer en las fotografíasy aceptar la responsabilidad de un posible príncipeheredero. No me parece justo. Te repito, Webb, queeres un príncipe consorte. Yo en tu lugar prepararíaun manifiesto, un habeas corpus o cualquier cosa deesas, pero costara lo que costase…, sería rey —Baldyvació su vaso al llegar a este punto, para ratificar suteoría.

—Baldy —dijo con solemnidad Webb—, tú y yo he-mos atendido las vacas de un mismo rebaño duranteaños, hemos corrido por los mismos pastos y cabal-gado por iguales caminos desde que éramos mucha-chos. Con nadie más que contigo hablaría de mis asun-tos personales. Eras caballerizo del rancho Nopalitocuando me casé con Santa McAllister. Por aquel en-tonces era capataz, pero, ¿qué soy ahora? La verdades que no pinto nada.

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—Cuando el viejo McAllister era rey del ganado enTexas occidental —prosiguió Baldy con demoníacadulzura—, tenías cierta clase. Tu voz resultaba, en elrancho, casi tan importante como la suya.

—Desde luego —admitió Webb—, pero cuando supoque le había echado el lazo a la propia Santa, todo aca-bó. Me relegó a los campos y me obligó a estar lo máslejos posible de la casa del rancho. Al morir el viejo,inventaron para Santa el apodo de Reina del Ganado.Yo…, digamos, que soy su jefe. Jefe del Ganado, nadamás. Ella cuida del negocio y maneja el dinero. No pue-do vender ni un novillo a unos excursionistas sin supermiso. Santa es la reina. Yo…, un don Nadie.

—Pues yo, en tu caso, sería rey —repitió Baldy Woods,el monárquico—. Si un hombre se casa con una reinaes natural que llegue a su misma jerarquía. Desde elchaparral al almacén de expedición, pasando por to-das las secciones y departamentos. Todo ha de re-correrlo hasta situarse junto a ella. Muchos lo andandiciendo por ahí. Dicen que es muy raro que tú nopintes nada en Nopalito. Y conste que no quiero me-terme con la señora Yeager. Es la mejor muchacha deRío Grande, pero un hombre ha de ser el dueño de sucasa.

En el moreno y dulce rostro de Yeager apareció unaexpresión de dolida melancolía. Con ella, su rubiocabello en desorden y sus tranquilos ojos azules, po-día perfectamente pasar por un colegial a quien hu-biese usurpado el primer puesto del equipo un com-pañero más joven y fuerte. Su alta estatura, su vigory sus músculos, además de su cartuchera y sus pis-tolas, derrotaban la comparación.

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—¿Cómo dijiste, Baldy? —preguntó—. ¿Qué es loque soy? ¿Un concierto de qué?

—Un consorte —corrigió Baldy—. Un príncipe con-sorte. Algo así como un seudónimo en la baraja. Estásentre la sota y el nueve.

Webb Yeager suspiró y cogió la correa de la fundade su winchester que estaba en el suelo.

—Hoy mismo vuelvo al rancho a caballo —dijo concierta indiferencia—. Tengo que preparar unos bichospara San Antonio; han de enviarse por la mañana.

—Iré contigo hasta Dry Lake —manifestó Baldy—.Tengo que ver algunas bestias jóvenes en San Marcos.

Ambos compañeros montaron sobre sus respecti-vas cabalgaduras y se alejaron al trote de la pequeñaestación, en donde aquella calurosa mañana se ha-bían reunido.

Al llegar a Dry Lake, lugar en donde se separabanlos caminos que debían seguir, se detuvieron parafumar un cigarrillo. Habían recorrido varias millasen silencio, solo al compás de los cascos de los ca-ballos sobre la alfombra de césped del suelo, y elroce de los estribos de madera contra los matorralesy arbustos. Pero en Texas es difícil que una conver-sación no tenga continuidad. Se puede recorrer unamilla de camino charlando y ocurrir una muerte opresentarse la ocasión de una comida sin que todoello afecte las tesis tratadas.

—Como recordarás, Baldy, hubo un tiempo en queSanta no se sentía tan independiente como ahora.No habrás olvidado los días en que el viejo McAllisterse propuso apartarnos el uno del otro y en que San-ta, cuando deseaba verme, me enviaba una señal

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convenida. El viejo Mac prometió convertirme en algoparecido a un colador, si me ponía a distancia de tirodel rancho. ¿Recuerdas la señal, Baldy? ¿Te acuer-das del corazón con la cruz en el centro?

—¡Qué si me acuerdo! —gritó Baldy con astuta ymaliciosa expresión—. Pues claro, coyote con cara depaloma. Parece que lo estoy viendo todo, redomadohipócrita. Los muchachos del campamento tuvieronque familiarizarse con los jeroglíficos. «El estómagocon los dos huesos», así decían ellos del signo. Apa-recía en el camión que llegaba del rancho, dibujadocon carbón en los sacos de harina y con lápiz en losperiódicos. En cierta ocasión lo vi nada menos queen la espalda del nuevo cocinero que, desde el ran-cho, nos enviaba el viejo McAllister. ¡Que me ahor-quen si miento!

—El padre de Santa —lo interrumpió Webb en tonoamable— la había hecho jurar que no me escribiríani una palabra, y entonces a ella se le ocurrió lo de laseñal. Un corazón con una cruz. Cuando deseabaverme dibujaba el signo no importaba en qué objetodel rancho que hubiese de llegar a mi poder. Yo, encuanto lo veía, corría hacia ella siempre aprovechan-do la noche. Nos encontrábamos detrás de la cuadrapequeña.

—Todos lo sabíamos, pero nunca los traicionamos.Estábamos de tu parte. Sabíamos por qué tenías siem-pre el caballo a punto, y en cuanto veíamos aparecer«el estómago y los dos huesos» en no importa quéparte del camino, teníamos la seguridad de que elpobre Pinto aquella noche devoraría millas en lugarde forraje. ¿Te acuerdas de Scurry, nuestro caballerizo

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intelectual, aquel muchacho universitario que porcausa del alcohol terminó en el rancho? Pues bien,cuando veía aparecer la romántica llamada de socorroen cualquier cosa que procedía del rancho, alzabauna mano, la hacía ondear en el aire, así, de estamanera, y exclamaba: «Nuestro amigo Lee Andrewscruzará a nado nuevamente esta noche el golfo delinfierno» —dijo Baldy.

—La última vez que Santa me envió su mensaje—explicó Webb— fue porque estaba enferma. Vi laseñal en cuanto llegué al campamento, y aquella no-che galopé sobre Pinto a toda velocidad. No la encon-tré aguardando en el sitio de costumbre y entré en lacasa. Tropecé en la puerta con el viejo McAllister,quien me dijo: «¿Vienes buscando la muerte? Puespor esta vez te perdono. Acabo de enviar a uno de losmuchachos en tu búsqueda. Santa te necesita. En-tra en esa habitación y habla con ella. Luego sal yven a hablar conmigo».

»Santa estaba en la cama, muy enferma, pero alverme sonrió. Apreté su mano entre una de las míasy me senté en su cama sin tener en cuenta el barro,las espuelas, la suciedad… y todo lo demás.

»—Te he estado oyendo cabalgar sobre el céspeddurante horas, Webb —dijo ella entonces—. Estabasegura de que vendrías. ¿Viste la señal? —añadió enun susurro.

»—En cuanto llegué al campamento —le aseguré—.Precisamente en el saco de patatas y cebollas.

»—Van siempre juntos en la vida —dijo Santa dul-cemente—, siempre juntos.

»—Sí —respondí—. Sobre todo en el estofado.

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»—Me refería a nuestro signo —protestó Santa—.Corazones y cruces. Amor y sufrimiento. ¿Cómo nolo comprendes?

»El viejo doctor Musgrove estaba allí también, alparecer muy ocupado bebiendo whisky y abanicán-dose con un pay-pay. De pronto, Santa se durmió. Elmédico fue a poner una mano sobre su frente y aña-dió mirándome:

»—Reconozco que eres un buen calmante, pero eltratamiento no te incluye como medicina para sertomada a dosis. En cuanto a ella, estará mejor cuan-do despierte.

»Al salir volví a encontrar a McAllister.»—Se ha dormido —dije—. Ahora, si quiere conver-

tirme en colador, decídase y empiece. Puede hacerlocon tranquilidad. Dejé el revólver en la silla de micaballo.

»El viejo se echó a reír para responder:»—Llenar de plomo la cabeza del mejor ranchero de

Texas no me parece buen negocio. ¿Dónde encontra-ría un capataz tan bueno como tú? Lo que me molestay me hace desear usarte de blanco es la posibilidadde que fueses mi yerno. No eres, en mi opinión, pa-riente deseable, pero puedes seguir trabajando en elrancho Nopalito, si te quedas fuera del radio de ac-ción que tiene esta casa desde su punto central. Vetearriba y échate un rato. Cuando hayas descansadovolveremos a hablar del asunto.

Baldy Woods se encasquetó mejor el sombrero yestiró bien la pierna encima de su cabalgadura. Webbtiró de las riendas de su caballo que se agitó, ansiosopor partir. Ambos amigos cambiaron un apretón demanos al estilo del oeste.

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—Adiós, Baldy —dijo Webb—, me alegro de habertevisto y de haber charlado contigo.

Con súbito estallido, semejante al que pudiera pro-ducir una bandada de codornices al emprender el vue-lo, los dos jinetes se alejaron al galope por distintassendas. Habría recorrido unas cien yardas cuando, alalcanzar una pequeña loma desnuda de vegetación,Baldy tiró de las riendas y lanzó un grito. Seguida-mente vaciló en su cabalgadura. De haber estado depie habría sin duda caído al suelo, pero a caballo eramaestro del equilibrio, se reía del whisky y desprecia-ba el propio principio de la gravedad.

Al oír la llamada, Webb se volvió hacia atrás en susilla.

—Yo, en tu lugar —gritó con estridente y perversavoz su amigo Baldy—, sería rey.

A las ocho de la mañana siguiente, Bud Turner des-montó ante el rancho Nopalito y avanzó bamboleán-dose, con el consiguiente estruendo, hacia la galería.Bud era el individuo encargado de conducir las resesque habían de enviarse aquel día a San Antonio. Laseñora Yeager estaba en la galería regando una matade jacinto plantada en una maceta de tierra roja.

Su Majestad, McAllister, había legado a su hijamuchas características especiales, por ejemplo: sudecisión, su optimismo y valor, su tenaz seguridadpropia y su orgullo por ser monarca reinante en aqueldominio de cascos y cuernos… El tiempo y el tono deMcAllister fueron siempre allegro1 y fortissimo,2 y1En italiano, modo de interpretar una composición musical.2En italiano, ejecución musical tan fuerte como sea posible.

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ambos sobrevivían en Santa, solo que en arreglo paraclave femenina. Físicamente era la fiel imagen deaquella madre que hubo de abandonar los pastos delrancho por otros verdes más infinitos, antes de queel ganado del lugar ganase para este la categoría dereino. Tenía la misma figura delgada y fuerte de sumadre, e igual belleza dulce y serena que suavizabaen ella la dureza de la típica mirada autoritaria y elaire de real independencia de los McAllister.

Webb estaba de pie en el extremo final, dando órde-nes a tres muchachos de distintos campamentos yequipos, que se habían trasladado a caballo al ran-cho en busca de instrucciones.

—Buenos días —dijo Bud con seguridad—, ¿a quiéndejo los bichos al llegar a la ciudad? ¿A Barber, comosiempre?

Responder a esta pregunta era antiguo privilegio dela reina. Las riendas principales del negocio, es decir, lacompra, la venta y el estado de cuentas, quedaron siem-pre en las eficientes manos de ella. Solo el manejo delganado quedaba por completo a cargo del esposo. Enlos días del rey, cuando vivía Su Majestad, McAllister,Santa actuaba de secretaria de papá, y en el futuroprosiguió su tarea con acierto y buenos beneficios. Noobstante, esta vez, y antes de que ella pudiese hablar,el príncipe consorte dijo con calmuda decisión:

—Llévalos a los corrales de Zimmerman y Nesbit.Días atrás arreglé el asunto con ellos y quedamos deacuerdo.

Bud giró sobre sus talones.—¡Espera! —se apresuró a gritar Santa. Luego miró

a su marido. Una total sorpresa se retrataba en sus

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firmes ojos grises—. Pero, ¿qué es esto, Webb? —pre-guntó con el ceño algo fruncido—. Nunca he trabaja-do con Zimmerman y Nesbit. Desde hace cinco añosBarber se viene ocupando del ganado de este rancho,y no quiero prescindir de sus servicios —se interrum-pió para volverse hacia Bud Turner y añadir—: Dejaa Barber todo ese ganado.

Su tono no podía ser más concluyente.Bud contempló imparcialmente un cántaro de agua

que había cerca, se apoyó más sobre el otro pie yempezó a masticar una hoja de mesquite.1

—Quiero que esos bichos sean entregados a Zimmer-man y Nesbit —dijo Webb con súbita expresión gla-cial en sus ojos azules.

—¡Qué estupidez! —murmuró Santa impacientán-dose—. Será mejor que te vayas, Bud, si quieres es-tar en Little Elm a mediodía. Di a Barber que dentrode un mes enviaremos una nueva partida de reses.

Bud se permitió una significativa ojeada en direc-ción a Webb, y tropezó con la mirada de este. Webbvio que en sus ojos se retrataba una demanda deperdón, pero también creyó adivinar la compasión enellos.

—Entregue ese ganado a… —comenzó a decir entono sombrío.

—A Barber —terminó con dureza Santa—. Y termi-nemos de una vez. ¿Qué esperas ahora, Bud?

—Nada, nada, señora —respondió él.Lo dijo, pero siguió quieto allí, todavía un instante;

el tiempo que habría empleado una vaca en movertres veces la cola. Porque los hombres son aliados1Árbol de América de hojas medicinales.

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siempre y hasta los filisteos debieron de ruborizarseal arrastrar consigo a Sansón.1

—¡Ya oíste al jefe! —gritó Webb, irónico, quitándoseel sombrero para inclinarse ante su esposa hasta ro-zar el suelo con el ala de aquel.

—¡Webb! —dijo Santa molesta—, hoy te estás com-portando como un estúpido.

—Un estúpido cortesano, majestad —respondióWebb en voz baja y tono desacostumbrado—. ¿Quéotra cosa podías esperar de mí? Si me permites tediré algo: antes de casarme con la reina del ganadoera un hombre. ¿Qué soy ahora? El hazmerreír detodos los campamentos de los alrededores. Pero aho-ra seré un hombre otra vez.

Santa se acercó a mirarlo y dijo con calma:—No seas tonto, Webb. De ti nadie se ha burlado

nunca. ¿Me meto en tu manejo del ganado? En cam-bio, conozco el negocio mucho mejor que tú. Aprendíde papá. Compréndelo.

—Los reyes y reinas no me interesan, si a mí se mesuprime del tablero. Cuido del ganado y tú llevas lacorona. Prefiero ser primer canciller de un rancho devacas, que lacayo en la corte de una soberana. Elrancho es tuyo y las reses serán para Barber.

Webb tenía el caballo atado a la barandilla. Fue alinterior de la casa y salió llevando el rollo de mantasque solo cogía cuando iba a cabalgar largo rato. Tam-bién llevaba una gran soga de cuero trenzado y unrevólver que ató con cuidado sobre la silla de su ca-balgadura.

Algo pálida, Santa echó a andar tras él.1Juez de Israel dotado de fuerza maravillosa.

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Webb saltó sobre su montura. Su rostro dulce y seriocarecía de expresión. Solo en sus ojos brillaba unresplandor obstinado.

—Hay un rebaño de terneras y vacas cerca de lagruta de Hondo, en el Frío. Es necesario protegerlo,pues abundan los lobos por allí. Han muerto ya tresterneras. Olvidé dejar instrucciones concretas. Serámejor que encargues a Simms del asunto.

Santa puso una mano sobre la brida del caballo ymiró a su marido a los ojos.

—¿Has decidido dejarme, Webb? —preguntó concalma.

—Pienso ser un hombre otra vez —respondió él.—Deseo que tu maravilloso plan se cumpla —dijo

ella con súbita frialdad. Luego le dio la espalda y en-tró en la casa.

Webb Yeager cabalgó en dirección sudeste, por rutatan recta como la topografía del oeste de Texas podíapermitir, y con respecto a las noticias que acerca desu persona llegaron en el futuro al rancho Nopalito,fue como si al alcanzar la línea del horizonte, se lohubiese tragado el cielo azul. Así, los días, con el do-mingo siempre a la cabeza, fueron formando algoparecido a escuadrones en sucesivo desfile semanal,mientras que las semanas, con la luna llena por ca-pitán, se agrupaban en periódicas compañías llevandotodas el mismo estandarte con esta inscripción:Tempus fugit.1 Por último, los meses avanzaron sinremedio hacia el inmenso campamento de los años,sin embargo, Webb Yeager no volvió a los dominiosde la reina.1En latín, el tiempo vuela.

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Cierto día, un individuo llamado Bartholomew —deoficio pastor de ovejas y, por lo tanto, poco importan-te— que procedía de la región inferior de Río Grande,pasaba a caballo ante el rancho Nopalito y sintió ham-bre. No tardó en hallarse sentado a la mesa de tanhospitalaria mansión, a la hora de la comida del me-diodía. Charlaba por los codos, cosa bien lógica, pues,además de gustarle hablar, tenía un auditorio con eloído atento a cuanto decía.

—Señora Yeager —balbuceó—, el otro día en Ran-cho Seco, más allá de Hidalgo County, vi a un hom-bre que se llamaba como usted. Webb Yeager es sunombre. Acababan de nombrarlo encargado general.Un individuo alto, delgado, de pocas palabras. Talvez sea pariente suyo, ¿no?

—Mi marido —dijo Santa con amabilidad—. RanchoSeco hizo un buen negocio. El señor Yeager es el hom-bre que más entiende en ganado de todo el oeste.

La desaparición de un príncipe consorte pocas vecesdesorganiza una monarquía. Su majestad, la reinaSanta, había nombrado mayordomo del rancho a unindividuo de toda su confianza llamado Ramsay, anti-guo y fidelísimo vasallo de su padre. Y todo en el ran-cho Nopalito se conservó tranquilo, a excepción de lasuperficie de sus inmensas extensiones de césped, quealteraba y ondulaba alguna vez la fuerte brisa.

Desde algunos años atrás, el rancho Nopalito reali-zaba experimentos con un ganado de especial razainglesa, cuyos ejemplares miraban con desprecio aris-tocrático a las reses de largos cuernos de Texas. Elresultado fue satisfactorio y a los animales de sangreazul se les reservaron pastos especiales. Su fama se

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había extendido por el chaparral, y en todo lugar pordonde el hombre transitaba sobre una silla de mon-tar. Solo entonces despertaron otros muchos ranchospara restregarse los ojos y mirar con desagrado cre-ciente a sus animales de largos cuernos.

Como consecuencia, un día determinado, ciertomuchacho alegre y tostado por el sol, con un pa-ñuelo de seda al cuello y el aire de eficiencia, bienequipado de revólver y acompañado por tres vaque-ros mexicanos, se presentó en el rancho Nopalitollevando una misiva dirigida a la reina. Era una car-ta comercial y decía así:

Señora YeagerRancho Nopalito

Muy señora mía:Por orden de los dueños de Rancho Seco, me dirijoa usted para adquirir cien cabezas de ganado dedos a tres años de edad, raza especial sussexde su propiedad. Si la operación le parece conve-niente, sírvase entregar el ganado al portador conla seguridad de que el cheque correspondiente leserá remitido sin tardanza.Muy atentamente la saluda,

WEBBER YEAGER

ENCARGADO GENERAL DE RANCHO SECO

El negocio es el negocio aunque sea —por milagro seha escrito sobre todo— en un reino.

Aquella misma noche se trasladaron cien cabezasde ganado de los pastos especiales al corral más cer-cano al rancho, para ser entregados a la mañana si-guiente.

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Cuando se hizo oscuro y el silencio reinaba en lacasa, Santa Yeager se dejó caer sobre el lecho apre-tando la carta contra el pecho, llorando, repitiendoun nombre que el orgullo —no importa si de ella o side él— había mantenido alejado de sus labios durantemucho tiempo. ¿Fue en realidad así? ¿O fue aquellauna manera especial de archivar la misiva conser-vando su real equilibrio y su fuerza?

Sigan haciéndose la pregunta si lo desean, pero larealeza es sagrada y hay que correr un velo. Sepan,sin embargo, lo que se expone a continuación:

A medianoche, Santa salió misteriosamente del ran-cho; vestía algo sencillo y oscuro. Se detuvo un mo-mento bajo las encinas. Los campos estaban en pe-numbras y la luna, de color naranja, parecía diluirseentre retazos de impalpable y escurridiza niebla. Sinembargo, el sinsonte silbaba en los altos ramajes, elaire tenía perfume de flores y un grupo de pequeñosconejos, que casi parecían sombras, jugaban y corríanpor un claro cercano como si estuvieran en un jardínde la infancia. Santa volvió la cara hacia el sudeste yechó unos besos al vacío, ya que en aquellos momen-tos nadie podía verla.

Luego, se encaminó deprisa y en silencio hacia laherrería situada a unas cincuenta yardas de distan-cia. Lo que allí hizo solo puede ser imaginado, pero elcaso es que la fragua brilló muy roja y se oyó un lige-ro martilleo, igual que el que pudiera producir Cupidoal afilar las flechas de su arco.

Por último salió; llevaba consigo en una mano unobjeto de extraña forma, en la otra un hornito portá-til de esos que suelen usarse para el marcaje de las

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reses en los campamentos destinados a este menes-ter. Con las dos manos así ocupadas, fue rauda, bajola luz de la luna, hacia el corral del ganado sussex.

Abrió la verja y entró en el corral. El ganado eracasi todo color rojo oscuro, pero había entre las resesun toro blanco como la leche que se destacaba entrelos demás.

Santa cogió entonces en una mano algo que llevabasobre el hombro, y que hasta entonces había perma-necido en la sombra. Era un lazo que procedió a pre-parar, en forma adecuada, con la ayuda de la otramano, para lanzarlo, por último, hacia las reses.

El animal blanco era sin duda su objetivo. El lazo loaprisionó por un cuerno y luego cayó al suelo. Al serarrojado por segunda vez, se cerró alrededor de laspatas delanteras del animal que se desplomó pesa-damente. Santa cayó como una pantera sobre su pre-sa, pero esta, al defenderse, la tiró como si fuese unabrizna de hierba.

La mujer arrojó el lazo por tercera vez mientras queel ganado, desvelado ahora, se agitaba por todos losextremos del corral como una masa uniforme saltan-do al unísono. El tiro ahora fue efectivo. La res blan-ca cayó al suelo otra vez. Sin darle tiempo a que sealzase, Santa ligó el otro extremo del lazo a un postede la empalizada, haciendo un nudo sencillo y rápidopara luego precipitarse sobre su víctima y ligar, condos tiras de cuero, sus patas.

No tardó más de un minuto en dejarlas atadas. Lue-go, se apoyó en la empalizada y quedó inmóvil por unespacio igual de tiempo, fatigada, jadeante.

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Por último corrió hacia el hornito que había dejado enel suelo, para volver enseguida llevando el hierro demarcaje, con extraña forma, completamente candente.

Los berridos de la pobre bestia blanca, al serle apli-cado el hierro, bien pudieron herir los nervios del oídoy también las conciencias de los vecinos de Nopalito,pero no fue así. Siguieron durmiendo y, en medio deun profundo silencio nocturno, volvió Santa al ran-cho para tumbarse sobre el lecho y sollozar. Sollozarcomo si las reinas tuvieran corazón, al igual que tie-nen las sencillas esposas de los rancheros, y como siestuviera dispuesta a nombrar rey al príncipe con-sorte, si se presentase de pronto a caballo proceden-te de lejanas montañas.

A la mañana siguiente el eficiente y decidido men-sajero partió, en compañía de sus vaqueros, para con-ducir el seleccionado ganado sussex a través de loscampos hasta Rancho Seco. El trayecto era de no-venta millas, lo cual significaba un viaje de seis días,teniendo en cuenta que las reses habían de comer ybeber en el camino.

Los animales llegaron al lugar de destino un atar-decer, cuando anochecía. El capataz del rancho con-tó el número de reses y se hizo cargo de ellas.

A las ocho de la mañana siguiente, un hombre montósobre su caballo para lanzarse al galope hacia el ran-cho Nopalito. Una vez ante la casa desmontó y seprecipitó hacia el interior, con el consiguiente entre-chocar de espuelas. Su caballo suspiró hondamentey, tragando espuma, inclinó la cabeza y cerró los ojos.

Pero, ¿a qué perder el tiempo con Belshazzar, unpobre alazán lleno de pulgas? En la actualidad, sigue

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viviendo en el rancho Nopalito, corre libre por lospastos para caballos, y está gordo, mimado. Se le con-serva como vestigio amado de muchas y muy largascorrerías.

El jinete entró en la casa. Alguien le echó los brazos alcuello y una voz de mujer, por cierto majestuosa, gritó:

—¡Webb…! ¡Oh, Webb!—He sido un idiota —dijo Webber Yeager.—Calla —murmuró Santa. Y enseguida—: ¿Lo viste?—Lo vi —afirmó Webb.Solo Dios sabía de qué hablaban, pero todos van a

saberlo si prosiguen con la lectura de los hechos.—Sigue siendo la reina del ganado, y olvida, si es

que puedes, lo pasado. Me porté como un malvadocoyote sarnoso.

—Cállate —dijo Santa de nuevo poniendo uno desus dedos en la boca de él—. Se acabaron las reinasaquí. ¿Es que no sabes quién soy? Hablas con SantaYeager, primera dama de alcoba. Sígueme.

Lo arrastró por la galería hasta entrar en la habita-ción de la derecha, en cuyo interior había una cunacon una criatura pequeña. Un chiquillo colorado ycharlatán, aunque de lenguaje ininteligible, verdade-ramente hermoso, babeaba de manera increíble a lapropia vida.

—Se acabaron las reinas en este rancho —volvió adecir Santa—. Aquí tienes al rey; con tus ojos, Webb.Vamos, arrodíllate y contempla a su alteza.

No obstante, en este momento se oyó el entrecho-car de unas espuelas por la galería, y una vez másentró, casi tambaleándose, Bud Turner, portador delmismo mensaje que lo llevó a aquel sitio un año atrás.

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—Buenos días. Tengo listos los bichos. ¿Hay quellevarlos a Barber, o…?

Entonces vio a Webb y se interrumpió, boquiabierto.—Ba-ba-ba-ba-ba-ba —gritó el rey en su cuna, azo-

tando el aire con los puños.—Ya oíste al jefe, Bud —dijo Webb Yeager con una

amplia sonrisa burlona, repitiendo exactamente lo quehabía dicho un año atrás.

Y esto fue todo, solo que cuando el viejo Kuinn,dueño de Rancho Seco, fue a examinar las reses delganado sussex que había comprado al rancho Nopa-lito, vio algo que le hizo preguntar al nuevo encargadogeneral.

—¿Qué marca tienen los de Nopalito, Wilson?—Una S, una barra y una Y.—Lo que me suponía —admitió Kuinn—, pero, mira

ese novillo blanco. Tiene otra marca. Fíjate…, un co-razón con una cruz adentro. ¿Qué marca es esa?

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El amigo de Telémaco

Al volver de una cacería me encontré esperando el trendel sur, que llegaba con una hora de retraso, en elpequeño pueblo de Los Piños —Nuevo México—. Sen-tado en el patio del hotel, me entretuve charlando decosas de la vida con Telémaco Hicks, propietario delestablecimiento. Tras un examen de su persona, for-zosamente hube de preguntarme qué especie de ani-mal habría, en otro tiempo, mordido y mutilado la orejaizquierda del individuo. No en vano, y por ser cazador,conocía de sobra los peligros que a veces corre el quese empeña en cobrar una pieza sea como sea.

—Esta oreja —explicó Hicks— es la reliquia de unabuena amistad.

—¿Quiere decir…, un accidente?—Una amistad jamás puede considerarse como un

accidente —dijo Telémaco.Yo no respondí.—El único caso de amistad perfecta que he conoci-

do —prosiguió diciendo mi interlocutor— se produjogracias al cordialísimo intento de un individuo deConnecticut y un chimpancé. El chimpancé se subía

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a las palmeras de Barranquilla y tiraba cocos al indi-viduo. Este los partía por la mitad, y los trabajabahasta hacer de cada tapa una especie de tazón quevendía a dos reales. Con los ingresos que conseguía,solía comprar ron, mientras el chimpancé se bebía elagua de los cocos. Por sentirse satisfechos con suparticipación en el negocio, los dos vivían como her-manos.

»No obstante, y en el caso concreto de dos sereshumanos, la amistad es siempre un acto transitorioexpuesto a quedarse trunco de improviso.

»En cierta ocasión tuve un amigo llamado PaisleyFish. En realidad lo consideraba ligado a mí para siem-pre. Durante siete años trabajamos juntos en unamina, en un rancho, vendiendo diversos objetos, sa-cando fotografías, construyendo vallas y recolectan-do ciruelas. Imagínese usted que ni la adulación, niel crimen, ni el dinero, ni la vanidad, ni el alcohol seinterpusieron nunca entre nosotros. Éramos amigoshasta un punto que casi no se puede describir. Ami-gos en el trabajo, amigos en las horas de diversión, eincluso amigos en las locuras.

»Un día de verano, Paisley y yo bajamos a caballolas montañas de San Andrés, vestidos como verda-deros caballeros, dispuestos a gozar nuestras vaca-ciones. Llegamos al pueblo de Los Piños, un paraísoen toda regla, donde se encontraba miel en abun-dancia, leche condensada, una o dos calles, un buenambiente, gallinas y una casa donde vendían comi-da. Todo esto nos bastaba a los dos.

»Llegamos al pueblo después de la hora de la cena ydecidimos comprobar los méritos de la fonda que

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había cerca de la vía del tren. En cuanto nos senta-mos a la mesa y comenzamos a jugar con el plato y elcuchillo que había sobre el rojo mantel, se presentóJessup, la viuda, con un plato de hígado frito y unpastel caliente.

»La viuda era una mujer capaz de tentar a cual-quiera. De figura maciza, tenía un no sé qué de ama-ble que mitigaba su imponente proximidad. Lucíaun rostro más que sonrosado, como es lógico en lasbuenas cocineras; su temperamento era, sin duda,ardiente y su sonrisa habría hecho florecer las lilasen diciembre.

»La viuda estuvo un rato charlando con nosotrosdel clima, de historia, de Tennyson, de ciruelas y dela escasez de carne de cordero. Luego quiso sabernuestra procedencia.

»—Venimos del Valle de la Primavera —dije yo.»—El Gran Valle de la Primavera —añadió Paisley

entre un bocado y otro.»Fue el primer indicio de que la perfecta amistad

que hasta entonces hubo entre él y yo declinaba. Fishsabía que odiaba a las personas charlatanas y, sinembargo, acababa de interrumpirme con correccionesy detalles de sintaxis. El mapa decía, evidentemente,“Gran Valle de la Primavera”, y, sin embargo, al propioPaisley le oí decir mil veces “Valle de la Primavera”,nada más.

»Sin añadir otras palabras terminamos de cenar ynos fuimos hacia la vía. Nuestra amistad era lo sufi-ciente vieja para que ambos comprendiésemos lo queel otro estaba pensando.

»Supongo que has descubierto mis intenciones —dijoPaisley—. He decidido apropiarme de esa viuda como

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parte integrante de mi vida y de mis descendientes, tantoen el aspecto social como en el legal y el doméstico, yhasta que la muerte nos separe. ¿Entendido?

»—Oh, sí, sí —le dije—. Pude leerlo entre líneas, aun-que solo hablaste una vez. Supongo que también sa-brás cuáles son mis propósitos; es decir, que piensoseguir el camino que me lleve al fin apetecido, y mifin es el de cambiar el apellido de esa dama convir-tiéndola en señora Hicks, y dejarte a ti la organiza-ción del festejo.

»—Temo que habrás de cambiar algo ese programa—manifestó Paisley mientras masticaba un trozo degoma de neumático—. En cualquiera otro caso te ce-dería el terreno, pero no en este. La sonrisa de esamujer es como la tormenta que algunas veces disper-sa la flota de una buena amistad. Sería capaz de lu-char contra un oso que te importunase, de avalarteuna letra, de salvarte de cualquier dificultad, comohice siempre, pero en este asunto terminan mis buenosdeseos. En lo de la viuda jugamos solos; cada cual porsu cuenta. Te lo advierto de antemano y lealmente.

»Después de cavilar unos instantes, le solté a miamigo el siguiente discurso:

»—La amistad entre dos hombres es una vieja vir-tud histórica, que data del tiempo en que el génerohumano había de defenderse contra lagartos de co-las gigantescas y tortugas voladoras. Se ha conserva-do la costumbre hasta nuestros días, y los hombressiguen ayudándose, hasta que de pronto se presentaalguien y les dice que los animales han desaparecido.He oído referir que algunas mujeres se han interpuesto

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a veces entre dos hombres, destruyendo una amis-tad. ¿Por qué ha de ser así? Mira, Paisley, ha bastadoun encuentro con la viuda para que se introduzca ladiscordia en nuestros pechos. ¿Por qué no permitirque la gane quien mejor la merezca? Yo te prometojugar limpio y no valerme de ventajas. La cortejarésiempre en tu presencia, y te doy la oportunidad paraque hagas lo mismo. En estas condiciones, no veopor qué tenga que naufragar nuestra amistad. Ganequien gane, podemos seguir siendo amigos.

»—Muy bien, viejo —dijo Paisley estrechando mimano—. Haré como tú. Cortejaremos juntos a la viu-da, sin odios y sin derramamientos de sangre, comoparece de rigor. Y seguiremos siendo amigos. Ganequien gane. Pierda quien pierda.

»Junto a la fonda de la viuda Jessup, había un ban-co debajo de un árbol, en el cual ella solía sentarsepara tomar el fresco después que pasaba el tren delsur, cuando ya habían comido los viajeros. Cada no-che, después de la cena, nos reuníamos allí Paisley yyo para cortejar a nuestra dama. Los dos éramos tanhonrados y tan sometidos a nuestro pacto, que si unollegaba antes, aguardaba a que llegase el otro paradar comienzo al galanteo.

»La primera vez que la señora Jessup tuvo noticiasde nuestro convenio fue una noche en que llegué albanco antes que Paisley. La cena había terminadoya, y allí estaba la viuda, fresca como una flor con suvestido rosa.

»Me senté a su lado permitiéndome algunas consi-deraciones acerca del aspecto moral de la naturaleza,según se desprendía del paisaje y de la perspectiva.

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»Era, sin duda, una noche única. La luna represen-taba su papel en el trozo de cielo que le fue asignado,y los árboles proyectaban su sombra en el suelo deacuerdo con la ciencia y la natura, mientras que en-tre los matorrales sonaba una especie de cómplicerumor producido por los animalitos del bosque. Elviento cantaba por los montes lo mismo que entre losfardos de latas de tomates que había sobre el vagónde carga del ferrocarril.

»Experimenté una rara sensación en mi costado iz-quierdo. La viuda se había acercado a mí.

»—El estar solo en el mundo resulta doblemente tris-te en una noche como esta, ¿verdad, señor Hicks?

»Me puse en pie de un salto.»—Perdone, señora, pero para responder a una pre-

gunta como esa, he de esperar a que venga Paisley.»A continuación le referí nuestro pacto. Dije que

habíamos convenido no traicionarnos en ninguna cir-cunstancia, ni siquiera en aquella donde fuesen cóm-plices el sentimiento y la proximidad.

»La señora Jessup se quedó unos instantes pensa-tiva. Luego, se echó a reír con una carcajada que re-sonó por todo el bosque.

»Minutos más tarde se presentó Paisley. Llevaba fi-jador en el cabello, y se sentó al otro lado de la viudacomenzando un relato dramático acerca de una aven-tura que, tiempo atrás, le había ocurrido con un talPieface Lunley y unas vacas muertas, para ganar unpremio en el valle de Santa Rita.

»Ahora bien, desde el inicio del cortejo Paisley Fishy yo fuimos fieles a nuestro principio. Cada uno denosotros empleaba su sistema —un sistema propio—

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para llegar al femenino corazón. El plan de Paisleyera apabullarla con maravillosos relatos de aventu-ras, de las cuales siempre él era protagonista; aven-turas que, a decir verdad, había leído en los periódi-cos. Creo que aprendió este sistema de cortejo en ciertaobra de Shakespeare llamada Otelo, que vi una vez, yen la cual un negro conquista a la hija de un duquecontándole algo así como una mezcla de los relatos deRider Haggard, Lew Dockstader y el doctor Parkhurst.Solo que este truco, no siendo en el escenario, no sur-te efecto para conquistar a una mujer.

»En cuanto a mí, empleé otro sistema: mi receta paraquien quiera llevar a una mujer al altar. Aprenda usteda cogerle una mano y estrechársela bien. Tendrá ga-nada la partida. Pero no es cosa tan sencilla comoparece. Algunos la aprietan tanto que cualquier mu-jer puede imaginar que van a producirle una disloca-ción de muñeca, y ya cree que huele a éter y que velos vendajes. Otros le levantan la mano como si setratase de una herradura de caballo, y la mantienenen alto, con el brazo alzado, lo mismo que un depen-diente de comercio cuando llena una botella. Son sis-temas erróneos.

»Voy a decirle cómo se debe hacer: ¿Ha visto algunavez el ademán de un individuo que quiere arrojarleuna piedra al gato que lo mira con fijeza desde unatapia cercana? Pues esta es la manera:

»Con disimulo, coja la piedra, haga como si no tu-viese nada en la mano, y como si el gato no lo miraseni usted viese al gato; eso es lo importante. No hayque coger la mano de la muchacha y mostrarla al aire

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libre. Hay que demostrar que se ignora que ella haadvertido que alguien cogió su mano. Esa fue mi tácti-ca y, por supuesto, mientras Paisley refería sus his-torias de lucha y desgracia, ella se aburría como sioyese de sus labios el horario de trenes que paran eldomingo en Ocean Grove, Nueva Jersey.

»Otra noche en que llegué al banco unos minutos antesque Paisley, sentí que mi amistad vacilaba y pregunté ala señora Jessup si no creía que era más fácil escribiruna H que una J. Al momento sentí que su cabeza ro-zaba la flor del ojal de mi chaqueta, y me incliné haciaella. Me disponía a…, pero de súbito me levanté de unsalto diciendo:

»—Si no le importa, prefiero esperar a que lleguePaisley. Nunca he faltado a nuestro pacto, y creo queesto no está bien.

»—Señor Hicks —murmuró la viuda envolviéndomeen una curiosa mirada desde la oscuridad—, si nofuese por una cosa le rogaría que se marchase y quedesapareciese de mi vista para siempre.

»—¿Qué cosa es esa? —pregunté.»—Es usted demasiado buen amigo, para no ser tam-

bién un excelente esposo.»Cinco minutos más tarde, Paisley ocupaba su sitio

habitual al lado de la señora Jessup.»—En Silver City, durante el verano de 1898 —co-

menzó a decir—, vi cómo Jim Bartholomew arrancabala oreja de un individuo chino en el salón Luz Azul, acausa de una camisa de muselina que, pero, ¿qué esese ruido?

»La verdad es que la viuda y yo habíamos consumadolo que momentos antes se inició.

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»—La señora Jessup —expliqué— ha accedido enconvertirse en señora Hicks. ¿Estás dispuesto a escu-charnos?

»Paisley dio media vuelta en su asiento y se lamentó:»—Somos amigos desde hace siete años, Lem. ¿Tie-

nes inconveniente en besarla en silencio? Yo haría lomismo por ti.

»—De acuerdo. Silenciosos, también sabrán bien.»—El chino —prosiguió diciendo Paisley— era pre-

cisamente el que mató a un individuo llamado Mullinsen la primavera del 98, aquel Mullins que… —Paisleyse interrumpió otra vez y dijo—: Lem, si en realidadfueses mi amigo no abrazarías tan fuerte a la señoraJessup. El banco pierde estabilidad. Ya lo sabes. Pro-metimos darnos una oportunidad mientras existiesela posibilidad de ganar.

»—¡Óigame! —gritó la viuda volviéndose hacia Pais-ley—: Si dentro de veinticinco años asiste a nuestrasbodas de plata, ¿se dará cuenta de que es un ino-portuno y de que siempre lo ha sido? ¿Cabe eso en sucabeza? Lo he soportado por tratarse de un amigo delseñor Hicks, pero creo que ya es hora de que se vayacon viento fresco.

»—Señora Jessup —dije poseído de mi nueva digni-dad de prometido—, el señor Paisley es mi amigo. Hicecon él un pacto honrado. Tengo que admitir que bus-que una oportunidad mientras esta sea posible.

»—¿Una oportunidad? —roncó ella—. Bueno, si quie-re creer que la tiene, que lo crea. Pero a mí me pareceque están llevando las cosas demasiado lejos.

»Por fin, un mes más tarde, la señora Jessup y yonos unimos en matrimonio en la iglesia metodista de

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Los Piños. La ceremonia fue presenciada por todo elpueblo.

»Ya de pie ante el pastor, y cuando este comenzócon la frase del ritual, advertí que Paisley no estabapresente. Rogué al ministro del Señor que no se apre-surase en la ceremonia.

»—Paisley no está aquí —dije—; tenemos que espe-rarlo. Un amigo de verdad es siempre un amigo deverdad. Y ese amigo soy yo, Telémaco Hicks.

»Los ojos de la señora Jessup relampaguearon, peroel pastor siguió mis instrucciones y retrasó algo lascosas.

»Pocos minutos más tarde vi que Paisley se acerca-ba a nosotros. Todavía estaba abrochándose un puño.Explicó que se había retrasado para comprarse unacamisa digna de la ocasión, que la tienda estaba cerra-da y que tuvo que forzar una puerta y servirse él mis-mo la prenda. Luego, se colocó al otro lado de la no-via y la ceremonia prosiguió.

»Siempre he creído que Paisley consideró como “úl-tima oportunidad” que el pastor se equivocase denovio y lo casase a él con la viuda.

»Después de las bodas hubo holgorio y té, carne delata y melocotones en almíbar, hasta que, al final, lamultitud fue desapareciendo. Paisley, el último enmarchar, me estrechó muy fuerte la mano admitiendoque me había portado muy bien con él, y que estabaorgulloso de ser mi amigo.

»El pastor tenía una pequeña casa, por entoncespara alquilar, en aquella misma calle. Nos la pres-tó para que pasásemos la noche, ya que a la mañanasiguiente, en el tren de las diez y cuarenta, saldríamos

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para El Paso en viaje de luna de miel. La esposa delpastor había decorado la casita con plantas y enre-daderas. En verdad resultaba un lugar alegre y aco-gedor.

»A las diez de la noche, me senté en el patio y mequité las botas, tomando un poco el fresco, mientrasla señora Hicks estaba dentro cambiándose de ropa.De pronto, la luz del interior se apagó, pero yo seguíen el patio otro rato, pensando en tiempos pasados,recordando otras escenas de mi vida anterior.

»Oí que la señora Hicks gritaba:»—¿Vas a tardar mucho, Lem?»—Vaya —dije levantándome—. Que el diablo me

lleve si no esperaba ver aparecer a mi amigo Paisleypara seguir…

»En aquel momento —terminó diciéndome TelémacoHicks—, creí que alguien descargaba un culatazosobre mi oreja izquierda, y el caso es que solo fue unescobazo que, con todas sus ganas, acababa dearrearme la señora Hicks.

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El manual del himeneo

En opinión de quien suscribe, Sanderson Pratt, elsistema educativo del país habría de estar en manosdel servicio meteorológico de los Estados de la Unión.Tengo muy buenas razones para pensar así. Ningunode ustedes podría convencerme de por qué nuestroscatedráticos no han de ser trasladados al serviciometeorológico. Todos ellos saben leer, y una sencillaojeada a la prensa de la mañana bastaría para quetelegrafiasen a la oficina central pronosticando el tiem-po. Existe además otro aspecto de la cuestión. Voy aexplicar a ustedes cómo fue justo el tiempo, lo quenos procuró, a mí y a Idaho Green, una elegantísimacultura.

Estábamos en las Montañas Raíz Amarga, cerca deMontana, buscando oro. Cierto patilludo individuode Walla-Walla, con demasiadas esperanzas, consi-guió reclutarnos y allí estábamos, al pie de los mon-tes, con reservas alimenticias suficientes para resis-tir, suponiendo que fuésemos el ejército durante unaconferencia de paz.

Cierto día, se presentó un mensajero procedente deCarlos, y se quedó entre nosotros el tiempo necesario

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para devorar el contenido de tres latas de conservas,y dejarnos un periódico de reciente edición. El perió-dico, que publicaba el parte del servicio meteorológi-co, señalaba para el sector de Montañas Raíz Amargabuen tiempo, aumento de calor y alguna ligera brisadel oeste.

Aquella misma noche, comenzó a nevar y a azotar-nos un vendaval del este. Idaho y yo buscamos refu-gio en una cabaña alta del monte, seguros de quetodo aquello no pasaría de una tormenta otoñal. Perodespués de alcanzar los tres pies de altura, la nievecontinuó cayendo implacable, haciéndonos compren-der que estábamos bloqueados. Antes de que las co-sas empeorasen nos procuramos cantidades de leña, ycomo teníamos provisiones para dos meses, decidi-mos dejar que los elementos prosiguieran su des-tructiva labor.

Si desean favorecer el arte criminalístico, encierrena dos hombres en una cabaña de veinte palmos dealtura y déjenlos ahí dos meses. La naturaleza hu-mana se rebelará.

Al caer los primeros copos, Idaho y yo nos contába-mos chistes, reíamos nuestras gracias y comíamospan. Después de tres semanas, Idaho me obsequiócon el siguiente discurso, por supuesto dirigido a mipropia persona:

—La verdad es que nunca me entretuve en oír elruido de unas gotas de leche agria al caer en deter-minada sartén, pero supongo que ha de ser músicacelestial comparada con ese torrente de ideas absur-das que mana de tu boca durante tu conversación.Esa especie de murmullo trágico conque a diario me

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regalas, me recuerda el mugir de las vacas, solo quelas vacas son inteligentes y se guardan para sí susideas.

—Señor Green —le repliqué—, porque hubo un tiem-po en que lo consideré mi amigo, me duele confesarleque si hubiese de escoger entre la compañía de unperro y la suya, hace ya días que aquí alguien move-ría el rabo ante mí.

Seguimos en la misma actitud durante dos o tresdías más. Luego dejamos de dirigirnos la palabra. Nosrepartimos las provisiones. Idaho se hacía la comidaen un fogón, mientras yo guisaba la mía en otro. Lanieve alcanzaba ya el alféizar de las ventanas y está-bamos obligados a mantener encendido el fuego du-rante todo el día.

Ni Idaho ni yo éramos lo que se dice cultos. Solosabíamos leer y resolver en una pizarra aquello de:

«Si John tiene tres manzanas y Jaime cinco, ¿cuán-tas manzanas tendrán entre los dos?»

Nunca sentimos la necesidad de poseer un certifi-cado de estudios, aunque, por supuesto, rodando porel mundo conseguimos algo así como una «despiertainteligencia» capaz de servirnos en caso de peligro.

Allí, bloqueados por la nieve, en aquella cabañade Raíz Amarga, comprendimos por primera vez que dehaber conocido a Homero, a los griegos, las matemá-ticas y las altas esferas de la cultura, dispondríamossin duda de grandes recursos para la meditación ylos pensamientos particulares, aunque, claro, he cono-cido a varios tipos procedentes de universidades deleste que trabajaban en campamentos del oeste, y nuncame parecieron gente bien preparada.

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Una vez, en Río de la Serpiente, cuando el caballode Andrew MacWilliam se puso enfermo, mandaronllamar a uno de esos forasteros que se hacía pasarpor botánico y trabajaba a diez millas de distancia.¿Y qué ocurrió? Pues que se murió el caballo.

Cierto día, mientras Idaho removía con la punta delbastón un estante al que no alcanzaba con la mano,cayeron al suelo dos libros. Iba a cogerlos cuando unamirada suya me lo impidió. Por primera vez en una se-mana me dirigió la palabra.

—No te quemes las manos —dijo—. A pesar de quesolo sirves para ser compañero de una tortuga dur-miente, voy a darte una oportunidad. Y conste que tetrato mejor de lo que hicieron tus padres al ponerte enel mundo con tan pocos recursos intelectuales y esacara de cretino. En fin, nos jugaremos a cara o cruzel derecho de escoger. Quien gane, se queda con ellibro que prefiera. El que pierda, tendrá que quedarsecon el otro.

Lo echamos a suerte y ganó Idaho. Escogió su libroy yo recogí el mío. Luego cada uno de nosotros seretiró a un rincón para dar comienzo a la lectura.

La visión de una pepita de diez onzas no me habríaproporcionado tanta alegría como el libro aquel. Idaho,por su parte, contemplaba el suyo como un chiquillo auna bolsa de caramelos.

El mío era un volumen de seis pulgadas, tituladoManual de información indispensable, de Herkimer.

Quizá me equivoque, pero yo opino que es el libromás importante que nunca se ha escrito. Todavía loconservo. Y con su informativa lectura puedo dejarlo austed apabullado, al menos cincuenta veces en cinco

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minutos. No importa que se trate de Salomón o del NewYork Tribune, Herkimer tiene respuesta para todos. Sinduda, necesitó cincuenta años y recorrer más de unmillón de millas para adquirir tanta sabiduría. En elvolumen figuraban los habitantes de todos los paísesdel globo, la manera de adivinar la edad de una chicay el número de dientes de un camello. Aclaraba cuál esel túnel más largo del mundo, la cantidad de estrellasdel cielo, los días que precisa un polluelo para salir delcascarón, la medida perfecta del cuello femenino, el po-der para el veto de un gobernador, las fechas de cons-trucción de los acueductos romanos, la temperaturaaproximada del año en Augusta —Maine—, la canti-dad de simiente necesaria para plantar un acre dezanahorias, los antídotos de los venenos, el númerode cabellos de una mujer rubia, cómo conservar loshuevos en buen estado, la altura de todas las mon-tañas de la tierra, las fechas de muchas guerras ybatallas, la forma de devolver la vida a un ahogado,detalles sobre la insolación, cómo fabricar la dinami-ta, hacer crecer ciertas plantas y qué partido tomarantes de la llegada del médico… ¡Y tantas y tantascosas…! Si realmente hay algo que Herkimer igno-ra, no lo descubrí en su libro.

Me pasé horas y horas sentado leyendo aquel texto.Todas las maravillas de la cultura estaban impresasen él. Llegué a olvidar la nieve y hasta mi enfado conel viejo Idaho.

Lo vi sentado inmóvil en un banquito leyendo. Susojos brillaban, con una luz mitad dulce y mitad miste-riosa, por entre la roja maraña de sus patillas.

—Idaho, ¿de qué trata tu libro? —pregunté.

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Al parecer Idaho había olvidado también nuestroenfado, pues me respondió sin sombra de encono nide rencor:

—Parece que es un trabajo de Homero K. M.—Homero K. M…, ¿y qué más? —inquirí.—Homero K. M. y nada más —me respondió él.—Eres un embustero —grité algo molesto por su

actitud—. Ningún autor tiene la costumbre de firmarsolo con sus iniciales. Si se trata de Homero K. M.Spoopendyke, o de Homero K. M. McSweeney, o deHomero K. M. Jones, ¿por qué no lo confiesas de unavez, en lugar de comerte el final como una pescadillaque se muerde la cola?

—Yo no te he mentido —dijo Idaho sin perder lacalma—. Es un libro de poesías que firma un talHomero K. M. Al principio, no entendía ni jota, peroinsistiendo llega uno a sacarle la punta a todo esto.Ahora no lo cambiaría ni por dos buenas mantas delana roja.

—Me alegra mucho —manifesté—. Pues yo… A míme gusta lograr una exposición objetiva de los he-chos para que mi mente se ponga en marcha, y esoes justo lo que he hallado en el libro que me tocó.

—Eso que lees —dijo— no es más que una estadís-tica general. No tiene valor literario. El texto acabaráenvenenándote los sesos. Prefiero a mi ya viejo amigoK. M. Te diré que a veces parece un comerciante envinos. Su brindis más corriente es: «No hay nada quehacer», pero siempre parece que hace una invitacióna beber. En todo caso —añadió—, esto es poesía, ysiento incluso desprecio por ese libraco tuyo que pre-tende medir en pies y pulgadas la cultura. Mientras

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este explica filosóficamente el arte, el tuyo solo hablade carreteras, medidas y de la lluvia caída en un año.

Nuestra única diversión de noche y de día fue estu-diar nuestros respectivos volumenes, y, por supues-to, aquella tempestad de nieve nos proporcionó unagran dosis de cultura a los dos. Cuando el hielo sefundió, si alguien que nos saliese al encuentro mehubiera preguntado de súbito: «Sanderson Pratt,¿cuánto costaría el metro cuadrado de un tejado he-cho de tejas al veinte por veinte y a nueve dólarescon cincuenta centavos la pieza?», le habría dado, conla velocidad de la luz al atravesar el puño de unaespada, el importe exacto. ¿Cuántas personas se-rían capaces de hacerlo? Vaya usted y despierte enmedio de la noche a cuantos individuos conoce, ypregúnteles el número de huesos que tiene el es-queleto humano, o el porcentaje de votos necesariopara el veto en la legislatura de Nebraska. ¿Cree queconseguiría respuesta? Pruébelo y verá el resultadoque obtiene.

En realidad, no sabía con exactitud el beneficio quepodía extraer Idaho de sus versos. Solo abría la bocapara alabar al comerciante en vinos, pero…, la ver-dad, no sé.

El tal Homero K. M., a juzgar por lo que decía Idahode su libro, se me antojaba algo así como un perroque contempla la vida igual que si fuese una lata ata-da a su rabo, y que después de correr hasta quedarextenuado se sienta y, con la lengua fuera, dice con-templando la lata en cuestión:

—Bueno, ya que no podemos tener la jarra, inten-temos llenar el vaso y bebamos todos a mi salud.

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Por otra parte, el autor ese era persa. Y nunca heoído decir que los persas hayan producido algo quemerezca la pena, aparte de dos cosas: alfombras ygatos.

Aquella primavera, Idaho y yo terminamos nuestrocontrato de trabajo. Teníamos la costumbre, cuandoesto ocurría, de vender lo que habíamos conseguido ymarchar. Liquidamos los bienes por ocho mil dólaresal contado y decidimos bajar a esta pequeña ciudadllamada Rosa, en el Río Salmón, para descansar, co-mer como seres humanos y afeitarnos las patillas.

Rosa no era un campamento de mineros. Se exten-día por el valle, tan libre de jaleos y de pestilenciascomo cualquier ciudad rural del país. Un trolebúsrecorría el lugar y sus alrededores; tres millas en to-tal. Durante la primera semana de estancia en Rosa,Idaho y yo no hicimos más que montar en uno deesos coches, descansando por las noches en el hotelSunset View. Por aquel entonces presumíamos decultos y de grandes viajeros, gracias a lo cual prontoconseguimos un puesto en la buena sociedad del lu-gar. La verdad es que se nos invitaba a fiestas decategoría entre la gente de mejor tono del sitio. Enun recital de piano, seguido de un divertido concursoque se celebró en el salón de fiestas del ayuntamien-to a beneficio del cuerpo de bomberos, fuimos pre-sentados a la señora de Ormond Simpson, reina de labuena sociedad de Rosa. La señora viuda de Simp-son era dueña de la única casa de dos pisos que habíaen la localidad, edificio pintado de amarillo que sobre-salía entre los otros, y que podía divisarse, no importadesde qué ángulo, desde todos los rincones del lugar.

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Además de Idaho y yo, había veintidós hombres másen Rosa dispuestos a convertirse en propietarios deaquella casa.

Terminado el concierto en el salón de fiestas delayuntamiento, veintitrés individuos se acercaron ala señora Simpson para solicitarle un baile. Yo bailécon ella un two step,1 y luego le pedí permiso paraacompañarla hasta su hogar.

Por el camino me dijo:—Qué hermosas y brillantes lucen esta noche las

estrellas, ¿verdad, señor Pratt?—Considerando su situación —repuse—, se com-

portan bastante bien. Sepa usted que esa tan grandeque ahora mira se encuentra nada menos que a se-senta y seis billones de millas de distancia de noso-tros. Son necesarios treinta y seis años para que nosalcance su luz. Con un telescopio de dieciocho piespodría usted ver cuarenta y tres millones de estrellas,incluyendo las de tercera magnitud, que seguiría ob-servando durante una enorme cantidad de años más.

—¡Vaya! —exclamó—. No estaba enterada de eso —yañadió—: Hace calor, ¿verdad? Estoy sudando de tan-to bailar.

—Resulta lógico, si pensamos que el cuerpo huma-no tiene dos millones de glándulas para el sudor yque todas trabajan juntas. De calcularlas en hilera,dado que tiene cada una un cuarto de pulgada delongitud, ocuparían unas siete millas.

—¡Caramba! —dijo la señora Simpson—. Oyéndolo,cualquiera puede verse convertida en una zanja de1Del inglés, baile de salón.

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regadío, señor Pratt. Pero, ¿de dónde saca usted tantaciencia?

—Soy buen observador, señora Simpson —aclaré—.Tengo siempre los ojos muy abiertos cuando voy porel mundo.

—Siempre he admirado a los hombres cultos, señorPratt —dijo ella—. Entre el puñado de infelices igno-rantes que habitan nuestra ciudad, nunca encontréun caballero tan educado como usted. Será un pla-cer recibirlo en mi hogar siempre que se digne a visi-tarlo.

Así fue como le caí en gracia a la señora de la casaamarilla. Me acostumbré a visitarla los martes y vier-nes de cada semana, después de cenar, para expli-carle las maravillas del universo tal como las habíadescubierto, ordenado y publicado Herkimer. Idaho ylos otros habitantes de la localidad disponían, en loposible, del resto del tiempo, seleccionando cada unotantos minutos como podía para sus fines.

Nunca creí que Idaho se propusiese conquistar a laseñora Simpson según los consejos del viejo K. M.,pero una noche pude comprobarlo. Me dirigía a lacasa amarilla con un cesto de ciruelas para su due-ña, cuando lo encontré en el camino que llevaba aledificio. Era evidente que salía del hogar de la viuda;tenía los ojos relampagueantes y el sombrero extra-ñamente inclinado sobre una ceja.

—Señor Pratt —me dijo ella—, tengo entendido queel señor Green es su amigo.

—Desde hace nueve años —repuse.—Deje su amistad —me recomendó—. No es un

caballero.

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—Pero, señora Simpson —alegué—, puede que Idahosea algo brusco, primitivo y hasta embustero, peronunca, bajo ningún pretexto, he tenido indicios deque no fuese… un caballero. Quizá resulte poco atil-dado y nada presumido, pero en su interior es unabuena persona. Después de nueve años de amistad,señora Simpson, no quisiera que se le calumniase.Me desagrada la idea de que esto ocurra en mi pre-sencia.

—Salir en defensa de su amigo lo honra a usted,señor Pratt, pero eso no cambia las cosas, ni borra elhecho de que el señor Green me haya hecho… propo-siciones que resultan ofensivas para una dama.

—Pero, ¡¿cómo?! —grité—. ¿El viejo Idaho ha sidocapaz de…? Si hubiese sido yo, pero a Idaho solo lehe conocido un mal momento, y no fue el verdaderoresponsable, sino un malandrín que… El caso esque… Una vez estuvimos bloqueados por la nieve ymi amigo se aficionó a leer versos; allá, en la altamontaña. Un libro de poesía algo raro y atrevido quizáfue la causa de su corrupción.

—Por supuesto —afirmó la señora Simpson—. Des-de que lo conozco no ha dejado de recitarme unasrimas irreverentes, escritas por un tal Ryby Ott, unamujer, a juzgar por sus rimas de dudoso sentido.

—Vaya, según parece, Idaho encontró otro libro —ob-servé—. El que recuerdo era original de alguien quefirmaba con el seudónimo de K. M.

—Más le valía haber seguido fiel a su K. M. —dijo laseñora Simpson—, aunque no importa quién fuese.Hoy su amigo ha llegado al colmo de la incorrección.¡Imagínese!, me ha enviado un ramo de flores con un

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billetico en el que… Mire, señor Pratt; usted sabe dis-tinguir a una señora, ¿verdad? Sabe también el puestoque ocupo en la sociedad de Rosa. ¿Me cree capaz deir al campo con un pan y una jarra de vino, y saltar ycantar bajo los árboles con un hombre? Confieso quebebo algo de clarete en las comidas, pero no tengo lacostumbre de llevarme una jarra al bosque y hacer loque su amigo me ha propuesto. Supongo que, ade-más, él pensaba llevar consigo el libro de versos. Asílo dijo. Por mí puede ir solo a gozar de tan escandalo-sas excursiones. O bien en compañía, si le agrada,de esa Ryby Ott. Supongo que ella solo protestaríapor el tamaño del pan, si este fuese demasiado gran-de. ¿Qué opinión tiene usted ahora de su amigo, se-ñor Pratt?

—Pues, verá —dije—; tal vez la invitación de Idahohaya sido simplemente poética. Quizá no tenía malaintención. En cuanto a los versos, son de esos quesuelen llamarse simbólicos. Resultan una ofensa parael orden y la ley, pero circulan porque siempre tienenun significado oculto. Por tratarse de Idaho, le ruegoolvide el incidente, señora Simpson. Y ahora olvide-mos la poesía para remontarnos a las altas cumbresde los hechos reales y de la inteligencia humana. Latarde es tan bella que nuestros pensamientos han demantenerse a su altura. Recordemos que si bien hacecalor en el Ecuador, la línea de los hielos perpetuosradica en una altitud de quince mil pies, y entre laslatitudes de cuarenta a cuarenta y nueve grados, enaltitud, de cuatro mil a nueve mil pies.

—¡Ay, señor Pratt! —exclamó la señora Simpson—,¡qué hermoso es oírle explicar todos esos maravillosos

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hechos después de soportar las estupideces de losversos de esa Ryby…!

—Sentémonos en este tronco, aquí, junto al camino—propuse— y olvidemos el sentido inhumano de lapoesía. Solo en las columnas gloriosas de estos he-chos reales, y en las propias medidas legales vamos aencontrar la verdadera belleza, señora Simpson. Sepaque este preciso tronco en el que estamos sentadoses una realidad mucho más maravillosa que cual-quier poema. A juzgar por su aspecto, debe de tenerunos sesenta años por lo menos. Enterrado a unaprofundidad de dos mil pies, sería carbón dentro detres mil años. La mina de carbón más profunda delmundo se encuentra en Killingworth, cerca de New-castle; una tonelada de carbón ocuparía una caja decuatro pies de longitud por tres de anchura. Si se cor-ta una arteria, hay que apretarla presionando sobre laherida. La pierna de un hombre tiene treinta huesos.La torre de Londres sufrió un incendio en 1841.

—Continúe, continúe, señor Pratt —me rogó la se-ñora Simpson—. Tiene usted unas ideas tan origina-les y consoladoras. Creo que las estadísticas sonmaravillosas.

Sin embargo, habrían de transcurrir aún dos sema-nas para que comprendiese verdaderamente la im-portancia de Herkimer en mi vida.

Una noche determinada, me despertó el tumulto deunas voces gritando: «¡Fuego!». Me levanté, me vestí ysalí del hotel para ver qué ocurría. Al advertir que era lacasa de la señora Simpson la que estaba ardiendo,lancé una fuerte exclamación, y antes de dos minutosme encontraba en el lugar del siniestro. Las llamasdevoraban ya la parte interior del amarillo edificio, y

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todos los habitantes de Rosa —hombres, mujeres yperros— estaban allí gritando, ladrando y dificultandoel trabajo de los bomberos. Distinguí a Idaho, a quiensujetaban seis hombres para impedirle avanzar. Leestaban diciendo que la planta baja del edificio ardíapor completo, y que nadie que entrase allí podría salircon vida.

—¿Dónde está la señora Simpson? —pregunté.—Nadie la ha visto —contestó un bombero—. Duer-

me en el piso de arriba. Hemos intentado penetrar enel lugar sin conseguirlo. Todavía carecemos de esca-leras.

Corrí hacia el sitio donde brillaban las llamas másintensamente, y saqué del bolsillo el manual deHerkimer. Al tenerlo en la mano casi me eché a reír.Seguro la propia excitación que sentía me estabahaciendo delirar.

—Querido amigo Herky —dije, volviendo página traspágina—. Hasta hoy nunca me has fallado y nuncame dejaste en la estacada. Dime lo que he de hacer…Dime lo que he de hacer, amigo.

Llegué hasta la sección «Cómo actuar en caso deaccidente», página 117, y fui siguiendo el texto conun dedo hasta encontrar lo que buscaba. Mi amigoHerkimer no podía fallar. Lo que leí fue lo siguiente:«Ahogo producido por inhalación de humo o gas. Nadacomo la linaza… El grano de linaza… Colocar unosgranitos en la parte exterior del ojo, etcétera».

Guardé el manual en mi bolsillo y agarrando delbrazo a un chico que pasaba corriendo junto a mí, ledije entregándole algún dinero:

—Vete a la farmacia y cómprame granos de linaza.Si vuelves enseguida, habrá un dólar para ti. Y ahora

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—grité dirigiéndome a la muchedumbre—, voy por laseñora Simpson—y diciendo esto, me quité el som-brero y la americana.

Cuatro hombres —ciudadanos y bomberos— mesujetaron impidiéndome avanzar, diciéndome queaquello era buscar la muerte, ya que los techos co-menzaban a derrumbarse.

—Pero, ¡a mí qué me importa el fuego! —exclamécasi soltando una carcajada, aunque en realidad notenía ganas de reír—. No pretenderán que le ponga ungrano de linaza en los ojos —rugí— sin disponer de losojos de la interesada.

Así, dando un fuerte codazo en el rostro de un bom-bero, un puntapié en la barbilla de un ciudadano yun golpe a un tercero, me lancé hacia la casa y entréen el recinto. Si muero antes que usted, lector, pro-meto escribirle una carta diciéndole si lo del más alláes peor que el interior de la casa amarilla en llamas.Quedé inmediatamente tan asado como un pollo co-cido en el mejor restaurante. Dos veces me desplomédebido al fuego y al humo, y ya comenzaba a malde-cir a Herkimer cuando los bomberos, desde el exte-rior, protegieron mi avance con el agua de una man-guera que me seguía. Llegué por fin a la habitaciónde la señora Simpson. La encontré desmayada, as-fixiada por el humo, y tuve que envolverla en unasábana y cargarla sobre los hombros. La verdad esque los suelos del edificio no debían de estar tan malcomo se decía, ya que de estarlo no habría podidohacer lo que hice.

La saqué al exterior, crucé unos metros de calle y ladeposité sobre la hierba. Por supuesto que en aquel

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momento surgieron los otros veintidós aspirantes asu mano llevando agua y pretendiendo salvarla. Deinmediato se presentó el muchacho a quien habíaenviado por linaza en grano.

Descubrí el rostro de la señora Simpson, y ella, en-tonces, entreabrió los ojos y exclamó:

—¿Es usted, señor Pratt?—Sí —repuse—, pero no hable hasta que aplique el

remedio.Rodeé su cuello con mi brazo, alcé gentilmente su

cabeza hacia mí y, con la otra mano, abrí el paquetede linaza. Con toda la dulzura de que fui capaz deslicéunos granos sobre sus ojos.

En aquel mismo instante se presentó el médico, co-gió un brazo de la señora Simpson, le tomó el pulso ycomenzó a indagar. Quería saber qué pretendía contodo aquel absurdo.

—Mire, doctor sabelotodo —expliqué—; no soy mé-dico ni mucho menos, pero voy a enseñarle algo.

Del bolsillo de mi americana saqué el manual deHerkimer.

—Busque en la página 117 —dije—, lea eso del re-medio para el ahogo de gas o humo. No me explicocómo ni por qué; solo sé que Herkimer lo aconseja yque él entiende de todo a la perfección. Consulte,consulte. No me importa que lo haga usted mismo.

El viejo doctor cogió el libro que le ofrecía y lo exa-minó a la luz de una linterna de bombero, despuésde ponerse las gafas.

—Vaya, vaya —dijo—. Evidentemente se equivocóusted al leer el diagnóstico. La receta para el ahogodice así: «Situar al paciente al aire libre lo más pronto

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posible con el cuerpo incli…» Eso del grano de linazaes un remedio para cuando entra ceniza o polvo enun ojo. Es la línea de encima. En todo caso…

—Bueno, bueno —interrumpió la señora Simpson—;creo que también tengo algo que decir. El grano delinaza fue un remedio magnífico. El mejor que he co-nocido en mi vida —luego levantó la cabeza para apo-yarla de nuevo en mi brazo, y añadió—: Ponme unpoco más en el otro ojo, mi querido Sandy.

Así, pues, si mañana o cualquier día tienen ustedesgusto en visitar Rosa, encontrarán una hermosa yflamante casa amarilla, de la cual la señora Simpson,hoy señora Pratt, es el más bello adorno. Y si entranen su interior, hallarán, sobre el mármol de una me-sita de centro que hay en el salón, el Manual de infor-mación indispensable, de Herkimer, encuadernado enpiel roja, listo para ser consultado acerca de no im-porta qué tema relacionado con la sabiduría y la di-cha de la humanidad.

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Un preso reformado

Un celador entró en la zapatería de la prisión dondeJimmy Valentine se ocupaba asiduamente en remen-dar zapatos, y lo escoltó hasta el despacho del direc-tor. Este le entregó el indulto que el gobernador delestado firmara aquella misma mañana.

Jimmy tomó el documento como con cansancio.Había cumplido diez meses de una condena por cua-tro años, y no había esperado pasar allí más que, a losumo, un trimestre. Cuando un hombre con tantosamigos como los que Jimmy Valentine tenía fuera dela prisión, había debido pudrirse en ella de aquelmodo, verdaderamente nada valía la pena.

El director dijo:—Ahora, Valentine, queda libre por completo. Aní-

mese y procure hacerse un hombre nuevo. No es us-ted en el fondo mala persona. Déjese de fracturar cajasde caudales y viva con rectitud.

Jimmy exclamó, sorprendido:—¡Yo no he fracturado una caja en toda mi vida!El director rió.

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—¡Oh, no! Pero, veamos. ¿Cómo es que lo mandaronaquí por aquello de Springfield? ¿Acaso porque no quisoprobar una coartada para no comprometer a alguiensituado en la sociedad distinguida? ¿O se debió a queun jurado maligno no quiso reconocer su inocencia?Siempre algún justo como usted paga, como víctimainocente, lo que no debiera.

La expresión de Jimmy era virtuosa e inexpresiva.—Señor director —dijo—, no he estado en mi vida

en Springfield.El director sonrió.—Ande, Cronin, lléveselo y vístalo con ropas de calle.

Sáquelo a las siete de la mañana.Se volvió al indultado.—Más le valdrá seguir mi consejo, Valentine.A las siete y cuarto de la siguiente mañana, Jimmy

se hallaba en la antesala del despacho del director.Vestía un traje que le sentaba muy mal, ropas inte-riores de confección barata y un par de rechinanteszapatos, de rígida piel, que el estado regalaba a susclientes obligatorios cuando los soltaba.

El empleado le entregó un billete de ferrocarril yotro de cinco dólares, con los que el estado esperabaque su antiguo huésped se trocase en un ciudadanohonrado y próspero. El director le dio un cigarro y leestrechó la mano. El recluso Valentine, 9762, fue ins-crito en los libros con la nota de: «Indultado por elgobernador», y el probo señor James Valentine tornóa ver la luz del sol.

Prescindiendo de absorberse en el canto de los pá-jaros, en el mecerse de las copas de los árboles y en

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la fragancia de las flores, Jimmy Valentine se enca-minó derecho a un restaurante. Allí gozó las primerasy dulces alegrías de la libertad en forma de un pollohervido y una botella de vino blanco, a cuyas deliciassiguió un cigarro un tanto mejor que el que le diera eldirector.

Después se dirigió pausadamente a la estación.Depositó unos centavos en el sombrero de un ciegoque mendigaba junto a la puerta y subió al tren. Treshoras más tarde se hallaba en una pequeña pobla-ción, ya casi en los confines del estado. Entró en elcafé de un tal Mike Dolan y le estrechó la mano. Mikeestaba solo tras el mostrador.

—Sentimos no conseguir antes tu libertad, Jimmy—manifestó el hombre—, pero tuvimos que lucharcon una nueva insistencia de Springfield, y el gober-nador estaba casi fuera de sí.

—Bueno.—Lo importante es que te encuentres bien.—Muy bien. ¿Tienes aún mi llave?Se la dieron, subió la escalera, entró en el cuarto de

la parte posterior de la casa y lo cerró por dentro.Todo estaba igual a como él lo dejara. Ni siquierahabían retirado el gemelo del cuello postizo del emi-nente detective Ben Price el día que hubo que em-plear la fuerza para prender a Jimmy.

Este retiró de junto a la pared una cama turca, corrióun panel que ocultaba un hueco hecho en la primeray sacó una maleta cubierta de polvo. La abrió y contem-pló con delectación la mejor colección de herramien-tas para el robo que podía encontrarse en todo el este.

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Era una colección completa, hecha del mejor templa-do de los aceros y con las últimas novedades en gan-zúas, palancas, barrenas y todos los demás instru-mentos propios del ladrón profesional. Tampocofaltaban dos o tres novedades inventadas por el pro-pio Jimmy, que lo colmaban de orgullo. Más de nove-cientos dólares le había costado encargar aquelloen un sitio que… Bien, en un sitio en donde se de-dicaban a fabricar aquellas herramientas profesio-nales.

Media hora después Jimmy bajó al café. A la sazónvestía ropas bien ajustadas y llevaba en la mano sumaletín sin huellas del polvo que poco antes lo cu-briera.

Mike Dolan preguntó, simpático:—¿Vas a algún sitio importante?—¿Yo? —repuso Jimmy con perplejidad—. No te

comprendo. Soy representante de la Compañía Con-junta Neoyorquina de Galletas Tostadas y Prepara-dos de Trigo.

Aquella ocurrencia hizo reír a Mike casi hasta laslágrimas, lo que obligó a Jimmy a pararse a tomar unvaso de leche con sifón, porque nunca probaba lasbebidas fuertes.

Una semana después de la liberación de Valentine,número 9762, se cometió en Richmond, Indiana, unperfecto caso de fractura de caja fuerte. No se teníanindicios de quién pudiera ser el autor, el que, por otraparte, solo obtuvo de su robo un beneficio de ocho-cientos dólares escasos.

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Dos semanas después, una caja fuerte patentada,de modelo mejorado, fue abierta en Logansport, comoquien corta un queso. El ladrón se llevó mil quinien-tos dólares en billetes y no tocó la plata ni los valoresde otra clase.

Aquella repetición empezó a interesar a los profe-sionales de la represión del robo. Y mucho más cuan-do una antigua caja bancaria de Jefferson City fuedesvalijada también, expoliando de su interior unabonita erupción de billetes de banco por una cuantíade cinco mil dólares.

Tales pérdidas eran ya lo suficientemente altas paraque entrasen de lleno en la jurisdicción de Ben Price.Este, comparando datos y notas, advirtió una curiosasimilitud en la realización de todos aquellos robos.

Ben Price investigó, pues, los escenarios en que se pro-dujeron tales desaguisados, y se le oyó comentar:

—El caballero Jim Valentine ha dejado aquí suautógrafo. Ha vuelto a las andadas. Miren esta com-binación. La han arrancado de cuajo con tanta fa-cilidad como un tubérculo de la tierra húmeda. Elúnico que posee instrumentos adecuados para logrartales resultados es Jimmy. Y vean con qué limpiezaha ejecutado la operación. Jimmy no es partidario delos taladros, sino del agujero directo. Así, me pareceque tendré que entendérmelas con el señor Valentine.Y esta vez cumplirá la condena sin rebajas de pena,indultos ni otras muestras de inmotivada piedad.

Ben Price conocía las costumbres de Jimmy. Lashabía estudiado mientras trabajaba en el asunto deSpringfield. Saltos largos de uno a otro lugar, golpes

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rápidos y un agusado gusto por el trato de la buenasociedad eran factores que permitían a Jimmy operarcon más éxito que muchos otros de sus congéneres.Se supo que Ben Price había emprendido la búsquedadel ladrón, y muchos propietarios de cajas de caudales,teóricamente a prueba de cacos, se sintieron un tantomás seguros.

Una tarde Jimmy Valentine y su maletín salieron deldepósito de equipajes de Elmore, pequeña poblaciónsituada a cinco millas de la línea del ferrocarril queatraviesa la oscura tierra de Arkansas. Jimmy, quienparecía un joven que acabara de graduarse en la uni-versidad, emprendió, acera adelante, el camino delhotel.

Una joven cruzó la calle, pasó ante Jimmy en la es-quina y penetró por una puerta sobre la que campeabaeste rótulo:

Banco de Elmore

Cuando Jimmy Valentine miró los ojos de aquellamujer, se olvidó de quién era y hasta creyó convertir-se en otro hombre. Ella bajó la vista y se sonrojó.Hombres de la apostura y elegancia de Jimmy eranpoco frecuentes en Elmore.

El joven monopolizó a un muchacho que holgaza-neaba en las aceras del banco, como si fuera uno delos accionistas, y empezó a preguntarle cosas con-cernientes a la población nutriéndolo, de cuando encuando, con monedas de diez centavos.

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Al fin la joven apareció en la puerta, apartó majes-tuosamente la vista del hombre de la maleta y siguiósu camino.

—¿No es esa la joven Polly Simpson? —inquirióJimmy con seguridad.

—No —repuso el muchacho—. Es Anabela Adams.Su padre es el dueño de este banco —y agregó—: ¿Ya qué ha venido usted a Elmore? ¿Es esta una cade-na de oro que lo tienta o qué? Yo, por mi parte, voy acomprarme un perro de presa. ¿Le queda algunamoneda más de diez centavos?

Jimmy se dirigió al Hotel de los Plantadores, seregistró con el nombre de Ralph D. Spencer y alqui-ló una habitación. En la conserjería, inclinado so-bre el mostrador, explicó su historia al encargadode la recepción. Había ido a Elmore, dijo, con el fin dever si encontraba un empleo, porque quería dedi-carse a los negocios. Había pensado en el ramo delcalzado. ¿Había posibilidades en aquel asunto? Aél le parecía que sí.

El empleado quedó muy impresionado por el traje ylos modales de Jimmy. Él mismo se consideraba unjoven de honor y estima en la buena sociedad deElmore, pero ahora reconocía sus inferioridades.Mientras examinaba a Jimmy buscando la manerade hacer amistad con él, le dio con cordialidad la so-licitada información.

Sí, debía haber posibilidades en aquel asunto. Noexistía en la localidad un almacén exclusivamentededicado a la venta de calzado. Solo vendían zapa-tos las tiendas de confecciones o de despacho de

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mercancías en general. Los asuntos marchaban allíbastante bien. Y era de desear que el señor Spencerse quedase largo tiempo en Elmore. Ya vería que eraagradable para vivir y la gente muy sociable.

Spencer opinó que acaso le conviniera permaneceren la población algunos días y completar sus informes,y terminó diciendo que no era preciso que el emplea-do llamase al botones. El maletín era pesado, pero yase había acostumbrado a él.

Y así Ralph Spencer, el fénix que surgiese de las ce-nizas de Jimmy Valentine, se quedó en Elmore y pros-peró. Todo se debía a la llama de un súbito y repenti-no ataque de amor. Abrió una tienda de calzado y seaseguró mucha clientela.

Socialmente tuvo éxito también, y contrajo muchasamistades. Incluso, cumplió el deseo de su corazón:fue presentado a Anabela Adams, y cada vez se sintiómás cautivo de sus encantos.

A finales de año la situación de Ralph podía definirsecomo sigue:

Había ganado el aprecio de la comunidad.Su tienda de calzado prosperaba.Anabela estaba comprometida para casarse con él

dentro de dos semanas.Adams, el típico y hábil banquero provinciano, sim-

patizaba con Spencer. Anabela se sentía orgullosa desu novio, casi en la misma medida en que lo quería. Yél se sentía en casa de ella como en la propia, y lomismo le ocurría en la de la hermana casada deAnabela.

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Un día Jimmy se sentó en su despacho y escribió estacarta, dirigida a uno de sus antiguos amigos de San Luis:

Mi querido y antiguo compañero:Quisiera que estuvieses en casa de Sullivan, enLittle Rock, la noche del próximo miércoles, a lasnueve de la noche. Deseo que me arregles algunosasunticos. Y también te quiero regalar mi colec-ción de herramientas. Sé que me lo agradecerás,puesto que no podrías reproducir el lote ni pagan-do mil dólares.Hace un año, Billy, que dejé la antigua profesión.Ahora tengo un buen establecimiento, me ganobien la vida y voy a casarme con una muchachaque es la más bonita de la tierra.Las bodas se celebran dentro de dos semanas.La única verdadera vida, Billy, se encuentra si-guiendo el camino recto. Hoy no tocaría dineroajeno ni por un millón. Después de casarme ven-deré cuanto tengo y me iré al oeste, donde no esprobable que salgan a relucir ciertas antiguashazañas mías. Te aseguro que mi futura mujer esun ángel. Me tiene en el mayor aprecio y no cree-ría ninguna malignidad que contra mí le dijeran.Pero quiero verte y deseo estar seguro de encon-trarte en casa de Sully el día que te digo. Llevaréconmigo las herramientas.Tu antiguo amigo,

JIMMY

El lunes por la noche, después de escribir Jimmyaquella carta, Ben Price penetró subrepticiamente en

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Elmore en un cochecito de camino. Anduvo por laminúscula localidad hasta que supo todo lo que de-seaba conocer. Desde la botica y tienda de refrescosque quedaba frente a la zapatería de Ralph Spencer,Price contempló los escaparates de su perseguido.

—¿Conque vas a casarte con la hija del banquero,Jimmy? —comentó para sí—. No me sentiría tan se-guro, muchacho.

A la mañana siguiente Jimmy fue a desayunarse acasa de los Adams. Quería presentarse por la tardeen Little Rock para encargar la ropa de bodas y com-prar un regalo bonito destinado a Anabela. Aquellaera la primera vez que saldría de Elmore desde quellegó a la localidad. Había trascurrido más de un añodesde que realizara sus postreros asuntos profesio-nales, y le parecía que podría salir sin peligro de suresidencia.

Después del desayuno hubo una verdadera fiestecitafamiliar, con asistencia de Anabela, Adams, Jimmy y lahermana casada de la novia, a la que acompañabansus dos hijas, de cinco y nueve años respectivamente.Fueron todos al hotel donde Jimmy se alojaba, y él apro-vechó la ocasión para subir a su cuarto y bajar su ma-letín. Luego el grupo se dirigió al banco.

Allí esperaba Dolph Gibson, que con su cochecitode un caballo debía conducirlo a la estación.

Penetraron en el vasto salón del banco, ornado conaltos zócalos de esculpido roble. Jimmy no se quedóatrás, porque dondequiera que iba era muy bien aco-gido. A los empleados les satisfizo saludar a aqueljoven elegante y bien parecido que iba a casarse conla hija del director.

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Jimmy colocó el maletín en el suelo. Anabela, cuyocorazón rebosaba de felicidad, cogió el sombrero deJimmy y sopesó el maletín.

—Con esta maleta y tu sombrero en la cabeza parezcoun tambor mayor —dijo—. Pero, ¿sabes que tu maletínpesa como si lo tuvieras lleno de lingotes de oro?

Jimmy respondió con serenidad:—Lo que llevo son muchas herraduritas de metal, de

esas que se ponen en las puntas y tacones de los za-patos. Quería devolverlas sin pagar el porte de la ex-pedición. Me estoy volviendo muy cicatero.

El banco de Elmore acababa precisamente de ins-talar una nueva cámara acorazada a prueba de todointento de fractura. Adams se sentía muy orgullosode ella e insistió en que todos la viesen.

La cámara era bastante pequeña, pero la cerrabauna poderosa puerta patentada. La protegían trescerrojos de sólido acero manejados por una sola pa-lanca, y tenía un dispositivo para graduar la combi-nación. Adams explicó profusamente los pormeno-res, y Spencer mostró un interés cortés, pero no muyatento ni propio de un entendido. Y las dos niñas,May y Ágata, se divirtieron mucho con todos aquellosmecanismos y artefactos raros y bruñidos. Mientrasasí se hallaban ocupados entró Ben Price y se apoyóen el mostrador del banco. Un empleado inquirió loque deseaba y él repuso que nada, salvo esperar aun amigo.

De pronto las mujeres prorrumpieron en gritos y seprodujo una gran conmoción. Sin que los mayores lonotasen, May, la nena de nueve años, había encerra-do a su hermana Ágata en la cámara para jugar. Luego

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echó los cerrojos y manejó la combinación como vierahacer a Adams.

El anciano banquero corrió hacia el mango de lapuerta y lo manipuló sin éxito.

—¡No se puede abrir! —gimió—. El dispositivo cro-nométrico no está montado todavía, ni la combina-ción ajustada.

La madre de Ágata exhaló otro chillido histérico.El señor Adams tomó la temblorosa mano de su hija.—Calla —rogó, y dijo a voces—: ¡No grites durante

un rato, Ágata. Escúchame!En el silencio que siguió todos pudieron percibir

los ahogados gemidos de la niña en el interior de lacámara.

—¡Preciosidad mía! —clamaba la madre—. ¡Va amorirse del susto! ¡Abran la puerta! ¡Fuércenla! ¿Esque los hombres no sirven para nada?

El señor Adams dijo con voz convulsa:—No hay en este pueblo un solo hombre que sepa

abrir esto. Habría que ir a buscarlo a Little Rock —sevolvió al prometido de su hija—. ¡Dios mío, Spencer!¿Qué podemos hacer? Esa niña no puede seguir ahí.No tiene bastante aire, y además el susto le produci-rá un ataque nervioso.

La madre de Ágata, frenética ya, golpeaba con lasmanos la puerta de acero. Alguien, enloquecido, pro-puso emplear la dinamita. Anabela dirigió a Jimmysus grandes ojos angustiados, pero no desesperan-zados aún. Para una mujer, el hombre a quien adorano debe encontrar nada imposible.

—¿No puedes intentar algo, Ralph?

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Él la miró con una singular sonrisa en sus labios ysus despiertos ojos.

—Anabela —repuso—, ¿quieres darme esa rosa quellevas?

Casi sin creer lo que oía, ella desprendió la rosaque llevaba en el pecho y se la tendió a su novio.Jimmy la guardó en el bolsillo del chaleco, se quitó laamericana y arremangó su camisa. Con aquello RalphD. Spencer desapareció dejando lugar a Jimmy Va-lentine.

—Apártense todos de la puerta —mandó lacónico.Colocó su maletín sobre la mesa y lo abrió. Y a par-

tir de aquel momento pareció no acordarse de la pre-sencia de nadie. Puso por orden los instrumentos yempezó la tarea silbando como siempre que trabaja-ba. Inmóviles y silenciosos, los otros lo contempla-ban como hechizados.

Al cabo de un minuto, la herramienta favorita deJimmy mordía la chapa de acero, y en diez minutos—batiendo con ello las mejores marcas de su vida deladrón— abrió la puerta y liberó a la niña.

Ágata, casi desmayada, pero salvada ya, se refugióen los brazos de su madre.

Jimmy Valentine se puso la chaqueta y salió al sa-lón exterior del banco. Mientras se dirigía a la puertafrontera creyó oír una voz lejana llamándolo:

—¡Ralph!Pero no vaciló y siguió su camino. En la puerta un

hombretón estuvo a punto de tropezar con él. Jimmysonrió singularmente.

—¡Hola, Ben! —saludó.—Hola. Yo…

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—Se empeñó usted y al fin lo ha conseguido. Peroahora ya no me importa nada.

Entonces Ben Price contestó de un modo muy ex-traño:

—Debe usted sufrir una confusión, señor Spencer.No lo conozco más que de nombre.

—¿No?—No. Y creo que su coche lo espera en la puerta.Y Ben Price, girando sobre sus talones, se alejó ca-

lle abajo.

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El conde y la invitación a la boda

Una noche, cuando Andy Donovan iba a comer a sucasa de huéspedes de la Segunda Avenida, la señoraScott le presentó a una nueva inquilina. Se llamaba laseñorita Conway y era una mujer bajita, que no lla-maba la atención. Llevaba un vestido muy sencillo,color tabaco, y centraba sobre el plato de la comida elpoco interés que mostraba en todo.

Cuando le fue presentado Donovan, alzó con des-confianza los párpados y le dirigió una rápida yenjuiciadora mirada, luego le dijo con cortesía sunombre y retornó a su ración de carnero.

Donovan, por su parte, se inclinó con la gracia y laradiante sonrisa que tan rápidamente estaban ganan-do para él muchas mejoras sociales, de negocios ypolíticas, y acto seguido eliminó el vestido color cho-colate de las listas de su consideración.

Dos semanas después, Andy, sentado en los esca-lones de la entrada de la pensión, fumaba un cigarrocuando percibió un suave rumor que le hizo volver lacabeza. Y fue su cabeza la que se volvió. Sí; se volviópor completo fuera de su sitio, porque de la puerta

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salía la señorita Conway llevando un vestido negrocomo la noche de crepé… De crepé. De crepé de…, deesa cosa negra y fina que ya sabemos. También susombrero… También su sombrero era negro y de élse escapaba un velo fino como una tela de araña.

De pie en el escalón inicial, la joven Conway estabaponiéndose unos guantes negros de seda. No habíaen su vestido la menor insinuación de color, por in-significante que fuese. Su espléndido cabello doradoestaba recogido, sin una sola ondulación, en un moñoliso detrás de la cabeza. Su rostro resultaba más vul-gar que bonito, pero lo iluminaban unos grandes ojospardos que miraban las casas del otro lado de la callecon una expresión muy triste y melancólica.

Comprendan la idea, señoras. Toda de negro, y ade-más de crepé de… De crepé de China.

Ya está. Envuelta en lutos, melancólica de expre-sión y con el cabello brillando bajo su negro velo.

Desde luego, para producir ese efecto hay que serrubia. Pero, si se está en tal caso se da la impresiónde estar a punto de traspasar el umbral de la vida.Un paseo por el parque podría ayudar. Y, si se saleen el momento oportuno, eso atrapará a los hombresen cualquier evento.

Claro que parezco muy cínico al hablar del efecto quecausan las vestiduras de luto.

Donovan reinscribió súbitamente a la señorita Con-way en los registros de su consideración. Tiró lo que lequedaba de tabaco —alrededor de pulgada y cuar-to—, aunque le hubiera servido para defenderse du-rante otros ocho minutos, y centró la atención en ellustre de las puntas de sus zapatos.

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—¿Verdad que hace muy buena noche, señoritaConway? —sugirió.

De haber oído hablar a Donovan con tanta confian-za, el servicio meteorológico de seguro hubiera dicta-minado un pronóstico definitivo.

La señorita Conway suspiró.—Sí, señor Donovan, muy buena para los que pue-

dan encontrar satisfacción en ella.Donovan, en su corazón, maldijo el buen tiempo.

¡Implacable tiempo aquel! Hubiera convenido unanoche de viento, granizo y nieve para responder alestado de ánimo de la señorita Conway.

—Espero —dijo— que no haya tenido ningún dis-gusto familiar.

La señorita Conway titubeó.—La muerte ha reclamado —expuso—, no a un pa-

riente, sino a… Pero no quiero molestarlo, señor Do-novan.

—No me molesta en nada. Por el contrario, sientogusto… —corrigió—: Quiero decir que me disgustamucho… Bien, deploro muchísimo lo que le pase.

La señorita Conway sonrió de un modo que agrava-ba la tristeza de su faz, y formuló una cita:

—«Si ríes, el mundo ríe; si lloras, el mundo llora».Eso me han enseñado, señor Donovan. No tengo ami-gos ni parientes en esta ciudad. Usted me ha mostra-do gentileza, y crea que se lo agradezco mucho.

La gentileza a que se refería la señorita Conway con-sistía en que, a las horas de comer, Donovan le habíapasado un par de veces el tarro de pimienta.

—Confieso —dijo él— que el vivir en Nueva Yorksolo es una cosa muy dura. Pero también cuando la

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gente de esta ciudad decide ser amiga de uno, esamiga incondicional —se arriesgó—: Si usted me lopermitiera, señorita Conway, le propondría que dié-semos un paseo por el parque. Muchas veces se miti-gan de ese modo las penas.

—Gracias, señor Donovan —respondió la joven—.Acepto con gusto. Eso si piensa usted que una mujermuerta de pena puede ser agradable a alguien.

Cruzaron las puertas de un antiguo parque, converjas de hierro, donde antaño tomaban el aire loselegidos de la suerte, y se acomodaron en un banco.

Hay mucha diferencia entre los disgustos de la ju-ventud y los disgustos de la ancianidad. Los de lajuventud se aligeran mucho cuando otro los compar-te, mientras que en la vejez las congojas continúansiendo las mismas.

Había pasado una hora cuando la señorita Conwayhizo una confidencia:

—El joven que ha muerto era mi prometido. Íbamosa casarnos la primavera que viene. No piense que quierorebajarlo, señor Donovan, pero mi novio era conde.Un conde auténtico. Poseía un castillo y tierras en Ita-lia. Se llamaba Fernando Manzzini. No había quienfuera tan elegante como él. Entonces ocurrió que papápuso algunas objeciones a nuestro enlace.

»Quisimos casarnos y volvió a interponerse papá. Yoestaba segura de que mi padre y Fernando iban a ba-tirse en duelo. El último tenía una cuadra en P’kipsee.Ya sabe usted dónde está eso.

»Al fin papá se mostró de acuerdo, y dijo que podía-mos contraer nupcias. La primavera que viene íbamosa hacerlo. Fernando le presentó pruebas acreditativas

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de su título y riqueza y enseguida marchó a Italia, afin de poner en condiciones su castillo para cuandofuéramos. Papá se sintió muy orgulloso, pero cuando minovio me quiso dar unos miles de dólares para mi tro-sseau1, dijo algunas palabras feas. Ni siquiera quisoque le tomase regalos ni anillos. Y, en cuanto Fer-nando embarcó con rumbo a Italia, me empleé comocajera en una confitería.

»Hace tres días recibí carta de Italia. Carta que habíapasado por P’kipsee, y en la que se me anunciaba queFernando había muerto en un accidente de góndola.

»Y por eso visto de luto, señor Donovan. Mi corazónestará siempre en la tumba de Fernando. Compren-do que me debe tomar por una compañera muy desa-gradable, pero ya no puedo interesarme por nada. Noquisiera apartarlo de sus amigos ni de la alegría aque tiene usted perfecto derecho. ¿Quiere que volva-mos a casa?

Y ahora, niñas, sepan que, si quieren ustedes ver aun hombre empuñar un pico y una pala, han de afir-mar que el corazón de ustedes reposa en la tumba deotro. Porque el ser humano es, por naturaleza, desen-terrador de tumbas. Pregúntenlo a cualquier viuda yella les contestará.

Donovan pensó que algo había que hacer para de-volverle lo que faltaba a aquel ángel vestido de crepéde China —los muertos siempre incomodan mucho alos que sobreviven—. Así que dijo:

—No, no volveremos a casa ahora. Creo que lo sientomucho, señorita Conway. Si me tuviese por un amigo…

La Conway se secó los ojos con el pañuelo.1En francés, ajuar.

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—Tengo la fotografía de mi novio en este dije. No lahe mostrado a nadie, señor Donovan, pero a usted sí,porque lo considero un verdadero amigo.

Donovan miró con mucho interés el dije que la se-ñorita Conway abrió ante sus ojos. La faz del condeMazzini atraía, en efecto, el interés de cualquiera. Erade rostro suave, inteligente y casi hermoso, además deanimoso y fuerte.

—Poseo una ampliación de este retrato en mi cuar-to —dijo la señorita Conway—. Ya se la enseñaré cuan-do volvamos. Es todo lo que tengo para recordar aFernando. Pero él siempre se hallará presente en micorazón —y la joven calló, acongojada.

Ante Donovan se presentaba una tarea compleja ysutil: la de remplazar a Fernando, el infortunado con-de, en el corazón de la señorita Conway. Sentía bas-tante admiración por ella para intentarlo, pero lamagnitud de la empresa lo abatía. Deseaba desem-peñar el papel de amigo simpático y capaz de hacerolvidar dolores a cualquiera. Y desarrolló su misióncon tanto acierto, que a las dos horas ambos se ha-llaban ante dos platos de mantecado. Conversabanpensativos, aunque no había disminuido la expre-sión de tristeza en los grandes ojos pardos de la se-ñorita Conway.

Antes de separarse, en el vestíbulo, ella corrió a sucuarto y volvió con la fotografía ampliada, envueltaen un pañuelo de seda.

Donovan la miró con inescrutables ojos.—Me la dio la noche que se fue a Italia —dijo ella—.

Y yo mandé hacer una miniatura para ponerla enel dije.

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Donovan dijo con animación:—Su novio tenía muy buen aspecto. ¿Le agradaría,

señorita, acompañarme a Coney el domingo por latarde?

Un mes más tarde, los enamorados anunciaban queestaban comprometidos a la señora Scott y a los hués-pedes. La señorita Conway seguía vistiendo de negro.

Una semana después de decirlo, los dos se sentabanen el mismo banco del parque de la ciudad donde lohicieran la primera vez. Las hojas volanderas de los ár-boles dibujaban, al caer, los contornos de los jóvenes.

Donovan se había manifestado huraño todo el día,y tan silente estaba por la noche, que los labios de suamor no pudieron contener la pregunta que los acu-ciaba.

—¿Qué te pasa, Andy? Estás serio como un entierro.—No me pasa nada, Maggie.—Te engañas. Nunca has estado así. ¿Qué te pasa?—Nada importante, Maggie.—Sí, te pasa, y quiero saberlo. Si prefieres a otra,

quítame el brazo de encima y vete con ella.Andy repuso prudente:—Verás. ¿Has oído hablar de Mike Sullivan? Todos

lo llaman el Gran Mike Sullivan.—No sé quién es, ni me importa —dijo Maggie—. Si

no me das más noticias suyas…Andy repuso casi reverentemente:—Es el hombre más grande de Nueva York. Puede

hacer lo que quiera en las cosas políticas. Tiene unaestatura de una milla y es tan ancho como el EastRiver. Si se dice algo contra Mike, en un momento sele enfrentan a uno un millón de partidarios suyos.

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Hace poco visitó Inglaterra, y creo que los reyes seescondieron en sus agujeros como conejos del miedoque tenían.

»Se da el caso de que el Gran Mike es amigo mío.Tengo cierta influencia política en el distrito y Sullivanes un excelente amigo de los pobres hombres, o semuestra un pobre hombre, como lo es, ante los quetienen determinado peso.

»Hoy lo he encontrado en el Bowery y, ¿sabes lo queme dijo?

—No.—Pues se me acercó y pidió: «Me has ayudado mu-

cho en esta barriada y estoy muy orgulloso de ti. Va-mos a tomar unas copas».

»De acuerdo con ello, tomé un whisky y él fumó untabaco. Luego le anuncié que iba a casarme dentrode dos semanas.

»—Andy —respondió—, envíame una invitación paraque me acuerde. No quiero dejar de ir a tu boda.

»Eso me dijo el Gran Mike y nunca falla en el cum-plimiento de lo que ofrece.

»Tú no comprendes ciertas cosas, Maggie, pero yosí. Y es que quisiera que Mike vaya a nuestra boda.Ese día será el mejor de mi vida. Cuando Mike Su-llivan concurre a una boda, el casado lo está paratoda la vida. Y por eso puedo parecerte disgustadoesta noche.

Maggie dijo con naturalidad:—Si tanto te interesa, ¿por qué no lo invitas?Andy repuso con tristeza:—Hay una razón que me lo impide, y no me pre-

guntes cuál es, porque no te la puedo decir.

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—Ni me importa —repuso Maggie—. Se trata de co-sas de política y de eso no entiendo nada.

—Oye, Maggie —preguntó Andy—, ¿me quieres tantocomo al conde Mazzini?

Esperó largo rato, pero Maggie no respondió. Y, depronto, la joven se apoyó en el hombro de su novio ycomenzó a llorar estremecida. Apretaba estrechamenteel brazo de Andy y llenaba de lágrimas su crepé deChina.

Andy, olvidando su propio disgusto, dijo:—¡Vamos, vamos! ¿Qué te pasa, mujer?Maggie sollozó:—Andy, te he mentido y no vas a casarte conmigo

ni a amarme más. Pero debo decirte la verdad. No haexistido un conde en mi vida y ni siquiera he tenidonovio. No obstante, como todas las demás mucha-chas los tenían y salían con ellos, me pareció biendecir que a mí me había sucedido lo mismo. Yo sabía,como tú, que me sentaba bien el negro. Así que fui aun taller de fotografía y compré esa foto, mandé ha-cer una miniatura para mi dije y te conté la historiadel conde y de que había muerto. Todo era para podervestir de negro. Mas, nadie puede querer a una men-tirosa, y eso te pasará a ti; me moriré de vergüenza.No quería más que a mi Andy, y ahora…

Pero, en vez de ser rechazada, Maggie sintió que elbrazo de Andy la apretaba fuertemente. Lo miró y viosu faz tranquila y sonriente.

—¿Me perdonas, Andy?—No faltaba más —dijo Donovan—. Ya está todo

aclarado. Que siga el conde en el cementerio. Todo lo

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has arreglado ahora, Maggie. Esperaba que lo hicie-ses antes del día de la boda. Eres muy buena chica.

Maggie dijo con tímida sonrisa, ya segura del perdón:—¿Creíste alguna vez esa historia del conde?—Del todo, no —dijo él—, porque la fotografía que

llevas en el dije es la de Mike Sullivan.

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La llamada del clarín

La mitad de esta historia puede encontrarse en losarchivos de la jefatura de policía. La otra mitad perte-nece al mostrador de la administración de un órganode prensa.

Una tarde, dos semanas después de que el millona-rio Norcross fuera encontrado exánime en sus habita-ciones, asesinado por un ladrón, este, que caminabaserenamente Broadway abajo, se dio de manos a bocacon el agente de policía Barney Woods.

—Pero, hombre… ¡Que me maten si no eres JohnnyKernan! —exclamó el detective.

Los dos conocidos no se habían visto hacía aproxi-madamente cinco años.

—Ni más ni menos —dijo con cordialidad Kernan—. Ytú eres Barney Woods, o me he quedado ciego. ¿Quéhaces por aquí? Buenas cosechas y a gastar losbilletazos, ¿eh?

—Llevo en Nueva York varios años —explicó Woods—.Pertenezco al cuerpo de policía.

—¡Vaya, vaya! —comentó Kernan sonriendo y golpean-do con afecto el hombro de su interlocutor.

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—Vamos a tomar unas copas a la Casa Muller —pro-puso Woods—. Allí estaremos tranquilos. Tenía ga-nas de hablar contigo.

Faltaban pocos minutos para las cuatro. Las mareasdel comercio y el trabajo no habían refluido aún, y alos amigos les fue fácil encontrar una mesa aislada enun rincón. Kernan, bien vestido, algo petulante, muydueño de sí, se sentaba frente al policía que era unhombre bizco, de bigote color arena, con un traje decheviot,1 no hecho a la medida.

—¿A qué te dedicas ahora? —preguntó Woods—.Ya sé que saliste de Saint John’s un año antes que yo.

—Vendo acciones de una mina de cobre —dijo Ker-nan—. Puede que establezca una oficina aquí. ¡Miraque el buen Barney sirviendo en la policía neoyorqui-na! Pero siempre tuviste aficiones de ese estilo. ¿Noingresaste en la policía de Saint John’s después queme fui?

—Estuve seis meses en ella —contestó Woods—.Pero quiero hacerte una pregunta, Johnny.

—Dime.—He seguido todo tu historial, con mucha atención,

desde que empezaste con aquel asunto del hotel deSaratoga. Me consta que hasta ahora nunca habíasempleado el revólver. ¿Por qué mataste a Norcross?

Kernan miró durante algunos instantes, con aten-ción concentrada, la rodaja de limón de su whiskycon soda, y después dirigió al detective una miradaentre brillante y aviesa.

—¿Cómo lo has averiguado? —interrogó admira-do—. Yo creía que el asunto había sido tan limpio y1Tela que se hace con la lana del cordero.

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seguro como pelar una cebolla. Pero, por lo visto, noha sido así. ¿Es que dejé acaso algún hilo suelto?

Woods puso sobre la mesa un diminuto lápiz de oro,del tipo de los que adornan la cadena de un reloj.

—Yo mismo te lo di en Saint John’s —le recordó— laúltima navidad que allí pasamos juntos. Todavía con-servo la bacía1 para afeitar que me regalaste. Encontréeste lápiz en la alfombra del cuarto de Norcross. Es mideber advertirte que tengas cuidado con lo que me di-gas. No tengo más remedio que acusarte ante la ley,Johnny. Hemos sido muy amigos, pero he de cumplircon mi obligación. Lo de Norcross va a costarte ir a lasilla eléctrica.

Kernan rió.—La suerte me ayuda —dijo—. ¡Quién iba a pensar

que el camarada Barney había de seguir mi rastro!—hundió la mano en el interior de la americana. Enel acto sintió un revólver apoyado en sus costillas.Kernan arrugó la nariz—. Puedes quitar eso de enmedio —dijo—. Me limitaba a hacer una comproba-ción. ¡Ajá! Suele decirse que ni entre nueve sastreshacen un hombre, pero la verdad es que uno bastapara deshacerlo.

—¿Por…?—Porque acabo de encontrar un agujero en el forro de

mi chaleco. Yo me había quitado el lápiz de la cadenadel reloj, y lo guardé en el bolsillo por si me conveníatomar una nota.

—Habla.—Retira primero el revólver, Barney, y te explicaré

por qué tuve que matar a Norcross. Al grandísimo1Vasija que usan los barberos para remojar la barba.

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tonto se le ocurrió perseguirme a lo largo del pasillo,cuando me retiraba, amenazándome por la espaldacon una estúpida pistolita veintidós, y no tuve másremedio que impedírselo. En cambio, su mujer eraun encanto, estaba acostada y no parpadeó cuandocogí su collar que valía doce mil dólares, pero me pi-dió por Dios que le devolviese un anillo engarzadoque no debía valer más de tres dólares. Adivino quese casó con el viejo por su dinero. En todo caso, losdemás anillos, con dos broches y una cadena de oro,¿qué piensas que valen, unidos al collar? Quince mildólares a lo sumo.

—Te advertí que no te convenía hablar —indicóWoods.

—¡Bah! —dijo Kernan—. Todo eso lo tienes en micuarto del hotel. Y ahora te explicaré por qué te soyfranco. Porque no corro peligro. Hablo a un conocido.Tú sabes que me debes mil dólares, Barney Woods, yaunque quisieras detenerme tu mano no se atreveríaa levantar los dedos.

—No lo he olvidado —respondió Woods—. Tú mis-mo contaste los veinte billetes de cincuenta. Te lospagaré cuando pueda, pero te los pagaré. Esos mildólares, bueno, con ellos rescaté mis muebles cuandoya los estaban sacando de casa y apilándolos en lacalle.

Kernan continuó:—Y, por lo tanto, siendo tú quien eres, llamándote

Barney Woods, esto es, un hombre tan recto y limpiocomo el acero, no puedes detener a uno con quientienes una deuda. Ten en cuenta que he estudiado

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muy bien a los hombres, tanto como a las cerradurasYale, y el modo de abrir los candados de las venta-nas. Son cosas del oficio. Y ahora cállate, mientrasllamo al camarero. Hace un año o dos que tengo tan-ta sed que a veces llega a perjudicarme un poco, sinembargo, nunca bebo durante las horas de servicio.Solo después de concluir una tarea, puedo tener uncontacto de codos con mi antiguo amigo Barney —yresumió—: ¿Qué vas a tomar?

El camarero aportó unas botellas y sifón y los dejósolos.

Woods guardó el lápiz de oro y dijo pensativo:—Has hablado lo justo. Has dicho lo que pensaba.

Tienes razón —siguió—, no te puedo hacer nada. Sime fuera posible pagarte… Pero no puedo y tengoque callarme. La situación es mala, Johnny. Tú meayudaste una vez y procuraré hacer lo mismo.

Kernan, levantando el vaso, sonrió evidenciando laseguridad que tenía en sí mismo.

—Lo sabía, y entiendo a los hombres. Aquí está miamigo Barney, y ya se sabe que…

Woods se expresó en una voz casi íntima, como siestuviera hablando solo:

—Creo que si todos los bancos de Nueva York estu-vieran en mi contra hoy, no te escaparías de mismanos. Pero…

—Lo sé —dijo Kernan—. Por eso me sabía segurocontigo.

El policía siguió:—La mayoría de la gente mira con desprecio a los

hombres de mi profesión. No consideran que el oficio

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de policía figure entre las profesiones nobles e im-portantes, pero siempre he tenido orgullo, que con-fieso tonto, en ejercerla. Y resulta que me encuentroen mal lugar, porque antes que policía, soy hombre.Te dejaré marchar y luego tendré que enviar mi dimi-sión a mi jefe. Terminaré trabajando como carretero.Tus mil dólares se alejan, Johnny. Veo muy difícilpoder pagártelos.

Kernan asumió un talante señoril.—Ya sabes que doy la deuda por inexistente, pero

tú no piensas igual. Tuve suerte cuando te prestéaquellos dólares. Y ahora vamos a dejar de hablar deeso. Por la mañana me marcho al oeste en un tren.Allí conozco un lugar donde puedo negociar las joyasdel amigo Norcross. Bebe, Barney, y déjate de tonte-rías. Nosotros nos divertiremos mientras la policía serompe la cabeza tratando de resolver el caso. Estanoche tengo una sed sahariana, pero estoy en lasmanos, y por cierto no oficiales, de mi amigo Barney,es sabido que no tengo miedo a ningún policía.

El dedo de Kernan oprimió el botón de llamada y,mientras el camarero se aproximaba, mostró su pun-to débil: una tremenda vanidad y un arrogante ego-tismo, que lo motivó a contar historia tras historia desus afortunadas trasgresiones, ingeniosos manejos einfames operaciones.

Woods, aunque familiarizado con los actos de losmalhechores, comenzó a sentir aborrecimiento —unfrío aborrecimiento— por el que fuera en otros tiem-pos su bienhechor.

—En verdad, me has convencido —dijo Woods alfin—, pero te aconsejo que, por el momento, procures

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esconderte. Puede ocurrir que los periódicos hablendel asunto de la muerte de Norcross. Este verano hayuna epidemia de robos y asesinatos, y eso empieza apreocupar a todos.

Aquello hizo a Kernan sentir una repentina y vio-lenta rabia.

—¡Que se vayan a… los periódicos! —gruñó—. ¿Quése saca en limpio de eso? Vamos a dar por hecho que setoma un caso periodísticamente. ¿Y qué? A la policíaes fácil engañarla, pero, ¿y a los periódicos?

—No entiendo.—Hombre, empiezan a enviar un montón de repor-

teros, se van a la próxima taberna y, mientras tomanfotos de la hija mayor del dueño del lugar, y la pre-sentan en traje de noche y en calidad de prometidadel joven que vive en el décimo piso, procuran verquién cree saber algo del asesinato cometido. Bastasaber que alguien les diga que oyó un ruido la nochedel crimen. Eso es lo que puede suceder si los perio-distas desean informarse de alguna cosa concernienteal señor ladrón y asesino.

Woods reflexionó.—No sé —dijo—. Algunos periódicos han prestado

buenos servicios en ese sentido. El Morning Mars, porejemplo. En cierto caso indicó dos o tres pistas y aca-bó descubriendo al criminal después de que la policíahabía dado el caso por irresoluble.

Kernan se levantó abombando mucho el pecho ydándose cortos paseos alrededor del policía afirmó:

—Voy a demostrarte lo que pienso de los periódicosen general, y del Morning Mars en particular.

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A menos de un paso de la mesa de los dos hombresestaba la cabina del teléfono. Kernan entró dejandola puerta abierta. Buscó un número en la guía, des-colgó el auricular y lo comunicó a la central. Woodsmiraba la despreciativa, fría y atenta cara de Kernan,mientras hablaba con los labios plegados en una tru-culenta sonrisa.

—¿El Morning Mars? Deseo hablar con el director.Dígale que va a hablarle una persona informada delas circunstancias que concurrieron en el asesinatode Norcross —una pausa. Y luego—: ¿Es usted eldirector? Le habla el asesino de Norcross. No deje el te-léfono. No soy el acostumbrado imbécil que quieredarse importancia a distancia. No corro el menor pe-ligro. He estado discutiendo el asunto con un poli-cía amigo mío. Mañana hará dos semanas que matéal buen hombre a las dos y media de la madrugada—otro momento de silencio, y—: ¿Que si quiero ir atomar una copa con usted? Hable a su redactor dela sección cómica. ¿No sabe distinguir cuando unhombre se burla de usted o cuando le está ofrecien-do la mejor información del año? Sí, sí, lo que quie-ra. Pero no creo que suponga que vaya a darle minombre y dirección. Lo llamo porque he oído decirque usted es un especialista en descubrir crímenesde esos que desconciertan a la policía. No se trata delo que piensa. Creo que su podrida y asquerosahojucha está tan en condiciones de descubrir a unasesino o a un salteador de caminos como pudieraestarlo un ciego. Y conste que no le habla la redac-ción de un periódico rival, sino que va a tener lainformación exacta.

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»Yo fui quien liquidó a Norcross. Tengo las joyas enmi maleta en un hotel cuyo nombre aún se descono-ce. ¿No es esa una frase estereotipada? Sí, ya me pare-cía que sí. La usa usted tan a menudo… ¿Y verdadque le agradará poder dar los detalles sobre el sinies-tro malvado en su grande y poderoso órgano de opi-nión destinado a la orientación del gobierno? Claroque pienso que no son ustedes más que un globohenchido de aire. ¿Cómo? Déjese de sandeces. Sé desobra que no me cree un fantasioso. Me basta oírlohablar. Escúcheme y le daré una información ade-cuada. Ya sé que usted ha puesto a trabajar en eseasunto a todos sus cabezotas. La mitad del segundobotón de la bata de noche de la señora Norcross estáarrancado. Lo hice cuando le quité el anillo que lle-vaba en el dedo. Había creído que tenía por engarceun rubí. No, eso no… No le dará resultado —Kernanse volvió a Woods y sonrió diabólicamente—. Todova bien. Ya me creen. He sentido como tapaban elauricular con la mano mientras encargaban a no séquién que localizase el número de nuestro teléfono.Voy a darle un poco más de cuerda y después nosmarcharemos —volvió al aparato—. Oiga… Sí, elmismo… ¿Cree que voy a esconderme de un perio-dicucho que vive de chantajes y limosnas? ¿Que mehará usted capturar dentro de cuarenta y ocho ho-ras? Atienda a sus cosas usuales y haga que sus in-formantes vayan a la caza de noticias comunes, comoun accidente en la calle, un caso de divorcio o cual-quier asunto de chismorrería y escándalo que puedaencontrar. Adiós, muchacho. Siento no tener tiempo

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para visitarlo. Me sentiría muy seguro dentro de susantuario de necios. Tra, la, ra, ra —Kernan colgó elreceptor y salió de la cabina—. El pobre diablo estátan rabioso como un gato al que se le escapa un ra-tón. Y ahora, Barney, vayamos al cine y pasé-moslobien hasta que nos parezca una hora razonable paraacostarnos. Dormiré cuatro horas y luego me largaréal oeste.

Los dos comieron en un restaurante de Broadway.Kernan estaba muy satisfecho de sí mismo. Gastabael dinero como un príncipe de novela. Después fue-ron a ver una espléndida revista. Cenaron tarde en laparrilla de un hotel bebiendo champán en abundan-cia. Kernan se sentía en el colmo de su autocompla-cencia.

Las tres y media de la madrugada los sorprendió enel rincón de un café de los que no cierran en toda lanoche. Kernan seguía jactancioso como antes, yWoods pensaba en lo fácil que había perdido su utili-dad como sostenedor de la ley.

De pronto en los ojos del policía se encendió unaluz reflexiva.

«¿Sería eso posible?», pensó.Entonces, fuera del café, la relativa tranquilidad de

la madrugada fue acribillada por algunos inciertos ydébiles gritos que parecían sombras de sonido, y queora subían ora bajaban de diapasón, pero que resul-taban muy perceptibles entre el sordo rumor de lasruedas de los carros de repartir la leche.

Aquellos chillidos se aproximaban cada vez más, ydespertaban a los dormidos millones de habitantes dela gran ciudad.

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Aquellos gritos entrañaban la significación de lo queera el dolor, la risa, y los deleites del mundo. Paraalgunos, sumidos bajo la capa efímera de la noche,significaba la llegaba del hermoso y lucido día, y paraotros, sumidos en su sueño feliz, les anunciaba lallegada de una mañana más negra que la oscura no-che. A los ricos, aquellos pregones les advertían deque sus estrellas brillaban aún, y para los pobres todoello no representaba más que el preludio de un díacomo todos.

Los gritos resonaban ya en toda la ciudad anun-ciando las probabilidades que cada uno tenía, comouna de tantas piezas en la maquinaria de la vida, yseñalando a los durmientes la recompensa, vengan-za, provecho o daño que la nueva fecha del calenda-rio les traía.

Los gritos de los vendedores de prensa sonabanagudos y hasta plañideros, como si las voces de losmuchachos se quejaran de que tanto bien y tantomal se confiaran a sus irresponsables manos. Reper-cutía en las calles de la desventurada ciudad, la trans-misión de los decretos de los dioses, la llamada del cla-rín de la prensa.

Woods alargó una moneda de diez centavos al ca-marero y le dijo:

—Tráigame un Morning Mars.Cuando le dieron el ejemplar, miró la primera pági-

na, arrancó una hoja de su librito de notas y escribióen ella unas líneas con el lápiz de oro.

Kernan bostezó:—¿Qué noticias hay?

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Woods le entregó el papel que había escrito. Decía:

Al Morning Mars, de Nueva York:Sírvanse a pagar, por la presente, a John Kernanla cantidad de mil dólares que ofrecen a quien lodetenga y presente al juez.Suyo,

BARNEY WOODS

—Imaginaba —indicó Woods— que ofrecerían eso envista de que los apretabas tanto. Y ahora, Johnny,vamos a la comisaría próxima.

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El recuerdo

La señorita Lynnette D’Armande volvió la espalda aBroadway. No era más que una justa compensación,porque Broadway había vuelto a menudo la espalda ala señorita D’Armande. Con todo, parecía que la com-pensación no era justa, porque mientras la ex primeradama de la compañía Tajando el Viento tenía muchoque pedir a Broadway, no podía contar con un ade-cuado viceversa.

Así, la señorita Lynnette D’Armande volvió el res-paldo de su mecedora a Broadway, esto es, a la ven-tana que se abría a aquella vía, y se sentó para zurcira tiempo la carretera que había sobrevenido en unade sus medias de seda negra. El tumulto y esplendor deBroadway, al pie de su ventana, no le ofrecía alicien-te alguno. Lo que ella deseaba era respirar el aireviciado de un camarín en aquella calle de ensueño, yescuchar los aplausos de un auditorio congregadoen tan caprichosa zona. Y, entretanto, no conveníadescuidar las medias. La seda no debe llevarse zurci-da, pero, al fin y al cabo, ¿no son las ropas los únicosbienes que en el mundo quedan?

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El hotel Talía miraba a Broadway como Maratón1

miraba al mar. Se elevaba cual sombrío promontorioen la conjunción de dos grandes arterias urbanas.Allí, los músicos y otros animadores de la vida se re-unían para poder, libres de sus deberes, entregarse asus paliques. Cerca había agencias teatrales, teatros,representantes de los mismos, escuelas dramáticasy los restaurantes, ricos en langosta, a los que con-ducían las espinosas calzadas del arte.

Cuando se navegaba a través de los excéntricossalones del confuso y ruidoso Talía, a veces creía unoencontrarse en una especie de enorme arca de Noé, ode nutrida caravana a punto de zarpar, salir o cami-nar sobre ruedas. En torno a todas las cosas reinabauna honda sensación de inquietud, expectación, tran-sitoriedad y no pocas ansiedades y aprensiones. Aque-llos ámbitos eran un laberinto. Sin guía se perdía unoy se desorientaba como si quisiera resolver un rom-pecabezas de Sam Lloyd.

A la vuelta de cualquier esquina, un cul-de-sac2

podía atajar la marcha del más decidido. Se encon-traban alarmados trágicos caminando en albornoz,en busca de baños de los que habían oído hablar. Decentenares de cuartos llegaba el rumor de otras tan-tas conversaciones, con retazos de canciones anti-guas y modernas y alegres risas de actores reciéncontratados.

Había llegado el verano. Las compañías se desban-daban y cada desocupado se instalaba en su hotel1Se refiere aquí a la ciudad de Grecia.2En francés, callejón sin salida.

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favorito, mientras asediaba a los empresarios en buscade contrato para la temporada siguiente.

A cierta hora de la tarde, cesaba el diario recorrerde las agencias artísticas. Pasando por esos lóbregosámbitos, se percibían visiones de huríes1 parleras,con los fúlgidos ojos cubiertos por velos. Y, entre ru-mores de seda y otras cosas diversas, se notaba en lososcuros pasillos un singular aroma de alegría y de evo-cación en los frangipanni,2 con prominentes nuecesen la garganta, que se juntaban en los umbrales yhablaban del escenario. Llegaba de la lejanía el olor ajamón frito y lombarda cocida, y el entrechocar de pla-tos con americana prisa.

El indeterminado zumbido, característico de la in-cierta vida de Talía, se animaba con el discreto rumordel descorche, a razonables y saludables intervalos, delas botellas de cerveza. Con estos jalonamientos, lavida en el lugar transcurría fácilmente. Lo esencialera vivir en un estado de coma, mientras las parrafadasestaban extinguidas y los guiones abolidos.

El cuarto de la señorita D’Armande era muy pequeño.Había sitio bastante para una mecedora entre el to-cador y el lavabo, siempre que el mueble se colocaralongitudinalmente. Sobre el tocador se hallaban losusuales utensilios y productos de belleza, más cier-tos recuerdos de compromisos transitorios y algunasfotografías de las mejores y dilectas amistades de laex primera dama.

Lynnette, en tanto zurcía, miró con atención dos otres veces uno de aquellos retratos.1Mujeres bellísimas del paraíso de Mahoma.2 Serios galanes jóvenes.

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—Me gustaría saber dónde está Lee en estos mo-mentos —murmuró casi en voz alta.

De haber podido mirar la fotografía digna de aquelrecuerdo, hubiera visto el lector lo que a primera vistaparecía una blanca flor de múltiples pétalos arrastra-da por el vendaval. Pero el reino floral no era respon-sable de aquel despliegue de pétalos. Lo que se veíaera la vaporosa y corta falda de la señorita Rosalía Ray,en el acto de efectuar lo que parecía un salto mortalmuy por encima del escenario y de las cabezas delauditorio. Una inadecuada representación fotográfi-ca reproducía el excitante momento en que la artista,alta y rauda, completaba su «baile de la wistaria», lan-zando al público la liga de amarilla seda que ornabasu pierna ágil, y que cada noche enviaba, volando, a suexquisito auditorio.

Se distinguían también, entre los centenares deespectadores masculinos, muchas manos ansiosaspor apoderarse de la aérea prenda.

Aquella representación había valido a la señoritaRay cuarenta semanas anuales de contrata durantedos años seguidos. Durante sus doce minutos de ac-tuación, hacía otras cosas tales como imitaciones dedos o tres actores, que no eran otra cosa sino imita-ciones de sí misma, y una hazaña de equilibrismocon ayuda de una escalera y un plumero. Pero cuan-do llegaba el número principal, y Rosalía aparecíasonriente en el escenario, el auditorio se levantabacomo un solo hombre —y valga esta vez la palabra—aprobando la especialidad que había hecho a la se-ñorita Ray favorita de las agencias teatrales.

Pasados los años la señorita Ray anunció súbita-mente a la señorita D’Armande que iba a pasar el

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verano en una antediluviana aldea de la costa sep-tentrional de Long Island, y que no pensaba volver alescenario.

Ahora, diecisiete minutos justos después de haberexpresado Lynnette su deseo de volver a ver a suantigua amiga, se oyeron unos golpes en su puerta.

No duden de que era Rosalía Ray. Lynnette dijo vi-vamente:

—Adelante.Les doy, repito, mi palabra de que era Rosalía. En-

tró con fatigada premura y dejó caer en el suelo unpesado bolso. Vestía un impermeable sucio y suelto,de los que se usan para viajar en automóvil. El velose anudaba con dos largas cintas flotantes. Comple-taban el atavío un traje oscuro de viaje y boticas deante1 con caña de color lavanda.

Cuando se hubo desembarazado de velo y sombrero,Rosalía dejó ver una bonita cara, enrojecida y con-turbada por alguna desconocida emoción, y unos in-quietos y grandes ojos en cuyas pupilas se pintaba eldescontento. Una espesa mata de cabellos castañosse escapaba, en sedosos bucles y rizos, de las peine-tas que lo sujetaban.

La reunión de las dos amigas no se caracterizó porlas efusiones vocales, gimnásticas, osculatorias ycatequícticas que se notan en las reuniones de laspersonas del mismo sexo en otros sectores no pro-fesionales de la sociedad. Hubo un breve abrazo, dossimultáneos contactos labiales y, en el acto, las dospasaron a situarse en el mismo plano de los antiguosdías. Las efusiones y saludos de las personas que1Especie de ciervo.

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andan con frecuencia por los caminos del mundo separecen mucho a los de los soldados o a los de quie-nes viajan por los desiertos.

—Tengo que subir dos pisos más —dijo Rosalía—,pero cuando supe que estabas en el hotel, decidí ve-nir a verte ante todo.

—Llevo aquí desde abril —dijo Lynnette—. Y me hecontratado para una gira con la compañía que va apresentar Fatal herencia. Empezamos en Elizabeth lasemana que viene —cambió de tono—. Creí que ha-bías dejado la escena, Lee. Anda, cuéntame cosas.

Rosalía se instaló, con la destreza de la costumbre,encima del baúl de Lynnette D’Armande y apoyó lacabeza en la empapelada pared. El largo hábito haceque las peripatéticas primeras damas y sus herma-nas en la escena, puedan instalarse en cualquier si-tio con tanta facilidad como en el más cómodo de lossillones.

—Voy a contártelo todo, Lynn —dijo Rosalía con unaexpresión singularmente sardónica y resignada en elrostro juvenil—. Desde mañana emprenderé la co-nocida peregrinación por las agencias de Broadway,para gastar la pintura de los respaldos de las sillasde los representantes. Si, desde que comenzó el últi-mo trimestre hasta las cuatro de esta tarde, me hu-bieran dicho que iba a volver a andar en busca detrabajo como las demás del oficio, me hubiese muer-to de risa como una tonta de pueblo. ¡Pensar otra vezen eso de oír: «Bueno, déjeme su nombre y dirección»!Anda, préstame un pañuelo, Lynn. Estos trenes deLong Island son horribles. Tengo en la cara tanto hollíncomo para representar un papel de negra sin usar

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corcho chamuscado. Y, hablando de corchos, ¿tienesalgo de beber?

La señorita D’Armande abrió la puerta del lavabocómoda y sacó una botella.

—Está casi llena de manhattan. Hay un ramo declaveles en el vaso que uso para beber, pero…

—¡Bah! Dame la botella y reserva el vaso para lasvisitas de cumplido. Gracias. Esto es otra cosa. ¡Elprimer trago que bebo en tres meses! Sí, Lynn. Dejéel escenario al terminar la temporada última. Y lohice porque me sentía harta de esta vida. Sobre todoporque mi alma y mi corazón estaban saciados de loshombres, es decir, de la clase de hombres que noso-tras, las mujeres de teatro, tenemos en contra nuestra.Ya sabes lo que pasa: una lucha continua contra to-dos, empezando por el empresario, que quiere queprobemos su nuevo automóvil, hasta el último fija-carteles que pretende llamarnos por nuestro nombrede pila.

»Pero los hombres con quienes tratamos fuera de laescena son los peores de todos. Los tipos de puerta decamarín y los amigos del director, que nos llevan acenar y nos exhiben sus diamantes y dicen que sonamigos de Fulano, de Zutano y de Mengano, como silos conocieran de toda la vida; son unos verdaderosbestias. Los odio.

»Te aseguro, Lynn, que las pobres mujeres que nosdedicamos al teatro merecemos compasión. Me refie-ro a las muchachas de buena familia, que son honra-damente ambiciosas y luchan de firme para hacerméritos en la profesión, sin conseguirlo nunca. Todoel mundo siente simpatía por las coristas que solo

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ganan quince dólares a la semana. ¡Al demonio! Nohay disgusto de corista que no se cure con langosta.

»Si por alguien han de verterse lágrimas es por lapobre actriz que, desempeñando papeles importan-tes, gana de treinta a cuarenta y cinco dólares a lasemana. Sabe que nunca saldrá de ahí y, sin embar-go, lucha y lucha durante años, esperando una oca-sión que nunca llega.

»Eso, sin hablar de las obras necias que hemos derepresentar. Llevar a otra mujer cogida por las pier-nas, y dar así la vuelta al escenario representando Elcoro de la carretilla en una comedia arrevistada, es casicumplir un digno papel dramático comparado con lassandeces que por una porquería he tenido que repre-sentar.

»Pero lo que más aborrezco son los hombres, esoshombres odiosos que se sientan con nosotras a la mis-ma mesa, creyendo que van a comprarnos con cervezao extraseco, según lo que calculan que valemos. Y note digo nada de los tipos del público, aplaudiendo, re-torciéndose, contorsionándose, aullando, amontonán-dose para vernos como un hato de alimañas de la sel-va, fijando los ojos en una como si quisieran comerlaen caso de poder tenerla al alcance de sus garras. ¡Oh,como los detesto!

»De todos modos, veo que apenas te he hablado demí misma, Lynn.

»Yo tenía doscientos dólares ahorrados y decidí re-tirarme de la escena. Era a principios del verano. Fuia Long Island y allí encontré una aldeíta admirable,llamada Soundport, a orillas del mar. Pensaba pasaraquí el verano, perfeccionar la declamación y empezar

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a dar clases en otoño. Una señora vieja tenía unacasa junto a la playa, y a veces alquilaba una o doshabitaciones, más por tener compañía que por dine-ro, y me puse de acuerdo con ella. Había otro hués-ped: el reverendo Arthur Lyle.

»Y él fue el protagonista del caso. No te impacien-tes, Lynn. Enseguida acabo. Es una función en unsolo acto.

»En cuanto vi a ese hombre, Lynn, me conmovió.En cuanto me habló dos palabras me enamoré de él.Resultaba distinto de los hombres que se ven entrelos públicos. Era alto, delgado y tan suave en el an-dar que nunca se le oía llegar, pero se le sentía. Pare-cía un caballero de la Tabla Redonda1, su voz era comola de un violoncelo, y sus modales…

»Te digo, Lynn, que si tomas a John Drew en sumejor escena de interiores y lo comparas con el pas-tor Lyle, verías detener a Drew por perturbador delorden público.

»Paso por alto los pormenores. El caso es que alcabo de un mes Arthur y yo estábamos comprometi-dos para casarnos. Él solía predicar en un púlpitodel tamaño de una butaca. El edificio de su parro-quia metodista no superaba el de un coche restau-rante, y en la casa rectoral había gallinas y madresel-vas. Arthur me predicaba mucho acerca del cielo, peromi pensamiento se concentraba siempre en las galli-nas y las madreselvas para cuando nos casáramos.1Mesa en torno a la que se reunían el rey Arturo y los caballerospor él elegidos. Estos tenían como objetivo encontrar el SantoGrial. Con el tiempo la Tabla Redonda ha pasado a simbolizar laidea de caballerosidad.

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»No le dije que había pertenecido al teatro. Odiaba laprofesión y todo lo referente a ella, y no pensaba vol-ver a ejercerla en mi vida. De modo que me pareció lomejor no revolver las cosas. Yo era una mujer honra-da y no había hecho nada de lo que tuviera que aver-gonzarme. Fuera de ser actriz, apenas mi concienciatenía otra cosa que reprocharme.

»Me sentía feliz, Lynn. Cantaba en el coro y asistía alas reuniones del ropero de señoras. Una vez recitéAnnie Laurie con «destreza que rayaba en lo profesio-nal», según comentó el órgano perodístico del pue-blo. Arthur y yo dábamos paseos por los bosques, ytambién en bote, e íbamos de pesca, y aquel pueble-cito olvidado me parecía lo más admirable del mun-do. Hubiera vivido allí muy contenta todo el resto demi vida, pero…

»Una mañana la señora Gurley, la viuda que tenía-mos por patrona, comenzó a hablar conmigo mien-tras la ayudaba a desgranar alubias a la puerta de sucasa, y se esforzó en enterarme de lo que no me im-portaba, como suelen hacer todas las patronas delmundo. Me aseguró que el buen Lyle tenía la idea deque yo era una santa bajada a la tierra, porque él,desde luego, también estaba enamorado de mí.

»Prosiguió explicándome todas las virtudes y méri-tos de su huésped, y acabó hiriéndome un poco alrevelarme que Arthur, poco antes de conocerme, ha-bía tenido unos amores muy románticos que acaba-ron de mala manera. Aunque no parecía estar muyenterada de los detalles, sabía que aquel asunto afectóa Arthur muy profundamente. Añadió que había adel-gazado mucho, y que tenía una especie de recuerdo

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de la dama en una cajita de palo de rosa que guarda-ba en un cajón del escritorio de su despacho.

»—Varias veces —dijo— lo he visto contemplar elinterior de esa caja durante las noches. Y siempre lacierra cuando alguien entra en la habitación.

»Como puedes imaginar no pasó mucho tiempo sinque tomase a Arthur por la muñeca y bajase la esca-lera con él hablándole al oído.

»Por la tarde nos hallábamos en un bote, en la ba-hía, al borde mismo de la orilla, junto a los lirios deagua.

»—Arthur —le dije—, nunca me has confesado quehayas tenido otro amor. Pero me lo ha contado la se-ñora Gurley. ¿Qué puedes decirme de eso?

»—Ya sabes, querida Lynn, que no resisto los hom-bres mentirosos.

»Me miró con francos ojos, sin apartar la vista.»—Puesto que lo sabes —respondió—, te diré que

he estado enamorado, y mucho. No quiero mentirte.»—Explícamelo todo —pedí.»—Mi querida Ida… —empezó Arthur.»No te extrañes por lo del nombre, Lynn, pues en

Soundport usaba el mío propio.»—Mi querida Ida, ese amor anterior fue, en reali-

dad, espiritual. Esa mujer despertó mis más profun-dos sentimientos, y creo que hubiera sido mi esposaideal, pero nunca fuimos presentados ni le hablé. Todoresultó platónico. Mi amor por ti no es menos ideal,pero es diferente. Procuremos que aquella ilusión efí-mera no se interponga entre nosotros.

»—¿Era bonita? —le pregunté.»—Muy bella —dijo Arthur.

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»—¿La viste a menudo?»—Doce o quince veces.»—¿Siempre a distancia?»—Siempre a mucha distancia —respondió.»—¿Y la querías?»—Me parecía mi ideal de belleza, de gracia y de

espíritu —repuso Arthur.»—Y lo que guardas de ella, ¿qué es?»—Un recuerdo —dijo él— que conservo como un

tesoro.»—¿Te lo envió ella?»—De ella provino.»—¿Indirectamente?»—De manera un poco especial, pero más bien di-

recta.»—¿Y por qué no le propusiste nada? —pregunté—.

¿Tan diferentes eran sus posiciones en la vida?»—Estaba muy distanciada de mí —contestó Ar-

thur—. Pero, ¿a qué viene esto, mujer? ¿Tienes celos?»—No —repuse—. Viendo que eres capaz de enamo-

rarte platónicamente te estimo diez veces más queantes.

»No sé si lo comprenderás, Lynn, pero no mentía.Aquel amor ideal era cosa nueva para mí, y me pare-ció lo más bello y espléndido que oyera nunca. ¡Unhombre enamorado de una mujer a la que no habíahablado jamás, y cuyo recuerdo mantenía en el cora-zón para seguir siéndole fiel! Era admirable. Los hom-bres que conocía son los que buscan a las mujeresofreciendo diamantes, migajas de otra mesa, aumen-tos de sueldo, pero ideales… Bueno, ¡basta! Sabe-mos lo que eso significa.

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»Para concluir, me quedé más enamorada de Arthurque nunca. No podía sentirme celosa de aquella leja-na divinidad a la que había adorado, porque él iba aser para mí, y comencé a considerarlo un santo en latierra, como hacía la señora Gurley.

»Esta tarde, cerca de las cuatro, acudió un hombrea ver a mi prometido para pedirle que fuera a visitar aun individuo que estaba muy enfermo. La patrona seencontraba durmiendo la siesta, de modo que quedésola en la casa.

»Al pasar ante el despacho de Arthur, vi que la puer-ta estaba abierta. Tenía puesto el llavero en uno de loscajones de su mesa, donde sin duda lo había olvidado.

»¿Verdad, Lynn, que a todas se nos ha ocurrido al-guna vez desempeñar el papel de mujeres de BarbaAzul? Resolví mirar el recuerdo que Arthur guarda-ba tan secretamente; no porque me importase, sinopor curiosidad.

»Mientras abría el cajón calculé lo que podía ser talrecuerdo. Acaso una rosa seca que le hubiesen tira-do desde un balcón, o una fotografía recortada deuna revista, porque si estaba, por lo visto, en unaposición tan distanciada…

»Abrí el cajón y encontré la cajita de palo de rosaque tenía el tamaño de las que usan los hombres paraguardar los cuellos. Hallé la llave que se ajustaba ala cerradura y alcé la tapa.

»Miré aquel recuerdo y enseguida corrí a mi cuartoy preparé el equipaje. Recogí unas cuantas cosas, mepeiné de cualquier manera, me puse el sombrero ydesperté a la vieja de una patada. Hasta entonceshabía procurado ser correcta pensando en Arthur,pero entonces…

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»—¡No empiece con las palmadas, y cierre el pico!—dije—. La niña se va a los puertos. Me largo y ledebo ocho dólares. Mandaré al recadero a buscar elbaúl —y le entregué el dinero.

»—Querida señorita Crosby —dijo la mujer asom-brada—, ¿se le ha molestado en algo? Creí que estabasatisfecha en esta casa. ¡Válgame Dios! ¡Qué difíciles comprender a las jóvenes, y que distintas son delo que pensamos!

»—Tiene usted más razón que una santa —repu-se—. Algunas son diferentes. Los hombres, no. Laque conoce a uno conoce a todos. Resuelto el proble-ma humano, ¿eh?

»Embarqué en el tren de las cuatro y treinta y ocho,con carbonilla a discreción, y aquí me tienes.

—No me has dicho lo que contenía la caja de palode rosa —señaló Lynnette con ansiedad.

—Una de las ligas amarillas que solía tirar al públi-co en el número que sabes. ¡Los pastores metodistas!Queda un poco de bebida, ¿Lynn?

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El rescate

La cosa en principio parecía bien, pero esperen a quese lo cuente todo. Bill Driscoll y yo nos hallábamosen el sur, en Alabama, cuando se nos ocurrió aquellamalhadada idea del secuestro. Lo hicimos, como Billexpresó después, «en un momento de transitoria deso-rientación mental», mas eso no lo descubrimos hastamás tarde.

Existe allí una localidad llana como una pieza defranela llamada, como era de esperar, La Cumbre.Tal lugar está habitado por una nada deletérea1 yautosatisfecha clase campesina, como no se ha con-gregado jamás en torno a un árbol de mayo.

Bill y yo teníamos un capital conjunto de seiscien-tos dólares, y necesitábamos dos mil más para mon-tar un negocio fraudulento, en una ciudad del oeste deIllinois. Hablamos, pues, del asunto a la puerta delhotel en que nos alojábamos.

La filifilia, convenimos, es muy intensa en las comu-nidades semirrurales, y por esa y otras razones unplan de secuestro podía ser allí mucho más fructífero1Venenosa.

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que en demarcaciones comprendidas dentro del ra-dio de acción de los periódicos, los cuales tienen lamala costumbre de enviar reporteros para averiguaresas cosas y hablar de ellas. Nos constaba que en LaCumbre no encontraríamos otro enemigo más temi-ble que los guardias, acaso algún ingenuo sabueso yun par de diatribas1 en la Hoja Semanal del Campesi-no. De manera que los auspicios se presentaban fa-vorables.

Elegimos como víctima al hijo único del conocidociudadano Ebenezer Dorset. El padre era respetabley avaro, se dedicaba a hacer hipotecas y prestabadinero a cambio de los objetos de plata que le entre-gaban como garantía. El hijo era un niño de diez años,con pecas en bajorrelieve y cabello del color de la re-vista que uno compra en el puesto de periódicos dela estación, en espera de que llegue el tren.

Bill y yo calculamos que Ebenezer pagaría, hasta elúltimo centavo, un rescate de dos mil dólares. Peroesperen a que lo cuente todo.

A dos millas de La Cumbre había un otero cubiertode cedros y espesa vegetación. En la parte trasera dela altura se abría una cueva. Allí almacenamos nues-tras provisiones.

Un atardecer, después de ponerse el sol, tomamosun carricoche y pasamos en él ante la casa de Dorset.El niño estaba a la puerta, entreteniéndose en tirarpiedras a un gato subido a un cercado del otro ladode la calle.

—¡Eh, muchacho! —dijo Bill—. ¿Quieres una bolsi-ta de caramelos y disfrutar de un paseo en coche?1Críticas violentas.

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El rapaz asestó a Bill un ladrillazo en un ojo.—Esto le va a costar a Ebenezer un plus de qui-

nientos dólares —prometió Bill, y puso un pie en unarueda para apearse.

El chico se defendió como un oso hormiguero depeso gallo, pero al fin lo obligamos a estarse quietoen el fondo del vehículo, y emprendimos la marcha.Metimos al mocito en la cueva y até el caballo a uncedro. Cuando hubo oscurecido por completo, devolvíel carricoche al poblado, distante tres millas, dondelo habíamos alquilado y retorné al otero.

Bill estaba poniéndose pomada y esparadrapo en lasheridas recibidas en el empeño. Ardía un buen fuegodetrás de la gruesa roca que ocultaba la entrada de lagruta, y el rapaz contemplaba la ebullición del café enuna marmita puesta a calentar. Se había colocado dosplumas de avutarda en la pelirroja cabeza. Cuandome vio llegar, me apuntó con un palo y habló así:

—Maldito rostro pálido, ¿cómo te atreves a acercarteal campamento de Jefe Rojo, terror de las praderas?

Bill se arremangó los pantalones y se examinó va-rias contusiones que le desfiguraban los tobillos.

—El chico se ha tranquilizado algo —manifestó—.Hemos estado jugando a los indios. A nuestro lado,las hazañas de Búffalo Bill han quedado a la alturade una exhibición de linterna mágica, con vistas dePalestina, en el ayuntamiento de la localidad. Soy elviejo Hank, el trampero, cautivo de Jefe Rojo, y me vaa arrancar la cabellera cuando despunte la aurora—y agregó—: ¡Por todos los indios! Este demonio demuchacho sabe dar puntapiés que es un primor.

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Aquel niño parecía divertirse como nunca en su vida.La diversión de acampar en una cueva le hacía olvidarque estaba secuestrado. De inmediato me aplicó el nom-bre de Ojo de Serpiente, el espía, y anunció que cuandosus bravos regresasen del sendero de la guerra, seríaquemado vivo, en el poste de los suplicios, al salir el sol.

Cenamos. El niño se hartó de tocino, pan y salsa, y encuanto tuvo la boca llena comenzó a hablar. En el cur-so de la comida vino a formular un discurso como este:

—Me agrada mucho la situación. Nunca he acam-pado al raso, pero tengo un erizo y cumplí nueve añosel día de mi último cumpleaños. No me gusta ir a laescuela. Las ratas se han comido dieciséis huevosdel corral de la tía de Jimmy Talbot. ¿Hay verdade-ros pieles rojas en estos bosques? Quiero más salsa.¿Producen viento los árboles cuando se mueven? Encasa hay cinco cachorritos. ¿Por qué tienes la nariztan encarnada, Hank? Mi padre es muy rico. ¿Que-man las estrellas si se las toca? El sábado pegué dosveces a Ed Walter. No me gustan las niñas. Para co-ger sapos, lo mejor es usar una cuerda. ¿No dicennada los bueyes? ¿Por qué son redondas las naran-jas? ¿Hay en esta cueva camas para dormir? AmosMurray tiene seis dedos. Los loros hablan, pero losmonos no, y los peces tampoco. ¿Cuántos unos senecesitan para hacer doce?

A cada minuto se acordaba de que era un jefe pielroja y, empuñando el palo que le servía de fusil, seacercaba a la boca de la cueva para cerciorarse deque no llegaban escuchas de los odiados rostros pá-lidos. De manera inopinada solía lanzar aullidos de

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guerra que hacían estremecerse a Hank, el trampe-ro. Aquel muchacho había sabido aterrorizar a Billdesde el principio.

—Jefe Rojo —dije al niño—, ¿te gustaría volver a casa?—¿Para qué? —respondió—. En casa no me divierto.

Y no me gusta ir a la escuela. Prefiero acampar así.¿Verdad, Ojo de Serpiente, que no me llevarán otravez a casa?

—Por ahora, no —dije—. Pensamos pasar algúntiempo en esta gruta.

—Muy bien —expresó—. Me alegro. Nunca en mivida me he divertido tanto.

A eso de las once de la noche, nos acostamos. Ex-tendimos en el suelo varias mantas y colocamos aJefe Rojo entre los dos, no precisamente porque te-miéramos que huyese. Durante tres horas nos tuvodespiertos.

A cada momento se levantaba de un salto, cogía suimaginario fusil y gritaba:

—¡Eh, aquí!Lo hacía siempre que la rotura de una ramita o el

chasquido de una hoja seca le hacían suponer que seacercaba una banda de forajidos. Al fin caí en un in-quieto letargo, y soñé que había sido raptado y atadoa un árbol por un feroz pirata pelirrojo.

Al amanecer, me despertaron unos espantosos chi-llidos; eran de Bill. No podría afirmarse que fuerangritos, ni aullidos, ni vociferaciones, ni alaridos en laforma que usualmente los producen los órganos vo-cales, sino indecorosos, aterrorizados y humillanteschillidos, análogos a los que emiten las mujeres cuando

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ven un ratón o una oruga. Resulta tremendo oír a unhombre fuerte, decidido y gordo proferir semejantessones en una caverna al amanecer.

Me incorporé para saber lo que pasaba, y vi que JefeRojo estaba sentado sobre el pecho de Bill. En talposición le sujetaba el cabello con una mano, mien-tras en la otra tenía el afilado cuchillo que utilizába-mos para cortar el tocino. Industriosa y realmente, elmocito procuraba arrancarle a mi amigo el cuero ca-belludo, de acuerdo con la sentencia que pronunciarala noche anterior.

Quité el cuchillo al niño y lo obligué a acostarse denuevo. Pero, desde aquel momento, los arrestos de Billse disiparon. Se tendió en el improvisado lecho, masno volvió a cerrar los ojos mientras el chico estuvo ennuestra compañía.

Por mi parte, dormité un rato, si bien al salir el solrecordé que Jefe Rojo me había condenado a ser que-mado en el poste de los suplicios. No me sentía ner-vioso ni temeroso, pero me senté en las mantas, en-cendí una pipa y me recosté en la roca.

—¿Por qué te has despertado tan pronto, Sam? —pre-guntó mi compañero.

—Porque me duele un hombro —respondí— y creíque se me aliviaría sentándome.

—Eres un embustero —dijo Bill—. Te sientas porquetienes miedo. Ibas a ser quemado al salir el sol y te-mes que ocurra en realidad. El muchacho lo haría situviese cerillas. Esto es horroroso, Sam. ¿Crees quehabrá alguien que pague algo por rescatar a semejan-te demonio?

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—Sin duda —contesté—. Esta clase de chicuelostraviesos son los que vuelven locos a sus padres.Ahora lo mejor será que tú y Jefe Rojo se levanten ypreparen el desayuno, mientras subo a lo alto delmonte para practicar un reconocimiento.

Subí a la cima de la colina y atalayé los contornos.Esperaba ver en las cercanías de La Cumbre al rudopaisanaje, armado con guadañas y horquillas de la-branza, explorando la campiña en busca de los malva-dos raptores. Pero todo lo que vi fue un paisaje pací-fico, en el que solo resaltaba un hombre que arabacaminando tras una mula. Nadie andaba por la barran-ca, ni mensajero alguno circulaba de un lado a otropara llevar noticias a los desolados padres. Reinaba unselvático ambiente de somnolencia en aquella zona dela superficie externa de Alabama que tenía delantede los ojos.

«¿Acaso, me dije, no se haya descubierto aún quelos lobos han robado al más tierno cordero del apris-co? ¡Dios ayude a los lobos!»

Regresé a la caverna para desayunarme. Cuando,después de bajar la cuesta, llegaba a la entrada denuestro escondrijo, distinguí a Bill agazapado contrala pared de piedra, mientras el niño se preparaba atirarle una piedra tan grande como un coco.

Bill explicó:—Me metió entre camisa y espalda una papa hir-

viendo, y además hizo presión con el pie para tritu-rarla. Le di un bofetón y…, ¿tienes un arma a mano,Sam?

Quité la piedra al niño y procuré dirimir la disputa.

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—Yo te enseñaré —dijo el niño a Bill—. Jamás unhombre ha tocado a Jefe Rojo sin pagar las conse-cuencias. Más te vale andar con cuidado.

Después de desayunarse, el pequeño sacó del bol-sillo una pieza de cuero con una cuerda arrollada ysalió de la cueva.

Bill exclamó con ansiedad:—¿Qué es eso? ¿No se escapará, Sam?Lo tranquilicé.—No temas. Este niño no parece muy amante de su

casa. Pero tenemos que ver el modo de gestionarsu rescate, Bill. No parece que en La Cumbre hayacausado gran impresión la desaparición del mucha-cho. Quizá no se hayan dado cuenta de ello todavía.Tal vez sus padres piensen que ha pasado la noche encasa de su tía Juana o en la de cualquier vecino. Detodos modos, hoy sí notarán su falta. Esta noche debe-mos enviar un recado a su padre pidiéndole dos mil dó-lares si quiere que su hijo vuelva.

En aquel momento oímos una especie de grito deguerra, tal como el que debió lanzar David cuandodio en tierra con Goliat. Lo que Jefe Rojo había sa-cado del bolsillo era una honda que, en aquel mo-mento, hacía girar en torno a su cabeza.

Miré al pequeño y al instante oí un poderoso rui-do. Bill exhaló un suspiro que recordaba el de uncaballo cansado cuando se le desensilla. Una piedradel tamaño de un huevo lo había alcanzado en laoreja izquierda. El pobre hombre perdió el equilibrioy cayó de bruces en el fuego, derribando el calderode agua caliente que teníamos allí para fregar losplatos.

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Lo arrastré fuera del peligroso lugar, y hube de pa-sar media hora aplicándole agua fría en el lugar don-de recibió la pedrada.

Poco a poco, Bill reaccionó. Se llevó una mano a laoreja, se tanteó la contusión y dijo:

—Oye, Sam, ¿sabes qué personaje bíblico despiertamis simpatías?

—Tranquilízate —repuse—. Pronto te habrás reco-brado del dolor.

—El rey Herodes1 —remachó—. Te ruego que no medejes solo, Sam.

Salí, así al mocito y lo zarandeé hasta casi hacerque le sonaran las pecas.

—Si no te portas bien —dije—, te llevaré a casa.¿Vas a ser bueno o no?

—Ha sido una broma —repuso adusto—. No me pro-ponía hacer daño al viejo Hank. Pero, ¿por qué megolpeó? Seré bueno, Ojo de Serpiente, si me prometesno llevarme a casa y me dejas ser hoy el PatrulleroNegro.

—No conozco ese juego —dije—. Ponte de acuerdocon el señor Bill. Por hoy, él es tu compañero de dis-tracciones. Tengo que salir a unos asuntos. Haz laspaces con mi amigo o, de lo contrario, te llevo a casasin más demora.

Hice que el niño y Bill se estrechasen las manos, ydespués, llevando aparte al segundo, le indiqué que ibaa encaminarme a Poplar Grove, un pueblecito situado atres millas de la cueva, donde procuraría averiguar loque se decía del secuestro en La Cumbre, y, de paso,1Rey de Judea que ordenó degollar a los niños del lugar.

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enviaría, aquel mismo día, una carta perentoria a Dor-set exigiéndole el rescate e indicándole la manera dehacer efectivo su importe.

—Ya sabes, Sam —dijo Bill—, que estaré a tu lado enlo que sea, y ni siquiera pestañearé si tenemos que an-dar entre terremotos, ciclones, incendios, partidas depóquer, atentados dinamiteros, asaltos a trenes y reda-das policíacas. Jamás he perdido el valor hasta que senos ocurrió raptar a esta especie de cohete de guerraque es el niño de Dorset. No me dejes solo con él, Sam.

—Volveré esta tarde —respondí—. Procura mante-nerlo tranquilo y entretenido hasta que regrese. Aho-ra vamos a escribir la carta al buen Dorset.

Bill y yo aprestamos papel y pluma y redactamos elmensaje, mientras Jefe Rojo, con una manta sobrelos hombros, paseaba ante la entrada de la grutamontando la guardia.

Casi con lágrimas en los ojos Bill me pidió que fijá-ramos el precio del rescate en mil quinientos dólaresy no en dos mil.

—No intento —expresó— menoscabar el afamadoaspecto moral de los afectos paternales, pero me pare-ce inhumano pedir dos mil dólares por esas cuarentalibras de gato montés pecoso. Yo opto por los milquinientos dólares. Descuenta la diferencia retirán-dola de mi participación en los beneficios.

Para satisfacer a Bill accedí a su propuesta, y entrelos dos compusimos el siguiente escrito:

A Ebenezer Dorset:Tenemos en nuestro poder a su hijo, y lo hemosencerrado en un paraje muy lejano de La Cumbre.Es inútil que usted recurra a la policía. Ni los másexpertos investigadores conseguirían encontrarlo.

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Podemos decirle esto de una manera absoluta: lasúnicas condiciones en que podrá recobrarlo sonlas que vamos a mencionarle:Exigimos mil quinientos dólares, en billetes gran-des, por la devolución del pequeño. El dinero serádejado hoy, a medianoche, en el preciso lugar ycircunstancias que después le describiremos.Si está de acuerdo con nuestra proposición, envíeun emisario, que debe ir solo, llevando su respuestapor escrito. Esta debe enviarse a las ocho y mediade la noche.Después de pasar el Arroyo del Búho, en el caminode Poplar Grove, encontrará, a unos cien pasos dedistancia, un grupo de tres árboles solitarios próxi-mos a un trigal cercado que hay a la derecha dedicho camino. Junto al cercado, enfrente del tercerárbol, hallará una cajita de cartón.El mensajero colocará la respuesta en la caja yvolverá de inmediato a La Cumbre.Si usted intenta alguna traición o deja de hacer loque le señalamos, no verá más al niño en su vida.Si deja el dinero y la caja en el mismo sitio, a lahora que al principio le dijimos, el niño le será de-vuelto sano y salvo en el término de tres horas. Nues-tras condiciones son definitivas, y si no accede aellas no se intentará otra ulterior comunicación.

DOS HOMBRES DESESPERADOS

Puse las señas de Dorset en el sobrescrito y me echéla carta en el bolsillo. Cuando iba a partir, el niño seme acercó y me dijo:

—Me prometiste, Ojo de Serpiente, que podría ju-gar al Patrullero Negro cuando te fueras.

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—Sí —contesté—. Bill te ayudará. ¿En qué consisteese juego?

Jefe Rojo explicó:—Yo soy el Patrullero Negro y tengo que llegar a la

estacada para advertir a los colonos que los indios seacercan. Ya estoy harto de ser siempre un indio. Ahoraquiero ser el Patrullero Negro.

—Muy bien —repuse—. No me parece que haya malen eso. Seguro el señor Bill te facilitará el terminarcon los odiosos salvajes.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Bill mirandoal niño con desconfianza.

—Tú eres el caballo y andas en cuatro patas —dijoPatrullero Negro—. ¿Cómo voy a llegar a la estacadasin caballo?

—Lo mejor es que procures tener al chico distraídohasta que la cosa acabe, Bill —aconsejé—. Sé con-descendiente.

Bill se puso a gatas. En sus ojos se advertía la ex-presión del conejo que se encuentra cogido en unatrampa.

—¿Está muy lejos la estacada, niño? —preguntó convoz desfallecida.

Patrullero Negro repuso:—Dista noventa millas, y tendrás que apresurarte

para que lleguemos a tiempo. En marcha —y el Pa-trullero Negro saltó a lomos de Bill y le hundió lostalones en las costillas.

—¡Por amor al Cielo, Sam, date toda la prisa quepuedas! —me instó Bill—. Deploro no haber pedidosolo mil dólares por el rescate. Y tú, nené, deja de

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patearme el cuerpo, si no quieres que me levante y tedé una nalgada.

Me dirigí a Poplar Grove y entré en el almacén don-de estaba instalada la estafeta de correos. Allí charlécon los tipos que acudían a comprar. Un sujeto bigo-tudo afirmó que en La Cumbre andaban muy trastor-nados porque el hijo de Ebenezer Dorset se habíaperdido; lo habían robado, o algo parecido.

Era todo lo que me interesaba conocer. Compré ta-baco, hablé del precio de los guisantes, deposité ahurtadillas mi carta en el buzón y salí. El encargadodel correos dijo que el cartero llegaría antes de unahora para llevar la correspondencia a La Cumbre.

Cuando volví a la cueva no encontré a Bill ni al niño.Exploré las cercanías y hasta ensayé una o dos lla-madas a gritos, pero no me respondió nadie.

Así, pues, encendí mi pipa y me senté en un re-cuesto musgoso en espera de los acontecimientos.

A la media hora oí rumor entre la maleza y Bill apa-reció en el claro que quedaba frente la caverna. Trasél llegaba el muchacho andando sigiloso, como unbatidor de la selva, y sonriendo.

Bill se detuvo, retiró el sombrero de su cabeza y enju-gó su faz con un pañuelo rojo. El niño se detuvo tam-bién, como a ocho pies de distancia de mi amigo.

—Sam —dijo Bill—, me tomarás por un renegado, perono he podido evitarlo. Soy una persona mayor, con in-clinaciones varoniles e instinto de conservación, perohay momentos en que todos los sistemas personales yde autodominio fracasan.

—¿Te refieres…?

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—A que el rapaz se ha ido. Lo he enviado a su casa.Todo ha terminado —y Bill continuó—: Hubo mártiresen la antigüedad, y todos sufrieron la muerte antes queceder en las particulares opiniones que mantenían. Masninguno se vio sometido a las sobrenaturales torturasque he padecido. He procurado ser fiel a nuestros acuer-dos depredatorios, pero todo tiene un límite.

—¿Qué ha pasado, Bill? —pregunté.—Que he servido de caballo hasta la estacada —re-

puso él—. Noventa millas, y no me ha perdonadouna sola pulgada. Y, después de salvar a los colo-nos, he recibido mi pienso de avena. No habiéndolaa mano resultó que, al parecer, la arena era un sus-tituto muy sabroso. Después, durante una hora, tuveque explicar al bendito niño por qué los agujerosestán vacíos, por qué los caminos van en dos direc-ciones y en virtud de qué motivos crece la hierba. Tedigo, Sam, que no hay ser humano que resista loque yo. Así que lo cogí por el cuello de la chaqueta ylo hice bajar a viva fuerza la montaña. Por el cami-no, pateó de tal modo que me ha dejado las piernas,de las rodillas para abajo, renegridas y moradas.Además, recibí dos o tres mordiscos en los dedos yhe tenido que cauterizarme la mano. En fin, ya se haido a su casa. Le enseñé el camino de La Cumbre yle asesté un puntapié que ha debido de acortarle ladistancia lo menos tres varas. Siento haber perdidoel rescate, pero peor sería que Bill Driscoll conclu-yese en un manicomio.

Aunque Bill jadeaba y resoplaba, una expresión depaz e inefable contento se pintaba en sus rubicun-das facciones.

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—Oye, Bill —le dije—, ¿no son las personas de tufamilia propensas a enfermedades del corazón?

—En mi familia no somos propensos a nada crónico—contestó Bill—, no siendo al paludismo o a los acci-dentes. ¿Por qué me lo preguntas?

—Volviéndote y mirando, tendrás la respuesta —re-pliqué.

Bill se volvió, miró al muchacho y perdió en el actoel color. Se sentó en el suelo y empezó a cortar briz-nas de hierba y a recoger ramitas, sin saber lo quehacía. Durante cerca de una hora estuve temerosode que hubiera perdido la razón. Al fin, le expliquéque mi plan era llevar adelante las cosas sin másdemora, y que a medianoche podríamos tener el im-porte del rescate y librarnos de aquel asunto, si elviejo Dorset aceptaba la proposición. Gracias a estoBill se repuso lo bastante para dirigir al niño unapálida sonrisa, y prometerle jugar con él a la guerraruso-japonesa una vez que hubiera reaccionado unpoco.

Yo tenía, para recoger el rescate sin ser víctima decontramaniobras, un plan que me permito recomen-dar a todos los secuestradores. El árbol a cuyo piehabía de dejarse la respuesta —y después el dine-ro— estaba cerca de una valla baja del camino, ro-deado por anchos campos abiertos. Si un grupo deguardias llegaba, cabía verlos desde una gran dis-tancia.

A las ocho y media, bien escondido en la copa delárbol, como un sapo en su madriguera, esperaba lallegada del mensajero.

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A la hora en punto apareció un adolescente por elcamino en una bicicleta, localizó la caja de cartónjunto al vallado, deslizó en ella un papel doblado ypedaleó de nuevo hacia La Cumbre. Esperé una hora,y luego que me pareció que todo marchaba sin nove-dad, descendí del árbol, cogí la nota, seguí el cercadohasta llegar a los bosques y alcancé la cueva. Abrí lacarta, encendí la linterna y leí a Bill el texto. Estabaescrito a pluma, con mano insegura, y decía lo si-guiente:

A dos hombres desesperadosSeñores:Hoy he recibido por correo su carta concerniente ala cantidad que me piden por el rescate de mi hijo.Creo que sus demandas son un tanto excesivas y,por lo tanto, les formulo una contrapropuesta queme inclino a creer que aceptarán. Ustedes me traena casa a Johnny y me pagan doscientos cincuentadólares en efectivo, y en esas condiciones consientoen aceptarlo. Vale más que vengan de noche, por-que los vecinos creen que el muchacho se ha per-dido, y no puedo hacerme responsable de los ex-cesos a que estos se entreguen contra los que haganque el chico vuelva al pueblo.Respetuosamente suyo,

EBENEZER DORSET

—¡Grandísimo miserable! —exclamé—. Entre todoslos desvergonzados de este mundo, no he…

Miré a Bill y titubeé. En sus ojos se pintaba la máspatética expresión que haya visto jamás en un ani-mal parlante.

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—Sam —dijo—, a fin de cuentas, ¿qué son doscien-tos cincuenta dólares? ¿No tenemos lo suficiente? Unanoche más al lado de este muchacho acabaría lleván-dome al manicomio. Además de que muestra ser unperfecto caballero, creo que el señor Dorset se mani-fiesta muy liberal al formularnos tan magnánima ofer-ta. ¿Verdad que no desaprovecharemos la ocasión?

—A decir verdad, Bill —repuse—, también ese jo-vencito me ataca un poco los nervios. Lo llevaremosa su casa, pagaremos el rescate y seguiremos nues-tro camino.

Y a su casa lo condujimos aquella noche. Tuvimospara ello que convencerlo de que su padre le habíacomprado una escopeta con incrustaciones de plata yunos zapatos, y de que íbamos a cazar osos al díasiguiente.

A las doce en punto de la noche llamamos a la puertade Ebenezer. Aquel era el momento en que debíamosretirar mil quinientos dólares junto a un árbol, se-gún la propuesta original, pero, de hecho, Bill hubode contar doscientos cincuenta dólares nuestros paradarlos al padre del muchacho.

Cuando este comprobó que lo dejábamos en su casa,empezó a gritar ferozmente y se aferró como una san-guijuela a la pierna de Bill. Su padre lo desprendió deallí poco a poco, como si fuera un emplasto poroso.

—¿Durante cuánto tiempo podrá usted sujetarlo?—preguntó Bill.

—No estoy tan fuerte como antes, pero supongo queno se moverá en diez minutos —respondió el viejoDorset.

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—Bastan —dijo Bill—. En diez minutos habremosatravesado los estados centrales, meridionales y deloeste medio, y nos hallaremos camino de la fronteracanadiense.

Y, a pesar de la oscuridad y de lo rollizo que estabaBill, rompió a correr y no pude alcanzarlo hasta mi-lla y media más allá de La Cumbre.

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Los altibajos de la vida

El juez de paz Benaja Widdup se sentaba a la puertadel juzgado fumando su pipa. Hasta mitad de cami-no del cenit, la cordillera de Cumberland alzaba suscumbres grises azulosas en la neblina de la tarde.Una gallina pintada recorría la calle mayor del pobla-do cacareando como una necia.

Llegaba por la calzada un son de chirriantes rue-das, y entre una nube de polvo sobrevino un carroque transportaba a Ransie Bilbro y a su mujer. Elcarro paró frente a la puerta del juzgado y ambos ba-jaron.

Ransie era un tipo enjuto, de seis pies de estatura,piel oscura y macilenta y cabello rubio. Había en él,ciñéndole como una armadura, algo de la imperturba-bilidad de las montañas. La mujer, mal peinada yangulosa, vestía un traje de algodón y se la adivinabadescontenta y rebosante de desconocidos deseos. Todoen ella hablaba de una reprimida protesta por unajuventud defraudada e inconcientemente perdida.

El juez de paz deslizó los pies en los zapatos, queantes se quitara, y así restablecida su dignidad, hizopasar al despacho a los recién llegados.

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—Mire —dijo la mujer, con una voz fuerte como elson del viento entre las ramas de los pinos—, mi mari-do y yo queremos divorciarnos.

Ransie hizo un solemne movimiento afirmativo conla cabeza.

—Así es —ratificó—. No podemos seguir viviendojuntos.

La mujer miraba a Ransie como para cerciorarse deque no iba a comenzar con evasivas, parcialismos oambigüedades. Él prosiguió:

—Vivir en las montañas como marido y mujer cuan-do uno no se entiende, es una cosa insoportable. Si esmalo llevándose bien, cualquiera puede hacerse cargode lo que pasa si ella tiene la lengua de una víbora y sepasa el tiempo en la casa con el gesto huraño de unbúho. Es imposible continuar siempre juntos.

Entonces habló la mujer con especial calor:—Sí, y sobre todo cuando el hombre es un gusara-

po inútil, un tipejo que no trata más que con gentuzay con locos, un holgazán atiborrado de whisky y unsujeto que no hace más que llevar a casa a indivi-duos gorrones y viciosos que le quitan a una hasta laúltima migaja de pan, y mantiene perros que no ha-cen más que comer y no sirven de nada.

—Y más todavía —añadió Ransie— cuando de laboca de esa mujer no salen más que embustes, ycuando se dedica a tirar cubos de agua a los mejoresperros que comen pan en Cumberland, y cuando seniega a hacer la comida de su hombre, y cuando nolo deja dormir por la noche diciéndole disparates.

—¿Quién va a dejar dormir a un cerdo que nuncada el dinero que se necesita, y que merece los peoresinsultos que se puedan dirigir a un hombre?

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El juez de paz cumplió con toda calma sus deberes.Ofreció a los visitantes una silla y un taburete de ma-dera. Abrió un código y lo hojeó. Luego se limpió loscristales de las gafas y cambió de lugar un tintero.

—La ley en sus diversos artículos —dijo— guardasilencio sobre esos puntos, en lo que concierne a lajurisdicción de este tribunal. Pero, de acuerdo conla equidad, la constitución y las buenas normas, re-conozco que la situación que ustedes me pintan esmuy dificultosa. Si un juez de paz puede casar a dospersonas, obvio es que también puede divorciarlas.Este juzgado expedirá un auto de divorcio y confía enque el tribunal supremo lo respalde en caso preciso.

Ransie Bilbro sacó del bolsillo del calzón una bolsapara tabaco, y de ella extrajo un billete de cinco dóla-res que puso sobre la mesa.

—Para reunir este dinero —dijo— he tenido quevender dos pieles de zorro y una de oso. No dispongode más.

El juez de paz repuso:—Eso importa el arancel que este juzgado cobra por

substanciar los casos de divorcio —y, con engañosotalante de indiferencia, se embolsó el dinero. Des-pués, con gran esfuerzo físico y mental, redactó eldocumento de divorcio sobre una hoja de papel selladoy lo copió en otra.

Ransie Bilbro y su mujer escucharon la lectura delescrito que les devolvía la libertad. Este decía así:

Hago constar, por el auto presente, que en este día com-parecen ante mí Ransie Bilbro y su esposa, Ariela Bilbro,manifestando que en el futuro desean quedar desliga-dos de todo compromiso de amor, honor y obediencia, no

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deseando asistirse el uno al otro en lo malo ni en lo bue-no. Y, hallándose en pleno uso de sus facultades físicasy mentales, concuerdan en su divorcio, según lo aconse-jan la paz y dignidad del Estado. Acuerdo, pues, divor-ciarlos y deseo que los ayude Dios.Y para que conste, expido y firmo el presente documento.

BENAJA WIDDUP

JUEZ DE PAZ DEL DISTRITO DE PIEDMONT, TENNESSEE.

El juez se preparó a entregar uno de los documentos aRansie. La voz de Ariela aplazó la operación. Los doshombres la miraron. La bronca masculinidad del ma-rido encontró un algo repentino e inesperado en la ac-titud de la mujer.

—Juez —dijo Ariela—, no le entregue ese documentotodavía. Las cosas no pueden terminar así. Necesitorecibir indemnización. Un hombre no puede sepa-rarse de su mujer dejándola sin un centavo. Tengoque irme a casa de mi hermano Ed, en los montes deHogback. Debo comprarme un par de zapatos, unospañuelos y otras cuantas cosas. Si Ransie puedeafrontar un divorcio, que lo pague.

Ransie Bilbro quedó perplejo. Hasta entonces no sele había insinuado nada con respecto a semejanteposibilidad. Claro que las mujeres siempre dicen co-sas asombrosas e inesperadas.

El juez Benaja Widdup comprendió que aquello re-quería también decisión judicial. Las autoridades lega-les mantienen un discreto silencio sobre la cuestiónde alimentos o indemnizaciones. Pero el caso era quela mujer estaba, en efecto, descalza, y el camino has-ta la montaña de Hogback era largo y pedregoso.

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—Ariela Bilbro —preguntó con tono solemnementeoficial—, ¿qué cantidad estima que debe recibir enconcepto de lo que manifiesta?

—Para los zapatos y todo lo demás —repuso ella—calculo que me hacen falta cinco dólares. Ya sé quees poco, pero me bastarán para llegar con decencia acasa de mi hermano Ed.

Ransie jadeó.—No tengo más dinero. He abonado todo lo que

poseía.El juez lo miró con severidad por encima de las

gafas.—Tenía usted que hacerlo para no incurrir en desa-

cato ante el tribunal.—Hágame el favor de esperar a mañana para poder

pagarle esa otra suma —rogó Ransie—. De un modo uotro ya me arreglaré para encontrarla. No se me habíaocurrido pensar que tuviese que pagar nada aparte delo debido al juez.

Benaja Widdup decretó:—Se aplaza la resolución del caso hasta mañana,

momento en que se presentarán ustedes y obedece-rán las órdenes del tribunal. Después de ello se lesentregarán copias de los autos de divorcio.

Benaja salió a la puerta, se sentó y comenzó a aflo-jarse los cordones de los zapatos.

—Iremos a casa de tío Ziah y pasaremos allí la no-che —decidió Ransie, y trepó al carro por uno de loslados, mientras Ariela lo hacía por el otro. Luego tiróde la cuerda atada al cuello del novillo careto quetiraba de la carreta; esta se puso en movimiento y no

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tardaron en desaparecer entre el nimbo de polvo quelevantaban sus ruedas.

El juez de paz Benaja Widdup se dedicó de nuevo asu pipa. Más entrada la tarde, tomó el semanario quesolía leer y lo repasó hasta que la oscuridad del cre-púsculo tornó borrosas las líneas ante sus ojos. Enese momento, encendió la bujía de sebo que teníapuesta sobre la mesa y siguió leyendo hasta que sa-lió la luna, que señalaba así la hora de la cena, en-tonces decidió regresar a su casa.

Vivía en una choza de troncos, junto al bosque deálamos que limitaba el pueblo. Al atravesar una barran-ca en la que crecía un espeso seto de laureles, la oscu-ra silueta de un hombre salió de entre las frondas y loapuntó con una escopeta. Llevaba muy calado el som-brero y se cubría el rostro con un trozo de tela.

—Déme el dinero que lleva encima —dijo la figura—.Y no hable. Me siento un poco nervioso y mi dedo pu-diera apretar sin querer el disparador.

—Solo ten… tengo cinco dólares —respondió el juezsacando un billete del bolsillo.

—Pues enrolle el billete —le ordenaron— y póngaloen el extremo del cañón del arma.

Aquel billete estaba muy nuevo, como acabado desalir de las prensas. Incluso unos dedos torpes y tem-blorosos no hallaron dificultad para enrollarlo e in-troducirlo en la boca del fusil.

—Ya puede marcharse —dijo el atracador.El juez no se lo hizo repetir.

Al día siguiente la carreta tirada por el novillo caretose detuvo a la puerta del juzgado. El juez Benaja

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Widdup tenía puestos los zapatos, porque esperabala visita. En su presencia Ransie Bilbro entregó aAriela un billete de cinco dólares.

El juez miró el billete con atención. Estaba curvado ycomo si hubiese sido introducido, después de enrollar-lo, en la boca de un arma. Pero el juez se abstuvo detodo comentario. Muchos son los billetes que puedentener tendencia a curvarse.

Entregó a cada uno de los ex esposos una copia delauto de divorcio. Los dos recogieron torpemente el do-cumento que los dejaba en mutua libertad. La mujermiró con timidez a Ransie. Parecía deseosa de hablar,pero se contenía.

—Supongo —dijo al fin— que volverás a casa en lacarreta. En la caja de lata, junto al vasar, encontraráspan. He colocado el tocino dentro del caldero, paraque el perro no se lo coma. No olvides dar cuerda alreloj por la noche.

—¿Vas a casa de tu hermano Ed? —preguntó Ransiecon estudiada indiferencia.

—Procuraré ponerme en camino antes de la noche.No creo que me reciban con mucho gusto, pero notengo otro sitio adonde ir. En fin, el camino es largo ycuanto antes salga, mejor. Ea, Ransie, despidámo-nos, si es que quieres hacerlo.

Ransie repuso, con la voz de un mártir:—No creo que nadie sea tan tarado como para no

despedirse de su mujer. A no ser que no lo quieras tú.Ariela, sin hablar, plegó con cuidado el billete de cinco

dólares y se lo guardó en el pecho. Los ojos de BenajaWiddup, miraron lúgubremente cómo desaparecía eldinero.

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Después tuvo ocasión de pronunciar unas palabrasque iban a ponerlo a tono o con los grandes simpati-zantes de la bondad del mundo, o con los grandesfinancieros que lo pueblan.

—Vas a sentirte muy solo esta noche en la cabaña,Ransie —dijo Ariela.

Ransie Bilbro, sin mirar a su ex mujer, fijó la vistaen la sierra de Cumberland, que resaltaba ahora connitidez azul bajo el cielo.

—Podré sentirme muy solo —contestó—, pero cuan-do la gente es lo bastante loca para provocar un di-vorcio, no se le puede obligar a que se quede en susitio.

Ariela habló, dirigiéndose, al parecer, a su taburetede madera.

—Otros locos hay que también lo quieren, además,una no tiene nada que hacer donde no se desea quese quede.

—Nadie ha dicho eso.—Ni nadie dice que lo dijeran. Lo mejor es que me

vaya ya a casa de mi hermano Ed.—Lo de dar cuerda al reloj es lo malo —sugirió

Ransie.—Si me llevas en la carreta se la daré, Ransie.La cara del montañés parecía a prueba de toda cla-

se de emociones. No obstante, alargó la ancha manoy aferró la pequeña y morena de Ariela. Por un mo-mento, el alma de la mujer pareció asomar a su fazimpasible.

—Procuraré que los perros no te molesten más —dijoRansie—. Desde luego no me he portado bien contigo,Ariela. Anda, ven y darás cuerda a nuestro reloj.

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Ella cuchicheó:—Mi corazón está en nuestra cabaña, Ransie. Te

prometo no volver a intentar locuras. Vayámonos ya,y estaremos en casa al ponerse el sol.

Cuando, olvidando la presencia del juez de paz, losdos se dirigían a la puerta, Benaja Widdup se colocóentre ellos y la salida.

—En nombre del estado de Tennessee —dijo— lesprohíbo que violen sus leyes y estatutos. Este tribu-nal se siente más que satisfecho al ver disipadas lasnubes de discordia e incomprensión que separabana dos corazones enamorados, pero su deber es con-servar la moral y la integridad dentro del Estado. Eltribunal les recuerda que han dejado ustedes de sermarido y mujer, lo que les impide disfrutar de lasventajas que el vínculo matrimonial les concedía.

Ariela se cogió del brazo de Ransie. ¿Qué importan-cia tenían las palabras del juez en el momento enque los dos acababan de aprender una lección en lavida?

—El tribunal, empero —siguió el juez—, está presto aremediar los inconvenientes surgidos en virtud delauto de divorcio. El tribunal se halla dispuesto a unir alos presentes mediante los honorables y elevadosvínculos conyugales. El arancel que cobrará por eje-cutar la ceremonia asciende a cinco dólares.

Ariela, escuchando la promesa contenida en aque-llas palabras, se llevó rápidamente la mano al pecho.Como volandera paloma, el billete de banco fue a pa-rar a la mesa del juez. La macilenta mejilla de la mujerse coloreó cuando, unida su mano a la del hombre,percibió las palabras que volvían a unirlos. Ransie la

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ayudó a subir a la carreta y trepó a su vez. Así, tira-dos por el novillo careto, los dos, cogidos de la mano,regresaron a las montañas.

El juez de paz, Benaja Widdup, se sentó a la puertay se quitó los zapatos. De nuevo palpó el billete queguardaba en el bolsillo del chaleco. De nuevo se de-dicó a su pipa, y de nuevo la gallina pintada se alejópor la calle mayor del poblado cacareando como unanecia.

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El pan malévolo

La señora Marta Meacham poseía una pequeña pa-nadería en la esquina. Era una panadería en la quese entraba subiendo tres escalones, y donde repica-ba una campanita cuando se empujaba la puerta.

La señora Marta contaba cuarenta años, era solte-ra, su cuenta en el banco sumaba dos mil dólares asu favor, y tenía dos dientes postizos y un corazónafectuoso. Mucha gente se ha casado con mujerescuyos merecimientos son inferiores a los de la suso-dicha Marta.

Dos o tres veces a la semana entraba en el estableci-miento un cliente que no tardó en llamar la atenciónde la panadera. Era un hombre de mediana edad, queusaba gafas y una barba oscura cuidadosamente re-cortada. Hablaba inglés, pero con el acento propio de losalemanes, y su aspecto era agradable al igual que susmodales.

Compraba siempre lo mismo: dos rebanadas de panduro. El pan tierno costaba cinco centavos la rebana-da. Del duro, dos rebanadas, solo valían cinco centa-vos, y aquel hombre nunca pedía más que pan duro.

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Una vez la señora Marta se fijó en que su clientetenía los dedos manchados de tinta negra y encarna-da. Se sintió segura de que era un artista, y desdeluego muy pobre. Por ello se imaginó que viviría enuna buhardilla, y allí pintaría cuadros, comería panduro y soñaría con las golosinas que hubiera podidoprobar en su tienda.

A menudo, cuando ella se sentaba ante unas chule-tas, panecitos tiernos, té y jamón, suspiraba. Hubieraquerido que aquel artista, de tan gentiles maneras, com-partiese su gustosa merienda en vez de comer las du-ras cortezas de pan en su desolado ático.

Ya dijimos que el corazón de la señora Marta eramuy afectuoso.

Para probar su teoría respecto a la ocupación de sucliente, la señora Marta llevó un día al establecimientoun cuadro que había comprado en una subasta, y loapoyó en los anaqueles donde tenía el pan.

El cuadro representaba un paisaje veneciano. Unespléndido palacio de mármol —o eso pretendía ellienzo—, resaltaba en primer plano, en la línea avan-zada del agua. Todo lo demás se reducía a un con-junto de góndolas —en algunas de las cuales viaja-ban damas que arrastraban por el agua las colas desus vestidos—, nubes, cielo, y una gran abundanciade claroscuros.

Era positivo que no habría un solo artista que deja-se de reparar en aquellos pormenores.

Dos días después entró en la tienda el usual parro-quiano.

—Dos rebanadas de pan duro —encargó. Y, mien-tras ella le envolvía lo pedido, agregó con acento ale-mán—: Usted tener un cuadro muy bello, señora.

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La señora Marta, satisfecha de su añagaza, repuso:—¿Sí? Admiro mucho… —no se atrevió a decir «a

los artistas» y completó—: el arte. ¿Le parece buenoeste cuadro?

El parroquiano dijo:—En general no ser un buen dibujo. La perspectiva

no ser acertada. Buenos días, señora —tomó el pan,se inclinó y salió con rapidez.

No había duda de que era un artista. La señoraMarta volvió a llevar el lienzo a su cuarto.

¡Qué dulce y bondadosamente brillaban los ojos deaquel hombre detrás de sus gafas! Un artista que eracapaz de valorar una perspectiva con una sola mira-da tenía que subsistir con una rebanada de panduro… Pero es usual que el genio tenga que lucharmucho antes de ser reconocido.

¡Qué gran cosa sería para el arte y la perspectivaque el genio fuese respaldado por una cuenta de dosmil dólares en un banco, más una acreditada pana-dería, y un corazón afectuoso y…!

En fin, señora Marta, esos son hermosos sueños enmitad del día.

Desde entonces, cuando el cliente venía, platicabaun rato con la señora Marta y parecía incluso anhe-lar escuchar sus palabras.

Pero siempre compraba pan duro, y jamás unaempanadita, ni uno de los deliciosos pastelitos queella llamaba sally lunns.

La señora Marta empezó a pensar que el artista setornaba cada vez más delgado y su aspecto parecíamás abatido. Y ella siempre deseaba añadir algo a laparva comida de su cliente. Pero en el momento de

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intentarlo no osaba consumar el hecho. Y era porquecreía conocer que los artistas tienen mucho orgullo.

La señora Marta, preocupada por su apariencia,vestía ahora un ajustado traje de seda azul, y prepa-raba en la trastienda una mezcla misteriosa de bóraxy salvado que se usaba para embellecer el cutis.

Un día el parroquiano entró, y, como de costumbre,depositó una moneda de níquel sobre el mostrador ypidió sus dos rebanadas de pan duro. Mientras laseñora Marta las buscaba, se oyó en la calle un granestrépito y un camión de bomberos cruzó a toda ve-locidad.

El cliente salió a la puerta para mirar qué pasaba.Cualquiera hubiese hecho lo mismo. Y la señora Martaaprovechó la oportunidad.

Detrás del mostrador, en un anaquel, había un pe-dazo de mantequilla fresca, que el lechero había de-jado allí hacía menos de diez minutos. Con el cuchillo,la mujer practicó una profunda incisión en cada unode los dos trozos de pan duro, insertó en ambos unagenerosa cantidad de mantequilla y volvió a colocarlas rebanadas en su forma corriente procurando apre-tar las mitades en las que las había dividido.

Cuando volvió el parroquiano, ya ella estaba empa-quetando el pedido.

Después que el artista se hubo ido, luego de unpoco de plática insólitamente placentera, la señoraMarta sonrió para sí, no sin cierto estremecimientode su corazón.

¿Habría sido demasiado atrevida? ¿Se ofendería elartista?

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Seguro que no. Allí no había ningún lenguaje espe-cial. La mantequilla no simbolizaba la audacia de unasoltera.

Mucho tiempo pasó pensando en aquel suceso, eimaginando la escena que se produciría cuando éldescubriese aquel pequeño engaño. El artista solta-ría su paleta y sus pinceles, y miraría el caballete enel que campeaba una pintura que resistía cualquiercrítica. Luego, se dispondría a tomar su almuerzoconsistente en pan duro y agua. Mordería una reba-nada y… «¡Ah!»

La puerta sonó con rudeza. Alguien entró con no pocofragor y alboroto.

La señora Marta salió de inmediato a la tienda. Allíestaban dos hombres. Uno era un desconocido. Unjoven que fumaba en pipa. El otro, el artista, cuyorostro estaba enrojecido. Tenía el sombrero echadohacia atrás y el cabello revuelto. Crispó los puñosferozmente ante la señora Marta. ¡Ante ella!

—Dummkopf !—gritó y añadió—: Tausendonfer!Algo así parecía decir en alemán.El joven trató de contenerlo.El artista exclamó:—¡No lo toleraré! Se lo diré todo —sus dedos tam-

borilearon con rudeza sobre el mostrador—. ¡Me loha echado usted a perder! —rugió. Sus ojos cente-lleaban detrás de las gafas—. Yo tener que decírselo.Usted ser… una puerca metomentodo.

La señora Marta se apoyó en el mostrador y se llevóla mano a su cintura ceñida de seda azul. El jovencogió al otro por el cuello.

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—Vamos —dijo con autoridad—, creo que ya te hasexpresado bastante bien —sacó a la acera al enojadoartista y regresó.

—Creo, señora —dijo—, que querrá usted saber aqué ha venido todo esto. Ese amigo es Blumberger.Trabaja de dibujante para una empresa arquitectó-nica. Soy compañero suyo de oficina.

»Blumberger llevaba tres meses trabajando con ahín-co en un plano para el edificio de unas casas consis-toriales que van a erigirse ahora. Quería acudir a unconcurso. Ayer terminó la tarea. Ya sabe usted quelos delineantes hacen a lápiz los esbozos. Luego seborra lo no conveniente con miga de pan duro. Esmucho mejor que la goma. Blumberger compraba elpan duro aquí. Y hoy… Bueno, señora, ya sabe ustedque la mantequilla no es buena para borrar. Ahoraresulta que los planos de Blumberger no valen másque para hacer bocaditos de cantina de ferrocarril.

La señora Marta entró en la trastienda. Se quitó elajustado vestido de seda azul y se puso el viejo desarga que solía usar, después tiró por la ventana lamezcla de bórax y las semillas de salvado que últi-mamente empleaba para la cara.

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El marqués y la señorita Sally

Sin saberlo, el viejo Bill Bascom tuvo el honor de serabatido por el destino el mismo día en que le pasóidéntico incidente al marqués de Borodale.

El marqués vivía en Regent Square, Londres, y elviejo Bill en la Quebrada del Corzo Cojo, en la comar-ca de Hardeman, Texas. El cataclismo que abatió lafortuna del marqués tomó la forma de algo iniciadocon la repentina alteración del precio de las accionesdel Monopolio Sudamericano del Caucho y la Caoba.Y la ruina del viejo Bill Bascom dependió de la Né-mesis1 que quiso aplicar a una peligrosa banda deindios civilizados que se dedicaba a robar caballos.La banda arrebató las cuatrocientas cabezas, propie-dad de Bill, y remató la hazaña matándolo a tiroscuando los perseguía. Hasta se parecieron las con-secuencias de las dos catástrofes, porque cuando elmarqués averiguó que todo lo que sobrevivía a suruina era la cantidad de quince chelines, resolviópegarse un tiro, y así lo hizo.1Personificación de la justicia divina. Némesis, en la mitologíagriega, representaba la ira de los dioses contra la soberbia, laaltivez y los transgresores de la ley.

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El buen Bill dejó una familia formada por seis hijosde uno y otro sexo, sin madre, para colmo, y todos seencontraron sin un mal filete de venado que comer,ni dinero para poderlo comprar.

El marqués dejó un hijo joven, que se había ido a losEstados Unidos y montado un rancho en el Panhandlede Texas. Cuando el joven supo las malhadadas noti-cias, montó a caballo y se encaminó a la ciudad. Allídejó todo lo que poseía —excepto su bestia, su silla demontar, su winchester y quince dólares sueltos— enmanos de sus abogados, con instrucciones de quevendiesen sus propiedades y las dedicaran a pagarlas deudas que su padre dejara en Londres. Luegotornó a saltar al rocín y se dirigió hacia el sur.

Un día llegaron a la vez, aunque por diferentes ca-minos, dos mancebos al rancho Cruz de Diamantes,en Piedrecita, y pidieron trabajo. Los dos vestían lim-pios y adecuados trajes vaqueros. Uno era un mozobien formado, de facciones delicadas, cabello corto yoscuro y cutis tostado por el sol hasta darle un tonosuavemente dorado. El otro era más recio y ancho dehombros, con la cara lozana y rubicunda, el rostropecoso, rizado cabello rojizo y un semblante que,aunque feo, parecía atractivo por lo riente de sus ojosy la expresión placentera de su boca.

El capataz mayor del rancho Cruz de Diamantesentendió que podía dar trabajo a los dos jóvenes. Justoaquella mañana le habían dicho que el cocinero delrancho —que suele ser uno de los miembros másimportantes del personal de un campamento— habíaensillado su potro y partido, ya que se sentía incapazde soportar el tiroteo de burlas y bromas pesadas deque era objeto, en virtud de su oficio.

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—¿Saben cocinar? —preguntó el capataz.—Yo sí —dijo en el acto el tipo pelirrojo—. He cocina-

do muchas veces en los campamentos. Con gusto meencargaré del empleo hasta que tenga usted algo mejorque ofrecerme.

—Así hablan los hombres —dijo, aprobatorio, elcapataz—.Voy a darte una nota para Saunders y él tedará el trabajo.

De este modo, los nombres de John Bascom y Char-les Norwood pasaron a figurar en las nóminas delrancho, y los dos se dirigieron al campamento pocoantes de la hora de comer. Les habían dado instruc-ciones sencillas, pero claras:

«Sigan durante millas el arroyo hasta que lleguen».Como ambos eran forasteros, venían de lejos, se

sentían jóvenes y animosos, y habían de realizar jun-tos una larga cabalgata, es de suponer que aquellatarde se iniciara entre los dos lo que luego había deser sincera camaradería. Sí, debió empezar mientrasavanzaban por el pequeño valle del Candado Verde.

Llegaron a su destino cuando comenzaba el crepúscu-lo. El campamento estaba montado junto a un agra-dable pozo de agua potable, protegido por espesasarboledas. Los vaqueros proferían graves maldicio-nes sobre el cocinero desertor. Y mientras todos, devuelta de sus faenas, desmontaban y desensillabansus caballos, llegaron los recién admitidos y pregun-taron por Pink Saunders. Se adelantó el jefe del cam-pamento y recibió la nota del encargado.

Pink Saunders, aunque mayoral durante la jor-nada de trabajo, era el humorista del campamento don-de, desde el encargado al cocinero se consideraban

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iguales. Después de leer la nota hizo un ademán di-rigido a todos y gritó ceremoniosamente con la máxi-ma fuerza de sus pulmones:

—¡Eh, muchachos! Aquí les presento al marqués ya la señorita Sally.

Al oír aquellas palabras, los recién llegados se mos-traron confusos. El nuevo cocinero se sobresaltó, peroluego, recordando que «señorita Sally» es el nombregenérico que se aplica a los cocineros de todos loscampamentos vaqueros de Texas, recobró la compos-tura y sonrió burlándose de sí mismo.

Su compañero no pareció tan turbado, pero se mos-tró airado, mordiéndose los labios, y se apoyó en lasilla de su caballo como si estuviera presto a volver amontar. Mas la señorita Sally le tocó el brazo y dijoriendo:

—Vamos, marqués, Saunders no ha querido másque hacernos un cumplido. El distinguido aire y lanariz aristocrática que usted tiene han suscitado enel jefe esa bromista ocurrencia —comenzó a desensi-llar y el marqués, convencido, siguió su ejemplo. Laseñorita Sally se arremangó y se dirigió al carro delas provisiones gritando—: Ya saben que soy el nuevococinero. Así, amigos, que si me apilan un poco deleña y preparan un fuego, les garantizo una buenacomida dentro de treinta minutos.

La energía y humorismo de la señorita Sally, mien-tras registraba el carro de las provisiones en buscade café, harina y tocino, le ganó en el acto las simpa-tías de todo el campamento.

Al día siguiente el marqués, ya mejor conocido desus compañeros, resultó ser un sujeto animado y

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simpático, aunque siempre un tanto reservado y pocoamigo de participar en las rudas orgías del campa-mento. Al poco tiempo, los demás acabaron respe-tando su reserva, lo que casaba bien con el título queSaunders le había dado. Incluso lo apreciaban bas-tante.

Saunders lo puso, desde luego, al cuidado de losrebaños, y el mozo se acreditó de tan bueno en el usode la mangana1 o el ejercicio del marcaje como cual-quiera de los otros vaqueros.

El marqués y la señorita Sally se hicieron prontomuy buenos camaradas. Terminada la cena y retira-dos los pertrechos del condumio, era raro no ver jun-tos a los dos. La señorita Sally solía fumar su pipa decerezo, mientras el marqués procuraba buscar tro-zos de cuero sin curtir para hacerse un nuevo par debotas, o cosa parecida.

El encargado no olvidaba su promesa de fijarse enel buen servicio del cocinero. Varias veces en que vi-sitó el campamento mantuvo con él largas pláticas.Parecía haber tomado afecto a la señorita Sally. Unatarde, cuando se preparaba a volver al rancho, des-pués de inspeccionar los campamentos, le dijo:

—Mañana enviaré un hombre a que te sustituya enla cocina. En cuanto aparezca, vete al rancho. Quie-ro que te encargues de las cuentas y de la correspon-dencia. Necesito disponer de alguien de confianza alque se pueda mandar a que haga todo eso. El salariono estará mal. El rancho Cruz de Diamantes se por-tará bien con quien se ocupe de sus intereses.1Lazo que se arroja a un caballo o toro cuando va corriendo.

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La señorita Sally dijo con calma:—Gracias. ¿Hay algún inconveniente en que mi

mujer viva conmigo en el rancho?El capataz mayor frunció el entrecejo.—¿Estás casado? No lo mencionaste cuando habla-

mos la primera vez.—Porque no estoy casado —dijo el cocinero—. Pero

pienso casarme. Claro que esperaba a lograr un em-pleo que me tuviese bajo techo. No se puede pedir auna mujer que viva en un rancho de vacas.

—Cierto —convino el encargado—. Desde luego, uncampamento no es propio para un hombre casado.En fin, la casa es bastante grande. Si te portas bien,creo que podremos cederte las habitaciones necesa-rias. Escribe a la joven y dile que venga.

—Gracias —repitió la señorita Sally—. Mañana iré,después de cumplir mi servicio en la cocina.

La noche era bastante fría y, luego de la cena, losvaqueros se congregaron en torno a una hoguera deleña de mezquital.

Ya habían agotado casi del todo su repertorio de chan-zas y pullas, pero el silencio en un campamento va-quero es por lo general el preámbulo de una ocurren-cia pesada para alguien.

La señorita Sally y el marqués se sentaban en untronco de árbol, discutiendo los respectivos méritosde los estribos cortos o largos cuando se trata de rea-lizar largas marchas a caballo. El marqués se levantóy se dirigió a un lugar próximo en el que dejara variostrozos de cuero para que se curtiesen, a fin de hacercon ellos una mangana. Y, mientras él se alejaba,Dry Creek Smithers lanzó una bocanada de humo de

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su cigarrillo hasta los mismísimos ojos de la señoritaSally.

El cocinero se frotó los lagrimeantes párpados.Davis, el Fonógrafo, —a quien llamaban así por lo

estridente de su voz— se levantó e inició un gravediscurso.

—¡Compañeros y ciudadanos! —dijo—. Deseo enta-blar un interrogatorio. ¿Cuál es el más desagradableespectáculo al que puede asistir la mente humana?

Un fuego graneado de respuestas siguió a las pala-bras de Davis.

—Un caballo escapado.—Un potro sin desbravar ni marcar todavía.—¡Tú, hombre, tú!—El agujero del arma con la que te apunta un fulano.Taller, el gordo vaquero, atajó:—Cállense, ignorantes. Davis sabe lo que dice.—Entonces…—Es que quiere que lo digamos nosotros.—Compañeros y ciudadanos —continuó el Fonógra-

fo—: los espectáculos que han mencionado son to-dos ignominiosos y, en efecto, se acercan a la solu-ción. Pero no aciertan del todo. El más abominableespectáculo del planeta es este.

Señaló a la señorita Sally, que seguía frotándoselos ahumados ojos.

—Sí, lo más terrible es ver a una confiada y ciegamujer vertiendo lágrimas, cuando un sujeto engañosola burla. ¿Somos hombres? Por qué tenemos el cora-zón de gatos monteses, si no comprendemos el dolorde la señorita Sally, al verse burlada en sus afectospor un aristócrata que ha llegado hasta nosotros,

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poseedor de una superior belleza y de un relumbrantetítulo, para enseñarnos cómo debemos seguir el cami-no de nuestra perfección. ¿Actuaremos como hombres,o nos limitaremos a comer los condumios que la seño-rita Sally nos prepara en sus sollozantes cacerolas?

Dry Creek soltó un bufido.—Ese tipo es un galopín —afirmó—. No tiene nada

de humano. Ya me parecía a mí un gusano en mu-chos sentidos. ¡Y asegura que es marqués! ¿No eseso un título nobiliario, Fonógrafo?

Brushy Creek Kid se apresuró a explicar:—Sí. Se trata de algo parecido al título de rey. Solo

que está un poco más bajo en categoría. Algo inter-medio entre un Jack particular y la corona suma.

—No crean —señaló el Fonógrafo— que por eso quie-ro quitar méritos a los aristócratas. Algunos son bue-nas personas, y donde lleguen los hijos de un Watsoncualquiera, pueden llegar ellos. He tratado con algu-nos. He visto un elefante andando al lado del alcalde deFort Worth, y he oído a un búho en las palabras delagente general de la compañía ferroviaria. Les asegu-ro que esa gente puede figurar al lado del primero.Pero cuando un marqués juega con las inocentes afi-ciones de una cocinera, quisiera saber qué nombrese da a semejante conducta.

—Lo mejor aquí es aplicarle los cueros —opinó DryCreek Smithers.

—Estoy contigo —corroboró Kid.Y los demás vaqueros dijeron a coro:—¡De acuerdo!Antes de que el marqués supiera de qué se trataba,

se vio sujeto por ambos brazos y conducido al tronco

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donde se sentara antes. El Fonógrafo se nombró a símismo pronunciador de la sentencia, y se puso en piecon un par de polainas de duro cuero en sus manos.

Aquella era la primera vez que alguien ponía lasmanos sobre el marqués en el curso de los rudos de-portes y entretenimientos vaqueros.

El joven, indignado, exclamó, con los ojos relampa-gueantes:

—¿Qué es esto?—Tómalo con paciencia, marqués —le murmuró Rube

Fellows, que era uno de los que lo sostenían por elbrazo—. Todo es en broma. Admite las cosas con cal-ma y verás cómo sales de esto sin apenas daño. No vana hacer más que tenderte en ese tronco y darte ocho odiez zurriagazos con esas polainas, como si fueran láti-gos. Verás cómo no te hacen mucho daño.

El marqués, exhalando una increpación de ira, mos-tró los deslumbrantes dientes e hizo una maravillosaexhibición de fuerza. Sacudió los brazos tan recia-mente, que los cuatro hombres que lo sujetaban sedesprendieron de él con violencia y fueron a dar,tambaleantes, más allá del tronco. El joven lanzó ungrito de furia. La señorita Sally, con los ojos ya desem-barazados del tabaco, se precipitó en el centro de la re-friega.

En aquel momento, una gran voz resonó en sus oí-dos, y un carruaje tirado por fogosos caballos irrumpióen el círculo de claridad proyectado por la hogueradel campamento. Todos volvieron los ojos al nuevoespectáculo y vieron algo que los hizo olvidar la algomanida propuesta del Fonógrafo, para divertir los

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tedios del campamento. Mayor caza que el marquésse hallaba a mano, así que sus captores lo soltaron y sedirigieron a la nueva víctima.

El carricoche y los caballos pertenecían a Sam Holly,un ganadero que vivía en el Gran Pantano. Sam con-ducía el vehículo. Lo acompañaba un hombre grue-so, de terso rostro, tocado con un alto sombrero deseda y vestido con una levita de largos faldones. Erael juez del distrito, Dave Hackett, que se presentabacomo candidato a las elecciones por segunda vez. Samlo escoltaba de campamento en campamento, paraque se granjeara el soberano voto de los electores.

Los dos hombres se apearon, ataron los caballos aunos troncos y avanzaron hacia la hoguera.

En el acto, todos los miembros del campamento,excepto el marqués, la señorita Sally y Pink Saunders—porque este tenía que hacer los honores a los vi-sitantes— lanzaron un espantoso grito de fingidoterror, y se diseminaron en todas direcciones bus-cando la oscuridad.

—¡Por vida del cielo! —exclamó Hackett—. ¿Tan feossomos que los espantamos así? ¿Cómo está usted,señor Saunders? Me alegro de volver a verlo. ¿Quédiablos haces con mi sombrero, Holly?

—Ya sabía yo que este sombrero nos traería dificul-tades —dijo Sam meditando.

Había tomado la prenda aludida, retirándola de lacabeza de Hackett, y la mantenía en la mano, mi-rando, dubitativo, a las sombras que se extendíanmás allá de la hoguera. Ahora reinaba allí absolutaquietud.

Se volvió a Saunders.

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—¿Qué te parece esto?Pink sonrió.—Más vale que lo pongamos en algún sitio elevado

—dijo con el tono de quien ofrece un consejo desinte-resado—. No creo que la claridad le convenga nada.No me agradaría llevarlo sobre mi cabeza.

Holly se encaramó en lo alto de una rueda del carro deprovisiones, y colgó el sombrero de copa en la ramade una encina. Apenas había tocado el suelo, al des-cender, cuando una docena de disparos de revólve-res de seis tiros acribilló el aire. El sombrero cayóperforado a balazos.

Se oyó un ruido sibilante, como el que produciríanuna veintena de serpientes de cascabel, y los vaque-ros empezaron a salir de la oscuridad, mirando haciaarriba, con exagerada precaución. Se observaban losunos a los otros, como si se recomendaran la mayorprudencia. Formaron luego un solemne y silenciosocírculo alrededor del sombrero, mirándolo con mani-fiesta alarma y emprendiendo de cuando en cuandovertiginosas carreras.

Uno dijo con respetuoso tono:—Ese es el gusano hablador que solo sale por las

noches.—El venenoso Kippootum —proclamó otro—. Muerde

después de muerto, y apesta después de enterrado.—Es el jefe de la tribu de los peludos —aseveró el

Fonógrafo—. Pero no deben temerle ya, compañeros,porque se encuentra bien muerto.

—No lo creas —opuso Dry Creek—. No hace másque fingir. Es un duende de la floresta. Solo existeuna manera de acabar con su vida.

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Miró con malicia al veterano Taller, el corpulentovaquero que tenía un peso de doscientas cuarentalibras. El buen Taller se sentó solemnemente sobreel sombrero de copa y lo aplastó del todo.

Hackett había asistido al desarrollo de aquel espec-táculo abriendo mucho los ojos. Sam Holly notó quesu compañero se irritaba cada vez más y procuróapaciguarlo.

—Sea razonable, juez —aconsejó—. En el ranchoCruz de Diamantes se acumulan sesenta votos, yaspiramos a que todos los electores opten por su can-didatura. En la situación en que estamos nada debeparecernos trascendental, excepto el que usted ganeo pierda las elecciones. Tómelo todo a broma y verácómo no lo lamenta.

Los dos avanzaron en dirección a los tristes despo-jos de lo que había sido una chistera. Hackett resol-vió hablar con cordialidad.

Primero se acercó a los que se hallaban junto a losrestos del sombrero fenecido, pronunciando un res-ponso en su honor. Se paró y dijo con animación:

—He de darles las gracias, muchachos.Le preguntaron:—¿Por qué?—Por su bravura.—Hombre, bravura…Hackett insistió:—Sí; su resolución y bravura me han rescatado de

una verdadera esclavitud —y se adentró en más proli-jas explicaciones asegurando—: Cuando cruzábamosel arroyo, ese terrible monstruo al que han dado muertese desplomó sobre nosotros de un modo inesperado.

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—¿Desde dónde?—Probablemente desde algún árbol. Creo, pues, que

les debo la vida —y remató sus palabras al aventu-rar—: También espero deberles sus votos en las ree-lecciones en que me presento como candidato —y,añadiendo que iba a entregarles su tarjeta, logró quelos vaqueros lo gratificasen con una sonrisa de apro-bación.

Pero el Fonógrafo, no veía satisfecho su afán de diver-sión. Al parecer guardaba otra carta en la manga.

Se dirigió, pues, a Dave Hackett con grave severi-dad y le dijo:

—Compañero, muchos hombres de este campamen-to le hubieran dado una lección por permitirse llegarcon un insecto tan pernicioso como el que nos hatraído, pero prescindiremos de eso, ya que hemossalido del paso sin pérdidas de vidas. Cuente connosotros si se muestra sincero.

—¿En qué sentido? —preguntó el suspicaz Hackett.—¿No es cierto que usted está autorizado a oficiar

en las sagradas ceremonias del matrimonio?—Desde luego —respondió Hackett—, un casamien-

to hecho ante mi presencia debe ser legal.El Fonógrafo adoptó una actitud de virtuoso.—Ha ocurrido un incidente en este campamento. Un

aristócrata ha burlado el amor de una inocente coci-nera. Es deseo nuestro que el orgulloso descendiente,no sé si de veinticinco o de cien condes, se case con laentristecida mujer —y llamó—: ¡Eh, muchachos! Trai-gan al marqués y a la señorita Sally, que vamos a te-ner bodas.

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Aquella ocurrencia del Fonógrafo fue recibida conaullidos de aprobación. Los vaqueros se acercaron paraasistir a la ceremonia.

Hackett se secó el sudor de la frente, aunque lanoche distaba de ser calurosa.

—No sé hasta dónde puede llevar esto —dijo—. ¿Novaldría más que diesen muerte definitiva a lo quequeda de mi sombrero?

—Los muchachos están más animados de lo quetienen por costumbre —opinó Saunders—. Quierencasar a dos mozos: un vaquero y el cocinero. Unabroma más… De todos modos, Hackett, usted y Samtendrán que pernoctar aquí. Hagan lo que sea, y pue-de que los amigos se aquieten después de eso.

Los emisarios matrimoniales encontraron a la se-ñorita Sally sentado en las varas del carro de provi-siones fumando tranquilamente su pipa. El marquésse apoyaba en uno de los árboles que servían de sos-tén al tendal.

Se les hizo entrar en él y el Fonógrafo, improvisadomaestro de ceremonias, ultimó los preparativos.

—Tú, Dry Creek, con Taller, Ben y Jimmy, irán abuscar flores al campo. Hay una planta en el corralque irá muy bien para la guirnalda de la señorita Sally.Tú, Limpy, saca la manta roja y amarilla para quesirva de falda nupcial a la novia. Y tú, marqués, pro-cura que ninguna mujer mire a la novia.

Durante aquellos absurdos preparativos, los prin-cipales interesados quedaron solos durante algunosminutos en la tienda.

El marqués parecía conturbado.

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—Eso no puede continuar así —dijo a la señoritaSally, y su rostro aparecía blanco a la luz de la linter-na colgada en el mástil del tendal.

El cocinero sonrió:—¿Por qué no? —dijo—. Los muchachos se divier-

ten y a mí no me enfada.—¿No comprendes que ese hombre es juez del dis-

trito y sus decisiones tienen fuerza legal? —insistióel marqués.

El cocinero tomó las manos del marqués.—Ya lo sé, Sally Bascom —dijo.—Si lo sabes, ¿cómo…? —murmuró el marqués tem-

blando.—Deseo que ocurra eso más que cosa alguna. Mira,

ya vienen los muchachos.Los vaqueros se agruparon.—Pérfido coyote —dijo airadamente el Fonógrafo

dirigiéndose al marqués—, has de reparar el daño quehas hecho. Conducirás a esta joven al altar, o la cuer-da será contigo.

El marqués se echó el sombrero hacia atrás y serecostó en unos sacos de alubias. Tenía las mejillasencendidas y los ojos brillantes.

—Anden, sigan con sus necedades —dijo.A poco un cortejo se acercó al árbol, a cuyo pie se

sentaban Hackett, Holly y Saunders.Limpy Walker iba el primero, arrancando una dolo-

rosa aria a su armónica. Seguían los novios. El coci-nero llevaba una manta charra anudada a la cinturay un ramo de flores silvestres que debía pesar quincelibras. Adornaban su sombrero ramas de mezquital yde retama. Un mosquitero le servía de velo. Seguía el

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Fonógrafo en el papel de padre de la novia, fingiendosollozos que se oían a una milla de distancia. Detrásiban los vaqueros, de dos en dos, entregados a esoscomentarios usuales de las bodas distinguidas.

Hackett se levantó, pronunció un discurso sobreles deberes matrimoniales y preguntó:

—¿Sus nombres?El cocinero repuso:—Sally y Charles.—Unan sus manos, Charles y Sally.Jamás se presenció boda más extraña. Porque boda

era, aunque solo dos de los asistentes lo conocieran.Terminada la ceremonia, los vaqueros prorrumpie-

ron en un alarido de congratulación, y con ello acabóla chanza de aquella noche. Se extendieron las man-tas y todo quedó supeditado a la necesidad de dormir.

El marqués —ya desprovisto de su chaqueta— per-maneció un momento con el cocinero a la sombra delcarro de las provisiones.

El último apoyó la cabeza en el hombro de su des-posada y esta murmuró:

—No sabía qué hacer, ¿comprendes? Ya no estabapapá con nosotros y teníamos que ingeniárnoslas.Como lo había ayudado mucho cuando teníamos ga-nado, pensé que no me sería difícil conseguir unempleo de vaquero.

—Se comprende.—Era la única manera de poder resolver la vida.

Cierto que no se ganaba mucho y que…—¿Y qué?—Ya lo sabes. Dime algo. Cuando me viste, ¿qué

pensaste?

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—Lo supe desde el primer momento.—¿O sea…?—Desde que Saunders anunció: «El marqués y la

señorita Sally». Noté cómo te estremecías al oír tunombre, y, naturalmente…

El marqués cuchicheó:—Muy inteligente. Pero no sé cómo adivinaste que

lo de «señorita Sally» iba por mí.—Porque —dijo con calma el cocinero— yo era el

marqués. Mi padre fue el marqués de Borodale. Per-dona, Sally, pero no pude evitarlo.

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Índice

Sacrificio de amor/ 5

El filtro de amor de Ikey Schoenstein/ 15

Primavera a la carta/ 24

Desde el pescante/ 34

Corazones y cruces/ 42

El amigo de Telémaco/ 61

El manual del himeneo/ 72

Un preso reformado/ 89

El conde y la invitación a la boda/ 103

La llamada del clarín/ 113

El recuerdo/ 125

El rescate/ 139

Los altibajos de la vida/ 157

El pan malévolo/ 167

El marqués y la señorita Sally/ 173

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