El sastre de panama john le carre

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Un hombre sencillo se veinvolucrado en un caso deespionaje que terminará entragedia. Todo ocurre en Panamá,cuando se acerca el día en quedebe cumplirse el acuerdo dedevolución del Canal al gobiernolocal. Pendel es el mejor sastre delpaís. Sus manos miden y cortan lostrajes del presidente de Panamá,del general al mando de las tropasnorteamericanas en el Canal y detoda la gente importante. Su vidatranscurre apaciblemente, hastaque en ella irrumpe un ambicioso y

torpe agente británico que loconvertirá en su fuente deinformación privilegiada.

John le Carré

El sastre dePanamá

ePUB v1.1Perseo 08.07.12

Título original: The Tailor of PanamaJohn le Carré, 1996Diseño/retoque portada: Perseo

Editor original: Perseo (v1.0 a v1.1)ePub base v2.0

En recuerdo de Rainer Heumann,agente literario,

caballero y amigo.

Quel Panamá!

Expresión habitual enFrancia a principiosde siglo. Describe unconflicto insoluble.(véase la admirableobra de DavidMcCullough The PathBetween the Seas)

Agradecimientos

A ninguna de las personas que me haayudado en la elaboración de estanovela debe atribuirse laresponsabilidad de sus defectos.

En Panamá, debo expresar miagradecimiento en primer lugar aleminente novelista norteamericanoRichard Koster, quien con granliberalidad de espíritu se desvió de suspropios asuntos para abrirme muchaspuertas, y me ofreció sus sabiosconsejos. Alberto Calvo me brindó

pródigamente su tiempo y su apoyo.Roberto Reichard fue siempre atentoconmigo, y hospitalario hasta el exceso.Y cuando el libro estuvo acabado,reveló una innata aptitud para lacorrección de textos. El valerosoGuillermo Sánchez, azote de Noriega yhasta el día de hoy alerta paladín delPanamá decente desde las páginas de LaPrensa, me honró con su lectura delmanuscrito acabado y dio el visto bueno,al igual que Richard Wainio de laComisión del Canal de Panamá, que fuecapaz de reír donde hombres de menortalla habrían palidecido.

Andrew y Diana Hyde sacrificaron

horas de su precioso tiempo, pese a losgemelos, nunca manifestaron curiosidadindebida por mis propósitos y meahorraron más de un desliz embarazoso.El doctor Liborio García-Correa y sufamilia me acogieron en su senocolectivo y me guiaron hasta lugares ypersonas a los que de otro modo nuncahabría accedido. Estaré eternamenteagradecido al doctor García-Correa porsus infatigables investigaciones enprovecho mío y por las magníficasexcursiones que hicimos juntos, enespecial a Barro Colorado. SarahSimpson, supervisora y propietaria delrestaurante Pavo Real, me proporcionó

incomparable sustento. Hélène Breebart,que confecciona hermosas prendas devestir para hermosas mujerespanameñas, tuvo la gentileza deasesorarme en la creación de misastrería de caballeros. Y el personaldel Instituto Smithsonian deInvestigación Tropical me obsequió condos días inolvidables.

Mi retrato del personal de laembajada británica en Panamá es purafantasía. Los diplomáticos británicosque conocí en Panamá, así como susesposas, eran sin excepción aptos,diligentes y honrados. Nadie más lejosque ellos de malévolas conspiraciones o

el robo de lingotes de oro, y en nada seasemejan, gracias a Dios, a lospersonajes imaginarios descritos en estelibro.

De regreso en Londres, vaya miagradecimiento a Rex Cowan y GordonSmith por su aportación respecto a losantecedentes judíos de Pendel, y a DougHayward de Mount Street oeste, a quiendebo mi primera imagen borrosa dePendel el sastre. Si uno se pasa por elestablecimiento de Doug con la idea detomarse las medidas para un traje, esmuy probable que lo encuentre sentadoen su butaca frente a la puerta. Hay allíun acogedor sofá antiguo donde

acomodarse y una mesita de centrocubierta de libros y revistas.Lamentablemente no cuelga de su paredel retrato del gran Arthur Braithwaite, nitolera demasiado bien las habladuríasde su probador, donde adopta unaactitud dinámica y profesional. Pero siuna tarde apacible de verano uno cierralos ojos en su sastrería, quizá oiga eleco lejano de la voz de Harry Pendelalabando las virtudes de la alpaca o losbotones de tagua.

En cuanto a la música de HarryPendel, estoy en deuda con otro gransastre, Dennis Wilkinson de L. G.Wilkinson, en St. George Street. A

Dennis, cuando corta, nada le complacetanto como echar la llave de su tallerpara aislarse del mundo y escuchar susclásicos preferidos. Alex Rudelhof meinició en los íntimos misterios del artede tomar medidas.

Y por último, sin Graham Greeneeste libro nunca habría nacido. Desde lalectura de Nuestro hombre en LaHabana, la idea de un inventor deinformación nunca ha abandonado mimente.

JOHN LE CARRÉ

Capítulo 1

La tarde de aquel viernes se habíadesarrollado con toda normalidad en elPanamá tropical hasta que AndrewOsnard irrumpió en la sastrería de HarryPendel y pidió que le tomasen lasmedidas para un traje. Cuando Osnardirrumpió en el establecimiento, Pendelera una persona. Cuando se marchó,Pendel no era ya el mismo. Tiempo totaltranscurrido: setenta y siete minutossegún el reloj de caoba fabricado porSamuel Collier de Eccles, una de las

muchas piezas con valor históricoreunidas en el establecimiento de Pendel& Braithwaite Co., Limitada, sastres dela realeza, antes en Savile Row,Londres, y actualmente en la vía España,Ciudad de Panamá.

O mejor dicho, a un paso de la víaEspaña. Tan cerca, de hecho, que casino había distancia material. Y másconocido como P & B.

El día comenzó puntualmente a las seisde la madrugada. Pendel se despertósobresaltado por el estruendo de lassierras de cadena, los edificios en

construcción y el tráfico del valle, y porla briosa voz masculina de la Radio delas Fuerzas Armadas.

—Yo no estaba allí, su señoría; eranotros dos tipos. Ella me pegó primero, ylo hice con su consentimiento —anuncióPendel a la mañana, pues tenía unasensación de inminente castigo a pesarde que era incapaz de atribuirle unacausa concreta. De pronto recordó queel director de su banco lo esperaba a lasocho treinta y saltó de la cama. Suesposa Louisa masculló «No, no, no» yse tapó la cabeza con la sábana porquepara ella el amanecer era el peormomento del día.

—No estaría mal un «Sí, sí, sí»,para variar —sugirió Pendel mirándoseen el espejo mientras aguardaba a que elagua del grifo saliese caliente—.Pongámosle un poco de optimismo a lavida, ¿no te parece, Lou?

Louisa gimoteó pero su cuerpopermaneció inmóvil bajo la sábana, asíque Pendel, para animarse, no encontrómejor distracción que apostillar laspalabras del locutor con comentariospresuntamente ingeniosos.

«El comandante en jefe del MandoSur de Estados Unidos reiteró anoche lafirme voluntad de su gobierno derespetar, de palabra y obra, las

obligaciones contraídas con Panamámediante los tratados del Canal»,proclamó el locutor con masculinasolemnidad.

—Puro camelo, muchacho —replicóPendel, enjabonándose la cara—. Sifuera verdad, no tendría necesidad derepetirlo una y otra vez, ¿no, general?

«El presidente panameño ha llegadohoy a Hong Kong, primera escala de sugira de dos semanas por las capitalesdel Sudeste asiático», informó ellocutor.

—¡Aquí lo tenemos! —exclamóPendel, y alzó una mano jabonosa parareclamar la atención de su mujer—.

¡Hablan de tu jefe!«Viaja acompañado de un equipo de

expertos en economía y comercio, entreellos su asesor en materia deplanificación sobre el canal de Panamá,el doctor Ernesto Delgado».

—¡Bravo, Ernie! —dijo Pendel contono de aprobación, mirando de soslayoa su yacente esposa.

«El próximo lunes la comitivapresidencial reanudará viaje rumbo aTokio para mantener allí unas decisivasconversaciones sobre el posibleincremento de las inversiones japonesasen Panamá», prosiguió el locutor.

—¡Ahora verán esas geishas! ¡Se

van a quedar boquiabiertas! —murmuróPendel mientras se afeitaba la mejillaizquierda—. No saben de lo que escapaz nuestro Ernie.

Louisa despertó con inesperadoímpetu.

—Harry, por favor, no quiero oírtehablar así de Ernesto ni en broma.

—Lo siento, cariño. No se repetirá.Jamás —prometió a la vez que acometíala difícil porción de bigote situada justodebajo de la nariz.

Pero sus palabras no sirvieron paraapaciguar a Louisa.

—¿Por qué no invierten en Panamálos panameños? —protestó. A

continuación apartó la sábana de unmanotazo y se irguió en la cama,luciendo el camisón blanco de hilo quehabía heredado de su madre—. ¿Por quétenemos que andar tras el dinero de losasiáticos? Somos un país rico. Sólo enesta ciudad hay ciento siete bancos, ¿ono? ¿Por qué no empleamos nuestrasganancias de la droga en construirfábricas, escuelas y hospitales?

Ese «nuestras» no lo decía ensentido literal. Louisa se había criado enla Zona del Canal cuando ésta, en virtudde un abusivo tratado, era territorioestadounidense a perpetuidad, pese a seruna franja de tierra de sólo dieciséis

kilómetros de anchura por ochenta delongitud, y hallarse rodeada demenospreciables panameños. Su difuntopadre era ingeniero del ejército y,encontrándose destinado en la Zona, seretiró anticipadamente para trabajar alservicio de la Compañía del Canal. Sudifunta madre, fiel adepta dellibertarianismo, era profesora dereligión en un colegio segregado de laZona.

—Ya sabes lo que dicen, cariño —respondió Pendel, levantándose ellóbulo de una oreja y pasando la navajapor debajo. Se afeitaba con la mismadevoción con que otros pintan, feliz

entre sus frascos y brochas—. Panamáno es un país; es un casino. Y nosotrosconocemos a quienes lo dirigen. Tútrabajas para uno de ellos, ¿no es así?

Ya volvía a las andadas. Cuandotenía la conciencia intranquila, era tanincapaz de medir sus palabras comoLouisa de contener sus exabruptos.

—No, Harry, te equivocas. Yotrabajo para Ernesto Delgado, y Ernestono es uno de ellos. Ernesto es un hombrehonrado, con ideales, preocupado porsalvaguardar el futuro de Panamá comoestado libre y soberano en la comunidadde naciones. A diferencia de ellos,Ernesto no persigue el lucro personal,

no está hipotecando el patrimonio de supaís. Eso lo convierte en una personamuy especial y muy poco corriente.

Calladamente avergonzado, Pendelabrió la ducha y probó la temperaturadel agua con la mano.

—Otra vez ha caído la presión —dijo sin sucumbir al desaliento—. Nosestá bien empleado por vivir en lo altode un cerro.

Louisa se levantó de la cama y sequitó el camisón. Era alta, de cinturaalargada, cabello oscuro e hirsuto, ypechos firmes de deportista. Cuando seolvidaba de sí misma, era hermosa;cuando volvía a recordar quién era,

encorvaba los hombros y se sumía enuna actitud taciturna.

—Bastaría con un buen hombre,Harry —prosiguió, perseverante,mientras se embutía el pelo en el gorrode baño—. Sólo eso necesitaría estepaís para salir a flote. Un buen hombrede la valía de Ernesto. No otrodemagogo ni otro ególatra.Sencillamente un buen cristiano, unhombre con sentido ético, unadministrador íntegro y competente queno se dejase sobornar, capaz de mejorarlas carreteras y el alcantarillado, deponer remedio a la pobreza, ladelincuencia y el narcotráfico, y de

conservar el Canal en lugar devendérselo al mejor postor. Y Ernestoalberga el sincero deseo de desempeñarese papel. Así que ni tú ni nadie tenéispor qué difamarla.

Pendel se vistió deprisa, aunque consu acostumbrada meticulosidad, y sedirigió a la cocina sin pérdida detiempo. Los Pendel, como cualquier otromatrimonio de clase media en Panamá,tenían una legión de criados, pero untácito puritanismo exigía que el cabezade familia preparase el desayuno: unhuevo escalfado con tostadas para Mark;un panecillo con queso fresco paraHannah. Y unos pasajes de El Mikado

que Pendel se sabía de memoria yentonaba armoniosamente porque lamúsica era una parte importante de suvida. Mark, ya vestido, hacía las tareasde la escuela en la mesa de la cocina.Hannah, preocupada por una mancha enla nariz, necesitó ruegos y halagos parasalir del cuarto de baño.

Después, una precipitada sucesiónde reproches y despedidas mientrasLouisa, vestida pero con el tiempo justopara llegar a su trabajo en la sedeadministrativa de la Comisión del Canalde Panamá, corre hacia su Peugeot, yPendel y los chicos cogen el Toyotadispuestos a emprender el agotador

camino a la escuela. En el tortuosodescenso por la empinada pendiente,izquierda, derecha, izquierda, hacia lacarretera principal, Hannah se come supanecillo, Mark batalla con sus tareas enel bamboleante todoterreno, y Pendeldice «Siento haberos metido prisa,pandilla, pero a primera hora tengo unacharla con la gente del banco» y searrepiente en secreto de sus ramplonescomentarios sobre Delgado.

A continuación un tramo rápidocontra el sentido habitual de la marcha,gentileza del operativo[1] matutino quehabilita los dos carriles para agilizar laentrada en la ciudad de los habitantes de

la periferia. Seguidamente una carrera avida o muerte entre las embestidas deltráfico por pequeñas carreterasvecinales flanqueadas por casas deestilo norteamericano muy parecidas ala de ellos, y por fin el pueblo, con susMcDonald’s y Kentucky Fried Chicken yla feria donde Mark se rompió un brazoel último 4 de julio al recibir el impactode un autochoque enemigo, y cuandollegaron al hospital se aglomeraba allíuna multitud de niños con quemaduras acausa de los fuegos artificiales.

Luego unos instantes de revuelomientras Pendel se escarba en losbolsillos buscando una moneda para el

muchacho negro que vende rosas en elsemáforo, y poco más adelante unentusiasta saludo por parte de los tres alanciano que lleva seis meses plantadoen la misma esquina ofreciendo unamecedora por doscientos cincuentadólares, como reza en el cartel quepende de su cuello. Más carreterasvecinales —pues hoy le toca a Markbajarse el primero—, el acceso alinsufrible infierno de Manuel EspinosaBatista, la Universidad Nacional, unfurtivo y melancólico vistazo a laschicas de largas piernas con blusasblancas y libros bajo el brazo, unaadmirativa mirada a la iglesia del

Carmen con su esplendor de tartanupcial —buenos días, Dios—, elpeligro mortal del cruce con vía España,la zambullida en la avenida FedericoBoyd con un suspiro de alivio, otrazambullida en vía Israel en direcciónhacia San Francisco, unas cuantasmanzanas inmersos en la corriente devehículos que circulan hacia elaeropuerto de Paitilla —buenos díastambién a las señoras y señoresnarcotraficantes, a quienes pertenecen lamayoría de las preciosas avionetasprivadas que se alinean entre lachatarra, los ruinosos edificios, lasgallinas y los perros callejeros—, pero

cuidado ahora, un poco de precaución,respiremos hondo, la oleada deatentados contra intereses judíos enLatinoamérica no ha pasado aquíinadvertida: los jóvenes con cara depocos amigos que montan guardia antelas puertas del Albert Einstein no seandan con bromas, así que vigila tusmodales. Mark se apea, temprano poruna vez.

—¡Te olvidas esto, bobo! —advierte Hannah, y le lanza la cartera.

Mark se aleja con paso decidido, sindemostraciones de afecto, ni siquierauna escueta despedida con la mano portemor a que sus compañeros puedan

interpretarlo como un gesto de añoranza.Y después otra vez a la brega, a los

impotentes ululatos de las sirenas depolicía, el martilleante fragor deexcavadoras y taladros, los arbitrariosbocinazos, groserías y protestas de unaciudad tropical y tercermundistaimpaciente por morir de asfixia, otra veza los pordioseros y los lisiados y losvendedores de flores, pañuelos depapel, tazas y galletas que se agolpan entorno a los coches en cada semáforo.

—Hannah, baja la ventanilla y, porcierto, ¿dónde está aquel bote conmonedas de medio balboa? Hoy es elturno del canoso senador sin piernas que

se arrastra en su carrito impulsándosecon los brazos. Lo sigue la hermosamadre negra con su feliz bebé apoyadoen la cadera; cincuenta centésimos parala madre y unos mimos para el niño. Porúltimo se acerca, una vez más, ellacrimoso muchacho de las muletas conla pierna doblada bajo el cuerpo comoun plátano demasiado maduro. ¿Lloraacaso todo el día o sólo en las horaspunta? Hannah le da también mediobalboa.

A partir de ahí el camino estádespejado y subimos a toda velocidadpor la empinada cuesta hasta el MaríaInmaculada, donde las monjas de rostros

empolvados trajinan junto a losautobuses escolares de color amarillo ala entrada del colegio. —¡Buenos días,señor Pendel! y ¡Buenos días, hermanaPiedad! ¡Buenos días,[2] hermanaImelda!—, ¿y se ha acordado Hannah decoger el dinero de la colecta para elsanto del día? No, es una boba como suhermano, así que aquí tienes cincodólares, cielo, llegas con tiempo desobra, y que pases un buen día. Hannah,más bien regordeta, da un carnoso besoa su padre y se marcha en busca deSarah, que es su amiga inseparable deesta semana, mientras un orondo policíacon un reloj de oro en la muñeca

contempla la escena sonriente como unPapá Noel.

Y nadie le concede la menorimportancia, piensa Pendel casicomplacido mientras la ve desaparecerentre el enjambre de alumnas. Ni loschicos ni nadie. Ni siquiera yo. Un niñojudío que no lo es, una niña católica quetampoco lo es, y a todos nos parece lomás normal. Y siento haber hablado entérminos tan irrespetuosos delincomparable Ernesto Delgado, cariño,pero hoy no estoy de humor paraportarme bien.

Tras lo cual Pendel, solazándose en supropia compañía, vuelve a la carretera ypone su Mozart en el radiocasete. Y deinmediato, como suele ocurrirle encuanto se queda solo, se aguza suconciencia. Por puro hábito compruebasi está echado el seguro de todas laspuertas y con el rabillo del ojopermanece alerta a posibles asaltantes,policías u otros elementos peligrosos.Pero no está preocupado. Después de lainvasión estadounidense los pistolerosrigieron Panamá en paz durante unosmeses. Ahora si alguien desenfundase un

arma en un embotellamiento, recibiríauna descarga cerrada de todos losvehículos circundantes menos del dePendel.

Un sol cegador salta sobre él desdedetrás de uno de tantos rascacielos amedio construir, las sombras seennegrecen, el fragor urbano cobradensidad. Un arco iris de ropa tendidaflota en la oscuridad de los precariosbloques de pisos erigidos a ambos ladosde las callejuelas por las que tiene queabrirse paso. En las aceras se venrostros africanos, amerindios, chinos yde todos los mestizajes concebibles.Panamá se enorgullece de poseer igual

variedad de seres humanos que de aves,hecho que alegra a diario el corazónhíbrido de Pendel. Unos descienden deesclavos, otros podrían haberlo sido, yaque sus antepasados desembarcaron enel país a millares para trabajar, y aveces morir, en el Canal.

De pronto se despeja el paisaje.Bajamar y una luz tenue en el Pacífico.Las islas grises situadas frente a la bahíasemejan lejanas montañas chinassuspendidas en la turbia bruma. Pendelsiente un intenso deseo de viajar hastaellas. Quizá sea culpa de Louisa, puesen ocasiones su abrumadora inseguridadlo desalienta. O quizá sea porque frente

a él asoma ya la torva punta roja deledificio del banco, compitiendo enaltura con sus vecinos no menossiniestros. Una docena de barcos formauna espectral línea sobre el horizonteinvisible, consumiendo las horasmuertas mientras esperan turno paraentrar en el Canal. En un acceso deempatía, Pendel experimenta el tedio dela vida a bordo. Se ahoga de calor en lacubierta inmóvil; yace en un camarotehediondo lleno de cuerpos extranjeros ygases de combustión. No, gracias, paramí no habrá ya más horas muertas, sepromete, estremeciéndose. Nunca más.Durante el resto de su vida Pendel

saboreará cada hora de cada día, y esono tiene vuelta de hoja. O si no, que selo pregunten al tío Benny, en este mundoo el más allá.

Al llegar a la señorial avenidaBalboa lo asalta una súbita sensación deingravidez. A su derecha aparece laembajada de Estados Unidos, mayor queel palacio Presidencial, mayor inclusoque su banco. Pero menor, en esemomento, que Louisa. Soy demasiadopretencioso, explica a su esposamientras desciende hacia la entrada delbanco. Si no fuera por mis delirios degrandeza, no estaría metido en el lío enque me encuentro, no habría concebido

la fantasía de convertirme enterrateniente, y no estaría endeudadohasta el cuello ni andaría despotricandocontra Ernie Delgado o cualquier otrode tus modelos de moralidad intachable.Con desgana apaga su Mozart, alarga elbrazo por encima del asiento, descuelgala chaqueta de la percha —hoy haelegido el azul oscuro—, se la pone y,mirándose en el retrovisor, se arregla lacorbata de Denman Goddard. Unimperturbable muchacho de uniformemonta guardia ante las enormes puertasde cristal. Mece en sus brazos un fusilde repetición y saluda a todo aquel queviste traje.

—¿Qué tal, don Eduardo? ¿Cómoestamos? —grita Pendel, alzando unamano.

El muchacho le dirige una radiantesonrisa de satisfacción y responde:

—Buenos días, señor Pendel.Ahí acaba su conocimiento del

inglés.

Harry Pendel posee una robustacomplexión poco común en un sastre.Quizá es consciente de ello porque suandar trasluce fuerza contenida. Es unhombre de torso ancho y considerableestatura. Lleva el pelo, ya gris, cortado a

cepillo. Posee el pecho poderoso y loshombros recios y sesgados de unboxeador. Sin embargo, camina con elporte seguro y disciplinado de un líderpolítico. En un primer momento susmanos cuelgan a los costados,ligeramente contraídas, pero después lascruza tras la fornida espalda conafectada compostura. Es el porte dequien pasa revista a una guardia dehonor o afronta con dignidad unasesinato. Y en su imaginación Pendelha hecho lo uno y lo otro. En el faldónposterior de la chaqueta no admite másde un corte. La ley de Braithwaite, lollama.

Pero es en la cara, fiel reflejo de suscuarenta años, donde más claramenteafloran el entusiasmo y la satisfacciónde este hombre. Una incorregibleinocencia resplandece en sus ojos azulesde niño, y su boca, aun en reposo,exhibe una sonrisa cordial ydesenvuelta. Tropezarse de improvisocon este rostro infunde cierto bienestar.

En Panamá los grandes hombrestienen esculturales secretarias negrasataviadas con decorosos uniformesazules de conductora de autobús. Tienenpuertas blindadas revestidas de tecaprocedente de las selvas tropicales yprovistas de tiradores de bronce, que

sólo sirven de adorno porque el pestillose abre desde dentro mediante undispositivo electrónico a fin de protegera los grandes hombres de posiblessecuestradores. El despacho de RamónRudd, amplio y moderno, se hallaba enla planta decimosexta, y la ventanapanorámica de cristal ahumado daba a labahía. Contenía un escritorio del tamañode una pista de tenis, y Ramón Ruddestaba aferrado a un extremo como unadiminuta rata aferrada a una enormebalsa. Era un hombre de figura oronda ycorta estatura. Llevaba el peloengominado y anchas patillas negras condestellos azules; una sombra azulada

oscurecía su mandíbula, y una miradaalerta y codiciosa brillaba en sus ojos.Por practicar, se obstinaba en hablar eninglés, con una voz más bien nasal.Había gastado una fortuna en investigarsu genealogía, y se proclamabadescendiente de unos aventurerosescoceses que no pudieron abandonar lazona tras el desastre de Darién. Seissemanas atrás había encargado un kilt enel tartán de los Rudd para participar enel baile escocés del club Unión. RamónRudd debía a Pendel diez mil dólarespor cinco trajes. Pendel debía a Ruddciento cincuenta mil dólares. En un gestode generosidad, Ramón sumaba los

intereses impagados al capital, y por esoel capital no dejaba de aumentar.

—¿Un caramelo de menta? —preguntó Rudd, empujando una bandejametálica con caramelos verdesenvueltos en celofán.

—Gracias, Ramón —contestóPendel, pero rehusó el ofrecimiento.

Ramón cogió uno.—¿Por qué pagas tanto a un

abogado? —quiso saber Rudd tras unsilencio de dos minutos durante el cualél se dedicó a chupar el caramelo yambos, por separado, examinaroncariacontecidos el estado de cuentas delarrozal.

—Dijo que sobornaría al juez,Ramón —explicó Pendel con lamansedumbre de un reo prestandodeclaración—. Dijo que era amigo suyo,y que prefería mantenerme al margen.

—¿Y por qué aplazó el juez la vistasi el abogado lo había sobornado? —discurrió Rudd—. ¿Por qué no teconcedió el agua tal como habíaprometido?

—Para entonces no era ya el mismojuez, Ramón. Después de las eleccionesasignaron el caso a otro juez, y elsoborno era intransferible,¿comprendes? Y ahora el nuevo juezestá dando largas al asunto para ver cuál

de las partes puja más alto. Según elsecretario del juzgado, este juez es másrecto que el anterior, y por tanto máscaro. En Panamá los escrúpulos deconciencia cuestan dinero, sostiene. Ylas cosas empeoran por momentos.

Ramón Rudd se quitó las gafas, lesechó el aliento y limpió las lentes con untrozo de gamuza que había sacado delbolsillo superior de su traje de PendelBraithwaite. A continuación se acomodóde nuevo las curvas patillas tras lasorejas pequeñas y lustrosas.

—¿Por qué no sobornas a algúnfuncionario del Ministerio de DesarrolloAgrícola? —sugirió, haciendo gala de

superior indulgencia.—Lo hemos intentado, Ramón, pero

son gente de principios, ¿comprendes?Dicen que la otra parte ya los hasobornado y no sería ético un cambio delealtades.

—¿Y no podría el administrador detus tierras encontrar alguna solución? Seembolsa un buen salario. ¿Por qué nointerviene?

—Mira, Ramón, la verdad, Ángel esun archipifias de cuidado —admitióPendel, que a veces inconscientementecontribuía con originales expresiones alenriquecimiento del idioma—.Hablando claro, creo que me prestaría

un mejor servicio si desapareciera. Porlo que veo, tarde o temprano no va aquedarme más remedio que tomar cartasen el asunto.

A Ramón Rudd la chaqueta leapretaba aún un poco en la sisa. Secolocaron cara a cara junto a la granventana, y mientras Rudd cruzaba losbrazos ante el pecho, los extendía a loslados y entrelazaba las manos tras laespalda, Pendel tiraba de las costurascon las puntas de los dedos y aguardabacomo un médico para saber dónde dolía.

—Quizá le falta una pizca deholgura, Ramón, si es que real mente lefalta —diagnosticó Pendel por fin—. No

voy a descoser las mangas sin necesidadporque estropearíamos la chaqueta. Perosi la traes la próxima vez que vengas,veremos qué puede hacerse.

Volvieron a sentarse.—¿Dan algo de arroz tus campos?

—preguntó Rudd.—Muy poco, Ramón, por no decir

nada. Además, según me han explicado,tenemos que competir con laglobalización, que es el arroz a bajoprecio importado de países donde laagricultura recibe subsidios del Estado.Me precipité. O mejor dicho, nosprecipitamos los dos.

—¿Tú y Louisa?

—No, Ramón. Tú y yo.Ramón Rudd consultó su reloj con

expresión ceñuda, como acostumbrabaen presencia de clientes sin dinero.

—Es una lástima que noconstituyeses el arrozal como sociedadindependiente cuando aún estabas atiempo, Harry. Presentar un buenestablecimiento como garantía paracomprar un arrozal que se ha quedadosin agua es un disparate.

—¡Vamos, Ramón, me loaconsejaste tú! —protestó Pendel. Perola vergüenza minaba su indignación—.Dijiste que a menos que considerásemoslos dos negocios conjuntamente no

podías asumir el riesgo del arrozal. Eracondición necesaria para el préstamo.Muy bien, fue culpa mía; no deberíahaberte hecho caso. Pero me dejéconvencer. Creo que aquel díarepresentabas los intereses del banco, yno los de Harry Pendel.

Charlaron de hípica. Ramón tenía unpar de caballos. Charlaron de tierras.Ramón tenía propiedades en la costaatlántica. Quizá Harry podía acercarsehasta allí un fin de semana, e inclusocomprar una parcela; aunque noedificase en uno o dos años, el banco deRamón le concedería una hipoteca. Sinembargo Ramón no le propuso que

llevase a Louisa y los chicos, pese a quesu hija estudiaba también en el MaríaInmaculada y las dos niñas eran amigas.Tampoco, para gran alivio de Pendel, lepareció oportuno mencionar losdoscientos mil dólares que Louisa habíaheredado de su difunto padre y confiadoa Pendel para invertir en algo seguro.

—¿Te has planteado trasladar lacuenta a otro banco? —preguntó RamónRudd cuando todo lo indecible habíaquedado sin decir.

—Dudo que me aceptase alguno eneste preciso momento, Ramón. ¿Por quélo dices?

—Recibí una llamada de un banco

mercantil. Pedían información sobre ti.Solvencia, deudas, facturación; en fin,esa clase de datos que, naturalmente, nodoy a nadie.

—Algún cabeza hueca —dijo Pendel—. Me habrán confundido con otro.¿Qué banco era?

—Uno inglés. De Londres.—¿De Londres? ¿Y te llaman a ti?

¿Para preguntarte por mí? ¿Quiénes?¿Cuál era? Pensaba que habían quebradotodos.

Ramón Rudd se disculpó por nopoder ofrecerle una respuesta másprecisa. En todo caso no les había dichonada, naturalmente. Los incentivos le

traían sin cuidado.—¡Santo cielo! —exclamó Pendel

—. ¿Qué incentivos?Pero, por lo visto, Rudd casi se

había olvidado de esa parte. Cartas depresentación, contestó vagamente.Recomendaciones. No lo habíaconsiderado ni por un instante. Harry eraun amigo.

—He estado pensando en encargarteuna chaqueta —comentó Ramón Ruddcuando se despedían con un apretón demanos—. Azul marino.

—¿Un azul como éste?—Más oscuro. Cruzada. Con

botones de metal. Escoceses.

Así que Pendel, en un nuevoarranque de gratitud, lo puso al corrientesobre una fabulosa gama de botones queacababa de enviarle la Badge ButtonCompany de Londres.

—Podrían grabar el escudo dearmas de tu familia, Ramón. Ya meparece estar viendo el cardo. Y tambiénpodrían hacerte unos gemelos a juego.

Ramón dijo que lo pensaría. Comoera viernes, se desearon mutuamente unfeliz fin de semana. ¿Y por qué no? Eldía venía desarrollándose aún con todanormalidad en el Panamá tropical.Flotaba quizá alguna que otra nube en suhorizonte personal, pero en el pasado

había salido airoso de trances muchopeores. Habían telefoneado a Ramón deun misterioso banco londinense, o quizáera pura invención. A su manera, Ramónera un hombre agradable, un apreciadocliente cuando pagaba, y habían tomadounas cuantas copas juntos. Pero habríaque estar doctorado en percepciónextrasensorial para saber qué seocultaba dentro de aquella cabezahispanoescocesa.

Para Harry Pendel llegar a su pequeñacalle es siempre como arribar a puerto.En ocasiones, a modo de juego, se

atormenta con la idea de que la sastreríapueda haber desaparecido, que hayaquedado reducida a cenizas por unabomba, o que alguien se la hayaapropiado. O incluso que ni siquierahaya existido jamás, que sea fruto de sufantasía, una ilusión imbuida por sudifunto tío Benny. Hoy, sin embargo, lavisita al banco le ha causado ciertadesazón, y en cuanto se adentra en lassombras de los altos árboles, su miradabusca espontáneamente la sastrería y nose aparta ya de ella. Eres una auténticacasa, dice a las tejas abarquilladas decolor rojo herrumbre que parpadeanentre las hojas. No eres una simple

tienda. Eres la casa con que un huérfanosueña toda su vida. Si el tío Bennypudiese verte:

—¿Te has fijado en las flores queadornan la entrada? —pregunta Pendel aBenny, dándole un afectuoso codazo—.Invitan a pasar al interior, donde se estáfresco y a gusto y lo tratan a uno comoun pachá.

—Harry, muchacho, esto es elsúmmum —responde el tío Benny,tocándose las alas del sombrero defieltro con las palmas de las manoscomo siempre que trama algo—. Con unlocal así, podrías cobrar una libra sólopor cruzar la puerta.

—¿Y qué me dices del rótulo,Benny? P & B en un solo trazoacaracolado formando una cresta, que escomo se conoce a la sastrería por todala ciudad, en el club Unión, en laAsamblea Legislativa y en el mismísimopalacio de las Garzas. «¿Has pasado porP & B últimamente?». O «Ahí va fulanocon su traje de P & B». ¡Así se hablapor aquí, Benny!

—Harry, muchacho, ya lo he dichootras veces y lo vuelvo a repetir: tienesafluencia; tienes la vista bien asentada.Sólo querría saber de quién lo hasheredado.

Con el ánimo casi renovado, y

Ramón Rudd casi olvidado, HarryPendel sube por los peldaños de lasastrería dispuesto a iniciar su jornada.

Capítulo 2

La llamada de Osnard, que se produjo aeso de las diez y media, no causó elmenor revuelo. Era un nuevo cliente, ypor norma de la casa a los nuevosclientes los atendía el señor Harry enpersona, o bien, si él estaba ocupado, seles rogaba que dejasen su número deteléfono para que el señor Harry sepusiese en contacto con ellos tan prontocomo le fuese posible.

Pendel se hallaba en el taller decorte creando en papel marrón los

patrones para un uniforme de la marinaal son de la música de Gustav Mahler.El taller de corte era su santuario, y nolo compartía con nadie. La llave estabaalojada permanentemente en el bolsillode su chaleco. A veces, por el meroplacer de saborear lo que aquella llavesignificaba para él, la introducía en lacerradura y la hacía girar para aislarsedel mundo como prueba de que era elúnico dueño de sus actos. Y a veces sequedaba unos segundos con la cabezainclinada y los pies juntos en actitud depleitesía antes de abrir de nuevo yreanudar su venturosa jornada. Nadie loveía en tales momentos excepto la parte

de él que desempeñaba el papel deespectador de sus acciones teatrales.

A sus espaldas, en habitacionesigualmente espaciosas, bien iluminadasy refrescadas mediante pancaseléctricas, sus mimados operarioscosían, planchaban y charlaban con unalibertad de la que raramente disfrutanlas clases trabajadoras en Panamá. Peroninguno trabajaba con más entrega quesu jefe al detenerse un instante paraatender a un crescendo de Mahler y acontinuación aplicar diestramente latijera a lo largo de la curva líneaamarilla que definía la espalda y loshombros de un almirante de la flota

colombiana cuyo único deseo eraaventajar en elegancia a su degradadopredecesor.

Pendel había diseñado para él ununiforme de singular esplendor. Elpantalón blanco, confiado ya a lospantaloneros italianos que teníacómodamente instalados en otrahabitación de la sastrería, debía serajustado en los fondillos, idóneos paraestar de pie pero no para sentarse. Lacasaca que Pendel cortaba en esepreciso instante era blanca y azul marinocon charreteras doradas, entorchados enlos puños, alamares de oro y un cuelloalto a lo Nelson guarnecido de áncoras

rodeadas de hojas de roble, siendo estoúltimo un imaginativo detalle del propioPendel que había agradado al secretarioparticular del almirante cuando Pendelle envió un esbozo por fax. Pendel nuncahabía acabado de entender a qué serefería Benny al atribuirle una «vistabien asentada», pero contemplandoaquel esbozo supo que en efecto poseíaese don.

Y a medida que cortaba al compásde la música su espalda empezó aerguirse por efecto de la empatía hastaque finalmente se convirtió en elalmirante Pendel descendiendo por unagran escalinata en su baile inaugural.

Esas inocuas fantasías en nadamermaban su aptitud profesional. Elcortador ideal, sostenía Pendel —no sinantes expresar su agradecimiento a sudifunto socio Braithwaite, verdaderopadre de la teoría—, era el parodistanato. Su trabajo consistía en meterse enel traje de aquel para quien cortaba yconvertirse en él hasta que el legítimodueño del traje lo reclamase.

Pendel se hallaba en este gozoso estadode transferencia cuando recibió lallamada de Osnard. Primero aparecióMarta en la línea. Marta recibía a los

clientes, atendía el teléfono, llevaba lacontabilidad y preparaba lossándwiches. Era una mujer parca y leal,menuda y medio negra, cuya cara,asimétrica y surcada de cicatrices,formaba un mosaico de irregularcoloración a causa de los injertos depiel y la pésima cirugía.

—Buenos días —dijo en españolcon su melodiosa voz.

Ni «Harry» ni «señor Pendel».Marta nunca se dirigía a él por sunombre. Simplemente le daba los buenosdías con aquella voz angelical, porquesu voz y sus ojos eran las dos únicaspartes de su rostro que habían quedado

indemnes.—Buenos días, Marta.—Tengo un nuevo cliente al

teléfono.—¿De qué lado del puente? —

preguntó Pendel. Era una broma habitualentre ellos.

—Del suyo. Se ha presentado comoOsnard.

—¿Cómo qué?—Señor Osnard —precisó Marta—.

Es inglés, y muy chistoso.—¿Y tienen gracia, sus chistes?—Eso dígamelo usted.Pendel dejó a un lado la tijera, bajó

el volumen de la música a casi un

susurro, y acercó la agenda y un lápiz,por ese orden. En su mesa de corte,como era sabido, todo estaba ordenadocon una precisión obsesiva: el tejidoaquí, los patrones allí, los albaranes y ellibro de pedidos más allá, cada cosa ensu sitio. Para cortar se había puesto,como de costumbre, un chaleco con laespalda de seda y la botonadurasolapada que él mismo había diseñado yconfeccionado. Le gustaba la imagen deservicio que transmitía.

—Y dígame, caballero, ¿cómo sedeletrea? —preguntó jovialmentecuando Osnard repitió su apellido.

Una sonrisa impregnaba la voz de

Pendel cuando hablaba por teléfono. Losdesconocidos tenían de inmediato lasensación de estar oyendo a alguien queles inspiraba simpatía. Pero Osnard, alparecer, poseía ese mismo doncontagioso, pues entre ambos se creó enel acto una festiva familiaridad quedaría cuenta de la duración y desenfadode su muy inglesa conversación.

—Empieza por O-S-N y termina porA-R-D —contestó Osnard, y algo en elmodo en que se expresó debió deantojársele a Pendel especialmentegracioso, porque anotó el nombre talcomo Osnard se lo dictó, en dos gruposde tres letras mayúsculas separadas por

un guion.—Por cierto, ¿es usted Pendel o

Braithwaite? —dijo Osnard.Ante lo cual Pendel, como casi

siempre que le formulaban esta pregunta,respondió con una locuacidad acordecon ambas identidades:

—Pues por así decirlo, caballero,soy los dos en uno. Mi socioBraithwaite, lamento comunicarle, llevamuchos años muerto y enterrado. Noobstante, puedo asegurarle que suscriterios se mantienen vivos y enperfecto estado de salud, y conforme aellos se ha regido esta casa hasta lafecha, para alegría de cuantos lo

conocieron.Las frases de Pendel, cuando

apuraba los recursos de su identidadprofesional, poseían el vigor de unhombre que regresa al mundo conocidotras un largo exilio. Contenían asimismomás palabras de las que uno esperaba,sobre todo hacia el final, de igual modoque el pasaje de un concierto cuyaculminación se prolonga más allá de lasprevisiones del público.

—No sabe cuánto lo siento —contestó Osnard después de un brevesilencio, bajando la vozrespetuosamente—. ¿Y de qué murió?

Y Pendel se dijo: Tiene gracia que

la mayoría de la gente me pregunte eso,pero es comprensible, si consideramosque tarde o temprano a todos nos lleganuestra hora.

—Pues verá, señor Osnard, sihacemos caso al diagnóstico, fue unaembolia —respondió con el tonoresuelto que adoptan los hombres sanospara hablar de tales cuestiones—. Peroyo personalmente, para serle sincero,tiendo a pensar que murió de pena por eltrágico cierre de nuestro establecimientoen Savile Row como consecuencia deunos gravámenes abusivos. Y si no esindiscreción, señor Osnard, ¿resideusted en Panamá, o está sólo de paso?

—Llegué a la ciudad hace un par dedías, y espero quedarme aquí unatemporada.

—Así pues, bienvenido a Panamá, ya propósito, ¿podría darme un teléfonode contacto por si se corta lacomunicación, cosa quelamentablemente en este rincón delmundo ocurre con frecuencia?

Los dos, como buenos ingleses,llevaban en la lengua la marca indeleblede sus respectivas dicciones. Para unOsnard, los orígenes de Pendel eran taninequívocos como su afán por escaparde ellos. La voz de Pendel, aunquelimada por el tiempo, no había perdido

por completo el dejo de Leman Street,en el East End londinense. Sipronunciaba las vocales correctamente,lo traicionaban la cadencia y los hiatos.E incluso si todo era correcto, resultabaun tanto pretencioso en la elección delvocabulario. Para un Pendel, Osnardarrastraba las palabras como losgroseros y privilegiados que desoían lasquejas del tío Benny. Pero mientrasambos hablaban y escuchaban, Pendeltuvo la impresión de que nacía entreellos una agradable complicidad, comoentre dos exiliados dispuestos a olvidarsus prejuicios en favor de un vínculocomún.

—Me alojaré en El Panamá hastaque pueda instalarme en mi apartamento—explicó Osnard—. En teoría deberíahaber estado listo hace un mes.

—Siempre es así, señor Osnard. Loscontratistas son iguales en todas partes.Lo he dicho muchas veces y lo vuelvo arepetir: lo mismo da donde uno esté, yasea Nueva York o Tombuctú, loscontratistas son invariablemente elgremio más ineficaz.

—Y alrededor de las cinco notendrán ahí mucho ajetreo, ¿verdad? ¿Nohabrá aglomeraciones?

—Las cinco es nuestra hora baja,señor Osnard. Los clientes del mediodía

están ya sanos y salvos en sus trabajos, ylos vespertinos, como yo los llamo, aúnno han hecho acto de presencia. —Sereprendió a sí mismo con una risa dedesaprobación—. No. Miento. Hoy esviernes, así que los vespertinos semarchan a casa con sus esposas. A lascinco le brindaré toda mi atención consumo placer.

—¿Usted personalmente? ¿En carney hueso? Los sastres de postín a vecescontratan lacayos para hacerles eltrabajo pesado.

—Por suerte o por desgracia, señorOsnard, yo estoy chapado a la antigua.Para mí, cada cliente es un desafío.

Mido, corto, pruebo, y nunca me paro acontar cuántas pruebas son necesariaspara conseguir un acabado perfecto. Niuna sola parte de los trajes sale de esteestablecimiento mientras estánconfeccionándose, y yo mismo supervisocada fase del proceso hasta suconclusión.

—Muy bien. ¿Y cuánto va acostarme? —preguntó Osnard. Pero enbroma, sin ánimo de ofender.

En los labios de Pendel la sonrisa sehizo aún más amplia. Si hubiese estadohablando en español, lengua que sehabía convertido en su segunda alma ysu preferida, habría contestado a esa

pregunta sin la menor reserva. EnPanamá nadie se avergonzaba al tratarde dinero a menos que estuviese en laruina. En cambio, como era sabido, lasclases altas inglesas resultabanimprevisibles en cuestiones de dinero, ya menudo los más ricos eran los máscicateros.

—Yo ofrezco lo mejor, señorOsnard. Como siempre digo, un Rolls-Royce no se regala, y un PendelBraithwaite tampoco.

—¿Y cuánto va a costarme, pues? —insistió Osnard.

—Veamos. El traje convencional dedos piezas sale a unos dos mil

quinientos dólares por término medio,aunque puede encarecerse según la telay el estilo. Una chaqueta son milquinientos; un chaleco, seiscientos. Ypuesto que acostumbrarnos usar losgéneros más ligeros, y por consiguienterecomendamos un segundo par depantalones a juego, ofrecemos esesegundo par a un precio especial deochocientos dólares. ¿Es un silencio deestupefacción eso que oigo, señorOsnard?

—Pensaba que la tarifa estaba endos de los grandes por un trajecorriente.

—Y así era, caballero, hasta hace

tres años. Pero en los últimos tiempos,desgraciadamente, el dólar anda por lossuelos, y sin embargo en P & B no nosqueda más remedio que seguircomprando géneros de primerísimacalidad, que ni que decir tiene es lo queempleamos en todas nuestras prendas,sea cual sea el coste, y en su mayoríaproceden de Europa, y todos sinexcepción están… —Iba a descolgarsecon algo altisonante como «circunscritosa países de divisa fuerte», pero secontuvo—. Aunque, según me hancomentado, hoy por hoy un traje prêt-à-porter de una primera marca, y tomocomo referencia Ralph Lauren, se acerca

ya a los dos mil dólares y en algunoscasos incluso los supera. Y permítameseñalar que proporcionamos asistenciaposventa. Dudo mucho que en lastiendas de ropa normales pueda ustedvolver y decirles que la chaqueta le tiraun poco de los hombros, ¿o no es así? Ysi le atienden, no será gratis. ¿Habíapensado en algo en concreto?

—¿Yo? Ah, lo habitual.Empezaríamos con un par de trajes decalle y veríamos cómo quedan. Despuésiríamos a por el lote completo.

—«El lote completo» —repitióPendel con veneración, asaltado depronto por una avalancha de recuerdos

del tío Benny—. Hacía al menos veinteaños que no oía esa expresión, señorOsnard. Santo cielo. El lote completo.Dios mío.

En este punto cualquier otro sastre,juiciosamente, habría moderado suentusiasmo y vuelto a su uniforme de lamarina. Y quizá también Pendelcualquier otro día. Había dado hora a uncliente, el precio había sido aceptado,se habían cumplimentado lospreliminares sociales. Pero Pendelestaba disfrutando de la conversación.Su visita al banco le había dejado unsentimiento de soledad. Tenía pocosclientes ingleses, y amigos ingleses aún

menos. Louisa, guiada por el fantasmade su difunto padre, no veía con buenosojos a sus coterráneos.

—Y P & B continúa siendo laprincipal atracción de la ciudad, ¿no? —preguntó Osnard—. ¿Los sastres de lospeces gordos, de lo mejor y más granadode la sociedad panameña?

Pendel sonrió al oír «peces gordos».—Eso nos gusta creer, señor

Osnard. No nos dormimos en loslaureles, pero estamos orgullosos denuestros logros. En estos últimos diezaños no todo ha sido coser y cantar, selo aseguro. En Panamá no abunda elbuen gusto, la verdad. O no abundaba

hasta que llegarnos nosotros. Tuvimosque educarlos antes de poder venderles.¿Ese dineral por un traje?, decían.Pensaban que éramos unos locos o algopeor. Fuimos calando gradualmente, yllegado un punto, me complace decir, nohabía ya quien nos frenase. Empezaron aentender que no nos limitamos aendosarles un traje y pedirles el dinero,que ofrecemos mantenimiento,retocarnos, estamos siempre a sudisposición cuando vuelven, que somosamigos y brindarnos apoyo, que somosen definitiva seres humanos. ¿Notrabajará usted por casualidad para laprensa? Recientemente leímos con

agrado un artículo muy elogioso sobrenuestro establecimiento en la ediciónlocal del Miami Herald. Quizá tuvousted ocasión de echarle un vistazo.

—Debió de pasárseme.—Bien, señor Osnard, pues

permítame que ahora hable en serio, sino le importa. En pocas palabras,vestimos a presidentes, abogados,banqueros, obispos, diputados,generales y almirantes. Vestimos a todoaquel que, sea cual sea su credo, sureputación o el color de su piel, sabevalorar un traje hecho a medida ydispone de medios para pagarlo. ¿Qué leparece?

—Prometedor, sin duda. Muyprometedor. A la cinco, pues. Su horabaja —dijo Osnard.

—Las cinco lo es, señor Osnard —confirmó Pendel—. Aguardaréimpaciente.

—Ya somos dos.—Otro buen cliente, Marta —

anunció Pendel cuando ella entró en eltaller con unas facturas.

Pero cuando hablaba con Marta suspalabras nunca eran del todo naturales.Como tampoco lo era el modo en queella lo escuchaba: la maltrecha cabezasiempre alejada, la sensata mirada desus ojos oscuros en otro lugar, un velo

de cabello negro ocultando lo peor deella.

Y eso fue todo. Por más que después sereprochó su necia vanidad, Pendel sesentía contento y halagado. Aquel talOsnard era sin duda un socarrón, yPendel admiraba a los socarrones comolos había admirado su tío Benny, y losingleses, pese a las objeciones deLouisa y su difunto padre, producíanmejores socarrones que la mayoría delos pueblos. Quizá después de tantosaños volviendo la espalda a su patrianatal cabía pensar que al fin y al cabo no

era tan mala. No concedió importancia ala reticencia de Osnard al aludir a suactividad profesional. Muchos de susclientes se mostraban igualmentereservados, y otros que deberían haberlosido no lo eran. Estaba contento; noposeía el don de la presciencia. Y trascolgar el auricular siguió trabajando ensu uniforme de almirante hasta quecomenzó el ajetreo del «feliz mediodíadel viernes», pues así era comollamaban en la sastrería, esas horas delviernes hasta que apareció Osnardarrebató a Pendel el ultimo resto deinocencia.

Y hoy quién podía encabezar el

desfile sino el inigualable Domingo,considerado el mayor libertino dePanamá, y uno de los personajes queLouisa más fervientemente aborrecía.

—¡Señor Domingo! —Abre losbrazos—. Encantado de verlo, y no sé siestá bien que yo lo diga, pero con esetraje tiene un aspectodesvergonzadamente juvenil. —Baja lavoz un instante y le tira con deferenciade la bocamanga—. Y permíteme que terecuerde, Rafi, que el perfectocaballero, según la definición deldifunto señor Braithwaite, enseña sólodos dedos del puño de la camisa, nuncamás que eso.

A continuación Rafi se prueba sunuevo esmoquin, sin otro motivo queexhibirlo ante los demás clientes delviernes, que empiezan a congregarse enla sastrería con sus teléfonos móviles,sus humeantes cigarrillos, suscomentarios procaces y sus anécdotasheroicas acerca de negocios yconquistas sexuales. El siguiente esArístides el Braguetazo,[3] quien comosu apodo indica se casó por dinero, ypor eso sus amigos lo han erigido enalgo así como un mártir del sexomasculino. Después le toca el turno aRicardo «Llámame Ricki», quiendurante un breve pero fructífero reinado

en un alto escalafón del Ministerio deObras Públicas se arrogó el derecho aconstruir todas las carreteras de Panamáde ahora a la eternidad. A Ricki loacompaña Teddy, alias el Oso, elcolumnista más odiado de Panamá, quetrae consigo su solitario y particularderrotismo; pero Pendel permaneceinmune a él.

—Teddy, ilustre cronista y guardiánde las reputaciones, dale un respiro a lavida. Deja reposar a tu alma cansada.

Y pisándoles los talones aparecePhilip, ex ministro de Sanidad delgobierno de Noriega, ¿o era deEducación?

—Marta, una copa para suexcelencia. Y el chaqué, si eres tanamable, también para su excelencia. Unaprueba más, y creo que quedará listo. —Baja la voz—. Y enhorabuena, Philip.Ya me he enterado de que es preciosa ymuy juguetona, y además te adora —susurra en gentil alusión a la nuevachiquilla de Philip.

Éstos y otros admirables hombresentran y salen alegremente del emporiode Pendel en el último feliz viernes dela historia de la humanidad. Y Pendel,mientras se mueve con soltura entreellos, riendo, vendiendo, citando lassabias palabras del bueno de Arthur

Braithwaite, comparte su júbilo y losagasaja.

Capítulo 3

Como no podía ser de otro modo,pensaría Pendel más tarde, la llegada deOsnard a P & B fue precedida detruenos y «toda la parafernalia», porusar una expresión del tío Benny.Momentos antes era aún una de esastardes luminosas propias de la estaciónde las lluvias, un agradable solsalpicaba la calle y dos muchachaspreciosas curioseaban en el escaparatede Sally’s Giftique en la acera deenfrente. Y la buganvilla del jardín

vecino ofrecía un aspecto tan exquisitoque apetecía morderla. Faltando tresminutos para las cinco —Pendel nohabía dudado por un instante que Osnardse presentaría puntualmente—, apareceun Ford marrón de tres puertas con unadhesivo de Avis en la luneta trasera yaparca en el espacio reservado a losclientes. Y dentro, suspendido tras elparabrisas como una calabaza deHalloween, flota un rostrodespreocupado con un casquete decabello negro en lo alto. Pendelignoraba por qué aquel rostro le habíatraído reminiscencias de Halloween;quizá por sus ojos oscuros y redondos,

supuso más tarde.De pronto la oscuridad cae sobre

Panamá.Y no es más que un nubarrón de

contornos bien definidos, no mayor quela mano de Hannah, pasando ante el sol.Y un segundo después gruesos goteronesde diez centímetros rebotan comobobinas de hilo en los peldaños de laentrada: los rayos y truenos activan lasalarmas de los coches; las tapas de lasalcantarillas abandonan sus alojamientosy se deslizan calle abajo en la parduscacorriente junto con las hojas de laspalmeras y la inmunda aportación de loscubos de basura; y empiezan a verse

esos negros con impermeables queaparecen siempre como por ensalmo encuanto se pone a llover, vendiendoparaguas u ofreciéndose a cambio de undólar a empujarte el coche hasta un lugarmás alto para que no se moje el delco.

Y uno de estos individuos asedia yaa cara de calabaza, que se ha quedadoen el coche a quince metros de laentrada esperando a que amaine elapocalipsis. Pero el apocalipsis va paralargo porque apenas se mueve el aire.Cara de calabaza hace como si no vieseal negro. El negro se mantiene firme a sulado. Cara de calabaza cede, introducela mano en el interior de la chaqueta —

lleva chaqueta, cosa poco corriente enPanamá a menos que uno sea alguien oun guardaespaldas—, extrae la cartera,extrae un billete de dicha cartera, vuelvea guardarse dicha cartera en el bolsillointerior izquierdo, baja el cristal de laventanilla lo justo para que el negroentregue el paraguas y cara de calabazale dé diez dólares acompañados dealgún comentario jocoso sin empaparse.Maniobra concluida. Dato para el acta:cara de calabaza habla español pese aque acaba de llegar al país.

Y Pender sonríe con una sonrisa desatisfacción anticipada, que viene asumarse a la que lleva siempre escrita

en el semblante.—Es más joven de lo que imaginaba

—comenta en voz alta, dirigiéndose a laespalda bien formada de Marta, queencogida en su cubículo de cristalcomprueba sus billetes de lotería enbusca de los números premiados quenunca tiene.

Y con tono de aprobación. Como sipensase complacido en esos años másde venderle trajes a Osnard y disfrutarde su amistad en lugar de identificarlocomo lo que en realidad es: un clientevenido del infierno.

Y tras arriesgarse a compartir conMarta esta observación y no recibir más

respuesta que un solidario ademán de lamorena cabeza, Pender, como siempreque aguardaba a un cliente nuevo, seapostó en la actitud en que deseabamostrarse.

Pues como la vida lo había enseñadoa confiar en las primeras impresiones,atribuía un valor análogo a la primeraimpresión que él producía en los demás.Nadie, por ejemplo, espera hallar a unsastre sentado. Sin embargo Penderhabía decidido hacía ya mucho tiempoque P & B sería un remanso de paz en unmundo trepidante. Por eso procurabaque lo encontrasen en su butaca inglesadel siglo xviii, a ser posible con un

ejemplar del Times de dos días atrásabierto sobre la falda.

Y no le molestaba en absoluto que labandeja del té estuviese en la mesafrente a él, como era el caso en esemomento, colocada entre númerosatrasados de Illustrated London News yCountry Life, con una tetera de plataauténtica y unos apetitosos sándwichesde pepino extrafinos que Marta acababade preparar a la perfección en la cocina,donde se recluía voluntariamentedurante esos primeros instantes denerviosismo que experimentabacualquier cliente nuevo, por temor a quela presencia de una mulata con

cicatrices en la cara pudiese resultaramenazadora para el orgullo de unpanameño blanco en el difícil trance deengalanarse. Además le gustaba irse allía leer, ya que por fin habíareemprendido sus estudios: psicología,historia social y algo más que Pendelsiempre olvidaba. Él le había sugeridoque estudiase derecho, pero ella sehabía negado en redondo, aduciendo quelos abogados eran todos unosembusteros.

—No estaría bien —decía con suespañol medido e irónico— que la hijade un carpintero negro se degradase pordinero.

Para un joven corpulento con unparaguas blanco y azul de corredor deapuestas existen diversas maneras desalir de un coche pequeño en medio deun aguacero. Osnard —si es que era él— eligió una ingeniosa perodesacertada. Su estrategia consistía enempezar a abrir el paraguas dentro delcoche y salir de espalda e encorvado enuna desmañada pose parainmediatamente después, en un único ytriunfal molinete, alzar el paraguas sobresu cabeza y desplegarlo por completo.Pero algo —bien Osnard, bien elparaguas— se atascó en la puerta de tal

Invado que por un momento Pendel sólovio de él un amplio trasero ingléscubierto por la tela de gabardina de unpantalón marrón demasiado justo de tiroy una chaqueta a juego con dos cortesposteriores convertida en un harapo acausa del chaparrón.

Tejido veraniego de trescientosgramos, observó Pendel. Mezcla dedacron. Demasiado caluroso para lastemperaturas de Panamá. No es extrañoque quiera un par de trajes a toda prisa.De cintura una cincuenta como mínimo.El paraguas se abrió. No siempre seabrían. Éste se desplegó como unabandera de rendición instantánea, y se

plegó con igual prontitud en torno a laparte superior del cuerpo. Acto seguidoOsnard desapareció, como hacían todoslos clientes entre el aparcamiento y laentrada de la sastrería. Ya sube por lospeldaños, pensó Pendel, expectante. Yoyó sus pisadas sobre el torrente. Heloahí, ante la puerta; veo su sombra.Vamos, hombre, no está cerrado. PeroPendel permaneció en su butaca. Habíaaprendido a esperar. De lo contrario sepasaría el día entero abriendo ycerrando puertas. Retazos de empapadatela de gabardina marrón, como laspartículas de color de un calidoscopio,se veían en el semicírculo de letras

transparentes plasmado en el cristalesmerilado: Pendel Braithwaite,Panamá y Savile Row desde 1932. Uninstante después toda su humanidad, demedio lado y con el paraguas pordelante, entró en la sastrería.

—El señor Osnard, supongo. —Desde las profundidades de su butacainglesa—. Pase. Soy Harry Pendel.Lamento que le haya cogido la lluvia.Tómese un té o algo más fuerte.

Los apetitos fueron lo primero quele vino a Pendel a la cabeza. Ojoscastaños y vivaces de zorro. Cuerpolento y miembros grandes, uno de esosatletas perezosos. Convenía guardar

abundante tela para futuros ensanches. Ydespués acudió a su memoria unapicardía de cabaré que el tío Benny,para fingido sofoco de la tía Ruth, no secansaba de repetir:

—Manos grandes y pies grandes. Yasaben, señoras, lo que eso significa…guantes grandes y calcetines grandes.

Los caballeros que llegaban a P & Bse encontraban ante dos opciones.Podían sentarse, como hacían losasiduos, aceptar un tazón del caldo deMarta o una copa de cualquier cosa,intercambiar cotilleos y dejar que elestablecimiento ejerciese sobre ellos suefecto balsámico antes de subir al

probador, camino del cual pasabancomo por azar ante unos seductoresmuestrarios dispuestos sobre unaparador de madera de manzano. O bienpodían ir derechos al probador, comohacían los inquietos, en su mayor parteclientes nuevos, y allí dar órdenes a suschóferes a través de la mampara demadera, telefonear con sus móviles a susqueridas y sus agentes de bolsa, y enconjunto tratar de impresionar con suimportancia. Hasta que transcurrido untiempo los inquietos se convertían enasiduos y eran a su vez sustituidos porotros clientes nuevos. Pendel esperó aver a cuál de estas categorías pertenecía

Osnard. Conclusión, a ninguna.No revelaba los consabidos

síntomas de un hombre que está a puntode gastarse cinco mil dólares en suaspecto personal. No demostró el menornerviosismo, no pareció atenazado porla inseguridad o las vacilaciones, noincurrió en actitudes ostentosas niexcesos verbales, no se tomódemasiadas confianzas. No se sintióculpable, aunque en Panamá laculpabilidad es poco frecuente. Inclusosi uno la trae consigo al país, no tarda endesprenderse de ella. Estabaperturbadoramente tranquilo.

Se limitó a apuntalarse en el

chorreante paraguas con un pie al frentey el otro firmemente apoyado en laestera, razón por la cual el timbre delpasillo del fondo seguía sonando. PeroOsnard no oía el timbre. O lo oía y erainmune a la turbación, ya que mientras eltimbre sonaba, él contemplaba elestablecimiento con expresión radiante.Sonreía con la cara de reconocimientode quien acaba de tropezarse con unantiguo amigo después de muchos años.

La escalera arqueada que ascendía ala sección de complementos de lagalería superior: santo cielo, he ahí miquerida escalera… Los pañuelos, losbatines, las zapatillas con iniciales

bordadas: sí, sí, lo recuerdo todoclaramente… la escalerilla de labiblioteca, utilizada en un alarde deingenio como corbatero: ¿quién habríapensado que serviría para eso? Lasoscilantes pancas de madera colgadasdel techo artesonado, los rollos de tela,el mostrador con sus tijeras de principiode siglo y su regla metálica engastada alo largo de un borde: viejos compañerostodos ellos… Y por último ladesgastada butaca de piel, propiedad delmismísimo Braithwaite comoautentificaba la leyenda local. Y sentadoen ella Pendel en persona, observando asu nuevo cliente con benévola autoridad.

Y Osnard lo miró también a él: unamirada escrutadora y descarada,empezando en el rostro y descendiendopor el chaleco hasta el pantalón azuloscuro, los calcetines de seda y loselegantes zapatos negros manufacturadospor Ducker’s de Oxford, modelo quetenía arriba en existencias del númerotreinta y nueve al cuarenta y cuatro. Acontinuación su mirada realizó elrecorridos inverso, deteniéndose todo eltiempo del mundo en el rostro para unsegundo examen antes de desviarseenérgicamente hacia los espaciosinteriores del establecimiento. Y eltimbre sonaba y sonaba, porque su

gruesa pierna continuaba plantada en laestera de hojas de coco.

—Extraordinario —declaró—.Realmente extraordinario. No cambie niel menor detalle.

—Tome asiento, señor Osnard —instó Pendel con actitud hospitalaria—.Póngase cómodo. Aquí todos nuestrosclientes están como en su propia casa, oeso esperamos. Nos visita más gentepara charlar que para encargarnos trajes.Tiene un paragüero al lado. Déjelo ahí.

Pero Osnard, lejos de desprendersedel paraguas, lo esgrimió como unbastón de mando y señaló una fotografíaenmarcada que colgaba de la pared del

fondo en lugar preeminente. En ellaaparecía un caballero de aspectosocrático, con gafas, cuello de puntasredondeadas y chaqueta negra, quecontemplaba ceñudo un mundo másjoven.

—Y ése es él, ¿no?—¿Quién es quién? ¿Dónde? —

preguntó Pendel.—Allí, El gran hombre. Arthur

Braithwaite.—Lo es, en efecto. Es usted muy

observador, si me permite decirlo. Elgran hombre, como bien lo ha descrito.Retratado en su época de máximoesplendor, a ruego de sus devotos

empleados, quienes después leobsequiaron la fotografía con motivo desu sexagésimo aniversario.

Osnard saltó hacia el retrato paramirarlo de cerca, y el timbre dejó porfin de sonar.

—«Arthur G». —leyó de viva vozen la placa metálica sujeta a la base delmarco—. «1908—1981. Fundador».¡Demonios, no lo habría reconocido! ¿Yesa G de qué es?

—De George —respondió Pendel,que si bien no entendió por qué creíaOsnard que debería haberlo reconocido,prefirió no preguntar.

—¿De dónde procede?

—De Pinner —dijo Pendel.—Me refiero al retrato. ¿Se lo trajo

usted?Pendel dejó escapar un suspiro

acompañado de una triste sonrisa.—No, señor Osnard. Me lo cedió su

pobre viuda poco antes de reunirse conél. Un noble deseo que apenas podíapermitirse debido al coste del fletedesde Inglaterra, pero lo llevó a cabo detodos modos. «Allí es donde él querríaestar», afirmó, nadie consiguiódisuadirla. Tampoco insistierondemasiado. Al fin y al cabo era sumayor ilusión, ¿quién iba a oponerse?

—¿Cómo se llamaba? —preguntó

Osnard.—Doris.—¿Y sus hijos?—¿Disculpe?—De la señora Braithwaite. ¿Tenía

hijos? Herederos. Sucesores.—No, por desgracia Dios no

bendijo con descendencia su matrimonio—respondió Pendel.

—Así y todo, siendo el viejoBraithwaite el socio de mayor edad,parecería más lógico BraithwaitePendel, ¿no? Debería ir él primero,aunque haya muerto.

Pendel negaba ya con la cabeza.—Pues no, caballero. Se equivoca.

Eso fue voluntad expresa de ArthurBraithwaite. «Harry, hijo mío, lajuventud ha de anteponerse a laveteranía. A partir de ahora nosllamaremos P & B, y así no nosconfundirán con cierta compañíapetrolera».

—¿Y a qué casa real visten?«Sastres de la realeza». Lo he visto enel letrero de la entrada. Me muero decuriosidad.

Pendel moderó un poco la sonrisa.—Verá, señor Osnard, a ese

respecto, y por no incurrir en lesamajestad, no me es posible serdemasiado explícito, pero digámoslo

así: ciertos caballeros, no muy lejanos acierta corona, tuvieron a bien honrarnoscon su confianza en el pasado, y dehecho han seguido confiando en nosotroshasta el día de hoy. Por desgracia, noestoy autorizado a revelar más detalles.

—¿Por qué no? —insistió Osnard.—En parte por el código de

conducta del gremio de sastres, quegarantiza una total discreción a todos losclientes, sea cual sea su condición. Y enparte, dados los tiempos que corren, metemo que también por razones deseguridad.

—¿La corona de Inglaterra?—Me pide usted demasiado, señor

Osnard.—¿Lo que hay pintado ahí afuera es,

pues, la cresta del príncipe de Gales? Alllegar, por un momento he pensado queesto era un pub.

—Gracias, señor Osnard. Ha notadousted algo que en Panamá pasainadvertido a la mayoría; pero sobre esacuestión debo correr un velo. Siéntese.Los sándwiches que ha preparado Martason de pepino, por si le interesa. Ignorosi la fama de Marta ha llegado ya a susoídos. Y me permito recomendarle unvino blanco ligero y muy agradable.Chileno. Lo importa uno de mis clientes,y tiene la gentileza de enviarme una caja

de vez en cuando. Pida lo que desee eintentaremos complacerlo.

Pues para Pendel empezaba a serimportante complacer a Osnard.

Osnard no se había sentado pero síhabía aceptado un sándwich, o dicho deotro modo, se había servido tres de labandeja, uno para ir entreteniéndose ydos para actuar de contrapeso en laancha y mullida palma de la manoizquierda, mientras Pendel y él, hombrocon hombro ante el aparador de maderade manzano, elegían tela.

—Estas no son para nosotros —le

confió Pendel, descartando con un gestounas muestras de tweed ligero, comosiempre hacía—. Tampoco éstas son lasadecuadas, no para lo que yo llamo eltalle maduro. Sirven para un muchachoimberbe o para el típico alfeñique, perono para personas, digamos, como ustedo como yo. —Una nueva demostraciónde rechazo—. Esto ya es otra cosa.

—Alpaca de primera calidad —observó Osnard.

—En efecto —corroboró Pendel,asombrado—. Procedente de la regiónandina del sur de Perú y muy apreciadapor su tacto suave y la diversidad de lostonos naturales, y estoy citando

textualmente, sin ánimo de parecerpedante, la descripción del Anuariolanero. Francamente, señor Osnard, esusted una caja de sorpresas.

Pero lo dijo sólo porque el clientemedio no distinguía una tela de otra.

—La preferida de mi padre. Para élera sagrada. O alpaca, o nada.

—¿Era? ¡Vaya por Dios!—Sí, ya murió —confirmó Osnard

—. Está allí arriba en compañía deBraithwaite.

—Pues le diré, señor Osnard, sinquerer faltarle al respeto, que suestimado padre sabía lo que se hacía —exclamó Pendel, abordando uno de sus

temas predilectos—. Porque la alpaca,en mi bien fundada opinión, es el tejidoligero mejor del mundo sin excepción. Yperdone la rotundidad, pero siempre loha sido y siempre lo será. Ya puedecoger la mezcla de mohair y estambreque quiera, da igual. La alpaca se tiñe enla hebra, de ahí la amplia gama decolores, de ahí la vistosidad. La alpacaes pura, es elástica, permite el paso delaire. No irrita, ni siquiera la piel mássensible del cuerpo. —Se tomó lalibertad de tocar a Osnard en el brazocon un dedo—. ¿Y a que no imagina,señor Osnard, en qué la malgastaban lossastres de Savile Row, para su eterna

vergüenza, hasta que empezó aescasear?

—Sorpréndame.—En los forros —declaró Pendel,

indignado—. En forros vulgares ycorrientes. Eso es vandalismo, no tieneotro nombre.

—El bueno de Braithwaite se habríapuesto hecho una furia.

—Y se ponía, claro que se ponía.No tengo el menor reparo en repetir suspalabras. «Harry», me decía; tardónueve años en llamarme Harry. «Harry,lo que hace esta gente con la alpaca nose lo haría yo a un perro». Aún meparece estar oyéndolo.

—A mí también —afirmó Osnard.—¿Disculpe?Si Pendel tenía de pronto una actitud

alerta, la de Osnard, en cambio, erajustamente la opuesta. Aparentaba no serconsciente del efecto de su comentario yexaminaba con detenimiento lasmuestras.

—No acabo de entender qué haquerido decir con eso, señor Osnard.

—El bueno de Braithwaite vistió ami padre —aclaró Osnard—. Hacemucho tiempo, naturalmente. Yo era uncrío.

Pendel enmudeció de la emoción.Cuadró los hombros como un viejo

soldado ante el cenotafio, y unarepentina rigidez se extendió por sucuerpo. Sus palabras, cuando encontróqué decir, brotaron entrecortadas de sugarganta.

—En fin, señor Osnard, yo nunca…Discúlpeme. Me he quedado de unapieza. —Se serenó un poco—. Es laprimera vez, lo admito sin el menorempacho. Padre e hijo. Las dosgeneraciones aquí, en P & B. Eso nuncanos había ocurrido, aquí en Panamá no.No hasta la fecha. No desde que nosmarchamos de Savile Row.

—Suponía que se sorprendería.Por un instante Pendel había

asegurado que aquellos ojos castaños yvivaces de zorro habían perdido subrillo y se habían tornado circulares ygrisáceos, con sólo una chispa de luz enel centro de cada pupila. Y en susposteriores figuraciones esa chispa nosería dorada sino roja. Pero el brilloreapareció de inmediato.

—¿Le pasa algo? —preguntóOsnard.

—Creo que veía visiones, señorOsnard. Debo de estar «alucinando»,como dicen ahora.

—La gran rueda del tiempo, ¿eh?—Usted lo ha dicho, caballero. La

que gira, chirría y aplasta cuanto le sale

al paso —coincidió Pendel, y seconcentró de nuevo en el muestrariocomo quien busca consuelo en eltrabajo.

Pero Osnard tenía antes que comerseel último sándwich, cosa que hizo de unsolo bocado. Después se sacudió lasmigas de las manos, palmeandoparsimoniosamente hasta quedarsatisfecho.

En P & B existía un procedimientoestablecido para atender a los clientesnuevos: elegir la tela en los muestrarios,admirar la misma tela en la pieza —puesPendel, muy prudentemente, nuncaenseñaba una muestra si no tenía la tela

en existencias—, pasar al probador paralas medidas, echar un vistazo a laBoutique de Caballero y el Rincón delDeportista, acercarse al pasillo delfondo, saludar a Marta, facilitar losdatos para la ficha, dejar una cantidad acuenta a menos que se conviniese locontrario, y regresar al cabo de diezdías para la primera prueba. En el casode Osnard, sin embargo, Pender decidióintroducir una variante. Después deexaminar los muestrarios fuerondirectamente al pasillo del fondo, paraconsternación de Marta, que se habíaretirado a la cocina y se hallaba absortaen la lectura de un libro titulado

Ecology on Loan, un estudio sobre lasistemática devastación de las selvassudamericanas llevada a cabo con elentusiasta apoyo del Banco Mundial.

—Le presentaré al verdaderocerebro de P & B, señor Osnard, aunquea ella no le guste que lo diga. Marta,saluda al señor Osnard. O-S-N y A-R-D. Anota sus datos, por favor, yarchívalo como cliente antiguo porque elseñor Braithwaite vistió a su padre, ¿elnombre de pila, caballero?

—Andrew —contestó Osnard,Pendel advirtió que Marta alzaba lavista y lo observaba como si hubieseoído otra cosa en lugar de su nombre.

—¿Andrew? —repitió Marta,dirigiendo una mirada interrogativa aPendel.

Pendel se apresuró a explicar:—Temporalmente se aloja en el

hotel El Panamá, Marta, pero pronto,por gentileza de nuestros extraordinarioscontratistas panameños, se trasladará¿a…?

—Punta Paitilla —informó Osnard.—Naturalmente —dijo Pendel con

una sonrisa de veneración, como siOsnard hubiese pedido caviar.

Y Marta, tras señalar conparsimonia la página donde estabaleyendo y apartar el libro, rellenó la

ficha adustamente desde detrás de suvelo de cabello negro.

—¿Qué demonios le ha pasado a esamujer? —susurró Osnard cuandosalieron al pasillo.

—Un lamentable accidente, yposteriormente una atención médicademasiado expeditiva.

—Me sorprende que la mantengaaquí. Debe de asustar a los clientes.

—Todo lo contrario, me complacedecir —replicó Pendel categóricamente—. Marta se ha granjeado la admiraciónde los clientes, y sus sándwiches sonpara chuparse los dedos, como sueledecirse.

A continuación, para atajar lacuriosidad de Osnard acerca de Marta yborrar de su mente la actitud dedesaprobación de ésta, inició deinmediato su habitual apología de latagua, que crecía en las selvastropicales, explicó con la mayorseriedad, y se consideraba en todo elmundo sensible un sucedáneo aceptabledel marfil.

—Y mi pregunta es, señor Osnard,¿para qué se emplea hoy en día la tagua?—dijo con más ardor que de costumbre—. ¿Piezas de ajedrez ornamentales?Pues sí, piezas de ajedrez. ¿Tallas?También, en efecto. Pendientes,

bisutería… Vamos acercándonos, pero¿qué más? ¿Qué otra utilidad puedetener que es tradicional, queprácticamente se ha olvidado en estostiempos, y que aquí, en P & B, no sinciertos desvelos, hemos recuperado parabien de nuestros apreciados clientes yfortuna de las generaciones venideras?

—Botones —aventuró Osnard.—Exacto. Los botones, cómo no.

Gracias —respondió Pendel,deteniéndose ante otra puerta. Bajandola voz, informó—: Aquí trabajanmujeres indígenas, kunas. He deadvertirle que son muy delicadas.

Llamó a la puerta, abrió, entró

respetuosamente, y con una seña indicóa su invitado que pasase. Tres mujeresindígenas de edad indeterminada cosíanchaquetas bajo los haces de luz delámparas ladeadas.

—Le presento a las responsables denuestros acabados, señor Osnard —susurró como si temiese romper suconcentración.

Pero las mujeres no parecían lamitad de delicadas que Pendel, pues enel acto alzaron la vista alegremente y locontemplaron de arriba abajo conamplias sonrisas.

—El ojal es al traje, señor Osnard,lo que el rubí al turbante —declaró

Pendel, hablando todavía en unmurmullo—. Ahí es donde se posa lamirada; por los detalles se juzga elconjunto. Un buen ojal no hace un buentraje; pero un mal ojal sí hace un maltraje.

—Por citar al bueno de ArthurBraithwaite —apuntó Osnard, imitandola voz susurrante de Pendel.

—Sí, así es. Y el botón de tagua, queantes de la desafortunada invención delplástico era de uso común en loscontinentes americano y europeo, y enmi opinión superior a cualquier otro, havuelto a cobrar vigencia, gracias a P &B, como colofón de todo buen traje

hecho a medida.—¿Eso también fue idea de

Braithwaite?—Se le ocurrió a él, señor Osnard

—contestó Pendel cuando pasaba ante lapuerta cerrada de los confeccionistaschinos encargados de las chaquetas,decidiendo no interrumpirlos sin otrarazón que el simple pánico—. Ahorabien, el mérito de ponerla en prácticadebo atribuírmelo yo.

Pero en tanto Pendel deseaba seguiradelante a toda costa, Osnard preferíapor lo visto tomárselo con más calma,ya que apoyó un robusto brazo contra lapared e impidió a Pendel el paso.

—Ha llegado a mis oídos que en sudía vistió a Noriega, ¿es verdad? —preguntó.

Pendel vaciló, desviandoinstintivamente la mirada hacia la puertade la cocina, donde estaba Marta.

—¿Y qué si lo vestí? —repuso. Porun momento un mohín de desconfianzacruzó su rostro, y su voz se tornó hosca yapagada—. ¿Qué iba a hacer? ¿Cerrar elnegocio? ¿Marcharme a casa?

—¿Qué clase de ropa le encargaba?—El general no era hombre de

trajes, señor Osnard. Con los uniformesperdía días enteros dando vueltas a losdetalles más insignificantes. Y lo mismo

con las botas y las gorras. Pero porreacio que fuese al traje, en ciertasocasiones no podía eludirlo.

Pendel se volvió, exhortando aOsnard a seguir adelante por el pasillo.Pero Osnard no retiró el brazo.

—¿En qué ocasiones?—Por ejemplo, cuando lo invitaron

a pronunciar aquel sonado discurso en laUniversidad de Harvard, comoprobablemente usted recordará, aunqueHarvard preferiría que lo hubieseolvidado. Como cliente, era todo unreto. Cuando venía a probarse la ropa,se impacientaba enseguida.

—Donde está ahora probablemente

no le harán falta trajes —comentóOsnard.

—No, desde luego. Según parece,tiene cubiertas todas sus necesidades. Yotra de esas ocasiones fue cuandoFrancia, otorgándole sus más altoshonores, lo nombró Légionnaire.

—¿Y por qué demonios locondecoraron?

En el pasillo la iluminaciónprocedía del techo, y bajo ella los ojosde Osnard semejaban orificios de bala.

—Se me ocurren variasexplicaciones, señor Osnard. La másverosímil es que el general, por razonescrematísticas, permitió a las Fuerzas

Aéreas francesas hacer escala enPanamá cuando llevaban a cabo susimpopulares pruebas nucleares en elPacífico Sur.

—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó Osnard.

—A veces los lacayos del general seiban de la lengua. No todos eran tanreservados como él.

—¿También vestía a sus lacayos?—Y todavía los visto, todavía —

repuso Pendel, recobrando su buenhumor natural—. Padecimos lo quepodríamos llamar un ligero bajón justodespués de la invasión estadounidense,cuando algunos de los altos funcionarios

de la etapa anterior se vieron obligadosa cambiar de aires durante unatemporada, pero no tardaron en volver.En Panamá nadie pierde la honra, almenos no por mucho tiempo, y a loscaballeros panameños no les atraegastar su dinero en el exilio. Aquí setiende más a reciclar a los políticos quea desacreditarlos. Así pues, losdestierros suelen ser breves.

—¿Y no se los acusó decolaboracionistas o algo así?

—La verdad, señor Osnard, pocostenían la autoridad moral necesaria paratirar la primera piedra. Yo vestí algeneral unas cuantas veces, es cierto.

Pero la mayoría de mis clientes fueronbastante más allá.

—¿Y las huelgas? ¿Usted lassecundó?

Pendel lanzó otra mirada nerviosahacia la cocina, donde Marta debía dehaber reanudado ya sus lecturas.

—Le seré sincero, señor Osnard.Cerrábamos la puerta principal de latienda, pero no siempre cerrábamos lade atrás.

—Muy sensato —alabó Osnard.Pendel agarró el tirador de la puerta

más cercana y abrió. Dos ancianospantaloneros italianos con delantalesblancos y gafas de montura dorada

desviaron la vista de sus labores.Osnard los saludó con un gesto pomposoy volvió a salir al pasillo.

—Viste también al nuevo, ¿no?—Sí, tengo el honor de decir que el

presidente de la República de Panamáse cuenta entre mis clientes. Y hombremás encantador no lo hay.

—¿Dónde lo hacen? —preguntóOsnard.

—¿Disculpe?—¿Viene aquí, o va usted allí?Pendel adoptó un aire de cierta

superioridad.—Siempre soy citado en el palacio,

señor Osnard. Los ciudadanos vamos al

presidente; no es él quien viene anosotros.

—Se mueve por allí como por sucasa, ¿eh?

—Bueno, es mi tercer presidente —contestó Pendel—. Se crean vínculos.

—¿Con los sirvientes?—Sí, también con ellos.—¿Y con él? —interrogó Osnard—.

¿Con el propio presidente?Pendel volvió a demorar unos

segundos su respuesta, como poco antescuando Osnard había puesto a pruebalos principios del secreto profesional.

—El presidente vive como cualquiergran jefe de Estado en estos tiempos. Es

un hombre aislado, sometido a continuastensiones, privado de lo que yo llamolos placeres cotidianos por los que lavida merece la pena. Para él, unosminutos a solas con su sastre pueden seruna plácida tregua en la refriega.

—O sea, que usted y él sostienenalguna que otra charla —concluyóOsnard.

—Yo prefiero definir esos ratoscomo interludios de tranquilidad. Mepregunta qué opinan de él mis clientes, yyo le contesto, sin dar nombres, porsupuesto. A cambio, de vez en cuando,si algo lo preocupa, me honra con unaconfidencia. Me he labrado cierta fama

de hombre discreto, como sin duda elpresidente sabe por sus cautos asesores.Y ahora, caballero, si me hace elfavor…

—¿Cómo se dirige a usted?—¿Cuando estamos solos, o en

presencia de terceros?—¿Lo llama Harry, pues? —adivinó

Osnard.—Exacto.—¿Y usted a él?—Jamás me atrevería, señor Osnard.

Se me ha brindado la ocasión, he sidoinvitado a ello, pero para mí es el señorPresidente y siempre lo será.

—¿Y qué hay de Fidel? —preguntó

Osnard.Pendel rió de buena gana. Hacía ya

un rato que lo necesitaba.—Pues el comandante en la

actualidad se decanta, en efecto, por lostrajes, y es lógico, dada su progresivacorpulencia. No hay un solo sastre en laregión que no diese cualquier cosa porvestirlo, al margen de lo que los yanquispiensen de él. Sin embargo sigue fiel asu sastre cubano, como probablementehabrá usted notado con bochorno en latelevisión. ¡Qué horror! En fin, con esoestá todo dicho. Nosotros aquí estamos,siempre a punto. Si llega la llamada, P& B la atenderá.

—Tiene aquí montado todo unservicio de inteligencia, ¿eh? —observóOsnard.

—Vivimos en un mundo despiadado,señor Osnard. Existe una competenciaferoz. Sería una estupidez por mi parteno permanecer alerta, ¿no cree?

—Desde luego. ¿Quién querríaacabar como el bueno de Braithwaite?

Pendel había trepado a una escalera detijera. Hacía equilibrios en laplataforma abatible, que por lo generalprocuraba evitar, y manipulaba un rollode la mejor alpaca gris que había

conseguido sacar del último estante,manteniéndolo en alto para que Osnardinspeccionase la tela. Cómo habíallegado hasta allí arriba o qué lo habíainducido a subir eran misterios sobre losque no estaba más dispuesto areflexionar que un gato encaramado a lacopa de un árbol. Su única preocupaciónera escapar.

—Lo importante, como siempreadvierto, es colgarlos cuando aúnconservan el calor del cuerpo y noolvidarse de alternarlos —anunció a unestante de piezas de estambre azuloscuro situado a un palmo de su nariz—.Aquí tenemos la tela que, según hemos

visto en los muestrarios, podría ser desu agrado, señor Osnard. Una elecciónexcelente, si me permite decirlo, y enPanamá el traje gris es prácticamente derigor. Le bajaré el rollo para que puedatocarla y verla de cerca. ¡Marta! ¡A latienda, por favor!

—¿Qué quiere decir con«alternarlos»? —preguntó Osnard desdeabajo, donde examinaba las corbatascon las manos en los bolsillos.

—Ningún traje debería llevarse dosdías consecutivos, señor Osnard, ymenos los veraniegos, comoseguramente le aconsejaría su padre enmás de una ocasión.

—Lo aprendió de Arthur, supongo.—Es la limpieza en seco con

productos químicos lo que estropea unbuen traje, como siempre advierto —explicó Pendel—. Cuando la suciedad yel sudor están ya muy agarrados, comoocurre cuando un traje se usa más de lacuenta, el paso siguiente es la tintorería,y he ahí el principio del fin. Un traje queno se alterna es un traje que dura lamitad de tiempo. ¡Marta! ¿Dónde se hametido esta chica?

Osnard continuó atento a lascorbatas.

—El señor Braithwaite llegaba alextremo de recomendar a sus clientes

que se abstuviesen de ir a la tintorería—prosiguió Pendel, alzando un poco lavoz—. Según él, bastaba con quecepillasen los trajes, les pasasen unaesponja húmeda si era necesario, y lostrajesen a la sastrería una vez al añopara lavarlos en el río Dee.

Osnard había dejado de contemplarlas corbatas y lo miraba fijamente.

—Debido a las singularescualidades limpiadoras de sus aguas —añadió Pendel—, el río Dee es para untraje algo así como el jordán para unperegrino.

—Pensaba que eso eran ideas deHuntsman —objetó Osnard sin apartar la

mirada de Pendel.Pendel titubeó. Y el titubeo fue

ostensible. Y Osnard lo observómientras titubeaba.

—El señor Huntsman es un excelentesastre, caballero, uno de los mejores deSavile Row. Pero a este respecto siguiólas pisadas de Arthur Braithwaite.

Probablemente quería decir «lospasos», pero bajo la intensa mirada deOsnard se había representado la nítidaimagen del gran Huntsman rastreandoobedientemente, como el paje del reyVenceslao, las huellas de Braithwaitepor el negro lodo escocés. Desesperadopor deshacer el maleficio, agarró el

rollo de tela e inició el descenso por laescalera, con un brazo extendido paramantener el equilibrio y el otrosujetando el rollo contra el pecho comoa un bebé.

—Aquí tiene, caballero, nuestraalpaca gris de tono intermedio en todosu esplendor —anunció, y dio lasgracias a Marta, quien, aunque tarde,había aparecido finalmente bajo él.

Ella, escondiendo el rostro, asió unextremo de la tela con las dos manos y,ladeándola para que Osnard laexaminase, retrocedió hacia la puerta. Yde algún modo notó la mirada de Pendel,y de algún modo él notó también la suya,

interrogativa y a la vez acusadora.Afortunadamente este mudo diálogopasó inadvertido a Osnard, que en esemomento escrutaba la tela. Se habíaencorvado sobre ella con las manoscruzadas a la espalda como un miembrode la familia real en visita oficial. Noparecía satisfecho. Cogiéndola delborde, comprobó la textura con lasyemas del pulgar y el índice. Lapremiosidad de sus movimientosacicateó el afán de complacer dePendel, y aumentó la desaprobación deMarta.

—¿El gris no es de su agrado, señorOsnard? Veo que tiene preferencia por

el marrón. Y le sienta muy bien, si mepermite decirlo. Actualmente en Panamáel marrón no goza de gran aceptación, laverdad. En términos generales, lospanameños lo consideran un color pocomasculino, no me pregunte por qué. —Dejando a Marta con el extremo de latela entre las manos y el rollo tirado asus pies, empezó a subir de nuevo por laescalera—. Tengo aquí arriba un marrónni muy claro ni muy oscuro idóneo parausted, sin demasiado rojo. Vamos a ver.Siempre he dicho que el exceso de rojoecha a perder un buen marrón, no sé siestaré equivocado. ¿Por qué se inclinahoy el caballero?

Osnard tardó en responder. Primerosu atención permaneció fija en la telagris, después se desvió hacia Marta, quelo escudriñaba con una especie deaversión clínica. Por último alzó lacabeza y contempló a Pendel en lo altode la escalera, y Pendel podría habersido un acróbata inmovilizado bajo lacarpa de un circo sin su balancín,separado por un abismo del mundo quese extendía bajo él a juzgar por la tríaindolencia reflejada en el rostro deOsnard.

—Sigamos con el gris si no leimporta, amigo —contestó por fin—.«Gris para la ciudad, marrón para el

campo». ¿No es eso lo que él decía?—¿Quién?—Braithwaite. ¿Quién iba a ser?Pendel bajó lentamente. Parecía a

punto de hablar pero guardó silencio. Sehabía quedado sin palabras, Pendel,para quien las palabras eran suseguridad y su consuelo. Así pues, selimitó a sonreír mientras Marta acercabael extremo de la tela y él la enrollaba.Sonrió hasta que la sonrisa le dolió,Marta lo miró ceñuda, en parte porOsnard, y en parte porque ésa era lamueca inalterable que el cirujano, trassus aterradores esfuerzos, había dejadograbada en su cara.

Capítulo 4

—Y ahora, caballero, sus medidas, sime permite.

Pendel había ayudado a Osnard aquitarse la chaqueta, reparando en ungrueso sobre marrón encajado entre lasdos mitades, de su cartera. Suvoluminoso cuerpo emanaba calor comoun spaniel mojado, Sus tetillas, cubiertaspor castos rizos de vello, se dibujabanclaramente bajo la camisa empapada desudor. Pendel se colocó detrás de él y lemidió la espalda del cuello a la cintura.

Ambos permanecían en silencio. Porexperiencia, Tender sabía que lospanameños se sentían a gusto mientraslos medían. No ocurría lo mismo con losingleses, guardaba relación con elcontacto físico. Partiendo otra vez delcuello, tomó el largo total de la espalda,como siempre sin rozar siquiera eltrasero. Seguían sin hablar. Midió elancho de la espalda para determinar ellugar exacto de la costura central, desdeahí tomó la distancia al codo al puño.Situándose al lado de Osnard, le separólos codos del cuerpo y paso la cintamétrica bajo los brazos y por encima delas tetillas. A veces con los clientes

solteros buscaba otro recorrido menossensible, pero con Osnard no albergabarecelos. Abajo sonó el timbre y acontinuación un portazo de reproche.

—¿Esa era Marta? —preguntóOsnard.

—Sí. Seguramente se marcha a casa.—¿Tiene algo contra usted?—Claro que no —respondió Tendel

—. ¿Qué le hace pensar eso?—Simples vibraciones.—¡Válgame! —exclamó Pendel,

recobrándose.—Me ha parecido que también tenía

algo contra mí.—¡Santo cielo! ¿Qué podría tener

contra usted?—No le debo dinero ni me he

acostado con ella, así que ¿quién sabe?El probador era una cabina de

madera de dimensiones corrientes —unos tres metros por tres y medio—situada al fondo del Rincón delDeportista, en la primera planta. Unespejo basculante de cuerpo entero, tresespejos murales y una sillita doradacomponían el mobiliario. Una tupidacortina verde hacía las veces de puerta.Pero el Rincón del Deportista no era enabsoluto un rincón, sino un desvánalargado, bajo y forrado de madera, concierta atmósfera de infancia perdida. En

ninguna otra sección de la sastreríaPendel se había esforzado tanto paralograr ese efecto. Un pequeñoregimiento de trajes a medio hacercolgaba de rieles metálicos sujetos a lapared en espera del último toque declarín. Impermeables, gorras y zapatillasde golf resplandecían en los antiguosestantes de caoba. Dispuestos enelaborado desorden había botas demontar, fustas, espuelas, un par deexcelentes escopetas inglesas,cartucheras y palos de golf. Y en primerplano, ocupando el lugar de honor, seerigía un majestuoso caballo ensillado,como un potro de gimnasio pero con

cabeza y cola, donde los jinetes podíanprobar la comodidad de sus calzonescon la plena confianza de que su monturano los avergonzaría.

Pendel se devanaba los sesos enbusca de un tema de conversación. En elprobador tenía por costumbre hablarininterrumpidamente a fin de atenuar lasensación de intimidad, pero por algunarazón su habitual repertorio se leresistía. Recurrió por fin a lasreminiscencias de sus primerosdesvelos.

—¡Vaya que si madrugábamos poraquel entonces! Las mañanasinclementes y oscuras en Whitechapel,

el rocío en los adoquines… Aún meparece sentir aquel frío. Hoy las cosashan cambiado, desde luego. Por lo quesé, son contados los jóvenes que entranen el oficio. Al menos en el East End.No en auténticas sastrerías. Lo tienenmuy difícil, supongo. Es lógico.

Midió de nuevo el ruedo del torso,pero esta vez pasando la cinta métricapor el exterior de los brazos mientrasOsnard mantenía pegados al cuerpo. Noera una medida que tomasenormalmente, pero Osnard no era uncliente normal.

—Del East End al West End —comentó Osnard—. Todo un salto.

—Y que lo diga, pero la verdad esque hasta la fecha no he tenido motivopara arrepentirme.

Se encontraban cara a cara y muycerca. Pero en tanto los implacablesojos castaños de Osnard parecíanperseguir a Pendel desde todos losángulos, los de éste permanecían fijos enla cintura del pantalón de gabardina,arrugada a causa del sudor. Rodeó conla cinta el amplio contorno de Osnard yla tensó.

—Déme la mala noticia —pidióOsnard.

—Digamos que una discretacuarenta y ocho, más un pico previsión.

—En previsión ¿de qué?—Pues, pongamos, del almuerzo —

contestó Pendel, arrancándole a Osnarduna carcajada que necesitaba ya conurgencia.

—¿Alguna vez añora la madrepatria? —preguntó Osnard mientrasPendel, cautamente, anotaba unacincuenta de cintura en su cuaderno.

—En realidad no. No, yo diría queno. No de una manera palpable. No —repitió Pendel a la vez que se guardabael cuaderno en el bolsillo trasero delpantalón.

—Pero seguramente de vez encuando echará de menos Savile Row.

—Ah, bueno, Savile Row —concedió Pendel efusivamente,sucumbiendo a la nostálgica imagen desí mismo confinado a la seguridad de unsiglo anterior, tomando medidas paralevitas calzones ajustados—. Sí, perotampoco Savile Row es ya lo que es,¿no? Si tuviéramos más de lo que enotro tiempo representaba Savile Row ymenos de lo que hoy en día tanto abunda,Inglaterra no estaría como está. Sería unpaís más próspero, con perdón.

Pero si Pendel había pensado quemediante esa clase de tópicos iba alibrarse del inquisitivo asedio deOsnard, gastaba saliva en balde.

—Cuénteme cómo fue.—¿A qué se refiere? —replicó

Pendel.—El bueno de Braithwaite lo tomó

como aprendiz, ¿no?—Así es.—El joven y afanoso Pendel se

sentaba en el portal de la sastrería undía tras otro. Cada mañana, cuando elviejo aparecía puntualmente, allí estabausted. «Buenos días, señor Braithwaite,¿cómo estamos hoy? Soy Harry Pendel,su nuevo aprendiz». Me encanta. Meencanta ese desparpajo en la gente.

—Me alegra saberlo —contestóPendel, vacilante, intentando ahorrarse

la experiencia de oír de labios de otrapersona su propia anécdota en una desus muchas versiones.

—Así que, a fuerza de machacar, selo metió en el bolsillo y pasó aconvertirse en su aprendiz preferido,como en el cuento de hadas —prosiguióOsnard. No especificó a qué cuentoaludía, y Pendel tampoco mostró interésen saberlo—. Y un día… ¿al cabo decuántos años? Un día el bueno deBraithwaite se le acerca y dice: «Muybien, Pendel. Ya estoy harto de tenertecomo aprendiz. A partir de ahora serásel príncipe heredero». O algo por elestilo. Descríbame la escena. Póngale la

salsa.Un ceño de feroz concentración

nubló la frente de Pendel, por lo generaldespejada. Situándose a la izquierda deOsnard, extendió la cinta métrica entorno al trasero, desde la rabadilla hastael punto más prominente, y tomó nota. Seencorvó para medir el largo exterior dela pierna, se enderezó y, como unnadador en una salida nula, volvió aagacharse hasta tener la cabeza a laaltura de la rodilla derecha de Osnard.

—¿Y a qué lado carga, si no esindiscreción? —murmuró, notando en lanuca la penetrante mirada de Osnard—.Por lo que he podido observar, la

mayoría de mis clientes se decanta porel izquierdo. Dudo que sea por razonespolíticas.

Éste era uno de sus chisteshabituales, pensado para provocar larisa incluso en los clientes máscircunspectos. Con Osnard obviamenteno surtió efecto.

—Nunca sé dónde la tengo. Lacondenada va y viene como una mangade viento —contestó con indiferencia—.¿Fue por la mañana? ¿Por la tarde? ¿Aqué hora del día recibió la visita real?

—Por la tarde —masculló Pendeltras una eternidad. Y en reconocimientode su derrota, añadió—: Un viernes,

como hoy.Aun dando por supuesto que cargaba

a la izquierda, para no correr riesgoscolocó el extremo metálico de la cintamétrica en el lado derecho de labragueta de Osnard, poniendo especialcuidado en no tocar lo que pudieseesconderse dentro, y la extendió hasta lasuela del zapato, que era recio y austeroy estaba muy remendado. Tras restar doscentímetros y medio y apuntar el dato, seirguió resueltamente, pero el ánimovolvió a flaquearle al encontrarse bajola intensa mirada de aquellos ojososcuros y redondos y creer por unmomento que lo encañonaban las armas

del enemigo.—¿En verano o en invierno? —

insistió Osnard.—En verano —respondió Pendel

casi sin voz. Con renovadadeterminación tomó aliento y volvió a lacarga—. En verano éramos pocos losjóvenes dispuestos a trabajar los viernespor la tarde. Supongo que yo era laexcepción, y por eso, entre otras cosas,el señor Braithwaite se fijó en mí.

—¿En qué año ocurrió?—Pues… sí… el año… —Ya

recobrado, movió la cabeza y trató desonreír—. Dios santo, ha pasado tantotiempo… Pero uno no puede luchar

contra la marea, ¿no? El rey Canuto lointentó y ya ve dónde acabó —añadió,sin saber con certeza dónde habíaacabado Canuto, ni siquiera si habíaacabado en alguna parte. Así y todo,percibía que estaba recuperando lasoltura, o lo que su tío Benny llamaba la«afluencia». Adoptando un tono lírico,prosiguió—: Se encontraba en el umbralde la puerta. Yo, como me ocurresiempre que corto, debía de tener loscinco sentidos puestos en un pantalón,porque recuerdo que me sobresaltó.Levanté la vista, y allí estaba él,mirándome, sin hablar. Era un hombrecorpulento. A veces la gente se olvida

de ese rasgo de su persona. La ampliacalva, las marcadas cejas… Poseía unaapariencia imponente. Era un ciclón, unapresencia ineludible…

—Se olvida del bigote —objetóOsnard.

—¿El bigote?—Sí, un mostacho enorme poblado,

siempre con restos de sopa. En la épocaen que le tomaron la fotografía de abajoya debía de habérselo afeitado. A mí meaterrorizaba. Por entonces tenía sólocinco años.

—No llevaba bigote cuando yo loconocí, señor Osnard.

—Claro que lo llevaba. Lo recuerdo

como si fuese ayer.Pendel, por tozudez o por instinto,

decidió mantenerse en sus trece.—Creo que a ese respecto lo engaña

la memoria, señor Osnard. Quizá leatribuye a Arthur Braithwaite el bigotede otro caballero.

—¡Bravo! —susurró Osnard.Pero Pendel se negó a aceptar que lo

había oído, o que había visto el amagode un guiño en el rostro de Osnard.Siguió adelante:

—«Pendel», me dijo. «Quiero queseas mi hijo. Tan pronto como aprendasa hablar con propiedad tengo laintención de llamarte Harry, ponerte al

frente de la sastrería, nombrarteheredero y socio…».

—¿No había dicho que tardó nueveaños? —preguntó Osnard.

—¿Nueve años? ¿En qué?—En llamarlo Harry.—Empecé de aprendiz, ¿no? —

repuso Pendel.—Tiene razón. Perdone. Siga, siga.—«Eso es todo lo que quería

decirte, así que ahora vuelve a tuspantalones y ve a tomar clases nocturnaspara mejorar la dicción», me dijo.

Se interrumpió. Se había quedado enblanco. Le escocía la garganta, le ardíanlos ojos y le zumbaban los odios. Pero

experimentaba también una sensación deculminación airosa. Lo he hecho. Teníauna pierna rota, estaba a cuarenta gradosde fiebre, pero la función ha continuado.

—Magnífico —murmuró Osnard.—Gracias.—En la vida había oído una patraña

mejor hilvanada, y me la ha recitadocomo un héroe de película.

Pendel escuchaba a Osnard a grandistancia, entre otras muchas voces. Lashermanas de la caridad de su orfanatodel norte de Londres advirtiéndole queJesús se enfadaría con él. Las risas desus hijos en el todoterreno. La voz deRamón anunciándole que un banco

mercantil había indagado sobre susituación económica y ofrecidoincentivos a cambio de la información.La voz de Louisa asegurándole quebastaría con un buen hombre. Y porúltimo oyó el fragor del tráfico en horapunta saliendo de la ciudad y deseóhallarse con los otros conductores,inmóvil y libre en medio delembotellamiento.

—Sin embargo, amigo mío, resultaque yo sé quién es, por si no se ha dadocuenta. —Pero Pendel no se daba cuentade nada, ni siquiera de la intensidad conque Osnard lo miraba. Había corrido unvelo en su mente, y Osnard se

encontraba al otro lado—. O para sermás exactos, sé quién no es. Pero no seasuste, no hay razón para alarmarse. Meha encantado. Del principio al fin. Nome lo habría perdido por nada delmundo.

—Yo no soy nadie —se oyó musitarPendel desde su lado del velo, ydespués le llegó el sonido de la cortinadel probador al descorrerse.

Y con ojos intencionadamenteempañados vio que Osnard se asomabapor la abertura para echar un prudentevistazo al Rincón del Deportista. Volvióa oír la voz de Osnard, pero esta vez tancerca de su oído que los susurros

parecían silbidos.—Es usted Pendel 906017, ex

presidiario y ex delincuente juvenil,condenado a seis años por incendioprovocado. Cumplió dos años y medio.Aprendió el oficio de sastre en el trullo.Abandonó el país tres días después depagar su deuda a la sociedad con laayuda de su tío paterno Benjamín, yafallecido. Se casó con Louisa, hija de unmilitar de la Zona y una profesora dereligión, que actualmente trabaja defactótum para el gran Ernesto Delgadocinco días por semana en la Comisióndel Canal de Panamá. Dos hijos: Mark,de ocho años; Hannah, de diez,

insolvente por gentileza del arrozal.Pendel Braithwaite no es más que unasarta de gilipolleces. Nunca existió talestablecimiento en Savile Row. No huboliquidación porque no había nada queliquidar. Arthur Braithwaite es uno delos grandes personajes de ficción. Nohay nada como una farsa. ¿Qué es acasola vida? No me mire con esa cara. Soysu premio. La respuesta a sus plegarias.¿Me oye?

Pendel no oía nada. Permanecíainmóvil con la cabeza gacha y los piesjuntos, paralizado por completo, inclusolas orejas. Obligándose a salir de suletargo, levantó el brazo de Osnard a la

altura del hombro, se lo dobló hasta quetuvo la palma de la mano abierta sobreel pecho, apoyó el extremo de la cintamétrica en el eje central de la espalda yla extendió en torno al codo hasta lamuñeca.

—Le he preguntado quién más estáal corriente —decía Osnard.

—¿De qué?—De la farsa. El traspaso de

responsabilidades de san Arthur aljoven Pendel. P & B, sastres de larealeza. Mil años de historia. Todasesas sandeces. Aparte de su esposa,claro.

—¡Ella no está enterada! —exclamó

Pendel, visiblemente alarmado.—¿No lo sabe?Enmudeciendo de nuevo, Pendel

negó con la cabeza.—¿Louisa no lo sabe? ¿También la

ha engañado a ella?Quédate shtumm, Harry, muchacho.

Shtumm es la palabra.—¿Y lo de su ligero contratiempo

local? —preguntó Osnard.—¿Cuál?—La cárcel.Pendel musitó algo que él mismo

apenas oyó.—¿Eso es otro no?—Sí. No.

—¿No sabe Louisa que cumpliócondena? ¿No sabe lo del tío Arthur?¿Sabe acaso que el arrozal está a puntode irse a pique?

Otra vez la misma medida. Desde elcentro de la espalda hasta la muñeca,pero ahora con los brazos rectos a loscostados. Siguiendo la línea del hombrocon movimientos rígidos.

—¿Tampoco?—Tampoco —respondió Pendel.—Pensaba que era copropietaria.—Lo es.—Pero aún no se ha enterado —dijo

Osnard.—Al fin y al cabo, de los asuntos de

dinero me ocupo yo, ¿no?—A la vista está. ¿Cuánto debe?—Cerca de cien mil —mintió

Pendel.—Yo he oído que son casi

doscientos, y en aumento.—Ha oído bien.—¿A qué interés?—Al dos.—¿Al dos por ciento trimestral?—Mensual —precisó Pendel.—¿Interés compuesto?—Es posible.—E hipotecó la sastrería para

conseguir el préstamo. ¿Cómo se leocurrió semejante disparate?

—Atravesábamos lo que suelellamarse una época de recesión. No sé sise ha visto usted en ese trance algunavez —dijo Pendel, recordando los díasen que si tenía sólo tres clientes, loscitaba uno tras otro a intervalos demedia hora para crear una sensación deajetreo.

—¿Qué hacía? ¿Apostar en bolsa?—Asesorado por mi experto

banquero, sí.—¿Y su experto banquero se

especializa en vender empresas enquiebra o algo así? —ironizó Osnard.

—Probablemente.—Y la pasta era de Louisa, ¿me

equivoco?—De su padre. La mitad de la

herencia. Tiene una hermana.—¿Y la policía?—¿Qué policía?—La policía panameña, o como se

llame aquí.—¿Qué pasa con la policía? —La

voz de Pendel se había destrabado porfin y fluía libremente—. Pago misimpuestos. Estoy en paz con laSeguridad Social. Mantengo al día lacontabilidad. Aún no he quebrado. ¿Porqué iban a entrometerse?

—Pensaba que quizá habíandescubierto sus antecedentes, que lo

habían invitado a pagar una módicasuma a cambio de su silencio. No legustaría que lo echasen del país por nopagar sus sobornos, ¿verdad?

Pendel negó con la cabeza ydespués, agachándola, se la cubrió conla palma de la mano, bien para rezar,bien para asegurarse de que aún la teníaunida al cuerpo. A continuación adoptóla actitud que le había inculcado el tíoBenny antes de su ingreso en prisión.

«Tienes que aplanarte, Harry,muchacho —insistía Benny, empleandouna expresión que Pendel no había oídohasta entonces ni después a nadie másque a él—. Encógete. No seas nadie, no

mires a nadie. Les molesta, como sidieras lástima. No eres siquiera unamosca en la pared. Formas parte de lapared».

Pero Pendel no tardó en cansarse deser pared. Levantó la cabeza y miróalrededor parpadeando, comodespertando a la mañana siguiente de unestreno. Recordó una de las confesionesmás desconcertantes del tío Benny yllegó a la conclusión de que por fin lahabía entendido: «Harry, muchacho, miproblema es que allá donde voy viajo yoconmigo y lo echo todo a perder».

—¿Y quién es usted, si puedesaberse? —preguntó Pendel con un

amago de hostilidad.—Un espía. Un espía de la feliz

Inglaterra de nuestros antepasados.Reabrimos Panamá.

—¿Por qué?—Se lo contaré durante la cena —

contestó Osnard—. ¿A qué hora cierralos viernes?

—Si quiero, ahora mismo. Mesorprende que lo pregunte.

—Y en su casa ¿qué? ¿Velas,kiddush, o lo que sea que hagan?

—Nada. Somos cristianos —afirmóPendel—. Hasta la médula.

—Es socio del club Unión, ¿verdad?—Apenas.

—Apenas ¿qué?—Tuve que comprar el arrozal para

que me aceptasen —explicó Pendel—.Rechazan a los sastres judíos pero noponen reparos a los granjerosirlandeses. Siempre y cuando dispongande veinticinco mil dólares para pagar lacuota.

—¿Y por qué quería ser socio?Para su asombro, Pendel advirtió en

sus propios labios una sonrisa másefusiva de lo que era normal en él. Unasonrisa delirante, forzada quizá por laperplejidad y el pánico, pero unasonrisa al fin y al cabo, y el alivio quele producía era como descubrir que aún

podía valerse de sus miembros.—En confianza, señor Osnard —

dijo con repentina cordialidad—, eso espara mí un misterio aún sin resolver.Soy impulsivo, y a veces pretencioso.Es mi mayor defecto. Mi tío Benjamín,el que acaba de nombrar, soñó siemprecon tener una villa en Italia. Quizádeseaba pertenecer al club porcomplacer a Benny. O quizá por hacerleun corte de mangas a la señora Porter.

—No la conozco.—La supervisora que me asignaron

al concederme la libertad condicional.Una mujer muy estricta, convencida deque mi único porvenir era la

delincuencia.—¿Cena alguna vez en el club

Unión? —preguntó Osnard—. ¿Llevainvitados?

—Casi nunca. Y menos ahora, en mi,digamos, delicada situación económica.

—Si encargase diez trajes en lugarde dos y no tuviese ningún compromisopara la cena, ¿me llevaría allí?

Osnard estaba poniéndose lachaqueta. Dejemos que se las arregle élsolo, pensó Pendel, reprimiendo sunatural impulso de ayudar.

—Podría ser. Depende —contestócon cautela.

—Y llamaría a Louisa, supongo.

«Cariño, buenas noticias, acabo decolocarle diez trajes a un inglés chifladoy lo he invitado a cenar en el clubUnión».

—Podría ser.—¿Cómo se lo tomaría?—Es imprevisible.Osnard introdujo una mano en el

interior de la chaqueta, sacó el sobreque Pendel había visto minutos antes, yse lo entregó.

—Cinco de los grandes a cuenta delos dos trajes. No me hace falta recibo.Hay más esperándole. Y añadamos otropar de cientos por el ágape de estanoche.

Pendel llevaba aún el chaleco, asíque se metió el sobre en el bolsillotrasero del pantalón, donde guardaba elcuaderno.

—En Panamá todo el mundo conocea Harry Pendel —dijo Osnard—. Siandamos escondiéndonos, lo notarán. Sivamos a algún sitio que usted frecuente,no le darán mayor importancia.

Volvían a hallarse cara a cara. Vistode cerca, Osnard irradiaba entusiasmocontenido. Pendel, siempre presto a laempatía, sintió crecer su propio ánimopor influencia de ese halo. Bajaron a latienda para que él telefonease a Louisadesde el taller de corte mientras Osnard

ponía a prueba con su peso laresistencia de un paraguas plegado encuya etiqueta se afirmaba: «Creado aimagen de los paraguas utilizados por laGuardia Real británica».

—Tú bien lo sabes, Harry —dijoLouisa, y Pendel la escuchaba con laoreja izquierda ya caliente por lapresión del auricular. Era la voz de sumadre. Socialismo y clases de religión.

—¿Qué sé, Lou? ¿Qué deberíasaber? —En broma, siempre esperandouna risa—. Ya me conoces, Lou, Yo nosé nada de nada. Soy un absoluto

ignorante.Por teléfono Louisa repartía los

silencios como años de condena.—Tú bien sabes, Harry, lo que te

mereces por abandonar a tu familia estanoche y marcharte a tu club a divertirtecon otros hombres y mujeres en lugar dedisfrutar de la compañía de quienes tequieren. —Su voz cedió gradualmente ala ternura, y Pendel casi deseó estar a sulado. Pero como de costumbre laspalabras no se correspondieron con eltono. Tras una pausa, como si todavíaesperase que él cambiara de idea,añadió—: ¿Harry?

—¿Sí, cariño?

—No necesito zalamerías, Harry —replicó, que era su peculiar manera dedevolver expresiones de afecto como«cariño». Pero si tenía algo más enmente, no lo dijo.

—Nos queda todo el fin de semana,Lou. Tampoco es que me vaya de casapara siempre. —Un silencio tan vastocomo el Pacífico—. ¿Cómo estabaErnie? Es un gran hombre, Louisa. No sépor qué he tenido que reírme de él. Esun santo como tu padre. Deberíaarrodillarme a sus pies.

Es por su hermana, pensó Pendel.Siempre que está de mal humor esporque la corroe la envidia que su

hermana despierta en ella.—Me ha pagado cinco mil dólares a

cuenta, Lou —argumentó Pendel,suplicando su aprobación—, dinero enmano. Está solo. Desea un poco decompañía. ¿Qué quieres que haga? ¿Quelo ponga en la calle a estas horas, que ledé las gracias por comprarme diez trajesy le diga que se largue y se busque unamujer?

—Harry, no tienes por quéjustificarte. No hay el menorinconveniente en que lo traigas a casa. Ysi no nos consideras dignos de él, haz loque debas y no te culpes por ello.

De nuevo asomó la ternura a su voz,

la Louisa que deseaba ser y no la quehablaba por ella.

—¿Todo en orden? —preguntóOsnard con desenfado.

Había encontrado el whisky con queobsequiaba a los clientes y dos vasos.Ofreció uno a Pendel.

—Como una seda. Es una mujerentre un millón.

Pendel entró en el cuarto del materialpara cambiarse. Por puro hábito colgó elpantalón, sujeto de las pinzas, en lamisma percha que la chaqueta y conigual pulcritud. Para la cena eligió un

traje de mohair de color azul pastel, conuna sola fila de botones, que se habíacortado él mismo seis meses atrásmientras escuchaba a Mozart y aún no sehabía puesto por temor a que resultasedemasiado ostentoso. Al verse en elespejo le sorprendió la normalidad desu rostro. ¿Por qué conservas el mismocolor, tamaño y forma? ¿Qué más tieneque ocurrirte para que te ocurra algo?Te levantas esta mañana. El director detu banco te confirma que el fin delmundo se acerca. Llegas a la sastrería eirrumpe un espía inglés que arremetecontra ti blandiendo tu pasado y quiereenriquecerte y a la vez que sigas como

hasta ahora.—Andrew te llamas, ¿no? —gritó a

través de la puerta abierta, iniciando unanueva amistad.

—Andy Osnard, soltero, sesudoexperto en monsergas políticas de laembajada británica, recién llegado. Elbueno de Braithwaite vestía a mi padrey tú andabas de un lado a otro con lacinta métrica. La tapadera perfecta. Nola encontraríamos mejor.

Y esa corbata que siempre me hagustado, pensó. Con rayas azules enzigzag y un toque de rosa pálido.Mientras Pendel conectaba la alarma,Osnard lo contempló con el orgullo de

un creador.

Capítulo 5

Había dejado de llover. Los autobusesiluminados con bombillas de coloresque cabeceaban por el irregularpavimento iban vacíos. El tórrido cieloazul del atardecer se perdía en la noche,pero el calor no aflojaba porque enCiudad de Panamá nunca afloja. Escalor seco o es calor húmedo. Pero elcalor siempre está presente, como elruido: el tráfico, los taladros, losandamios al montarse o desmontarse, losaviones, los acondicionadores de aire,

la música enlatada, las excavadoras, loshelicópteros y —con suerte— lospájaros, Osnard arrastraba su paraguasde corredor de apuestas. Pendel, aunquealerta, iba desarmado. Era incapaz dedescifrar sus propios sentimientos, lehabían puesto a prueba, y había salidofortalecido y avisado. Pero ¿cuál era elobjetivo de esa prueba? ¿Fortalecido yavisado en qué forma?, si habíasobrevivido, ¿por qué no se sentía asalvo? No obstante, pese a sus recelos,al salir de nuevo al mundo se sintiórenacer:

—¡Cincuenta mil dólares! —anuncióPendel a voz en grito mientras abría la

puerta del todoterreno.—¿Para qué? —preguntó Osnard.—¡Es lo que cuesta pintar a mano

esos autobuses! ¡Contratan artistasprofesionales! ¡Tardan dos años!

No era un dato que Pendel conociesehasta ese momento, si es que podíadecirse que lo conocía, pero tenía laíntima necesidad de hablar conautoridad del tema. Al acomodarse en elasiento lo asaltó la incómoda sensaciónde que el coste se aproximaba más a milquinientos dólares, y el tiempo detrabajo eran dos meses y no dos años.

—¿Quieres que conduzca yo? —ofreció Osnard mirando de reojo a uno y

otro lado de la calle.Pero Pendel era dueño de sus actos.

Diez minutos antes estaba convencido deque nunca volvería a caminarlibremente, y de pronto se hallabasentado al volante de su propio coche encompañía de su carcelero y vestido conun traje de color azul pastel en lugar deun maloliente mono de yute con sunombre escrito en el bolsillo.

—¿Y no andas metido en aprietos?—dijo Osnard.

Pendel no entendió la pregunta.—Gente con la que prefieres no

cruzarte: acreedores, maridosengañados, algo así.

—Sólo tengo deudas con el banco,Andy. En cuanto a lo otro, no voy porahí persiguiendo esposas ajenas, aunque,conociendo a los latinos, nunca loadmitiría ante mi clientela. Pensaríanque soy un capón o un marica. —Rió porambos con mayor estridencia de lanecesaria mientras Osnard permanecíaatento a los retrovisores—. ¿De dóndeeres, Andy? ¿Dónde tienes tus raíces?Por lo que se ve, tu padre ocupa unpapel destacado en tu vida, a menos quetambién sea un personaje imaginario.¿Fue un hombre famoso? Seguro que sí.

—Era médico —respondió Osnardsin vacilar.

—¿Cuál era su especialidad?¿Neurocirugía? ¿Cardiología?

—Medicina general.—¿Dónde ejercía? ¿En algún país

exótico?—En Birmingham.—¿Y tu madre de dónde era, si no es

indiscreción?—Del sur de Francia.Pero Pendel no pudo menos que

preguntarse si Osnard había emplazadoa su difunto padre en Birmingham y a sumadre en la Costa Azul con la mismadespreocupación con que él habíaemplazado al difunto Braithwaite enPinner.

El club Unión es donde losmultimillonarios de Panamá se dan citaaquí en la tierra. Al cruzar el arco rojoen forma de pagoda, Pendel con ladebida deferencia, redujo la velocidadhasta casi detenerse en su afán dedemostrar a los dos vigilantesuniformados que él y su acompañanteeran blancos y de clase media. Losviernes son noches de discoteca para loshijos de los gentiles adinerados. Frentea la rutilante entrada, flamantestodoterrenos vomitaban adustasprincesas de diecisiete años y efebos defornido cuello mirada vacía conpulseras de oro. Un pasillo delimitado

por gruesos cordones de color carmesíconducía hasta la puerta, custodiada porhombres de anchas espaldas conuniformes de chófer y placas deidentificación colgadas de un ojal. Trasobsequiar a Osnard con una confiadasonrisa, escrutaron a Pendel conexpresión ceñuda pero le franquearon elpaso. El vestíbulo, abierto al mar, eraamplio y fresco. Una rampa tapizada deverde descendía a una terraza. Más alláse avistaba la bahía con su perpetuahilera de barcos, dispuestos comobuques de guerra bajo una masa denegros nubarrones. La última claridaddel día se difuminaba por momentos. El

humo del tabaco, los perfumes caros y lamúsica rítmica saturaban el aire.

—¿Ves aquella carretera elevada,Andy? —preguntó Penden, señalandocon el brazo en un ademán de anfitrión,mientras con la otra mano anotaba elnombre de su invitado en el libro devisitas—. Pues el terraplén sobre el queestá construida se hizo con losescombros extraídos del Canal. Impideque los sedimentos de los ríos sedepositen en el fondo de la víanavegable. Nuestros antepasadosyanquis no tenían un pelo de tontos —declaró, probablemente poridentificación con Louisa, pues él no

descendía de yanquis—. Es una lástimaque hayan desaparecido los cines al airelibre; tendrías que haberlos visto,Parece mentira, ¿no? Cines al aire libreaquí en la estación de las lluvias. Pueslos había. ¿A que no adivinas con quéfrecuencia llueve en Panamá entre lasseis y las ocho de la tarde, tanto en laestación de las lluvias como el resto delaño? ¡Un promedio anual de dos días!Sorprendido, veo.

—¿Dónde podemos tornar una copa?—dijo Osnard.

Pero Pendel deseaba mostrarle antesla última y más extraordinariainnovación del club: un ascensor

silencioso, provisto de un magníficorevestimiento interior, para que lasherederas geriátricas suban y bajen loscasi tres metros que separan las dosplantas.

—Vienen a echar la partida, Andy.Algunas de esas ancianas juegan a lascartas día y noche. Deben de pensar quepodrán llevarse la ganancia al otrobarrio.

El bar se hallaba en plena fiebre delviernes noche. En todas las mesas losanimados concurrentes se saludaban, ygesticulaban, se palmeaban los hombros,

discutían, saltaban se hacían callarmutuamente a gritos. En medio de todoeso algunos se tomaban un momentopara llamar a Pendel, estrecharle lamano y expresar alguna observaciónjocosa, sobre su traje.

—Permíteme que te presente a mibuen amigo Andy Osnard, uno de loshijos predilectos de su majestad, reciénllegado de Inglaterra para rehabilitar elbuen nombre de la diplomacia —dijo aun banquero llamado Luis.

—La próxima vez basta con quedigas Andy —aconsejó Osnard cuandoLuis volvió al lado de sus chicas—. Lestrae sin cuidado quién soy o quién dejo

de ser. Por cierto, ¿hay algún gerifalteesta noche? ¿Quiénes han venido?Delgado no, desde luego. Se ha tomadounas vacaciones en Japón con el presi.

—Correcto, Andy, Ernie está enJapón, gracias a eso Louisa puedetomarse un respiro. ¡Vaya, vaya! ¿Quiéntenemos aquí? Increíble.

Panamá tiene chismorreo en lugar decultura. La mirada de Pendel se habíaposado en un cincuentón de aspectodistinguido y poblado bigoteacompañado de una hermosa joven. Élvestía traje oscuro y corbata plateada;ella llevaba la larga cabellera negracaída sobre un hombro desnudo y un

collar de diamantes de tamaño suficientepara hundirla. Estaban sentados uno allado del otro, muy erguidos, como unapareja en una vieja fotografía, y recibíanlas felicitaciones de quienes los queríanbien.

—Nuestro galante juez, Andy, está denuevo entre nosotros —explicó Pendelen respuesta a los apremiantesrequerimientos de Osnard—, y sólo unasemana después de retirarse los cargoscontra él.

—¿Es cliente tuyo?—En efecto, Andy, y muy apreciado.

Tengo invertidos en ese caballero cuatrotrajes a medio hacer, además de unesmoquin, y hasta la semana pasada todoello estaba condenado a saldarse en lasrebajas de Año Nuevo. —Sin precisarmayores ruegos, Pendel prosiguió con lahistoria, expresándose con esapedantería que nos induce a pensar queuna persona se ajusta escrupulosamentea la verdad—. Hace un par de años miamigo Miguel llegó a la conclusión deque cierta amiga suya, cuyo bienestarhabía asumido él como obligaciónpersonal, concedía sus favores a otro.Dicho rival también era, cómo no,letrado. En Panamá siempre lo son, y en

su mayoría, lamento decir, formados enuniversidades norteamericanas. Así queMiguel hizo lo que cualquiera haría entales circunstancias: contrató a un matónque puso oportuno remedio a tanirritante asunto.

—Bien por él. ¿Y cómo?Pendel recordó una frase que Mark

había sacado de un escabroso cómic,confiscado posteriormente por Louisa.

—Envenenamiento por plomo, Andy.Los profesionales tres balazos: uno en lacabeza, dos en el cuerpo, y lo que quedóde él en las primeras páginas de todoslos periódicos. El asesino fue detenido,cosa insólita en Panamá. Y confesó

cumplidamente, cosa que, admitámoslo,no lo es. —Pendel hizo una pausa,permitiendo a Osnard introducir unaapreciativa sonrisa en la conversación yaprovechando el instante para acopiarinspiración artística. O como diría el tíoBenny, para poner en claro el meollo.Darle rienda suelta a su afluencia.Exprimir bien la anécdota para mayordisfrute del público—. El fundamento dela detención, y la subsiguiente confesión,fue un cheque de cien mil dólares,extendido por nuestro amigo Miguel anombre del susodicho matón e ingresadoen un banco panameño partiendo delarriesgado supuesto de que la

confidencialidad bancaria garantizaríala inmunidad ante miradas indiscretas.

—Y ésa es la dama en cuestión —adivinó Osnard con tácita admiración—.Se diría que tiene grandes aptitudes parala pantomima.

—La misma, Andy, y ahora unida aMiguel en santo matrimonio, aunque,según se cuenta, esa limitación no acabade satisfacerle. Y lo que estás viendoesta noche es una triunfal demostracióndel retorno a la honra de Miguel yAmanda.

—¿Cómo demonios se las haapartado?

—Verás, Andy, en primer lugar —

continuó Pendel, enardecido por unaomnisciencia que excedía con mucho suconocimiento real del caso— se hablade un soborno de siete millones dedólares, que nuestro docto juez puedepermitirse de sobra habida cuenta deque posee una agencia de transporteespecializada en la importación de arrozy café de Costa Rica, y sus camionesentran en el país sin causar innecesariasmolestias a nuestros agobiadosfuncionarios, ya que su hermano es unalto cargo de aduanas.

—¿Y en segundo lugar? —preguntóOsnard.

Pendel estaba disfrutando de todo:

de sí mismo, de su voz, de su propiatriunfal resurrección.

—La comisión judicial designadapara examinar las pruebas contra Miguelllegó a la sabia conclusión de que loscargos carecían de credibilidad. Seconsideró que aquí en Panamá cien mildólares era un precio exagerado para unsimple asesinato, pues la tarifa corrientepara un trabajo de esas característicasronda los mil dólares. Además, ¿quéjuez en su sano juicio firmaría un chequenominal a un asesino a sueldo? Traslargas deliberaciones, la comisióndictaminó que la acusación era un burdointento de incriminar en el delito a un

probo servidor de su partido y su país.En Panamá tenemos un dicho: la justiciaes un hombre.

—¿Y qué han hecho con el asesino?

—En un segundo interrogatorio tuvo lagentileza de confirmar que no habíavisto a Miguel en su vida y que habíarecibido las instrucciones de un hombrecon barba y gafas de sol con quien sehabía reunido una sola vez en elvestíbulo del hotel Caesar Park duranteun apagón.

—¿No hubo protestas? —dijoOsnard.

Pendel negó con la cabeza.—Ernie Delgado y otros virtuosos

defensores de los derechos humanos lointentaron, pero como de costumbre susprotestas cayeron en saco roto debido acierta laguna en su credibilidad —explicó antes de pensar siquiera a qué serefería en particular. Sin embargo siguióadelante como un camionero dándose ala fuga—. Ernie no ha sido siempre tanintachable como lo pintan, o eso dicen.

—¿Quiénes?—Ciertos círculos, Andy. Círculos

bien informados.—¿Significa eso que saca tajada

como todos los demás? —inquirió

Osnard.—Corren rumores al respecto —

respondió Pendel enigmáticamente,entornando los párpados para mayorveracidad—. Y disculpa, pero prefierono entrar en detalles. Si no ando concuidado, acabaré diciendo algocontrario a los intereses de Louisa.

—¿Y qué ha pasado con el cheque?Pendel advirtió con inquietud que

los pequeños ojos de Osnard, comoantes en la sastrería, parecían dosorificios negros en la blanda superficiede su rostro.

—Una tosca falsificación, Andy,como se había sospechado —contestó,

notando un repentino calor en lasmejillas—. El cajero del banco encuestión ya ha sido oportunamenterelevado de su puesto, me complaceinformar, así que no volverá a ocurrir. Ypor otra parte están, cómo no, los trajesblancos. El blanco desempeña un papelmuy importante en Panamá, más de loque mucha gente cree.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Osnard sin dejar de mirarlo.

Quería decir que Pendel había vistoa un austero holandés que habitualmentedaba extraños apretones de manos yhablaba en confidenciales susurrosacerca de asuntos mundanos.

—Masones, Andy —aclaró, con elvivo deseo de desviar la mirada deOsnard—. Sociedades secretas. OpusDei. El vudú de las clases altas. Unagarantía por si la religión falla. Es unpaís muy supersticioso, Panamá.Deberías vernos con nuestros billetes delotería dos veces por semana.

—¿Cómo te enteras de todo eso? —quiso saber Osnard, dando a su voz unatrayectoria descendente para que sóloPendel lo oyese.

—Por dos canales, Andy.—¿Qué canales?—Por un lado está lo que yo llamo

el corrillo, es decir, las tertulias que se

organizan en la sastrería algunos juevespor la noche, siempre de maneraespontánea y por iniciativa de misclientes, para tomar unas copas eintercambiar opiniones.

—¿Y el otro? —preguntó Osnard, denuevo con su mirada fija y severa.

—Andy, te aseguro que no exagerosi te digo que las paredes de miprobador escuchan más confesiones queel sacerdote de una penitenciaría.

Existía un tercer canal que Pendel nomencionó. Se trataba de una tendenciacompulsiva, y quizá él mismo no era

consciente de que vivía dominado porella. Consistía en confeccionarse unmundo a la medida. Consistía en mejorara los demás, en cortarlos y darles formahasta convertirlos en elementoscomprensibles de su universo interior.Consistía en aprovechar su afluencia.Consistía en adelantarse a losacontecimientos y después aguardar aque se produjesen. Consistía en agrandaro empequeñecer a los demás en lamedida en que favoreciesen oamenazasen su existencia. Desde suparticular prisma, Delgado menguaba yMiguel crecía. Y Harry Pendelpermanecía siempre a flote como un

corcho. Era una táctica de supervivenciaque Pendel había desarrollado en lacárcel y perfeccionado en elmatrimonio, y tenía como objetivo dotara un medio hostil de todo lo querequiriese para mantenerse en uncómodo equilibrio. Hacerlo llevadero.Granjearse su estima. Arrancarle elaguijón.

—Y ahora el bueno de Miguel —continuó Pendel, eludiendo diestramentela mirada de Osnard y sonriendo endirección al otro extremo del bar—disfruta de lo que yo llamo su últimaprimavera. En mi profesión meencuentro con ese mismo caso una y otra

vez. Primero son padres y espososmodélicos, con su rutina de nueve acinco y sus dos trajes al año. De prontollegan a la cincuentena y encarganpantalones de gamuza de dos tonos ychaquetas amarillo canario, y susesposas empiezan a llamar parapreguntar si los hemos visto.

Pero Osnard, pese a los denodadosesfuerzos de Pendel por desviar suatención, no cesaba de observarlo. Susojos castaños y vivaces de zorrobuscaban los de Pendel, y su expresión,si alguien en medio de aquel tumulto sehubiese tomado la molestia desondearla, era la de un hombre que ha

encontrado un filón de oro y no sabe sicorrer en busca de ayuda o excavarlo élsolo.

Una falange de bulliciosos reciénllegados descendía por la rampa. Pendellos adoraba a todos.

—¡Vaya, Jules, encantado de verte!Te presento a Andy, un viejo amigo mío.(Importa artículos a comisión, Andy; esmal pagador).

»¡Mordy, dichosos los ojos! (Es deKiev, Andy. Llegó con la última oleadade askenazíes y se dedica a trapicheosdiversos. Me recuerda a mi tío Benny).

Mordy, saluda a Andy.»¡Salud, caballero! ¡Mis más

sinceros respetos, señora! (El joven yatractivo Kazuo y su novia adolescente,del centro comercial japonés; la parejamás encantadora de la ciudad. Ya le hehecho tres trajes con sus respectivospantalones de reserva y aún soyincapaz de pronunciar su otro nombre,Andy).

Pedro, un joven abogado.Fidel, un joven banquero.José María, Antonio, Salvador, Paul,

bisoños agentes de bolsa, obtusosprincipitos comúnmente conocidos comorabiblancos,[4] mercachifles de ojos

saltones que a sus veintitrés años notenían más preocupación que su hombríay se quedaban impotentes a fuerza debeber. Y en algún punto, entre apretonesde manos, palmadas en la espalda ydespedidas hasta uno de estos jueves enla sastrería de Harry, Pendel introducíaen susurros los pertinentes comentariosacerca de quiénes eran sus padres, acuánto ascendían sus fortunas y cómo sehallaban repartidos estratégicamente sushermanos y hermanas entre los distintospartidos políticos.

—Conoces a todo Dios —exclamóOsnard con ferviente admiración cuandovolvieron a quedarse solos.

—No metas a Dios en esto, Andy —repuso Pendel con cierta hostilidad,pues Louisa no toleraba las expresionessacrílegas en la casa.

—Tienes toda la razón, Harry. ¿Paraqué vamos a meter a Dios estando túaquí?

Con sus tronos de teca y sus cubiertos deplata labrados, el restaurante del clubUnión pretendía ser el súmmum de laopulencia, y sin embargo el techocuriosamente bajo y el alumbrado deseguridad creaban más bien unaatmósfera de refugio clandestino para

banqueros descarriados en fuga.Sentados en un rincón junto al ventanal,Pendel y Osnard bebían vino chileno ycomían pescado del Pacífico.Atrincherados en sus reductos a la luz delas velas, los otros comensales seevaluaban mutuamente con miradasrencorosas: Y tú ¿cuántos millonestienes? ¿Qué hace ése aquí? ¿Adónde seha creído ésa que va con semejantecargamento de brillantes? Fuera el cieloya había ennegrecido. Abajo, en lapiscina iluminada, una niña de unoscuatro años con un biquini doradocruzaba solemnemente la parte honda enhombros de un musculoso monitor de

natación con gorro de baño. Unguardaespaldas metido en carnescaminaba por el agua junto a ellos conlos brazos extendidos por si se caía laniña. En el borde de la piscina, laaburrida madre, vestida con un trajepantalón de diseño, se pintaba las uñas.

—Sin ánimo de alardear, Louisa eslo que yo llamo el eje central —decíaPendel. ¿Por qué hablaba de ella?Osnard debía de haberla mencionado—.Es una secretaria única con un increíblepotencial que, a mi juicio, aún no se hadesarrollado plenamente. —Lecomplacía resarcirla después de suinsatisfactoria conversación telefónica

—. Definirla como «factótum» no es enabsoluto exacto. Oficialmente es desdehace tres meses la secretaria particularde Ernie Delgado, antes socio del bufeteDelgado Woolf. Ahora ha renunciado asus intereses personales para servir alpueblo. Extraoficialmente laadministración del Canal atraviesa unaetapa tan inestable desde que se inició latransferencia, como no podía ser de otromodo con los yanquis marchándose poruna puerta y los panameños entrando porla otra, que Louisa es una de las pocaspersonas con la lucidez necesaria paramantenerlos al corriente de la situación.Recibe, informa, pone parches allí

donde conviene. Sabe dónde encontrarlas cosas si están y quién se las hallevado si no están.

—Por lo que se ve, es una mujercomo no hay dos —comentó Osnard.

Pendel no cabía en sí de orgullomarital.

—Tú lo has dicho, Andy. Y siquieres saber mi opinión, Ernie Delgadoes un hombre de suerte. De pronto tieneque asistir a una conferencia al más altonivel sobre el transporte por víamarítima, ¿y dónde están las actas de laanterior? Luego se presenta unadelegación extranjera solicitando uninforme, ¿y dónde se han metido esos

intérpretes japoneses? —Una vez mássintió el incontenible impulso desocavar el pedestal de Ernie Delgado—.Por otra parte, Louisa es la única quepuede hablar con Ernie cuando tieneresaca o ha padecido las severascríticas de su señora esposa. Sin Louisa,el bueno de Ernie estaría al descubierto,y su resplandeciente halo no tardaría enverse bastante oxidado.

—Japoneses —repitió Osnard convoz apagada y expresión pensativa.

—También podrían ser suecos,alemanes o franceses, supongo. Pero enla mayoría de los casos son japoneses.

—¿Qué clase de japoneses?

¿Residentes? ¿De paso? ¿Delegacionescomerciales? ¿Oficiales?

—No sabría decirte, Andy. —Pendel dejó escapar una risa estúpida ynerviosa—. A mí me parecen todosiguales. Banqueros en su mayoría,imagino.

—Pero Louisa sí debe de saberlo.—Andy, esos japoneses comen en la

palma de su mano. No sé dónde resideel misterio, pero verla con susdelegaciones japonesas, haciéndolesreverencias, sonriéndoles, guiándolos,es un auténtico privilegio, no exagero.

—Se lleva trabajo a casa, supongo.¿Por las noches, quizá? ¿O los fines de

semana?—Sólo en caso de extrema

necesidad, Andy, y casi siempre losjueves, mientras yo agasajo a misclientes, para disponer así del fin desemana y poder estar con los niños. Nole pagan horas extras y la explotan demala manera. Aunque le pagan conformea los salarios de Estados Unidos, y hayque reconocer que la diferencia esconsiderable.

—¿Y con eso qué hace? —preguntóOsnard.

—¿Con el trabajo? Pues adelantarlo.Escribir a máquina.

—Con la pasta. Los cuartos. La

paga.—Lo ingresa todo en nuestra cuenta

conjunta, Andy. Le parece lo máscorrecto, como abnegada madre yesposa que es —contestó Pendel congazmoñería.

Y para su sorpresa sintió que elrubor le teñía las mejillas y unaslágrimas ardientes le anegaban los ojoshasta que de algún modo las obligó aretroceder al lugar de donde procedían.Osnard, en cambio, no se ruborizó niaparecieron lágrimas en sus ojospequeños y protuberantes.

—La pobre trabaja para pagarle aRamón —dijo despiadadamente—. Y ni

siquiera lo sabe.Pero si esta declaración, tan cruel

como indiscutible, hirió a Pendel, lavergüenza no se reflejó ya en susemblante. Miraba inquieto hacia elcomedor, y su rostro expresaba unamezcla de alegría y recelo.

—¡Harry, amigo mío! ¡Harry, te quiero,te lo juro!

Una figura enorme y desmañadaenvuelta en un esmoquin magenta sedirigía hacia ellos, tropezando con lasmesas, tumbando vasos y arrancandogritos coléricos a su paso. Era aún joven

y conservaba vestigios de su buenapresencia pese a los estragos de laamargura y la disipación. Al verloacercarse, Pendel se levantó.

—¡Mickie! ¡Tu afecto escorrespondido! ¿Qué tal? —preguntó, untanto preocupado—. Te presento a AndyOsnard, un viejo amigo. Andy, éste esMickie Abraxas. Mickie, te veo un pocoalegre. ¿Por qué no nos sentamos?

Pero Mickie necesitaba exhibir suesmoquin y no podía hacerlo sentado.Con los nudillos apoyados en la caderay las yemas de los dedos hacia afuera,remedó grotescamente la pirueta de unamodelo y acabó agarrándose al borde de

la mesa para mantener el equilibrio, Lamesa se balanceó y un par de platoscayeron al suelo.

—¿Te gusta, Harry? ¿Estásorgulloso? —dilo con voz estridente enun inglés de marcada ascendencianorteamericana.

—Mickie, es precioso, sinceramente—respondió Pendel con toda seriedad—. Ahora estaba diciéndole a Andy quenunca he cortado un par de hombroscomo ése, y tú lo luces con verdaderaprestancia, ¿a que sí, Andy? Y ahora¿por qué no te sientas y charlamos unrato?

Pero Mickie observaba a Osnard.

—¿Y a usted qué le parece?Osnard sonrió con naturalidad.—Enhorabuena. P & B en su máximo

exponente. Le cae que ni pintado.—¿Quién coño es usted? —preguntó

Mickie.—Es un cliente, Mickie —terció

Pendel, esforzándose por mantener lafiesta en paz, como siempre que Mickieestaba presente—. Se llama Andy. Ya telo he dicho pero no me escuchas, Mickieestudió en Oxford, ¿verdad, Mickie?Cuéntale a Andy en qué colegiouniversitario estuviste. Además, Mickiees un admirador de la forma de vidainglesa. Durante una época fue

presidente de la Casa de la Culturaanglo-panameña, ¿no?, Mickie Andy esun diplomático importante, ¿no, Andy?Trabaja en la embajada británica. ArthurBraithwaite le hacía trajes a su padre.

Mickie Abraxas digirió lainformación, pero no con demasiadoentusiasmo, pues examinaba a Osnardcon expresión hosca, y aparentemente nole gustaba lo que veía.

—¿Sabe qué haría yo si fuesepresidente de Panamá, señor Andy?

—¿Por qué no te sientas y nos loexplicas, Mickie? —sugirió Pendel.

—No dejaría un panameño vivo. Lonuestro no tiene remedio. Somos una

mierda. Tenemos todo lo que Diosnecesitó para crear el paraíso: buenastierras, playas, montes, una fauna única,los hombres y mujeres mejor plantadosdel mundo. Basta con clavar un palo enel suelo y crece un árbol frutal. ¿Y quéhacemos? Engañar. Conspirar. Mentir.Falsear. Robar. Matarnos de hambreunos a otros. A como si nos fuese en ellola vida. Somos tan necios, tan corruptosy tan ciegos que no sé por qué no se nostraga la tierra en este mismo momento.Bueno, sí lo sé. Porque le hemosvendido la tierra a esos jodidos árabesde Colón. ¿Se lo dirá a la reina?

—En cuanto la vea —contestó

Osnard con tono afable.—Mickie, acabaré enfadándome

contigo si no te sientas —recriminóPendel—. Te estás poniendo en ridículoy me estás avergonzando.

—¿No me aprecias?—Bien sabes que sí. Y ahora sé

buen chico y siéntate.—¿Dónde está Marta? —preguntó

Mickie.—En casa, supongo, en El Chorrillo.

Estudiando, seguramente.—Adoro a esa mujer.—Me alegra oírlo, Mickie, y sin

duda ella también se alegrará y ahorasiéntate.

—Tú también la adoras.—Los dos la adoramos, Mickie, sin

duda, cada uno a su manera —concedióPendel sin llegar a sonrojarse pero conla voz inoportunamente empañada—. Yahora, por favor, sé buen chico ysiéntate.

Mickie agarró a Pendel la cabezacon las dos manos y le habló al oído conun húmedo susurro.

—Dolce Vita en la principal carreradel domingo, ¿me has oído? Rafi hacomprado a los jockeys. A todos, delprimero al último, ¿me oyes? Díselo aMarta. Ganará una fortuna.

—Mickie, te oigo con toda claridad,

y Rafi Domingo ha pasado esta tarde porla sastrería, cosa que tú, en cambio, nohas hecho, lo cual es una lástima porquetienes allí un precioso esmoquin que aúnno te has probado. Y ahora siéntate, porfavor, como un buen amigo.

Pendel advirtió de reojo que doshombres corpulentos con placas deidentificación avanzaban resueltamentehacia ellos por el pasillo lateral delrestaurante. En actitud protectora rodeóhasta donde le fue posible losdescomunales hombros de Mickie.

—Mickie, si causas más molestias,no volveré a cortarte un traje jamás —dijo en inglés. Y dirigiéndose en

español a los dos hombres que seacercaban, aseguró—: Todo en orden,señores, gracias. El señor Abraxas semarchará por su propia voluntad.Mickie.

—¿Qué?—¿Me has oído, Mickie?—No.—¿Te espera Santos fuera con el

coche?—¿Qué más da?Cogiendo a Mickie del brazo,

Pendel lo guió con delicadeza hacia elvestíbulo bajo el techo de espejos delrestaurante. Allí Santos, el amablechófer, aguardaba impaciente a su señor.

—Lamento que hayas tenido queverlo en ese estado, Andy —dijoPendel, abochornado—. Mickie es unode los pocos auténticos héroes dePanamá.

Con defensivo orgullo, ofreció porpropia iniciativa una breve biografía deMickie: su padre, un armador griegoestablecido en Panamá, había sidoíntimo amigo del general Ornar Torrijos,razón por la cual descuidó sus negociosy se entregó a tiempo completo al tráficode droga, convirtiéndolo en una honrosaactividad de la que cualquiera podíaenorgullecerse en la guerra contra elcomunismo.

—¿Siempre habla así? —preguntóOsnard.

—Bueno, te aseguro que no es unsimple: charlatán. Mickie sentía un granrespeto por su padre, simpatizaba conTorrijos, y no tenía en mucha estima aquien ya sabemos —explicó,ateniéndose a la opresiva costumbrelocal de no aludir a Noriega por sunombre—. Circunstancia que Mickie sesintió obligado a proclamar desde lostejados a todo aquel que tuviese oídospara escucharlo, hasta que quien yasabemos se cansó y lo metió en la cárcelpara hacerlo callar.

—¿Y a qué venía todo eso de

Marta?—Recuerdos de los viejos tiempos,

Andy, lo que yo llamo reliquias delpasado. De la época en que los dosdefendían activamente la misma causa.Marta era hija de un artesano negro y élun niño malcriado de familia bien, peroluchaban hombro con hombro por lademocracia, por así decirlo —contestóPendel, anticipándose: a sí mismo en sudeseo de zanjar el lema cuanto antes.Por aquel entonces se entablaroninsólitas amistades. Se crearon lazos.Como él ha dicho, se amaron. E hicieronbien.

—Tenía la impresión de que hablaba

de ti.Pendel se espoleó aún más.—Sólo que aquí las cárceles, Andy,

son mas cárceles que en Inglaterra, porasí decirlo. Y no pretendo quitarlemérito a las nuestras, nada más lejos.Pero Mickie fue a caer en compañía de,un buen número de delincuentes conlarga condenas, gente poco considerada,doce o más por celda, así que haztecargo. Y de vez en cuando lo cambiabande celda, lo cual considerando que en sudía era lo que podríamos llamar unjoven apuesto, no fue demasiado buenopara su salud, no sé si me entiendes. —Incómodo con el relato, Pendel, guardó

unos segundos de silencio, que Osnardtuvo la delicadeza de no interrumpir, enmemoria de la gallardía perdida deMickie—. Además se llevó unas cuantaspalizas, por molestarlos.

—¿Lo visitaste? —indagó Osnardsin miramientos.

—¿En la cárcel? Sí. Sí, lo visité.—Debió de ser todo un cambio,

estar al otro lado d e las rejas.Mickie reducido a un montón de

huesos, el rostro deforme a causa de losgolpes, la expresión aún desencajadapor el terror. Mickie cubierto de raídosandrajos de color naranja; allí no habíatrajes a medida. Las muñecas y los

tobillos en carne viva. Un hombre congrilletes debe aprender a no retorcersemientras lo apalean pero uno tarda enaprenderlo. Mickie: musitando: «Harry,por Dios, dame la mano, Harry, por elafecto que nos une, sácame de aquí». YPendel respondiendo en un susurro:«Mickie, escúchame, tienes queencogerte, no los mires a los ojos». Undialogo de sordos. Sin nada que decirsesalvo hola y hasta pronto.

—¿Y ahora a qué se dedica? —preguntó Osnard, como si para él elasunto ya hubiese perdido interés—.¿Hace algo más aparte de empinar elcodo y andar molestando a la gente por

ahí?—¿Mickie?—¿Quién va a ser?Y de pronto Pendel, inducido por el

mismo duende que lo había obligado apintar a Delgado como un tunante, sintióla necesidad de presentar a Abraxascomo un héroe moderno: Si este Osnardse ha creído que puede desechar aMickie de un plumazo, está muyequivocado. Mickie es mi amigo, miapoyo, mi camarada, mi compañero decelda. A Mickie le rompieron los dedosy le aplastaron los testículos mientras tújugabas a la pídola en tu selecto colegioinglés.

Pendel lanzó un furtivo vistazoalrededor para asegurarse de que no losoían. En la mesa contigua un hombre decabeza ahusada cogía un enormeteléfono portátil de color blanco que leofrecía el maître. Cuando acabó dehablar, el maître retiró el teléfono paraacercárselo, como si de una copa de laamistad se tratase, a otro cliente coniguales necesidades.

—Mickie sigue metido, Andy —murmuró Pendel—. En el caso deMickie, lo que uno ve no es niremotamente lo que se esconde detrás,por así decirlo. Ya no lo era antes ytampoco lo es ahora.

¿Qué hacía? ¿Cómo se le ocurríadecir aquello? Estaba desconocido, eraun atolondrado. En algún rincón de sufatigada mente se albergaba la idea deque podía hacerle una ofrenda de amor aMickie, erigirlo en algo que no seríanunca, un Mickie redux, regenerado,rutilante, combativo e intrépido.

—Metido ¿en qué? No te entiendo.Otra vez hablas en clave.

—Metido en el asunto.—¿Dónde?—En la Oposición Silenciosa —

respondió Pendel como un guerreromedieval que lanza su estandarte a lasfilas enemigas para después arremeter

contra ellas y recuperarlo.—La ¿qué?—El sector que se opone

silenciosamente. Él y un grupo decorreligionarios estrechamente unidosen la defensa de su causa.

—¿Qué causa, por Dios?—La de quienes creen que esto es

una parodia, un mero barniz, unaapariencia bajo la que se oculta algomuy distinto —insistió Pendel,ascendiendo vertiginosamente ainexploradas cotas de fantasía.Recientes diálogos con Martarecordados a medias acudieron conpresteza en su ayuda—. Que este

inmaculado nuevo Panamá es unaseudodemocracia. Todo es una falacia.Eso te ha dicho Mickie. Tú mismo lo hasoído. Engañar. Conspirar. Mentir.Falsear. Corre la cortina y encontrarás alos mismos que instalaron en el poder aquien ya sabemos esperando a coger denuevo las riendas.

Los ojos como orificios de Osnardmantenían atrapado a Pendel en su negrohaz. Es el alcance de mi información loúnico que le interesa, pensó Pendel,protegiéndose ya de las consecuenciasde su irreflexión. No la exactitud sino elalcance. Poco le importa si leoanotaciones, hablo de memoria o

improviso. Probablemente ni siquierame escucha, no con verdadera atención.

—Mickie está en contacto con losdel otro lado del puente —prosiguió conaudacia.

—¿Quiénes demonios son ésos?Se refería al puente de las Américas.

Una vez más debía la expresión a Marta.—El ejército en las sombras, Andy

—respondió Pendel con osadía—. Losdenodados luchadores e idealistas queprefieren el progreso a los sobornos —añadió, citando textualmente laspalabras de Marta—. Los campesinos yartesanos que se han visto traicionadospor un gobierno inepto y codicioso. Los

profesionales modestos que viven conhonradez. Esa parte respetable de lapoblación panameña sobre la que nuncase habla. Han empezado a organizarse.Están ya hartos. Y Mickie también.

—¿Marta tiene algo que ver contodo eso?

—Podría ser. Andy. Nunca pregunto.No es asunto mío. Yo tengo mi propiavisión. Con eso está todo dicho.

Un largo silencio.—¿Y de qué están hartos

exactamente?Pendel recorrió el restaurante con

una rápida mirada de complicidad. Depronto encarnaba a Robin Hood,

portador de esperanza a los oprimidos,administrador de justicia. En la mesacontigua una docena de vocingleroscomensales se atiborraba de langosta yDom Pérignon.

—De esto —contestó Pendel convoz baja y rotunda—. De esa gente ytodo lo que representa.

Osnard quería saber más acerca de losjaponeses.

—Verás, Andy, los japoneses… Hasconocido uno hace un rato; supongo quea eso se debe tu curiosidad. Losjaponeses, te decía, están muy presentes

en Panamá, y es así desde hace yabastantes años, unos veinte quizá —explicó Pendel con entusiasmo, contentode haber dejado atrás el tema de suúnico verdadero amigo—. Tenemos losdesfiles japoneses para diversión de lasmultitudes; tenemos las bandas demúsica japonesas; tenemos un mercadode pescado que los japonesesobsequiaron a la nación, y tenemosincluso un canal de televisión educativofinanciado con capital japonés —añadió, recordando uno de los pocosprogramas que sus hijos no teníanprohibido ver.

—¿Cuál es tu japonés de mayor

rango?—¿Cómo cliente? El de mayor

rango, no sé. Son lo que yo llamo genteenigmática. Tendría que preguntar aMarta. Como siempre decimos, por cadauno que viene a tomarse las medidas,entran seis a hacer reverencias y sacarseuna fotografía, y si no es ésa laproporción exacta, se aproxima bastante.Hay un tal Yoshio, de una de lasdelegaciones comerciales, un fulano másbien prepotente que se deja caer por lasastrería de cuando en cuando. Y estátambién Toshikazu, de la embajada.Pero en cuanto a si son de primera osegunda línea, tendría que informarme.

—O pedirle a Marta que indague.—Así es.Advirtiendo de nuevo la oscurecida

mirada de Osnard, Pendel le dedicó unaencantadora sonrisa en un esfuerzo poresquivarla, pero la táctica no surtióefecto.

—¿Alguna vez has invitado a ErnieDelgado a comer en tu casa? —dijoOsnard de pronto cuando Pendelesperaba aún alguna otra pregunta sobrelos japoneses.

—Pues no, Andy, no.—¿Por qué? Es el jefe de tu mujer.—Dudo que a Louisa le gustase la

idea, la verdad.

—¿Por qué?El duende de nuevo. Ese que asoma

para recordarnos que nada se pierde enel vacío, que un instante de envidiapuede generar una ficción perpetua, yque lo único que puede hacerse con unbuen hombre cuando se lo ha enlodadoes enlodarlo más aún.

—Ernie pertenece a lo que yo llamola derecha dura, Andy. Era ya una figurade peso en el régimen de quien yasabemos, aunque lo llevaba muyescondido. Cuando estaba con susamigos liberales, se cagaba en todo, conperdón, pero en cuanto los otros sedaban la vuelta, iba a ver a quien ya

sabemos y todo era «Sí, señor; no,señor; ¿en qué puedo servir a suexcelencia?».

—Lo cual, sin embargo, no es unhecho conocido. La mayoría lo tenemospor un hombre intachable.

—Y por eso resulta doblementepeligroso, Andy. Pregúntale a Mickie.Ernie es un iceberg. Lo que se ve de élno es ni la décima parte de lo que seoculta bajo la superficie, por asídecirlo.

Osnard partió en panecillo con lasmanos, añadió una pizca de mantequillay empezó a masticar, accionando lamandíbula inferior con movimientos

lentos y circulares de rumiante. Pero sumirada negra no se saciaba con pan ymantequilla.

—Esa sección que tienes en lasastrería, en el piso de arriba… elRincón del Deportista…

—Te ha gustado, ¿verdad, Andy?—¿Nunca has pensado en

convertirla en una especie de sala dereuniones para tus clientes? ¿Un sitiodonde puedan desmelenarse? Sería máscómodo para tus tertulias de los juevesque un sofá destartalado y un sillón, ¿nocrees?

—Admito que le he dado muchasvueltas a esa posibilidad, Andy, y me

asombra que se te haya ocurrido lomismo después de un simple vistazo.Pero siempre choco con una objecióninamovible: «¿Dónde pondría entoncesel Rincón del Deportista?».

—¿Te salen muy a cuenta, esascosas?

—Sí, sin duda.—A mí no me volvían loco.—Los artículos deportivos son lo

que yo considero un gancho, Andy. Si nolos vendo yo, los venderá otro, y depaso me quitará la clientela.

Ni un solo movimiento innecesario,advirtió Pendel con cierta inquietud.Conocí a un sargento de policía igual

que tú en eso. Nunca jugueteaba con lasmanos ni se rascaba la cabeza ni movíael culo en el asiento. Se quedaba allíquieto y te miraba con aquellos ojossuyos.

—¿Me estás tomando las medidaspara un traje, Andy? —preguntó contono burlón.

Pero Osnard no tuvo necesidad decontestar, pues la atención de Pendel sedesvió de nuevo hacia el otro extremodel comedor, donde una docena debulliciosos recién llegados ocupabansus sillas en torno a una mesa larga.

—¡Y ahí tenemos al otro miembrode la ecuación, podríamos decir! —

anunció Pendel mientras cruzaba briosasseñas con el hombre sentado a lacabecera de la mesa—. ¡Ni más nimenos que Rafi Domingo en persona, elotro amigo de Mickie! ¡Ahí es nada!

—¿Qué ecuación? —quiso saberOsnard.

—Me refiero a la mujer que estájunto a él, Andy —informó Pendel,abocinando una mano en torno a la bocapara mayor discreción.

—¿Qué tiene de especial?—Es la esposa de Mickie.Osnard lanzó un vistazo furtivo hacia

aquella mesa a la vez que fingíaconcentrarse en su comida.

—¿La de las tetas? —preguntó.—La misma, Andy. Uno se pregunta

a veces por qué se casan ciertas parejas,¿no?

—Quiero oír algo acerca deDomingo —ordenó Osnard, como sidijese: «Quiero oír un do mayor».

Pendel tomó aire. Le daba vueltas lacabeza y tenía la mente cansada, pero alparecer no había llegado aún elinterludio, así que siguió solfeando.

—Pilota su propia avioneta —comenzó arbitrariamente.

Retazos de conversación que habíaoído al vuelo en la sastrería.

—¿Y eso?

—Dirige una cadena de buenoshoteles en los que no se aloja nadie.

Habladurías de procedencia diversa.—¿Porqué?El resto, afluencia.—Los hoteles pertenecen a cierto

consorcio con sede en Madrid, Andy.—¿Y?—Pues que, según rumores, ese

consorcio es propiedad de ciertoscaballeros colombianos no totalmenteajenos al tráfico de cocaína. Dichoconsorcio es una empresa próspera,como sin duda te alegrará saber. Unnuevo hotel a todo lujo en Chitré, otro amedio construir en David, dos en Bocas

del Toro, y Rafi Domingo salta de uno aotro en su avioneta como un grillo enuna sartén caliente.

—¿Y por qué tantos viajes?Un silencio de espías mientras el

camarero volvía a llenarles los vasos deagua. Un tintineo de cubitos de hielocomo el tañido de minúsculas campanas.Y un silbido en los oídos de Pendelcomo una ráfaga de inspiración genial.

—Todo son suposiciones, Andy,pero Rafi no tiene la menor noción dehostelería, lo cual no representaproblema alguno porque, como te hedicho, los hoteles no admiten huéspedes.No se anuncian, y si intentas reservar

una habitación, te dicen cortésmente queno les queda ninguna libre.

—No comprendo.A Rafi no le importaría, pensó

Pendel. Rafi es otro Benny. Diría:«Harry, muchacho, cuéntale a eseOsnard lo que sea para mantenerlocontento, siempre y cuando no hayatestigos delante».

—Cada hotel ingresa cinco mildólares diarios, ¿de acuerdo? Al finalde este ejercicio anual o el siguiente, tanpronto como los hoteles alcancen unasituación contable saneada, se venderánal mejor postor, quien casualmente seráRafi Domingo en nombre de otra

compañía. Los hoteles se hallarán enperfecto estado de conservación, comono será de extrañar considerando quenadie ha dormido en las camas y no seha preparado una sola hamburguesa enlas cocinas. Y serán negocios legítimos,porque en Panamá el dinero con tresaños de vida es más que respetable;tiene hasta solera.

—Y se tira a la mujer de Mickie —concluyó Osnard.

—Eso dicen, Andy —respondióPendel, ahora con cautela, pues esaparte era verdad.

—¿Te lo ha confirmado Mickie?—En realidad no, Andy. Al menos

no de manera explícita. En el caso deMickie, esas cosas se adivinan. —Denuevo la afluencia. ¿Por qué lo hacía?¿Qué lo impulsaba? Andy. Un artista esun artista. Si el público no está a favor,está en contra. O quizá con su propiaficción desmantelada, necesitabaaderezar las ficciones de los demás.Quizá se sentía regenerado al reconstruirsu mundo—. Rafi es uno de ellos, Andy,¿comprendes? De hecho es laprimerísima figura.

—La primerísima figura ¿de qué?—De la Oposición Silenciosa. Los

chicos de Mickie. Los que esperan entrebastidores, como yo digo. Los que saben

lo que se avecina. Rafi es un pardo.—Un ¿qué?—Un pardo, Andy. Como Marta.

Como yo mismo. En su caso con sangreindia. En Panamá no hay discriminaciónracial, te alegrará saber, pero no lesentusiasman los mestizos, y menos losnuevos. Cuanto más asciendes en laescala social, más blancas son las caras.Lo que yo llamo el mal de las alturas.

El chiste acababa de ocurrírsele, ypensaba incluirlo en su repertorio, peroOsnard no lo entendió. O si lo entendió,no lo encontró gracioso. De hecho, ajuzgar por lo que Pendel veía, daba laimpresión de que hubiese preferido estar

presenciando una ejecución pública.

—El pago irá en función de losresultados —explicó Osnard—. Nopuede ser de otro modo. ¿Conforme? —Había hundido la cabeza en loshombros, y el volumen de su voz habíadescendido en igual proporción.

—Andy, me he regido por eseprincipio desde que abrí la sastrería —respondió Pendel con fervor, intentandorecordar cuándo había pagado a alguienpor última vez en función de losresultados.

Ligeramente mareado por la bebida

y envuelto en una sensación deirrealidad, en cuanto a sí mismo y todoslos demás, estuvo tentado de añadir quetambién el bueno de Arthur Braithwaitese había regido por ese principio, perose reprimió, diciéndose que ya habíaexprimido bastante su afluencia poraquella noche y que un artista, por másque se sienta con ánimos de continuarhasta el amanecer, debe saberdosificarse.

—Ahora ya nadie se avergüenza deser mercenario. El interés es lo únicoque mueve a la gente.

—Coincido plenamente contigo,Andy —dijo Pendel, suponiendo que

Osnard se lamentaba del deplorableestado en que se hallaba Inglaterra.

Osnard echó un vistazo alrededorpara cerciorarse de que nadie los oía. Yquizá se envalentonó al ver tantosconspiradores cara a cara en las mesasvecinas, pues su rostro reflejó de prontouna dureza que Pendel encontró pocoreconfortante, y su voz, aunque apagada,adquirió un tono cortante como losdientes de una sierra.

—Ramón te tiene entre la espada yla pared. Si no le pagas, estás jodido. Sile pagas, tendrás que cargar con un ríosin agua y un arrozal que no da arroz. Yno hablemos ya de la trifulca que va a

organizarte Louisa.—El asunto me tiene muy

preocupado, Andy, no lo puedo negar —admitió Pendel—. Me quita el sueñodesde hace semanas.

—¿Sabes de quién es la fincacolindante?

—De un propietario absentista. Unfantasma en extremo malévolo.

—¿Sabes cómo se llama?Pendel negó con la cabeza y

contestó:—No es una persona, por lo visto,

Se trata más bien de una sociedad consede en Miami.

—¿Sabes en qué banco tiene cuenta?

—En realidad no, Andy.—En el de tu querido amigo Ramón.

La sociedad en cuestión es de Rudd.Posee dos terceras partes; y el terciorestante pertenece al señor X. ¿A que noadivinas quién es el tal X?

—Me tienes en vilo, Andy.—¿Y si te dijese que es el

administrador de tus tierras? ¿Cómo sellama?

—¿Ángel? Me quiere como a unhermano.

—Te han timado. Un claro ejemplode burlador burlado. Piénsalodetenidamente.

—Eso estoy haciendo, Andy. No

había pensado tan en serio desde hacíamucho tiempo —dijo Pendel mientrasotro fragmento de su mundo zozobrabaante sus ojos.

—¿Alguien se ha ofrecido a comprartus tierras a precio de saldo? —preguntóOsnard desde detrás del muro de brumaque de algún modo se había formadoentre ellos.

—Mi vecino. Después devolverá elagua, ¿no?, y tendrá un rentable arrozalcon un valor cinco veces superior a loque pagó por él.

—Y Ángel se hará cargo de laadministración —añadió Osnard.

—Veo un círculo cerrado, Andy, y

yo estoy atrapado en el centro.—¿Qué extensión tienen las tierras

de tu vecino?—Ochenta hectáreas.—¿Qué uso les da?—Cría ganado —contestó Pendel—.

Exige un gasto mínimo. No necesita elagua. Su único objetivo es impedir queme llegue a mí.

El detenido da respuestas lacónicasy el funcionario toma nota; salvo queOsnard no anota ni una palabra. Lorecuerda todo con sus ojos castaños yvivaces de zorro.

—¿Compraste el arrozal por consejode Rudd?

—Me aseguró que era una ocasióninmejorable. La liquidación de unaherencia. El sitio idóneo para el dinerode Louisa. Hice el primo.

Osnard se llevó la copa de coñac alos labios, quizá para ocultarlos. Acontinuación tomó aire y empezó ahablar de corrido, eliminando de su vozcualquier inflexión para mayorvelocidad.

—Eres un regalo del cielo, Harry.Reúnes todas las características de unpuesto de escucha en primera línea. Unaesposa con acceso. Unos contactosinmejorables. Una empleada que serelaciona con las masas descontentas.

Unas pautas de comportamientoarraigadas desde hace diez años. Unatapadera natural, dominio del idiomalocal, labia, buenos reflejos. En la vidahabía oído una historia mejor contada.Sigue representando tu papel, sólo quecon un poco más de protagonismo, ytendremos todo Panamá atado y bienatado. Para colmo, eres refutable.¿Cuento contigo o no?

Pendel sonrió, en parte halagado, enparte asustado por el aprieto en que sehallaba. Pero sobre todo porque eraconsciente de estar asistiendo a unmomento decisivo de su vida que, aunsiendo terrible y purificador, parecía

tener lugar sin su participación activa.—Para serte sincero, Andy, he sido

refutable desde que tengo memoria —admitió mientras su mente erraba por elirregular perfil de su vida pasada. Perono había dado una respuesta afirmativa.

—El inconveniente es que estarásmetido hasta el cuello desde el primerdía. ¿Eso te preocupa?

—Ya estoy metido hasta el cuello,¿no? Es más una cuestión de dóndeprefiero no estar.

Otra vez aquellos ojos, demasiadoviejos, demasiado inmutables,escuchando, recordando, olfateando,todo simultáneamente. Y a pesar o a

causa de ellos Pendel, en una actitudtemeraria, se resistía a doblegarse.

—No obstante, la utilidad que puedatener para ti un puesto de escucha enquiebra escapa a mi comprensión —declaró con el jactancioso orgullo de uncondenado—. No tengo salvación, queyo sepa, a menos que encuentre unmillonario loco. —Una innecesariamirada alrededor—. ¿Ves algúnmillonario loco entre los presentes,Andy? No digo que todos estén cuerdos,desde luego. Pero no padecen la clasede locura que a mí me convendría.

Todo en Osnard permanecióinalterable, Los ojos, la voz, las pesadas

manos extendidas cara abajo sobre elelegante mantel blanco.

—Quizá mi departamento sí estésuficientemente loco —dijo.

Buscando un respiro, Pendel fijó laatención en la siniestra figura del Oso,el columnista más odiado de Panamá,que dirigía sus inconsolables pasoshacia una solitaria mesa de la zona másoscura del restaurante. Pero seguía sindar una respuesta afirmativa, y con unoído escuchaba desesperadamente al tíoBenny: «Hijo, cuando te tropieces conun timador, dale largas, porque si hayalgo que no le gusta a un timador, es quelo hagan volver la próxima semana».

—¿Cuento contigo o no?—Estoy pensándolo, Andy. Estoy

reflexionando.—¿Sobre qué?Sobre el hecho de ser un adulto

responsable tomando una decisión,replicó indignado en su mente. Sobre elhecho de tener un centro y una voluntaden lugar de un cúmulo de absurdosimpulsos y malos recuerdos y unasobredosis de afluencia.

—Estoy sopesando mis opciones,Andy. Considerando todas lasposibilidades —dijo con arrogancia.

Osnard desmiente acusaciones quenadie ha formulado contra él. Para ello

reduce la voz a un murmullo apagado ysalivoso plenamente acorde con suneumático cuerpo, pero Pendel no vecontinuidad en sus palabras. Estoy enotra noche. Pensaba de nuevo en el tíoBenny. Tengo que marcharme a casa yacostarme.

—Nosotros no coaccionamos anadie, Harry. Y menos a la gente que noscae bien.

—Yo no he dicho eso, Andy.—No es nuestro estilo. ¿Qué

demonios ganaríamos filtrándole tusantecedentes penales a los panameñoscuando lo que nos interesa es que sigasen tu papel pero con mayor

protagonismo?—Nada en absoluto, Andy, y me

alegra oírtelo decir —responde Pendel.—¿Para qué vamos a destapar lo de

Braithwaite? ¿Para hacerte quedar malcon tu mujer y tus hijos? ¿Para destruirun hogar feliz? Harry, te necesitamos.Tienes una buena mercancía que vender,y nuestra única intención es comprarla.

—Solucióname el asunto del arrozal,Andy, y os entregaré mi cabeza en unabandeja —dice Pendel en un alarde decordialidad.

—No buscamos una ganga,muchacho. Queremos comprar tu alma.

Imitando a su pródigo acompañante,

Pendel ha cogido su copa de coñac entrelas manos y está acodado en la mesa a laluz de las velas. Todavía indeciso.Resistiéndose pese a que buena parte deél accedería con gusto, aunque sólofuese por no prolongar más la violentasituación.

—Todavía no has descrito lascaracterísticas del empleo, Andy.

—Un puesto de escucha, ya te lo hedicho.

—Sí, pero ¿qué quieres que escuche,Andy? ¿Cuál es el objetivo básico?

Otra vez la mirada penetrante. Laschispas rojas en el fondo de los ojos. Lamandíbula caída mientras cavila y

mastica distraídamente. El cuerpodesmadejado de niño gordo. El susurroarrastrado saliendo por un ángulo de laboca torcida.

—Nada del otro mundo. Lacorrelación de fuerzas internacionalesen el siglo xxi. El futuro del comerciomundial. La colocación de las piezas enel tablero político de Panamá. LaOposición Silenciosa. Los tipos del otrolado del puente, como tú los llamas.¿Qué va a ocurrir cuando se retiren losyanquis? Si es que se retiran. ¿Quiénreirá y quién llorará a mediodía del 31de diciembre de 1999? ¿Hacia dóndetenderán las cosas cuando una pandilla

de espabilados saque a subasta una delas dos principales vías de navegacióndel mundo? Vamos, pan comido —contestó, pero terminando con unainflexión interrogativa como si guardaselo mejor para más tarde.

Pendel sonríe.—¡Ah, bueno! Entonces no hay

problema. Puedes pasar a recogerlomañana a la hora de comer. Lo tendrástodo listo y envuelto. Y si no te quedabien, tráelo a retocar siempre quequieras.

—Y un par de detalles más que noestán en la carta —añade Osnardbajando aún más la voz—. O mejor

dicho, no todavía.—¿A qué te refieres, Andy?Un gesto de indiferencia. Un gesto

lento, prolongado, sospechoso,insinuante, turbador. Un gesto de policíaque delata falsa tranquilidad,sobrecogedor poder y una inagotablereserva de conocimiento superior.

—En este oficio hay muchasmaneras de despellejar a un gato. No esposible aprenderlas todas en una noche.¿Es un «sí» eso que he oído, o estáshaciéndote la Garbo?

Asombrosamente, aunque quizá elúnico asombrado es él. Pendel encuentraaún evasivas. Quizá sabe que la

indecisión es la única libertad queconserva. Quizá el tío Benny estátirándole otra vez de la manga. O quizátiene la vaga idea de que, según losderechos de todo reo, un hombre quevende su alma está autorizado a unperíodo de reflexión.

—No me hago la Garbo, Andy. Mehago el Harry —responde, poniéndoseen pie enérgicamente y sacando el pecho—. Como comprobarás, a la hora detomar decisiones que cambian el rumbode la vida, Harry Pendel es un hombreen extremo calculador.

Pasaban ya de las once cuando Pendelapagó el motor del todoterreno y sedeslizó en punto muerto hasta detenersea unos veinte metros de la casa para nodespertar a los niños. A continuaciónabrió la puerta de entrada valiéndose delas dos manos, una para empujarla y laotra para hacer girar la llave, porque sinesa ligera presión inicial el cerrojo sedescorría bruscamente y sonaba como ladetonación de una pistola. Fue a lacocina y se enjuagó la boca con Coca-Cola esperando disipar así los vaporesdel coñac. Luego se desnudó en el

pasillo, dejó la ropa en una butaca yentró de puntillas en la habitación.Louisa había dejado abiertas las dosventanas, que era como le gustabadormir. Por ellas entraba la brisa delPacífico. Al apartar la sábana advirtiócon sorpresa que Louisa estaba desnudacomo él e insomne, y lo mirabafijamente.

—¿Qué pasa? —preguntó, temiendouna discusión que sin duda despertaría alos niños.

Extendiendo sus largos brazos,Louisa lo estrechó con vehemenciacontra su pecho, y Pendel descubrió quetenía el rostro bañado en lágrimas.

—Harry, lo siento mucho, quieroque lo sepas. Mucho mucho. —Lobesaba y a la vez no permitía que él labesase—. No tienes que perdonarme,Harry, todavía no. Eres un buen hombrey un buen marido, y te ganas bien lavida. Mi padre tenía razón: soy fría ymezquina, y no distinguiría una palabraamable aunque apareciese de pronto yme mordiese en el culo.

Es demasiado tarde, pensó Pendelmientras ella empezaba a hacerle elamor. Así deberíamos haber sido antesde que fuese demasiado tarde.

Capítulo 6

Harry Pendel amaba a su esposa e hijoscon un sometimiento que sólo puedencomprender quienes nunca hanpertenecido a una familia, quienes nuncahan sabido qué es respetar a un padredecente, amar a una madre feliz, oaceptarlos a ambos como la recompensanatural por haber nacido en este mundo.

Los Pendel vivían en lo alto de uncerro del barrio de Bethania. Su casa dedos plantas, moderna y confortable,estaba rodeada de césped e incontables

buganvillas, y tenía bellas vistas delmar, el casco viejo y punta Paitilla.Pendel había oído decir que los cerrosde los alrededores estaban huecos yalbergaban bombas atómicas ypabellones militares norteamericanos,pero Louisa sostenía que eso garantizabasu seguridad, y Pendel, por no discutir,contestaba que quizá fuese así.

Los Pendel tenían una criada parafregar los suelos de baldosas, una criadapara lavar la ropa, una criada paracuidar a los niños en ausencia de suspadres y ocuparse de las compras derutina, y un negro canoso con barbablanca de tres días y sombrero de paja

que escardaba a machetazos el jardín,plantaba lo que se le ocurría, fumabasustancias ilegales y gorroneaba cuantopodía de la cocina. Por este pequeñoregimiento de empleados domésticospagaban ciento cuarenta dólaressemanales.

Cuando Pendel se acostaba por lasnoches, se solazaba en el secreto placerde conciliar el desasosegado sueño delrecluso, con las piernas encogidas, elmentón en el pecho y las manos en losoídos para amortiguar los gemidos delos compañeros de celda, para luegodespertar y cerciorarse mediante uncauteloso reconocimiento de que no se

hallaba en la cárcel sino en Bethania, alcuidado de una esposa fiel que lonecesitaba y respetaba y unos hijosfelices que dormían al otro lado delpasillo, lo cual era siempre unabendición del cielo, o como diría el tíoBenny una mitzvah: Hannah, su princesacatólica de nueve años; Mark, surebelde violinista judío de ocho. Pero sibien Pendel amaba a su familia conresponsable energía y devoción, tambiéntemía por ellos y se imponía el ejerciciocotidiano de considerar su felicidad unespejismo.

Cuando estaba solo y a oscuras en elbalcón, como acostumbraba todas las

noches al concluir su jornada de trabajo,quizá con uno de los pequeños cigarrosdel tío Benny, y olía el perfume nocturnode exquisitas flores en el aire húmedo,contemplaba las luces en la bruma yvislumbraba a través de nubesintermitentes la fila de barcos ancladosen la bocana del Canal, su desbordantebuena fortuna le infundía una agudaconciencia de la fragilidad de todoaquello: Harry, muchacho, sabes queesto no puede durar, sabes que el mundopuede estallar ante tus ojos; ya lo hasvisto ocurrir desde este mismo lugar, ylo que pasa una vez puede volver apasar en cualquier momento, así que

cuidado.Entonces clavaba la mirada en la

ciudad demasiado apacible, y pronto lasbengalas, el trazador rojo y verde, elronco tableteo de las ametralladoras y elestruendo de los cañones comenzaban acrear su propio bullicio en el teatro desu memoria, tal como había sucedidoaquella noche de diciembre de 1989,cuando los cerros titilaron yhelicópteros Spectre enormes yvibrantes llegaron desde el mar sinencontrar resistencia para castigar lahumilde barriada de El Chorrillo —como de costumbre se achacaba a lospobres la culpa de todo—, donde

cargaban a placer contra las chabolas enllamas, se marchaban momentáneamentea reabastecerse y volvían de nuevo a lacarga. Y probablemente los atacantes nolo habían planeado de aquel modo.Probablemente eran buenos padres ehijos y en un principio su únicopropósito era desmantelar lacomandancia[5] de Noriega, hasta queun par de obuses se desviaron de sucurso y a ésos siguieron otros dos. Peroen tiempo de guerra no es fáciltransmitir las buenas intenciones aquienes las padecen, el comedimientopasa inadvertido, y la presencia de unoscuantos francotiradores enemigos en un

barrio pobre no justifica la completaincineración de éste. De poco sirvedecir «Recurrimos a la fuerza en elgrado mínimo indispensable» a lasvíctimas aterrorizadas que, en undesesperado intento por salvar susvidas, corren descalzas sobre charcosde sangre y cristales rotos, arrastrandoconsigo maletas y niños en su huida aninguna parte. De nada sirve alegar quelos incendios fueron provocados pormiembros resentidos de los batallonesde la dignidad de Noriega. Aun si eracierto, ¿por qué iba alguien a creerlo?

Así pues, los gritos no tardaron enllegar a lo alto del cerro, y Pendel, que

en su día había oído no pocos gritos eincluso proferido unos cuantos, nuncahabría imaginado que un grito humanopodía elevarse por encima delescalofriante rugido de los vehículosblindados o el estruendo del armamentomás avanzado, pero desde luego así era,en especial cuando se aunaban multitudde gritos y surgían en su mayoría de lasgargantas sanas de niños asustados enmedio del nauseabundo hedor de lacarne humana quemada.

—Harry, entra. Te necesitamos,Harry. Harry, ven aquí. Harry, noentiendo qué haces ahí fuera.

Ésos eran los gritos de Louisa,

encajonada en el armario de la limpiezaque había bajo la escalera, afianzando laespalda encorvada contra los travesañospara mayor protección de sus hijos:Mark, por entonces de casi dos años, seabrazaba a su vientre, empapándola através del pañal —Mark, como lossoldados norteamericanos, parecíadisponer de una reserva ilimitada demunición—; Hannah, arrodillada a suspies con zapatillas y un camisón del osoYogi, rezando a alguien que insistía enllamar Jovey, quien como más tardededujeron era una amalgama de Jesús,Jehová y Júpiter, una especie de cócteldivino compuesto por los residuos del

folklore espiritual que había recopiladoen sus tres años de vida.

—Saben lo que hacen —repetíaLouisa una y otra vez con un potentebramido militar que recordabaperturbadoramente la voz de su padre—.Esto no es una improvisación. Lo tienentodo calculado. Nunca alcanzanobjetivos civiles. Nunca.

Y Pendel, por el amor que leinspiraba, tuvo la delicadeza de dejarlacon su fe mientras El Chorrillo gemía,llameaba y se desmoronaba bajo lassucesivas incursiones del armamentoque el Pentágono necesitase probar enaquella ocasión.

—Marta vive allí —dijo.Pero una mujer que teme por la vida

de sus hijos no teme por nadie más, asíque al amanecer Pendel salió a dar unpaseo por las inmediaciones y oyó unsilencio que jamás había oído desde sullegada a Ciudad de Panamá. De prontocomprendió que, al pactarse lascondiciones del alto el fuego, todas laspartes habían acordado que allí novolvería a haber aire acondicionado,construcción de edificios, excavacioneso dragados; que todos los automóviles,vehículos de carga, autobuses escolares,taxis, camiones de basura, coches depolicía y ambulancias quedaban

desterrados para siempre; y que nuncamás se permitiría gritar a los niños o lasmadres bajo pena de muerte.

Ni siquiera la colosal y majestuosacolumna de humo negro que se alzaba delo que horas antes había sido ElChorrillo emitía el menor sonidomientras se vaciaba en el cielo matutino.Sólo un grupo de descontentos se negabacomo de costumbre a acatar laprohibición. Eran los últimosfrancotiradores atrincherados en elcomplejo de la comandancia, quedisparaban aún contra losemplazamientos norteamericanos de lascalles adyacentes. Pero en breve

también ellos, persuadidos por lostanques apostados en cerro Ancón,guardaron silencio.

Ni siquiera el teléfono de lagasolinera había quedado exento de laexpiatoria ordenanza. Estaba intacto. Sehallaba en perfecto estado defuncionamiento. Pero el número deMarta rehusaba dar señal.

Aferrándose con actitud desafiante a surecién asumida responsabilidad dehombre maduro y solitario ante unadecisión vital, Pendel saltó sobre subalancín familiar de devoción y

pesimismo crónico con unadesenfrenada irresolución que amenazócon descabalgarlo. De las acusadorasvoces de Bethania corría al santuario dela sastrería, y de las acusadoras vocesde la sastrería corría al santuario delhogar, y todo por sopesar tranquilamentesus opciones. Ni por un segundoconsideró la idea —ni siquiera en losmomentos en que más le remordía laconciencia— de que estaba oscilandoentre dos mujeres. Te handesenmascarado, se decía con eltriunfalismo de quien ve cumplidas suspeores expectativas. Vas a pagar lasconsecuencias de tus delirios de

grandeza. Tu mundo imaginario sedesmorona alrededor y la culpa es tuyapor erigir un templo sin cimientos. Perotan pronto como esgrimía estosapocalípticos augurios acudía en surescate el optimista consejero quellevaba dentro: ¿Así que unas cuantasverdades molestas se convierten ya enuna Némesis? —Usando la voz deBenny—. ¿Aparece un diplomáticojoven y distinguido pidiéndote que desla cara por Inglaterra como un hombre, yte ves ya en el depósito de cadáveres?¿Acaso una Némesis se ofrecería a sertu millonario loco, te metería en elbolsillo un grueso fajo de billetes de

cincuenta y te diría que hay másesperándote? Te ha llamado «regalo delcielo», Harry, cosa que no te ha dichomucha gente. ¿Una ocasión única? ¿UnaNémesis?

Y de pronto Hannah necesitaba queel Gran Tomador de Decisionesdecidiese qué libro le convenía leerpara el concurso de lectura del colegio,y Mark necesitaba que le oyeseinterpretar Lazy Sheep con su violínnuevo a fin de decidir si daba la tallapara presentarse a su examen, y Louisanecesitaba su parecer sobre el últimoescándalo en la sede de la Comisión afin de decidir qué pensar en cuanto al

futuro del Canal, pese a que lasopiniones de Louisa a ese respectoestaban ya de sobra decididas desdehacía tiempo: el incomparable ErnestoDelgado, modelo de virtud con elrespaldo del gobierno de EstadosUnidos y guardián de los valores de unpasado dorado, no era susceptible deculpabilidad alguna.

—Harry, no lo entiendo. Basta conque Ernesto abandone el país durantediez días para acompañar a supresidente, y su equipo autoriza deinmediato el nombramiento nada menosque de cinco atractivas panameñas parapuestos de relaciones públicas a escala

continental cuando no poseen másméritos que ser jóvenes y blancas,conducir BMWs, vestir ropa de diseño,tener pechos grandes y padres ricos, ynegarse a hablar con los empleadospermanentes.

—Vergonzoso —decidió Pendel.Y de vuelta en la sastrería Marta

necesitaba repasar con él las facturasvencidas y los pedidos todavía sinrecoger a fin de decidir a quién hostigary a quién conceder otro mes.

—¿Cómo van esos dolores decabeza? —preguntó Pendel con ternuraal advertir que Marta estaba aún máspálida que de costumbre.

—No es nada —contestó ella desdedetrás de su cabello.

—¿Se ha averiado otra vez elascensor?

—El ascensor está averiado portiempo indefinido. —Esbozó una sonrisatorcida—. El ascensor se ha declaradooficialmente averiado.

—Lo siento.—Pues no lo sienta. El ascensor no

es responsabilidad suya. ¿Quién es eseOsnard?

Pendel se sobresaltó. ¿Osnard?¿Osnard? Un cliente, mujer. ¡Novuelvas a hablarme de él!

—¿Por qué lo preguntas? —dijo, ya

totalmente sereno.—Es mala persona.—¿Y no lo son todos mis clientes?

—repuso Pendel, aludiendo en broma ala preferencia de Marta por la gente delotro lado del puente.

—Sí, pero esos otros no sonconscientes —matizó Marta, ahora sinsonreír.

—¿Y Osnard sí es consciente?—Sí. Osnard es mala persona. No

acceda a lo que le ha pedido.—Pero ¿qué me ha pedido?—No lo sé. Si lo supiera, se lo

impediría. Por favor.Habría añadido «Harry». Pendel vio

formarse su nombre en los labiosmaltrechos de Marta. Pero ella tenía amucha honra no aprovecharse nunca desu indulgencia en la sastrería, nodemostrar mediante palabras o gestosque estaban unidos en su otra vida, quecada vez que se veían, veían lo mismodesde distintas ventanas: Marta tirada enla calle como basura sin recoger con losvaqueros y la camisa blanca hechosjirones mientras tres miembros de losbatallones de la dignidad de Noriega,conocidos cariñosamente como«dignobates», intentaban por turnoganarse su afecto y su voluntad con laayuda de un bate de béisbol

ensangrentado, empezando por la cara.Pendel mirándola mientras otros dosdignobates lo sujetaban por los brazos, ygritando desesperadamente, primeroasustado, luego furioso y por últimosuplicante, rogándoles que la dejaran.Pero fue en vano. Lo obligaron a mirar.Porque ¿de qué serviría darle unescarmiento a una rebelde si no habíanadie para tomar buena nota?

—Es un error, capitán. Es puracoincidencia que esta mujer lleve lacamisa blanca de protesta.

—Cálmese, señor. No seguirá

siendo blanca durante mucho tiempo.Marta en la cama de la clínica

improvisada adonde Mickie los hallevado valerosamente; Marta desnuda,cubierta de sangre y magulladuras,mientras Pendel asedia al médico,prometiéndole dólares y garantías, yMickie monta guardia en la ventana.

—Somos mejores de lo que parece—susurra Marta a través de los labiossanguinolentos y los dientes rotos.

Quiere decir que hay un Panamámejor. Habla de la gente del otro ladodel puente.

Al día siguiente detienen a Mickie.

—He pensado en convertir el Rincóndel Deportista en una especie de sala dereuniones —anunció Pendel a Louisa,todavía en busca de una decisión—. Yame parece estar viendo allí un bar.

—Harry, no entiendo para quénecesitas un bar. En tus tertulias de losjueves hay ya bastante alboroto sin bar.

—Es para atraer a la gente, Lou.Para aumentar la clientela. Los amigostraen a sus amigos, éstos se ponencómodos, se relajan, echan un vistazo alos muestrarios, y empezamos a llenarlibros de pedidos.

—¿Y dónde irá el probador? —objetó Louisa.

Buena pregunta, pensó Pendel. Nisiquiera Andy sería capaz de encontraruna respuesta. Decisión aplazada.

—Para los clientes, Marta —explicóPendel con paciencia—. Para todos losque vienen a comer tus sándwiches. Yasí se multiplicará la clientela yencargarán más trajes.

—Por mí, ojalá se envenenasentodos con los sándwiches.

—¿Y a quién vestiría yo entonces?A esos estudiantes exaltados amigostuyos, supongo. La primera revolucióndel mundo hecha a medida, por gentileza

de P & B. Muchas gracias.—¿Y por qué no? ¿Acaso no iba

Lenin en Rolls-Royce? —replicó ellacon igual sentido del humor.

No le pregunté por los bolsillos, pensóPendel mientras cortaba un esmoquin aúltima hora del día al compás de lamúsica de Bach. Ni por los dobladilloso la holgura del pantalón. Tampoco lehablé de las ventajas de los tirantes conrespecto al cinturón en un clima húmedo,sobre todo para caballeros cuya cinturaes lo que yo llamo un continuo vaivén.Provisto de esta excusa, se disponía a

levantar el auricular cuando sonó elteléfono, ¿y quién podía ser sino Osnard,que le propuso salir a tomar una copaantes de retirarse a casa?

Quedaron en el moderno bar forradode madera del hotel Executive, una torreblanca e impoluta situada a un paso dela sastrería. Un enorme televisor ofrecíaun partido de baloncesto a dos atractivasmuchachas en minifalda. Pendel yOsnard se sentaron lejos de ellas enunas sillas de mimbre más pensadaspara reclinarse cómodamente contra elrespaldo que para mantenerse en lapostura que ellos habían elegido, con elcuerpo hacia adelante y las cabezas muy

juntas.—¿Ya te has decidido? —preguntó

Osnard.—En realidad no, Andy. Estoy en

ello, digamos. Deliberando.—En Londres están entusiasmados

con lo que han oído. Quieren cerrar eltrato.

—Vaya, estupendo, Andy —dijoPendel—. Debes de haberme puesto porlas nubes.

—Te quieren trabajando a plenorendimiento cuanto antes. Estánfascinados con eso de la OposiciónSilenciosa. Les interesa conocer losnombres de los protagonistas, las fuentes

de financiación, los lazos con losestudiantes, si existe algún manifiesto,métodos y objetivos.

—Ah, bien. Sí. De acuerdo —contestó Pendel, preocupado entre otrasmuchas cosas porque había perdido devista a Mickie Abraxas, el granguerrillero, y a Rafi Domingo, su ilustrepatrocinador. Cortésmente, añadió—:Me alegra saber que les ha gustado.

—He pensado que podríassonsacarle algo a Marta: pormenores delactivismo estudiantil. Fabricación deartefactos explosivos en las aulas y esascosas.

—Ah, bien. De acuerdo.

—Quieren establecer una relaciónformal, Harry. Y yo también. Ficharte,prepararte, pagarte, enseñarte un par detrucos. Prefieren que el asunto no seenfríe.

—Es cuestión de días, Andy. Ya telo dije. No me gusta precipitarme.Reflexiono.

—Han mejorado las condiciones enun diez por ciento —informó Osnard—.Eso te permitirá una mayor dedicación.¿Quieres que repasemos juntos lascondiciones?

Tanto si Pendel quería como si no,Osnard comenzó a enumerarlas,mascullando a través de una mano

ahuecada como si se escarbase losdientes con un palillo: tanto de anticipo,tanto en plazos mensuales para amortizarel crédito, primas en efectivo según lacalidad del producto —siempre acriterio de Londres—, una gratificaciónde tanto al final del trabajo.

—En tres años máximo saldrías delatolladero —agregó.

—O en menos, con un poco desuerte.

—O de inteligencia —puntualizóOsnard.

—Harry.Ha pasado una hora pero Pendel se

siente demasiado distante de su mundo

para volver a casa, así que ha vuelto altaller y está de nuevo con su esmoquin ysu Bach.

—Harry.Escucha la voz de Louisa la primera

vez que hicieron el amor, que lohicieron realmente, no sólo dedos ylengua y el oído atento por si los padresde ella regresaban del cine, sinocompletamente desnudos en la cama deHarry, que vive en una miserablebuhardilla de Calidonia, donde cortatrajes por las noches después de venderropa de confección durante todo el díaen la tienda de un astuto sirio llamadoAlto. Su primer intento no se ha visto

coronado por el éxito. Los dos sientenvergüenza, los dos se han iniciado tardeen el amor, inhibidos por demasiadosfantasmas familiares.

—Harry.—Sí, cariño.Ninguno de los dos pronuncia con

naturalidad la palabra «cariño». Ni alprincipio ni nunca.

—Si el señor Braithwaite te dio tuprimera oportunidad, te acogió bajo sutecho, te convenció de que estudiasespor las noches y te apartó de esesiniestro tío Benny tuyo, cuenta con mitotal aprobación.

—Me alegra que pienses así, cariño.

—Debes honrarlo y venerarlo, yhablarle de él a nuestros hijos cuandocrezcan para que vean como un buensamaritano puede salvar la vida de unhuérfano.

—Arthur Braithwaite era el únicohombre decente con quien me habíacruzado hasta que conocí a tu padre, Lou—asegura Pendel con unción.

¡Y no mentía, Lou!, prorrumpePendel en su mente con desesperaciónmientras aplica la tijera al hombroizquierdo. ¡En el mundo todo es verdadsi se inventa con suficiente convicción yse ama a la persona a quien va dirigido!

—Se lo diré —anuncia Pendel en

voz alta, izado por los acordes de Bacha un plano de sinceridad perfecta. Y porun horrendo instante de abandonocontempla seriamente la posibilidad derenunciar a los sabios preceptos que hanregido su existencia y ofrecer a sucompañera de vida una confesióncompleta de sus pecados. O casicompleta. Una selección.

Louisa, tengo que contarte algo untanto engorroso. Lo que sabes de mí noes rigurosamente cierto en lo relativo alos detalles. Se acerca más a lo quedesearía haber sido si las cosashubiesen tomado un rumbo algo másfavorable.

Carezco del vocabulario preciso,piensa. No he confesado nada en toda mivida, salvo aquella vez por el tío Benny.¿Hasta dónde llegaría? ¿Y cuándorecuperaría la credibilidad?Aterrorizado, se representa la marcialescena, una de las sesiones de fervorcristiano de Louisa pero con toda lapompa: el servicio ausente por ordenexpresa, el núcleo familiar reunido entorno a la mesa con las manos cogidas, yLouisa con la espalda erguida y loslabios apretados a causa del miedo,pues en el fondo teme la verdad más queyo. La última vez fue Mark quien se vioobligado a admitir que había escrito «A

la mierda» en el poste de la vera de sucolegio. Anteriormente Hannah tuvo quereconocer que había vertido un bote depintura de secado rápido por elfregadero en un acto de venganza contrauna criada.

Pero ahora es el mismísimo Harryquien está en el punto de mira,explicando a sus adorados hijos quepapá, desde el primer día de sumatrimonio con mamá y desde que ellostienen edad suficiente para escucharlo,ha estado contando patrañas en extremoornamentadas sobre el gran héroefamiliar y modelo de conducta, elinexistente señor Braithwaite, que en

paz descanse. Y que, lejos de ser el hijopredilecto de Braithwaite, su padre yesposo se había dedicado durantenovecientos doce instructivos días consus respectivas noches al estudioexhaustivo de los ladrillos de loscorreccionales de su majestad la reina.

Decisión tomada. Os lo contaré másadelante. Mucho más adelante. Digamosque en otra vida. Una vida sin afluencia.

Pendel detuvo el todoterreno a un palmoescaso del vehículo que lo precedía yaguardó expectante a que el coche dedetrás se empotrase contra el suyo, cosa

que por alguna razón no ocurrió. ¿Cómohe llegado hasta aquí?, se preguntó.Quizá sí ha chocado contra mí y estoymuerto. Debo de haber cerrado lasastrería sin darme cuenta. De prontorecordó que había cortado el esmoquin yhabía extendido las piezas acabadassobre la mesa para examinarlas, comosiempre hacía: la despedida del creadorhasta que volviesen a él embastadas enforma semihumana.

Una lluvia negra azotaba el capó. Uncamión se había cruzado en la carreteracincuenta metros más adelante; lasruedas habían quedado esparcidas por elasfalto como boñigas. A través de la

cortina de agua no se veía nada más,salvo hileras e hileras de cochesparados camino de la guerra ointentando escapar de ella. Puso la radiopero el estruendo de la artillería leimpidió oírla. Lluvia sobre el tejado dezinc caliente. Estaré aquí eternamente.Encerrado. En el útero materno.Cumpliendo condena. Apaga el motor,apaga la refrigeración. Espera. Cuécete.Suda. Se avecina otra salva. Escóndetedebajo del asiento.

El sudor mana de sus poros, copiosocomo la lluvia. El agua gorgotea bajosus pies. Pendel flota, río arriba o ríoabajo. El pasado que había sepultado a

dos metros bajo tierra se precipita sobreél: la versión de su vida sin expurgar,sin esterilizar, sin Braithwaite,empezando por el milagro de sunacimiento tal como se lo narró el tíoBenny en la cárcel y terminando treceaños atrás con el Día de la Rotunda NoExpiación, cuando en honor a Louisa seinventó a sí mismo en un inmaculado ymuy norteamericano jardín de la Zonadel Canal, oficialmente abolida,mientras las barras y estrellas ondeabanen la nube de humo procedente de labarbacoa de su padre, la bandainterpretaba el himno nacional, y losnegros los observaban a través de la

alambrada.Ve el orfanato que se negaba a

recordar y al tío Benny, magnífico consu sombrero de fieltro, llevándoselo deallí cogido de la mano. Hasta esemomento nunca había visto un sombrerode fieltro, y se preguntó si el tío Bennyera Dios. Ve los sueltos adoquines deWhitechapel, grises y húmedos, queentrechocan bajo sus pies mientrasempuja el carrito cargado de oscilantesprendas entre los bocinazos del tráficocamino del almacén del tío Benny. Se vea sí mismo en el interior del almacéndoce años más tarde, exactamente elmismo niño, sólo que más alto,

embobado entre las columnas de humonaranja, las hileras de vestidosveraniegos de señora como las mártiresde un convento, y las llamas lamiéndoleslos pies.

Ve al tío Benny que se alejaapresuradamente en medio del alborotode las sirenas y, con las manosahuecadas en torno a la boca, grita:«Harry, estúpido, corre; ¿dónde tienes lacabeza?». Y a sí mismo atrapado enarenas movedizas, incapaz de mover unmiembro. Ve acercarse los uniformesazules, y ve cómo lo agarran y loarrastran hasta el furgón. Ve también alamable sargento que, sosteniendo la lata

de queroseno, sonríe como cualquierpadre decente y pregunta: «¿Esto no serátuyo, caballerete judío?». «¿Osimplemente da la casualidad de que lotenías en la mano?».

—No puedo mover las piernas —explica Pendel al amable sargento—.Las tengo paralizadas. Es como uncalambre o algo así. Debería correrpero no puedo.

—No te preocupes, hijo, enseguidalo arreglamos —responde el amablesargento.

Se ve a sí mismo, desnudo yesquelético, contra la pared de ladrillodel calabozo. Y ve la interminable

noche en que los policías le pegan porturno, como a Marta pero con máspremeditación, y con más cervezas en elcuerpo. Y ve al amable sargento, que esun padre ejemplar, mientras los incita aseguir. Hasta que el agua lo cubre y seahoga.

Cesa la lluvia. Nada de eso haocurrido jamás. Los coches cobran vida;la gente vuelve contenta a casa. Pendelestá muerto de cansancio. Pone el motoren marcha y avanza lentamente,apoyando los antebrazos en el volante.Permanece atento por si en la carreterahan quedado restos del accidente.Oyendo al tío Benny, una sonrisa asoma

a sus labios.—Fue una explosión —susurró el tío

Benny entre lágrimas—. Una explosiónde la carne.

De no ser por las visitas semanales ala cárcel el tío Benny nunca habríahablado con tanta locuacidad de losorígenes de Pendel. Pero al ver a susobrino sentado ante él con la espaldaerguida y el nombre escrito en elbolsillo del austero mono, su corazónculpable se desmorona por más tartas dequeso y libros sobre cómo mantenerseen forma que la tía Ruth le envíe a travésde él, o por más que, con un nudo en lagarganta, manifieste su agradecimiento

por el hecho de que Pendel hayaconservado la fe pese a tantasadversidades, o dicho de otro modo, sehaya mantenido shtumm.

«Fue idea mía, sargento… Lo hiceporque aborrecía ese almacén,sargento… Guardaba rencor a mi tíoBenny por obligarme a trabajar tantashoras sin pagarme, sargento… Suseñoría, sólo tengo que decir que mearrepiento de mis malas acciones y deldolor que he causado a quienes mequieren y me han criado, en especial ami tío Benny…».

Benny es muy anciano; para un niño,tan viejo como un sauce. Nació en Lvov,

y Pendel a los diez años de edad conoceLvov como si fuese su pueblo. En lafamilia de Benny todos críancampesinos, artesanos, modestoscomerciantes y zapateros remendones.Para la mayoría de ellos, el viaje en trena los campos de concentración fue laprimera y última salida de los confinesd e l shtetl o el gueto. Pero no paraBenny. El Benny de aquel entonces es unsastre joven y avispado que sueña conun futuro dorado y, valiéndose de susdotes de persuasión, logra el traslado aBerlín con la misión de confeccionaruniformes para los oficiales alemanes,aunque su verdadera ambición es

estudiar canto bajo la tutela de Gigli,convertirse en un gran tenor y compraruna villa en las montañas de Umbría.

—Harry, muchacho, donde estuvieseaquel shmatte de la Wehrmacht que sequitase todo lo demás —dice eldemócrata Benny, para quien cualquierprenda de vestir, independientemente desu calidad, era un shmatte, un harapo—.Da igual que cojas el mejor traje deAscot o los más elegantes calzones ybotas de caza. Al lado de nuestraWehrmacht no había color, hasta lo deStalingrado, claro; después de eso se fuetodo a pique.

Benny pasa de Alemania a Leman

Street, en el este de Londres, para abrirun taller y, sometiendo a su familia aunas condiciones infames —cuatro porhabitación—, tomar por asalto laindustria de la confección con el únicoobjetivo de marcharse a Viena a cantarópera. Benny es ya un anacronismo. Afinales de los años cuarenta la mayoríade los sastres judíos se han establecidoen zonas de mayor nivel, como StokeNewington o Edgware, y ejercen suoficio de manera menos precaria. Sulugar lo han ocupado indios, chinos ypaquistaníes. Benny no cae en latentación. Pronto el East End seconvierte en su Lvov, y Evering Road en

la mejor calle de Europa. Y es enEvering Road un par de años más tarde—por lo poco que se ha permitido sabera Pendel— donde Leon, el hermanomayor de Benny, se instala también consu esposa Rachel y varios niños, elmismo Leon que, debido a la antedichaexplosión, deja encinta a una criadairlandesa de dieciocho años que llamaHarry a su hijo bastardo.

Pendel conduce hasta la eternidad,siguiendo con ojos cansados las difusasestrellas rojas que lo preceden, pisandolos talones a su pasado. Casi ríe en

sueños, su gran decisión relegada alolvido mientras recuerda celosamentecada sílaba y cada inflexión delatribulado monólogo del tío Benny.

—Por qué consintió Rachel que tumadre cruzase el umbral de su casa esalgo que nunca entenderé —dice Bennymoviendo el sombrero de fieltro en ungesto de estupefacción—. No hacía faltahaber estudiado las Sagradas Escrituraspara darse cuenta de que aquella chicaera dinamita. Poco importaba si erainocente o virtuosa. Era una shicksa muynúbil y muy estúpida a punto de hacersemujer. Sólo necesitaba un empujoncito.Estaba escrito lo que iba ocurrir.

—¿Cómo se llamaba? —preguntaPendel.

—Cherry —responde su tío con unsuspiro, como un enfermo agonizanteque se desprende de su último secreto—. Diminutivo de Cherida, creo, aunquenunca vi su partida de nacimiento.Podría haberse llamado Teresa oBernadette o Carmel, pero no, tuvo queser Cherida. Su padre era un albañilinmigrado del condado de Mayo. Losirlandeses eran más pobres quenosotros, y por eso teníamos criadasirlandesas. A los judíos no nos gustaenvejecer, Harry, muchacho. Y a eserespecto tu padre no era una excepción.

No creer en el cielo es lo que nospierde. Llevamos mucho tiempo en ellargo pasillo de Dios, pero el salónprincipal de Dios, con todas lascomodidades, aún estamos esperándolo,y muchos dudamos que llegue algún día.—Se inclina sobre la mesa de hierro ycoge la mano de Pendel—. Harry, hijo,escúchame. Los judíos necesitamos elperdón de los hombres, no el de Dios, yeso no es precisamente una ventajaporque, se lo mire como se lo mire, loshombres son más duros de pelar. Laredención puedo conseguirla en mi lechode muerte. Para el perdón, Harry, eres túquien firma el cheque.

Pendel le concederá a Benny lo quepida, aunque sólo sea para que sigaadelante con la explosión.

—Fue su olor, me confesó tu padre—continúa Benny—, mesándose loscabellos por el remordimiento. Sentadofrente a mí como tú lo estás ahora, perosin el uniforme. «Por su olor provoquéla caída del templo sobre mi cabeza»,me dijo. Tu padre era un buen creyente,Harry. «Estaba arrodillada ante lachimenea y noté su olor a mujer, no ajabón y piel estregada, Benny, aauténtica mujer. Su olor a mujer fue másfuerte que yo». Si Rachel no se hubieseido de picos pardos con las Hijas de la

Pureza judía de Southend Pier, tu padreno habría sucumbido a la tentación.

—Pero sucumbió —dijo Pendel paraincitarlo a seguir.

—Harry, entre lágrimas deculpabilidad católica y judía, entreavemarías y oi veys y qué será de mí porparte de ambos, tu padre le arrebató lavirginidad. A mí me cuesta ver en eso lamano de Dios, Harry, pero si puedessacudirte la culpabilidad, míralo de estaforma: tú has heredado el descaro judíoy la zalamería irlandesa.

—¿Cómo me sacaste del orfanato?—pregunta Pendel, casi a voz en gritopor la apremiante curiosidad.

Perdida en los desdibujadosrecuerdos de su primera infancia —cuando Benny aún no lo había rescatado—, flota la imagen de una mujer de pelooscuro como Louisa que, de rodillas,friega un suelo de piedra tan grandecomo el patio de un colegio bajo lamirada de una estatua del buen pastorenvuelto en una túnica azul yacompañado de su cordero.

Pendel recorre ya el tramo final delcamino. Las casas de siempre dormidasdesde hace rato. Las estrellas limpiastras el aguacero. Una luna llenaenmarcada por la ventana de su celda.Encerradme otra vez, piensa. La cárcel

es adonde uno va cuando no quieretomar decisiones.

—Harry, estaba impecable.Aquellas monjas eran unas francesasremilgadas y pensaron que teníandelante a todo un caballero. Me puse ellote completo: un traje gris reciénestrenado, una corbata que escogió tu tíaRuth, calcetines a juego, los zapatoshechos a mano por Lobb de St. James,que habían sido siempre mi debilidad.Sin arrogancia, con las manos a loscostados, sin dejar entrever niremotamente mis tendencias socialistas.—Pues entre sus innumerables hazañasBenny se ha convertido en un vehemente

defensor de la causa obrera y losderechos humanos—. «Madres», dije,«Harry tendrá una vida feliz aunque sealo último que haga, tienen mi palabra.Será nuestra mitzvah. Indíquenme a quétutores debo llevarlo, y estará allípuntualmente con una camisa blancapara recibir instrucción. Garantizo quetendrá educación de pago en el colegioque ustedes elijan, la mejor música en elgramófono, y una vida hogareña por laque cualquier huérfano daría un ojo dela cara. Salmón en la mesa,conversación idealista, su propiahabitación, un colchón de plumas». Poraquellos tiempos las cosas nos iban

viento en popa. Ya no me dedicaba a losshmatte; sólo vendía palos de golf ycalzado, y el palacio en Umbría estaba ala vuelta de la esquina. Pensábamos quenos haríamos ricos en una semana.

—¿Dónde estaba Cherry?—Se había marchado, Harry,

muchacho —responde Benny, bajando lavoz para añadir dramatismo—. Tumadre ahuecó el ala, y no puedoreprochárselo. Una tía suya de Mayoenvió una carta donde nos contaba queCherry estaba desfallecida de tantasoportunidades de limpiar sus pecadoscomo le daban las hermanas de lacaridad.

—¿Y mi padre?—Bajo tierra, hijo —dice Benny,

sumiéndose de nuevo en ladesesperación y enjugándose laslágrimas—. Tu padre, mi hermano.Donde también debería estar yo porobligarte a hacer lo que hiciste. Murióde pena, creo yo, que es lo que a mí estáa punto de pasarme cada vez que te veoahí. Aquellos vestidos de verano fueronmi ruina. No hay visión más deprimenteen este mundo que quinientos vestidosde verano sin vender en pleno otoño,como cualquier shlemiel sabe. Cada díaque pasaba, la póliza del seguroresultaba más tentadora. Me dejé

arrastrar por el ejemplo de tantos otros,Harry, y peor aún, te hice llevar laantorcha por mí.

—He empezado el curso —anunciaPendel para levantarle el ánimo cuandosuena el timbre—. Voy a ser el mejorsastre del mundo. Fíjate en esto.

Y le enseña una pieza de tela que hasacado del almacén de la cárcel y hacortado a medida.

En su siguiente visita el tío Benny,movido por los remordimientos, leentrega una estampa de la Virgen Maríaen un marco de latón que, según él, letrae recuerdos de su infancia en Lvov,cuando se escabullía del gueto para ir a

ver rezar a los goyim. Y ahora está conél, junto a su cama de Bethania, sobre lamesilla de roten al lado del despertador,y lo observa con su difuminada sonrisairlandesa mientras se despoja deluniforme de recluso empapado en sudory se desliza entre las sábanas paracompartir el inocente sueño de Louisa.

Mañana, piensa. Se lo diré mañana.

—Harry, ¿eres tú?Mickie Abraxas, el gran

revolucionario clandestino y héroesecreto de los estudiantes, con unaborrachera lúcida a las tres menos diez

de la madrugada, jurando por Dios queiba a matarse porque su mujer lo habíaechado de casa.

—¿Dónde estás? —preguntó Pendel,sonriendo en la oscuridad, pues Mickie,por más problemas que causase, seríasiempre un compañero de celda.

—En ninguna parte. Soy unvagabundo.

—Mickie.—¿Qué?—¿Dónde está Ana?Ana era la actual chiquilla de

Mickie, una mujer briosa y realista,amiga de la infancia de Marta, que alparecer aceptaba a Mickie tal como era.

Los había presentado Marta.—Hola, Harry —dijo Ana

alegremente.Y Pendel le devolvió el saludo con

igual ánimo.—¿Cuánto ha bebido, Ana?—No lo sé. Dice que ha estado en un

casino con Rafi Domingo. Ha tomado unpoco de vodka, ha perdido un poco dedinero. Puede que también haya esnifadoun poco de coca, no lo recuerda. Suda amares. ¿Llamo a un médico?

Mickie se puso de nuevo al teléfonoantes de que Pendel contestase.

—Harry, te quiero.—Ya lo sé, Mickie, y te lo

agradezco. Yo también te quiero.—¿Apostaste a aquel caballo?—Pues sí, Mickie, sí. Admito que

aposté a aquel caballo.—Lo siento, Harry. Créeme. Lo

siento.—No te preocupes, Mickie. No se

hunde el mundo. Los buenos caballos nosiempre ganan.

—Te quiero, Harry. Eres un buenamigo, ¿me oyes?

—Entonces ¿para qué vas a matarte?¿No te parece, Mickie? —dijo Pendelcon delicadeza—. Si tienes a Ana y a unbuen amigo…

—¿Sabes qué podemos hacer,

Harry? Pasar juntos un fin de semana.Tú, yo, Ana y Marta. Vamos a pescar.Follamos.

—Ahora, Mickie, échate un sueño—atajó Pended con firmeza—, y mañanapasa por la sastrería a probarte elesmoquin y tomarte un sándwich, ycharlamos. ¿De acuerdo?

—¿Quién era? —preguntó Louisacuando Pendel colgó.

—Mickie. Su mujer lo ha plantadoen la calle otra vez.

—¿Por qué?—Porque está liada con Rafi

Domingo —respondió Pendel,forcejeando con la ineluctable lógica dela vida.

—¿Por qué no le parte la boca?—¿A quién? —dijo Pendel

tontamente.—A su mujer, Harry. ¿A quién va a

ser?—Está cansado. Noriega le

quebrantó el alma.Hannah se metió con ellos en la

cama, y poco después la siguieron Marky el oso de peluche gigante que habíaabandonado hacía años.

Ya era mañana, así que se lo dijo.Lo hice para tener credibilidad, le

dijo cuando ella había conciliado denuevo el sueño.

Para servirte de puntal cuando tetambaleas.

Para ofrecerte un verdadero hombroen que apoyarte, y no simplemente elmío.

Para ser más digno de la hija de unmilitar de la Zona que hablaexaltadamente y se acelera cuando sesiente amenazada y se olvida de andarcon pasos cortos después de oírle decira su madre durante veinte años que si noanda así nunca se casará como Emily.

Y se cree demasiado fea y altamientras todos alrededor son de la

estatura correcta y tan encantadorescomo Emily.

Y que ni en un millón de años, nisiquiera en sus momentos másvulnerables e inseguros, ni siquiera porrencor a Emily, prendería fuego alalmacén del tío Benny por hacerle unfavor, empezando con los vestidos deverano.

Pendel se sienta en el sillón y setapa con una colcha, dejando la cama alos puros de corazón.

—Estaré fuera todo el día —avisa aMarta al llegar a la tienda la mañana

siguiente—. Tendrás que atender tú a losclientes.

—A las once viene el embajadorboliviano.

—Dale hora en otro momento. Porcierto, quiero verte.

—¿Cuándo?—Esta noche.

Hasta ese día habían ido siempre enfamilia, comiendo en el camino a lasombra de los mangos, viendo planearperezosamente a los halcones, laságuilas pescadoras y los buitres en laabrasadora brisa; contemplando a los

jinetes en caballos blancos comovestigios del ejército de Pancho Villa. Otiraban del bote hinchable por losarrozales inundados, Louisa exultantecomo pocas veces con pantalón corto yel agua hasta las rodillas haciendo deKatharine Hepburn en La Reina deÁfrica para el Bogart de Pendel, Markrogando precaución y Hannahtachándolo de insípido.

O se adentraban en el todoterrenopor amarillentos caminos de tierra quese cortaban de repente al llegar albosque, en cuyo punto, para deleite delos niños, Pendel lanzaba uno de losmaravillosos gemidos de desesperación

del tío Benny, fingiendo que estabanperdidos. Como de hecho así era, hastaque cincuenta metros más adelanteasomaban entre las palmeras las torresplateadas del molino arrocero.

O visitaban las tierras en temporadade siega, montándose de dos en dos enlas enormes cosechadoras de oruga,observando frente a ellos el movimientode las aletas, que golpeaban el arroz ylevantaban nubes de mosquitos. El airecaliente y pegajoso comprimido bajo uncielo bajo y severo. Campos llanoscomo tablas perdiéndose en losmanglares. Los manglares perdiéndoseen el mar.

Pero aquel día, mientras el GranTomador de Decisiones recorría susolitario camino, lo molestaba todo loque veía, todo se le antojaba un malaugurio: las hostiles alambradas de losdepósitos de armas norteamericanos,que le recordaban al padre de Louisa,las pancartas de condena donde rezaba«Jesús es el Señor», los poblados decartón de los ocupas en cada ladera:cualquier día de éstos me uniré avosotros.

Y después de la miseria, el paraísoperdido de la breve infancia de Pendel:una sinuosa extensión de tierra roja deDevon, con reminiscencias de unas

colonias de verano en Okehampton;vacas inglesas que lo observaban desdelos bananales. Ni siquiera Haydn,sonando en el radiocasete, lo salvó de lamelancolía de aquellos animales. Alentrar en el camino de la finca y notar eltraqueteo provocado por los baches nopudo menos que preguntarse indignadocuántas veces le había ordenado ya aÁngel que reparase la calzada. Y al vera Ángel con botas de montar reforzadas,sombrero de paja y cadenas de oro en elcuello se encolerizó más aún. Seencaminaron en el todoterreno hacia ellugar donde su vecino de Miami habíaabierto su zanja en el río de Pendel.

—¿Sabes una cosa, Harry, amigomío? —dijo Ángel.

—¿Qué?—Lo que ha hecho ese juez es una

inmoralidad. Aquí en Panamá cuandosobornamos a alguien, confiamos en sulealtad. ¿Y sabes en qué más confiamos?

—No —contestó Pendel.—Confiamos en el valor de un trato,

Harry. Nada de cambiar lascondiciones. Nada de ceder a laspresiones. Nada de echarse atrás. Paramí que ese individuo es antisocial.

—¿Y qué sugieres?Ángel se encogió de hombros en un

gesto de conformidad propio de alguien

cuyas noticias preferidas son las malas.—¿Quieres mi consejo, Harry? ¿Un

consejo sincero, de amigo?Habían llegado al río. En la margen

contraria los esbirros del vecinohicieron como si no viesen a Pendel. Lazanja se había convertido en un canal,por debajo, el lecho del río estaba seco.

—Yo te recomiendo que negocies.Reduce las pérdidas, llega a un acuerdo.¿Quieres que tantee a esa gente? ¿Queinicie un diálogo con ellos?

—No.—Acude entonces a tu banquero,

Ramón tiene fama de negociadorimplacable. Él hablará en tu nombre.

—¿Cómo es que conoces a RamónRudd? —preguntó Pendel—. ¿Quién noconoce a Ramón? Escucha, yo no soysólo tu administrador, ¿entendido? Soytu amigo.

Pero Pendel no tiene más amigos queMarta y Mickie, y quizá también elseñor Charlie Blüthner, que vive en lacosta a quince kilómetros del arrozal ylo espera para jugar una partida deajedrez.

—¿Blüthner? ¿Cómo los pianos? —preguntó Pendel al tío Benny en losmuelles de Tilbury siglos atrás,examinando bajo la lluvia elherrumbroso carguero que transportará

al ex recluso hacia la siguiente etapa desu lucha por la vida.

—Exacto, Harry, muchacho, y estáen deuda conmigo —contestó Benny,sumando sus lágrimas a la lluvia—.Charlie Blüthner es el rey del shmatteen Panamá, y no estaría donde está siBenny no se hubiese mantenido shtummpor él como tú hiciste por mí.

—¿Le pegaste luego a sus vestidosde verano?

—Peor aún, Harry, muchacho. Ynunca lo ha olvidado.

Por primera y última vez en susvidas, se abrazaron. Pendel llorabatambién pero en realidad no sabía por

qué, pues mientras corría por la pasareladel barco sólo tenía una idea en lamente: He salido y nunca volveré.

Y el señor Blüthner no habíadefraudado la confianza de Benny.Pendel apenas se había instalado enPanamá cuando el Mercedes granate conchófer pasaba ya asiduamente arecogerlo por su lamentable buhardillade Calidonia y lo llevaba a la suntuosavilla de Blüthner, con sus variashectáreas de acicalado jardín frente alPacífico, sus suelos embaldosados, sucaballeriza refrigerada, sus cuadros deNolde, y sus ornados diplomas dondeinexistentes universidades

norteamericanas de nombres pompososlo nombraban estimado profesor, doctor,decano, etcétera, Y también con su pianovertical rescatado del gueto.

En pocas semanas Pendel se habíaconvertido, o así se veía él, en el amadovástago del señor Blüthner, ocupando sulugar natural entre los animosos ybullangueros hijos y nietos, las augustastías y los rechonchos tíos, y lassirvientas con sus uniformes verdepastel. En las celebraciones familiares ye l kiddush cantaba desafinadamente y anadie le importaba. Jugaba fatal al golfen su campo privado y no se molestabaen pedir disculpas. Chapoteaba con los

niños en la playa y conducía los buggiesde la familia a toda velocidad por lasdunas de arena negra. Retozaba con losdesastrados perros y les lanzaba mangoscaídos y contemplaba los escuadronesde pelícanos sobre el mar, y creía entodo ello: la fe de la familia, lamoralidad de su riqueza, lasbuganvillas, el millar de matices deverde, y su respetabilidad, cuyoresplandor eclipsaba por completo losdestellos del pequeño incendio que eltío Benny pudiese haber provocado enlos difíciles comienzos del señorBlüthner.

Y la amabilidad del señor Blüthner

no se restringía a su casa, ya que cuandoPendel dio sus primeros pasos en elcampo de la confección a medida,Blüthner Compañía Limitada leconcedió seis meses de crédito en suenorme almacén textil de Colón, y lasrecomendaciones de Blüthner leproporcionaron los primeros clientes yle abrieron muchas puertas. Y cuandoPendel intentaba agradecérselo, el señorBlüthner, un hombre de corta estatura,arrugado y lustroso, movía la cabeza enun gesto de negación y decía: «Dale lasgracias a tu tío Benny». Luego añadía suhabitual consejo: «Busca una buenachica judía, Harry. No nos abandones».

Ni siquiera cuando se casó conLouisa se interrumpieron sus visitas alseñor Blüthner, aunque inevitablementeexigieron un mayor sigilo. El hogar delos Blüthner se convirtió en su paraísosecreto, un santuario al que únicamentepodía acudir solo y con algún pretexto.Y el señor Blüthner, encorrespondencia, prefería pasar por altola existencia de Louisa.

—Tengo un ligero problema de liquidez,señor Blüthner —admitió Pendel cuandose encontraban ya sentados en la terrazanorte separados por un tablero de

ajedrez. Había una terraza en cada alapara que el señor Blüthner estuviesesiempre a resguardo del viento.

—¿En el arrozal? —preguntó elseñor Blüthner. Su pequeña mandíbulaera de roca hasta que sonreía, y en esemomento no sonreía. Sus viejos ojospasaban mucho tiempo dormidos. En esemomento dormían.

—Y en la sastrería —aclaró Pendel,sonrojándose.

—¿Has hipotecado la sastrería parafinanciar el arrozal, Harry?

—Sólo en cierta medida, señorBlüthner. —Recurrió al humor—. Asíque, como es lógico, ahora busco un

millonario loco.El señor Blüthner lo pensaba todo

con detenimiento, tanto si jugaba alajedrez como si le pedían dinero.Permaneció inmóvil mientrasreflexionaba; daba la impresión de queni siquiera respirase. Pendel recordó aviejos reclusos en aquella mismaactitud.

—O se está loco, o se es millonario—respondió el señor Blüthner por fin—. Harry, muchacho, todo hombre ha depagar sus sueños; es la norma.

Nervioso, como siempre en los instantes

previos a sus citas con ella, avanzabapor la avenida 4 de Julio, antiguo límitede la Zona del Canal. Abajo, a suizquierda, la bahía. Arriba, a su derecha,el cerro Ancón. Y en medio se extendíael reconstruido barrio de El Chorrillo,con su parcela de césped demasiadoverde en el lugar donde se había alzadol a comandancia. A modo deindemnización se habían construido unpuñado de infames edificios pintados afranjas en tonos pastel. Marta vivía en elde en medio. Pendel subió con cautelapor la inmunda escalera, recordando queen su anterior visita alguien, amparadoen la oscuridad, se había orinado sobre

él desde un piso superior mientras eledificio entero se estremecía en unasalva de abucheos carcelarios ydelirantes carcajadas.

—Bienvenido seas —dijo Marta consolemnidad después de descorrer loscuatro cerrojos.

Se tendieron en la cama comosiempre se tendían, vestidos y a ciertadistancia, los dedos secos y menudos deMarta doblados sobre la palma de lamano de Pendel. No había sillas, apenashabía suelo. El apartamento se reducía auna única habitación dividida porcortinas marrones: un cubículo paralavar, otro para cocinar y aquél para

acostarse. Junto a la oreja izquierda,Pendel tenía una caja de cristalabarrotada de animales de porcelanaque había pertenecido a la madre deMarta, y ante sus pies descalzos seerguía un tigre de cerámica de un metrode altura que su padre había regalado asu madre en sus bodas de plata, tres díasantes de morir hechos pedazos en losbombardeos. Y si Marta hubieseacompañado a sus padres a la casa de suhermana casada aquella noche en lugarde quedarse en la cama recuperándosede las heridas en la cara y lasmagulladuras en el cuerpo, también ellahabría muerto hecha pedazos, ya que su

hermana vivía en la calle donde cayeronlas primeras bombas, aunque en laactualidad sea imposible encontrarla,tan imposible como encontrar a lospadres, la hermana, el cuñado o lasobrina de seis meses de Marta, o algato azafranado de la familia, llamadoHemingway. Cadáveres, escombros y lacalle entera habían sido relegadosoficialmente al olvido.

—Me gustaría que te mudases a tuantiguo apartamento —dijo Pendel comode costumbre.

—No puedo.No podía porque sus padres habían

vivido donde ahora se alzaba ese

edificio.No podía porque ése era su Panamá.No podía porque su corazón seguía

al lado de los muertos.Hablaban poco. Preferían

contemplar la monstruosa historiasecreta que los unía: Una empleadajoven, hermosa e idealista haparticipado en una manifestación contrael tirano. Llega a su lugar de trabajo sinaliento y asustada. Al anochecer su jefese ofrece a acompañarla en coche a sucasa con el indudable propósito deconvertirse en su amante, porque en latensión de las últimas semanas ha nacidoentre ellos una irresistible atracción. El

sueño de un Panamá mejor es como elsueño de una vida en común, e inclusoMarta reconoce que sólo los yanquis soncapaces de remediar el caos que ellosmismos han creado, y que los yanquisdeben intervenir cuanto antes. En elcamino han de detenerse en un controlde carretera, donde unos dignobatesdesean saber por qué lleva Marta unacamisa blanca, símbolo de la resistenciacontra Noriega. Insatisfechos con laexplicación, le destrozan la cara. Pendelacomoda en el asiento trasero deltodoterreno a Marta, que sangracopiosamente, y aterrorizado se dirige atoda prisa hacia la universidad. Por esas

fechas Mickie es también estudiante, y laúnica persona en quien Pendel se atrevea confiar. Milagrosamente lo encuentraen la biblioteca. Mickie conoce a unmédico; lo llama, lo amenaza, losoborna. Mickie se pone al volante detodoterreno de Pendel; Pendel se sientadetrás con la cabeza sangrante de Martaen el regazo, empapándole el pantalón ymanchando irreparablemente la tapiceríadel vehículo familiar. El médico laatiende tan mal como sabe. Pendelinforma a los padres de Marta, les dadinero. Luego se ducha y se cambia deropa en la sastrería, vuelve a casa entaxi, y durante tres días, por

culpabilidad y miedo, es incapaz deexplicarle a Louisa lo ocurrido,inclinándose por contarle una sarta dementiras sobre un conductor idiota queembistió el todoterreno por un costado,siniestro total, Lou, hay que comprar unonuevo, ya he hablado con los del seguroy no ponen ningún problema. Hasta elquinto día no reúne el valor necesariopara anunciarle, con tono dedesaprobación, que Marta se habíainvolucrado en los disturbiosestudiantiles, lesiones faciales, Lou, unalarga convalecencia, he prometidoreadmitida cuando se recupere.

—Oh —dice Louisa.

—Y han metido en la cárcel aMickie —prosigue inconexamente,omitiendo que el cobarde médico lo hadenunciado, y habría denunciadotambién a Pendel si hubiese sabido sunombre.

—Oh —dice Louisa por segundavez.

—La razón sólo actúa cuando entran enjuego las emociones —afirmó Marta,llevándose los dedos de Pendel a loslabios y besándolos uno por uno.

—¿Qué significa eso?—Lo he leído. Te noto confuso por

algo. He pensado que podía ser útil.—En principio la razón debería ser

lógica —objetó Pendel.—No existe lógica a menos que

entren en juego las emociones. Quiereshacer algo, y lo haces. Eso es lógica. Siquieres hacer algo y no lo haces, es unfracaso de la razón.

—Será verdad si tú lo dices, ¿no?—respondió Pendel, que desconfiaba detodo razonamiento abstracto menos delos suyos—. Desde luego esos librostuyos te suministran toda una jerga, ¿no?Hablas como una profesora y ni siquierate has presentado a los exámenestodavía.

Marta nunca persistía, y por esoPendel acudía a ella sin temor. Parecíasaber que él nunca decía la verdad anadie, que se la guardaba por educación,y lo poco que le contaba poseía portanto un gran valor para ambos.

—¿Cómo está Osnard? —preguntóMarta.

—¿Cómo debería estar?—¿Por qué piensa que te tiene a su

entera disposición?—Sabe ciertas cosas —contestó

Pendel.—¿Sobre ti?—Sí.—¿Es algo que yo conozco?

—No lo creo.—¿Es algo malo?—Sí —reconoció Pendel.—Haré lo que me pidas. Cuenta

conmigo para lo que sea. Si quieres quelo mate, lo mataré e iré a la cárcel.

—¿Por el otro Panamá?—Por ti.

Ramón Rudd tenía acciones en un casinodel casco viejo y le gustaba ir allí arelajarse. Se acomodaron en un bancotapizado de felpa y observaron a lasmujeres de hombros desnudos y loscrupieres de ojos hinchados dispuestos

en torno a las ruletas vacías.—Voy a pagar la deuda, Ramón —

informó Pendel—. El capital, losintereses, todo. Voy a hacer borrón ycuenta nueva.

—¿Con qué dinero?—Digamos que he encontrado un

millonario loco.Ramón sorbió un poco de limonada

con una pajita.—Voy a comprarte la finca, Ramón.

No tienes tierras suficientes parasacarles rentabilidad ni te interesacultivarlas. Sólo te interesa estafarme.

Rudd se examinó en el espejo y sequedó impasible ante lo que vio.

—¿Tienes otro negocio en marcha?—preguntó—. ¿Algo de lo que no estoyenterado?

—Ojalá, Ramón.—¿Algo extraoficial?—Tampoco eso, Ramón.—Porque si es así, me corresponde

una parte. Yo te presté dinero, así quedebes decirme en qué clase de negocioandas. Es lo ético. Lo justo.

—Esta noche no estoy de humor paraética, Ramón, la verdad.

Rudd pensó en lo que acababa de oíry no pareció complacido.

—Pues si tienes un millonario loco,págame seis mil dólares por hectárea —

dijo, citando otra inmutable ley ética.Pendel consiguió reducir el precio a

cuatro mil y se marchó a casa.

Hannah tenía fiebre.Mark quería retarlo a una partida de

ping pong.La criada que lavaba la ropa estaba

otra vez embarazada.La que fregaba el suelo se quejaba

de que el jardinero le había hechoproposiciones deshonestas.

El jardinero insistía en que a lossetenta años tenía derecho a hacerproposiciones a quien se le antojase.

El inmaculado Ernesto Delgadohabía regresado de Tokio.

Al entrar en la sastrería a la mañanasiguiente Harry Pendel, cabizbajo, pasarevista a sus filas, empezando por lasmujeres kunas responsables de losacabados, siguiendo con lospantaloneros italianos y losconfeccionistas chinos encargados delas chaquetas, y terminando por laseñora Esmeralda, una anciana mulatade pelo rojo que sólo hace chalecos dela mañana a la noche y con eso está yacontenta. Como un gran comandante en

la víspera de una batalla dirige unaspalabras de aliento a cada uno de ellos,salvo que es Pendel quien necesita esealiento, y no sus tropas. Hoy es día depago, y disfrutan todos de un excelenteestado de ánimo. Encerrándose en eltaller de corte, Pendel desenrolla dosmetros de papel marrón sobre la mesa,coloca el cuaderno abierto en su atril demadera y, acompañado del melodiosolamento de Alfred Deller, empieza abosquejar con suma delicadeza loscontornos del primero de los dos trajesde alpaca para Andrew Osnard, unacreación de Pendel Braithwaite Co.Limitada, sastres de la realeza, antes en

Savile Row.El maduro hombre de negocios, gran

sopesador de argumentos y fríoevaluador de situaciones, está votandocon sus tijeras.

Capítulo 7

El aciago anuncio por parte delembajador Maltby de que un tal señorAndrew Osnard —¿sería eso algunaclase de aves?, se preguntaba uno al oíraquel nombre— se incorporaría, enbreve al personal de la embajadabritánica en Panamá llenó primero deincredulidad y después de recelo elhonrado corazón del ministro consejero,Nigel Stormont.

Naturalmente, cualquier otroembajador habría llamado aparte a su

ministro consejero. Era una cuestión deelemental cortesía: «Veras, Nigel, bepensado que deberías saberlo tú antesque los demás…». Pero después desoportarse mutuamente durante un añohabían entrado en la etapa en que lacortesía podía darse por sentada, Y entodo caso Maltby se preciaba de susdivertidas sorpresas. Así que se guardóla noticia hasta la reunión que presidíalos lunes por la mañana, y que Stormontpersonalmente consideraba el momentomás intranscendente de la semanalaboral.

Su público, compuesto por unaatractiva mujer y tres hombres, incluido

Stormont, se hallaba sentado frente a suescritorio en una hilera de sillascromadas dispuestas en forma de medialuna, Ante ellos, Maltby parecía unacriatura de una raza más pobre y demayor tamaño. Rondaba la cincuentena ymedía un metro noventa. Tenía un raídoflequillo negro, un doctorado summacum laude en alguna especialidad inútil,y una mueca permanente que no debíaconfundirse con una sonrisa. Siempreque su mirada se posaba en la atractivamujer, uno adivinaba que de buena ganala mantendría allí fija pero no se atrevía,pues de inmediato la desviabaavergonzado hacia la pared y sólo la

mueca persistía. Tenía la chaqueta deltraje colgada en el respaldo de la silla, yla caspa titilaba en los hombros bajo losrayos del sol. Sentía debilidad por lascamisas estridentes, y la de esa mañanasumaba a lo ancho diecinueve listas. Oeso calculaba Stormont, que aborrecía elsuelo que Maltby pisaba.

Si Maltby no se ajustaba a la augustaimagen del funcionariado británico en elextranjero, también su embajada dejabamucho que desear. No había verjas dehierro forjado ni pórticos dorados niregias escaleras para inspirar

obediencia a las razas inferiores quevivían sin ley, y tampoco retratos delsiglo xvi mostrando a hombres ilustrescon bandas cruzadas sobre el pecho. Laporción de la Gran Bretaña imperialgobernada por Maltby se hallabasuspendida a un cuarto de la altura totalde un rascacielos perteneciente al mayorbufete de Panamá y coronado por lainsignia de un banco suizo.

La embajada tenía una puertaprincipal blindada con un revestimientode roble inglés, y se accedía a ellapulsando un botón en un ascensorsilencioso. En aquella quietudrefrigerada, la divisa real hacía pensar

en silicona y funerarias. Las ventanas,como las puertas, habían sido reforzadaspara frustrar las incursiones de losirlandeses, y tintadas para frustrar lasincursiones del sol. No penetraba ni unsolo susurro del mundo real. El tráfico,las grúas, los barcos, el casco viejo ylas zonas nuevas, la brigada de mujerescon uniformes de color naranja querecogía hojas en la mediana de laavenida Balboa eran meros especímenesen el registro de inspección de sumajestad la reina. Desde el momento enque uno ponía los pies en el espacioaéreo extraterritorial de Gran Bretaña,se desentendía del mundo exterior.

En la reunión se habían analizado,improvisadamente, las posibilidades dePanamá de convertirse en uno de lossignatarios del Tratado Norteamericanode Libre Comercio (desdeñables, ajuicio de Stormont), las relaciones entrePanamá y Cuba (turbias alianzascomerciales, consideraba Stormont,vinculadas en su mayor parte alnarcotráfico), y la repercusión de laselecciones guatemaltecas sobre lapsique política panameña (nula, comoStormont había advertido ya alDepartamento). Maltby, para no perderla costumbre, había hecho hincapié en el

insufrible tema del Canal: laomnipresencia de los japoneses; lasmaniobras de los chinos continentalesdisfrazados de representantes de HongKong, y un absurdo rumor publicado enla prensa panameña sobre un consorciofranco-peruano que se proponía comprarel Canal con la ayuda de expertosfranceses y dinero colombianoprocedente de las drogas. Y seguramenteen algún punto de esta disertación, enparte por aburrimiento, en parte comodefensa, Stormont dejó de atender einició una atribulada revisión de su vidahasta la fecha: Stormont, Nigel, nacidohace mucho tiempo, educado no muy

bien en Shrewsbury y Jesus, Oxford.Licenciado en historia con unacalificación mediocre como todo elmundo, divorciado como todo el mundo;salvo que mi pequeña aventura aparecióen los titulares de la prensa dominical.Casado finalmente con Paddy,diminutivo de Patricia, sin par ex esposade un cher collège de la embajadabritánica en Madrid, poco después deque éste intentase inmolarme con unacopa de plata en la fiesta navideña delpersonal diplomático. Actualmentecumpliendo condena en Sing Sing,Panamá, población 2,6 millones, unacuarta parte en el paro, la mitad en

condiciones de supervivencia. ElDepartamento de Personal aún no hadecidido mi próximo destino, si es queno opta por prescindir de mí, cosaprobable a juzgar por la arisca respuestade ayer a mi carta de hace seis semanas.Y la tos de Paddy, una continuapreocupación; ¿cuándo van a curarlaesos condenados médicos?

—¿Y por qué no podría ser unperverso consorcio inglés, para variar?—se lamentaba Maltby con una vozdébil y básicamente nasal—. Meencantaría estar en el centro de unadiabólica intriga británica. Nunca lo heestado. ¿Y tú, Fran?

La atractiva Francesca Deaneesbozó una forzada sonrisa y contestó:

—Desgraciadamente.—Desgraciadamente ¿sí?—Desgraciadamente no.Maltby no era el único que suspiraba

por Francesca. Medio Panamá andabatras ella. Un cuerpo que quitaba elsentido, y una inteligencia enconsonancia. Una de esas pieles inglesaslechosas y suaves que enloquecen a loslatinos. Stormont la observaba en lasfiestas, siempre rodeada de los mássolicitados sementales de Panamá, todosrogándole una cita. Pero ella a las onceinvariablemente estaba leyendo en su

cama, y a la mañana siguiente a lasnueve sentada tras su escritorio con unsobrio traje de chaqueta y sinmaquillaje, dispuesta a emprender unnuevo día en el paraíso.

—Gully, ¿a que sería gracioso queexistiese un secretísimo plan británicopara convertir el Canal en unapiscifactoría? —preguntó Maltby conburdo sentido del humor al menudo eimpecablemente ataviado tenienteGulliver de la marina real, retirado,agregado administrativo de la embajada—. Los alevines en las esclusas deMiraflores, los medianos en las dePedro Miguel, los crecidos en lago

Gatún. Creo que es una idea brillante.Gully soltó una estentórea carcajada.

La administración era la última de suspreocupaciones. Su misión consistía encolocarle tantas armas inglesas comofuese posible a cualquiera con suficientedinero de las drogas para pagarlas, y lasminas de tierra eran su especialidad.

—Una idea brillante, embajador,brillante —prorrumpió con su habitualestridencia cuartelera a la vez que sesacaba un pañuelo de lunares de lamanga y se limpiaba enérgicamente lanariz—. A propósito, este fin de semanahe capturado un salmón magnifico. Diezkilos pesaba el muy cabrón. Tuve que

pasarme dos horas en coche parapescarlo, pero mereció la pena hasta elúltimo kilómetro.

Gulliver había intervenido en laguerra de las Malvinas, ganando unacondecoración, Desde entonces, por loque Stormont sabía, no había regresadoal Viejo Continente. A veces, cuando seemborrachaba, alzaba una copa por «unapaciente dama del otro lado del charco»y exhalaba un suspiro. Pero era unsuspiro de gratitud más que deprivación.

— ¿C o ns e j e r o político? —repitió

Stormont. Debía de haber levantado lavoz más de lo que creía. Quizá se habíaquedado traspuesto. Tras pasar toda lanoche en vela atendiendo a Paddy nosería de extrañar—. El consejeropolítico soy yo, embajador. La asesoríapolítica forma parte de las competenciasdel ministro consejero. ¿Por qué no lohan asignado a mi sección, comocorresponde? Niéguese. No ceda.

—Lamentablemente no hay nada quehacer, Nigel. Es un hecho consumado —respondió Maltby. El aleccionadortonillo de sus relinchos siemprecrispaba a Stormont—. Dentro deciertos parámetros, claro está. Ya envié

un fax a Personal con una prudenteobjeción. En una nota que pasa de manoen mano, uno no puede decir gran cosa.Y hoy en día enviar mensajescodificados acarrea un costeastronómico. Es por todas esasmáquinas y mujeres inteligentes,supongo. —La mueca dio paso a otrarefrenada sonrisa en dirección aFrancesca—. Pero uno defiende suparcela, naturalmente. Su respuesta fueni más ni menos la que cabía esperar.Comprensivos con nuestro punto devista pero inflexibles. Lo cual en ciertomodo es lógico. Al fin y al cabo, si unoestuviese en el Departamento de

Personal, respondería lo mismo. Quierodecir que tampoco ellos tienen elección,¿no? Dadas las circunstancias.

En la palabra «circunstancias»,añadida como una posdata, detectóStormont el primer indicio de la verdad,pero el joven Simon Pitt se le adelantó.Simon era alto, rubio y travieso, yllevaba el pelo recogido en una coletaque la autoritaria esposa de Maltby lehabía ordenado, en vano, que se cortase.Acababa de incorporarse a la embajaday se ocupaba de todo aquello que nadiemás quería: visados, información,ordenadores bloqueados, súbditosbritánicos establecidos en Panamá, y de

ahí para abajo.—Quizá podría pasarle algunas de

mis tareas, embajador —propuso condescaro, levantando una mano paraexpresar su oferta—. ¿Qué tal, paraempezar, Los sueños de Albión? —añadió, aludiendo a una colecciónitinerante de acuarelas de la primeraetapa del gótico inglés que en esemomento se pudría en un cobertizo delas aduanas panameñas paradesesperación del Consejo Británico deLondres.

Maltby escogió las palabras con másminuciosidad aún que de costumbre.

—No, Simon, lamentablemente no

creo que pueda ocuparse de Los sueñosde Albión, gracias —contestó, cogiendoun clip y desplegándolo con sushuesudos dedos mientras reflexionaba—. Osnard no es en rigor uno de losnuestros, ¿comprendes? Es más bien unode ellos, ¿me explico?

Ni siquiera entonces,asombrosamente, Stormont extrajo laconclusión obvia.

—Disculpe, embajador, pero no loentiendo. Uno ¿de quiénes? ¿Trabajacon contrato o algo así? —Lo asaltó unahorrenda sospecha—. ¿No lo habránreclutado de la empresa privada?

Maltby lanzó un suspiro de

paciencia sobre el clip.—No, Nigel, que yo sepa no lo han

reclutado de la empresa privada. Puedeque así sea. No me consta que no seaasí. No sé nada de su pasado y casi nadade su presente. En cuanto a su futuro,también es para mí un libro cerrado. Esun Amigo. Aclaremos, no un verdaderoamigo, aunque esperemos que a sudebido tiempo llegue a serlo. Es uno deesos amigos. ¿Comprendes ahora? —Guardó silencio por un instante para dartiempo de asimilar la información amentes menos ágiles que la suya—. Esdel otro lado del parque, Nigel. Mejordicho, del río. Se han trasladado, según

he oído decir. Lo que antes era unparque ahora es un río.

Stormont recuperó el habla.—¿Quiere decir que los Amigos

abren aquí un puesto? ¿En Panamá? Noes posible.

—¡Qué interesante! —replicóMaltby—. ¿Y por qué no?

—Se marcharon. Lo dejaron correr.Cuando terminó la guerra fría,desmontaron el tenderete y cedieron elespacio a Estados Unidos. Existe unacuerdo de mutua comunicación,siempre y cuando se mantengan adistancia. Yo mismo pertenezco alcomité conjunto que supervisa el tráfico

de información.—Así es, Nigel. Y realizas una

meritoria labor, si me permites decirlo.—¿Qué ha cambiado, pues? —

preguntó Stormont.—Las circunstancias, cabe suponer.

La guerra fría terminó, y porconsiguiente los Amigos se marcharon.Ahora la guerra fría empieza de nuevo ylos americanos se van. Son sóloconjeturas, Nigel. Yo no sé nada. Sétanto como tú. Han solicitado su antiguaparcela. Y nuestros jefes han accedido.

—¿Cuántos serán?—De momento uno. Si los

resultados les satisfacen, sin duda

enviarán alguno más. Quizá asistamosnuevamente a aquellos vertiginosostiempos en que la principal función delservicio diplomático era encubrir susactividades.

—¿Se ha informado a losamericanos?

—No, y no deben saberlo. La misiónde Osnard ha de quedar entre nosotros.

Stormont digería aún la noticiacuando Francesca rompió el silencio.Fran era una mujer práctica. A vecesdemasiado.

—¿Trabajará aquí en la embajada?Físicamente, quiero decir.

Al dirigirse a Francesca, Maltby

cambiaba el tono de voz, así como laexpresión. Empleaba algo a mitad decamino entre mandato y caricia.

—Sí, Fran, claro. Físicamente y atodos los efectos.

—¿Tendrá personal a su cargo?—Nos han pedido que le

proporcionemos un ayudante, Fran.—¿Hombre o mujer?—Eso está por verse. En cualquier

caso, cabe suponer, no será la personaseleccionada quien lo decida, aunque enestos tiempos nunca se sabe. —Unasonrisa.

—¿Qué rango tiene? —Esta vez lapregunta procedía de Pitt.

—¿Acaso los Amigos tienen rango,Simon? ¡Qué gracioso! Yo siempre heconsiderado su condición un rango en símismo. ¿No estás de acuerdo? Estamostodos nosotros, y después están todosellos. Posiblemente ellos vean las cosasde manera distinta. Estudió en Eton. Escurioso, qué datos nos facilitan y quédatos nos ocultan. Así y todo, nodebemos prejuzgarlo.

Maltby se había formado en Harrow.—¿Habla español? —quiso saber

Francesca.—Con soltura, según me han dicho,

Fran. Pero las lenguas nunca me hanparecido garantía de nada. Para mí, un

hombre capaz de decir necedades en tresidiomas distintos es tres veces másnecio que un hombre que está limitado aun solo idioma.

—¿Cuándo llega? —preguntóStormont.

—El viernes día 13, muyatinadamente. Mejor dicho, el 13 es lafecha en que se me ha comunicado quellegará.

—Eso es a ocho días vista —protestó Stormont.

El embajador alargó el cuello haciaun calendario en que aparecía la reinacon un sombrero de plumas.

—¿Ah, sí? Bueno, bueno. Pues que

así sea.—¿Está casado? —preguntó Simon

Pitt.—No que yo sepa, Simon.—¿Significa eso que no? —Otra vez

Stormont.—Significa que no me han

informado al respecto, y como él hapedido alojamiento de soltero, doy porsentado que, tenga o no pareja, vendrásolo.

Maltby extendió los brazos y,doblándolos cuidadosamente, cruzó lasmanos tras la nuca. Aunqueextravagantes, sus gestos rara vezcarecían de significado. Aquél en

concreto indicaba que se acercaba lahora de su partido de golf y la reuniónestaba a punto de concluir.

—Por cierto, Nigel, es unnombramiento en firme, no algotemporal. —Con cierto optimismo,añadió—: A menos que lo echen delpaís, claro. Fran, querida, el ForeignOffice espera con impaciencia aquelmemorándum preliminar del quehablamos. Si no es mucho pedir,¿podrías robarle unas horas al sueñoesta noche, o ya te has comprometido?

De nuevo la sonrisa voraz, tan tristecomo la vejez.

—Embajador.

—Vaya, Nigel. ¿Qué hay?Era un cuarto de hora más tarde.

Maltby guardaba unos documentos en sucaja fuerte. Stormont lo habíasorprendido a solas. A Maltby no lecomplacía.

—¿Qué clase de información sesupone que va a cubrir Osnard? Debende habérselo dicho. Me cuesta creer queles haya firmado un cheque en blanco.

Maltby cerró la caja fuerte, quitó lacombinación, se irguió y consultó sureloj.

—Pues me temo que así ha sido.¿Para qué iba a resistirme? De todosmodos harán lo que quieran. No es culpa

del Foreign Office. A Osnard loapadrina una poderosa agenciainterministerial. No podía negarme.

—¿Y cómo se llama esa agencia?—Planificación y Realización.

Nunca se me habría ocurrido pensar quefuésemos capaces de lo uno o de lo otro.

—¿Quién está al frente?—Nadie. Yo pregunté lo mismo, y

eso me contestó el Departamento dePersonal. Debo aceptarlo y dar lasgracias. Y eso sirve también para ti.

Nigel Stormont se hallaba sentado ensu despacho, cribando lacorrespondencia. En su día se habíagranjeado cierta fama de hombre frío en

situaciones de presión. Cuando estallóel escándalo en Madrid, se reconoció demala gana que su comportamiento habíasido ejemplar. Y ésa fue su salvación,ya que cuando presentó la obligatoriacarta de dimisión, el jefe delDepartamento de Personal estaba másque dispuesto a aceptarla, hasta queinstancias superiores lo detuvieron.

—Vaya, vaya. Las siete vidas delgato —masculló el jefe de personaldesde las profundidades de su lóbrego einmenso palacio de la antigua sede, notanto estrechándole la mano a Stormontcomo palpándosela para saber a quéatenerse en el futuro—. Así que todavía

no le ha llegado el cese. Lo mandan aPanamá. Lo compadezco. Lo pasará biencon Maltby, no me cabe duda. Yvolveremos a hablar de usted dentro deun año o dos, ¿no? Esperaremosimpacientes.

Cuando el Departamento de Personalenterró el hacha de guerra, dijeron loslistillos de la sala tercera, Stormontnavegaba ya hacia la tumba.

Andrew Osnard, repitió Stormont parasí. Un ave. Una bandada de osnardssurca el cielo. Gully acaba de cazar unosnard. Muy gracioso. Un Amigo. Uno

de esos amigos. Soltero. Habla español.Una condena a largo plazo a menos queconsiga la remisión de la pena por malaconducta. Rango desconocido, tododesconocido. Nuestro nuevo consejeroen asuntos políticos. Apadrinado poruna agencia que no existe. Un hechoconsumado. Aquí dentro de una semanacon un ayudante de sexo indeterminado.Aquí ¿para hacer qué? ¿A quién? ¿Parareemplazar a quién? ¿A un tal NigelStormont? No deliraba, por más que latos de Paddy estuviese destrozándole losnervios; al contrario, era muy realista.

Cinco años atrás habría sidoinimaginable que un advenedizo

anónimo del otro lado del parque,adiestrado para estar de plantón en unaesquina y abrir sobres con vapor, seconsiderase el sustituto adecuado paraun diplomático de pura cepa comoStormont. Pero eso era antes de la actualetapa de racionalización del gastopúblico y la tan pregonada contrataciónde expertos en gestión para llevar alForeign Office agarrado del pescuezohacia el siglo xxi.

¡Dios, cómo detestaba a aquelgobierno! Inglaterra S. A. Dirigida porun hatajo de ineptos y embusteros que noservirían ni para regentar una salarecreativa en un pueblo de mala muerte.

Conservadores que despojarían al paíshasta de su última bombilla con tal deconservar el poder. Que consideraban lafunción pública un lujo tan superfluocomo la supervivencia del mundo o lasanidad, y el cuerpo diplomático el lujomás superfluo de todos. En ese clima decharlatanería y soluciones fáciles no eraen absoluto inimaginable que el puestode ministro consejero en Panamá sedeclarase innecesario, y a NigelStormont con él.

¿Para qué duplicar las funciones?,debían de graznar los gerifaltessemiautónomos de Planificación yRealización desde sus tronos de un día a

la semana y treinta y cinco mil libras alaño. ¿Para qué vamos a tener a un tipohaciendo el trabajo delicado y a otrohaciendo el trabajo sucio? ¿Por qué noreunir los dos puestos en una mismapersona? Enviamos a nuestro pájaro,Osnard, y cuando conozca el terreno,sacamos de allí al otro pájaro, Stormont.Nos ahorramos un puesto de trabajo,racionalizamos un empleo, y despuésnos vamos todos a comer a cuenta delcontribuyente.

El Departamento de Personal estaríaencantado. Y Maltby también.

Stormont se paseó por el despacho,explorando las estanterías. En Quién esQuién no aparecía un solo Osnard. EnDebrett’s tampoco. Y en Aves de GranBretaña, supuso, tampoco. La guíatelefónica de Londres saltaba deOsmotherly a Osner, pero era de cuatroaños atrás. Hojeó un par de antiguoslibros rojos del Foreign Office,buscando algún rastro de las anterioresencarnaciones de Osnard en lasembajadas de países hispanohablantes.Nada. Ni en tierra ni en vuelo. ConsultóPlanificación y Realización en la guía de

instituciones de Whitehall. Maltby teníarazón. No existía tal agencia. Llamó porel teléfono interior a Reg, el encargadodel mantenimiento, para hablar delcontrovertido tema de la gotera en eltejado de su casa de alquiler.

—La pobre Paddy tiene que andarponiendo moldes de pudin en lahabitación de los invitados cada vez quellueve, Reg —se quejó—. Y llueve losuyo.

Reg, inglés afincado en el país, eraun empleado local y vivía con unapeluquera panameña llamada Gladys.Nadie conocía a Gladys personalmente,y Stormont sospechaba que era un chico.

Por decimoquinta vez tuvo que oír lahistoria del contratista en la quiebra, eljuicio pendiente y la escasa cooperaciónque recibían del Departamento deProtocolo panameño.

—Reg, ¿se ha previsto ya algúnespacio en la oficina para el señorOsnard? ¿Hay algún detalle que tratar?

—La verdad, Nigel, no sé quédetalles deberíamos tratar y cuáles no.Sobre esa cuestión, recibo instruccionesdirectas del embajador, ¿no?

—¿Y qué instrucciones ha tenido abien darte su excelencia?

—Tendrá el pasillo del lado este,Nigel. Todo el pasillo. Hay que

instalarle cerraduras nuevas en la puertablindada, llegaron ayer por mensajero;el señor Osnard traerá sus propiasllaves. En la antigua sala de espera paralas visitas irán armarios de acero; elseñor Osnard fijará las combinaciones,y no deben anotarse en ningún sitio…como si fuéramos a anotarlas. Y debocomprobar que dispone de enchufessuficientes para su equipo electrónico.No es cocinero, ¿verdad?

—No sé qué es, Reg, pero meapuesto lo que sea a que tú sí lo sabes.

—Bueno, por teléfono parece muyamable, Nigel. Como un locutor de laBBC pero humano.

—¿De qué habláis? —preguntóStormont.

—Empezamos hablando de su coche.Quiere uno de alquiler hasta que puedadisponer del suyo, así que tengo quealquilárselo yo. Ya me ha enviado porfax una fotocopia de su carnet deconducir.

—¿Ha pedido algún coche enparticular?

Reg se echó a reír.—Dijo que no quería un

Lamborghini ni un triciclo. Algún cochedonde pudiera ponerse un bombín, encaso de que usase bombín, porque esmuy alto.

—¿De qué más habéis hablado? —insistió Stormont.

—De su apartamento. Le interesasaber cuándo lo tendremos listo. Leencontramos uno muy agradable, siconsigo que los decoradores se marchenya de una vez. Justo encima del clubUnión, le dije. Podrá escupirles en lospeluquines y los reflejos azules siempreque le venga en gana. Sólo nos quedadarle una mano de pintura. Blanca, lesugiero, amortiguada con el color queusted elija. ¿Cuál prefiere? Rosa no,gracias, me dice, y amarillo chillóntampoco. ¿Qué le parece un cálidomarrón tono cagada de camello? No he

podido evitar reírme.—¿Qué edad le calculas, Reg?—No tengo la menor idea. Podría

ser cualquier edad, de hecho.—Pero tienes ahí su carnet de

conducir, ¿no?—«Andrew Julian Osnard —leyó

Reg en voz alta, con manifiestoentusiasmo—. Fecha de nacimiento: 0110 1970, Watford. ¡Qué casualidad! Ahíprecisamente se casaron mis padres».

Stormont se encontraba en el pasillo,sacando un café de la máquina, cuandoSimon Pitt se le acercó sigilosamente y

le ofreció un vistazo confidencial, deespía a espía, de una fotografía depasaporte que sostenía en el hueco de lamano.

—¿Qué te parece, Nigel?¿Carruthers en el gran juego, o MataHari metida en carnes y disfrazada dehombre?

La fotografía, enviada con antelacióna fin de que el Departamento deProtocolo panameño tuviese preparadoa tiempo su pase diplomático, mostrabaa un Osnard orondo y de orejasprominentes. Stormont la observó y porun instante todo su mundo parecióquedar fuera de control: la pensión

alimenticia de su ex esposa, excesivapero que él había insistido en pagar; losestudios universitarios de Claire, laambición de Adrian de licenciarse enderecho; su sueño secreto de encontraruna sólida casa en una colina delAlgarve, con olivos, sol invernal y aireseco para la tos de Paddy. Y un retirocon pensión completa para ver sufantasía hecha realidad.

—Parece buena persona —concedió, dejando imponerse su innatadecencia—. Esa mirada es muyexpresiva. Puede estar bien.

Paddy tiene razón, pensó. Nodebería haberme quedado en vela toda

la noche. Debería haber dormido unrato.

Los lunes, a modo de consuelo tras lasplegarias matutinas, almorzaba en elPavo Real con Yves Legrand, suhomólogo en la embajada francesa, yaque a los dos les gustaba batirse enduelo y comer bien.

—A propósito, por fin va aincorporarse un colega más al personal,me complace decir —anunció Stormontcuando Legrand le hubo confiado un parde secretos muy inferiores al suyo—. Unhombre joven. De tu edad más o menos.

Intervendrá en el área política.—¿Me caerá bien?—Nos caerá bien a todos —afirmó

Stormont con rotundidad.

Stormont acababa de volver a suescritorio cuando Fran lo llamó por elteléfono interno.

—Nigel. Una noticia asombrosa. ¿Aque no adivinas?

—Así, sin más, no creo.—¿Conoces a Miles, mi

extravagante medio hermano?—No personalmente, pero he oído

hablar de él.

—Bueno, pues, como sabrás, Milesestudió en Eton, naturalmente.

—No lo sabía, pero ahora ya lo sé.—Pues, verás, casualmente hoy es el

cumpleaños de Miles, así que lo hetelefoneado, ¿y puedes creer que fuecompañero de Andy Osnard? Según él,es un tipo encantador, un pocorechoncho, un poco enigmático, perobuen compañero en términos generales.Y lo expulsaron por el mal de Venus.

—Por ¿qué?—Chicas, Nigel. ¿Recuerdas?

Venus. No pueden haber sido chicosporque entonces se llamaría mal deAdonis. Miles sostiene que quizá se

debió también a que no pagaba lascuotas. No recuerda quién intervinoantes, si Venus o el tesorero.

En el ascensor Stormont se encontrócon Gulliver, que llevaba un maletín ytenía una expresión seria en el rostro.

—¿Te espera algún asunto delicadoesta noche, Gully?

—La cosa tiene miga, sí, Nigel. Voya tener que andarme con pies de plomo,la verdad.

—Pues cuídate —recomendóStormont con la debida seriedad.

Una de las comadres de PhoebeMaltby en sus partidas de bridge habíavisto a Gulliver en brazos de una

escultural muchacha panameña. Teníacomo mucho veinte años, y querida, eranegra como tu sombrero. Phoebe seproponía advertir a su marido cuandollegase el momento oportuno.

Paddy ya se había acostado.Stormont la oyó toser mientras subía porla escalera.

Parece que tendré que ir solo a casade los Shoenberg, pensó. Los Shoenbergeran norteamericanos y civilizados.Elsie, empedernida abogada, volabacontinuamente a Miami para defenderallí importantes casos. Paul pertenecía ala CIA y se contaba entre las personasque no debían saber que Osnard era un

Amigo.

Capítulo 8

—Pendel. Vengo a ver al presidente.—¿Quién?—Su sastre. Yo.El palacio de las Garzas se alza en

el corazón del casco viejo, en la lenguade tierra que se adentra en la bahíadesde punta Paitilla. Llegar hasta allídesde el otro lado de la bahía es saltardel infierno del desarrollo urbanístico ala cochambre y la elegancia de laEspaña colonial del siglo xvii. Estárodeado de barrios míseros, pero una

cuidadosa selección del itinerario anulasu presencia. Aquella mañana, frente alantiguo atrio, una banda interpretaba aStrauss para una fila de automóviles deembajada vacíos y motocicletas de lapolicía. Los músicos llevaban cascosblancos, uniformes blancos y guantesblancos. Sus instrumentos relucían comooro blanco. El agua les caía a chorrospor el cuello desde el exiguo toldodesplegado sobre sus cabezas paraprotegerlos de la lluvia. Hombres contrajes negros de mala calidad montabanguardia ante la puerta.

Otras manos enfundadas en guantesblancos cogieron la maleta de Pendel y

la pasaron por un detector. Le indicaronque subiese a un estrado. Allí de pie sepreguntó si en Panamá se ejecutaría alos espías mediante la horca o elfusilamiento. Las manos enguantadas ledevolvieron la maleta. El estrado lodeclaró inofensivo. El gran agentesecreto había conseguido acceder a laciudadela.

—Por aquí, si es tan amable —dijoun dios alto y negro.

—Ya conozco el camino —repusoPendel con orgullo.

Una fuente de mármol borboteaba enel centro de un suelo de mármol. Níveasgarzas se pavoneaban entre los

surtidores, picoteando todo aquello quese les antojaba. Desde una hilera dejaulas empotradas en la pared a la alturadel suelo, otras garzas observaban conexpresión ceñuda a quienes pasaban pordelante. Y no es de extrañar, pensóPendel, recordando la anécdota queHannah se empeñaba en oír varias vecespor semana. En 1977, durante la visitade Jimmy Carter a Panamá para ratificarlos tratados del Canal, agentes delservicio secreto fumigaron el palaciocon un desinfectante que protegía a lospresidentes pero mataba a las garzas. Enuna operación de emergencia, llevada acabo bajo la más estricta reserva, las

aves muertas fueron retiradas ysustituidas por congéneres vivas traídasde Chitré al amparo de la oscuridad.

—Su nombre, por favor.—Pendel.—El motivo de su visita.Esperó, recordando las estaciones

de ferrocarril de su infancia: demasiadagente mucho más grande que élcorriendo en todas direcciones, y sumaleta siempre en medio. Una amablemuchacha se había acercado paraguiarlo. Se volvió hacia ella pensando,por su hermosa voz, que debía de serMarta. Pero de pronto la luz le iluminóla cara, y no la tenía destrozada. En la

placa que llevaba sujeta al uniforme degirl scout, leyó que era una virgenpresidencial llamada Helen.

—¿Pesa mucho? —preguntó lamuchacha.

—Es ligera como una pluma —aseguró Pendel cortésmente, rechazandosu virginal mano.

La siguió por la gran escalera, y elresplandor del mármol dio paso a laprofunda oscuridad roja de la caoba.Más hombres con trajes de mala calidady audífonos lo escrutaron desde puertasflanqueadas por columnas. La virgen lecomunicó que había elegido un día demucho ajetreo.

—Cuando el presidente regresa desus viajes, estamos siempre muyocupados —dijo, alzando la vista alcielo, donde ella vivía.

«Pregúntale por las horas muertas enHong Kong», había indicado Osnard.«¿Qué demonios hizo en París? ¿Se fuede putas o estaba conspirando?».

—Hasta aquí estábamos bajodominio colombiano —informó lavirgen, señalando con su inocente manohileras de antiguos gobernadorespanameños—. De aquí en adelante, bajodominio estadounidense. Pronto ya nonos dominará nadie.

—Magnífico —exclamó Pendel con

entusiasmo—. Sin duda serán tambiéntiempos gloriosos.

Entraron en una sala conrevestimiento de madera semejante a unabiblioteca sin libros. Pendel percibió elolor dulzón de la cera para suelos. Unpitido sonó en el cinturón de la virgen.Pendel se quedó solo.

«Hay muchos vacíos en su itinerario.Averigua todo lo que puedas sobre lashoras muertas».

Y siguió solo, y erguido, aferrado a sumaleta. Las sillas tapizadas de amarillodispuestas junto a las paredes eran

demasiado frágiles para sentarse unsimple recluso. ¿Y si rompía una? Adiósa la remisión de la pena. Los díasconvertidos en semanas, pero si hay algoque Harry Pendel sabe hacer es cumplircondena. Si es necesario, permaneceráallí el resto de su vida, maleta en mano,esperando a oír su nombre.

A sus espaldas se abrieron de prontolas dos hojas de una gran puerta. Unrayo de luz irrumpió en la sala,acompañado de un bullicio deapresurados pasos y masculinas vocesde mando. Con cuidado de no realizarningún movimiento irrespetuoso, Pendelse situó furtivamente bajo un grueso

gobernador del período colombiano y seaplanó hasta convenirse en una paredcargada con una maleta.

Se aproximaba una políglota partidade doce hombres. Enardecidoscomentarios en español, japonés e inglésresonaban sobre el martilleo deimpacientes zapatos en el parquet. Lapartida avanzaba a ritmo político: muchapompa y alboroto, y un continuoparloteo como si se tratase de colegialesen libertad después de una hora decastigo. Los uniformes eran trajesoscuros; el tono, de felicitación por lospropios méritos; la formación, comoadvirtió Pendel mientras se acercaban

atronadoramente, en cuña. Y al frente,elevado a uno o dos palmos del suelo,flotaba una encarnación de tamañosuperior al real del mismísimo Rey Sol,el omnipresente, el iluminado, el divinomatador de horas vestido con unachaqueta negra y un pantalón a rayas deP & B y calzado con un par de zapatosnegros de piel con punterasmanufacturados por Ducker’s.

Un resplandor rúbeo, en partesantidad y en parte gastronomía, bañabalas mejillas presidenciales. Tenía elcabello plateado pero aún tupido, y loslabios pequeños, rosados y húmedos,como si acabasen de ser retirados del

pecho materno. En sus límpidos ojos deun azul clarísimo brillaba aún elrescoldo de negociaciones felizmenteconcluidas. Al llegar a donde Pendel sehallaba, la partida se detuvodisparejamente y se produjeron en lasfilas ciertos escarceos y algún que otroempujón hasta que, con el debidopragmatismo, se estableció una especiede orden. Su augusta excelsitud avanzóun paso, se dio media vuelta y se plantóante sus invitados. Un asesor llamadoMarco, según se leía en su placa deidentificación, se colocó al lado de suseñor. Una virgen con uniforme marrónd e girl scout se situó junto a ellos. Su

nombre no era Helen sino Juanita.Uno por uno los invitados fueron

estrechando la mano del inmortal ydespidiéndose. Su ilustrísimarefulgencia dirigió una palabra dealiento a cada uno de ellos. Si a lasalida les hubiesen entregado regalitospara llevárselos a sus mamás, Pendel nose habría sorprendido. Entretanto el granespía se atormenta pensando en elcontenido de su maleta. ¿Y si lasresponsables de los acabados se hanequivocado de traje? Se imagina queabre la maleta y aparece el disfraz quelas mujeres kunas le han improvisado aHannah para la fiesta de cumpleaños de

Carlita Rudd: una falda de floresacampanada, un sombrero con flecos,unos bombachos azules. De buena gana,para su sosiego, echaría un vistazo decomprobación, pero no se atreve. Lasdespedidas continuaban. Dos de losinvitados, en su condición de japoneses,eran de corta estatura. Todo lo contrarioque el presidente. Algunos apretones demanos tenían lugar en un planoinclinado.

—Trato hecho, pues. El próximosábado nos vernos en el campo de golf—prometió su eminentísima supremacíacon el tono lúgubre y monótono quetanto divertía a los hijos de Pendel.

Al instante un japonés prorrumpió enconvulsas carcajadas.

Otros afortunados disfrutaron delprivilegio de un trato personal:

—Marcel, gracias por tu apoyo.Volveremos a vernos en París. ¡París enprimavera!

»Don Pablo, transmítale mis máscordiales saludos a su presidente ydígale que agradeceré la opinión de subanco nacional.

Hasta que por fin se marchó elúltimo componente del grupo, secerraron las puertas, se desvaneció elrayo de luz y sólo quedaron en la sala suexcelentísima inmensidad, un untuoso

asesor llamado Marco y la virgenllamada Juanita. Y una pared con unamaleta.

Se volvieron los tres a la vez y, conel Rey Sol en medio, desfilaron por lasala. Se dirigían al santuariopresidencial, cuyas puertas se hallaban amenos de un metro de Pendel. Enarbolóuna sonrisa y, maleta en mano, dio unpaso al frente. La cabeza plateada sealzó y giró hacia su posición, pero losclarísimos ojos azules vieron sólo lapared. El trío pasó de largo ante él. Laspuertas del santuario se cerraron. Marcosalió de nuevo.

—¿Es usted el sastre?

—El mismo, señor Marco, siempreal servicio de su excelencia.

—Espere aquí.Pendel esperó, como corresponde a

todos aquellos cuya única misión esservir. Pasaron los años. Las puertasvolvieron a abrirse.

—Acabe cuanto antes —ordenóMarco.

«Pregúntale por las horas muertas enParís, Tokio y Hong Kong».

En un rincón de la sala se habíaerigido un biombo tallado de color oro.Lazos dorados de escayola adornan losángulos enrejados. Hileras de rosasdoradas descienden por puntales del

armazón. Iluminado desde atrás por laluz de la ventana, su graciosísimatransparencia se yergue majestuosamenteante el biombo con su chaqueta negra ysu pantalón a rayas. La palma de lamano presidencial es tan suave como lade una anciana pero mucho más amplia.Al tocar sus sedosos y mullidospromontorios, Pendel recuerda depronto a su tía Ruth troceando un pollopara el caldo del domingo mientrasBenny canta Celeste Aidaacompañándose con el piano vertical.

—Bienvenido sea, señor, tras suardua gira —murmura Pendel a travésde un laberinto de oclusiones glóticas.

Pero es más que dudoso que el jefesupremo de la Tierra haya captado entoda su plenitud la fuerza de esteahogado saludo, porque Marco le haentregado un teléfono inalámbrico rojo,y está ya hablando por él.

—¿Franco? No me molestes ahoracon eso. Dile que necesita un abogado.Nos veremos en la recepción de estanoche. Ya me pondrás al corriente.

Marco recoge el teléfono rojo.Pendel abre la maleta. No aparece undisfraz infantil sino un pantalón y un fraccon la delantera discretamente reforzadapara sostener el peso de veintecondecoraciones ensartadas en el

relleno de tisú perfumado. La virgen seretira en silencio cuando el amo delorbe ocupa su puesto tras el biombodorado, que tiene espejos por dentro. Esuna antigüedad del palacio. La cabezaplateada, tan venerada por sus súbditos,desaparece y reaparece mientras lospantalones presidenciales sondesenfundados.

—Si su excelencia es tan amable —murmura Pendel.

Una mano presidencial asoma a unlado del biombo. Pendel cuelga elpantalón negro embastado en elantebrazo presidencial. Brazo y pantalóndesaparecen. Suenan otros teléfonos.

«Pregúntale por las horas muertas».—Es el embajador español, su

excelencia —informa Marco desde elescritorio—. Solicita una audienciaprivada.

—Dale hora mañana por la noche,después de la delegación de Taiwán.

Pendel se coloca frente al señor deluniverso: el rey del ajedrez políticopanameño, el hombre que guarda lasllaves de una de las dos mayores vías denavegación del planeta, que determina elfuturo del comercio mundial y lacorrelación de fuerzas internacionalesen el siglo xxi. Pendel introduce dosdedos en la cintura presidencial

mientras Marco anuncia otra llamada, deun tal Manuel.

—Dile que el miércoles —replica elpresidente por encima del biombo.

—¿Mañana o tarde?—Tarde —contesta el presidente.La cintura presidencial resulta un

tanto escurridiza. Si la entrepierna caebien, falla el largo de pata. Pendellevanta la cintura. Los dobladillos seelevan sobre los elásticos de loscalcetines de seda presidenciales, de talmodo que por un momento el presidenteparece Charlie Chaplin.

—Manuel no tiene inconveniente enque sea por la tarde siempre y cuando no

jueguen más de nueve hoyos —advierteMarco a su señor con severidad.

De pronto reina la calma. Lo quePendel había descrito a Osnard comouna plácida tregua en la refriega inundael santuario. Nadie habla. Ni Marco niel presidente ni sus numerosos teléfonos.El gran espía está de rodillas, marcandocon alfileres la pata izquierda delpantalón presidencial, pero eso nomerma su agudo ingenio.

—Y si su excelencia me permite elatrevimiento, ¿ha tenido ocasión derelajarse durante su triunfal gira porExtremo Oriente? ¿Practicar algúndeporte, quizá? ¿Pasear? ¿Salir de

compras?Los teléfonos siguen callados. Nada

perturba la plácida tregua mientras elguardián de las llaves de la correlaciónde fuerzas internacionales piensa surespuesta.

—Demasiado justo —declara—. Meviene demasiado justo, señorBraithwaite. ¡Ustedes los sastres…!¿Por qué no deja respirar a supresidente?

—«Harry», me ha dicho, «tendrías quever los parques de París. Si no fuese porlas inmobiliarias y los comunistas,

mañana mismo llenaría yo Panamá deparques como ésos».

—Un momento. —Osnard pasó unahoja de su cuaderno y se apresuró atomar nota.

Se encontraban en la cuarta planta deun hotel de citas llamado El Paraíso,situado en una de las partes másbulliciosas de la ciudad. Al otro lado dela calle un letrero luminoso de Coca-Cola se encendía y apagaba, llenando depronto la habitación de llamas rojas ydejándola segundos después en completaoscuridad. En el pasillo sonaban lasurgentes pisadas de las parejas quellegaban y se marchaban. A través de los

tabiques se oían gemidos de decepción oplacer y el acelerado fragor de cuerposvoraces.

—No ha dicho eso exactamente —aclaró Pendel con cautela—. Pero es loque se desprendía de sus palabras.

—Nada de paráfrasis, ¿de acuerdo?Quiero saber sólo lo que ha dichotextualmente. —Osnard se lamió elpulgar y pasó otra hoja.

Pendel veía la casa de veraneo deldoctor Johnson en Hampstead Heath eldía en que acompañó hasta allí a su tíaRuth para coger unas azaleas.

—«Harry», me ha dicho, «visité unparque en París… ojalá recordase cómo

se llama. Había una pequeña cabaña conel tejado de madera, y estábamos sólonosotros, los guardaespaldas y lospatos». Al presidente le encanta lanaturaleza. «Y en esa cabaña se escribióuna página de la historia. Algún día, sitodo sale como está previsto, en lapared de madera de esa cabaña colgaráuna placa donde se proclame que allímismo se decidió la independencia, elbienestar y la prosperidad futuras delnaciente Estado de Panamá, junto con lafecha».

—¿Ha dicho con quién se reunióallí? —preguntó Osnard—. ¿Losjaponeses, los alemanes, los franceses?

No estaría allí sentado charlando con lasflores, digo yo.

—No ha concretado, Andy. Pero síha dado algunas pistas.

—¿Cuáles? —Un nuevo lametón,ligeramente audible.

—«Harry, no se lo cuentes a nadie,pero la brillantez de la mentalidadoriental ha sido para mí una totalrevelación, aunque desde luego losfranceses no van muy a la zaga».

—¿Ha especificado a qué orientalesse refería?

—No.—¿Japoneses? ¿Chinos? ¿Malasios?—Andy, tengo la impresión de que

intentas poner ideas en mi mente que noestaban antes ahí.

No se oyó más sonido que loschirridos del tráfico, el jadeo del aireacondicionado, la música enlatada paraamortiguar ese jadeo. Los gritos devoces latinas elevándose por encima dela música. El susurro del bolígrafo deOsnard deslizándose a toda velocidadpor las hojas del cuaderno.

—¿Y a Marco no le has caído bien?—Ya no le caía bien antes, Andy.—¿Por qué?—A los cortesanos de palacio les

molesta que un sastre mestizo disfrute deuna charla a solas con su jefe, Andy. No

les gusta. «Marco, el señor Pendel y yono hemos hablado desde hace tiempo ytenemos que ponernos al día sobremuchas cosas, así que sé buen chico yquédate al otro lado de esa puerta decaoba hasta que te dé un grito…».¿Cómo va a gustarles?

—¿Es marica?—Que yo sepa, no, Andy, pero no se

lo he preguntado ni creo que sea asuntomío.

—Invítalo a cenar —propusoOsnard—. Prepara el terreno, ofréceleun traje a buen precio. Por lo quecuentas, sería el tipo idóneo para tenerlode nuestro lado. ¿Has oído algo sobre el

posible resurgimiento del tradicionalantiamericanismo entre los japoneses?

—Nada, Andy.—¿Y sobre los japoneses como la

próxima superpotencia?—No, Andy.—¿O su papel como líder natural de

los estados en vías de desarrollo?¿Tampoco? ¿Animadversión entre Japóny Estados Unidos? ¿Se siente Panamáentre la espada y la pared? ¿El presinada entre dos aguas? ¿Algo de eso?¿Nada?

—A ese respecto nada fuera de locorriente, Andy. No, sobre Japón, no.Bueno, ahora que lo mencionas, sí ha

hecho una alusión al tema.A Osnard se le iluminó la cara.—«Harry», me ha dicho, «lo único

que ruego es no tener que sentarmenunca nunca más en una habitación conlos japoneses a un lado de la mesa y losyanquis al otro, porque mantener la pazentre ambos bandos me ha quitado añosde vida, como puedes ver por mi pobrecabello canoso». Aunque personalmentedudo que todo ese pelo sea suyo, laverdad. Creo que tiene algún añadido.

—Ha hablado por los codos, ¿eh?—Andy, no podía contenerse. Tan

pronto como está detrás del biombo, nohay nada que lo frene. Y cuando a veces

empieza a hablar de Panamá como títeredel resto del mundo, entonces se le va lamañana entera.

—¿Y qué has averiguado de sushoras muertas en Tokio?

Pendel negó con la cabeza.Circunspecto.

—Lo siento, Andy. En cuanto a esotendremos que correr un velo —dijo, yvolvió el rostro hacia la ventana en unaestoica negativa.

El bolígrafo de Osnard se habíadetenido a medio trazo. El letrero deCoca-Cola inflamaba su figura de

manera intermitente.—¿Qué demonios te pasa? —

preguntó.—Es mi tercer presidente, Andy —

respondió Pendel sin desviar la miradade la ventana.

—¿Y qué?—Que no lo haré. No puedo.—No puedes ¿qué?—Destapar una cosa así. Mi

conciencia no lo admitiría.—¿Has perdido el juicio? —

exclamó Osnard—. Esto es oro enpolvo, muchacho. Estamos hablando deuna prima muy muy importante.¡Cuéntame qué carajo te dijo el presi

sobre sus horas muertas en Japónmientras se probaba los jodidospantalones!

Pendel requirió un largo momento dereflexión para vencer su reticencia. Perolo consiguió. Hundió los hombros,aflojó los miembros, volvió la cabezahacia el interior de la habitación.

—«Harry», me ha dicho, «si algúncliente te pregunta por qué en Tokiotenía una agenda tan poco apretada,contéstale por favor que mientras miesposa visitaba una fábrica de seda encompañía de la emperatriz, yo estabaechando mi primer polvo japonés» (quees una expresión que, como tú bien

sabes, Andy, yo no emplearía, ni en lasastrería ni en casa) «porque así Harry,amigo mío, aquí en Panamá aumentarámi prestigio en algunos círculos, y a lavez impedirá a otros elementos seguir elrastro de mis verdaderas actividades yde las conversaciones que allí sostuveen el mayor secreto, por el bien dePanamá pese a lo que muchos piensen».

—¿Y qué demonios quería decir coneso?

—Se refería a ciertas amenazas quepesan sobre su persona y no han salido ala luz para no alarmar a la población —contestó Pendel.

—Sus palabras exactas, Harry, ¿si

no te importa? Eso que acabas de decirsuena a noticia de relleno en un lunescon escasez de información.

Pendel estaba sereno.—No ha habido palabras, Andy. No

propiamente. No eran necesarias.—Explícate.—En todas sus chaquetas, el

presidente me pide un bolsillo especialen el lado izquierdo del pecho, que deboañadir con la más absoluta reserva. Ellargo del cañón me lo facilita Marco.«Harry», me dice siempre el presidentea este respecto, «no vayas a contárselo aalguien pensando que son exageracionesmías. Lo que estoy haciendo por el

Estado naciente de Panamá, al que tantoamo, acabaré pagándolo con sangre».

De la calle llegaban, comomofándose de ellos, las insulsascarcajadas de los borrachos.

—Te garantizo una prima por todolo alto —afirmó Osnard, cerrando elcuaderno—. ¿Qué noticias tenemos delhermano Abraxas?

El mismo escenario, distintodecorado. Osnard había encontrado unainestable silla y estaba sentado ahorcajadas en ella con los rollizosmuslos separados y el respaldoirguiéndose desde su entrepierna.

—No es fácil definirlos, Andy —

advirtió Pendel, paseándose por lahabitación con las manos cruzadasdetrás de la espalda.

—¿De quiénes hablas, Harry?—De la Oposición Silenciosa.—No debe de ser fácil, no.—Mantienen sus cartas muy cerca

del corazón.—¿Y qué demonios persiguen? —

preguntó Osnard—. La democracia, ¿no?Entonces ¿por qué se lo traen tancallado? ¿Por qué no lo airean? ¿Porqué no movilizan a los estudiantes?¿Qué demonios quieren guardar ensecreto?

—Digamos que Noriega les dio una

lección profiláctica, y no estándispuestos a recibir otra indefensos.Nadie va a meter a Mickie en la cárcelotra vez.

—Mickie es el cabecilla, ¿no?—A efectos morales y prácticos

Mickie es el cabecilla, Andy, aunquenunca lo admitiría, como tampoco loadmitirían sus seguidores ni losestudiantes o la gente del otro lado delpuente con quienes mantiene contacto.

—Y Rafi apuesta por ellos.—Sin reservas —afirmó Pendel,

dándose media vuelta.Osnard recogió el cuaderno de su

regazo, lo apoyó contra el respaldo de la

silla y empezó a anotar de nuevo.—¿Existe una lista de miembros?

¿Tienen un programa, o una declaraciónde principios? ¿Cuál es su objetivocomún?

—En primer lugar, aspiran a limpiarel país. —Pendel hizo una pausa paradar tiempo a Osnard. En su mente, oía aMarta, la amaba. Veía a Mickie, sobrioy rehabilitado con un traje nuevo. Supecho se henchía de orgullo leal—. Ensegundo lugar, aspiran a fomentar laidentidad de Panamá como democracianaciente y autónoma cuando nuestrosamigos americanos desmonten por fin eltenderete y desaparezcan si es que eso

llega a ocurrir, cosa dudosa. En tercerlugar, aspiran a extender la educación alos pobres y necesitados, construirhospitales, mejorar el sistema de becasuniversitarias y asegurar unascondiciones más justas a campesinos ypescadores, en particular arroceros ycamaroneros, y además se oponen,cueste lo que cueste, a vender al mejorpostor el patrimonio del país, incluidoel Canal.

—¿Son izquierdistas, pues? —aventuró Osnard entre dos ráfagas deanotaciones mientras chupaba elcapuchón de plástico del bolígrafo consu boca pequeña como un capullo de

rosa.—En realidad, Andy, no más

izquierdistas de lo que es decente ysaludable. Mickie se decanta hacia laizquierda, cierto. Pero su consigna es lamoderación, y además, igual que Marta,rechaza la Cuba de Castro y a loscomunistas.

Osnard escribía con una mueca deconcentración, y Pendel lo observabacon creciente recelo, buscando lamanera de obligarlo a aminorar el paso.

—He oído un buen chiste sobreMickie, por si te interesa —dijo Pendelpor fin—. Eso de in vino veritas a élpuede aplicársele pero a la inversa.

Cuanto más bebe, más en silenciomantiene su oposición.

—Sin embargo, contigo habla largoy tendido cuando está sobrio, ¿no?Podrías ponerlo en un apuro con algunasde las cosas que te ha contado.

—Es un amigo, Andy. Yo no pongoen apuros a mis amigos.

—Un buen amigo —dijo Osnard—.Y tú también has sido un buen amigopara él. Quizá ya sea hora de que hagasalgo al respecto.

—Como ¿qué?—Como ficharlo. Convertirlo en un

ciudadano de provecho. Ponerlo ennómina.

—¿A Mickie?—¿Qué tiene de raro? Dile que has

conocido a un filántropo forrado dedinero que admira su causa y estádispuesto a echarle una mano en secreto.No tienes por qué decirle que es inglés.Dile que es un yanqui.

— ¿ A Mickie, Andy? —susurróPendel, incrédulo—. «Mickie, ¿tegustaría ser espía?». ¿Estás sugiriendoque vaya y le pregunte eso?

—Remuneradamente, ¿por qué no?A mayor rango, mayor salario —declaróOsnard como si formulase una leyirrefutable del espionaje.

—Mickie no movería un dedo por un

yanqui —dijo Pendel, lidiando con laatrocidad que Osnard proponía—. Lainvasión le dejó una huella imborrable.Terrorismo de Estado, lo llama, y no serefiere a Panamá.

Osnard se mecía en la silla como enun caballo de balancín, moviéndolasobre su eje con sus amplias posaderas.

—En Londres están encandiladoscontigo, Harry. Eso rara vez pasa.Quieren que extiendas las alas, queorganices una red completa, queabarques todas las áreas: ministerios,estudiantes, sindicatos, la asambleanacional, el palacio presidencial, elCanal y más Canal. Te pagarán un

complemento por la responsabilidad,incentivos, generosas primas y unsalario mayor para amortizar el crédito.Recluta a Abraxas y su grupo; tenemosentera libertad.

—¿Tenemos, Andy?La cabeza de Osnard permanecía

giroscópicamente inmóvil mientras sutrasero seguía balanceándose, y su vozparecía haber aumentado de volumenporque la había bajado.

—Yo estaría a tu lado. Como guía,filósofo, compinche. No podríascontrolarlo tú solo. Nadie podría. Es untrabajo de demasiada envergadura.

—Lo comprendo, Andy. Y lo

respeto.—Pagarán también por las fuentes

de información secundarias, ni que decirtiene. Por tantas como consigas.Podríamos hacer el agosto. Mejor dicho,tú podrías. Siempre y cuando elresultado justifique el coste. ¿Quéproblema ves?

—Ninguno, Andy.—Y entonces ¿qué pasa?Que Mickie es amigo mío, pensaba

Pendel. Mickie ya se ha opuesto bastantey no necesita oponerse más. Ni ensilencio ni de ninguna otra manera.

—Tendré que pensarlo, Andy.—Nadie nos paga por pensar, Harry.

—En cualquier caso, Andy, es unanecesidad personal.

Osnard tenía aún un último punto enla agenda de aquella noche, pero Pendelno se dio cuenta en un primer momentoporque la memoria lo había llevado a suépoca de recluso, en concreto a unguardia apodado Amistoso quedominaba como nadie el codazo en lostestículos a corta distancia. A aquelindividuo me recuerdas, se dijo. AAmistoso.

—El jueves es el día que Louisa se traetrabajo a casa, ¿verdad?

—El jueves, sí, Andy.Tras desmontarse de su balancín,

primero un muslo, luego otro, Osnard serebuscó en un bolsillo y extrajo unornamentado encendedor con baño deoro.

—Un regalo de un cliente árabe rico—sugirió, acercándoselo a Pendel, queestaba de pie en el centro de lahabitación—. La joya de Londres.Pruébalo.

Pendel apretó el pulsador, y seencendió. Soltó el pulsador, y la llamase extinguió. Repitió la operación un parde veces. Osnard volvió a coger elencendedor, lo manipuló por la parte

inferior y se lo ofreció de nuevo.—Ahora echa un vistazo a través de

la lente —ordenó con el orgullo de unmago.

El reducido apartamento de Marta sehabía convertido en la cámara dedescompresión de Pendel entre Osnard yBethania. Marta yacía junto a él, con lacara vuelta en otra dirección. A vecesadoptaba esa actitud.

—¿Y a qué se dedican hoy en día tusestudiantes? —preguntó Pendel,dirigiéndose a su larga espalda.

—¿Mis estudiantes?

—Los chicos y chicas con los queandabais tú y Mickie en los malostiempos. Todos aquellos lanzadores debombas de los que estabas enamorada.

—No estaba enamorada de ellos. Tequería a ti.

—¿Qué ha sido de ellos? ¿Dóndeestán ahora?

—Se han hecho ricos. Acabaron deestudiar. Encontraron trabajo en elChase Manhattan. Entraron en el clubUnión.

—¿Aún ves a alguno?—A veces me saludan desde sus

coches caros —contestó Marta.—¿Les preocupa Panamá?

—Si tienen el dinero en bancosextranjeros, no.

—¿Y ahora quién fabrica lasbombas?

—Nadie.—A veces tengo la impresión —

prosiguió Pendel— de que estácociéndose una especie de OposiciónSilenciosa. Algo que parte de las capasaltas y se propaga hacia abajo. Una deesas revoluciones de la clase media queestallan un día y se extienden por todo elpaís cuando menos se espera. Unalzamiento militar sin militares, ¿meexplico?

—No —dijo Marta.

—No ¿qué?—No, no hay ninguna Oposición

Silenciosa. Hay beneficios. Haycorrupción. Hay poder. Hay ricos ydesesperados. Hay apatía. —De nuevosu voz docta, el tono meticulosamentelibresco, la pedantería del autodidacta—. Hay gente tan pobre que siempobreciese más, moriría. Y haypolítica. Y la política es la mayor estafa.¿Todo esto es para el señor Osnard?

—Lo sería, si fuese lo que desea oír.Marta encontró la mano de Pendel y

se la llevó a los labios. Por unosinstantes se la besó dedo a dedo sinhablar.

—¿Te paga mucho? —preguntó porfin.

—No puedo proporcionarle lo quebusca. No sé lo suficiente.

—Nadie sabe lo suficiente. EnPanamá deciden el futuro treintapersonas. Los otros dos millones ymedio tienen que adivinarlo.

—¿Y a qué se dedicarían tusantiguos compañeros de estudios si notrabajasen en el Chase Manhattan y notuviesen coches resplandecientes? —insistió Pendel—. ¿Qué harían sihubiesen seguido militando? ¿Qué seríalo lógico? ¿Suponiendo que en elpresente quisiesen para Panamá lo que

querían entonces?Marta reflexionó, comprendiendo

lentamente adónde pretendía llegar.—¿Te interesa saber cómo

presionaríamos al gobierno? ¿Cómo lodoblegaríamos?

—Sí.—Primero provocaríamos el caos.

¿Quieres un caos?—Tal vez. Si es necesario.—Lo es —afirmó Marta—. El caos

es condición necesaria de la concienciademocrática. Cuando los obrerosdescubren que nadie los dirige, eligenlíderes de entre sus propias filas, y elgobierno, por miedo a la revolución,

dimite. ¿Deseas que los obreros elijansus líderes?

—Me gustaría que eligiesen aMickie —respondió Pendel, pero Martamovió la cabeza en un gesto denegación.

—A Mickie no.—Muy bien, pues sin Mickie.—Primero nos dirigiríamos a los

pescadores. Ése era entonces nuestroplan pero no lo llevamos a cabo.

—¿Por qué a los pescadores? —preguntó Pendel.

—Los estudiantes nos oponíamos alarmamento nuclear. Nos indignaba quepor el Canal navegasen barcos con

sustancias nucleares a bordo.Considerábamos que esa clase decargamentos era peligrosa para Panamáy una afrenta a nuestra soberaníanacional.

—Y contra eso ¿cómo podíanayudaros los pescadores?

—Habríamos acudido a sussindicatos e individuos más influyentes.Si no nos hubiesen atendido, habríamosrecurrido a los elementos criminales delos muelles, que están siempredispuestos a cualquier cosa por dinero.Por aquel entonces contábamos con unoscuantos estudiantes ricos. Estudiantesricos con conciencia.

—Como Mickie —le recordóPendel, pero ella volvió a negar con lacabeza.

—Les habríamos ordenado: «Cogedtodos los bous, lanchas y botes queencontréis, cargadlos de comida y aguay llevadlos hasta el puente de lasAméricas. Ancladlos bajo el puente yanunciad que tenéis intención dequedaros. Muchos de los grandescargueros necesitan un par de kilómetrospara reducir la velocidad. Pasados tresdías habrá doscientos barcos esperandoa cruzar el Canal. Pasadas dos semanas,mil. Y otros varios miles se desviaránantes de llegar a Panamá, con la orden

de cambiar de ruta o regresar al puertode partida. Se producirá una crisis,cundirá el pánico en las bolsasmundiales, los yanquis perderán lapaciencia, la industria naviera exigiráque se tomen medidas, el balboa sedevaluará, el gobierno se hundirá, y novolverán a pasar cargamentos nuclearespor el Canal».

—Para serte sincero, Marta, noestaba pensando en cargamentosnucleares.

Marta se acodó en el colchón,acercando su cara maltrecha a la de él.

—Escucha. Panamá intenta yademostrar al mundo que es capaz de

controlar el Canal tan bien como losgringos. Nada debe entorpecer elfuncionamiento del Canal. Ni huelgas niinterrupciones ni gestionesincompetentes ni errores. Si el gobiernopanameño no consigue mantener lanavegación por el Canal fluidamente,¿cómo va a poder robar los ingresos quegenere, aumentar las tarifas, vender lasconcesiones? En cuanto la bancainternacional se asuste, los rabiblancosnos darán lo que pidamos. Y lopediremos todo. Para nuestras escuelas,nuestras carreteras, nuestros hospitales,nuestros campesinos y nuestros pobres.Si intentan desalojar nuestros barcos,

dispararnos o comprarnos, haremos unllamamiento a los nueve miltrabajadores panameños que mantienenen marcha el canal diariamente. Y lespreguntaremos: ¿De qué lado del puenteestáis? ¿Sois ciudadanos panameños oesclavos yanquis? La huelga es underecho sagrado en Panamá. Quienes seoponen a ese derecho son parias. Sinembargo hay ahora en el gobierno algúnsector partidario de excluir el Canal dela legislación laboral panameña. Yaverán lo que les espera.

Marta estaba tendida sobre Pendel, ysus ojos castaños, de tan cercanos, eranlo único que él veía.

—Gracias —dijo Pendel, y la besó.—No hay de qué.

Capítulo 9

Louisa Pendel amaba a su marido conuna intensidad que sólo puedencomprender las mujeres que se hancriado entre los algodones de unacautividad impuesta por unos padresintolerantes, y han padecido la presenciade una preciosa hermana mayor diezcentímetros más baja que lo ha hechotodo bien dos años antes de que ellas lohagan mal, que les ha robado todos losnovios aunque no haya llegado aacostarse con ellos —si bien en la

mayoría de los casos sí lo ha hecho—, yque las ha obligado a seguir el caminodel noble puritanismo como una únicarespuesta posible.

Lo amaba por su permanentedevoción a ella y a sus hijos, por ser untenaz luchador como su padre, porreconstruir un antiguo y selecto negocioinglés que todo el mundo daba pormuerto, por preparar caldo de pollo ylockshen los domingos ataviado con sudelantal a rayas, por su kibitzing, esdecir, sus continuas bromas, y por ponerla mesa para sus cenas íntimas concubiertos de plata y vajilla deporcelana, y servilletas de tela, nunca de

papel. Y por aguantar las rabietas quebrotaban en ella como impulsoscontrapuestos de electricidadhereditaria: Louisa perdía por completoel control hasta que remitían por sísolas, o hasta que él le hacía el amor,que era con mucho la mejor solución,pues Louisa poseía los mismos apetitosque su hermana, pese a carecer de laamoralidad y el atractivo físiconecesarios para abandonarse a ellos. Yse avergonzaba profundamente de suincapacidad para estar a la altura de loschistes de Harry y obsequiarle con esarisa desinhibida que él anhelaba, porqueincluso si le daba rienda suelta, su risa,

igual que sus oraciones, se parecíademasiado a la de su madre, así como ensus enfados se entreveía la ira de supadre.

En Harry, amaba también a lavíctima y el resuelto superviviente quehabía arrostrado las peores penalidadesen lugar de sucumbir a la perversainfluencia del tío Benny y sus delictivosmétodos hasta que llegó en su rescate eladmirable señor Braithwaite, tal comoel propio Harry la había rescatado a ellade sus padres y la Zona,proporcionándole una nueva forma devida, libre y agradable, lejos de todo loque hasta entonces la había oprimido. Y

lo amaba por haberse enfrentado él soloa difíciles decisiones, debatiéndoseentre creencias encontradas hasta quelos sabios consejos de Braithwaite loguiaron hacia una moralidad noconfesional, y sin embargo tan afín alcristianismo cooperativo que Louisa deniña oía postular a su madre desde elpúlpito de la iglesia de la Unidad deBalboa.

Por todas estas bendiciones, dabagracias a Dios y a Harry Pendel, ymaldecía a su hermana Emily. Louisacreía sinceramente que amaba a sumarido en todas sus facetas y estadosanímicos, pero no lo había visto nunca

como en los últimos tiempos, y el terrorempezaba a adueñarse de ella.

Si por lo menos le pegase, en caso deque fuera eso lo que necesitaba. Si laemprendiese a golpes con ella, legritase, la sacase a rastras al jardíndonde los niños no pudiesen oírlo, ydijese: «Louisa, este matrimonio no vaya a ninguna parte, te abandono; tengo aotra». Si era eso lo que tenía. Cualquiercosa habría sido preferible a aquellainsípida pantomima de normalidad, deque nada había cambiado, pese a que semarchaba a las nueve de la noche para

tomar las medidas a un apreciado clientey regresaba tres horas más tardesugiriendo que había llegado elmomento de invitar a cenar a losDelgado. ¿Y por qué no sentar a la mesatambién a los Oakley y Rafi Domingo?Idea que, como cualquier idiota habríavisto, contenía todos los ingredientes deun desastre, aunque Louisa no seatreviese a decirlo por el abismo querecientemente se había abierto entreHarry y ella.

Así que Louisa se mordió la lengua einvitó a Ernesto. Una tarde, cuando

Ernesto se marchaba ya de la oficina,Louisa le colocó un sobre en la mano; éllo aceptó sin darle importancia,pensando que debía de ser una nota pararecordarle alguno de sus muchoscompromisos. Ernesto, perdido siempreen sus sueños y proyectos, absorto en lalucha cotidiana contra los grupos depresión y las intrigas políticas, a vecesapenas sabía en qué hemisferio estaba.Sin embargo cuando llegó a la mañanasiguiente, era la cortesía en persona, unauténtico caballero español, y sí, él y suesposa irían con mucho gusto, acondición de que Louisa no se ofendiesesi se despedían temprano, ya que Isabel,

su esposa, estaba preocupada por su hijoJorge, de corta edad, que tenía unainfección en un ojo y pasaba en velanoches enteras.

Después envió una tarjeta a RafiDomingo, sabiendo de antemano que suesposa no acudiría porque no loacompañaba a ninguna parte, así decalamitoso era aquel matrimonio. Y aldía siguiente, cómo no, llegó un enormeramo de rosas, por valor de unoscincuenta dólares, y una tarjeta adjuntacon un caballo de carreras estampado yuna frase de Rafi donde, de su puño yletra, contestaba que él iría con sumoplacer, querida Louisa, pero

lamentablemente su esposa tenía otrasobligaciones. Y Louisa interpretó contodo acierto el significado de aquellasflores, pues ninguna mujer menor deochenta años escapaba a lasinsinuaciones de Rafi; según lashabladurías, había renunciado al uso delcalzoncillo a fin de mejorar su tiempo ycapacidad de movimiento. Y lovergonzoso —tenía que admitir Louisasi se sinceraba consigo misma, cosa quepor lo común sólo ocurría después dedos o tres vodkas— era que loencontraba desconcertantementeatractivo. Para terminar telefoneó aDonna Oakley, tarea que había dejado

aposta para el último momento, y Donnacontestó: «¡Carajo, Louisa, será ungustazo!», respuesta a la altura de susmodales. ¡Valiente grupo!

El temido día llegó, y Harry por unavez volvió a casa temprano, cargado conunos candelabros de porcelana de dos otrescientos dólares comprados enLudwig, champán francés comprado enMotta, y una pieza entera de salmónahumado comprada en algún otro sitio.Y al cabo de una hora se presentó unequipo de pomposos camareros ycocineros, dirigido por un engreídogigoló argentino, y tomó posesión de lacocina de Louisa porque, según Harry,

sus criadas no eran dignas de confianza.De pronto Hannah cogió una pataleta demil demonios cuya causa Louisa fueincapaz de adivinar: ¿No vas a seramable con el señor Delgado, cielo? Alfin y al cabo, es el jefe de mamá eíntimo amigo del presidente. Y ademásva a salvar el Canal, y sí, también la islade Todo Tiempo. Y no, Mark, gracias,no es la ocasión idónea para que nostoques Lazy Sheep al violín; los señoresDelgado estarían encantados deescucharte pero los otros invitados no.

Entonces entra Harry y dice, vamos,Louisa, déjalo tocar; pero Louisa semantiene firme y prorrumpe en uno de

sus monólogos, que salen a borbotonesde su boca, que escapan a su control, sinque ella pueda hacer otra cosa que oírsey gemir: Harry, no entiendo por quécada vez que doy una orden a mis hijosvienes tú y me contradices sólo parademostrar que eres el señor de la casa.Ante lo cual Hannah empieza a gritar denuevo y Mark se encierra en suhabitación y toca Lazy Sheepininterrumpidamente hasta que Louisallama a su puerta y anuncia: «Mark, losinvitados llegarán de un momento aotro», lo cual es cierto, pues el timbresuena en ese preciso instante y hace suaparición Rafi Domingo, con su olor a

loción corporal, su insinuante mirada desátiro, sus patillas y sus zapatos de pielde cocodrilo. Ni aun los mayoresesfuerzos de Harry por vestirlo conelegancia conseguían camuflar aquelaire de macho latino de la peor especie;sólo por la brillantina, el padre deLouisa lo habría echado a la calle por lapuerta de atrás.

E inmediatamente después entran losDelgado y, casi a la vez, los Oakley, unaprueba más de la anormalidad de lareunión, ya que en Panamá nadie llegapuntualmente a menos que se trate deocasiones muy formales. Y de súbitotodo está ya en marcha, y Ernesto

sentado a la derecha de Louisa con elaspecto del sabio y bondadoso mandarínque es: sólo agua, Louisa, gracias; nosoy un gran bebedor, me temo. A lo cualLouisa, que a esas alturas aventaja ya atodos los presentes en dos generosascopas tomadas en la intimidad de sucuarto de baño, responde que, para sersincera, tampoco lo es ella, y quesiempre ha pensado que la bebida echa aperder muchas veladas. Pero la señoraDelgado, sentada a la derecha de Harry,oye el comentario y esboza una peculiarsonrisa de incredulidad, como si ellasupiese de buena tinta que la realidad esotra.

Entretanto Rafi Domingo, a laizquierda de Louisa, reparte su atenciónen dos polos: estregar el pie descalzocontra la pierna de Louisa cada vez queella lo consiente —con ese propósito seha quitado el zapato de piel decocodrilo— y abismar la mirada en ladelantera del vestido de Donna Oakley,cortado con el mismo patrón que los deEmily, es decir, con los pechoslevantados como pelotas de tenis y elvértice del escote apuntando endirección sur hacia lo que el padre deLouisa, en estado de ebriedad, llamabala zona industrial.

—¿Sabes qué es para mí tu mujer,

Harry? —pregunta Rafi en untrabalenguas de deplorable spanglish.Esa noche, en consideración a losOakley, la lengua franca es el inglés.

—No le hagas caso —ordenaLouisa.

—¡Es mi conciencia! —Unaestridente carcajada con todos losdientes y trozos de comida a la vista—.¡Y lo curioso es que no sabía quetuviese hasta que la he conocido a ella!

Y encuentra tan graciosa estahumorada que todos deben brindar porsu conciencia mientras alarga el cuellopara obsequiarse con otra ración delescote de Donna y acaricia con los

dedos del pie la pantorrilla de Louisa,lo cual la pone furiosa y cachonda almismo tiempo: Emily, te odio; Rafi,déjame en paz, degenerado, y aparta yalos ojos de Donna; y por Dios, Harry,¿por fin vas a echarme un polvo estanoche?

Los motivos de Harry para incluir alos Oakley en la velada fue otro misteriopara Louisa hasta que recordó queKevin se había embarcado en ciertaactividad especulativa relacionada conel Canal, ya que era comerciante dealgo, y por lo demás lo que el padre deLouisa llamaba un condenado estafadoryanqui. Su esposa Donna, entretanto, se

dedicaba a mantenerse en forma con losvídeos de Jane Fonda, salir a correr conun pantalón corto de vinilo y menear elculo para disfrute de cualquier apuestojoven panameño que se prestase aempujarle el carrito de la compra en elsupermercado, y según rumores, no sóloel carrito.

Y Harry, desde el momento mismoque se sentaron a la mesa, se empecinóen hablar sobre el Canal, primerotratando de sonsacar a Delgado, querespondió con las discretas trivialidadespropias de su condición, y luegoincitando a intervenir en la conversaciónal resto de los comensales, tanto si

tenían algo que aportar como si no. Suspreguntas a Delgado eran tan zafias queLouisa se sintió abochornada. Sólo elpie errante de Rafi y la clara concienciade que estaba un poco más sedada de loconveniente le impidieron decir:«Harry, el señor Delgado es mi jefe, noel tuyo, joder. Así que ¿por qué no dejasde hacer el gilipollas, eh, mamón?».Pero ése era el vocabulario de Emily laPuta, no el de Louisa la Virtuosa, quenunca empleaba palabras soeces, o almenos no delante de los niños y enningún caso cuando estaba sobria.

No, replicó Delgado cortésmente albombardeo de Harry; no se habían

negociado acuerdos durante la girapresidencial, pero sí se habíanpropuesto algunas ideas interesantes.Existía un clima general de cooperación,Harry; la buena voluntad era esencial.

Bien hecho, Ernesto, pensó Louisa,dile que corte ya de una vez.

—Aun así, todo el mundo sabe quelos japoneses van detrás del Canal, ¿ono es así, Ernie? —dijo Harry,derivando hacia absurdasgeneralizaciones sin el menorconocimiento de causa—. La cuestión essaber por dónde nos van a salir. ¿Tú quepiensas, Rafi?

Los dedos envueltos en seda del pie

de Rafi hurgaban en la corva de Louisa,y el escote de Donna se abría como lapuerta de un granero.

—Te diré qué pienso de losjaponeses, Harry. ¿Quieres saber quépienso de los japoneses? —respondióRafi con su voz vibrante de subastadormientras reunía a su público.

—Claro que sí, Rafi —aseguróHarry obsequiosamente.

Pero Rafi requería la atención detodos los presentes.

—Ernesto, ¿quieres saber quépienso de los japoneses?

Delgado, deferente, expresó suinterés por oír la opinión de Rafi sobre

los japoneses.—Donna, ¿quieres saber qué pienso

de los japoneses?—Dilo ya de una vez, Rafi, por Dios

—prorrumpió Oakley, irritado.Pero Rafi seguía acaparando

público.—¿Louisa? —preguntó, haciéndole

cosquillas en la corva con los dedos delpie.

—Diría que estamos todospendientes de tus palabras, Rafi —contestó Louisa en su papel deencantadora anfitriona y hermana puta.

Así que por fin Rafi emitió sudictamen sobre los japoneses.

—¡Lo que yo creo es que esoscabrones de japoneses inyectaron unadosis doble de valium a mi caballoDolce Vita antes de la carrera principaldel fin de semana pasado! —clamó, yestalló en tales carcajadas por su propiochiste, irradiando el brillo de tantosdientes de oro, que su público no pudomenos que reír con él, siendo Louisa lamás efusiva, seguida muy de cerca porDonna.

Pero Harry no se dejó distraer. Alcontrario, abordó el tema que, comobien sabía, más alteraba a su esposa: nimás ni menos que el inminente destinode la antigua Zona del Canal.

—Porque hay que admitirlo, Ernie,os va caer en las manos de la noche a lamañana un buen pedazo de tierra deprimera calidad. Más de mil doscientoskilómetros cuadrados de jardínnorteamericano, cuidado y regado comoel Central Park, más piscinas que entodo Panamá junto… Uno no puedeevitar preguntarse qué va a ser de todoeso. Y no sé si la idea de la Ciudad delSaber sigue siendo el plato fuerte, Ernie.Según algunos de mis clientes, notendría mucho futuro, una universidad enmedio de la selva. Cuesta imaginarse aun distinguido profesor que consideraseeso la cima de su carrera. No sé si

estarán equivocados, mis clientes. —Estaba quedándose sin palabras, perocomo nadie salió en su auxilio, continuó—: Supongo que todo depende decuántas bases militares abandoneEstados Unidos al final del día, ¿no?Pero para saberlo, por lo que parece,necesitaríamos una bola de cristal.Tendríamos que pinchar las líneassecretas del Pentágono para conocer larespuesta a ese acertijo, diría yo.

—Tonterías —lo interrumpió Kevin—. Eso ya se lo han repartido todo entrecuatro listillos hace años, ¿o no, Ernie?

Un aterrador vacío cayó sobre ellos.El delicado rostro de Delgado se quedó

sin color ni expresión. Nadie sabía quédecir, a excepción de Rafi que,indiferente a todo clima, interrogabadesenfadadamente a Donna sobre sumaquillaje para recomendárselo a suesposa. Intentaba asimismo meter el pieentre las piernas de Louisa, que lashabía cruzado en actitud defensiva. Depronto Emily la Bruja halló las palabrasque Louisa la Inmaculada reprimía pordecoro, y éstas empezaron a brotar de suboca, primero en una serie dedeclaraciones testimoniales, luego en unaluvión imparable inducido por elalcohol.

—Kevin, no entiendo qué insinúas.

El doctor Delgado ha defendido siemprela conservación del Canal. Si no tehabías enterado, es porque Ernesto, ensu modestia y cortesía, ha preferido nodecírtelo. Tú, por tu parte, has venido aPanamá con la única intención deamasar fortuna a costa del Canal, unobjetivo para el que no fue creado. Laúnica manera de sacar provecho delCanal es destruyéndolo. —Su voz fuedesbocándose a medida que enumerabalos crímenes que Kevin habíamaquinado—. Talando los bosques.Privándolo del agua de los ríos.Descuidando el mantenimiento de sumaquinaria y su estructura al nivel

exigido por nuestros antepasados. —Suvoz se tornó áspera y nasal. Louisa laoía pero era incapaz de hacerla callar—. Por tanto, Kevin, si tienes laimperiosa necesidad de enriquecertevendiendo las grandes gestas de insignesnorteamericanos, te sugiero que vuelvasa San Francisco y le vendas el GoldenGate a los japoneses. Y Rafi, si no mequitas la mano del muslo ahora mismo,voy a clavarte un tenedor en losnudillos.

Tras lo cual todos decidieron depronto que no podían quedarse mástiempo. Los esperaban su hijo enfermo,su canguro, su perro, o cualquier cosa

que se hallase a una distancia prudencialde donde estaban en ese momento.

¿Y qué se le ocurre a Harry despuésde apaciguar a sus invitados,acompañarlos a sus coches y despedirsede ellos desde la puerta de la casa?Nada menos que dirigir un discurso a lajunta directiva.

—Hay que expandirse, Lou, he ahí lacuestión. —Abrazándola y dándole unaspalmadas en el hombro—. Cultivar laclientela. —Enjugándole los ojos con supañuelo de hilo irlandés—. En estostiempos es la expansión o la muerte,Lou. Ya ves cómo acabó el bueno deArthur Braithwaite. Primero se le

escapó de las manos el negocio, luego lavida. No querrás que eso me pase a mí,¿verdad? Así que expandámonos.Abramos el club. Relacionémonos.Promocionémonos, porque así debe ser.¿De acuerdo, Lou?

Pero sus paternales atenciones hanendurecido a Louisa, que se zafa de él.

—Harry, hay otras maneras demorir. Quiero que pienses en tu familia.Conozco demasiados casos, y tú tambiénlos conoces, de hombres de cuarentaaños que han sufrido infartos y otrasenfermedades relacionadas con elestrés. Y me sorprende que tu sastreríano esté ya en expansión, pues

recientemente te he oído hablar muchode mayores ventas y resultados. Pero side verdad te preocupa el futuro, y todoeso no es sólo un pretexto, recuerda quesiempre podemos echar mano delarrozal, y sin duda todos preferiríamospasar estrecheces, ejercitando laabstinencia cristiana, a seguir el tren devida de tus amigos ricos e inmorales yperderte en el camino.

Al oír sus palabras, Pendel laenvuelve en un feroz abrazo y prometevolver pronto a casa mañana, y quizállevar a los niños a la feria o al cine. YLouisa solloza y dice, eso, Harry,vayamos todos juntos. Vayamos. Pero el

plan se frustra. Porque cuando llegamañana, él recuerda la recepciónprevista para la delegación comercialbrasileña —muchos personajesimportantes, Lou—, ¿por qué no vamosmañana? Y cuando llega ese otromañana, lo siento, Lou, pero tengo unacena en tal club donde acaban deaceptarme como miembro. Hanpreparado una fiesta por todo lo altopara unos peces gordos mejicanos, y porcierto ¿era el último Spillway lo que hevisto en tu escritorio?

Pues así se llama, Spillway, elboletín informativo del Canal.

Y el lunes tuvo lugar la inevitablellamada semanal de Naomi. Por su voz,Louisa dedujo de inmediato que teníaalguna noticia trascendental. Se preguntóqué sería esta vez. Adivina a quién sellevó Pepe Kleeber en su viaje denegocios a Houston la semana pasada,quizá. O ¿te has enterado de lo de JaquiLópez y su profesor de equitación? O ¿aque no sabes a quién visita DoloresRodríguez cuando dice a su marido queva a reconfortar a su madre después desu operación de bypass? Pero en estaocasión Naomi no sacó a relucir ningunode esos asuntos, y mejor así, porqueLouisa estaba dispuesta a colgarle si lo

hacía. Naomi sólo deseaba conocer lasbuenas nuevas de la encantadora familiaPendel. ¿Cómo le iba a Mark con suexamen de violín? ¿Y si era cierto queHarry iba a comprarle a Hannah suprimer poni? ¿Lo era? Louisa, Harry esel hombre más generoso del mundo. ¡Elmezquino de mi marido tendría quetomar ejemplo! Sólo cuando habíanterminado de pintar entre las dos elempalagoso cuadro de la delirantefelicidad de la familia Pendelcomprendió Louisa que Naomi estabacompadeciéndose de ella.

—Estoy tan orgullosa de ti,Louisa… Orgullosa de que estéis todos

bien de salud, de que los niños hagancontinuos progresos, de que os queráistanto, y de que Dios cuide de vosotros yHarry sepa valorar lo que tiene. Y estoymuy orgullosa de haberme dado cuentaen el acto de que lo que acaba decontarme Letti Hortensas sobre Harry nopodía ser verdad de ningún modo.

Louisa se quedó paralizada alteléfono, demasiado asustada parahablar o colgar. Letti Hortensas, ricaheredera y putilla, esposa de Alfonso.Alfonso Hortensas, marido de Letti,dueño de un burdel, cliente de P & B yredomado sinvergüenza.

—Por supuesto —dijo Louisa, sin

saber con qué se mostraba de acuerdoexactamente pero pensando que asíincitaba a Naomi a seguir.

—Tú y yo sabemos muy bien,Louisa, que Harry no es la clase dehombre que visitaría un sórdidohotelucho del centro donde se paga porhoras. «Letti, querida», le he contestado,«ya va siendo hora de que cambies degafas. Louisa es amiga mía. Harry y yomantenemos desde hace muchos añosuna amistad platónica que Louisasiempre ha conocido y comprendido.Ese matrimonio es sólido como unaroca». Así mismo se lo he dicho. «Metrae sin cuidado que tu marido sea dueño

del hotel Paraíso y que tú estuviesessentada en el vestíbulo esperándolocuando Harry salió del ascensoracompañado de varias putas. Muchaspanameñas parecen putas. Muchas putastrabajan en el Paraíso. Harry tienemuchos clientes, y éstos se ganan la vidade maneras muy diversas». Que conste,Louisa, que te he sido leal. Te heapoyado. He puesto fin al rumor.«¿Sospechoso?», le he dicho. «Harrynunca tiene un aspecto sospechoso. Nosabría cómo conseguirlo. ¿Has vistoalguna vez a Harry con aspectosospechoso? Pues claro que no».

Louisa tardó un rato en sentirse otra

vez el cuerpo. Se había planteadoseriamente un período de abstinencia. Elexabrupto de la cena la había alarmado.

—¡Zorra! —gritó con lágrimas enlos ojos. Pero no hasta que hubo colgadoy se hubo servido un par de pródigosvodkas en el bar recién instalado deHarry.

Se debía a la nueva sala de reunionesque había acondicionado, Louisa estabaconvencida. La planta superior de P & Bhabía sido objeto durante años de lasmás irreales fantasías de Harry.

Voy a poner el probador debajo de

la galería, Lou, decía. Voy a poner elRincón del Deportista junto a la secciónde complementos. O: Puede que deje elprobador donde está y añada unaescalera exterior. O: ¡Ya lo tengo, Lou!Escucha. Ampliaré el local por la partetrasera con un anexo voladizo, einstalaré allí un gimnasio con sauna y unpequeño restaurante, sólo para clientesde P & B, sopa y el menú del día, ¿quéte parece?

Harry incluso había encargado yauna maqueta y pedido un presupuesto delproyecto cuando también este planquedó archivado. Así pues, la plantasuperior había sido hasta el momento un

perpetuo viaje de sillón que disfrutabasólo como plan. Y en todo caso, ¿dóndepondría el probador? En ninguna parte,fue por fin la solución. El probadorcontinuaría donde estaba. Pero elRincón del Deportista, el orgullo deHarry, se comprimiría en el cubículo decristal de Marta.

—¿Y dónde pondrás a Marta? —preguntó Louisa, medio esperando consu lado vergonzoso que Martasimplemente desapareciese, porquehabía algo en relación con sus heridasque nunca había entendido. Sin ir máslejos el hecho de que Harry las asumiesecomo responsabilidad propia, pero en

realidad Harry se sentía responsable detodo, y en parte por eso lo amaba. Cosasque se le escapaban. Cosas que sabía.Los estudiantes radicales y lascondiciones de vida de los pobres en ElChorrillo. Y por alguna razón lainfluencia que Marta ejercía a vecessobre él se parecía demasiado a la queejercía la propia Louisa.

Tengo celos de todos, se dijoLouisa, preparándose un martini seco,imprescindible para desengancharse delvodka. Tengo celos de Harry; tengocelos de mi hermana y mis hijos. Casitengo celos de mí misma.

Y luego los libros. Sobre China. SobreJapón. Sobre los tigres, como él losllamaba. Nueve volúmenes en total. Setomó la molestia de contarlos. Habíanllegado una noche sin previo aviso a lamesa de su estudio, y allí se quedaron,un siniestro y mudo ejército deocupación. Japón a través de los siglos.Su economía. El incontenible ascensodel yen. Del imperio a la democraciaimperial. Corea del Sur. Demografía,economía y constitución. Malasia, supapel pasado y futuro en la marcha delmundo, ensayos de grandes estudiosos.Tradiciones, lengua, forma de vida,destino, su cauto matrimonio de

conveniencia industrial con China.¿Tiene futuro el comunismo? Lacorrupción de la oligarquía china tras lamuerte de Mao, derechos humanos, labomba de tiempo del crecimientodemográfico, ¿qué debe hacerse? Ya eshora de que estudie, Lou. Me sientoanquilosado. Como de costumbre, elbueno de Braithwaite tenía razón.Debería haber ido a la universidad. ¿EnKuala Lumpur? ¿En Tokio? ¿En Seúl?Son los lugares del mañana, Lou. Lassuperpotencias del siglo que viene,¿comprendes? Dentro de diez años seránmis únicos clientes.

—Harry, quiero que me expliques enqué reside el beneficio —dijo Louisa undía, haciendo acopio del poco valor quele quedaba—. ¿Quién paga las cervezas,los whiskys, el vino, los sándwiches ylas horas extra de Marta? ¿Encargantrajes tus clientes porque te tienenhablando y bebiendo hasta las once de lanoche? Harry, ya no entiendo nada.

Estuvo a punto de echarle en cara elrumor sobre el hotel Paraíso pero se leacabó el valor, y necesitaba otro vodkadel estante superior de su cuarto debaño. No veía a Harry muy claramente ysospechaba que él padecía el mismoproblema. Una película de cálida

neblina le cubría los ojos, y en lugar dever a Harry se veía a sí misma,envejecida a causa de la angustia y elvodka, de pie en medio del salón cuandoél ya la ha abandonado, observando alos niños, que se despiden de ella conlas manos a través de las ventanillas deltodoterreno porque les toca pasar el finde semana con Harry.

—Yo arreglaré esta situación, Lou—prometió él, dándole unas palmadasen el hombro para consolar a lainválida.

Si tenía que arreglarla, era porquealgo andaba mal, ¿no? ¿Y cómo carajose proponía arreglarla?

¿Quién lo impulsaba? ¿Quién o qué? Siella no le bastaba, ¿quién leproporcionaba el resto? ¿Quién era eseHarry desconocido, que un día actuabacomo si ella no existiese, y al díasiguiente la colmaba de regalos yllegaba a extremos ridículos porcomplacer a los niños? ¿Que seprodigaba por toda la ciudad como si lefuese en ello la vida? ¿Que aceptabainvitaciones de gente que antes eludíacomo el veneno, salvo en su condiciónde clientes: repugnantes rentistas comoRafi, políticos, aventureros del mundode la droga? ¿Que una y otra vez sentaba

cátedra sobre los asuntos del Canal?¿Que había salido furtivamente del hotelParaíso con un cargamento de fulanas aaltas horas de la noche? Pero elepisodio más insondable se produjo latarde anterior.

Era jueves, y los jueves Louisa sellevaba trabajo a casa para asegurarsede que el viernes no le quedaban tareaspendientes en la oficina y disponía detodo el fin de semana para su familia.Había dejado el maletín de su padre enel escritorio de su estudio, pensando enaprovechar esa hora muerta que teníadesde que acostaba a los niños hasta quepreparaba la cena. Pero de pronto tuvo

el presentimiento de que los bistecsestaban afectados por la enfermedad delas vacas locas, así que cogió el coche ybajó a comprar un pollo. Al volver,descubrió con agrado que Harry habíaregresado temprano: allí estaba eltodoterreno, mal aparcado como decostumbre, sin dejar espacio en el garajepara el Peugeot. De modo que Louisatuvo que estacionar en la calle, cosa quehizo de buen grado, y acarrear la comprahasta la casa.

Calzaba unas zapatillas de deporte.La puerta no estaba cerrada. Harry en suestado de máximo despiste. Losorprenderé, me burlaré de su pésimo

aparcamiento. Avanzó por el pasillo, y através de la puerta abierta de su estudiovio a Harry de espaldas a ella y con elmaletín de su padre abierto sobre elescritorio. Había sacado todos lospapeles y los hojeaba como quien sabequé anda buscando pero no lo encuentra.Incluían un par de expedientesconfidenciales. Informes personalessobre cierta gente. Un borrador sobreposibles servicios a los barcos enespera de tránsito redactado por unnuevo miembro del equipo de Delgado.Ernesto albergaba ciertas dudas, porqueel autor había creado recientemente supropia empresa de aprovisionamiento

para buques y acaso intentase atraercontratos en su dirección. Tal vezLouisa podía echarle un vistazo y darlesu opinión.

—Harry —dijo Louisa.O quizá gritó. Pero Harry nunca se

sobresalta por un grito. Simplementedeja lo que tiene entre manos y esperanuevas órdenes. Y precisamente asíreaccionó: se quedó inmóvil, y luegomuy despacio, como para no alarmar anadie, dejó los papeles de Louisa en elescritorio de Louisa. A continuaciónretrocedió un paso y encorvó loshombros en aquella actitud de modestiatan característica de él, con la vista fija

en el suelo a dos metros al frente y laplácida sonrisa de una persona bajo losefectos de un sedante.

—Busco aquella factura, cariño —explicó con voz de pobre desvalido.

—¿Qué factura?—¿No te acuerdas? La del instituto

Einstein. El suplemento por las clasesde música de Mark. La que, según ellos,nos enviaron y no hemos abonado.

—Harry, pagué esa factura lasemana pasada.

—Eso les he dicho. Louisa la abonóla semana pasada. Nunca se olvida, leshe asegurado. Pero no me han hecho elmenor caso.

—Harry, tenemos extractos decuenta, tenemos los resguardos de loscheques, tenemos un banco al queconsultar y tenemos dinero en efectivoen casa. No entiendo por qué has deregistrar mi maletín en mi estudio paraencontrar una factura que ya hemospagado.

—Sí, si realmente la hemos pagado,no me preocupa. Gracias por lainformación.

Y haciéndose el ofendido, o lo quefuese, pasó ante Louisa y se dirigió a suestudio. Y mientras cruzaba el patiointerior, ella vio que se guardaba algoen el bolsillo del pantalón y adivinó que

era el espantoso encendedor queúltimamente acostumbraba llevarencima, regalo de un cliente, habíaexplicado a la vez que lo agitaba ante elrostro de Louisa, encendiéndolo yapagándolo para ella, satisfecho comoun niño con un juguete nuevo.

De pronto el pánico se apoderó deLouisa. Se le nubló la vista, le zumbaronlos oídos, le flojearon las rodillas. Elolor a quemado, el sudor de los niñoscorriéndole por el cuerno, la escenacompleta. Vio El Chorrillo en llamas, yel semblante de Harry al entrar delbalcón, con aquel untuoso resplandorrojo todavía en las pupilas. Lo vio

acercarse al armario de la limpieza,donde ella se había escondido. Yabrazarla. Y abrazar también a Markporque ella no se despegaba de Mark. Acontinuación balbuceó algo que Louisanunca había comprendido ni habíaconsiderado de manera racional hastaaquel momento, prefiriendo desecharlocomo parte de la enajenadaconversación entre dos traumatizadostestigos de una catástrofe:

—Si yo hubiese provocado uno deesa magnitud, me habrían apartado de lacirculación para siempre. —Luegoinclinó la cabeza y se miró los zapatoscomo alguien que reza de pie, la misma

postura que había adoptado hacía unossegundos pero más exagerada. Al cabode un instante, añadió—: No podíamover las piernas, ¿comprendes? Lastenía paralizadas. Era como un calambreo algo así. Debería haber corrido perono podía.

Después expresó su preocupaciónpor Marta.

¡Harry estaba a punto de prenderlefuego a la casa!, gritó Louisa en suinterior, estremeciéndose, tomándose unvodka a sorbos y escuchando las ráfagasde música clásica que llegaban delestudio de Harry al otro lado del patio.¡Ha comprado un encendedor y va a

incinerar a su familia! Cuando Harry seacostó, Louisa lo violó, y él parecióagradecerlo. A la mañana siguiente nadade aquello había ocurrido. Por lasmañanas todo quedaba olvidado. ParaHarry y para Louisa. De ese modosobrevivían juntos. El todoterreno seresistió a arrancar, y Harry tuvo quellevar a los niños al colegio en elPeugeot. Louisa se fue al trabajo en taxi.La criada encargada de los suelosencontró una serpiente en la despensa yse puso histérica. A Hannah se le habíacaído un diente. Llovía. Harry no habíasido apartado de la circulación parasiempre, ni había incendiado la casa con

su encendedor nuevo. Pero aquellanoche volvió tarde, con el pretexto unavez más de que se había presentado uncliente a última hora.

—¿Osnard? —repitió Louisa, que nodaba crédito a sus oídos—. ¿AndrewOsnard? Por amor de Dios, ¿quién esese señor Osnard y por qué lo hasinvitado a venir con nosotros deexcursión a la isla el domingo?

—Es inglés, Lou, ya te lo he dicho.Se incorporó a la embajada hace un parde meses. Es el de los diez trajes, ¿teacuerdas? Aquí no tiene a nadie. Estuvo

viviendo en un hotel varias semanashasta que terminaron de acondicionarleel apartamento.

—¿En qué hotel? —preguntó Louisa,rogando a Dios que fuese el Paraíso.

—El Panamá. Desea conocer a unaverdadera familia, lo comprendes, ¿no?—El perro apaleado, siempre fiel,siempre incomprendido. Y al ver que aella no se le ocurría qué decir, añadió—: Es un tipo divertido, Lou, ya loverás. Muy alegre. Hará muy buenasmigas con los niños, te lo aseguro. —Rió con la risa falsa que habíadesarrollado en su nueva etapa—. Misraíces inglesas asoman sus malévolas

cabezas, supongo. El patriotismo. Nospasa a todos, dicen. A ti también.

—Harry, no veo qué relación puedatener el amor por nuestros respectivospaíses con invitar al señor Osnard a unaexcursión familiar en el cumpleaños deHannah cuando, como todos sabemos,apenas tienes tiempo para tus hijos.

Ante lo cual Harry agachó la cabezay le suplicó como un mendigo quellamase a su puerta.

—El señor Braithwaite le hacía lostrajes al padre de Andy, Lou; yo andabaya por allí y le sostenía la cinta métrica.

Hannah quería ir al arrozal en sucumpleaños. Y por otras razonestambién Louisa, pues no comprendía porqué el arrozal había desaparecido de lasconversaciones de Harry. En sus peoresmomentos estaba convencida de quehabía instalado allí a otra mujer; elcobista de Ángel no tendríainconveniente en alcahuetear paracualquiera. Pero en cuanto Louisapropuso visitar el arrozal, Harry declarócon arrogancia que grandes cambiostenían lugar allí y era mejor dejarlo todoen manos de los abogados hasta que el

trato quedase zanjado.Así pues, viajaron a Todo Tiempo,

que era una casa sin paredes colgadacomo una pérgola de madera en supropia isla redonda y brumosa de unossesenta metros de diámetro, en medio deun extenso valle inundado, el lagoGatún, a algo más de treinta kilómetrosde la costa atlántica en el tramo máselevado del Canal, cuyo curso se hallaallí trazado mediante dos sinuosas filasde boyas de colores que desaparecen dedos en dos en la húmeda neblina. La islase encuentra en la franja occidental dellago, perdida en un laberinto de tórridosmanglares, ensenadas e islas, entre las

cuales la mayor es Barro Colorado y lamás insignificante Todo Tiempo,llamada así por Hannah y Mark enhomenaje a cierta mermelada, cedida alpadre de Louisa por la empresa para laque trabajaba a cambio de un alquilersimbólico, y legada a Louisa porcaridad.

El Canal humeaba a la izquierda deltodoterreno y las volutas de brumaflotaban sobre él como un rocío eterno.Los pelícanos se zambullían en la brumay el aire olía a combustible de barco, ynada en el mundo había cambiado nicambiaría, amén. Los mismos buquesque pasaban cuando Louisa tenía la edad

de Hannah, las mismas figuras negrascon los codos desnudos apoyados en lasbarandillas impregnadas de sudor, lasmismas banderas mojadas, inertes en susmástiles, cuya procedencia nadieconocía —bromeaba siempre el padrede Louisa— salvo un viejo pirata ciegode Portobelo. Pendel, extrañamenteincómodo en presencia del señorOsnard, conducía en hosco silencio.Louisa viajaba repantigada en el asientodelantero junto a él, que había ocupadopor insistencia del señor Osnard, quienaseguraba que prefería la parte de atrás.

El señor Osnard, se repitió Louisa,adormilada. El corpulento señor Osnard.

Te llevo diez años por lo menos, y sinembargo jamás seré capaz de llamarteAndy. Había olvidado, si es que algunavez lo había sabido, hasta qué punto uncaballero inglés era capaz de vencercualquier resistencia con su cortesíacuando ponía en ello su hipócrita alma.Humor y buenos modales, la advertíasiempre su madre, una peligrosa mezclade encantos. Y más aún si añadimossaber escuchar, reflexionó Louisa a lavez que sonreía recostada contra elrespaldo por el modo en que Hannah ledescribía los lugares de interés como sifuesen suyos; Mark la dejaba hablarporque era su cumpleaños, y además, a

su manera, estaba tan encandilado comoella por el invitado.

Uno de los viejos faros surgió en elpaisaje.

—¿Quién sería el zoquete al que sele ocurrió pintar un faro por un lado denegro y por el otro de blanco? —preguntó el señor Osnard tras escucharel interminable relato de Hannah sobreel atroz apetito de los caimanes.

—Hannah, trata con respeto al señorOsnard —amonestó Louisa cuandoHannah se rió de él y lo llamó tonto.

—Háblale del bueno de Braithwaite,Andy —propuso Harry entre dientes—.Cuéntale tus recuerdos de infancia. Le

gustará.Está presumiendo de su amistad ante

mí, pensó Louisa. ¿Por qué lo hará?Pero su memoria derivaba de nuevo

hacia las brumas de su niñez, comosiempre que visitaba Todo Tiempo, unaexperiencia extrasensorial: hacia laprevisible cotidianidad de la vida en laZona, hacia la placidez de crematoriolegada por nuestros antepasados, dondeno tenemos otra cosa que hacer salvopasear entre las flores perennescultivadas por la Compañía y los verdescéspedes cortados por la Compañía, ynadar en las piscinas de la Compañía, yodiar a nuestras preciosas hermanas, y

leer la prensa de la Compañía, yalimentar la fantasía de que somos unasociedad perfeccionada de pionerossocialistas, en parte colonos, en partedominadores, en parte evangelizadoresde los irreligiosos indígenas que habitanfuera de los límites de la Zona, cuandoen realidad nunca hemos ido más allá delas nimias rencillas y envidiasconsustanciales a la vida en cualquieracuartelamiento extranjero, nunca hemoscuestionado los supuestos de laCompañía, ya sean económicos,sexuales o sociales, nunca nos hemosatrevido a salir del confinamiento quenos ha sido asignado, sino que hemos

seguido adelante dócil einexorablemente, paso a paso, de unextremo a otro de la uniforme y angostaavenida de nuestra rutinapreprogramada, conscientes de que cadaesclusa, lago y cauce, cada túnel, robot yrepresa, y cada modelada colina a uno yotro lado es el logro inmutable de losmuertos, y de que nuestro deber sagradoe ineludible en esta tierra consiste enalabar a Dios y a la Compañía, avanzaren línea recta entre los muros, cultivar lafe y la castidad a despecho de nuestraspromiscuas hermanas, masturbarnoshasta no poder más y sacar brillo a losdorados de la octava maravilla de su

tiempo.

¿Quién va a quedarse las casas, Louisa?¿Quién va a quedarse la tierra, laspiscinas, las pistas de tenis, los pulcrossetos y los renos navideños de plásticopropiedad de la Compañía? ¡Louisa,Louisa, dinos cómo mejorar ingresos,reducir costes, ordeñar la vaca sagradade los yanquis! ¡Louisa, queremossaberlo ahora! Ahora que todavíatenemos el control, ahora que noscortejan los postores extranjeros, ahoraque esos ingenuos ecologistas aún nohan empezado a predicar sobre la vital

importancia de las selvas tropicales.Rumores de sobornos, maniobras y

acuerdos secretos resuenan en lospasillos. El Canal será modernizado,ensanchado para admitir un mayortráfico de barcos. Se han proyectadonuevas esclusas. Empresasmultinacionales ofrecen grandes sumas acambio de asesoría, influencias,encargos, contratos. Y entretanto:nuevos expedientes a los que Louisa notiene acceso y nuevos jefes queenmudecen en cuanto ella entra encualquier despacho salvo el de Delgado,el pobre y honrado Ernesto blandiendosu escoba en un vano esfuerzo por barrer

la insaciable codicia de cuantos lorodean.

—¡Soy demasiado joven! —exclamóLouisa—. ¡Soy demasiado joven y estoydemasiado viva para presenciar cómotiran a la basura mi niñez ante mispropios ojos!

Se irguió sobresaltada. La cabezadebía de haberle resbalado hacia elhombro poco cooperante de Pendel.

—¿Qué he dicho? —quiso saber,angustiada.

No había dicho nada. Había habladodesde atrás el diplomático señorOsnard. En su infinita cortesía, le habíapreguntado si le complacía ver cómo

pasaba el Canal a manos panameñas.En el puerto de Gamboa, Mark

enseñó al señor Osnard cómo se quitabala lona del bote y se ponía el motor enmarcha. Harry tomó el timón hasta queabandonaron la estela del tráfico delCanal, pero fue Mark quien llevó el botehasta la playa, descargó los bultos y, conla ayuda del alegre señor Osnard,encendió la barbacoa.

¿Quién es este lustroso joven, tan joven,tan apuesto en su fealdad, tan sensual,tan divertido, tan amable…? ¿Quérelación mantiene este sensual joven con

mi marido, y mi marido con él? ¿Por quéeste sensual joven se ha convertido enuna nueva vida para nosotros, pese a queHarry, después de habérnoslo impuesto,parece ahora arrepentirse? ¿Por quésabe tanto de nosotros, está tan a gustocon nosotros, tan en familia, y por quéhabla con tal conocimiento de causasobre la sastrería, Marta, Abraxas,Delgado y toda la gente que forma partede nuestras vidas, en virtud simplementede la amistad que unió a su padre y elseñor Braithwaite?

¿Por qué me cae mejor a mí que aHarry? Es amigo de Harry, no mío. ¿Porqué mis ojos no se separan de él

mientras que Harry lo mira conexpresión ceñuda, le vuelve la espalda yse niega a reír sus continuos chistes?

Primero pensó que quizá Harry teníacelos, y la idea la complació. Pero laotra explicación que se le ocurrió setransformó de inmediato en unapesadilla y en un vergonzoso y horrendomotivo de júbilo: ¡Santo cielo, Diosbendito, Harry quiere que me enamoredel señor Osnard para que estemos enigualdad de condiciones!

Pendel y Hannah asan unas costillas.Mark prepara las cañas de pescar.

Louisa reparte cervezas y zumo demanzana y contempla cómo se aleja suinfancia entre las boyas. El señorOsnard le pregunta por los estudiantespanameños —¿conoce alguno?, ¿haysectores militantes?— y por la gente quevive al otro lado del puente.

—Bueno, en esa dirección tenemosel arrozal —contesta Louisa haciendoacopio de todo su encanto—. Pero nocreo que conozcamos allí a nadie.

Harry y Mark anclan el bote a ciertadistancia de la orilla y se sientanespalda contra espalda. Los peces,citando al señor Osnard, se ofrecen enun espíritu de voluntaria eutanasia.

Hannah yace boca abajo en la pérgolade Todo Tiempo y pasa con afectaciónlas hojas del carísimo libro sobrecaballos que el señor Osnard le haregalado por su cumpleaños. Y Louisa,bajo la influencia de la suave persuasióndel señor Osnard y un secreto trago devodka, le obsequia con la historia de suvida hasta la fecha valiéndose delinsinuante lenguaje de Emily, la hermanaputa, cuando representaba la escena deEscarlata O’Hara antes de caerse deespaldas.

—Mi problema… y tengo quedecirlo: ¿De verdad no te importa que tetutee, Andy? Por cierto, llámame Lou.

Aunque lo quería de muy diversasmaneras, mi problema… y gracias aDios yo sólo tengo eso, porque casitodas las chicas que conozco en Panamátienen un problema para cada día de lasemana… mi problema no puede serotro que mi padre.

Capítulo 10

Louisa instruyó a su marido para superegrinación a la casa del general delmismo modo que aleccionaba a losniños para las clases de catequesis, peroaún con mayor entusiasmo. Un ligerorubor le coloreaba atractivamente lasmejillas. Hablaba con gran animación.Pero buena parte de su entusiasmo se lodebía a la botella.

—Harry, tenemos que lavar eltodoterreno. Estás a punto de vestir a unhéroe moderno. Para su rango y edad, el

general ha recibido máscondecoraciones que ningún otro generaldel ejército de Estados Unidos. Mark, túlleva los cubos de agua caliente.Hannah, tú ocúpate por favor de laesponja y el detergente, y ya está bien derenegar.

Pendel podría haber llevado eltodoterreno al túnel de lavado delgaraje, pero para el general Louisaexigía no sólo limpieza sino sobre tododevoción. Nunca se había sentido tanorgullosa de su nacionalidad. Lo repitiódocenas de veces. Estaba tanemocionada que tropezó y casi cayó.Cuando acabaron de lavar el

todoterreno, examinó la corbata dePendel tal como la tía Ruth examinabalas corbatas del tío Benny: primero decerca, luego a cierta distancia, como sise tratase de un cuadro. Y no quedósatisfecha hasta que lo obligó acambiársela por otra más discreta. Elaliento le olía intensamente a dentífrico.Pendel no entendía por qué desde hacíaun tiempo se lavaba tanto los dientes.

—Harry, que yo sepa no vas comotercera parte implicada a un juicio dedivorcio por adulterio. Por tanto noresulta apropiado que ése sea tu aspectopara presentarte ante el generalestadounidense al frente del Mando Sur.

—A continuación, recurriendo a la másgenuina voz de secretaria de ErnestoDelgado, telefoneó al peluquero y lepidió hora a las diez en punto—. Niondas ni patillas, José. Hoy el señorPendel querrá el cabello muy corto ybien peinado. Lo espera el generalestadounidense del Mando Sur. —Después indicó a Pendel cómo debíacomportarse—: Nada de chistes, Harry.Te dirigirás al general con sumorespeto. —Le arregló cariñosamente loshombros de la chaqueta pese a que nohabía nada que arreglar—. Dale saludosde mi parte y, sobre todo, no te olvidesde decirle que todos los Pendel, y no

sólo la hija de Milton Jenning, esperancon ilusión la barbacoa y los fuegosartificiales del día de Acción de Graciaspara las familias norteamericanas, comotodos los años. Y antes de salir de lasastrería vuelve a lustrarte los zapatos.Hasta la fecha no ha nacido un solomilitar que no juzgue a un hombre porsus zapatos, y el general del Mando Surno es una excepción. Conduce conprudencia, Harry. Lo digo en serio.

Sus rigurosas advertencias no erannecesarias. Mientras ascendía por lazigzagueante y selvática carretera decerro Ancón, Pendel respetó con suacostumbrado celo las limitaciones de

velocidad. En el puesto de control delejército estadounidense, se irguió ymostró al centinela una vigorosa sonrisa,pues en ese punto él mismo se hallaba amitad de camino de convertirse enmilitar. Al pasar frente a lasinmaculadas villas blancas, observócómo aumentaba el rango de losocupantes, estampado en la entrada decada una de ellas, e indirectamenteexperimentó en sus propias carnes uncontinuo ascenso en su viaje al cielo. Ycuando subía por la noble escalinata deQuarry Heights número 1, adoptó, pese ala maleta, el peculiar paso marcial delos soldados norteamericanos, que

mantiene el solemne porte de la mitadsuperior del cuerpo mientras la cadera ylas rodillas realizan sus funcionesindependientes.

Pero en cuanto Harry Pendel cruzóel umbral de la puerta se sintió, comosiempre que visitaba aquella casa,arrebatadamente enamorado.

Aquello no era poder. Era el premiodel poder: el palacio de un procónsul enlo alto de un monte extranjeroconquistado, bajo la organización decorteses guardias romanos.

—Señor. El general lo recibiráahora mismo, señor —informó elsargento, apoderándose de su maleta con

un único movimiento bien ensayado.En las paredes del resplandeciente

vestíbulo blanco colgaban placas debronce con los nombres de todos losgenerales que habían servido allí.Pendel los saludó como a viejos amigossi bien echó un nervioso vistazoalrededor en busca de indeseadasseñales de cambio. No había nada quetemer. La terraza había sido acristaladacon dudoso gusto, se oía el zumbido deinvisibles aparatos de aireacondicionado. Adornaban los suelosquizá demasiadas alfombras. En unaetapa anterior de su carrera el generalhabía tenido Oriente bajo su yugo. Por

lo demás la casa continuaba poco más omenos como la encontró TeddyRoosevelt al visitar Panamá parainspeccionar los progresos del vuelolunar de su tiempo. Ingrávido,consciente de su propia insignificancia,Pendel siguió al sargento a través de unaserie de cámaras, bibliotecas y salonescomunicados. Cada ventana mostraba aPendel un nuevo mundo: ahora el Canal,repleto de barcos, serpenteandomajestuosamente por la cuenca fluvial;ahora las sucesivas hileras de colinasboscosas de color malva envueltas enbruma; ahora los arcos del puente de lasAméricas, semejantes a los anillos de un

colosal monstruo marino que surcase labahía, y a lo lejos las tres islas cónicassuspendidas en el cielo.

¡Y las aves! ¡Los animales! Sólo enaquel cerro —como había leído Pendelen uno de los libros del padre de Louisa— habitaban más especies que en todaEuropa. En las ramas de un enormeroble, varias iguanas adultas meditabany se calentaban bajo el sol de mediamañana. En otro, una colonia de titísmarrones y blancos se precipitaba hastael suelo por una barra para recogertrozos de mango que la alegre esposadel general había dejado al pie delárbol; después volvían a trepar por la

barra, una mano tras otra, atropellándosemutuamente por simple diversiónmientras se dispersaban buscando laseguridad de las ramas. Y en el perfectocésped inglés de color marrón comohámsters gigantes corrían de acá paraallá. Era otra de las casas donde Pendelsiempre había deseado vivir.

El sargento ascendía por la escalera conla maleta de Pendel a babor. Pendel loseguía. Antiguos grabados de guerrerosde uniforme blandían sus bigotes junto aél. Carteles de reclutamiento reclamabansu participación en guerras olvidadas.

En el gabinete del general destacaba unescritorio de teca tan abrillantado quePendel habría jurado que podía verse através. Pero Pendel alcanzaba el puntomáximo de levitación ante la visión delvestidor. Noventa años atrás los máslúcidos cerebros norteamericanos en lasáreas arquitectónica y militar aunaronsus fuerzas para crear el primersantuario de la elegancia panameño. Poraquel entonces los trópicos no eranbenévolos con la indumentaria de loscaballeros. Los trajes mejor cortadospodían enmohecerse en una noche.Confinarlos en espacios reducidosempeoraba los efectos de la humedad.

Por consiguiente los inventores delvestidor del general habían diseñado, enlugar de armarios, una alta y ventiladacapilla con ventanas ingeniosamentedispuestas cerca del techo para capturarhasta el menor soplo de brisa. Y dentrohabían ejercido su magia en forma deuna gran barra de caoba suspendida depoleas para elevarla hasta lo alto ybajarla al nivel del suelo. Bastaba conel más ligero tirón de una manofemenina para desplazarla. Y de la barrahabían colgado los muchos trajes,chaqués, esmóquines, fracs y uniformesde gala del primer general al mando deQuarry Heights, de modo que pendían

libremente y rotaban, aireados por loscéfiros que penetraban por las ventanas.Pendel dudaba que en el mundo enteroexistiese un tributo a su oficio másentusiasta que aquél.

—¡Y además lo conservan, general!¡ L o utilizan! —exclamó Pendel convehemencia—. Actitud que, sin ánimode ofender, no se corresponde con laque normalmente los británicosatribuimos a nuestros respetados amigosnorteamericanos.

—Bueno, Harry, nadie es lo queaparenta, ¿no crees? —dijo el generalcon inocente satisfacción mientras seexaminaba en el espejo.

—No, señor, nadie. Y es imposibleadivinar, supongo, qué será de todo estocuando caiga en manos de nuestroscorteses anfitriones panameños —añadió arteramente en su papel depuesto de escucha—. Anarquía y cosaspeores, si uno hace caso de lo queopinan algunos de mis clientes conmayor propensión al sensacionalismo.

El general era joven de espíritu y legustaba hablar con franqueza.

—Harry, esto es un continuo vaivén.Ayer nos querían fuera porque éramosunos bárbaros colonialistas y no lesdejábamos respirar. Hoy no quieren quenos marchemos porque somos la

principal fuente de trabajo del país, yporque si el Tío Sam se va, sufrirán unacrisis de confianza en el mercadomonetario internacional. Tan prontohacemos las maletas como lasdeshacemos. Me cae estupendamente,Harry. ¿Cómo está Louisa?

—Gracias, general. Louisa está demaravilla, y estará aún mejor cuando seentere de que se ha interesado usted porella.

—Milton Jenning era un excelenteingeniero y un americano honrado. Sumuerte fue una lamentable pérdida paratodos.

Se probaba un traje de alpaca en

color gris oscuro con chaleco y chaquetade una sola hilera de botones cuyoprecio ascendía a quinientos dólares,que era lo que Pendel le había cobrado asu primer general hacía ya nueve años.Dio un tirón en la cintura. El general, sinun ápice de grasa, poseía la figura de undios atlético.

—Me temo que después de ustedvivirá aquí un caballero japonés —selamentó el puesto de escucha, doblandoel brazo del general por el codomientras ambos miraban al espejo—.Junto con toda su familia, apéndices ycocinero, seguramente. Da la impresiónde que algunos de ellos no han oído

siquiera hablar de Pearl Harbor. Laverdad, general, no se ofenda, pero meresulta deprimente ver cómo hacambiado el viejo orden.

La respuesta del general, si es quellegó siquiera a pensarla, quedó ahogadapor la alborozada intervención de suesposa.

—Harry Pendel, deja a mi marido enpaz en este mismo instante —protestó enbroma, surgiendo de la nada con unenorme jarrón lleno de azucenas entrelos brazos—. Es todo mío, y no alteresuna sola puntada de ese traje. En mi vidahe visto una cosa más excitante. Piensofugarme otra vez con él ahora mismo.

¿Cómo está Louisa?

Se reunieron en un modesto restauranteiluminado con luces de neón que abríalas veinticuatro horas y se encontrabajunto a la ruinosa terminal delferrocarril oceánico, actualmenteconvertida en punto de embarque pararecorridos turísticos por el Canal.Osnard estaba sentado desgarbadamenteen una mesa de un rincón y llevaba en lacabeza un panamá. Junto al codo teníauna copa vacía. Desde su últimoencuentro, hacía una semana, habíaengordado y parecía más viejo.

—¿Té o una de éstas?—Tomaré un té, Andy, si no te

importa.—Té —ordenó Osnard a la

camarera sin la menor delicadeza,rastrillándose el cabello con una mano—. Y otra de lo mismo.

—Has tenido una noche ajetreada,por lo que veo, Andy.

—Una noche de servicio.Por la ventana se veía la caduca

maquinaria de la época heroica dePanamá. Viejos vagones de pasajeroscon la tapicería de los asientos hechajirones por la acción de las ratas y losvagabundos, y las lamparillas metálicas

de las mesas intactas. Herrumbrosaslocomotoras de vapor, plataformasgiratorias, ténderes en estado de totalabandono como los juguetes de un niñomalcriado. En la acera, turistas conmochilas a la espalda se apretujabanbajo los toldos, se sacudían a losmendigos, contaban dólares empapadosde agua, intentaban descifrar los cartelesen español. Había llovido durante lamayor parte de la mañana. Seguíalloviendo. El restaurante olía a gasolinacaliente. Las sirenas de los barcosululaban por encima del bullicio.

—Nos hemos encontradocasualmente —dijo Osnard a la vez que

reprimía un eructo—. Tú habías salidode compras; yo había venido a consultarlos horarios de las excursiones.

—¿Y qué estaba comprando yo? —preguntó Pendel, perplejo.

—¿Y a mí qué coño me importa?Osnard echó un trago de coñac;

Pendel tomó un sorbo de té.

Pendel iba al volante. Habían optadopor el todoterreno, ya que el coche deOsnard, provisto de distintivos delcuerpo diplomático, llamaba mucho másla atención. Pequeñas capillas erigidasjunto a la carretera en los lugares donde

habían muerto espías y otrosautomovilistas. Caballos abrumados porsu excesiva carga guiados por pacientesfamilias indias con fardos en equilibriosobre las cabezas. Una vaca muerta enun cruce. Un enjambre de buitres negrosdisputándose los mejores pedazos. Unpinchazo en una rueda trasera anunciadopor una ensordecedora salva decañonazos. Pendel cambió el neumáticomientras Osnard, acuclillado en el arcéncon su panamá, observaba hoscamente.Un restaurante de carretera fuera de laciudad, mesas de madera maciza bajotoldos de plástico, pollo asado en unabarbacoa. Dejó de llover. El violento

resplandor del sol bañó el césped decolor esmeralda. Unos cuantospapagayos se desgañitaban en unapajarera acampanada. Pendel y Osnardse hallaban solos salvo por dos hombrescorpulentos con camisas azules sentadosa una mesa en el otro extremo de laplataforma de madera.

—¿Los conoces? —preguntóOsnard.

—No, Andy, me complace decir.Y dos vasos de vino blanco de la

casa para acompañar el pollo: unmomento, que sea una botella, y despuéslárgate y no molestes más.

—Nerviosos, se los nota —comenzó

Pendel.Osnard había apoyado la cabeza

entre los dedos extendidos de una manoy tomaba nota con la otra.

—Alrededor del general habíacontinuamente media docena demilitares, así que no he podidoquedarme a solas con él. Uno, uncoronel de considerable estatura, se lollevaba aparte una y otra vez. Leentregaba documentos para firmar y lesusurraba cosas al oído.

—¿Has visto qué firmaba? —preguntó Osnard, y movió ligeramente lacabeza para aliviar la jaqueca.

—Mientras le probaba el traje,

imposible, Andy.—¿Has cazado algún susurro?—No, y dudo que tú hubieses cazado

nada, estando allí de rodillas. —Bebióun sorbo de vino—. «General», hedicho, «si no es buen momento o estoyoyendo lo que no debo, sólo tiene quedecírmelo. No lo tomaré a mal, y yavolveré otro día». Se ha negado. «Harry,haz el favor de quedarte y seguir con lotuyo. Eres una balsa de cordura en unmar tempestuoso». Y yo he dicho: «Estábien, me quedaré». Entonces ha entradosu esposa, y no han cruzado palabra.Pero hay miradas que expresan más quemil palabras, Andy, como ha sido el

caso. Lo que yo llamo una miradaelocuente entre dos personas que seconocen bien.

Osnard no escribía a gran velocidad.—«El general al frente del Mando

Sur cruza una mirada elocuente con suesposa». Esto pondrá a Londres enalerta roja —comentó con sarcasmo—.¿Se ha quejado el general en algúnmomento del Departamento de Estado?

—No, Andy.—¿Ha dicho que eran una pandilla

de maricones amanerados y demasiadoleídos? ¿Ha despotricado contra losacartonados universitarios de la CIA,recién salidos de Yale?

Pendel, juiciosamente, se tomó uninstante para repasar sus recuerdos.

—Algo de eso había, Andy. Flotabaen el ambiente, por así decirlo.

Osnard escribió con un poco más deentusiasmo.

—¿Se ha lamentado de la pérdida depoder de Estados Unidos? ¿Haespeculado sobre los futuros dueños delCanal?

—Se percibía tensión, Andy. Se hahablado de los estudiantes, y noprecisamente con lo que yo llamorespeto.

—Sólo sus palabras, si no teimporta. Tú pon palabras, y ya las

adornaré yo.Pendel, obediente, puso las

palabras:—«Harry», me ha dicho, en voz muy

baja porque estaba justo frente a él,comprobando la caída del cuello, «siquieres un consejo, vende tu sastrería ytu casa y llévate a tu familia de esteagujero ahora que aún estás a tiempo.Milton Jenning era un gran ingeniero. Suhija se merece algo mejor». Me hequedado de una pieza. No he contestado.Estaba demasiado afectado. Me hapreguntado cuántos años tenían nuestroshijos, y ha mostrado un gran alivio alsaber que no están en edad universitaria,

porque no le habría gustado concebirsiquiera que los nietos de MiltonJenning pudiesen andar por las callescon esa panda de maleantes comunistasde pelo largo.

—Un momento.Pendel aguardó.—Muy bien. Más.—Después me ha dicho que cuide de

Louisa, y que sólo una digna hija de supadre tendría la paciencia que ella tienepara aguantar a ese cabrón de ErnestoDelgado de la Comisión del Canal, eseimpostor que ojalá se pudra en elinfierno. Y el general no es hombre queuse esa clase de vocabulario, Andy. No

salía de mi asombro. Te aseguro que noes normal.

—Delgado ¿un cabrón?—Como lo oyes, Andy —confirmó

Pendel, recordando la actitud esquiva deErnesto en la cena, y varios años detener que digerirlo como un modernoBraithwaite.

—¿Y en qué demonios consiste suimpostura?

—El general no ha sido másexplícito, Andy, y yo no soy quién parapreguntarlo.

—¿Ha dicho algo sobre lapermanencia o el desmantelamiento delas bases americanas?

—No exactamente, Andy.—¿Y eso qué demonios quiere

decir?—He oído chistes. Humor negro.

Comentarios al efecto de que los váteresno tardarán en rebosar.

—¿Y sobre la seguridad de lanavegación? ¿Algún grupo terroristaárabe que haya amenazado con paralizarel Canal? ¿La importancia de que losyanquis se queden para proseguir laguerra contra la droga, controlar eltráfico de armas, mantener la paz en lazona?

Pendel negó modestamente con lacabeza ante cada una de estas

posibilidades.—Andy, Andy, soy un simple sastre,

¿recuerdas?Y dirigió una virtuosa sonrisa a una

bandada de águilas pescadoras quegiraban en el cielo azul.

Osnard pidió dos copas decombustible para avión. Bajo lainfluencia del alcohol, su interpretacióncobró vida y chispas de luz destellaronde nuevo en sus ojos pequeños y negros.

—Muy bien. Hablemos ahora de lacampaña de captación. ¿Qué ha dichoMickie? ¿Quiere jugar o no?

Pero Pendel no estaba dispuesto adejarse apremiar. Al menos respecto aMickie. Contaría la historia sobre suamigo a su debido tiempo. Maldecía supropia afluencia y lamentabaprofundamente que Mickie apareciese enel club Unión aquella noche.

—Puede que le interese jugar, Andy.Pero pondrá condiciones. De momentotiene que pensarlo.

Osnard volvía a tomar nota. Goteabasudor en el mantel de plástico.

—¿Dónde te reuniste con él?—En el Caesar’s Park, Andy. En el

pasaje largo y ancho que hay a la salidadel casino. Es donde se relaciona con lagente cuando no ha de mantener elanonimato.

La verdad había asomado por uninstante su peligrosa cabeza. El díaanterior Mickie y Pendel habían estadosentados justo donde acababa dedescribir, y Mickie había colmado deimproperios y afectuosos halagos a suesposa y había llorado por el dolor desus hijos. Y Pendel, su leal compañerode celda, se había compadecido de él,procurando no decir nada queexacerbase sus pasiones.

—¿Dejaste caer el cuento del

excéntrico filántropo? —preguntóOsnard.

—Sí, Andy, y tomó buena nota.—Le atribuiste una nacionalidad.—Eludí la cuestión, Andy, como tú

me aconsejaste. «El amigo del que tehablo es occidental, con firmesprincipios democráticos, pero nonorteamericano», dije. «De momento nopuedo ser más explícito». «Harry,muchacho», me respondió él (siempreme llama así, Harry, muchacho), «si esinglés, ya tengo media decisión tomada.Recordarás que estudié en Oxford y fuipresidente de la Casa de la Culturaanglo-panameña». Y yo le dije:

«Mickie, confía en mí, no puedo entraren detalles. Mi excéntrico amigo cuentacon cierta suma de dinero, y pondría esasuma a tu disposición siempre y cuandotuviese la certeza de que defiendes unacausa justa, y no hablo de calderilla. Sialguien se propone vender Panamá»,dije, «si otra vez vamos a tener botas ysaludos nazis en las calles, y va aponerse en peligro el camino hacia lademocracia de una noble y joven nación,en tal caso mi excéntrico amigo estádispuesto a ayudar con sus millones».

—¿Cómo se lo tomó?—«Harry, muchacho», me dijo, «te

seré sincero. En este momento es el

dinero lo que me tienta, porque me hequedado sin blanca. No son los casinosla causa de mi ruina, ni las donaciones amis queridos estudiantes o a quienesviven al otro lado del puente. La causason mis fuentes de información, lossobornos que tengo que pagarles; por ahíse me va el dinero. Y no sólo enPanamá, sino también en Kuala Lumpur,Taipei, Tokio y no sé cuántos sitios más.Estoy a cero, y ésa es la cruda verdad».

—¿A quién tiene que sobornar?¿Qué demonios compra? No entiendo.

—No me lo dijo, Andy, y yo no lepregunté. Se fue por la tangente, como espropio de él. Empezó a hablar por los

codos de los oportunistas extranjerosque esperan en la puerta trasera y de lospolíticos que se llenan los bolsillos conel patrimonio del pueblo panameño.

—¿Y Rafi Domingo? —preguntóOsnard con el tardío enojo de quienofrece dinero y luego averigua que laoferta ha sido aceptada—. Pensaba queDomingo los apoyaba económicamente.

—Ya no, Andy.—¿Cómo es eso?De nuevo la verdad acudió

cautamente en ayuda de Pendel.—Hace apenas unos días el señor

Domingo dejó de ser lo que podríamosllamar un invitado bien recibido en la

mesa de Mickie.Lo que era evidente para todos por

fin lo es también para él.—¿Quieres decir que ha descubierto

lo de Rafi y su mujer?—Así es, Andy.Osnard asimiló la noticia.—Estos gilipollas me superan —

protestó—. Complots aquí, complotsallá, que si la gran capitulación, golpesde Estado a la vuelta de la esquina,oposiciones silenciosas, estudiantesmovilizados. Pero, por Dios, ¿a qué seoponen? ¿Para qué? ¿Por qué no actúanabiertamente?

—Eso mismo le dije yo, Andy:

«Mickie, mi amigo no va a invertir en unenigma. Pues mientras exista ahí fuera ungran secreto que tú conoces y mi amigono, su dinero seguirá en su bolsillo». Mehe mostrado firme, Andy. Con Mickie esnecesario. Él tiene mano de hierro. «Túnos informas de vuestra trama, Mickie»,dije, «y nosotros realizamos nuestroacto filantrópico». Esas han sido mispalabras —concluyó mientras Osnardresoplaba y escribía, y las gotas desudor caían sobre el mantel.

—¿Cómo se lo tomó?—Se aplanó, Andy.—¿Cómo?—Pasó a ser una sombra, nadie.

Tuve que obligarlo a hablar como uninterrogador. «Harry, muchacho»,respondió por fin, «somos hombres dehonor, los dos, tú y yo, así que tampocome andaré con medias palabras». Sehabía enardecido. «Si me preguntascuándo, te contestaré nunca. Nuncanunca». —La vehemencia con quePendel relataba la historia no dejabadudas acerca de su veracidad. Uno sabíade inmediato que había estado allí, quehabía percibido la pasión de Abraxas—.«Porque nunca divulgaré el menordetalle de cuanto me comuniquen misfuentes secretas hasta que tenga el vistobueno de todos y cada uno de los

implicados». —Su voz, ahora unsusurro, adoptó el tono de una promesasolemne—. «Llegado ese momento lefacilitaré a tu amigo el plan de combatede mi movimiento, más una declaraciónde objetivos e ideales, más unmanifiesto de intenciones para cuando,si es que eso ocurre, ganemos el primerpremio en la lotería de la vida, más losnecesarios datos y cifras que revelan lassecretas maquinaciones de estegobierno, en mi opinión diabólicas, todoello sujeto de antemano a las mássólidas garantías».

—¿Cómo cuáles?—«Como tratar los asuntos de mi

organización con seriedad y respeto,como comunicar anticipadamente todoslos detalles a través de Harry Pendel,por más que eso ponga en peligro miseguridad y la seguridad de quienesdependen de mí sin excepción». Punto.

Se produjo un silencio. En los ojosde Osnard apareció la mirada fija yoscura, Y una expresión ceñuda yconfusa asomó al rostro de Harry Pendelmientras luchaba por proteger a Martade las consecuencias de su malcalculado regalo de amor.

Osnard habló primero.

—Harry, amigo mío.—Dime, Andy.—¿Por casualidad me ocultas algo?—Te lo he contado tal como

sucedió, con las palabras textuales deMickie y mías.

—Esto es el premio gordo, Harry.—Gracias, Andy, soy consciente de

ello.—Esto es el no va más, para lo que

tú y yo estamos en este mundo. Estocolma los mayores sueños de Londres:un movimiento radical de clases mediasen favor de la libertad, ya formado y enmarcha, dispuesto a luchar por lademocracia en cuanto estalle la

situación.—Andy, en realidad no sé adónde va

a llevarnos todo esto.—Harry, no es momento de que

andes chapoteando en tu propio Canal.¿Entiendes lo que quiero decir?

—Creo que no, Andy.Juntos, saldremos airosos.

Separados, estamos jodidos. Tú pones aMickie; yo pongo a Londres. Así desencillo.

A Pendel se le ocurrió una idea. Unaexcelente idea.

—Planteó una condición más, Andy,que debería mencionarte.

—¿De qué se trata?

—Me pareció tan ridículo, laverdad, que ni siquiera pensabainformarte. «Mickie», le dije, «eso no esmanera de empezar una relación. Se teha ido la mano. Dudo que vuelvas atener noticias de mi amigo durante unatemporada».

—Sigue —apremió Osnard.Pendel reía, pero sólo en sus

adentros. Había visto una escapatoria,una puerta hacia la libertad de dosmetros de anchura. La afluencia bullíaen todo su cuerpo; sentía su cosquilleoen los hombros, sus latidos en lassienes, y su música en los oídos. Tomóaire e inició otro párrafo:

—«Es respecto a la forma de pagodel dinero que tu millonario loco sepropone entregar a mi OposiciónSilenciosa a fin de que sea uninstrumento útil de la democracia en unapequeña nación al borde de laautodeterminación y todo lo que esosupone».

—¿Y?—Los pagos deben realizarse en

efectivo. Dinero contante y sonante u oro—explicó Pendel excusándose—. Nadade tarjetas de crédito, cheques otransferencias bancarias, por razones deseguridad. Para uso exclusivo de sumovimiento, lo cual incluye a

estudiantes y pescadores, todo limpio yclaro, con recibos y toda la parafernalia—concluyó, con un triunfal homenaje asu tío Benny.

Pero Osnard no reaccionó comoPendel preveía. Al contrario, suscarnosas facciones parecieroniluminarse mientras escuchaba a Pendel.

—Comprendo sus razones —declarócon calma después de reflexionar sobreaquella interesante propuesta con todo eldetenimiento que merecía—. Y Londreslas comprenderá también. Ya lostantearé, veré hasta dónde estaríandispuestos a llegar. En su mayoría songente razonable. Sagaz. Flexible cuando

es necesario. No puede pagarse concheques a los pescadores. Seríaabsurdo. ¿Alguna otra cosa?

—Creo que eso ha sido todo, Andy,gracias —contestó Pendel conremilgamiento, disimulando superplejidad.

Marta estaba ante el hornillo preparandoun café griego porque sabía que aPendel le gustaba. Pendel, tendido en lacama, estudiaba un complejo gráfico conlíneas, círculos y letras mayúsculasseguidas de cifras.

—Es un plan de combate —explicó

Marta—. Tal como lo elaborábamoscuando éramos estudiantes. Nombres enclave, células, canales de comunicación,y un grupo especial de enlace con lossindicatos.

—¿Dónde está situado Mickie?—En ninguna parte. Mickie es amigo

nuestro. No sería correcto.El café subió y volvió a bajar. Llenó

dos tazas.—Ha telefoneado el Oso.—¿Qué quería?—Está pensando en escribir un

artículo sobre ti.—Todo un detalle por su parte.—Quería saber cuánto te cuesta

mantener la nueva sala de reuniones.—¿Qué interés puede tener en eso?—El también es mala persona.Marta cogió el plan de combate, le

entregó el café y se sentó junto a él en lacama.

—Y Mickie quiere otro traje. Unode alpaca en pata de gallo como el deRafi. Le he dicho que primero debíapagar el anterior. ¿He hecho bien?

Pendel tomó un sorbo de café. Teníamiedo y no sabía de qué.

—Concédeselo si le hace feliz —contestó eludiendo su mirada—. Se loha ganado.

Capítulo 11

Todo el mundo estaba contento con eljoven Andy. Incluso el embajadorMaltby, si bien se lo considerabaincapaz de la satisfacción tal como otrosla entendían, había comentado que unjoven que jugaba al golf como él ymantenía la boca cerrada entre golpes nopodía ser tan malo. Nigel Stormont dejóde lado sus recelos en cuestión de días.Osnard no representaba una amenaza asu posición como ministro consejero,demostraba la debida deferencia a las

susceptibilidades de sus colegas, yresplandecía, aunque con moderadobrillo, en las cenas y cócteles.

—¿Tienes alguna sugerencia sobrecómo debo explicar tu función a la gentede esta ciudad? —preguntó Stormont aOsnard, sin demasiada delicadeza, en suprimer encuentro. Y añadió—: Por nohablar ya del personal de la embajada.

—¿Y si me presentas comoobservador del Canal? —propusoOsnard—. De las rutas comercialesbritánicas en la era poscolonial. Encierto modo, es mi verdadero trabajo.Al fin y al cabo, todo se reduce aemplear unos métodos u otros en las

observaciones.Stormont no pudo objetar nada a su

propuesta. Todas las embajadasimportantes de Panamá tenían un expertoen asuntos del Canal, salvo la británica.Pero ¿conocía Osnard la materia?

—¿Qué es lo esencial respecto delas bases norteamericanas? —inquirióStormont con la intención de poner aprueba la aptitud de Osnard para elnuevo puesto.

—No entiendo la pregunta.—¿Se quedará o no el ejército de

Estados Unidos?—Todavía no está claro. Muchos

panameños desean la permanencia de

las bases como aval para los inversoresextranjeros. Lo consideran una solucióna corto plazo, una transición.

—¿Y los otros?—No quieren verlo aquí ni un día

más. Han padecido a los americanoscomo potencia colonial desde 1904; sonla deshonra de la región; que se larguende una vez. Los marines partieron deaquí en sus campañas contra México yNicaragua de los años veinte,reprimieron los disturbios panameños enel año veinticinco. Los militaresamericanos están aquí desde que seconstruyó el Canal. Nadie se sientecómodo con su presencia a excepción de

los banqueros. En el presente EstadosUnidos utiliza Panamá como base en lalucha contra los señores de la droga delos Andes y Centroamérica, y preparamilicias latinoamericanas para la accióncívica contra enemigos aún pordeterminar. Las bases estadounidensesdan trabajo a cuatro mil panameños, yotros once mil viven indirectamente deellas. En la actualidad el contingente detropas norteamericanas asciendeoficialmente a siete mil hombres, peromantienen oculto mucho más que eso,muchas montañas huecas llenas dejuguetes y refugios subterráneos. Lapresencia militar norteamericana

representa un cuatro coma cinco porciento del producto nacional bruto, peroeso no es nada si consideramos losmovimientos de dinero invisibles dePanamá.

—¿Y los tratados? —dijo Stormont,secretamente impresionado.

—El tratado de 1904 cedió la Zonadel Canal a los yanquis a perpetuidad;según los tratados Torrijos-Carter delsetenta y siete, el Canal y toda suinfraestructura debe revertirse a lospanameños a finales de siglo, sin costealguno. Los sectores derechistas deEstados Unidos siguen viéndolo comouna capitulación. El protocolo prevé la

continuidad del ejército norteamericanosi ambas partes están de acuerdo. Lacuestión de quién paga cuánto, por qué ycuándo todavía no se ha discutido.¿Apruebo?

Aprobaba. Osnard, el observadoroficial del Canal ya instalado en suapartamento, ofreció sus fiestas derecepción, estrechó manos y en unassemanas se había convertido en unagradable personaje secundario delpanorama diplomático panameño. Pocotiempo después era ya uno de losprotagonistas. Si jugaba al golf con elembajador, jugaba también al tenis conSimon Pitt, asistía a alegres fiestas

playeras con el personal de menor edad,y se sumaba a los periódicos ydesenfrenados esfuerzos de lacomunidad diplomática por reunirfondos de ayuda para los sectores másdesfavorecidos de Panamá, de loscuales había afortunadamente unareserva inagotable. En la embajadaestaba ensayándose una pantomima, yOsnard, por unánime acuerdo, fuedesignado el personaje principal.

—¿Te importaría decirme una cosa?—preguntó Stormont cuando ya seconocían mejor—. ¿Qué es exactamentela Comisión de Planificación yRealización?

Osnard contestó con vaguedad. Conintencionada vaguedad, pensó Stormont.

—No estoy muy seguro, en realidad.Depende del Ministerio de Hacienda.Una mezcla de gente de distintosdepartamentos. Incluye miembros dediversas áreas de actividad. Un soplo deaire fresco para quitar las telarañas. Hayautónomos y funcionarios.

—¿Con predominio de algún área enparticular?

—El Parlamento. La prensa. Gentede aquí y de allá. Según mi jefe, tienebastante peso, pero no habla demasiadoal respecto. La preside un tal Cavendish.

—¿Cavendish?

—Sí, y el nombre de pila es Geoff.—¿Geoffrey Cavendish?—Por lo que se ve, trabaja más o

menos por cuenta propia. Mueve loshilos entre bastidores. Tiene una oficinaen Arabia Saudí, casas en París y elWest End, una finca en Escocia. Esmiembro de Boodles.

Stormont miró a Osnard conmanifiesta incredulidad. Cavendish, eltraficante de influencias, pensaba.Cavendish, destacado elemento de losgrupos de presión próximos a Defensa.Cavendish, el supuesto amigo de losestadistas. Y durante la breve temporadaque Stormont trabajó en la sede del

Foreign Office en Londres, ése era sóloel diez por ciento visible de Cavendish.Bum-Bum Cavendish, traficante dearmas. Geoff el Escurridizo. Cualquieraque entre en contacto con el susodichocomuníquelo inmediatamente alDepartamento de Personal.

—¿Quién más hay metido?—Un tal Tug no sé qué más.—¿No será Kirby?—Sólo Tug —respondió Osnard con

una indiferencia que agradó a Stormont—. Oí el nombre por casualidad. Mijefe había comido con Tug antes de lareunión. Pagó mi jefe. Parece que era lanorma.

Stormont se mordió el labio y nopreguntó más. Ya sabía más de lo quedeseaba y probablemente más de lo quedebía. Optó por abordar la delicadacuestión de los futuros frutos del trabajode Osnard, que trataron en cónclaveprivado durante el almuerzo en un nuevorestaurante suizo que servía kirsch conel café. Osnard encontró el sitio; Osnardinsistió en pagar la cuenta, cargándola alo que él llamaba su fondo de reptiles, ycomieron, a sugerencia de Osnard,cordon bleu y ñoquis, regado todo convino tinto chileno antes del kirsch.

¿En qué punto vería la embajada elproducto de Osnard?, preguntó

Stormont. ¿Antes de enviarlo a Londres?¿Después? ¿Nunca?

—Según instrucciones explícitas demi jefe, no debo compartir lainformación con nadie en Panamá amenos que él dé su expresoconsentimiento —respondió Osnard conla boca llena—. Le tienen miedo aWashington. Quieren ocuparsepersonalmente de la distribución.

—¿A ti te resulta cómodo eso?Osnard tomó un sorbo de vino y

negó con la cabeza.—Oponeos, es un consejo. Formad

un grupo de trabajo interno en laembajada. Tú, el embajador, Fran y yo.

Gully depende de Defensa, así que no esde la familia, y Pitt está a prueba. Seprepara una lista de adoctrinamiento, seincluye a quien convenga, y nosreunimos al acabar la jornada.

—¿Accederá tu jefe, quienquieraque sea?

—Vosotros presionad, y yo harétambién lo que pueda. Se llamaLuxmore. En teoría es un secreto, perolo sabe todo el mundo. Dile alembajador que dé un puñetazo en lamesa. «El Canal es una bomba derelojería. Se precisa una respuesta localinmediata». Ese tipo de cosas. Cederá.

—El embajador no da puñetazos en

las mesas —dijo Stormont.Pero Maltby debió de dar un

puñetazo en algún sitio, porque tras untempestuoso intercambio deobstruccionistas telegramas por parte desus respectivos servicios, por lo generaldescifrados a mano a altas horas de lanoche, se consintió de mala gana queOsnard y Stormont formasen causacomún. Se constituyó en la embajada unequipo de trabajo bajo la designaciónaparentemente inocua de Grupo deEstudio del Istmo. Llegaron deWashington tres taciturnos técnicos,quienes después de escuchar durante tresdías a las paredes, las declararon

sordas. Y a las siete de la tarde de unturbulento viernes los cuatroconspiradores se sentaron en torno a lamesa de reuniones de la embajada —hecha de teca procedente de las selvastropicales— y bajo una lámparasuspendida del techo, gentileza delMinisterio de Obras Públicas, firmaronun documento donde admitían tenerconocimiento de la información especialBUCHAN, suministrada por la fuenteBUCHAN en una operación cuyonombre en clave era BUCHAN. Aligeróla solemnidad del momento unaimprevista ráfaga de buen humor deMaltby, atribuida posteriormente a la

temporal ausencia de su esposa, devisita en Inglaterra.

—A partir de ahora el temaBUCHAN probablemente rodará a buenritmo, embajador —declaró Osnard condesenfado mientras recogía las hojasfirmadas como un crupier arrastrandolas fichas con su raqueta—. Estáentrando material continuamente. Puedeque no baste con una reunión semanal.

—El tema BUCHAN ¿qué, Andrew?—dijo Maltby, dejando su pluma en lamesa con un sonoro chasquido.

—Rodará a buen ritmo.—¿Rodará?—Sí embajador, eso he dicho.

Rodará.—Ya. Bien. Gracias. Pues si me

haces el favor, Andrew, a partir deahora consideraremos que el tema, porusar tu vocabulario, ha rodado yabastante. BUCHAN puede prevalecer.Puede perdurar. Puede persistir. Puedeincluso, si es necesario, continuar oproseguir. Pero nunca, mientras yo seaembajador, rodará, si no te importa.Resultaría angustioso.

Tras lo cual, para asombro de todos,Maltby los invitó a tomar unos huevoscon beicon y a nadar un rato en suresidencia oficial, donde después depronunciar un chistoso brindis por «los

bucaneros» los guió al jardín paraadmirar a sus sapos, cuyos nombresentonó por encima del ensordecedorruido del tráfico:

—¡Vamos, Hércules! ¡Salta, salta!No te quedes ahí mirándolaboquiabierto, Galileo, ¿es que no hasvisto nunca una chica guapa?

Y mientras se bañabanplacenteramente en la piscina a la luzdel crepúsculo, Maltby los sorprendióde nuevo profiriendo un grito de júbiloen loa de Fran: «¡Dios, es preciosa!».Por último, para completar la velada,insistió en poner música de baile e hizoretirar las alfombras a sus criados.

Stormont advirtió que Fran bailaba contodos a excepción de Osnard, quien porlo visto estaba más interesado en loslibros del embajador, que inspeccionócon las manos a la espalda como unpríncipe inglés pasando revista a unaguardia de honor.

—A ti no te parece que Andy sea dela otra acera, ¿verdad? —le preguntó aPaddy esa noche mientras tomaban unacopa antes de acostarse—. Nadie lo havisto salir con chicas, y trata a Francomo si tuviese la peste.

Stormont pensó que Paddy iba atoser otra vez pero ella se echó a reír.

—Cariño, por favor —murmuró

Paddy, alzando la vista al cielo—.¿Andy Osnard?

Opinión que Francesca Deane, si lahubiese oído, habría corroborado congusto desde su posición yacente en lacama de Osnard, en su apartamento dePaitilla.

Cómo había llegado hasta allí era paraella un misterio, aunque a esas alturasera ya un misterio con diez semanas deantigüedad.

—Mira, chica, sólo hay dos manerasde resolver esta situación —habíaexplicado Osnard con el aplomo que

demostraba en todas las facetas de lavida ante unas generosas raciones depollo asado y dos cervezas frías junto ala piscina de El Panamá—. Método A:Aguantar seis tensos meses y despuésecharnos el uno en brazos del otro en unpegajoso revoltijo. «Cariño, ¿por qué nolo hemos hecho antes, y bla, bla?». Ymétodo B, mi preferido: darle gusto alcuerpo ya mismo, observar una totalomertà, y ver cómo nos va. Si va bien,organizamos un baile. Si va mal, lodejamos correr, y aquí no ha pasadonada. «Ya he estado allí, no me hagustado, gracias por la información. Y lavida sigue. Basta».[6]

—Perdona, pero existe también unmétodo C.

—¿Cuál es?—La abstinencia, sin ir más lejos.—O sea, que yo me haga un nudo y

tú te metas a monja. —Osnard alzó unamullida mano y señaló la piscina,alrededor de la cual exuberantesmuchachas de todo tipo coqueteaban consus pretendientes al son de la músicaque interpretaba una banda—. Esto esuna isla desierta. No hay un solo hombreblanco en un radio de miles dekilómetros. Estamos solos tú y yo, ynuestros deberes con la MadreInglaterra, hasta que dentro de un mes

llegue mi esposa.Francesca, levantándose

parcialmente, exclamó:—¡Tu esposa!—No estoy casado. Nunca lo he

estado y nunca lo estaré —dijo Osnard,poniéndose también en pie—. Y una vezeliminado ese obstáculo a nuestrafelicidad, ¿qué sentido tiene negarse?

Bailaron con soltura mientrasFrancesca buscaba denodadamente unarespuesta. Nunca habría imaginado quealguien con una complexión tan opulentapudiese moverse con tal ligereza. O queunos ojos tan pequeños pudiesen poseertal fuerza de persuasión. Para ser

sincera consigo misma, nunca habríaimaginado que pudiese sentirse atraídapor un hombre que, por decirlo condelicadeza, no se parecía en nada a undios griego.

—Y ni siquiera debe de habérsetepasado por la cabeza que yo puedapreferir a otro, ¿no? —preguntó.

—¿En Panamá? Imposible, chica. Tehe investigado. Por aquí, entre lapoblación masculina, se te conoce comoel iceberg inglés.

Bailaban muy juntos. Parecía lológico en aquellas circunstancias.

—¡Eso no es verdad!—¿Nos jugamos algo?Se apretaron más aún.—¿Y en Inglaterra? —insistió ella

—. ¿Cómo sabes que no tengo un almagemela en Shropshire? ¿O en Londres, sia eso vamos?

Osnard le besaba la sien pero podríahaber sido cualquier otra parte de sucuerpo. Mantenía la mano absolutamenteinmóvil en la espalda desnuda deFrancesca.

—Aquí de poco te serviría. A ochomil kilómetros de distancia no cabeesperar grandes satisfacciones, diría yo.¿No crees?

No era que Fran hubiese sucumbidoa los argumentos de Osnard, se dijomientras contemplaba su oronda yadormecida figura echada en la camajunto a ella. O a sus extraordinariasdotes de bailarín. O su habilidad parahacerla reír como ningún otro hombre.Era sólo que no se veía capaz deoponerle resistencia un solo día más, ymucho menos durante tres largos años.

Francesca había llegado a Panamáhacía seis meses. En Londres pasaba losfines de semana con un agente de bolsamuy atractivo llamado Edgar. Cuando aella le asignaron destino, ambos habíanllegado al mutuo acuerdo de que aquella

relación había cubierto ya todas susetapas. Con Edgar todo se decidía decomún acuerdo.

Pero ¿quién era Andy?Firmemente convencida de la

importancia de una documentaciónsólida, Fran nunca se había acostado conalguien cuyos antecedentes no hubieseinvestigado de antemano.

Sabía que había estudiado en Etonpero sólo porque Miles se lo habíadicho. Osnard, que por lo vistoaborrecía su antiguo colegio, sólo aludíaa él como «el trullo» o «el cenagal», ypor lo demás evitaba toda referencia asu educación. Su intelecto se basaba en

un bagaje amplio pero arbitrario, comocabía esperar en alguien cuya trayectoriaacadémica se había visto bruscamentetruncada. En estado de ebriedad, legustaba citar a Pastear: «La suertefavorece sólo a las mentes preparadas».

Era rico, o si no, era un derrochadoro un hombre en extremo generoso. Encasi todos los bolsillos de sus carísimostrajes recién comprados en una sastreríalocal —Andy, cómo no, había buscadoel mejor sastre de la ciudad nada másllegar— parecían rebosar los billetes deveinte y cincuenta dólares. Pero cuandoFran le comentó este detalle, él hizo ungesto de indiferencia y dijo que aquello

formaba parte de su trabajo. Si lallevaba a cenar, o se iban en secreto apasar un fin de semana en el campo,gastaba el dinero a manos llenas.

Había tenido un galgo y lo habíahecho correr en la Ciudad Blanca hastaque —según sus propias palabras—unos cuantos muchachos de allí loinvitaron a llevarse su chucho a otraparte. Un ambicioso proyecto, laconstrucción de un circuito de karts enOmán, se frustró de manera semejante.También había supervisado un puesto deplata en el Shepherd Market. Peroninguno de estos interludios debía dehaber durado mucho tiempo, porque

Andy contaba sólo veintisiete años.En cuanto a sus padres, rehusaba

hacer el menor comentario, afirmandoque había heredado su irresistibleencanto y su fortuna de una tía lejana.Nunca hablaba de sus anterioresconquistas, si bien Fran tenía motivospara pensar que habían sido muchas ymuy variadas. Fiel a su promesa deomertà, Andy nunca se tomaba la menorconfianza con Fran en público, hechoque a ella la excitaba: verse de prontoen la cima del éxtasis entre sus aptosbrazos, y momentos después hallarsedecorosamente sentada frente a él en unareunión de la embajada, comportándose

como si apenas lo conociese.Y era un espía. Y su trabajo

consistía en supervisar las actividadesde otro espía llamado BUCHAN. Uotros espías, ya que el producto deBUCHAN resultaba demasiado diversoy apasionante para abarcarlo una solapersona.

Y BUCHAN gozaba de la confianza delpresidente y del general norteamericanoal frente del Mando Sur. BUCHANtrataba con maleantes y mercachifles,como debía de haber tratado Andycuando tenía el galgo, cuyo nombre,

como le había revelado recientemente,e r a Castigo Divino. Fran le atribuyóimportancia a este detalle: Andy actuabaconforme a una agenda.

Y BUCHAN mantenía contactos conun grupo de oposición clandestino ydemocrático que aguardaba a que loseternos fascistas de Panamá sedespojasen de su disfraz. Sosteníaconversaciones con militantes delmovimiento estudiantil, pescadores yactivistas sindicales. Conspiraba conellos, en espera del día. Los llamaba lagente del otro lado del puente, apelativoque ella encontraba en extremosugestivo. BUCHAN se relacionaba

asimismo con Ernie Delgado, laeminencia gris del Canal. Y con RafiDomingo, que blanqueaba dinero paralos carteles. BUCHAN conocía amiembros de la Asamblea Legislativa, yno pocos. Conocía a abogados ybanqueros. Por lo visto, no había enPanamá nadie digno de ser conocido queBUCHAN no conociese, y a Fran leparecía extraordinario, misterioso dehecho, que en tan corto plazo Andyhubiese conseguido adentrarse en elcorazón mismo de un Panamá cuyaexistencia ella ignoraba. Pero al fin y alcabo también había penetrado en sucorazón de la noche a la mañana.

Y BUCHAN había olfateado unagran conspiración, aunque nadiecomprendía en qué consistía esaconspiración. Sí se sospechaba, noobstante, que franceses y posiblementejaponeses y chinos y los tigres delSudeste asiático estaban o podían estarimplicados, y quizá también los cartelesde la droga de Centroamérica ySudamérica. Y la conspiración incluía laventa del Canal por la puerta trasera,como decía Andy. Pero ¿cómo? ¿Ycómo era posible que Estados Unidos noestuviese al corriente? Al fin y al cabo,los norteamericanos habían controladoel país a todos los efectos durante la

mayor parte del siglo, y disponían de losmás avanzados sistemas de escucha yobservación en el istmo y en todaCentroamérica.

Así y todo, por desconcertante quefuese, los norteamericanos no sabíannada de todo aquello, lo cual le añadíaemoción. O si lo sabían, lo mantenían ensecreto. O lo sabían, pero no se locomunicaban entre ellos mismos, porqueen esos tiempos cuando uno hablaba depolítica exterior norteamericana, debíaprecisar a cuál se refería, y a quéembajador: el de la embajada deEstados Unidos, o el que residía en elcerro Ancón, porque los militares

norteamericanos aún no se habían hechoa la idea de que no volverían a rompercabezas en Panamá nunca más.

Y Londres se mostraba entusiasta, yrecababa información circunstancial delas fuentes más insólitas, a veces deaños atrás, llegando a sorprendentesdeducciones relacionadas con quéambiciones de poder mundial seimpondrían a las ambiciones de todoslos demás, porque, como BUCHANdecía, todos los buitres de la tierra sehabían congregado sobre Panamá y eljuego consistía en adivinar quién iba allevarse el premio. Y Londres exigíacontinuamente más y más, lo cual

indignaba a Andy pues, según él, abusarde una red era como abusar de un galgo:al final las dos partes lo pagan, el perroy uno mismo. Pero aparte de eso no dijoa Fran nada más. Era el secreto enpersona, actitud que ella admiraba.

Y todo eso en diez breves semanas,exactamente el mismo tiempo queduraba ya su relación amorosa. Andy eraun mago: dotaba de vida y animacióncosas que llevaban años dormidas consólo tocarlas. También a Fran la tocabade ese modo. Pero ¿quién eraBUCHAN? Si Andy se definía enfunción de BUCHAN, ¿en función dequién se definía BUCHAN?

¿Por qué los amigos de BUCHAN lehablaban con tal franqueza? ¿EraBUCHAN un psiquiatra, un médico? ¿Oacaso una intrigante ramera quearrancaba secretos a sus amantesmediante técnicas eróticas? ¿Quiéntelefoneaba a Andy en llamadas dequince segundos, colgando antes casi deque pudiese contestar: «Ahí estaré»?¿Sería BUCHAN en persona, o tal vezun intermediario, un estudiante, unpescador, un enlace especial de la red?¿Adónde iba Andy cuando, como unhombre bajo las órdenes de una vozsobrenatural, se levantaba en plena

noche, se vestía de cualquier manera,cogía un fajo de billetes de la caja fuertesituada detrás de la cama y la dejaba allítendida sin despedirse siquiera, paravolver al alba, mohíno o eufórico,apestando a tabaco y perfume de mujer,y mudo todavía hacerle el amorinterminable, prodigiosaincansablemente durante horas, años, surobusto cuerpo flotando ingrávido sobreel de ella, junto al de ella, un clímax trasotro, algo que hasta el momento a Fransólo le había ocurrido en sus fantasíasde adolescencia?

¿Y qué clase de alquimia practicabaAndy cuando le entregaban en la puerta

un sobre marrón de aspecto corriente yse encerraba con él en el cuarto de bañodurante media hora, dejando al salir unolor de alcanfor o quizá, formaldehído?¿Qué veía Andy cuando salía delarmario de la limpieza con una tira depelícula húmeda no más ancha que unatenia y se sentaba ante su escritorio parapasarla a través de un editor enminiatura?

—¿No deberías hacer eso en laembajada? —preguntó Fran un día.

—Allí no tengo cuarto oscuro ni tetengo a ti —respondió con la, vozdesdeñosa que ella tan irresistibleencontraba. ¡Qué zafio resultaba en

comparación con Edgar! Tan furtivo, taninmoderado, tan audaz…

En las reuniones BUCHAN de laembajada se recreaba observándolo: eljefe bucanero, poderosamenterepantigado al extremo de la larga mesa,cierto aire soñador fruto de un mechónde pelo que le caía sobre el ojo derechomientras repartía sus carpetas de coloreschillones, y luego la mirada en el vacíomientras todos excepto él leían losinformes, el Panamá de BUCHANsorprendido in fraganti:

Antonio Tal y Tal, delMinisterio de Asuntos

Exteriores, se declarórecientemente tan enamoradode su amante cubana que sepropone emplear sus buenosoficios para mejorar lasrelaciones entre Panamá yCuba, haciendo caso omiso delas objeciones de EstadosUnidos…

¿Se declaró ante quién? ¿Ante suamante cubana? ¿Y ella se lo transmitióa BUCHAN? ¿O quizá se lo transmitiódirectamente a Andy, en la cama?Recordó de nuevo el perfume e imaginóque cuerpos desnudos lo habían

impregnado en su piel. ¿Es AndyBUCHAN? No había nada imposible.

Tal y Tal deposita su otralealtad en la mafia libanesa deColón, que según se dice hapagado veinte millones dedólares por la «condición denación favorecida» dentro de lacomunidad criminal de Colón…

Y de las amantes cubanas y losmaleantes libaneses BUCHAN salta alCanal:

El caos en la recién constituida

Autoridad del Canal aumentadiariamente a medida que losantiguos empleados sonsustituidos por personal pococualificado cuya designación selleva a cabo por meronepotismo, para desesperaciónde Ernesto Delgado. El ejemplomás flagrante ha sido elnombramiento de José MaríaFernández como director deServicios Generales después dehaber adquirido un treinta porciento de las acciones de lacadena china deestablecimientos de comida

rápida Lee Lothus, de la cualposeen un cuarenta por cientolas empresas ligadas al cartelde la cocaína de Rodríguez, enBrasil…

—¿Es ése el Fernández que me hizoproposiciones deshonestas en lacelebración del Día Nacional? —preguntó Fran a Andy con rostroinexpresivo durante una sesión de losbucaneros en el despacho de Maltby.

Había almorzado con él en suapartamento, y habían hecho el amortoda la tarde. Su pregunta se inspirabatanto en la curiosidad como en los

rescoldos de su tórrida sobremesa.—Un fulano calvo y patizambo —

respondió Andy despreocupadamente—.Gafas, pecas, olor a sobacos y malaliento.

—Es él. Quería llevarme en su avióna los festejos de David.

—¿Cuándo sales?—Andy, estás muy equivocado —

reprendió Nigel Stormont sin levantar lavista del informe, y Fran apenas pudoreprimir la risa.

Y cuando las sesiones concluían,Fran, de reojo, lo observaba apilar lascarpetas y retirarse con ellas a su reinosecreto tras la nueva puerta blindada del

pasillo este, seguido por su repelentesecretario, que llevaba chalecos depunto y el pelo engominado; Shepherd sellamaba, y siempre tenía algo en lasmanos, una llave inglesa, undestornillador, un trozo de cable.

—¿En qué demonios te ayuda eseShepherd?

—Limpia los cristales de lasventanas.

—Con su estatura, lo dudo.—Lo aúpo yo.Con idénticas expectativas de

obtener respuesta, Fran le preguntó unanoche por qué se vestía una vez máscuando todo el mundo intentaba

conciliar el sueño.—He de hablar de un perro con un

tipo —contestó lacónicamente. Habíaestado irritable toda la tarde.

—¿Un galgo?No obtuvo respuesta.—Es un perro muy noctámbulo —

bromeó ella, recurriendo al humor paraarrancarlo de su introspección.

No obtuvo respuesta.—Supongo que es el mismo perro

que figuraba tan llamativamente en eltelegrama codificado que has recibidoesta tarde.

Osnard, que estaba poniéndose lacamisa, se quedó inmóvil.

—¿Cómo te has enterado de eso? —preguntó con un tono no precisamenteamable.

—Me he encontrado con Shepherden el ascensor cuando salía de laembajada. Me ha preguntado si tú aúnestabas, y naturalmente le he sonsacadolo que he podido. Me ha dicho que traíauna caliente para ti, pero que tendríasque desabotonártela tú mismo. Deentrada me he ruborizado, pero luego hecomprendido que se refería a unacomunicación urgente. ¿No vas a cogertu Beretta de cachas nacaradas?

No obtuvo respuesta.—¿Dónde vas a encontrarte con

ella?—En un burdel —replicó Osnard,

dirigiéndose hacia la puerta.—¿Te he ofendido?—Todavía no. Pero vas por el buen

camino.—Quizá tú me has ofendido a mí.

Puede que vuelva a casa. Necesitodormir.

Pero se quedó, con el olor de sucuerpo hábil y redondo impregnado aúnen su piel, su silueta dibujada aún en lassábanas junto a ella, y el recuerdo de susojos alertas brillando aún en lapenumbra. Incluso sus arrebatos decólera la excitaban. Como también su

lado oscuro, en las raras ocasiones enque lo mostraba: mientras hacían elamor, cuando jugueteaban y ella lollevaba al borde de la violencia, y sucabeza húmeda se alzaba como paraatacar, antes, un poco antes, de recobrarla compostura. O en las reunionesBUCHAN cuando Maltby, con suacostumbrada perversidad, decidíazaherirlo por algún informe —«¿Es tuinformador analfabeto además deomnisciente, Andrew? ¿O este uso delos gerundios debemos agradecértelo ati?»—, y gradualmente las facciones desu fluido rostro se endurecían y la luz depeligro se encendía en el fondo de sus

ojos, y Fran comprendía por qué habíallamado Castigo Divino a su galgo.

Estoy perdiendo el control, pensó.No sobre él, pues nunca lo he tenido.Sobre mí. Y más alarmante aún para lahija de un lord irremediablementepomposo y la ex compañera delinmaculado Edgar: estabadescubriéndose un claro apetito por loabominable.

Capítulo 12

Osnard aparcó su coche con distintivodiplomático frente al complejocomercial, al pie del alto edificio,saludó a los guardias de seguridad ysubió a la cuarta planta. Bajo la molestaluz de los fluorescentes el león y elunicornio contendían eternamente. Pulsóla combinación, entró en el vestíbulo dela embajada, abrió con llave una puertade cristal antibalas, ascendió por unaescalera, abrió con llave una reja y entróen su propio reino. Quedaba aún una

última puerta cerrada, y era de acero.Seleccionando una larga llave de astiltubular, la insertó torcida en lacerradura, maldijo, la sacó y volvió ainsertarla correctamente. Cuando sehallaba solo no se movía como cuandolo observaban. En todos sus gestos seadvertía cierta precipitación. Con lamandíbula caída, los hombrosencorvados, las cejas más bajas, parecíaa punto de arremeter contra un enemigoinvisible.

La cámara acorazada abarcaba losdos últimos metros de pasillo,convertidos en una especie de despensa.A la derecha de Osnard había casilleros;

a su izquierda, entre diversos objetosinconexos tales como insecticida y papelhigiénico, una caja fuerte de colorverde. Frente a él, sobre una columna decontroles eléctricos, reposaba unenorme teléfono rojo. En la jerga, se loconocía como el «enlace digital conDios». En la base, un letrero rezaba:«Hablar a través de este aparato cuesta50 libras por minuto». Osnard habíaescrito debajo: «Buen provecho». Coneste mismo espíritu, levantó el auriculary, haciendo caso omiso de la vozgrabada que le ordenaba pulsar ciertosbotones y atenerse al procedimiento derutina, marcó el número de su corredor

de apuestas en Londres, y por mediaciónde él apostó a un par de galgos, a razónde quinientas libras por cabeza, cuyosnombres y posiciones de salida conocíatan bien como a su corredor de apuestas.

—No, estúpido, como ganadores —dijo. ¿Cuándo había puesto Osnarddinero en un perro para otras posicionesque no fuesen la de cabeza?

A continuación se resignó a losrigores de su oficio. Tras extraer unacarpeta corriente de una casilla marcadacon el rótulo BUCHAN informaciónreservada, entró en su despacho,encendió las luces, se sentó ante elescritorio, eructó, apoyó la cabeza en

las manos y empezó a leer una vez máslas cuatro hojas de instrucciones quehabía recibido esa tarde de parte deLuxmore, su director regional enLondres, y había descifrado a mano élmismo en un derroche de paciencia.Imitando aceptablemente el dejo escocésde Luxmore, leyó el texto en voz alta:

—Joven señor Osnard, memorice lassiguientes instrucciones. —Aspiracióndental—. Este mensaje no debereproducirse ni archivarse, y serádestruido a las setenta y dos horas de surecepción… Expresará a BUCHAN deinmediato las siguientesrecomendaciones… —Aspiración dental

—. Puede comprometerse con BUCHANsólo con arreglo a las siguientescondiciones… Transmita la seriaadvertencia siguiente… ¡Sí, claro!

Con un gruñido de exasperación,volvió a plegar el telegrama, sacó unsobre blanco del cajón de su escritorio,guardó dentro el telegrama y se lo metióen el bolsillo posterior derecho de supantalón de Pendel Braithwaite, cuyafactura había cargado a Londres comogasto necesario de la operación. Trasregresar a la cámara acorazada, cogióuna raída cartera de piel queintencionadamente no guardaba el menorparecido con un maletín oficial, la dejó

sobre un estante y, separando otra llavedel llavero, abrió la caja fuerteempotrada de color verde, que conteníaun libro de contabilidad con el lomorígido y gruesos fajos de billetes decincuenta dólares; a los billetes de cien,como él mismo había advertido aLondres, no era posible darles curso sindespertar sospechas.

Bajo la luz del techo, pasó las hojasdel libro de contabilidad hasta llegar alos últimos movimientos consignados.La página se dividía en tres columnas decifras escritas a mano. Una H de Harryencabezaba la columna de la izquierda,y una A de Andy la de la derecha. La

columna central, que contenía las sumasmayores, tenía por encabezamiento lapalabra «Ingresos». Precisas líneas ycírculos de los que tanto gustan a lossexólogos dirigían sus recursos aderecha e izquierda. Después deestudiar las tres columnas en resentidosilencio, se sacó un lápiz del bolsillo y aregañadientes anotó un 7 en la columnacentral, lo encerró en un círculo y desdeéste trazó una línea hacia la izquierda,adjudicándoselo a la columna H deHarry. A continuación anotó un 3 y, máscontento, lo dirigió hacia la columna Ade Andy. Con un murmullo contó sietemil dólares y los introdujo en la cartera.

Luego metió también, encima del dinero,el insecticida y otros varios objetos delestante. Con desdén. Como si losdespreciase, y en efecto así era. Cerró lacartera, la caja fuerte, luego la cámaraacorazada y por último la puerta deentrada.

La luna llena le sonrió cuando salióa la calle. El cielo estrellado formaba unarco sobre la bahía, y las luces de losbarcos en espera de tránsito alineadossobre el horizonte negro parecían sureflejo. Levantó la mano para parar undestartalado taxi Pontiac y dio ladirección al conductor. En cuestión deminutos avanzaban ya por la carretera

del aeropuerto, y Osnard observó concierta ansiedad el Cupido de neón malvaque lanzaba su fálica flecha hacia losnidos de amor cuya existencia anunciabaa los automovilistas. Iluminadas por losfaros de un coche que circulaba ensentido contrario, sus facciones seendurecieron. Sus ojos pequeños yoscuros, atentos a los retrovisores, seencendían con cada luz que pasaba. «Lasuerte favorece sólo a la mentepreparada», recitó para sí. Era lamáxima preferida de uno de susprofesores de ciencias del colegio,quien tras darle una brutal paliza sugirióque resolviesen sus diferencias

quitándose la ropa.

En algún lugar cercano a Watford, alnorte de Londres, existe una CasaOsnard. Se llega hasta allí por unatransitada carretera de circunvalación yluego, tras un brusco giro, a través delas calles de una ruinosa urbanizaciónde viviendas protegidas llamadaOlmeda en recuerdo de los olmos que enotro tiempo poblaban aquel lugar. Lacasa ha tenido más vidas en los últimoscincuenta años que en los cuatro siglosanteriores: residencia para ancianos,correccional de menores, establo para

galgos, y más recientemente, bajo ladirección de Lindsay, el taciturnohermano mayor de Osnard, un santuariopara la meditación de los adeptos de unasecta oriental.

Durante un tiempo, a través de cadauna de estas transformaciones, losOsnard, desde lugares tan lejanos comola India o Argentina, se repartieron losingresos en concepto de alquiler, ydiscutieron sobre el mantenimiento y siuna niñera superviviente debía o nopercibir una pensión. Perogradualmente, como la casa que loshabía visto nacer, fueron deteriorándoseo simplemente renunciaron a luchar por

la supervivencia. Un tío se llevó suparte a Kenia y la perdió. Un primopensó que podía establecerse enAustralia como un patriarca, compró uncriadero de avestruces, y lo pagó caro.Otro Osnard, abogado y fideicomisariode la familia, robó la parte de laherencia que aún no había dilapidado afuerza de pésimas inversiones y luego sepegó un tiro. Y los Osnard que no sehabían hundido con el Titanic, sehundieron con Lloyd’s. El taciturnoLindsay, hombre de extremos, se vistióel hábito azafranado de los monjesbudistas y se colgó del único cerezo quequedaba incólume en el jardín tapiado.

Sólo los padres de Osnard,empobrecidos, se aferrabanexasperadamente a la vida: su padre enuna finca hipotecada que la familia teníaen España, estirando los exiguos restosde su fortuna y sacando cuanto podía desus parientes españoles; su madre enBrighton, donde sobrellevabadignamente la miseria, compartiéndolacon un chihuahua y una botella deginebra.

Otros, ante una perspectiva tancosmopolita de la vida, se habríanmarchado en busca de nuevos pastos opor lo menos del sol de España. Pero eljoven Andrew desde muy temprana edad

había decidido que el estaba hecho paraInglaterra, o más exactamente queInglaterra estaba hecha para él. Unainfancia de privaciones y la huellaindeleble dejada en él por losaborrecibles internados lo llevaron a laconvicción, a los veinte años, de que yahabía pagado a Inglaterra una cuotamucho más alta de lo que cualquier paísrazonable estaba autorizado a esperar deél, y que a partir de ese momento dejaríade pagar y empezaría a recaudar.

El problema era cómo. No teníaoficio ni beneficio, y sus aptitudes serestringían al campo de golf y la alcoba.El área que mejor conocía era la

podredumbre inglesa, y necesitaba portanto una institución corrompida que ledevolviese lo que otras institucionescorrompidas le habían arrebatado.Pensó primero en Fleet Street. Era unhombre relativamente instruido, einmoderado por principio. Tenía unajuste de cuentas pendiente. Enapariencia, pues, era el candidatoidóneo para unirse a la nueva y boyanteclase de los comunicadores de masas.Pero tras dos prometedores años comoaprendiz de periodista en elLoughborough Evening Messenger sucarrera se truncó de pronto cuandocorrió la voz de que un calenturiento

artículo titulado «Aberraciones sexualesde nuestros mayores» estaba basado enlas confesiones de alcoba de la esposadel director.

Después lo aceptó una importanteorganización benéfica dedicada a ladefensa de los animales, y durante untiempo Osnard creyó que habíaencontrado su verdadera vocación. Enun magnífico edificio situado a un pasode teatros y restaurantes se discutían lasnecesidades de los animales en GranBretaña con vehemente entrega. Nohabía gala, cena de etiqueta o viaje alextranjero para observar a los animalesde otras naciones que los bien

remunerados directivos de laorganización no pudiesen acometer porfalta de recursos. Y todo proyectocristalizaba. La Fundación de AcciónInmediata para la Protección del Asno(organizador: A. Osnard) y el Proyectode Fincas de Recreo para GalgosVeteranos (tesorero: A. Osnard) habíangozado del general aplauso de laorganización hasta que dos de sussuperiores fueron invitados a rendircuentas ante el Departamento deInvestigación de ActividadesFraudulentas.

Después de eso consideró duranteuna vertiginosa semana la posibilidad de

ordenarse pastor de la Iglesia anglicana,que tradicionalmente ofrecía unapromoción rápida a agnósticos con labiay sexualmente activos. Pero su devociónse esfumó cuando, tras ciertasindagaciones, averiguó que una políticade inversiones calamitosa había sumidoa la Iglesia en una inoportuna y cristianapobreza. Desesperado, se embarcó enuna serie de aventuras mal planeadaspor el carril rápido de la vida. Todasduraron poco, todas terminaron enfracaso. Más que nunca, necesitaba unaprofesión.

—¿Y la BBC? —preguntó alsecretario cuando visitó por quinta o

decimoquinta vez la bolsa de trabajo desu universidad.

El secretario, que era un hombrecanoso y prematuramente viejo, lodescartó.

—Esa vía ya está cerrada —respondió.

Osnard propuso el National Trust, elorganismo encargado de velar por elpatrimonio arquitectónico de GranBretaña.

—¿Te gustan los edificios antiguos?—preguntó el secretario, como sitemiese que Osnard pudiese volarlos.

—Me encantan. Soy un verdaderoadicto.

—Muy bien.Con dedos trémulos el secretario

levantó la esquina de una carpeta y echóun vistazo al interior.

—Supongo que te aceptarían. Tienesmala reputación. Y relativo encanto.Además, eres bilingüe, si es que lesinteresa el español. Nada perdemos conintentarlo, imagino.

—¿El National Trust?—No, no. Los espías. Aquí está.

Llévate esta solicitud a un rincón oscuroy rellénala con tinta invisible.

Osnard había encontrado su santogrial. Allí estaba por fin su Iglesiaanglicana, su feudo corrompido con un

holgado presupuesto. Allí, conservadascomo en un museo, se guardaban las másíntimas plegarias de la nación. Allíestaban los escépticos, soñadores,fanáticos y abades locos. Y el dinerosuficiente para convertirlo todo enrealidad.

Pero su reclutamiento no era aún unhecho. Aquél era el nuevo servicio deinteligencia, libre de las ataduras delpasado, abierto a todas las clases en lamejor tradición republicana, compuestode hombres y mujeres seleccionadosdemocráticamente entre la poblaciónblanca, educada en colegios privados yprocedente de barrios residenciales. Y

Osnard tuvo que someterse al mismoproceso de selección que todos losdemás.

—Y la trágica muerte de su hermanoLindsay, el suicidio, ¿cómo le afectó?—le preguntó un espiócrata de ojoshundidos con una temible mueca desdeel otro lado de una lustrosa mesa.

Osnard siempre había detestado aLindsay. Adoptó una expresión resuelta.

—Me dolió mucho.—¿En qué forma? —Otra mueca.—Esas cosas lo llevan a uno a

preguntarse qué es lo verdaderamentevalioso, qué le interesa en realidad, cuáles su misión en este mundo.

—¿Y ha llegado a la conclusión deque este servicio es la respuesta a esaspreguntas?

—Sin duda.—¿Y no tiene la impresión, después

de haber rondado tanto por el planeta,con familia aquí, allá y más allá, doblenacionalidad, etcétera, de que es ustedpoco inglés para esta clase de servicio?¿De que es un ciudadano del mundo másque uno de los nuestros?

El patriotismo era una cuestiónespinosa. ¿Cómo la abordaría Osnard?¿Reaccionaría a la defensiva? ¿Haría uncomentario irrespetuoso? O peor aún,¿se pondría sentimental? No tenían nada

que temer. El sólo les pedía un lugardonde sacar provecho a su amoralidad.

—Es en Inglaterra donde guardo micepillo de dientes —respondió,arrancando para alivio suyo unacarcajada a su interlocutor.

Empezaba a comprender el juego. Noimportaba qué decía sino cómo lo decía.¿Tiene reflejos, el muchacho? ¿Se alterafácilmente? ¿Sabe salirse de un apuro?¿Se deja intimidar? ¿Resultaconvincente? ¿Puede pensar la mentira ydecir la verdad? ¿Puede pensar lamentira y decirla?

—Hemos examinado su lista de«amigas especiales» en los últimoscinco años, joven señor Osnard —dijoun escocés con barba, entornando lospárpados para causar mayor impresiónde perspicacia—. Y es una lista… eh…un tanto larga —aspiración dental—para una vida relativamente corta.

Risas, a las que Osnard se sumópero no muy efusivamente.

—A mi modo de ver, la mejormanera de juzgar una relación amorosaes por cómo termina —contestó conadmirable modestia—. En mi caso, lamayoría han terminado bastante bien.

—¿Y las otras?

—En fin, todos nos hemosdespertado alguna vez en la camaequivocada, ¿no?

Y dado que eso era a todas lucesimprobable para cualquiera de los seisrostros dispuestos en torno a la mesa, yen particular para su barbudointerrogador, Osnard se ganó de nuevosus prudentes risas.

—Y es usted de la familia, ¿losabía? —dijo el jefe de personal,ofreciéndole un huesudo apretón demanos a modo de enhorabuena.

—Bueno, supongo que ahora sí losoy —contestó Osnard.

—No, no, familia antigua. Una tía y

un primo. ¿De verdad no lo sabía?Para gran satisfacción del jefe de

personal, Osnard no lo sabía. Y cuandose enteró de quiénes eran, unatumultuosa carcajada brotó de suinterior, y sólo en el último instanteconsiguió reducirla a una agradablesonrisa de asombro.

—Me llamo Luxmore —anunció elescocés de la barba, dándole un apretónde manos curiosamente parecido al deljefe de personal—. Superviso lasoperaciones de la península Ibérica,América del Sur y un par de zonasafines. Puede que también oiga hablar demí en relación con cierto asuntillo en las

islas Falkland. Estaré esperándole tanpronto como se haya beneficiado denuestro adiestramiento básico, jovenseñor Osnard.

—Me muero de impaciencia, señor—respondió Osnard con vivoentusiasmo.

De impaciencia no murió pero sí,casi, de aburrimiento. Tras la guerrafría, había observado, los espíasdisfrutaban de su mejor y su peormomento. El Servicio nadaba en dinero,pero ¿dónde podía gastarlo?Arrinconado en la llamada BodegaEspañola, que podría haber hecho lasveces de departamento editorial del

listín telefónico de Madrid, rodeado dedebutantes de mediana edad con cintasen el pelo y un cigarrillo entre los labiospermanentemente, el joven espía enperíodo de prueba escribió una mordazvaloración de la posición de sus jefes enel mercado de Whitehall:

Irlanda la preferida: Un ingresoregular, excelentes perspectivasa largo plazo, pero escasasganancias cuando han derepartirse entre agencias rivales.El Islam militante: Ráfagasesporádicas; en términosgenerales, rendimiento pobre.

Como sucedáneo del terror rojo,un total fracaso.Armas a cambio de drogas, S.A.: Un desastre. El Servicio nosabe si hacer de guardabosque ode cazador furtivo.

En cuanto a la tan cacareada materiaprima de la era moderna, a saber, elespionaje industrial, Osnardconsideraba que cuando se habíadescifrado unos cuantos mensajes enclave taiwaneses y sobornado unascuantas mecanógrafas coreanas, ya nopodía hacerse mucho más por laindustria británica salvo compadecerla.

O al menos eso pensaba hasta queScottie Luxmore lo llamó a su lado.

—Panamá, joven señor Osnard —paseando de un lado a otro por lamoqueta azul, chasqueando los dedos,levantando los codos, todo él enmovimiento—, ése es el lugar indicadopara un joven funcionario con su talento.De hecho, es el lugar indicado paratodos nosotros, pero esos necios deHacienda no ven más allá de susnarices. El mismo problema tuvimos conlas islas Falkland, no tengo el menorreparo en admitirlo. Oídos sordos hastael toque de alerta.

El despacho de Luxmore es amplio y

está cerca del cielo. A través de loscristales tintados a prueba de bala se veel palacio de Westminster, alzándose entodo su esplendor al otro lado delTámesis. Luxmore es un hombremenudo. Su barba afilada y su pasoenérgico no consiguen aumentar suestatura. Es un anciano en un mundo dejóvenes, y su alternativa es correr ocaer. O eso piensa Osnard. Luxmore sesucciona los dientes delanteros al hablarcomo si siempre tuviese un caramelo enla boca.

—Pero las cosas van mejorando. LaJunta de Comercio y el Banco deInglaterra han puesto el grito en el cielo.

El Foreign Office, aunque poco dado ala histeria, ha expresado su cautapreocupación. Recuerdo que expresaronun sentimiento semejante cuando tuve elplacer de informarles de las intencionesdel general Galtieri respecto a las malllamadas Malvinas.

Las esperanzas de Osnard sedesmoronan.

—Pero, señor… —objeta con lacalculada voz de neófito perplejo que haadoptado.

—¿Sí, Andrew?—¿Cuáles son los intereses

británicos en Panamá? ¿O es que soyestúpido?

La inocencia del muchachocomplace a Luxmore. Moldear a losjóvenes para el servicio en puestos devanguardia ha sido siempre una de susmayores satisfacciones.

—No existen, Andrew. En Panamácomo nación, los intereses británicosson nulos en todos los sentidos —responde con una sonrisa arqueada—.Unos cuantos marineros abandonados asu suerte, inversiones por valor de unospocos cientos de millones, unadecreciente colonia británica, un par demoribundos comités consultivos, y ahíterminan nuestros intereses en laRepública de Panamá.

—Entonces…Luxmore lo interrumpe con un gesto.

Se dirige a su propio reflejo en el cristalantibalas.

—Sin embargo, joven señor Osnard,si modifica usted ligeramente elenunciado de su pregunta, obtendrá unarespuesta muy distinta. ¡Ah, sí!

—¿Cómo, señor?—¿Cuáles son nuestros intereses

geopolíticos en Panamá? Pregúnteselo.—Luxmore está en otra parte—. ¿Cuálesson nuestros intereses vitales? ¿Dóndereside el mayor riesgo para nuestra grannación comercial? Si apuntamos nuestrocatalejo hacia el bienestar futuro de

estas islas, ¿dónde vemos formarse losmás negros nubarrones, joven señorOsnard? —Ha alzado el vuelo—. ¿Enqué lugar del globo adivinamos elpróximo Hong Kong viviendo contiempo prestado, el próximo desastre enciernes? —Al otro lado del Támesis,por lo visto, donde mantenía fija sumirada visionaria—. Los bárbarosaguardan, joven señor Osnard.Depredadores de todos los rincones delplaneta se ciernen sobre el pequeñoEstado de Panamá. Allí ese gran relojmarca los minutos que faltan para elApocalipsis. ¿Y acaso Hacienda prestaatención al problema? No. Una vez más

se tapan los oídos. ¿Quién se adueñaráde la posesión más preciada delpróximo milenio? ¿Serán los árabes?¿Están los japoneses afilando suskatanas? ¡Claro que sí! ¿Serán loschinos, los tigres, o un consorciopanlatino sustentado en billones dedólares procedentes de la droga? ¿SeráEuropa sin nosotros? ¿Otra vez losalemanes, o esos astutos franceses? Noserán los ingleses, Andrew, de esopuede estar seguro. No, no. No esnuestro hemisferio. No es nuestro canal.No tenemos intereses en Panamá.Panamá es un país atrasado, joven señorOsnard. ¡Panamá son dos hombres y un

perro, y vámonos todos a llenarnos latripa con una buena comida!

—Están locos —susurra Osnard.—No, no lo están. Tienen razón. No

se encuentra en nuestros dominios. Es elpatio trasero.

Osnard no alcanza a comprender,pero de pronto ve la luz. ¡El patiotrasero! ¿Cuántas veces oyó esaexpresión en el curso de adiestramiento?¡El pato trasero! ¡El Dorado de todoespiócrata británico! ¡Esa especialrelación resucitada! ¡El retorno a laedad de oro en que los hijos de Yale yOxford, con sus chaquetas de tweed, sesentaban juntos en las mismas salas

revestidas de madera y compartían susfantasías imperialistas! Luxmore havuelto a olvidar la presencia de Osnardy habla para su propia alma:

—Los americanos han tropezado denuevo en la misma piedra. Ah, sí. Unaasombrosa demostración de suinmadurez política. De su cobarderetirada de la responsabilidadinternacional. De la omnipresenteinfluencia de erróneas suspicaciasliberales en los asuntos extranjeros. Lediré, entre nosotros, que en el embrollode las islas Falkland nos enfrentamoscon ese mismo problema. Ah, sí. —Unpeculiar rictus aparece en sus labios

cuando cruza las manos tras la nuca y sepone de puntillas—. Y los americanosno sólo han firmado un insensatotratado… han cedido el negocio, muchasgracias, señor Jimmy Carter… sino queademás se proponen cumplir lo pactado.Por consiguiente, están dispuestos adejar un vacío, para ellos y, peor aún,para sus aliados. Y nuestro trabajoconsistirá en llenarlo. En convencerlosde que ellos lo llenen. En demostrarlessu error. En recuperar la posición quenos corresponde en las más altas áreasde decisión. Es la historia de siempre,Andrew. Somos los últimos romanos.Nosotros tenemos el saber, pero ellos

tienen el poder. —Una maliciosa miradahacia Osnard, pero suficientementeamplia para abarcar también losrincones del despacho por temor a quese haya infiltrado furtivamente algúnbárbaro—. Nuestra tarea, su tarea, jovenseñor Osnard, consistirá enproporcionar las bases, los argumentos,las pruebas necesarias para hacer entraren razón a nuestros aliados americanos.¿Entiende?

—No del todo, señor.—Eso se debe a que aún carece de

visión global. Pero ya la adquirirá.Créame, la adquirirá.

—Para obtener una visión global,

Andrew, intervienen varios elementos.Reunir información sólida sobre elterreno es sólo uno de ellos. El agentesecreto nato es el hombre que sabe québusca antes de encontrarlo. Recuérdelo,joven señor Osnard.

—Lo recordaré.—Intuye. Selecciona. Prueba. Dice

sí o no, pero no es omnívoro. A la horade seleccionar, es incluso puntilloso.¿Ha quedado claro?

—Me temo que no, señor.—Bien. Porque en el momento

oportuno será puesto al corriente detodo, o mejor dicho, no de todo sino deuna esquina. —Esperaré con

impaciencia.—Esperará con calma. La paciencia

es otra de las virtudes del agente secretonato. Debe poseer la paciencia de unpiel roja. Y también su sexto sentido.Debe aprender a ver más allá delhorizonte.

Para ilustrarlo al respecto, Luxmoredirige la mirada río arriba una vez más,hacia las macizas fortalezas deWhitehall, y frunce el entrecejo. Pero alparecer el destinatario de su ceñudaexpresión es Estados Unidos.

—Peligrosa inseguridad en símismos, así llamo yo a esa actitud,joven señor Osnard. La mayor

superpotencia mundial refrenándose porpuritanismo. ¡Dios nos asista! ¿Es queno han oído hablar de Suez? Hay allímás de un fantasma que debe de haberselevantado de su tumba. En política,joven señor Osnard, no hay mayorcriminal que aquel que se inhibe de usarsu honorable poder. Estados Unidosdebe empuñar su espada o perecerá, ynos arrastrará a todos en su caída.¿Acaso debemos quedarnos de brazoscruzados mientras otros entregan enbandeja a los paganos el inestimablepatrimonio de Occidente? ¿Mientras laesencia de nuestro comercio, de nuestropoder mercantil, se nos escurre entre los

dedos? ¿Mientras la economía japonesanos anula y los tigres del Sudesteasiático nos arrancan los miembros unoa uno? ¿Es eso propio de nosotros? ¿Esése el espíritu de la actual generación,joven señor Osnard? Quizá sí. Quizáestarnos perdiendo el tiempo. Sáquemede dudas, por favor. No lo digo enbroma, Andrew.

—No es mi espíritu, eso se loaseguro, señor —respondió Osnard confervor.

—Buen chico. Tampoco el mío,tampoco el mío. —Luxmore guardasilencio por un instante, calibra aOsnard con la mirada, preguntándose

hasta qué punto puede confiar en él—.Andrew.

—Señor.—Gracias a Dios, no estamos solos.—Me alegro, señor.—Dice que se alegra. ¿Qué es lo que

sabe?—Sólo lo que usted acaba de

decirme —contestó Osnard—. Y laimpresión que yo tengo desde hacetiempo.

—¿No le informaron en el curso deadiestramiento?

Informarme ¿de qué?, se preguntaOsnard.

—No, señor.

—¿En ningún momento le hablaronde cierto organismo conocido comoComisión de Planificación yRealización?

—No, señor.—¿Presidida por un tal Geoff

Cavendish, un hombre de amplias miras,experto en el arte de la influencia y lapersuasión pacífica?

—No, señor.—¿Un hombre que conoce a los

americanos como ningún otro?—No, señor.—¿Ninguna mención al nuevo

realismo que circula por los pasillos delos servicios de inteligencia? ¿A la

ampliación de las bases en que seasienta la política encubierta? ¿Alreclutamiento de hombres y mujereshonrados de todas clases y condicionespara servir a la bandera secreta?

—No.—¿Al esfuerzo por asegurarnos de

que quienes han hecho grande a estanación contribuyan ahora a salvarla, yasean ministros de la Corona,empresarios, magnates de la prensa,banqueros u hombres de mundo?

—No.—¿A que juntos planificaremos y,

después de haber planificado,realizaremos nuestros planes? ¿A que

en lo sucesivo, mediante la cuidadosaimportación de mentes experimentadas,dejaremos de lado todo escrúpulosiempre que la acción pueda detener lapodredumbre? ¿Nada?

—Nada.—En ese caso, joven señor Osnard,

debo callar. Y esa misma obligacióntiene usted. De ahora en adelante esteservicio de inteligencia no se limitará aconocer el grosor de la soga con que vana ahorcarnos. Con la ayuda de Dios,también nosotros empuñaremos laespada con que cortar esa soga. Olvidetodo lo que acabo de decir.

—Así lo haré, señor.

Dicho esto, Luxmore vuelve conrenovada rectitud al tema que habíaabandonado momentáneamente.

—¿Acaso preocupa en lo másmínimo a nuestro noble Foreign Office oa los altruistas liberales del Capitolioque los panameños no sean capaces deorganizar una cafetería, y ya nohablemos de la principal vía delcomercio mundial? ¿Que sean un pueblocorrupto y entregado a los placeres,venal hasta la inmovilidad? —Se damedia vuelta como para refutar unaobjeción procedente del fondo de la sala—. ¿A quién se venderán, Andrew?¿Quién los comprará? ¿Para qué? ¿Y

cuál será la repercusión sobre nuestrosintereses vitales? Catastrófica, Andrew,y ésa es una palabra que no uso a laligera.

—¿Y por qué no calificarla decriminal? —sugiere Osnardservicialmente.

Luxmore niega con la cabeza. Aúnno ha nacido el hombre que puedacorregir los adjetivos a Scottie Luxmorecon impunidad. El mentor y guíaautodesignado de Osnard tiene aún unaúltima baza que jugar, y Osnard debeobservarlo, pues casi nada de lo queLuxmore hace es real a menos quealguien lo observe. Levantando el

auricular de un teléfono verde que locomunica con otros inmortales delOlimpo de Whitehall, adopta unaexpresión que es pícara y seria a la vez.

—¡Tug! —exclama complacido, ypor un momento Osnard confunde conuna instrucción lo que resulta ser unapodo—. Dime, Tug, ¿es cierto que losplanificadores y realizadores se reuniránel próximo jueves en casa de ciertapersona? Lo es. Vaya, vaya. Mis espíasno son siempre tan precisos, ejem, ejem.Tug, ¿me concederías el honor dealmorzar conmigo ese día? ¿Qué mejormanera de prepararte para la difícilprueba? Y si el amigo Geoff pudiese

venir, no tendrías inconveniente, ¿no?Invito yo, Tug, insisto. ¿Y adóndepodríamos ir? Algún sitio un pocoanónimo, he pensado. Es mejor queevitemos los locales más frecuentados.Yo iba a sugerir un pequeño restauranteitaliano a un paso del Embankment.¿Tienes un lápiz a mano, Tug?

Y entretanto gira sobre un talón, sepone de puntillas, y alza las rodillaslentamente para no tropezar con el cabledel teléfono.

—¿A Panamá? —repitió jovialmente eljefe de personal—. ¿Cómo primer

destino? ¿Usted? ¿Allí solo a tan tiernaedad? ¿Con todas esas tentadoraspanameñas? ¿Droga, pecado, espías,maleantes? ¡Scottie debe de haberperdido el juicio!

Y después de divertirse a su costa eljefe de personal hizo lo que Osnard yasabía que iba a hacer. Lo destinó aPanamá. Su inexperiencia no era unobstáculo. Todos sus preparadoreshabían atestiguado su precocidad en lamagia negra. Era bilingüe, y desde elpunto de vista operacional estabainmaculado.

—Tendrás que buscarte tú mismo unescucha —se lamentó el jefe de personal

como si acabase de caer en la cuenta—.Según parece, no disponemos de nadieallí. Por lo visto, les dejamos el terrenolibre a los americanos. Tontos denosotros. Informarás directamente aLuxmore, ¿queda claro? Deja al margena los analistas hasta que se te diga locontrario.

«Localícenos un banquero, joven señorOsnard —aspiración dental tras la barba—, uno que conozca el mundo. Estosbanqueros modernos se prodigan muchopor ahí, y no como los de antes.Recuerdo que teníamos un par en

Buenos Aires durante el altercado de lasislas Falkland».

Con la ayuda de un ordenadorcentral cuya existencia han negadorotundamente tanto Westminster comoWhitehall, Osnard consulta losexpedientes de todos los banquerosingleses de Panamá, pero encuentra sólounos cuantos y en apariencia ningunoque pueda decirse que conozca elmundo.

«Localícenos, pues, uno de esosmagnates modernos, joven señor Osnard—los sagaces ojos escoceses medioocultos tras los párpados entornados—,alguien con tentáculos en todas partes».

Osnard consulta los antecedentes delos hombres de negocios inglesesresidentes en Panamá, y si bien algunosson jóvenes, ninguno tiene tentáculos entodas partes, por más que en su mayoríalo deseen.

«Entonces localice a un reportero,joven señor Osnard. Los reporterospueden hacer preguntas sin suscitarsospechas, se meten en todas partes,corren riesgos. Debe de haber unoaceptable en algún sitio. Búsquelo.Tráigamelo inmediatamente, si es tanamable».

Osnard consulta los antecedentes detodos los periodistas que visitan de vez

en cuando Panamá y hablan español. Unindividuo orondo con bigote y pajaritaparece accesible. Se llama Hector Pridey escribe para una desconocida revistamensual en lengua inglesa llamada TheLatino, publicada en Costa Rica. Supadre es un vinatero de Toledo.

«¡Justo el hombre que necesitamos,joven señor Osnard! —Se pasea convehemencia por la moqueta—. Fíchelo.Cómprelo. El dinero no es obstáculo. Silos tacaños de Hacienda cierran susarcas, las contadurías de ThreadneedleStreet abrirán las suyas. Me lo hangarantizado altas instancias. Extrañopaís este, que obliga a los industriales a

pagar por su servicio de inteligencia,pero así son las cosas en este mundoregido por los costes…».

Utilizando un alias, Osnard sepresenta como investigador del ForeignOffice e invita a Hector Pride aalmorzar en Simpson’s, gastándose eldoble de lo que Luxmore habíaautorizado para la ocasión. Pride, comotantos otros en su profesión, habla ycome y bebe sin mesura, pero no sedigna escuchar. Osnard aguarda hasta elpudin para sacar a colación el tema, yluego hasta el gorgonzola, en cuyo puntose agota obviamente la paciencia dePride, pues para consternación de

Osnard abandona su monólogo sobre lacultura inca y el pensamiento peruanocontemporáneo y prorrumpe en procacescarcajadas.

—¿Por qué no quieres ligarconmigo? —pregunta con voz estentóreapara alarma de los comensales de lasmesas cercanas—. ¿Qué tenía la chicadel taxi que no tenga yo? ¡Pues vete ameterle mano a ella!

Pride, se sabe después, trabaja parauna odiada agencia rival del servicio deinteligencia británico, que posee ademásla revista donde él escribe.

—Tenemos también a ese hombredel que le hablé —recuerda Osnard a

Luxmore—. El que está casado con unaempleada de la Comisión del Canal. Nopuedo evitar pensar que es el candidatoideal.

Ha estado pensando en ello, y en nadamás, durante días y noches. «La suertefavorece sólo a las mentes preparadas».Ha conseguido los antecedentes penalesde Pendel, ha observado condetenimiento las fotografías de Pendel,de frente y de perfil, ha analizado susdeclaraciones a la policía aunque en sumayor parte obviamente fueroninventadas por su circunstancial

público, ha leído los informes de lospsiquiatras y los asistentes sociales, losinformes de comportamiento en prisión,ha averiguado todo lo que ha podidosobre Louisa y el pequeño mundointerior de la Zona. Como un adivinooculto, se ha adentrado en susvibraciones e intimidades psíquicas, loha estudiado con la misma atención conque un vidente estudiaría el mapa de laimpenetrable selva donde hadesaparecido el avión: voy a reunirmecontigo, sé qué eres, espérame, «lasuerte favorece sólo a las mentespreparadas».

Luxmore reflexiona. Hace sólo unasemana descartó a ese mismo Pendelpara la elevada misión que tieneplaneada: «¿Cómo mi escucha, Andrew?¿Y el suyo? ¿En un destino de vitalimportancia? ¿Un sastre? ¡Seríamos elhazmerreír de nuestros superiores!».

Y cuando Osnard insiste de nuevo,esta vez después de un almuerzo, cuandoLuxmore tiende a mostrarse másgeneroso: «Soy un hombre sinprejuicios, joven señor Osnard, yrespeto su opinión. Pero esos tipos delEast End siempre acaban apuñalándoloa uno por la espalda. Lo llevan en lasangre. ¡Santo Dios, aún no hemos

llegado al punto de tener que reclutarpresos!».

Pero de eso hace una semana, y eltictac del reloj panameño resuena conmayor fuerza a cada segundo que pasa.

—¿Sabe? Creo que tenemos aquí unéxito seguro —declara Luxmoremientras se succiona los dientes y hojeapor segunda vez el compendiosoexpediente de Harry Pendel—. Lo másprudente era estudiar primero a fondotodas las posibilidades, desde luego.Nuestros superiores sabrán valorar sinduda ese esfuerzo. —Se detiene en lainverosímil confesión del joven Pendelante la policía, asumiendo toda la culpa,

no delatando a nadie—. Cuando unomira bajo la superficie, este hombre serevela como material de primeracategoría, justo la clase de escucha quenecesitamos en una pequeña nación llenade criminales. —Aspiración—. Duranteel conflicto de las islas Falklandtuvimos a un tipo de característicassemejantes infiltrado en los muelles deBuenos Aires. —Sus ojos se posan porun instante en Osnard, pero no seadvierte en su mirada indicio alguno deque considera a su subordinadoigualmente apto para una sociedad conmarcadas tendencias criminales—.Tendrá que domarlo, Andrew. Estos

sastres del East End son salvajes pornaturaleza, ¿se ve capaz?

—Creo que sí, señor. Si me da ustedalgún que otro consejo…

—Un villano es totalmente válido eneste juego, siempre y cuando seanuestro villano. —Los documentos deinmigración del padre que Pendel nollegó a conocer—. Y la esposa es sinduda una baza interesante —aspiración—, con un pie ya en la Comisión delCanal. Y además hija de un ingenieronorteamericano, Andrew; veo aquí unfactor estabilizador. Y buena cristiana.Nuestro hombre del East End se harehabilitado, parece. La religión no ha

supuesto una barrera. Y el propio interésha desempeñado un papel decisivo,como de costumbre. —Aspiración—.Andrew, empiezo a ver que el asuntocobra forma en nuestro horizonte.Tendrá que repasar sus cuentas tresveces, es una simple advertencia.Trabajará con ahínco, y posee olfato,astucia, pero ¿será usted capaz decontrolarlo? ¿Quién va a manejar aquién? Ese es el problema. —Un vistazoa la partida de nacimiento de Pendel,con el nombre de la madre que loabandonó—. Estos individuos sabencómo ganarse a la gente, eso esindudable, desde luego. Y cómo sacar

tajada. Finalmente pienso que daremosel visto bueno. ¿Podrá hacerlo?

—Creo que sí, la verdad.—Sí, Andrew. Yo también lo creo.

Un tipo ciertamente espinoso, pero anuestro servicio, eso es lo que cuenta.Tiene capacidad de asimilación, se haformado en la cárcel, conoce el ladooscuro de la calle —aspiración— y lasmezquindades del alma humana. Entrañariesgos, lo cual me agrada. Y tambiénagradará a nuestros superiores. —Luxmore cierra ruidosamente la carpetay reanuda sus paseos por la moqueta,esta vez en un radio mayor—. Si nopodemos apelar a su patriotismo,

podemos amenazarlo y apelar a sucodicia. Permítame que lo instruya sobrela importancia de un escucha, Andrew.

—Por favor, señor.El «señor», aunque reservado

tradicionalmente al jefe del Servicio, esla aportación de Osnard alautopropulsado vuelo de Luxmore.

—Si tiene un mal escucha, jovenseñor Osnard, por más que lo ponga antela caja fuerte del contrario con lacombinación zumbándole aún en losoídos, volverá con las manos vacías. Losé. Me he visto en esa situación.Tuvimos unos así durante laconflagración de las islas Falkland. En

cambio, a un buen escucha puededejarlo en el desierto con los ojosvendados, y el olfato lo guiará a suobjetivo en una semana. ¿Por qué?Porque tiene ese don, lo he visto muchasveces. Recuérdelo, Andrew. Si unescucha carece de ese don, no es nada.

—Lo recordaré —asegura Osnard.Otro viraje. Se sienta de pronto ante

su escritorio. Tiende la mano hacia elteléfono. La detiene.

—Llame al registro —ordena aOsnard—. Pídales un nombre en claveseleccionado al azar. Un nombre enclave revela la firmeza de un propósito.Redacte un informe. No más de una

página. Nuestros superiores son genteocupada. —Por fin coge el auricular.Marca un número—. Entretanto haré unpar de llamadas particulares a uno o dosinfluyentes ciudadanos que han juradomáxima reserva y cuyos nombres nodeben salir a la luz. —Aspiración—.Esos aficionados de Hacienda sóloharán que ponernos trabas. Piense en elCanal, Andrew. Todo gira en torno alCanal. —Se interrumpe, deja elauricular de nuevo en la horquilla.Dirige la mirada a las ventanas decristales tintados, donde unos negrosnubarrones amenazan a la Madre deTodos los Parlamentos—. Eso les diré,

Andrew —susurra—. Todo gira en tornoal Canal. Será nuestra consigna cuandotratemos la cuestión con gente de lasdistintas áreas de actividad.

Pero los pensamientos de Osnardsiguen centrados en cuestionesterrenales.

—Tendremos que elaborar unacomplicada estructura de pagos paranuestro escucha, ¿no, señor?

—¿Por qué? Tonterías. Las normasestán para transgredirlas. ¿No se lo hanenseñado? Claro que no. Todos esosinstructores viven aún en el pasado. Veoque le queda alguna duda. No se laguarde.

—Verá, señor…—Sí, Andrew.—Me gustaría investigar su actual

situación económica. En Panamá. Si segana bien la vida…

—¿Sí?—Bueno, tendremos que ofrecerle

una suma atractiva, ¿no? Si un tipoingresa un cuarto de millón de dólares alaño y le ofrecemos veinticinco mil, noes probable que se deje tentar. ¿Meexplico?

—¿Y? —Una mirada maliciosa,incitando al muchacho a seguir.

—En fin, señor, me preguntaba sialguno de sus amigos de la City, con

algún pretexto, podría ponerse encontacto con el banco de Pendel yaveriguar su estado de cuentas.

Sin dilación, Luxmore coge elauricular, la mano libre extendida juntoa la costura del pantalón.

—Miriam, querida. Localízame aGeoff Cavendish. Si no lo encuentras,ponme con Tug. Ah, Miriam, es urgente.

Pasaron otros cuatro días hasta queLuxmore solicitó de nuevo su presencia.El lamentable extracto de cuentas dePendel se hallaba sobre su escritorio,por gentileza de Ramón Rudd. Luxmore

permanecía inmóvil frente a la ventana,saboreando un momento histórico.

—Se ha apropiado de los ahorros desu esposa, Andrew. Hasta el últimopenique. No ha podido resistirse a lausura. Nunca pueden. Lo tenemos ennuestras manos.

Aguardó mientras Osnard examinabael extracto.

—Así pues, no le bastará con unsueldo —comentó Osnard, que encuestiones económicas era notablementemás perspicaz que su jefe.

—¿Y eso? ¿Por qué no?—Un sueldo pasaría directamente al

bolsillo del banquero. Vamos a tener

que financiarlo desde el primer día.—¿Cuánto?A esas alturas Osnard tenía ya una

cantidad en mente. La dobló, conociendolas ventajas de empezar de buenprincipio en la tónica en que se proponíaseguir.

—¡Dios mío, Andrew! ¿Tanto?—Podría ser incluso más, señor —

dijo Osnard sin contemplaciones—. Estácon el agua al cuello.

Luxmore buscó consuelo en el perfilde la City.

—¿Andrew?—¿Señor?—Ya le dije que una visión global

se compone de distintos elementos.—Sí, señor.—Uno de ellos es la justa

proporción. No me envíe basura. Nadade rumores. Nada de «Tenga, Scottie,tome estos cuatro chismes y a ver quépueden hacer sus analistas». ¿Quedaclaro?

—No del todo, señor.—Nuestros analistas son idiotas. No

establecen conexiones. No ven formarsenuevas perspectivas en el horizonte. Unodebe recoger mientras siembra. ¿Meentiende? Un gran agente secreto atrapala historia por sorpresa. No podemosesperar que un insignificante oficinista

que trabaja en la tercera planta de nuevea cinco y está preocupado por suhipoteca atrape la historia por sorpresa.¿No cree? Para eso se requiere unhombre de amplias miras. ¿O no?

—Haré lo que pueda, señor.—No me falle, Andrew.—Lo procuraré, señor.Pero si Luxmore se hubiese vuelto

en ese instante, habría advertido conasombro que la actitud de Osnard nomostraba la sumisión implícita en sutono de voz. Una sonrisa triunfaliluminaba su cándido y juvenil rostro, ychispas de codicia brillaban en sus ojos.Tras preparar el equipaje, vender el

coche, jurar fidelidad a media docena denovias y llevar a cabo otras tareasmenores relacionadas con su partida,Andrew Osnard hizo algo quenormalmente no cabría esperar en unjoven inglés a punto de emprender viajepara servir a la reina en tierras remotas.Por mediación de un pariente lejano quevivía en las Indias Occidentales abrióuna cuenta numerada en Grand Cayman,asegurándose primero de que el bancoelegido tenía una oficina en Ciudad dePanamá.

Capítulo 13

Osnard pagó al taxista del destartaladoPontiac y se adentró en la noche. Elincómodo silencio y la exiguailuminación le recordaron el centro deadiestramiento. Sudaba, como casisiempre en aquel condenado clima. Loscalzoncillos le pellizcaban laentrepierna. La camisa parecía un pañode cocina húmedo. No resistía aquellasensación. Coches con los farosapagados pasaban furtivamente junto aél por la calle mojada. Altos y cuidados

setos proporcionaban una mayordiscreción. Había dejado de llover nomucho antes. Cartera en mano, cruzó unpatio asfaltado. Una Venus de plásticode dos metros de altura, iluminada desdeel interior de la vulva, emitía undesagradable resplandor. Tropezó conuna maceta, renegó, esta vez en español,y llegó a una hilera de garajes concortinas hechas de cintas de plástico enlos umbrales y bombillas de bajaintensidad para alumbrar los números.Cuando se halló ante el número ocho,apartó las cintas de plástico, se acercó aun punto de luz roja situado en la pareddel fondo y lo pulsó: el legendario

botón. Una andrógina voz del más allá ledio las gracias por su visita.

—Me llamo Colombo. He reservadohabitación.

—¿Prefiere una habitación especial,señor Colombo?

—Prefiero la que he reservado. Treshoras. ¿Cuánto es?

—¿Seguro que no desea cambiarlapor una especial, señor Colombo? ¿Elsalvaje Oeste? ¿Las mil y una noches?¿Tahití? Son sólo cincuenta dólares más.

—No.—Ciento cinco dólares, por favor.

Que tenga una feliz estancia.—Déme un recibo por valor de

trescientos —dijo Osnard.Se oyó un zumbido, y un buzón

iluminado se abrió a la altura de sucodo. Depositó ciento veinte dólares ensu boca roja, que se cerró de inmediatocon un chasquido. Un momento deespera mientras los billetes pasaban porun detector, la propina debidamenteregistrada, el recibo falso preparado.

—Vuelva por aquí, señor Colombo.Un haz de luz blanca casi lo cegó, un

felpudo de color carmesí apareció antesus pies, una puerta electrónica con eldintel arqueado se abrió. Un olor adesinfectante lo azotó como la vaharadade un horno. Una banda ausente

interpretaba O Sole Mio. Empapado ensudor, echó un vistazo en torno buscandoel aire acondicionado en el precisomomento en que oía ponerse en marchael aparato. Espejos rosados en lasparedes y el techo. Una congregación deOsnards cruzaba furibundas miradas. Unespejo en la cabecera de la cama, unacolcha de terciopelo carmesí queresplandecía bajo la nauseabunda luz.Un neceser de regalo que contenía unpeine, un cepillo de dientes, trescondones y dos tabletas de chocolatecon leche. En una pantalla de televisión,dos matronas y un hombre latino convello en el culo retozaban en una sala de

estar. Buscó el interruptor paraapagarla, pero el cable desaparecía enla pared.

¡Dios, qué típico!Se sentó en la cama, abrió su ajada

cartera y extendió el contenido sobre lacolcha. Un paquete de papel carbón conel envoltorio de una marca panameña deholandesas para máquina de escribir.Seis carretes de película subminiaturaocultos en un aerosol de insecticida.¿Por qué los dispositivos de camuflajede la central parecían siemprecomprados en los almacenes deexcedentes rusos? Una grabadorasubminiatura, sin disfraz. Una botella de

whisky escocés, para consumo de losescuchas y sus supervisores. Siete mildólares en billetes de veinte y cincuenta.Era una lástima despedirse de ellos perohabía que considerarlo capital simiente.No obstante, optó finalmente pordejarlos en la cartera.

Y del bolsillo extrajo, en todo suincólume esplendor, el telegrama decuatro hojas remitido por Luxmore, queOsnard dispuso hoja a hoja sobre lacolcha para más fácil lectura. Acontinuación lo contempló con elentrecejo fruncido y la boca abierta,seleccionando párrafos, memorizando ydesechando simultáneamente, del mismo

modo que un actor de la escuelaStanislavsky-Strasberg podía aprenderseun papel: diré esto pero de maneradistinta; eso otro no lo mencionarésiquiera; haré esto pero a mi modo, no alsuyo. Oyó el motor de un coche que sedetenía ante el garaje número ocho. Sepuso en pie, se guardó el telegrama en elbolsillo y se quedó en el centro de lahabitación. Oyó el golpe de una puertapequeña y pensó: un todoterreno. Oyóacercarse unas pisadas y pensó: «Andacomo un camarero», aguzando a la vezel oído para escuchar posibles sonidosno tan amistosos. ¿Harry se ha vendido yme ha delatado? ¿Ha traído una pandilla

de gorilas para detenerme? Claro queno, pero sus instructores le habíanenseñado que era prudente plantearsetales dudas, así que se las planteaba.Llamó a la puerta: tres golpes cortos yuno largo. Osnard quitó el pestillo yabrió, pero sólo parcialmente. En elpasillo estaba Pendel, aferrado a unaelegante bolsa de viaje.

—¡Santo cielo, Andy! ¿A qué sededican esos tres? Me recuerdan a losTres Tolinos del circo de BertramMills, adonde me llevaba mi tío Benny.

—¡Por Dios, Harry! —susurróOsnard, obligándolo a entrar en lahabitación—. ¿A quién se le ocurre traer

una bolsa con el sello de P & B?

No había sillas, así que se sentaron en lacama. Pendel llevaba puesta unapanabrisa. Una semana atrás habíaconfiado a Osnard que las panabrisasiban a ser su ruina: frescas, elegantes ycómodas, Andy, y sólo cuestan cincuentadólares; no sé por qué me tomo tantasmolestias con los trajes. Osnard entródirectamente en materia. Aquello no eraun encuentro casual entre el sastre y sucliente. Era servicio activo del más altonivel, llevado a cabo conforme almanual del espía.

—¿Has tenido algún problema parallegar hasta aquí?

—No, Andy, gracias; todo ha idosobre ruedas. ¿Y tú?

—¿Llevas encima material que estémejor en mis manos que en las tuyas?

Buscando a tientas en el bolsillo des u panabrisa, Pendel sacó primero elrecargado encendedor y después unamoneda, desatornilló la base y extrajoun cilindro negro que entregó a Osnard,sentado al otro lado de la cama.

—Sólo he gastado doce tomas,Andy, pero he pensado que mejor seráque te las quedes. Cuando era joven,

esperábamos a que se acabase el carretepara llevarlo a revelar.

—¿Nadie te ha seguido, te hareconocido? ¿Una moto? ¿Un coche?¿Alguien sospechoso?

Pendel negó con la cabeza.—¿Qué harás si alguien nos

sorprende?—Te dejaré a ti las explicaciones,

Andy. Me marcharé a la menoroportunidad y aconsejaré a missubinformadores que se escondan o setomen unas vacaciones en el extranjero,y tú esperarás a que me ponga encontacto contigo cuando se reanude elservicio normal.

—¿Cómo te pondrás en contactoconmigo? —preguntó Osnard.

—Por el procedimiento deemergencia. De cabina a cabina a lashoras acordadas.

Osnard lo obligó a recitar las horasacordadas.

—¿Y si eso falla? —prosiguióOsnard.

—Bueno, siempre nos queda lasastrería, ¿no, Andy? Tenemos pendienteuna cita allí para probarte la chaqueta detweed, lo cual nos proporciona unaexcelente excusa. Por cierto, es unamaravilla —añadió Pendel—. Distingouna chaqueta perfecta en cuanto la corto.

—¿Cuántas cartas me has enviadodesde nuestro último encuentro?

—Sólo tres, Andy. No he podidoescribir más. Estas últimas semanas nodamos abasto. En mi opinión, la nuevasala de reuniones ha decantadorealmente la balanza a mi favor.

—¿Qué contenían?—Dos facturas y una invitación a la

presentación de nuevos artículos en latienda. Te han llegado bien, ¿no? Aveces me preocupa.

—Tienes que apretar más alescribir. Parte de la letra se pierde enlas copias. ¿Utilizas bolígrafo o lápiz?

—Lápiz, Andy, como me dijiste.

Osnard buscó en el fondo de lacartera y sacó un lápiz de maderacorriente.

—Prueba éste la próxima vez. Tieneuna punta del cuatro. Más dura.

En la pantalla de televisión, las dosmujeres habían abandonado a su hombrey se consolaban mutuamente.

Pertrechos. Osnard entregó a Pendel elaerosol de insecticida con los carretesde película. Pendel lo agitó, apretó laespita y sonrió al ver que funcionaba.Luego manifestó cierta inquietud por elplazo de caducidad de su papel carbón.

¿No perderán fuerza o algo así, Andy?Osnard le dio en todo caso otro paquetey le indicó que se desprendiese de loque aún le quedase del anterior.

La red. Osnard deseaba conocer losprogresos de cada subinformador ytomar nota en su cuaderno. Lasubinformadora Sabina, creación estelary alter ego de Marta, estudiantedisidente de ciencias políticas,responsable de la célula clandestina demaoístas organizada en El Chorrillo,solicitaba una prensa de mano parasustituir la vieja, ya inservible. Costeestimado, cinco mil dólares, ¿a menosque Andy supiese cómo conseguir una

de segunda mano?—Que la compre ella —resolvió

Osnard sin pensárselo dos vecesmientras anotaba «prensa de mano» y«diez mil dólares»—. Cuanto menoscontacto, mejor. ¿Todavía cree que estávendiéndole información a los yanquis?

—Sí, Andy, hasta que Sebastián lediga lo contrario.

Sebastián, otro constructo de Marta,era el amante de Sabina, un iracundoabogado del pueblo y ex militante de losgrupos anti-Noriega que, gracias a suhumilde clientela, proporcionabainformación de fondo sobrecuriosidades tales como las actividades

clandestinas de la comunidad árabe.—¿Y qué se sabe de Alfa Beta? —

preguntó Osnard.El subinformador Beta era obra del

propio Pendel: miembro de la comisiónconsultiva sobre asuntos del Canal de laAsamblea Legislativa y representante atiempo parcial de inversionistasinteresados en encontrar un destinorespetable para su dinero. Alfa, la tía deBeta, era secretaria de la Cámara deComercio panameña. En Panamá todo elmundo tenía una tía situada en algúnpuesto útil.

—Beta está de viaje en su distritoelectoral para dejarse ver por los

votantes, Andy; por eso no tenemosnoticias suyas. Pero el próximo juevesasistirá a una reunión con la Cámara deComercio e Industria de Panamá y elviernes cenará con el vicepresidente, asíque ya se ve luz al final del túnel. Y aLondres le gustó su última contribución,¿no? A veces tiene la impresión de queno se lo valora.

—No estaba mal. Para empezar.—Y de hecho se preguntaba si no

merecería una prima.Por lo visto, Osnard se lo preguntó

también, pues tomó nota, añadió unacantidad y trazó un círculo alrededor.

—Te lo confirmaré el próximo día

—dijo—. ¿Y qué hay de Marco?—Marco está, como yo digo, a punto

de caramelo. Anoche nos vimos. Heconocido a su esposa, hemos sacado apasear al perro juntos y hemos ido alcine.

—¿Cuándo vas a planteárselo?—La semana que viene, Andy, si

reúno valor.—Pues reúne valor. Salario inicial,

quinientos semanales, sujeto a revisiónal cabo de tres meses, pagado poradelantado. Una prima de cinco mildólares cuando firme en la línea depuntos.

—¿Para Marco?

—Para ti, estúpido —respondióOsnard, entregándole un vaso de whiskyen todos los espejos a la vez.

Osnard daba la clase de señales queda la gente en una posición de autoridadcuando tiene algo desagradable quedecir. Con un mohín de disgusto en suscarnosas facciones, echó un vistazo a losacróbatas que retozaban en la pantallade televisión.

—Se te ve muy contento hoy —dijode pronto con tono acusador.

—Gracias, Andy, y os lo debo a ti ya Londres.

—Es una suerte que estés pagando elcrédito, ¿no? Y digo que lo estés

pagando, porque te recuerdo que aún nolo has pagado todo.

—Andy, doy gracias al Creadortodos los días por ello, y la idea de queestoy saldando la deuda con mi esfuerzome llena de alegría. ¿Hay acaso algúnproblema?

Osnard había adoptado el tono delos jefes de curso en el colegio, sólo quepor aquel entonces él era siempre el quetenía que escucharlo, y por lo generalantes de una paliza.

—Pues sí. Lo hay. Un serioproblema.

—¡Vaya por Dios!—Lamentablemente Londres no está

tan satisfecho contigo como parecesestarlo tú.

—¿Y por qué, Andy?—Por nada. Una nimiedad.

Simplemente han llegado a la conclusiónde que H. Pendel, el superespía, es unestafador desleal, tramposo y embustero.

La sonrisa de Pendel experimentó unlento pero total eclipse. Sus hombros seencorvaron, y sus manos, hasta esemomento apoyadas en la cama, seposaron en actitud sumisa frente a sucuerpo, para demostrar al policía queeran inocuas.

—¿Por alguna razón en particular,Andy? ¿O es más bien una impresióngeneral?

—Por otra parte, no están enabsoluto satisfechos con el condenadoseñor Mickie Abraxas.

Pendel alzó al instante la cabeza.—¿Por qué? ¿Qué ha hecho Mickie?

—preguntó con inesperado brío; esdecir, inesperado para él. Con tonoagresivo, añadió—: Mickie no estámetido en esto.

—¿En qué?—Mickie no ha hecho nada.—No. En efecto. He ahí el

problema. Y desde hace demasiado

tiempo. Salvo tener la deferencia deaceptar diez mil pavos contantes ysonantes como acto de buena voluntad.¿Y tú qué has hecho? Lo mismo que él:nada. Contemplar a Mickie mientras élse contempla el ombligo. —Su vozhabía adquirido el afilado tonosarcástico de un adolescente—. ¿Y quéhe hecho yo? Concederte una generosaprima por productividad, vaya chiste, opara decirlo claramente, por reclutar aun subinformador en extremoimproductivo, a saber, un tal señorAbraxas, azote de tiranos y paladín delhombre corriente. En Londres estándesternillándose de risa. Preguntándose

si el supervisor de campo, yo, no esdemasiado bisoño y demasiado crédulopara mezclarse con gente de vuestracalaña, con vagos y codiciosos como elseñor Abraxas y como tú.

La diatriba de Osnard había caído enoídos sordos. En lugar de aplanarse,Pendel pareció relajarse, revelando quesus temores habían pasado, y queaquello no era nada en comparación consus pesadillas. Volvió a apoyar lasmanos a los costados, cruzó las piernasy se recostó contra la cabecera de lacama.

—¿Y qué propone Londres respectoa Mickie, Andy, si puede saberse? —

preguntó, mostrándose receptivo.

Osnard había abandonado el tonoautoritario, dando paso a la simpleindignación.

—Ya está bien de tanta gazmoñeríacon sus deudas de honor. ¿Y su deuda dehonor con nosotros? Ya está bien dedejarnos con la miel en los labios: «Nopuedo decírtelo ahora; te lo diré el mesque viene». Ya está bien de tenemos envilo con una conspiración que no existe,un puñado de estudiantes con los quesólo él puede hablar, un puñado depescadores que sólo aceptarán como

interlocutores a los estudiantes, y bla,bla. ¿Quién demonios se ha pensado quees? ¿Por quiénes nos toma? ¿Unapandilla de idiotas?

—El problema son sus lealtades,Andy. Tiene fuentes de información muydiscretas, como las tuyas. Necesita elvisto bueno de mucha gente.

—¡A la mierda sus lealtades!Llevamos ya tres semanas esperando porculpa de sus dichosas lealtades. Si tanleal es, no debería haberte hablado de sumovimiento. Pero te lo contó todo. Asíque ahora lo tienes entre la espada y lapared. Y en nuestro oficio, cuando unotiene a alguien entre la espada y la

pared, no se queda de brazos cruzados.No se tiene a todo el mundo esperandola respuesta al sentido del universoporque un borracho altruista necesitatres semanas para pedir permiso a susamigos.

—¿Y qué hacemos, Andy? —preguntó Pendel en un susurro.

Y si Osnard hubiese poseído lasensibilidad o el oído necesarios, habríaadvertido en la voz de Pendel el mismotrasfondo que había aflorado en ellaunas semanas atrás cuando, durante unalmuerzo, se planteó por primera vez elposible reclutamiento de la OposiciónSilenciosa de Mickie.

—Te diré con toda claridad quédebes hacer —espetó Osnard, entrandode nuevo en el papel de jefe de curso—.Vas a ese condenado señor Abraxas y ledices: «Mickie, lo siento pero tengomalas noticias. Mi amigo el millonarioloco se ha impacientado. Así que amenos que desees volver al trullopanameño de donde has salido, bajo elcargo de conspiración con personasdesconocidas para llevar a cabo lo quesea que estáis maquinando, canta ya deuna vez. Porque si lo haces, te esperauna buena bolsa de dinero, y si no lohaces, te espera un camastro muy duroen un espacio muy reducido». ¿Es agua

lo que hay en esa botella?—Sí, Andy, eso parece. Y estoy

seguro de que quieres un poco.Pendel le entregó la botella,

proporcionada por la dirección del hotelpara la reanimación de clientesexhaustos. Osnard bebió, se enjugó loslabios con el dorso de la mano y limpióla boca de la botella con su gruesoíndice. A continuación devolvió labotella a Pendel, pero éste decidió queno tenía sed. Tenía ganas de vomitar,pero no era la clase de náuseas que secura con agua. Se debía más bien a suestrecha amistad con Abraxas, sucompañero de celda, y a la idea de

corromperla que acababa de sugerirleOsnard. Y lo que menos deseaba en esemomento era beber de una botellahumedecida con la saliva de Osnard.

—Todo son fragmentos, fragmentosy más fragmentos —se quejaba Osnard,todavía sermoneando—. ¿Y a qué sereducen? A pura paja. A mañana seráotro día. A espera y verás. Nos falta lavisión global, Harry. Esa informaciónbásica que está siempre a la vuelta de laesquina. Londres la quiere ya. Nopueden esperar más. Nosotros tampoco.¿Me has entendido?

—Claramente, Andy. Claramente.—Muy bien —dijo Osnard con un

gruñido semiconciliador destinado arestablecer sus buenas relaciones.

Y de Abraxas, Osnard pasó a unasunto aún más próximo al corazón dePendel: su esposa Louisa.

—Por cierto, Delgado sigue con suimparable ascenso, ¿te has enterado? —prorrumpió Osnard jovialmente—. Elpresi lo ha nombrado máximo no sé quéde la Comisión Rectora del Canal, porlo que se ve. Ya no puede subir muchomás alto sin quemarse el peluquín.

—Ya lo he leído —dijo Pendel.—¿Dónde?

—En los periódicos. ¿Dónde, si no?—¿En los periódicos?Ahora tocaba a Osnard sonreír, y a

Pendel contenerse.—¿No te había informado Louisa,

pues?—No hasta que se hizo público.

Nunca me contaría una cosa así antes deser oficial.

Manténte a distancia de mi amigo,decía la mirada de Pendel. Manténte adistancia de mi esposa.

—¿Por qué no?—Por discreción. Es su sentido del

deber. Ya te lo he dicho.—¿Sabe que estás conmigo esta

noche?—Claro que no —repuso Pendel—.

¿Crees que soy tonto?—Sin embargo sí sabe que pasa

algo, ¿no? ¿Habrá notado tu cambio devida y todo eso? No está ciega.

—Estoy diversificando misactividades. Con saber eso, le basta.

—Pero hay muchas maneras dediversificarse, ¿no? Y no todas buenas.Al menos para una esposa.

—A ella no le molesta —aseguróPendel.

—No es ésa la impresión que a míme dio, Harry, allí en la isla de TodoTiempo. Me pareció un poco

preocupada. No dramatizaba, no es suestilo. Pero sí quería que le aclarase siera normal a tu edad.

—Normal ¿qué?—Buscar la compañía de todo el

mundo. Veinticuatro horas al día.Excepto la suya. Andar de un lado a otrode la ciudad.

—¿Qué le contestaste? —preguntóPendel.

—Que ya se lo haría saber cuandocumpliese cuarenta años. Es una granmujer, Harry.

—Sí. Lo es. Así que no te acerques aella.

—Simplemente pensaba que Louisa

estaría más a gusto si pudiesestranquilizarla.

—Ya está tranquila.—Sólo desearía que estuviese un

poco más cerca del pozo, así de sencillo—insistió Osnard.

—¿Qué pozo?—El pozo. La fuente. El origen de

todo conocimiento. Delgado. Louisa letiene cariño a Mickie. Lo admira. Me lodijo. Adora a Delgado. Le horroriza laidea de que el Canal pueda vendersebajo mano. A mí me parece una apuestasegura. Desde mi perspectiva.

En los ojos de Pendel habíaaparecido de nuevo la mirada de

recluso, hosca y hermética. Sin embargoOsnard no advirtió la retirada de Pendela su mundo interior, prefiriendoexpresar en voz alta sus reflexionesacerca de Louisa.

—Una candidata perfecta, si he deserte sincero.

—¿Quién?—«Objetivo: el Canal» —dijo

Osnard—. «Todo gira en torno alCanal». En Londres no piensan en otracosa. ¿Quién va a apropiárselo? ¿Quéharán con él? Todo Whitehall se muerepor averiguar con quién habla Delgadoen la trastienda. —Cerró los ojos enactitud pensativa—. Una chica

estupenda. La mejor. Firme como unaroca, leal hasta la tumba. Un material deprimera.

—¿Para qué?Osnard tomó un trago de whisky.—Con un poco de ayuda por tu

parte, vendiéndoselo de la maneraadecuada, usando el lenguaje oportuno,no habrá problema —prosiguió,manifestando sus cavilaciones—. Norequeriría acción directa. No se trata depedirle que ponga una bomba en elpalacio de las Garzas, que salga a lacalle con los estudiantes, que vaya almar con los pescadores. Sólo tendríaque escuchar y observar.

—Observar ¿qué?—No es necesario que menciones a

tu amigo Andy, como tampoco se lomencionaste a Abraxas y los otros. Hazhincapié en las obligaciones conyugales,es lo mejor. Aquello de honrarás yobedecerás. Louisa te pasa a ti elmaterial, tú me lo pasas a mí, y yo loenvío a Londres. Pan comido.

—Ella siente veneración por elCanal, Andy. No lo traicionará. No seríapropio de ella.

—¡Estúpido, nadie habla detraicionarlo! ¡Se trata de salvarlo, poramor de Dios! Louisa piensa que el solbrilla en el culo de Delgado, ¿no es así?

—Es norteamericana, Andy —adujoPendel—. Respeta a Delgado perotambién ama a su país.

—¡Tampoco tiene que traicionar asu país! Es sólo cuestión de obligar alTío Sam a permanecer al pie del cañón.Mantener las tropas in situ. Mantenerlas bases. ¿Qué más puede pedir?Ayudará a Delgado impidiendo que elCanal caiga en manos de sectorescorruptos; ayudará a Estados Unidosinformándonos de las maquinaciones delos panameños y sacando a la luzrazones de peso para que las tropasnorteamericanas sigan aquí. ¿Has dichoalgo? No te he oído.

Pendel en efecto había hablado, perola voz apenas le había salido de lagarganta. Así que, como Osnard, seirguió y lo intentó de nuevo.

—Creo que debo de habertepreguntado cuál sería, a tu juicio, elvalor de mercado de Louisa.

Osnard agradeció esta preguntapráctica. De hecho tenía intención desacar el tema a relucir más adelante.

—El mismo que el tuyo, Harry.Tanto monta, monta tanto —respondióefusivamente—. El mismo sueldo base,las mismas primas. Para mí eso es unacuestión de principios. Las chicas valentanto como nosotros. O más. Ayer

precisamente se lo decía a Londres.Igual paga o no hay trato. Puedes doblartus ingresos, Harry. Un pie en laOposición Silenciosa, otro en el Canal.Enhorabuena.

En la pantalla de televisión habíancambiado de película. Ahora dosvaqueras desnudaban a un vaquero enmedio de un desfiladero, y los caballosamarrados miraban en otra dirección.

Pendel hablaba en sueños, lenta ymecánicamente, más para sí mismo quepara Osnard.

—Nunca lo haría.

—¿Por qué no?—Tiene principios.—Los compraremos.—No están en venta. Es como su

madre. Cuanto más la presionas, más seresiste.

—¿Qué necesidad hay depresionarla? ¿Por qué no dejar que actúepor propia voluntad?

—Muy gracioso.Osnard adoptó una actitud

declamatoria. Extendió un brazo y sellevó la otra mano al pecho.

—«¡Soy un héroe, Louisa! ¡Tútambién puedes serlo! ¡Marcha junto amí! ¡Únete a nuestra cruzada! ¡Salva el

Canal! ¡Salva a Delgado! ¡Denuncia lacorrupción!». ¿Quieres que la tantee yopor ti?

—No. Y no te recomiendo que lointentes.

—¿Por qué?—No le gustan los ingleses, la

verdad. A mí me tolera porque soy uncaso aparte. Pero en lo que se refiere alas clases altas inglesas opina, como supadre, que son todos, del primero alúltimo, un hatajo de farsantes sinescrúpulos.

—A mí me pareció que le caía bien.—Además, no espiaría a su jefe

jamás.

—¿Ni siquiera por un buen pellizco?¿Tú crees?

—No le interesa el dinero, en serio—aseguró Pendel, todavía con vozmecánica—. Cree que ya tenemossuficiente, y además una parte de ellapiensa que el dinero es algo perverso ydebería abolirse.

—Pues le pagaremos su sueldo a suadorado marido. Contante y sonante. Noes necesario que lo utilices paraamortizar el préstamo. Tú te ocupas dela economía, y ella pone el altruismo. Nisiquiera tiene por qué enterarse.

Pero Pendel no respondió a estefeliz retrato de la pareja de espías.

Miraba la pared con rostro inexpresivo,preparándose para una larga condena.

En la pantalla de televisión elvaquero vacía de espaldas sobre unamanta de ensillar. Las vaqueras, queconservaban sólo los sombreros y lasbotas, se hallaban de pie y locontemplaban cada una desde unextremo, como si pensasen hacia quélado envolverlo. Pero Osnard estabademasiado ocupado revolviendo en elinterior de su cartera para prestarlesatención, y Pendel seguía con la miradafija en la pared.

—¡Dios, casi me olvidaba! —exclamó Osnard.

Y extrajo un fajo de dólares, luegootro y otro, hasta que los siete mildólares quedaron amontonados junto alinsecticida, el paquete de papel carbón yel encendedor.

—Las primas. Perdona el retraso. Esculpa de los payasos del Departamentode Transferencias.

No sin cierto esfuerzo, Pendeldirigió la mirada hacia la cama.

—Yo no tenía ninguna primapendiente de cobro. Y los demástampoco.

—Te equivocas. A Sabina por elnivel de organización entre losestudiantes de cursos superiores. A Alfa

por los tratos privados de Delgado conlos japoneses. A Marco por las citasnocturnas del presidente. Premio paralos tres.

Pendel movió la cabeza en un gestode perplejidad.

—Tres estrellas para Sabina, otrastres para Alfa y una más para Marco —precisó Osnard—. Cuéntalo.

—No es necesario.Osnard le tendió un recibo y un

bolígrafo.—Diez de los grandes: siete en

mano para distribuir y otros tres para tufondo de viudas y huérfanos, como decostumbre.

Desde algún lugar en lasprofundidades de su alma, Pendel firmó.Pero dejó el dinero en la cama, mirar yno tocar, mientras Osnard, cegado por lacodicia, reanudó su campaña para elreclutamiento de Louisa. Pendel retornóa las sombras de sus íntimas reflexiones.

—Le gusta el marisco, ¿no?—¿Y eso qué tiene que ver?—¿No sueles llevarla a algún

restaurante en particular para vuestrascelebraciones?

—La Casa del Marisco. Langostinoscon salsa de queso y halibut. Nunca

varía.—Hay bastante espacio entre las

mesas, ¿no? ¿intimidad suficiente?—Vamos a esa marisquería en los

aniversarios y los cumpleaños.—¿Alguna mesa en especial?—En una esquina, junto a la ventana.Osnard interpretó el papel de marido

afectuoso, las cejas enarcadas, la cabezaseductoramente ladeada.

—«Tengo que anunciarte una cosa,cariño. He pensado que ya es hora deque lo sepas. Un servicio público.Comunicar la verdad a quienes tienen elpoder para intervenir». ¿Resultaconvincente?

—Quizá. En un muelle antes dezarpar hacia el frente.

—«Para que tu querido padre no serevuelva en su tumba. Ni tu madre. Portus ideales. Los ideales de Mickie. Ytambién los míos, aunque haya tenidoque mantenerlos ocultos por razones deseguridad».

—¿Y qué le digo acerca de losniños?

—De ello depende su porvenir.—Bonito porvenir les espera, con su

padre y su madre en chirona. ¿Has vistolos brazos asomando en las ventanas dela cárcel? Una vez los conté. Uno haceesas cosas cuando ha estado dentro.

Veinticuatro por ventana, y hay unaventana por celda.

Osnard exhaló un suspiro, como si loque venía a continuación fuese a dolerlemás a él que a Pendel.

—Estás obligándome a plantearlo deuna manera más drástica, Harry.

—Yo no te obligo a nada. Nadie teobliga.

—No deseo hacerte esto, Harry.—Pues no lo hagas.—He intentado convencerte por las

buenas, Harry. No ha dado resultado, asíque iremos al fondo de la cuestión.

—No lo hay, contigo no existefondo.

—Las escrituras están a nombre delos dos, tuyo y de Louisa. Estáis en elmismo saco. Si quieres recuperar lasescrituras, la de la sastrería y la delarrozal, Londres exigirá a cambio unaaportación sólida de los dos. Si no laobtienen, se enturbiarán las relaciones ycortarán el grifo del dinero, dejándotecontra las cuerdas. La sastrería, elarrozal, los palos de golf, eltodoterreno, los niños, y la catástrofecompleta.

Pendel tardó unos instantes en alzarla cabeza, como si le hubiese costadoasimilar el fallo del juez.

—Eso es chantaje, ¿no, Andy?

—Las fuerzas del mercado, amigomío.

Pendel se levantó lentamente ypermaneció inmóvil unos segundos, lospies juntos, la cabeza gacha,contemplando los fajos de billetes, antesde meterlos en el sobre y guardar elsobre en la cartera con el paquete depapel carbón y el insecticida.

—Necesitaré unos días. —Hablabaal suelo—. Tendré que convencerla,¿no?

—La solución está en tus manos,Harry.

Pendel se dirigió hacia la puertaarrastrando los pies, sin alzar la cabeza.

—Ya nos veremos, Harry. En lafecha y el lugar previstos, ¿de acuerdo?Que vaya bien. Buena suerte.

Pendel se detuvo y se dio mediavuelta. Su rostro revelaba sólo unapasiva aceptación del castigo.

—Igualmente, Andy. Y gracias porlas primas, el whisky y las sugerenciasrespecto a Mickie y mi esposa.

—No hay de qué, Harry.—Y no te olvides de pasar por la

sastrería a probarte la chaqueta detweed. Es lo que yo llamo recia peroelegante. Ya es hora de que hagamos deti otro hombre.

Una hora más tarde, encerrado en el

cubículo situado al fondo de la cámaraacorazada, Osnard hablaba por elenorme auricular del teléfono secreto eimaginaba sus palabrasrecomponiéndose digitalmente en lavelluda oreja de Luxmore. En Londres,Luxmore había ido temprano aldespacho a fin de atender la llamada deOsnard.

—Le puse la zanahoria ante los ojos,señor, y luego le enseñé la vara —informó con la voz de joven héroe quereservaba para su superior—. Demanera bastante enérgica, diría. Pero noacaba de decidirse. Mi esposa aceptará,no aceptará, ya veremos. No ha dado

una respuesta definitiva.—¡Maldito sea!—Eso mismo he pensado yo.—Así que exige aún más dinero,

¿no?—Eso parece.—No le sorprenda que un miserable

actúe como tal, Andrew.—Dice que necesita tiempo para

convencerla —añadió Osnard.—¡El muy zorro! Tiempo para

convencernos a nosotros, másprobablemente. ¿Por cuánto estádispuesta a venderse? Dígamelo sinrodeos. ¡Santo Dios, después de estovamos a tirar de la rienda!

—No ha dado una cifra concreta,señor.

—Claro que no. Es un negociador.Nos tiene bien cogidos y lo sabe. ¿Cuáles su estimación, Andrew? Usted loconoce. ¿Cuál es su cálculo máspesimista?

Osnard guardó un instante desilencio que denotaba una detenidareflexión.

—Es inflexible —dijo con cautela.—¡Ya sé que es inflexible! ¡Todos

lo son! ¡Usted sabe que es inflexible!Nuestros superiores saben que esinflexible. Geoff sabe que es inflexible.Ciertos inversores privados amigos

míos saben que es inflexible. Ha sidoinflexible desde el primer día. Y lo serácada vez más. ¡Dios, si tuviéramos otraopción, no me lo pensaría dos veces! Enla contienda de las islas Falkland nosencontramos con un individuo que noscostó una fortuna y no nos dio nada.

—Tenemos que pactar una cifrasegún los resultados —propuso Osnard.

—Siga.—Un sueldo fijo sólo servirá para

que se apoltrone.—Coincido plenamente con usted.

Se reiría de nosotros. Es lo que suelenhacer. Nos chupan la sangre y se ríen denosotros.

—En cambio, a mayores primas,mayor entusiasmo muestra. Ya lohabíamos observado antes y ha vuelto aquedar claro esta noche.

—¡Que si lo habíamos observado!—exclamó Luxmore.

—Tendría que haberlo visto meterlos billetes en la bolsa.

—¡Santo cielo!—Por otro lado, hay que reconocer

que nos ha traído a Alfa y Beta y losestudiantes, tiene al Oso en una situaciónde semiconocimiento, ha reclutado aAbraxas hasta cierto punto, y hareclutado a Marco.

—Y hemos pagado por todas y cada

una de sus aportaciones. Generosamente.¿Y qué hemos recibido a cambio hastala fecha? Promesas. Migajas. «Logrande está al caer». Me pone enfermo,Andrew. Enfermo.

—He sido tajante a ese respecto,señor, si me permite decirlo.

Luxmore adoptó de inmediato untono menos severo.

—No lo dudo, Andrew. Si ha dadoesa impresión, le pido que me disculpe.Siga, por favor.

—Mi convicción personal… —continuó Osnard con afectadainseguridad.

—¡Que es la única que cuenta,

Andrew!—… es que debemos trabajar sólo

con arreglo a incentivos. Si entregamaterial, pagamos. Y lo mismo reza,según él, en el caso de que nosproporcione a su esposa.

—¡Virgen santísima, Andrew! ¿Esoha dicho? ¿Ha vendido a su esposa?

—Todavía no, pero está en venta.—En veinte años de servicio,

Andrew, no he conocido a un solohombre que vendiese a su esposa pordinero.

Osnard hablaba de un modo especialcuando trataba cuestiones económicas,con un ronroneo suave y fluido.

—Propongo que le paguemos unaprima fija por cada subinformador quereclute, incluida su esposa,determinando la prima en función delsueldo percibido por el subinformador.Una cuota proporcional. Si ella obtieneuna prima, él se lleva una parte.

—¿Adicional?—Naturalmente. Queda por decidir

asimismo la cantidad que Sabina debepagar a sus estudiantes.

—¡No los mime demasiado,Andrew! ¿Y qué hay de Abraxas?

—Cuando la organización deAbraxas nos informe de la conspiración,si es que eso ocurre, Pendel recibirá la

misma comisión, un veinticinco porciento de lo que paguemos a Abraxas ysu grupo en concepto de primas.

En esta ocasión fue Luxmore quienguardó un instante de silencio.

—«Si es que eso ocurre». ¿He oídobien? ¿Qué significa eso exactamente,Andrew?

—Lo siento, señor, pero no puedoevitar preguntarme si Abraxas no nosestará tomando el pelo. O el propioPendel. Discúlpeme. Es ya un pocotarde.

—Andrew.—Sí, señor.—Atienda, Andrew. Es una orden.

Hay una conspiración. No se desanimesólo por cansancio. Claro que hay unaconspiración. Usted lo cree, yo lo creo.Uno de los mayores forjadores deopinión del mundo lo cree también.Íntimamente. Profundamente.

Las mentes más preclaras de FleetStreet lo creen, o pronto lo creerán.Existe una conspiración en marcha,pergeñada por un perverso núcleo de laélite panameña, centrada en el Canal, yla descubriremos. ¿Andrew? —Súbitamente alarmado—. ¡Andrew!

—¿Señor?—Llámeme Scottie, si no le importa.

Apéeme ya el tratamiento. ¿Lo inquieta

algo, Andrew? ¿Lo han desbordado laspresiones? ¿Se encuentra a gusto? SantoDios, yo me siento como un ogro por nohaberme interesado por su bienestarpersonal en medio de todo esto. Nocarezco de influencias en los pasillos delos pisos superiores, y tampoco al otrolado del río. Me entristece que un jovenleal y diligente no pida nada para sí eneste mundo materialista.

Osnard rió con la risa pudorosa deun joven leal y diligente cuando sesiente abochornado.

—No me vendrían mal unas horas desueño si eso está a su alcance.

—Vaya y duerma, Andrew. Ahora

mismo. Tanto como desee. Es una orden.Lo necesitamos.

—Lo haré, señor. Buenas noches.—Buenos días, Andrew. Hágame

caso, vaya a descansar ahora mismo, ycuando despierte, esa conspiraciónvolverá a resonar en sus oídos como eltoque de un cuerno de caza, y saltaráusted de la cama e irá a su encuentro.Me consta; yo también he pasado poreso. Yo también lo he oído. Por esofuimos a la guerra.

—Buenas noches, señor.

Pero la jornada del diligente y joven

espía aún no había concluido ni muchomenos. «Consígnalo todo mientras aúntienes la información fresca en lamemoria», le habían repetido susinstructores hasta la saciedad. Regresó ala sala acorazada, abrió el extraño cofremetálico del que únicamente él poseía lacombinación y extrajo un volumen rojoencuadernado a mano similar en peso eimponente apariencia a un cuaderno debitácora, y circundado por una especiede cinturón de castidad cuyos extremosse unían en un cerrojo que Osnardtambién abrió. Volvió a su despacho,dejó el libro en la mesa junto a lalámpara, a corta distancia de la botella

de whisky, y sacó sus anotaciones y lagrabadora de la ajada cartera.

Aquel libro rojo era el instrumentoindispensable para la redacción deinformes creativos. En sus secretaspáginas, las amplias áreas deinformación ajenas al conocimiento dela central, conocidas comúnmente como«los agujeros negros de los analistas»,quedaban consignadas para uso delservicio de inteligencia. Y lo que losanalistas ignoraban, según la elementallógica de Osnard, no lo podían verificar.Y lo que no podían verificar, tampoco lopodían censurar. Osnard, como muchosescritores noveles, descubrió que era

inesperadamente sensible a las críticas.Durante dos horas modificó, pulió,matizó y reescribió sin descanso hastaque el último informe BUCHAN para elservicio de inteligencia se ajustó comoestacas hechas a medida a los agujerosnegros de los analistas. Un tonolapidario, un alerta escepticismo yalguna que otra duda contribuían a darleun aire de mayor autenticidad. Por fin,satisfecho de su trabajo, telefoneó aShepherd, su criptógrafo, le pidió queacudiese en el acto a la embajada y,partiendo de la idea de que los mensajesdespachados a horas intempestivasimpresionan más que los enviados en

horas de oficina, le entregó un telegramacodificado a piano y encabezado con elrótulo información reservada/BUCHANpara su inmediata transmisión.

—Ojalá pudiese compartir estainformación contigo, Shep —dijoOsnard con voz de soldado ante elcumplimiento de un deber ineludible aladvertir la taciturna expresión con queShepherd contemplaba los ininteligiblesgrupos de números.

—Lo mismo digo, Andy, perocuando no se puede, no se puede, ¿no?

—Supongo —convino Osnard.«Enviaremos al bueno de Shep»,

había dicho el jefe de personal. «Él

mantendrá a Osnard en el buen camino».

Osnard se montó en su coche pero no fuedirectamente a su apartamento, Condujocon resolución, pero hacia un objetivoindefinido. Un grueso fajo de billetes lerozaba la tetilla izquierda. ¿Quéencontraremos? Luces como flechas,fotografías en color de negras desnudasen marcos luminosos, letrerosplurilingües anunciando sexo en vivo.Muy respetable pero esta noche no estoyde humor. Siguió conduciendo. Chulos,camellos, policía, maricas, todos en posde un dólar. Soldados de uniforme en

grupos de tres. Pasó ante el club CostaBrava, especializado en jóvenes putaschinas. Gracias, queridas, pero lasprefiero mayores y más agradecidas.Siguió adelante, dejándose guiar por lossentidos, que era lo que le gustaba quesus sentidos hiciesen. El antiguo impulsode Adán. Probarlo todo, no hay otramanera. ¿Cómo demonios va uno a sabersi quiere algo hasta que lo ha comprado?Luxmore acudió de nuevo a su mente.«Uno de los mayores forjadores deopinión del mundo lo cree…». Debía dereferirse a Ben Hatry. Luxmore habíamencionado su nombre un par de vecesen Londres. Había hecho algún juego de

palabras con él. «Nuestro fondobenéfico, ja, ja… Tenemos la bendiciónde un patriótico magnate de los mediosde comunicación… Usted no ha oídonada, joven señor Osnard. El nombre deHarry no ha salido jamás de mislabios». Aspiración dental. ¡Quégilipollas!

Osnard cambió de sentido en mediode la calle, golpeó el bordillo opuesto ysubió a la acera. Soy diplomático, asíque os jodéis. casino y club, rezaba elcartel, y en la puerta un rótulo advertíatodas las armas deben dejarse a laentrada. Dos gigantes con capas y gorrasde visera montaban guardia ante la

puerta. Chicas en minifalda y medias demalla se movían sinuosamente al pie deuna escalera roja. El sitio ideal para mí.

Capítulo 14

Eran las seis de la mañana.—¡Maldita sea, Andy Osnard, me

tenías preocupada! —admitió Eransinceramente cuando él se acostó en lacama junto a ella—. ¿Qué te ha pasado?

—La otra me ha dejado exhausto —dijo.

Pero su recuperación resultóevidente de inmediato.

La ira que invadió a Pendel al salirdel hotel de citas no remitió cuando semontó en el todoterreno, ni mientras

regresaba a casa a través de la brumarojiza, ni cuando se acostó en su lado dela cama de Bethania con el corazónacelerado, ni cuando despertó a lamañana siguiente. «Necesitaré unosdías», había mascullado al despedirsede Osnard. Pero no eran los días lo queél contaba. Eran los años. Eran todos loscaminos erróneos que había tomado porcomplacer. Eran todos los insultos quese había guardado por no indisponersecon la gente, prefiriendo aplastarse aprovocar lo que el tío Benny llamaba ungewalt. Eran todos los gritos que habíaahogado en su garganta antes de quellegasen al aire libre. Era toda una vida

de cólera frustrada presentándose sinprevia invitación entre la legión depersonajes que, a falta de una definiciónmás precisa, operaban bajo el nombrede Harry Pendel.

Y lo despertó como un toque declarín, reanimándolo y abrumándolo conreproches en una violenta ráfaga,agrupando bajo su bandera a todas susotras emociones. El amor, el miedo, laindignación y la venganza se hallabanentre los primeros voluntarios. Derribóel débil tabique que hasta ese momentohabía separado la realidad de la ficciónen el alma de Pendel. Dijo: «¡Bastaya!». y «¡Ataca!», y no toleró

deserciones. Pero atacar ¿qué? ¿Y conqué?

«Queremos comprar a tu amigo —decía Osnard—. Y si no podemos, loenviaremos de nuevo a la cárcel. Hasestado alguna vez en la cárcel, Pendel».

Sí. Y Mickie también. Y lo vi allídentro. Y apenas tenía fuerzas parasaludar.

«Queremos comprar a tu esposa —decía Osnard—. Y si no podernos, ladejaremos en la calle, y a tus hijos conella. ¿Has estado alguna vez en la calle,Pendel?».

De ahí vengo.Y estas amenazas eran pistolas, no

sueños. Apuntadas contra su cabeza yempuñadas por Osnard. Sí, Pendel lehabía mentido, si podía llamarse a esomentir. Había dicho a Osnard lo quequería oír y había hecho lo imposiblepor conseguírselo, incluso inventarlo.Cierta gente mentía por placer, porsentirse más audaces y astutos que losmodestos conformistas que convivíancon sus panzas y decían la verdad. Peroése no era el caso de Pendel. Pendelmentía por conformismo. Por decir locorrecto en todo momento, incluso si locorrecto estaba en un lado y la verdaden otro. Por soportar la presión hasta,poder zafarse y marcharse a casa.

Pero de la presión de Osnard nopodía zafarse.

Recriminándose, Pendel recurrió alrepertorio de costumbre. Ducho en latarea de acusarse de sus pecados, semesó los cabellos e invocó a Dios comotestigo de sus remordimientos. ¡Estoyacabado! ¡Es una sentencia! ¡Volveré ala cárcel! ¡La vida entera es una cárcel!¡Poco importa si estoy dentro o fuera! ¡Ysoy yo el culpable de todo! Pero su irano se disipaba. Eludiendo elcristianismo cooperativo de Louisa, seacogió al temeroso lenguaje vagamenterecordado que el tío Benny empleaba ensus esfuerzos de expiación, entonados en

el pub ante una jarra vacía de cerveza:«Hemos hecho daño, hemos corrompidoy arruinado… Somos culpables, hemostraicionado… Hemos robado, hemosasesinado… Nos hemos apartado de laverdad, y la realidad es para nosotros unmero pasatiempo. Nos escondemos trasdistracciones y juguetes». La ira seresistía a abandonarlo. Acompañaba aPendel a donde quiera que fuese, comoun gato en una mala pantomima. Inclusocuando acometía el despiadado análisishistórico de su despreciablecomportamiento desde el origen de lostiempos hasta el presente, su ira retirabala espada de su pecho para blandirla

contra los corruptores de su humanidad.Al principio fue el Verbo, se dijo, un

verbo muy hostil. Llegó de labios deAndy cuando irrumpió en la sastrería, yno había posibilidad de resistirseporque era presión, no sólo en relacióncon los vestidos de verano sino tambiéncon cierto Arthur Braithwaite, másconocido por Louisa y los niños comoDios. Y de acuerdo, en rigorBraithwaite no existía. ¿Por qué teníaque existir? No es imprescindible que undios exista para realizar su cometido.

Y en virtud de lo anterior meconvertí en puesto de escuchó. Así queescuché. Y oí unas cuantas cosas. Y lo

que no oía propiamente hablando, lo oíaen mi imaginación, que era lo lógicodado el nivel de presión ejercida. Soyuna empresa de servicios, así queservía. ¿Qué tiene eso de malo? Ydespués, en algún punto, se produjo loque yo llamaría un florecimiento, queconsistió en oír muchas más cosas ymejorar con la experiencia, porque algoque uno aprende enseguida sobre elespionaje es que, como los negocios,como el sexo, debe mejorar o no va aninguna parte.

De modo que entré en lo que podríallamarse la etapa de audición positiva,en la que ciertas palabras se ponen en

boca de ciertas personas que las habríanpronunciado si en su momento se leshubiesen ocurrido. Que en todo caso eslo que cualquiera hace. Ademásfotografié algún que otro papel delmaletín de Louisa, lo cual no me gustabapero Andy insistió y, bendito sea, leencantan las fotografías. Pero eso no erarobar. Era mirar. Y todo el mundo tienederecho a mirar, digo yo. Con o sin unencendedor en el bolsillo.

Y de lo que ocurrió a continuaciónAndy tuvo toda la culpa. Yo nunca loalenté, ni siquiera se me había pasadopor la cabeza hasta que él lo sugirió.Andy me exigió subinformadores, y un

subinforrnador es algo muy distinto delhabitual informador inconsciente, yrequiere lo que yo llamo un saltocualitativo, además de una sustancialretribución acorde a la actitud mentaldel proveedor. Pero hay algo sobre lossubinformadores que convienemencionar. Los subinformadores,cuando uno empieza a conocerlos, songente agradable, mucho más que otrosque ocupan un espacio algo mayor en larealidad, pues los subinformadores sonuna familia secreta que no contesta demala manera ni tiene problemas a menosque uno así se lo indique. Lossubinformadores se obtienen

convirtiendo a los amigos en lo que yacasi son, o les gustaría ser pero ensentido estricto nunca llegarán a ser. Oincluso en lo que no les gustaría ser enabsoluto, pero racionalmente podríanhaber sido, considerando lo que son.

Tomemos, por ejemplo, a Sabina,que Marta basaba poco más o menos ensí misma pero no por completo. Otomemos al típico estudiante exaltadoque fabrica bombas caseras y espera elmomento de cometer atrocidades. Otomemos a Alfa y Beta, y a otros que porrazones de seguridad deben permaneceren el anonimato. O tomemos a Mickiecon su Oposición Silenciosa y esa

escurridiza conspiración a la que nadiees capaz de dar forma concreta, y que, ami juicio, fue una idea genial, exceptopor el ligero inconveniente de que tardeo temprano, y de hecho más bientemprano que tarde, yo sí voy a tenerque darle forma concreta de modo talque satisfaga a todas las partes, debido ala implacable presión de Andy. Otomemos a la gente del otro lado delpuente y auténtico corazón de Panamá,que nadie es capaz de localizar salvoMickie y un puñado de estudiantes conun estetoscopio. O tomemos a Marco,que no accedería hasta que indujese a suesposa a hablar con él seriamente sobre

el nuevo frigorífico con congelador quequería comprar y el segundo coche y laposibilidad de matricular al niño en elinstituto Einstein, cosa que yo podríasolucionar si Marco se aviniese aintervenir en otros frentes, ¿y no deberíasu esposa quizá sostener otraconversación con él a ese respecto?

Todo afluencia. Hilos sueltos,sacados de la nada, tejidos y cortados amedida.

De manera que uno crea sussubinformadores y se dedica a escucharpor ellos, a cargar con suspreocupaciones, a investigar y leer porellos, y a oír a Marta hablar de ellos, y

los coloca en los lugares y momentosadecuados y por lo general saca elmáximo partido posible a sus ideales,sus problemas y sus rarezas, tal comohago en la sastrería. Y les paga, que eslo correcto. Parte va directamente a susbolsillos, y el resto se guarda con mirasal futuro a fin de que no haganostentación, se pongan en evidencia ycorran el riesgo de ser castigados contodo el rigor de la ley. El únicoproblema es que mis subinformadoresno pueden meterse el dinero en elbolsillo, unos porque no saben que lohan ganado y otros porque ni siquieratienen bolsillos propiamente dichos, así

que va a parar a mis bolsillos. Pero esoes lo más justo si nos detenemos apensar, pues al fin y al cabo no se lo hanganado ellos, ¿no? Es fruto de misdesvelos, así que me lo embolso yo. OAndy lo ingresa por mí en el fondo deviudas y huérfanos. Y lossubinformadores no se enteran de nada,que es lo que Benny habría llamado untimo incruento. ¿Y qué es la vida sinouna pura invención? Empezando por lanecesidad de inventarse uno a sí mismo.

Los reclusos, como es sabido,poseen su propia moralidad. Y ése erael caso de Pendel.

Y tras flagelarse y exonerarsedebidamente, recobró la paz, salvo queel gato negro seguía mirándolo ceñudo yla paz que sentía era una paz armada,una indignación constructiva más intensay lúcida que cualquier otra que hubiesesentido en una vida pródiga eninjusticias. La notaba en las manos,crispadas y con un continuo hormigueo.En la espalda, sobre todo en loshombros. En la cadera y los talonesmientras deambulaba por la casa o lasastrería. Y en este estado de exaltaciónera capaz de cerrar los puños y golpearel cerco de madera del banquillo de losacusados que mentalmente siempre lo

rodeaba, y proclamar su inocencia, oalgo tan cercano a la inocencia queprácticamente podía considerarse comotal: Porque, ya puesto, su señoría, lediré otra cosa, si borra de su cara esasonrisa de ilustrísimo cordero: hacenfalta dos para bailar un tango. Y elseñor Andrew Osnard, miembro delcelestial como se llame de su majestadla reina, baila el tango. Lo percibo. Siél lo percibe también es otra cuestión,pero yo diría que sí. A veces la gente noes consciente de lo que hace. Pero Andyestá azuzándome. Está convirtiéndomeen mucho más de lo que soy, contándolotodo dos veces y fingiendo que sólo ha

sido una, y además huele a corrupción,olor que conozco bien, y Londres espeor que él.

En este punto de sus reflexiones Pendeldejó de dirigirse a su Creador, a suseñoría o a sí mismo, y fijó la mirada enla pared de su taller, donde casualmentecortaba una vez más un traje destinado amejorar la vida para Mickie Abraxas, elque le permitiría recuperar a su esposa.A esas alturas, después de tantos trajes,Pendel podría haberlo cortado con losojos cerrados. Pero los tenía bienabiertos, al igual que la boca. Parecía

falto de oxígeno, pese a que su taller,gracias a las grandes ventanas, conteníamás que suficiente suministro. En elestéreo sonaba Mozart pero no eraMozart lo que su ánimo necesitaba. Loapagó con una mano sin mirar siquiera.Con la otra dejó la tijera, pero su miradano se alteró. Siguió fija en el mismopunto de la pared, que a diferencia deotras paredes que había conocido no eragris granito ni verde cieno sino de unrelajante color gardenia fruto delesfuerzo conjunto de Pendel y sudecorador.

De pronto habló. En voz alta. Ypronunció una sola palabra.

No como podría haberlapronunciado Arquímedes. No sustentadaen una emoción reconocible. Sino con eltono de las básculas parlantes quehabían alegrado las estaciones de suinfancia. Mecánicamente pero conrotundidad.

—Jonás —dijo.Harry Pendel había alcanzado por

fin la visión global, Flotaba ante susojos en aquel mismo instante, intacta,soberbia, fluorescente, completa. Lahabía poseído desde el principio,comprendió entonces, como un fajo debilletes en el bolsillo trasero delpantalón mientras pasaba hambre,

pensaba que no tenía nada, forcejeaba,se esforzaba por obtener unconocimiento inasible. ¡Y sin embargoya lo poseía! ¡Estaba allí, a sudisposición, en su reserva secreta! ¡Y sehabía olvidado de su existencia hastaese momento! Y de pronto se alzaba anteél en todo su esplendor polícromo. Mivisión global, que fingía ser una pared.Mi conspiración que por fin haencontrado una causa. La versiónoriginal e íntegra. Presentada en suspantallas a petición del público. Yradiantemente iluminada por la ira.

Y su nombre es Jonás.

Hace ya un año pero en la acrobáticamemoria de Pendel es aquí y ahora, ysucede en la pared, frente a él. Es unasemana después de la muerte de Benny.Es el segundo día del primer trimestrede Mark en el Einstein y un día despuésde la reincorporación de Louisa a laComisión del Canal como empleadaremunerada. Pendel conduce su primertodoterreno. Viaja con rumbo a Colón ytiene dos objetivos: la visita mensual alalmacén textil del señor Blüthner y elingreso por fin en la Hermandad.

Conduce deprisa, como todo aquelque va camino de Colón, en parte portemor a los asaltantes, en parte por el

placer anticipado de hallarse entre lasriquezas de la Zona Libre. Viste un trajenegro que se ha puesto en la sastreríapara no causar exasperación en casa ylleva una barba de seis días. CuandoBenny lloraba la pérdida de un amigo,dejaba de afeitarse. Pendel no puedehacer menos por Benny. Incluso hacomprado un sombrero de fieltro negro,si bien se propone dejarlo en el asientotrasero.

—Es un sarpullido —explica aLouisa, quien por su seguridad ybienestar no ha sido informada de laverdadera muerte del tío Benny, pues yaaños atrás fue inducida a creer que

Benny había fallecido en la sordidez delalcoholismo y no representaba por tantoamenaza alguna. E invitándola a lapreocupación, añade—: Me parece quees por esa loción de afeitar sueca que heprobado con la idea de venderla en laboutique.

—Harry, debes escribir a esossuecos y advertirles que la loción espeligrosa. No es apta para pielessensibles. Es una amenaza para la saludde nuestros hijos, no cumple las normasde sanidad suecas, y si el sarpullidopersiste, tendrás que demandarlos.

—Ya he redactado la carta —asegura Pendel.

Su ingreso en la Hermandad es eldeseo póstumo de Benny, manifestado enuna carta escrita ya al límite de susmermadas facultades y recibida en lasastrería después de su muerte:

Harry, muchacho, has sido paramí una joya de incalculablevalor, quedándote sólo unatarea pendiente, que es laHermandad de CharlieBlüthner. Tienes un buennegocio, dos hijos y quién sabequé más te deparará el futuro.Pero la guinda sigue al alcancede tu mano y no me explico por

qué no la has cogido aúndespués de tantos años. EnPanamá la gente que Charlie noconoce es porque no merece lapena conocerlos, y además lasbuenas obras y la influenciahan ido siempre de la mano, ycon el respaldo de laHermandad nunca te faltarátrabajo ni pasarás privaciones.Charlie dice que la puerta sigueabierta, y además está en deudaconmigo. Aunque nunca tan endeuda como yo contigo, hijomío, ahora que hago cola en elpasillo esperando mi turno, que

personalmente dudo mucho quellegue algún día pero no se lodigas a la tía Ruth. Este sitio noestá mal si te gustan losrabinos.

Mis bendiciones,

Benny.

En Colón el señor Blüthner gobiernados mil metros cuadrados de oficinasllenos de ordenadores y alegressecretarias con blusas de cuello alto yfaldas negras, y es el segundo hombremás respetable del mundo después deArthur Braithwaite. Cada mañana a las

siete sube a bordo del avión de suempresa y, tras un vuelo de veinteminutos, aterriza en el aeropuerto FranceField de Colón, entre las avionetas deestridentes colores de los ejecutivoscolombianos que se han acercado ahacer unas compras en las tiendas libresde impuestos o, de estar muy ocupados,han enviado a sus mujeres. Cada tarde alas seis vuela de regreso a casa, salvolos viernes, que vuelve a las tres, y en elYom Kippur, fecha en que la empresacierra por vacaciones y el señorBlüthner expía unos pecados que nadieconoce salvo él y, hasta hace unasemana, el tío Benny.

—Harry.—Señor Blüthner, me alegro de

verlo.Es siempre lo mismo. La enigmática

sonrisa, el formal apretón de manos, laimpermeable respetabilidad, y ningunaalusión a Louisa. Con la excepción deque hoy la sonrisa es más triste, elapretón más prolongado, y el señorBlüthner lleva una corbata negra.

—Tu tío Benjamín era un granhombre —declara, dándole una palmadaen el hombro a Pendel con su blanca ypequeña zarpa.

—Un coloso, señor B.—¿Prospera tu negocio, Harry?

—He tenido suerte, señor B.—¿No te preocupa el calentamiento

del planeta? ¿La posibilidad de quepronto nadie compre tus chaquetas?

—Cuando Dios inventó el sol, señorBlüthner, tuvo la sabiduría de inventartambién el aire acondicionado.

—Y te gustaría conocer a ciertosamigos míos —dice el señor Blüthnercon una chispeante sonrisa.

—No sé por qué lo he retrasadotanto —se lamenta Pendel.

Cualquier otro día habrían subidopor la escalera de atrás hasta eldepartamento de telas para que Pendelpudiese admirar las nuevas alpacas.

Hoy, en cambio, salen a las abarrotadascalles, el señor Blüthner encabezando lamarcha a paso ligero, y por fin, sudandocomo estibadores, llegan ante una puertasin ningún distintivo especial. El señorBlüthner tiene ya una llave en la mano,pero primero dirige un pícaro guiño aPendel.

—¿No te importa que sacrifiquemosa una virgen, Harry? ¿No tienesinconveniente en que emplumemos aunos cuantos schwartzers?

—No, si ése era el deseo de Benny,señor Blüthner.

Tras lanzar un vistazo deconfabulador a uno y otro lado de la

calle, el señor Blüthner hace girar lallave y da un vigoroso empujón a lapuerta. Hace un año o más, pero sucedeaquí y ahora. Frente a él, en la pared decolor gardenia, Pendel ve esa mismapuerta abierta, y la absoluta negrura loatrae hacia su interior.

Capítulo 15

Dejando atrás la intensa luz del sol,Pendel se adentró en la noche másoscura tras los pasos de su guía. Deinmediato perdió de vista al señorBlüthner y se quedó inmóvil, esperandoa que sus ojos se adaptasen a laoscuridad, sonriendo por si alguien loobservaba. ¿A quién encontraría allí, ycon qué estrafalario atuendo? Olfateó elaire pero, en lugar del aroma delincienso o la sangre caliente, percibióun olor a humo de tabaco rancio y a

cerveza. Gradualmente los instrumentosde la cámara de tortura cobraron forma:botellas detrás de una barra, un espejodetrás de las botellas, as, un camareroasiático de edad provecta, un piano decolor crema con retozonas muchachaspintadas burdamente en la tapalevantada, ventiladores de madera en eltecho, una ventana cercana al techo conun cordel para abrirla, roto y demasiadocorto. Y por último, porqueresplandecían menos, los otros quecomo Pendel acudían en busca de la Luz,vestidos no con túnicas zodiacales ygorros cónicos, sino con los trajes defaena del mundo comercial panameño:

camisas blancas de manga corta,pantalones abrochados bajo prominentesvientres, corbatas sueltas en el cuellocon un estampado de coliflores rojas.

Conocía ya algunas caras dehaberlas visto en la modesta periferiadel club Unión: el holandés Henk, cuyaesposa se había marchado recientementea Jamaica con sus ahorros y un bateríachino, y que al verlo se acercó a él depuntillas, en actitud solemne con unajarra de peltre empañada en cada manoy dijo: «Harry, hermano nuestro, meenorgullezco de que por fin te hallesentre nosotros», como si Pendel hubieseatravesado los pólderes a pie para

llegar hasta él; el sueco Olaf, agente detransporte marítimo y borracho, con unasgafas de gruesas lentes y un estoposopeluquín, exclamando con su tanpreciado como poco convincente acentode Oxford: «¡Vaya, hermano Harry,viejo amigo! ¡Bravo! ¡Salud!»; el belgaHugo, autodenominado comerciante enmetal de desguace y antes obrero en elCongo, que le ofreció «algo muyespecial traído de tu patria» en unapetaca de plata.

No había vírgenes encadenadas, niburbujeantes toneles de brea, niaterrorizados schwartzers: estaban sólotodas las otras razones por las que

Pendel no se había unido a laHermandad hasta la fecha, el mismoreparto de siempre en la mismarepresentación de siempre, con «¿Cuáles tu veneno preferido, hermanoHarry?». y «Déjame que te llene lacopa, hermano» y «¿Por qué has tardadotanto en venir, Harry?». Hasta que elseñor Blüthner en persona, engalanadocon una capa de alabardero de la Torrede Londres y una cadena de alcalde,hizo sonar dos veces un mellado cuernode caza inglés, y una puerta de dos hojasse abrió de pronto dando paso a unacolumna de porteadores asiáticos, que ala consigna de «¡Sujétalo, guerrero

zulú!». entraron en la sala a paso decastigo, acarreando bandejas sobre lacabeza. Y al frente marchaba nada más ynada menos que el mismísimo señorBlüthner, quien, como Pendel empezabaa comprender, estaba rescatando ciertoselementos de su vida anterior, talescomo la delincuencia en la juventud.

Tras reunir a todos en torno a lamesa, el señor Blüthner ocupó laposición central, con Pendel a su lado, ypermanecía atento, como el resto de loscomensales, a las palabras de Henk,quien bendijo la mesa con un discursolargo e ininteligible, cuya idea básicaera que los presentes serían incluso más

virtuosos de lo que ya eran si comían losalimentos de sus platos, una premisa quePendel se permitió poner en duda tras elprimer fatal bocado del curry másperturbador de los sentidos que habíasaboreado desde la última vez queBenny se lo llevó a la vuelta de laesquina para probar el del señor Khanmientras la tía Ruth ejercitaba su piedadcon las Hermanas de Sión.

Pero tan pronto como tomaronasiento el señor Blüthner volvió aponerse en pie de un salto para anunciardos acontecimientos que fueronrecibidos con entusiasmo por lospresentes: nuestro hermano Pendel se

encuentra hoy por primera vez entrenosotros —un clamoroso aplauso,salpicado de jocosas obscenidades,pues los presentes empezaban a mostrarlos efectos del alcohol—, y permitidmeque presente a un hermano que nonecesita presentación, así que una granovación, por favor, para nuestro sabioerrante, al servicio de la Luz desdetiempos inmemoriales, buceador enaguas profundas y explorador de tierrasignotas, que ha penetrado en más lugaresoscuros —risas escabrosas— quecualquiera de los aquí reunidos, el únicoe incomparable, el indómito, el inmortalJonás, recién llegado de una triunfal

expedición por las Indias Holandesas,sobre la cual algunos ya habréis leídoalgo. (Gritos de «¿Dónde?»).

Y Pendel, contemplando su pared decolor gardenia, veía a Jonás tal como lohabía visto un año atrás: encogido yhuraño, de tez amarillenta y ojos dereptil, abasteciendo metódicamente suplato con lo mejor de cuantos alimentosse desplegaban ante él: pepinillos envinagre, tortas con curry, guindillas yuna sustancia pardusca, viscosa y llenade grumos que Pendel había identificadocomo napalm sin refinar. Y Pendeltambién lo oía. A Jonás, nuestro sabioerrante. La acústica de la pared de color

gardenia es impecable, pese a que Jonástenga ciertas dificultades para hacerseoír entre aquel caos de chistes verdes ybrindis grandilocuentes.

La próxima guerra mundial,vaticinaba Jonás con un marcado acentoaustraliano, tendría lugar en Panamá, lafecha ya se había fijado, y más vale queos lo creáis, pandilla de cabrones.

Un macilento ingeniero sudafricanollamado Piet fue el primero en poner entela de juicio su afirmación.

—Eso ya es historia, Jonás,muchacho. Aquel mequetrefe que

tuvimos aquí lo llamó Operación CausaJusta. Y George Bush puso en marcha sufactor sorpresa. Miles de muertos.

Comentario que a su vez suscitópreguntas en la línea de «¿Qué hicistedurante la invasión, papa?», y respuestasde igual enjundia intelectual.

Entonces estalló una serie de ataquesy contraataques simultáneos desdedistintos flancos, para inocente disfrutedel señor Blüthner, cuyo rostro sonrientesaltaba de un orador a otro con el mismointerés que si siguiese un gran partido detenis. Sin embargo Pendel apenas oíanada aparte del clamor de sus intestinos,y para cuando recobró parcialmente el

conocimiento, Jonás había dirigido suatención a las carencias del Canal.

—Esa mierda ya no sirve para lanavegación moderna —aseveró—. Loscargueros de mineral, losportacontenedores, los superpetrolerosson demasiado grandes. El Canal es undinosaurio.

Olaf, el sueco, recordó a lospresentes que existía un proyecto paraañadir más esclusas. Jonás trató dichainformación con el desdén queobviamente merecía.

—¡Ah, no me digas! Una gran idea,Otras cuantas esclusas de mierda.Fantástico. Increíble. Me pregunto qué

hará la ciencia a continuación. Yapuestos, utilicemos también el viejopaso que abrieron los franceses. Yjuntemos una parte de la base naval deRodman. Y allá por el año 2020, con laayuda de Dios y los prodigios de lamodernidad, tendremos un Canal unpoco más ancho, y un tiempo de tránsitomucho mayor. Brindo por ti, lumbrera.Me pongo en pie y levanto mi copa porel progreso en el jodido siglo xxi.

Y probablemente eso hizo Jonás trasla nube de humo, ya que Pendel,mientras ve la repetición de la escena enla pared de color gardenia, recuerda contotal nitidez que Jonás brincó de la silla,

aunque quedándose exactamente a lamisma altura derecho que sentado, y conexagerada ceremonia alzó su jarra decerveza y hundió en ella su caraamarillenta, los ojos de reptil incluidos,de modo que Pendel dudó por unmomento si volvería a salir a flote, peroesa clase de buceadores conocen bien suoficio.

—Y al Tío Sam le importa un carajosi hay una esclusa o hay seis —prosiguió Jonás con el mismo tonoafilado de infinito desprecio—. Paraellos, cuantas más mejor. Nuestrosnobles amigos yanquis han renunciado alCanal hace tiempo. Ni siquiera me

sorprendería que alguno de ellos sepropusiera volarlo. ¿Para qué quieren unCanal operativo? Ellos ya tienen su víarápida de transporte de San Diego aNueva York, ¿no? Su «canal seco»,como les gusta llamarlo, controlado poramericanos decentes y estúpidos, y nopor un hatajo de latinos. Y el resto delmundo que se joda. El Canal es unsímbolo del pasado. Que lo usen losotros gilipollas. Así que no digas mástonterías, cabeza cuadrada —añadiócomo puntilla, mirando al soñolientoholandés que había osado dudar de susabiduría.

Pero en torno a la mesa se alzaban

ya rostros cansados, semblantesconfusos que se volvían hacia el turbiosol de Jonás. Y el señor Blüthner, en suafán por no perderse una sola joya de laconversación, se había medio levantadode la silla e inclinado sobre la mesapara escuchar hasta la última palabra deJonás. Entretanto el sabio errante repelíalas críticas:

—No, no hablo con el culo, mamónde irlandés; hablo de petróleo, depetróleo japonés. Petróleo que antes eraviscoso y ahora es muy fluido. Hablodel mundo bajo la dominación delhombre amarillo, y del final de estajodida civilización tal como la

conocemos, incluida la verde Erín.Un listillo preguntó si Jonás se

refería a que los japoneses iban ainundar de petróleo el Canal, pero Jonásno se dignó contestar.

—Los japoneses, amigos míos, yaextraían aceite viscoso mucho antes dedescubrir cómo utilizarlo. Loalmacenaron en enormes depósitos portodo el país mientras sus más destacadoscientíficos buscaban día y noche lajodida fórmula que les permitieserefinarlo. Pues, bien, por fin han dadocon ella, así que mucho cuidado.Protegeos los apéndices si es que os losencontráis, es un consejo, y volved

vuestros culos hacia el sol nacienteantes de despediros de ellos. Porque losnipones han descubierto la emulsiónmágica, lo cual significa que vuestraestancia en el paraíso tiene los minutoscontados. Se añaden unas gotas, se agita,y premio, lo que antes era aceite viscosoahora es un petróleo como cualquierotro. Petróleo a mares. Y en cuantoconstruyan su propio canal de Panamá,cosa que ocurrirá antes de que nosdemos cuenta, estarán en situación deinundar el mundo entero con él. Paraindignación del Tío Sam.

Un silencio. Gruñidos de perplejadiscrepancia desde distintos puntos de

la mesa hasta que el literal Olaf seautodesigna para formular la preguntaobvia:

—Por favor, Jonás, ¿qué se suponeque quiere decir eso de que «en cuantoconstruyan su propio canal de Panamá»?Me gustaría saber por qué orificio estáshablando ahora. La idea de abrir unnuevo canal se ha descartado porcompleto desde la invasión. Quizá pasasdemasiado tiempo bajo el agua y no teenteras de lo que ocurre en la superficie.Antes de la invasión existía unainteligente comisión tripartita al másalto nivel, encargada de estudiarposibles alternativas al Canal, incluida

una nueva vía. Estados Unidos, Japón yPanamá eran los miembros. Ahora esacomisión está disuelta, para satisfacciónde los americanos, que no le teníanningún aprecio. Disimulaban pero no laquerían. Prefieren que las cosas sigancomo hasta ahora, con unas cuantasesclusas más, y que ciertos sectores desu industria pesada administren lospuertos terminales, que serán en extremorentables. Es un tema que conozco bien,te lo aseguro. Forma parte de mi trabajo.El asunto está zanjado, así que jódete.

Pero Jonás, lejos de amilanarse, semostró furiosamente triunfal.

Mirando la pared de color gardenia,

Pendel, como el señor Blüthner, aguza eloído para escuchar cada palabra de laprofecía que brota de los labios del granhombre.

—¡Claro que no les gustaba lajodida comisión, pedante nórdico! Laaborrecían. Y claro que quieren que suspropias empresas establecidas en Colóny Ciudad de Panamá administren lospuertos terminales. ¿Por qué crees quelos yanquis boicotearon la comisióndespués de integrarse en ella? ¿Por quécrees, para empezar, que invadieron esteabsurdo país? ¿Que hicieron trizas todolo que pudieron? ¿Para impedir que eldíscolo general vendiese su cocaína al

Tío Sam? ¡Gilipolleces! Lo hicieronpara aplastar al ejército panameño yhundir la economía con la idea de quelos japoneses no pudiesen comprar eljodido país y construir un canal que seacomodase a sus necesidades. ¿Dedónde sacan su aluminio los japoneses?No lo sabes, ¿verdad? Pues te lo diré:de Brasil. ¿De dónde sacan la bauxita?También de Brasil. ¿Y la arcilla? DeVenezuela. —Enumeró otras sustanciasde las que Pendel nunca había oídohablar—. ¿Acaso crees que los niponesvan a transportar las materias primasbásicas para su industria hasta NuevaYork, y desde allí llevarlas en tren hasta

San Diego, para volver a embarcarlascon destino a Japón sólo porque elCanal existente resulta demasiadoestrecho y lento para ellos? ¿Acasocrees que van a enviar sus petrolerosgigantes por el jodido cabo de Hornos?¿O bombear el nuevo petróleo a travésdel istmo, con el tiempo que esorepresenta? ¿O que van a quedarse debrazos cruzados mientras les cobranquinientos dólares por cada contenedorjaponés que llegue a Filadelfia sóloporque el jodido Canal ya no les sirve?¿Quién es el principal usuario delCanal?

Una pausa en espera de un

voluntario.—Los yanquis —dijo algún valiente,

y pagó la osadía.—¿Los yanquis? ¡Que te crees tú

eso! ¿Es que no has oído hablar de lospabellones de conveniencia, bendecidosahora bajo el eufemismo de registrosabiertos? ¿Quién es el verdadero dueño?Los japoneses y los chinos. ¿Quiénesson los hijos de puta que van a construirla próxima generación do carguerosaptos para la navegación por el Canal?

—Los japoneses —susurró alguien.Un rayo de luz divino se abre paso a

través de la ventana del taller de Pendely se posa en su cabeza como una paloma

blanca. La voz de Jonás adquiere untono grandilocuente. Las palabrassoeces, como notas superfluas, quedanexcluidas.

—¿Quién posee la mejor tecnología,la más barata, la más rápida? Losamericanos no, desde luego. Son losjaponeses. ¿Quién tiene la mejormaquinaria pesada, los negociadoresmás sagaces? ¿Los mejores ingenieros,los organizadores y obreros mejorcualificados? —declama al oído dePendel—. ¿Quién sueña noche y día conel control de la vía de navegación másprestigiosa del mundo? ¿Qué topógrafose ingenieros están en este mismo

instante perforando el terreno acentenares de metros de profundidad enel estuario del río Caimito para extraermuestras? ¿Creéis que van a desistirsólo porque los yanquis vinieron yarrasaron el país? ¿Creéis que van adoblegarse ante el Tío Sam, que van adisculparle por haber concebido lamaliciosa idea de dominar el comerciomundial? ¿Los japoneses? ¿Creéis quevan a rasgarse los quimonos por lacatástrofe ecológica que representaráunir dos océanos incompatibles quenunca han sido presentados el uno alotro? ¿Los japoneses? ¿Cuando supropia supervivencia depende de ello?

¿Creéis que van a echarse atrás sóloporque alguien se lo diga? ¿Losjaponeses? Aquí no hablamos degeopolítica; hablamos de combustión. Ynosotros estamos aquí sentadosesperando el estallido.

Alguien pregunta tímidamente quépapel desempeñarían los chinos en eseescenario, hermano Jonás. Es de nuevoOlaf, con su inglés de Oxford incólume:

—Porque, dime, amigo Jonás,¿acaso no detestan los japoneses a loschinos? ¿Y no es mutuo el odio, dehecho? ¿Por qué van a quedarse loschinos mirando mientras los japonesesse llevan todo el poder y la gloria?

En la memoria de Pendel, Jonás es aestas alturas de la conversación todotolerancia y cortesía.

—Porque los chinos, mi buen amigoOlaf, quieren lo mismo que losjaponeses. Quieren expansión. Riqueza.Prestigio. Reconocimiento en los forosinternacionales. Respeto por el hombreamarillo. Qué quieren los japoneses delos chinos, me preguntas, Te loexplicaré. En primer lugar, los quierencomo vecinos. Después los quierencomo compradores de los productosjaponeses. Y por último los quierencomo mano de obra barata para lafabricación de los antedichos productos.

Los japoneses consideran a los chinosuna subespecie, ¿comprendes?, y loschinos les devuelven el cumplido. Peropor el momento son hermanos de sangre,y somos nosotros, Olaf, los ilusos deojos redondos, quienes vamos a tenerque mamar de la peor teta.

El resto del discurso de Jonás llegó aPendel en extremo tergiversado. Nisiquiera la pared de color gardeniaestaba equipada para reparar el dañocausado a su memoria por una mezcla denapalm y bebidas alcohólicas. Requirióla colaboración del fantasma de Benny,

de pie junto a él, para improvisar elmensaje perdido: «Harry, muchacho, iréal grano, como hago siempre. Nosencontramos ante un descomunal timocomparable al del chico que vendió latorre Eiffel a compradores interesados,ante un complot de cinco estrellassuficiente para que tu amigo Andy salgacorriendo a su banco. No es raro queMickie Abraxas se haya mantenidoshtumm por sus amigos porque esto esdinamita y además está en deuda conellos. Harry, muchacho, lo he dichoantes y lo vuelvo a repetir, tienes másafluencia que Paganini y Gigli juntos, ylo único que necesitabas era que el

autobús adecuado parase en la paradaconveniente el día oportuno, y llegado elmomento casi sin darte cuenta estaríasya en el camino correcto. Pues, bien,éste es el autobús en cuestión. Hablamosde un canal a nivel del mar, de costa acosta, con cuatrocientos metros deanchura, de construcción japonesa ytecnología punta, proyectado bajo elmayor secreto mientras los yanquisbalbucean sobre las nuevas esclusas y laparticipación de su industria pesada, talcomo en los viejos tiempos sólo queahora contemplan el canal equivocado.Y la cúpula panameña, abogados,políticos y el club Unión, como de

costumbre ha cerrado filas, porque estántodos metidos hasta las cejas en elasunto, burlándose del Tío Sam ychupándoles la sangre a los japoneses.A eso súmale los astutos gabachos porlos que tanto se interesa Andy, más eldinero de la droga colombiano paraañadirle un toque siniestro, y Harry,muchacho, esto no tendrá nada queenvidiarle a la Conspiración de laPólvora, sólo que ¿quién va a pillarteesta vez con las cerillas en la mano?Nadie. ¿Y me preguntas por el coste,Harry, muchacho? ¿Estás diciéndomeque los japoneses no puedenpermitírselo? ¿Cuánto crees que costó el

aeropuerto de Osaka? Treinta milmillones en billetes usados, Harry,muchacho, lo sé de buena fuente. Unaganga. ¿Y sabes cuánto costará un canala nivel del mar? Tres aeropuertos deOsaka incluidos los permisos deconstrucción y los timbres. Harry, paraellos eso es la propina del restaurante.¿Tratados, preguntas? ¿Compromisospor parte de los panameños de no echara perder el Canal para el Tío Sam?Harry, muchacho, eso eran cosas delviejo Canal. Y ahí es donde van adepositar los panameños suscompromisos».

La pared de color gardenia tiene aún

una última escena que ofrecerle.Pendel y su anfitrión se hallan ante

la puerta del emporio del señorBlüthner, despidiéndose varias veces.

—¿Sabes una cosa, Harry?—¿Qué, señor B?—Ese Jonás es el mayor farsante del

mundo. No sabe nada de emulsiones ymenos aún de la industria japonesa. Encuanto a sus sueños de expansión, sí,estoy de acuerdo. Los japoneses siemprehan tenido una actitud irracionalrespecto del canal de Panamá. Elproblema es que para cuando ellostengan el control, ya nadie utilizarágrandes buques, y nadie necesitará

petróleo porque dispondremos defuentes de energía mejores, más limpiasy más baratas. Y sobre esos mineralesde que hablaba —negó con la cabeza—,si los necesitan, los buscarán más cercade casa.

—¡Pero, señor B, se lo veía tanencandilado oyéndolo…!

El señor Blüthner sonriópícaramente.

—Harry, te diré una cosa: mientrasescuchaba a Jonás, oía a tu tío Benny yrecordaba lo mucho que le fascinaba untimo. ¿Y bien? ¿Te unes a nuestramodesta Hermandad?

Pero Pendel por una vez es incapaz

de decir lo que el señor Blüthner quiereoír.

—Aún no estoy preparado, señor B—responde con seriedad—. Tengo quemadurar. Estoy en ello y lo conseguiré.Y cuando llegue el momento y esté yapreparado, volveré en el acto.

Pero ya estaba preparado. Suconspiración se había puesto en marcha,con o sin emulsiones. El gato negro de laira se limpiaba las garras para labatalla.

Capítulo 16

Días, había dicho Pendel a Osnard.Necesitaré unos días. Días de mutuaconsideración y renovación conyugal enlos que Pendel, marido y amante,reconstruye los puentes caídos entre él ysu esposa y, sin ocultar nada, la lleva asus reinos más ocultos, nombrándolaconfidente, ayudante y compañera deespionaje al servicio de su visiónglobal.

Y del mismo modo que Pendel se harehecho para Louisa, rehace también a

Louisa para el mundo. Ya no hay mássecretos entre ellos. Todo se sabe, todose comparte, están por fin unidos,escucha jefe y subinformadora, atentosel uno al otro, y los dos a Osnard, sociossinceros y comprometidos en una granempresa. Tienen muchas cosas encomún. Delgado, su fuente común deinformación sobre el destino de la noblenación panameña. Londres, su común yexigente patrón. La civilizaciónanglosajona en juego, hijos que proteger,una red de extraordinariossubinformadores a quienes dar aliento,una vil conspiración japonesa quedesbaratar, un Canal común que

salvaguardar. ¿Qué mujer que se precie,qué madre, qué heredera de las guerrasde sus progenitores no acudiría a lallamada, no se envolvería en el manto,no empuñaría la daga, no espiaría sindescanso a los usurpadores del Canal?A partir de ahora la visión global regirásus vidas por completo. Todo quedarásubordinado a ella, cada palabra casuale incidente azaroso será tejido en elcelestial tapiz. Concebido por Jonás,recuperado por Pendel, pero en losucesivo con Louisa como vestal. SeráLouisa, con el auxilio de Delgado, quiense alce ante ese tapiz, sosteniendovalerosamente la lámpara.

Y si Louisa no está enterada con tallujo de detalle de su elevada condición,al menos debe de haber quedadoimpresionada por el sinfín de nimiasatenciones que su rango comporta.

Cancelando sus compromisossecundarios y cerrando la sala dereunión por las tardes, Pendel corre acasa para mimar y observar a su agenteen ciernes, estudiar sus pautas decomportamiento y conocer lospormenores de su existencia cotidianaen su lugar de trabajo, especialmente surelación con su venerado, altruista,respetado y —desde la celosaperspectiva de Pendel— en extremo

sobre valorado jefe, Ernesto Delgado.Hasta ahora, se teme, ha amado a su

esposa sólo como un concepto, como unmodelo de sencillez que complementabasu propia complejidad. Pero desde hoydejará de lado el amor conceptual y sededicará a conocerla tal como es. Hastaahora cuando sacudía los barrotes delmatrimonio era para intentar salir.Ahora intenta entrar. Ningún detalle desu vida diaria es demasiadoinsignificante para él: cada comentariosobre su incomparable jefe, sus idas yvenidas, sus llamadas telefónicas, suscompromisos, sus conferencias, susmanías y sus rarezas. La menor anomalía

en la rutina cotidiana de Delgado, elnombre y posición del más fortuitovisitante que pasa por el despacho deLouisa camino de una audiencia con elgran hombre —todas las trivialidadesque hasta la fecha Pendel habíaescuchado cortésmente con un solo oído— se convierten para él en asuntos detal interés que de hecho debe moderar sucuriosidad por temor a despertarsospechas en Louisa. Por la mismarazón, sus continuas anotaciones tienenlugar en condiciones operacionales:agazapado en su estudio (unas cuantasfacturas pendientes, cariño) o en elcuarto de baño (no sé qué debo de haber

comido, ¿crees que habrá sido elpescado?).

Y a la mañana siguiente un informepara Osnard entregado en mano.

La vida social de la propia Louisa lofascina casi tanto como la de Delgado.Los apáticos encuentros con otrosresidentes de la Zona, ahora exiliados ensu propia tierra, su pertenencia a ciertoForo Radical que hasta el momento le haparecido a Pendel tan radical como unacerveza tibia, su asistencia, por lealtad asu madre, a las reuniones a unacongregación de cristianoscooperativos, todo ello reclama ahora laatención de Pendel y su cuaderno, donde

queda consignado en un impenetrablecódigo de su invención, una mezcla deabreviaturas, iniciales e intencionadamala letra que sólo un ojo adiestrado encriptografía podría interpretar. Puesaunque Louisa lo ignore, su vida se hallaahora inseparablemente entrelazada conla de Mickie. En la mente de Pendel, losdestinos de la esposa y el amigo se unena medida que la Oposición Silenciosaextiende sus clandestinas fronteras paraenglobar a estudiantes disidentes, laconciencia cristiana, y los panameños debuena fe que viven al otro lado delpuente. Se funda en el máximo secretouna logia de antiguos residentes de la

Zona, que se reúnen en Balboa alanochecer en grupos de dos o tres.

Pendel nunca se ha sentido tan cercade ella cuando están separados, ni tandistante cuando están juntos. A vecesdescubre con asombro que se sientesuperior a ella, pero enseguidacomprende que es lo más natural habidacuenta de que conoce más aspectos de suvida que ella misma, siendo de hecho elúnico observador de su otrapersonalidad mágica como intrépidaagente secreta infiltrada en el cuartelgeneral del enemigo con la misión dedesentrañar la monstruosa conspiracióncuya clave posee la Oposición

Silenciosa con su red de abnegadosagentes.

En ocasiones, es cierto, la máscarade Pendel cae y la vanidad mística seadueña de él. Entonces se convence deque está haciéndole un favor al tocartodos sus actos con la varita mágica desu secreta creatividad. De que estásalvándola. Echándose al hombro sucarga. Protegiéndola física y moralmentedel engaño y sus peligrosasconsecuencias. Impidiendo suencarcelamiento. Ahorrándole lascotidianas arduidades de la dispersióndel pensamiento. Dejando a su mente ysus actos la libertad de conectarse en

una vida conjunta y saludable, en lugarde desarrollarse penosamente encámaras estancas como ocurre a lamente y los actos de Pendel, que secomunican entre sí rara vez y sólo ensusurros. Pero cuando la máscara vuelvea su sitio, ahí está ella, su intrépidaagente, su compañera de armas,desesperadamente comprometida con lasalvaguardia de la civilización tal comola conocemos, recurriendo si esnecesario a métodos ilícitos, por nodecir deshonestos.

Invadido por una abrumadorasensación de estar en deuda con Louisa,Pendel la convence de que pida a

Delgado un día libre entre semana y semarchan de excursión una mañanatemprano: nosotros solos, Lou, mano amano, como antes de nacer los niños. Sepone de acuerdo con los Oakley paraque acompañen a Mark y Hannah alcolegio, y lleva a Louisa a Gamboa, a loalto de una colina llamada PlantationLoop, muy querida por ambos desde suépoca en Calidonia. Forma parte de unaserranía que se alza entre los océanosAtlántico y Pacífico, y se llega hasta allípor una sinuosa carretera abierta por elejército norteamericano entre el densobosque. Pendel es consciente delsimbolismo de su elección: todo el

istmo ante nuestros ojos, el pequeñoPanamá bajo nuestra sagrada tutela. Esun lugar sobrenatural y cambiante,barrido por vientos contrarios y máscerca del Paraíso Terrenal que del sigloxxi, pese a la mugrienta antena esféricade veinte metros de altura y color cremaa la cual debe su existencia la carretera;plantada allí para escuchar a los chinos,los rusos, los japoneses, losnicaragüenses o los colombianos, peroahora oficialmente sorda, a menos, claroestá, que movida por un último rescoldode su instinto para la intriga recupere sucapacidad auditiva en presencia de dosespías ingleses que han acudido allí

huyendo de la tensión de su diariosacrificio.

Sobre ellos, los buitres y las águilassurcan en bandadas un cielo quieto eincoloro. A través de una brecha entrelos árboles ven un valle de verdesladeras que desciende hasta la bahía dePanamá. Son sólo las ocho de lamañana, pero sudan ya copiosamentecuando regresan al todoterreno paratomar té helado y unas tortas de frutossecos que Pendel preparó anoche, lospreferidos de Louisa.

—Es la mejor vida, Lou —aseguraPendel con tono solemne mientrasdescansan cogidos de la mano en los

asientos delanteros del todoterreno, conel motor en marcha y la refrigeración almáximo.

—¿Cuál?—Ésta. La nuestra. Todo lo que

hemos hecho ha merecido la pena. Losniños. Nosotros. ¿Qué más se puedepedir?

—Si tú estás contento, Harry…Pendel decide que ha llegado el

momento de abordar su gran plan.—El otro día oí un comentario

curioso en la sastrería —dice con untono de divertida reminiscencia—.Acerca del Canal. Según me contaron,aquel viejo proyecto de los japoneses

está de nuevo sobre el tapete. ¿Nohabrás oído tú algo al respecto en laComisión?

—¿Qué proyecto japonés?—Abrir un nuevo canal. A nivel del

mar. Aprovechando el estuario delCaimito. Se barajan cifras de alrededorde cien mil millones de dólares, no sé siestaré en lo cierto.

A Louisa no le satisface el nuevorumbo de la conversación.

—Harry, no entiendo por qué metraes a lo alto de un monte parahablarme de ciertos rumores sobre unnuevo canal japonés. Ese es un proyectoinmoral, catastrófico para la ecología, y

además es antiamericano y vulnera lostratados. Así que espero que vayas aquien te ha dicho semejante sandez y leaconsejes que no propague rumoresdestinados a dificultar más aún laadaptación del Canal a las necesidadesfuturas.

Por un instante lo embarga unaterrible sensación de fracaso y casirompe a llorar. A eso sigue una súbitaindignación. Intentaba llevarla conmigoy se negaba a venir. Prefería su rutina.¿No se da cuenta de que el matrimonioes cosa de dos? O apoyas al otro o tederrumbas. Adopta un tono altivo.

—Esta vez, por lo que he oído, se lo

llevan muy callado, así que no mesorprende que no sepas nada. Estaimplicada la cúpula panameña, pero semantienen shtumm y se reúnen ensecreto. Esos japoneses no se atienen arazones, al menos en lo que se refiere alCanal. Participa el mismísimo ErnieDelgado, dicen, lo cual no me extrañatanto como debiera, supongo. Ernienunca me ha inspirado tanta simpatíacomo a ti. Y el presi también estámetido hasta el cuello. Eso explica sushoras muertas durante la gira porExtremo Oriente.

Un largo silencio. Más largo que decostumbre. En un primer momento

Pendel piensa que Louisa estáreflexionando sobre el alcance de suinformación.

—¿El presi? —repite.—El presidente.—¿De Panamá?—No va a ser el de Estados Unidos,

¿no, cariño?—¿Por qué lo llamas presi? Así es

como lo llama el señor Osnard. Harry,no entiendo por qué imitas al señorOsnard.

—Está casi a punto —informóPendel por teléfono esa misma noche,hablando en un susurro por si la líneaestaba intervenida—. Es un asunto serio.

Se pregunta si será capaz. Ocurren cosasallí que no desearía saber.

—¿Qué clase de cosas?—No lo ha dicho, Andy. Tiene que

pensarlo. Le preocupa Ernie.—¿Teme que la descubra?—Teme descubrirlo a él. Ernie

extiende la mano como todos los demás,Andy. Esa imagen suya de hombreintachable es pura tachada. «Una partede mí preferiría no enterarse», me hadicho. Palabras textuales. Estáreuniendo valor.

A la noche siguiente, conforme alconsejo de Osnard, la llevó a cenar a LaCasa del Marisco, en la mesa del rincón,

junto a la ventana. Louisa, para sorpresade Pendel, pidió langosta termidor.

—Harry, no soy de piedra. Tengomis estados de ánimo. Varío. Soy un serhumano sensible. ¿Quieres que comalangostinos y halibut?

—Lou, yo sólo quiero que amplíestus experiencias como mejor te plazca.

Ya está preparada, decidió Pendel,observándola mientras hundía el tenedoren la langosta. Ha entrado en el papel.

—Señor Osnard, me complacedecirle que tengo ya ese segundo trajeque aguardaba con impaciencia —anunció Pendel a la mañana siguiente,esta vez telefoneando desde el taller de

corte—. Está ya plegado y envuelto enpapel de seda dentro de su caja. Esperorecibir su cheque en breve.

—Estupendo. ¿Cuándo podemosreunirnos todos? Me encantaríaprobármelo.

—No podemos, sintiéndolo mucho.O al menos no todos. Eso no forma partede la oferta. Como ya le dije. Yo mido,corto, pruebo. Me ocupo de todopersonalmente.

—¿Qué demonios significa eso?—Significa que yo me encargo

también de la entrega. No intervienenadie más, No en ese sentido. Quedaentre usted y yo, sin participación

directa de terceras partes. He intentadoconvencerlos, pero no ceden, O soy yoel mediador, o no hay trato. Es supolítica, nos guste o no.

Se reunieron en el Coco’s Bar de ElPanamá. Pendel tenía que gritar parahacerse oír por encima de la música.

—Es su sentido ético, Andy, como tedije. Sobre ese punto se ha mostradoinflexible. Te tiene respeto y simpatía.Pero no está dispuesta a tratar contigo;ahí ha trazado la raya. Honrar yobedecer a su marido es una cosa;espiar a sus jefes para un diplomáticoinglés, siendo ella norteamericana, esotra muy distinta, por más que su jefe

haya defraudado una confianza sagrada.Llámalo hipocresía, llámalo ideas demujeres. «No vuelvas a nombrar alseñor Osnard», ha dicho, y eso esdefinitivo. «No lo traigas a esta casa; nole permitas hablar con mis hijos, loscorrompería, nunca le digas que heaccedido a la monstruosidad que mepides, ni que me he unido a la OposiciónSilenciosa». Te lo cuente tal como hasido, Andy, por doloroso que resulte.Cuando Louisa toma una decisión, nohay quien la haga cambiar de idea.

Osnard cogió un puñado deanacardos, echó atrás la cabeza, bostezóy se los metió en la boca.

—Eso no va a gustar en Londres.—Pues tendrán que aguantarse, ¿no,

Andy?Osnard reflexionó mientras

masticaba.—Sí —concedió—. Que se

aguanten.—Y no está dispuesta a pasar

información por escrito —agregóPendel, como si acabase de acordarse—. Mickie tampoco.

—Una chica sensata —dijo Osnard,todavía masticando—. Le pagaremoseste mes ya completo. Y no te olvides deañadir sus gastos. Coche, gas, luz, todo.¿Pedimos más de esto, o te apetece otra

cosa?Louisa había sido reclutada.A la mañana siguiente Harry Pendel

se despertó con una sensación de supropia diversidad más intensa que nuncaantes en sus muchos años de esfuerzos yfabulaciones. Nunca había sido tantaspersonas a la vez. Algunas erandesconocidas; otras eran celadores ypresos de confianza que había conocidoen anteriores condenas. Pero ahoratodos estaban de su lado, marchando conél en la misma dirección, compartiendosu misma visión global.

—Por lo que se ve, la semana queviene se presenta bastante ajetreada, Lou

—dijo a su esposa a través de la cortinade la ducha, iniciando su nueva campaña—. Muchas visitas a domicilio, nuevospedidos pendientes. —Louisa estabalavándose el cabello. Últimamente se lolavaba mucho, hasta dos veces al día. Yse cepillaba los dientes por lo menoscinco veces—. ¿Tienes squash estanoche, cariño? —preguntó con extremanaturalidad.

Louisa cerró el grifo.—Decía que si esta noche vas a

jugar al squash, cariño.—¿Quieres que vaya?—Es jueves. Noche de reunión en la

sastrería. Creía que jugabas al squash

todos los jueves, que tú y Jo-Annhabíais fijado ese día.

—¿Quieres que vaya a jugar alsquash con Jo-Ann? —dijo Louisa.

—Sólo es una pregunta, Lou. No undeseo. Una pregunta. Te gustamantenerte en forma, ya lo sabemos. Yse nota el resultado.

Contó hasta cinco. Dos veces.—Si, Harry, esta noche tengo

previsto ir a jugar al squash con Jo-Ann.—Bien. Estupendo.—Saldré de la oficina temprano,

vendré a casa a cambiarme, e iré al cluba jugar al squash con Jo-Ann. Hemosreservado una pista de siete a ocho.

—Salúdala de mi parte. Es unamujer encantadora.

—A Jo-Ann le gusta jugar dosperíodos de media hora consecutivos. Elprimero para practicar el revés, y elsegundo para practicar el golpe dederecha. Para su compañero de juegológicamente el orden se invierte, amenos que sea zurdo, que no es mi caso.

—Comprendo.—Y los niños irán a casa de los

Oakley —añadió Louisa, a modo desuplemento del anterior boletíninformativo—. Comerán patatas fritasricas en grasas, beberán cola dañinapara los dientes y acamparán en el

insalubre suelo de los Oakley por elbien de la reconciliación entre las dosfamilias.

—De acuerdo, pues. Gracias.—De nada.Louisa abrió de nuevo la ducha y

volvió a enjabonarse el cabello. Cerróla ducha.

—Y después del squash, como todoslos jueves, me concentraré en mitrabajo, planificando y sintetizando loscompromisos del señor Delgado para lapróxima semana.

—Ya me lo comentaste. Y tiene unaagenda muy apretada, según he oído.Estoy impresionado.

Descorre la cortina de un tirón.Prométele que serás completamente reala partir de ahora. Pero la realidad ya noera parte del mundo de Pendel, si es quealguna vez lo había sido. Camino delcolegio, cantó entero My object allsublime, y los niños pensaron que estabaalborozadamente loco. Al entrar en lasastrería, se convirtió en un desconocidohechizado. Las nuevas alfombras azulesy los elegantes muebles lodesconcertaron, al igual que descubrir elRincón del Deportista encajonado en elcubículo de cristal de Marta y elreluciente marco que contenía ahora elretrato de Braithwaite. ¿Quién demonios

ha hecho esto? Yo. Complacido,percibió el aroma del café de Marta,procedente de la sala de reuniones, ycon igual satisfacción advirtió lapresencia en el cajón de su mesa detrabajo de un nuevo boletín sobre lasprotestas estudiantiles. A las diez sonópor primera vez el timbre, con auguriosde inspiración.

El primero en reclamar su atenciónfue el encargado de negocios de laembajada de Estados Unidos,acompañado de su pálido asesor, queacudía a probarse un esmoquin.Aparcado frente a la sastrería se hallabasu Lincoln Continental blindado, que

conducía un robusto chófer con el pelocortado al rape. El encargado denegocios era un chistoso y adineradobostoniano que se había pasado la vidaleyendo a Proust y jugando al cróquet.Habló del controvertido tema de labarbacoa y los fuegos artificiales del díade Acción de Gracias para las familiasnorteamericanas, motivo de permanenteinquietud para Louisa.

—No tenemos ninguna alternativa acivilizada, Michael —insistió elencargado de negocios con su arrastradodejo de brahmán mientras Pendelmarcaba el cuello con su jaboncillo.

—Cierto —convino el pulido

asesor.—O los tratamos como adultos bien

enseñados, o les decimos que son maloschicos y no nos fiamos de ellos.

—Cierto —repitió el pálido asesor.—La gente agradece el respeto. Si

no lo creyese, no habría dedicado losmejores años de mi vida a la comediade la diplomacia.

—Si fuese tan amable de doblar elbrazo para marcar la mitad de la manga—murmuró Pendel, apoyando el bordede la mano en la sangría del brazo delencargado de negocios.

—Los militares no nos loperdonarán —vaticinó el pálido asesor.

—En cuanto al largo de manga,caballero, ¿la desea así o un poco máslarga?

—Tengo mis dudas —dijo elencargado de negocios.

—¿Sobre los militares o sobre lasmangas? —preguntó el asesor.

El encargado de negocios sacudiólos antebrazos, examinándolos conexpresión crítica.

—Así está bien, Harry. Déjalas así.Estoy seguro, Michael, de que si losmuchachos de cerro Ancón se saliesencon la suya, veríamos un despliegue decinco mil hombres en traje de combatepor la carretera y a todo el mundo

transportado de un lado a otro envehículos militares.

El asesor dejó escapar una parcarisa.

—Sin embargo, no somos tanprimitivos, Michael. Nietzsche no es unmodelo apto para la única superpotenciadel mundo a las puertas del siglo xxi.

Pendel hizo ponerse de medio ladoal encargado de negocios para observarla espalda.

—Y el largo total, caballero. ¿Unpoco más quizá, o lo damos por bueno?

—Lo damos por bueno, Harry. Esperfecto. Disculpa si hoy estoy algodistrait. Intentamos prevenir otra guerra.

—En cuyo empeño, caballero, ledeseamos sin duda el mayor éxito —dijoPendel con toda seriedad mientras elencargado de negocios y su asesordescendían por los peldaños de laentrada, y el chófer del pelo al rape sepavoneaba junto a ellos.

Estaba ansioso por verlosmarcharse. Coros celestiales cantabanen sus oídos mientras escribíadesenfrenadamente en las hojasclandestinas del final de su cuaderno:«La tirantez entre los militares y losdiplomáticos norteamericanos estáalcanzando un punto crítico en opinióndel encargado de negocios de la

embajada de Estados Unidos, siendo elnúcleo del conflicto la manera de tratarla insurrección estudiantil si asoma suinquietante cabeza. En palabras delencargado de negocios, expresadasconfidencialmente a este informador…».

¿Qué le habían dicho? Basura. ¿Quéhabía oído? Maravillas. Y eso era sóloun ensayo.

—¡Doctor Sancho! —exclamóPendel, abriendo los brazos en un gestode satisfacción—. ¡Cuánto tiempo sinvernos, caballero! ¡Señor Lucullo, es unplacer! Marta, ¿dónde están esosmanjares tuyos?

Sancho, un cirujano plástico dueño

de transatlánticos y casado con unaesposa rica que detestaba. Lucullo,peluquero con grandes expectativas defuturo. Los dos bonaerenses. La últimavez habían encargado trajes de mohaircon chalecos cruzados para Europa. Enesta ocasión se trataba de unosesmóquines blancos para lucir en elyate.

—¿Y qué tal las cosas por casa? —preguntó Pendel en la planta superior,sonsacándolos hábilmente mientrastomaban unas copas—. ¿Todo en calma?¿No se prevé ninguna revuelta a cortoplazo? Siempre he dicho queSudamérica es el único lugar del mundo

donde uno puede cortarle un traje a uncliente una semana y vérselo puesto a suestatua la semana siguiente.

No se preveían revueltas,confirmaron, riendo.

—Pero Harry, por cierto, ¿se haenterado de lo que nuestro presidentedijo a su presidente cuando pensabanque nadie los oía?

Pendel no se había enterado.—Sentados en una habitación había

tres presidentes, el panameño, elargentino y el peruano, y el presidentepanameño dice: «Vosotros no podéisquejaros; en vuestros países os reeligenpara un segundo mandato. Aquí en

Panamá, en cambio, la reelección estáprohibida por la Constitución. No esjusto». Y entonces salta nuestropresidente y dice: «¡Bueno, quizá seaporque yo puedo hacer dos veces lo quetú sólo puedes hacer una!». Y va elpresidente peruano y dice…

Pero Pendel no oyó qué había dichoel presidente peruano. Los coroscelestiales volvieron a cantar para élmientras recogía debidamente en sucuaderno los velados esfuerzos delpresidente pronipón de Panamá porampliar su mandato hasta el siglo xxi,como había confiado el pérfido ehipócrita Ernie Delgado a su leal

secretaria particular e indispensableayudante Louisa, también conocidacomo Lou.

—Esos hijos de puta de la oposiciónenviaron a una mujer a abofetearme enel mitin de anoche —anuncia conorgullo Juan Carlos, miembro de laAsamblea Legislativa mientras Pendeldelinea con el jaboncillo de sastre loshombros de su frac—. No había visto aesa fulana en toda mi vida. De prontosale de la multitud y corre hacia mísonriente. Y todo lleno de fotógrafos ycámaras de televisión. No me di nicuenta y ya me había encajado underechazo. ¿Qué tenía que hacer?

¿Devolverle el golpe delante de lascámaras? ¿Juan Carlos, el que pega a lasmujeres? Por otro lado, si no hacía nada,me hubieran tomado por maricón. ¿Ysabes qué hice?

—No tengo la menor idea —admitióPendel mientras comprobaba la cinturadel pantalón y añadía un par decentímetros para acomodar la crecienteprosperidad de Juan Carlos.

—La besé en la boca. Metí la lenguahasta el fondo de su indecente garganta.Me pegué el lote. Les encantó.

Pendel estaba deslumbrado. Pendellevitaba de admiración.

—¿Y es verdad eso que ha llegado a

mis oídos de que te han puesto al frentede una selecta comisión, Juan Carlos?—preguntó, circunspecto—. La próximavez te haré el traje para tu investidurapresidencial.

Juan Carlos lanzó una ordinariarisotada.

—¿Selecta? ¿La Comisión de laPobreza? Es la comisión menosimportante de la ciudad. No tienedinero, no tiene futuro. Nos sentamos ynos quedamos mirándonos unos a otros,nos compadecemos de los pobres, yluego nos regalamos con una buenacomida.

«En otra conversación privada con

su leal ayudante a puerta cerrada,Ernesto Delgado, motor de la Comisióndel Canal y entusiasta impulsor delacuerdo secreto entre Japón y Panamá,indicó que cierto expedienteconfidencial sobre el futuro del Canaldebía hacerse llegar a la Comisión de laPobreza para que Juan Carlos le echaseun vistazo. Ante la pregunta de quédemonios tenía que ver la Comisión dela Pobreza con los asuntos del Canal,Delgado esbozó una artera sonrisa yrespondió que en este mundo no todo eslo que parece».

Louisa estaba sentada tras su escritorio.Pendel se la representaba con todanitidez mientras marcaba el número desu línea directa: el elegante pasillo de laplanta superior del edificio con la puertade lamas original para permitir el pasodel aire; su despacho alto y bienventilado con vistas a la vieja estaciónde ferrocarril, profanada por el cartel deMcDonald’s que seguía enfureciéndola adiario; su modernísimo escritorio con unordenador y un teléfono con indicadoresluminosos. Su instante de indecisiónantes de descolgar el auricular.

—Sólo quería saber si te apetececenar algo en particular esta noche,cariño.

—¿Por qué?—He pensado en pasar por el

mercado de regreso a casa.—Una ensalada —dijo Louisa.—Algo ligero para después del

squash, ¿no, cariño?—Sí, Harry. Después del squash me

vendrá bien una cena ligera, por ejemplouna ensalada. Como siempre.

—¿Has tenido un día ajetreado? Elbueno de Ernie y su desenfrenado ritmo,¿no?

—¿Qué quieres? —preguntó Louisa.

—Tenía ganas de oír tu voz, cariño,sólo eso.

Su risa desconcertó a Pendel.—Pues mejor será que te des prisa,

porque dentro de dos minutos esta vozva a actuar como intérprete para ungrupo de formales capitanes de puertoque no hablan ni una palabra de españoly no mucho más inglés y se hanempeñado en tratar sólo con elpresidente de Panamá.

—Te quiero, Lou.—Eso espero, Harry. Y ahora

discúlpame.—Kioto, ¿eh?—Sí. Harry. Kioto. Adiós.

KIOTO, escribió extasiado enmayúsculas. ¡Qué subinformadora! ¡Quémujer! ¡Qué golpe maestro! «Y se hanempeñado en tratar sólo con elpresidente de Panamá». Y tratarán conél. Y Marco estará allí paraacompañarlos hasta la cámara secreta desu luminiscencia. Y Ernie colgará suhalo e irá con ellos. Y Mickie seenterará de todo gracias a sus bienremunerados informadores de Tokio oTombuctú o dondequiera que lossoborne. Y Pendel, el as del espionaje,lo transmitirá palabra por palabra.

Un descanso mientras Pendel,enclaustrado en el taller de corte, repasala prensa local —últimamente compratodos los periódicos— y encuentra uncomunicado oficial diario que se titula:«Hoy nuestro presidente recibirá». Nose menciona a ningún formal capitán depuerto llegado de Kioto, ni de hecho aningún japonés. Excelente. La reuniónhabía sido extraoficial. Un encuentrosecreto, en extremo clandestino: Marcolos guía hasta la puerta trasera, un grupode banqueros haciéndose pasar porcapitanes de puerto que no hablan

español pese a que en realidad lo hablanfluidamente. Añadamos una segundacapa de pintura mágica ymultiplicaremos el efecto hasta elinfinito. ¿Quién más estaba presente?Aparte de Ernie, claro. ¡Guillaume! ¡Elastuto gabacho en persona! ¡Helo ahí,frente a mí, temblando como una hoja!

—Monsieur Guillaume, mis saludos.¡Tan puntual como de costumbre! Marta,un whisky para monsieur.

Guillaume, pequeño y nerviosocomo un ratón, es natural de Lille. Deprofesión geólogo, analiza muestras deterreno para los prospectores. Acaba deregresar a Panamá tras una estancia de

cinco semanas en Medellín, durante lacual, explica sobrecogido a Pendel, sehan denunciado en dicha ciudad docesecuestros y veintiún asesinatos. Pendelestá confeccionándole un traje de alpacacolor beige con chaqueta de una solahilera de botones, chaleco y un segundopantalón de quita y pon. Hábilmente,Pendel dirige la conversación hacia lapolítica colombiana.

—La verdad, con tanto escándalo ynarcotráfico, no sé cómo se atreve a darla cara el presidente del país.

Guillaume toma un sorbo de whiskyy parpadea.

—Harry, todos los días doy gracias

a Dios por ser un simple técnico. Voy.Analizo el terreno. Elaboro mi informe.Me marcho a casa. Ceno. Hago el amorcon mi esposa. Existo.

—Y además te embolsas unaconsiderable minuta —le recuerdaPendel jovialmente.

—Por adelantado —admiteGuillaume, confirmando azoradamentesu supervivencia con la ayuda delespejo de cuerpo entero—. Y primeroingreso el cheque en el banco. Si mematan, saben que malgastan su dinero.

«Siendo el otro único asistente a lareunión un esquivo geólogo francés yconsultor independiente internacional

estrechamente vinculado al cartel deMedellín a nivel de dirección, un talGuillaume Delassus, considerado enalgunos círculos como quinto hombremás peligroso de Panamá y traficante deinfluencias sin igual».

Y los cuatro primeros puestos de la listaestán aún pendientes de adjudicación,añadió para sí mientras escribía.

Las prisas de la hora del almuerzo.Los sándwiches de atún preparados porMarta tienen un éxito arrollador. Martaestá en todas partes y en ninguna,eludiendo a propósito la mirada de

Pendel. Ráfagas de humo de tabaco yrisas masculinas. A los panameños lesgusta pasarlo bien, y en P & B lo pasanbien. Ramón Rudd ha llegadoacompañado de un atractivo muchacho.Cervezas en el cubo de hielo, vinoenvuelto en paños fríos, prensa local einternacional, teléfonos portátiles paraostentar. Pendel, en su triple faceta desastre, anfitrión y superespía, reparte sutiempo entre el probador y la sala dereuniones, deteniéndose a mitad decamino para añadir inocentes notas alfinal de su cuaderno, oyendo más de loque escucha, recordando más de lo queoye. La vieja guardia con nuevos

reclutas a la zaga. Se habla deescándalos, caballos, dinero. Se hablade mujeres y de vez en cuando delCanal. De pronto se cierra ruidosamentela puerta de entrada, el volumen de lasvoces desciende y vuelve a subir, congritos de «¡Rafi! ¡Mickie!». mientras eldúo Abraxas Domingo entra en escenacon el acostumbrado garbo, el famosopar de playboys, reconciliados una vezmás, Rafi luciendo sus cadenas de oro,sus anillos de oro, sus dientes de oro ysus zapatos italianos, y con una chaquetamulticolor de P & B colgada de loshombros, porque Rafi detesta la ropaapagada, detesta las chaquetas a menos

que sean estridentes, y adora la risa, elsol y a la esposa de Mickie.

Y Mickie, cabizbajo y malhumoradopero unido de por vida a su amigo, comosi Rafi fuese lo único que le quedacuando está borracho y ha echado aperder todo lo demás. Los dos entran enla refriega y se separan, Raficonvirtiéndose de inmediato en el centrode la reunión, Mickie encaminándosehacia el probador y su enésimo trajenuevo, que debe ser más elegante, másvistoso, más caro, más seductor que elde Rafi. Rafi ¿vas a ganar la copa de orode la Primera Dama el domingo?

Y de pronto se acalla el caos,

reduciéndose a una sola voz, la deMickie, que sale del probadordesesperado y, bramando, anuncia a laconcurrencia que su traje nuevo es unamierda.

Lo dice una vez y a continuación lorepite una segunda, ahora a la cara dePendel, una ofensa que preferiría dirigircontra Domingo pero no se atreve, y asípues, la dirige contra Pendel. Luegovuelve a decirlo una tercera vez, éstapara complacer a la galería. Y Pendel, amedio metro de él, inexpresivo, lo dejaacabar. Cualquier otro día habríaesquivado la estocada, bromeando,ofreciéndole a Mickie una copa,

sugiriéndole que volviese en algún otromomento cuando estuviese de mejorhumor, acompañándolo amablementehasta la calle y parándole un taxi. Loscompañeros de celda han representadoya antes esa clase de escenas, y al díasiguiente Mickie ha admitido su culpaenviando caros ramos de orquídeas,valiosos guacos y pusilánimes notas degratitud y arrepentimiento entregadas enmano.

Pero hoy esperar eso de Pendel esolvidarse del gato negro, que de prontorompe la correa que lo sujetaba y saltasobre Mickie enseñando las uñas y losdientes, cebándose en él con una

ferocidad que nadie habría imaginado enPendel. Toda la culpabilidad que algunavez ha sentido por abusar de lafragilidad de Mickie, por difamarlo,venderlo, visitarlo en la sima de sulastimera humillación brota de Pendel enuna prolongada salva de rabiatransferida.

—¿Que por qué no sé hacer trajescomo los de Armani? —repitió, variasveces, mirando directamente al rostroestupefacto de Mickie—. ¿Que por quéno puedo hacer trajes como los deArmani? Enhorabuena, Mickie. Acabasde ahorrarte mil pavos. Y ahora hazmeun favor: vete a Armani, cómprate un

traje y no vuelvas por aquí. PorqueArmani hace mejores trajes de Armanique yo. Ahí tienes la puerta.

Mickie no se movió. Estabapetrificado. ¿Cómo iba a comprarse untraje de Armani un hombre de suscolosales dimensiones? Pero Pendel nopodía contenerse. La vergüenza, la furiay una premonición de inminente desastrepalpitaban descontroladamente en supecho. Mickie, mi creación. Mickie, mifracaso, mi compañero de presidio, miespía, presentándose aquí, en mi casafranca, para acusarme.

—¿Sabes una cosa, Mickie? Un traje deesta sastrería no anuncia a un hombre, lodefine. Puede que tú no quieras serdefinido. Quizá no haya en ti hombresuficiente para definirlo.

Risas en la galería. Había en Mickiehombre suficiente para definir cualquiercosa varias veces.

—Un traje de esta sastrería, Mickie,no es la payasada de un borracho. Eslínea, es forma, es silueta. Es elresultado de una vista bien asentada. Esel detalle que revela al mundo lo quenecesita saber de ti y no más.

Braithwaite lo llamaba discreción. Sialguien se fija en un traje mío, meincomoda porque pienso que algo debeestar mal hecho. La finalidad de mistrajes no es mejorar el aspecto oconvertirte en el chico más guapo de lafiesta. Mis trajes no despiertancontroversia. Insinúan. Dejan entrever.Incitan a la gente a acercarse. Ayudan amejorar la vida, pagar las deudas,poseer influencia. Porque cuando mellegue la hora de seguir al bueno deBraithwaite al gran taller del cielo,quiero pensar que hay personas aquí enla calle que se pasean con mis trajes,que gracias a ellos tienen una mejor

opinión de sí mismos.Pesaba ya demasiado para

guardármelo dentro, Mickie. Ya esmomento de que compartas la carga.Tomó aliento y dio la impresión de quequería refrenarse, pues soltó una especiede hipo. Y cuando se disponía areanudar la invectiva, por fortunaMickie se le adelantó.

—Harry —susurró—. Es elpantalón, te lo juro. Sólo eso. Me haceparecer viejo. Viejo antes de tiempo. Nome vengas con esas gilipollecesfilosóficas. Todo eso ya lo sé.

En ese punto debió de sonar unclarín en la mente de Pendel. Miró

alrededor y vio las expresiones deasombro de sus clientes, vio a Mickiecon los ojos fijos en él, aferrado alpantalón de alpaca en litigioexactamente igual que se había aferradoal pantalón de color naranja de suuniforme de presidiario como si temieseque alguien pudiera quitárselo. Vio aMarta, inmóvil como una estatua, su caraun mosaico de desaprobación y alarma.Pendel bajó los puños a los costados yse irguió como primer paso para adoptaruna posición más relajada.

—Mickie, ese pantalón quedaráperfecto —aseguró con un tono algo másafable—. Yo no era partidario de la pata

de gallo, pero tú te empeñaste yreconozco que, después de todo, no hasido mala elección. La gente te admirarácuando lleves puesto ese pantalón. Y lomismo digo de la chaqueta. Pero ahoraescúchame, Mickie para este traje sólopuede haber un sastre, tú o yo. Así quedecide.

—¡Por Dios! —susurró Mickie, y seagarró del brazo de Rafi.

La tienda se vació y se preparó parael descanso de primera hora de la tarde.Los clientes se retiraron. Tenían queganar dinero, aplacar a sus queridas ysus esposas, zanjar tratos, apostar poralgún caballo, chismorrear. Marta

también había desaparecido. Era su horade estudio. Había ido a hundir la cabezaentre los libros. De nuevo en el taller decorte, Pendel puso a Stravinsky y quitóde la mesa los patrones, la tela, eljaboncillo y la tijera. Abrió el cuadernopor las últimas hojas y buscó elprincipio de sus anotaciones en clave. Sien alguna medida se arrepentía del modoen que había reaccionado con su viejoamigo, no lo dejó aflorar a suconciencia. Sentía la llamada de lamusa.

De un bloc de anillas extrajo unahoja de papel pautado encabezada por lacresta semirreal de la casa de Pendel

Braithwaite. Debajo, con la mejorcaligrafía de Pendel, constaban losdetalles de una factura a nombre delseñor Andrew Osnard con la direcciónde su apartamento de Paitilla y un preciototal de dos mil quinientos dólares. Trasextender la factura sobre la mesa, cogióuna antigua pluma atribuida por lahistoria mítica a Braithwaite, y con unaletra arcaica que había cultivado parasus notificaciones profesionales añadió:«Agradeceríamos su pronta atención»,dando a entender que aquella factura noera una simple reclamación del pago. Acontinuación abrió el cajón central de lamesa y sacó una hoja en blanco y sin

filigrana del paquete que Osnard lehabía entregado. Como siempre, laolfateó. No olía a nada identificablesalvo quizá, muy lejanamente, adesinfectante de cárcel.

—Está impregnado con sustanciasmágicas, Harry —había explicadoOsnard—. Papel carbón sin carbón parausarse una sola vez.

—¿Y tú qué haces al recibirlo?—Revelarlo, idiota, ¿tú qué crees?—¿Dónde, Andy? ¿Cómo?—Métete en tus asuntos. En el cuarto

de baño. Y cállate ya, no molestes.Tras colocar cuidadosamente el

papel carbón sobre la factura, cogió del

cajón el lápiz del cuatro que Osnard lehabía dado para aquel fin y empezó aescribir al son de los acordes deStravinsky, hasta que de pronto, cansadoya de Stravinsky, apagó el estéreo. «Eldiablo siempre se acompaña de la mejormúsica», decía su tía Ruth. Puso a Bachpero Louisa era una entusiasta de Bach,así que quitó también a Bach y trabajóenvuelto en un hostil silencio, cosa pocohabitual en él. Con el entrecejoarrugado, la punta de la lenguaasomando entre los labios, y Mickieresueltamente olvidado, la afluenciaempezó a manar. Permanecía atento apisadas sospechosas o delatores

susurros al otro lado de la puerta. Sumirada saltaba sin cesar de losjeroglíficos del cuaderno al papelcarbón. Inventaba y fundía. Organizaba yremozaba. Perfeccionaba. Agrandabahasta límites irreconocibles.Distorsionaba. Imponía orden en laconfusión. Tanto que contar, y tan pocotiempo. Japoneses escondidos en todoslos armarios. Respaldados por Chinacontinental. Pendel volaba. Tan prontopor encima de su material como pordebajo. Tan pronto genio como servilcorrector de sus fantasías. Señor de sureino en las nubes. Príncipe y a la vezlacayo. El gato negro siempre a su lado.

Y los franceses como de costumbre enalgún lugar del complot. Una explosión,Harry, muchacho, una explosión de lacarne. Un furioso arrebato de poder, unainflamación, un acto de desinhibición,de liberación. Un intento de sentarse ahorcajadas sobre el mundo, unacomprobación de la gracia de Dios, unajuste de cuentas. El pecaminoso vértigode la creatividad, del saqueo y el hurto yla tergiversación y la reinvención,asumido voluntariamente por un adultofurioso con la expiación pendiente y elgato al lado moviendo la cola. Cambióel papel carbón, arrugó la hoja usada yla tiró a la papelera. Cargar y reanudar

el fuego con todos los cañones.Arrancaba las hojas del cuaderno y lasquemaba en la chimenea.

—¿Un café? —preguntó Marta.El mayor conspirador del mundo

había olvidado cerrar la puerta. En lachimenea, tras él, ardían aún las llamas.El papel carbonizado esperaba a seraplastado.

—Un café no me vendría mal,gracias.

Marta cerró la puerta al salir.Fríamente, sin sonreír.

—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó al volver, adoptando el tratoformal de la sastrería y eludiendo su

mirada.Pendel respiró hondo.—Sí.—¿En qué?—Si los japoneses planeasen en

secreto construir un nuevo canal a niveldel mar y hubiesen comprado bajo manoal gobierno panameño, ¿qué harían losestudiantes en caso de enterarse?

—¿Los estudiantes de ahora?—Los tuyos. Los que están en

contacto con los pescadores.—Organizar manifestaciones. Salir a

la calle. Asaltar el palacio Presidencialy la Asamblea Legislativa. Bloquear elCanal. Convocar una huelga general.

Solicitar apoyo a los países vecinos.Poner en marcha una cruzada en todaLatinoamérica. Reivindicar un Panamálibre. También quemaríamos losedificios y establecimientos japoneses, ycolgaríamos a los traidores, empezandopor el presidente. ¿Basta con eso?

—Gracias. Estoy seguro de que serásuficiente. Y movilizar a la gente delotro lado del puente, claro —sugirió.

—Naturalmente. Los estudiantes sonsólo la vanguardia del movimientoproletario.

—Lamento lo de Mickie —mascullóPendel tras una pausa—. No he podidocontenerme.

—Cuando no podemos herir anuestros enemigos, herimos a nuestrosamigos. Mientras tenga eso en cuenta…

—Lo tengo en cuenta.—Ha telefoneado el Oso.—¿Por lo de su artículo?—No ha mencionado el artículo.

Dice que necesita verlo cuanto antes.Está en el sitio de costumbre. Hablabacon tono de amenaza.

Capítulo 17

El Boulevard Balboa, en la avenidaBalboa, era un espacioso y pococoncurrido restaurante con techo bajo depoliestireno y fluorescentes carcelariosprotegidos por tablillas de madera.Hacía unos años habían puesto en ellocal una bomba, nadie recordaba porqué. Desde los amplios ventanales seveía la avenida Balboa y, más allá, elmar. En una larga mesa un hombre demandíbula prominente, rodeado deguardaespaldas con trajes negros,

hablaba para la televisión. El Oso, en susitio de siempre, leía un periódico. Lasmesas cercanas estaban desocupadas.Llevaba una chaqueta a rayas de P & B yun panamá de sesenta dólares compradoen la boutique. Su reluciente barba negrade pirata, a juego con la montura de susgafas, parecía recién lavada.

—Creo que me has telefoneado,Teddy —le recordó Pendel cuandollevaba un minuto sentado ante él, ocultopor el periódico.

El Oso bajó el periódico de malagana y preguntó:

—¿Qué quieres?—Me has llamado, y aquí estoy. La

chaqueta, por cierto, te queda muy bien.—¿Quién ha comprado el arrozal?—Un amigo.—¿Abraxas?—Claro que no —repuso Pendel.—¿Por qué tan claro?—Está sin blanca.—¿Quién lo ha dicho?—Él.—Quizá tú pagas a Abraxas —

sugirió el Oso—. Quizá trabaja para ti.¿Os traéis algún negocio turbio entremanos? Os dedicáis a la droga como supadre.

—Teddy, me parece que has perdidola razón.

—¿De dónde sacas el dinero parapagar a Rudd? ¿Quién es ese millonarioloco del que alardeas sin darle a Rudduna parte del negocio? Esa actitudresulta ofensiva. ¿Por qué has abiertoesa ridícula sala de reuniones en lasastrería? ¿Te has vendido a alguien?¿Qué escondes?

—Soy sastre, Teddy. Confeccionotrajes para caballero y estoy enexpansión. ¿Vas a proporcionarme unpoco de publicidad gratuita, quizá?Hace bastante tiempo apareció unartículo en el Miami Herald, no sé si loleíste.

El Oso exhaló un suspiro. Su voz era

inexpresiva. La compasión, lahumanidad, la curiosidad eran registrosque habían desaparecido hacía mucho desus cuerdas vocales, si es que algunavez habían pasado por ellas.

—Te explicaré los principiosbásicos del periodismo —dijo—. Yogano dinero de dos maneras. Por unlado, cierta gente me paga por escribirartículos, así que los escribo. No megusta escribir, pero tengo que comer.Tengo que financiar mis apetitos. Porotro lado, cierta gente me paga por noescribir artículos. Para mí, es la mejormanera, porque sin escribir ganotambién dinero. Si juego bien mis cartas

saco más dinero por no escribir que porescribir. Hay una tercera manera pero nome convence demasiado. La llamo miúltimo recurso. Me dirijo a cierta gentedel gobierno e intento venderles lo quesé. Pero no resulta muy satisfactorio.

—¿Por qué?—Me desagrada vender a ciegas. Si

trato con una persona corriente, contigoo con aquel de allí, y sé que puedo echarpor tierra su reputación o su negocio osu matrimonio, y esa persona también losabe, la información tiene un precio,podemos ponernos de acuerdo sobrealgo concreto, es una transacciónnormal. Pero cuando me dirijo a cierta

gente del gobierno —movió apenas lacabeza en un gesto de desaprobación—,ignoro cuánto vale para ellos miinformación. Algunos son astutos; otrosson estúpidos. Uno no sabe si realmentela desconocen o fingen desconocerla.Así que todo son tanteos, contratanteos,y en definitiva pérdida de tiempo.Incluso puede darse el caso de quetraten de acallarme con mi propioexpediente. No me gusta malgastar asími vida. Si accedes a negociar, si medas una respuesta rápida y me ahorrascomplicaciones, te haré un buen precio.Dado que cuentas con un millonarioloco, es obvio que debo incluirlo en mi

valoración objetiva de tus posibilidadeseconómicas.

Pendel tuvo la sensación de que susonrisa se formaba por etapas, primeroun lado de la boca, luego otro, despuéslas mejillas, y a continuación, cuandoconsiguió fijarla, la mirada. Por último,la voz.

—Teddy, me parece que estásrecurriendo a un timo muy manido. Medices «Corre, corre, te han descubierto»,con el propósito de mudarte a mi casacuando aún esté camino del aeropuerto.

—¿Trabajas para los americanos? Acierta gente del gobierno no le haríaninguna gracia. Un inglés entrando sin

autorización en sus dominios… tomaríandrásticas medidas. Si lo hacen ellos lacosa cambia. Al fin y al cabo, traicionana su país. Están en su derecho, hannacido aquí. Es su país, y pueden hacercon él lo que quieran, se lo han ganado apulso. Pero en tu caso, un extranjero, esamisma traición resultaría en extremoprovocativa. Su reacción seríaimprevisible.

—Teddy, has dado en el clavo. Meenorgullece decir que trabajo para losamericanos. El general del Mando Surse inclina por los trajes con chaqueta deuna sola hilera de botones, chaleco y unsegundo pantalón de quita y pon. El

encargado de negocios de la embajada,por su parte, opta por el esmoquin, y unachaqueta de tweed para pasar lasvacaciones en North Haven. —Pendel sepuso en pie y notó el temblor de lascorvas al rozar con las patas delpantalón—. No sabes nadacomprometedor acerca de mí, Teddy. Sisupieses algo, no me lo preguntarías. Yno sabes nada comprometedor por lasencilla razón de que no lo hay. Y yaque hablamos de dinero, te agradeceríaque pagases esa bonita chaqueta quellevas, así Marta podrá cuadrar de unavez los libros de cuentas.

—No entiendo cómo puedes tirarte a

esa mestiza sin cara.Pendel dejó al Oso como lo había

encontrado, con la cabeza hacia atrás, labarba en alto, leyendo lo que él habíaescrito en su periódico.

Al llegar a casa y encontrarla vacía,Pendel se sintió apesadumbrado, ¿Estaes mi recompensa después de una durajornada?, pregunta a las paredes vacías.¿Un hombre con dos oficios, que se mataa trabajar, tiene que traerse de fuera lacomida por las noches? Pero encuentraalgún consuelo. El maletín del padre deLouisa está una vez más en su escritorio.

Lo abre y saca una gruesa agenda con elnombre Dr. E. Delgado escrito en letragótica en la tapa. Al lado hay unacarpeta de correspondencia tituladacompromisos. Arrinconando cualquierdistracción, incluida la amenaza dedenuncia del Oso, Pendel se dispone aejercer de espía nuevamente. La luz deltecho está en una intensidad baja. Laaumenta. Se acerca el encendedor deOsnard a un ojo, cierra el otro y, con lospárpados entornados, mira a través delvisor procurando no tapar el objetivocon la nariz o los dedos.

—Ha telefoneado Mickie —informóLouisa en la cama.

—¿Adónde?—A mí. A la oficina. Otra vez

piensa matarse.—Ah, estupendo.—Dice que te has vuelto loco. Dice

que alguien te ha trastornado la cabeza.—Muy amable por su parte.—Y yo estoy de acuerdo —añadió

Louisa a la vez que apagaba la luz.

Era domingo por la noche y el tercer

casino que visitaban, pero Andy aún nohabía puesto a Dios a prueba, que era loque se proponía hacer, como habíaprometido a Fran. Apenas lo había vistoen todo el fin de semana, salvo por unascuantas horas robadas al sueño y unasalto de sexo desenfrenado alamanecer, antes de marcharse élapresuradamente al trabajo. El resto delfin de semana Andy lo había pasado enla embajada, en compañía de Shepherdquien, con su jersey de punto y suszapatillas negras de deporte, le llevabapaños calientes y tazas de café. O almenos así se lo había imaginado Fran.No era muy considerado por su parte

representarse a Shepherd con zapatillasnegras de deporte, porque nunca lohabía visto llevarlas. Pero recordaba aun profesor de gimnasia de su internadoque siempre calzaba zapatillas negras, yShepherd poseía el mismo servilentusiasmo que él.

—Se ha amontonado mucho materialde BUCHAN —había explicado Andyenigmáticamente—. Tengo que elaborarun informe urgente. Hay cierta tensión yese ambiente de lo necesitamos todopara ayer.

—¿Cuándo tendrán el honor deconocerlo los bucaneros?

—Londres ha cerrado el grifo. Es

demasiado delicado para consumo localhasta que los analistas lo trabajen afondo.

Y así habían estado las cosas hastahacía dos horas, cuando Andy la invitó aun restaurante extraordinariamente carode la playa, donde ante una botella delchampán más caro, decidió que habíallegado el momento de poner a Dios aprueba.

—Heredé cierta cantidad de una tíamía la semana pasada. Poca cosa. Nosacaría a nadie de ningún apuro. Veamossi Dios la dobla. Es la única manera.

Estaba en una de sus fasesexplosivas. Inquieto, rastreándolo todo

con la mirada, estallando por cualquierpequeñez, buscando camorra.

—¿Aceptan peticiones? —preguntóAndy a voz en grito al director de labanda mientras bailaban.

—Tocaremos lo que la señoradesee, caballero.

—Entonces ¿por qué no se toman lanoche libre? —sugirió Andy, y Fransensatamente se lo llevó de la pista.

—Andy, eso no es tentar a Dios, esoes pedir que nos maten —advirtió Francon severidad mientras él pagaba lacena con un billete húmedo de cincuentadólares que había extraído del bolsillointerior de su chaqueta de lino recién

confeccionada por su sastre local.En el primer casino Andy se sentó en

la mesa principal, limitándose aobservar mientras Fran permanecía depie tras él en actitud protectora.

—¿Tienes preferencia por algúncolor? —le preguntó Andy por encimadel hombro.

—¿Eso no debería decidirlo Dios?Siguió bebiendo champán pero no

apostó. Los empleados del casino loconocen, pensó Fran de pronto cuandosalían. Ha estado aquí antes. Saltaba a lavista por sus rostros, sus sonrisas y susfrases hechas de despedida.

—Necesidades operacionales —

respondió Andy de manera cortantecuando ella lo interrogó al respecto.

En el segundo casino un guardia deseguridad cometió el error de intentarregistrarlos. La situación se habríacomplicado si Fran no hubiese sacado atiempo su identificación diplomática.Una vez más Andy observó el juegopero no tomó parte activa. Desde unextremo de la mesa dos muchachastrataron de atraer su atención, y unaincluso lo saludó por su nombre.

—Necesidades operacionales —repitió Andy.

El tercer casino se hallaba en unhotel del que Fran nunca había oído

hablar, en un peligroso barrio de laciudad donde le habían recomendado noentrar. Subieron a la tercera planta,concretamente a la habitación 303,llamaron a la puerta y esperaron. Unenorme matón cacheó a Andy de arribaabajo, pero esta vez no puso la menorobjeción. Incluso aconsejó a Fran que lepermitiese echar un vistazo en su bolso.Al ver entrar a Andy y Fran en la sala,los crupieres se pusieron tensos, lasmiradas de todos los presentes sevolvieron hacia ellos, y seinterrumpieron las conversaciones, locual resultaba comprensible a la luz delo que ocurrió a continuación: Andy

pidió cincuenta mil dólares en fichas,todo en unidades de quinientos y mil,esas pequeñas no las necesito, puedeguardárselas donde le plazca.

Y segundos después Andy estaba yasentado al lado de la crupier y Fran denuevo detrás de él. La crupier era unafulana pálida y voluptuosa de labioscarnosos y manos pequeñas y ágiles conlas uñas rojas semejantes a unas garras,y llevaba un escotado vestido detirantes. La ruleta empezó a girar, ycuando se detuvo, Andy tenía en suhaber mil dólares más porque habíaapostado al rojo. Jugó, si Fran norecordaba mal, unas ocho o nueve veces.

Había cambiado el champán por elwhisky. Dobló sus cincuenta mildólares, que por lo visto era la misiónque le había encomendado a Dios, ydespués apostó una última vez porsimple diversión y se embolsó otrosveinte mil dólares. Pidió una bolsa y untaxi en la puerta, porque le pareció unaestupidez andar por la calle con cientoveinte mil dólares a cuestas, y dijo queenviaría a Shepherd por el coche al díasiguiente.

Pero la secuencia de estosacontecimientos carecía de orden en sumente, porque mientras sedesarrollaban, ella estaba absorta en el

recuerdo de su primera gincana, cuandosu poni, que como todos los ponis delmundo se llamaba Misty, saltóperfectamente su primer obstáculo, paradespués desbocarse y galopar a lo largode siete kilómetros por la carretera deShrewsbury, yendo ella colgada de sucuello y circulando el tráfico en ambossentidos sin que a nadie, salvo a ella, lepreocupase especialmente su situación.

—Anoche vino a verme el Oso a casa—dijo Marta después de cerrar la puertadel taller de corte—. Lo acompañaba unamigo suyo de la policía.

Era lunes por la mañana. Pendelestaba sentado tras su mesa de trabajo,dando los últimos toques a un plan decombate de la Oposición Silenciosa.Dejó su lápiz del cuatro.

—¿Qué quería? ¿Qué tienes tú quever en todo esto?

—Me pidieron información sobreMickie.

—¿Qué información?—Por qué viene tanto a la sastrería.

Por qué telefonea a horas extrañas.—¿Qué contestaste?—Quieren que haga de espía —dijo

Marta.

Capítulo 18

Con la llegada del primer materialdesignado con el nombre en claveBUCHAN dos procedente del centro deoperaciones panameño, la jactancia deScottie Luxmore, su genio creador enLondres, alcanzó cotas inéditas. Sinembargo aquella mañana su euforiahabía dado paso a un profundodesasosiego. Se paseaba por eldespacho al doble de su velocidadhabitual. Su exhortatoria voz escocesamostraba de pronto cierta tendencia a

quebrarse. Inconscientemente la miradase le iba una y otra vez hacia elnoroeste, al otro lado del río, de dondedependía ahora su futuro.

—Cherchez la Femme, Johnny,muchacho —aconsejó a un demacradojoven llamado Johnson, que habíasustituido a Osnard en el ingrato papelde ayudante personal de Luxmore—. Eneste oficio, la hembra de la especie valecinco veces más que cualquier hombre.

Johnson, quien al igual que supredecesor dominaba el imprescindiblearte de la adulación, se inclinó en lasilla para demostrar lo atento que estabaa las palabras de su superior.

—Poseen la perfidia, Johnny.Poseen el descaro. Son simuladorasnatas. ¿Por qué cree que insistió encolaborar sólo por mediación de sumarido? —En su voz se adivinaba elvelado tono de protesta de alguien quepresenta disculpas anticipadamente—.Esa mujer sabía de sobra que eclipsaríaa su marido. ¿Y qué habría sido de élentonces? Se habría quedado en la calle.Despedido. Finiquitado. ¿Qué interéstenía ella en que eso ocurriese? —Sesecó las palmas de las manos en laspatas del pantalón—. ¿A caso iba arenunciar a uno de los dos sueldos yademás dejar a su marido en ridículo?

No. No cabe esperar algo así de Louisa.No cabe esperar algo así de BUCHANdos. —Entornó los ojos como si hubiesereconocido a alguien en una ventana a lolejos. Pero no interrumpió su perorata—. Yo sabía lo que hacía. Y ellatambién. Nunca menosprecie la intuiciónde una mujer, Johnny. Él ha llegado ya asu techo. Ha quedado fuera del juego.

—¿Osnard? —preguntó Johnson,esperanzado. Hacía seis meses que sehabía convertido en la sombra deLuxmore, y todavía no había destinopara él a la vista.

—Su marido, Johnny —replicóLuxmore, irascible, alzando una mano

crispada junto a la peluda mejilla comosi enseñase una garra—. BUCHAN uno.Sí, al principio su trabajo resultabaprometedor. Pero carecía de amplitud demiras, como es propio de esa clase dehombres. Carecía de talla, de concienciade la historia. Eran todo chismes, sobrasrecalentadas, y un continuo esfuerzo porcubrirse las espaldas. No podríamoshaber seguido trabajando con él pormucho tiempo, ahora lo veo claramente.Y ella también lo vio. Conoce a sumarido, esa mujer. Conoce suslimitaciones mejor que nosotros. Y esmuy consciente asimismo de su propiafuerza.

—A los analistas les preocupa unpoco que no haya ninguna confirmación—aventuró Johnson, que nunca perdíaocasión de socavar el pedestal deOsnard—. Según Sally Morpurgo, elinforme BUCHAN dos está muyhinchado y poco documentado.

El golpe sorprendió a Luxmore enpleno giro, justo cuando acometía suquinto largo a través de la moqueta.Exhibió una sonrisa ancha y vacíapropia de un hombre sin el mínimosentido del humor.

—¿Eso opina? Y la señoritaMorpurgo es sin duda una personainteligente.

—Sí, eso creo.—Y las mujeres tienden a juzgar con

mayor severidad a otras mujeres quenosotros los hombres. Eso estácomprobado.

—Es verdad, ahora que lo dice. Nose me había ocurrido pensarlo.

—Están también sujetas a ciertosresquemores, o envidia sea quizá lapalabra exacta, y a eso los hombres,como es lógico, somos inmunes, ¿o no,Johnny?

—Puede ser. No. Es decir, sí, claro.—¿Y cuál ha sido concretamente la

objeción de la señorita Morpurgo? —preguntó Luxmore con el tono de quien

admite cualquier crítica constructiva.Johnson se arrepintió de haber

introducido el tema en la conversación.—Dice simplemente, bueno, que no

hay la menor confirmación. Nada.Parece todo caído del cielo, como ellaha dicho. Ningún dato de enlaces afines,ninguna filtración del servicio secretonorteamericano. No hay reacciones deotros servicios de inteligencia, no haysatélites, no se ha advertido ningúnmovimiento diplomático fuera de locomún. Es un agujero negro de principioa fin. O eso dice ella.

—¿Eso es todo? —preguntóLuxmore.

—Todo todo, no.—No me oculte nada, Johnny.—Afirma que en toda la historia del

espionaje nunca se ha pagado tanto portan poco. Que es una farsa.

Si Johnson esperaba minar laconfianza de Luxmore en Osnard y sushazañas, se vio defraudado. Luxmorehinchó el pecho y su voz recuperó sudidáctica cadencia escocesa.

—Johnny. —Aspiración dental—.¿No ha pensado nunca que lo que hoy esuna ausencia de pruebas equivale a loque antes era una prueba contundente?

—Francamente no.—Pues reflexione un momento, se lo

ruego. Para ocultar todo rastro a losoídos y los ojos de la modernatecnología se requiere una mente muyastuta, ¿o no? Desde las tarjetas decrédito hasta los billetes de avión,pasando por las llamadas telefónicas,faxes, bancos, hoteles, lo que ustedquiera. Hoy en día no podemos nicomprar una botella de whisky en elsupermercado sin informar al mundo deque lo hemos hecho. En talescircunstancias la ausencia de rastro seaproxima a una prueba de culpabilidad.Los hombres de mundo así lo entienden.Son conscientes del esfuerzo que suponeno ser visto ni oído, pasar totalmente

inadvertido.—No me cabe duda, señor.—Los hombres de mundo no

padecen las deformacionesprofesionales que rodean a otrosmiembros de este servicio con mirasmás estrechas, Johnny. No tienenmentalidad de búnker, no se atascan enlos detalles y la información superflua.Ven el bosque, no los árboles. Y lo queven aquí es un conciliábulo depeligrosas dimensiones entre Oriente yel Sur.

—Sally no, desde luego —objetóJohnson obstinadamente, decidiendo queen todo caso el mal estaba ya hecho—.

Y Moo tampoco.—¿Quién es Moo?—Su ayudante.

Luxmore conservó una sonrisa tolerantey comprensiva, dando a entender quetambién él veía el bosque y no losárboles.

—Invierta los términos de supregunta, Johnny, y creo que tambiénusted hallará la respuesta. ¿Por quéexiste una oposición clandestina enPanamá si no hay nada a qué oponerse?¿Por qué esos grupos disidentes,formados no por chusma, Johnny, sino

por las clases pudientes y preocupadas,esperan entre bastidores a no ser porqueexisten razones de peso para esperar?¿Por qué están descontentos lospescadores? Son gente astuta, Johnny, noinfravalore nunca a los hombres del mar.¿Por qué el hombre del presidentepanameño en la Comisión del Canalprofesa una política en público y otra ensu agenda particular de compromisos?¿Por qué lleva una vida en la superficialy otra encubierta, ocultando susacciones, reuniéndose a horasintempestivas con falsos capitanes depuerto japoneses? ¿Qué causa lainquietud de los estudiantes? ¿Qué

perciben en el ambiente? ¿Quién haestado susurrándoles al oído en loscafés y las discotecas? ¿Por qué lapalabra «capitulación» corre de boca enboca?

—No sabía que así fuese —admitióJohnson, que últimamente veníaobservando con creciente perplejidadcómo cobraba realce la información enbruto sobre Panamá al pasar por elescritorio de su superior.

Pero Johnson no tenía acceso a todoel material, y menos a las fuentes deinspiración de Luxmore. CuandoLuxmore preparaba sus famososresúmenes de una página para la

misteriosa Comisión de Planificación yRealización, pedía en primer lugar unamontaña de expedientes del archivo deinformación confidencial y luego seencerraba en su despacho hasta que eldocumento estaba redactado, y sinembargo los expedientes, comodescubrió Johnson cuandoingeniosamente encontró la manera deecharles una ojeada, guardaban másrelación con acontecimientos pasados,tales como el conflicto de Suez de 1956,que con cualquier cosa que estuviesesucediendo en el presente o pudiesesuceder en el futuro.

Luxmore utilizaba a Johnson como

caja de resonancia. Algunos hombres,empezaba a comprender Johnson, eranincapaces de pensar sin público.

—He ahí lo más difícil de detectarpara un servicio como el nuestro,Johnny: el mar de fondo humano antes deagitarse, la vox populi antes demanifestarse. Fíjese, si no, en Irán y elayatolá. Fíjese en Egipto en el períodoprevio al problema de Suez. Fíjese en laperestroika y el hundimiento delimperio del mal. Fíjese en Saddam, unode nuestros mejores clientes. ¿Quiénprevió todos esos hechos, Johnny?¿Quién los vio formarse como negrosnubarrones en el horizonte? Nosotros no.

Fíjese, por Dios, en Galtieri y laconflagración de las islas Falkland. Unay otra vez el inmenso mazo de losservicios secretos ha sido capaz de abrirtodas las nueces menos la que realmenteimportaba: el enigma humano. —Habíarecuperado su velocidad habitual,acomodando el paso a la ampulosidadde su discurso—. Sin embargo ése esahora nuestro objetivo. Esta vez nosadelantaremos. Tenemos micrófonos enlos bazares. Conocemos el estado deánimo de las masas, su agendasubconsciente, su oculto punto deebullición. Podemos prevenir. Podemosganarle la partida a la historia, tenderle

una emboscada…Descolgó tan deprisa el auricular

que el teléfono apenas llegó a sonar.Pero era sólo su esposa, parapreguntarle si una vez más se habíametido en el bolsillo las llaves delcoche de ella al irse a trabajar. Luxmoreadmitió lacónicamente su delito, colgó,se tiró de los faldones de la chaqueta, yreanudó sus paseos.

Eligieron la casa de Geoff por decisiónexpresa de Ben Hatry, al fin y al caboGeoff Cavendish era el títere de BenHatry, aunque por prudencia ambos lo

mantenían en el más estricto secreto. Ytenía su lógica que fuese en casa deGeoff, porque en cierto modo la ideahabía partido de Geoff en el sentido deque Geoff Cavendish había elaborado laestrategia inicial, y Ben Hatry habíadicho joder, hagámoslo, que era comoBen Hatry solía hablar; como magnatede los medios de comunicación y patrónde incontables aterrorizados periodistasque era, sentía un natural desprecio porsu lengua materna.

Era Cavendish quien había prendidola imaginación de Hatry, si podíallamarse así a lo que Ben Hatry poseía;Cavendish quien había llegado a un

acuerdo con Luxmore, quien lo habíaalentado, quien había reforzado supresupuesto y su ego; Cavendish quien,con el consentimiento de Hatry, habíaofrecido los primeros almuerzos ysesiones informativas en carosrestaurantes cercanos al Parlamento,quien había presionado a los diputadosoportunos, aunque nunca en nombre deHatry, quien había extendido el mapa yles había mostrado dónde se hallabaaquel condenado lugar y por dóndeatravesaba el Canal, porque la mitad deellos no lo tenían muy claro; Cavendishquien había dado discretas voces dealarma en la City y las compañías

petroleras, quien había persuadido a lanecia ala derecha del PartidoConservador, cosa relativamente fácilpara él, y quien había atraído a losnostálgicos del viejo imperio, losantieuropeístas, los xenófobos y loshijos pródigos e incultos.

Era Cavendish quien había evocadovisiones de una cruzada de última horaantes de las elecciones, de un ave fénixresurgida de las cenizas del PartidoConservador y convertida en dios deguerra, de un líder ataviado con lareluciente armadura que hasta esemomento siempre le había venidodemasiado grande; Cavendish quien

pronunció la misma arenga con distintovocabulario para la oposición: no ospreocupéis, chicos y chicas, no esnecesario que os opongáis a nada ni queadoptéis postura alguna, basta con queagachéis la cabeza y hagáis correr la vozde que no es la ocasión idónea parabalancear la leal nave británica, por másque navegue en la dirección equivocada,lleven el timón un puñado de lunáticos yhaga aguas como un colador.

Era Cavendish una vez más quienhabía generado la debida inquietud entrelas multinacionales, quien habíadivulgado rumores sobre el devastadorefecto en la libra, la industria y el

comercio británicos; Cavendish quiennos había despertado la conciencia,como él decía, o lo que es lo mismo,quien había convertido las habladuríasen certidumbre mediante el ingeniosouso de columnistas ajenos al imperio deHatry y por consiguiente no corrompidosen teoría por la atroz reputación delmagnate; Cavendish quien habíaconseguido publicar series de artículosen fidedignos diarios de bajopresupuesto a cambio de ciertaspromesas, artículos que luego seagrandaron desproporcionadamente enlos grandes periódicos y ascendieron odescendieron a las páginas interiores de

la prensa amarilla, los editoriales de ladegradada prensa seria y los debatestelevisivos de horario nocturno, y nosólo en los canales de Hatry sinotambién en los de la competencia, puesno hay nada más previsible que ladifusión en los medios informativos desus propias ficciones y el terror entresectores rivales ante la posibilidad deque los otros se adelanten con algunaprimicia, tanto si la noticia es verdaderacomo si no, porque no nos engañemos,amigos míos, en el mundo de lainformación hoy en día no disponemosdel personal, el tiempo, el interés, laenergía, la educación o el mínimo

sentido de la responsabilidad necesariospara contrastar los hechos por otromedio que no sea repescar lo que otrosperiodistas han escrito y repetirlo comoel evangelio.

Y era Cavendish, el corpulento ycampechano inglés con sus chaquetas detweed y su voz de comentarista decríquet en una soleada tarde de verano,quien tan convincentemente habíapropagado, siempre a través deintermediarios bien nutridos, la preciadadoctrina de Ben Hatry del «Si ahora no,¿cuándo?», que se hallaba en la raíz desus intrigas, jugadas y presionestransatlánticas, siendo la idea básica de

dicha teoría que Estados Unidos enmodo alguno podía seguir siendo laúnica superpotencia mundial durantemucho más de una década, tras lo cualestarían acabados, de manera que,sostenía la doctrina, si en algún lugardel planeta debía practicarse algunacontundente intervención quirúrgica, porbrutal e interesada que pudiese pareceral exterior o también de hecho alinterior, en consideración a nuestrasupervivencia y la supervivencia denuestros hijos y la supervivencia delimperio de Hatry y su crecienteinfluencia sobre los corazones y lasmentes del tercer y cuarto mundos:

«¡Hagámoslo ahora que aún tenemos lasartén por el mango, joder! ¡Basta ya derodeos! ¡Cojamos lo que queramos yaplastemos lo demás! Pero tanto si lohacemos como si lo dejamos de hacer,ya está bien de debilidad, concesiones,disculpas y payasadas».

Y si para eso tenía que acostarse conlos fanáticos de la derechanorteamericana, así como con sushermanos de sangre de este lado delcharco, y para colmo se convertía en elniño mimado de la industriaarmamentista, pues qué, joder, diría consu cuidada lengua materna, al fin y alcabo no era un político, de hecho

aborrecía a los políticos, él era unhombre realista, le importaba un carajoaliarse con unos o con otros siempre ycuando hablasen con sensatez y noanduviesen de puntillas por los pasillosinternacionales diciendo a todo japonés,negro o hispano: «Perdóneme,caballero, por ser un liberalnorteamericano blanco y de clase media,y discúlpenos por ser tan grandes,fuertes, ricos y poderosos, pero creemosen la dignidad y la igualdad de todos lospueblos, ¿y me permitiría arrodillarme ybesarle el culo?».

Que era la imagen que Ben Hatry nose cansaba de pintar para sus

lugartenientes, pero siempre a condiciónde que quede entre nosotros, chicos, porel sagrado interés de informarobjetivamente, que es para lo queestamos en este mundo, o si no, joder, yaos podéis buscar otro trabajo.

—Conmigo no cuentes —habíadicho Ben Hatry a Cavendish el díaanterior con su voz sin inflexiones. Aveces hablaba sin mover siquiera loslabios. A veces se cansaba de suspropias maquinaciones, se cansaba de lamediocridad humana. Ferozmente, habíaañadido—: Arregláoslas con ellosvosotros dos, hijos de puta.

—Como quiera, jefe. Es una lástima,

pero bueno… —había contestadoCavendish.

Pero finalmente Ben Hatry se habíapresentado, como Cavendish preveía, yhabía ido en taxi porque no se fiaba desu chófer, e incluso había llegado diezminutos antes para leer un resumen de lamierda que Cavendish venía enviando ala gente de Van en los últimos meses —mierda era su término preferido parareferirse a cualquier clase de prosa—;dicho resumen concluía con unvehemente informe de una páginaredactado por uno de aquellos gilipollasdel otro lado del río —sin firmar, sinencabezamiento, sin identificación

alguna— que, según Cavendish, era elfactor decisivo, la cepa, el diamanteperdido, jefe, la gente de Van está fuerade sí, y por eso la reunión de hoy.

—¿Quién es el hijo de puta que haescrito esto? —preguntó Hatry, siempredeseoso de atribuir el mérito a quiencorrespondía.

—Luxmore, jefe.—¿Aquel gilipollas que nos jodió la

operación de las Falkland él solo sinayuda de nadie?

—El mismo.—El texto no ha pasado por el

departamento de redacción, eso estáclaro.

No obstante Ben Hatry leyó elinforme dos veces, algo insólito en él.

—¿Es verdad? —preguntó por fin.—Relativamente verdad, jefe —

contestó Cavendish, con la juiciosamoderación que caracterizaba susjuicios—. Es verdad en parte. Y noestamos seguros sobre el plazo devigencia. Puede que los hombres de Vantengan que actuar con carácter deurgencia.

Hatry le lanzó el informe a lasmanos.

—Bueno, por lo menos esta vezsabrán por dónde se andan —dijo a lavez que dirigía un seco saludo con la

cabeza a Tug Kirby, el tercer asesino,como lo había apodado ingeniosamenteCavendish, que acababa de irrumpir enla habitación sin limpiarse antes losenormes pies y miraba ceñudo alrededoren busca de algún enemigo.

—¿Aún no han llegado los yanquis?—bramó.

—Aparecerán de un momento a otro,Tug —aseguró Cavendish paratranquilizarlo.

—Esos mamones llegarán tarde a supropio entierro —dijo Kirby.

Una de las ventajas de la casa deGeoff era su ideal posición en plenocentro de Mayfair, muy cerca de la

entrada lateral de Claridge’s, en unpasaje cerrado y vigilado donde vivíandiplomáticos y peces gordos y seencontraba además, en un extremo, laembajada italiana. Sin embargoproporcionaba un agradable anonimato.Allí uno podía ser empleado de lalimpieza, repartidor de comida,mensajero, mayordomo, guardaespaldas,chapero o el gran señor del universo.Nadie prestaba especial atención. YGeoff recibía muchas visitas. Sabíacómo acceder a los poderosos, cómoreunirlos. Con Geoff, uno podía cruzarsede brazos dejar que las cosas siguiesensu curso, que era precisamente lo y que

en ese momento: tres ingleses y sus dosinvitados norteamericanos, todosigualmente dispuestos a negar cualquierparticipación en aquello, disfrutando deuna cena que por mutuo acuerdo nuncahabía tenido lugar, un bufé libre sincriados para evitar testigos consistenteen salmón tiède pescado en la finca deCavendish en Escocia, huevos decodorniz, fruta y queso, acompañadotodo por un pudin de pan que habíapreparado la antigua niñera de Geoff.

Y para beber, té helado y refrescosafines, porque en el renacidoWashington de hoy, dijo GeoffCavendish, el alcohol en almuerzo se

consideraba un sacrilegio.Y una mesa redonda para que nadie

ocupase una posición dominante. Muchoespacio para las piernas. Sillasmullidas. Los teléfonos desconectados.Cavendish sabía proporcionar unambiente cómodo a la gente. Y chicas enabundancia si uno quería. O si no, que lepreguntasen a Tug.

—¿Un vuelo aceptable, Elliot? —preguntó Cavendish.

—El viaje ha sido un verdaderoplacer, Geoff. Me encantan esospequeños reactores que no paran de

traquetearse. En el aeropuerto deNortholt hacía buen tiempo. Me encantaNortholt. Y el trayecto en helicópterohasta Battersea ha sido épico. Y hay allíuna central eléctrica magnífica.

Con Elliot, un sureño de Alabama,uno nunca sabía si hablaba con sarcasmoo si ésa era su manera de ser. Contabatreinta y un años, era abogado yperiodista, y en general adoptaba unaactitud lánguida, salvo cuando estaba enpie de guerra. Escribía una columna ene l Washington Post , donde competíaostentosamente con nombres que hastafecha reciente habían sido másimportantes que el suyo. Llevaba gafas,

y era alto, cadavérico y peligroso. Surostro era todo huesos.

—¿Vais a quedaros a pasar la noche,Elliot, o volvéis a casa? —gruñó TugKirby, dando a entender quepersonalmente prefería la segundaopción.

—Por desgracia, Tug, tenemos quemarcharnos inmediatamente después dela cena —contestó Elliot.

—¿No vais a presentar vuestrosrespetos en la embajada? —dijo Tugcon una sonrisa estúpida. Hablaba enbroma, cosa poco común en Tug. En elDepartamento de Estado era dondemenos convenía que se conociese la

visita de Elliot o el coronel.Sentado junto a Elliot, el coronel

masticaba su salmón el número correctode veces.

—No tenemos amigos en laembajada, Tug —explicó con candidez—. Todos son unos maricones.

En Westminster se conocía a TugKirby como el Ministro de la LargaCartera. Debía dicho título en parte asus aventuras sexuales, pero sobre todoa su incomparable lista de cargos dedirector y consejero delegado. No habíacompañía del sector de la defensa entodo el país o en Oriente Próximo, sedecía en círculos bien informados, que

no tuviese en nómina a Tug Kirby, o queno estuviese en la nómina de Tug Kirby.Al igual que los dos invitados, era unhombre poderoso y vagamenteamenazador. Tenía unos hombros anchosy robustos, unas pobladas cejas negrasque parecían postizas, y la mirada lerday malévola de un toro. Incluso mientrascomía, mantenía los puños cerrados y enactitud alerta.

—Eh, Dirk, ¿cómo está Van? —preguntó Hatry jovialmente.

Ben Hatry había dejado salir sulegendario encanto. Nadie podíaresistirse a él. Después de tanto tiempoen las sombras, su sonrisa resplandecía

de un modo especial. Al coronel se leiluminó el rostro de inmediato. TambiénCavendish advirtió con satisfacción elsúbito cambio de humor de su jefe.

—Señor —bramó el coronel comosi declarase ante un consejo de guerra—. El general Van le envía saludos ydesea expresar su agradecimiento austed, Ben, y a sus colaboradores por elinestimable apoyo práctico y moral quele han ofrecido en los últimos meses yhasta el presente.

Hombros atrás, mentón hundido.Señor.

—Bien, pues dile que nos hadecepcionado por no presentarse a las

elecciones a presidente —dijo Hatry,conservando la sonrisa—. Es unalástima que el único hombre válido deEstados Unidos no haya tenido cojonespara hacer campaña.

El coronel no se inmutó por lasprovocaciones en broma de Hatry. Yalas conocía de reuniones anteriores.

—El general Van tiene a su favor lajuventud, señor. El general ve las cosascon perspectiva. El general posee unamente en extremo estratégica. —Visiblemente inquieto, hablaba en unsusurro y asentía con la cabeza entrecada frase, manteniendo los ojos muyabiertos y la mirada vulnerable—. El

general lee mucho. Es profundo. Sabeesperar. A estas alturas otros hombreshabrían agotado ya su munición. Pero noasí el general. No, señor. Cuando llegueel momento de convencer al presidente,el general estará allí para convencerlo.En mi opinión, es el único hombre deEstados Unidos capaz de hacerlo. Sí,señor.

Obedezco, decían sus ojos despaniel, pero su mandíbula decía,apártate de mi camino. Viéndolo allí,sentado en posición de firmes, costabarecordar que no llevaba uniforme.Costaba preguntarse si no estaba unpoco loco. O si no lo estaban todos

ellos. De pronto concluyeron lasformalidades. Elliot miró su reloj y,enarcando las cejas, apremió a TugKirby sin la menor delicadeza. Elcoronel se quitó la servilleta del cuello,se limpió los labios remilgadamente y ladejó en la mesa como un ramillete deflores desechado para que Cavendish larecogiese junto con todo lo demás,Kirby encendió un puro.

—Por favor, Tug, ¿te importaríaapagar esa mierda? —preguntó Hatrycortésmente.

Kirby aplastó la punta del puro en uncenicero. A veces se olvidaba de lasmanías de Hatry. Cavendish preguntaba

quién añadía azúcar al café y si alguienlo tomaba con leche. Por fin era unareunión y no un banquete. Eran cincohombres que se detestaban cordialmente,sentados en torno a una lustrosa mesadel siglo xviii y unidos por un granideal.

—¿Vais a intervenir o no? —dijoBen Hatry, que no se distinguía por suspreámbulos.

— N o s gustaría, Ben —contestóElliot, su rostro tan herméticamentecerrado como las puertas de una esclusa.

—¿Y qué os lo impide, joder?Tenéis pruebas de sobra. Controláis elpaís. ¿A qué esperáis?

—Van querría intervenir. Y tambiénDirk, ¿no, Dirk? Está todo a punto, ¿no,Dirk?

—Desde luego —murmuró elcoronel, moviendo la cabeza en un gestode desolación y mirándose las manoscruzadas.

—¡Pues intervenid ya de una vez,por Dios! —exclamó Kirby.

Elliot fingió no haberlo oído.— E l pueblo norteamericano

desearía que interviniésemos —declaró—. Quizá no lo sepan todavía, peropronto lo sabrán. El pueblonorteamericano querrá recuperar lo quees suyo por derecho y nunca debería

haberse entregado. Nadie nos detiene,Ben. Contamos con el Pentágono,tenemos la voluntad de hacerlo, loshombres adecuados, la tecnología.Contamos con el Senado y el Congreso.Con el Partido Republicano. Nosotrosdictamos la política exterior. En estadode guerra controlamos los medios decomunicación. La última vez nuestrocontrol fue absoluto, y ésta lo será mássi cabe. Nadie nos detiene salvonosotros mismos, Ben. Nadie, y eso esasí.

Se produjo un instante de silencio,que rompió Kirby.

—Siempre requiere un poco de

valor dar el salto —dijo con aspereza—. Margaret Thatcher no vaciló ni unsegundo. Otros no hacen otra cosa quevacilar.

Volvió el silencio.—Y así es como se pierden los

canales, probablemente —comentóCavendish, pero nadie rió y volvió aimponerse el silencio.

—¿Sabes qué me dijo Van el otrodía, Geoff? —preguntó Elliot.

—¿Qué te dijo?—Fuera de Estados Unidos todos le

adjudican un papel a este país. En sumayoría son gente que no encuentra supropio papel. En su mayoría son unos

pajilleros.—El general Van es un hombre

profundo —repitió el coronel.—Adelante —instó Hatry—. ¿Qué

más tenéis que decir?—Ben, no tenemos base sólida —

admitió, como de periodista a periodista—. No hay a qué agarrarse. Tenemosuna coyuntura. No se ha disparado unasola arma. No hay una sola monjanorteamericana violada. No hay un soloniño norteamericano muerto.Únicamente tenemos rumores. Tenemosespeculaciones. Tenemos los informesde vuestros espías, que nuestrosservicios secretos todavía no han

corroborado, y eso es una condiciónineludible. No estamos ante unasituación en la que baste con enardecer alos defensores de causas perdidas delDepartamento de Estado o ponerpancartas con el lema «¡Quita de ahí tusmanos, Panamá!». Estamos ante unasituación que exige una acción drástica,y la adaptación retrospectiva de laconciencia nacional. En cuanto a laconciencia nacional, nosotros nosocuparemos. Podemos contribuir.También usted puede ayudar, Ben.

—Dije que lo haría, y lo haré.—Pero no puede darnos una base

sólida —prosiguió Elliot—. No puede

violar monjas ni matar niños.Kirby lanzó una inoportuna

carcajada.—No estés tan seguro de eso, Elliot

—bromeó—. No conoces bien a Ben.Sin embargo no obtuvo más aplauso

que una mirada de consternación porparte del coronel.

—¿Cómo que no hay una basesólida? ¡Joder, claro que la hay! —replicó Ben Hatry, irritado.

—¿Cuál? —preguntó Elliot.—¡Los desmentidos, joder!—¿Qué desmentidos? —insistió

Elliot.—Los de todo el mundo. Los

panameños lo niegan, los gabachos loniegan, los amarillos lo niegan. O seaque mienten, como mintió Castro. Castronegó que hubiese misiles rusos en laisla, y Estados Unidos actuó. Losconspiradores del Canal niegan laconspiración, así que volved a actuar.

—Ben, esos misiles estaban allí —replicó Elliot—. Teníamos el armahumeante. En este caso no la tenemos. Elpueblo norteamericano quiere saber quese hace justicia. Las palabras por sísolas no sirven de nada. Nunca hanservido. Necesitamos un arma humeante.El presidente necesita un armahumeante. Si no la hay, no accederá.

—No tendremos por casualidad unpar de fotos de ingenieros japoneses conbarba excavando un segundo canal a laluz de una linterna, ¿verdad, Ben? —preguntó Cavendish con tono sarcástico.

—No, no tenemos ni una jodida foto—repuso Hatry, que nunca levantaba lavoz pero tampoco lo necesitaba—. ¿Yqué vais a hacer, Elliot? ¿Esperar a quelos amarillos os envíen una jodida fotopara la prensa a la hora de comer del 31de diciembre de 1999?

Elliot no se inmutó.—Ben, no disponemos de

argumentos emotivos que mostrar portelevisión. La última vez tuvimos suerte.

Los batallones de la dignidad deNoriega maltrataron a mujeresnorteamericanas en las calles de Ciudadde Panamá. Hasta ese momentoestuvimos atados de manos. Teníamoslas drogas, así que escribimos largo ytendido sobre el narcotráfico. Teníamossu fealdad, así que escribimos largo ytendido sobre eso. Para mucha gente lafealdad es inmoral, y lo explotamos.Teníamos su sexualidad y su vudújugamos la baza de Castro. Pero hastaque unos irrespetuosos soldadoshispanos acosaron a unasnorteamericanas decentes en nombre dela dignidad, el presidente no se sintió en

la obligación de enviar a las tropas paraenseñarles buenos modales.

—He oído decir que eso estabapreparado —comentó Hatry.

—En cualquier caso, no surtiríaefecto una segunda vez —contestóElliot, descartando la sugerencia comosi no viniese al caso.

Ben Hatry implosionó. Una pruebanuclear subterránea. No hubo explosión,todo estaba perfectamente ocluido. Sóloun siseo de alta presión cuando expulsóaire, frustración y rabia en un mismosoplido.

—¡Por Dios bendito, Elliot, esejodido Canal es vuestro!

—También la India fue de GranBretaña en una época, Ben.

Hatry no se molestó en responder.Se quedó inmóvil, mirando a través delas cortinas cerradas de la ventana hacianada que mereciese su tiempo.

—Necesitamos una base sólida —repitió Elliot—. Si no hay base sólida,no hay guerra. El presidente noaccederá. Punto.

Correspondió a Geoff Cavendish, con sulustre y su robusta apostura, devolver laluz y la alegría a la reunión.

—Bien, caballeros, me da la

impresión de que tenemos muchospuntos de acuerdo. Es el general Vanquien debe elegir el momento oportunopara la acción. Eso nadie lo pone enduda. Podríamos soslayar esa cuestión yhablar de otras cosas. Tug, veo quetienes algo que decir.

Hatry se había apropiado de lascortinas. La perspectiva de escuchar aKirby sirvió sólo para aumentar suabatimiento.

—En cuanto a esa OposiciónSilenciosa —dijo Kirby—, el grupo deAbraxas, ¿has hecho ya alguna lectura,Elliot?

—¿Acaso debería?

—¿Y Van?—Le caen bien.—Un poco raro, ¿no? —comentó

Kirby—. Teniendo en cuenta queAbraxas es antinorteamericano.

—Abraxas no es un títere, no es uncliente —respondió Elliot conecuanimidad—. Si buscamos ungobierno panameño provisional hastaque la situación permita unas nuevaselecciones, Abraxas tiene muchos puntosa su favor. Los liberales no podríanacusarnos de colonialismo, y tampocolos panameños.

—Y si no funciona, siempre sepuede volar su avión —dijo Hatry con

malévola intención.

—Sin embargo Elliot —volvía a hablarKirby— Abraxas es nuestro hombre. Novuestro. Es nuestro por decisión suya.Con lo cual su oposición es tambiénnuestra. Y por tanto nos toca a nosotrossupervisar, aconsejar y aprovisionar. Esimportante que lo recordemos. Y enespecial que lo recuerde Van. El generalVan no quedaría en muy buen lugar si sesupiese que Abraxas se ha embolsadolos dólares del Tío Sam. O que sushombres han sido equipados conarmamento norteamericano. No conviene

que el pobre tipo tenga que cargar con elestigma de colaboracionista yanquidesde el principio, ¿no?

El coronel tuvo una idea. Sus ojos seabrieron desmesuradamente yresplandecieron. En sus labios aparecióuna sonrisa de satisfacción.

—¡Escucha, Tug! ¡Podemospresentarlo bajo una bandera falsa!¡Tenemos activos en la zona! Podemossimular que Abraxas recibe el materialde Perú, Guatemala o la Cuba de Castro.Tenemos donde elegir. No representaríael menor problema.

Tug Kirby nunca abordaba más de unasunto a la vez.

—Nosotros localizamos a Abraxas,y nosotros lo equiparemos —dijo,inmutable—. El encargadoadministrativo de la embajada es unespecialista en aprovisionamiento. Siqueréis poner dinero, será bien recibido.Pero lo ponéis a través de nosotros. Sinninguna aportación local directa.Nosotros supervisamos a Abraxas,nosotros lo abastecemos. Es nuestro. Ely sus estudiantes, sus pescadores y todasu gente. Los abastecemos a todos desdeaquí —concluyó, y tamborileó con losnudillos en la mesa del siglo xviii por sino había quedado bastante claro.

—Eso si llega el caso —dijo Elliot

al cabo de un rato.—¿A qué te refieres?—Si intervenimos —precisó Elliot.De pronto Hatry desvió la mirada de

las cortinas y se volvió hacia Elliot.—Quiero la exclusiva —exigió—.

Mis cámaras y mis periodistas enprimera línea, mis chicos corriendo allado de los estudiantes y los pescadores,en exclusiva. Y todos los demás en elfurgón de cola con los repuestos.

Elliot esbozó una irónica sonrisa.—Quizá su gente debería organizar

la invasión por nosotros, Ben. Quizá esoles allanaría el camino de las próximaselecciones. ¿Qué tal una operación de

rescate para proteger a los expatriadosbritánicos? Debe de haber por lo menosun par de ellos en Panamá.

—Me alegra que hayas sacado eltema a relucir, Elliot —dijo Kirby.

Un eje de atención distinto. Kirbymuy tenso y todas las miradas puestas enél, incluso la de Hatry.

—¿Y eso por qué, Tug? —preguntóElliot.

—Porque ya es momento de queplanteemos qué va a sacar nuestrohombre de esto —contestó Kirby,sonrojándose. Con «nuestro hombre» serefería a nuestro líder, nuestro títere,nuestra mascota.

—¿Lo quieres en la sala de mandodel Pentágono sentado junto a Van, Tug?—sugirió Elliot con sarcasmo.

—No seas imbécil.—¿Quieres enviar tropas británicas

en barcos de guerra norteamericanos?Cuenta con ello.

—No, gracias. Eso es vuestro patiotrasero. Pero queremos sacar provecho.

—¿Cuánto, Tug? He oído decir queeres un negociador implacable.

—No hablo de dinero. Sacarprovecho moral.

Elliot sonrió. Hatry también. Lamoralidad, daban a entender sus rostros,también era negociable.

—Nuestro hombre debe estar enprimer plano —anunció Kirby,enumerando las condiciones con susenormes dedos—. Nuestro hombre sellevará todos los honores, y entretantovuestro hombre aplaudirá. Todo elmérito para Gran Bretaña, y que se jodaBruselas. La especial relación entrenuestros países debe airearse bien, ¿no,Ben? Visitas a Washington, untratamiento preferente, apretones demanos, palabras amables para nuestrohombre. Y vuestro hombre debe venir aLondres en cuanto lo hayáis convencido.Está en deuda y tiene que notarse. Elpapel del servicio de inteligencia

británico debe filtrarse a la prensarespetable. Os daremos el texto, ¿no,Ben? El resto de Europa quedará fuera ylos gabachos desacreditados, como decostumbre.

—Déjame eso a mí —dijo Hatry—.El no vende periódicos; yo sí.

Se despidieron como amantesirreconciliados, preocupados por haberdicho lo que no debían, por no haberdicho lo que debían, por no habersehecho entender. Pondrían al corriente algeneral Van en cuanto llegasen, dijoElliot. A ver qué opinaba. El generalVan se tomaba su tiempo, dijo elcoronel. El general Van era un auténtico

visionario. El general Van miraba alhorizonte. El general Van sabía esperar.

—Ponme una copa, joder —dijoHatry.

Los tres ingleses se quedaron solos,refugiados en sus whiskies.

—Una agradable reunión —comentóCavendish.

—Son unos gilipollas —dijo Kirby.—Comprad a la Oposición

Silenciosa —ordenó Hatry—.Aseguraos de que saben hablar ydisparar. ¿Van en serio los estudiantes?

—Son gente indecisa, jefe.Maoístas, troscos, pacifistas, muchos deellos ya no muy jóvenes. Podrían

decantarse de un lado o del otro.—¿A quién coño le importa de qué

lado se decantan? Compra a esoscabrones y ponlos en danza. Van quiereuna base sólida. Sueña con ello pero nose atreve a pedirlo. ¿Por qué crees queenvía a sus esbirros y se queda en casa?Quizá los estudiantes nos proporcionenesa base sólida. ¿Dónde está el informede Luxmore?

Cavendish se lo entregó, y Hatry loleyó una tercera vez antes dedevolvérselo.

—¿Quién es la fulana que nosescribe el material catastrofista? —preguntó.

Cavendish le dio el nombre.—Pásale a ella el informe —dijo

Hatry—. Indícale que dé más relieve alos estudiantes. Que les atribuyavínculos con los pobres y los oprimidos.Nada de comunismo. Y que expliquemás claramente que la OposiciónSilenciosa ve en Gran Bretaña elmodelo de democracia para el siglo xxi.Quiero una sensación de crisis.«Mientras el terror se pasea por lascalles de Panamá», y toda esa mierda.En las primeras ediciones del domingo.Ponte en contacto con Luxmore. Dile queya es hora de que despierte a susjodidos estudiantes.

Luxmore nunca había participado enuna misión tan peligrosa. Estabasobreexcitado, estaba aterrorizado. Perolas salidas al extranjero siempre loaterrorizaban. Se sentía solo,desesperada heroicamente solo. En lachaqueta, de la que no debía despojarsebajo ningún concepto, llevaba unimpresionante pasaporte donde serogaba encarecidamente a cualquierextranjero que permitiese al señorMellors, estimado emisario de la reina,cruzar las fronteras de su país con enteralibertad. Viajaba en primera clase yocupaban el asiento contiguo dosvoluminosas bolsas negras de piel con

el emblema real, selladas con lacre yprovistas de anchas correas paracolgárselas al hombro. Para aquelcometido, el reglamento prohibía dormiry consumir bebidas alcohólicas. Enningún momento debía perder de vistalas bolsas ni alejarse de ellas. Ningunamano sacrílega debía profanar lasvalijas de un emisario de la reina. Nodebía entablar conversación con nadie,aunque por razones operacionales habíaexcluido de este mandato a una azafatade la British Airways con aspecto dematrona. En mitad del Atlántico Sur lohabía asaltado de improviso lanecesidad de ir al baño. Dos veces se

había puesto en pie para reivindicar suderecho, y en ambos casos se le habíaadelantado un pasajero libre de carga.Al final, siendo ya extrema su urgencia,convenció a la azafata de que montaseguardia en un lavabo desocupado, ymientras ella lo esperaba, él avanzó demedio lado por el pasillo con sus bultos,golpeando a diestra y siniestra a árabesadormilados y tropezando con loscarritos de las bebidas.

—Debe de llevar ahí dentro secretosde peso —bromeó la azafata cuando porfin dejó atrás sano y salvo las hileras deasientos.

Luxmore reconoció complacido el

acento de una paisana escocesa.—¿De dónde es, pues, querida mía?—De Aberdeen.—¡Qué maravilla! ¡La ciudad de

plata!—¿Y usted?Luxmore se disponía a explayarse

acerca de su procedencia escocesacuando recordó que, según su pasaportefalso, Mellors había nacido en Clapham.Más bochornoso aún le resultó que laazafata tuviese que aguantarle la puertaabierta mientras forcejeaba con lasbolsas para encontrar un palmo de suelodonde maniobrar. Cuando regresaba a suasiento, escrutó a los pasajeros en busca

de algún posible secuestrador aéreo y novio a nadie que le mereciese confianza.

El avión empezó a descender. ¡Diosmío, imagínate!, pensó Luxmoremientras el temor por su misión y laaversión a volar se alternaban con lapesadilla del futuro hallazgo de lasbolsas, tras caer el avión al mar.¡Barcos de rescate de Estados Unidos,Cuba, Rusia y Gran Bretaña acudenvelozmente al lugar del desastre! ¿Quiénera ese enigmático Mellors? ¿Por quésus bolsas se hundieron como plomoshasta el fondo del océano? ¿Por qué nose hallaron papeles flotando en lasuperficie? ¿Por qué no reclamó nadie el

cadáver? ¿Ni viuda ni hijos ni parientealguno? Las bolsas se recuperan. ¿Seríatan amable el gobierno de su majestad lareina de explicar su extraordinariocontenido a un mundo estupefacto?

—Va con destino a Miami, ¿no? —preguntó la azafata cuando vio que sepreparaba para desembarcar—. Estoysegura de que agradecerá un bañocaliente cuando se libre de eso.

Luxmore bajó la voz por siescuchaba algún árabe. La azafata erauna buena chica escocesa y se merecíala verdad.

—Panamá —susurró.Pero ella ya se había ido. Estaba

demasiado ocupada recordando a lospasajeros que debían poner rectos losrespaldos de los asientos y abrocharselos cinturones.

Capítulo 19

—Alquilan los greens por horas, y latarifa es proporcional al rango —explicó Maltby mientras seleccionaba unhierro medio para el golpe deaproximación. El banderín se hallaba aunos ochenta metros, para Maltby un díaentero de viaje—. Los soldados rasosprácticamente no pagan. Y a másgalones, mayor tarifa. Según dicen, elgeneral ni siquiera puede permitirsejugar. —Sonriendo, confió con orgullo—: Yo he llegado a un acuerdo: soy

sargento.Golpeó la bola. Esta, sobresaltada,

rodó unos sesenta metros por la hierbamojada y se escondió. Maltby trotó trasella. Stormont lo siguió. Un ancianocaddie indio con un sombrero de pajaacarreaba una colección de palos viejosen una bolsa enmohecida.

El recorrido del campo de golf deAmador, primorosamente cuidado, es elsueño de todo mal golfista, y Maltby eraun mal golfista donde los hubiese. Seextiende a lo largo de una pulcra franjade césped situada entre una impolutabase militar norteamericana construidaen los años veinte y las tierras que

lindan con la entrada del Canal. Hay unagarita. Hay una carretera recta y vacíavigilada por un aburrido soldadonorteamericano y un aburrido policíapanameño. Apenas lo visita nadie salvolos militares y sus esposas. En elhorizonte, si uno mira tierra adentro, sealza el barrio de El Chorrillo y lasTorres Satánicas de punta Paitilla,amortiguadas esa mañana por variascapas de onduladas nubes. Hacia el mar,se ven las islas, la carretera elevada y lainevitable fila de barcos inmóviles queesperan turno para pasar bajo el puentede las Américas.

Pero para el mal golfista el aspecto

más atractivo del campo son lasrectilíneas zanjas que albergan elrecorrido, a diez metros bajo el niveldel mar porque ese terreno formó parteen su día de la zona de obras del Canal.Por su rectitud y su profundidad, actúancomo conductos de cualquier bolalanzada con poco tino. El mal golfistapuede golpear con efecto a la izquierdao con efecto a la derecha, poco importa,pues en tanto le acierte a la bola y no lamande a las nubes, las zanjas leofrecerán amparo, lo perdonarán todo.

—Y Paddy está ya bien, ¿no? —dijoMaltby, mejorando disimuladamente laposición de la bola con la puntera de su

agrietada zapatilla de golf—. Se harecuperado de los ataques de tos,imagino.

—Pues no —contestó Stormont.—¡Vaya por Dios! ¿Y qué dicen los

médicos?—Poca cosa.Maltby volvió a golpear. La bola

salió disparada por el green ydesapareció de nuevo. Maltby corriótras ella. Había empezado a llover otravez. Llovía intermitentemente aintervalos de diez minutos, pero Maltbyno parecía darse cuenta. La bolainsolente descansaba en el centro de unaisla de arena embebida de agua. El

anciano caddie entregó a Maltby el paloadecuado.

—Tendrías que llevártela de aquí —recomendó Maltby condespreocupación. A Suiza o adondequiera que se vaya hoy en día paraesas cosas. Panamá tiene un climamalsano. Nunca se sabe de qué ladovienen los microbios. ¡Mierda!

Al igual que un insecto primigenio,la bola se escabulló entre unos matojosde frondosas cortaderas. A través de laintensa lluvia, Stormont observó a suembajador mientras la desplazaba enamplios arcos hasta devolverla al green.Unos instantes de tensión cuando Maltby

ejecutó un golpe corto. Una carcajadatriunfal al ver que la bola entraba en elhoyo. Está desquiciado, pensó Stormont.Loco. De atar. «Tengo que hablarcontigo, Nigel», había dicho Maltby porteléfono esa mañana cuando Paddyacababa conciliar el sueño. «Hepensado que podíamos dar un paseo sino tienes inconveniente». Y Stormonthabía contestado: «Como usted quiera,embajador».

—Por otra parte, la embajada esahora un sitio bastante agradable —prosiguió Maltby mientras seencaminaban hacia la siguiente zanja—.Salvo por la tos de Paddy y por mi

pobre y vieja Phoebe. —Phoebe, suesposa, no era ni tan pobre ni tan vieja.

Maltby iba sin afeitar. Un raídojersey gris colgaba de la mitad superiorde su cuerpo como una cota de malla.¿Por qué no se compra un impermeable,el condenado?, se preguntó Stormont,asombrado, mientras notaba que a élmismo le bajaba el agua por el cuello.

—Phoebe nunca está contenta —decía Maltby—. No entiendo por qué havuelto. Yo la detesto. Ella me detesta amí. Los chicos nos detestan a los dos.No tiene sentido. No hemos folladodesde hace años, gracias a Dios.

Stormont se había quedado mudo de

estupefacción. Maltby no le habíahablado en confianza ni una sola vezdesde que se habían conocido hacíadieciocho meses. Y de pronto, poralguna razón desconocida, la relaciónadquiría un cariz de ilimitada yaterradora intimidad.

—Tú ya has pasado por el divorcio—se quejó Maltby—. Y en tu caso, si norecuerdo mal, el asunto levantó ciertapolvareda. Pero saliste airoso. Tus hijosno te han retirado la palabra. El ForeignOffice no te quitó de en medio.

—No del todo.—Verás, me gustaría que hablaras

de eso con Phoebe. Le servirá de gran

ayuda. Explícale que tú ya te has vistoen el trance, y no es tan grave comoparece. Ella nunca se dirige a la gentecomo es debido, ése es en parte suproblema; prefiere dar órdenes.

—Quizá sería mejor que hablase conella Paddy —sugirió Stormont.

Maltby colocó la pelota en el tee,cosa que hizo, advirtió Stormont, sinflexionar las rodillas, Se dobló por lacintura y se irguió de nuevo.

—No, creo que deberías ser tú,francamente —prosiguió a la vez quedirigía a la bola una serie deamenazadores amagos—. Soy yo quienle preocupa, ¿comprendes? Le consta

que ella puede vivir sola. Cree queestaría telefoneándola a todas horas parapreguntarle cómo freír un huevo. Y estámuy equivocada. Me traería a asa unachica preciosa y me pasaría el díaentero friéndole huevos.

Por fin lanzó, y la bola se elevóverticalmente, escapando a la protecciónde la zanja. Por un instante la bolapareció contenta con su trayectoriarecta, pero súbitamente cambió de idea,giró a la izquierda y desapareció tras lacortina de lluvia.

—¡Ya la hemos cagado! —exclamóel embajador, revelando unaprofundidad lingüística que Stormont no

habría imaginado en él.El diluvio alcanzó proporciones

descabelladas. Abandonando la bola asu suerte, fueron a resguardarse a unaglorieta construida para las actuacionesde una banda militar frente a una medialuna de mansiones donde residíanoficiales casados. Pero al ancianocaddie no le atraía la glorieta; prefirióacogerse al dudoso amparo de unaspalmeras, donde permaneció de piemientras el agua se desbordabatorrencialmente por las alas de susombrero.

—Por otra parte —dijo Maltby—,formamos un grupo bien avenido. No

hay rencillas personales; todo el mundoestá a gusto; nuestra embajada nuncahabía gozado de tanto prestigio enPanamá; nos llueve en todas direccionesuna fascinante información. Así quepregunto: ¿Qué más pueden pedirnuestros superiores?

—¿Por qué? ¿Qué piden ahora?Sin embargo Maltby no estaba

dispuesto a dejarse apremiar. Preferíaseguir su peculiar y ambagioso camino.

—Anoche sostuvimos largasconversaciones con toda clase de gentedesde el teléfono secreto de Osnard —anunció con un tono de nostálgicareminiscencia—. ¿Lo has probado

alguna vez?—Pues no —respondió Stormont.—Un espantoso aparato rojo,

conectado a una especie de lavadora deantes de la guerra. Puede decirse por éllo que se quiera. Me quedéimpresionado. Y eran gente tanencantadora… No es que los conozcapersonalmente. Pero por teléfonoparecían encantadores. Unateleconferencia. Había que pasarse lamitad del tiempo disculpándose por lasinterrupciones. Un tal Luxmore vienehacia aquí. Es escocés. Debemosllamarlo Mellors. En teoría no deberíadecírselo a nadie, y por eso mismo te lo

digo. Luxmore-Mellors trae noticias quecambiarán nuestras vidas.

Había dejado de llover, pero Maltbyaparentemente no lo había notado. Elcaddie seguía acurrucado bajo laspalmeras, donde fumaba un gruesocilindro de hojas de marihuanaarrolladas.

—Quizá debería dejar marchar a esehombre, embajador —sugirió Stormont—, si no piensa jugar más.

Entre los dos reunieron unos cuantosdólares y enviaron al caddie de regresoa las dependencias del club. Acontinuación se sentaron en un bancoseco al borde de la glorieta y

contemplaron un arroyo que cruzaba elParaíso Terrenal, crecido a causa de lalluvia, y los reflejos del sol, que depronto se derramaba sobre todas lashojas y flores.

—Se ha decidido… y el uso de lapasiva refleja no es arbitrario, Nigel. Seha decidido que el gobierno de sumajestad la reina brindará ayuda yapoyo secreto a la Oposición Silenciosade Panamá. Siempre con la idea dedesmentirlo llegado el caso,naturalmente. Luxmore, a quien debemosllamar Mellors, viene con el propósitode instruirnos al respecto. Existe unmanual sobre la materia, tengo

entendido: Cómo puede usted derrocaral gobierno de su país anfitrión, o algosemejante. Tenemos que estudiárnoslotodos. Todavía no sé si me exigirán quedé cobijo a los señores Domingo yAbraxas en mi huerto a altas horas de lanoche, o si esa misión recaerá en ti. Notengo huerto, pero creo recordar que eldifunto lord Halifax sí lo tenía, y sereunía allí con la gente más diversa. Veoen tus ojos una mirada de recelo. ¿Esuna mirada de recelo lo que veo en tusojos?

—¿Por qué no se ocupa de esoOsnard? —preguntó Stormont.

—Como embajador suyo, he

preferido no fomentar su participaciónen esto. El chico carga ya consuficientes responsabilidades. Es joven.Está aún en su etapa de aprendizaje.Estos individuos de la oposición sesienten más tranquilos si lleva el timónuna mano avezada. Algunos sonpersonas como nosotros, pero otros songente primitiva de las clasestrabajadoras: estibadores, campesinos,pescadores y demás. Será mejor quesoportemos el peso nosotros.Ofreceremos apoyo asimismo a unmisterioso grupo de estudiantes que sededica a fabricar bombas, lo cual essiempre delicado. Los estudiantes

quedarán también bajo nuestra tutela. Nome cabe duda que harás un buen papelcon ellos, te noto preocupado, Nigel.¿Te he alarmado?

—¿Por qué no envían más espías?—Bueno, no creo que sea necesario.

Recibiremos la visita de algún que otrofogonero, hombres como Luxmore-Mellors pero no vendrá nadie a ocuparuna plaza permanente. No convieneaumentar los efectivos de la embajadade manera poco natural; suscitaríacomentarios. También insistí en eso.

—¿Insistió usted? —dijo Stormont,incrédulo.

—Sí, en efecto. Con dos cabezas tan

experimentadas como la tuya y la mía,aduje, era innecesario ampliar elpersonal. Me mostré tajante. Nos loensuciarían todo, dije, inaceptable. Hicevaler el rango. Afirmé que éramoshombres de mundo. Habrías estadoorgulloso de mí.

Stormont creyó advertir un destellodesconocido en los ojos del embajador,algo que podría definirse como eldespertar del deseo.

—Tendremos que equiparnos bien—continuó Maltby con el entusiasmo deun colegial esperando un nuevo treneléctrico—. Radios, coches, casasfrancas, mensajeros, y no hablemos ya

del material bélico: metralletas, minas,lanzagranadas, cantidades ingentes deexplosivos, claro está, detonadores;todo aquello con lo que hayas soñadoalguna vez. Ninguna moderna oposiciónsilenciosa puede prescindir de esascosas, me aseguraron. Y los repuestosson de vital importancia, según ellos. Yasabes lo descuidados que son losestudiantes. Dales una radio por lamañana, y a mediodía la tienen yacubierta de pintadas. Y estoyconvencido que las oposicionessilenciosas no se andan con mucha másdelicadeza. Para tu tranquilidad, has desaber que las armas serán todas de

procedencia británica. Ya hay unfabricante de probada experienciadispuesto a abastecernos. El ministroKirby habla muy bien de él. La calidadde sus productos quedó sobradamentedemostrada en Irán, ¿o fue en Irak?Tanto en un sitio como en otro,probablemente. Gully también habla muybien de él, me complace decir, y elDepartamento de Personal ha aceptadomi sugerencia de elevarlo de inmediatoal rango de bucanero. En este mismoinstante Osnard debe de estar tomándolejuramento.

—Su sugerencia —repitió Stormont,anonadado.

—Sí, Nigel. He llegado a laconclusión de que tú y yo poseemosdotes suficientes para la intriga. Una vezcomenté que anhelaba tornar parte en uncomplot británico. Pues, bien, aquí lotenemos. El clarín secreto ha sonado.Confío en que ninguno de nosotroscarezca del fervor necesario. Megustaría ver en ti un poco más deentusiasmo, Nigel. Tengo la impresiónde que no valoras la trascendencia de loque estoy diciéndote. Esta embajada vaa dar un paso de gigante. Dejaremos deser un cenagoso páramo diplomáticopara convertirnos en uno de los destinosmás codiciados. Ascensos, medallas. De

la noche a la mañana pasaremos a ser elcentro de atención. ¿No irás a decirmeque dudas de la sensatez de nuestrossuperiores? No sería el momento másoportuno.

—Es sólo que aún parece habermuchas lagunas —argumentó Stormontsin energía, batallando por asimilar laidentidad del nuevo embajador.

—Tonterías. ¿De qué clase?—Lógicas, sin ir más lejos.—¿Ah, sí? —Total frialdad—. ¿Y

dónde detectas exactamente una lagunalógica?

—Tomemos, por ejemplo, laOposición Silenciosa. Aparte de

nosotros, nadie conoce su existencia.¿Por qué no ha emprendido ya algunaacción? ¿Por qué no se ha manifestadode algún modo, o filtrado algo a laprensa?

Maltby ya se reía.—¡Pero amigo mío! Su propio

nombre lo indica. Está en su propiaesencia. Es silenciosa. Se reserva laopinión. Espera su hora. Abraxas no esun borracho; es un valeroso héroe, unrevolucionario clandestino al serviciode Dios y la patria. Domingo no es unnarcotraficante con una libidodesenfrenada; es un altruista guerrero alservicio de la democracia. En cuanto a

los estudiantes, ¿qué sabemos de ellos?Recuerda cómo éramos nosotros a suedad. Atolondrados, veleidosos. Un díauna cosa, al día siguiente otra. Me temoque estás sucumbiendo al hastío, Nigel.Panamá ha minado tu ánimo. Ya es horade que te lleves a Paddy a Suiza. Ah,otra cosa, casi me olvidaba. El señorLuxmore-Mellors traerá los lingotes deoro —añadió con el tono de quien ata unúltimo cabo administrativo—. Paraestos casos no puede confiarse en losbancos o los servicios de mensajería, noen el secreto mundo de las intrigas en elque tú y yo vamos a entrar, Nigel, asíque se hace pasar por emisario real y

los trae en valija diplomática.—¿Los qué?—Los lingotes de oro, Nigel. Por lo

visto, hoy en día se paga así a lasoposiciones silenciosas, y no mediantedólares, libras o francos suizos. Y hayque admitir que tiene su lógica. ¿Teimaginas lo que sería financiar a unaoposición silenciosa con librasesterlinas? Se devaluarían antes de queacabasen de organizar su primeralzamiento frustrado. Además, según mehan dicho, las oposiciones silenciosasno salen baratas precisamente —agregócon el mismo tono despreocupado—. Enestos tiempos unos cuantos millones son

una insignificancia, si consideramos quea la vez estamos comprando un futurogobierno. A los estudiantes podemospararles los pies un poco, pero yarecordarás la tendencia a endeudarnosque teníamos nosotros a su edad. Seráfundamental una buena labor deintendencia en ambos frentes. Sinembargo creo que estaremos a la alturade las circunstancias, ¿no te parece,Nigel? Personalmente lo veo como unreto, la clase de situación con la que unosueña a mitad de su carrera. Un ElDorado diplomático sin las fatigas detener que andar cribando arena en mediode la selva.

Maltby se quedó en actitud reflexiva.Stormont, mudo a su lado, no lo habíavisto nunca tan relajado. En cuanto a símismo, no sabía qué pensar. O mejordicho, no sabía dar forma clara ycomprensible a lo que pasaba por sucabeza. El sol brillaba todavía.Encorvado en la penumbra de laglorieta, se sentía como un condenado aperpetuidad incapaz de creer que lapuerta de su celda está abierta. Lehabían descubierto el farol, pero ¿quéfarol? ¿A quién había estado engañando,salvo a sí mismo, mientras veía florecerla embajada por efecto de la espuriaalquimia de Osnard? «No eches por

tierra algo que marcha bien», habíaadvertido a Paddy con severidad cuandoella se atrevió a decir que BUCHAN erademasiado bueno para ser verdad, enespecial a medida que conocían a Andyun poco mejor.

Maltby empezó a filosofar:—Una embajada no está preparada

para evaluar, Nigel. Quizá tengamos unaimpresión, que es algo muy distinto.Quizá poseamos conocimiento del país.Eso desde luego. Y en ocasiones pareceque ese conocimiento difiere de lo quenos dicen quienes saben más quenosotros. Contamos con nuestrossentidos. Vemos, oímos, olfateamos.

Pero no disponemos de hectáreas dearchivos, ordenadores y analistas ni, pordesgracia, de docenas de deliciosasmuchachas paseándose por los pasillos.No tenemos visión de conjunto, niconciencia de las estrategias mundiales.Y menos en una embajada tan pequeña einsignificante como la nuestra. Somosunos paletos. Coincidirás conmigo,supongo.

—¿Les dijo eso a ellos?—En efecto, por el teléfono mágico

de Osnard. Nuestras palabras parecentener un mayor significado cuando sepronuncian en secreto, ¿no crees?«Somos conscientes de nuestras

limitaciones», dije. «Nuestro trabajo espura rutina. De vez en cuando se nosconcede el honor de echar una ojeada algran mundo. BUCHAN es una de esasojeadas. Y lo agradecemos, nosenorgullece. Una pequeña embajada,cuyo cometido es interpretar laatmósfera del país y difundir los puntosde vista de su gobierno, no puede nidebe asumir la responsabilidad deemitir un juicio sobre asuntos demasiadotrascendentes para nuestros limitadoshorizontes».

—¿Por qué dijo eso? —preguntóStormont. Habría deseado levantar másla voz, pero algo le atenazaba la

garganta.—Por BUCHAN, claro está. El

Foreign Office me acusó de escatimarhalagos al último informe. Eindirectamente también a ti.«¿Halagos?», dije. «Si es por halagos,que no falten. Osnard es un tipoencantador, concienzudo al máximo y laoperación BUCHAN ha sido en extremoilustrativa y nos ha dado material en quepensar. Cuenta con nuestra admiración ynuestro apoyo. Da vida a nuestrapequeña comunidad. Pero nopresumimos de atribuirle un lugar en elpanorama global. E asunto de losanalistas y ustedes, nuestros

superiores».—¿Y con eso se quedaron

contentos?—No se perdieron palabra. Andy es

un tipo muy agradable, como les dije.Tiene mucho éxito con las chicas. Es unelemento valiosísimo para la embajada.—Se interrumpió, dejando en el aire, yprosiguió en voz más baja—. Quizás vaun poco a la suya. Quizá hace alguna queotra trampa. Pero ¿quién no hacetrampas de vez en cuando? Lo quequiero decir, en suma, es que ni tú ni yoni ningún miembro de la embajada, aexcepción posiblemente de Andy, tienela culpa de que BUCHAN sea una sarta

de patrañas posiblemente de Andy, tienela culpa de la embajada, a excepción depatrañas.

Stormont se había ganado con plenomerecimiento su fama de hombre serenoen situaciones de crisis. Durante un ratopermaneció dolorosamente inmóvil: elbanco era de teca, y Stormont sufríaligeras molestias en la espalda, sobretodo en los días lluviosos. Contempló laestéril fila de barcos, el puente de lasAméricas, el casco viejo y su feohermano moderno al otro lado de labahía. Descruzó las piernas y volvió a

cruzarlas. Y se preguntó si, por razonestodavía desconocidas, estaba asistiendoal final de su carrera o al principio deuna nueva cuyos contornos aún noconseguía ver con claridad.

Maltby, por contraste, disfrutaba deesa especie de paz acompaña a laconfesión. Estaba recostado, con laalargada cabeza de chivo apoyadacontra una columna de hierro de laglorieta, y había adoptado un tono queera la representación misma demagnanimidad…

—Yo no sé —decía—, y tútampoco, quién está inventándoselotodo. ¿Es BUCHAN? ¿Es la señora

BUCHAN? ¿Es alguno de lossubinformadores? ¿Abraxas, Domingo,la tal Sabina o ese desagradableperiodista que ronda por ahí, Teddy nosé qué? ¿O es el propio Andrew y todolo demás es pura vanidad? Es joven.Podrían haberlo engañado. Por otraparte, es un lince, y además un granuja.No, eso no. Está podrido de los pies a lacabeza. Es una auténtica mierda.

—Pensaba que le caía bien.—Y así es, desde luego; me cae muy

bien. Y no le reprocho las trampas.Mucha gente hace trampas, pero por logeneral son los malos jugadores comoyo. Y hay quien al menos reconoce sus

errores. Yo mismo los he reconocidoprácticamente un par de veces. —Dirigió una sonrisa avergonzada a unpar de enormes mariposas amarillas quehabían decidido sumarse a laconversación—. Pero Andy es unganador, ¿comprendes? Y los ganadoresque hacen trampas son una mierda.¿Cómo se lleva con Paddy?

—Paddy lo adora.—¡Dios mío, espero que no lo adore

demasiado! Está tirándose a Fran,lamento decir.

—¡Eso es ridículo! —repusoStormont, airado—. Apenas se hablan.

—Eso es porque está tirándosela en

secreto. El asunto viene ya de mesesatrás. Por lo visto, la vuelve loca.

—¿Cómo se ha enterado de una cosaasí?

—Amigo mío, como habrás notado,no le quito ojo de encima a Fran.Observo todos sus movimientos. La heseguido. No creo que se haya dadocuenta. Aunque los merodeadores en elfondo esperamos que sí se den cuenta.Se marchó de su apartamento y fue al deOsnard. Ya no volvió a salir. A lamañana siguiente, a las siete, me inventéun telegrama urgente y la telefoneé a suapartamento. No contestó. No podríaestar más claro.

—¿Y no ha hablado con Osnard deltema?

—¿Para qué? Fran es un ángel; él esuna mierda, y yo soy un viejo verde. ¿Dequé serviría?

La glorieta empezó a vibrar y crujirbajo el siguiente aguacero, y tuvieronque esperar unos minutos para ver denuevo el sol.

—¿Y qué piensa hacer? —preguntóStormont con aspereza, eludiendo todaslas preguntas que no deseabaformularse.

—¿«Hacer» dices, Nigel? —Ese erael Maltby anterior, tal como Stormont lorecordaba: vacío, fatuo, distante—.

¿Acerca de qué?—Acerca de BUCHAN. Luxmore.

La Oposición Silenciosa. Losestudiantes. La gente que vive al otrolado de ese puente, quienesquiera quesean. Osnard. El hecho de queBUCHAN sea una invención. Si es quelo es. De que los informes seanpatrañas, como usted dice.

—Amigo mío, no nos han pedidoque hagamos nada. Estamos al serviciode una causa superior.

—Pero si Londres se lo ha tragadotodo, y usted cree que es una farsa…

Maltby se inclinó como solíainclinarse cuando estaba sentado tras su

escritorio, juntando las yemas de losdedos en una actitud de mudaobstrucción.

—Sigue, sigue.—… debe decírselo —concluyó

Stormont con firmeza.—¿Por qué?—Para que no los lleven al huerto.

Podría ocurrir cualquier cosa.—Pero, Nigel, creía que estábamos

de acuerdo en que nosotros noevaluamos.

Un pájaro de color aceitunado ybrillante plumaje entró en la glorieta yles exigió unas migajas.

—No tengo nada para ti —le

aseguró Maltby, desazonado—. Deverdad, no tengo nada. ¡Maldita sea! —exclamó, metiéndose las manos en losbolsillos y buscando en vano algo quepudiera servir—. Más tarde. Vuelvemañana. No, pasado mañana a estashoras. Se nos echa encima un espía dealtos vuelos.

—En estas circunstancias, Nigel,nuestra obligación en la embajada esproporcionar apoyo logístico —prosiguió Maltby con un tono estricto yprofesional—. ¿No es así?

—Supongo —respondió Stormontpoco convencido.

—Ayudar cuando sea preciso.

Aplaudir, alentar, tranquilizar. Aligerarla carga de quienes están en el puesto defuego.

—En el puesto de mando o la líneade fuego, querrá decir —rectificóStormont distraídamente.

—Gracias. ¿Por qué será quesiempre que busco una metáforamoderna me equivoco? Debo dehaberme imaginado un tanque. Uno delos de Gully, pagado con lingotes deoro.

—Es posible.Maltby alzó la voz como para

hacerse oír por el público congregadoen torno a la glorieta, pero no había

nadie.—Así pues, en este espíritu de

franca colaboración, propuse a Londres,y sin duda me darás la razón, queAndrew Osnard, al margen de susinestimables virtudes, es demasiadoinexperto para manejar importantessumas de dinero, ya sea en efectivo o enoro. Y que lo más correcto, tanto por élcomo por los destinatarios del dinero, esque esos fondos dependan de unadministrador. Como embajador suyo,me he ofrecido desinteresadamente paradesempeñar ese papel. A Londres le haparecido una medida sensata. Dudomucho que Osnard piense lo mismo,

pero pocos argumentos puede esgrimiren contra, sobre todo considerando queen su momento nosotros, tú y yo,actuaremos de enlaces con la OposiciónSilenciosa y los estudiantes. Como todoel mundo sabe, es difícil pedir cuentassobre el dinero procedente de fondosreservados, y totalmente imposiblerecuperarlo una vez que ha caído enmalas manos. Razón de más paraadministrarlo escrupulosamente mientrasse encuentre en nuestro poder. Hesolicitado para la embajada una cajafuerte semejante a la que Osnard tiene ensu cámara acorazada. El oro, y lo quesea, quedará guardado allí, y tú y yo

seremos titulares conjuntos de lasllaves. Si Osnard decide que necesitauna gran cantidad de dinero, deberádirigirse a nosotros y exponer lascausas. En el supuesto de que la suma seajuste a las directrices acordadas, tú yyo conjuntamente sacaremos el dinero ylo pondremos en las manos oportunas.¿Eres rico, Nigel?

—No.—Yo tampoco. ¿Y el divorcio te

empobreció definitivamente?—Sí.—Lo imaginaba. Y yo no correré

mejor suerte. Phoebe no se contenta concualquier cosa. —Maltby miró a

Stormont buscando la confirmación delo que acababa de decir, pero Stormont,vuelto hacia el Pacífico, permanecióinexpresivo, y Maltby optó por desviarla conversación hacia el campo de lastrivialidades—. La vida es injusta. Yaves nuestro caso. Dos hombres demediana edad, sanos y con apetitossaludables. Cometemos unos cuantoserrores, los afrontamos, aprendemos lalección. Y nos quedan aún unos añospreciosos hasta la senilidad. Sólo undetalle echa a perder una perspectivapor lo demás perfecta. Estamos en laruina.

Stormont había alzado la vista y

contemplaba unas nubes de algodón quese habían formado sobre las islaslejanas. Y tuvo la impresión de que veíanieve en ellas, y a Paddy, curada ya dela tos, subiendo alegremente hacia elchalet cargada con la compra.

—Quieren que sondee a losamericanos —informó con vozmecánica.

—¿Quiénes? —se apresuró apreguntar Maltby.

—Londres —contestó Stormont.—¿Con qué objeto?—Averiguar qué saben. Sobre la

Oposición Silenciosa, los estudiantes,las reuniones secretas con los japoneses.

Debo tantear el terreno y no revelarnada. Tentar la ropa, seguir la pista. Enfin, esas necedades que piden los queestán apoltronados en sus despachos deLondres. Al parecer, ni el Departamentode Estado ni la CIA han visto el materialde Osnard. Debo averiguar si tienenalguna fuente de informaciónindependiente.

—O sea, si saben algo.—Si prefiere decirlo así —repuso

Stormont.Maltby estaba indignado.—Detesto a los americanos. Esperan

que todos nos vayamos al infierno a lamisma velocidad que ellos. Llegar

debidamente es una tarea de siglos.Nosotros somos la muestra.

—Supongamos que no saben nada.Supongamos que están en blanco.

—Supongamos que no hay nada quesaber, lo cual es mucho más probable.

—Una parte podría ser verdad —replicó Stormont con una especie deobstinada cortesía.

—Si partimos de la base de que unreloj parado da bien la hora dos vecesal día, sí, lo acepto, una parte podría serverdad —dijo Maltby con desdén.

—Y supongamos que los americanosse lo creen, sea o no verdad —prosiguióStormont tenazmente—. Caen en el

engaño, si lo prefiere. Al fin y al cabo,Londres ha caído.

—¿Qué Londres? No el nuestro, esodesde luego. Y los americanos no se locreerán. Al menos los verdaderosamericanos. Sus sistemas sonincomparablemente superiores a losnuestros. Demostrarán que todo sonpatrañas, nos darán las gracias, diránque han tomado buena nota y tirarán lanota a la papelera.

Stormont no cejó.—La gente no confía en sus propios

sistemas. Los servicios de inteligenciason como los exámenes: uno siemprepiensa que el compañero de al lado sabe

más.—Nigel —dijo Maltby tajantemente,

con toda la autoridad de su cargo—.Permíteme que te recuerde que no noscorresponde a nosotros evaluar. La vidanos ha proporcionado una raraoportunidad de realizarnos en nuestrotrabajo y ser útiles a quienes merecennuestro respeto. Un futuro dorado seextiende ante nosotros. En tales casos, laindecisión es un delito.

Aún con la vista al frente pero sin elconsuelo de las nubes, Stormont ve sufuturo hasta la fecha. Paddy consumidapor la tos. Obligados a acudir a ladeteriorada seguridad social británica

debido a su lamentable situacióneconómica. Una jubilación anticipada enSussex con una pensión de miseria. Eladiós a todos los sueños que alguna vezha acariciado. Y la Inglaterra que antesamaba a dos metros bajo tierra.

Capítulo 20

Yacían en el suelo del taller deacabados, sobre un montón de alfombrasque las mujeres kunas guardaban allípara la multitud de primos, tíos y tíasque a veces bajaban a visitarlas desdeSan Blas. Sobre ellos pendían variashileras de trajes en espera de ojales. Nohabía más luz que la que penetraba porla claraboya, teñida de rosa por elresplandor nocturno de la ciudad. Sólose oía el tráfico de vía España y lossusurros de Marta al oído de Pendel.

Estaban vestidos. Marta ocultaba surostro maltrecho en el cuello de Pendel.Temblaba. Los dos temblaban.Formaban un único cuerpo aterido yasustado. Eran niños en una casa vacía.

—Dijeron que defraudabas al fisco—explicaba Marta—. Contesté quepagabas puntualmente tus impuestos.«Yo llevo las cuentas», dije. «Lo sé».—Se interrumpió por si Pendel deseabahacer algún comentario, pero él no teníanada que decir—. Te acusaron dequedarte la cuota de empresa a laseguridad social. «Yo me encargo deabonar la cuota de empresa», dije, «yestamos al día». No me permitieron

preguntar nada. Me amenazaron conincluir en el expediente que tenía fotosde Castro y el Che Guevara en la paredde mi habitación. Me acusaron de andarotra vez en compañía de estudiantesradicales. Lo desmentí, porque no esverdad. Dijeron que eras espía. Ytambién Mickie. Me aseguraron que susborracheras eran sólo un truco paraenmascarar su verdadera ocupación.Están locos.

Había terminado su relato, peroPendel no se dio cuenta de inmediato,así que tardó unos segundos eninclinarse sobre ella y, cogiéndole lacabeza con las dos manos, apretar su

mejilla contra la de él, fundiéndose suscaras en una sola.

—¿Dijeron qué clase de espía?—¿Acaso hay otras clases?—Los auténticos.Sonó el teléfono.

Sonaba sobre sus cabezas, cosa pocohabitual en los teléfonos que sonaban enla vida de Pendel. Era un aparato quesiempre confundía con un interfono hastaque recordaba que las mujeres kunasvivían pendientes del teléfono,expresaban a través de él su júbilo y sutristeza, absorbían todas y cada una de

las palabras que salían del auricularmientras al otro lado de la líneahablaban sus maridos, sus amantes, suspadres, sus hijos, sus caciques y unalista infinita de parientes conirresolubles problemas vitales. Ycuando el teléfono hubo sonado un rato—eternamente en la arbitraria medidade su existencia personal, pero cuatroveces para el resto del mundo—, Pendeladvirtió que Marta no se hallaba yaentre sus brazos sino de pie,abrochándose la blusa por pudor antesde descolgar. Y deseaba saber si Pendelestaba o no en la sastrería, pregunta quesiempre le hacía si intuía que la llamada

podía ser inoportuna. Pero una repentinaobstinación asaltó a Pendel, y también élse levantó, como consecuencia de locual volvieron a estar muy juntos, comohabían estado mientras yacían.

—Yo estoy, y tú no —le susurróPendel taxativamente al oído.

No era una estratagema, no era unapose; era sólo su instinto protectorbrotando directamente del corazón.Como precaución, se interpuso entreMarta y el teléfono, y bajo la luz rosadaprocedente de la claraboya —unascuantas estrellas se habían abierto pasoa través de la bruma— contempló elaparato mientras seguía sonando e

intentó adivinar su propósito. «Piensaprimero en las peores amenazas», habíaaconsejado Osnard en las sesiones deadiestramiento. Así pues, pensó en ellas,y la peor amenaza se le antojó el propioOsnard, así que pensó en Osnard. Luegopensó en el Oso. Después en la policía.Y por último, puesto que en realidadhabía pensado en ella desde elprincipio, pensó en Louisa.

Pero Louisa no era una amenaza. Erauna víctima que él mismo había causadohacía muchos años, en colaboración consus padres, Braithwaite, el tío Benny,las hermanas de la Caridad, y toda lademás gente que había contribuido a

crear el personaje en que él se habíaconvertido. Y no representaba tanto unaamenaza como un recordatorio de lafalsedad de su relación, y del desastrosorumbo que había tomado pese a susdenodados esfuerzos por configurarla,que era precisamente, había concluido,donde estribaba el error: no deberíamosconfigurar las relaciones, pero si no lohacemos, ¿qué nos queda?

Por fin, cuando no había ya nada másen qué pensar, Pendel descolgó elauricular, y casi al mismo tiempo Martale cogió la otra mano y se llevó susnudillos a la boca para acariciárseloscon ligeros, rápidos y alentadores

mordiscos. Y en cierto modo este gestolo enardeció, pues ya con el auricular enel oído se irguió en lugar de aplanarse yhabló en español con una voz clara,audaz y casi burlona para demostrar queaún podía presentar batalla, que noestaba dispuesto a rendirse una y otravez a las circunstancias.

—¡Pendel Braithwaite! Buenasnoches. ¿En qué podemos servirle?

Sin embargo, si con su alegre ánimopretendía arrancarle el aguijón a suatacante, fracasó lamentablementeporque el tiroteo ya había comenzado.Los primeros disparos le llegaroncuando aún no había terminado de

hablar: una serie de detonacionesaisladas a un ritmo calculado yascendente, y entre una y otra el tableteode las metralletas, los estallidos de lasgranadas y el zumbido breve y triunfalde las balas al rebotar. Por un instantePendel dio por sentado que la invasiónhabía empezado de nuevo, salvo que enesta ocasión había decidido quedarse allado de Marta en El Chorrillo, y por esoella le besaba la mano. De pronto entreel ruido de las armas se alzaron losprevisibles gemidos de las víctimas,resonando en algún refugio improvisado,estranguladas por el terror y laindignación, acusando y protestando y

maldiciendo y reclamando e implorandode todo, desde compensaciones hasta elperdón de Dios, hasta que gradualmentelas numerosas voces se convirtieron enuna sola, que era la voz de Ana, lachiquilla de Mickie Abraxas, amiga dela infancia de Marta y la única mujer enPanamá que lo toleraba, lo lavabacuando vomitaba a causa de alguno desus excesos, y escuchaba sus delirios.

Y en el momento en que Pendelreconoció la voz de Ana supoexactamente qué estaba diciéndole apesar de que, como todo buen narrador,reservó lo mejor para el final. Por esono le entregó el auricular a Marta, por

eso se lo quedó él y recibió los golpesen su cuerpo en lugar de permitir que losencajase ella, como había ocurridoirremediablemente cuando losdignobates no se dejaron disuadir porsus ruegos y siguieron maltratándola.

No obstante el monólogo de Ana sedividía en incontables caminos, y Pendelcasi necesitó un mapa para orientarse.

—Ni siquiera es la casa de mipadre. Mi padre me la prestó aregañadientes porque le mentí. Leprometí que no traería aquí a nadie másque a mi amiga Estella, que era mentira,

y mucho menos a Mickie. La casa es deun encargado de una fábrica pirotécnicaque se llama La Negra Vieja. EnGuararé se fabrican los fuegosartificiales para todas las fiestas dePanamá, pero esta vez eran las fiestas deGuararé, y mi padre es amigo delencargado y fue su padrino de boda, y elencargado le dijo: «Ten las llaves de micasa y quédate allí durante las fiestasmientras yo estoy de luna de miel enAruba». Pero a mi padre no le gustan losfuegos artificiales, así que me dejó a míla casa siempre que no trajese al golfode Mickie, y yo le mentí, le dije quetraería sólo a mi amiga Estella, que

conozco desde el colegio de monjas yahora es la chiquilla de un comerciantemaderero de David. Porque en estasfechas, durante cinco días, hay enGuararé corridas de toros, baile yfuegos artificiales como no los hay enningún lugar de Panamá ni del mundoentero. Pero no traje a Estella; traje aMickie, y Mickie me necesitabarealmente. Estaba asustado, deprimido yal mismo tiempo sobreexcitado. Decíaque los policías eran unos imbéciles,que lo habían amenazado y acusado deespiar para los ingleses como en laépoca de Noriega, y todo porque dejoven pasó un par de trimestres borracho

en Oxford y luego accedió a dirigir nosé qué club inglés aquí en Panamá.

Y en este punto Ana empezó a reírcon tales carcajadas que Pendel sóloconsiguió comprender, y a fuerza demucha paciencia, algunos fragmentos delrelato, pero el hilo central erasobradamente claro, a saber, que nuncahabía visto a Mickie tan animado yabatido a la vez, tan pronto sollozandocomo alegre y alocado, y Dios santo,¿por qué lo había hecho? Y Dios santode nuevo, ¿qué iba a decirle a su padre?¿Quién iba a limpiar las paredes y eltecho? Por suerte el suelo era debaldosas, no de parquet. Al menos

Mickie había tenido la delicadeza dehacerlo en la cocina. Mil dólares poruna capa de pintura calculando por lobajo. Y su padre era un católico estricto,con firmes opiniones sobre el suicidio yla herejía. Sí, Mickie había bebido, perocomo todo el mundo, ni más ni menos.¿Para qué iba uno a unas fiestas si no erapara beber, bailar, follar y ver losfuegos artificiales? Y esto último hacíaAna cuando oyó la detonación a susespaldas. ¿De dónde la había sacado?Nunca llevaba pistola pese a lo muchoque hablaba de volarse los sesos. Debíade haberla comprado después de lavisita de la policía, que lo acusó de ser

un gran espía y le recordó lo que habíaocurrido durante la temporada que pasóen la cárcel, asegurándole que ellos seocuparían de que volviese a ocurrir, pormás que no fuese ya un chico joven yapuesto, los reclusos viejos tenían pocasmanías. Y ella gritó, rió, agachó lacabeza y cerró los ojos, y sólo cuandose volvió para ver quién había lanzadoel cohete o lo que fuese, advirtió lasmanchas, algunas en su vestido nuevo, yel cuerpo de Mickie tendido del revésen el suelo.

Tras esto Pendel no pudo menos quepreguntarse cuál sería el revés y cuál elderecho del cadáver destrozado de su

amigo, compañero de celda y líderelecto de la oposición clandestinapanameña, desde ese instante silenciosapara siempre.

Colgó el auricular, y la invasiónterminó, los lamentos de las víctimas seextinguieron. Sólo quedaba pendienteuna operación de limpieza. Habíaanotado la dirección de Guararé con unlápiz del cuatro que llevaba en elbolsillo. Un trazo duro y fino perolegible. Su siguiente preocupación fuecómo reunir dinero para Marta. Recordóde pronto el fajo de billetes de cincuentaque guardaba en el bolsillo trasero delpantalón. Se lo entregó a Marta, y ella lo

aceptó, probablemente sin saber quéhacía.

—Era Ana —anunció Pendel—.Mickie se ha suicidado.

Pero naturalmente Marta ya lo sabía.Mientras él escuchaba, había mantenidola cara pegada a la suya, reconociendola voz de su amiga desde el primermomento; sólo la estrecha amistad queunía a Pendel y Mickie la habíadisuadido de arrancarle el auricular dela mano.

—No ha sido culpa tuya —dijoMarta con fervor. Lo repitió variasveces para inculcarlo en su obtusa mente—. Lo habría hecho en cualquier caso,

con tus reproches del otro día o sinellos, ¿me oyes? No necesitaba unaexcusa. Estaba matándose a diario.Escúchame.

—Te escucho. Te escucho.Pero no dijo: sí, ha sido culpa mía,

porque no le veía sentido.De pronto Marta se estremeció como

una enferma de malaria, y si Pendel nola hubiese sujetado, se habríadesplomado en el suelo como Mickie,que estaba del revés.

—Quiero que mañana te marches aMiami —dijo Pendel. Recordaba unhotel del que le había hablado RafiDomingo—. Alójate en el Grand Bay.

Está en Coconut Grove. En el almuerzoofrecen un excelente bufé —añadióestúpidamente. Y a modo de últimorecurso, tal como le había enseñadoOsnard, indicó—: Si no hayhabitaciones libres, pregúntale alconserje si pueden recogerte allí losmensajes. Son gente amable. Menciona aRafi.

—No ha sido culpa tuya —repitió,ahora llorando—. En la cárcel lepegaron mucho. Era un niño. Un adultopuede resistir las palizas. Un niño no.Tenía la piel sensible.

—Lo sé —convino Pendel—. Todosla tenemos sensible. No deberíamos

tratarnos así. Nadie debería.Pero había desviado la atención

hacia las hileras de trajes pendientes deacabado, porque el más grande yprominente era el de alpaca de pata degallo que había cortado para Mickie,con sus dos pares de pantalones, losque, según él, lo hacían parecer viejoantes de tiempo.

—Te acompañaré —propuso Marta—. Puedo ayudarte. Me ocuparé de Ana.

Pendel negó con la cabeza. En ungesto vehemente. La agarró de losbrazos y volvió a negar con la cabeza.Yo lo traicioné, no tú. Contra tusconsejos, lo convertí en líder. Intentó

decírselo, pero su rostro debía dehaberlo dicho ya, porque Marta,zafándose de él como si no le gustase loque veía, retrocedió.

—Marta, ¿me escuchas? Escúchamey deja de mirarme así.

—Sí —dijo ella.—Gracias por tu información sobre

los estudiantes y lo demás —insistióPendel—. Gracias por todo. Gracias. Losiento.

—Tendrás que poner gasolina —lerecordó Marta, y le devolvió ciendólares.

Después se quedaron inmóviles, unhombre y una mujer intercambiando

billetes mientras se acababa su mundo.—No tienes nada que agradecerme

—dijo Marta, adoptando otra vez sutono severo, retrospectivo—. Te quiero.Lo demás poco me importa. Ni siquieraMickie.

Parecía haber llegado a esaconclusión tras pensarlo detenidamente,pues de pronto se serenó y el amorasomó de nuevo a sus ojos.

Esa misma noche y exactamente a lamisma hora en la embajada británica,sita en la calle Cincuenta y tres deldistrito de Marbella, Ciudad de Panamá.

La reunión del recién ampliado grupo debucaneros, convocada con carácter deurgencia, se prolonga ya durante unahora, aunque en la barraca de Osnard enel ala este, lúgubre, mal ventilada y sinventanas, Francesca Deane deberecordarse una y otra vez que nada hacambiado en la habitual marcha delmundo, que es la misma hora fuera deldespacho que dentro, tanto si estamosplaneando como si no, del modo mássereno y razonable, la estrategia paraarmar y financiar a un grupo dedisidentes clandestinos panameños de laclase alta conocidos como la OposiciónSilenciosa, para reclutar y sublevar

estudiantes activistas, para derrocar elgobierno legítimo de Panamá, y parainstalar en el poder a un comité degestión provisional comprometido aarrancar el Canal de las garras de unaconspiración entre el sur y oriente.

Los hombres reunidos en cónclavesecreto entran en un estado distinto,pensó Fran como única mujer presentemientras examinaba con discreción losrostros dispuestos en torno a la mesa. Senota en los hombros, en la rigidez queadquieren donde confluyen con elcuello. Se nota en los músculos de lamandíbula y las sombras que se formanalrededor de los ojos, de mirada más

viva y codiciosa. Soy el único negro enuna habitación llena de blancos. Alllegar a Osnard apenas se detuvo en él,recordando el semblante de la crupierdel tercer casino cuando dijo: «Así quetú eres su chica. Bien, pues te diré unacosa, querida. Tu hombre y yo hemoshecho diabluras que no imaginarías ni entus sueños más obscenos».

Los hombres en cónclave secreto tetratan como a la mujer que estánsalvando de las llamas, pensó. Hagan loque hagan, esperan que pienses que sonperfectos. Debería estar en la puerta desus granjas. Debería llevar un vestidoblanco y largo y sostener a sus hijos

contra mi pecho mientras los despidocuando parten hacia la guerra. Deberíadecir: «Hola, me llamo Fran; soy elprimer premio si volvéis victoriosos».Los hombres en cónclave secretoexhiben una culpabilidad amarillentaconferida por la luz blanca y tenue y porun extraño armario gris de acero conpatas de mecano que tararea como unpintor de brocha gorda sin oído musicalen lo alto de una escalera a fin deproteger nuestras palabras de loscuriosos. Los hombres en cónclavesecreto despiden un olor peculiar. Sonhombres en celo.

Y Fran estaba tan excitada como

ellos, pero su excitación redundaba enescepticismo, en tanto que la excitaciónde los hombres resultaba en poderosaserecciones apuntadas hacia un dios másfiero, si bien el dios era en ese momentoel señor Mellors, un individuo barbudoy pequeño que se hallaba sentado en elextremo opuesto de la mesa con laactitud nerviosa de un comensalsolitario y trataba a los presentes de«caballeros» con un acentomarcadamente escocés, como si, sólopor esa noche, Fran hubiese sidoascendida a la condición de hombre. Lecostaba creer, caballeros, había dicho,que no hubiese pegado ojo desde hacía

veinte horas, jurando que se sentía conánimos de seguir en vela otras veinte.

—No me cansaré de repetir,caballeros, la enorme importancianacional y, me atrevería a decir,geopolítica que conceden a estaoperación las más altas esferas delgobierno de su majestad —insistía una yotra vez entre discusiones sobre asuntosde índole tan diversa como si losbosques tropicales del Darién serviríanpara ocultar un par de millares defusiles semiautomáticos, o si convendríabuscar un lugar más accesible desdecasa y la oficina. Y los hombres no seperdían una sola palabra. Se lo tragaban

todo porque era monstruoso perosecreto, y por tanto no era monstruoso enabsoluto. Afeitadle la barba a esteestúpido escocés, aconsejaba Fran.Sacadlo de aquí. Dejadlo encalzoncillos y que vuelva a repetirlotodo en el autobús camino de Paitilla.Entonces veremos si estáis de acuerdocon una sola de sus estupideces.

Pero no lo sacaron de allí ni lodejaron en calzoncillos. Creían en él. Loadmiraban. Lo adoraban. Sólo había quever a Maltby, sin ir más lejos. SuMaltby, su escurridizo, divertido,pedante, sagaz, casado e infelizembajador, receloso en los taxis,

receloso en los pasillos, un escépticodonde los hubiera, o eso la habíainducido a pensar, y que sin embargohabía exclamado «¡Dios, es preciosa!»,mientras ella nadaba en su piscina.Maltby, sentado a la derecha de Mellorscomo un alumno obediente, forzandoempalagosas sonrisas de aliento,moviendo la cabeza de atrás adelantecomo esos pájaros que beben agua de unvaso sucio de plástico en algunos pubs,e instando a un adusto Nigel Stormont amostrar su conformidad con él.

—Tú podrías ocuparte de eso,¿verdad, Nigel? —decía Maltby—. Sí,claro que podría. No se hable más,

Mellors.O decía:—Nosotros les damos el oro, y ellos

compran las armas por mediación deGully. Mucho más sencillo quesuministrárselas directamente. Y másfácil de desmentir. ¿De acuerdo, Nigel?¿Bien, Gully? No se hable más, Mellors.

O decía:—No, no, Mellors, gracias. No

necesitamos a nadie más. Nigel y yosomos capaces de ocuparnos de unoscuantos trapicheos, ¿no, Nigel? Y Gullymueve esos hilos desde hace años. ¿Quéson unos centenares de minasantipersonal entre amigos? ¿No, Gully?

Fabricadas en Birmingham. Mejores nolas hay.

Y Gully sonreía como un idiota, seenjugaba el bigote con el pañuelo ytomaba nota codiciosamente en su librode pedidos, mientras Mellors deslizabahacia él una hoja parecida a una lista dela compra alzando la vista al cielo parano ver la acción de su mano.

—Con la más entusiasta aprobacióndel ministro —susurró, lo cual debíainterpretarse: yo no soy responsable denada.

—Aquí el único problema, Mellors,es mantener el círculo de informaciónreducido al mínimo —comentó Maltby

con vivo interés—. Lo cual significa quedebemos acorralar a todo aquel quepueda enterarse de algo por error, comoel joven Simon aquí presente —unamirada maliciosa a Simon Pitt, sentadoen estado de shock junto a Gully—, yamenazarlo con una condena a galerasde por vida si deja escapar una solapalabra indiscreta. ¿Entendido, Simon?¿Entendido?

—Entendido —contestó Simon bajotortura.

Un Maltby distinto, que Fran noconocía hasta ese momento pero cuyaexistencia siempre había sospechadopor lo infrautilizado e infravalorado que

estaba. Un Stormont distinto también,que miraba al vacío con expresiónceñuda cada vez que hablaba, yrespaldaba todas las proposiciones deMaltby.

¿Y un Andy distinto? ¿O es el mismode siempre, y yo no me había dadocuenta hasta ahora?

Disimuladamente, Fran dirigió haciaél la mirada.

Era otro hombre. No más alto ni másgrueso ni más delgado. Simplementeestaba en otro lugar. En un lugar tanlejano, de hecho, que Fran apenas loreconocía. Su distanciamiento habíacomenzado en el casino, comprendía de

pronto, y se había acelerado a partir delanuncio de la inminente llegada deMellors.

—¿Quién necesita aquí a esegilipollas? —le había preguntado conmanifiesta indignación como si laconsiderase responsable del hecho—.BUCHAN no querrá tratar con él.BUCHAN dos no querrá tratar con él.Ni siquiera accede a tratar conmigo.Nadie tratará con él. Ya se lo he dicho.

—Pues díselo otra vez.—Esta es mi parcela, joder. No

suya. Es mi operación. ¿Qué coño pintaél aquí?

—¿Te importaría no hablarme de

ese modo? Es tu superior, Andy. Estedestino te lo asignó él, no yo. Los jefesregionales se reservan el derecho devisitar a sus subordinados. Incluso en tuservicio, imagino.

—Gilipolleces —replicó Andy, yacto seguido Fran recogiótranquilamente sus pertenencias mientrasél le decía que se asegurase de que noquedaran pelos en la bañera.

—¿Qué temes que pueda averiguar?—preguntó Fran con total frialdad—.No es tu amante, ¿no? No has hecho votode castidad, supongo. ¿O sí? Has traídoaquí a una mujer. ¿Y qué? No tiene porqué saber que he sido yo.

—No. No tiene por qué saberlo.—¡Andy!Le concedió una breve y torpe

demostración de arrepentimiento.—No me gusta que me espíen, eso es

todo —dijo hoscamente.Pero cuando Fran prorrumpió en una

carcajada de alivio al oír el chiste,Andy cogió la llave del coche de elladel aparador, se la puso en la palma dela mano y la acompañó al ascensorllevándole la maleta. Habían conseguidoeludirse durante todo el día hasta aquelmomento, en que debían sentarseobligatoriamente a la misma mesa enaquella cárcel blanca y lúgubre, Andy

ceñudo y Fran en el más absolutosilencio, guardando sus sonrisas para eldesconocido, quien, para secretaindignación de Fran, mostraba haciaAndy una deferencia y un afán deadulación nauseabundos.

—Le parecen razonables esaspropuestas, ¿no, Andrew? —insisteMellors, succionándose los dientes—.Diga algo, joven señor Osnard. ¡Es suhazaña, por amor de Dios! Aquí es ustedquien lleva el timón, la estrella, conpermiso de su excelencia el embajador.¿Acaso no es mejor, Andrew, para elhombre apostado en el terreno, qué digo,en primera línea, verse libre de las

arduas tareas de la administración?Conteste con franqueza. Ninguno de lospresentes desea empañar su ejemplaractuación.

Sentimiento que Maltby suscribe deinmediato con entusiasmo, secundadomomentos después, y con menosentusiasmo, por Stormont, siendo lacuestión en litigio el sistema de dosllaves para el control de las finanzas dela Oposición Silenciosa,responsabilidad que, por consenso,recaerá en los funcionarios de mayoredad.

¿Por qué, pues, muestra Andy esedesconsuelo al desprenderse de tan

pesada carga? ¿Por qué no se alegra deque Maltby y Stormont se desvivan porahorrarle el trabajo?

—Ustedes verán —mascullagroseramente, mirando de soslayo aMaltby, y vuelve a sumirse en su mohínosilencio.

Y cuando se plantea la cuestión decómo persuadir a Abraxas, Domingo ylos demás militantes de la OposiciónSilenciosa para que traten de asuntoseconómicos y logísticos directamentecon Stormont, Andy casi pierde losestribos.

—Ya puestos, ¿por qué no seapropian de toda la red? —prorrumpe,

rojo de ira—. Supervísenla desde laembajada en horario de oficina, cincodías por semana. No se priven.

—Vamos, Andrew, vamos. Aquí nohay necesidad de hablar en ese tono —censura Mellors, chasqueando la lenguacomo una gallina vieja escocesa—.Formamos un equipo, Andrew, ¿o no?Simplemente estamos ofreciéndoleayuda, el consejo de mentes sabias, unpoco de tranquilidad para una operaciónimpecablemente dirigida. ¿No es así,embajador? —Aspiración dental, untriste ceño de padre preocupado, el tonoconciliatorio elevado a ruego—. Estosindividuos de la oposición negociarán

con uñas y dientes, Andrew. Seránecesario dar garantías de forzosocumplimiento sin pensarlo dos veces.Deberán tomarse rápidas decisiones devital trascendencia. Son aguasdemasiado profundas, Andrew, para unjoven de su edad. Es preferible dejaresos asuntos en las competentes manosde hombres de mundo.

Andy vuelve a su hosco silencio.Stormont mira al vacío. Sin embargoMaltby, siempre tan atento, se sienteobligado a pronunciar también él unaspalabras de consuelo.

—Mi querido amigo, no puedesquedarte todo el pastel, ¿no, Nigel? En

mi embajada repartimos las cosas apartes iguales, ¿no, Nigel? Nadie va aquitarte tus espías. Seguirás al frente detu red: supervisarás, manejarás lainformación, pagarás, etcétera. Sóloqueremos tu Oposición Silenciosa. ¿Noes justo acaso?

Aun así, para bochorno de Fran,Andy se niega a aceptar la mano que elembajador le tiende cortésmente. Susojos chispeantes se posan en Maltby,después en Stormont y tras un instante denuevo en Maltby. Masculla algo quenadie entiende, y mejor asíposiblemente. Esboza una amargasonrisa y mueve la cabeza en el gesto de

un hombre que se siente cruelmenteengañado.

Queda todavía una última ceremoniasimbólica. Mellors se pone en pie, seagacha bajo la mesa, reaparece con dosbolsas negras de piel de las que utilizanlos emisarios reales y se cuelga una encada hombro.

—Andrew, tenga la bondad deabrirnos la cámara acorazada —ordena.

Todos están ya de pie. Fran selevanta también. Shepherd se dirigehacia la cámara acorazada, quita elcerrojo de la reja con una larga llave, yla abre, franqueando el paso a unasólida puerta de acero con un disco

negro en el centro. A indicación deMellors, Andy se adelanta y, con unaexpresión de rencor contenido que Franse alegra de no haber visto en su rostrohasta ese momento, hace girar el disco aun lado y a otro hasta que se oye elchasquido del pasador. Incluso entonceses precisa una palabra de aliento deMaltby para que Andy tire de la puertay, con una burlona reverencia, invite aentrar a su embajador y el ministroconsejero. Todavía de pie junto a lamesa, Fran distingue, al lado de unenorme teléfono rojo unido a unaespecie de aspiradora reconstruida, unacaja fuerte con dos cerraduras. Su padre

el juez tiene una idéntica en su vestidor.—Ahora una para cada uno —oye

decir a Mellors con voz trémula.Por un momento Fran se encuentra en

la capilla de su antiguo colegio,arrodillada en el primer banco,observando a un grupo de sacerdotesjóvenes y atractivos que le vuelven laespalda castamente y empiezan aejecutar una serie de apasionantestareas, parte de los preparativos paradarle la primera comunión.Gradualmente su campo visual sedespeja, y ve a Andy que, bajo lapaternal mirada de Mellors, entrega aMaltby y Stormont sendas llaves con

baño de plata y astil largo. Risas, en lasque Andy no participa, cuando cada unointroduce su llave en el ojo equivocado.Un instante después Maltby deja escaparun jubiloso «¡Ahora!». y la puerta de lacaja fuerte se abre.

Pero Fran no mira ya la caja.Concentra su atención en Andy, quecontempla ensimismado los lingotes deoro mientras Mellors los saca uno poruno de las bolsas negras y se los pasa aShepherd, que va amontonándoloscruzados dentro de la caja. Y es elrostro abatido de Andy el que la atrapapor última vez en su hechizo, porque lerevela todo lo que antes quería o no

quería saber acerca de él. Sabe depronto que lo han descubierto, y tambiéncasi con toda seguridad en qué lo handescubierto, aunque ignora si quienes lohan descubierto son conscientes de ello.Sabe que es un embustero, con o sin lalicencia de su profesión. Adivina laprocedencia de los cincuenta mildólares que apostó al rojo: la caja fuertecon la puerta abierta que hay ante ella.Comprende su ira por verse obligado aentregar las llaves. Después de eso nopuede seguir mirando, en parte porquese le han humedecido los ojos a causade la humillación y la rabia, y en parteporque la desgarbada figura de Maltby

se cierne sobre ella con una sonrisa depirata para preguntarle si consideraríauna ofensa contra la Creación que lainvitase a tomar unos huevos fritos en ElPavo Real.

—Phoebe ha decidido abandonarme—explica con orgullo—. Vamos adivorciarnos de inmediato. Nigel estáreuniendo valor para decírselo. Nuncalo creería si le comunicase yo la noticia.

Fran tardó en contestar, porque suprimer impulso fue estremecerse yrechazar la invitación. Sólo cuando separó a pensar comprendió unas cuantascosas que debería haber comprendidoantes. En concreto que desde hacía

meses la conmovía la devoción deMaltby hacia ella y agradecía lapresencia de un hombre en su vida queansiaba su compañía tandesesperadamente. Y que la tímidaadoración de Maltby se habíaconvertido en un inestimable apoyo ensu lucha con la idea de que compartía suvida con un individuo amoral cuya faltade escrúpulos la había atraído en unprimer momento pero ahora le repelía,cuyo interés en ella había sidomeramente carnal y oportunista, y cuyoefecto final había consistido ensuscitarle un claro anhelo por la torpedevoción de su embajador.

Y tras llegar racionalmente a estaconclusión, Fran decidió que hacíatiempo que una invitación no lacomplacía tanto.

Marta estaba acurrucada en el banco detrabajo del taller de acabados,contemplando el fajo de billetes queHarry la había obligado a aceptar ypensando en lo que acababa de ocurrir.Su amigo Mickie ha muerto. Harry creeque lo ha matado él, y quizá sea así. Lapolicía investiga sus actividades, peroquiere que yo me quede sentada en unaplaya de Miami, disfrute el bufé del

Grand Bay, me compre ropa y espere suvisita. Y que sea feliz, confíe en él, meponga morena y vaya a arreglarme lacara. Y que de paso encuentre un chicosi puedo, porque le gustaría que tuvieseun chico guapo al lado, un representantede Harry Pendel que me haga el amorpor él mientras él permanece fielmentejunto a Louisa. Así es Harry, y puedeparecerte complicado o puede parecertemuy sencillo. Harry tiene un sueño paratodo el mundo. Harry sueña nuestrasvidas por nosotros, y siempre nos lasecha a perder. Porque, primero, noquiero irme de Panamá. Quieroquedarme aquí y mentir a la policía por

él y sentarme junto a su cama tal como élse sentó junto a la mía y averiguar qué lepasa y solucionarlo. Quiero decirle quese levante y renquee por la habitación,porque si te quedas tendido no piensasmás que en recibir otra paliza. Encambio, si te levantas, vuelves a ser unmensch, que es como él llama a ladignidad. Y segundo, no puedo irme dePanamá porque la policía me ha retiradoel pasaporte para animarme a espiarlo.

Siete mil dólares.Los había contado en la mesa de

trabajo bajo la escasa luz que entrabapor la claraboya. Siete mil dólares quehabía sacado del bolsillo del pantalón y

le había entregado como si le quemaseal enterarse de la muerte de Mickie: ten,cógelo, es dinero de Osnard, dinero deJudas, dinero de Mickie, y ahora es tuyo.Cabía esperar que un hombre que hacíalo que Harry llevase dinero en elbolsillo para cualquier eventualidad.Dinero para la funeraria. Dinero para lapolicía. Dinero para su chiquilla. PeroHarry apenas había colgado el auricularcuando se sacó el dinero del bolsillo,deseando desprenderse hasta del últimodólar sucio. «¿De dónde procede esedinero?», le había preguntado la policía.

—Tú no eres tonta, Marta. Lees,estudias, fabricas bombas, alborotas,

encabezas manifestaciones. ¿Quién le daese dinero? ¿Abraxas? ¿Trabaja paraAbraxas, y Abraxas trabaja para losingleses? ¿Qué le da Pendel a Abraxas acambio?

—No lo sé. Mi jefe no me cuentanada. Márchense de mi casa.

—Pero folla contigo, ¿no?—No, no folla conmigo. Viene a

verme porque tengo dolores de cabeza yvómitos y es mi jefe y estaba conmigocuando me pegaron. Es un buen hombrey está felizmente casado.

No, no folla conmigo. Eso al menosera verdad, aunque le había costado másdecir esta verdad que cualquier mentira

fácil. No, agente, no folla conmigo. No,agente, no se lo pido. Nos echamos en lacama, y yo apoyo la mano en su braguetapero sólo por fuera, y él me mete lamano bajo la blusa pero sólo se permitetocarme un pecho aunque sabe quepuede tener todo mi cuerpo cuandoquiera porque en realidad ya soy suya;pero la culpabilidad se lo impide, tienemás culpabilidad que pecados. Y yo lecuento cómo podrían ser las cosas sifuéramos otra vez jóvenes y valientescomo antes de que me destrozasen lacara con sus bates. Y eso es el amor.

A Marta le palpitaba otra vez lacabeza y sentía náuseas. Se puso en pie,

aferrando el dinero con las dos manos.No podía quedarse un segundo más en eltaller de las mujeres kunas. Salió alpasillo y se dirigió a su despacho. Alllegar se quedó ante la puerta abierta,miró el interior y, como un guía turísticode un siglo posterior, se ofreció a símisma el comentario sobre aquel lugar:Aquí se sentaba y llevaba las cuentaspara el sastre Pendel la mestiza Marta.Allí, en las estanterías, podemos ver loslibros de sociología e historia que Martaleía en su tiempo libre en un esfuerzopor aumentar de nivel social y realizarlos sueños de su padre carpintero. Comoautodidacto, el sastre Pendel se

preocupaba de que todos sus empleados,y en particular la mestiza Marta,desarrollasen plenamente su potencial.A ese lado está la cocina, donde Martapreparaba sus famosos sándwiches. Losmás eminentes hombres de Panamáhablaban con fervor de los sándwichesde Marta, incluido Mickie Abraxas, elcélebre espía que se quitó la vida. Suespecialidad eran los sándwiches deatún, aunque en el fondo de su corazóndeseaba envenenarlos a todos salvo aMickie y su jefe, Pendel. Y allí, en elrincón, detrás de la mesa, vemos el lugarexacto donde en 1989 el sastre Pendel,tras cerrar la puerta, reunió valor

suficiente para tomar a Marta entre susbrazos y declararle amor eterno. Elsastre Pendel propuso ir a una casa decitas, pero Marta prefirió llevarlo a suapartamento, y fue de camino hacia allícuando Marta sufrió las heridas facialesque la dejarían marcada para toda lavida, tras lo cual su compañero deestudios Abraxas sobornó al cobardemédico que dejaría su huella indelebleen el rostro de Marta, pues en su terrorpor perder a su rica clientela dichomédico fue incapaz de controlar eltemblor de las manos. Más tarde estemismo médico tuvo la prudencia deinformar sobre la conducta de Abraxas,

hecho que lo condujo a la destrucción.Encerrando a su yo pasado y difunto

en el despacho, Marta siguió por elpasillo hasta el taller de corte dePendel. Dejaré el dinero en el primercajón de su mesa. La puerta estabaentreabierta y las luces encendidas.Poco tiempo atrás Harry era un hombrede una disciplina sobrehumana, pero enlas últimas semanas la necesidad dehilvanar todas sus vidas en una lo habíadesbordado. Empujó la puerta. Ahoranos hallamos en el taller de corte delsastre Pendel, conocido entre susclientes y empleados como elsanctasanctórum. No se permitía entrar a

nadie sin llamar antes, y estabaabsolutamente prohibido en suausencia… salvo al parecer para suesposa, Louisa, que estaba sentada enese momento tras la mesa de su maridocon las gafas puestas y había extendidoante sí los cuadernos viejos, lápices, unlibro de pedidos y un aerosol deinsecticida abierto por la base, ymientras observaba este despliegue,jugueteaba con el ornamentadoencendedor que un árabe rico habíaregalado a Harry, según decía él, pese aque P & B no contaba con ningún áraberico entre su clientela.

Vestía un fino salto de cama rojo de

algodón y al parecer nada más, pues alinclinarse reveló sus pechos porcompleto. Encendía y apagaba elencendedor con un suave chasquido ysonreía a Marta a través de la llama.

—¿Dónde está mi marido? —preguntó Louisa.

Chasquido.—Ha ido a Guararé —contestó

Marta—. Mickie Abraxas se hasuicidado mientras lanzaban los fuegosartificiales.

—Lo siento.—Y yo. Y también su marido.—Sin embargo no era imprevisible.

Venía anunciándolo desde hace unos

cinco años —señaló Louisa no sinrazón.

Chasquido.—Estaba horrorizado —dijo Marta.—¿Mickie?—Su marido —aclaró Marta.—¿Por qué guarda mi marido las

facturas del señor Osnard en un libroaparte?

Chasquido.—No lo sé. A mí también me

extraña.—¿Eres su querida?—No.—¿Tiene alguna querida?Chasquido.

—No —repitió Marta.—¿Ese dinero que llevas en la mano

es de mi marido?—Sí.—¿Por qué lo tienes tú?Chasquido.—Me lo ha dado él —dijo Marta.—¿Por follar?—Para guardarlo en lugar seguro. Lo

llevaba en el bolsillo cuando harecibido la noticia.

—¿De dónde ha salido?Chasquido, y la llama iluminó el ojo

izquierdo de Louisa, desde tan cerca queMarta se preguntó por qué no se leprendía la ceja y con ella el ligero salto

de cama rojo.—No lo sé —respondió Marta—.

Algunos clientes pagan en efectivo, y sumarido no siempre sabe qué hacer con eldinero. La quiere. Quiere a su familiamás que a nada en el mundo. Tambiénquería a Mickie.

—¿Quiere a alguien más?—Sí.—¿A quién?—A mí.Louisa examinaba una hoja de papel.—¿Es ésta la dirección correcta del

señor Osnard? ¿Torre del Mar? ¿PuntaPaitilla? Chasquido.

—Sí —dijo Marta.

La conversación ya había concluido,pero Marta no se dio cuenta deinmediato porque Louisa seguíapulsando el mecanismo del encendedory sonriendo a la llama. Y sólo despuésde unos cuantos chasquidos y sonrisasmás notó Marta que Louisa se hallaba enun estado de ebriedad idéntico al de suhermano cuando bebía porque la vidaera superior a sus fuerzas. A su hermanono le daba por cantar o echarse atemblar, sino que entraba en un estadode extrema lucidez y visión perfecta. Yen ese estado se encontraba ella.Embriagada por todo lo que sabía yhabía intentado olvidar con la bebida. Y

totalmente desnuda bajo el salto decama.

Capítulo 21

Era la una y veinte de aquella mismamadrugada cuando sonó el timbre de lapuerta en el apartamento de Osnard.Desde hacía una hora se encontraba enun estado de avanzada sobriedad. En unprimer momento, iracundo aún por suderrota, se había deleitado en imaginarmétodos violentos para deshacerse de suabominable invitado: tirarlo por elbalcón para que cayese en el tejado delclub Unión, doce pisos más abajo, loatravesase y le aguase la fiesta a la

concurrencia; ahogarlo en la bañera;echarle desinfectante en el whisky—«Ah, bien, Andrew, si insiste; peroapenas un insignificante dedo, porfavor»—, y aspiración dental a la vezque exhala el último aliento. Su rabia nose restringía a Luxmore.

¡Maltby! ¡Santo Dios, mi embajadory compañero de golf! ¡El condenadorepresentante de la reina, la flormarchita del condenado cuerpodiplomático británico, y me la ha pegadocomo un profesional!

¡Stormont! ¡La honradez en persona,el perdedor nato, el último hombreintachable, el fiel perro faldero de

Maltby con dolor de estómago, azuzandoa su señor con gruñidos y gestos deasentimiento mientras su ilustrísima, elobispo Luxmore, les da a los dos labendición!

¿Era una conspiración o simplecerrilismo?, se preguntaba Osnard una yotra vez. ¿Había acaso una veladainsinuación en las palabras de Maltby aldecir «no puedes quedarte todo elpastel» y «repartimos las cosas a partesiguales»? ¿Había pensado Maltby, esepedante de falsa sonrisa, meter la manoen la caja? El muy hijo de puta no sabríani por dónde empezar. No. Imposible.No le des más vueltas. Y hasta cierto

punto Osnard había dejado de pensar enello. Se reafirmó en su naturalpragmatismo, renunció a todo afán devenganza y se concentró en salvar losrestos de su gran empresa. El barco haceaguas pero no se ha hundido, se dijo.Sigo siendo quien paga a BUCHAN.Maltby tiene razón.

—¿Le apetece otra cosa, señor, oquiere continuar con el whisky de malta?

—Andrew, llámeme Scottie, se loruego.

—Lo intentaré —prometió Osnard, yvolviendo al comedor, le sirvió aLuxmore otro whisky de tamañoindustrial y salió de nuevo al balcón. El

vuelo intercontinental, el alcohol y elinsomnio empezaban a pasarle factura,concluyó Osnard, examinando conobjetividad clínica la figura semiyacentede su superior en la hamaca. Y tambiénla humedad ambiental: la camisa defranela empapada, regueros de sudor enla barba. Y también el terror de sentirseaislado en territorio enemigo sin unaesposa que cuidase de él, como seadvertía en su mirada de angustia cadavez que un ruido de pisadas, una sirenade la policía o los gritos de algúnjuerguista reverberaban en losartificiosos desfiladeros de puntaPaitilla. El cielo estaba claro como el

agua y salpicado de adamantinasestrellas. Una luna idónea para la cazafurtiva estampaba una senda de luz entrelos barcos anclados ante la bocana delCanal, pero del mar no llegaba ni unsoplo de brisa, ni en ese momento nicasi nunca.

—Me preguntó una vez, señor, si lacentral podía hacer algo para mejorar lasituación de este puesto de operaciones—recordó Osnard a Luxmoretímidamente.

—¿Eso dije, Andrew? ¡Vaya! —Luxmore se incorporó, sobresaltado—.Adelante, Andrew, adelante. Aunque mecomplace ver que se ha instalado aquí

muy cómodamente —agregó, no tancomplacido, abarcando con unimpreciso gesto la vista y el lujosoapartamento—. No crea que es unacrítica, nada más lejos. Brindo porusted. Por sus agallas. Por superspicacia. Por su juventud. Cualidadesque todos admiramos. ¡Salud! —Sorbióruidosamente—. Tiene por delante ungran porvenir, Andrew. Corren tiemposmás propicios que en mi época, deboañadir. El colchón es más blando. ¿Sabecuánto cuesta esto ahora en Inglaterra?Si le devuelven a uno cambio de veintelibras, puede considerarse afortunado.

—Me refiero a la casa franca de que

le hablé —le recordó Osnard con eltono de un heredero angustiado ante ellecho de muerte de su padre—. Ya vasiendo hora de que abandonemos lascasas de citas. Una de esas casasrehabilitadas del casco viejo nosproporcionaría mayores posibilidadesoperativas.

Sin embargo Luxmore se hallaba enmodo de transmisión, no de recepción.

—Hay que ver cómo le harespaldado esa pandilla de estiradosesta noche, Andrew. ¡Santo cielo, no seda con frecuencia que un hombre de suedad reciba tales muestras de respeto!Cuando esto termine, hay una medalla

esperándole en algún lugar. Ciertadamisela del otro lado del río no tendrámás remedio que reconocer sus méritos.—Un paréntesis mientras contemplabacon perplejidad la bahía,confundiéndola al parecer con elTámesis. De repente despertó—.¡Andrew!

—¿Señor?—Ese tipo… Stormont.—Sí. ¿Qué le pasa?—Tuvo un serio desliz en Madrid.

Un lío con una mujer, una casquivana.Se casó con ella si no recuerdo mal.Tenga cuidado con él.

—Lo tendré.

—Y con ella, Andrew.—Lo tendré.—¿Tiene por aquí alguna mujer? —

Escudriñó en broma alrededor, bajo elsofá, tras las cortinas, en un alarde desimpatía—. ¿Alguna hispana calentonabien escondida en algún rincón? No meconteste. ¡Salud de nuevo! Guárdeselopara usted. Un joven sensato.

—En realidad he estado muyocupado para esas cosas, señor —confesó Osnard con una sonrisaapesadumbrada. Pero no se dio porvencido. Tenía la sensación de que suspalabras quedaban grabadas en lamemoria subliminal de Luxmore, y más

tarde da— rían el fruto deseado—. Enmi modesta opinión, y aunque sea unaidea utópica, deberíamos aspirar a doscasas francas. Una para la red, que porsupuesto sería responsabilidad única yexclusivamente mía… el holding de lasislas Caimán es la mejor solución… yotra de acceso muy restringido y estilomás suntuoso con fines representativospara uso del equipo de Abraxas y a lalarga, siempre y cuando pueda evitarsela interconcienciación, cosa que en estaetapa considero bastante improbable, delos estudiantes. Y a mi juicio quizátambién debería ocuparme yo de ésa, almenos en lo que atañe a la adquisición y

las cuestiones de seguridad, aunque alfinal quede en manos del embajador yStormont. Sinceramente, dudo muchoque posean nuestra pericia. Sería unriesgo que no tenemos por qué correr.Me encantaría conocer su opinión alrespecto, señor. No ahoranecesariamente. En otro momento. —Una tardía aspiración dental indicó aOsnard que su jefe regional seguía conél, aunque mínimamente. Alargando elbrazo, Osnard le quitó a Luxmore elvaso vacío de la mano y lo dejó en lamesa de cerámica—. Así pues, ¿qué medice, señor? ¿Un apartamento como éstepara la oposición, moderno, anónimo,

cerca de la comunidad financiera, nadietendría que salir de su elemento, y unasegunda casa en el casco viejo,supervisadas conjuntamente? —Osnardvenía pensando desde hacía un tiempoen tantear el boyante mercadoinmobiliario de Panamá—. En el cascoviejo, por norma, las cosas cuestan loque valen. Lo importante es la situación.En estos momentos un piso restauradoaceptable, por ejemplo un buen dúplexrediseñado por un arquitecto, sale porcincuenta de los grandes, mil arriba, milabajo. Y en la franja alta, por unamansión con doce habitaciones, un pocode jardín, acceso posterior y vistas al

mar, si uno ofrece medio millón, no selo piensan dos veces. Y en un par deaños el valor se habrá doblado, siemprey cuando nadie tome alguna medidadrástica respecto al antiguo edificio delclub Unión, que Torrijos convirtió en unclub para la tropa en venganza por nohaber sido admitido en su día. Habríaque informarse bien antes. De eso puedoencargarme yo.

—¡Andrew!—Aquí me tiene. Aspiración dental.

Ojos cerrados, y reabiertos súbitamente.—Dígame una cosa, Andrew.—Si está en mis manos, Scottie.Luxmore giró lentamente la cabeza

hasta hallarse mirando cara a cara a susubordinado.

—Esa remilgada virgen sajona demirada insinuante y grandes apéndicesdelanteros que ha honrado con supresencia la reunión de esta noche…

—¿Sí, señor?—¿Es acaso lo que en mi juventud

llamábamos una calientabraguetas?Porque si alguna vez he visto a unajoven que requiriese la plena atenciónde un tipo de dos metros… ¡Por el amorde Dios, Andrew! ¿Quién demoniospuede ser a estas horas de la noche?

Luxmore nunca llegó a enunciaríntegramente su tesis acerca de Fran. El

timbre de la puerta se convirtió primeroen un repique y luego en una explosión.Como un roedor asustado, Luxmore y subarba retrocedieron a un rincón de lahamaca.

Los instructores de Osnard no sehabían equivocado al elogiar suextraordinaria aptitud para la magianegra. Unos cuantos whiskys de malta nobastaban para mermar su capacidad dereacción, y la perspectiva de vengarsede Fran la potenciaba más aún. Si habíaido hasta allí para darle un beso y hacerlas paces, no había elegido ni el hombreni el momento oportunos. Cosa queOsnard se proponía dejar bien clara

mediante breves y sonoras palabras. Ymás le valía quitar el dedo del timbre deuna jodida vez.

Innecesariamente, indicó a Luxmoreque no se moviese de donde estaba, yacto seguido se encaminó con actitudresuelta hacia el recibidor, cerrandopuertas a su paso, y echó un vistazo porla mirilla. La lente estaba empañada.Sacó un pañuelo del bolsillo y la limpió.Miró de nuevo y vio un ojo borroso, desexo ambiguo, que lo miraba a él desdeel otro lado mientras el timbre seguíasonando como una alarma contraincendios. De pronto el ojo se apartó, yOsnard reconoció a Louisa Pendel, que

llevaba unas gafas de concha y pocomás. Haciendo equilibrios sobre un solopie, se disponía a quitarse un zapato conla obvia intención de aporrear la puerta.

Louisa no recordaba qué gota habíahecho rebosar el vaso, ni le importaba.Al regresar de su partido de squash sehabía encontrado la casa vacía. Losniños estaban en casa de los Rudd ypasarían allí la noche. Consideraba aRamón uno de los personajes másincalificables de Panamá y lehorrorizaba la sola idea de que sus hijosse acercasen a él. Su aversión no sedebía tanto a la misoginia de Ramóncomo al modo en que insinuaba que

conocía más detalles sobre la vida deHarry que ella, y todos reprobables. Yal modo en que se cerraba en banda,igual que Harry, cada vez que ellahablaba del arrozal, pese a que se habíacomprado con su dinero.

Pero nada de esto justificaba lasensación de malestar que la habíainvadido al llegar a casa después delsquash, ni su repentino e infundadollanto, siendo que en los últimos diezaños había tenido con frecuenciamotivos para llorar y siempre se habíacontenido. Así que supuso que la causaera una especie de desesperaciónacumulada, unida a un generoso vodka

con hielo que se había tomado antes dela ducha porque le apetecía. Después deducharse observó en el espejo deldormitorio su cuerpo desnudo, aquelmetro ochenta de mujer.

Objetivamente. Olvidando por unmomento mi estatura. Olvidando a mipreciosa hermana con su cabelleradorada, su culo y sus tetas de póstercentral de Playboy, y su lista deconquistas, más larga que el listíntelefónico de Ciudad de Panamá.¿Querría o no querría acostarme conesta mujer si fuese un hombre? Supusoque sí, pero ¿basándose en qué? Notenía más referencia que Harry.

Planteó la pregunta de otro modo. Sifuese Harry, ¿desearía aún acostarse conesta mujer después de doce años dematrimonio? Y la respuesta a eso,basándose en su experiencia reciente,era no. Demasiado cansado. Demasiadotarde. Demasiado conciliatorio.Demasiado culpabilizado por algo. Sí,en realidad siempre se sentía culpable.Era su especialidad. Pero últimamentelo utilizaba como pancarta: estoyconfiscado, soy intocable, soy culpable,no te merezco, buenas noches.

Enjugándose las lágrimas con unamano y aferrándose al vaso con la otra,continuó desfilando ante el espejo,

examinándose, contrayendo esta parte ehinchando aquélla, y pensando en lofácil que le resultaba todo a Emily: tantosi jugaba al tenis, como si montaba acaballo o nadaba, no ejecutaba un solomovimiento sin gracia niproponiéndoselo. Contemplándola,incluso otra mujer se ponía al borde delorgasmo. Louisa se contorsionóobscenamente, la peor ramera sobre lafaz de la tierra. Un desastre. Demasiadohuesuda. Sin soltura. Cadera rígida.Demasiado vieja. Siempre lo he sido.Demasiado alta. Desesperada, volvió ala cocina y, todavía desnuda, se sirviósin vacilar un segundo vodka, esta vez

sin hielo.Y fue una auténtica copa, no un

«quizá me vendría bien una copa»,porque tuvo que abrir otra botella ybuscar antes un cuchillo para cortar elprecinto, que no era lo que una haría alservirse con indiferencia, casi poraccidente, un poco de algo para levantarel ánimo mientras su marido andaba porahí follándose a su querida.

—¡Que se vaya a la mierda! —exclamó.

La botella procedía de las nuevasreservas de Harry para invitados.Reembolsable, había dicho Harry.

—Reembolsable ¿por quién? —

había preguntado Louisa.—Hacienda.—Harry, no quiero que mi casa se

convierta en un bar libre de impuestos.Una sonrisa culpable. Lo siento,

Lou. Así es la vida. No era mi intenciónmolestarte. No lo volveré a hacer.Alejándose encogido, arrastrando lospies.

—¡Que se vaya a la mierda! —repitió, y eso le proporcionó ciertodesahogo.

Y que se vaya a la mierda Emilytambién, pensó, porque de no habertenido que competir con Emily nuncahabría seguido el elevado camino de la

moral, nunca habría fingido estar endesacuerdo con todo, nunca habríaconservado la virginidad tanto tiempoque acabé batiendo la plusmarcamundial sólo para demostrar a losdemás lo pura y formal que era encontraste con mi jodida y preciosahermanita. Nunca me habría enamoradode todos los pastores de menos denoventa años que subían al púlpito deBalboa y nos instaban a arrepentirnos denuestros pecados, en especial los deEmily; nunca me habría mostrado comouna devota Doña Perfecta y juez del malcomportamiento ajeno cuando sólodeseaba que me tocasen, admirasen,

mimasen y follasen como a cualquierotra chica.

Y a la mierda también el arrozal. Miarrozal, al que Harry no me llevaránunca más porque ha instalado allí a sucondenada chiquilla: Quédate aquí,cariño, esperándome asomada a laventana hasta que vuelva. A la mierda.Un trago de vodka. Otro trago. Despuésotra más grande que llegue a las partesque realmente cuentan. Así fortalecida,regresó al dormitorio para reanudar suspiruetas con mayor abandono: ¿Es estoerótico? ¡Vamos, dímelo! ¿Y esto? ¿No?Bien, pues ¿qué me dices de esto otro?Pero no había nadie para contestarle.

Nadie para aplaudir, reír o ponersecachondo. Nadie para beber con ella,cocinar para ella, besarle el cuello yhacerla callar. Nadie. Tampoco Harry.

Así y todo, los pechos no están malpara una mujer de cuarenta años. Mejorque los de Jo-Ann cuando se desnuda.No los tengo como los de Emily, pero¿quién los tiene como ella? Y ahora unbrindis por ellos. Un brindis por mistetas. Tetas, erguíos, estamos bebiendo avuestra salud. De pronto se dejó caer enla cama y se quedó sentada con labarbilla apoyada en las manos,observando el teléfono de la mesilla deHarry, que había empezado a sonar.

—Vete a la mierda —le aconsejó. Ypor si no había quedado bastante claro,levantó el auricular un par decentímetros y gritó—: ¡Vete a la mierda!—Luego volvió a colgar.

Pero cuando una tiene hijos, siempreacaba por descolgar.

—¿Sí? ¿Quién es? —pregunta a vozen cuello cuando el teléfono vuelve asonar.

Es Naomi, la ministra deTergiversación de Panamá, dispuesta aparticiparle de algún sabroso escándalo.Bien. Teníamos pendiente estaconversación desde hace mucho tiempo.

—Naomi, me alegra que hayas

llamado, porque pensaba escribirte, yasí me ahorraré el sello. Naomi, quieroque desaparezcas de mi vida de unajodida vez. No, no, escúchame, Naomi.Si un día casualmente pasas por elparque Vasco Núñez de Balboa y ves ami marido tumbado de espaldas en elsuelo practicando el sexo oral con unacría de elefante del circo Barnum, teagradecería que se lo contases a tusveinte mejores amigas y me excluyeses amí. Porque no quiero volver a oír esajodida voz tuya hasta que el Canal secongele. Buenas noches, Naomi.

Con el vaso en mano, Louisa se poneun salto de cama rojo que Harry le ha

regalado recientemente —tres enormesbotones y un escote según el ánimo—,coge un escoplo y un martillo del garajey cruza el patio interior en dirección alestudio de Harry, que desde hace untiempo cierra con llave. Un cielomagnífico. No había visto un cielo tanhermoso desde hacía semanas. Lasestrellas de las que antes hablábamos anuestros hijos. Ahí está el cinto de Orióncon la daga, Mark. Y ésas son lasPléyades, que también se conocen comolas Siete Hermanas, Hannah, las que a tite gustaría tener. Luna nueva, preciosacomo un potrillo.

Desde aquí le escribe Harry, pensó

cuando se acercaba a la puerta de sureino. A mi querida chiquilla: cuida delarrozal de mi esposa. A través de laventana empañada de su cuarto de baño,Louisa lo ha observado durante horas,perfilado tras el escritorio, con lacabeza ladeada y la lengua entre loslabios, mientras escribe sus cartas deamor, aunque Harry nunca ha escrito consoltura; ése es uno de los aspectos queArthur Braithwaite, el mayor santo vivodesde Saint Laurent, descuidó en laformación de su hijo adoptivo.

La puerta está cerrada con llave,como Louisa había previsto, pero esepequeño detalle no representa mayor

problema. La puerta, si uno le pega conganas valiéndose de un robusto martillo,o sea echando atrás el brazo todo loposible y descargándolo luego confuerza contra la cabeza de Emily, queera el sueño de Louisa en suadolescencia, resulta ser una mierda,como casi todo en este mundo.

Tras echar abajo la puerta, Louisa seacomodó en el escritorio de su marido yforzó el primer cajón con el martillo y elescoplo; sólo al tercer intento se diocuenta de que en realidad no estabacerrado con llave. Revolvió el

contenido. Facturas. Los planos delarquitecto para el Rincón del Deportista.A nadie le sonríe la suerte a la primera.O por lo menos a mí no, desde luego.Probó con el segundo cajón. Sí estabacerrado con llave, pero sucumbió alprimer asalto. Ya a primera vista elcontenido era más estimulante. Escritosinacabados sobre el Canal.Publicaciones especializadas, recortesde periódico, resúmenes a mano de loanterior en la florida letra de sastre conque escribía Harry.

¿Quién es esa fulana? ¿Por quiéncoño hace todo esto? Harry, te estoyhablando. Atiéndeme, haz el favor.

¿Quién es esa mujer que has instalado enmi arrozal sin mi consentimiento y a laque necesitas impresionar con tuinexistente erudición? ¿A quiénpertenece esa sonrisa bovina y soñadoraque asoma a tu cara últimamente: soy elelegido, soy un bienaventurado, caminosobre las aguas? ¿O esas lágrimas? PorDios, Harry, ¿a quién pertenecen esasespeluznantes lágrimas que se forman entus ojos y nunca se derraman?

En un nuevo arrebato de rabia yfrustración, abrió a golpes otro cajón yse quedó helada. ¡Joder! ¡Dinero!¡Dinero a lo grande! ¡Un cajón lleno arebosar de billetes de cien, de cincuenta,

de veinte! Metidos en el cajón decualquier manera, sueltos como viejasmultas de aparcamiento. Mil. Dos, tresmil. Ha estado atracando bancos. ¿Paraquién?

¿Para esa mujer? ¿Se acuesta con élpor dinero? ¿Para llevarla a comer sinvaciar la cuenta familiar? ¿Paraproporcionarle el tren de vida al que noestá acostumbrada, en mi arrozal,comprado con mi herencia? Louisaintentó gritar el nombre de su maridovarias veces, primero para preguntarleeducadamente, luego para exigirle unarespuesta porque no contestaba, y porúltimo para maldecirlo porque no estaba

allí.—¡Vete a la mierda, Harry Pendel!

¡A la mierda, a la mierda, a la mierda!Dondequiera que estés. ¡Eres unembustero de mierda!

Para ella a partir de ese momento noexistía otra palabra. Mierda. Era elvocabulario que empleaba su padrecuando pillaba una curda, y Louisasintió un súbito orgullo filial al advertirque, habiendo pillado también ella unacurda o estando cerca de pillarla, era tanmalhablada como su jodido padre.

«¡Eh, Lou, cielo, ven aquí! ¿Dóndeestá mi Titán? —Llama Titán a su hija,en honor a la grúa alemana gigante del

puerto de Gamboa—. ¿Es que no semerece un viejo alguna atención porparte de su hija? ¿No vas a darle unbeso a tu viejo? ¿Eso es un beso? ¡Vetea la mierda! ¿Me oyes? ¡Vete a lamierda!».

Notas, en su mayor parte sobreDelgado. Versiones distorsionadas deinformaciones que le había sonsacado aella durante las cenas que acostumbrabaprepararle. Mi Delgado. Mi amadafigura paterna, nada menos que Ernesto,la honradez sobre ruedas, y mi maridoescribe notas obscenas sobre él. ¿Porqué? ¿Porque le tiene celos? Siempre selos ha tenido. Cree que quiero más a

Ernesto que a él. Cree que quiero follarcon Ernesto. Encabezamientos: «Lasmujeres de Delgado. (¿Qué mujeres?Ernesto no se dedica a esas cosas).Delgado y el presi. (Otra vez el presidel señor Osnard). Las opiniones deDelgado sobre los japoneses. (AErnesto le dan miedo. Piensa quequieren su Canal, y tiene razón.)» Louisaestalló de nuevo. A voz en grito dijo:

—¡Vete a la mierda, Harry Pendel!¡Yo nunca he dicho eso! ¡Te lo estásinventando! ¿Para quién? ¿Por qué?

Una carta, inacabada, sindestinatario. Un breve fragmento quedebía de tener intención de tirar a la

papelera:

He pensado que te gustaría oírun retazo de conversaciónrelacionado con nuestro Ernieque Louisa oyó ayer en laoficina y consideró oportunocomunicarme…

¿Consideró oportuno? Yo noconsideré oportuno nada. Comenté unchisme de la oficina. ¿Por qué coño had e considerar oportuno una esposacontarle a su marido en su propia casaun chisme que ha oído en la oficinasobre un hombre benévolo e íntegro que

sólo desea lo mejor para Panamá y elCanal? ¡Qué oportuno ni qué mierda! ¡Ytú, la que está tan interesada en oír loq ue consideramos oportuno contarnosen nuestra casa, vete también a lamierda! Eres una puta. Una mala puta deorejas sucias que me ha robado elmarido y el arrozal.

¡Eres… Sabina!Louisa había encontrado por fin el

nombre de la puta. Con las pulcrasmayúsculas de sastre, porque leresultaba más fácil escribir enmayúsculas, con letra pequeña ycariñosa, dentro de un círculo, SABINA,seguido de ESTUD RAD entre

paréntesis. Eres Sabina y eres una estudrad y conoces a otras estuds y trabajaspor cierta cantidad de signos de dólar deEstados Unidos, o esa impresión daporque «trabaja para Estados Unidos»aparece entrecomillado y te embolsasquinientos pavos, más una prima cuandorealizas un trabajo de primera. Todoestaba allí, representado mediante unode esos ordinogramas que habíaaprendido de Mark. «Las ideas de unordinograma no tienen por qué serlineales, papá. Pueden flotar comoglobos sujetos por hilos en el orden queprefieras. Puedes agruparlas o ponerlaspor separado. Quedan muy bien». El

hilo del globo de Sabina, como trazadocon tiralíneas, iba hasta H, que era lafirma napoleónica de Harry cuando teníadelirios de grandeza. Mientras que elhilo de Alfa —porque Louisa acababade descubrir a Alfa— iba hasta Beta, deallí a Marco (presi), y por último a H.El hilo del Oso iba también hasta H,pero el globo que lo envolvía era untrazo ondulado y tenso como si fuese areventar de un momento a otro.

Y Mickie tenía un gran globo para élsolo y aparecía descrito como«mandamás de la OS», y su hilo lo uníade por vida al globo de Rafi. ¿NuestroMickie? ¿Nuestro Mickie es el

mandamás de la OS? ¿Y salen de suglobo un total de seis hilos que loconectan con Armas, Informadores,Sobornos, Comunicaciones, Fondos yRafi? ¿Nuestro Rafi? ¿Nuestro Mickie,que telefonea una vez por semana enplena noche para anunciar su enésimosuicidio?

Volvió a revolver el contenido delcajón. Buscaba las cartas que la puta deSabina había enviado a Harry. Si lehabía escrito, Harry habría guardado lascartas. Harry era incapaz de tirar unacaja de cerillas vacía o una yema dehuevo sobrante. Una secuela más de lasprivaciones de la infancia. En su afán

por encontrar las cartas de Sabina, pusotodo el estudio patas arriba. ¿Bajo eldinero? ¿Bajo una tabla del suelo?¿Dentro de un libro?

¡Dios santo, la agenda de Delgado!Con la letra de Harry, no la de Delgado.No la auténtica sino una imitación, conlas líneas trazadas a lápiz; debe dehaberlas copiado de mis papeles. Loscompromisos reales de Delgadoanotados en los lugarescorrespondientes. Los compromisosimaginarios anotados en los espacioslibres:

Reunión a medianoche con los«capitanes de puerto» japoneses, a la

que asistirá en secreto el presi… Unpaseo secreto en coche con elembajador fr., un maletín con dinerocambia de manos… Entrevista con unemisario de los carteles colombianos alas 23 h. en el nuevo casino de Ramón…Cena privada fuera de la ciudad con los«capitanes de puerto» japoneses,funcionarios panameños y el presi…

¿Mi Delgado hace todo eso? ¿MiErnesto Delgado está en la nómina delembajador francés? ¿Anda en tratos conlos carteles colombianos? Harry, ¿estásloco? ¿Qué repugnantes calumnias estásinventándote sobre mi jefe? ¿Quéespantosas mentiras son éstas? ¿Para

quién? ¿Quién te paga por esta basura?—¡Harry! —exclamó en lo que

pretendía ser un grito de ira ydesesperación. Pero la voz le brotó dela garganta en un susurro al mismotiempo que el teléfono volvía a sonar.

En esta ocasión, prevenida, Louisa selimitó a descolgar el auricular, escuchary no decir nada, ni siquiera «Desaparecede mi vida de una jodida vez».

—¿Harry? —Una voz de mujer,ahogada, suplicante. Es ella. Unaconferencia. Desde el arrozal. Untableteo de fondo. El molino debe de

estar en funcionamiento—. ¿Harry?¡Háblame! —Gritando. Una zorrahispana. Papá siempre decía que no mefiase de ellas. Sollozando. Es ella.Sabina. Necesita a Harry. ¿Quién no?—.¡Harry, ayúdame, te necesito!

Espera. No hables. No le digas queno eres Harry. Escúchala. Los labiosapretados. El auricular pegado a la orejaderecha. ¡Habla, zorra! ¡Delátate! Lazorra respira. Una respiración ronca.¡Vamos, Sabina, encanto, habla! Di:«Ven, Harry, quiero follar contigo». Di:«Te quiero, Harry». Di: «¿Dónde está eljodido dinero? ¿Por qué lo tienesguardado en un cajón? Soy yo, Sabina,

la estud rad, llamando desde el jodidoarrozal, y estoy sola».

De nuevo el tableteo. Unacrepitación, como el petardeo de lasmotos. Un sonoro golpe. Ahora dejo elvaso de vodka y le hablo enérgicamenteen el clásico español sudamericano demi padre.

—¿Quién es? ¡Conteste! —Silencio.Nada. Sollozos pero no palabras. Louisacambia al inglés—. ¡Aléjate de mimarido! ¿Me oyes, Sabina, zorra? ¡Vetea la mierda! ¡Y aléjate también de miarrozal! —Todavía silencio—. Estoy ensu estudio, Sabina, buscando las cartasque le has enviado. Ernesto Delgado no

es un hombre corrupto, ¿me oyes? Todoeso es mentira. Trabajo para él. Loscorruptos son otros, no Ernesto. ¡Dialgo!

Otra vez el tableteo y potentesdetonaciones en el auricular. ¿Qué eseso, por Dios? ¿Otra invasión? La zorrallora lastimeramente, cuelga. Louisa seve a sí misma al dejar con rabia elauricular en la horquilla, como encualquier buena película. Se quedasentada en la cama. Mira fijamente elteléfono, esperando que vuelva a sonar.No suena. Así que por fin le heaplastado la cabeza a mi hermana. Yo oalguna otra. Pobre Emily. Vete a la

mierda. Louisa se pone en pie. Confirmeza. Bebe un trago de vodka paraserenarse. Tiene la cabeza totalmentedespejada. Mal asunto, Sabina. Mimarido se ha vuelto loco. También túdebes de estar pasándolo mal. Te estábien empleado. Los arrozales son sitiosmuy solitarios.

Estantes llenos de libros. Alimentopara la mente. Lo idóneo para intelectosperplejos Busca las cartas de la zorra enlos libros. Libros nuevos en lugaresantiguos. Libros antiguos en lugaresnuevos. Explícate. Harry, por amor deDios, explícate. Cuéntamelo, Harry.Háblame. ¿Quién es Sabina? ¿Quién es

Marco? ¿Por qué te inventas mentirassobre Rafi y Mickie? ¿Por qué difamas aErnesto?

Una pausa para el estudio y lareflexión mientras Louisa Pendel, en susalto de cama rojo con tres botones ynada debajo, registra la estantería de sumarido, sacando pecho y trasero. Sesiente en extremo desnuda. Más quedesnuda. Desnuda y en celo. Le gustaríatener otro hijo. Le gustaría tener lasSiete Hermanas de Hannah, siempre ycuando ninguna se parezca a Emily. Loslibros de su padre sobre el Canaldesfilan ante ella, empezando por laépoca en que los escoceses intentaron

fundar una colonia en el Darién yperdieron la mitad de las riquezas de supaís. Los abre uno por uno, los sacudecon tal brío que los lomos crujen, y vatirándolos al suelo sin contemplaciones.No contienen cartas de amor.

Libros sobre el capitán Morgan y suspiratas, que saquearon Ciudad dePanamá y provocaron un incendio que laarrasó completamente, salvo por lasruinas adonde llevan a los niños deexcursión. Pero ninguna carta de amorde Sabina ni de nadie más. Ni de Alfa nide Beta ni de Marco ni del Oso. Ni deninguna estud rad de culo bonito condólares estadounidenses de misteriosa

procedencia. Libros del período en quePanamá perteneció a Colombia. Peroninguna carta de amor por más que loslance con todas sus fuerzas contra lapared.

Louisa Pendel, futura madre de las SieteHermanas de Hannah, se agacha desnudabajo el salto de cama con el que sumarido nunca se la ha follado hastajuntar los muslos y las pantorrillas yvuelve a erguirse, ojeando los estantesdedicados a la construcción del Canal yarrepintiéndose de haber levantado lavoz a la pobre mujer cuyas cartas no

encuentra, y que probablemente no eraSabina ni telefoneaba desde el arrozal.Relatos de auténticos hombres comoGeorge Goethals y William CrawfordGorgas, hombres responsables ymetódicos en su locura, hombres quehabían sido fieles a sus esposas en lugarde andar escribiendo cartas sobre quéconsideraban ellas oportuno, odesacreditando a sus jefes, o guardandobilletes de banco bajo llave en loscajones de sus escritorios, además decartas que no encuentro. Libros que supadre la obligaba a leer con laesperanza de que algún día ellaconstruyese su propio canal.

—¿Harry? —grita a pleno pulmónpara intimidarlo—. ¿Harry? ¿Dónde hasmetido las cartas de esa miserablezorra? Harry, quiero saberlo.

Libros sobre los tratados del Canal.Libros sobre la droga y «¿Hacia dóndeva Latinoamérica?». La duda sería másbien hacia dónde coño va mi marido. Yhacia dónde el pobre Ernesto si deHarry depende. Louisa se sienta y hablaa su marido con un tono sereno yrazonable, un tono pensado para nodominarlo. Los gritos ya no sirven. Lehabla como un ser humano maduro a otrodesde la butaca con armazón de tecadonde se acomodaba su padre cuando

pretendía que ella se sentase en suregazo.

—Harry, no entiendo qué haces en tuestudio una noche tras otra llegues acasa a la hora que llegues y dedondequiera que vengas. Si estásescribiendo una novela sobre lacorrupción, una autobiografía o unahistoria sobre el oficio de sastre a travésde los tiempos, creo que deberíasinformarme, pues al fin y al cabo somosmarido y mujer.

Harry se aplasta, que es comodescribe él su actitud cuando bromeasobre la falsa humildad de un sastre.

—Hago cuentas, Lou. Durante el día,

con el timbre sonando a todas horas, notengo la afluencia necesaria.

—¿Las cuentas del arrozal?Louisa está dejándose llevar otra

vez por su mal carácter. El arrozal estema prohibido en las conversacionesfamiliares y en teoría ella deberíarespetar la norma: «Ramón estáreestructurando las finanzas, Lou, y lalabor de Ángel deja un poco quedesear».

—De la sastrería —murmura Harrycomo un penitente.

—Harry, no soy una inútil. Sacabamuy buenas notas en matemáticas. Puedoayudarte siempre que quieras.

Antes de que Louisa termine la frase,Harry niega ya con la cabeza.

—No se trata de esa clase decuentas, Lou, ¿comprendes? Es más bienla parte creativa. Cuentas en el aire.

—¿Por eso has llenado de garabatoslos márgenes de Path Between the Seasde McCullough? ¿Para que ya no puedaleerlo nadie más excepto tú?

Harry sonríe; es una sonrisa postiza.—Ah, sí, en eso tienes razón, Lou,

muy observadora. ¿Sabes?, estoypensando en encargar ampliaciones dealgunos de los grabados antiguos. Quizáunas cuantas imágenes del Canal y algúnque otro objeto relacionado

contribuirían a crear un ambiente máspanameño en la sala de reuniones.

—Harry, siempre has dicho, ycoincido contigo, que a los panameños,salvo algunas honrosas excepcionescomo Ernesto Delgado, les importa muypoco el Canal. No lo construyeron ellos.Lo construimos nosotros. Ni siquieraaportaron su trabajo. La mano de obravino de China, África, Madagascar, elCaribe y la India. Y Ernesto es un buenhombre.

¡Dios mío!, pensó Louisa. ¿Por quéhablo de esa manera? ¿Por qué tengoque ser una bruja vocinglera ysanturrona? Muy sencillo: porque Emily

es una ramera.Se quedó sentada ante el escritorio

de Harry, con la cabeza entre las manos,arrepentida de haber forzado loscajones, arrepentida de haber gritadopor teléfono a aquella pobre desdichada,arrepentida una vez más de haberconcebido tan malignos pensamientossobre su hermana. Nunca más hablaré anadie en ese tono, decidió. No soy mijodida madre ni mi jodido padre, y nosoy tampoco una devota Doña Perfectade la Zona. Y lamento mucho no habersido capaz de contenerme y, en unmomento de tensión y bajo la influenciadel alcohol, haber insultado a otra

pecadora como yo, aunque sea laquerida de Harry, y si lo es, la mataré.Registrando otro cajón que hasta esemomento había pasado por alto, hallóotra obra maestra inconclusa:

Andy, te alegrará saber quenuestro nuevo acuerdo ha sidobien acogido por todas laspartes, especialmente lafemenina. Pasando todo através de mí, L no tendrá malaconciencia respecto alsinvergüenza de Ernie, y aparteel trato de uno a uno será másseguro por lo que se refiere a la

familia.Seguiré con esto en la sastrería.

Y yo también, pensó Louisa en lacocina, tomándose otro vodka para elcamino. El alcohol ya no la afectaba,había descubierto. Sí la afectaba encambio Andy, alias Andrew Osnard, quehabía sustituido a Sabina como objetode su curiosidad tras la lectura de esaúltima nota.

Pero eso no era una novedad.Había sentido curiosidad por el

señor Osnard desde la excursión a laisla de Todo Tiempo, cuando llegó a laconclusión de que Harry quería que se

acostase con él para apaciguar suconciencia, aunque por lo que Louisasabía de la conciencia de Harry, unpolvo difícilmente iba a resolver elproblema.

Debía de haber pedido un taxi porteléfono, porque había uno frente a lapuerta y acababa de sonar el timbre.

Osnard volvió la espalda a la mirillay, cruzando el comedor, volvió albalcón, donde Luxmore seguía sentadoen la misma postura semifetal,demasiado asustado para hablar oactuar. Tenía los ojos enrojecidos y muyabiertos, y el miedo le contraía el labiosuperior en una mueca de desdén,

dejando a la vista dos dientesamarillentos entre el bigote y la barbaque debían de ser los que succionabacuando quería remarcar un giroafortunado en la frase.

—Acabo de recibir una visitaimprevista de BUCHAN dos —informóOsnard en un susurro—. Nosencontramos ante una situación delicada.Será mejor que se marche cuanto antes.

—Andrew, soy un funcionario dealto rango. ¡Dios mío! ¿Qué son esosgolpes? Va a despertar a los muertos.

—Métase en el guardarropa de laentrada. Cuando me oiga cerrar la puertadel comedor, baje al vestíbulo, déle un

dólar al conserje y dígale que le pida untaxi para ir a El Panamá.

—¡Por Dios, Andrew!—¿Qué?—¿Está seguro de que no corre

peligro? Escuche esos golpes. ¿Juraríaque es la culata de una pistola?Deberíamos llamar a la policía.Andrew, sólo una cosa más.

—¿Qué?—¿Puedo fiarme del taxista? Se

oyen historias sobre algunos de esostipos. Cadáveres flotando en el puerto.Yo no hablo español, Andrew.

Osnard ayudó a Luxmore alevantarse, lo llevó hasta el recibidor, lo

metió a empujones en el guardarropa ycerró la puerta. A continuación sevolvió hacia la puerta de entrada, quitóla cadena, descorrió los cerrojos, hizogirar la llave y abrió. Cesaron losgolpes pero el timbre siguió sonando.

—Louisa —dijo, apartándole eldedo del botón—. ¡Cuánto me alegro!¿Dónde está Harry? ¿Por qué no pasas?

Agarrándola de la muñeca, tiró de ellahacia dentro y cerró la puerta, pero sinechar la llave ni los cerrojos. Quedaroncara a cara y muy cerca, Osnardsujetándole a Louisa la mano en alto

como si se dispusiesen a bailar unantiguo vals, y era la mano que sosteníael zapato. Louisa dejó caer el zapato. Noemitía sonido alguno pero Osnard leolió el aliento, idéntico al de su madrecuando se obstinaba en darle un beso.Vestía una prenda muy fina. Los pechosy el prominente triángulo de vellopúbico se dibujaban con toda claridadbajo la tela roja.

—¿A qué coño juegas con mimarido? —preguntó—. ¿Qué es toda esamierda que te ha estado contando sobreDelgado, el soborno de los franceses ylos contactos con los cartelescolombianos? ¿Quién es Sabina? ¿Quién

es Alfa?Pese a la fuerza de sus palabras,

hablaba de un modo vacilante, con unavoz carente de la potencia y laconvicción necesarias para penetrar enel guardarropa. Y Osnard, con suinstintiva percepción de la debilidadajena, advirtió de inmediato el temor deLouisa: temor a él, temor a Harry, temora lo prohibido y, por encima de todo,temor a oír cosas tan horribles que sueco la persiguiese eternamente. Osnard,por su parte, acababa de oírlas. Con suspreguntas, Louisa había disipado yatodas las dudas que en las últimassemanas habían ido amontonándose

como mensajes pendientes de lectura enlos rincones secretos de su conciencia:no sabe nada; Harry no la ha reclutado;todo es un engaño.

Louisa estaba a punto de repetir supregunta, ampliarla o formular otra, peroOsnard no podía arriesgarse a queLuxmore la oyese. Tapándole la bocacon una mano, le bajó el brazo, se lodobló tras la espalda, la obligó a darsemedia vuelta y la hizo entrar en elcomedor a la vez que, con un pie,cerraba ruidosamente la puerta. Alllegar al centro del comedor, Osnard sedetuvo y la atrajo contra sí. En elforcejeo dos de los botones del salto de

cama se habían desabrochado,revelando sus pechos. Osnard notaba loslatidos del corazón de Louisa en suantebrazo. Su respiración se habíaconvertido en un profundo y lento jadeo.Oyó cerrarse la puerta de la entrada alsalir Luxmore. Esperó y oyó lacampanilla del ascensor y el suspiroasmático de las puertas eléctricas. Oyódescender el ascensor. Retiró la manode la boca de Louisa y notó saliva en lapalma. Ahuecó la mano en torno a unpecho desnudo y notó endurecerse elpezón bajo la palma. Todavía detrás deella, le soltó el brazo y lo vio caerlánguidamente a un costado. La oyó

susurrar algo mientras se descalzaba elotro zapato.

—¿Dónde está Harry? —preguntóOsnard, rodeando aún su cuerpo con unbrazo.

—Ha ido a ver a Abraxas. Estámuerto.

—¿Quién está muerto?—Abraxas. ¿Quién coño va a ser? Si

Harry estuviese muerto, no podría haberido a verlo, ¿no?

—¿Dónde ha muerto?—En Guararé. Dice Ana que se ha

pegado un tiro.—¿Quién es Ana?—La amante de Mickie.

Osnard rodeó con la mano derechael otro pecho de Louisa y fue invitado asaborear un bocado de áspero cabellocastaño cuando ella echó atrás la cabezay apretó el trasero contra sus ingles. Lavolvió parcialmente hacia sí y la besóen la sien y el pómulo, lamió el sudorque le corría por la cara, y notóaumentar su temblor hasta que ellamisma buscó la boca de Osnard con suslabios y sus dientes y la exploró con sulengua. Osnard vio por un instante susojos firmemente cerrados y las lágrimasque rodaban de las comisuras de suspárpados y la oyó murmurar:

—Emily.

—¿Quién es Emily? —preguntó.—Mi hermana. Te hablé de ella en

la isla.—¿Qué demonios sabe tu hermana

de todo esto?—Vive en Dayton, Ohio, y se tiró a

todos mis amigos. ¿No sientes un pocode vergüenza?

—No. La perdí toda de niño.A continuación Louisa le sacó a

tirones los faldones de la camisa conuna mano mientras con la otra hurgabatorpemente en la cintura de su pantalónde Pendel Braithwaite. A la vezsusurraba frases que Osnard noalcanzaba a oír y que en cualquier caso

no le interesaban. Osnard hizo ademánde desabrocharle el tercer botón, peroella le apartó la mano con impaciencia yse quitó el salto de cama por la cabeza.Osnard se descalzó y se despojósimultáneamente del pantalón, elcalzoncillo y los calcetines, dejándolotodo tirado en un único fardo de ropa.Luego se sacó la camisa sindesabotonársela. Desnudos y separados,se evaluaron mutuamente, luchadores apunto de entablar pelea. Osnard la atrajohacia sí, la levantó en brazos sinaparente esfuerzo, cruzó con ella elumbral del dormitorio, y la echó en lacama, donde Louisa arremetió contra él

en el acto con impetuosas embestidas.—¡Espera, por Dios! —ordenó

Osnard, apartándola.Entonces empezó a hacerle el amor

muy lentamente, empleando todas sushabilidades y las de ella. Para hacerlacallar. Para sujetar a la cubierta uncañón suelto. Para tenerla en su bandoen previsión de cualquier batalla quepudiese depararle el futuro inminente.Porque una de mis máximas es nuncarechazar una proposición razonable.Porque me atrae desde que la conozco.Porque follarse a las esposas de losamigos siempre es como mínimointeresante.

Louisa yacía de espaldas a él, con lacabeza bajo la almohada y las piernasencogidas para protegerse, tapada con lasábana hasta la nariz. Había cerrado losojos, más para morir que para dormir.Tenía diez años de nuevo y se hallaba ensu habitación de Gamboa, con lascortinas echadas. La habían enviado allípara arrepentirse de sus pecadosdespués de hacer jirones una blusa deEmily con una tijera aduciendo que eramuy atrevida. Deseaba levantarse de lacama, pedirle prestado el cepillo dedientes, vestirse, peinarse y salir de allí,pero para llevar a cabo cualquiera deesas acciones debía antes admitir la

realidad del tiempo y el espacio y elcuerpo desnudo de Osnard tendido juntoa ella y el hecho de que no tenía nadaque ponerse salvo un ligero salto decama rojo con los botones arrancados—y además, ¿dónde demonios estaba?— y un par de zapatos, llanos a fin de noaumentar su estatura, igualmenteilocalizables. Aparte, le dolía de talmodo la cabeza que quizá lo más sensatoera rogarle que la llevase a un hospital,donde podría comenzar de nuevo desdeel principio la noche anterior, sin vodka,sin forzar el escritorio de Harry sirealmente lo había hecho, sin Marta, sinla visita a la sastrería, sin la muerte de

Mickie, sin las calumnias de Harrysobre Delgado, y sin Osnard y todoaquello. En dos ocasiones había ido albaño, una para vomitar, pero las dosveces había vuelto a la cama e intentadodeshacer todo lo que había ocurrido, yen ese momento Osnard hablaba porteléfono, y por más almohadas que sepusiese sobre la cabeza, no podía dejarde oír su detestable dejo inglés a mediometro de ella, ni el soñoliento ydesconcertado acento escocésprocedente del otro lado de la línea,como las últimas señales de una radioaveriada.

—Han llegado noticias alarmantes,

señor.—¿Alarmantes? ¿A quién han

alarmado? —preguntó la voz escocesa,despertando.

—Acerca de nuestro barco griego.—¿Barco griego? ¿Qué barco

griego? ¿De qué habla, Andrew?—Nuestro buque insignia, señor. El

buque insignia de las Líneas MarítimasSilenciosas.

Un largo silencio.—¡Mensaje recibido, Andrew!

¡Dios mío, el griego! Queda claro.¿Algo grave? ¿Qué ha pasado?

—Parece que se ha ido al fondo,señor.

—¿Al fondo? Al fondo ¿de qué?¿Cómo?

—Ha naufragado. —Una pausa paradar tiempo a asimilar la noticia delnaufragio—. Está fuera de servicio. Hapasado a mejor vida. Las circunstanciasaún no se conocen. He enviado a unescritor a investigar.

Otro silencio de perplejidad al otrolado de la línea, compartido por Louisa.

—¿Un escritor?—Uno famoso.—¡Mensaje recibido! Ya capto. El

autor más leído de todos los tiempos.Perfecto. ¿Qué más, Andrew? ¿Cómo hanaufragado? ¿Ha sido un naufragio

definitivo, quiere decir?—Según los primeros informes, no

navegará nunca más —corroboróOsnard.

—¡Dios santo! ¿Quién ha sido,Andrew? Esa mujer, estoy seguro.Después de la aparición de anoche, lacreo capaz de cualquier cosa.

—Sintiéndolo mucho, los detalles nose conocen todavía, señor.

—¿Y su tripulación? Sus camaradasde a bordo, maldita sea, los silenciosos,¿se han ido a pique también?

—Estamos en espera de noticias.Mejor será que vuelva a Londres comotenía previsto, señor. Ya telefonearé

allí.Osnard colgó y, pese a la resistencia

de Louisa, le retiró la almohada de lacabeza. Aun con los ojos cerrados nopodía huir de la visión de aquel cuerpojoven y orondo que yacíadespreocupadamente junto a ella, o desu pene medio despierto, ni del todofláccido ni del todo erecto.

—No has oído esta conversación —dijo Osnard—, ¿de acuerdo?

Louisa se apartó de él resueltamente.No estaba de acuerdo.

—Tu marido es un hombre valiente.Tiene orden de no decirte nada, y nuncate lo dirá. Yo tampoco.

—Valiente ¿en qué sentido?—La gente le cuenta cosas. Él nos

las cuenta a nosotros. Cuando algo nollega a sus oídos, va y lo averigua, amenudo corriendo serios riesgos. Nohace mucho se tropezó con algo deprimera magnitud.

—¿Por eso fotografiaba mispapeles?

—Necesitábamos la agenda deDelgado. Hay muchas horas muertas ensu vida.

—No son horas muertas. En esosratos va a misa o está en compañía de suesposa e hijos. Tiene un hijo en elhospital. Sebastián.

—Eso es lo que Delgado te dice a ti.—Es la verdad. No me vengas con

ésas. ¿Harry hace esto por Inglaterra?—Por Inglaterra, por Estados

Unidos, por Europa. Por el mundo librey civilizado. Llámalo como quieras.

—Entonces es un gilipollas —afirmó Louisa—. Lo mismo queInglaterra. Lo mismo que el mundo librey civilizado. —Y requirió tiempo yesfuerzo, pero finalmente lo consiguió:se apoyó en un codo y se volvió hacia él—. No creo una sola palabra de lo queme dices. Eres un inglés sinvergüenza yembustero, y Harry ha perdido el juicio.

—Pues no me creas. Basta con que

mantengas la boca cerrada.—Todo eso es una sarta de

sandeces. Harry se lo ha inventado. Túte lo estás inventando. Es puramasturbación mental.

Sonaba el teléfono, un teléfonodistinto, cuya presencia no habíaadvertido pese a que se hallaba en lamesilla de su lado de la cama, junto a lalámpara, conectado a una grabadora debolsillo. Osnard rodó bruscamente sobreella, descolgó el auricular, y Louisa aúnlo oyó decir «Harry» antes de taparselos oídos con las manos, cerrar los ojoscon fuerza y fijar el rostro en una rígidamueca de rechazo. Pero por alguna razón

una de sus manos no cumpliódebidamente su cometido. Y por algunarazón oyó la voz de su marido pese a labarahúnda de gritos y negativas quetenía lugar en el interior de su cabeza.

—Mickie ha sido asesinado, Andy—anunció Harry con ensayado apremio—. A manos de un profesional, por loque parece, aunque eso es todo lo quepuedo decirte por ahora. Sin embargocorren rumores de que esto es sólo elprincipio, y todas las partes interesadasdeben por tanto tomar precauciones.Rafi ya ha partido con rumbo a Miami, yestoy poniéndome en contacto con losdemás conforme al procedimiento

establecido. Me preocupan losestudiantes. No sé cómo voy a impedirque movilicen la flotilla.

—¿Dónde estás? —preguntó Osnard.Y después de eso hubo un breve

instante en que Louisa por su cuentapodría haber preguntado a Harry una ovarias cosas, algo en la línea de«¿Todavía me quieres?». o «¿Meperdonarás algún día?». o «¿Vas a notarla diferencia si me lo callo?». o «¿A quéhora volverás a casa esta noche, y sicompro comida y la preparamosjuntos?». Pero no se había decidido aúnpor ninguna de estas preguntas cuando secortó la comunicación, y volvió a

encontrarse ante su realidad inmediata:Osnard acodado sobre ella con las fofasmejillas colgando y la boca —húmeda ypequeña— abierta, pero sin intenciónpor lo visto de hacerle el amor, ya quepor primera vez en su corta relaciónparecía sumido en la duda.

—¿Qué demonios era eso? —dijocomo si la considerase en parteresponsable.

—Harry.—¿Cuál?—El tuyo, supongo.A continuación resopló y se echó de

espaldas junto a ella con las manoscruzadas tras la nuca como si tomase un

breve descanso en una playa nudista. Alcabo de un momento cogió de nuevo elauricular, no el del teléfono de Harrysino el del otro lado, marcó y preguntópor el señor Mellors, de la habitacióntal o cual número.

—Por lo visto, ha sido un asesinato—informó sin preámbulos, y Louisadedujo que hablaba con el mismoescocés de minutos antes—. Parece quelos estudiantes podrían romper filas…mucha emoción desatada… un hombremuy respetado… un trabajo profesional.Esperamos más detalles. ¿Una basesólida? ¿Qué quiere decir, señor? No loentiendo. Una base sólida ¿para qué?

No, claro. Me hago cargo. En cuantosepa algo, señor. Se lo comunicaré deinmediato.

Luego pareció reflexionar durante unrato, pues Louisa lo oyó gruñir y de vezen cuando soltar una risa amarga, hastaque de repente se sentó en el borde de lacama. Después se levantó, fue alcomedor y regresó con su ropa bajo elbrazo hecha un rebujo. Separó la camisade la noche anterior y se la puso.

—¿Adónde vas? —preguntó Louisa.Y al no recibir respuesta, le reprochó—:¿Qué haces? Andrew, no entiendo cómopuedes levantarte, vestirte y marchartedejándome aquí sin ropa ni ningún sitio

adonde ir ni idea alguna de cuandovolveremos… —Se interrumpió enseco.

—Lo siento, chica. Ha sido todo unpoco precipitado, ya lo sé.Lamentablemente, tengo que levantar elcampamento. Y tú también. Es hora devolver a casa.

—¿A qué casa?—Tú a Bethania. Yo a la Inglaterra

de mis antepasados. Regla número unode la casa. Si descabezan a uninformador, el supervisor de laoperación pone pies en polvorosa. Noda la voz de alarma, no se para ni acoger doscientos pavos. Corre a casa

con su mamá por el camino más cortoposible.

Estaba arreglándose el nudo de lacorbata ante el espejo. El mentón enalto, el ánimo recobrado. Y por un fugazinstante Louisa creyó advertir ciertoestoicismo en él, cierta aceptación de laderrota que bajo una luz exigua podríahaber pasado por nobleza.

—Despídeme de Harry, ¿quieres?Es un gran artista. Mi sucesor se pondráen contacto con él. O quizá no. —Vestido aún sin más ropa que la camisa,abrió un cajón y le lanzó un chándal aLouisa—. Mejor será que te pongas estopara coger un taxi. Cuando llegues a

casa, quémalo y luego dispersa lascenizas. Y no te dejes ver durante unassemanas. En Londres algunos van alevantar el hacha de guerra.

Hatry, el gran magnate de la prensa,estaba almorzando en el Connaughtcuando recibió la noticia. Instalado ensu mesa habitual, comía unos riñonescon beicon y bebía tinto de la casa, yentretanto matizaba sus opiniones sobrela nueva Rusia, que se resumían en lasencilla idea de que, por él, cuanto másse enzarzasen entre sí aquellos hijos deputa, tanto mejor.

Y su público, por una felizcoincidencia, era Geoff Cavendish, y el

portador de la noticia no era otro que eljoven Johnson, el sustituto de Osnard enla oficina de Luxmore, quien veinteminutos antes había encontrado elcrucial mensaje del embajador Maltby,escrito de su puño y letra, entre losmuchos papeles que se habíanacumulado en la bandeja de entrada deLuxmore durante su espectacularescapada a Panamá. Johnson, comoambicioso agente de inteligencia queera, no dudaba en examinar el contenidode la bandeja siempre que se presentabala ocasión.

Y lo extraordinario era que Johnsonno tenía a quien consultar respecto al

mensaje salvo a sí mismo, pues apartede haberse ido ya a comer toda la planamayor, Luxmore se hallaba en esemomento a bordo de un avión de regresoa Londres, y por consiguiente noquedaba en el edificio nadie, excepto él,con acceso autorizado a la informaciónBUCHAN. Espoleado por el entusiasmoy sus grandes aspiraciones, Johnsontelefoneó de inmediato a la oficina deCavendish, donde le comunicaron queéste había salido a almorzar con Hatry.Telefoneó a la oficina de Hatry, dondele comunicaron que éste estabaalmorzando en el Connaught. Jugándoseel todo por el todo, solicitó con carácter

preferente el único coche con chóferdisponible. Por este acto de soberbia, ypor otros, Johnson tendría que rendircuentas más tarde.

—Soy el ayudante de ScottieLuxmore, señor —dijo a Cavendish conla respiración entrecortada, eligiendo elrostro más receptivo de los dos que loobservaban desde la mesa situada juntoal ventanal—. Tengo un importantemensaje de Panamá para usted, señor, ylamentablemente no creo que el asuntoadmita demora. No me ha parecidooportuno leérselo por teléfono.

—Siéntese —ordenó Hatry. Ydirigiéndose al camarero—: Una silla.

Así que Johnson se sentó, y cuando,acto seguido, se disponía a entregarle aCavendish el texto descifrado completodel mensaje en clave de Maltby, Hatryse lo arrancó de la mano y lo abrió, tanvigorosamente que los demáscomensales se volvieron a mirar. Hatryleyó el mensaje por encima y se lo pasóa Cavendish. Este lo leyó, y tambiénprobablemente un camarero por lomenos, pues para entonces se habíaorganizado cierto revuelo en torno a lamesa con el objeto de añadir un tercercubierto y dar así a Johnson másapariencia de cliente normal, eclipsandoen la medida de lo posible su imagen de

sudoroso mensajero con chaqueta desport y pantalón gris de franela,indumentaria que el jefe de comedor noveía con buenos ojos, pero había quecomprender que era viernes y Johnsonesperaba con impaciencia el fin desemana, que pensaba pasar enGloucestershire con su madre.

—Eso es lo que necesitábamos, ¿no?—preguntó Hatry a Cavendish con laboca llena de riñón a medio masticar—.Ya podemos ponernos en marcha.

—Sí, eso precisamente —confirmóCavendish con ecuánime satisfacción—.Esa es nuestra base sólida.

—¿Y si avisamos a Van? —sugirió

Hatry a la vez que limpiaba el plato conun trozo de pan.

—Sí, creo, Ben… lo mejor será queen este caso el hermano Van se enterepor los periódicos que usted controla —contestó Cavendish con una serie defrases sincopadas. Poniéndose en pie,dijo a Johnson—: Disculpe, no sabecuánto lo siento. Debo hacer unallamada.

Se excusó también ante el camareroy con las prisas se llevó sin querer laservilleta de damasco. En cuanto aJohnson, fue despedido poco tiempodespués, nadie sabía exactamente porqué. Según la versión oficial, lo echaron

por andar de un lado a otro de Londrescon un texto descifrado con todos sussímbolos y nombres en clave.Extraoficialmente, se lo considerabademasiado excitable para el serviciosecreto. Pero su irrupción en elConnaught vestido con una chaquetasport fue probablemente la infracciónque más pesó en su contra.

Capítulo 22

Para llegar al festival pirotécnico deGuararé, en la provincia panameña deLos Santos, que forma parte de unaminúscula península situada en la puntasuroccidental del golfo de Panamá,Harry Pendel pasó por la casa del tíoBenny en Leman Street, que olía abrasas de carbón, por el orfanato de lasHermanas de la Caridad, por variassinagogas del East End, y por una seriede atestados centros penitenciariosbritánicos mantenidos gracias al

generoso patrocinio de su majestad lareina. Todos estos establecimientos yalgunos otros se hallaban en la negruraselvática que se extendía a ambos ladosde Pendel, en el irregular pavimento dela sinuosa carretera por la quecirculaba, en los cerros que serecortaban contra el cielo estrellado, yen el Pacífico, liso como una tabla deplanchar y de color gris acerado bajo elresplandor de una límpida luna nueva.

El difícil recorrido resultaba aúnmás arduo a causa del clamor de sushijos, que le pedían canciones eimitaciones desde la parte trasera deltodoterreno, y de las bien intencionadas

exhortaciones de su desdichada esposa,que resonaban en sus oídos incluso enlos tramos más desiertos del camino: vemás despacio, cuidado con ese ciervo,mono, venado, caballo muerto, iguanaverde de un metro de largo o familia deseis indios en una bicicleta, Harry, noentiendo por qué has de conducir aciento diez kilómetros por hora parallegar a una cita con un muerto, y si espor no perderte los fuegos artificiales,has de saber que las fiestas se prolongandurante cinco noches y cinco días y queésta es la primera noche, y si no llegasallí hasta mañana, los niños locomprenderán.

A esto se sumaba el ininterrumpido ylastimero monólogo de Ana, laaterradora tolerancia de Marta, incapazde pedirle algo que no pudiese dar, y lapresencia de Mickie, su figura enorme eindolente repantigada en el asientocontiguo, desplazándose hacia él yempujándolo con su mullido hombro acada curva y cada bache, ypreguntándole una y otra vez, en un tristeestribillo, por qué no hacía trajes comolos de Armani.

Al pensar en Mickie lo abrumabauna horrenda sensación. Sabía que entodo Panamá y en toda su vida habíatenido un solo amigo, y ahora ese amigo

lo había matado. Ya no discernía entreel Mickie que había querido y el Mickieque había inventado, salvo por el hechode que el Mickie que había querido eramejor, y el Mickie que había inventadoera una especie de erróneo homenaje, unacto de vanidad por su parte: convertiren paladín a su mejor amigo, deslumbrara Osnard con la talla de las compañíasque frecuentaba. Porque Mickie habíasido un héroe por derecho propio.Nunca había necesitado la afluencia dePendel. En los momentos decisivosMickie siempre se había alzado,siempre había desempeñado un papelvital, como un temerario opositor a la

tiranía. Se había ganado a pulso laspalizas y la cárcel, así como el posteriorderecho a permanecer en estado deebriedad el resto de su vida. Y acomprar cuantos trajes quisiese paraarrancarse de la piel el hedor y el toscoroce del uniforme de recluso. No eraculpa de Mickie ser débil en tanto quePendel lo había pintado fuerte, o haberabandonado la lucha en tanto que en lasficciones de Pendel había continuadocon ella. Si lo hubiese dejado en paz…,pensó. Si no hubiese jugado con él, yluego no me hubiese ensañado con élporque me remordía la conciencia…

En una estación de servicio situada

al pie de cerro Ancón había puestogasolina suficiente para el resto de suvida, y le había dado un dólar a unmendigo negro de cabello blanco al quela lepra, un animal salvaje o una esposadecepcionada habían dejado sin unaoreja. En Chame, por pura distracción,se había saltado un control de aduanas, yen Penonomé advirtió que lo seguían unpar de linces, como se llamaba a unospolicías jóvenes, muy delgados yadiestrados en academiasnorteamericanas que vestían uniformesde cuero negro, viajaban dos en unamoto, iban armados de metralletas, ytenían fama de tratar cortésmente a los

turistas y matar a los atracadores, loscamellos y los asesinos, pero esa nocheal parecer también a los peligrososespías británicos. El lince de delante seencarga de conducir, el de detrás seencarga de matar, le había explicadoMarta, y eso precisamente recordóPendel cuando la moto se situó a suizquierda y vio en las viseras negras desus cascos el curvo reflejo de su propiacara, como la toma de un ojo de pez.Recordó de pronto que los lincesoperaban sólo en Ciudad de Panamá yno pudo evitar preguntarse si habíanllegado hasta allí por el placer depasearse o a fin de matarlo con mayor

intimidad. Pero nunca saldría de dudasal respecto, pues cuando volvió a mirar,los había engullido de nuevo la negrurade la que habían surgido, dejándolo asolas con la sinuosa e irregularcarretera, los perros muertos queaparecían de vez en cuando en el haz deluz de sus faros y la maleza, tan densa aambos lados que no se distinguían lostroncos de los árboles; sólo veía dosmuros negros y ojos de animales, y oía,a través del techo corredizo deltodoterreno, el intercambio de insultosentre las especies. En un punto vio unbúho crucificado en un poste del tendidoeléctrico; el pecho y el interior de las

alas eran blancos como el pecho y losmiembros de un mártir. Pero si laimagen pertenecía a una pesadillarecurrente o era la encarnación últimade ésta, seguía siendo un misterio.

Después de eso Pendel debió deadormilarse durante un rato yprobablemente tomó un desvíoequivocado, ya que cuando volvió amirar, se hallaba de excursión en Paritados años atrás, merendando al aire librecon Louisa y los niños en un rectángulode hierba rodeado de casas de un solopiso con amplios porches alzados sobrepilares y bloques de piedra para montary desmontar del caballo sin ensuciarse

los zapatos. En Parita una vieja brujacon una capucha negra contó a Hannahque la gente del pueblo ponía boasconstrictor jóvenes bajo las tejas de suscasas para eliminar a los ratones, y apartir de ese momento Hannah se negó aentrar en cualquier casa del pueblo, yafuera para tomar un helado o para ir albaño. Tenía tanto miedo que en lugar deasistir a misa como habían planeado, sequedaron de pie frente a la iglesia,haciendo señas a un anciano que, en loalto del blanco campanario, tañía laenorme campana con una mano y lesdevolvía los saludos con la otra, lo cual,coincidieron todos después, había sido

mejor que ir a misa. Y cuando acabó detocar la campana, el anciano losobsequió con una asombrosa imitación acámara lenta de los movimientos de unorangután, primero colgándose de untravesaño de hierro y luego quitándoselas pulgas de las axilas, la cabeza y laentrepierna y comiéndoselas.

Al pasar por Chitré, Pendel recordóel vivero de langostinos. Las hembrasponían sus huevos en los troncos de losmangles, y Hannah había preguntado siantes quedaban embarazadas. Y recordótambién a una amable horticultora suecaque les habló de una orquídea llamada«putita de la noche», porque de día no

olía a nada pero de noche ningunapersona decente la tenía en su casa.

—Harry, no será necesario que se loexpliques a los niños. Ya normalmenteestán expuestos a bastante materialexplícito.

Pero las restricciones de Louisa nosirvieron de nada, pues durante toda esasemana Mark llamó a Hannah su «putitade noche», hasta que Pendel le ordenóque se callase.

Y después de Chitré se encontrabaya la zona de combate: primero el cielorojo a lo lejos, luego el fragor de laartillería y por último el resplandor delas bengalas mientras pasaba de un

control policial a otro camino deGuararé.

Pendel caminaba, y junto a élcaminaba gente vestida de blanco,guiándolo hacia el patíbulo. Losorprendió gratamente sentirse tanreconciliado con la muerte. Si algunavez volvía a vivir su vida, decidió,insistiría en que buscasen un nuevo actorpara el papel de protagonista. Caminabahacia el patíbulo acompañado deángeles, y eran los ángeles de Marta, losreconoció de inmediato, el verdaderocorazón de Panamá, la gente que vivía alotro lado del puente, que no recibía niofrecía sobornos, que hacía el amor a la

gente que amaba, que quedabaembarazada y no abortaba, y mirándoloasí, también Louisa los admiraría sifuese capaz de saltar la cerca que laconfinaba, pero ¿acaso hay alguiencapaz de saltarla? Nacemos en unacárcel, todos nosotros, del primero alúltimo, sentenciados a cadena perpetuadesde el instante en que abrimos losojos, y por eso Pendel se entristecía alcontemplar a sus hijos. Pero aquellosniños que lo rodeaban eran distintos,eran ángeles, y se alegró de tenerloscerca en las últimas horas de su vida.Nunca había dudado que Panamáalbergaba por kilómetro cuadrado más

ángeles, miriñaques blancos y tocadosde flores, hombros perfectos, olores decomida, música, baile, risas, borrachos,policías corruptos y fuegos de artificioletales que cualquier otro paraísocomparable, y allí se había congregadotodo aquello para acompañarlo. Y lecomplació ver bandas de músicatocando, y grupos de danza folklóricacompitiendo, negros desgarbados demirada romántica con chaquetas decríquet y zapatos blancos moldeandotiernamente el aire en torno a lasdesenfrenadas caderas de sus parejas debaile. Y ver las puertas de la iglesiaabiertas de par en par a fin de

proporcionar a la santísima Virgen unavista panorámica de la bacanal que teníalugar en la plaza, tanto si quería como sino. Obviamente los ángeles habíandecidido que no debía perder contactocon la vida corriente, incluidas susmuchas imperfecciones.

Caminaba despacio, como cualquiercondenado, manteniéndose en el centrode la calle y sonriendo. Sonreía porquealrededor todo el mundo sonreía, yporque un gringo descortés que se niegaa sonreír en medio de una jaraneramultitud de mestizos hispano-indiosdotados de una inconcebible belleza esuna especie en peligro de extinción. Y

Marta estaba en lo cierto, aquél era elpueblo más apuesto, virtuoso einmaculado de la tierra, como Pendel yahabía observado. Morir entre ellos seríaun privilegio. Como voluntad póstuma,pediría que lo enterrasen al otro ladodel puente.

Preguntó dos veces el camino, y loenviaron en direcciones distintas. Laprimera vez un grupo de ángeles leindicó que cruzase por el centro de laplaza, donde se convirtió en blancomóvil de sucesivas andanadas decohetes multiojiva disparados a la alturade la cabeza desde puertas y ventanaspor los cuatro costados. Y aunque

Pendel rió y sonrió y disimuló y diotodas las muestras posibles de que habíatomado a bien la broma, fue unverdadero milagro que consiguiesellegar a la otra orilla con los dos ojos,las dos orejas y los dos testículos en susitio y sin una sola quemadura, porquelos cohetes no eran en absoluto unabroma, y en eso precisamente residía lagracia. Eran misiles de alta velocidad alrojo vivo que escupían fuego líquido,disparados a corta distancia bajo lasupervisión de una pecosa amazonapelirroja de rodillas huesudas y raídopantalón corto que se había auto-proclamado artillera jefa de una unidad

bien pertrechada y llevaba a rastras susletales cohetes tras la espalda como unacola, sujetos por un cordel, mientrasbrincaba y gesticulaba lascivamente.Estaba fumando —a saber qué— y entrecalada y calada gritaba órdenes a sussoldados, dispuestos por toda la plaza:«¡Cortadle los huevos al gringo! ¡Quemuerda el polvo!». Aspiraba de nuevoel humo del cigarrillo y reanudaba susinstrucciones. Pero Pendel era un buenhombre, y aquellos niños eran ángeles.

La segunda vez que preguntó leseñalaron una hilera de casas situadas aun lado de la plaza, con engalanadosrabiblancos en los porches y relucientes

BMWs aparcados enfrente, y mientrasdesfilaba ante los bulliciosos porches,Pendel pensaba: A ti te conozco, eres elhijo de fulano, o la hija. ¡Dios mío,cómo pasa el tiempo! Pero su presencia,cuando lo pensó por segunda vez, leresultaba indiferente, y tampoco lepreocupaba si lo reconocían o no,porque la casa donde Mickie se habíasuicidado estaba unas cuantas puertasmás adelante, lo cual era una excelenterazón para concentrarse exclusivamenteen un compañero de prisión llamadoSpider, que se había ahorcado en lacelda mientras Pendel dormía a un metrode él, siendo hasta la fecha el único

cadáver con el que se había enfrentadode cerca. Así que en cierto modo fueculpa de Spider que Pendel, distraído,penetrase en una especie de informalcordón policial compuesto por un cochepatrulla, un círculo de curiosos, y unosveinte policías que obviamente nopodían haber llegado hasta allí en aquelúnico coche pero, como es costumbreentre los policías panameños, se habíanreunido como gaviotas en torno a unbarco de pesca al olfatear en el aire unaposibilidad de beneficios o diversión.

El centro de atención era un viejocampesino sentado en el bordillo de laacera con su sombrero de paja entre las

rodillas y las manos en la cara. Estabaaturdido y de vez en cuando, enrepentinos ataques de ira propios de ungorila, profería un ronco lamento.Congregados alrededor, había unadocena de consejeros, espectadores yasesores, incluidos varios borrachos quenecesitaban mutua ayuda paramantenerse en pie y una anciana,seguramente su esposa, que expresaba apleno pulmón su conformidad con elviejo cada vez que éste le permitíameter baza. Y puesto que la policía noparecía dispuesta a abrir paso a travésdel grupo, y mucho menos a través desus propias filas, Pendel no tuvo más

opción que unirse a los curiosos, si bienno tomó parte activa en el debate. Elviejo había sufrido graves quemaduras.Cada vez que apartaba las manos de lacara para defender su postura o refutarla de otro saltaba a la vista que se habíaquemado. Le faltaba una amplia porciónde piel en la mejilla izquierda, y laherida se extendía cuello abajo por eltriángulo que revelaba la camisadesabrochada. Y como tenía quemaduraslos policías sugerían llevarlo al hospitaldel pueblo para ponerle una inyecciónque, según consenso general, era elremedio adecuado para las quemaduras.

Pero el viejo no quería una

inyección, ni quería el remedio. Preferíael dolor a la inyección, prefería pillaruna condenada infección y cualquier otrasecuela a irse con la policía al hospital.Y su obstinación se basaba en que era unviejo borracho y probablementeaquéllas eran las últimas fiestas de suvida, y todo el mundo sabía que despuésde la inyección pertinente uno ya nopodía beber durante el resto de lascelebraciones. Por tanto había tomado ladecisión consciente, y ponía por testigosal Creador y a su esposa, de decir a lospolicías que se metiesen la inyección enel culo, porque prefería emborracharse,lo cual además aliviaría el dolor. De

manera que les estaría a todos muyagradecido si tenían la bondad de irse alinfierno, incluidos los policías, y sirealmente querían hacerle un favor, elmejor modo era llevarles algo de bebera él y a su esposa, a ser posible unabotella de seco.[7]

Pendel escuchó con atención,intuyendo la presencia de un mensaje encada palabra, aun si no percibíaclaramente el significado. Poco a pocola policía se dispersó, y también loscuriosos. La anciana se sentó junto a sumarido y le rodeó el cuello con unbrazo, y Pendel empezó a subir por lospeldaños de la única casa de la calle

que tenía las luces apagadas,diciéndose: Ya estoy muerto, estoy tanmuerto como tú, Mickie, así que nopienses que tu muerte va a asustarme.

Llamó con los nudillos y nadie salióa abrir. El sonido sí despertó lacuriosidad, sin embargo, de la gente quepasaba por la calle, porque ¿a quién sele ocurría llamar a una puerta en fiestas?Dejó de llamar y ocultó el rostro en lassombras del umbral. La puerta estabacerrada pero no con llave. Accionó elpicaporte y entró, y su primeraimpresión fue que se hallaba de nuevoen el orfanato, se acercaba la Navidad, yél interpretaba una vez más a un Rey

Mago en el auto navideño, con unalinterna, un bastón y un sombrero quealguien había donado a los pobres, salvoque en el interior de la casa en la quehabía entrado los actores no ocupabanlos lugares que les correspondían yalguien había secuestrado al Niño Jesús.

Había un suelo embaldosado enlugar de pesebre. El aura era unresplandor intermitente, creado por loscohetes que estallaban en la plaza. Yhabía una mujer envuelta en un mantóncontemplando una cuna y orando con lasmanos bajo la barbilla, que era Ana, y alparecer había sentido la necesidad decubrirse la cabeza en presencia de la

muerte. Pero la cuna no era una cuna.Era Mickie, del revés como ella habíaanunciado, Mickie con la cara contra elsuelo de la cocina, el trasero en alto, yun lado de la cabeza, donde antesestuvieron la oreja y la mejilla,convertido en un mapa de Panamá, yjunto a él la pistola que había utilizado,apuntando acusadoramente al intruso,proclamando al mundo lo que el mundoya sabía: que Harry Pendel, sastre,proveedor de sueños, inventor depersonas y escapatorias, habíaasesinado a su creación.

Gradualmente, a medida que los ojosde Pendel se adaptaban a la inconstante

luz de los fuegos artificiales, lasbengalas y las farolas de la plaza,empezó a distinguir las sucias huellasque Mickie había dejado tras de sí alvolarse media cabeza: restos suyos enlas baldosas del suelo, en las paredes yen sitios tan sorprendentes como unacajonera burdamente pintada con alegrespiratas y sus chicas. Y fueron éstas lasque lo animaron a dirigirse a Ana, nocon palabras de consuelo sino con unafinalidad práctica.

—Tenemos que tapar las ventanas.Pero ella no contestó, no se movió,

no volvió la cabeza, lo que le hizopensar a Pendel que a su manera estaba

tan muerta como él, que Mickie tambiénla había matado, que formaba parte delos daños contingentes. Ana habíaintentado hacer feliz a Mickie, habíaaliviado su angustia y había compartidosu cama, y ahora él le habíadescerrajado un tiro: esto en pago portodos tus desvelos. Así que por unmomento Pendel se enfureció conMickie, acusándolo de un acto de granbrutalidad contra su esposa, su amante,sus hijos, y también contra su amigoHarry Pendel.

Sin embargo recordó de inmediatosu propia responsabilidad en aquello ysu descripción de Mickie como gran

espía y líder de la resistencia; trató deimaginarse cómo debía de habersesentido Mickie cuando la policía sepresentó en su casa y le anunció que ibaa volver a la cárcel, y la verdad de supropia culpabilidad eclipsó al instantecualquier cómoda reflexión sobre lasintrascendentes carencias de Mickiecomo suicida.

Tocó a Ana en el hombro, y al verque no reaccionaba, se encendió en suinterior cierto sentido residual de lasobligaciones del animador: esta mujernecesita un poco de estímulo. Deslizólas manos bajo las axilas de Ana, laobligó a levantarse y la abrazó. Estaba

tan rígida y fría como debía de estarMickie. Había pasado tanto tiempo en lamisma posición, contemplando elcadáver, que la inmovilidad y laplacidez habían penetrado de algúnmodo en sus huesos. Era una muchachafrívola, divertida y voluble pornaturaleza, a juzgar por las dos o tresveces que Pendel había tenido ocasiónde verla, y probablemente en toda suvida había contemplado algo tan quietadurante tanto tiempo. En un primermomento había gritado y protestado —imaginaba Pendel, recordando laconversación telefónica—, y cuando yase había desahogado, su ánimo había

declinado hacia un estadocontemplativo. Y a medida que se habíaserenado, había aumentado suinmovilidad, y por eso aquella rigidez,por eso el castañeteo de los dientes, poreso la incapacidad de responder a suindicación respecto a las ventanas.

Buscó algo de beber paraofrecérselo, pero sólo halló tres botellasde whisky vacías y media botella deseco, y decidió que el seco no era lo quenecesitaba. Así pues, la llevó hasta unasilla de mimbre y la dejó allí sentada.Buscó cerillas, encendió un fogón de lacocina, puso al fuego un cazo con agua,y cuando se volvió para mirarla,

advirtió que sus ojos se habían posadode nuevo en Mickie. Fue al dormitorio,cogió la colcha de la cama y cubrió conella la cabeza de Mickie, percibiendopor primera vez el tibio olor a óxido desu sangre sobre el humo de la pólvora ylos efluvios de la comida que llegabandel porche mientras los cohetes seguíansilbando y estallando en la plaza, y laschicas gritaban al ver los petardos quelos chicos mantenían encendidos en susmanos hasta que la mecha casi se habíaconsumido, momento en el cual loslanzaban a los pies de ellas. Fuera lafiesta seguía desarrollándose con todanormalidad para que ellos se sumasen

como espectadores cuando deseasen;sólo tenían que desviar la mirada delcuerpo de Mickie y dirigirla hacia laspuertaventanas para participar en ladiversión.

—Llévatelo de aquí —balbuceó Anadesde la silla de mimbre. Y alzandomucho más la voz, añadió—: Mi padreme matará. Llévatelo. Es un espía inglés.Eso dijeron. Y tú también lo eres.

—Cállate —ordenó Pendel,sorprendiéndose a sí mismo.

Y de pronto Harry Pendel cambió.No era otro hombre sino que por fin eraél, un hombre pletórico de fuerza ydueño de sí mismo. Alumbrado por la

extraordinaria luz de la revelación vio,más allá de la melancolía, la muerte y lapasividad, la reválida de su vida comoartista, un acto de simetría y desafío,venganza y reconciliación, un saltomajestuoso al reino en que lasfrustrantes limitaciones de la realidadquedan eclipsadas por la verdadsuperior del sueño del creador.

Y algún indicio de la resurrección dePendel debió de trascender a Ana,porque tras tomar unos sorbos de cafédejó la taza y fue a ayudarlo en lastareas de limpieza: primero llenar de

agua una palangana y añadirdesinfectante, luego buscar una escoba,una fregona, rollos de toallas de papel,paños de cocina, detergente y un cepillode fregar, después encender una vela ycolocarla a baja altura para que la llamano se viese desde la plaza, donde unnuevo despliegue de fuegos artificiales,esta vez lanzados al aire y no a losgringos que pasaban, anunciaba laelección de la reina de la belleza, y alcabo de un momento ésta apareció en sucarroza con su mantilla[8] blanca, sucorona de flores blancas, sus hombrosblancos y una mirada radiante yorgullosa, una muchacha de una

vitalidad y una hermosura tan refulgentesque primero Ana y luego Pendelinterrumpieron sus tareas para verlapasar con su séquito de princesas ysaltimbanquis y flores suficientes paramil funerales de Mickie.

Reanudaron el trabajo. Restregarony fregaron hasta que el agua de lapalangana pareció negra en la penumbray tuvieron que cambiarla y luegocambiarla otra vez, pero Ana trabajabacon el ahínco que Mickie siempre leatribuía —una buena compañera, decía,tan insaciable en la cama como en elrestaurante—, y pronto el restregar yfregar se convirtió en una catarsis para

ella y empezó a parlotear alegrementecomo si Mickie sólo se hubiesemarchado un momento a comprar otrabotella o a tomar un whisky con unvecino en alguno de los porchesiluminados, donde en ese mismo instantela gente aplaudía y jaleaba a la reina dela belleza, en lugar de yacer boca abajoen medio del suelo con una colcha en lacabeza, el trasero en alto y la manoextendida aún hacia la pistola quePendel, sin que Ana lo notase, habíaguardado en un cajón para usarla mástarde.

—Mira, mira, es el párroco —dijoAna, que no dejaba de hablar.

Un grupo de hombres eminentesataviados con panabrisas blancasacababa de llegar al centro de la plaza,rodeado por otro grupo de hombres congafas de sol. Así lo haré, pensó Pendel.Le daré un carácter oficial.

—Necesitaremos vendas —dijo—.Busca un botiquín.

No había botiquín, así que cortaronen tiras una sábana.

—También tendré que comprar unacolcha nueva —comentó Ana.

El esmoquin magenta de Mickiecolgaba del respaldo de una silla.Pendel alargó el brazo, sacó la carterade Mickie y le entregó a Ana un fajo de

billetes, suficiente para una colchanueva y un poco de diversión.

—¿Cómo está Marta? —preguntóAna, guardándose el dinero en el escote.

—Muy bien —contestó Pendelefusivamente.

—¿Y tu esposa?—Bien, gracias.Para vendarle la cabeza a Mickie

tuvieron que sentarlo en la silla demimbre donde había estado Ana un ratoantes. Primero cubrieron la silla contoallas, luego Pendel volvió cara arribaa Mickie, y Ana llegó al lavabo justo atiempo de vomitar, sin poder siquieracerrar la puerta, levantando una mano

con los dedos extendidos en un delicadogesto. Mientras Ana vomitaba, Pendel seinclinó sobre Mickie y recordó de nuevoa Spider, y cómo le había practicado elboca a boca sabiendo que noconseguiría reanimarlo ni insuflándoleen los pulmones todo el aire del mundo,por más que los carceleros culpables loalentasen a seguir intentándolo.

Pero Spider nunca había sido amigosuyo en la misma medida que Mickie, nisu primer cliente, ni un esclavo delpasado de su padre, ni un preso deconciencia en las cárceles de Noriega,ni le habían arrancado la conciencia agolpes durante su condena. Spider nunca

había pasado de mano en mano por lacárcel como carne nueva para disfrutede psicópatas. Spider había enloquecidoporque estaba acostumbrado a follarse ados mujeres por día y tres los domingos,y la perspectiva de cinco años sin unsolo polvo equivalía para él a morirlentamente de inanición. Y Spider sehabía ahorcado y se había ensuciado lospantalones y la lengua le había asomadoentre los labios, lo cual hizo aún másridículo el boca a boca, mientras queMickie se había destrozado la cara,dejándose un lado entero, si uno pasabapor alto el orificio negro, y el otro tanhecho trizas que uno no podía pasar

nada por alto.

Pero como compañero de celda yvíctima de la traición de Pendel, Mickiese resistió con la obstinación de sucorpulencia. Cuando Pendel lo cogiópor debajo de las axilas, Mickie hizovaler más aún su peso, y a Pendel lerepresentó un esfuerzo colosallevantarlo y otro no menor evitar que sedesplomase de nuevo cuando lo tenía yacasi en la silla. Y darle a su cabeza unaforma vagamente regular requirió unaconsiderable cantidad de relleno yvendas. Pero de algún modo Pendel

obtuvo un resultado satisfactorio, ycuando Ana regresó, le pidió quesujetase a Mickie la nariz con dos dedospara poder pasar la venda por encima ypor debajo de ella, dejándole asíespacio para respirar, esfuerzo tan inútilcomo tratar de devolver la respiración aSpider, pero al menos en el caso deMickie tenía un objetivo. Y colocandola venda oblicuamente, logró asimismodejarle un ojo al descubierto para quepudiese ver, ya que Mickie, hiciera loque hiciese mientras apretaba el gatillo,había acabado con aquel único ojo muyabierto, e incluso se advertía en él unaexpresión de perplejidad. Así que

Pendel vendó alrededor, y cuando huboterminado, solicitó la ayuda de Ana paraarrastrar a Mickie y la silla lo más cercade la puerta posible.

—En mi pueblo la gente tiene unserio problema —le confió Ana,necesitando obviamente una sensaciónde intimidad—. El cura es homosexual,y lo odian; en cambio, el cura del pueblode al lado se folla a todas las chicas y loadoran. En los pueblos pequeños seplantean esa clase de problemashumanos. —Se detuvo para tomaraliento y recuperar fuerzas—. Mi tía esmuy estricta. Escribió al obispo paradecirle que los sacerdotes que follan no

son buenos sacerdotes. —Dejó escaparuna risa encantadora—. El obispo lecontestó: «Dígale eso a mis feligreses yverá lo que le hacen».

Pendel rió también.—Parece un buen obispo —

comentó.—¿Te verías capaz de ser

sacerdote? —preguntó Ana, empujandode nuevo—. Mi hermano sí que es muycreyente. «Ana —me dice—, creo quevoy a ordenarme sacerdote». Y yo ledigo: «Estás loco». Nunca ha salido conuna chica, ése es su problema. Quizátambién sea homosexual.

—Cierra la puerta con llave cuando

salga y no abras hasta que regrese —indicó Pendel—. ¿Entendido?

—Entendido. Cierro con llave.—Daré tres golpes suaves y uno

fuerte. ¿Entendido?—No sé si me acordaré de eso.—Claro que te acordarás.Después, viéndola mucho más

alegre, Pendel pensó que conseguiría lacuración completa sugiriéndole que sevolviese y admirase su gran obra: lasparedes, el suelo y los muebles limpios,y en lugar de un amante muerto, una bajamás de los fuegos artificiales deGuararé con un vendaje improvisado,sentado estoicamente ante la puerta en

espera de que su viejo amigo pase arecogerlo con el todoterreno.

Pendel había circulado a paso decaracol entre los ángeles, y los ángelesle habían dado palmadas al todoterrenocomo si fuese la grupa de un caballo,habían gritado «¡Arre, gringo!», y habíanlanzado petardos bajo el chasis, y un parde chicos se habían encaramado alparachoques trasero, e incluso habíanintentado en vano que una princesa de labelleza se sentase en el capó, pero lachica no quería ensuciarse la blusablanca, y Pendel no la alentó porque noera momento de dar paseos a nadie. Porlo demás había sido un recorrido sin

incidentes, lo cual le había permitidoajustar algunos detalles de su planporque, como Osnard había recalcadoen las sesiones de adiestramiento, eltiempo destinado a los preparativosnunca es tiempo perdido, siendo elsecreto del éxito analizar una operaciónclandestina desde los puntos de vista detodos los implicados y preguntarse:¿Qué hará él? ¿Qué hará ella? ¿Adóndeirá cada uno cuando esto acabe? Y asísucesivamente.

Dio tres golpes suaves y uno fuertepero no hubo respuesta. Repitió lamaniobra y oyó un alegre «¡Ya voy!».Cuando Ana abrió la puerta —sólo

parcialmente porque Mickie estabadetrás—, Pendel vio, bajo el tenueresplandor de la plaza, que se habíapeinado y se había puesto una blusalimpia que le dejaba los hombros aldescubierto como las que llevaban todoslos demás ángeles, y que las ventanasdel porche estaban abiertas para darentrada al olor de la pólvora y alejar elde la sangre y el desinfectante.

—En tu habitación hay un escritorio—dijo Pendel.

—¿Y?—Busca una hoja de papel. Y

también un lápiz o un bolígrafo. Hazmeun cartel donde diga ambulancia para

ponerlo en el salpicadero deltodoterreno.

—¿Vas a hacer ver que eres unaambulancia? Genial.

Como una adolescente en una fiesta,desapareció en la habitación, yentretanto Pendel sacó la pistola deMickie del cajón y se la guardó en elbolsillo de los pantalones. No sabíanada de armas y aquélla no parecíademasiado grande, pero debía de tenerun buen calibre, como atestiguaba elorificio en la cabeza de Mickie. Depronto se le ocurrió coger también uncuchillo de sierra de un cajón de lacocina y lo envolvió en una toalla de

papel antes de esconderlo. Ana regresócon expresión triunfal: había encontradoel cuaderno de dibujo de un niño ylápices de colores. El único problemaera que, en su entusiasmo, se habíaolvidado la «I» en la última sílaba de lapalabra, de modo que el cartel rezaba:ambulanca. Pero por lo demás era unbuen cartel, así que lo cogió, fue acolocarlo en el salpicadero deltodoterreno y encendió las lucesintermitentes de emergencia para acallarlos bocinazos de los vehículos paradosdetrás del suyo.

Una vez más el humor acudió enauxilio de Pendel, pues cuando

empezaba a subir por los peldaños delporche, se volvió hacia los indignadosconductores y con una sonrisa juntó lasmanos en un gesto de súplica paraobtener su indulgencia y luego alzó undedo pidiéndoles un minuto. Acontinuación abrió la puerta de la casa yencendió la luz del recibidor, revelandoa Mickie con la cabeza vendada y unsolo ojo, tras lo cual los bocinazos y losgritos remitieron casi por completo.

—Ponle el esmoquin sobre loshombros cuando lo levante —dijo a Ana—. Todavía no. Espera.

Entonces Pendel se acuclilló en lapostura de un levantador de pesas y

recordó que era fuerte, además detraidor y asesino, y que su fuerza residíaen los muslos, las nalgas, el vientre y loshombros, y que en el pasado ya habíatenido que llevar a Mickie a su casa enmuchas ocasiones y aquélla no eradistinta, salvo por el hecho de queMickie no sudaba, ni amenazaba convomitar, ni rogaba que lo devolviesen ala cárcel, refiriéndose a su esposa.

Con todo esto en la mente, Pendelrodeó la espalda de Mickie con un brazoy lo puso en pie, pero aquellas piernasno proporcionaban gran sostén, y peoraún, ningún equilibrio, porque en aquelcalor húmedo Mickie apenas se había

puesto rígido. Así que Pendel tuvo queaportar la rigidez necesaria mientrasayudaba a su amigo a salir y, con unbrazo en la balaustrada de hierro y todala fuerza que le habían otorgado susdioses, a descender por los cuatropeldaños hasta el todoterreno. La cabezade Mickie descansaba ahora sobre elhombro de Pendel, y éste percibía elolor de la sangre a través de los jironesde sábana. Ana le había colgado elesmoquin de los hombros, y Pendel nosabía con certeza por qué se lo habíapedido, a no ser porque era un buenesmoquin y no resistía la idea de queAna se lo regalase al primer mendigo

que pasase por la calle; quería que elesmoquin desempeñase algún papel enla gloria póstuma de Mickie, porque ahíes a donde vamos, Mickie —tercerpeldaño—, vamos hacia nuestra gloria,y tú serás el más elegante de la fiesta, elhéroe mejor vestido que las chicas hanvisto jamás.

—Adelántate y abre la puerta delcoche —indicó a Ana, y en ese precisoinstante Mickie, en una de sus habitualese imprevisibles reafirmaciones de suvoluntad, decidió acelerar la marcha, enesta ocasión lanzándose hacia eltodoterreno en caída libre desde elúltimo peldaño. Pero Pendel no tenía

por qué preocuparse. Dos muchachos loesperaban con los brazos abiertos,atraídos por Ana; era una de esas chicasque congregan una corte de admiradorescon sólo salir a la calle.

—Id con cuidado —les ordenóseveramente—. Puede que se hayadesmayado.

—Tiene los ojos abiertos —observóuno de los muchachos, incurriendo en laerrónea aunque harto corrientesuposición de que si uno ve un ojo, elotro tiene que estar también ahí.

—Echadle la cabeza hacia atrás —dijo Pendel.

Pero Mickie la echó atrás él mismo

mientras los muchachos lo mirabanalarmados. Pendel graduó elreposacabezas del asiento delacompañante y acomodó en él la cabezade Mickie, extendió el cinturón deseguridad en torno a su enorme abdomeny lo abrochó, cerró la puerta, dio lasgracias a los muchachos, expresó sugratitud con un gesto a los conductoresque esperaban tras él, y se sentó alvolante.

—Diviértete en las fiestas —dijoPendel, pero ya no era un mandato.

Ana volvía a ser la de siempre ylloraba desconsoladamente, insistiendoen que Mickie no había hecho nada en

toda su vida que mereciese lapersecución de la policía.

Condujo despacio, pues así se lo exigíasu ánimo. Y Mickie, como habría dichoel tío Benny, merecía un respeto. Lacabeza de Mickie se ladeaba en lascurvas y se sacudía en los baches, y sóloel cinturón de seguridad impedía quecayese sobre Pendel, que era poco máso menos como se había comportadoMickie en el viaje de ida, salvo quePendel no lo había imaginado con un ojoabierto. Siguió los indicadores queseñalaban el camino al hospital,

manteniendo encendidas las luces deemergencia y sentándose muy erguido,en la misma actitud que adoptaban losconductores de las ambulancias quepasaban a toda velocidad por LemanStreet. Ni siquiera se inclinaban en lascurvas.

¿Y quién es usted exactamente?,preguntaba Osnard, examinando aPendel sobre su falsa identidad. Soy unmédico norteamericano adscrito alhospital de la zona, eso soy, respondió.Llevo un paciente gravemente enfermoen el coche, así que no me entretengan.

En los controles de carretera, lospolicías se apartaban para dejarlo pasar.

Un agente incluso cortó la circulación ensentido contrario por deferencia alherido. No obstante, el gesto resultóinnecesario, porque Pendel pasó delargo el desvío al hospital, siguiendo endirección norte por la misma carreteraque había recorrido horas antes.Volvería a atravesar Chitré, donde loslangostinos hembra ponían sus huevos enlos troncos de los mangles, y Sarigua,donde las orquídeas eran putitas. Alentrar en Guararé, recordó, habíaencontrado bastante tráfico, pero desalida apenas circulaba nadie.Avanzaron bajo la luna nueva y el cielodespejado, solos Mickie y él. Al doblar

a la derecha en el desvío a Sarigua, unamujer negra corrió hacia el todoterrenodescalza y con expresión desesperada yle suplicó que la llevase. A Pendel leremordió la conciencia por negarse,pero los espías en misiones peligrosasno cogen autoestopistas, como habíaadvertido ya en Guararé, así que siguióhacia adelante, contemplando cómo setornaba cada vez más blanca la tierra amedida que ascendía.

Conocía el lugar exacto. Mickie, aligual que Pendel, adoraba el mar. Dehecho, mientras Pendel repasaba suvida, cayó en la cuenta tardíamente deque el mar había ejercido una influencia

apaciguadora en sus muchos diosesenfrentados, y por eso Panamá le habíasido tan peculiarmente propicio antes dela aparición de Osnard. «Harry,muchacho, da igual si hablamos de HongKong, de Londres o de Hamburgo, te lasregalo», había afirmado Benny,señalándole el istmo en un atlas debolsillo durante una de sus visitas a lacárcel. «¿Desde qué otro lugar delmundo puedes subirte en un autobús yver la Gran Muralla china a un lado y latorre Eiffel al otro?». Pero Pendel,desde la ventana de su celda no habíavisto ninguna de las dos cosas. Habíavisto a ambos lados mares de distintos

azules, y había escapado en las dosdirecciones.

Había una vaca con la cabeza gachaplantada en medio de la carretera.Pendel frenó. Mickie se deslizóestúpidamente hacia adelante y el cuellole quedó atrapado en el cinturón deseguridad. Pendel lo soltó y dejó queacabase de resbalar hasta el suelo.Mickie, estoy hablándote. He dicho quelo siento, ¿no? De mala gana, la vacaabandonó la carretera. Unos cartelesverdes indicaban el camino hacia unareserva natural. Se conservaban allí losrestos de un antiguo campamento tribal,recordó. Había altas dunas, y unas rocas

blancas que, según Hannah, eranconchas encalladas. Estaba también laplaya. La carretera se convirtió en unasenda, y la senda era recta como unacalzada romana con altos setos a amboslados. A veces los setos juntaban susmanos sobre él y rezaban. A vecesdesaparecían, permitiéndole ver eseapacible cielo que acompaña siempre aun mar tranquilo. La luna nueva seesforzaba por ser mayor de lo que era.Entre sus puntas se había formado unacasta neblina blanca. Se veían tantasestrellas que parecían nieve en polvo.

La senda se cortó pero Pendel siguióadelante. Era extraordinario lo que un

vehículo con tracción a las cuatro ruedaspodía superar. Cactus gigantes seerguían como soldados ennegrecidos aambos lados del todoterreno. ¡Alto!¡Salga del coche! ¡Ponga las manossobre el techo! ¡Documentación! Siguióadelante, dejando atrás un letrero que selo prohibía. Reflexionó sobre las huellasde los neumáticos. Descubrirán a quiénpertenece el todoterreno por las roderas.¿Cómo? ¿Comprobando una por una lasruedas de todos los todoterrenos dePanamá? Reflexionó sobre las pisadas.Mis zapatos. Descubrirán que lashuellas son de mis zapatos. ¿Cómo? Seacordó de los linces. Se acordó de

Marta. «Dijeron que eras espía. Ytambién Mickie». Eso mismo dije yo. Seacordó del Oso. Se acordó de los ojosde Louisa, demasiado asustada parapreguntar lo único que quedaba porpreguntar: Harry, ¿te has vuelto loco?Los cuerdos están más locos de lo quenos imaginamos, pensó. Y los locosestán bastante más cuerdos de lo que aalgunos nos gustaría creer.

Detuvo el coche lentamente,observando a la vez el terreno. Loquería duro como el acero. Allí lo tenía.Roca blanca y porosa como coral sinvida que no ha sido pisado en un millónde años. Dejando los faros encendidos,

se apeó y fue a la parte trasera deltodoterreno, donde guardaba su cuerdade remolque. Buscó el cuchillo decocina, y tardó en encontrarlo el tiemposuficiente para aterrorizarse. Por finrecordó que lo había guardado en unbolsillo del esmoquin de Mickie. Cortómás de un metro de cuerda, rodeó eltodoterreno hasta la puerta de Mickie, laabrió, tiró de él y lo tendió condelicadeza en el suelo, del revés pero nocon el trasero en alto porque el viajehabía alterado su postura; ahora preferíayacer más de costado y menos sobre elabultado abdomen.

Pendel cogió los brazos de Mickie,

se los dobló tras la espalda y se dispusoa atarle las muñecas: un nudo doblecorriente pero algo más pulcro.Entretanto, para conservar la cordura,pensó sólo en cuestiones prácticas. Elesmoquin. ¿Qué habrían hecho con elesmoquin? Cogió el esmoquin delinterior del todoterreno y lo extendiósobre la espalda de Mickie, como unacapa, como él lo habría llevado. Acontinuación se sacó la pistola delbolsillo y a la luz de los faros indagóqué posición del botón fijaba el seguro,y cómo no, había cargado con ella todoel viaje en posición de «fuego», porquecomo era lógico así la había dejado

Mickie. Después de volarse los sesosdifícilmente podría haber puesto elseguro.

A continuación se montó en eltodoterreno y retrocedió unos metros sinsaber exactamente por qué, peroconsciente de que no deseaba unailuminación tan intensa para lo que sedisponía a hacer; quería que Mickiedisfrutase de cierta intimidad en ocasióntan señalada y de una especie desacralización natural, aunque fuese de uncarácter primitivo, o primigenio, por asídecirlo, allí, en medio de uncampamento indio de once mil años deantigüedad sembrado de puntas de

flecha y cortantes hojas de sílex, queLouisa en un primer momento permitiórecoger a los niños, aunque luego sedesdijo, porque si todo el mundo quevisitaba el lugar se llevaba unfragmento, al final no quedaría ninguno;allí, en aquel desierto hecho por elhombre y por los mangles, tan salobreque incluso la tierra estaba muerta.

Tras apartar el coche, regresó juntoal cadáver, se arrodilló y tiernamentedesenrolló hasta que el rostro de Mickiepresentó poco más o menos el mismoaspecto que en el suelo de la cocina,pero un poco más viejo, un poco máslimpio y, al menos en la imaginación de

Pendel, más heroico.Mickie, muchacho, esa cara tuya

estará colgada donde se merece, en lasala de los mártires del palacioPresidencial, una vez que Panamá selibere de todo aquello que te repugnaba,dijo a Mickie en su corazón. Por otraparte, lamento mucho que me hayasconocido, Mickie, porque no soy dignode nadie.

Le habría gustado pronunciar unaspalabras en alto, pero todas sus voceseran internas. Así pues, echó un últimovistazo alrededor y, viendo que no habíanadie que pudiese poner reparos,disparó dos veces contra el cadáver con

el mismo afecto con que unoadministraría una inyección letal a unanimal de compañía enfermo, un disparobajo el omóplato izquierdo y otro bajoel derecho. Envenenamiento por plomo,Andy, pensó, recordando su cena conOsnard en el club Unión. Losprofesionales tres balazos: uno en lacabeza, dos en el cuerpo, y lo que quedóde él en las primeras páginas de todoslos periódicos.

Con el primer disparo, pensó: Éste espor ti, Mickie.

Con el segundo, pensó: Éste es por

mí.Mickie ya se había ocupado del

tercero personalmente, así que duranteun rato Pendel se quedó inmóvil con lapistola en la mano, escuchando el mar yla silenciosa oposición de Mickie.

A continuación cogió el esmoquin deMickie y se lo llevó al todoterreno. Trasrecorrer unos veinte metros, lo lanzó porla ventanilla, como haría cualquierasesino profesional al descubrir conenojo que, después de haber maniatado,eliminado y abandonado en el lugardesierto de rigor a su víctima, sucondenado esmoquin se ha quedado enel coche, el que llevaba puesto cuando

lo he matado, así que lo tira también.De nuevo en Chitré, circuló por las

calles vacías buscando una cabinatelefónica que no estuviese ocupada porborrachos o parejas. Quería que suamigo Andy fuese el primero enenterarse.

Capítulo 23

La enigmática reducción del personal dela embajada británica en Panamá durantelos días previos a la operación PasilloSeguro levantó cierta polvareda en laprensa británica e internacional y seutilizó como excusa para un debate másgeneral acerca del papel desempeñadodesde la sombra por Gran Bretaña en lainvasión estadounidense. La opiniónlatinoamericana era unánime. ¡Títereyanqui!, denunciaba el osado diariop a na me ñ o La Prensa sobre una

fotografía de hacía un año donde elembajador Maltby estrechaba la manotímidamente al general norteamericanoal frente del Mando Sur en una de tantasrecepciones. En Inglaterra la opinión sedividió al principio en las dos posturasprevisibles. En tanto la prensa de Hatrydescribía el éxodo diplomático comouna «operación Pimpinela genialmenteconcebida y organizada en la mejortradición del Gran Juego» y «untrasfondo secreto que nunca debedársenos a conocer», la competenciaclamaba ¡cobardes! y acusaba algobierno de vil connivencia con lospeores elementos de la derecha

norteamericana, de aprovecharse de la«precariedad presidencial» en un año deelecciones, de fomentar la histeriaantijaponesa y secundar las ambicionescoloniales de Estados Unidos a costa delos lazos de Gran Bretaña con Europa,todo con el único propósito de afianzarla posición de un primer ministropatético y desacreditado en la etapaprevia a las elecciones generales yapelar a los aspectos más vergonzososdel carácter nacional británico.

En tanto la prensa de Hatry sacabaen primera plana fotografías en color delprimer ministro camino de la gloria enWashington —EL COMEDIDO LEÓN

BRITÁNICO ENSEÑA LOS DIENTES—, la competencia denunciaba las«mediatizadas fantasías coloniales» deGran Bretaña bajo la doble consigna LAREALIDAD Y LA FALACIAMIENTRAS EL RESTO DE EUROPASE SONROJA, y comparaba las «falsasacusaciones contra los gobiernos dePanamá y Japón» con las intencionadasfalsedades difundidas por la prensa deHearst a finales del siglo anterior con elobjetivo de justificar una actitud hostilpor parte de Estados Unidos en lo que seconvertiría en la guerra hispano-norteamericana.

Pero ¿cuál era el papel de Gran

Bretaña? ¿Cómo, si es que había algo deverdad en ello —citando un editorial delTimes titulado NO CONNIVENCIA—habían conseguido los ingleses meter suspezuñas en el abrevadero de losnorteamericanos? Una vez más todas lasmiradas se dirigieron a la embajadabritánica en Panamá y a su relación —desmentida— con un antiguo alumno deOxford, víctima de Noriega e ilustrevástago de la clase política panameña,Mickie Abraxas, cuyo cuerpo«mutilado» había aparecido en unpáramo cercano al pueblo de Parita,abandonado allí según todos los indiciostras ser «torturado y asesinado

ritualmente», al parecer por una unidadespecial vinculada al equipopresidencial. La prensa de Hatry publicóla primicia. La prensa de Hatry agrandóla noticia. Los canales de televisión deHatry la agrandaron un poco más. Enpoco tiempo todos los periódicosbritánicos del más amplio espectrotenían su versión del caso Abraxas,desde NUESTRO HOMBRE ENPANAMÁ hasta ¿LLEGÓ AESTRECHAR EL HÉROECLANDESTINO LA MANO DE LAREINA? y UN RECHONCHOBORRACHÍN ERA EL 007 DE GRANBRETAÑA. Un artículo más serio y por

consiguiente menos difundido de unafanoso diario independiente informó deque la viuda de Abraxas habíaabandonado Panamá horas después deser hallado el cadáver de su marido ysupuestamente se recuperaba ahora de latragedia en un lugar secreto de Miamibajo la protección de un tal RafaelDomingo, íntimo amigo del fallecido yprominente panameño.

Una precipitada refutación hechapública por tres forenses panameños,que sostenían que Abraxas era unalcohólico empedernido y se habíasuicidado en un momento de profundadepresión tras beberse una botella de

whisky, fue recibida con el desdén quemerecía. Un periódico sensacionalistade Hatry resumía en un titular lareacción del público ante tamañanecedad: «¿A QUIÉN CREEN QUEVAN A ENGAÑAR, SEÑORES?». Unadeclaración oficial del encargado denegocios británico, el señor Simon Pitt,en la que manifestaba que «el señorAbraxas no tenía conexión formal oinformal con esta embajada ni conninguna otra representación oficialbritánica en Panamá», se reveló comoespecialmente absurda al descubrirseque en otro tiempo Abraxas habíapresidido la Casa de la Cultura anglo-

panameña. Había renunciado al cargo«por razones de salud». Un experto enmateria de espionaje explicó la lógicaoculta de este hecho en interés de los noiniciados. Una vez «clasificado» comoposible agente británico por losobservadores del servicio deinteligencia en la zona, Abraxas habíarecibido orden, por razones deencubrimiento, de cortar todo lazomanifiesto con la embajada. Para ello,lo adecuado habría sido simular una«disputa» con la embajada a fin de«distanciar» a Abraxas de sussupervisores. Tal disputa no habíaexistido, según el señor Pitt, y Abraxas

podía haber pagado cara esta falta deimaginación por parte de los serviciosde inteligencia británicos. Fuentesfidedignas informaban de que las fuerzasde seguridad panameñas mostrabaninterés por sus actividades desde hacíatiempo. Un portavoz de la oposición quehabía tenido la temeridad de parafraseara Oscar Wilde, afirmando que la muertede un hombre por una causa no da en símisma validez a esa causa, fue objeto deescarnio en la prensa sensacionalista,llegando uno de los órganos de Hatry alpunto de prometer a sus lectoresescandalosas revelaciones sobre ladesventurada vida sexual del portavoz.

Y de pronto una mañana la atenciónse concentró en EL TRÍO DE ASESPANAMEÑO, como de ahí en adelantese los conocería, concretamente los tresdiplomáticos británicos que, en palabrasde un comentarista, habían «sacadofurtivamente de la embajada sus bienes,mujeres y carromatos la víspera mismadel violento ataque aéreo de EstadosUnidos». El hecho de que fuesen cuatro,uno de ellos mujer, no era razónsuficiente para estropear un buen titular.Una desafortunada explicación de estesuceso por parte de una portavoz delForeign Office sólo fue motivo de risa:«El señor Andrew Osnard no pertenecía

al cuerpo diplomático. Fue contratadotemporalmente por su conocimiento delos asuntos relacionados con el canal dePanamá, campo en el que estabaaltamente cualificado».

La prensa reveló con sumo gusto enqué consistía tan alta cualificación:Eton, carreras de galgos y un circuito dekarts en Omán.

P: ¿Por qué abandonó OsnardPanamá tan deprisa?

R: Se consideró que el período útildel señor Osnard en el país ya habíaexpirado.

P: ¿Se debió eso a que MickieAbraxas había expirado?

R: Sin comentarios.P: ¿Es Osnard un espía?R: Sin comentarios.P: ¿Dónde está Osnard ahora?R: Desconocemos el actual paradero

del señor Osnard.

Pobre mujer. Al día siguiente la prensatuvo el honor de ilustrarla con unafotografía de Osnard solazándose, sincomentarios, en las pistas de esquí deDavos acompañado de una belleza de laalta sociedad que le doblaba la edad.

«El Foreign Office requirió lapresencia en Londres del embajador

Maltby para unas consultas poco antesde ponerse en marcha la operaciónPasillo Seguro. La simultaneidad deambos hechos fue pura coincidencia».

P: ¿Poco antes? ¿Cuándoexactamente?

R (la misma desdichada portavoz):Poco antes.

P: ¿Antes de que desapareciese, odespués?

R: Esa pregunta no tiene sentido.P: ¿Qué relación existía entre

Maltby y Abraxas?R: Desconocemos la existencia de

tal relación.P: Para un hombre de la talla

intelectual de Maltby, Panamá era undestino bastante modesto, ¿no?

R: Sentimos gran respeto por laRepública de Panamá. Consideramos alseñor Maltby el hombre indicado para elpuesto.

P: ¿Dónde está ahora?R: El embajador Maltby se halla en

excedencia por tiempo indefinidodebido a asuntos de carácter personal.

P: ¿Puede concretar el carácter deesos asuntos?

R: Acabo de decirlo. De carácterpersonal.

P: Personal ¿de qué tipo?R: Tenemos entendido que el señor

Maltby ha recibido una herencia y quizácontemple la posibilidad una nuevacarrera. Es un hombre de gran erudición.

P: ¿Eso es otra manera de decir quelo han expulsado cuerpo diplomático?

R: Ni mucho menos.P: ¿O que lo han retirado

anticipadamente?R: Agradezco su asistencia a esta

rueda de prensa.Descubierta en su casa de

Wimbledon, donde gozaba de ciertorenombre como jugadora de petanca, laseñora Maltby e su negó juiciosamente ahacer declaraciones sobre el paraderode su marido:

—No, no. Fuera de aquí todos. Novan a sonsacarme nada. Ya conozco a lagentuza de la prensa desde hace tiempo.Son unas sanguijuelas. Se lo inventantodo. Tuvimos que soportarlos en lasBermudas cuando vino la reina. No, nohe tenido noticias suyas. Ni esperotenerlas. Su vida es asunto de él, notiene nada que ver conmigo. Sí, quizállame algún día, si se acuerda delnúmero y consigue reunir unas monedas.No voy a decir nada más. ¿Espía? Nodiga tonterías. ¿Cree que es un nombrede gimnasio? ¿Abraxas? No he oídohablar de él. Ah, sí, ya me acuerdo. Fueel animal que me vomitó encima en la

celebración del cumpleaños de la reina.Un individuo detestable. ¿Unidossentimentalmente? ¿Qué insinúa,cretino? ¿Es que no ha visto lasfotografías? Ella tiene veinticuatro, y élcuarenta y siete, y me quedo corta.

«Voy a arrancarle los ojos a la hijadel juez», declara la esposa abandonadadel embajador.

Un intrépido reportero afirmó que habíaseguido la pista a la pareja hasta Bali.Otro, famoso por sus informadoressecretos, los había localizado en unamansión de Montana, que la CIA ponía a

disposición de «elementos valiosos»merecedores de una especial gratitud,donde vivían rodeados de los mayoreslujos.

«La señorita Francesca Deaneabandonó por voluntad propia el cuerpodiplomático, hallándose destinada enPanamá. Era una funcionaria muy apta, ylamentamos su decisión, que tomó porrazones estrictamente personales».

P: ¿Las mismas razones que teníaMaltby?

R (la misma portavoz, vapuleadapero imperturbable): Paso.

P: ¿Eso significa «sin comentarios»?R: Significa que paso. Significa sin

comentarios. ¿Qué diferencia hay?¿Podríamos dejar ya ese tema y volver acuestiones más serias?

Una periodista latinoamericana pormediación de su intérprete:

P: ¿Era Francesca Deane amante deMickie Abraxas?

R: ¿De qué habla?P: En Panamá corre el rumor de que

la ruptura del matrimonio Abraxas fueculpa de ella.

R: Obviamente no puedo hacercomentarios sobre un rumor que corre enPanamá.

P: En Panamá corre el rumor de queStormont, Maltby, Deane y Osnard eran

un grupo de terroristas ingleses muy bienadiestrados cuya misión, encomendadapor la CIA, consistía en infiltrarse en elgobierno panameño y hundirlo desdedentro.

R: ¿Está acreditada esa mujer? ¿Lahabía visto alguien antes? Disculpe.¿Sería tan amable de enseñarle su carnetde prensa al conserje?

El caso de Nigel Stormont causópoco revuelo. EL CALAVERA DELFOREIGN OFFICE DESAPARECE yun refrito de su conocido idilio con laesposa de un ex colega durante su etapaen Madrid no pasaron de las primerasediciones. El ingreso de Paddy Stormont

en una clínica oncológica suiza y elhábil trato con la prensa por parte deStormont atajaron posterioresespeculaciones. A medida que pasaronlos días, Stormont fue quedando ensegundo plano, consideradoarbitrariamente un personaje menor enlo que se veía ya como un colosal eimpenetrable golpe maestro de GranBretaña que, en palabras deleditorialista mejor pagado de Hatry,«había salvado el pellejo a EstadosUnidos y demostrado que bajo ladirección del Partido Conservador, escapaz de ser un miembro resuelto y bienrecibido de la vieja y grandiosa Alianza

Atlántica, tanto si sus llamados socioseuropeos vacilan como si no a la horade la verdad».

La participación de un simbólicocontingente británico en la invasión,inadvertida fuera del Reino Unido, fuemotivo de júbilo nacional. Las mejoresiglesias enarbolaron la bandera de sanJorge, y a los escolares que no habíanhecho novillos por su propia cuenta seles dio un día de fiesta. En cuanto aPendel, existía el tácito acuerdo de nomencionar siquiera su nombre,respetado por diario y canal detelevisión con sentido patriótico. Tal esel destino de los agentes secretos en

cualquier lugar del mundo.

Capítulo 24

Era de noche y volvían a saquearPanamá, incendiando torres y chabolas,aterrorizando a animales, niños ymujeres con fuego de artillería,diezmando a los hombres en las calles,esperando haber concluido el trabajo alamanecer. Pendel estaba en el balcón,como la otra vez, observando sin pensar,oyendo sin sentir, aplastándose sinencorvarse, expiando sus pecados talcomo los había expiado el tío Bennyante su jarra de cerveza vacía: «Nuestro

poder no conoce límites, y sin embargono podemos dar de comer a un niñohambriento ni cobijar a un refugiado…Nuestros conocimientos soninabarcables, y construimos las armasque nos destruirán… Vivimos en laperiferia de nuestra propia existencia,aterrorizados por la oscuridadinterior… Hemos hecho daño, hemoscorrompido y arruinado, hemoscometido errores y engañado».

Dentro de la casa, Louisa volvía agritar pero a Pendel no le molestaba.Escuchaba los agudos chillidos de losmurciélagos que zigzagueaban yprotestaban en la oscuridad por encima

de él. Adoraba a los murciélagos;Louisa, en cambio, los aborrecía, y aPendel siempre lo asustaba el odioirracional hacia ciertas cosas, porquenunca se sabía dónde podía terminar. Unmurciélago es feo, y por eso lo detesto.Eres feo, y por eso voy a matarte. Labelleza, concluyó, era amenazadora, ytal vez por eso, aunque su oficioconsistía en embellecer, siempre habíaconsiderado la desfiguración de Martauna fuerza imperecedera.

—Entra —gritaba Louisa—. Harry,por amor de Dios, entra ya. ¿Te creesinvulnerable o algo así?

Y habría deseado entrar, al fin y al

cabo se sentía padre de familia hasta lamédula, pero esa noche el amor de Diosno formaba parte de sus pensamientos,ni se consideraba invulnerable. Todo locontrario. Se consideraba herido y sincuración posible. En cuanto a Dios, eratan nefasto como cualquier otro por noser capaz de terminar lo que habíaempezado. Así pues, en lugar de entrar,prefirió quedarse en el balcón, lejos delas miradas acusadoras y la excesivaconciencia de sus hijos y la críticalengua de su esposa y el imborrablerecuerdo del suicidio de Mickie, ycontemplar a los gatos de los vecinos,desfilando en apretada formación a

través de su jardín. Tres eran atigrados,uno rojizo, y a la luz de las bengalas demagnesio que ardían con estableintensidad los veía con sus coloresnaturales, y no pardos como se suponíaque eran todos los gatos de noche.

Había otras cosas que despertabanen Pendel un vivo interés en medio delcaos y el estruendo. El modo en que laseñora Costello, del número 12, seguíatocando el piano del tío Benny, porejemplo, que es lo que él habría hecho sihubiese sabido tocar y hubiese heredadoel piano. Ser capaz de aferrarse a unamúsica con los dedos cuando se estámuerto de miedo, ésa debe de ser una

extraordinaria manera de conservar lacalma. Y su concentración eraasombrosa. Incluso a aquella distanciaveía cómo cerraba los ojos y movía loslabios igual que un rabino al compás delas notas que tocaba en el teclado, talcomo hacía el tío Benny mientras la tíaRuth, detrás de él, con las manosapoyadas en sus hombros, hinchaba elpecho y cantaba.

Atraía también su interés el preciadoMercedes azul metalizado de losMendoza, del número 7, que rodaba sincontrol pendiente abajo porque PeteMendoza, en su alegría por haberllegado a casa antes del ataque, lo había

dejado en punto muerto y no habíaechado el freno de mano, y el cochehabía ido tomando conciencia de ellogradualmente. Estoy libre, se dijo elMercedes. Han dejado la puerta de lacelda abierta. Sólo tengo que echarme aandar. Así que empezó a andar, primerocon parsimonia, como Mickie, y quizátambién como Mickie esperando lacolisión fortuita que cambiase el cursode su vida, pero a la vez, en sudesesperación, corriendo a todo galope,y sólo Dios sabía adónde iría a parar o aqué velocidad, o qué daños a tercerospodría ocasionar antes de detenerse, o sipor algún prodigio de la ingeniería

alemana la escena del cochecito de bebéde una película rusa cuyo título Pendelhabía olvidado estaba preprogramada enuno de sus componentes integrados.

Estos insignificantes detallesentrañaban una enorme importancia paraPendel. Al igual que la señora Costello,podía centrar en ellos su mente mientraslos cañones seguían disparando desdecerro Ancón y los helicópteros iban yvenían como si todo ello formase partede una tediosa rutina, de la realidadcotidiana, si es que aquello era larealidad cotidiana: un pobre sastreprendiendo fuego a cualquier cosa porcomplacer a sus amigos y sus mayores, y

contemplando después el mundoconvertido en humo. Y todo lo que unocreía que le importaba, acababa siendointrascendente.

No, su señoría, yo no empecé estaguerra.

Sí, su señoría, ahí le doy la razón: esposible que yo compusiese el himno.Pero permítame que señale, con eldebido respeto, que quien compone elhimno no es necesariamente quienempieza la guerra.

—Harry, no entiendo por qué tequedas ahí fuera si tu familia estárogando tu presencia. No, Harry, nodentro de un momento. Ahora. Queremos

que entres, por favor, y nos protejas.Ay, Lou, ay, Dios mío, ojalá pudiese

ir con vosotros. Pero tengo que dejaratrás la mentira, aun cuando, con lamano en el corazón lo digo, no sepa cuáles la verdad. Tengo que quedarme eirme al mismo tiempo, pero en estepreciso instante no puedo quedarme.

No se había dado aviso previo, peroPanamá estaba siempre bajo aviso.Pórtate bien o si no… Recuerda que noeres un país sino un canal. Además, seexageraba la necesidad de tales avisos.¿Acaso un cochecito Mercedes azul sinniño dentro avisa antes de despeñarsepor un par de tramos de sinuosa

carretera y caer sobre un grupo defugitivos? Claro que no. ¿Avisa unestadio de fútbol antes de desmoronarse,matando a centenares de personas?¿Avisa un asesino a su víctima conantelación de que la policía lo visitará yle preguntará si es un espía inglés, y sile gustaría pasar una semana o dos conunos cuantos psicópatas en una selectacárcel panameña? En cuanto a un avisoespecífico por razones humanitarias—«Vamos a bombardear. Estamos apunto de traicionarlos»—, ¿para quéalarmar a la gente? Un aviso no ayudaríaa los pobres, ya que en cualquier casono podrían hacer nada al respecto, salvo

lo que hizo Mickie. Y los ricos nonecesitaban aviso previo, porque a esasalturas era ya un principio establecidoen las invasiones de Panamá que losricos no corrían el menor riesgo, que eralo que Mickie siempre decía, tantoborracho como sereno.

Así que no hubo aviso, y loshelicópteros llegaban del mar como decostumbre, pero en esta ocasión sinhallar resistencia porque no habíaejército, así que El Chorrillo habíatomado la sabia decisión de rendirseantes de que apareciesen los aviones, locual era indicio de que por fin iban porel buen camino, y que Mickie al actuar

con igual previsión tampoco se habíaequivocado, aun si el resultado habíacreado algún que otro inconveniente. Unbloque de pisos parecido al de Marta sedesplomó voluntariamente, recordándolea Mickie tendido del revés. Unaimprovisada escuela primaria seprendió fuego a sí misma. Un santuariode la geriatría abrió un boquete en supropia pared del mismo tamaño que elorificio en la cabeza de Mickie.Después echó a la calle a los internospara que pudiesen ayudar con elproblema del fuego, tal como hacía lagente en Guararé, es decir, básicamentepasándolo por alto. Y otra mucha gente,

en una demostración de sensatez, habíaempezado a correr antes de que hubiesenada de qué huir —una especie deensayo de incendio— y a gritar antes deser heridos. Y todo esto había ocurrido,advirtió Pendel pese a los gritos deLouisa, antes de que el primer indicio deconflicto llegase a su balcón de Bethaniao los primeros temblores sacudiesen elarmario de la limpieza situado bajo laescalera, donde Louisa se habíarefugiado con los niños.

—¡Papá! —Esta vez era Mark—.¡Papá, entra! ¡Por favor!

—Papá. Papá. Papá. —AhoraHannah—. ¡Te quiero!

No, Hannah. No, Mark. De cariñohablaremos en otro momento, si no osimporta, y desgraciadamente no puedoentrar. Cuando un hombre prende fuegoal mundo y mata de paso a su mejoramigo, y envía a su no amante a Miamipara ahorrarle futuras atenciones de lapolicía, aunque sabe, por la manera enque ha desviado su mirada, que no seirá, es mejor que abandone cualquieridea de ofrecer protección.

—Harry, lo tienen todo ensayado.Todo es milimétrico. Usan altatecnología. Las nuevas armas puedenseleccionar una ventana a una distanciade muchos kilómetros. Ya no atacan

objetivos civiles. Ten un poco deconsideración y entra.

Pero Pendel no podía entrar aunquepor muchas razones lo deseaba, porqueuna vez más no le respondían laspiernas. Siempre que prendía fuego almundo o mataba a un amigo, se diocuenta de pronto, le fallaban las piernas.Y grandes llamas empezaban a apareceren El Chorrillo, y de lo alto de lasllamas se elevaba una columna de humonegro, aunque, como los gatos, el humono era tampoco totalmente negro; erarojo en la parte inferior por efecto delfuego, y plateado en lo alto por efecto delas bengalas. Este incipiente incendio

atrapó la mirada de Pendel, y no podíamover los ojos ni las piernas en ningunaotra dirección. No le quedaba másremedio que contemplarlo y pensar enMickie.

—¡Harry, quiero saber adónde vas,por favor!

Yo también. No obstante la preguntade Louisa lo desconcertó hasta que sedio cuenta de que estaba caminando, nohacia Louisa o los niños sino alejándosede ellos, alejándose de su aflicción, deque avanzaba pendiente abajo a grandeszancadas por una superficie dura,siguiendo los pasos del Mercedes dePete, aunque en el fondo de su mente

deseaba darse media vuelta, corrercuesta arriba y estrechar entre susbrazos a su esposa e hijos.

—Harry, te quiero. Aunque hayasobrado mal, yo he obrado mucho peor.Harry, no me importa qué eres, ni quiéneres, ni qué has hecho o a quién. Harry,quédate.

Caminaba con paso largo. Laempinada pendiente le golpeaba lostacones de los zapatos, sacudiéndolo dearriba abajo, y ocurre que cuando unodesciende por una pendiente y pierdealtura, regresar resulta cada vez másdifícil. El descenso era tan seductor… Ytenía toda la carretera para él solo,

porque generalmente durante unainvasión quienes no salen a saquear sequedan en sus casas e intentan telefoneara sus amigos, que era precisamente loque veía hacer a todo el mundo en lasventanas iluminadas. Y a vecesconsiguen línea, porque sus amigos,como ellos, viven en zonas donde losservicios no se interrumpen en tiempode guerra. Pero Marta no podíatelefonear a nadie. Marta vivía entregente que, aunque sólo espiritualmente,procedía del otro lado del puente, y paraellos la guerra era una obstrucción gravey a veces fatal en la marcha de sus vidascotidianas.

Siguió andando, y deseando volverpero sin hacerlo. Estaba trastornado ynecesitaba encontrar algún medio deconvertir el cansancio en sueño, y quizápara eso servía la muerte. Le habríagustado hacer algo que perdurase, comotener de nuevo la cabeza de Martacontra su cuello y uno de sus pechos enla mano, pero por desgracia se sentíaindigno de cualquier compañía yprefería continuar solo, partiendo de laidea de que causaba menos estragoscuando estaba aislado del mundo, queera lo que el juez le había dicho y teníarazón, y también Mickie se lo habíadicho, y tenía más razón aún.

Definitivamente ya no le importabansus trajes, ni los suyos ni los de nadie.La línea, la forma, la vista asentada, lasilueta no le despertaban ya el menorinterés. La gente debía ponerse lo quemás le gustase, y la mejor gente no teníaelección, advirtió. Muchos de ellos seconformaban con un par de vaqueros yuna camisa blanca, o un vestido deflores que lavaban y se ponían toda lavida. Muchos de ellos no tenían lamenor idea de qué era «la vistaasentada». Como aquellos que pasabancorriendo junto a él, por ejemplo, conlos pies sangrando y la boca abierta,apartándolo de su camino y gritando

«¡Fuego!», gritando como sus hijos.Gritando «¡Mickie!». y «¡Pendel, hijo deputa!». Buscó entre ellos a Marta, perono la vio, y probablemente habíadecidido que Pendel era demasiadodeshonesto para ella, demasiado odioso.Buscó el Mercedes azul metalizado porsi había decidido cambiar de bando yunirse a la muchedumbre aterrorizada,pero no vio ni rastro de él. Vio una bocade incendios que había sido amputadapor la cintura. Derramaba chorros desangre negra en la calle. Vio a Mickie unpar de veces pero ni siquiera le dirigióun gesto.

Siguió andando y se dio cuenta de

que se había adentrado bastante en elvalle, y debía de ser el valle que seadentraba en la ciudad. Pero cuando unocamina solo por una carretera querecorre diariamente en coche, resultadifícil reconocer los lugares, en especialsi están iluminados por bengalas y tezarandea la gente que huye en todasdirecciones. Pero su destino no eraproblema para él. Se dirigía haciaMickie, hacia Marta. Se dirigía al centrode la bola anaranjada de fuego que nodejaba de mirarlo mientras andaba,ordenándole que siguiese, hablándolecon las voces de todos sus nuevosvecinos panameños que aún estaba a

tiempo de conocer. Y sin duda en ellugar adonde se encaminaba nadie lepediría nunca más que mejorase laapariencia de su vida, y nadieconfundiría sus sueños con la terriblerealidad en que vivían.

FIN

JOHN LE CARRÉ (Poole, 19 deoctubre de 1931), escritor inglés, esconocido por sus novelas de intriga yespionaje situadas en su mayoría durantelos años 50 del siglo XX yprotagonizadas por el famoso agenteSmiley.

Le Carré es el seudónimo utilizado

por el autor y diplomático David JohnMoore Cornwell para firmar la prácticatotalidad de su obra de ficción. Le Carréfue profesor universitario en Eton antesde entrar al servicio del ministerio deexteriores británico en 1960.

Su experiencia en el servicio secretobritánico, Le Carré trabajó paraagencias como el MI5 o el MI6, le hapermitido desarrollar novelas deespionaje con una complejidad yrealismo que no se había dado hasta suaparición. En 1963 logró un gran éxitointernacional gracias a su novela Elespía que surgió del frío, lo que lepermitió abandonar el servicio secreto

para dedicarse a la literatura.De entre sus novelas habría que

destacar títulos como El topo, La gentede Smiley, La chica del tambor, Lacasa rusia, El sastre de Panamá o Eljardinero fiel , todas ellas llevadas alcine con gran éxito durante los últimostreinta años y cuyas ventas ascienden amillones de ejemplares en más de veinteidiomas.

Le Carré no suele concederentrevistas y ha declinado la mayoría,por no decir todos, los honores ypremios que se le han ofrecido a lolargo de su carrera literaria y ya haanunciado que no volverá a realizar

actos públicos, aunque sigueescribiendo novelas, como demuestra suúltima obra Un traidor como losnuestros, publicada en 2010.

Notas

[1] En español en el original. (N. del T.)<<

[2] En español en el original. (N. del T.)<<

[3] En español en el original. (N. del T.)<<

[4] En español en el original. (N. del T.)<<

[5] En español en el original. (N. del T.)<<

[6] En español en el original. (N. del T.)<<

[7] En español en el original. (N. del T.)<<

[8] En español en el original. (N. del T.)<<