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JOAQUÍN YEBRA SERRANO EL SINCRETISMO ROMANO
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JOAQUÍN YEBRA SERRANO
ELSINCRETISMO
ROMANO
EL SINCRETISMO ROMANO
Pr. Joaquín Yebra.
Madrid, mayo de 2019.
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Introducción:
El sincretismo romano también ha tratado de sustentar que al pretender hacer del Apóstol
Pedro el primero de los papas, su pretensión de guardar los restos del Apóstol en Roma
ha resultado ser totalmente falsa, ya que la tumba del Apóstol Pedro fue encontrada en
Jerusalem.
La obra titulada “Gili Scavi del Dominucus Flevit”, impresa en el año 1958 en la Tipografía
de los Padres Franciscanos en Jerusalem, libro escrito por el italiano Bellarmino Bagatti
(1905-1990) y el polaco Józef Milik (1922-2006), ambos sacerdotes católicos, demostró
que la tumba de San Pedro Apóstol no estaba en el Vaticano sino en Jerusalem.
Los huesos de Simón bar Yonah fueron hallados en Jerusalem en el Monasterio
Franciscano “Dominicus Flevit”, en el Monte de los Olivos, en un osario en el que figuraba
la inscripción en arameo “Simón bar Yonah”, es decir, “Simón hijo de Jonás”, como
leemos en el Evangelio según Mateo 16:17:
“Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino
mi Padre que está en los cielos.”
Según el sacerdote Józef Milik hay cientos de veces más pruebas de que Pedro fue
enterrado en Jerusalem que en Roma.
El sacerdote Bellarmino Bagatti presentó las pruebas al papa Pío XII, y éste se limitó a
responder que tendrían que hacer algunos cambios, pero que de momento habría que
mantenerlo en secreto.
El Dr. Albright, de la Universidad John Hopkins, en Baltimore (Maryland), aseguró que el
sacerdote Bellarmino Bagatti era un arqueólogo altamente competente.
El Dr. Nelson Gluek, presidente del Hebrew Union College, en Cincinnati, Ohio, reconoció
la escritura aramea del osario.
También reconoció al padre Józef Milik como un erudito de primer orden en el campo de
los estudios semíticos.
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Ahora bien, la Iglesia Católica afirma que Pedro fue papa en Roma entre los años 41 y 66
después de Cristo. Pero la Biblia menciona que el Apóstol Pedro estaba en Jerusalem
después del año 41 después de Cristo, en el Concilio de Jerusalem del capítulo 15 de los
Hechos de los Apóstoles, Concilio que curiosamente no fue presidido por el Apóstol
Pedro, sino por el Apóstol Santiago, lo cual jamás hubiera sido de ese modo si Pedro
hubiera sido papa.
La conclusión es que Pedro no murió en Roma, y que nunca fue papa, como lo que hoy
se entiende como tal.
El obispo croata católico romano Strossmayer (1815-1905) no dudó en afirmar que el
episcopado de Pedro y su residencia en Roma deben ser clasificados como meras
leyendas.
Así lo definió en su memorable discurso oponiéndose valientemente al dogma de la
infalibilidad papal, pronunciado en el Concilio Ecuménico del año 1870, donde se aprobó
el dogma de la infalibilidad papal.
Valerosamente, Strossmayer se opuso a la promulgación del dogma de la infalibilidad
papal diciendo ante el Concilio:
“Si decretáis la infalibilidad del Obispo de Roma, deberéis establecer también la
infalibilidad de todos los anteriores, sin excluir a ninguno, sabiendo, como sabemos, que
los papas han errado muchas veces en sus enseñanzas… ¿Podéis hacerlo y mantener
que papas avaros, incestuosos, homicidas y simoníacos han sido Vicarios de Cristo en
esta tierra…?” Hasta aquí la cita de Strossmayer.
Ahora volviendo a la supuesta tumba vaticana de Pedro, después de analizar los huesos
supuestamente pertenecientes al Apóstol en el Vaticano, éstos resultaron pertenecer a un
varón muerto a los 65 años de edad, por lo que no podían pertenecer a Pedro.
De todos es sabido que la Basílica de San Pedro en el Vaticano fue construida sobre un
cementerio pagano.
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Recordemos que son varios los elementos vaticanos de origen pagano como, por
ejemplo, el gran obelisco egipcio situado en medio de la Plaza de San Pedro. Roma
afirmó que dicho obelisco era el lugar donde Pedro murió.
Ahora bien, el emperador Calígula, entre los años 37 al 41 después de Cristo hizo
transportar ese obelisco desde Heliópolis, la “Ciudad del Sol”, en Egipcio, hasta la colina
Vaticana.
Pero si la tumba del Apóstol Pedro está en Jerusalem, nos encontramos ante un grave
asunto, ante una gran falacia. Pedro no fue el primer papa.
San Pedro jamás usó una mitra, símbolo del culto al Sol, de donde toma su nombre, del
dios Mitra, de quien el emperador Constantino era devoto.
Tampoco Pedro se autoproclamó jamás “Vicario de Cristo”.
El papa Pío XII pidió que este descubrimiento se guardara en secreto por dos razones:
Primeramente, para no contender con el padre Bagatti, cuya reputación era grande, y en
segundo lugar, para tener tiempo para procurar borrar todas las evidencias del fraude de
la tumba de Pedro en el Vaticano.
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¿Qué podemos decir respecto a la supuesta infalibilidad papal?
Conforme a nuestro principio, por el que en materia de doctrina hablamos donde la Biblia
habla, y callamos donde la Biblia calla, ésta afirma que solamente Dios es infalible y
perfecto:
Proverbios 21:30:
“No hay sabiduría, ni inteligencia, ni consejo contra el Señor”.
Salmo 8:4-5:
“Digo, ¿qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo
visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra.”
Romanos 3:4:
“Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso.”
Sin embargo, en su soberbia y prepotencia, los papas han tenido desde antiguo, antes de
la promulgación del dogma, pretensiones de infalibilidad.
El papa Inocencio II, cuyo pontificado transcurrió entre los años 1130 y 1143, comenzó
haciéndose llamar Gregorio del Santo Ángel, cuando Pascual II le nombro cardenal con
ese título.
En el año 1118 acompañó a Gelasio II en su huida a Francia y fue activo auxiliar de su
sucesor, Calixto II.
A la muerte de Honorio II resucitaron con mucha violencia las rivalidades entre las familias
de los Frangipani y los Pierleoni, las cuales se disputaban la elección de los Sumos
Pontífices de Roma.
Parece que estuviéramos hablando de la Mafia Siciliana y puede que dicha organización
sea un juego de niños en comparación con estas intrigas palaciegas del ámbito papal.
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Sigamos con nuestro repaso de la historia: Honorio II enfermó de gravedad en el año
1130, y se convino en nombrar una comisión de ocho cardenales que se encargaran de la
elección del nuevo papa.
La comisión estuvo compuesta por dos cardenales obispos, tres cardenales presbíteros y
tres cardenales diáconos.
Los dos cardenales de los Pierleoni precipitaron la elección del nuevo papa con el solo
concurso de los presentes reunidos en el convento de San Gregorio, donde había
fallecido Honorio II.
El cardenal Pedro de Pisa no se avino a ello, y los demás votaron por unanimidad al
cardenal del Santo Ángel, quien aceptó su designación como papa bajo el nombre de
Inocencio II.
Estamos viendo realmente una película de auténticas intrigas palaciegas. Y es curioso
que no hayan sido llevadas a la pantalla, o al menos no con tanto rigor como merece el
asunto. ¿Será que nadie se ha atrevido a penetrar en estas cloacas?
El cardenal Calixto montó en cólera y se atrajo a los demás cardenales disgustados por el
procedimiento seguido en la elección papal, y reunidos en la Iglesia de San Marcos
procedieron a efectuar una nueva elección sin poder declarar legalmente la elección
anterior.
Fue elegido Pedro de León por unanimidad, siendo aclamado papa bajo el nombre de
Anacleto II.
Éste se apoderó de las iglesias de Letrán y San Pedro por las armas.
Inocencio II aprovechó para hacerse consagrar por el cardenal obispo de Ostia en la
Iglesia de Santa María la Nueva.
Aquel día Pedro de Porto consagraba a Anacleto II. Éste, como Inocencio II y sus
secuaces, trataron de atraer hacia sí los votos de la cristiandad.
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Inocencio II tuvo que huir de Roma a Francia, apelando a su legitimidad al rey Luis el
Craso. El monarca convocó un concilio en Etampes (1130), el cual se decidió a favor de
Inocencio II.
Esta decisión separó a Anacleto, primeramente de la Iglesia en Francia, luego de
Alemania, Inglaterra, Castilla y Aragón.
El cisma terminó con la reconciliación de Victor IV, sucesor de Anacleto II, con el papa
Inocencio II.
¿Queremos saber cómo terminó esta saga?
Bueno, la “saga” continúa, pero en ese contexto y en el año 1139, Inocencio II reunió el
Concilio II de Letrán excomulgando a Roger de Sicilia.
Inocencio II cayó prisionero de éste, y hubo que suscribir las condiciones que le dictó, que
fueron el reconocimiento del título de rey, la ratificación de las nuevas conquistas en
Capua y Apulia, y el levantamiento de la excomunión que pesaba sobre él.
En compensación, Roger prestó juramento de vasallaje al papa y le prometió el pago de
un censo anual.
Estas fueron las cláusulas del tratado de Miniano del 25 de julio del año 1139.
Hay una frase lapidaria atribuida al papa Inocencio II, que revela con prístina claridad las
pretensiones del papado. En realidad no hay una, sino varias, pero quizá destaque,
efectivamente, la declaración papal siguiente:
“El papa juzga a todos, pero él no es juzgado por nadie.”
Declaraciones de este tipo hallamos muchas en el curso de la historia. Por ejemplo, el
papa Bonifacio VIII dijo:
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“Declaramos, afirmamos, definimos y pronunciamos que estar sujetos al romano pontífice
es para toda criatura humana, y enteramente necesario para la salvación eterna.”
De León XIII nos ha llegado la siguiente declaración, que ciertamente no tiene
desperdicio:
“Mantenemos sobre esta tierra el lugar de Dios Todopoderoso.”
Pero ¿qué nos dice la Biblia al respecto de semejantes pretensiones?
Dejemos que sea el Apóstol San Pablo quien responda a esta pregunta:
2ª Tesalonicenses 2:3-4:
“Nadie os engañe en ninguna manera, porque no vendrá el día del Señor -la Segunda
Venida de Cristo- sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado,
el hijo de perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es
objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por
Dios.”
Los primeros cristianos, tanto judíos como gentiles, que recibieron el Mensaje del
Evangelio, no lo recibieron en Roma, sino en Jerusalem, el mismo día de Pentecostés,
después de la Resurrección de nuestro Señor, conforme se nos relata en el libro de los
Hechos de los Apóstoles 2:10 donde leemos así:
“En Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de África, más allá de Cirene, y romanos
aquí residentes, tanto judíos como prosélitos.”
Recordemos que el Pentecostés, del griego “Penteconta”, cuyo significado es “cincuenta
días”, es la Fiesta Hebrea de las Semanas, “Shavuot”, las siete semanas que transcurren
desde la Pascua, y era y es la segunda fiesta más importante del año, en la cual los
judíos de la Diáspora venían a celebrarla en Jerusalem, y estando allí fue derramado el
Santo Espíritu de Dios, y en Jerusalem recibieron el plan de salvación.
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Si Simón hijo de Jonás hubiese sido lo que hoy pretenden ser los papas, extraño es que
nuestro Señor Jesucristo no les hubiera dicho a los apóstoles y a los hermanos:
“Cuando haya ascendido a mi Padre, debéis todos obedecer a Simón Pedro, así como
ahora me obedecéis a mí, pues le establezco como mi Vicario en la tierra.”
No sólo calla nuestro Señor sobre este particular, sino que piensa tan poco en dar una
cabeza a la Iglesia, que cuando promete tronos para juzgar a las doce tribus de Israel, les
promete doce, uno para cada uno, sin decir que entre dichos tronos uno sería más
elevado:
Mateo 19:28:
“Y Jesús les dijo: De cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se
siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis
sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel.”
¿Qué enseñó nada menos que San Agustín, obispo de Hipona, respecto a la pretensión
papal?
Que Jesús dio a todos los Apóstoles la misma autoridad que dio a Pedro.
Que los Apóstoles nunca reconocieron a Pedro como Vicario de Jesucristo en la tierra e
infalible doctor de la Iglesia.
Que el mismo Pedro nunca pensó ni obró como han venido obrado los papas.
Que los Concilios de los cuatro primeros siglos, mientras que respetaban al obispo de
Roma, tan sólo le otorgaron una preeminencia honorífica, nunca de poder y jurisdicción
suprema.
Que los padres de la iglesia, en el famoso pasaje de “sobre esta roca edificaré mi iglesia”
entendieron que la Iglesia estará siempre fundada sobre la confesión que Pedro hizo: “Tú
eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”.
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Ese fue el entendimiento de esas palabras de nuestro Señor Jesucristo. Así lo expresaron
Ambrosio, Basilio, y los padres del Concilio de Calcedonia (8 de octubre al 1 de
noviembre del año 451).
Conforme al Nuevo Testamento, la historia, la razón, la lógica, el buen sentido y la
conciencia cristiana, nada indica que Jesucristo diera supremacía alguna ni a Pedro ni a
nadie, por cuanto el Vicario de Cristo en la tierra es sólo, única y exclusivamente la
bendita Persona del Espíritu Santo:
Juan 14:15-18:
“Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro
Consolador, para que esté con vosotros para siempre: El Espíritu de Verdad, al cual el
mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque
mora con vosotros y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros.”
Jesús no prometió enviar papas a su Iglesia, sino, como leemos en el Evangelio según
Mateo 23:34:
“Por tanto, he aquí yo os envió profetas y sabios y escribas; y de ellos, a unos mataréis y
crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en
ciudad.”
¿Cómo puede aceptar el papa de Roma ser llamado “Santo Padre”, cuando nuestro
Señor Jesucristo enseña en el Evangelio según Mateo 23:9-10:
“Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el que está
en los cielos.”
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¿Qué podemos decir del sincretismo romano y la Inquisición?
El llamado oficialmente “Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición” fue la institución
fundada bajo el reinado de los Reyes Católicos en el año 1478 para mantener la ortodoxia
católica en sus reinos.
No hay páginas más oscuras de la Roma papal y sus aliados que las de la Inquisición.
Comenzaba a funcionar en España la más terrible maquinaria del papado, el poder más
despótico del mundo.
Reyes y emperadores se inclinaban ante los decretos del pontífice romano, heredero de
los césares.
El carácter de Jesucristo dejaría de reflejarse en la Iglesia. El propio Señor había ya
profetizado lo que acontecería, según leemos en el Evangelio según Mateo 24:9:
“Entonces os entregarán a tribulación, os matarán y seréis odiados por todos por causa
de mi nombre.”
La Inquisición Española tiene sus antecedentes en instituciones similares en Europa
desde el siglo XII, especialmente la fundada en Francia en el año 1184.
La Inquisición Española estaba bajo el control directo de la monarquía. Como tribunal
eclesiástico sólo tenía competencia sobre cristianos bautizados.
Durante la mayor parte de su historia, al no existir libertad de culto en España ni en sus
territorios dependientes, en sus colonias, su jurisdicción se extendió a la totalidad de los
súbditos de la corona de España.
¿Cuándo fue abolido el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición?
Su abolición fue aprobada en las Cortes de Cádiz en el año 1812 por mayoría absoluta,
pero no se abolió definitivamente hasta el año 1834, durante el reinado de Isabel II.
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Pero no imaginemos que aquello fue el fin de la Inquisición. Terminó en España pero
continuó la Inquisición Romana bajo la denominación de “Sagrada Congregación de la
Romana y Universal Inquisición”, fundada en el año 1542 por el papa Pablo III con el
principal propósito de frenar el avance del naciente Protestantismo, y en funcionamiento
hasta el día de hoy, lo que la convierte en la más antigua de las nueve Congregaciones de
la Curia Romana.
En el año 1908 el papa Pío X la rebautizó con el nombre de “Sagrada Congregación del
Santo Oficio”, y llegado el año 1965 el papa Pablo VI le dio su nombre actual: “Sagrada
Congregación para la Doctrina de la Fe”.
Finalmente fue el papa Juan Pablo II quien excluyó el adjetivo “Sagrada” de los nombres
de las congregaciones vaticanas.
El día 28 de junio de 1988, el papa Juan Pablo II, según el artículo 48 de la Constitución
Apostólica sobre la Curia Romana “Pastor bonus”, promulgaba que la tarea propia de “La
Congregación para la Doctrina de la Fe es promover y tutelar la doctrina de la fe y de la
moral en todo el mundo católico. Por esta razón, todo aquello que, de alguna manera
toca este tema, cae bajo su competencia.”
De manera que la Inquisición Romana continúa hasta nuestros días. Solamente ha
pasado por una serie de nombre diferentes y ha modificado su actuación.
Sé que esto ha de sorprender a muchos lectores, y no es para menos. Basta recordar que
esta institución que todavía se mantiene viva es la misma que en el siglo XVI condenó a
Giordano Bruno, que fue quemado en la hoguera, y que condenó también a Galileo
Galilei.
De hecho el propio Cardenal Ratzinger dijo en el año 1990, cuando presidía la
“Congregación para la Doctrina de la Fe”, que el juicio a Galileo había sido “razonable y
justo”, y que “en la época de Galileo, la Iglesia de Roma había permanecido mucho más
fiel a la razón que el mismo Galileo.”
De esto se desprende que la “razón” según el papado incluye las hogueras inquisitoriales.
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Este infortunado comentario hizo que en el año 2008 el Cardenal Ratzinger, convertido en
el papa Benedicto XVI, tuviera que cancelar una visita a la Universidad de la Sapienza en
Roma porque decenas de catedráticos y profesores, con el amplio respaldo del alumnado,
firmaron una carta en protesta declarando al papa “persona non grata”. Escaso fue el eco
de este episodio en los medios españoles.
Evidentemente, la nueva Inquisición ha tenido que adaptarse al momento histórico, y hoy
no envía a herejes a las hogueras. ¡Gracias a Dios!
En el curso del siglo XX su labor se ha venido centrando en el cometido que
anteriormente había sido encomendado a la “Santa Congregación del Índice”, dedicada a
la revisión, censura y prohibición de obras que pasaban a formar parte del “Índice de
Libros Prohibidos”, entre los cuales, durante todo el tiempo de vigencia de la Inquisición
Española, estuvo incluida la propia Santa Biblia, por paradójico que pueda parecernos.
La “Santa Congregación del Índice” fue disuelta en el año 1917 por el papa Benedicto XV,
y sus funciones pasaron a la “Santa Congregación de la Doctrina de la Fe”, obligada por
las presiones de muchos católicos a eliminar el “Índice de Libros Prohibidos”.
¿Ha pedido perdón alguna vez el papado por los pecados cometidos en el pasado?
El papa Juan Pablo II pidió perdón públicamente en el año 2000 en nombre de la Iglesia
de Roma por los pecados cometidos en el pasado, aludiendo concretamente a las
barbaridades cometidas por la Santa Inquisición, pero lo paradójico es que la institución,
bajo el nuevo nombre de “Congregación para la Doctrina de la Fe” continúe viva hasta
nuestros días, lo cual pone de manifiesto el magnífico aparato propagandístico vaticano
que es capaz de pedir perdón ante la galería por algo que sin embargo mantiene vivo y en
plena vigencia, como pueden testificar tantos teólogos y pensadores católicos que han
sido apartados de sus labores por entrar en conflicto con el dogma católico.
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¿Qué podemos decir respecto de la doctrina del Purgatorio?
Respecto al Purgatorio hemos de decir que se trata de algo que no tiene referencia
alguna en las Sagradas Escrituras.
Se trata de algo empleado por Roma para aterrorizar a las multitudes ignorantes y
supersticiosas, desconocedoras del mensaje de las Sagradas Escrituras, y que su
relevancia radica en ser fuente de ingresos mediante los estipendios de las misas por los
difuntos.
Esta herejía afirma la existencia de un lugar de tormento en el cual las almas de quienes
no merecen la condenación eterna sufren un castigo por sus pecados pasados, y desde el
cual, cuando son finalmente limpiados de sus impurezas, son admitidos en el cielo.
Semejante afirmación está absolutamente en contra de la enseñanza de la Biblia, como
se desprende, entre otros textos, del libro de Eclesiastés 9:10:
“Todo lo que venga a la mano para hacer, hazlo con toda tu fuerza, porque en el sepulcro
a donde vas, no hay obra, ni planes, ni ciencia, ni sabiduría.”
Evidentemente, no hay fundamento escritural para afirmar que los humanos, después de
la muerte, siguen sufriendo en algún lugar.
Esto está necesariamente relacionado con la doctrina de las indulgencias, mediante el
comercio de las cuales se prometía la remisión de los pecados presentes y futuros a
todos cuantos se alistaran en las guerras promovidas por el papa para castigar a los
enemigos de la fe o para exterminar a aquellos que osaran negar la pretendida
supremacía del pontífice romano.
Mediante el pago de dinero a la Iglesia de Roma, las personas podían liberarse de la
culpa de sus pecados y también liberar a las almas de sus familiares y amigos fallecidos
que sufrían en las llamas de su tormento.
Evidentemente, las indulgencias eran y siguen siendo un comercio de la gracia divina. Se
originaron con el pretexto de recaudar fondos para la construcción de la Basílica de San
Pedro en Roma.
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Los indulgentes declaraban que en virtud de sus certificados de perdón, todos los
pecados que el comprador quisiera cometer después, le serían perdonados, y que ni
siquiera era necesario el arrepentimiento personal.
Los vendedores de indulgencias aseguraban a los compradores de las mismas que el
poder para salvar a los muertos se producía en el mismísimo momento en que el dinero
llegaba al fondo del cofre de recaudación.
El hombre o la mujer, en cuyo beneficio había sido comprada la indulgencia, escapaba del
purgatorio y emprendía el camino al cielo. De esa manera Roma llenó sus arcas y
mantuvo su pompa, lujo y vicio de los pretendidos representantes de Aquél que no tuvo ni
siquiera dónde recostar su cabeza.
Jamás hallaremos en las Sagradas Escrituras un lugar donde se nos enseñe que para el
perdón de los pecados sea menester pagar dinero.
Lo que la Biblia afirma en 1ª Juan 1:9: es completamente diferente:
“Que si confesamos nuestros pecados, Dios es fiel y justo para perdonarnos nuestros
pecados y limpiarnos de todo mal”, por cuanto por la muerte de Jesucristo hemos sido
perdonados, y por su llaga hemos sido curados.
Y en la Epístola a los Romanos 3:24, el Apóstol Pablo afirma que “somos justificados
gratuitamente por la gracia de Dios, mediante la redención que es en Cristo Jesús.”
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¿Qué podemos decir respecto al culto a la Virgen María?
Este es un tema delicado, por cuanto hay una distancia más que astronómica entre la
bienaventurada persona de María de Nazaret y su endiosamiento como siempre Virgen
María.
Como en todos los demás asuntos, no pretendemos ofender a nadie, sino remitir a la
enseñanza de la Biblia y el testimonio de los primeros cristianos y la historia.
Primeramente, hemos de comenzar por aclarar que la dulcísima María de Nazaret, la
bienaventurada madre de nuestro Señor Jesucristo, nuestra hermana en la fe, fue
efectivamente virgen, es decir, mujer que no había conocido varón, hasta que dejó de
serlo después del nacimiento de su Hijo primogénito, engendrado en su vientre por obra y
gracia del Espíritu Santo.
El testimonio del Evangelio según Mateo es muy claro al respecto:
Mateo 1:25:
“José no la conoció (a María) (es decir, no tuvo intimidad matrimonial con ella), hasta que
dio a luz a su hijo primogénito, y le puso por nombre Jesús.”
Se despende que si Jesús fue el “primogénito” de María, eso significa que fue el primero
de otros.
Y de ahí que en el Evangelio según Mateo 13:55-56 se nos diga lo siguiente respecto a
Jesús:
“¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos
Jacobo. José, Simón y Judas? ¿No están todas sus hermanas con nosotros? ¿De dónde,
pues, tiene éste todas estas cosas?”
Los términos “hermanos” y “hermanas” se confunden en el siglo IV, cuando comienza a
considerarse indecorosa la maternidad de María.
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De ahí que las traducciones autorizadas por Roma traduzcan “hermanos” por “primos” o
“parientes”. Sin embargo, la voz que hallamos en el original griego del Evangelio es
“adelfoi”, “adelfai”, “hermanos”, “hermanas”. Mientras que la voz “primos” es “anepsios”,
un vocablo distinto.
¿Cómo y cuándo fueron promulgados los dogmas marianos por Roma?
El dogma de la Inmaculada Concepción fue impuesto por decreto del papa Pío IX en el
año 1854, en virtud de una declaración “ex catedra”, y por lo tanto infalible según Roma.
Según este dogma de fe, María fue conservada libre de mácula, es decir, del pecado
original por consideración a Cristo. Además, Ana y Joaquín, considerados padres de
María, según tradición extrabíblica, la conservaron sin que hubiera ninguna intervención
sexual, creciendo dedicada al Señor y viviendo con los sacerdotes en el Templo de
Jerusalem hasta los 12 años de edad, cuando para conservar su virginidad la casaron con
José, quien también había decidido consagrar su castidad completa a Dios.
¿De donde han sacado esa historia? De su imaginación. Es pura “teología-ficción”, por
cuanto no hay absolutamente nada semejante en las Sagradas Escrituras.
La existencia de Joaquín y María, aunque sin ninguna prueba documental, llegó a ser tan
indiscutible para la Iglesia de la Edad Media que ambos fueron canonizados por el papa
Gregorio XIII en el año 1584.
En virtud de ser “santos canonizados”, Joaquín y Ana pueden recibir culto por parte de los
fieles y se les supone intercesores ante Dios a favor de quienes se dirigen a ellos en
oración.
Pese a lo serio de este asunto, lo cierto es que no contamos con ninguna referencia a
estos personajes con anterioridad a los escritos apócrifos, conocidos como el “Proto-
Evangelio de Santiago” del siglo IV, el “Evangelio del Seudo-Mateo”, del siglo VI, y el
“Libro de la Natividad de María”, del siglo IX.
La vinculación de estas obras con círculos herejes como los Ebionitas, los Docetistas, los
Maniqueístas y los Priscilianistas está claramente establecida.
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La arqueología ha demostrado que esta tradición carece de base en los documentos
escritos. El personaje de Ana, supuesta madre de María de Nazaret, se ha convertido en
una santa que disfruta de un gran número de fieles en muchos países.
Desde que se le levantó un templo en el siglo IV en Jerusalem, su popularidad no ha
dejado de aumentar. Sin embargo, no hay pruebas arqueológicas de que santa Ana
existiera.
Quienes rinden culto a esta “santa” desconocen que están participando en ceremonias de
origen pagano a “Ana”, proveedora de víveres y ninfa de las aguas, y a Dana, la diosa de
los celtas.
¿Cuáles son los antecedentes del dogma de la Inmaculada Concepción de María?
La primera referencia a una concepción sin pecado de María procede de Julián de Eclana,
durante el siglo V después de Cristo.
Este autor pertenecía a la secta herética de los Pelagianos, quienes negaban los efectos
de la caída en los descendientes de Adam.
Para Agustín de Hipona, el hecho de que María no estuviera bajo el poder del maligno se
debía, no a que no hubiera nacido sin pecado, como pretendía Julián de Eclana, sino a
que su nuevo nacimiento espiritual, debido a la gracia de Dios, le había librado de ello.
Resulta paradójico que cerca de un milenio después, la Iglesia Católica abrazara la
postura de este hereje y rechazara la postura de Agustín de Hipona.
Durante el siglo XIII, los teólogos escolásticos, como el afamado Tomás de Aquino,
afirmaron claramente que María había pecado como todos los seres humanos.
Y a finales del siglo XIII, gracias a los esfuerzos de Duns Scoto, la tesis de que María
había nacido sin pecado original comenzó a ganar terreno dentro del seno del catolicismo
romano, con el apoyo de los franciscanos.
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A casi 1.500 años del nacimiento de María, no existía ninguna seguridad de que su
concepción hubiera sido inmaculada.
Finalmente, un concilio reunido en Basilea, Suiza, en el año 1439 definió como dogma la
Inmaculada Concepción de María.
Como hemos podido ver, la figura de María recibió una progresiva valoración durante los
siglos finales de la Edad Media.
Junto con la disputada tesis de su inmaculada concepción –que no acabó de quedar
zanjada y que tenía orígenes heréticos- se llegó a considerarla dotada de un poder
especial relacionado con la salvación de los hombres.
Eso no es todo; todavía hay más. El dogma afirma también que a los 22 años de la
muerte de Jesucristo, María murió, pero como había vivido sin mácula, su cuerpo no
podía descomponerse, de modo que resucitó al tercer día siendo elevada a los cielos
donde está a la diestra de Jesús como “Reina del Cielo”, mediadora de los hombres y
corredentora con Cristo.
Sin embargo, nada de eso puede hallarse en la Biblia ni en la fe de los primeros
cristianos. El testimonio bíblico es muy claro al respecto. María de Nazaret murió y espera
la Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo en el Gran Día de Dios, cuando resucitará
como todos cuantos han vivido en la fe de Jesucristo, y descansan en la esperanza
mesiánica.
Respecto a la pretensión de hacer de ella una corredentora con Cristo, algo que la
auténtica y humilde María de Nazaret jamás pretendió ser, la Biblia afirma rotundamente
en la 1ª Epístola del Apóstol Pablo a Timoteo 2:5:
“Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo
hombre.”
¿Qué ha venido sosteniendo el catolicismo romano acerca de la figura de María?
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Es una larga historia, pero vamos a recordar algunas de las atribuciones heréticas que se
han dado a la figura de María, desviándola de su verdadero papel según el testimonio
bíblico.
Comenzamos con San Anselmo, quien dijo que cuando recurrimos a la “Madre de Dios”,
no sólo debemos estar seguros de su protección, sino que seremos a veces más pronto
escuchados y atendidos recurriendo a María e invocando su santo nombre que invocando
el nombre de nuestro Salvador Jesucristo.
La cita está tomada del libro titulado “Las Glorias de María”, de Alfonso María de Ligorio,
página 605, publicado por BAC, Biblioteca de Autores Cristianos.
En la misma obra nos llegan las palabras de Santo Tomás de Villanueva, quien dice así:
“Señora, no sabemos más refugio que el vuestro. Vos sola sois la esperanza en quien
confiamos, vos sola la abogada en quien ponemos los ojos.” (“Las Glorias de María”,
página 594).
En la página 595 de “Las Glorias de María”, leemos estas palabras de Ricardo de San
Lorenzo:
“Antes de que viniera María al mundo, lamentábase Dios de que no hubiera quien
contuviese los castigos contra los pecadores, pero que, nacida María, está encargada de
detenerlos.”
San Jorge, obispo de Nicomedia, dice que “Jesucristo, ejecutando las ordenes de su
madre, no hace, en cierto modo más que pagarle la deuda contraída con ella por haber
consentido en darle el ser de hombre.” (“Las Glorias de María”, página 655).
El papa Benedicto XV, en el año 1918, decía de María lo siguiente:
“Estuvo presente, padeció y casi murió con su Hijo… De suerte que redimió con Cristo a
la humanidad.”
Y el papa Pío XI, al clausurar el Jubileo de la Redención, en el año 1935, invocó a María
recordándola al pie de la Cruz “sufriendo como corredentora.”
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¿De dónde han sacado el título de “Reina del Cielo”?
Paradójicamente, lo han sacado de la Biblia. En dos ocasiones hallamos el título de
“Reina del Cielo”, ambas del libro del profeta Jeremías, pero sin referencia alguna a la
persona de María de Nazaret.
La primera se encuentra en relación con las cosas que estaban haciendo los hijos de
Israel y que provocaban al Señor.
Jeremías 7:18:
“Los hijos recogen la leña, los padres encienden el fuego, y las mujeres amasan la masa
para hacer tortas a la reina del cielo y para hacer ofrendas a dioses ajenos, para
provocarme a ira.”
El título “Reina del Cielo” se refiere a Astarté, diosa de Babilonia y Asiria, también
conocida como Astarot, esposa del dios Baal, conocido también como Moloc.
La segunda referencia a la “Reina del Cielo” se encuentra también el libro del profeta
Jeremías:
Jeremías 44:16-18, 22-25:
“La palabra que nos has hablado en nombre de YHVH, no la oiremos de ti; sino que
ciertamente pondremos por obra toda palabra que ha salido de nuestra boca, para ofrecer
incienso a la reina del cielo, derramándole libaciones, como hemos hecho nosotros y
nuestros padres, nuestros reyes y nuestros príncipes, en las ciudades de Judá y en las
plazas de Jerusalem, y tuvimos abundancia de pan, y estuvimos alegres, y no vimos mal
alguno. Mas desde que dejamos de ofrecer incienso a la reina del cielo y de derramarle
libaciones, nos falta todo, y a espada y de hambre somos consumidos… Y no pudo
sufrirlo más YHVH, a causa de la maldad de vuestras obras, a causa de las
abominaciones que habíais hecho; por tanto, vuestra tierra fue puesta en asolamiento, en
espanto y en maldición, hasta quedar sin morador, como está hoy. Porque ofrecisteis
incienso y pecasteis contra YHVH, y no obedecisteis a la voz de YHVH, ni anduvisteis en
su ley ni en sus estatutos ni en sus testimonios; por tanto, ha venido sobre vosotros este
mal, como hasta hoy. Y dijo Jeremías a todo el pueblo, y a todas las mujeres: Oíd palabra
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de YHVH, todos los de Judá que estáis en tierra de Egipto. Así ha hablado YHVH de los
ejércitos, Dios de Israel, diciendo: Vosotros y vuestras mujeres hablasteis con vuestras
bocas, y con vuestras manos lo ejecutasteis, diciendo: Cumpliremos efectivamente
nuestros votos que hicimos, de ofrecer incienso a la reina del cielo y derramarle
libaciones; confirmáis a la verdad vuestros votos, y ponéis vuestros votos por obra.”
¿Dónde se originó la idea de Astarot, “Reina del Cielo”, como una especie de “consorte”
de Jehová?
No está claro donde se originó esta idea, pero lo que queda muy claro es que el
sincretismo del paganismo que exalta a una diosa mezclándolo con la adoración al Dios
Eterno, viene de antiguo y llega hasta la versión romana del cristianismo.
Por lo tanto, la idea de María como la “Reina del Cielo” carece de base bíblica, mientras
que María de Nazaret es humilde, espiritual e instrumental en la encarnación del Verbo,
no es divina, ni es sin pecado, ni debe recibir culto. Por eso afirmamos que no oramos a
María, sino con María.
El testimonio bíblico es que ninguno de los Apóstoles aceptaron ser adorados:
Hechos 10:25-26:
“Cuando Pedro entró, salió Cornelio a recibirlo, y postrándose a sus pies, adoró. Mas
Pedro le levantó. Diciendo: Levántate, pues yo mismo también soy hombre.”
Hechos 14:12-15:
“Y a Bernabé llamaban Júpiter, y a Pablo, Mercurio (que son formas latinizadas de los
dioses Zeus y Hermes en el panteón griego), porque éste, Pablo, era quien llevaba la
palabra. Y el sacerdote de Júpiter, cuyo templo estaba frente a la ciudad, trajo toros y
guirnaldas delante de las puertas, y juntamente con la muchedumbre quería ofrecer
sacrificios. Cuando lo oyeron los apóstoles Bernabé y Pablo. Rasgaron sus ropas, y se
lanzaron entre la multitud, dando voces y diciendo: Varones, ¿por qué hacéis esto?
Nosotros también somos hombres semejantes a vosotros, que os anunciamos que de
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estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo que
en ellos hay.”
También los santos ángeles rechazan ser adorados:
Apocalipsis 19:9-10:
“Y el ángel me dijo: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las
bodas del Cordero. Y me dijo: Estas son palabras verdaderas de Dios. Yo –dice el Apóstol
Juan- me postré a sus pies para adorarle. Y él me dijo: Mira, no lo hagas: Yo soy
consiervo tuyo, y de tus hermanos que retienen el testimonio de Jesús. Adora a Dios;
porque el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía.”
Apocalipsis 22:8-9:
“Yo Juan soy el que oyó y vio estas cosas. Y después que las hube oído y visto, me postré
para adorar a los pies del ángel que me mostraba estas cosas. Pero él me dijo: Mira, no lo
hagas; porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas, y de los que guardan
las palabras de este libro. Adora a Dios.”
La respuesta es siempre la misma: “Adorad a Dios”, por cuanto ofrecer adoración,
veneración o reverencia a alguien que no sea Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, es
sencillamente idolatría.
Cuando María de Nazaret confiesa que Dios es su Salvador, se revela que ella jamás se
pensó a si misma como “inmaculada” y merecedora de veneración, sino que dependió de
la gracia de Dios para su salvación. Sus palabras son:
“Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.”
Sólo los pecadores necesitamos de un Salvador, y María reconoció esa necesidad en sí
misma.
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¿Qué podemos decir respecto a la doctrina de la confesión auricular?
En lugar de confiar en el Unigénito Hijo de Dios, Jesucristo, para el perdón de los pecados
y la salvación eterna, el pueblo fue enseñado a mirar al papa y a los sacerdotes a quienes
el papa había delegado autoridad.
Ante la pretensión de ser el papa el mediador terrenal, ocupaba para ellos el lugar de
Dios. Pero un hombre mortal puede perdonar los pecados y ofensas que le hayan hecho,
pero no puede perdonar pecados ajenos, por lo cual el Apóstol Juan dejó claramente
escrito en su Primera Carta Universal 2:1:
“Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado,
abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el Justo. Y él es la propiciación por
nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el
mundo.”
Y en la Epístola Universal de San Juan Apóstol 1:9, leemos así:
“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y
limpiarnos de toda maldad.”
De modo que nuestro Señor, no un sacerdote ni un rito, es quien nos perdona nuestros
pecados con su fidelidad, y nos limpia con su justicia.
¿Cuáles son los últimos acontecimientos respecto a las pretensiones y aspiraciones
papales?
Recientemente, el domingo 27 de abril del pasado año 2014, el papa Francisco ofició la
canonización de Juan Pablo II y de Juan XXIII.
Naturalmente, muchos quedamos impactados por el atrevimiento una vez más de ver a
hombres mortales pretendiendo tener el poder para declarar santos a otros mortales, lo
que implica convertirlos en intercesores fallecidos, finados, entre los hombres y
Jesucristo, una inducción a la práctica del espiritismo que pasa inadvertida a los más.
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Las alabanzas y los encomios de parte de la mayoría de los gobernantes del mundo para
con estos papas fueron extraordinarias.
Pero la cara simpática y apacible del papa actual no puede borrar los principios
formulados por el papismo en edades pasadas.
La oscuridad tenebrosa del pasado sigue en plena vigencia en instituciones que continúan
operativas.
Tan pronto Roma recupere su antiguo poder, veremos cómo resucitan sus actos de tiranía
y persecución.
Roma soporta la libertad religiosa hasta que vuelva a ejercer el poder universal que
pretende.
Recordemos que el 29 de junio de 2009 Benedicto XVI publicaba su tercera encíclica
“Caritas in Veritate”, “La Caridad en la Verdad”, en la que aborda asuntos tales como la
situación económica mundial y la gestión económica de los recursos.
¿Qué es lo que más llama la atención de esta encíclica?
Se trata del punto 67 de la encíclica, en el que dice así:
“Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis,
para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un
oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la
salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una
verdadera Autoridad Política Mundial, como fue ya esbozada por mi predecesor, el beato
Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera
concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización
del bien común, comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano
integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad, además,
deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la
seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos. Obviamente, deberá
tener la facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como
las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales… El
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desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el establecimiento
de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el gobierno
de la globalización, que se lleve a cabo finalmente un orden social conforme al orden
moral, así como esa relación entre esfera moral y social, entre política y mundo
económico y civil, ya previsto en el Estatuto de las naciones Unidas.”
La búsqueda de un gobierno mundial no es una novedad en nuestros días. Desde la
antigüedad, la configuración de los grandes imperios ha supuesto un esfuerzo de someter
extensos territorios, y en ocasiones de todo el mundo conocido, bajo una dirección única.
La Organización de las Naciones Unidas, la ONU, a la que Ratzinger hace referencia en
su Encíclica, dista mucho de ser un gobierno mundial.
Creemos que la pretensión vaticana es la de ser ese gobierno mundial. A la luz de las
pretensiones de supremacía moral que el papado se viene atribuyendo a sí mismo desde
la Edad Media, y que la comunidad internacional y la propia ONU le reconocen, se
entiende mejor lo que palpita detrás de la solicitud de Benedicto XVI de establecer una
Autoridad Política Mundial.
Según el papa, el liderazgo político actual es claramente insuficiente. Benedicto XVI
propone en su Encíclica “que se lleve a efecto un orden social conforme al orden moral”.
Salta a la vista que la Autoridad Política Mundial a la que se refiere el papa ha de ser una
institución estrechamente vinculada al propio papado.
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Después de todo lo visto, ¿cuál es nuestra conclusión final?
Con asombrosa exactitud se cumple la profecía de Daniel 7:25:
“Hablará palabras contra el Altísimo, y a los santos del Altísimo quebrantará, y pensará en
cambiar los tiempos y la ley.”
Hace mucho tiempo atrás el cuerno pequeño se propuso asumir el control del mundo
entero, desviar los planes de Dios para la felicidad de la humanidad y continuar el
conflicto de Satanás contra Cristo Jesús y su pueblo, un remanente fiel, un conflicto que
comenzó en los cielos y continúa en esta tierra.
Pero a pesar de todos sus esfuerzos, la Santa Palabra de Dios ha permanecido y
permanecerá para siempre.
Hasta el día de hoy, el papado ha asumido el papel de nuestro Señor Jesucristo en la
tierra, ha cambiado los tiempos y la ley, ha perseguido a los cristianos verdaderos hasta la
muerte, pero Dios ha preservado para sí un remanente fiel en el curso de los siglos, el
remanente de los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús.
Al analizar estas profecías y contrastar las ordenanzas y dogmas de Roma con las
enseñanzas de las Sagradas Escrituras, se alegra nuestro corazón al comprobar que,
como leemos en la Epístola a los Hebreos 13:8,
“Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los siglos”.
Nuestro Señor sigue ejerciendo su soberanía, y su promesa de una vida eterna con Él se
cumplirá en el día establecido, al igual que se han cumplido todas sus promesas en el
curso de los siglos y hasta el día de hoy.
Jesucristo predijo en el capítulo 24 del Evangelio según Mateo una deriva del mundo
hacia un caos mundial, tiempo de angustia y totalitarismo.
Según el Apóstol Pablo, en su 2ª Epístola a los Tesalonicenses, se manifestará el hombre
de pecado, que se sienta en el templo de Dios como Dios.
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Pero la Buena Noticia es que el fin está cerca, a las puertas, y con la Segunda Venida de
Cristo vendrá nuestra liberación, el Día del Señor, quien vendrá como ladrón en la noche.
En 1ª Tesalonicenses 5:2-3: se nos dice que “Cuando digan ‘paz y seguridad’, entonces
vendrá sobre ellos destrucción repentina.”
Tras el surgimiento de falsos “cristos”, es decir, de falsos “mesías”, el Hijo del Hombre,
Jesucristo el Señor, aparecerá en el cielo y, como leemos en Apocalipsis 21:
“Enviará a sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos de los
cuatro vientos.”
Jesús nos ha dicho, y registrado está en el Evangelio según San Juan 14:1-6:
“No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi
Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar
lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra voz, y os tomaré a mí
mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis. Y sabéis a dónde voy, y sabéis
el camino. Le dijo Tomás: Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber
el camino? Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre,
sino por mí.”
¡Ven, Señor Jesús!
J.Y.
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