El Sitio de Sebastopol

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EL SITIO DE SEBASTOPOL CONDE LEÓN TOLSTOI

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León Tolstoi

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    C O N D E L E NT O L S T O I

    Diego Ruiz

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    EL SITIO DE SEBASTOPOL ENDICIEMBRE DE 1854.

    El crepsculo matutino colorea el horizonte ha-cia el monte, Sapun; la superficie del mar, azul obs-cura, va, surgiendo de entre las sombras, de lanoche y slo espera el primer rayo de sol para ca-brillear alegremente; de la baha, cubierta de brumas,viene frescachn el viento; no se ve ni un copo denieve; la tierra est negruzca, pero, la escarcha hiereel rostro y cruje bajo los pies. Slo el incesante ru-mor de las olas, interrumpido a intervalos por elestampido sordo del can, turba la calma del ama-necer. En los buques de guerra todo permanece ensilencio. El reloj de arena acaba de marcar las ocho,y hacia el Norte la actividad del da reemplaza pocoa poco a la calma de la noche. Aqu, un pelotn desoldados que va a relevar a los centinelas; yese el

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    ruido metlico de sus fusiles; un mdico, que se di-rige apresuradamente hacia su hospital; un soldadoque se desliza fuera de su choza para lavarse conagua helada el rostro curtido, y vuelta la faz aOriente reza su oracin, acompaada de rpidaspersignaciones. All, enorme y pesado furgn decrujientes ruedas, tirado por dos camellos, llega alcementerio donde recibirn sepultura los muertosque, apilados, llenan el vehculo. Al pasar por elpuerto, produce desagradable sorpresa la mezcla deolores; huele a carbn de piedra, a estircol, a hu-medad, a carne muerta.

    Mil y mil objetos varios; madera, harina, ga-viones, carne, vense arrojados en montn por todaspartes.

    Soldados de diferentes regimientos, unos confusiles y morrales, otros sin morrales ni fusiles,aglpanse en tropel, fuman, discuten y transportanlos fardos al vapor atracado junto al puente de ta-blas y prximo a zarpar. Botes y lanchas particularesllenos de gente de todas clases, soldados, marinos,vendedores y mujeres, abordan al desembarcadero ydesatracan de l sin cesar.

    -Por aqu, Vuestra, Nobleza; a la Grafskaya!- ydos o tres marineros viejos, de pie en sus botes, os

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    ofrecen sus servicios. Escogis el ms prximo, pa-sando sin pisar sobre el cadver medio descom-puesto de un caballo negro sumergido en el fango, ados pasos de la barquilla, y vais a sentaros a popa,cogiendo la caa del timn. Os alejis de la ribera;en torno vuestro brilla el mar herido por el sol de lamaana; ante vos, un atezado marinero, envuelto ensu gabn de piel de camello, y un muchacho de ca-bellera rubia, reman rpidamente. Dirigs la vistahacia los buques gigantescos, de casco pintado afranjas, por la rada esparcidos; a las lanchas, puntosnegros que bogan sobre el azul rielante de las olas ,los lindos edificios de la ciudad, de colores clarosque el sol naciente tie de sonrosado matiz; a la l-nea blanca, de espuma que rodea el rompeolas y losbarcos sumergidos, de los que surgen tristemente,sobre la superficie del agua, las negras puntas de losmstiles; hacia la escuadra enemiga, que sirve de fa-ro en el lejano cristal de las aguas, y en fin, a las on-das rizadas en que juguetean los glbulos salinosque los remos hacen saltar con sus golpeteos. Y osal propio tiempo el sonido uniforme de las vocesque el agua os trae, y el tronar grandioso del cao-neo, que parece ir aumentando en Sebastopol.

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    Y ante la idea de que estis asimismo, en el pro-pio Sebastopol, sents, invadida el alma por unasensacin de orgullo y valenta, y la sangre circulacon mayor rapidez en vuestras venas.

    Vuestra Nobleza, va al Constantino -os dice elmarinero volvindose para rectificar el rumbo quecon el timn dais al bote.

    Toma! Conserva an todos sus caones -exclama el muchacho rubio, mientras que la lanchase desliza junto al costado del navo.

    Es nuevo; debe tenerlos todos; Korniloff ha es-tado en l -replica el viejo, examinando a su vez elbuque de guerra.

    All ha reventado! -grita el chico tras un rato desilencio, fijando los ojos en una nubecilla, blanca, dehumo, que se disipa tras de aparecer sbitamente enel cielo sobre la baha del Sur, acompaada del rui-do estridente que produce la explosin de una gra-nada.

    Es de la batera nueva que tira hoy aade el ma-rino, escupindose tranquilamente en las manos.-Vamos, Nichka, boga! a adelantarnos a aquellalancha.

    Y el bote surca rpidamente la amplia superfi-cie ondulada de la baha; deja atrs un macizo lan-

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    chn, cargado de sacos y de soldados, inhbiles re-meros que maniobran torpemente, y aborda por final centro de los numerosos buques amarrados a tie-rra, en el puerto de la Grafskaya. Por el muelle cir-culan multitud de soldados con capote gris,marineros de chaquetn negro y mujeres con, trajesde colores vivos. Campesinas, vendedoras de pan,labriegos que, junto a su samovar, ofrecen sbitene1 ca-liente a sus parroquianos. Sobre los primeros esca-lones del desembarcadero aparecen, formandomontn, balas de can oxidadas, bombas, metralla,caones de fundicin de diferentes calibres; mslejos, en una extensa plaza, vense en tierra enormesmaderos, cureas, afustes, soldados dormidos, yjunto a todo esto, carretas, caballos, caones, armo-nes de artillera, haces de fusiles de infantera, y des-pus ms soldados en movimiento, marinos,oficiales, mujeres y nios; carretones cargados depan, sacos y barricas, un cosaco a caballo y un Ge-neral que atraviesa la plaza en drocki. A la derecha,en la calle, se eleva una barricada, y en sus troneras,caones de reducido calibre junto a los cuales sen-tado un marinero, fuma tranquilamente su pipa.

    1 Bebida popular.

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    A la izquierda, un edificio de buen aspecto so-bre cuyo frontis aparece un rtulo en letras ro-manas, y a sus pies soldados y camillas manchadasde sangre: los tristes vestigios del campo del com-bate en tiempo de guerra, saltan por doquier a lavista. La primera impresin es, a no dudar, desagra-dable; tan extraa mezcla de la vida urbana con lacampestre, de la elegante ciudad y el vivac fangoso,no tiene nada de atractiva y os choca con su horri-ble contraste; hasta os parece que todos, presos delterror, se agitan en el vaco. Pero examinad de cercael rostro de aquellos hombres que en rededor nues-tro se mueven, y hablaris de otro modo. Fijaosbien en aquel soldado del tren que lleva a beber loscaballos bayos de su troika, tarareando entre dien-tes, y veris que no se extraviar entre la turba, re-vuelta, que por lo visto no existe para l; atento so-lamente a su obligacin, cumplir de seguro su de-ber, cualquiera que sea: conducir sus caballos alabrevadero o arrastrar un can, con tanta tranqui-lidad e indiferente aplomo como si estuviera enTula o Saransk. Encontraris igual expresin en lacara de aquel oficial que pasa ante vos con guantesde irreprochable blancura; del marinero que fuma supipa, sentado sobre la barricada; de aquellos solda-

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    dos disciplinarios que esperan con las camillas a laentrada de lo que fue un tiempo sala de Asamblea, yhasta en el rostro de aquella muchacha que atraviesala calle saltando de un adoqun a otro por temor deensuciarse el vestido color de rosa. S, decepcingrande os espera a vuestra llegada a Sebastopol.

    En vano procuraris descubrir en cualquier fi-sonoma seales de agitacin, de sobresalto, ni si-quiera de entusiasmo, de resignacin a la muerte, deresolucin; no hay nada de eso. Veris el trajn de lavida ordinaria: gentes ocupadas en sus labores dia-rias, de modo que os reprocharis vuestra exaltacinexagerada, poniendo en duda, no slo, la exactitudde la opinin que por los relatos formasteis acercadel herosmo de los defensores de Sebastopol, sinola veracidad de la descripcin que os han hecho delextremo Norte, y hasta de los ruidos ensordecedo-res que llenan el aire. Sin embargo, antes de dudar,subid a un baluarte, ved a los defensores de la plaza,en el lugar mismo de la defensa, o mejor an, en-trad. directamente en aquel edificio a cuya, puertaestn los camilleros, y contemplaris a esos defen-sores de Sebastopol, y presenciaris espectculoshorribles y tristsimos, grandiosos y cmicos, peroconmovedores y propios para elevar el alma. En-

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    trad, pues, en el saln que hasta la guerra sirvi paralas sesiones de la Asamblea. Apenas hayis abiertola puerta, cuando el olor que exhalan cuarenta o cin-cuenta amputados os asfixiara. No cedis al senti-miento que os detiene en el umbral de la sala; es unsentimiento vergonzoso; avanzad resueltamente, noos. ruboricis por haber venido a ver a aquellosmrtires; aproximaos a ellos y habladles; los infeli-ces ansan ver un rostro compasivo, referir sus su-frimientos y escuchar palabras de caridad y desimpata. Al pasar por el centro, entre las camas,buscis con la vista el rostro menos austero, menoscontrado por el dolor. Al encontrarlo, os decids ainterpelarlo, a preguntar.

    -Dnde ests herido? -interrogis con timideza un veterano de rostro demacradsimo que se hallasentado sobre un lecho, y cuya cordial mirada osviene siguiendo y parece, invitaros a que os aproxi-mis a l. Y digo que habis preguntado con timi-dez, porque la vista del que sufre, inspira no tanslo viva piedad, sino yo no s qu temor de mo-lestarlo, unido a profundo respeto.

    -En el pie -responde el soldado, y no obstante,reparis bajo los pliegues de la ropa que la pierna le

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    fue cortada por bajo de la rodilla. Gracias a Dios-aade,- me darn el alta!

    -Hace mucho que ests aqu?-Esta es la sexta semana.-Dnde te duele ahora?-Nada me duele ya. Slo a veces en la pan-

    torrilla, cuando hace, mal tiempo: fuera de eso, na-da.

    - Cmo fue?-En el quinto bakcion2, Vuestra Nobleza; en el

    primer bombardeo. Acababa de apuntar el can yme dirigia tranquilamente a otra caonera, cuandode pronto el golpe me hiri en el pie. Cre caer enun agujero. Miro, y ya no haba pierna.

    -No sentiste dolor en el primer momento?-Nada; nicamente como si me escaldaran la

    pierna.-Y despus?_Despus nada; slo cuando extendieron la piel

    me escoci algo. Sobre todo, Vuestra Nobleza, nohay que pensar; cuando no se piensa no se sientenada; cuando el hombre piensa, es peor.

    2 Bastin, baluarte.

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    A todo esto, una buena mujer, vestida de gris ycon un pauelo negro anudado a la cabeza, se apro-xima, se mezcla en vuestra conversacin y se pone acontaros detalles sobre el marinero; cunto habapadecido y cmo se desesper de salvarlo durantecuatro semanas y cmo, cuando lo traan herido, hi-zo detener la camilla para ver bien la descarga denuestra batera, y cmo los grandes Duques habanhablado con l, dndole veinticinco rublos, y res-pondindoles l que no pudiendo ya ser til lo quequera era, volver al baluarte a instruir a los reclutas.Y contndoos todo esto de un tirn la excelentemujer, cuyos ojos brillan de entusiasmo, os contem-pla y mira al, que se vuelve de espaldas, y hace comoque no oye lo que ella dice, ocupado en peinar hilassobre su almohada.

    -Es mi esposa, Vuestra Nobleza -dice por fin elhombre con una entonacin que parece significar,hay que excusarla, todo eso es charlatanera demujeres; ya sabis, tonteras, vaya! Entonces co-menzis a comprender lo que son los defensores deSebastopol, y os avergonzis de vosotros mismosen presencia de aquel hombre: quisierais expresarletoda vuestra admiracin, todas vuestras simpatas,pero las palabras no acuden o las que se os ocurren

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    nada dicen, y os limitis a inclinaros en silencio anteaquella grandeza inconsciente, ante aquel temple dealma y aquel exquisito pudor del propio mrito.

    -Bueno. Que Dios te cure pronto -decs, y osdetenis ante otro paciente acostado en tierra y queparece esperar la muerte presa de horribles dolores.Es rubio; veis su rostro plido, abotargado; tendidode espaldas, con la mano izquierda hacia atrs, suposicin revela lo agudo de sus sufrimientos. Seca, yabierta la boca, deja pasar trabajosamente la respira-cin silbante; sus papilas azules y vidriosas tiendena ocultarse tras de los prpados, dejndolo en blan-co los ojos, y de la colcha arrugada sale un brazomutilado, envuelto en vendajes. Os emponzoa elolor nauseabundo de cadver, y la fiebre que devoray abrasa los miembros del agonizante parece pene-trar en vuestro propio cuerpo.

    -No tiene conocimiento? -preguntis a la mujerque os acompaa afectuosamente y para la cual yano sois un extrao.

    -No, conoce an, pero, est muy malo. -Y aadeen voz baja: -Le he dado un poco de te hace rato;no es nada mo, pero a una le da lstima, no esverdad? Pues bien, a duras penas ha podido beberalgunas cucharadas.

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    -Cmo ests? -le preguntis.Al sonido de vuestra voz sus pupilas se vuelven

    hacia vosotros, pero el herido ya no ve ni entiendenada.

    Esto abrasa el corazn! -murmura.Algo ms lejos, un veterano se muda de ropa. Su

    rostro y su cuerpo aparecen de idntico atezadocolor y con demacracin de esqueleto. Fltale unbrazo, desarticulado por el hombro; se halla sentadosobre la cama; est ya restablecido, pero en su mira-da sin brillo, sin vida, en su espantosa delgadez, ensu faz arrugada, comprendis que aquel pobre serpas ya la parte mejor de su existencia padeciendo.

    En la cama de enfrente divisis el semblante p-lido, delicado, contrado por el dolor, de una mujercuyas mejillas enciende la calentura.

    -Es la mujer de un marinero -os dice vuestragua. -Iba a llevar la comida a su marido y una gra-nada la hiri en el pie.

    -Y la han amputado?-Por encima de la rodilla.Y ahora, si vuestros nervios son firmes, entrad

    all abajo, a la Izquierda. Es la sala de las operacio-nes y de las curas. Hallaris a los mdicos con elrostro plido y serio, y los brazos ensangrentados

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    hasta el codo, Junto al lecho de un herido, que tum-bado, con los ojos abiertos, delira, bajo la influenciadel cloroformo pronunciando frases entrecortadas,sin inters las unas, las otras lastimeras. Los mdi-cos atienden a su faena repulsiva pero bienhechora:la amputacin. Veris la hoja curva y tajante intro-ducirse en la carne sana y blanca, y al herido volveren s sbitamente con desgarradores gritos e impre-siones, y al ayudante arrojar en un rincn el brazoamputado, mientras que aquel otro herido que desdesu camilla presencia la operacin, turcese y gime,ms a impulsos del martirio moral por la esperaproducido, que del sufrimiento fsico que ha de so-portar. Contemplaris escenas espantosas, angustio-ssimas; veris la guerra sin el correcto y lucidoalineamiento de las tropas, sin msicas, sin redoblarde tambores, sin estandartes flameando al viento,sin Generales caracoleando sobre sus corceles; laveris tal y como es, en la sangre, en los sufri-mientos, en la muerte ! Al salir de aquella moradadel dolor, experimentaris de seguro cierta impre-sin de bienestar, respirando a bocanadas el airefresco, y os regocijaris al sentiros bueno y sano,pero a la vez la contemplacin de aquellos males oshabr convencido de vuestra nulidad, y entonces,

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    con firmeza, y sin vacilaciones podris subir al ba-luarte...

    -Qu son -os diris- los sufrimientos y lamuerte de un gusano como yo, junto a tantos su-frimientos, a tan innumerables muertes? Pronto,adems, el aspecto del puro cielo, del sol resplande-ciente de la pintoresca ciudad de la iglesia abierta, delos militares que van y vienen en todas direcciones,vuelve vuestro espritu a su estado normal, a su ha-bitual apata, y la preocupacin de lo presente y desus menudos intereses sobrepnese otra vez a todo.Podr ser que encontris en vuestro camino el entie-rro de un oficial; un atad color de rosa, seguido demsicas y banderas desplegadas, y el vibrante cao-neo en los baluartes puede ser que llegue a vuestrosodos, pero los pensamientos de poco antes no vol-vern. El entierro no ser ms que un cuadro pinto-resco, un episodio militar; el tronar del can, unacompaamiento militar grandioso, y no habr nadade comn entre aquel cuadro, aquel estampido y laimpresin precisa, personal, del sufrimiento, y de lamuerte, evocada por la vista, de la sala de operacio-nes.

    Dejad atrs la iglesia, la barricada, y entraris enel barrio ms animado, ms bullicioso de la pobla-

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    cin. A entrambos lados de la calle, muestras detiendas y de fondas. Aqu, mercaderes, mujeres to-cadas con sombreros o pauelos, oficiales con vis-tosos uniformes; todo os demuestra el valor, laconfianza, la seguridad de los habitantes.

    Entrad a la derecha de este restaurant. Si ponisatencin a las conversaciones de los marinos y delos oficiales, oiris contar los incidentes de la pasadanoche, de la accin del 24, quejarse del alto preciode las chuletas mal preparadas, y citar a los compa-eros muertos ltimamente.

    - Que el demonio me lleve! Deliciosamenteest uno ahora en su casa! - dice con voz de bajo unoficial bisoo, rubio, casi albino, imberbe, con elcuello liado en una bufanda verde de lana.

    -Y dnde est eso, su casa de usted? - le pre-gunta otro.

    -En el cuarto baluarte -contesta el joven. Y anteesta contestacin, lo contemplaris con atencin yaun con cierto respeto. Su negligencia exagerada, suexcesivo accionar, su risa demasiado estrepitosa,que os parecan hace un momento signo de des-preocupacin, convirtense a vuestros ojos en sealde cierta disposicin de nimo batalladora, habitualen todos los jvenes que se han visto expuestos a

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    algn peligro, y os imaginis que os va a explicarcmo tienen la culpa las balas de can y las bom-bas de que se viva tan mal en el cuarto baluarte.

    De ningn modo! Se est mal porque el fangoes muy profundo.

    -Es imposible llegar hasta la batera - dice, y en-sea sus botas sucias de lodo hasta el empeine.

    -A mi mejor jefe de pieza lo han dejado hoy enel sitio -responde uno de sus compaeros. -Un ba-lazo en la frente.

    -Quin? Miteschin?-No, otro. Vamos, vas a traerme o no la chule-

    ta, bribn? -dice dirigindose al mozo.Era Abrosnoff, un valiente de verdad; haba

    tomado parte en seis salidas.En el otro extremo de la mesa vese a dos ofi-

    ciales de infantera dispuestos a dar fin a sendaschuletas con guisantes, regadas con un vinillo agriode Crimea bautizado como Burdeos. El uno, joven,con cuello encarnado y dos estrellas en el capote,refiere a su vecino, que no lleva estrellas y s negroel cuello, detalles sobre el combate de Alma. El pri-mero est algo bebido; sus relatos, interrumpidosfrecuentemente; su incierta mirada, que refleja lafalta de confianza que stos inspiran a su oyente, y

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    las valentas que se atribuye, as como el color recar-gadsimo de sus cuadros, hacen comprender que seaparta, por completo de la verdad. Pero no os de-bis preocupar de esas relaciones que oiris durantemucho tiempo de un extremo a otro de Rusia; nosents ya ms que un deseo: trasladaros directamenteal cuarto baluarte, del que de tan diversos modos osvienen hablando. Habris observado cmo todoaquel que refiere haber estado all, hcelo con satis-faccin y orgullo, y que quien se dispone a ir, dejaver ligera emocin o afecta exagerada sangre fra. Sise da broma a alguno, invariablemente se le dir:

    -Anda, ve; vete al cuarto baluarte.Si encontramos un herido en camilla, y que-

    remos saber de dnde viene, la respuesta ser casisiempre la misma:

    -Del cuarto baluarte.Sobre el terrible baluarte se han extendido dos

    opiniones distintas; primera, la de los que no pusie-ron all nunca los pies, y para los cuales es inevitabletumba de sus defensores; despus, la de los que,como el oficialito rubio, viven all, y al hablar, dicensencillamente si est seco el piso o fangoso, si hacecalor o fro. En la media hora que pasasteis en elrestaurant ha cambiado el tiempo; la niebla que se

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    extenda sobre el mar se levant; nubes apiadas,grises, hmedas, ocultan el sol; el cielo est triste;cae una llovizna mezclada con menuda nieve, quemoja los tejados, las aceras y los capotes de la tropa.Transponiendo otra barricada, subiris por la calleprincipal; all ya no hay muestras en las tiendas; lascasas estn inhabitables; las puertas cerradas contablones; hendidas las ventanas; ya la arista de unedificio desplomada, ya el muro perforado. Las ca-sas, semejantes a veteranos carcomidos por el dolory la miseria, parecen contemplaros con altivez y aundirase que con desprecio,. En el camino tropezis alo mejor con balas de can enterradas, o con agu-jeros llenos de agua, perforados por las bombas enel suelo pedregoso. Dejis atrs los grupos de ofi-ciales y soldados: encontris alguna que otra mujer oun nio, pero aqu no lleva sombrero la mujer. Y ladel marino, envuelta en una rada capa de pielesviejas se calz recias botas de soldado. La calle bajaen suave pendiente, pero ya no hay casas; slo unmontn informe de arcilla, piedras, tablas y vigas.Ante, vosotros, sobre un cerro escarpado, extinde-se un espacio negro, fangoso, cortado por zanjas, yaquello es, precisamente, el baluarte nmero cuatrodel recinto de Sebastopol.

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    Los transentes son ms escasos; ya no se en-cuentran mujeres; los soldados caminan con pasovivo, algunas gotas de sangre manchan el piso, yveis venir cuatro individuos que llevan una camilla,y sobre ella un rostro de amarillenta palidez y uncapote ensangrentado; si preguntis a los camillerosdnde tiene la herida, os respondern secamente,con tono irascible, sin miraros:

    -En el brazo, en la pierna. -si est muerto, si unproyectil le arranc la cabeza, guardarn feroz silen-cio.

    El silbido ms prximo ya de las balas y lasbombas, os impresiona desagradablemente mientrassubs al cerr, y de pronto apreciis de diferentemanera que antes lo que significan los caonazosodos en la ciudad. No s qu recuerdo apacible ydulce brillar entonces en vuestra memoria; vuestroyo intimo os ocupar tan vivamente, que no pensa-ris en observar lo que os rodea. Ni os dejaris si-quiera invadir por el penoso sentimiento de lairresolucin. Sin embargo, la vista de aquel soldadoque, con los brazos tendidos, trepa cuesta arriba so-bre el fango lquido y pasa corriendo y rindose avuestro lado, impone silencio, a la tenue voz inte-rior, consejero cobarde que se alz en vuestro pe-

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    cho ante el peligro. Os ergus a pesar vuestro, y le-vantando la cabeza, escalis tambin la pendienteresbaladiza de la arcillosa montaa. Y no habis da-do an muchos pasos cuando derecha e izquierda,zumban en vuestros odos los proyectiles de la fu-silera, y os preguntis si no sera mejor marchar acubierto por la trinchera que se alza paralelamente alcamino; pero la trinchera est llena de barro lquido,amarillo y ftido, de tal modo, que por fuerza conti-nuis por donde ibais, y tanto ms, cuanto que estaes la vereda de todo el mundo. Doscientos pasosmas all, desembocareis en un terreno cubierto deterraplenes, cestones, traveses, caones de hierrofundido y un montn de proyectiles simtricamenteapilados. Aquel amontonamiento os produce la sen-sacin del ms extrao desorden desprovisto detodo objeto. A una parte, sobre la batera, apareceun grupo de marineros; ms all, hacia el centro, ya-ce un can intil sumergido en el lodo pegajoso,del cual un infante que, con el arma sobre el hom-bro, se dirige a la batera, retira con esfuerzo los piesuno tras otro. Slo veis por doquiera entre ese mis-mo fango acuoso granadas sin estallar, cascos debombas, balas de can, seales de toda suerte delcampo de batalla... Os parece or a corta distancia el

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    ruido de un proyectil que cae, y por todas partes osllega el silbar de las granadas que, ora zumban comoavispas, ora gimen y hienden los aires vibrando co-mo una cuerda de instrumento, dominndolo todoel tronar siniestro del can, que os sacude de pies acabeza aterrorizndoos.

    -Este es el cuarto baluarte; el lugar verda-deramente terrible -os decs, experimentando ligeraemocin de orgullo y otra inmensa de mal compri-mido miedo. No es verdad; sois el juguete de unailusin. Aquello no es an el baluarte nmero cua-tro; es el reducto de Jason, un puesto que, compara-tivamente no es ni de peligro ni espantoso. Parallegar al baluarte, tomad por aquella angosta trinche-ra que sigue agachndose el soldado. Podr ser quehallis de nuevo camillas, marineros y soldados conazadones y palas; hilos conductores que van a lasminas, abrigos de tierra, tambin fangosos, dondeno pueden deslizarse arrastras ms que dos hom-bres y donde los plastuny3 de los batallones del MarNegro viven, comen, fuman y se calzan entre trozosde hierro fundido de todas forma, esparcidos pordoquier. Otros cien pasos ms y llegis a la batera,,

    3 Tiradores

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    una planicie hendida por zanjas, rodeada de cesto-nes, cubierta de tierra, de traveses y de caones so-bre sus explanadas. Tal vez encontraris all a cuatroo cinco marineros que juegan a los naipes, protegi-dos por el parapeto y un oficial de marina que, alver aparecer una cara nueva, un curioso, se com-placer en iniciaros en los detalles de su domicilio ypoderos dar todas las explicaciones que apetezcis.Aquel oficial, sentado sobre un can, la con tantatranquilidad un cigarrillo de papel amarillento, pasatan descuidadamente de una caonera a otra y oshabla con sangre fra tan natural, que recobris lavuestra a despecho de las balas que silban aqu enmayor nmero. Lo preguntis y aun atendis a susrelatos. El os describir, si se lo indicis, el bombar-deo del 5, el estado de su batera con un solo cantil, y sus sirvientes reducidos a ocho, y que, noobstante el da 6 por la maana, volva a hacer fuegocon todas sus piezas. Os contar igualmente cmopenetr una bomba el da 5 en un abrigo y destroza once marineros. A travs de una tronera os indica-r los atrincheramientos y bateras del enemigo, delcual os separa nicamente unas treinta y tantas sage-

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    nas4. Aunque, temo que si os Inclinis sobre el planode la caonera para mirar mejor las posicionesenemigas no veis nada, o que, si por ventura dis-tingus algo, os sorprendis al saber que aquel mu-ralln alto, y peascoso que parece estar dos pasos ysobre el cual surgen nubecillas de humo, es preci-samente el enemigo; l, como dicen soldados y ma-rineros.

    Es muy posible que el oficial, por vanidad osencillamente sin propsito deliberado por en-tretenerse, quiera hacer fuego ante vos. A sus voces,el Jefe de pieza y los sirvientes, en total catorce ma-rineros, se aproximaran alegremente al can paracargarlo; unos mordiendo un trozo de galleta, otrosguardndose la negra y apestosa pipa en el bolsillo,mientras que sus claveteadas botas resuenan sobrela explanada. Examinad los semblantes de esoshombres, su aire resuelto, su ademn, y reconocerisen cada uno de los pliegues del curtido rostro depmulos salientes, en cada msculo, en la amplitudde los hombros, en el espesor de los pies, calzadoscon botas colosales, en cada movimiento tranquilo yreposado, los principales elementos de que se com-

    4 Medida lineal rusa.

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    pone la fuerza de Rusia, la simplicidad de espritu yde obstinacin, veris asimismo, que el peligro, lasmiserias y las penalidades de la guerra, han impresoen aquellas fisonomas la conciencia de su dignidad,de una idea elevada, de un sentimiento noble.

    De sbito, formidable estrpitos os hace es-tremecer de pies a cabeza. Y os enseguida silbar elproyectil que va alejndose, mientras que la tupidahumareda de la plvora envuelve la explanada. y lasnegras caras de los marineros que entre ella se mue-ven. Od sus dichos, fijaos en su animacin, y des-cubriris en ellos sentimientos que tal vez noesperabais encontrar: el del odio al enemigo, el de lavenganza.

    -Ha cado de lleno en la tronera; dos muertos;mira, se los llevan!

    Y gritan de jbilo.-Pero mralo; le ha dolido, nos va a dar la vuelta

    - dice una voz, y en efecto, veis a poco brillar un fo-gonazo, seguir el humo, y que el centinela grita des-de el parapeto.

    -Can! -Silba, un proyectil cerca de vosotros yentirrase en el suelo, que perfora, lanzando en tor-no suyo, una lluvia de terrones y de piedras. El co-mandante de la batera se amosea, vuelve a ordenar

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    que carguen el segundo y el tercer can; contesta elenemigo, y experimentis interesantes sensaciones.Veis y os cosas curiossimas. El centinela avisa denuevo can y el mismo fogonazo, igual ruido,igual golpe, salto igual de piedras se reproduce. Mas,si por el contrario grita, mortero os sentiris im-presionado por un silbido regular, quiz agradable,que no podris unir en vuestra mente a nada terri-ble; va aproximndose, aumenta su rapidez, veis elglobo negro caer en tierra y cmo estalla con crepi-tacin metlica. Los cascos hienden los aires silban-do y crujiendo las piedras, sacudidas, chocan entres, y el fango os salpica todo. Ante rumores tan di-versos, sents extraa mezcla de gozo y de terror.Mientras veis el proyectil amenazando caer sobrevos, os acude a la imaginacin infaliblemente la ideade que os ha de matar, pero el amor propio, os sos-tiene y a nadie dais a conocer el pual que os tala-dra, el corazn.

    Por eso, cuando pas sin tocaros, renacis porun instante, cierta sensacin de inapreciable dulzuraapodrase de vos, hasta el punto de que encontrisencanto particular en el peligro, en el juego de la vi-da y de la muerte. Hasta quisierais que la bala o labomba cayese ms cerca, muy cerca de donde estis.

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    Pero he aqu que el centinela anuncia con voz fuertey llena:

    -Un mortero! -y reptense el silbido, el golpe yla explosin, acompaados esta vez de un grito hu-mano. Os acercis al herido a la vez que los camille-ros. Revolcndose en el lodo mezclado de sangre,ofrece extrao aspecto; parte del pecho le fue arran-cada por el casco. En el primer momento, su rostro,sucio de fango, no expresa ms que el susto y la sen-sacin prematura del dolor, sensacin familiar alhombre en aquel estado; pero cuando traen la cami-lla, y en ella acustase l por s mismo sobre el cos-tado libre, exaltada expresin, rfaga de una ideaelevada y contenida viene a iluminar sus facciones.Brillantes los ojos, apretados los dientes, levanta lacabeza con esfuerzo, y cuando los camilleros vacilanlos detiene, y dirigindose a sus compaeros dicecon voz temblorosa: -Adis; perdn hermanos! Quisiera hablar ms an; se ve que trata le deciralgo afectuoso, pero se limita a repetir: -Adis, hermanos mos! ...

    Uno de sus compaeros aproxmase a l, col-cale la gorra en la cabeza y torna, con indiferenteademn a su can. Y ante la expresin de vuestra

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    aterrorizada fisonoma, dice el oficial bostezando,mientras la su cigarrillo de amarillento papel:

    -Lo de cada da, de seis a siete hombres...................................................................................................

    ............................................................................................................

    ..........Y ahora? Acabis de ver a los defensores de

    Sebastopol en el lugar mismo de la defensa, y vol-vis por vuestros mismos pasos, sin prestar, cosaextraa la menor atencin a los proyectiles de cany de fusil que continan cruzando, durante todo elcamino hasta que llegis a las ruinas del teatro. Mar-chis con tranquilidad, con el espritu conmovido yconfortado, pues poseis ya la consoladora, certeza,de que nunca, en ningn lugar ser quebrantada lafuerza del pueblo ruso. Y esa seguridad la habissacado, no de la solidez de los parapetos y de lastrincheras ingeniosamente combinadas, ni de las in-numerables minas y caones apilados unos sobreotros, y de todo aquello de que no comprendis na-da, sino de los ojos y las palabras y la actitud, de to-do eso que se llama el espritu de los defensores deSebastopol.

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    Hay tanta sencillez y tan poco esfuerzo encuanto, hacen, que os persuads de que podran, sifuera preciso, hacer cien veces ms; que podran ha-cerlo todo. Adivinis que los sentimientos que losimpulsan no son los que habis experimentado, va-nidosos, mezquinos, sino otros ms potentes queobligan a los hombres a vivir tranquilamente en ellodo, trabajando y en vela bajo los proyectiles, concien suertes contra una de ser muertos, al revs delo que constituye el lote comn de sus semejantes. Yno es una cruz ni un ascenso; no es la fuerza de lasamenazas lo que los somete a condiciones tan es-pantosas de existencia, es preciso que haya otromvil ms alto. Este mvil hllase en un senti-miento, que se manifiesta muy poco, que se ocultacon pudor, pero que est profundamente arraigadoen el corazn de todo ruso: el amor a la patria. Aho-ra tan slo es cuando se han convertido en realidad,en hechos, aquellas relaciones que circulaban du-rante el primer perodo del sitio de Sebastopol;cuando no haba, ni fortificaciones, ni soldados, niposibilidad de mantenerse all, no obstante, nadieadmita la idea de rendicin, y aquellas palabras deKordiloff, de ese hroe digno de la Grecia antigua,al decir a sus tropas: Hijos mos, moriremos, pero

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    no entregaremos a Sebastopol! Y la respuesta delos valientes soldados, incapaces de hacer frase al-guna: Moriremos, hurra! As os representis f-cilmente, bajo las facciones de los que habis visto,a los hroes de aquel perodo de prueba, que noperdieron el valor y que se aprestaron hasta con j-bilo a morir, no por la defensa de la ciudad, sinopor la de la patria! Rusia conservar durante muchotiempo las seales sublimes de la epopeya de Se-bastopol, de la que el pueblo ruso ha sido el hroe!...

    Declina la tarde; el sol, que va a desaparecer enel horizonte, hiende las nubes grises que lo ocultane ilumina con sus rayos de prpura el mar de verdo-sos reflejos, ondulado ligeramente, cubierto de na-vos y otros buques, y las casitas blancas de laciudad y la poblacin que alli se mueve. En el bule-var, la msica de un regimiento toca un antiguo vals,a cuyas notas, que a lo lejos transmite el agua, neseel estampido de los caonazos en acompaamientoextrao y sorprendente.

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    SEBASTOPOL EN MAYO DE 1855.

    Seis meses han transcurrido desde que la pri-mera bomba lanzada de las fortificaciones de Se-bastopol perfor la tierra, arrojndola sobre los tra-bajos del enemigo; desde aquel da, miles debombas, granadas y balas de can y de fusil no hancesado de cruzar de los baluartes a las trincheras yde las trincheras a los baluartes, cernindose el ngelde la muerte sobre aquel espacio.

    El amor propio de millares de seres, hase vistohumillado en los unos, satisfecho en los otros, oapaciguado por el abrazo de la muerte. Cuntosatades color de rosa bajo envolturas de lienzo! Ysiempre el mismo tronar en las murallas. Desde sucampo, los franceses, impelidos por involuntariosentimiento de ansiedad y terror, examinan en unatarde serena el piso amarillento y hundido de los

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    baluartes de Sebastopol, sobre los cuales van y vie-nen las obscuras siluetas de nuestros marinos;cuentan las troneras, de donde surgen caones dehierro fundido de aspecto feroz; en la torrecilla deltelgrafo, un sargento observa con un anteojo a lossoldados enemigos, sus bateras, sus tiendas, el mo-vimiento de sus columnas sobre el mameln verde yel humo que sale de las trincheras; con igual ardorviene a converger de diferentes partes del mundo,sobre aquel sitio fatal, multitud formada por razasheterogneas y movida por los ms contradictoriosapetitos. La plvora y la sangre no consiguen resol-ver una cuestin que los diplomticos no supieronzanjar.

    I

    En la sitiada Sebastopol, la msica de un re-gimiento toca en el bulevar. Muchedumbre de mili-tares y mujeres vestidas con el traje de los domin-gos, pasase por las avenidas. El sol esplndido deprimavera, sali por la maana sobre las obras desitio de los ingleses, pas luego sobre los baluartes,sobre la ciudad y sobre el cuartel Nicols, espar-ciendo alegremente para todos por igual su luz vivi-

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    ficadora; ahora ya, desciende hacia el lejano azul delmar, que ondula blandamente, rielando con facetasde plata.

    Un oficial de infantera, de elevada estatura, lige-ramente encorvado, sale, calzndose los guantes dedudosa blancura, pero presentables an, de una delas casitas de marineros construidas a la izquierdade la calle de la Marina. Dirgese hacia el bulevarmirndose las botas con aspecto distrado. La ex-presin de su rostro, francamente feo, no revelagran capacidad intelectual; pero la buena fe, el buensentido, la honradez y el amor al orden se leen en lcon claridad. Es poco airoso, y parece sentir algunaconfusin por la torpeza de sus movimientos. Cu-bierto con una gorra usada, viste capote de extraocolor tirando a lila, bajo el cual se distingue la cade-na de oro del reloj; el pantaln es de trabillas y lasbotas limpias y relucientes, Si sus facciones no ates-tiguaran su origen puramente ruso, tomrasele poralemn, por un ayudante de campo o por el oficialde tren de un regimiento (es verdad que le faltan lasespuelas), o bien por uno de aquellos oficiales decaballera que han permutado para tomar parte en lacampaa. Esto era efectivamente, y al subir hacia elbulevar pensaba en la carta que haba recibido poco

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    antes de un ex-compaero suyo, en la actualidadpropietario en el Gobierno de F... y pensaba tam-bin en la mujer de aquel compaero, la plida Na-tacha, de ojos azules, su gran amiga; recordando,sobre todo, el siguiente prrafo:

    Cuando llega El Invlido5, Pupka (as llama elex-hulano a su mujer) preciptase a la antesala, seapodera del peridico y se arroja sobre el dos--dosdel berceau6 en el saln donde pasamos tan buenasveladas de invierno contigo cuando tu regimientoestuvo de guarnicin en esta ciudad. No puedesfigurarte con qu entusiasmo lee las relaciones devuestras heroicas hazaas! Mikhailof, repite confrecuencia hablando de ti, es una perle; me arrojar asu cuello cuando lo vea! Se bate en los baluartes: Il sebat sur les bastions, lui, y le darn la cruz de San Jorge,y hablarn de l todos los peridicos. En fin, quecasi comienzo a sentir celos de ti. Los diarios tardanmuchsimo en llegar, y a pesar de que mil noticiascorren de boca en boca, no es posible dar a todascrdito. Por ejemplo, tus excelentes amigas las demoi-selles a musique, referan ayer que Napolen, cogido

    5 Peridico militar ruso.6 Enrejado de madera cubierto de hiedra, que fue de moda en lossalones rusos en otro tiempo con esa denominacin francesa.

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    prisionero por nuestros cosacos, haba sido llevadoa Petersburgo. Ya comprenders que en eso no pu-de creer!... Poco despus, un recin llegado de la ca-pital, un funcionario agregado al ministerio, jovenencantador y el gran recurso para nuestra ciudad,ahora desierta, nos aseguraba que los nuestros ha-ban ocupado Eupatoria, lo que impido a los france-ses la comunicacin con Balaklava ; que habamosperdido doscientos hombres en la empresa, y elloscerca de quince mil. Mi mujer sinti tanta alegra,que ha bamboch7 toda la noche, y sus presentimien-tos le dicen que has tomado parte en la expedicin yte has distinguido.. A pesar de las palabras, las expresiones sub-rayadas y el tono general de la carta, no poda me-nos el capitn Mikhailof de transportarse en pensa-miento, con dulce y triste satisfaccin, junto a suplida amiga provinciana; recordando sus conversa-ciones sobre los sentimientos en el berceau del saln,y cmo su buen compaero el ex-hulano se enfada-ba y les pona multas en las partidas de naipes atanto de un kopek, cuando lograban organizar algu-na en el gabinete, y cmo su mujer se burlaba de l

    7 Bromeado, chanceado, alborotado.

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    riendo, recordaba la amistad que aquellas buenasgentes le demostraban siempre, y quin sabe si ha-ba algo ms que amistad por parte de su plidaamiga! Todas aquellas figuras evocadas de un cua-dro familiar surgan en su imaginacin, que lesprestaba maravilloso y dulce encanto. Vealas decolor de rosa, y sonriendo ante aquellas imgenes,oprima cariosamente con la mano la carta all enel fondo del bolsillo.

    Tales recuerdos transportaron involuntaria-mente al capitn a sus esperanzas, a sus sueos.

    -Cunto ser -decase mientras segua por laangosta calleja, -el asombro y la alegra de Natachacuando lea en El Invlido que he sido el primero encoger un can y que me han dado la Cruz de SanJorge! Debo ascender a capitn mayor, ya hace mu-cho tiempo que estoy propuesto, y me ser despusmuy fcil, en el transcurso del ao, llegar a jefe debatalln (comandante de ejrcito); pues muchos sonmuertos y no pocos lo habrn de ser an en esacampaa. Mas adelante, en cualquiera otra accinfutura, cuando me haya dado bien a conocer, me da-rn un regimiento, y heme aqu ya teniente coronel,comendador de Santa Ana; luego coronel...

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    Y se vea ya General, honrando, con su visita aNatacha, la viuda de su compaero (el cual, para susclculos, deba morirse por entonces), cuando losacordes de la msica militar llegaron distintamente asus odos; la multitud de paseantes atrajo sus mira-das y encontrse en el bulevar tal y como era, es de-cir, capitn de segunda clase de infantera.

    II

    Acercse desde luego al pabelln junto al enque tocaban algunos msicos: unos cuantos sol-dados del mismo regimiento les servan de atriles,para lo cual mantenan abiertos ante ellos los pape-les de msica, y un no muy numeroso crculo losrodeaba: furrieles, sargentos, criadas y chiquillosocupados ms en mirar que en or. En torno del pa-belln, marinos, ayudantes de oficiales con guanteblanco, permanecan de pie o sentados, o paseaban;ms lejos, en el paseo central, vease una mezcla deoficiales de todas armas y mujeres de todas clases,algunas con sombrero, la mayora de pauelo a lacabeza; otras no llevaban ni sombrero ni pauelo,pero, cosa particular, no haba viejas; todas eran j-venes. Ms abajo, en las calles sombras y olorosas

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    de acacias blancas, distinguanse algunos gruposaislados, en reposo o en marcha. Al ver al capitnMikhailof, nadie demostr el menor jbilo, a excep-cin quiz de los capitanes de su regimiento Objo-gof y Suslikof, que le estrecharon la manocalurosamente; pero el primera no llevaba guantes,sino pantaln de piel de camello y capote rado, y sucara, encendida apareca, cubierta de sudor; el se-gundo hablaba a gritos, con un desenfado molest-simo. En fin, que no era muy halageo pasearsecon tal compaa, sobre todo, en presencia de ofi-ciales enguantados. Entre stos se encontraba, unayudante de campo con el que Mikhailof cambi unsaludo, y un oficial de Estado Mayor, al que tambinhubiera podido saludar por haberse visto con l dosveces en casa de un amigo comn. No senta, pues,positivamente, ningn placer en pasear con aquellosdos compaeros, que encontraba cinco o seis vecesal da, y a los cuales estrechaba todas ellas la mamo;no haba venido al paseo para semejante cosa.

    Hubiera querido acercarse al ayudante de campocon el cual cambiara el saludo, y alternar con aque-llos caballeros, no para que los capitanes Objogof,Suslikof, el teniente Paschtezky y otros le vieran conellos en conversacin, sino sencillamente porque

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    eran personas agradables al corriente de las noticias,y que le habran referido algo nuevo. Por qu tienemiedo Mikhailof y no se decide a abordarlos? Esque se pregunta con inquietud lo que har si esos se-ores no le devuelven el saludo; si continan char-lando entre s, haciendo como que no le han visto ysi se alejan dejndolo solo entre los aristcratas? Lapalabra aristcrata, en sentido de grupo escogido,entresacado del montn, perteneciente a cualquierclase, ha adquirido desde hace algn tiempo entrenosotros, en Rusia, donde no debiera haber echadoraces, a lo que parece, extraordinaria popularidad,penetrando en todas las capas sociales en donde lavanidad se infiltrara. Y dnde no se infiltra tan la-mentable flaqueza? En todas partes, entre los em-pleados, los comerciantes, los furrieles, los oficiales;en Saratof, en Mamadisch, en Venitsy, en tina pala-bra, doquiera que haya hombres. Ahora bien: comoen la ciudad sitiada de Sebastopol hay muchoshombres, hay. tambin muchsima vanidad; lo cualquiere decir que los aristcratas estn en gran nme-ro, por ms que la muerte se cierna constantementesobre las cabezas de todos, aristcratas o no.

    Para el capitn Objogof, el capitn de segunda,Mikhailof, es un aristcrata; para el capitn de se-

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    gunda, Mikhailof, el ayudante de campo Kaluguinser un aristcrata, porque es tal ayudante de cam-po, y se trata con tal otro ayudante; en fin, para Ka-luguin, el conde Nordof ser un aristcrata, porquees ayudante del Emperador.

    Vanidad, vanidad y slo vanidad Hasta juntoal atad y entre gentes prontas a morir por una ideaelevada! No ser, la vanidad el rasgo caracterstico,la enfermedad que distingue al siglo actual? Porqu no se conoca en otro tiempo esta debilidad,ms de lo que eran conocidos el clera o las virue-las? Por qu no existen en nuestros das ms quetres clases de hombres: unos que aceptan la vanidadcomo un hecho existente, necesario, y por conse-cuencia justo, y que se someten a l libremente;otros que la consideran como un elemento nefasto,pero imposible de destruir, y los ltimos que obranbajo su influencia con inconsciente servilismo? Porqu los Homeros y los Shakespeare hablan de amor,de gloria y de sufrimientos mientras que la literaturade nuestro siglo abarca slo la interminable historiadel snobismo de la vanidad?

    Mikhailof, siempre indeciso, pas dos veces pordelante del grupito de aristcratas; a la tercera, ha-cindose violencia, se aproxim a ellos. El grupo se

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    compona de cuatro oficiales, el ayudante de campoKaluguin, a quien Mikhailof conoca; el tambinayudante de campo prncipe Galtzin, aristcrata pa-ra el mismo Kaluguin; el coronel Neferdof, uno delos ciento veintids (apellidbase as un grupo deoficiales de la buena sociedad que haban vuelto alservicio para tomar parte en la guerra), y por ltimo,el capitn de caballera, Praskunin, que tambin figu-raba entre los ciento veintids. Afortunadamentepara Mikhailof, Kaluguin, estaba en la mejor dispo-sicin de nimo (acababa de hablar el General muyconfidencialmente con l y el prncipe Galtzin, re-cin llegado de Petersburgo, habase detenido en sucasa), as es que no crey comprometerse tendiendola mano a un capitn de segunda. Praskunin no sedecidi a tanto, aunque encontraba a menudo a Mi-khailof en el baluarte y hubiese bebido mas de unavez de su vino y su aguardiente, y hasta le debieraadems an doce rublos y medio de una partida defavor. Como conoca poco al prncipe Galtzin, no leagradaba demostrar ante l su intimidad con un se-gundo capitn de infantera; se limit, pues a saludara ste ligeramente.

    -Y bien, capitn -dijo Kaluguin,- cundo vol-vemos a ese baluarte de tres al cuarto? Se acuerda

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    usted de nuestro encuentro en el reducto Schwarz?Se bata bien el cobre! eh?

    - S, se bata - respondi Mikhailof, recordandoaquella noche en que, al subir por la trinchera haciael baluarte, encontr a Kaluguin que caminaba condesenvoltura haciendo sonar de firme su sable - Nome tocaba ir hasta maana - prosigui, - pero tene-mos un oficial enfermo...Y se dispona a contar cmo, aunque no le co-rrespondiera el turno, haba credo deber ocupar elpuesto del teniente Nepchissetzky, porque el co-mandante de la compaa estaba tambin enfermo yslo quedaba, un cadete; pero Kaluguin no le dejconcluir. -Presiento - dijo, volvindose hacia el prn-cipe, Galtzin - que tendremos algo estos das. -Y no pudiera ser que ese algo, ocurriesehoy? - pregunt tmidamente Mikhailof, mirandouno tras otro a Kaluguin y Galtzin.Nadie le contest; el Prncipe hizo un ligero mohn,y dirigiendo una mirada por encima de la gorra deMikhailof.

    -Qu bonita, muchacha! - dijo tras unos mi-nutos de silencio, -all abajo, con el pauelo co-lorado. La conoce usted, capitn?

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    -Es hija de un marinero; vive junto a mi casa-respondi ste.

    -Vamos a verla ms de cerca.Y el prncipe Galtzin se cogi del brazo: por un

    lado a Galuguin, por el otro, al capitn de segunda,persuadido de que proporcionaba a ste, al procederas, viva satisfaccin. Y no se engaaba. Mikhailofera supersticioso, y a sus ojos, gran pecado ocuparsede mujeres antes de entrar en fuego; pero aquel dase las ech de libertino. Ni Kaluguin ni Galtzin sedejaron engaar; la joven del pauelo de color sesorprendi mucho, pues ms de una vez haba ob-servado que el capitn se pona colorado al pasarante su ventana. Praskunin iba detrs de los otros ydaba con el codo al Prncipe, haciendo toda suertede comentarios en francs, pero como el estrechocallejn de rboles no les permita marchar los cua-tro de frente, tuvo que quedarse atrs y cogerse, enla segunda vuelta, al brazo de Servraguine, oficial demarina, conocido por su bravura excepcional y muydeseoso de mezclarse al grupo de los aristcratas.Este valiente pas con jbilo su mano honrada ymusculosa sobre el brazo de Praskunin, a pesar desaber que ste no era de lo ms intachable ni muchomenos. Para explicar al prncipe Galtzin su intimi-

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    dad con aquel marino, Praskunin murmur a su o-do que era un bravo de gran reputacin; pero elPrncipe, que estuviera la vspera en el cuarto ba-luarte, y vio all estallar una bomba a veinte pasos desu persona, considerbase igual en valor a aquel ca-ballero; as es que, convencido de que la mayorparte de las reputaciones son exageradas, no prestla menor atencin a Servraguine.

    Mikhailof se senta tan gozoso al pasear con tanbrillante compaa, que ya ni se acordaba de la pre-ciada carta de F... ni de las lgubres reflexiones quele asaltaran siempre que iba al baluarte. Permaneci,pues, con ellos hasta que lo excluyeron visiblementede su conversacin, evitando sus miradas como pa-ra darle a comprender que poda continuar solo sucamino. Por fin, lo plantaron. A pesar de esto estabatan satisfecho, que, permaneci indiferente ante laexpresin altanera con que el junker8 barn Pesth, seincorpor, descubrindose delante de l. Aquel jo-ven se haba vuelto muy orgulloso desde que pasarasu primera noche bajo el blindaje del baluarte n-mero 5, lo cual lo transform en un hroe a suspropios ojos.

    8 Sargento o suboficial noble.

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    III

    Apenas hubo transpuesto Mikhailof el umbralde su casa, cuando muy diferentes pensamientosasaltaron su imaginacin. Volvi a contemplar sureducido cuarto, en el que la tierra apisonada for-maba el pavimento; sus ventanas deformes, cuyoscristales ausentes haban sido reemplazados portrozos de papel; su antigua cama, sobre la cual vela-se clavado en la pared un tapiz viejo que represen-taba una amazona; las dos pistolas de Tula colgadasa la cabecera, y all mismo, al lado, otra cama pocolimpia cubierta con una colcha de percal; la del jun-ker, que comparta con l el alojamiento. Y vio a suasistente Nikita que se levant del suelo donde esta-ba sentado, rascndose la pelambrera grasienta yenmaraada, y la capa vieja, las botas de servicio, yel paquete preparado para pasar la noche en el ba-luarte; una servilleta de la cual sala el canto de untrozo de queso, y el cuello de una botella de aguar-diente. De pronto se acord que aquella misma no-che deba conducir su compaa a las casasmatas.

    -Me matarn, es la. Fija - djose, -lo presiento;tanto ms, cuanto que me he ofrecido yo mismo a ir,

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    y el que hace un servicio voluntario est siempre se-guro de morir en l. Y qu enfermedad ser la deese maldito Nepchissetzky? Quin sabe? Puedeser que lo est mucho!... Y gracias a l matarn a unhombre; s, lo matarn, de seguro! Aunque... si nome matan, me incluirn en propuesta... Ya he vistola satisfaccin del coronel cuando le ped licenciapara reemplazar a Nepchissetzky, por estar enfer-mo. Si no es el empleo de mayor ser la cruz deVladimiro, seguramente! Y es la dcima tercera vezque voy al baluarte. Oh, oh!, 13; mal nmero, mematarn de fijo; tengo la certeza, lo siento! Sin em-bargo, la compaa no puede ir con un cadete. Y siocurriera algo... la honra del regimiento, la del ejr-cito, podra verse comprometida... Mi deber es ir...S; deber sagrado... Pero de todas maneras, tengo elpresentimiento...

    Y el capitn olvidbase de que haba tenido esemismo presentimiento, con ms o menos fuerza,cada vez que fue al baluarte, e ignoraba que todoscuantos han de entrar en fuego lo experimentansiempre, bien que con diferente intensidad. Peroms tranquilo por la nocin del deber que haba de-sarrollado particularmente, sentse a la mesa y es-cribi una carta, de despedida a su padre; a los diez

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    minutos, con los ojos hmedos, levantse y comen-z a vestirse, repitiendo mentalmente todas las ora-ciones que saba de memoria. Su asistente, unanimalote, medio borracho lo ayud a ponerse lalevita nueva, pues la vieja que usaba de ordinariopara ir al baluarte no estaba recompuesta.

    -Por qu no has arreglado la levita? -No pien-sas mas que en dormir, animal!

    -Dormir...- gru Nikita,- cuando todo el dahay que correr como un perro; se revienta uno! Ydespus de esto aun habr que no dormir!

    -Vuelves a estar borracho, por lo que veo.-No he bebido con su dinero de usted, por qu

    me regaa?...-Silencio, bruto! -grit el capitn, pronto a sa-

    cudir al asistente.Nervioso y agitado como estaba ya, la. estupidez

    de Nikita hacale perder la paciencia. No obstante,apreciaba a aquel hombre, y aun lo toleraba ms delo debido. Tenalo junto s haca ms de doce aos.

    -Bruto, bruto! -repeta el soldado. -Por qu meinjuria usted, seor? Y en qu momento! No estbien insultarme.

    Mikhailof record a qu lugar iba y le dio ver-genza.

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    -Hars perder la paciencia a un santo, Nikita -dijo con voz ms afable.- Deja ah sobre la mesaesta carta dirigida a mi padre; no la toques -aadiruborizndose.

    -Est bien! -repuso Nikita enternecindose bajola influencia del vino que bebiera con su propio di-nero, segn deca, y entornando los ojos prestos allorar.

    De tal modo, que cuando el capitn le grit alsalir de la casa: -Adis Nikita! -estall en ahogadossollozos, y cogiendo la mano de su amo, besselacon gruidos, repitiendo:

    - Adis, barina, adis!Una vieja, mujer de marinero, que estaba senta-

    da en el umbral, no pudo menos, como buena muje-ruca, de tomar parte en aquella escena deenternecimiento: frotndose los ojos con la suciamanga de su vestido, mascull algo a propsito delos amos, que tambin haban de soportar tantosmales, y refiri por centsima vez al ebrio Nikita,cmo ella, la infeliz, quedo viuda como fue muertosu marido en el primer bombardeo, y derribada sucasita, pues la que habitaba ahora no era de su pro-piedad, etc. Cuando el capitn se alej, Nikita en-cendi su pipa, rog a la hija de la patrona que

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    fuera a traer aguardiente, y enjug bien pronto suslgrimas, concluyendo por pelearse con la vieja, porcausa de un vaso que, segn deca, sta le haba roto.

    -Aunque puede ser que slo resulte herido...-deca Mikhailof, al obscurecer, acercndose ya, albaluarte a la cabeza, de su compaa. -Pero dnde?Aqu? o...

    Y se tocaba con el dedo sucesivamente el ab-domen y el pecho.

    -Si siquiera, fuese aqu- pensaba, sealando, laparte superior del muslo- y si la bala no tocase elhueso... Pero si es un casco de granada se concluy!

    Lleg felizmente a las casasmatas, siguiendo porlas trincheras, en la ms completa obscuridad; conauxilio de un oficial de zapadores, puso su gente altrabajo, y despus se sent en un pozo de tirador alabrigo del parapeto. Tirbase muy poco; de tiempoen tiempo, ora en nuestro campo, ora all, brillabaun fogonazo, y la mecha encendida de la bombatrazaba un arco de fuego en el obscuro estrelladocielo pero caan muy lejos los proyectiles; detrs o ala derecha del alojamiento en que el capitn habaseocultado sentndose en el fondo de su cavidad.Comi un trozo de queso, bebi un trago de aguar-

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    diente, encendi un cigarrillo, y rezadas sus ora-ciones, procur dormir.

    IV

    El prncipe Galtzin, el teniente coronel Ne-ferdof y Praskunin ( quien nadie haba invitado ycon el que nadie hablaba, pero que as y todo los se-gua) abandonaron el bulevar para ir a tomar el te acasa de Kaluguin.

    -Concluye de una vez la historia sobre VaskaMendel -deca Kaluguin, que despojndose de la ca-pa se haba sentado junto a la ventana en un sillnbien relleno, mientras se desabrochaba el cuello desu fina camisa de holanda almidonada cuidadosa-mente.

    -Cmo se ha vuelto a casar?- Es curiossimo, os lo aseguro.-Por entonces no se hablaba de otra cosa en

    Petersburgo -respondi riendo el prncipe Galtzin.Y separndose del plano, junto al que se haba

    sentado, acercse a la ventana.- Es de lo que no hay. Conozco todos los de-

    talles...

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    Y vivamente, con ingenio y jovialidad, psose areferir la historia de una intriga amorosa, que pasa-remos en silencio, dado el poco inters que nosofrece. Lo que chocaba ms en todos los presentes,el uno sentado sobre el alfizar de la ventana, elotro al piano y el tercero sobre un mujeble con laspiernas recogidas, era que parecan otros hombrescompletamente distintos de los que antes viramosen el bulevar. Ni el ceo altivo ni la ridcula afecta-cin aparentada, con los oficiales de infantera; all,en familia, mostrbanse tal como eran, buenos chi-cos, alegres y dispuestos. La conversacin girabasobre sus compaeros y amistades de Petersburgo.

    - Y Maslovsky? - Quin? el hulano o el de caballera de la

    Guardia?-Conozco a los dos. En mis tiempos el de la

    Guardia era un muchacho recin salido de la escue-la. Y el mayor, es capitn?

    -S, desde hace mucho tiempo.-Est an con su gitana?-No la dej ya.- Y la conversacin prosigui en aquel tono.El prncipe Galtzin cant muy bien una cancin

    tzgana acompandose al piano. Praskunin, sin que

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    nadie se lo rogara, le hizo el do, y con tal maestra,que lo obligaron a repetirla, lo que lo envaneci mu-cho.

    Un criado trajo, sobre una bandeja de plata, el tecon crema y hojaldres.

    -Srvele al Prncipe -le dijo Kaluguin.-No es extrao -sigui Galtzin bebiendo su ta-

    za junto a la ventana- pensar que estamos en unaciudad sitiada, y que tenemos piano y te con crema;todo ello, en una casa que me gustara mucho habi-tar en Petersburgo?

    - Si no tuviramos siquiera esto -dijo el tenientecoronel, hombre ya maduro, siempre descontento,-la existencia nos sera intolerable. Esta continuaespera de algn suceso... ver a diario morir gente;morir sin cesar!... y vivir en el fango, sin las menorescomodidades.

    -Y nuestros oficiales de infantera -interrumpiKaluguin,- que han de habitar en los baluartes conlos soldados, y compartir con ellos la sopa bajo losblindajes? Cmo se las arreglan?

    -Cmo se las arreglan?-No se cuidan de ropa, es verdad, durante diez

    das, pero son hombres admirables; verdaderos h-roes!

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    Precisamente en aquel momento, entr un ofi-cial de infantera en la estancia.

    -Yo... he... traigo orden... de ver al General... aVuestra Excelencia... de parte del general N... -dijosaludando con timidez.

    Kaluguin se levant, y sin devolver el saludo alrecin venido, sin invitarlo a que se sentara, concierta cortesa mortificante y una sonrisa oficial, lerog que esperase, y continu hablando en francscon Galtzin sin hacer el menor caso del pobre ofi-cial que permaneca plantado en medio de la habita-cin y no saba qu hacer de su persona.

    -Vengo a un asunto urgente -dijo por fin tras unminuto de silencio.

    -Si es as, haga usted el favor de venir conmigo.Y Kaluguin cogi su capa y dirigise a la puerta.

    Pocos instantes despus volva de casa del General.-Vamos, amigos; creo que esta noche arreciara

    la cosa.-Qu, una salida ? -preguntaron los dos a la

    vez.-No s; ya lo veris -respondi con sonrisa

    enigmtica.

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    -Mi comandante est en las fortificaciones; ten-go precisin de ir -dijo Praskunin cindose el sa-ble.

    Nadie le contest; ya deba saber l de sobra loque tena que hacer.

    Praskunin y Neferdof salieron con direccin asus puestos.

    -Adis, caballeros; hasta la vista; ya nos en-contraremos esta noche -gritles Kaluguin desde laventana, mientras que ambos se alejaban al trote lar-go, inclinndose sobre el arzn de sus monturas co-sacas.

    El ruido de los cascos de sus caballos se des-vaneci bien pronto en la obscura calle.

    -Vamos, dime: de verdad habr algo esta no-che? -dijo Galtzin, de codos junto a Kaluguin sobreel alfizar de la ventana, desde donde contemplabancruzar las bombas sobre las fortificaciones.

    -A ti te lo puedo decir; has estado en los ba-luartes? S?

    Aunque Galtzin slo estuviera una vez res-pond con ademn aflirmativo.

    -Pues bien, frente a nuestra luneta haba unatrinchera...

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    Y Kaluguin, que no era un especialista, pero queestaba convencido de la exactitud de sus juicios mi-litares, psose a explicar, embrollndose y emplean-do a roso y belloso los trminos tcnicos defortificacin, el estado de nuestros trabajos, las dis-posiciones del enemigo y el plan de la empresa quese preparaba.

    -Hola, hola, empiezan a tirar de firme contralos alojamientos! Va desde aqu o viene de all esaque ha estallado?

    Y los dos oficiales, apoyados en la ventana, mi-raban las lneas de fuego, trazadas por las bombas alcruzarse en el espacio; el humo blanco de la plvo-ra, los fogonazos que precedan a cada disparo eiluminaban durante un segundo el cielo azul casinegro, y oan el tronar del caoneo que iba aumen-tando.

    -Qu hermoso golpe de vista! -exclam Ka-luguin llamando la atencin de su husped sobreaquel espectculo de belleza real. -Sabes que mu-chas veces no se pueden distinguir las estrellas delas bombas?

    -S, es verdad; ahora la tom por una estrella;pero va cayendo; mrala; revienta. Y aquel lucero,all abajo, cmo se llama? Parece una bomba.

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    -Tengo ya tanta costumbre de ver esto, quecuando vuelva a Rusia, en el cielo estrellado me pa-recer contemplar constelaciones de bombas.

    -Debo yo tomar parte en esta salida? -dijo elPrncipe tras una pausa.

    - Vaya una idea, querido! No pienses en ello;no te dejar ir; no te faltar tiempo.

    -De verdad? Crees que puedo excusarme?En aquel instante, y en la direccin de la mirada

    de ambos interlocutores, escuchse entre el fragorde la artillera el crujido de terribles descargas defusil, mientras mil fogonazos ms pequeos surgany brillaban en toda la lnea.

    -Mira, la cosa va de firme -dijo Kaluguin, - nopuedo or con calma este ruido de la fusilera; meconmueve todo. Gritan hurra! -aadi aplicando elodo hacia los baluartes, de donde llegaba el clamorlejano y prolongado de millares de voces.

    -Quines gritan hurra!, ellos o nosotros?-No lo s, pero se deben batir cuerpo a cuerpo,

    de seguro; no se oye ya la fusilera.Un oficial montado, seguido por un cosaco, lle-

    g al galope bajo la ventana; all se detuvo y echpie a tierra.

    -De dnde viene usted?

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    -Del baluarte, a ver al General.-Vamos, y qu hay? diga usted.-Han atacado; ocupan los alojamientos. Los

    franceses han hecho avanzar sus reservas, atacandoa los nuestros... slo haba dos batallones -deca eloficial con la voz sofocada.

    Era el mismo que vino por la tarde, pero en-tonces se dirigi a la puerta, con aplomo.

    -Y se han retirado?-No -respondi el oficial con acento rudo. Ha

    llegado a tiempo un batalln; los hemos rechazado;pero el coronel del regimiento ha muerto y muchosoficiales; hacen falta refuerzos.

    Y al decir esto, entr con Kaluguin en casa delGeneral adonde no los seguiremos.

    Cinco minutos despus, Kaluguin pasaba haciael baluarte sobre su caballo, montado a la cosaca,gnero de equitacin que parece ocasionar a losayudants singular placer; llevaba algunas rdenes ydeba esperar el resultado definitivo del choque. Encuanto al prncipe Galtzin, agitado por la penosaemocin que producen habitualmente en el especta-dor ocioso los indicios de que comienza un com-bate, sali apresuradamente a la calle para marcharsin rumbo fijo arriba y abajo.

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    V

    Soldados que conducen a los heridos en cami-llas, sosteniendo en brazos a algunos; la calle obscu-ra completamente, y a lo lejos luces que brillan enlas ventanas de un hospital o el alojamiento de unoficial que vela. De los baluartes llega sin interrup-cin el estampido de los caonazos de la fusilera, ycontinan resplandores mil encendiendo elobscursimo horizonte.

    De tiempo en tiempo yese el galopar de un or-denanza, el gemir de un herido, los pasos y las vo-ces de los camilleros, y las exclamaciones de lasmujeres asustadas, que de pie en el umbral de suspuertas, miran en direccin del caoneo.

    Entre estas ltimas encontramos a nuestro co-nocido Nikita, a la vieja, viuda de un marinero, conla cual haba hecho ya aqul las paces, y a la hija deesta ltima, nia de diez aos.

    -AY, Dios mo, Santsima Virgen Madre!-murmura suspirando la pobre mujer, mientras siguecon la vista las bombas que cruzan por los aires deuna parte a otra, semejantes a pelotas de fuego.

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    -Qu desgracia, qu desgracia! No era tan fuerteel primer bombardeo. Mira, mrala cmo revienta lamaldita, all en el barrio, encima precisamente denuestra casa.

    -No, es ms lejos; siempre caen todas en el jar-dn de la ta Arina -dice la chicuela.

    -Dnde estar mi amo? Dnde estar ahora?-gime Nikita, borracho an y balbuceando las pala-bras. -Lo que quiero yo a este amo mo! No sepuede decir! Si, lo que Dios no permita, cometieranel pecado de matarlo, le aseguro a usted, comadre,que no respondo de lo que hara yo. De veras. Es unamo tan bueno... que... no hay palabras para decir-lo... mire usted, yo no lo cambiara por aquellos quejuegan a los naipes ah dentro; de verdad. Puff -concluy por decir Nikita, sealando el cuarto de sucapitn donde el junker Ivatchesky haba organizadocon algunos cadetes una orga en pequeo, para re-mojar la cruz que acababa de recibir.

    -Cuntas estrellas! Cuntas estrellas que co-rren! -exclam la nia rompiendo el silencio que si-guiese al discurso de Nikita. -All, all cae otra! Porqu caen as, mamata?

    -Destruirn nuestra barraca! -deca tan slo lapobre vieja, suspirando y sin contestar a su hija.

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    -Hoy -continu con entonacin de canturria lacharlatancilla- hoy he visto en el cuarto del to, juntoal armario, una bala muy grande; ha agujereado eltecho y ha cado derecha, derecha en el cuarto. Mira,es tan grande, que no se la puede levantar en peso.

    -Las que tienen marido y dinero se han mar-chado -prosegua la vieja- y yo no tengo ms queuna barraca y me la destruyen... Mira, mira cmotiran los malvados! Seor! Dios mo! Cuando yosala de casa del to -continu la nia,- ha cado unabomba all derecha, derecha; ha reventado, con mu-cho ruido. Levant la tierra por muchos sitios, y porpoquito, por poquito, nos alcanza uno de los peda-zos.

    VI

    El prncipe Galtzin iba encontrando cada vezen mayor numero, heridos transportados en cami-llas y otros muchos que se arrastraban por sus pies,o bien se sostenan mutuamente hablando con ca-lor.

    -Cuando cayeron sobre nosotros, hermanos - -deca con voz de bajo un soldado de elevada es-

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    tatura que llevaba dos fusiles al hombro -cuandocayeron sobre, nosotros gritando: Allah, Allah!9 seagolpaban unos sobre otros. Moran los primeros yotros suban detrs. Nada se poda hacer; habatantos, tantos!

    -Vienes del baluarte? -pregunt Galtzin, inte-rrumpiendo al orador.

    -S, Vuestra Nobleza.-Y bien, qu ha pasado all? Cuenta.-Lo que ha pasado?... Pues... mire Vuestra No-

    bleza, su fuerza nos rode; treparon al parapeto, yall pudieron ms que nosotros.

    -Cmo ms? Pero no los habis rechazado?-Vaya! Pues! S!... - Rechazado!... Cuando toda

    su fuerza vino, sobre nosotros; mat a todos noso-tros... y sin socorros...

    El soldado se equivocaba, pues habamos con-servado la trinchera; pero cosa rara y que cualquierapuede comprobar, todo soldado herido en una ac-cin de guerra la cree perdida siempre, y terrible-mente sangrienta.

    9 Los soldados rusos, acostumbrados a batirse con los turcos y a orgritos de guerra, contaron siempre que los franceses gritaban asimismo:Allah!

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    -Sin embargo, me han dicho que los habis re-chazado -replic con mal humor Galtzin. -Serquiz despus que te retiraste?... Hace mucho?

    -Ahora mismo, Vuestra Nobleza; la trincheradebe ser suya; nos llevaban ventaja.

    -Pero, no os ha dado vergenza? i Abandonarla trinchera! Es horroroso! -dijo Galtzin, indignadopor la indiferencia de aquel hombre.

    _ Y cmo no, cuando l es ms fuerte?_ Eh; Vuestra Nobleza! -dijo entonces un sol-

    dado conducido en camilla. - Cmo no aban-donarla cuando nos matan a todos? Ah! S hu-biramos tenido la fuerza no la hubisemos aban-donado nunca. Pero qu hacer? Yo acababa depinchar a uno cuando recib el golpe. Con cuidadohermanos, con cuidado: ay por favor gema el he-rido.

    -Vamos; se vuelve demasiada gente -dijoGaltzin deteniendo otra vez al soldado de los dosfusiles. -Por qu te retiras t, eh? i Alto!

    El soldado obedeci, quitndose la gorra con lamano izquierda.

    - Adnde vas? -sigui severamente el Prncipe-Y quin te ha permitido retirarte?

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    Pero entonces, habindose acercado ms, vioque el brazo derecho del soldado estaba cubierto desangre hasta el codo.

    -Estoy herido, Vuestra Nobleza.-Herido! Dnde?-Aqu, de bala -y ense su brazo. -Pero no s lo

    que me han roto tambin aqu.Y bajando la cabeza, dej ver sobre la nuca me-

    chones de cabellos pegados entre s por la sangrecoagulada.

    -Y ese fusil, de quin es?-Es una carabina francesa, Vuestra Nobleza; la

    he cogido. No me hubiera retirado, pera era precisoconducir a este soldadillo; puede caerse -y el hom-bre seal a un infante que marchaba algunos pasosdelante de ellos arrastrando penosamente la piernaizquierda.

    El prncipe Galtzin sintise cruelmente aver-gonzado de sus injustas sospechas, y conociendoque se turbaba, volvi el rostro, y sin preguntar nivigilar ya a los heridos dirigise a la ambulancia.

    Abrindose camino con trabajo hasta el portal, atravs de los soldados, parihuelas, camilleros queentraban con heridos y salan con cadveres, pene-tr en la Primera sala, lanz una ojeada, en torno

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    suyo, retrocedi involuntariamente y sali con apre-suramiento a la calle. Lo que acaba de ver era dema-siado horrible.

    VII

    La gran sala, sombra y de elevado techo, ilu-minada solamente por cuatro o cinco bujas que losmdicos transportaban para examinar a los pacien-tes, estaba, tal como suena, atestada de gente. Loscamilleros traan sin cesar nuevos heridos y los de-positaban uno junto a otro en tierra; la prisa era tal,que los infelices se empujaban, bandose en lasangre de sus vecinos. Charcos de ella se estancabanen los huecos vacos; la respiracin febril de algunoscentenares de hombres, el sudor de los portadoresde heridos, desprenda de si una atmsfera pesada,espesa, pestfera, en la que ardan sin brillo las bujasencendidas en diferentes puntos de la sala; sentasemurmullo confuso de gemidos, suspiros, ronquidos,que gritos penetrantes interrumpan. Algunas her-manas, cuyos tranquilos rostros expresaban no lacompasin ftil y lacrimosa de la mujer, sino intersdespierto y vivo, se deslizaban de ac para all entre

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    los capotes y las camisas ensangrentadas, pasando aveces sobre los heridos para llevarles medicamen-tos, agua, vendajes e hilas. Los mdicos, con lasmangas remangadas, arrodillados ante los heridos,bajo la luz de las teas que sus ayudantes sostenan,examinaban y sondaban las heridas sin hacer casode los gritos espantosos y de las splicas de los pa-cientes. Sentado sobre una manta junto a la puertaun mayor inscriba el nmero 532.

    -Ivan Bogosef, fusilero, de la 3 compaa, delregimiento, de C... fractura femuris complicata -gritabaal otro extremo de la sala uno de los cirujanos,mientras curaba una pierna rota- Volvedle!

    -Ay, ay! padres mos -murmuraba roncamenteel soldado, suplicando que lo dejaran tranquilo.

    -Perforatio capitis. Simn Neferdof, teniente coro-nel del regimiento N. Tenga usted un poco de pa-ciencia, coronel; no hay medio... tendr que dejarle austed ah -deca un tercero que sondaba con una es-pecie de corchete en la cabeza al desventurado ofi-cial.

    -En nombre del Cielo, concluya usted de unavez!

    -Perforatio pectoris. Sebastin Sereda, de infantera,qu regimiento? Por lo dems es intil; no lo ins-

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    criba usted, moritur. Llevrselo aadi el mdicoalejndose del moribundo, que con la vista vidriosay extraviada agonizaba ya.

    Unos cuarenta soldados camilleros esperaban sucarga a la puerta: de vivos enviados al hospital y demuertos a la capilla. Aguardaban silenciosos, y a ve-ces escapbaseles algn suspiro, mientras contem-plaban aquel cuadro.

    VIII

    Kaluguin encontr muchos ms heridos al di-rigirse al baluarte. Conociendo prcticamente la in-fluencia perjudicial que este espectculo produce enel nimo do todo hombre que va a entrar en fuego,no tan slo no los detuvo para interrogarlos, sinoque se esforz en no prestar atencin a tales en-cuentros.

    Al pie de la montaa se cruz con un oficial derdenes, que bajaba del baluarte a rienda suelta.

    -Zobkin, Zobkin! un momento. -Qu? -De dnde viene usted?-De los alojamientos.

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    -Y bien, qu pasa all? Arrecia la cosa?-Oh! terriblemente.Y el oficial se alej al galope. La fusilera pareca

    ir cesando; en cambio el caoneo prosegua connuevo vigor.

    -Hum! mal negocio- penso Kaluguin.Experimentaba una sensacin indefinible muy

    desagradable; hasta lleg a tener un presentimiento,es decir, una idea muy comn... la idea, de la muerte.

    Kaluguin tena amor propio y nervios de acero;era, en una palabra, lo que se ha convenido en ape-llidar un valiente. No se dej, pues, dominar poraquella primera impresin, sino que reanim su va-lor recordando el caso de un ayudante de Napolenque regres con la cabeza ensangrentada, despusde transmitir una orden urgente.

    -Est usted herido? -le pregunt el Emperador.-Con permiso de Vuestra Majestad, estoy

    muerto! -respondi el ayudante, que cayendo del ca-ballo expir en el sitio.

    Aquella ancdota le gustaba. Colocndose, conla imaginacin en el puesto de aquel ayudante, fusti-g a su caballo, adopt un aire ms a la cosaca, ali-nendose con una mirada con el ordenanza que losegua al trote apoyado en los estribos, lleg al

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    punto donde deba desmontar. All encontr a cua-tro soldados que fumaban su pipa sentados sobreunas piedras.

    -Qu hacis aqui? -les grit.-Mire Vuestra Nobleza; hemos transportado un

    herido, y descansbamos un poco -dijo uno de ellos,ocultando su pipa tras de la espalda y quitndose elgorro.

    -Est bien!... Descansis! Largo; a vuestrospuestos!

    Y ponindose a su frente avanz con ellos porla trinchera, encontrando heridos a cada momento.En lo alto de la meseta gir a la izquierda, y encon-trse, algunos pasos ms all, completamente solo.Un casco de bomba, silb muy cerca de l, yendo asepultarse en la trinchera; una granada que se elevpor los aires pareca dirigirse recta contra su pecho;presa de terror, adelant algunos pasos corriendo yse ech a tierra; pero cuando la granada hubo esta-llado bastante lejos, sinti violenta irritacin contras mismo y levantse; mir en torno suyo, por si al-guien le haba visto echarse al suelo, no haba nadie.

    Cuando el miedo se apodera del alma, no dejaya lugar a otro sentimiento. l, Kaluguin, que se va-

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    nagloriaba de no bajar nunca la cabeza, atraves latrinchera con paso veloz y casi a gatas.

    -Alto! mala seal -se dijo al dar un tropezn,-me matarn hoy, de seguro.

    Respiraba con dificultad; estaba empapado ensudor y admirbase de esto, sin hacer el menor es-fuerzo para dominar su miedo. De pronto, al ruidode unos pasos que se acercaban, incorporse viva-mente, irgui la cabeza, hizo sonar con arroganciasu sable y acort la rapidez de su marcha. Cruzron-se entonces con l un oficial de zapadores y un ma-rinero; aqul le grit:

    -A tierra! -indicndole el punto luminoso deuna bomba que caa con creciente velocidad y brillo.

    El proyectil dio junto a la trinchera; al grito deloficial, Kaluguin hizo un ligero saludo involuntario;despus continu su camino sin pestaear.

    -He ah un valiente! -dijo el marinero, quecontemplaba con sangre fra la cada de la bomba.

    Su vista ya acostumbrada haba calculado quelos cascos no alcanzaran a la trinchera.

    -No ha querido tumbarse!Para llegar al abrigo blindado del comandante

    del baluarte, no le faltaba ya a Kaluguin sino atrave-sar un espacio descubierto, cuando se sinti de nue-

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    vo invadido por terror estpido, su corazn lataagitadamente; subisele la sangre a la cabeza, y sloa costa, de violentsimo esfuerzo sobre s mismo lo-gr alcanzar corriendo el blindaje.

    -Por qu viene usted tan sofocado? -le pre-gunt el General, despus que le fue transmitida laorden de que era portador el ayudante.

    -He venido muy de prisa, Excelencia.-Puedo ofrecerle a usted un vaso de vino?Kaluguin apur un vaso lleno y encendi un ci-

    garrillo. La lucha haba terminado, pero continuabaan el recio caoneo por ambas partes. En el blin-daje se encontraban reunidos el jefe del baluarte yalgunos oficiales, entre ellos Praskunin; referan lospormenores de la accin. La casamata apareca tapi-zada con papel de fondo azul, y amueblbanla uncanap, una cama y una mesa cubierta de papelotes;reloj en la pared y una imagen ante la que arda unalamparilla completaban el adorno. Sentado en ha-bitacin tan confortable, Kaluguin contemplaba to-dos aquellos indicios de una existencia tranqula, ymidiendo a ojo las recias vigas del techo de una, ar-china en cuadro, oa el tronar del can, apagado porlos blindajes, y no poda comprender cmo pudosucumbir dos veces a imperdonables accesos de de-

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    bilidad. Indignado contra s mismo, se hubiera que-rido exponer otra vez a los riesgos de antes, paraponerse as a prueba.

    Un oficial de marina, muy bigotudo y con lacruz de San Jorge sobre su capote de Estado Mayor,lleg en aquel momento a pedirle al General obrerospara poner en estado de servicio dos caonerasdesmoronadas de su batera.

    -Me felicito de verlo, capitn -dijo Kaluguin alrecin venido;- el General me ha encargado pre-guntar a usted si sus caones pueden disparar me-tralla contra las trincheras.

    -Slo una pieza -respondi l con aire indolente.-Vamos a examinarlas...El oficial frunci las cejas, y dijo medio re-

    funfuando -Acabo de pasar all toda la noche, yvengo a descansar un poco. No puede ir usted so-lo? All encontrar a mi segundo, el teniente Kratz,ese le ensear a usted todo.

    El capitn vena mandando desde hacia seis mesesaquella batera, una de las ms peligrosas; desde quecomenz el sitio, y mucho antes de que se constru-yeran los abrigos blindados, no haba abandonadoel baluarte, lo que le hiciera adquirir entre los mari-

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    nos una reputacin de valor a toda prueba, as esque su negativa, sorprendi vivamente a Kaluguin.

    -He aqu lo que son las reputaciones! -se dijo.-Entonces ir solo, con su permiso -aadi concierto retintn, al cual el otro no prest atencinninguna.

    Kaluguin olvidbase que aquel hombre llevabaseis meses completos de vida de baluarte, mientrasl, ajustando bien las cuentas, no haba pasado all,en varias veces, arriba de unas cincuenta horas. Lavanidad, el deseo de brillar, de obtener una recom-pensa, de crearse una reputacin, hasta el placer delpeligro le aguijoneaban an, mientras que el capitnsenta ya indiferencia por todo eso. Tambin habaalardeado, hecho demostraciones de valor, expuestointilmente su vida, esperado y recibido recom-pensas, adquirido su reputacin de oficial valiente;pero hoy todos aquellos estimulantes perdieron yasu poder sobre l; apreciaba las cosas de otra mane-ra, comprendiendo bien que le quedaban pocasprobabilidades de escapar a la muerte. Tras unapermanencia de ms de seis meses en los baluartes,no se arriesgaba a la ligera y limitbase a cumplirestrictamente su deber, de tal modo que el bisooteniente Kratz, que estaba a sus rdenes en la bate-

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    ra, slo desde la semana anterior, y Kaluguin, aquien aqul iba enseando en detalle las obras, pa-recan diez veces ms valientes que el capitn. So-brepujndose el uno al otro, se asomaban al exteriorde las caoneras y trepaban sobre las banquetas ytraveses.

    Terminada la visita, y de vuelta ya al blindaje,tropezse Kaluguin con el General, que se dirigahacia la torrecilla de atalaya, seguido de sus ayudan-tes.

    -Capitn Praskunin -dijo en aquel momento-haga usted el favor de bajar a los alojamientos de laderecha, al segundo batalln de M....que est traba-jando all: que cese en los trabajos, y se retire sinruido a unirse a su regimiento en la reserva, al pie dela montaa. Se entera usted? Condzcalo ustedmismo al regimiento.

    -A la orden! -respondi Praskunin, que se aleja escape.

    El caoneo iba cesando.

    IX

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    -Es este el segundo batalln de M...? -preguntPraskunin a un soldado que transportaba sacos lle-nos de tierra.

    -S.-Dnde est el jefe?

    Mikhailof, suponiendo que preguntaban por el ca-pitn de la compaa, sali del hoyo donde estabaresguardado; llevse la mano a la visera de la gorra yacercse a Praskunin, a quien haba tomado por unjefe.

    -De parte del General... en retirada... inmediata-mente... sin ruido... a retaguardia... ya lo sabe usted...a la reserva... -le dijo Praskunin, mirando de reojoen direccin de los fuegos del enemigo.

    Mikhailof, que a todo esto reconociera a sucompaero, bajo la mano, y hacindose bien cargode la maniobra, dio las rdenes necesarias a su tro-pa. Cogieron los soldados sus fusiles alinearon suscapotes y emprendieron la marcha.

    Quien no lo haya experimentado alguna vez, nopodr apreciar nunca la intensidad del jbilo, quesiente un hombre al alejarse, despus de tres horasde bombardeo, de lugar tan peligroso como losalojamientos de una obra de fortificacin. Duranteesas tres horas, Mikhailof, que no sin motivo pen-

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    saba en la muerto como en cosa inevitable, habatenido tiempo de habituarse a la idea de que serairremisiblemente muerto y de que no perteneca yaal mundo de los vivos. A pesar de esto, costle ha-cer un esfuerzo violento para no correr, cuando sa-li do los alojamientos a la cabeza de su compaa yal lado de Praskunin.

    -Hasta la vista! Buen viaje! -gritle el mayorque mandaba el batalln que haba quedado en losalojamientos.

    Mkhailof haba compartido con l su queso,sentados los dos en el hoyo al abrigo del parapeto.

    -Lo mismo digo. Buena suerte! Me parece quela cosa va amainando.

    Pero apenas haba pronunciado estas palabras,cuando el enemigo, que repar sin duda el movi-miento, volvi a tirar de firme; los nuestros contes-taron, y el fuego de can se reanud con violencia.Brillaban las estrellas, pero sin resplandor; la nocheera muy obscura; tan slo el fulgor de los fogonazosy la explosin de las granadas iluminaban, duranteunos segundos los objetos prximos; los soldados,en silencio, caminando rpidamente, adelantbanseunos a otros; se oa tan slo el ruido regular de suspasos sobre el piso endurecido, acompaado por el

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    estampido incesante del caoneo, el choque metli-co de las bayonetas al chocar entre s, y el suspiro, ola plegaria de algn soldado.

    -Seor, Seor!De vez en cuando gema un herido y oase pedir

    una camilla. En la compaa mandada por Mikhai-lof, el fuego de la artillera llevaba ya puestos fuerade combate veintisis hombres desde la tarde ante-rior. Un fogonazo ilumin las lejanas tinieblas delhorizonte; el centinela grit desde el baluarte

    Ca... n!Y un proyectil, silbando por encima de Ia com-

    paa, fue a hundirse en tierra, socavndola y ha-ciendo saltar mil terrones y pedruscos.

    -Que el demonio se los lleve! Qu despacioandan! -decase Praskunin, mirando hacia atrs acada momento, y sin dejar de seguir a Mikhailof.-Podra adelantarme, puesto que ya comuniqu or-den... Pero... no, no; en el acto iran diciendo queera una gallina!... Pase lo que pase, ir con ellos.

    -Por qu me sigue ste? -decase por su parteMikhailof. -He reparado que siempre trae consigo ladesgracia, Y otra bomba que viene... derecha hacianosotros... me parece...

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    Algunos pasos ms all encontraron a Kaluguin,que haca golpear airosamente su sable contra laspiedras; iba a los alojamientos; el General lo enviabaa preguntar si avanzaban los trabajos; pero a la vistade Mikhailof, se dijo que en lugar de exponerse aaquel fuego terrible, lo cual no le haba sido ordena-do, poda muy bien informarse interrogando al ofi-cial que regresaba de all. Mikhailof le dio, en efecto,todos los detalles precisos; Kaluguin lo acompaun rato, y por ltimo, volvi a seguir la trincheraque conduca al abrigo blindado

    -Qu hay de nuevo? Pregunto el oficial que ce-naba solo dentro de este reducto.

    -Nada; creo que no habr ms fuego esta noche.-Cmo! Qu no habr? Al contrario, el Gene-

    ral acaba de subir al baluarte; ha venido otro regi-miento. Ademas oiga usted, otra vez la fusilera.-No vaya usted, para qu aadi viendo a Kaluguinhacer un movimiento.

    Debera ir, no obstante, decase ste, pero porotra parte, no me he expuesto bastante al peligropor hoy? El fuego es terrible.

    -Es verdad dijo en alta voz -ser mejor queme espere aqu.

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    Veinte rninutos despus volvi el Generalacompaado por sus oficiales, entre los que estabael junker barn Pesth. Pero Praskunin no vena.Los alojamientos haban sido tomados y vueltos arecuperar por nuestra gente.

    Y tras de or los detalles circunstanciados de laempresa, Kaluguin sali con Pesth del abrigo.

    X

    -Tiene usted sangre en el capote; se ha