Eldelirio de monjas muertas Aguofuerte, aguotinta

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El delirio de IlIS monjas muertas No. 6 Aguofuerte, aguotinta y punta seca 45 X5(i cm 1973

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El delirio de IlIS monjas muertas No. 6Aguofuerte, aguotinta y punta seca45 X5(i cm1973

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LA APARICION DEL MANUALDE LITERATURA COLOMBIANAMarco Palacios·

La aparición de este Manual de LiteraturaColombiana, contribuirá sin duda alguna aprofundizar y ensanchar el conocimiento y

comprensión de nuestro patrimonio literario. Sus-citará, yeso debemos esperar, una crítica metódi-ca y erudita de los especialistas en estas materias.

De mi parte, y a conciencia de aparecer pedante,quisiera proponer algunas reflexiones de un ca-rácter más general que no pueden soslayar la lite-ratura como expresión creadora nacida de un mo-mento circunstancial o de una época, de unos inci-dentes especiales o de un cuadro histórico com-plejo, y, menos, intentarían evadir el presente na-cional.

Literatura sin adjetivos

Cuando la lingüística gana un lugar prominenteentre las ciencias y la filosofía en razón de que

el lenguaje se ha convertido en uno de los proble-mas capitales para el hombre del siglo XX, la lite-ratura escrita, arma crítica por antonomasia, vaachicándose ante la embestida expansionista de laradio, el cine, el video, la televisión (local o plane-taria), medios masivos más expuestos a convertirel melodrama en truculencia y ramplonería, aptaspara generar los artificios antidemocrático~ de lasociedad consumista.

Con todo, somos herederos de la edad románticaque atribuyó al hombre lo que era dable pensarsólo de Dios: el acto de creación. Concebimos conla mayor naturalidad que arte y literatura soncreaciones del genio expresivo de artistas y poe-tas. No pensamos las palabras como herramientasexclusivas para designar la realidad nombrandolos objetos; del mismo modo pensamos que el artedesistió de "imitar la naturaleza" para recrearlaenteramente. A las funciones establecidas del len-guaje hemos añadido aquellas que subrayan su ca-rácter cotidiano, colectivo, nacional, que no per-

• Palabras con ocasión de la entrega del Manual de Literatura Co-lombiana (Planeta. Procultura) el6 de mayo de 1988. en la Feria In-ternacional del Libro.

miten expresar más intensa y claramente senti-mientos y emociones cuyos contenidos no seríandiáfanamente inteligibles sino en la lengua mater-na.

Estas concepciones se han extremado conducien-do a suponer una literatura circunscrita. No merefiero al nacionalismo literario, fenómeno socio-político perfectamente explicable, sino a la pre-tensión de fijar en el Estado nacional el ámbito decircunscripción de los fenómenos poéticos y lite-rarios; ni siquiera en la geografía de la lengua cas-tellana o de la región hispanoamericana. Las con-tundentes observaciones formuladas por EzequielMartínez Estrada (La literatura y la formulaciónde la conciencia nacional) sobre lo "patrio" y lo"nacional" refiriéndose a la Argentina, o las pro-posiciones de un Reyes, un Borges o un Paz entomo a la universalidad de la literatura, caen entierra estéril ante la porfía en transferir las propie-dades del sustantivo literatura al adjetivo nacio-nal1•

Pero una literatura "nacional" en nuestra regiónha servido para solapar el carácter apoltronado ysubalterno de generaciones de escritores proclivesa la pompa y al engaño estético-social sobre loscuales se afianza la dictadura de la cultura "culta"sobre la cultura popular.

Lo culto, lo popular, lo nacional

La separación de aguas entre lo culto y lo popu-lar (en algunas variantes entre "civilización" y

"barbarie", entre pueblos con escritura e historiay pueblos con una oralidad ahistórica), arrebata ala expresión vernácula su posibilidad de devenirliteratura con los mismos fueros de la literaturaculta. En su clamada bastardía, lo "popular", lo"folk" , se abandona al escrutinio de antropólogosy sociólogos. Este Manual, quizás sin proponérse-lo sus editores, excluye de sus análisis el mundo

1. Antonio Alatorre. "En torno al concepto de literatura 'nacio-nal'''. Diálogos. El Colegio de México No. 110. Marzo-abril, 1983.pp. 6-10.

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conocido de las canciones, coplas y trovas, de esapoesía "ignorada y olvidada" por las élites y queflorece en las tradiciones orales (campesinas, in-dígenas, de barriada); enterrada en el pueblo,como el rosado Soacha esta poesía, reverbera confuerza y frescura lírica o primariamente sentimen-talo picaresca y juglaresca, distante de toda pre-ceptiva formalista.

Si esto es chocante, también irrita el "problemanacional" inmerso en la secuencia que trans-

formó el Virreinato de la Nueva Granada en Re-pública de Colombia. Aunque no se han estableci-do -ni por vía hipotética-los términos de la solu-ción de continuidad entre la tradición literaria co-lonial y la republicana, como por arte de magiaaparece lo "nacional", extiende cartas de ciudada-nía a lo colonial, apropiándoselo. El Carnero, vál-ganos el ejemplo, escrito en 1636 y, según se dice,en estilo para entonces reputadamente arcaico,quedó inédito hasta 1859, cuando su primer edi-tor, tan urgido de raíces nacionales como los sub-siguientes, decidió que la obra del santafereñoRodríguez Freyle constituía incuestionablepreámbulo de las letras colombianas.

La historiografía colombiana no puede explicarestas peripecias ideológicas, de la misma maneraque no ha conseguido aclarar satisfactoriamentecuáles fueron las condiciones revolucionarias, po-líticas y culturales, que definieron la transición (oacaso la ruptura) del orden colonial al orden repu-blicano.

La gloria y ambición de los libertadores cayó enun limbo literario, en la domesticidad chismosa yen la intriga -verbigracia, las Ibáñez o los destinosde los empréstitos británicos. De la Independen-cia no se desgajaron escuelas literarias, musicaleso pictóricas acreedoras a ese nombre. Prosperó enliteratura un género oratorio y planfletario y lapoesía satinada que celebraba el culto oficial auna patria iconográfica. Las primeras generacio-nes republicanas se dedicaron a elaborar una vi-sión del mundo impregnada de añoranza parro-quial recogida en esos manuales costumbristas deeducación para la rusticidad y la "malicia" artifi-ciales. La literatura se orientó a ensalzar valores ysímbolos raizales y a cultivar la diferencia caracte-rística de un mundo social jerarquizado a la espa-ñola, aunque las convenciones e ideales socialesse importaran de París y Londres. No ocultaron,por supuesto, la desconfianza que les inspirabanlas figuras emergentes tales como los diferentesestereotipos de político republicano, de cacharre-ro sin abolengo, de arriero rico y semianalfabeta.

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Este talante quedó refundido en el costumbrismoy alcanzó de lleno la producción romántica deci-monónica.

El poder de la imaginación

Alos historiadores, como a los hombres de le-tras, nos atrae la exactitud de las palabras y

su ambigüedad una vez que van formando una fra-se o un texto. Nos seduce la magia de hilar unaspalabras con otras hasta dar cuenta de una reali-dad. No obstante, para historiadores, creadoresliterarios o ensayistas podría tratarse de distintosórdenes de realidad. En sus Lectures on Don Qui-xote (New York, 1982), Nabokov abre baterías deeste modo: "Debemos evitar al máximo el errorfatal de buscar la llamada "vida real" en las nove-las. No tratemos de conciliar la ficción de los he-chos con los hechos de la ficción. Don Quijote esun cuento de hadas y también lo son La Casa De-solada y Almas Muertas. Madame Bovary y AnaKarenina son supremos cuentos de hadas. Perosin esos cuentos de hadas el mundo no sería real".

Nabokov alude al fenómeno infinito de la inven-ción literaria. Sugiere que el poder sustantivo dela literatura reside en su capacidad de liberar lasenergías de un pueblo convocando su fantasía yenalteciendo el sentido trascendente de su vida;apelando a sus aptitudes para crear vida social ehistoria. Esa potestad que envidiarían sátrapas ysoberanos absolutos, aguarda humildemente en eloficio y el designio del escritor.

¿Y qué pasa con nuestros escritores, en su disocia-ción aparente del resto de colombianos? Quienesnos hemos dedicado a la historiografía social yeconómica, podríamos investigar cuáles han sidolos elementos constructivos y las materias primasde la producción literaria, el temperamento de lospúblicos, el círculo de los lectores potenciales oreales y así sucesivamente. Pero no sabemos dequé modo la invención literaria ha transformado laimaginación, la sensibilidad y las convencionescolectivas o cómo ha empeñado o aclarado las vi-siones e ideales que nuestras sociedades regiona-les han forjado de sí mismas o de las demás, o unasclases sociales respecto de otras ... Quizás poda-mos precisar las filiaciones y renovaciones estéti-cas y estilísticas de nuestros escritores, del mismomodo que podríamos elaborar una taxonomía so-bre la filiación y trayectoria ideológicas de nues-tros hombres públicos. Pero, con estos últimos,todavía no sabríamos decir qué hicieron con susideas, cómo las transformaron en acción y con qué

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saldos. Podríamos dar cuenta de las relaciones-<on el olor de la guayaba, o de la pólvora- entrelos intelectuales, los literatos y el poder en los últi-mos cien años, pero quizás dejaríamos lagunasque los apremios del presente -desde el que se in-terpreta y reinterpreta todo pasado- convertiríanen mares de confusión y, como Hobbes propuso,la verdad brota más fácilmente del error que de laconfusión.

Cultura política, literatura e historiografía

Hobbes viene a cuento. La cultura política co-lombiana moldea y permea cualquier plano o

resquicio del carácter nacional, de la retórica pú-blica o privada, de los negocios más enmarañadoso de los más entrañables secretos de confesiona-rio. Aunque nuestro conocimiento de ella es pre-cario, podemos preguntarnos qué acontece hoy,cuando se vuelve insostenible y absurda la preten-sión de que "nacional" es aquello que la culturaculta y política definen ex cathedra.

Nuestra cultura política, se dice, contiene un pro-pósito civilizatorio. Hace un siglo se expresabacon frases de este tenor: el boga del Magdalenadebe ser ascendido gradualmente a bostonianocívico; hoy no nos asombraríamos si algunos bos-tonianos quisiesen transformarse en boas y... cha-potear por el Magdalena Medio; pero ese asuntonos llevaría a otra parte. Nuestro tema es este:¿qué ha quedado de la civilización política colom-biana?

A menudo se encarga a la historiografía y a la lite-ratura recobrar los hilos perdidos de la memoriacolectiva. En esta operación de rescate, muchosde sus oficiantes buscan signos inequívocos: ver-bigracia, que los credos bipartidistas han sido, sony serán la base de la continuidad nacional. Sobresemejante petición de principio se han yuxtapues-to simbolismos y mitos de origen de la república.Su imagen, literaria e historiográficamente, sepresenta con orgullo y desenfado más patricia queplebeya, más burocrática que patriótica y máscriolla que mestiza. Surgen, entre otros, los mitosde la Atenas Suramericana o del Estado de Dere-cho. Aunque poetas y novelistas de las últimas ge-neraciones nos han aliviado el peso de tales mitos,rasgando los velos de la hipocresía del lenguaje li-terario decimonónico, historiadores y políticosque tienen su esperanza puesta en el pasado seobstinan en alimentarlos.

De tiempo atrás, los estudiosos advierten queAmérica Latina soporta una larvada cultura de

violencia y clientelismo. El Estado de Derechopresenta una fachada cuyos basamentos son, dehecho, la práctica clientelista y la violencia, recur-sos de poder que se refuerzan recíprocamente.Pero nos hemos asegurado que los colombianosestamos a salvo de esa regla latinoamericana. Noshemos salvado en la medida en que desde la Inde-pendencia el patriciado creó una visión civilista ylegalista del desarrollo político, enteramente afínal proceso de guerras civiles que desató en el mis-mo año de 1811, en pos de la hegemonía sustituti-va del poder de la Corona. El clientelismo, cuyasraíces probablemente no son republicanas, y laviolencia (históricamente más banderiza, guerri-llera o bandolera que castrense) han imprimidoun colorido intenso,' idiosincrático, al cuadro detramas y episodios de la vida colombiana. Peronos confortamos: somos excepcionales entrenuestros vecinos. Hemos forjado de ellos unaimagen ajustada a esa necesidad de concebirnosejemplares. En la caricatura y en la conversaciónprivada se insinúa que los venezolanos son mula-tos bastos y altaneros y los ecuatorianos indios convalium, unos y otros distanciadísimos del demo-crático discurrir de nuestra polis ateniense.

Cultura culta, educación pública yviolencia

Empero, la Atenas suramericana (que le sacótantos aplausos hipócritas al adulador Miguel

Cané y lúcidas observaciones al embajador JoséAntonio Soffia) era una aldea extendida en la fér-til sabana, sucia y muy andina. Sus mayorías mes-tizas vivían descalzas, en miseria económica y cul-tural y en el analfabetismo. Por miseria culturalentiéndase desarraigo y anomia en una ciudad fe-rozmente desigual e insolidaria que, al crecercaóticamente en el siglo veinte, no puede ofrecerun "paradigma de civilización" a sus semejantesde Lima, Quito, Caracas o Guadalajara ... y la ca-pital compendiaba "lo mejor" del país. Para negaresa fea realidad fue preciso separar radicalmentela cultura culta de la educación popular. El postu-lado que definía la escuela pública como elementosustantivo en la integración de una nacionalidadmoderna, registró en Colombia ecos débiles, apa-gados a fin de siglo por la reacción regeneracionis-ta, que arreció en su clericalismo y espíritu ultra-godo después de la muerte de Núñez. Las fraccio-nes de la élite alejadas de las mercedes clientelis-tas y de los privilegios económicos de dudosa orto-grafía del régimen de la Regeneración, despacha-ban detrás de sus mostradores en la calle Real,desmontaban tierras, especulaban, y entonaban

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himnos al libre pensamiento y al laissez-faire,mientras sus primos se desempeñaban en destinospúblicos, en la literatura de circunstancia o en elperiodismo electorero y fugaz con excepciones

. que, como los anni mirabiles de la literatura "na-cional", caben en los dedos de una mano. En tan-to, la iglesia dispensaba la educación básica, e in-doctrinaba a una fracción de la población. El Es-tado tomaba una cuota aún más reducida: no esta-ban los tiempos para que los pudientes pagaranlos impuestos que demandaba el funcionamientodel sistema de educación pública pregonado des-de los tiempos de Bolívar y Santander.

De esta manera, al comenzar el siglo XX la"cultura" había sido transfigurada en pro-

ducto de lujo, en moda, en fórmula de etiqueta,en bien de consumo estamental, mucho antes delarribo de la sociedad capitalista de consumo.

Estas observaciones son pertinentes porque esta-mos padeciendo unas circunstancias de violenciaubicua y aguda, de dolor y sinrazón. Se habla decarencia de valores, de debilidad endémica del sis-tema educativo, del divorcio de la cultura "occi-dental y cristiana" y el comportamiento y morali-dad públicas. Se afirma que la ausencia o la debili-dad de los valores es una de las causas, si nó la másimportante, del clima de violencia que nos enfer-ma y que esperamos con viva esperanza no escalehasta el punto de que, como lo señalan tantas ex-periencias históricas recientes en el Tercer Mun-do, quede anulado por la dictadura y el autorita-rismo que se imponen, en primera instancia, pararestaurar el orden y reconstruir las pautas básicasde toda convivencia.

Intelectuales y creadores, periodistas y profesoresuniversitarios, y no sólo campesinos, sindicalistasy hombres de empresa, viven en el miedo desata-do por maquinarias minúsculas (de las cuales lasmás irracionales y corruptoras son las del narco-tráfico) que prosiguen una guerra descodificada,sin honor, ni altruismo; sin principios discerni-bles, simplemente ciega y sanguinaria.

Registramos una cuota de exilios y no sabemos sisomos espectadores (¿podemos ser espectado-res?) de un proceso creciente de envilecimientode la vida humana y de la libertad individual, o siapenas padecemos síntomas pasajeros de fácil te-rapéutica.

La palabra, en vez de iluminar y dignificar me-diante el diálogo, va cediéndole espacios al grito oal silencio (menos indecorosos que la mentira).

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Llevamos el lastre de una práctica histórica de dis-gregación cultural y segregación social. Ante estasituación hobbsiana, o sea simultáneamente anó-mica, insolidaria y violenta, la cultura culta estáen obligación de replantearse y reorientar la di-rección de sus nexos esenciales; debe convergercon la educación pública para postular una tablade valores conforme a la realidad que exige mayordignificación de la persona humana mediante laigualdad de oportunidades. Ha sido superado concreces el pedido tradicionalista de élites cortas demiras y rasas de moral que, ahora, después de ha-ber torpedeado las nociones y el ejercicio del in-tervencionismo del Estado (claro, cuando no vaen su provecho económico) se espantan ante la su-puesta ingobernabilidad del pueblo colombiano.

En esta situación, cuál es la responsabilidad de losintelectuales?

La responsabilidad de los escritores

Con serio empeño, María Mercedes Carranzaescribe en la nota editorial de la Revista de la

Casa Silva, La Poesía tiene la palabra: " ... en mo-mentos como éste, en el que se han degradado losvalores básicos de una colectividad y especialmen-te el respeto a la vida y los términos elementalesen medio de los cuales debe desarrollarse la convi-vencia dentro de una sociedad, la poesía reitera yafirma hasta desgañitarse esos valores: otra razónpara usar y abusar de ella".

Parece llegando uno de esos momentos en que losescritores fijen las cotas de su responsabilidad ciu-dadana. Debemos saber a qué y a quién sirven losescritores y qué concepción proponen sobre susdeberes sociales más elementales, -entre los cua-les debe figurar el enriquecimiento cultural de to-dos los colombianos. Habría también que antici-parse a quienes no dudarían en utilizar este Ma-nual para pregonar que poseemos una gloriosatradición de valores literarios. Sin calificarla (auramediocritas, recuerda con imistencia Jaime Jara-millo Uribe), esa tradición no puede anunciarsecomo un código literario para la nueva generaciónde escritores, ni debe servir de expediente parallevar ofrendas al altar de una falsa conciencia so-bre la nacionalidad.

Los veintisiete autores de los treinta ensayos quecomponen la obra que hoy se entrega, muestran ydemuestran, como anota la introducción del Ma-nual, la vitalidad de un "mapa pluralista" que qui-siéramos ver replicado en el mapa social, políticoy geográfico de Colombia.