Elogio de La Locura

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Elogio de La Locura

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  • Marta Traba

    Naci en Buenos Aires en 1930. En 1950 se grada de profesora ^,n Letras en la Universidad de Buenos Aires. Entre 1951-1953 reali-za estudios de Historia del arte con G.C. Argan en Roma, R. Huygue y P. Francastel en Pars. En 1954 se radica en Colombia donde resi-dir hasta 1968. En Bogot fue profesora de Historia del Arte, direc-tora de programacin artstica en la Televisora Nacional, fundadora del Museo de Arte Moderno y directora de Cultura en la Universidad Nacional. En 1966 obtiene el premio de novela de Casa de las Am-ricas, La Habana. Dos aos ms tarde, en 1968, gana una beca en Guggenheim. En 1969 vive en Montevideo y entre 1970-1971 en San Juan como 11,-. '",,tinvitada de la Universidad de Puerto Rico. A partir d' en Caracas como profesora investigadora de la ' Central. Desde 1979 hasta 1983 vivi, primero en W- ,gton D.C. y en Pars. En 1983 recibi la ciudadana colom-

    ..1. Escribi ms de quince libros de crtica y de historia del arte entre los que figuran: Seis artistas contemporneos colombianos, Bogot (1963); Dos dcadas vulnerables en las artes plsticas de Latinoamrica, Mxico (1973); Mirar en Bogot, Bogot (1977), y muchos otros, algunos an inditos.

    Marta Traba hizo de la crtica de arte en Colombia una profesin definida y sistematizada, aportando a las discusiones de las artes vi-suales una pasin y simultneamente una capacidad analtica des-conocidas en la historia del arte del pas. Profunda conocedora e im-pulsora de la obra de Alejandro Obregn y Felza Bursztyn, la autora ilumina en sus dos esplndidos ensayos inditos los procesos crea-tivos de ambos artistas.

    MAA f A TRABA

    Elogio de a locura

    Feliza Bursztyn Alejandro Obregn

  • MARTA TRABA

    Bursztyn/Obregn Elogio de la locura

  • 7067

    CONTENIDO

    L PARTE FELIZA BURSZTYN

    Todos los derechos reservados Copyright laEd. 1986 Universidad Nacional de Colombia ISBN: 958-628-035-7 Diseo Portada Gustavo Zalamea Impreso por EMPRESA EDITORIAL UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA Apdo. Areo 37855 Bogot 1, Colombia.

    A FAVOR DE LA HISTORIA 9 II CONTRA LA HISTORIA III LOS CONTEXTOS

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    II. PARTE OBREGON

    I OBREGON APARECE EN ESCENA 39 II EL HORIZONTE INVISIBLE 50 III CLAVE EN TORO MAYOR 55 IV OBREGON Y LA PINTURA POLITICA 60 V MIRAR LA OBRA 64

    CRONOLOGIA DE OBREGON 75 BIBLIOGRAFIA DE REVISTAS Y PERIODI- COS 81

  • I Feliza Bursztyn

  • I- A FAVOR DE LA HISTORIA En 1958, una exposicin presentada en la Librera Central

    de Bogot sacudi el panorama inerte de la escultura colom-biana. La desconocida autora de figuritas de yeso que recor-daban la lnea loca y romntica de Giacometti-Germaine Ri-chier, se llamaba Feliza Bursztyn.

    La pintura colombiana, ese mismo ao, daba el salto a la modernidad con "La camera degli spossi", obra de Fernando Botero, tela extraordinaria que abra al arte nacional un cam-po de persuasiva originalidad.

    Pero la escultura, que por razones obviamente relaciona-das con la dificultad prctica de trabajo en un pas y una cultu-ra subdesarrollados, siempre va a la zaga de la pintura, sufra ese ao, en el mencionado XI Saln oficial, una lamentable recada, al ser premiada la obra de Julio Fajardo, exponente de un facilismo decorativo y vaco. Sin embargo en 1946 Ed-gar Negret haba ganado, en el VII Saln Nacional, un tercer premio inconcebible, "Diploma de honor de segunda clase", por su retrato escultrico de Daniel Arango donde ya apuntaba un notable talento: despus de lo cual (resulta ape-nas lgico), se march a Nueva York buscando una compren-sin ms apropiada y de all pas a Europa, para regresar a instalarse en los Estados Unidos en 1955, con las esculturas de metal pintado que lo haran famoso, ejecutadas por primera vez en Mallorca.

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  • Tambin en 1958 se destaca otro pintor esplndido, que de-sembocar en la escultura: Eduardo Ramrez Villamizar. Su pintura abstracta del Banco de Bogot, que va hacia los relie-ves blancos que sern expuestos el ao siguiente, cierra su pe-rodo pictrico.

    De modo que cuando Feliza se presenta por primera vez en Bogot, despus de vivir en Nueva York, no hay, en Colom-bia, ms escultor moderno que ella.

    Miguel Sop y Jos Domingo Rodrguez haban mantenido bien la dignidad de la vieja visin escultrica, hasta mediados de 1940. Hugo Martnez, heredero de esa tradicin y esa dig-nidad, trat intilmente de prolongar un destino clausurado con la generacin de Maillol y Barlach: el destino de la escul-tura como "volumen metafrico", como depsito de la belle-za, la furia o el drama de los cuerpos. Es verdad que muchos cuerpos se han producido despus de ese cierre, pero ahora son depositarios de los problemas de la escultura que capitali-za, al fin, su revancha sobre los contenidos metafricos; bien sea perforando el cuerpo (Henry Moore), atndolo (Reg Bu-tler), momificndolo (George Segal), soldndolo (Leonard Baskin).

    En el momento en que aparece Feliza, tanto Negret como Ramrez Villamizar visualizan muy claramente el campo de volmenes donde actuarn. Su escenario no aceptar ninguna versin de la figura humana, como tampoco sus equivalentes orgnicos. En la misma forma radical como se excluye la ima-gen del hombre, se decide, en ambos casos, adoptar un mto-do de trabajo derivado de la geometra. Pero ninguno de los dos pierde de vista, (y en gran parte esto refuerza sus mritos), que la escultura puede ser una retribucin para el pblico; la entrega de un objeto inventado del cual derive una autntica felicidad para el hombre; la grande, la mxima prueba de la in-vencin; instalarse en el reino de lo concreto, de las inevita-bles analogas con los objetos, los espacios y los edificios des-viando la amplitud de ese cauce hacia el placer de la forma y el ajuste perfecto de las invenciones tridimensionales.

    Feliza, no obstante, -y desde ya a contracorriente-, insiste en las figuras humanas. Su trabajo, que no hubiera sido origi-nal en Europa ni en los Estados Unidos, resulta explosivo para

    Colombia, dados los antecedentes que enumero. La figura hu-mana, mal perpetuada en aquellos volmenes metafricos de segunda o tercera mano, se libera de repente en los amasijos de alambre y yeso. Pero, -de la misma manera que la sabidu-ra posterior de la escultura de Negret est impresa en cual-quier trabajo en metal de 1950, y la obstinacin inteligente y decantada de Ramrez Villamizar lo conduce. a partir de las pinturas del mismo ao, a la gradual eliminacin de lo super-fluo,- las primeras figuritas ejecutadas por Feliza definen un actitud que se mantendr tan irrevocable como la de sus com-paeros.

    Dichas figuritas nos aclaran varias elecciones que no harn sino confirmarse a lo largo de su carrera.

    Una de ellas es la presentacin orgnica de las formas.

    Otra, la produccin de la escultura sirvindose de materia-les de desecho, que a su vez condicionarn ese carcter inalte-rablemente desordenado y anrquico que imprimir su sello.

    Su pasaje por el yeso y tambin por la figura humana se ter-mina bien rpidamente. En 1961 ya trabaja en una serie de modelos reducidos de chatarras. De una vez queda incorpora-da al tratamiento directo de los metales y contribuye a la de-rrota definitiva de la escultura evocativa y del volumen meta-frico, puesto que la proliferacin de los encargos de monu-mentos alusivos adelantada por Arenas Betancur no traspon-dr los lmites de Antioquia, Caldas, Risaralda o la historia enterrada en los campos de Boyac.

    Gracias a Feliza Bursztyn, a Edgar Negret y a Eduardo Ra-mrez Villamizar, la escultura adquiere una autonoma y pres-tigio que ejercen sobre la educacin plstica del espectador colombiano un poder innegable.

    Dos lneas quedan separadas de modo tajante: la del escul-tor que sigue produciendo monumentos y obras alegricas en una tarea siempre ms sujeta a las demandas del cliente y a la obligatoria apologa de las instituciones, y la del escultor que coloca la plstica nacional en el cuadro de la modernidad, es-tablece nuevos cdigos y propone nuevas experiencias sensi-bles y visuales.

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  • Confirmando esta segunda opcin, de 1963 a 1965, sucesi-vamente, ganan el Premio Nacional de Escultura Edgar Ne-gret, Eduardo Ramrez Villamizar y Feliza Bursztyn. Echada la suerte de la escultura colombiana, los tres demostrarn con su obra que tales decisiones no estaban erradas. A diez aos de distancia, es posible verificarlo con tanta tranquilidad desa-pasionada, como entusiasta certeza.

    II. CONTRA LA HISTORIA La tarea ms difcil que se le puede presentar a un crtico es

    escribir sobre la obra de Feliza Bursztyn.

    Promovida por el desorden y meticulosamente instalada en el desorden, su equivalente visual es la anarqua y las perma-nentes contradicciones de la estructura. Se la podra enfocar por el lado de la estructura ausente, que justifica el acto deli-berado de la desorganizacin como argumento-soporte del discurso plstico. Tambin se la puede seguir de acuerdo con la cronologa y con la descripcin de sus variables intereses, con lo cual se deduce fcilmente que la broma inicial comenza-da por las figuritas de yeso y no concluida sino culminada, has-ta ahora, por las camas, al transformarse en una gigantesca broma ya no es olvidable, sino que se convierte en zona irriso-ria, donde se mantiene viva la intencin de poner todo en tela de juicio y descalificar la vertiente convencional de su socie-dad. Asimismo es posible examinarla como revolucionaria "per se", en la medida en que se verifica una continua pugna con lo establecido, aunque tal camino nos conduce peligrosa-mente al anti-programa respecto al programa, a la anti-forma slo discernible cuando se opone a la forma. La exuberancia del material y su autntica dosis de locura, tientan la policrti-ca, la aproximacin mltiple a datos que suelen ser ms ambi-guos todava que los enigmticos que habitualmente ofrece la obra de arte.

    Hasta ahora, adems, los abordajes a la obra de Feliza Bursztyn han cado en la trampa de su personalidad, y en la tentacin de confundirla con la obra: y aunque obra y autor sean slo uno, en este caso es la lectura del personaje y no de la obra lo que ha motivado la larga y acertada descripcin de Hernando Valencia Goelkel, el poema de Juan Gustavo Cobo Borda, y hasta mis propias presentaciones (referencias biblio-grficas, por otra parte, extremadamente limitadas). En este

    juego en que camos todos, siento, no obstante, que el espec-tador queda excluido. No posee esa clave ntima de compren-sin y est nicamente frente a una obra que por lo general lo excede y rebasa sus lmites petceptivos y sus costumbres vi-suales.

    En todo espectador, as sea de la manera ms intuitiva o sal-vaje, hay un potencial buscador de orden. Pero la obra de Fe-liza conduce hasta lmites exasperados ese fenmeno actual de la produccin de "cdigos particulares" que anot tan inte-ligentemente Umberto Eco. Cada obra contempornea ten-dra, segn dicha lectura, un cdigo privado a desentraar, y slo quienes estn en el secreto podran acceder a ella. Feliza Bursztyn, quien ha trabajado con repertorios ya acuados por la escultura actual universal, que los ha vertido a sus datos per-sonales de expresin, y los ha entregado, en un trabajo sin cuartel, a un pblico que generalmente se senta agraviado por ellos y los rechazaba, no slo no escapa a esa modalidad del arte actual, sino que debe afrontar su cdigo privado a la falta de costumbre de un grupo humano lastrado por las tradi-ciones y visualmente anacrnico: le corresponde destruir las convenciones del ojo, subvertir el orden mediante un espec-tculo inusual, proclamar la anarqua de las formas. Slo en esta ampliacin del radio de su trabajo la obra deja de ser be-neficio de unos pocos, y, por las buenas o por las malas, se ins-tala en una sociedad que la resiente profundamente y se re-vuelve contra ella.

    Aunque cualquier obra producida en Latinoamrica sea, por su ubicacin y situacin, automticamente "hecho so-cial", algunas, como la de Feliza, son hecho "anti-social". De ah que interese profundamente desentraarla, puesto que sus resultados reconducen a los conflictos que ha provocado en el seno de una sociedad conservadora y esttica, reticente a las conmociones de diversa ndole.

    Si se afirma que Feliza, desde un principio, ha planeado el desorden, podra parecer un contrasentido. Hay que intentar la explicacin de este punto, repetido y acentuado a lo largo de la obra, como primera prueba de que su proyecto est ale-jado de la improvisacin y lo gua un propsito bien distante de la arbitrariedad momentnea.

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  • El desorden de los primeros yesos no me interesa demasia-do para la hiptesis con que quiero trabajar, a saber, la de que el desorden exige una cuidadosa planeacin y conduce a lo que Jacques Derrida llama "el juego de la estructura". Es cier-to que los yesos desordenan el material: pero toda forma alre-dedor de un eje (en este caso la columna vertebral de las figu-ras), as como toda analoga con la imagen humana (as se trate del ms voraz monstruo de Dubuffet), persisten como una ayuda-memoria que sin cesar evoca al hombre.

    No obstante, no hay que descartar completamente los ye-sos, y puede considerrselos como una primera pista para de-tectar esa alegre y ruidosa melancola que teir toda su obra, siempre fluctuante entre la afirmacin de vida y un ancestral escepticismo (no desligado de su origen judo), respecto a las satisfacciones que el comn de la gente busca en esa vida.

    Las figuras de yeso son destratadas, en cuanto a la propor-cin y a los modelos escultricos convencionales, pero no maltratadas: nunca habr maltrato en las formas pensadas por Feliza, sino ms bien diversin e incredulidad acerca de sus posibilidades de belleza convencional. La carrera del hombre por asegurar su tranquilidad en un tejido slido de convencio-nes establecidas, no le interesa para nada a Feliza, lo cual no significa que carezca de ambicin y que empuje por todos los medios su obra hacia adelante para tratar de imponerla. Su in credulidad existe frente al destino de las cosas: le importa un presente feliz, un momento intenso de dicha o de pnico. Su obra est fundada en la excitacin del presente. En este senti-do, es la primera escultora "desechable" que ha habido y hay en Colombia, la primera y nica inventora de "happenings" y situaciones efmeras.

    Tal incredulidad representa lo opuesto al destino "sub espe-ciae aeternitatus", que auguran a sus obras los concienzu-dos productores que son Negret y Ramrez Villamizar. Mien-tras las obras de estos ltimos gozan de una vejez esplndida, y el laberinto minimalista que Ramrez Villamizar emplaz en los cerros de Bogot en 1973, lo mismo que la notable escultu-ra colocada por Edgar Negret en el patio del Banco Ganade-ro (Bogot), sern las piezas maestras para mostrar a las gene-raciones futuras, las obras de Feliza se herrumbran y descom-ponen, no adquieren ptina sino que se carcomen y envilecen,

    se les desprenden fragmentos, se destruyen como si fueran mquinas entre divertidas e infernales que trabajan cuando nadie las observa. De ah que la chatarra le haya resultado mucho ms eficaz que el yeso, puesto que prefiguraba esa ra-dical incredulidad en la permanencia, ese desgano de lo eter-no, ese horror de la pompa y los honores de la forma estable, que acicatean su condicin de provocadora.

    La hiptesis de la estructura como juego puede argumen-tarse a fondo en las chatarras.

    Derrida explica que la estructura fue concebida, hasta la poca moderna, como una organizacin relacionada con un centro destinado a orientarla y equilibrarla, que permita el juego de elementos en el interior de la forma total. La ruptura se produce, para l, cuando comienza a pensarse en una es-tructura des-centrada, y ese punto central deja de concebirse como un lugar fijo para convertirse en una funcin, en "una especie de no-lugar donde se jugaban al infinito las sustitucio-nes de los signos".

    Aunque Feliza est autnticamente ausente de las especula-ciones lingsticas o filosficas que han producido esa y otras rupturas con el pensamiento del siglo XIX, su trabajo es, an-tes que cualquier otra cosa, un campo que permea incesante-mente lo que ocurre a su alrededor. Aos de vida y trabajo en Nueva York, viajes errticos por el mundo, enfrentamientos tenaces con los nuevos materiales, han facilitado tal permea-bilidad. De ah que. el desorden de las chatarras no sea ms que aparente e imprima, an a pesar de la autora, ese des-centramiento de las estructuras que obliga a pensar gran parte del arte moderno de manera diferente, y a reconocer una nue-va situacin de la estructura interna de las obras.

    Lo que importa de las chatarras, por encima de su aparien-cia catica, y del uso previsible de materiales en boga en el momento, es la concepcin que les da origen. Se reconoce en-tonces el desorden como una categora, no como un acciden-te. Para eso Feliza Bursztyn se vale de sus intuiciones, de una sensibilidad que no le falla y del encarnizamiento particular por ilustrar la belleza y la vida segn un patrn antagnico a los modelos tradicionales.

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  • Justamente porque el desorden no es la accin en s, sino un medio para ilustrar la belleza y la vida, es que Feliza busca un sistema para expresar el desorden.

    La mayora de las chatarras que se vieron en el mismo pe-rodo en otras partes del mundo, entre el 60 y el 65, presen-taban un desafo claro a la sociedad de consumo o procedan de las contradicciones de las vanguardias tironeadas simult-neamente por el tedio repetitivo y por las exigencias de sus in-saciables promotores. Pero Feliza no trabaja como una van-guardista. Ni su adopcin de la chatarra estaba hostigada por la urgencia de crear algo distinto, ni la hostigaban las galeras o un sistema compulsivo de compraventa de arte, inexistente en Colombia. Hay que decir que no slo nadie la apremiaba sino que nadie la reciba y que plantar chatarra en Bogot en 1960 era, literalmente, arar en el mar.

    Su inclinacin a la chatarra responde a motivos mucho ms personales y solitarios: al hallazgo de un material loco y prcti-camente inagotable, proteiforme e imprevisible, cuyas varia-bles carecen de lmite. Parece el material ms apto para des-cribir los movimientos, la diversin y la propia dinmica de la vida: puede plasmar ese gnero de la belleza que debe ser te-rrible, esa invulnerable destruccin, esa felicidad devorada por la tristeza: en una palabra, puede plasmar las contradic-ciones, la irrisin. Feliza, con la chatarra, hace una eleccin de medios que a su vez piensa como elementos de un sistema, y capacita ese sistema como vehculo de transmisin de viven-cias y sensaciones.

    En el desorden ordenado, en el juego agitado de las estruc-turas sin centro se lee, por supuesto, un argumento general: sera imposible y peligroso entrar en interpretaciones porme-norizadas de la chatarra. Lo que se lee, es un amasijo de hierros viejos, desechos, resortes, tubos, tuercas, tornillos, autoriza-dos por la autora a trasmitir un punto de vista personal acerca de vida y belleza. Quien no lo entienda as, quedar, frente a estas obras, en los lmites fijados por la percepcin: ver for-mas que se ierguen o lanzan al vaco, generalmente sostenidas por una base o pie de hierro o tubera, artefacto o plancha me-tlica que las mantienen reformulando inevitables analogas con el cuerpo humano. Todas las chatarras de este perodo son seres vivos (anlogas a seres vivos): gente, plantas, rbo-

    les, objetos de pie. La base est obligada a sostener a veces una cabeza, o copa enorme y francamente desproporcionada, como pas con la escultura ganadora del Saln Nacional de 1965, y con la obra premiada en el Primer Saln ESSO de Ar- tistas Jvenes.

    En todos los casos, el sistema formal y el significativo se fun-den en una unidad. Al igual que Negret y Ramrez Villamizar, ella fue capaz de establecer esa unidad del signo en la escultu-ra, que ha sido fundamental para incorporarla al lenguaje mo-derno.

    El sistema de configuraciones en las chatarras ejecutadas del 60 al 65 es uno, pero las variables son muchas. Los mismos materiales de desecho aceptan ser presentados tal cual, lo que permite identificar un verdadero arsenal de tornillos, tuercas, engranajes, bateras, procedentes de los basureros de Bogot, aplastados y alterados hasta ser irreconocibles, segn tengan que representar un papel especfico en la cabeza de las chata- rras.

    El movimiento ascendente de estas piezas no es slo lo que facilita, como ya dijimos, la analoga con la figura, humana u orgnica. El modo de coronarlas, los remates que se constitu-yen en el verdadero cuerpo de la escultura, resultan fuertes ncleos donde se concentra el vigor expresivo de la obra.

    Este encarnizamiento porque la chatarra contenga dentro de s misma la mayor vitalidad y la genuina sorpresa de existir, contituyen su mxima proeza. Parece mentira que sea tan di-fcil que la vitalidad de una chatarra conmueva al espectador, cuando ese mismo espectador no tiene inconveniente en acep-tar como bello el follaje desordenado de un rbol o el nudo catico de un grupo de jugadores de rugby: esto confirma que se le permite y hasta reclama al espectculo, lo que se le niega al arte.

    El placer del desorden, tanto para el ojo como para la men-te del espectador, proviene en gran parte de su inmediata ca-pacidad para totalizarlo, reducindolo a un punto ptico satis-factorio. Lo mismo debera ocurrir con la chatarra de Feliza, cuyo sistema de asociaciones empuja al mismo objetivo, es de-cir, a la codificacin del desorden: a su resumen, en tanto que

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  • forma, y a su presentacin como tema de vida, en tanto que significado: como verdad ms prxima a la visin cotidiana, que los ejercicios estticos inscritos en espacio, ritmo y sime-tra.

    En las chatarras no hay espacio, ni tampoco ritmo. El juego de la estructura declara su ruidosa simpata hacia ncleos apretados y hacia efusiones del ncleo. A este sistema doble le conciernen muy poco los sueos y los delirios, puesto que s-tos son parte de un drama que las chatarras descartan. En cambio, indudablemente lo alimenta esa fantasa plcida siempre disponible, que nace en gran parte del propio trabajo. La fantasa "sobre la marcha" que maneja Feliza corresponde a una actividad esencialmente mitopotica. Irreal y arbitraria, se deja arrastrar por las seducciones temporarias. No se niega a nada: acepta las acumulaciones sin ningn espritu de sacrifi-cio, dentro de un hedonismo radical que slo se resuelve h-bilmente gracias a sus intuiciones.

    Las chatarras constituyen un perodo particularmente afor-tunado de la escultura de Feliza Bursztyn.

    Adems de su estipulacin voluntaria del desorden, y de la claridad con que se emite un sistema dispuesto a dar testimo-nio de la vida por encima de las apariencias, Feliza decide en ese perodo el cambio de escala, que va desde el monumental homenaje a Alfonso Lpez Pumarejo, destinado a instalarse en la Universidad, (pero sin llevarse a la prctica por la pol-mica que suscit en su momento), hasta las pequeas piezas de chatarra donde trabaja con materiales reconocibles: entre otros, tornillos, bujas de automviles y teclados de mquinas de escribir.

    El monumento a Lpez fue demasiado lejos en su esperan-za de haber vencido el conservatismo natural de la sociedad colombiana, lo mismo que el monumento a la juventud, pro-yectado por Edgar Negret, despus de una oposicin encar-nizada, pudo erigirse finalmente en Medelln en medio de las diatribas y los ataques fsicos ms virulentos. A pesar de que en su momento se barajaron todos los argumentos pertinen-tes, explicando el aspecto elusivo (no alusivo) y simblico que caracteriza la estatuaria monumental contempornea, el mo-numento a Lpez no pas, pese a su estructura sorprendente-

    mente ordenada y armnica, compuesta por cilndros de tube-ra metlica de distintos dimetros, gradualmente dispuestos en una evidente intencin verticalista. Ni los tubos en s mis-mos, ni la relacin ascendente de unos y otros, posean esa ori-ginalidad absoluta que el pblico reclama cuando ya todas las dems protestas han sido razonablemente absueltas: por el contrario, sin duda en mayor medida que Edgar Negret y Ra-mrez Villamizar, Feliza siempre ha trabajado en zonas traji-nadas anteriormente por otros artistas extranjeros, sin inco-modarse porque la filiaran, en general malignamente, dentro de familias ms o menos conocidas por el pblico local. Quie-ro decir con esto que no es una "plagiaria encubierta", como varias veces se ha intentado presentarla, sino una artista para la cual la originalidad cuenta poco, y el mundo contempor-neo de las formas es una especie de "self-service" a cara descu-bierta, donde el que quiere se sirve lo que le conviene, y lo que depende de l es el uso inteligente y sensible de haga de ese re-pertorio bsico adquirido. En el caso particular del monumen-to a Lpez, lo importante era su escala, los poderosos dime-tros de los tubos y las interrupciones rtmicas, ms bien entre-cortadas, que busc para unificar el bloque formal. Tambin el emplazamiento sobre un espejo de agua diseado a propsi-to, la localizacin en una zona boscosa de la Universidad Na-cional, tenan para Feliza, mientras trabajaba en el proyecto, el encanto y el entusiasmo que derivan del uso de las cosas. Es-cultura evidentemente pragmtica, hecha para ser usada, gas-tada y consumida, vuelve a resultarnos muy parecida a su con-cepto de la vida, y a su desdn por la astucia calculadora.

    As como lo declar en su momento, sigo pensando que fu una verdadera lstima que tal monumento no se haya realiza-do, y que esa torre ascendente no recuerde a uno de los pocos hombres polticos colombianos que merecen permanecer en la memoria popular.

    Quiero contraponer con la seriedad del "proyecto Lpez", otra escultura pblica que Feliza llev a cabo sin pena ni glo-ria, en la Feria de Bogot de 1973. Dicha pieza consista en una enorme cantidad de viruta de acero armada como un ma-nojo espontneo izado por una gra (perteneciente a la exhi-bicin industrial), que lo mantena en lo alto. De nuevo se ad-vierte aqu el acierto de la ubicacin, la manera gil y adecua-da para pensar las cosas dentro del contexto que mejor las to-lera.

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  • La gravedad de la torre de homenaje a Lpez, lo mismo que el conjunto divertido y loco de la viruta en la Feria, y su inge-niosa mostracin al pblico, prueban una vez ms su criterio tanto para buscar una visin popular como para subvertir lo establecido.

    Esa misma simpata por el "otro", por el pblico, aflora en la escenografa que proyect y realiz para "El cementerio de automviles", obra del dramaturgo espaol Arrabal, pues-ta en escena en Bogot en 1974(?). El reto era difcil. Los mu-rales o conjuntos pblicos en chatarra, como por ejemplo la excelente composicin con elementos de chatarra hecha por Manuel Felgurez para un teatro de Mxico D.F., sucumben siempre a la tirana de la pared y al prestigio de la organizacin muralista. Pero Feliza hizo caso omiso de tales antecedentes y peligros. La chatarra fue colocada tal cual es en el escenario, dejando slo los espacios de deslizamientos, entradas y salidas de los personajes. En cambio de amontonar elementos peque-os, Feliza busc en este caso grandes placas, tapas de depsi-to. puertas y ventanas viejas, rejas enteras, tubos, volviendo a darle a ese descomunal desorden la trama fuerte de lo contex-tual, de lo ya visto y desaparecido en la memoria, pero re-gresado a la superficie por la brutalidad orgnica del material. La grandeza de los despojos qued impresa en esa gran esce-nografa, acorde, adems, con el texto "negro" y la truculen-cia bastante barata de Arrabal: ajustes que vuelven a calificar esa gracia desmaada y salvaje con que ella se mueve en su ta-rea.

    El monumento a Gandhi es otra brava prueba de escultura pblica. "Hasta ahora ha escrito su fiel Hernando Valencia Goelkel, el apogeo de la chatarra son las toneladas de hierro del monumento a Gandhi que, contra los cerros ms grises que verdes o la tierra brutal de las canteras, o contra el declive soso de los barrios que se deslizan hacia occidente por la calle cien, es el nico esplendor que le han conferido a la ciudad dos o tres generaciones de arte "moderno". Me detengo, prefe-rentemente, en una observacin que el mismo Valencia Goel-kel hace de inmediato, recordando que Gandhi, el de las pier-nas esculidas, es ms parecido a las primeras esculturas de Feliza que sus obras posteriores. Yo pienso que el monumen-to a Gandhi es una escultura fallida en tanto que monumento: podra funcionar bien como mini- escultura, pero aguanta mal

    la ampliacin de la escala, porque el formato no es lo suficien-temente slido para enfrentarse a un paisaje excluyente. As como el monumento a Lpez se beneficia de la gran escala, el monumento a Gandhi sufre, en mi opinin, del error de am-pliar la escala: el despotismo de la cordillera lo liquida y la cha-tarra resulta tan esculida como lo es Gandhi en el recuerdo, sin que sea factible, desde luego, pensar que se trata de un in-tento figurativo.

    1966 es un ao importante en la obra de Feliza Bursztyn.

    Ese ao presenta su conjunto de esculturas en lmina de metal, movidas por motores, a las que denomina "histricas", convirtiendo el rea del Museo de Arte Moderno de Bogot, (entonces ubicado en la Ciudad Universitaria), en un gran es-pectculo interdisciplinario, que abarcaba desde la proyec-cin sinfin de la pelcula sobre las "histricas", realizada por Luis Ernesto Arocha, hasta el ruido desarticulado y enloque-cedor que producan las esculturas en movimiento.

    En las "histricas", el juego de la estructura se pone al des-cubierto.

    No hay que pensar que porque el material se alnea ahora en las cintas de lmina de metal renunciando a la variedad y lo-cura de la chatarra; porque se sale del permetro de los dese-chos inmviles y se resuelve a convertirse en mquina anima-da, (lo cual supone un cuidadoso planteamiento de los ritmos motorizados), Feliza haya abandonado su aficin por el desor-den. Lejos de ser piezas controlables, las "histricas" son caticas, padecen de incurables excesos, de malformaciones congnitas y de un invariable descuido en las soldaduras y jun-tas resueltas emotivamente. Lo que busca Feliza Bursztyn en las "histricas" es recortar esa totalizaein de la vida que signi-ficaron las chatarras, y sealar formas vitales ms precisas y concretas, casi siempre analgicas.

    Las "histricas" son, con respecto a las chatarras anteriores, "artefactos", es decir, objetos a mitad de camino entre la es-pontaneidad y la construccin. Los artefactos apuntalan la irona y la antisolemnidad de esta obra, que quedaban flotan-tes en la chatarra. Ms an, estn apoyados en ambas situacio-nes, y como insisten, con enftica tozudez, en reiterar estos

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  • datos de estilo hasta que la gente los admita, los convierten, fi-nalmente, en categoras.

    Las "histricas" fueron mejor recibidas por el pblico que las chatarras precedentes, porque Feliza ya no revolva la ba-sura en busca de desperdicios metlicos, pero quienes pensa-ron que sobrevena una mengua de la imaginacin, se equivo-caron de medio a medio.

    El conjunto de las "histricas" fue ms afilado y cortopun-zante que la chatarra. Se trat de una especie de "diversin conminatoria", que obligaba a or rechinamientos, movimien-tos convulsos de la lmina recortada, de formas que ocupaban el espacio ms netamente que la chatarra. Por otra parte, nada se perdi respecto a la imaginacin orgnica: el nuevo proyec-to insisti en animar los materiales y darles ms voz que la que tendran por s mismos.

    Envolventes y sinuosas, la mayora de las "histricas" que-dan inscritas en el arabesco, que resulta malicioso y no mera-mente ornamental, debido al tipo de material y las relaciones internas de las lminas, perdiendo as la inocencia decorativa. El arabesco de las "histricas" es intrincado y mltiple y no re-conduce, como el modelo tradicional el arabesco, el remate sensual de una forma dada, sino que se vuelve casi siempre so-bre s mismo para enredarse deliberadamente. Entran unos en otros y regresan casi siempre, como referente, a la cinta de lmina cortada. Las "histricas" dan siempre la impresin de una forma desplegada en sus infinitas variables: ejercicio y juego, el trabajo de las "histricas" afirma el permanente re-chazo de Feliza Bursztyn por los caminos unvocos, que signi-fican siempre para ella la mutilacin de la vida. En este senti-do, convalidan la libertad de las chatarras y en cierto modo la exasperan, porque la chatarra era muda, obraba por choque y presencia, mientras que las "histricas" son ruidosas y autosu-ficientes.

    En las "histricas", como posteriormente en las "camas", Feliza ingresa a otra zona de su curiosidad social: la zona de los comportamientos.

    Las "histricas" se comportan y se refieren a comporta-mientos. Actun con la misma arbitrariedad y desenfado que

    los seres vivos, gracias a los gestos que les imponen sus moto-res respectivos. Como siempre, Feliza sostiene su trabajo so-bre contradicciones: la libertad de las "histricas" es una es-clavitud al motor. Desenchufadas, yacen como formas gene-ralmente armoniosas pero impotentes, a la espera de alguien que las manipule. Si la alegra de las piezas de chatarra es tran-sitoria y est marcada por la desesperanza, a su vez el dinamis-mo de las histricas tambin es pasajero, queda librado a la eficacia del motor. Cuando no se mueven, las "histricas" re-sultan estructuras casuales: las conexiones de unas y otras cin-tas de lmina cortada, y la relacin de las cintas con lminas de base o de fondo, nunca son demasiado buscadas. El azar sigue cargando una gran responsabilidad en esta escritura artstica que no est muy lejos de la escritura automtica, aunque nada tenga que ver con los sueos sino con el trabajo manual y con la imaginacin encendida en estado de vigilia.

    "Las histricas" fue un ttulo antisolemne y, desde luego, evidentemente provocador. Escptica sobre su propia estabi-lidad y sobre la solidez de lo femenino, Feliza pone en femeni-no las histricas como la cosa ms natural del mundo. Pero ni siquiera esta provocacin impide verlas como lo que realmen-te son: como un nuevo trabajo de recorte de metales, soldadu-ra y construccin libre, que se ha impuesto y le sirve para ma-quinar esculturas cada vez ms grandes, por ejemplo crculos de metal multiplicados merced a esa mana resonante de lan-zarse a las aventuras mayores, no estarse quieta, y renunciar a la tranquilidad que deriva de un descubrimiento bien solucio-nado.

    El sistema envolvente de las "histricas" mayores tuvo mu-cho que ver con el descubrimiento de los ritmos. Pero una vez que descubre que el ritmo nace de la repeticin de un mdulo, se desentiende de l, puesto que advierte que el ritmo es una consigna de orden. La capacidad imaginativa de Feliza es mu-cho ms aparente en las "histricas" que en las primeras chata-rras. Pese a ser ejecutadas en el mismo material, ni ellas ni sus movimientos se parecen entre s, y es imposible imaginarlas como nuevo modelo visual. La energa de la diferencia no quiere ser opacada por la apata que conlleva un modelo repe-tido. Tumultuosamente, las "histricas" desembocan en un repertorio catico de formas elaboradas con lminas de metal: quietas, temblorosas o convulsivas.

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  • Coherente con su necesidad de desorden vital, el movi-miento que le imprime a sus "histricas", (despus de manejos autodidactas de diferentes motores conseguidos de cualquier manera), elimina los ritmos fijos que se van descubriendo y se entrega a la voracidad autnoma de motores regulados indivi-dual y anrquicamente.

    En 1970 Feliza Bursztyn inaugura una exposicin de piezas nicas que denomina "Mltiples". Tanto los supuestos "ml-tiples" como las "miniesculturas" expuestas en Caracas, Cali y Bogot en 1975, representan un regreso a la chatarra. Las mi-niesculturas del primer perodo chatarrista eran "divertimen-tos" entre piezas de gran tamao, pero las nuevas son concebi-das de una vez en escala reducida y, en gran parte, se realizan con los materiales repetitivos de mquinas de escribir, tecla-dos, nmeros, ruedas, engranajes.

    Feliza utiliza la mquina de escribir desarticulada, desde 1968. En ese momento lleva a cabo varias miniesculturas con teclados negros que son, como todas sus compaeras, verda-deras piezas maestras.

    Considero las miniesculturas del 68 y las actuales, las piezas ms perfectas y significativas dentro de la vasta obra de Feliza Bursztyn. La solucin de una forma en el espacio necesita al-canzar en ellas un alto grado de concentracin y de intensidad, sin los atenuantes y las coartadas divertidas de las obras de gran formato.

    La pieza no cuenta con impactar y, como toda miniatura, est pidiendo un sacrificio del ojo y una especial concentra-cin por parte del espectador. La reduccin de la escena lleva siempre aparejada la violencia de la invencin, as se trate de pulgas amaestradas, de los iluminadores de los libros de obras medioevales, o de las miniesculturas de Feliza. Habra que precisar, tambin, que miniatura y mltiple poco tienen que ver entre s. La miniatura establece un planteo visual comple-tamente marcado por la proeza espacial, mientras que el ml-tiple es el resultado de la produccin en series limitadas, de un modelo dado, que puede o n reducirse, y que se vincula me-jor con la industria cultural que con la invencin artstica. Nada ms contrario a los horrendos mltiples que han invadi-do las salas de la burguesa, que las miniesculturas de Feliza, o

    las reducciones escultricas del espaol Berrocal, por ejem-plo, aun cuando en este caso sean pasadas posteriormente a la circulacin industrial para convertirlas en mltiples. Lo que importa no es tanto el destino como la motivacin, porque en sta es donde se imprime la fuerza correspondiente a la imagi-nacin creativa.

    En las miniesculturas, Feliza lleva a cabo una especie de re-sumen de sus experiencias con distintas formas y materiales. Hierros, alambres, virutas de acero, lminas, chatarras, so-portes de teclados, van construyendo tan libre como ardua-mente, formas resueltas ms como joyera que como escultu-ra, entendiendo esta diferencia como la que existe entre un modelo determinado por la intensidad y concentracin que debe adquirir un material gracias a la originalidad del diseo, (es decir la joyera, donde lo importante es el material), frente a otro modelo en que la forma domina el material y lo utiliza: (la escultura) donde lo importante es la forma.

    Aunque los materiales de las miniesculturas sean, como siempre, sacados de los despojos de cosas inservibles, se los trata como si fueran delicados y preciosos. La sorpresiva pin-tura dorada y plateada de algunas miniesculturas no hace ms que confirmar la ndole de esta nueva propuesta.

    Entre las miniesculturas, aquellas hechas con restos de te-clados o soportes sueltos de teclas, son de un ingenio irresisti-ble. Forma especialmente orgnica, de insecto imaginario, la reutilizacin de las teclas es el ejemplo ms claro para ilus-trar una operacin de talento.

    Feliza adelanta un trabajo escultrico puramente material; ni se sale del crculo de la materia, ni especula con ella. Su pro-psito de transmitir la belleza y la vida de las formas, a travs de la visin melanclica e incrdula que la caracteriza, no al-canza a formularse como una filosofa capaz de impregnar un sistema: queda, como todo en ella, inmersa en las intuiciones y alejada de la especulacin. Pero la materia es demasiado viva como para que no reconozcamos en dicha fuerza otras im-pregnaciones: por ejemplo, la sensualidad y el erotismo. La chatarra goza de la sensualidad brutal de los basureros, de su adscripcin a los detritus y a la pudricin de las cosas: con la lmina resulta ms difcil discenir el caudal de sensualidad que

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  • la irriga, pero ah ayudan los movimientos de los motores o los enroscamientos maniticos de las cintas brillantes sobre s mismas. En unas y otras piezas los materiales coexisten o co-pulan, en acoplamientos revestidos de poderosa naturalidad.

    Las miniesculturas, que sin duda representan el mximo es-tuerzo de meditacin sobre una forma que haya realizado Fe-iza Bursztyn, se presentan, paradjicamente, al mismo tiem-po que las "camas".

    Las camas corresponden a 1968. Comenz en ese ao a ma-nipular un material blando, escandaloso y sensual: paos sati-nados de colores brillantes como los que escogen las mujeres del pueblo para trajearse en los das festivos. Mediante ellos imagin las camas mviles, a las que imprimi el movimiento con motores semejantes a las "histricas".

    Motor vibrando: pao deslizndose sobre la cama corno un estandarte ambiguo-sexual, patritico y ertico: la suma de estos factores ya no dio una pieza escultrica, sino un objeto destinado a participar en un espectculo.

    Las camas, en s, no son nada. Inclusive su propuesta bsica tambin ha sido vista en otros lugares (cosas envueltas, paos movidos por motores ocultos, camas con toda clase de cober-turas): adems, los actos que el espectador puede inferir, con paciencia y malicia, de los movimientos, (abrazos, coitos, or-gasmos, caricias, sacudidas, etc.), no tienen particular atrac-cin en un mundo donde, a fuerza de revelar todos los secretos y aberraciones del sexo, no se ha hecho ms que anular su mis-terio y debilitar cualquier curiosidad hacia l.

    Me parece ms interesante calificar las camas, como hace Valencia Goelkel, de "chistes repetidos", o "metforas del ya-cente", porque es evidente que en el fondo del espectculo su-byace esa gran broma (triste), que divierte a Feliza antes que a nadie: y porque se devuelve como un boomerang para denos-tar aquella (felizmente archivada) belleza metafrica pstuma del cuerpo, que persegua la escultura finisecular.

    A Hernando Valencia Goelkel no le gustan las camas, y a m tampoco. Creo que, por ms explicaciones inteligentes que se les busquen, siguen siendo inconsistentes. En revancha, s

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    me atrae el espectculo que se arma con ellas, porque el tono anticonvencional que ha caracterizado toda su tarea escultri-ca, aparece magnificado en dicho espectculo.

    Para que lo convencional, la costumbre y la rutina del ojo queden definitivamente cancelados, el espectculo crea un nuevo espacio donde la cmara negra obliga a perder las refe-rencias. Nadamos, pues, en un espacio "otro", que no nos pide siquiera que miremos las camas, sino que convivamos con ellas (con todas en general).

    En la escena que provee la cmara negra, (tal cual se pre-sentaron en el Museo de Arte Moderno de Bogot, el Museo "La Tertulia" de Cali, y el Museo de Arte de la UNAM, Mxi-co DF.), con los focos dramticamente ubicados, los motores funcionando a ritmos irregulares, las sombras aleatorias ca-yendo encima de los afrentosos rasos, se consegua de golpe un aire de burdel delirante (y tambin siniestro), que vale como logro escnico. Habra que puntualizar que el espect-culo de las camas, con su esplendor srdido, no se relaciona en nada con los "happenings", ya que nadie participa en ese re-cinto convulso.

    El ms grande artista de este siglo, Francis Bacon, pint el amor de los cuerpos como una ceremonia mortal. Louise Ne-velson , en Estados Unidos, descubri las nupcias como terri-bles cajas doradas.

    En Colombia, Luis Caballero pinta los encuentros carnales como batallas perdidas, y los orgasmos como derrotas. Acep-tando definitivamente que la carne es triste, Feliza mueve esos brillantes fretros como banderas impdicas. Y, una vez ms, su trabajo es desechable. Desmontado el espectculo de las camas, queda apenas una utilera de catres de pobre. De ma-nera diferente, y todava ms melanclica (pese a la broma), que en las etapas anteriores, Feliza Bursztyn asegura que la fe-licidad no es capturable.

    III- LOS CONTEXTOS

    En el transcurso de casi veinte aos de trabajo ininterrum-pido, la obra de Feliza Bursztyn soporta bien el anlisis, que deja ver su lealtad respecto a fobias y pasiones y su profesin

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  • de fe en lo manual, en la produccin que sale de las manos, de su juego y destreza: directa, concreta, redondeada posterior-mente por un criterio unificador y una idea leve. (Al contrario de la marcha normal de casi todas las esculturas contempor-neas, que siguen el recorrido de la cabeza a la mano y, progre-sivamente, a la mano de los ayudantes, los equipos, los talle-res o las fbricas de objetos llamados artsticos).

    Al mismo tiempo, la escultura artesanal que ella practica deliberadamente qued situada, en el contexto colombiano, como "vanguardia permanente". En todo momento le toc ser vanguardia, a pesar de no habrselo propuesto nunca y de mantener un sostenido desprecio o indiferencia hacia las an-siedades de la vanguardia codificada en Manhattan. .

    Su condicin de vanguardista fue decidida por la sociedad colombiana, desde afuera de su taller: pero como el arte na-cional tiene una marcada resistencia a las vanguardias, y trata de marginarlas para asegurar la estabilidad y permanencia de sus valores dentro de lneas que slo acepten las modificacio-nes adjetivas que no alteran su idiosincracia ms profunda, la vanguardia es homologada en Colombia a la extravagancia, y su porvenir se torna dudoso.

    De ah que el caso de Feliza Bursztyn, que no tiene nada que ver con las vanguardias ejemplificadas por los movimien-tos norteamericanos que sin cesar emergen y se hunden segn el apremio de la demanda, padezca de una descolocacin cr-nica dentro del contexto colombiano.

    Tal descolocacin se debe a dos factores. Uno es la ya men-cionada sospecha que suscitan automticamente las vanguar-dias. Otro, la naturaleza misma de la vanguardia practicada por su escultura. Tanto Negret como Ramrez Villamizar se pueden considerar legtimamente vanguardia, en tanto que provocan una ruptura con la plstica que les antecede y cam-bian radicalmente los datos de dicha plstica. Pero al apoyar sus obras respectivas sobre una organizacin comprensible y preferentemente mental, y afirmar racionalidad y poesa me-diante volmenes desarrollados bien sea armnica, bien sea rtmicamente, aseguraron tambin la aprobacin del contexto colombiano. Entraron en el modelo ms caro a la cultura na-cional, el determinado por la inteligencia y la lucidez. En el

    modelo "serio", que favorece un estilo severo, y tambin una tendencia congnita bogotana, proclive a la ceremonia y al ri-tual. En Colombia, la nica infraccin que cuenta con el con-senso general ha sido aquella apuntalada por la literatura. Cuando la literatura local se permite ser cuestionadora y co-rrosiva, la pintura de Fernando Botero es repudiada y escar-necida. Es claro que la literatura pudo ser ms elusiva y gol-pear menos de frente. Hernando Tllez fue la inteligencia ms alerta, incisiva y chispeante de Colombia, pero su ingenio de conversador (que lo convertir, con el tiempo, en el mtico Macedonio Fernndez nacional), se reposaba en una escritura tan lcida como cautelosa de los excesos, ley que tambin rige para el gran grupo de "Mito" (nica revista verdaderamente subvertidora de los anacronismos colombianos), y hasta para el ms clebre de sus miembros, Gabriel Garca Mrquez, quien debi construir una estructura literaria absolutamente indestructible para ubicar en ella sus fbulas y episodios irriso-rios.

    Siguiendo esta va indirecta, tambin en artes plsticas la vida del ingenio est condicionada por la envoltura racional que la justifica: Beatriz Gonzlez cuenta de ello como nadie, mediante sus geniales mobiliarios derivados del tema de la cultura manipulada. No conozco sino dos casos donde el inge-nio desafa abiertamente la exigencia de la envoltura formal adecuada: uno es el de Feliza, cuyo desafo parte en mucha mayor medida de su natural modo de ser que de una voluntad de enfrentamiento cuya inevitable consecuencia es el confina-miento del orden esttico colombiano: y otro es el de Antonio Caro, joven perteneciente a las nuevas promociones, ste s autntico y frontal opositor de ese orden establecido, median-te actitudes y comportamientos irreverentes que, hasta ahora, han resultado irreductibles, pese a la escasa fortuna de que go-zan en el medio y a que difcilmente se los pueda catalogar como algo ms que actos de agresin.

    Para su beneficio, por consiguiente, (y para salvarse de la fronda catastrfica que levantaron las vanguardias manipula-das en el exterior), el arte colombiano busca una estabilidad que sera inmovilismo si los artistas no hubieran aprendido a reciclar sus propios proyectos dentro de tal marco esttico. La curiosidad de los artistas colombianos, en su gran mayora, siempre se refiere a s mismos: la voluntad de cambio concier-

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  • ne a sus propias posibilidades, y el conocimiento de los lmites del lenguaje no tiene ms expansin que las diferentes gra-mticas que cada quien ha proclamado.

    Las esculturas de Feliza no convienen con ese panorama del arte colombiano. Aceptando las indicaciones fluctuantes y errticas de la espontaneidad y del instinto, hace ver las con-venciones del arte colombiano como arqueologa cultural, sa-cude un cuerpo que no desea ms que ser irrigado por un ssto-le y distole previsibles, o, en caso extremo, por juegos o pa-siones que fortifiquen la idea de su existencia inalterable. Nada ms contradictorio que las tendencias efmeras o dese-chables de esta escultura, que navega libremente alrededor de lo actual, de los cambios, de las variables externas, sin la cauti-vidad de los comportamientos mimticos. Toma y usa, de acuerdo con esa visin hedonista ya descrita, sin preocuparse en lo ms mnimo por los cataclismos que desencadena a su paso.

    El hecho de que su escultura no est motivada por una in-tencin explcita de desarticulacin de los cuadros artsticos colombianos y que, no obstante, los conmueva a pesar suyo, no quiere decir que su obra desestime los resultados subversi-vos que provoca. Por el contrario, se complace en ellos y los multiplica y afirma contra atropellos y modalidades retrgra-das. En este sentido, su obra es mucho ms sensible, ms liga-da a la infamia visible de la vida diaria colombiana, que lo que pueden estar las vanguardias extranjeras respecto a sus co-rrespondientes mbitos, puesto que stas permanecen ence-rradas en sus mundos solipsistas.

    No importa que la sensibilidad social que reconozco en la obra de Feliza Bursztyn no est, evidentemente, traducida en la forma y mensaje de dicha obra. Su modo de incidir sobre la sociedad colombiana es indirecto, pero al mismo tiempo des-cribe por oposicin, por desenfreno, todas las tendencias re-primidas y desvirtuadas, toda la generosidad inventiva que su-byace, potencial, a la espera de que alguien le permita emer-ger a la superficie.

    En 1968 yo misma planteaba la hiptesis de que la obra de Feliza, (junto con la pintura de Norman Meja y Luis Caballe-ro, y los dibujos de Pedro Alcntara), representaban una frac-

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    tura profunda del "hidalguismo" colombiano: (es decir del ho-nor y la riqueza como metas sociales que gozan del reverente respeto de la sociedad local), y, a la vez, se desarrollaban den-tro de un realismo especfico destinado a destruir la compos-tura y contencin formal derivada del tal "hidalguismo".

    Sigo pensando que tal hiptesis es vlida, y que en un pas preterido y estanco como Colombia, la perturbacin del "hi-dalguismo", la prdida del miedo jerrquico, que tan clara-mente se manifiesta en la escultura de Feliza Bursztyn, y toma cuerpo desenfadado y desenfrenado en las "histricas" y en las "camas", marca la superficie aparentemente inconmovible de la sociedad. Todos los traumas de la vida colombiana, todas sus inmutables y tibetanas jerarquas proliferan en el inmovi-lismo: ms an, no podran durar sin la compacidad absoluta, monoltica, de esa sociedad y sin el verticalismo de las jerar-quas. Cuando algo, como la obra de Feliza, abre una brecha aprovechndose de la perturbacin momentnea que produ-ce, todo el edificio se resiente: a este efecto desconcertante, desde luego limitado y pasajero, es a lo que llamo subversin artstica.

    El arte no puede transmitirse sino a travs de la forma, pero gradualmente esa forma es polismica, requiere una lectura y una interpretacin mltiple. La subversin, al revs del arte, no tiene ms que una va, la concreta eficacia de sus resulta-dos: pero, en revancha, parte de los lugares menos previsi-bles. Puede residir, por ejemplo, en el movimiento irregular de una chatarra o en el ruido desacompasado de una histrica. Sera un craso error subestimar la fuerza subversiva de la ima-ginacin, como ha podido demostrarse en los ltimos aos, pese a que, de inmediato, se comenz en los centros emisores ese enorme trabajo de perversin y vaciamiento del arte, para anestesiar la imaginacin y acabar con ella.

    Indicar el aspecto subversivo e infractor de una obra de arte, no es ms que recordar la importancia de los poetas y los imaginativos en una sociedad que necesita urgentemente ele-mentos dinmicos para no petrificarse en el anacronismo.

    La vocacin social de la obra de Feliza es otra de las caracte-rsticas que la sitan mal, a contrapelo, en el contexto univer-sal. Aparte de su displicencia hacia la carrera vanguardstica

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  • disciplinada y sumisa a las consignas continuamente renova-bles, su obra manifiesta una vocacin de ruptura con lo esta-blecido que nada tiene que ver con la gradual neutralidad de las vanguardias extranjeras, ni con su apata por salirse del mercado del arte a que se las condena.

    As como los diversos informalismos llegaron rpidamente a la academia, habr que rendirse ante la evidencia, tantas ve-ces soslayada, de que el "pop art" est muy lejos de ser un "shocker pop" y de que ni siquiera ahora, cuando se lleg al "funk art", al "mec art" y a todas las tristes aberraciones pato-lgicas del "arte del cuerpo", se busc dar ninguna batalla: toda la vanguardia extranjera ms audaz resulta, en bloque, un enorme acto de resignacin ante el destino comercial fijado por los mecanismos del mercado: gigantesca frase hueca, sui-cidio (a veces real), sin la menor resonancia.

    El mayor gesto de atrevimiento de los artistas extranjeros ha sido inventar las nuevas mquinas intiles, los engranajes locos que inicia Tingueley tan brillantemente y que Paolozzi expone en 1955, con una prolijidad temtica, en su muestra "Hombre, mquina y movimiento". Entretanto, en las socie-dades tecnolgicas tanto europeas como norteamericanas, los maquinistas imaginarios, (Klapeck, D'Arcangelo, Ipouste-guy), estn motivados, todava, por la vieja antagonizacin entre el hombre y la mquina. "En muchas de estas obras, dice Simn Marchan refirindose a las autopistas de D'Arcangelo y a las estructuras tecnificadas del espaol Orcajo), es fre-cuente la interaccin continua entre sueos de deseos de cien-cia-ficcin y el progreSo tcnico del hecho cientfico". Pero en sociedades subdesarrolladas como las nuestras, donde la ma-yora de la poblacin, situada an en una estructura rural ar-caica, sigue trabajando a mano, el "artefacto" no establece ningn tipo de competencia con. la mquina: se legisla l mis-mo y otorga a su fabricacin casera el sentido que le convenga: carece tanto de referencia como de "handicap". Los artefac- tos de Feliza no existen respecto a otros artefactos, como las mquinas de Klapec, en cambio, existen enfrente al fabuloso desarrollo industrial alemn: existe en s, y su capacidad de transmisin no tiene porqu dar cuenta sino de su fuerza po- tica y sus resortes imaginativos.

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    La obra de Feliza Bursztyn es lo que se mueve en un hori-zonte quieto, rigurosamente lineal: es el estrpito en los lmi-tes de ese silencio culposo y espectante que la generacin jo-ven ha vito tan bien, ya se trate de los cortes del barrio practi-cados por los dibujos de Ever Astudillo, o los cortes de una sa-bana desierta practicados por Antonio Barrera.

    Cmo atreverse a decir que ese estrpito ha sido en vano o que no ha quebrado un aire estancado? Insisto en este punto porque, as como, finalmente (cuando ya buena parte de Co-lombia est sembrada con sus artefactos), se le ha concedido ingenio y capacidad inventiva, se sigue todava retacendole su importancia.?

    Su obra contina abierta, y como avanza a saltos, y nunca li-nealmente como las de Ramrez Villamizar y de Negret, es im-posible predecir su desarrollo. Ni tampoco caer en la menor intencin proftica, porque uno de los mayores encantos de esta obra es el juego de la sorpresa y el azar. Los pases necesi-tan, como los circos, la alegra ansiosa de un prestidigitador y esa anhelante espectativa que nos abre la galera mgica de donde todo puede salir. Feliza Bursztyn ha cumplido ese pa-pel como un prestidigitador consumado, que nunca agota las cartas escondidas en la manga. Esto s lo sabemos con certeza: haga lo que haga, seguir ejerciendo la funcin estimulante del inventor perpetuo.

    Marzo 1975

    Repentinamente ocurri algo terrible que ninguno de sus amigos pens que fuera posible; Feliza Bursztyn muri. No quiero ni puedo hablar de eso. Cuando ambas proyectamos publicar un libro sobre su obra, trabajamos sobre ella, directa-mente y mediante fotografas, hasta 1975. Luego fracasamos, como siempre pasa, en la publicacin del libro. Al pasar por Bogot en abril de 1979, encontr LA BAILA MECANICA montada en Bogot, en la Galera Garcs-Velsquez. Esta obra inslita me impresion tanto, que cuando Feliza me pi-di que escribiera una introduccin para la reinstalacin en el Museo La Tertulia de Cali, acept inmediatamente. La repro-duccin de ese texto como colofn del ensayo que planeamos juntas marca el fin de una colaboracin mutua que nunca ces, y el comienzo, absurdamente solitario, de la tarea de re-

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  • cordarla y confirmarla como uno de los ms provocadores ta-lentos del arte colombiano.

    La Baila Mecnica que acabo de ver al pasar por Bogot, en el espacio excepcional de la Galera Garcs-Velsquez, me confirm lo que siempre he pensado; que Feliza Bursztyn es el ingenio de la escultura colombiana.

    Dira, si estuviramos en el 68, que ha llevado la imagina-cin a la escultura. Pero esta vez estoy completamente de acuerdo con Valencia Goelkel cuando, con su agudeza carac-terstica, reconoce el tono de melancola impreso en este baile saturnal organizado sobre un tablado alto y sombro, al son de una msica dramtica.

    Al hacer estas aproximaciones a una obra que me gust enormemente quisiera tambin precisar que, para m, nunca la escultura de Feliza Bursztyn fu chistosa (en el sentido de cmica) sino ms bien una burla que, en el fondo, nunca pudo deshacerse de la tristeza. Y esto lo sabemos y percibimos por-que jams pasa superficialmente por tales experiencias satri-cas (las histricas enruladas o lisas, las chatarras, los alam-bres), sino que tiene un trasfondo de mordacidad que da peso al aparente juego. Y si alguien lo duda, que vaya a ver ese es-tupendo trabajo satrico llamado "La ltima Sena", en el Ho-tel de aprendizaje del Sena, en la zona industrial, una de sus obras ms inteligentes, logradas y... slidamente remachadas.

    En la Baila, es cierto, la stira se vuelve ruinosa, pierde el chisporroteo de obras anteriores, especialmente de las camas de raso, donde lo que me molestaba era. justamente, el raso, que me pareca un disfraz insustancial y engaoso para encu-brir una idea bastante feroz.

    En la cama colocada estratgicamente en la nueva sede del Museo de Arte Moderno de Bogot, en cambio, el catre negro y el ropaje oscuro dan esa triste ferocidad al ingenio, comuni-cndole un espesor donde reconozcoy de nuevo cito a Valen-cia, la gran mascarada de la Opera de tres peniques de Brecht. As observada y gozada, la Baila est muy lejos de ser una extravagancia; por el contrario, se siente como un miste-rio medioeval, como un auto sacramental tomado, natural-mente, en broma, con ese obstinado pudor conque Feliza

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    Burzstyn ha negado siempre cualquier atisbo de trascendenta-lismo. Tanto lo ha negado, que no queda ms remedio que pensar en que quiere trascender; en que de hecho trasciende, de tal modo que su obra, desbaratada o no, se consolida en el arte colombiano o en el arte contemporneo, a secas, con una fuerza indiscutible. Tambin es cierto que la Baila se arma y desarma y que, en definitiva, no es ms que un montn de tra-pos oscuros, muy cercanos a los harapos. Pero la concepcin entre esperpntica y brechtiana seguramente por pura intui-cin o afinidad ; los movimientos irrisorios programados para personajes sueltos o parejas, obligan a pensar que ah se est describiendo algo as como la vida, el amor y las relaciones hu-manas y que, como pasa en toda la obra de Feliza, se habla jo-vialmente de la muerte. Es decir, se dan por terminadas las criaturas, el movimiento y la propia vida de la escena sin nin-gn escndalo, como si ese final estuviera previsto.

    Toda reflexin acerca de la obra de Feliza Bursztyn parece contravenir la consigna que ella misma lanza demasiado es-candalosamente; no hablar sobre ella, divertirse con ella. En la Baila, sin embargo, este equvoco fall; el espectculo aga-rra por la garganta, y no he visto que nadie se riera; el pblico siempre tiene un instinio formidable.

    Creo que es hora, adems, que esta obra que ha pasado por el arte colombiano agrediendo y siendo agredida, rindose de los dems y sealada con risa, pase a hacer declaraciones ma-yores. Porque si dejarnos de divertirnos aunque sea por un momento, cederemos a la tentacin de mirar hacia atrs y ver el conjunto interminablemente ingenioso y ocurrente, como una pieza mayor; como lo que verdaderamente es, an a pesar suyo.

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  • II Obregn

  • OBREGON APARECE EN ESCENA

    En el V Saln Oficial de 1944 figur, por primera vez, el nombre de Alejandro Obregn. Junto a Enrique Grau y Eduardo Ramrez Villamizar representaba, sin que todava se advirtiera claramente, la nueva pintura, que slo cuatro aos ms tarde, en el Saln de los 26 convocado por el mismo Obre-gn en su condicin de Director de la Escuela de Bellas Artes de Bogot, asumira carcter de grupo de choque, con la in-corporacin de otros nombres: Edgar Negret, Guillermo Sil-va, Hernando y Lucy Tejada, Sofa Urrutia, Guillermo Wie- demann.

    La conmocin que signific la presencia de Obregn en el Saln del 44 sirvi a los artistas que le precedan para com-prender la amenaza que se cerna sobre ellos, y para cerrar las filas alrededor de sus propias innovaciones. Tal amenaza no consista nicamente en una nueva forma de pintar, sino en el enfrentamiento entre una forma de pintar y una forma de na-rrar. En ese momento la narracin pictrica estaba en buenas manos, ejercida con un indudable profesionalismo; bastara nombrar a Pedro Nel Gmez, realizando los frescos de la Uni-versidad de Antioquia, verdadero manifiesto de pintura so-cial: Alipio Jaramillo, alentado por igual propsito de ex-presar una pintura reivindicativa: Gmez Jaramillo y Ruiz Li-nares, retratistas capaces de modernizar una figura hasta des-prenderla del marco realista convencional que va de Garay a Pizano: Gmez Campuzano y Gonzalo Ariza describiendo el

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  • paisaje. el primero desde una perspectiva que hoy se conside-rara hiperrealista y que en su tiempo se vio casi escenogrfi-ca, en tanto que Ariza porfiaba por llegar al punto ms minu-cioso de la narracin de rboles, campos y nubes, fuertemente atrado por los paisajistas japoneses.

    Es muy curioso volver a revisar estos cuadros ms de treinta aos despus que Obregn dio la batalla por la pintura. La pri-mera anotacin que debera hacerse es que en 1944 el gran precursor, Andrs de Santamara, a pesar de haber sido un ar-tista de xito entre la alta sociedad colombiana, no pesaba para nada en el proyecto de modernizacin. Fuera de Sann Cano, nadie haba advertido an cmo este pintor nacional, seguramente por haber vivido la casi totalidad de su vida en Europa, comprendi antes que nadie el problema de la auto-noma pictrica y la practic en una aproximacin libre tanto al impresionismo como al expresionismo. "Lo que importa escribe Sann Cano en materias de arte, no es hacer verdade-ro o real. ni siquiera semejante, sino hacer hermoso" (Revista "Contempornea", No. 2, 1904/ "Escritos", Instituto Colom-biano de Cultura, 1977). Sann Cano defiende las "libertades adquiridas" de los pintores impresionistas, para desembocar siempre en la defensa de Andrs de Santamara: "Hay en to- dos sus cuadros la huella precisa de un temperamento vigoro-so, de un pincel que se burla de las dificultades del dibujo guia-do por una apreciacin infinitesimal -de los matices: la huella de un temperamento que parece formado para captar en horas luminosas toda la poesa de lo efmero". Parece lgico que la figura de Santamara apareciera como un pintor clasista para la generacin que recibe el impacto del muralismo mexicano.

    Pero la necesidad ms urgente, al hacer este recuento re-trospectivo, es situarse en las coyunturas generacionales. La tensin percibida a propsito del Saln del 44 pronosticaba el inevitable conflicto generacional entre los nuevos y sus prede-cesores. Estos, a su vez, tal como lo prueba la batalla librada en 1934 por Jorge Zalamea, a favor de Pedro Nel Gmez e Ig-nacio Gmez Jaramillo, se haban constituido naturalmente en innovadores vis -a -vis de los acadmicos de fin de siglo. 'Todo enjuiciamiento, por consiguiente, motivado por la co-yuntura generacional. tiende a ser negativo, a deslizarse por excesos verbales y a cometer injusticias. Sin embargo, el rea-juste de cuentas no significa reflotar automticamente la ge-

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    neracin sumergida: por el contrario, es en los reajustes don-de se logra ver con mayor claridad por qu razones se impug-naron ciertas obras y se protegieron otras.

    Respecto a la generacin que precede a Obregn, por ejem-plo, resulta ahora ms ntido el error general, consistente en abordar la pintura, no desde el ngulo de su lenguaje especfi-co, sino desde las alusiones nacionales, muy fuertes e indiscu-tiblemente vlidas en la dcada del 30, pero hipertrofiadas y distorsionadas por la prdica populista. Es previsible que Pe-dro Nel Gmez, Gmez Jaramillo, Acua, Correa, Alipio Ja-ramillo, entre otros, convirtieran la nacionalidad en bandera de lucha, puesto que, paralelamente, se adelantaba un frente similar en Per, bajo la direccin de Maritegui, en las pgi-nas de las revistas "Amauta" y "Labor", mientras en Mxico se afianzaba un muralismo cerradamente poltico y hasta en Buenos Aires, con el movimiento "martinfierrista", se busca-ba explotar la cantera de lo nacional hasta el punto que Jorge Luis Borges escriba sus cuentos de cuchilleros y sus poemas sobre Buenos Aires. No cabra, pues, minimizar y mucho me-nos ignorar los alcances de las tendencias nacionalistas que, surgiendo en la dcada del veinte, corren a lo largo de toda la dcada siguiente y an persisten a comienzos del cuarenta. Hay ms distancia para verlas, ms ecuanimidad para juzgar-las, menos violencia para enfrentar sus errores. El error mxi-mo, la politizacin epidrmica y vindicava, y el nacionalismo de cartel, perjudic por igual todas las formas expresivas, ex-cepcin hecha del ensayo que, por su misma naturaleza, se vea forzado al anlisis de los hechos, a pesar de que el tono de barricada de muchos trabajos publicados en "amauta" por ejemplo, padecen irremisible esclerosis, justamente por la concesin al facilismo revanchista.

    En Colombia, no obstante, el perodo ultranacionalista tro-pez con un hombre excepcional que, al igual que Alfonso Reyes en Mxico y Henrquez Urea en Buenos Aires (y en todas partes, dada su condicin de nicaragense y americano integral), se preocup por desarrollar un pensamiento racio-nal que quedara al margen de las arengas patrioteras: Baldo-mero Sann Cano. Al pensamiento crtico-poltico de Mari-tegui en el Per habra que sumar, pues, el pensamiento crti-co a secas de Reyes en Mxico y Sann Cano en Colombia, ca-paces de encarrilar el ensayo hacia una percepcin aguda de

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  • los defectos nacionales. Quizs por eso mismo Sann Cano, en el momento de su mayor produccin como articulista y ensa-yista, no tuvo toda la resonancia que mereca, y fue necesaria la llegada de Hernando Tllez, su ferviente y ms lcido segui-dor, para que la racionalidad instalada por l en el pensamien-to crtico colombiano, alcanzara a ser sistemtica y, al mismo tiempo, ms certera y demoledora: por esa demora, el mbito en que se movieron los antecesores de Obregn no es el espa-cio abierto trabajosa y solitariamente por Sann Cano y Her-nando Tllez. Son ms bien "Los Nuevos" y a la cabeza de ellos Jorge Zalamea, quienes forman su espacio y arman su coro generacional. Textos panegricos, dictados al calor de la amistad y el sentimiento de grupo, impidieron ver con ecuani-midad la obra plstica. Lo que nunca se percibe, por ejemplo, es el escaso aporte que ellos dan al nuevo lenguaje pictrico que desde fin de siglo, en Europa, haba conseguido formular-se con independencia y especificidad. La comprensin de un lugar pictrico, de elementos pictricos, de configuraciones pictricas, dio por resultado, en Europa, el descubrimiento de la pintura como lenguaje apto para transmitir ciertos mensa-jes muy particulares, siempre ligados con la imagen. La natu-raleza, la historia, a poltica, la realidad, se vieron forzadas a filtrarse a travs de esa trama exclusivamente iconogrfica, progresivamente descubierta y desarrollada por los diversos "ismos".

    Entretanto, en Colombia, el ambiente bohemio y apolog-tico, unido a la solidaridad generacional, impidi que tales problemas ni siquiera se plantearan como "praxis". La revolu-cin pictrica se tom por "novedad": ocurri, lo mismo que con las estructuras econmicas, un proceso de enmascara-miento de lo caduco; un proceso de modernizacin refleja. De ah que nunca en sus obras la pintura estuviera consciente del nivel de autonoma que ya le haba sido conquistado en otras partes. No es extrao que, como escribi Clemente Air ("25 aos de plstica colombiana", Ed. Espiral, Bogot, 1969), "Cuando apareci la siguiente generacin de pintores hacia los aos 50, levantose cierta animosidad contra los pioneros de la innovacin".

    La "modernizacin refleja" se lee sin esfuerzo en la mayo-ra de las obras de los artistas que preceden a Obregn. Entre los paisajistas de fin de siglo, reseados por Max Grillo en las

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    pginas de "El Autonomista", 1899: Jess Mara Zamora, Pa-blo Rocha, los paisajes de Pea, cuya "sensibilidad riqusima genuinamente bogotana" fue glosada por Baldomero Sann Cano, los delicados paisajes de Tavera y Pramo y los paisajes pintados cerca de 1940 por Dolcey Vergara y Sergio Trujillo, y hasta los de Gmez Jaramillo y Acua, no se produce el salto del siglo XIX al XX, con la ruptura radical que ello implica, sino la modernizacin de los medios. Si comparamos un paisa-je pintado por Marco Ospina en 1946, con uno de Wiedemann pintado seis aos antes, es posible comprender sin necesidad de mayores explicaciones que la descripcin de Ospina, ha pa-sado a ser triunfo del material pictrico en la obra de Wiede-mann: el mismo material pictrico que, en el cuadro "El Ro", pintado por Santamara alrededor de 1920, pasma por su arro-lladora independencia.

    Refirindose a los paisajistas del filo del siglo XIX, Eduar-do Serrano anota con acierto que "la tierra fue sola razn y ob-jetivo de la casi totalidad del trabajo de un buen nmero de ar-tistas", con un tono "entre enternecido y solemne" que Serra-no atribuye, en muchos casos, a la estrecha mancomunin de literatura y pintura por dicha poca ("Paisaje 1900/1975", Ed. Museo de Arte Moderno de Bogot, 1975). Volvemos a la preocupacin por las "trasposiciones" de literatura y poesa a la pintura, que tanto desvelaban a Sann Cano. "Las Acade-mias pusieron de moda un gnero de pintura que vacilaba en- tre la leccin de historia, la enseanza moral y la obra de arte pictrico, y vena siendo lo que en otras disciplinas se llama una "trasposicin"... "pero la emocin, lo mismo que la anc- dota, y lo mismo que la leccin de historia son elemento extra-o al arte de la pintura y, presentes, le dan al cuadro valor de "trasposicin". Los que han dicho "emocin" han tratado de excusar con una palabra suave la invasin de un elemento lite-rario en una obra pictrica". (Revista "Contempornea", 1905, No. 4/ Obra citada. El fragmento corresponde a la discu-sin con Marx Grillo por la obra de Santamara).

    En la generacin de Gmez Campuzano a Gmez Jarami-llo, lejos de buscarse tal autonoma del medio pictrico, ste se disfraza con fugaces arbitrariedades visuales, que son toma-das por sello de modernidad. Caso especial es Rafael Senz, cronolgicamente del mismo grupo, quien trabaja con un can- dor provinciano, nace y pinta en Antioquia , originales figu-ras humanas que a la vez son paisaje.

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  • Los errores de la actitud apologtica, el vaco del pensa-miento crtico y los elogios mutuos de "los nuevos", hacen que la apertura de los Salones Nacionales, que debi erigirse en una confrontacin difcil y saludable, no pasara de ser una ex-hibicin ms, concebida con el mismo aristocratismo provin-ciano con que se celebraban los cuadros acadmicos que com-placan la buena sociedad.

    Eugenio Barney Cabrera describe exactamente el panora-ma anterior a Obregn, a travs de la explicacin de los Salo-nes Nacionales: "Los Salones Nacionales tienen principio el 12 de octubre de 1940, y hasta 1952 los jurados, con algunas excepciones, son ilustres miembros del cuerpo diplomtico o literatos y poetas de aquellos cuya esttica contina, como ciertos dolos, con el rostro borrado de tanto mirar hacia el pa-sado. Las obras sealadas con premios y galardones, en los primeros salones, son las de "asunto" anecdtico o las dedica-das a lisonjear el sentimiento nacional.

    Observarlas hoy es como si se repasase un viejo lbum anto-lgico del mal gusto y de la equivocacin artstica. Y an el re-glamento del VI Saln insiste en dividir la pintura y la escultu-ra de acuerdo con el viejo criterio del siglo XIX: "composicin con figura humana", "retrato", "paisaje" y "naturaleza muer-ta", o "figura humana", "cabezas o bustos" y "relieves o tor-sos": equivocado concepto aqu existente cuando la proble-mtica del arte contemporneo ya era una realidad triunfante an en pases convecinos del nuestro". ("Temas para la histo-ria del arte en Colombia", Universidad Nal. de Colombia, Bo-got, 1970).

    La justificacin de los artistas que configuran el panorama anterior a Obregn, siempre corri a cargo de los amigos per-sonales.

    As Clemente Air (Obra citada), colocaba la actividad de este grupo en el contexto de los intereses nacionalistas que do-minaron el perodo de 1930 a 1940. "Los pintores que comen-zaron la innovacin de la pintura en Colombia, emprendieron la tarea desde nuevos enfoques en s nacionales. Enfoques que respondieron a conceptos desprendidos de la poca de la imagen y los smbolos, renovando la visin aldeo-patriarcal que dominaba la plstica anteriormente. Se ajustaron a exi-gencias de tcnicas y oficio que respondieran al espritu desea-

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    do plantar. Los pintores, ms o menos conscientemente, ma-nejaron intenciones de lucha, queran que su arte ayudara al hombre, se sintieron compenetrados con las ideas sociales que iban a cambiar los abandonados ambientes latinoamericanos. Diramos que tuvieron fe en que su trabajo fuera algo ms que el de oficiantes de una esttica meramente tcnica". Esta cita muestra cabalmente el espritu de la poca. Pero buenas in-tenciones de lucha con tcnicas ms "ajustadas" no daban, en los hechos, ms que un conjunto de obras discretas, tan des-provistas de intencin exploratoria como del instinto que, de pronto, empuja al gran artista a arrojarse al vaco, o a lo que l imagina como vaco, pero que, en realidad, est habitado por las espectativs de una sociedad que necesita el cambio vi- sual.

    Contra esa atona del arte en Colombia, la aparicin de Obregn en el Saln del 44 representar, por consiguiente, un sacudimiento radical. Walter Engel, quien lo ve antes que na-die, y comienza a conceptualizar una teora esttica nacional que ms tarde defender como "expresionismo romntico", desempea en esa fecha igual papel clarividente que el de Sa-nn Cano, a comienzos de siglo, respecto a Santamara. "...por fuerza de los tres leos presentados en el Saln de Ar-tistas Colombianos escribe Engel tendr derecho a ser re cordado. Si no estamos muy equivocados, Alejandro Obre-gn naci con la sangre de un pintor en sus venas, pues tiene innato el sentido por la forma, por el colorido, por la pintura al leo, en resumen, la capacidad de crear buenos uadros". ("Notas-crnicas de Exposiciones", Revista de Indias, No. 7Z, Bogot, 1944). Quiero puntualizar que, en ambos casos, no es el elogio al artista lo que me interesa, sino la percepcin de la diferencia entre hecho artstico y hecho esttico. Es cier-to, como lo ha demostrado indiscutiblemente Barney Cabrera (obra citada), que Santamara fue rodeado y alabado por la sociedad de su poca, (por ser l mismo un genuino producto de esa sociedad oligrquica), as como es cierto que esas "mi-noras colombianas le han rendido sumiso tributo de admira-cin al internacionalismo" que l, con su arte de mandarn, re-presentaba. Pero ese aplauso es ajeno a los valores que encar-naba su obra, y ah es donde acta la inteligencia perceptiva de Sann Cano. Cada vez me confirmo ms en la idea de que, entre Santamara y Obregn hay muchas convergencias co-yunturales: la principal, una misma fuerza instintiva para dar

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  • en el clavo de la pintura: la secundaria, pertenecer a la misma clase. No creo en absoluto que el hecho de provenir de una clase social determine la importancia de una obra. Desde las revoluciones burguesas, todos los artistas son "mandarines" (como llama Barney Cabrera a Santamara), bien sea porque nacen o porque se hacen, cualquiera que sea su preocupacin o su extraccin social, puesto que la obra que realizan circula slo en la cpula de la estructura social. Si la obra de Santama-ra me parece cada vez ms importante, a medida que las ac-tuales investigaciones -(E. Barney Cabrera, Germn Rubia-no, Eduardo Serrano), aclaran datacin, perodos y catlogos de telas, es porque dentro del horizonte de mandarines ante-riores estilo Garay o mandarines posteriores estilo Gmez Ja-ramillo, es capaz de descubrir el sentido y razn de ser de la pintura. Esto es lo que comprende, aunque lo diga confusa-mente por falta del instrumento crtico apropiado, Baldomero Sann Cano. Y lo mismo hace Walter Engel al aparecer Obre-gn. Cuando escribe que naci con la sangre de un pintor en sus venas y tiene el sentido innato de la forma, est expresan-do, tambin con las inevitables limitaciones del momento, su comprensin de la importancia excepcional de Obregn: ter-minar con las trasposiciones, las intenciones de luchas rebaja-das en su gravedad real por la pobreza del vehculo expresivo, las descripciones retricas del nacionalismo; y dar la cara a la pintura.

    Si en 1950 el nacionalismo se dirima en un nivel tan superfi-cial, haba que ir contra el nacionalismo. No tengo otro reme-dio que citarme, ya que llego a Colombia en 1954, quedo in-cluida poco tiempo despus en el equipo crtico- literario de la revista "Mito", dirigida por Jorge Gaitn Durn, y asumo la defensa de la pintura y, especficamente, de Alejandro Obre-gn y Eduardo Ramrez Villamizar, a travs de la lucha contra el nacionalismo cerril, objetivo principal del libro "La pintura nueva en Latinoamrica", Ed-Librera Central, 1961. Las me-tas de esa campaa, que fue cruenta y no pocas veces injusta, como toda guerra, puesto que se vio forzada a bajar del Olim-po a la generacin que precedi a Obregn, fueron bastante claras: en primer trmino, recensar el arte latinoamericano, para establecer una primera perspectiva general que sirviera de apoyo. Segundo, dentro de tal marco (que hasta ese mo-mento slo haba sido diseado de manera emprica por la fe-cunda labor de Gmez Sicre en la OEA), separar el oro de la

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    escoria, considerando escoria todo lo que no estuviera resuel-to mediante los sistemas especficos de las artes plsticas: y oro, lo que buscara o afianzara la autonoma de dichos siste-mas. Recordando cmo Sann Cano exclama, a principios del siglo, que "era tiempo que la pintura fuese sencillamente la pintura", Barney Cabrera (obra citada), aade: "Esto ya es la esttica que en Colombia volver a tocar las puertas del arte y a lanzar las campanas a rebato a partir de 1955, con Marta Tra-ba como gua apasionada de doctrinas que en Amrica predi-ca Romero Brest y en el mundo han definido los idealistas del arte por el arte en la ctedra filosfica y en el manifiesto gre-mial". Ah existe un error de concepto que debo aclarar, no porque sea yo la involucrada, sino porque en ese punto radic un malentendido que oblig por desgracia, a polarizar las po-siciones: si se defenda el lenguaje especfico del arte, parta como una flecha la equivocada acusacin de "artepurismo": si se defenda el mensaje y significado del cuadro, nos lanzba-mos a denunciarlo como trasposicin y ancdota. "El naciona-lismo latinoamericano es un concepto agresivo nacido de la defensa desesperada de una causa perdida, la de la "cultura propia". Para esto se apela a un recurso siempre efectivo: exi- liar del panorama artstico literario toda comparacin con obras de arte de validez universal" ("Problemas del arte en Latinoamrica", Revista Mito, No. 18,1958. Marta Traba) Al mismo tiempo, yo propona los modelos de contraofensiva al nacionalismo cerril: Lam, Torres Garca, Carlos Mrida, Pe- lez, entre otros, los cuales ya pasaron a ser, sin discusin al- guna, los precursores del arte latinoamericano. En 1961 (obra citada) comienzo con una provocacin: "En el arte latinoame- ricano de este siglo hay un tremendo error. El error consiste en haber expresado con un lenguaje muerto y retrico la apa- ricin en la cultura de comunidades jvenes y sin experiencia" (me refiero, al hablar de error, al muralismo mexicano). El ataque virulento al "nacionalismo defensivo", al "cierre de fronteras culturales", al folklorismo, pintoresquismo, nativis- mo, etc., ajustaba la puntera. Vctimas predilectas en la mira: Guayasamn, Siqueiros (ste ltimo acorralado en sus contradicciones entre una teorizacin muchas veces certera y una prctica que llev a la barbarie formal y al exceso retri- co). Modelos: los precursores citados y la generacin latinoa- mericana que acompaa a Obregn: Morales, Szyszlo, Ant- nez, Alejandro Otero, Fernndez Muro, entre otros, y dos ge- nios ms jvenes: Jos Luis Cuevas y Fernando Botero.

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  • En Colombia la discusin se adelant en positivo/negativo. Fue positiva la exaltacin de Obregn al primer puesto del arte nacional y cabeza de la pintura de post-guerra, a la cual contribuy no slo Walter Engel sino Casimiro Eiger, (cuyas emiciones radiales, desgraciadamente, an no han sido tras-critas a un libro que dara cuenta de una importante labor cr-tica); la gente de "Mito", entre ella el gran poeta Alvaro Mu-tis, y el fervor de un joven periodista, Alberto Zalamea, que elogiaba al maestro irrestrictamente en las pginas de "Crti-ca". Fue negativa pero inevitable la andanada contra los pre, decesores y su cenculo de poetas panegiristas. Con esto se combata lo peor de la provincia: sus falseamientos enrareci-dos y sus mentiras piadosas.

    Creo importante insistir sobre el trabajo crtico de Walter Engel, por haber sido el primer intento de conceptualizar la autonoma de la plstica nacional. En el nmero de "Espiral" ya citado, escribe Engel: "En el transcurso de pocos aos Ale-jandro Obregn lleg a ser la figura central y preponderante del movimiento ms destacado de la pintura colombiana de post-guerra, del expresionismo romntico". "Cul es la esen-cia del expresionismo romntico? Digamos en primer lugar que casi siempre. recurre, en mayor o menor grado, a la abs-traccin. No es pintura realista. Pero tampoco abstracta. Bsi-camente arraiga en lo figurativo". En este esfuerzo por pun-tualizar datos que configuren un estilo nacional, Engel choca con Gmez Sicre, quien sostiene que expresionismo romnti-co es una redundancia, puesto que ambos trminos proceden del mismo estado de sensibilidad: pero Engel persiste en esta-blecer los lmites y diferencias del expresionismo romntico y lo distingue del expresionismo europeo, ya que no tiene su ac-titud "amarga y agresiva". Paradojalmente, es en plena vio-lencia colombiana que Engel advierte que tanto Obregn, in-clusive en sus cuadros de protesta como "Genocidio", "Velo-rio" o "La muerte del estudiante", como "todo el movimien-to... se mueve en un mundo ajeno a la excitacin y rebelda, en regiones suprahumanas, metafsicas, csmicas. Es como poesa que interpreta, pictricamente, los enigmas y las ver-dades perennes, desde el nacimiento del mundo y sus transfor-maciones: los elementos desenfrenados en dramtica erup-cin, hasta la belleza de una mujer, de un ave o de una flor, nunca expresada con pedantera naturalista sino con amor pantesta". (Este texto, sin fecha, pudo haber sido escrito en

    1964, ao que Walter Engel se radica definitivamente en Ca-nad; se publica en 1969, obra citada).

    Un argumento a favor de la tesis del expresionismo romn-tico que hoy podra resultar poco cientfico lo da, sin embar-go, la incontinencia verbal a que es arrastrado todo crtico al referirse a la obra de Obregn. Algunos ejemplos "... el arte de Alejandro Obregn constituye... la tipificacin de la con-ducta humana que florece en esta Amrica caliente, confusa, hmeda, exuberante, carnosa y contradictoria" (Eugenio Barney Cabrera). "Pintor no figurativo de temperamento ro-mntico, su trabajo ha estado apoyado por una envidiable do-sis de talento colorista capaz de plantear y resolver los ms tre-mendos y los ms delicados problemas de pintura en trminos de color y de brochazo" (Galaor Carbonell).

    "Los elementos claves que pueblan su espacio carecen de funcin dentro de l. Flotan, estn suspendidos mgicamente en l, transitan, se desploman. Se va definiendo as un paisaje excepcional, donde todo fluye, las distancias son inconmensu-rables, la vida es persistente y precaria al mismo tiempo. Se percibe el esplendor de las cosas, al mismo tiempo que su fu-gacidad, su destino incierto" (Marta Traba). "El pintor cele-bra el milagro de la visin, pero al hacerlo revela el secreto de lo visible... La obra ya no es un objeto esttico de contempla-cin, sino una presencia viva, lo invisible contenido en lo visi-ble, lo trascendental encerrado en lo inmanente, comprimido dentro de una materialidad nueva, una celebracin vital en que todas las cosas forman un slo signo y estn unidas y re-conciliadas dentro de ste", (Juan Garca Ponce).

    "As un iconoclasta (Obregn) hizo acto de presencia, pero si vena a demoler lo inerte, tambin vena a reconstruir lo exnime del arte colombiano, a dar un nuevo fulgor, a inyec-tar sangre y fuego en un mundo mineral esttico" (Jos G-mez Sicre). "Obregn es un romntico, se halla hechizado por la hermosura del mundo y teme que sta desaparezca, sin ha-brsela apropiado... Esa apotesis, esa fulguracin que l atrapa en sus lienzos, es el momento extremo: cuando las pre-sencias son ms que ellas mismas: el ave cae al mar: el toro se desploma: el estudiante permanece rgido, sobre la mesa: la mujer, embarazada, invade todo el mundo", (Juan Gustavo Cobo Borda). "La cada de sombras y el estallido de luces, la

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  • permanente desintegracin e integracin de la flora y la fauna de Obregn, son tpicamente barrocas. En su portentoso ba-rroquismo ha logrado desmentir una aseveracin del mismo Lezama (se refiere a Lezama Lima. N. del A.): que la magni-tud de los Andes hace imposible que un pintor los pueda plas-mar en un lienzo. Nosotros sabemos que Obregn pint, con una sola montaa, toda la hilera de cspides de la gran cordi-llera americana, y con una sla ave, ms altos aires", (Alvaro Medina).

    Estas citas, que resultan sorprendentemente orquestadas, tratan de probar cun acertada fue la tesis del expresionismo romntico sustentada por Walter Engel a comienzos de los cincuenta, cuando Alejandro Obregn era no slo el pintor de ruptura, sino un artista envolvente, un incitador. Sin excep-cin alguna, la crtica que dentro y fuera de Colombia se ocu-p de l, se encandil de buen grado con ese fulgor y se dispu-so a admitirlo renunciando a su normal tarea analtica.

    A su vez Obregn ha sido siempre un hombre realista y pragmtico: en 1948, al organizar el Saln de los 26, daba paso a algunos que le serviran de compaeros de ruta para definir el arte moderno colombiano: eran Negret, Ramrez Villami-zar y Wiedemann, entre otros. Cuando, al ao siguiente, viaja a Pars, la siesta provinciana del arte nacional haba conclu-do. La autosatisfaccin de sus predecesores fue removida has-ta el fondo y, desde ese momento en adelante, se exigira que toda obra, para destacarse en el arte nacional, deba ser pen-sada, programada y resuelta como una estructura de sentido.

    EL HORIZONTE INVISIBLE

    El primer paisaje que conoc de Alejandro Obregn fue "La nube gris", que no es un paisaje. Ayudndome por mi propia descripcin (Plstica", No. 17, Bogot, 1960), recons-truyo esa obra como "una inmensa figura femenina en amari-llo, de cuerpo grande y cabeza pequea, que llena casi por completo la tela, dejando slo un