ELOGIO DE LAOCIOSIDAD*

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BERTAND RUSSELL DEL OCIO ELOGIO DE LA OCIOSIDAD* 11 omo casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán liLa ociosidad es la madre de todos los vicios". Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que 10 que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de 10 que siempre se ha predicado. Todo el mundo conoce la historia del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era antes de la época de Mussolini) y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once de ellos se levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero hacía 10 correcto. Pero en los países que no disfrutan del sol mediterráneo, la ociosidad es más difícil y para promoverla se requeriría una gran propaganda. Espero que, después de leer las páginas que siguen, los dirigentes de la Asociación Cristiana de Jóvenes emprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, no habré vivido en vano. Antes de presentar mis propios argumentos en favor de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar. Cada vez que alguien que ya dispone de 10 suficiente para vivir se propone ocuparse en alguna clase de trabajo diario, como la enseñanza o la mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal conducta lleva a quitar el pan de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este argumento fuese válido, bastaría con que todos nos mantuviésemos inactivos para tener la boca llena de pan. Lo que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre suele gastar 10 que gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos, un hombre pone tanto pan en las bocas de los demás como les quita al ganar. El verdadero malvado, desde este punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino francés, es obvio que no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos obvia, y se plantean diferentes casos. * Ensayo escrito en 1932. Tomado de Elogio de la ociocidad y otros ensayos. Traducción: María Helena Rius. Edhasa, Barcelona, 1986. Publicado inicialmenl en Harper's Magazine. REVISTA COLOMBIANA DE PSICOLOGIA 155

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BERTAND RUSSELL

DEL OCIO

ELOGIO DE LA OCIOSIDAD*

11omo casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán liLaociosidad es la madre de todos los vicios". Niño profundamentevirtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia queme ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero,aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han

experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo,que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que 10que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamentedistinto de 10 que siempre se ha predicado. Todo el mundo conoce la historia delviajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era antes de la época deMussolini) y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once de ellos se levantaronde un salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero hacía 10correcto. Pero en los países que no disfrutan del sol mediterráneo, la ociosidad es másdifícil y para promoverla se requeriría una gran propaganda. Espero que, despuésde leer las páginas que siguen, los dirigentes de la Asociación Cristiana de Jóvenesemprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, nohabré vivido en vano.

Antes de presentar mis propios argumentos en favor de la pereza, tengo querefutar uno que no puedo aceptar. Cada vez que alguien que ya dispone de 10suficiente para vivir se propone ocuparse en alguna clase de trabajo diario, como laenseñanza o la mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal conducta lleva a quitarel pan de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este argumento fueseválido, bastaría con que todos nos mantuviésemos inactivos para tener la boca llenade pan. Lo que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre suele gastar 10que gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos, un hombre pone tantopan en las bocas de los demás como les quita al ganar. El verdadero malvado, desdeeste punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus ahorros en uncalcetín, como el proverbial campesino francés, es obvio que no genera empleo. Siinvierte sus ahorros, la cuestión es menos obvia, y se plantean diferentes casos.

* Ensayo escrito en 1932. Tomado de Elogio de la ociocidad y otros ensayos. Traducción: María Helena Rius. Edhasa, Barcelona,1986. Publicado inicialmenl en Harper's Magazine.

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Una de las cosas que con másfrecuencia se hacen con los aho-rros es prestarlos a algún gobier-no. En vista del hecho de que elgrueso del gasto público de la ma-yor parte de los gobiernos civiliza-dos consiste en el pago de deudasde guerras pasadas o en la prepa-ración de guerras futuras, el hom-bre que presta su dinero a un go-bierno se halla en la misma situa-ción que el malvado de Shakes-peare que alquila asesinos. El re-sultado estricto de los hábitos deahorro del hombre es el incremen-to de las fuerzas armadas del esta-do al que presta sus economías.Resulta evidente que sería mejorque gastara el dinero, aun cuandolo gastara en bebida o en juego.

Pero -se me dirá- el caso esabsolutamente distinto cuando losahorros se invierten en empresasindustriales. Cuando tales empre-sas tienen éxito y producen algoútil, se puede admitir. En nuestrosdías, sin embargo, nadie negaráque la mayoría de las empresasfracasan. Esto significa que unagran cantidad de trabajo humano,que hubiera podido dedicarse aproducir algo susceptible de serdisfrutado, se consumió en la fa-bricación de máquinas que, unavez construidas, permanecen pa-radas y no benefician a nadie. Porende, el hombre que invierte susahorros en un negocio que quie-bra, perjudica a los demás tantocomo a sí mismo. Si gasta su dine-ro -digamos- en dar fiestas a susamigos, éstos se divertirán -cabeesperarlo-, al tiempo en que se be-neficien todos aquellos con quie-nes gastó su dinero, como el carni-cero, el panadero y elcontrabandista de alcohol. Pero silo gasta -digamos- en tender rie-

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les para tranvías en un lugar don-de los tranvías resultan innecesa-rios, habrá desviado un conside-rable volumen de trabajo porcaminos en los que no dará placera nadie. Sin embargo, cuando seempobrezca por el fracaso de suinversión, se le considerará vícti-ma de una desgracia inmerecida,en tanto que al alegre derrocha-dor, que gastó su dinero filantró-picamente, se le despreciará comopersona alocada y frívola.

Nada de esto pasa de lo pre-liminar. Quiero decir, con toda se-riedad, que la fe en las virtudes delTRABAJO está haciendo mucho da-ño en el mundo moderno y que elcamino hacia la felicidad y la pros-peridad pasa por una reducciónorganizada de aquél.

Ante todo, ¿qué es el trabajo?Hay dos clases de trabajo; la pri-mera: modificar la disposición dela materia en, o cerca de, la super-ficie de la tierra, en relación conotra materia dada; la segunda:mandar a otros que lo hagan. Laprimera clase de trabajo es desa-gradable y está mal pagada; la se-gunda es agradable y muy bienpagada. La segunda clase es sus-ceptible de extenderse indefinida-mente: no solamente están los quedan órdenes, sino también los quedan consejos acerca de qué órde-nes deben darse. Por lo general,dos grupos organizados de hom-bres dan simultáneamente dos cla-ses opuestas de consejos; esto sellama política. Para esta clase detrabajo no se requiere el conoci-miento de los temas acerca de loscuales ha de darse consejo, sino elconocimiento del arte de hablar yescribir persuasivamente, es decir,del arte de la propaganda.

En Europa, aunque no enNorteamérica, hay una tercera cla-se de hombres, más respetada quecualquiera de las clases de trabaja-dores. Hay hombres que, merceda la propiedad de la tierra, están en

condiciones de hacer que otros pa-guen por el privilegio de que lesconsienta existir y trabajar. Estosterratenientes son gentes ociosas,y por ello cabría esperar que yo loselogiara. Desgraciadamente, suociosidad solamente resulta posi-ble gracias a la laboriosidad deotros; en efecto, su deseo de cómo-da ociosidad es la fuente históricade todo el evangelio del trabajo. Loúltimo que podrían desear es queotros siguieran su ejemplo.

Desde el comienzo de la civi-lización hasta la revolución indus-trial, un hombre podía, por lo ge-neral, producir, trabajando dura-mente, poco más de lo imprescin-dible para su propia subsistencia yla de su familia, aun cuando sumujer trabajara al menos tan dura-mente como él, y sus hijos agrega-ran su trabajo tan pronto como te-nían la edad necesaria para ello. Elpequeño excedente sobre lo estric-tamente necesario no se dejaba enmanos de los que lo producían,sino que se lo apropiaban los gue-rreros y los sacerdotes. En tiemposde hambruna no había excedente;los guerreros y los sacerdotes, sinembargo, seguían reservándosetanto como en otros tiempos, conel resultado de que muchos de lostrabajadores morían de hambre.Este sistema perduró en Rusia has-ta 19171, y todavía perdura enOriente; en Inglaterra, a pesar dela Revolución Industrial, se man-tuvo en plenitud durante las gue-rras napoleónicas y hasta hace cienaños, cuando la nueva clase de losindustriales ganó poder. En Nor-teamérica, el sistema terminó conla revolución, excepto en el Sur,donde sobrevivió hasta la guerracivil. Un sistema que duró tanto yque terminó tan recientemente hadejado, como es natural, una hue-

1, Desde entonces los miembros del partido comunistahan heredado este privilegio de los guerreros y sacer-dotes,

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lla profunda en los pensamientosy las opiniones de los hombres.Buena parte de lo que damos porsentado acerca de la convenienciadel trabajo procede de este siste-ma, y, al ser preindustrial, no estáadaptado al mundo moderno. Latécnica moderna ha hecho posibleque el ocio, dentro de ciertos lími-tes, no sea la prerrogativa de clasesprivilegiadas poco numerosas, si-no un derecho equi ta tivamente re-partido en toda la comunidad. Lamoral del trabajo es la moral de losesclavos, y el mundo moderno notiene necesidad de esclavitud.

Es evidente que, en las comu-nidades primitivas, los campesi-nos, de haber podido decidir, nohubieran entregado el escaso exce-dente con que subsistían los gue-rreros y los sacerdotes, sino quehubiesen producido menos o con-sumido más. Al principio, era lafuerza lo que los obligaba a produ-cir y entregar el excedente. Gra-dualmente, sin embargo, resultóposible inducir a muchos de ellosa aceptar una ética según la cualera su deber trabajar intensamen-te, aunque parte de su trabajo fue-ra a sostener a otros, que permane-cían ociosos. Por este medio, lacompulsión requerida se fue redu-ciendo y los gastos de gobiernodisminuyeron. En nuestros días, elnoventa y nueve por ciento de losasalariados británicos se sentiríanrealmente impresionados si se lesdijera que el rey no debe tener in-gresos mayores que los de un tra-bajador. El concepto de deber, entérminos históricos, ha sido unmedio utilizado por los poseedo-res del poder para inducir a losdemás a vivir para el interés de susamos más que para su propio inte-rés. Por supuesto, los poseedoresdel poder ocultan este hecho aúnante sí mismos, y se las arreglanpara creer que sus intereses sonidénticos a los más grandes intere-ses de la humanidad. A veces esto

es cierto; los atenien-ses propietarios deesclavos, por ejem-plo, empleaban par-te de su tiempo libreen hacer una contri-bución permanentea la civilización, quehubiera sido imposi-ble bajo un sistemaeconómico justo. Eltiempo libre es esen-cial para la civiliza-ción, y, en épocas pa-sadas, sólo el trabajode los más hacía po-sible el tiempo librede los menos. Pero eltrabajo era valioso,no porque el trabajoen sí fuera bueno, si-no porque el ocio esbueno. Ycon la técni-ca moderna sería po-sible distribuir justa-mente el ocio, sinmenoscabo para lacivilización.

La técnica moderna ha hechoposible reducir enormemente lacantidad de trabajo requerida paraasegurar lo imprescindible para lavida de todos. Esto se hizo eviden-te durante la guerra. En aqueltiempo, todos los hombres de lasfuerzas armadas, todos los hom-bres y todas las mujeres ocupadosen la fabricación de municiones,todos los hombres y todas las mu-jeres ocupados en espiar, en hacerpropaganda bélica o en las oficinasdel gobierno relacionadas con laguerra, fueron apartados de lasocupaciones productivas. A pesarde ello, el nivel general de bienes-tar físico entre los asalariados noespecializados de las nacionesaliadas fue más alto que antes yque después. La significación deeste hecho fue encubierta por lasfinanzas: los préstamos hacíanaparecer las cosas como si el futuroestuviera alimentando al presente.

Pero esto, desde luego, hubiese si-do imposible; un hombre no pue-de comerse una rebanada de panque todavía no existe. La guerrademostró de modo concluyenteque la organización científica de laproducción permite mantener laspoblaciones modernas en un con-siderable bienestar con sólo unapequeña parte de la capacidad detrabajo del mundo entero. Si la or-ganización científica, que se habíaconcebido para liberar hombresque lucharan y fabricaran muni-ciones, se hubiera mantenido al fi-nalizar la guerra, y se hubiesen re-ducido a cuatro las horas detrabajo, todo hubiera ido bien. Enlugar de ello, fue restaurado el an-tiguo caos; aquellos cuyo trabajose necesitaba se vieron obligados atrabajar largas horas, y al resto sele dejó morir de hambre por faltade empleo. ¿Por qué? Porque eltrabajo es un deber, y un hombre

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no debe recibir salarios proporcio-nados a lo que ha producido, sinoproporcionados a su virtud, de-mostrada por su laboriosidad.

Esta es la moral del estadoesclavista, aplicada en circunstan-cias completamente distintas deaquellas en las que surgió. No esde extrañar que el resultado hayasido desastroso. Tomemos unejemplo. Supongamos que, en unmomento determinado, cierto nú-mero de personas trabaja en la ma-nufactura de alfileres. Trabajando-digamos- ocho horas por día, ha-cen tantos alfileres como el mundonecesita. Alguien inventa un inge-nio con el cual el mismo númerode personas puede hacer dos vecesel número de alfileres que hacíaantes. Pero el mundo no necesitaduplicar ese número de alfileres:los alfileres son ya tan baratos, quedifícilmente pudiera venderse al-guno más a un precio inferior. Enun mundo sensato, todos los im-plicados en la fabricación de alfile-res pasarían a trabajar cuatro ho-ras en lugar de ocho, y todo lodemás continuaría como antes. Pe-ro en el mundo real esto se juzga-ría desmoralizador. Los hombresaún trabajan ocho horas; hay de-masiados alfileres; algunos patro-nos quiebran, y la mitad de loshombres anteriormente emplea-dos en la fabricación de alfileresson despedidos y quedan sin tra-bajo. Al final, hay tanto tiempo li-bre como en el otro plan, pero lamitad de los hombres están abso-lutamente ociosos, mientras laotra mitad sigue trabajando dema-siado. De este modo, queda asegu-rado que el inevitable tiempo libreproduzca miseria por todas par-tes, en lugar de ser una fuente de

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felicidad universal. ¿Puede imagi-narse algo más insensato?

La idea de que el pobre debadisponer de tiempo libre siempreha sido escandalosa para los ricos.En Inglaterra, a principios del si-glo XIX, la jornada normal de tra-bajo de un hombre era de quincehoras; los niños hacían la mismajornada algunas veces, y por lo ge-neral, trabajaban doce horas al día.Cuando los entremetidos apunta-ron que quizá tal cantidad de ho-ras fuese excesiva, les dijeron queel trabajo aleja a los adultos de labebida y a los niños del mal. Cuan-do yo era niño, poco después deque los trabajadores urbanos hu-bieran adquirido el voto, fueronestablecidas por la ley ciertas fies-tas públicas, con gran indignaciónde las clases altas. Recuerdo haberoído a una anciana duquesa decir:"¿Para qué quieren las fiestas lospobres? Deberían trabajar". Hoy,las gentes son menos francas, peroel sentimiento persiste, y es lafuente de gran parte de nuestraconfusión económica.

Consideremos por un mo-mento francamente, sin supersti-ción, la ética del trabajo. Todo serhumano, necesariamente, consu-me en el curso de su vida ciertovolumen del producto del trabajohumano. Aceptando, cosa que po-demos hacer, que el trabajo es, enconjunto, desagradable, resulta in-justo que un hombre consuma másde lo que produce. Por supuesto,puede prestar algún servicio en lu-gar de producir artículos de con-sumo, como en el caso de un mé-dico, por ejemplo; pero algo ha deaportar a cambio de su manuten-ción y alojamiento. En esta medi-da, el deber de trabajar ha de seradmitido; pero solamente en estamedida.

No insistiré en el hecho deque, en todas las sociedades mo-dernas, aparte de la URSS, muchagente elude aun esta mínima can-

tidad de trabajo; por ejemplo, to-dos aquellos que heredan dinero ytodos aquellos que se casan pordinero. No creo que el hecho deque se consienta a éstos permane-cer ociosos sea casi tan perjudicialcomo el hecho de que se espere delos asalariados que trabajen en ex-ceso o que mueran de hambre.

Si el asalariado ordinario tra-bajase cuatro horas al día, alcanza-ría para todos y no habría paro-dando por supuesta cierta muymoderada cantidad de organiza-ción sensata-o Esta idea escandali-za a los ricos porque están conven-cidos de que el pobre no sabríacomo emplear tanto tiempo libre.En Norteamérica, los hombressuelen trabajar largas horas, auncuando ya estén bien situados; es-tos hombres, naturalmente, se in-dignan ante la idea del tiempo li-bre de los asalariados, exceptobajo la forma del inflexible castigodel paro; en realidad, les disgustael ocio aun para sus hijos. Y, lo quees bastante extraño, mientras de-sean que sus hijos trabajen tantoque no les quede tiempo para civi-lizarse, no les importa que sus mu-jeres y sus hijas no tengan ningúntrabajo en absoluto. La esnob ad-miración por la inutilidad, que enuna sociedad aristocrática abarcaa los dos sexos, queda, en una plu-tocracia, limitada a las mujeres;ello, sin embargo, no la pone ensituación más acorde con el senti-do común.

El sabio empleo del tiempolibre -hemos de admitirlo- es unproducto de la civilización y de laeducación. Un hombre que ha tra-bajado largas horas durante todasu vida se aburrirá si queda súbi-tamente ocioso. Pero sin una can-

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tidad considerable de tiempo li-bre, un hombre se ve privado demuchas de las mejores cosas. Y yano hay razón alguna para que elgrueso de la gente haya de sufrirtal privación; solamente un necioascetismo, generalmente vicario,nos lleva a seguir insistiendo entrabajar en cantidades excesivas,ahora que ya no es necesario.

En el nuevo credo dominanteen el gobierno de Rusia, así cornohay mucho muy diferente de latradicional enseñanza de Occiden-te, hay algunas cosas que no hancambiado en absoluto. La actitudde las clases gobernantes, y espe-cialmente de aquellas que dirigenla propaganda educativa respectodel terna de la dignidad del traba-jo, es casi exactamente la mismaque las clases gobernantes de todoel mundo han predicado siemprea los llamados pobres honrados. La-boriosidad, sobriedad, buena vo-luntad para trabajar largas horas acambio de lejanas ventajas, inclu-sive sumisión a la autoridad, todoreaparece; por añadidura, la auto-ridad todavía representa la volun-tad del Soberano del Universo.Quien, sin embargo, recibe ahoraun nuevo nombre: materialismodialéctico.

La victoria del proletariadoen Rusia tiene algunos puntos encomún con la victoria de las femi-nistas en algunos otros países. Du-rante siglos, los hombres han ad-mitido la superior santidad de lasmujeres, y han consolado a las mu-jeres de su inferioridad afirmandoque la santidad es más deseableque el poder. Al final, las feminis-tas decidieron tener las dos cosas,ya que las precursoras de entreellas creían todo lo que los hom-bres les habían dicho acerca de lo

apetecible de la virtud, pero no loque les habían dicho acerca de lainutilidad del poder político. Unacosa similar ha ocurrido en Rusiapor lo que se refiere al trabajo ma-nual. Durante siglos, los ricos y susmercenarios han escrito en elogiodel trabajo honrado, han alabado lavida sencilla, han profesado unareligión que enseña que es muchomás probable que vayan al cielolos pobres que los ricos y, en gene-ral, han tratado de hacer creer a lostrabajadores manuales que haycierta especial nobleza en modifi-car la situación de la materia en elespacio, tal y corno los hombrestrataron de hacer creer a las muje-res que obtendrían cierta especialnobleza de su esclavitud sexual.En Rusia, todas estas enseñanzasacerca de la excelencia del trabajomanual han sido tornadas en serio,con el resultado de que el trabaja-dor manual se ve más honrado quenadie. Se hacen lo que, en esencia,son llamamientos a la resurrecciónde la fe, pero no con los antiguospropósitos: se hacen para asegurarlos trabajadores de choque necesa-rios para tareas especiales. El tra-bajo manual es el ideal que se pro-pone a los jóvenes, y es la base detoda enseñanza ética.

En la actualidad, posible-mente, todo ello sea para bien. Unpaís grande, lleno de recursos na-turales, espera el desarrollo, y hade desarrollarse haciendo un usomuy escaso del crédito. En talescircunstancias, el trabajo duro esnecesario, y cabe suponer que re-portará una gran recompensa. Pe-ro ¿qué sucederá cuando se alcan-ce el punto en que todo el mundopueda vivir cómodamente sin tra-bajar largas horas?

En occidente tenernos variasmaneras de tratar este problema.No aspiramos a la justicia econó-mica; de modo que una gran pro-porción del producto total va a pa-rar a manos de una pequeña

minoría de la población, muchosde cuyos componentes no trabajanen absoluto. Por ausencia de todocontrol centralizado de la produc-ción, fabricarnos mul titud de cosasque no hacen falta. Mantenernosocioso un alto porcentaje de la po-blación trabajadora, ya que pode-rnos pasarnos sin su trabajo ha-ciendo trabajar en exceso a losdemás. Cuando todos estos méto-dos demuestran ser inadecuados,tenernos una guerra: mandarnos aun cierto número de personas afabricar explosivos de alta poten-cia y a otro número determinado ahacerlos estallar, corno si fuéra-mos niños que acabáramos de des-cubrir los fuegos artificiales. Conuna combinación de todos estosdispositivos nos las arreglarnos,aunque con dificultad, para man-tener viva la noción de que el hom-bre medio debe realizar una grancantidad de duro trabajo manual.

En Rusia, debido a una ma-yor justicia económica y al controlcentralizado de la producción, elproblema tiene que resolverse deforma distinta. La solución racio-nal sería, tan pronto corno se pu-diera asegurar las necesidades pri-marias y las comodidades ele-mentales para todos, reducir lashoras de trabajo gradualmente,dejando que una votación populardecidiera, en cada nivel, la prefe-rencia por más ocio o por más bie-nes. Pero, habiendo enseñado lasuprema virtud del trabajo inten-so, es difícil ver cómo pueden as-pirar las autoridades a un paraísoen el que haya mucho tiempo librey poco trabajo. Parece más probable que encuentren continuamen-te nuevos proyectos en nombre delos cuales la ociosidad presente ha-ya de sacrificarse a la productivi-

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dad futura. Recientemente he leí-do acerca de un ingenioso planpropuesto por ingenieros rusospara hacer que el mar Blanco y lascostas septentrionales de Siberiase calienten, construyendo un di-que a 10 largo del mar de Kara. Unproyecto admirable, pero capaz deposponer el bienestar proletariopor toda una generación, tiempodurante el cual la nobleza del tra-bajo sería proclamada en los cam-pos helados y entre las tormentasde nieve del océano Artico. Esto, sisucede, será el resultado de consi-derar la virtud del trabajo intensocorno un fin en sí misma, más quecorno un medio para alcanzar unestado de cosas en el cual tal traba-jo ya no fuera necesario.

El hecho es que mover mate-ria de un lado a otro, aunque encierta medida es necesario paranuestra existencia, no es, bajo nin-gún concepto, uno de los fines dela vida humana. Si 10 fuera, ten-dríamos que considerar a cual-quier bracero superior a Shakes-peare. Hemos sido llevados aconclusiones erradas en esta cues-tión por dos causas. Una es la ne-cesidad de tener contentos a lospobres, que ha impulsado a losricos, durante miles de años, a pre-dicar la dignidad del trabajo, aun-que teniendo buen cuidado demantenerse indignos a este res-pecto. La otra es el nuevo placerdel mecanismo, que nos hace de-leitarnos en los cambios asombro-samente inteligentes que pode-rnos producir en la superficie de latierra. Ninguno de esos motivostiene gran atractivo para el que deverdad trabaja. Si le preguntáiscuál es la que considera la mejorparte de su vida, no es probableque os responda: "Me agrada el

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trabajo físico porque me hace sen-tir que estoy dando cumplimientoa la más noble de las tareas delhombre y porque me gusta pensaren 10mucho que el hombre puedetransformar su planeta. Es ciertoque mi cuerpo exige períodos dedescanso, que tengo que pasar 10mejor posible, pero nunca soy tanfeliz corno cuando llega la mañanay puedo volver a la labor de la queprocede mi contento", Nunca heoído decir estas cosas a los trabaja-dores,

Consideran el trabajo cornodebe ser considerado, corno unmedio necesario para ganarse elsustento, y, sea cual fuere la felici-dad que puedan disfrutar,la obtie-nen en sus horas de ocio.

Podra decirse que, en tantoque un poco de ocio es agradable,los hombres no sabrían corno lle-nar sus días si solamente trabaja-ran cuatro horas de las veinticua-tro. En la medida en que ello escierto en el mundo moderno, esuna condena de nuestra civiliza-ción; no hubiese sido cierto en nin-gún período anterior. Antes habíauna capacidad para la alegría y losjuegos que hasta cierto punto hasido inhibida por el culto a la efi-ciencia. El hombre moderno pien-sa que todo debería hacerse poralguna razón determinada, y nun-ca por sí mismo. Las personas se-rias, por ejemplo, critican conti-nuamente el hábito de ir al cine, ynos dicen que induce a los jóvenesal delito. Pero todo el trabajo nece-sario para construir un cine es res-petable, porque es trabajo y por-que produce beneficios econó-micos. La noción de que las activi-dades deseables son aquellas queproducen beneficio económico 10ha puesto todo patas arriba. El car-nicero que os provee de carne y elpanadero que os provee de panson merecedores de elogio, por-que están ganando dinero; perocuando vosotros disfrutáis del ali-

mento que ellos os han suministra-do, no sois más que unos frívolos,a menos que comáis tan sólo paraobtener energías para vuestro tra-bajo. En un sentido amplio, se sos-tiene que ganar dinero es bueno ygastarlo es malo. Teniendo encuenta que son dos aspectos deuna misma transacción, esto es ab-surdo; del mismo modo podría-mos sostener que las llaves sonbuenas, pero que los ojos de lascerraduras son malos. Cualquieraque sea el mérito que pueda haberen la producción de bienes, debederivarse enteramente de la venta-ja que se obtenga consumiéndolos.El individuo, en nuestra sociedad,trabaja por un beneficio, pero elpropósito social de su trabajo radi-ca en el consumo de 10 que él pro-duce. Este divorcio entre los pro-pósitos individuales y los socialesrespecto de la producción es 10quehace que a los hombres les resultetan difícil pensar con claridad enun mundo en el que la obtenciónde beneficios es el incentivo de laindustria. Pensarnos demasiadoen la producción y demasiado po-co en el consumo. Corno conse-cuencia de ello, concedernos de-masiado poca importancia al goceya la felicidad sencilla, y no juzga-rnos la producción por el placerque da al consumidor.

Cuando propongo que lashoras de trabajo sean reducidas acuatro, no intento decir que todo eltiempo restante deba necesaria-mente malgastarse en puras frivo-lidades. Quiero decir que cuatrohoras de trabajo al día deberíandar derecho a un hombre a los ar-tículos de primera necesidad y alas comodidades elementales en lavida, y que el resto de su tiempodebería ser de él para emplearlo

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como creyera conveniente. Es unaparte esencial de cualquier sistemasocial de tal especie el que la edu-cación vaya más allá del punto quegeneralmente alcanza en la actua-lidad y se proponga, en parte, des-pertar aficiones que capaciten alhombre para usar con inteligenciasu tiempo libre. No pienso espe-cialmente en la clase de cosas quepudieran considerarse pedantes.Las danzas campesinas han muer-to, excepto en remotas regiones ru-rales, pero los impulsos que die-ron lugar a que se las cultivaradeben existir todavía en la natura-leza humana. Los placeres de laspoblaciones urbanas han llegado aser en su mayoría pasivos: ver pe-lículas, presenciar partidos de fút-bol, escuchar la radio, y así sucesi-vamente. Ello resulta del hecho deque sus energías activas se consu-men completamente en el trabajo;si tuvieran más tiempo libre, vol-verían a divertirse con juegos enlos que hubieran de tomar parteactiva.

Enel pasado, había unaredu-cida clase ociosa y una más nume-rosa clase trabajadora. La claseociosa disfrutaba de ventajas queno se fundaban en la justicia social;esto la hacía necesariamente opre-siva, limitaba sus simpatías y laobligaba a inventar teorías que jus-tificasen sus privilegios. Estos he-chos disminuían grandemente sumérito, pero, a pesar de estos in-convenientes, contribuyó a casi to-do lo que llamamos civilización.Cultivó las artes, descubrió lasciencias; escribió los libros, inven-tó las filosofías y refinó las relacio-nes sociales. Aun la liberación delos oprimidos ha sido, general-mente, iniciada desde arriba. Sin la

clase ociosa, la humanidad nuncahubiese salido de la barbarie.

El sistema de una clase ociosahereditaria sin obligaciones era,sin embargo, extraordinariamenteruinoso. No se había enseñado aninguno de los miembros de estaclase a ser laborioso, y la clase, enconjunto, no era excepcionalmenteinteligente. Esta clase podía pro-ducir un Darwin, pero contra élhabrían de señalarse decenas demillares de hidalgos rurales quejamás pensaron en nada más inte-ligente que la caza del zorro y elcastigo de los cazadores furtivos.Actualmente, se supone que lasuniversidades proporcionan, deun modo más sistemático, lo quela clase ociosa proporcionaba acci-dentalmente y como un subpro-ducto. Esto representa un granadelanto, pero tiene ciertos incon-venientes. La vida de universidades, en defini tiva, tan diferente de lavida en el mundo, que las personasque viven en un ambiente acadé-mico tienden a desconocer laspreocupaciones y los problemasde los hombres y las mujeres co-rrientes; por añadidura, sus me-dios de expresión sueles ser tales,que privan a sus opiniones de lainfluencia que debieran tener so-bre el público en general. Otra des-ventaja es que en las universida-des los estudios estánorganizados, y es probable que elhombre al que se le ocurre algunalínea de investigación original sesienta desanimado. Las institucio-nes académicas, por tanto, si bienson útiles, no son guardianes ade-cuados de los intereses de la civili-zación en un mundo donde todoslos que quedan fuera de sus murosestán demasiado ocupados paraatender a propósitos no utilitarios.

En un mundo donde nadiesea obligado a trabajar más de cua-tro horas al día, toda persona concuriosidad científica podrá satisfa-cerla, y todo pintor podrá pintar

sin morirse de hambre, no importalo maravillosos que puedan sersus cuadros. Los escritores jóvenesno se verán forzados a llamar laatención por medio de sensaciona-les chapucerías, hechas con mirasa obtener la independencia econó-mica que se necesita para las obrasmonumentales, y para las cuales,cuando por fin llega la oportuni-dad, habrán perdido el gusto y lacapacidad. Los hombres que en sutrabajo profesional se interesenpor algún aspecto de la economíao de la administración, serán capa-ces de desarrollar sus ideas sin eldistanciamiento académico, quesuele hacer aparecer carentes derealismo las obras de los econo-mistas universitarios. Los médicostendrán tiempo de prender acercade los progresos de la medicina;los maestros no lucharán desespe-radamente para enseñar por méto-dos rutinarios cosas que aprendie-ron en su juventud, y cuya false-dad puede haber sido demostradaen el intervalo.

Sobre todo, habrá felicidad yalegría de vivir, en lugar de ner-vios gastados, cansancio y dispep-sia. El trabajo exigido bastará parahacer del ocio algo delicioso, perono para producir agotamiento.Puesto que los hombres no estaráncansados en su tiempo libre, noquerrán solamente distraccionespasivas e insípidas. Es probableque al menos un uno por cientodedique el tiempo que no le consu-ma su trabajo profesional a tareasde algún interés público, y, puestoque no dependerá de tales tareaspara ganarse la vida, su originali-dad no se verá estorbada y no ha-brá necesidad de conformarse a lasnormas establecidas por los viejoseruditos. Pero no solamente en es-

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DEL OCIO

tos casos excepcionales se mani-festarán las ventajas del ocio. Loshombres y las mujeres corrientes,al tener la oportunidad de una vi-da feliz, llegarán a ser más bonda-dosos y menos inoportunos, y me-nos inclinados a mirar a los demáscon suspicacia. La afición a la gue-rra desaparecerá, en parte por larazón que antecede yen parte por-que supone un largo y duro traba-jo para todos. El buen carácter es,de todas las cualidades morales, la

que más necesita el mundo, y elbuen carácter es la consecuenciade la tranquilidad y la seguridad,nade una vida de ardua lucha. Losmétodos de producción modernosnos han dado la posibilidad de lapaz y la seguridad para todos; he-mos elegido, en vez de esto, el ex-ceso de trabajo para unos y la ina-

nición para otros. Hasta aquí, he-mos sido tan activos como 10 éra-mos antes de que hubiese máqui-nas; en esto, hemos sido unosnecios, pero no hay razón para se-guir siendo necios para siempre '1'

El país de la Cucaña, Pierre Brueghel el Viejo. (1567). Munich, Pinacoteca.

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