Emilia Pardo Bazán¡sicos en Español... · 2019-01-31 · dirigiéndola contra el pecho del...

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Reconciliados Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Reconciliados

Emilia Pardo Bazán

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Al pasar por delante del cementerio de aldea,me detuve un instante, mirando con interésaquella tierra como hinchada de vida, de lavida natural, que nace de la muerte. Plantaslozanas y fresquísimas reían impregnadas aúndel rocío nocturno, al sol que iba a bebérselogolosamente. Eran flores de jardín, plantadasallí sin inteligencia, pero con el respeto que asus difuntos demuestra siempre la gente la-briega. Azucenas, rosas, alhelíes, margaritas,medraban en el terruño relleno de elementosfavorables a su desarrollo, de abono de cuerposhumanos, y transformaban en perfumes Y encolores las descomposiciones del sepulcro. Pero, recientemente, el terreno había sido re-movido, y faltaban, en un espacio bastantegrande, las gayas flores: la tierra aparecía des-nuda. Se habían cavado allí sepulturas recien-temente. Y el viejo Avelaneira, el curandero,que me acompañaba, me hizo saber que erandos las sepulturas acabadas de abrir, y que losdos que allí se habían enterrado a un tiempo,

unidos en muerte por el odio y no por el amor,eran los dos mayores enemigos de la parroquia. Inmediatamente quise recoger los hilos deaquella psicología que condujo a yacer vecinosa dos enemigos, y acaso a tener, cuando el ce-menterio recibiese nuevos huéspedes y no cu-piesen sin hacerles sitio, abrazados sus huesos,confundidos, indiscernibles; porque, cuando elhombre se reduce a su última expresión, escuando resuelve el problema de la supremaigualdad, no habiendo diferencia de tibia a tibiay de fémur a fémur... ¿Qué odio de muerte, qué irreconciliable ofen-sa separaba a aquellos dos hombres, que leshizo bajar al sepulcro el mismo día, y el unopor la mano del otro? Saqué la verdad, como se saca de la tierra unobjeto que escondió un culpable porque proba-ría su delito, de las inconexas explicaciones delviejo Avelaniera, que, un tanto comprometidopor aquel suceso, y temeroso de que la justiciase metiese "en lo que no le importaba", no tenía

ganas de soltar mucho la lengua. Pero sabía youn medio infalible de que el curandero la solta-se, y aún más de la cuenta, si a mano venía. Eraeste remedio eficaz una botella de aguardientedel Rivero, de esas que parece que tiene aceitecuando llevan en la bodega algunos años. Encuanto se hubo echado por el embudo de lagarganta un par de copas de aquel néctar peli-groso, Avelaneira empezó a divagar unas mia-jas, y, últimamente, a espontanearse, sacandoyo por el hilo de su alegría aguardentosa larealidad de un hecho que a los diez días estaríaolvidado por su mismo misterio. El aldeanotrata de no hablar de lo que puede acarrearlealguna desazón con alguien. Y no hablando delas cosas, se borran,como si no hubiesen sucedido jamás. Ahora bien: tío Roque de Manteiga y tío Selmode Vieites poseían tierras lindantes, que culti-vaban con sus propias manos. Estaba deslinda-da la propiedad de cada uno cien veces y es-crupulosamente, mata por mata y terrón por

terrón; pero existía un arrecuncho, un retal deterreno, mal deslindado y que habían pleiteadoya en el Juzgado, camino de la Audiencia. Lofatal de aquel rinconcete, que, según la gráficafrase del Avelaneiro, era "grande como unasepultura", consistía en que, a favor de la pre-tensión de poseerlo, cada uno quería aumentar-lo, y tomaba pretexto del litigio para roerle alotro, al margen, unas raspillas de esa tierra,para el aldeano más preciada que el oro. Milveces ya se habían encontrado frente a frentelos dos viejos, puesto el pie sobre lo que cadauno de ellos creía su propiedad, y se miraroncon ardientes ojos de codicia, saludándose en-tre encías, pues dientes no les quedaban. Lasmanos sarmentosas se estremecían empuñandoel mango del azadón, y lacólera les hacía babear, aunque por el buen pa-recer murmurasen: -Santos y buenos días nos dé Dios. -Muy santos y buenos.

La discusión nacía en seguida, agria y empe-ñada. Roque, el ganancioso del pleito en el Juzgado,había puesto patatas en el terreno que ya, se-gún la ley, era suyo; y, por la mañana, encon-traba que una mano aviesa se las había desente-rrado todas, una por una. -¡Si supiese yo quién fue el capón, el carina,que me desenterró mis patatas... malia para él! -rezongaba, cerrando el puño. Y el capón estaba allí, a dos pasos, hipócrita-mente ocupado en cavar su heredad de maíz. A la noche, poco después, la venganza no sehizo esperar mucho: apenas nacido el maíz,cuando era una tiernecita planta, poco más altaque una hierba, por la noche una mano airadalos arrancó todos. Y fue el tío Selmo el que, ju-rando como un demonio, cerró los puños endirección de la casa de su enemigo, que aqueldía, con un disimulo revelador, no había queri-do venir a trabajar, haciéndose el enfermo ygimiendo mucho. Era, en parte, verdad cuanto

de sus achaques y dolencias dijéranse los dosvejestorios, pues estaban ambos bastante ave-riados: el uno, no cumpliendo los sesenta yocho; el otro, con los setenta a cuestas; pero sóloel anhelo de lucro, ese lucro tan humilde de latierra labradía, bastara a moverlos, a apasionar-los de tal modo, que sus cuerpos usados y to-mados de orín por la edad y las fatigas parecíanrecobrar un vigor juvenil cuando manejaban elsacho o, empeñados en no interrumpir susamores con la tierra morena, la amada de todasu vida, y en fecundarla unavez más. ¿Y por qué tenían tanto afán de hacerproducir a la tierra aquellos dos carcamales? Niuno ni otro eran lo que en la aldea se dice po-bres. El tío Roque era viudo y no tenía más fa-milia que una sobrina, sirviente en Marineda.El tío Selmo había mandado a América doshijos ya hombres, y desde allá le remitían a ve-ces una letrita, con la cual compraba otro retazode tierra, alguna heredad pequeña, un cacho demonte, un manchón de castaños. Poseer, po-

seer: he ahí el empeño loco de ambos anciani-tos. Y todo lo que poseían les importaba menosque aquel retal grande como una tumba, que sedisputaban con furor. Por ganar el pedazohubiesen sacrificado con gusto el resto de loque tenían, aun cuando luego hubiesen demendigar por los caminos o pedir un jornal,que ya no les daría nadie. No era ya el pedazo; era su honra, era su dig-nidad, era su amor propio, era, sobre todo, suodio insatisfecho lo que en ellos se lanzaba conla fuerza que adquieren en la vejez las manías,y les decía en sueños y despiertos que esto nose quedara así, que ya había alguien que teníaque pagarlas todas juntas... Caía la tarde del díade San Juan, cuando se rompieron las hostili-dades ya a mano armada. Exasperado por laarrancadura de su maíz nuevo, el tío Selmo seemboscó al paso del tío Roque y le disparó uncroyo, una piedra perlada y lisa, con filo, comouna antigua hacha de sílex. Apuntaba el viejo ala cabeza; pero su mano caduca erró la punte-

ría, y la peladilla fue a dar en el brazo. Al agu-do dolor, Roque cayó en tierra, gimiente. Pen-sando haberle dado un buen golpe, huyó elagresor cuan ligero pudo. Al otro día, en virtudde unas fricciones de ruda, aceite y romero co-cido que el curandero le administró, salió a suheredad el lesionado, sin mal de ninguna clase.Allíestaba ya Selmo trabajando el pedazo maldito,echando en él no se sabé qué simiente... La san-gre, aún no helada, de Roque, dio una vuelta. -Si no se va... largo... La amenaza la acentuaba el movimiento dealzar la horquilla de puntas de hierro, quehabía sacado, no sabemos si para traer un hazde árgoma, o si para llevar arma defensiva yofensiva. Selmo, por su parte, requirió la azada,reluciente por el uso. Avanzaron los dos, en vezde retirarse con prudencia, y sus labios sumi-dos murmuraban juramentos atroces, blasfe-mias bárbaras. Las piernas les temblaban a losdos; pero ni uno ni otro querían que se les nota-

se la flaqueza, y suponían que jurando iban aparecer más fuertes, más recios. Al aproximar-se, Selmo sacudió el primer golpe, un débilazadonazo, en el hombro de Roque. Este sehizo atrás, pero no sin esgrimir su horquilla,dirigiéndola contra el pecho del enemigo. Fue aclavarse en el estómago. Las puntas aguzadaspenetraron en la carne. Aulló el herido, maldi-ciendo. Roque acababa de caer, arrastrado porla propia fuerza con que había querido asestarel golpe, consumiendo en tal arranque cuantole restaba de energía. Y, alverle en tierra, el otro recogió del suelo su aza-da, y ya esta vez fue certero. La cabeza sonócomo una olla que se parte. Luego, un azado-nazo vigoroso quebró huesos y costillas... Ambos contendientes, arrastrándose, se retira-ron a su casa, mal como pudieron. Denuncia ala Justicia, no la hubo. El aldeano pleitea por lapropiedad; por la vida, rarísima vez acude a losjueces. Ni aun al médico. Fue el bueno de Ave-laneiras el que los vio a los dos. El del horqui-

llazo en el estómago no conservaba la comida;la herida era poca cosa, pero el órgano se negóa funcionar, y ya se sabe lo que es esto para unviejo. El del azadonazo en los sesos, saltó a fie-bre y delirio, y a coma mortal. Y el mismo díalos depositaron en un espacio de terruño igualen dimensiones al que pleiteaban, pero donde,al menos, estuvieron en paz. No discutieron, nose agredieron, no se dijeron malas y feas pala-bras de denostación. Y las flores que despuéscrecieron allí no hicieron diferencia entre losdos hombres que se odiaron. "La Ilustración Española y Americana", núm.18, 1914.

La salvación de don Carmelo

Los que conocíamos a aquel cura de Moraisestábamos un poco escandalizados de que con-tinuase al frente de su parroquia. Y, en efecto,confirmando nuestras extrañezas, y que raya-

ban en indignaciones, poco tardó en tener uncoadjutor in capite, quedando así como un mili-tar de reemplazo, ya sin poder cometer desa-fueros en su ministerio. Era don Carmelo una calamidad. Siempre acaballo por ferias y fiestas aldeanas, al ir, acasono peligrase su equilibrio a lomos del jacucho;pero, al volver, parecía milagro verdadero quese tuviese en el tosco albardón, porque la gra-vedad es, según dicen, imperiosa ley natural, yel cura se inclinaba con exceso a uno y otro la-do. Alguna vez es fama que rodó a la cuneta.No se hizo daño. Hay estados en los cuales elcuerpo se vuelve de goma. No suele, en estassolemnidades y reuniones campesinas, andarsolo Baco. Naipes mugrientos le hacen compa-ñía, y don Carmelo era capaz de jugarse hastael alzacuello y el bonete. Así estaba de trampasy de miseria, que a veces no tenía, materialmen-te, con qué comer, aun cuando aseguran que debeber nunca le faltó.

Por si tantas cualidades fuesen pocas, aún dicela crónica que don Carmelo pasaba de quime-rista. Donde se armase greca allí estaba el curade Morais, congestionada la faz, color berenje-na, chispeantes de cólera los ojos y alzado elpuño para sacudir sin duelo, imponiéndose conla valentía más fanfarrona, porque donde estu-viese él no campaba ningún guapo, y cuando aél se le subía el vinagre a las narices, mejor eratener la fiesta en paz. Tocante a otras flaquezas que revelan lo míse-ro de la condición humana, mucho se discutía,y había partidarios de que el cura no hubiesecometido, en tal respecto, graves desmanes;pero los que también en este respecto le acusa-ban, dispusieron de un argumento poderoso eldía en que vieron en casa de don Carmelo a unniño, por cierto precioso, casi recién nacido, alcual criaron como pudieron, dándole a beberleche de vacas y puches de harina de maíz, lavieja y cerril ama del párroco.

El niño resistió a este régimen, y hasta a lossorbos de vino que le atizaba, para "consolarlo",en sus perrenchas don Carmelo, y creció fuerte,travieso, lindo y crespo como un arbusto delmonte, dando cada día más que decir, porquenadie sabía quiénes eran sus padres. -Entonces, el rapaz, econtrástelo detrás de untojo, ¿eh? -preguntaba maliciosamente el arci-preste de Loiro, hombre de gran autoridad en-tre el clero diocesano. Y don Carmelo, que le veía venir, contestababruscamente: -Hom, poco menos. Volvía yo de Estela, cuan-do aquello de los ejercicios que nos encajó elarzobispo, que así le encajen a él... ya sé yoqué... y tan cierto como que Dios nos oye, ibafumando, bien distraído, y si pensaba era enque se hacía tarde para llegar a la hora de lacena a mi casa. A más, empezaba a llover, y eljaco no tenía ganas de menearse; con tantosdías como llevaba en la cuadra, se conoce quetenía orín en las junturas. Bueno, pues yo le

daba con los tacones para meterle prisa, cuandose me ocurre: "Si tuviese una varita verde no sereiría de mí este zorro." Justamente veo a laizquierda de la carretera unos vimbios, y salto acortar una vara con la navaja, cuando oigo unllanto de chiquillo pequeño. Miro para todaspartes y allí estaba el rapaz, liado en mucharopa, trapos viejos y guiñapos colorados, queno se le veía la cara. Miré para todas partes,pensando que la madre andaría por allí. Di vo-ces. No acudió nadie de este mundo. Anduvearreo un cuarto delegua, preguntando en todas las casas, con elrapaz debajo del brazo, que se desgañitaba, ynadie sabía nada, todos se hacían cruces. Enuna casa me dieron por caridad una cunca deleche, y el mocoso bien que se la bebió poco apoco. ¿Yo qué había de hacer? Cargué con elchiquillo y me presenté con él en casa. Ramoni-ña me quiso arañar; dijo que iba a echar al ra-paz en el pozo... como a las crías de la gata... yahora se quita de la boca el pan para que él co-

ma a gusto. Cosas de la vida, ¿eh? Alguna sale-rosa -don Carmelo llamaba así a las hembrasalegres- que le estorbó el neno y le soltó allípara que se muriera; pero no estaba de Dios. A pesar de las detalladas circunstancias conque autentificaba su relato el cura, un guiño delarcipreste a otros párrocos solía indicar que a élno se la daban con queso, y que a perro viejo nohay tus tus. La propia Ramoniña, el ama, que parecíahecha de sebo, no tragaba la narración del en-cuentro del rapaz. Lo creía cosa de casa. Alprincipio, don Carmelo rechazó, encolerizado,las sospechas. Después se limitó a encogerse dehombros. El moneco sin embargo, tenía granparte de culpa en la severa decisión del arzo-bispo, cuando puso al coadjutor a aquel párro-co tan censurado. Don Carmelo se resignó. Ya ni se tomaba eltrabajo de repetir la historia de la vara verde ydel recién envuelto en trapos. Cuando Ramoni-ña enseñó a Ángel -tal era su nombre- a llamar

hipócritamente al cura señor tío, don Carmelo,soltando un pecado, vocejoneó: -¡No, llámame señor padre! Al fin te han dedecir todos, mal rayo los coma, que eres mihijo. Y el chico lo creyó de buena fe, y con la mayorsencillez decía mi padre, sin notar, al pronto,las risas malévolas de los que le oían. Sin em-bargo, los niños crecen y hasta en la aldea sedespabilan, se hacen listos, en especial si lo sontanto como lo era éste. A la primera vez queÁngel percibió la intención denigradora conque le preguntaban por su papá -tenía el rapazsólo doce años-, descargó tal puñada en lasnarices de su interlocutor, un cura joven, muyrelamido, que le dejó temblando los dientes y lacara bañada en sangre. Y como don Carmelo estuviese cada vez másbeodo y más pobre, el muchacho, creyendollenar un deber más sagrado aún que el de lagratitud, se dio a trabajar para mantenerle.

No se sabe cómo aprendió el oficio de carpin-tero, además de los menesteres de la labranza.Con su jornal, y trabajando además en el huer-to, pudo alejar de la rectoral la miseria, y des-plegando una energía que parecía aconsejarle lanaturaleza, combatió el vicio, que, con la vejez,había dominado ya a don Carmelo totalmente.Le ayudaron los ataques de gota que, sujetandoal cura en un viejo sillón de baqueta, no le per-mitían buscar en las ferias y tabernáculos satis-facciones a su crónica sed de dipsómano. Ra-moniña había muerto, de juntársele las mante-cas, y la nueva criada, una moza parva comoun conejo de monte, obedecía ciegamente almuchacho. Allí no entraba vino ni sus deriva-dos, a pesar de las súplicas angustiosas de donCarmelo. -Rapaza, veme por un chisco... -No; hame de dispensar... Y el cura tuvo, efecto de este régimen riguro-so, una notable mejoría, hasta sentirse tan bien,que, como quien se fuga de una cárcel, con pre-

cauciones de ladrón, se escapó, aparejó el jacu-cho y se fue al funeral de don Antonio Vicentede la Lajosa, un gran señor local, rico mayoraz-go. Ya se sabía: después de la función religiosa,gran cuchipanda, el festín fúnebre en la casasolariega, cuyas bodegas eran famosas por sucubaje magnífico, y su vino, el mejor de la co-marca. Corrió éste, no digamos que a raudales,pero sí a colmados jarros, y don Carmelo, felizcomo hacía tiempo no se había sentido, fue es-tibando en su estómago la poderosa carga delmucho cerdo, los pollos con azafrán, el bacalaoguarnecido de patatada y la carne con patatadatambién, sazonada de pimiento picante rabioso.Y como todos estos platos son ahogaderos yponen la boca más seca que la de un can cuan-do corre, hubo que diluirlo en mucho de aquelbendito licor, reposado y frío en las grandescubas, y queno parece sino que cada vaso llama por sucompañero, con voces apremiantes, como si nopudiese valerse solo... Tal fue el desquite del

cura de Morais, que ni aun pudo, de sobreme-sa, tomar parte en una partidilla que allí se ar-mó. Los licores, el aguardiente servido con elcafé, le dieron el golpe de gracia. Ángel, queacudió desolado, le tuvo que recoger y que lle-var, con ayuda de varios vecinos y a puñados, ala rectoral. Al día siguiente el médico soltó unaporción de terminachos, que todos venían aresumirse en que el párroco no salía de aquella.Y se le sangró, y se le aplicaron revulsivos; perocomo si se los pusiesen a un cepo. Murió sinrecobrar el conocimiento, mientras Ángel, des-haciéndose en amargas lágrimas, se negaba acreer en la realidad del caso. Y aquí viene lo sobrenatural de la aventura.Algún reportero debió de entrevistar a San Pe-dro, pues de otro modo parece difícil compren-der cómo llegó todo esto a conocimiento de losmortales. Es el caso que el pobre cura de Moraisse presentó a las celestes puertas cogido de lamano de un niño pequeño.

-¿Tú aquí, calamidad? -refunfuñó San Pedro,que hizo sonar hostilmente su manojo de llavesrecién bruñiditas. -Yo, señor... Ya conozco que es un atrevimien-to. -¿Y con el arrapiezo te has venido? -Sí, gran Apóstol... porque yo creo que aquí sesabe la verdad y no han de hallar eco las ca-lumnias de mis colegas. Aquí lograré yo averi-guar quién fue la grandísima perra que soltó aeste pequerrucho cerca del arroyo para fasti-diarme a mí. Es cosa de risa: cuanto malo hiceen mi vida no me costó los disgustos que estaúnica buena acción. -¡Pues por ella entrarás... que como no teacompañase este picarillo, a la puerta te mequedabas! El niño tiró de la mano del cura y le empujóadentro. Él se quedó fuera, y con voz gorjeado-ra exclamó: -¡Adiós, hasta la vista, papá! "La Esfera", núm. 7, 1914.

Episodio

Cada diez o quince años los piratas argelinoshacían desembarcos en la costa. Metíanse tierra adentro por las aldeítas, arra-sando y robando la plata de las iglesias, el toci-no de las huchas, el ganado de los establos y, delas pobres chozas, las muchachas y muchachosbonitos. No siempre lo hacían a mansalva.También los labriegos tenían sus garrotes detojo y sus hoces y bisarmas, y si no eran sor-prendidos en sueño profundo y acuchilladosinmediatamente, sabían resistir. Por eso prefe-rían los piratas, para sus incursiones, las horasnocturnas. Y era noche bien oscura y larga aquella dediciembre, en que la aldeílla de Freseira, aletar-gada en su paz humilde, despertó al fulgor delas teas y a los alaridos de hombres con cara debronce y ojos blancos -hombres semejantes a

demonios-. Cuando los del rueiro se dieroncuenta del peligro, ardían ya dos o tres casu-chas como yesca, cebado el incendio con lahierba seca de las medas y los haces blondos delos pajares, Las voces de socorro, los ayes demuerte, los ¡Dios nos valga!, fueron la únicadefensa de los infelices. Capitaneaba a los piratas un renegado espa-ñol, Alí Buceya, que pasaba por cruelísimo. Noera misericordioso, en general, ninguno de losque a su mismo oficio se dedicaban; pero AlíBuceya, según noticias, no desplegaba sólo lainhumanidad inherente a tales empresas, sinoque se gozaba y complacía en cuantas atrocida-des conseguía realizar. Extraña fruición experimentaba cuando, pororden suya, eran aplicadas torturas a sus pri-sioneros, y las presenciaba y dirigía, lo mismo abordo de su galeota que en los jardines de suresidencia. Con ser tan grandes su dureza ymaldad, las superaba su lascivia. Mejor dicho,se confundían ambas inclinaciones. No había

para él goce si no lo sazonaba el ajeno sufri-miento. Decíase que, castigado antaño por laJusticia, en su patria, con pena dolorosa e infa-mante, se desquitaba ahora, que era rico y po-deroso, de lo que había padecido; y érale mássabroso el desquite cuando torturaba a compa-triotas suyos. Por eso hacía siempre tanto pri-sionero; víctimas señaladas de antemano parael apaleamiento, empalamiento y los azotesmortales. Ocioso era, con semejante corsario, que lasmujeres de Santa María de Freseira, hincadasde rodillas, pidiesen misericordia. Apartada lapresa que habían de llevarse, los piratas se har-taron de degollar, arrojando a los semivivos albrasero del incendio, que ya se propagaba a laaldea toda. Dilatadas las fosas de su nariz de ave de rapi-ña, Alí Buceya contemplaba el estrago. Acaba-ban de segar el pescuezo a una mujer que teníaen brazos a un niño, y que, convulsivamenteagarrada a él, no lo soltaba ni al desangrarse,

cuando trajeron a rastras, por su copiosa matade pelo rubio, a una mocita como de veinteaños. Venía según la arrancaron de su lecho,cubierta sólo por la gruesa camisa de estopa,descalzos unos pies blancos que el uso del zue-co no había logrado desfigurar. Intentaba cu-brirse el rostro con los redondos brazos; pero selos apartaron, y Alí vio, con sonrisa sardónicajugando entre el corvo bigote, un semblantecelestial, unos ojos azules en que se pintaba elterror, una garganta como marfil y un pechodonde dos azoradas palomas palpitaban. Con una seña la marcó para botín, y un pirata,comprendiendo perfectamente la intención delarráez, echó sobre el cuerpo tembloroso de labella su manta argelina. Pálida e inmóvil ya,como cuajada por el miedo mismo, permanecíaentre los que la guardaban, cuando dos piratastrajeron a empellones a un viejo semiparalítico,golpeándole para empujarle y dándole con lospies en las costillas a fin de hacerle avanzar.Entonces la muchacha, como si despertase de

un sueño de letargo, saltó hacia el maltratadoviejo, y asiéndose a su cuello, gritó: -¡Pa! ¡Mi pa! Buceya miraba la escena y sonreía burlón ydesdeñoso. La mocita se arrojó a los pies delpirata, abrazando sus rodillas. Sollozaba, roga-ba, sacudía las piernas del corsario, en la vehe-mencia de su imploración. Él acentuaba su son-risa de felino. Alzó la mano, movió la cabeza;un pirata, rápido, hundió en el pecho del an-ciano su gumía. La muchacha se precipitó arecoger el cuerpo ensangrentado, a besarlo ar-dientemente. Cuando se convenció de que elviejo petrucio estaba muerto, se alzó sacudidapor horrible temblor nervioso y se desplomó alsuelo también. En estado de estupor la llevaronen brazos hasta la costa y la izaron a bordo dela galeota, depositándola en el camarote conti-guo al de Buceya. Los primeros días de navegación rehusó lacomida, como si anhelase morir ella también.Una tarde, oyendo lamentos y quejidos en el

puente, se asomó a ver sin saber lo que hacía.Era que estaban apaleando a un mozo de suparroquia, uno de los cautivos, que forzado aremar, había cometido no se sabe qué falta ohabía tratado de fugarse, y Buceya castigaba surebeldía con el suplicio. La espalda del mozoera toda una llaga ya, y los hinchazos verdugo-nes reventaban al caer nuevamente la vara so-bre ellos. Y así como la niña aldeana, en trágicahora, había clamado por su padre, el labriegoexhalaba de su garganta el llamamiento pro-fundo, el supremo. -¡Mi má! ¡Mi má! El corsario, con una onda de saliva al borde delos labios negruzcos, reía, sin apartar la vistadel atormentado, al cual poco después salaronlas llagas y tiraron, moribundo, en un rincóndel entrepuente. La cautiva se había retirado asu camarote al terminar el castigo. Desde aque-lla hora aceptó la comida y hasta el vino que,mahometanos y todo, consumían por pellejoslos piratas. Y se adornó con las preseas que,

galantemente, le enviaba Buceya. Vistió las te-las listadas de oro, se colgó las sartas de perlasbarrocas y de venecianos cequíes, y ante unespejo, de Venecia también, dio en atusarte,hasta que apareció en el puente bizarra sobre-manera. Podrá parecer censurable al pronto;pero todos los que refirieron este caso están deacuerdo en que la mocita, Adelina la de Fresei-ra, se condujo así, y hasta más tarde, ante elarzobispo de Compostela, que la oyó en confe-sión, declaró haberse adornado y perfumadocon esencias de rosa y jazmín para agradar alpirata. Y el pirata,al pensar con codicia en la linda prisionera, serepresentaba también el gusto de someterladespués a una tortura sabiamente complicadasi hallaba en ella la resistencia menor. No la halló, por cierto. Empapada de aromas,sarteada de collares, acudió solícita a la primeraorden del pirata, que al cubrir de caricias des-póticas el cuerpo juvenil, calculaba cómo seretorcería bajo el látigo o bajo la mordedura del

hierro candente. Como prueba anticipada de lafruición cruel, clavó sus dientes duros en elhombro de la rapaza, que no exhaló ni un grito. -Parece de corcho -murmuró para sí el arráez-.¡Ya la despertaremos, a fe de Alí Buceya! Alta iba la luna en el cielo cuando el pirata sequedó dormido. La cautiva parecía dormidatambién; pero entre las pestañas brillaron uninstante sus entornados ojos. Deslizóse, sinhacer ruido, de la yacija de pieles amontonadassobre la alfombra, y llegándose a donde reful-gía un haz de armas, tomó un yatagán lucientey cortante. A la luz de la lámpara de vidrio iri-sado buscó en el cuello del arráez sitio paradescargar el golpe. Y sin temblar, con puñofirme de segadora de hierba, al sesgo, que otracosa no consentía la postura de Buceya, descar-gó el tajo. Un caño de sangre tibia, saltandohasta su inclinado rostro, le probó que habíaacertado bien. Entonces, como una sombra, se deslizó fueradel camarote, y desde el puente, en un salto, se

precipitó al mar. Era la noche luminosa y apa-cible y apenas un manso vientecillo rizaba eloleaje. Desde horas antes venía siguiendo a los pira-tas una galera española. Le iba ya a los alcancescuando todavía los de la galeota no señalabansu presencia. Al caer al agua el cuerpo de Ade-lina, al agolparse en el puente los piratas, fuecuando se vieron cazados. La embarcación perseguidora se detuvo pararecoger a la náufraga, que después de bajar alfondo acabada de salir a flote. Los de Alí Buce-ya corrieron a llamarle y vieron su tronco en unlago de sangre que se empezaba a cuajar, y col-gando de un retal de piel, la lívida cabeza. Así fue de fácil para los perseguidores elabordaje y la victoria. De las entenas suspen-dieron a muchos corsarios, y el primero, unoque señaló con la mano la náufraga salvada, yera el mismo que acuchilló a su padre en lasiniestra noche. Con su presa tomó el rumbo deEspaña la galera otra vez.

Y la muchacha sólo pidió que la llevasen alconvento de las Claras de Santiago, donde que-ría hacer penitencia toda su vida. Las joyas conlas cuales se había arrojado al mar fueron sudote, y las ostentó largos años, hasta la des-amortización, la Custodia del convento. "El Imparcial", 10 diciembre, 1917.

Ofrecido

No sabía el señorito que lo estaba hasta que leinformó la vieja carcomida aquella, según vol-vían de la feria del primero y subían el ásperorepecho que conduce al mesón, donde es cos-tumbre inveterada pararse a refrescar. Detuviéronse, pues, al pie del secular castañoque sombrea las dos mesas paticojas, preveni-das de jarros colmos y rosquillas duras, y elseñorito brindó a la bruja un ancho vaso delalegre vinillo de la tierra, bromeando sobre lodel ofrecimiento.

-¿Puede saberse quién te mete a ti, Natolia laCohetera, a ofrecer lo que no es tuyo? -¡Mi joya! -contestó la mujeruca después detrasegar lentamente el claro y agromosto, quehuele como los amorotes bravos y las morasmaduras. -Mi palomo, señorito de Valdeorás...,y luego,si Natolia no le ofreciese, ¿estaría usía en estemundo? El señorito se echó a reír de buena gana. -Según eso, estoy en el mundo porque a ti se teantojó. -¡Asús! No, señor, mi joya; sería porque lodispuso Santa Comba, la del Montiño, que paraeso le ofrecí yo cosa viva. -¿Cosa viva? -repitió el señorito, echando atrásde un capirotazo su sombrero gris, flexible deanchas alas, y sacando del bolsillo su petaca deplata martillada, donde brillaba un trebolico derubíes. -Sí, señor querido... Cosa viva, como quiendice, un animal, una gallina o un cerdo...

-¿Y qué significan ese cerdo o esa gallina, va-mos a ver? -Significan..., ¡demasiado lo sabe! Significan elalma de usía, con perdón. Nolasco de Valdeorás soltó la risa a borboto-nes. La vieja, de pie ante él, le miraba con ciertafisga maliciosa. Su cara era una rugosa nuez,avivada por los dos toques de azabache de losojuelos; su boca, una sima; en los pómulos, larosa del vino, recién bebido, florecía con aber-mellonado rancio. -Ríase a gusto, palomiña... Ríase, que es buenopara la hiel. ¡Santa Comba le deje reír muchosaños! No quita, señorito, que si yo no le ofrez-co... Usía no puede acordarse, que aún no pen-saba en nacer; pero aquí no se le hablaba deotro cuento, sino del disgusto que había enValdeorás, motivado a que la señora, en gloriaesté, después de ocho años de maridada, eraestérea... Un día la vi yo, con estos ojos, quelloraba muy triste; ya no esperaba familia..., ycata, ¡ofrecí lo que viniese, al Montiño, llevando

criatura viva, por supuesto..., y a los nueve me-ses, santa gloriosa! Nolasco, deseoso de continuar su camino, pe-gó cariñosa palmada en el hombro de la bruja;sacó su bolsa de malla, extrajo unas monedasde plata y se las presentó: -Ahí va, para ayuda de la "cosa viva...", y seestima el favor, Natolia, mujer, si es favor loque me hiciste. La mano, hecha de raíces, de Natolia, se ex-tendió, rechazando la dádiva. -Dios nos aparte, señorito, de andar dinero enese caso. ¡Santa Comba nos valga! Dinero, no. -Pero tú, Natolia habrás gastado cuartos encomprar esa gallina o ese puerco que me repre-sentaron dignamente. -¿Yo qué tenía de gastar, señorito? -articulóella asombrada-. ¿Yo qué tenía de gastar, si esusía en persona el que ha de ir a la Santa?Quien está ofrecido es usía, y créase de mí yvaya cuanto más antes, que han pasado mu-

chos años y la Santa espera y la paciencia se tepodrá rematar. -¿De modo que soy yo...? -Y Nolasco volvió areír estrepitosamente-. ¡Pues me gusta! ¿Yo quéofrecimiento hice? -No lo hizo, pero ofrecido está; cumpla, seño-rito. Ahora que lo sabe, cumpla; por el alma desu madre, que está en el cielo. Quítese el estor-bo de la concencia; Santa Comba le trajo almundo; no vaya el enemigo, ¡Asús!, a sacarlede él. Mire que he visto volar un cuervo de unpino para otro, y este no es tiempo de cuervos,que sólo se ven allá, en octubre. Mire que aho-ra, cuando venía andando delante de mí por lacarretera, el cuerpo de usía no hacía sombraninguna. Nolasco, esta vez, se rió, enojándose. ¡Quéagorerías, qué supersticiones! Sólo por eso noiría a Santa Comba en su vida. Así quedaríademostrado que son ridículos cuentos de viejassemenjantes historias de ofrecimientos y depeligros.

-¡No diga pecados! -suplicaba la Cohetera,afligida-. ¡No se ponga contra la Santa! ¡Cum-pla, cumpla! Si no va en vida tendrá que ir des-pués... Ya iba lejos Nolasco, al trote de su yegua ala-zana, y aún se oía la voz cascada, implorante,temblorosa: -¡Cumpla! ¡Cumpla! Mire que... El señorito, sin que acertase a explicarse lacausa, sentía una inquietud dolorosa, mezcla deenfado, terquedad y remordimiento. Avanzaba,y de vez en cuando arrojaba a la carretera unamirada oblicua, a fin de cerciorarse de que lasombra del jinete y del caballo se proyectabasobre la blancura de la carretera. Creía escucharla voz rota, sumida, de la vieja sin dientes, repi-tiendo, fatídicamente: "¡Cumpla! ¡Cumpla!..."Abajo, a sus pies, la cuenca del río extendía elverdor de los juncales y el gris plateado delagua. Y enfrente, roja como el orín de las armasantiguas, la eminencia rogosa del Montiño,donde el templo primitivo de Santa Comba se

asienta, surgía recogiendo el oro de los últimosrayos de la tarde... La luna asomaba ya en elfirmamento, enverdecido cual las turquesasenfermas y pálidas; el olor del samo en flor y dela boñiga fresca, dejada por tanto ganado comodurante el día había cruzado el camino, flotabaen el aire. "¡Cumpla!... ¡Cumpla!..." El chirrido estridente, quejoso, de un carro, alo lejos, parecía pronunciar esas dos sílabas delencargo de la carcomida e ignorante Natolia. Elofrecido se detuvo un instante. ¿Seguiría por lavuelta hasta Cornelle o atajaría para llegar aValdeorás mucho más pronto? Malo era el ata-jo, entre pinares y pedregales resbaladizos; pe-ro representaba una hora menos de aquellasoledad penosa, consigo mismo, en angustiosoy pueril recelo, mirando al soslayo si su sombrale acompañaba y maltratándose a sí mismointeriormente cada vez que lograba persuadirsede cómo, en efecto, la sombra trotaba en sucompañía...

"¿Por qué no he de ir al santuario con miofrenda?", murmuró para sí. Y, como minutosdespués, había resuelto no ir jamás, no cumplirel rito de la superstición aldeana. ¡Eso no! Por-que luego tendría que mofarse de sí mismo lavida entera... Entró en el atajo bien decidido a no acordarsemás de que su rescate, su precio, su equivalen-cia, eran algo viviente, llevado por él mismo alsantuario. Siguió la estrecha vereda, salvó deun salto de su yegua un valladito y se internóen el pinar. Por instinto miró de lado, y se es-tremeció al percibir que no tenía sombra. -¡Qué desatino! -murmuró-. ¿Cómo la he detener si la luna se ha oscurecido y estoy en lomás espeso del pinar?... Cargue el diablo con lavieja y maldito sea el ofrecimiento... Había que salvar otro vallado más alto. Layegua, acostumbrada a tal ejercicio, tembló,hizo un extraño e indicó defensa. Nolasco leclavó los espolines, cruzó el anca con el látigo.El animal resopló, obedeciendo de mala gana.

Fue más que salto, corcoveo. Cayó mal al otrolado; rota la cincha, el jinete fue lanzado con elestrecho galápago; el tronco rudo de un robleañoso recibió la masa del cuerpo; en primertérmino, la cabeza, que al terrible golpe se abrióy rajó como una sandía madura. La yegua, locade terror, salió galopando hacia Valdeorás. No-lasco yacía en la vereda, con los brazos abiertosy los ojos vidriados; tal vez su espíritu trepabapor el Montiño a cumplir el sagrado ofreci-miento.

La soledad

Los dos estudiantes se despertaron de óptimohumor; el día estaba magnífico, caso raro enEstela, y decididos a ver mujerío en aquel Jue-ves Santo en que todas estaban guapísimas, consu indumento negro y sus hereditarias manti-llas, se echaron a la calle.

Eran dos muchachos todavía cándidos, cria-dos en un pueblo, en los regazos de sus ma-dres, y que apenas empezaban a contagiarsedel calaverismo infantil de los primeros años desu vida escolar. El uno, Jacinto, estudiaba, ocursaba, que más cierto será, Derecho, y el otro,Marcos, Medicina. Ambos tenían buen corazón;Marcos alardeaba de incrédulo, y Jacinto, encambio, oía misa y al saltar de la cama farfulla-ba un padrenuestro. Sus familias, que residíanen un poblado, les habían llenado la cabeza deprejuicios. Toda mujer que se componía y ex-halaba el perfume, no muy refinado, de un ja-bón más o menos barato, les parecía temible, y,por lo mismo, infinitamente atractiva y delicio-sa. Un cierto romanticismo, el correspondienteal retraso mismo de su educación sentimental,les hacía aspirar -a Jacinto especialmente- amo-res sublimes, con acompañamiento de versos yde exclamaciones enfáticas. Conviene sabertodo esto, para comprender el efecto que lescausó la extraña aventura.

Apenas salieron de su posada, cada paso quedaban fue un encuentro, deleitoso. Figuras fe-meninas enmantilladas, calzadas hechicera-mente, con zapatitos de raso, cuyas galgas ceñí-an, acariciándolo, el redondo tobillo, cruzabanpor los arcaicos soportales, encaminándose a lacatedral de Estela, para asistir a los divinos ofi-cios. Pasaban raudas, entre un revuelo de blon-da, coqueteando sin reír, y Marcos y Jacinto notenían tiempo sino de deslumbrarse con el re-lámpago que vibraban sus ojos, bajo la sombradulce de los encajes, que aureolaban sus caras -no siempre juveniles-. Cogidos del brazo losdos escolares, de súbito se lo apretaron recípro-camente, al ver pasar a una señora de cara ovaly pálida y pupilas infinitamente tristes, llenasde expresión, que fijó un instante en el grupo.Ellos se estremecieron; y el estremecimientoparecía transmitirse de los nervios del uno a losdel otro. A un tiempo, en voz baja, se susurraron: -Yo la he visto ya en alguna parte.

-Yo, lo mismo. Y ninguno se atrevió a completar el pensa-miento. Ninguno era capaz de decir dóndehabía visto a la descolorida de tan puras y per-fectas facciones. Acaso no lo sabían en aquelmomento. Lo cierto es que, simultáneamente,experimentaron el impulso de seguirla, equiva-lente, quizá, a un impulso apasionado. Un an-zuelo de oro se les clavaba sin sentirlo. La seño-ra, sin ocuparse de los estudiantes, adelantabaentre las columnas de piedra con viejos y des-gastados capiteles, que tan bien encuadrabansu aparición. Al salir a la plaza que precede a laescalinata, pudieron los dos mozos fijarse en suvestido negro. Era de ese rico terciopelo casiazul al sol, que se fabricaba en España anti-guamente y del cual están vestidas muchasimágenes. El adorno, un azabache de brillosombrío, mezclado con pasamanería mate, caíacon regularidad a ambos lados de la falda. Yeste detalle del vestido empezó a inquietar a los

dos galanes improvisados. El vestido comple-taba la impresión de la faz.También habían visto el vestido... De nuevo seapretaron el codo. -Cada vez más, se me figura... -Y a mí, chico, y a mí... Ella ya subía, ágil y grave, los peldaños de laescalinata que gastaron tantas generaciones. Leiban los muchachos a los alcances, y en la mese-ta superior de la escalinata la dama de negro sevolvió y los miró otra vez cara a cara, fija yenigmáticamente. Más que antes, la sensaciónsingular se les impuso. Penosamente, con esafatiga del esfuerzo vano de la memoria, discu-rrieron, ¿dónde?, ¿cómo?, y entonces se la tragóel pórtico bizantino y ellos se precipitaron aperseguirla en el templo. Había entrado en la nave, y, haciendo signosde cruz, se encaminaba al gran altar de la Vir-gen. Le costaba algún trabajo acercarse, porqueestaba atestado de fieles la capilla, y se oía elrumoreo de las Salves murmuradas, bisbisea-

das, ante la imagen. Ésta se erguía, rígida bajosu manteo negro, con el único puñal clavado enel lugar del corazón. Al fin consiguió la damallegar al pie del altar, y tras ella fueron desli-zándose los dos muchachos, que se situaron,como automáticamente, a su izquierda y a suderecha. Y cuando ella alzó el mirar hacia laefigie, los galanes la imitaron, y un gesto mudode asombro los inmovilizó. La revelación losparalizaba. No hubiesen sabido decir cuál era laimagen, ni si estaba en el altar, o al lado deellos, envuelta en su mantilla. Ya comprendíanel origen de su persuasión de conocer a aquelladama. Semejanza tal, en tal grado, tenía mucho deterrible. Con una ojeada se comunicaron sumiedo. Entre tanto, la mujer oraba. Sus labios semovían y sus manos, cruzadas, enclavijadas,exageraban el parecido con la Señora de la So-ledad. Terminada la oración, volvía a deslizarseentre el gentío, y salió a las naves laterales, querodean capillas, velados, en tal día y momento,

sus retablos por paños de luto, y casi vacías,porque la multitud se agolpaba en torno delaltar mayor, atendiendo a los divinos oficios.Jacinto y Marcos volvieron a seguir a la damade negro traje, y la vieron, ¿o creyeron verla?,que entraba en una de las capillas, la del condede Trava; pero pronto se cercioraron de que nose encontraba allí: en la capilla no había nadie.Ansiosos, registraron, al pronto, la compactamuchedumbre, confundiendo a la dama, delejos, con otras que también vestían mantilla ynegra ropa aterciopelada y golpeada de azaba-che; después, en todo el grandioso recinto, an-siosos,cambiando miradas sin cordura, escandalizan-do a las viejas, que les arrojaban miradas dereprobación. Al fin, desalentados, salieron denuevo al rellano de la escalinata. -¡La hemos perdido! -exclamó Jacinto, atónito,amarillo como un cirio del monumento.

-Acaso vale más así, ¿no te parece? -contestóMarcos, que estaba rojo de cólera-. LléveselaPateta... -A mí -repuso Jacinto- me está sabiendo maleste lance, y me duele la cabeza como si me labarrenasen con un clavo. No me ha pasadonunca una cosa así. ¡Es bien raro, bien raro! -¡Igual a la Soledad! -reflexionó Marcos en vozalta-. Igual, como dos gotas. Pero ¿qué tiene departicular? La Soledad es obra de un escultor.La señora esa podrá ser el modelo... Jacinto protestó: -¡Qué modelo! Algo más andaba en el asunto. -No, pues yo -insistió Marcos- no renuncio asaber... No será un fantasma, no será un duen-de tal mujer. Es de carne y hueso, y siguiendola pista... Calenturientos, empezaron sus averiguacio-nes, que no dieron resultado alguno. Nadiesabía dar razón de la mujer pálida, que tanto separecía a la Virgen de la Soledad. Marcos aca-baría por renunciar, si Jacinto no continuase

preocupadísimo con la aventura. No dormía,apenas comía y empezaba a temerse que dieseen maniático, cuando le acometió una de aque-llas fiebres que en Estela ha segado tantas vidasde estudiantes, decíase que por contagio deciertas aguas, Marcos avisó a la madre del mo-zo, que acudió transida. Su hijo deliraba: deli-raba siempre con la mujer vestida de negro.Marcos tuvo que enterar a la madre de lo quehabía pasado. -Le hizo impresión... Un parecido tan raro...Un caso tan nunca visto... -¡Dios mío! -exclamó la madre súbitamente-.¡Y yo, que en pocas palabras podía quitarle alpobre la aprensión! Esa señora que tanto separece a la Soledad es hermana de un señor quevive con ella en una casa de campo, llamada dela Sabugosa. Es muy hermosa, y todos los años,en Semana Santa, viene a rezar a la Virgen.Toma la diligencia, hace sus devociones y sevuelve. La cosa más sencilla y más natural del

mundo. ¡Hijo de mi alma! ¡Qué se le ha ido afigurar! Marcos escuchaba con un sentimiento de penay de dolor. También creía que Jacinto era vícti-ma de una idea absurda y de una semejanzafácilmente explicable. Olvidaba que él tambiénhabía estado, al principio, medio loco, y hastapensando en cosas sobrenaturales. Cuando Jacinto empezó a convalecer, quiso sumadre afianzar la curación de su espíritu refi-riéndole la historia. Pero el muchacho fue in-sensible a tal confortante. El sabía lo que sabía...Y apenas pudo salir a la calle, una tarde larga yserena de fines de junio, llamó a la puerta delconvento de Franciscanos.

Eterna Ley

Hay tardes, al comenzar el otoño, tan divina-mente serenas y apacibles, que engendran en elánimo algo semejante a ellas. Nuestra alma

parece flotar en un ambiente de dulzura, noajena a cierta melancolía noble, que no deprimeel ánimo. La majestad con que declina el sol; laradiosa belleza del cielo, cuyo zafiro claro serafaguea de encendidas fajas de oro rojo; lacristalina resonancia de los ruidos del campo; latinta sombría que adquieren los árboles; el sor-bo sutil que estremece las hojas de las madre-selvas..., predisponen a contemplación y dictanaltos pensamientos y generosas visiones delporvenir. Así nos sucedió. Salíamos de la romería deSanta Tecla, y antes de desviarnos del monte,donde se alza el santuario, nos habíamos sen-tado en unas piedras, al borde del pinar, domi-nando la pintoresca vista del valle, ya mediovelado por las sombras grises del crepúsculo, yoyendo tan solo, como se oye desde lejos elretumbo del mar, el rumoreo del gentío aldea-no, que hormigueaba en torno del santuario,formando corro alrededor del mocerío quedanzaba y retozaba con las rapaciñas. De vez

en cuando, nos llegaban, melodiosos a causa dela distancia, repique de pandero, quejidos se-mialegres de gaita, algún grito estridente queinterrumpía los cantares. Y la luna, esfumadacomo toque gracioso de acuarela, empezaba aredondearse, fina y suelta, sobre el celaje des-mayado. Platicando, fantaseábamos lo que había sido elmundo, hasta tiempos recientes, lo que debieraser ya, lo que llegaría a ser. Todos nos sentía-mos un poco humanitarios. Desde la amigainglesa, que había venido a vernos en el cursode un viaje de turismo, hasta el joven periodistaen vacaciones, que contaba con la impresión dela romería para un bonito artículo descriptivo ycampestre, maldecíamos de la guerra, que selleva a la juventud campesina a morir en abra-sadas y estériles llanuras, y desarrollábamosteorías pacifistas, que nos ponían el corazónligero y permeable como una esponja. No está-bamos, no, por el derramamiento de sangre, yno dejó de escandalizarnos un poco que el cura

párroco que nos acompañaba disintiese. Era elcura hombre de instrucción escasa, pero vivo ydespabilado como candil de vieja, y conocíaperfectamente, era su frase, a aquel ganado... -Bueno -decía mientras arrancaba, jugando,brezos, gramíneas y manzanillas que se alzabana sus pies-, ustedes hablan como personas de laciudad... Yo no digo que todo eso, para habla-do, no sea muy bonito. Pero cuando dos tienenintereses encontrados, ¿cómo se arreglan, a ver,en todas partes? Las cosas que han pasado des-de que el mundo es mundo seguirán pasandohasta que se acabe, porque está, ¿me explico?,en su manera de ser... No se rían de este pobreclérigo... Todos, sabios o ignorantes, nos hemoshecho nuestra composición de lugar... Paz uni-versal, la habrá tan solo al ser ángeles los hom-bres. Nos parecieron en extremo vulgares y resoba-dos los argumentos del párroco, pero estaba ennuestra cortesía no dejarlo ver y disimularnuestra superioridad de criterio, y lo hicimos,

reconociendo que la experiencia también debetenerse en cuenta para todo. -Vean -nos dijo- si sigue habiendo guerras.Esta de los Balcanes no ha sido moco de pavo.Y colea y ha de colear hasta sabe Dios... ¡Pues sinunca hubo más armamentos, ni más cañones,hombre! Eso de la paz será excelente, peromientras haya una nación que pida camorra, lasotras estarán al quién vive. Y la guerra no lahay solo de nación a nación. Aquí la tenemosde parroquia en parroquia, y, si me apuran, demozo a mozo... A tiempo que esto decía, vimos surgir, ascen-der, del sendero en cuesta, rápida, una figuraarrogante; un fornido labriego, que de veinteaños no pasaría, pues era su cara lampiña yhermosa, como de mujer. Llevaba al hombro lachaqueta parda; su chaleco era rojo, sus panta-lones de pana aceituna. Aunque no vestía rigu-rosamente el traje del país, que cada día vaperdiéndose, y aunque en lugar de la monterapicuda con su airón de pluma de pavo real,

cubriese su cabeza la vulgar boina, era una apa-rición en extremo típica, y todos dijimos a lavez: -¡Vaya un muchacho guapo! El cura le llamó familiarmente. -¡Hola, Juliane!... ¿Qué es eso? ¿Cómo tan tar-de a la fiesta? Descubriéndose y deteniéndose el mozo, des-pués de indecisiones, aflojó esta respuesta am-bigua: -Ahí está... ¡Qué se yo! Le mirábamos, admirando el ejemplar. La es-tatura, las formas eran atléticas; pero el sem-blante, apenas curtido por el sol, tenía la co-rrección y el modelado de una estatua antigua.Un bozo rubio empezaba a sombrear los labiosde cereza, y los ojos, de oscuro y profundo azul,eran grandes y candorosos. El pelo, rizado, co-lor de miel, que se vio al quitarse el galán su feaboina, completaba la perfilación de la testa y sucarácter de modelo artístico.

-Vaya, a mí no me digas... Es que tu madre note dejaba venir, para que no te encuentres conel Corvo, que te la tiene jurada. Y te escapastepor la ventana a lo mejor. ¡Sois el diaño los ra-paces por ir trás de una rapaza...! Movió la cabeza el muchacho, como para ex-cusarse; bajó los ojos, alicortado, y un tono defuego se extendió por sus mejillas, delicadasaún. -Vay, bueno, hom, no te avergüences... Lasrapazas bonitas a todos gustan, y Marica deSanguiño es como rosa de mayo... Con todo, túno te metas en fregados, que el Corvo es unamala alma. Con la misma cortedad, el mozo volvió a des-cubrirse, a manera de despedida. Le estábamoshaciendo un tercio de los diablos con darleconversación. Apretó el paso, como si huyese. -No me chista -advirtió el párroco- esta esca-patoria. La fiesta iba en paz, pero quiera Diosque no haya gresca aún esta tarde. Y si no lahubiese sería el primer año... No suele acabarse

la romería de Santa Tecla sin trompadas. Tie-nen a gala romperse las cabezas, y como por loregular son duras, a los tres días de abierto uncráneo van como si tal cosa a arar o a sachar. Aeste mozo se la tienen jurada los de Migoeiro,porque como es tan bonito, se pierden por él lasmozas. Milagro será... Como si los temores del cura fuesen un conju-ro, oímos, desgarrando la placidez de la mu-riente tarde, una especie de grito retador, salva-je, violento, proferido por una docena de voces. -¡Ey! ¡Viva Migoeiro! Y casi inmediatamente -el tiempo necesariopara concertarse, que en tales casos siempre esun minuto- contestó el otro grito, de aceptaciónde riña: -¡Rayo! ¡Viva Rapela! -¡Vaya, ya se armó! -gritó el cura levantándo-se-. Les aconsejo que se retiren. En estas triful-cas siempre hay que temer que se pierda unestacazo y se lo encuentre quien menos debiera.

Y que los muy jumentos, metidos en zambra,ya no respetan a nadie. Bueno era el consejo, pero no lo seguimos -esla suerte que suelen correr los consejos buenos-.Nos detenía allí la curiosidad, el interés quedespierta toda lucha. Y hasta hicimos lo contra-rio: acercarnos al lugar donde se desarrollaba eldrama. El vocerío era ensordecedor: se oíanchillidos de mujeres, imprecaciones de apalea-dos, llantos de chiquillos; el tamboril, la gaita yla flauta habían enmudecido, y allá, a lo lejos,se veía correr, afaenada, a la pareja de la Guar-dia Civil, que no sabía por dónde empezar aponer paces. Nadie sabía ya contra quién lloví-an palos, puñadas y coces: seguramente, noexistía en todo ello rencor; si acaso, la bravatade parroquia a parroquia, recuerdo quizá atávi-co de las viejas luchas tribales, y otra cosa: elgusto discutible, singular, todo lo que se quiera,pero innegable, de romperse la crisma. Vimos un momento a Juliane, metido en hari-na, agarrado con el Corvo, hombrachón de cor-

ta estatura. Entre los dos sí que había algo: larivalidad del gallo con el gallito nuevo y yapeleador, las coqueterías rústicas de la mozue-la, que ahora, con agudos jipidos, corría a po-nerse en salvo detrás de la pinarada. Un tur-bión de gente envolvió al grupo que forcejeaba,y oímos, entre tantos ruidos diversos, el incon-fundible de una detonación. Cuando sucede algo grave, las grescas sueleninterrumpirse súbitamente. Así sucedió. Huboayes de verdadero horror, voces de socorro,¡que han matado a un cristiano! Corrimos, yasugestionados por el drama... La Guardia Civil acababa de echar mano alhomicida. El mozo estaba blanco como unaazucena; la muerte debía haber sido instantá-nea y el tiro, al través del cráneo, casi a quemaropa. Las mujeres zollipaban. Nosotros callá-bamos, aterrados, mirando a aquel ser que tantemprano vería la orilla del lago de los muertosy bajaría a la Estigia llorando su juventud flore-ciente...

Y pensábamos en la madre, en la que no habíaquerido dejarle salir aquella tarde, y que, alcabo, fue burlada... Y el cura, demudado, inclinándose por si que-daba un resto de vida que permitiese auxiliar alespíritu, ya tan lejos del triste despojo, refunfu-ñó: -¡A ver! ¿No valía más que fuese en la guerra?

El escondrijo

Fue en ocasión de querer reconstruir el señorde Barbosa su antigua vivienda, cuando se des-cubrió en la pared aquel escondrijo que tantodio que hablar y que hacer. La vivienda era realmente un cascajo, aunqueconservaba ese aire de grandiosidad de las ca-sas que han sido siempre de señores y cuentande fecha cuatro siglos. Sus balcones salientes,de hierro forjado y su puerta formando arcoapuntado, le prestaban dignidad y reposo.

Causaba pena que cayese tan respetable edifi-cio y le reemplazasen paredes a la malicia, conventanas angostas y muy próximas, puertasprosaicas, estrechas también, y alguna tende-zuela de aceite y vinagre o de hilos y sedas, quedeshonrase los bajos con sus escaparates mez-quinos. Aunque nada tengan de monumental,las casas viejas son infinitamente más noblespara la vida humana que estas construccionesactuales, tocadas de nuestra irremediable infe-rioridad estética. La piqueta -sin atender a tales consideracio-nes- empezó a hacer su oficio. Se desmorona-ban lienzos de pared, y las entrañas de la casase descubrían patentes. Se veían, como en deco-ración de teatro, los pisos unos encima de otros,con restos de mobiliario; la cocina con su cam-pana y su fogón, los destrozados jirones delempapelado, los frisos pintados, las escociasresquebrajadas; y en los muros, todavía en pie,los clavos de donde pendían cuadros y estan-tes, negreando sobre la albura de la cal, mien-

tras las vigas, aún fuertes, dejaban colarse elcielo azul a través del pentagrama de sus reciostroncos. En la calle el escombro se hacinaba, y las ma-romas tendidas aislaban el derribo. Al pronto,los transeúntes se paran; después, según avan-za la faena y el edificio pierde su forma, la cu-riosidad se amortigua y los obreros quedansolos, despedazando la vivienda muerta ya. Una tarde, la pequeña brigada trabajaba en lamedianería que unía la casa de los Barbosas conla contigua de los Roeles. No menos altivo ensu porte y traza, e igualmente minado por losaños, el caserón de los Roeles se mantenía, sinembargo, enhiesto, como el combatiente quesobrevive y se yergue al lado del compañero dearmas que ha tenido que morder la tierra. Am-bas residencias eran contemporáneas, mejordicho, anteriores al célebre sitio de la ciudadpor los ingleses, y acaso las balas del corsarioque empezaba a fundar la fortuna marítima delreino de la Gran Bretaña rebotarían en aquellos

muros sólidos, estrellándose contra el granitode sus ventanas. Y los Roeles, en pie, parecíandesdeñar a los Barbosas, resistiendo a la heridade los picos con su medianería firme En el calor del trabajo, uno de los operarios,Martín el Trenco, llamado así a causa de susestevadas piernas, hubo de reparar en una ar-golla que el polvo y las telarañas cubrían casienteramente. La argolla estaba empotrada enuna losa irregular de piedra. Alrededor de lalosa subsistía dura la argamasa con que habíasido recebada. Los operarios se hicieron unguiño. Escondrijo podría ser aquello. ¡Tantas veces habían oído hablar de estos es-condrijos misteriosos, en los cuales aparecíanriquezas! Instintivamente, los obreros miraronalrededor, por si alguien los veía. El maestro dela obra no andaba por allí. El viejo señor deBarbosa era sabido que no aparecía hasta lastres de la tarde, dándose su paseíto higiénicopost prandium. Y, con arranque súbito, proce-dieron a desencajar la piedra. Resistía el cemen-

to secular, y la piqueta caía fatigada; pero, porfin, insistente, vencía. Los operarios temblaban de emoción. Allí es-taba el escondrijo -un hueco no muy grande,húmedo, de donde se exhalaba vaho de sepul-tura, el olor mohoso de los siglos-. Y dentro,una olla de barro. De la olla rebasaba el puñode un arma desconocida. Los operarios la mira-ron con asombro, porque en nada se parecía ala que ellos habían dado recientemente en usar,ni más ni menos que si en vez de ser pacíficoshijos del Noroeste, fuesen majos de Cádiz o deJerez. Aquello no se asemejaba ni a la navaja, nial puñal del puñalero Albacate. ¿Cómo habíande reconocer los obreros la daga? La hoja de lanoble arma caballeresca se hundía en el vientreoscuro de la olla. Martín el Trenco, decidido, laarrancó y la tiró despreciativamente, no sinalgo de aprensión respetuosa, al suelo. Despuéscogió el puchero. Soltó un taco. Estaba mediorepleto de monedas de oro.

Otros ternos y exclamaciones corearon el deMartín. "¡Rayo, cacho, mal toño, mi madre laVirgue, lo que había allí de cuartos!" Volcandoel contenido del ollón sobre el fondo del escon-drijo, la amarilla cascada parecía deslumbrarlosmás. Eran doblas pedreñas, monedas de losReyes Católicos, con las flechas y el yugo; do-blones de a dos, que habían logrado escapar deque topase con ellos el señor de Xebres; un pe-dazo de arte y de historia, que refulgía saliendode entre el polvo y humedades de tumba, comode una larva oscura una mariposa áurea. Nin-guna moneda era posterior a la fecha del famo-so sitio...; sin duda, el dueño del tesoro, un an-ciano achacoso, lo escondió cuando llegaban ala vista del puerto las naos enemigas y el sa-queo amagaba. En una hora de angustia, allídepositó su caudal y ocultó el arma inútil, conla cual no podía defender a su patria. Y des-pués, ¿quién sabe?, salió con los demás conve-cinos, ya que no a pelear, a empuñar el arcabuz,o la espada, o la

lanza fuerte, como corresponde a quien lleva elnombre de Barbosa; al menos a ver, a alentarcon sus voces; y no volvió nunca, y sus descen-dientes no conocieron el secreto del escondri-jo... Nada de esto sospechaban los albañiles. Paraellos, era la olla una cosa del tiempo de los mo-ros; pero encerraba oro, y el oro, creían ellos, notiene fecha, pertenece a todas las épocas, a to-dos los tiempos, al nuestro, especialmente... Elconcierto fue rápido, casi silencioso. Nada se lediría al maestro; ninguna necesidad había tam-poco de que lo supiese el dueño de la casa. ¡Nofaltaba otro cuento! Reclamarían, exigirían suparte... ¡Cacho! Todo distribuido entre los com-pañeros, los presentes nada más, ¿eh? Porquetampoco venía al caso repartir con los demásque acudiesen al otro día, porque le diese lagana al maestro de reforzar la brigada, un su-poner. Eran cuatro: pues a contar las monedas,y tantas corresponden a cada uno, y a echarlasal bolsillo, y acabóse. Después demolerían todo

alrededor del escondrijo, para que nadie adivi-nase el secreto. Aquel ferrancho -la daga- laarrojarían a la bahía. Como lo pensaron lohicieron. El reparto, sin embargo, no fue tanfácil,porque el Trenco, atribuyéndose la prioridaddel hallazgo, exigía mayor cupo. Hubo zainasmiradas de soslayo, y gruñidos que descubríandientes loberos, y palabras sordas que mascu-llaban maldiciones. El Trenco amenazaba conhablar, con delatar y dejar a todos iguales;nombraba a la justicia, ejercía coacción. Huboque darle dos partes a aquel demonio, pero elCaldelo, un valentón de marca, murmuró, re-funfuñando: -Que aspere, que aspere... Ya verá si le quedanganas de robar, porque robo es... A la tarde -al salir del trabajo-, el jaque aguar-dó al Trenco, y jugando puños y navaja, le qui-tó su presa. Al otro día, el Trenco hablaba conel señor de Barbosa y denunciaba el hecho. Y alsiguiente estaban en la cárcel todos, y el juez

citaba al platero a quien habían vendido a cual-quier precio las monedas. El hallazgo, o mejordicho, su ocultación, costó un año de cárcel yarruinó a las familias de aquellos menguados,que se habían atrevido a tocar con sus manos elcuerpo muerto y siempre formidable del pasa-do y a repartirse sus reliquias. Y fue justo casti-go que merecen cuantos a tal se arrojen. Elánima en pena que guardaba el escondrijo hizobien en sentarles la mano. "La Ilustración Española y Americana", núm.30, 1910.

Los adorantes

Siempre, desde que nací, he visto adosados alas jambas de la portada principal de la viejaiglesia a los dos adorantes: ella, la santa, en-vuelta en la plegadura rítmica de su faldamentade ricahembra; él, el santo, sencillamente ex-tendidas las manos largas y puras, que salen de

las mangas de una tunicela, bajo amplio mantomultíplice. La sonrisa, misteriosamente expresiva, no seborra de sus labios de piedra; sus ojos sin pupi-la no pestañean ni experimentan necesidad decerrarse para el reposo del sueño en transitoriaceguera, en muerte transitoria. Los adorantes viven sin interrupción su extra-ña vida; de día se recogen en majestuosa tran-quilidad; de noche, cuando la oscuridad prote-ge su idilio o la luna convierte el pórtico enlabor de plata recién fundida, actívase el vivirirreal de las estatuas. A la primera ligera, fluida caricia de la luna,los adorantes parece que continúan serenos encontemplación; pero observadlos bien: algoestremece los paños de su ropaje; algo vibra ensus manos extendidas para la plegaria; algomuy sutil intenta despegar y agitar sus buclesde granito para que se electricen como las cabe-lleras vivientes.

Observadles despacio, sí; derramad en vuestraalma oprimida por la carne la esencia del almade esas místicas figuras, y notaréis que un granhalo sentimental irradia de ellas, de su forma,de sus cabezas sin aureola. Salid de casa a las horas de soledad, a lashoras de silencio y de helada nocturna, o cuan-do el verano hace azul y tibia la sombra, y con-siderad fijamente, sentados en el pretil delatrio, a los adorantes, que se miran, que no ce-san de mirarse, que se mirarán mientras nosean arrancados de su lugar por los profanado-res. Detrás de la mística pareja, la puerta sombría,cerrada, atrancada, con ese aspecto severo yceñudo de las puertas enormes, que evocan lainflexibilidad del destino, lo hermético del por-venir, parece una amenaza. Y los adorantes, que jamás entrarán en la igle-sia, aunque su ingreso se abre ante ellos todaslas mañanas de par en par: los adorantes, aquienes retiene suspensos en el aire misterioso

entredicho, se transmiten sin palabras secretosde mundos que no se asemejan al nuestro. En la invisible difusión de las ondas del aire seenvían confidencias. Y lo inefable de lo que sedicen los transporta; es un éxtasis de azucenadesmayada y en deliquio dulce bajo el rocío. Late en los adorantes, palpitando como laspalomas cuando las tenemos agarradas, la ideade una existencia ultraterrestre, exaltada condivina exaltación. Bajo sus pies, juntos y largos, de calzado pun-tiagudo, corre la otra vida, la vida de barro, laruidosa, la turbia, la mezquina, la corruptible.Esta vida rueda sus ondas por la calle, bulle enel atrio, trepa por las escaleras, entra en el tem-plo, marmonea rezos sin efusión, se expansionaal volver afuera con estrépitos vanos y conver-saciones desabridas sin objeto. Y los adorantes, sordos a la chusma, ignoran-tes de sus vociferaciones, insensibles cuandolos chicos, precoces pelotaris, les envían las

balas rechazadas por la rigidez de la piedra,siguen mirándose, bebiéndose, absorbiéndose. Sus manos hieráticas, bellas, suplicantes, no sedesunen; sus cuerpos no se aproximan. Nada temen los adorantes, como no sea algúncataclismo de la tierra, alguna violencia de loshombres, que impulsando sus masas, los preci-pite al uno contra el otro. Saben o adivinan la mentira de las uniones, ladecepción de los intentos de identificarse acer-cándose. Quieren evitar lo que les haría pedazos, con-servar su figura delicada, su gracia mística, sucalma engañosa, interiormente trepidante deilusión y de afán. La ciudad duerme; los propios angelotes delretablo de la iglesia han cerrado sus párpados,fatigados del luminar de los cirios y del apre-mio de las oraciones. La luna, rompiendo unvelo de nubes, asoma como una gota de llantocuajada y fría. Las duras ventanas, cerradas; elpaso tardo del sereno; las campanadas graves

del reloj de Palacio, son cosas solemnes, en quehay lo hermoso de lo triste sin causa. Y los adorantes, solos, quisieran, sin unirse,acercarse un poco más, sólo un poco, no mu-cho. A la distancia en que un perfume de flor essuave todavía y no embriaga aún. A la distancia en que las líneas del rostro quese lleva dibujado en las entrañas no se ven bo-rrosas, pero tampoco se marcan como relieveexcesivo, sino que las idealiza una delicadabruma. Quieren balbucirse cláusulas que el viento dela noche conduce de espíritu a espíritu, sin quelas sorprendan los curiosos apóstoles de la ar-chivolta, perpetuamente inclinados en actitudde no perder de vista a los adorantes. Y él le dice a ella: -¿No recuerdas que hace seiscientos años, lanoche de nuestras bodas, cuando por primeravez, lisas de juventud nuestras mejillas, inma-culadas nuestras vestes, nos dejaron solos aquí,

mirándonos, la luna semejaba, como hoy, unaperla gris muy melancólica, y los luceros aso-maban cansados, sin brillo? El mundo era viejoya cuando principió nuestra juventud infinita. Y ella a él: -Me acuerdo que desde entonces todas lasnoches me hablas, y el silencio es un cántico. Y él a ella: -Los niños jugaron en el atrio esta tarde. Susvoces sonaban alegres. Puede que ellos nocomprendan lo enfermo que está el mundo, locaduco de todo. Y ella a él: -¿No notas cómo todavía andan flotando va-hos del incienso de la última procesión? La cerahuele a muerte; el incienso, a paraíso. Pero,estando ahí tú, frente a mí, ni deseo la libertadni la bienaventuranza. Y él a ella: -No hace mucho cruzaron entre tú y yo dosque venían a unirse delante del altar. Él vestíade negro y estaba descolorido. Ella se cubría el

albo traje con velo de albo tul, y se coronabacon flores de naranjo. Debajo del velo resplan-decían las joyas. Temblaba, y el color de su cararuborizada se transparecía. Su ropaje caudalosola seguía por los peldaños como una catarataespumante. Al salir, oí que él pronunció: "¡Parasiempre!" Iban ya del brazo... Y después hevuelto a verlos, pero nunca juntos. -Extraño -opinó ella. Insistió él: -Y no habrás olvidado aquella otra pareja que,a la medianoche, al descender la última campa-na, buscó asilo en este pórtico, entre nosotros.No querían que los viesen. El calor de sus cuer-pos traspasaba la piedra de mis pies. Sus pro-mesas precipitadas, repetidas, suspiradas, eranfuego; yo creí que un incendio nos envolvía,poniendo término a nuestra dulce contempla-ción. No dialogamos aquella noche: los dosrefugiados la encontraron corta y no se aparta-ron hasta que el amanecer horripiló de frío suscalcinados huesos. ¡Cómo te alarmaste, cómo

tendiste tus manos imploradoras! Y la nochesiguiente volvieron y nos hicieron sentir algono sentido, envidia miserable de la vida terres-tre... Pero ya nunca más les vimos, y estoy se-guro de que no se ven tampoco ellos, separadospor ríos, montañas y mares, por océanos dedistancia, de dolor, de desengaño. ¿Verdad quees incomprensible? -Incomprensible -declara ella, pensativa. -Extraordinaria esta casta de los hombres -reprueba él. -¡Ten piedad! -sugiere ella-. ¡A mí me contris-tan cuando los traen ahí, a la nave, a depositar-los sobre un túmulo, y huele tanto a cera con-sumida, y el rezo es hondo y anuncia terroressin fin. ¡Son mortales! Su corazón es mortal... Y él repite, bajo: -Morir... Y ella susurra: -Morir...

***

Cuando le enseñé a un arquitecto famoso losadorantes, un día en que los alhelíes de las grie-tas florecían y las golondrinas se posaban sobrelos curiosos apóstoles de la archivolta, el sabioobjetó: -Esas figuras no tienen razón de ser. Ni dansolidez al edificio, ni se explican ahí colgadas.¿Qué hacen, me quiere usted decir? Creo que respondí: -Adorar... "Blanco y Negro", núm. 703, 1904,

Contra treta...

Fue al cruzar el muelle de Marineda, dondeacababa de dejar su cosecha de cebollas emba-nastadas para que el tratante en grande la des-pachase a Cuba, cuando Martiño, el Codelo,que se disponía a emprender el regreso hacia su

aldea, tropezó con un señor bien trajeado, quese dirigió a él con los brazos abiertos. -¡Martiño! ¿Ya no me conoces? Soy Camilo deBerte... -¡Alabado! ¿Quién te ha de conocer, hom? Vin-te años que faltas de Seigonde... El reconocimiento, sin embargo, se completópronto en el café de la Marina, ante un plato deguisote de carne con grasa y pimentón y unabotella de vino del Borde, del añejo. Y brotaronlas confidencias. Camilo de Berte volvía deMontevideo, con plata, ganada en un comerciode barricas, envases y saquerío; pero, compañe-ro, traía estropeado el hígado, o el estómago, ono se sabe qué, allá dentro, y le mandaban unatemporada de aires de campo, mejor en su al-dea, porque acaso allí, con las reminiscenciasjuveniles, se le quitase aquella tristeza, que leponía amarillo hasta lo blanco de los ojos. Encambio, Martín de Lousá, alias Codelo, andabade salud muy rebién, ¡pero rematadamente malde cuartos! Trabucos, repartos de consumos, los

bueyes, que enfermaron del mal novo, científi-camente llamado glosopeda, y el negociejo, unataberna pobre, sin producir ni lo indispensablepara arrimar el pote a la lumbre... Estaba casa-do; se le habían muerto dos hijos, dos rapaces,que ya unode ellos, hom, servía para trabajar y ayudar; ¡yse encontraba comido por un préstamo de cienpesos para montar la taberna, y que nunca máspagaría! ¡Valía más morire, o pedir por laspuertas, o se largare también para las Américas,aunque allá les diesen de palos! Callaba el indiano y apenas comía, torturadopor las punzadas de su hígado, o lo que fuese,mientras Martiño devoraba, saciando su estó-mago, condenado a caldo de berzas perpetuo; ycuando el anfitrión hubo pedido queso deFlandes y dulces, ¡que fuesen corriendo a laconfitería a buscarlos!, creyó el Codelo ver elcielo que se abría, porque Camilo, lentamente,pronunció:

-Esa deuda, compañerito, hemos de ver comote la quitamos de encima... ¿Sabes? Y si puedesprestarme un cuarto en tu casa, ¿eh?, será con-veniente, porque en Seigonde no tengo nadieya. Mi padre murió, mi hermana se fue a serviren Buenos Aires y no sé de ella... En un segundo, con la malicia cautelosa delaldeano, comprendió Martiño las ventajas de lacombinación. El indiano chorrearía para todo... -¡Asús! Aquella probeza para ti es, Camiliño...Cunchiña y yo dormimos en el fallado, y tú, enel cuarto de abajo. -¡Por mí no incomodarse! Bien estará. Se hanpasado muchas penalidades, compañero, que laplata no se gana sin sudores... Aquella misma tarde, el tosco indiano, con susdos baúles, su maletín, sus mantas, se instaló enla taberna de Martiño. En la aldea se armó un escándalo de envidiasy chismorreos. ¡El indiano había traído a Marti-ño en coche! ¡En uno de los coches de alquilerque en Marineda están de punto cerca del mo-

numento erigido a un jefe superior de Adminis-tración! ¡Y para más, Martiño traía una cestarepleta de gallinas, pollos, carne, pan, café, azú-car en paquetes! La esposa de Martín, Cunchi-ña, sorprendida por el acontecimiento, lejos demostrar ese descontento involuntario de lasmujeres cuando sus maridos se vienen con algoque no se esperaba, dio señales de alegría, sedeshizo en atenciones y se sonrió con su sonrisamás meiga para acoger al huésped, confun-diéndose en excusas, ¡porque todo estaría tanmal! ¡Eran tan pobriños! Pero la voluntá allí latenía el señor dispuesta... -¡No diga señor! -protestó Camilo-. Soy de laparroquia, ¿sabe? Cunchiña no sabía. Cuando el indiano salió deSaigonde era Cunchiña rapacita, hija de unacosturera de Areal, y costurerita fue hasta ca-sarse. ¡Ahora se veía tan esclava, teniendo quetrabajar la tierra! Mientras trajinaba para arre-glar lo mejor posible el cuarto del huésped con-taba sus disgustos. El negocio de la taberna no

les valía. Si al menos la taberna estuviese alborde de la carretera... Pero así, retirada, que nopasaba nadie..., una desdicha, señor... ¡Asús!¡No tenían ni sábanas para la cama! ¡Cómo ibana hacer, Madre mía de la Angustia! -No apurarse; una noche, de cualquier modo;mañana, todo se compra en Marineda, coma-drita... Ahí va un billete de cien... Al dar unas gracias que parecían un acto deadoración, Cunchiña fijó de soslayo la miradade sus ojos verdes, limpios, sesgos, de pestañasrubias, en el forastero. Mirábala éste tambiénun poco zaino, pero engolosinado, con la ojea-da segura del hombre que ha luchado sin es-crúpulos y ha ganado para darse ratos buenos.Abatido y enfermo, con todo eso Cunchiña legustaba, y sentía el encanto de su habla mimosay de su humildad de esclava que se ofrece. Se leharía llevadera la temporada de Seigonde conaquella comadrita, aunque no pensase en nadamalo; era que siempre agrada más, ¿eh?, una

cara agraciada y un habla mansita, zalamera,que un gesto de furia y una voz ronca... Pocos días después teníanlo todo hablado losesposos entre sí, muy confidencialmente; se leshabía entrado su suerte por las puertas, y ton-tos serían si no la aprovechasen. Al indianodarle cuerda, darle cuerda..., y que fuese lar-gando billetes de cien, de cincuenta, de veinti-cinco... Que tuviese a su gusto la cama, la co-mida; que no le faltase nada; su boca medida enel servicio... Pero tocante a otras cosiñas... ¡ay!,en eso, engañarle, entretenerle... -¡No tengas miedo! ¡Está muy malo el pobriño!-contestaba la esposa-. Paréceme que cada díale va peor. Ayer echó cuanto había comido. -No te fíes -contestaba Martín-. Hácense muypillos por allá. Y lo otro, corriente; pero eso no,a fe de Martiño ¡porque te parto el espinazo deun palo, y a él le meto un cuchillo por las tri-pas!

-¡Bueno, hom, bueno, no te enfades! Si no fue-ra lo que nos lleva dado, que ya pasa de tres-cient... La mano callosa del labriego tapó la boca de lamujer antes que puntualizase la suma. -Tú no hagas sino lo que yo ordene, ¡y andar-me derecha! -refunfuñó, con involuntaria ex-plosión de celos brutales. Cunchiña, sin embargo, no mentía; el indianono insinuaba nada que fuese en mengua de lafe conyugal. Mostraba, sin embargo, cada díamayor deseo de tenerla cerca, de ser servidopor ella, de no tomar nada sino de su mano;capricho de enfermo, de hombre, probablemen-te, sentenciado a morir pronto, minado por elsordo trabajo de un padecimiento que los mé-dicos desesperaban de vencer, y para el cualsólo recetaban paliativos. El alma embotada deaquel hombre se despertaba al cariño, en laforma que podía, sin darse cuenta él mismo dela pureza y la profundidad del sentimiento. Undía, al fin, aquella alma sórdida, comprimida,

tomó vuelo en el cuerpo, afinado por la enfer-medad, y el indiano hizo a Cunchiña, cogiéndo-le una mano, proposiciones extrañas. A la noche, el marido saltó colérico: -¿Quiérese ir contigo ese peine? ¡Ya lo sabíayo, muller! Le voy a esganar hoy mismo. -Pero si no es lo que te figuras, hombre... Si esotra cosa. Si es que le doy gusto para el cuidadode su mal. Dice que tengo mucha gracia en lepresentar la comida. Y que me lleva para esosolamente, para no se quedar sin mí. Que mis-mo me ha cogido la afición, y que no se haríacon otra persona para lo cuidar. Con un solo vocablo regional, enérgicamenterecargado, como una interjeción, expresó elmarido su incurable desconfianza: -¡Leria, leria! Y, al mismo tiempo, bajo, cautelosamente,ordenó a la mujer: -¡Tú contéstale que corriente, que sí; que tomeel pasaje; que se entere de cuándo hay barco!

Dile amén a todo. Y ende estando yo informa-do... Se hizo como lo ordenaba el legítimo dueño deCunchiña. Derrochó disimulo el aldeano, cazu-rro y precavido por costumbre. El indiano, alanunciarle que se volvía allá, llamado por losinflexibles negocios, entregó a Martiño los dos-cientos pesos que habían de cancelar su deuda.Cuando tuvo este rasgo de generosidad, en losbolsillos de la americana guardaba los dos pa-sajes, y el corazón le latía de gozo: ¡iba a viajarcuidado por Cunchiña, y la tendría a su lado,atendiéndole sólo a él, limpiándole el sudor dela angustia gástrica con su pañuelo de lienzo,que olía a manzanas camuesas! Estaba acordada la marcha para el día siguien-te, de madrugada. En secreto, el indiano habíaadvertido a Cunchiña de lo que debía hacer: apretexto de despedirle, se quedaría escondidadentro del barco; Martiño no subiría a bordo.Al complot ilegal siguió el legal. Marido y mu-jer se concertaron. Pasaron en vela la noche.

Antes del amanecer estuvieron dispuestos. Enbreve escena violenta, ayudando Cunchiña, convigor no suponible en sus brazos mórbidos, elindiano quedó amarrado a la cama por fuertessogas, amordazado, tapado con sus ropas, as-fixiándose. Martiño se apoderó de los billetesdel barco, de la cartera, del reloj, de las mantas,de cuanto valía. Un coche encargado de vísperaaguardaba en la carretera. Los esposos subierona él, y salieron arreando hacia el puerto. Cuan-do fue auxiliado el indiano, que estaba en lasúltimas y deliraba con la calentura, llevabanmarido y mujer cinco horas de navegación. "La Ilustración Española y Americana", núm.22, 1912.

"Santi Boniti"

Domicia Corvalán, invariablemente, hacía lomismo todas las mañanas, todas las tardes, to-das las noches. Se levantaba a igual hora, con

iguales movimientos y ademanes, automáticosya, a fuerza de repetidos, al calzarse las babu-chas, atarse el cíngulo de la bata, alisarse el pelocon el cepillo y pasarse la toalla húmeda por elrostro. No se daba cuenta de esos actos, porqueel hábito embotaba sus impresiones. La envol-vía una modorra moral invencible. En el propio estado de indiferencia sopeteabasu chocolate sin encontrarle sabor; despachabasu yantar atenuada la sensación de apetito porla monotonía de los manjares y, alzados losmanteles, con paso lánguido, se acercaba Do-micia a la ventana, desviaba un poco el abar-quillado visillo con lacios y flojos dedos, y sinpensar en abrir las vidrieras miraba lo que su-cedía en la plazuela y en el atrio de la iglesia deSantiago, cuyo frontispicio tenía enfrente. Llevaba quince años de viudez y se había ca-sado muy joven. Contaba ya treinta y seis. Notenía ni padres ni otra familia; habitaba sola lacasa que fue de su marido, y en la ciudad, sor-damente, pasaba por rica; en realidad, poseía lo

suficiente, una holgura modesta, y no necesita-ba dedicarse a ningún trabajo. Retraída, tímidade carácter, no conocía amigos, ni pretendien-tes, ni menos enemigos. La olvidaban como seolvida a la parietaria que vegeta en el muro. Sufortunita, en fondos del Estado, era fácil de co-brar. Ningún cuidado, ninguna lucha agitabasu límbica existencia. Por los vidrios de la ventana se veían siempreiguales escenas. Con andar sesgo iban las devo-tas, arrebujadas en sus mantos color de ala demosca, asegurado en las manos, que cubríanviejos mitones, el sobado libro de rezo. Un curasubía las escaleras a paso rápido, recogido elmanteo, echada atrás la teja. Los chiquillos ju-gaban a la pelota contra la pared. Un caballejo,montado por un labriego que llevaba en lasalforjas carga de hortaliza, vencía despacio lacuesta. Cruzaba una mozallona, con una cestaplana, pregonando sardinas: "Vivitas, como elagua." Algún escribiente de la notaría apretabaentre codo y costado un fajo de papeles. Se oía

llorar desesperadamente a un niño de pecho.Una doméstica de la casa fronteriza se asomabay sacudía un tapete. Un ciego entonaba, pla-ñendo, canciones verdes y jocosas... Domicia se aburría del desfile, de la familiari-dad de la calle; no gozaba otra distracción, y,sin embargo, ésta le producía la cansera de lomuy conocido. Sus ojos, de mirada atónita, sesentían atraídos únicamente por la portada dela iglesia, cuyas elegantes archivoltas apunta-das, ya de transición al ojival, parecían coronaren triunfo a los dos bellos adorantes que, enactitud mística, alzaban sus testas rizosas, depiedra patinada por los años. Domicia recorda-ba, como un sueño lejano, las figuras de barro yyeso con que jugaba de niña en el taller de supadre, escultor de oficio. Sus muñecas fueronangelillos de sepulcro, amorcillos de fuente,ninfas envueltas en amplios paños, ánforas yvasos ornamentales para jardines, alguna manoprimorosa apretando una tela, algún pie suelto,de bien formados dedos, entre los cuales pasan

las cintas de la sandalia. Todo ello no lo enten-día Domicia; pero le había quedado de los pri-meros años en aquel ambiente no sé qué miste-riosareligión estética en el fondo del alma. En su casa, sin embargo, no existía un soloobjeto de arte. Ocurrió la muerte de su padresiendo ella de edad muy corta, y su marido,oscuro negociante, ni nombraba tales cosas.Aquellas figuras, con las cuales se solazó en lainfancia, vendidas quizá en almoneda, se leaparecían entre la vaga esfumadura del tiempo,sin que tuviese de ellas conciencia alguna. Sóloal contemplar la portada, donde el imaginerohabía labrado cabezas de ángeles y bultos desantos, creía recordar un país desconocido, visi-tado antaño, en el cual la vida tenía interés.¿Por qué? No hubiese podido decirlo. Por algoextraño, distinto de lo que vino después, de lagris sucesión de los años, sin sentido ni fisono-mía. A su ventana estaba Domicia, siguiendocon mirar distraído el giro de una rueda de

pequeñuelas del barrio que cantaban a coro "laviudita, la viudita...", cuando oyó un pregónnuevo y vio a un mercader ambulante que lle-vaba una banasta llena de figuras de yeso. Elhombre se había parado enla plazuela y clavaba la vista en balcones y ven-tanas con aire suplicante e interrogador. En vozatenorada, vibrante, simpática, volvía a gritar: -¡Santos, santos baratos, bonitos! Domicia abría los ojos, y en su corazón aletar-gado algo rebullía, una palpitación se iniciaba.¡Muñecos, como los de la casa paterna, comolos que modelaba su padre! Y sin transición,como en sueños, abrió la ventana de golpe, hizoapresurada seña al mercader. Él contestó conuna sonrisa, golosa y dulce, humilde y prome-tedora. Minutos después entraba Márgara, lacriada de Domicia. -Ahí está uno... Dice que le ha llamao usté...Usté sabrá... -Sí, sí; que pase...

El italiano entró y, ante todo, fatigado, descan-só su banasta. Domicia estaba más encarnadaque una amapola. ¿Desde cuándo no se habíaruborizado Domicia? El vendedor iba presen-tando el género. Hablaba un español bastantecorriente, entreverado con vocablos italianos. -Veda, signorina, es la Santa Vergine de Lour-des... Aquí tengo el San Giuseppe..., el Angelode la Guarda... Un Cristo, modelo de Benvenu-to el grande Benvenuto... Suponía en Domicia, por la traza sencilla de suvestir, por la lisura de su peinado, a una beatitade pueblo pequeño, y escondía con disimulo,en el hondón de su banasta, un busto de la Re-pública Francesa y un grupo de Psiquis y elAmor, el eterno grupo, reservado para losclientes solteros y pillines, que no apreciaban laespiritualidad de la obra maestra, sino lo suges-tivo del asunto. Pero Domicia escrutó tambiénel rincón donde se cobijaban los santos sospe-chosos, y una luz de interés y de emoción seencendió en el líquido remanso de sus pupilas,

habitualmente dormilonas. Miraba tan pronto alos santos bonitos como al vendedor, encon-trando un encanto especial en su figura ágil, ensu traje descuidado, de obrero casi mendicante:blusa de dril manchada de yeso, zapatos delona, que señalaban la forma del pie y marca-ban los dedos como en relieve; corbata roja, deseda deslucida, mal anudada, con flotantes ca-bos. Así estaría en su taller el padre de Domi-cia; así o cosa muyanáloga. La infancia renacía, el arte reaparecíacon sus sorpresas inspiradoras de un vivir dife-rente de aquella existencia de rana en el charco,o de insecto en la grieta de la madera. La im-presión abría un abismo entre la vida pasada deDomicia y la que le quedaba por consumir. Noera la misma mujer que media hora antes hacía,desde la ventana, señal para que subiese unmercader ambulante que pregonaba monigotesde escayola... Miraba al hombre que tenía delante y le pare-cía distinto de los demás de la pacata ciudad,

burgueses consagrados a prosaicas tareas. Éstellevaba una luz especial en los ojos meridiona-les, una expresión vehemente en las morenasfacciones, un sonreír de sol en la boca roja, or-lada por negro bigotillo. Domicia sentía laatracción profunda, el abandono del ser, comoun vértigo, que caracteriza estos casos fulmi-nantes... Entre tanto, él ensalzaba su mercancía. En elentusiasmo de la propaganda se dejaba ir haciasu natal idioma, prodigando los vedete, vedete,che bellezza! Domicia, en voz trémula, le pre-guntó: -¿Es usted mismo quien hace estos santos? -Io stesso, sí, signorina... Yo mesmo, yo; y sipudiese hacía el natural... Ma... bisogna vivere,si ha da vivere... "¡Si yo le pusiese un taller! -pensaba ella-. ¡Untaller como el de mi padre! ¡Entonces sería unartista verdadero! ¡Haría cosas hermosísimas,bustos, estatuas! ¡El pobre tiene que llevar estavida errante, miserable, ganar al día tal vez un

par de pesetas!" Mientras Domicia erigía sucastillo interior, el errante comenzaba a encon-trar que se retardaba el negocio. Si la signorinale compraba algo, que se decidiese de una vez. -¿Qué prendeva? ¿La Vergine, el San Giusep-pe? -¡Todo! -exclamó Domicia, violentamente-.Desocupe usted la banasta y vaya colocandopor ahí las figuras. Aturdido y encantado, el italiano fue sacandosus títeres. No se atrevía, no obstante, a alinearel grupo ni ciertos desnudos y picarescos Cu-pidillos; pero Domicia los señaló, imperiosa: -¡Todo he dicho! Llegado el momento del pago, el italiano, rece-loso, pronunció una cifra loca: ciento veintisietepesetas... Corrió Domicia a la gaveta de su dor-mitorio y trajo ciento cincuenta justas. Dos bi-lletes... El mercader, atónito, se confundía enexpresiones de agradecimiento. Casi andandohacia atrás, de puro respeto a la cliente genero-sa, fue acercándose a la puerta. Quería escapar,

no se arrepintiese la signorina. Domicia sentíauna pena honda, como la que causa la desapa-rición de un ser muy querido; imaginaba quetodo quedaba a su alrededor oscuro, frío, de-sierto -a pesar de la formación de santi bonitique se extendía no sólo por las consolas y vela-dores, sino por el piso, con blancura de yeso,rojeces de terracota y verdor oscuro de falsobronce... Aquel hombre, que había evocado supasado infantil, que infundía en sus venas má-gico temblor, se iba, se iba para siempre sinremedio. Y Domicia no lo podía evitar; no sabíacómo evitarlo. Ya el mercader transponía laplazuela, yaún ella quería intentar cualquier cosa paradetenerle, para volver a verle, aunque sólo fue-se un instante. Le pesaba haberle comprado lossantos todos. Si quedase alguno, era abonadopretexto para volver a llamarle... La esperanza la fijó en la ventana; no se movíade ella. Sin duda, el mercader pasaría de nuevocon más santos ¡Nadie! Desierta la plazuela y

muda, excepto cuando las niñas salmodiaban la"viudita" o las mocetonas ofrecían la sardina"viva", o de la iglesia salía un apagado cántico,grave y triste. "El Imparcial", 24 de junio 1918.

Responsable

-Mira por todo, tú me entiendes -repitió lamadre, antes de equilibrarse sobre la molida oretorcido circular de paja, el cestón del cualsalían apagados cacareos y rebasaban, alzandola cubierta de estopa, cabezas cómicamenteasustadas de gallos y gallinas-, no sea que,mientras vendo en la feria esta pobreza, ande eldemonio suelto. Cuidado me puso el cura pornombre... Atiende a tus hermanos... ¡Quedasresponsable, Cerilo...! El niño agachó la testa en que se envedijabanrizos color de mora madura, mates por el polvoque los velaba, y su gesto, ya semiviril, aceptó

la responsabilidad completamente. Aquellamisma mañana, Cirilo había cumplido onceaños, y la Vieja Sabidora, repertorio de histo-rias, cuentos y patrañas de la aldea, le habíabisbiseado la víspera al oído: -¡Quién como tú, que eres hijo de un señor! ¡De un señor! No era la primera vez que loescuchaba, y siempre la noticia alzaba ecos pro-fundos en su alma precozmente despierta, su-perior a la condición humilde en que vivía...Cirilo no conocía en nada absolutamente quefuese hijo de un señor, ni se diferenciaba de sushermanitos, retoños del difunto marido de sumadre, el zuequero de Solgas... Descalzo, vesti-do de remiendos pingajosos, uncido ya al traba-jo de la casa y de la tierra, como manso novillodestetado antes de sazón, Cirilo se parecía bienpoco a los hijos de los señores, limpios y hartos,según él los había visto en la villita de CastroReal. Y con todo eso creía firmemente en lo delseñorío. Dentro de su espíritu algo se elevaba;era un sentimiento, o, mejor dicho, un puro

instinto de estimación hacia su propia persona,lo que, si Cirilo tuviese otra edad, se llamaríaaltivez. Los demás chiquillos de la aldea le hacían bur-la, porque ni quería salir al camino real a men-digar la perriña, ni a los huertos a robar man-zanas, ni al viñedo a hurtar racimos, ni a loscorrales ajenos a cazar huevos, echándole laculpa al zorro... ¡Hijo de un señor! Sin duda, unseñor muy majo, de tropa, como el que estabaretratado en el Ayuntamiento de Castro Real,con patillas y cruces... Fantaseaba que su padrehabría vivido largo tiempo con su madre; quele habría tenido en brazos a él, Cirilo, muchasveces... Después, ¡sabe Dios!, se habría ido aAmérica, o a servir al rey, de general... Desva-necerían sus ilusiones si le contasen la verdad,aquella casual distracción de un señorito a lavuelta de la caza, distracción de la cual ya nohacían memoria ni el seductor ni la víctima.Como que Cirilo daba por seguro que su padre,allá por donde anduviese, se añoraba de él con

frecuencia, y se prometía venir el día menospensado a recogerle, a llevarle consigo y a ves-tirle ununiforme militar, con muchos galones... ¡Asítenía que ser! Y el mirar de los grandes ojosnegros del adolescente se perdía a lo lejos, enlos montizuelos color de violeta que limitabanla cañada, en el trozo de ría de un azul hialinoque se extendía más allá del castañar. Por allíllegaría su padre, a la hora crítica en que él másdescuidado estuviese... Un momento, hasta que se perdió la figura desu madre, cargada con la cesta, en la revueltadel camino, Cirilo permaneció pensativo, in-móvil, rumiando las palabras de la Sabidora.Después, precipitadamente volvió a entrar en lapobre casa; había oído llorar a una de las cria-turas, Gustiña -Justa-, que era el mismo pecado,y de fijo habría hecho alguna maldad. Y, enefecto, arrastrándose, Gustiña pudo subir alhogar, y aterrada de tener tan cerca la lumbre,de oír el glu del pote, sin acertar a retroceder, se

desgañitaba. El mayorcito, de cinco años, encamisa rota, de pie, miraba a la menor, absorto,metiéndose el pulgar en la boca rosada y sucia.Cirilo riñó, salvó a la traviesa, recebó la lumbrey corrió a ordeñar la vaca, para dar a los chicosbuenas sopas de leche con pan de maíz desmi-gajado. Estos menesteres piden tiempo. Así queatracó de sopas a los rapaces y los vio con elvientre tenso, redondo, los arrulló, los acostójuntos sobre un lecho de poma, hojas de maízseco, con las cuales rellenan en el país los jer-gones. Aguardó impaciente hasta que la respi-ración igual y dulce de las criaturas le indicóque por una hora, al menos, no necesitabanvigilancia; rebañó el puchero de las sopas, ydespacio, hundidas las manos, a falta de bolsi-llos, en la cintura del astroso pantalón, se metiópor los sembrados hacia el hórreo de la señoraEufemia, detrás del cual se extiende la linde delbosque del castillo de Castro. Bajo la bóveda delos castaños centenarios, las vigas magníficasque se yerguen a alturas de muchos metros,

sobre el musgo enjuto y velloso y la delicadahierbecilla anémica que crece al sombrizo delfollaje, Cirilo se tiende para continuar soñan-do... Su padre llega; viene jinete en un potrofiero, arrogante, haciendo corvetas y manejan-do un sable relucidor; le coge a él, a Cirilo, y leaúpa al mismo caballo, y allí le aprieta contrasu pecho, y le incrusta en la carne los bordadosdel gran uniforme, el metal de lascondecoraciones... Cirilo, herido, magullado,venturoso, suspira y se despierta... Porquerealmente era que se había dormido agobiadopor el calor, y al abrir los ojos, la conciencia desu responsabilidad le alarma y le hace saltar,salvar a brincos la linde del bosque, el hórreo,el seto... Mal despabilado aún, se frotaba lospárpados... ¿Qué era lo que le nublaba la vista?Tardó unos segundos en comprender... "¡Humo! pensó, al fin-. ¡Humo! ¿De dóndesale? De casa... ¡Ay Virgen!... El humo, el humosale de casa... ¡Fuego!... ¡Hay fuego!"

Aquello no era correr, era galopar. Los talonesde Cirilo se juntaban con su grupa. Su boca,abierta, llena de un torbellino de aire, no podíaformar sonidos ni gritar el ¡socorro! ¡socorro!,que le subía a los labios. En su cerebro no habíaideas, sólo el retemblido, el zumbido sordo deuna enorme masa próxima a desprenderse yenvolverlo todo en su caída... Según se aproxi-maba a la casuca, entre la humareda densa ycreciente, distinguía el rojo de la llama, la len-gua vibrátil que salía de las fauces de sombra.Tan disparado iba el niño, que, para detenerseen seco ante la puerta, necesitó sentir que seasfixiaba con el humazo... Un instante vaciló. La casa ardía rápidamente;sola, abandonada, tranquila, ni un alma habíaacudido; alrededor no existían vecinos, y comoen la canícula suelen inflamarse pajares y ras-trojos, la gente de los contornos no se preocu-paba de humaredas. Dentro estaban las criatu-ras, las que, sin duda, despertándose y jugandotercamente con los tizones, habrían prendido el

incendio... Se quemarían allí, como dos pichon-citos tostados en el mismo palomar. Pero Cirilocomprendía también que si entraba era paraganarse la muerte. Un sudor frío humedeciósus sienes, en donde latía la sangre, agitada porla carrera loca. ¡Perecer achicharrado! Al fin, loscativos ya estarían muertos; su llanto no seoía... El muchacho retrocedió. "Quedas responsable, Cirilo", murmurabadentro de él la voz materna. Y la paterna, la de aquel apuesto general quetanto amaba a su hijo y se acordaba de él yvendría a buscarle, repetía: "Anda, valiente, anda, que para eso tienessangre mía..." Cirilo hizo la señal de la cruz y se arrojó alhorno, entre dos llamaradas, que le recibieroncomo dos brazos rojos de verdugo... "Blanco y Negro", núm. 85, 1907.

El vidrio roto

Hay seres superiores o siquiera diferentes yhasta opuestos al medio donde aparecen. Unode estos seres fue Goros Aguillán, protagonistade la verídica e insignificante historia que merefirieron en la aldea, donde la comentan sinentenderla ni mucho ni poco y buscándole ex-plicaciones a cuál más absurdas. Goros fue el mayor de los cinco o seis hijos deun sacristán labriego, perezoso como un caracoly pobre como las ratas. No habiendo en la casani un ochavo moruno, ni ánimos para ganarlotrabajando, puede calcularse cómo estarían deabandonados, miserables y sucios la vivienda ysus habitadores. La morada de los Aguillanesera, sin embargo, de las más espaciosas y bienconstruidas de la aldehuela; pero la incuria y eldesaliño la tenían transformada en pocilga re-pugnante. Desde que Goros (Gregorio) tuvoedad para empuñar una escoba, fabricada porél con mango de palo de aliaga e hisopo de sil-barda, se dedicó los domingos, con el ardor de

la vocación que se revela, a barrer, asear, des-arañar y dejarlo todo como un espejo. Los veci-nos se burlaban, su madre le puso un apodo... yél barría, redoblando su actividad, y sintiéndo-se en un mundo aparte, superior, lejos de sugente, dentro de una existencia más noble yrefinada, que no conocía, pero presentía conuna especie deintuición, y de la cual sólo un tipo se había pre-sentado ante sus ojos: el pazo del señor, con susanchos salones mudos y graves, y sus ventanasde colores claros. Justamente Goros sufría undiario tormento al ver en la ventanuca del ta-buco, donde dormían hacinados él y otros cua-tro hermanitos, un vidrio roto, del que apenasquedaban picos polvorientos adheridos al mar-co, y que se defendía por medio de un papelaceitoso pegado con engrudo. ¡Si Goros hubiesetenido dinero...! Cada mañana, al despertarse,la vista del vil remiendo en el cristal le produ-cía la misma impresión de rabia. No lo decía.¿Para qué? Su padre le hubiese contestado que

así estaban los vidrios de la parroquial; su ma-dre, más viva de genio, le hubiese soltado unpescozón...; y en cuanto a los chiquillos, le mi-rarían atónitos: retozaban tan felices en la por-quería como los patos y las gallinas en la charcay el cieno del corral. A los quince años, Goros, poniendo por obralo que meditaba, logró colarse de contrabandoo polisón en un transatlántico que partía deMarineda con rumbo a la América del Sur. Em-pezaba a realizar su mundo propio, huyendode aquel mundo inmundo -claro es que a él nose le hubiese ocurrido el juego de palabras- enque el destino le había confinado. Y es el casoque, al perder de vista la costa, al divisar a lolejos como un ligero centelleo rojo que se extin-guía, el relumbrar de las acristaladas galeríasmarinedinas, sintió una pena rápida, sorda, unapunzada en el corazón, que era amor hacia loque dejaba, detestándolo. ¡Anomalía de nuestroser, espuma del mar de contradicciones en quenadamos!

El sentimiento de cariño de lo dejado atrás fueacentuándose con el tiempo. Goros, después deprivaciones crueles y trabajos de bestia, empe-zaba a salir a flote. Así que sentó el pie en te-rreno firme, medró aprisa. Su inteligencia co-mercial, su olfato del confort moderno le adqui-rieron la estimación de sus patronos; asociadoal negocio, le imprimió vuelo sorprendente; lariqueza, sólo deseada para satisfacer ciertospujos artísticos de goce en el arte ajeno -porqueartista creador no lo sería nunca-, acudió a susmanos. ¡A las del artista sería más difícil queacudiese...! Y Goros, una mañana, se despertóen camino de millonario, viendo el porvenir altravés de lunas anchas, transparentes, sin unamota de polvo... Más que nunca se acordó de la vieja casa delos Aguillanes, del feo vidrio roto y tapado conpapel churretoso, que el aire hacía bambolear ylas moscas nublaban con nube rebullente yzumbadora... Ya había girado distintas vecesregulares cantidades para librar de quintas al

hermano, para la grave enfermedad de la ma-dre, para la boda de la hermanita, que se esta-bleció poniendo en Areal una tienda. Era ungotear continuo; cada correo traía una súplicaplañidera, dolorosa, un ¡ay! de la estrechez.Ahora consideró Goros que estaba en el caso deadelantarse, sin esperar a que le rogasenhumildemente. Y giró rumboso un bonito pico:seis mil pesos oro, para que fuese sin tardanzareparada, restaurada, amueblada y arregladadecorosamente la casa patrimonial. "Que pon-gan en las ventanas vidrios bien fuertes, bienhermosos; que muden aquel roto, y que la cria-da, porque es preciso que mi madre tenga unacriada para su servicio, los lave de vez encuando. Lo encargó mucho. En losvidrios sucios está el germen de mil enferme-dades, os lo advierto..." Y Goros, que ya era donGregorio, escrito este párrafo, probó un bienes-tar íntimo y dulce, figurándose cómo estaría lavetusta mansión, antes tan miserable y hoyasombro de la aldea; pintada, encalada, con

ventanas espejeantes al sol, y un huerto-jardín,cultivado por jornaleros, sin que el achacosopadre tuviese que encorvarse para destriparterrones... Cuando tales imágenes asaltan la mente, en-gendran tentación irresistible de ir a contrastar-las con la realidad. Cada vez más fáciles y cor-tos los viajes, puestos en marcha los asuntos,don Gregorio decidió presentarse en su aldeade sorpresa -es el programa seguro de todoindiano-. Y así pensado, así hecho. Desembarcóen Marineda, donde nadie le conocía; alquiló elprimer coche que vio enganchado al pie delmuelle, cargó en él solo el magnífico saco demano, y con voz que temblaba un poco, orde-nó: "A Santa Morna..." Él mismo, no sabría ex-presar lo que embargaba su espíritu... Si consi-guiese llorar, se sentiría completamente dicho-so. Pensaba, más que en la familia, en la casa, eldomicilio... ¡Qué emoción encontrar viva, rei-nozada, a la caduca, a la triste mansión! Y ofre-cía propina al cochero para que volase.

Al avistar el sitio soñado, dudó de sus ojos...Porque la fe tiene esta rara virtud: creemos quees lo que debía ser, y descreemos de la eviden-cia... Allí estaba la casa, allí, pero idéntica a co-mo don Gregorio la había dejado al marchar: elmismo montón de estiércol a la puerta, el mis-mo charco infecto que las lluvias habían satu-rado del hediondo puré del estercolero, igualescarcomidas puertas despintadas, igual fachadade tierra y pizarra, donde las parietarias crecí-an... ¿Es esto posible, santo Dios? Se precipitó adentro como una bomba... Envez de abrazar, pidió cuentas. El padre, temblo-roso, casi se arrodillaba ante aquel señor adine-rado, que era su hijo. -¡Válganos San Amaro!... Goros... mi alma...fue una cosa así... No fue con mal pensar...Mercamos tierras, santo bendito, con los santoscuartos que mandaste... La casa, buena estápara nosotros; así Dios nos dé casa en el cielo...

-Y puedes subir -añadió, triunfalmente, la ma-dre-, y has de ver que mudamos el vidrio a laventana, como disponías... Don Gregorio se lanzó a su tabuco, la míserahabitación donde aleteaban los sueños de laniñez. Era cierto: en el sitio del vidrio rotohabían colocado uno nuevo, verdoso, mancha-do de masilla. No supo don Gregorio lo que lepasaba, qué conmoción sentía. ¡El vidrio aquel!Tanto como lo había mirado al despertarse,guiñando los ojos al sol que en él reía, a pesarde las impurezas, de las inmundicias, de que nose acordaba ya. Por aquel vidrio roto le entra-ban el fresco y el olor del campo, y hasta lasmoscas eran de oro sobre él, y hasta sus aristasfulguraban a veces. Y volviéndose tristemente asu madre, murmuró: -¡Vaya por Dios! ¡Quitar el vidrio...!

***

Y en la aldea de Santa Morna no saben porqué el indiano se fue tan cabizbajo y tan caria-contecido, cuando su madre, según ella repite,le había complacido en casi todo. "Blanco y Negro", núm. 856, 1907.

El invento

El bazar, aún pareciéndose a los demás baza-res, revestía un aspecto particularmente depre-sivo para el ánimo. Era el mismo hacinamientode camas doradas, sillas curvadas de madera,paquetes de ferranchinería oxidados, cubos decinc, loza grosera y pretenciosa, cacerolas ordi-narias y cromos que dan ganas de llorar; eriza-ba el pelo de la estética, a fuerza de fealdadmoderna acumulada; pero tenía, además, unanota de abandono de descuido, que aumentó larepulsión que me infunde este género de esta-blecimientos, en los cuales no hay más remedioque entrar a veces, obligado por la necesidad

prosaica de un kilo de tachuelas o un litro debarniz Flatting... El dueño del bazar era un viejo que existía sindeber existir; un residuo humano. Aunque a loscomerciantes españoles, en general, dijéraseque les importaba poco vender, éste exagerabael desdén hacia la ocupación. Se creía que, alpedirle el género, se le daba una mala noticia... El dependiente, un chico escrofuloso y atonta-do, con las manos colgantes, no llenaba más finque añadir un detalle antipático al conjunto; asíes que fue el mismo dueño el que se dedicó aservirme renqueando. Me fijé entonces en sucara, y noté que estaba como devastada por untorrente de llanto, una convulsión dolorosa.Había en ella surcos de amargura, y en los ojos,un abismo de desconsuelo y de horror. Loshombros se inclinaban, agobiados, vencidos,como si les hubiese caído encima un pesoenorme... Al recoger un envoltorio mal liado, dije, sinfijarme:

-¿No tiene usted familia que le ayude? Sobresalto... Me miró como quien pide justicia-de esas miradas que protestan, que claman alCielo- y suspiró: -¡Ah! Usted, por lo visto, ha oído algo ya... Yo no había oído palabra, pero hice que sí conla cabeza. -Pues si ha oído, comprenderá... Y recibiendo el dinero, sin mirarlo, añadió estareflexión incongruente: -Más nos valiera a todos nacer allá en otrostiempos, cuando no había invenciones... ¡Inven-ciones del demonio! ¡Para perdernos, para per-dernos! Inicié un murmullo de asentimiento, sin com-prender. A los pocos días salió a relucir la his-toria: fue de actualidad, porque encontraron altendero muerto en su cama, ya rígido. Su cora-zón estaba según dijeron, fatigado, y de prontose habría negado a seguir prestando servicio;era hora de que reposase...

Aquel tendero, Nicolás Fortea, vino a estable-cerse en Areal haría más de treinta años, y subazar, una innovación, dio mucho que decir enpro y en contra. Traía elementos de lujo, dellujo falso, chabacano, de esta época en que to-dos queremos ser iguales a todos. Le acompa-ñaba su mujer, que a los del pueblo les causó laimpresión de un ser supremo, porque se peina-ba y se vestía graciosamente, hablaba fina ytraía a su niño muy mono, aseado, almidonado,hasta con el pelo en bucles, moda que las ma-más lugareñas empezaron a criticar y acabaronpor imitar. "Los del bazar" adquirieron rápidamente pres-tigio excitando envidias -pues el ínfimo comer-cio de Areal no les perdonaba aquella manía deembellecer la tienda, de presentar novedadesen artículos, procedentes de Barcelona y hastade Inglaterra, y de atraer compradores, arman-do bulla, repartiendo prospectos y recibiendoencargos de la capital de puntos muy distantes-

, por lo cual corrió la voz de que los Fortea "seachinaban", "se hacían de oro". Y algo había de verdad en la afirmación. Elcomercio es productivo, si el capital rueda mu-cho, y Fortea, en vez de guardar sus ganancias,las invertía inmediatamente en género o enmejoras. Quería el dinero a mano, para espar-cirlo y recogerlo acrecido por la especulación; yel primer cofre de valores que se vio por aque-llas tierras fue el que Fortea instaló en su escri-torio. Entonces se aseguró que le sucedería un"chasco pesado", que le robarían, que ya se es-taba organizando la gavilla clásica. Respondíariendo Fortea que los ladrones sí que se llevarí-an "el camelo del siglo", pues, dada la actividadcon que manejaba y sacudía el dinero, proba-blemente se encontrarían dentro de la caja unratón. ¡Los ladrones! ¡Que no se metieran conél, o les daría una lección de las que no se olvi-dan! Otro género de extrañezas provocaba el que lalinda esposa de Fortea hiciese tan frecuentes

viajes a la capital. Fortea también se ausentabaa menudo, pero en él lo explicaban los nego-cios, que le traían a mal traer; y algo no buenodebía de sucederle, porque empezó a vérselepreocupado. La señora de Fortea pretextabatener que atender a la salud de su madre, an-ciana y achacosa. Cuando no andaba atravesa-do por los caminos el marido, andaba la mujer.Y en Areal, las malas lenguas se despachaban asu gusto... Los esposos vivían, sin embargo, en la mejorarmonía, con trazas de ser muy felices, y el ba-zar subía como la espuma cuando ocurrió elterrible suceso, del cual corrieron versionesmuy varias... Acababa la esposa de regresar de uno de susviajes, cuando el esposo le anunció que salíahacia distintos puntos, y tardaría lo menos unasemana. -¿Necesitas fondos? -añadió-. Los pagarés novencen hasta mi vuelta, pero hay el gasto de lacasa.

-Tengo bastante -se apresuró ella a decir-. Nome hace falta nada... Sólo quisiera saber... siqueda mucho guardado en la cala de caudales. -¿Por qué? -exclamó Fortea, con ligero esgreri-ce de susto. -Porque tengo miedo, hijo... ¡Si nos roban! -Estate tranquila -respondió él, vivamente-.Queda una cantidad regular; sobre tres mil du-ros... Tú conoces la combinación para abrir,pero te prohíbo que abras..., ¿entiendes? Te loprohíbo. Precisamente hay ahí una cuestión...Tengo unas sospechas... -¿De qué? -interrogó ella, un poco pálida, es-crutando la cara del marido. -Es largo de contar... A mi vuelta... Ahora elcoche se va... Tú deja la caja en paz... ¡Cuidado! Aquella misma noche, a cosa de las diez, unruido extraño, como de varias detonacionesconsecutivas, y unos gritos agudos, alarmarona la tendera de lienzos, que vivía pared pormedio del bazar. Salió al balcón pidiendo auxi-lio, y, al reunirse gente, decidieron llamar a la

puerta de los Forteas, y como nadie contestase,la forzaron, subieron aprisa a las habitacionesdel primer piso, que, con almacén y tienda en elbajo, comprendía la vivienda toda. Del escrito-rio salía un resplandor y quejidos lastimosos.Entraron; el espanto los hizo retroceder. Lamujer de Fortea yacía en el suelo, ante la caja decaudales... Las balas del aparato defensivo, delmata ladrones, traído de Londres e instalado eldía antes por su marido, la habían fusilado lite-ralmente; y, como al recibir el primer disparo sele hubiese caído de la mano el quinqué del pe-tróleo, sus ropas se habían inflamado, y el ca-dáver ardía. A su lado se retorcía entre las lla-mas el niño, que, al acudir al grito de sumadre, al estruendo de los disparos, inclinán-dose sobre ella, se le inflamó la camisa, los bu-cles, no pudo huir, y cayó al suelo desmayadode dolor, despierto luego en el brasero del su-plicio... Toda la tragedia fue obra de un minu-to...

Cuando Fortea, avisado, volvió y se convencióde su infortunio, le acometió una especie delocura frenética y habló a voces, arrojando al-guna luz sobre el misterio... Se acusaba dehaber sospechado de su dependiente, de haber-le atribuido la desaparición de sumas que falta-ban de la caja, de haber preparado impíamentela muerte de un hombre, de haber traído defuera el maldito invento... Y a cada paso repe-tía: -¿Por qué me robaba ella? ¡Díganmelo...! Us-tedes lo sabrán... ¿Por qué me robaba? Y nadie lo sabía ni lo supo... ¿Era para pagarlos vicios de incógnito cortejo? ¿Era para dar asu madre buen trato, medicinas caras? ¿Erapara comprar aquella ropa primorosa que ves-tía...? Al cabo, Fortea, deshecho, peliblanco, volvió aaparecer detrás del mostrador... Pero nuncamás guardó nada en la caja fatídica, y el pro-ducto de la venta pasó a un cajón, mientras elpolvo invadía los rincones, y la tienda adquiría

su aspecto de abandono, de indiferencia letal...En los rincones, las arañas tejían. "Blanco y Negro", núm. 957, 1909.

La hoz

¿Por qué tardaba tanto el mozo? Por lo mismoque los otros días -pensaba la Casildona-. Alláestaría en el playazo de Areal, bañándose yayudando a bañarse a la forastera de la ropamaja. Ella lo había visto con sus ojos... ¡Hum...!Cosa del demonio no sería, pero tampoco deningún santo... Aquel Avelino, esclavo de laobligación, que no faltaba nunca a sus horas,desde la fiesta del Sacramento era otro; desde latarde en que conoció a la forastera, la de lasombrilla encarnada y los zapatos de moñete,colorados también, la querida del fabricanteMarzoa, según las murmuraciones de Arcal... El, sí: él, trabajador era, y humilde, y sufrido. ynunca una palabra más alta a su madre, y la

cabeza gacha, si le reñían; pero ¡de buena castavenía para no gustarle el pecado! Los recuer-dos, como murciélagos, empezaban a revolartorpemente, sombríos, en el cerebro estrecho deCasildona, bajo el cráneo duro, cubierto de es-tropajosa pelambre gris. "¿Qué aventuramos aque sale como su padre, panderetero, con uncascabel en cada botón del chaleque?" ¡El padrede Avelino! Aquel señorito de Dordasí, vago deprofesión, más bebido que un templo, sin dejarrapaza a vida, atreviéndose hasta con las casa-das, ¡nos defienda San Roque! Sólo Casildona,la del caserío de Fontecha, le había puesto aochavo la sardina... ¡Vaya! Así que vio que lacintura del refajo andaba estrecha, le soltó alseñorito: "¡O te estripo, o las bendiciones delcura, que lo que naciere, mediante Dios, padreha de tener!" Y como se sabía que Casildona eramujer para eso y más que para eso..., el señoritocasócon ella. ¿Qué se le importaba, al cabo? En sudegradación de vicioso, con su pequeño patri-

monio hipotecado, comido de deudas y obligas,el hidalgo de Dordasí pasaba la vida en taber-nas, entre gañanes y marineros. Unido a Casil-da, ella fue quien trabajó para mantenerle, has-ta que estalló de una borrachera, y para criar yenviar a la escuela al niño. Mientras ella, la bes-tia de carga, araba, sallaba y curaba del ganado,Avelino se instruía... La madre respetaba en elhijo la sangre, el señorío arrastrado y todo porel suelo. "No nació Avelino para la tierra..." Unconfuso instinto de jerarquía social se alzaba enel espíritu de Casildona. Avelino trabajaría conel entendimiento, sentado a la sombra, lavadaslas manos. Y así era: colocado le tenía en la ofi-cina de la fábrica de conservas de don EladioMarzoa, la mejor de Arcal... A qué horas comería hoy el caldo! Preocupada, Casildona arrimó más palitro-ques a la lumbre, y sacó al corral un cazolón debazofia; era preciso que viviesen otra madre ysu progenitura: la gallina pedriscada, que des-

de la víspera se pavoneaba con un rol de veinti-cuatro pollitos. Un bulto surgió ante la cancilla del corral: erauna rapaza a quien apenas se le veía la faz mo-rena, tostada, en que relucían los dientes blan-cos como guijas marinas; en la cabeza sosteníainmenso cestón de hierba recién segada, oloro-sa, que se desbordaba por todos los lados: en lacima del monte de verdura relucía la hoz. -¡Qué monada! ¡San Antonio los guarde! -anheló, señalando a las veinticuatro bolitas deplumón verdoso, con ojuelos de cuentas deazabache, que cómicamente apurados picotea-ban a porfía los desperdicios-. ¡Qué rolada degloria! A las buenas tardes. -Dios te vea venir, María Silveria... ¿De dónde,mujer? ¿Del prado de arriba? -De allí mismo, señora... Póseme, por el almade sus difuntos, que sudo con el peso. Casildona ayudó a bajar el cestón, y percibióque ni gota de sudor humedecía la frente deMaría Silveria, la hija del carretero, la cual se

echó atrás las greñas, salpicadas de briznas dehierba y florecillas silvestres, y sonrió paracongraciarse... -Y luego..., ¿no yantaron aún? -Aún no tornó Avelino, mujer... En la voz de la madre había cierta condescen-dencia. Era sabedora de los retozos en el moli-no, de los acompañamientos a la vuelta de laferia, de los comadreos del caserío; cosas derapaces. ¿Quién les da crédito? Su hijo no sepeinaba para María Silveria. Sólo que ahora,cuidados nuevos quitan cuidados antiguos... Laférrea vieja se humanizaba. -Puede dar que no torne hoy, señora Casildo-na. -¿Sucedióle mal? -exclamó azorada, la madre. -Sucedióle que don Eladio le despidió de lafábrica. -¿Qué cuentas? -Lo que me contaron ahora mismo Roberto ysu hermano, según pasaban por la vera del

prado de arriba, estando yo a cortar la hierbaque usté ve con sus ojos. Y la rapaza pegaba manotadas en el cestón,como si la realidad de la hierba segada autenti-case sus noticias. -¡Despedir a Avelino! ¡A Avelino! -monologaba la madre, escéptica todavía ente elincreíble caso. -No sé de qué se pasma -intervino María Sil-veria, con veneno en la voz-. Había de suceder,que no le sabe bien al hombre pagar dinero y amás ser engañado miserablemente. -¿Don Eladio?... -Cogiólos en la maldad, señora... -recalcó lamoza, apretando los dientes y con equívocoresplandor en las castañas pupilas-. Ni se es-condían; en la playa se juntaban, escandalizan-do. Una poca vergüenza se juntar allí, a bañarsesin ropa... -María Silveria insistía, encontrandoel delito en la falta de ropa y en la caricia delagua salobre, con indignación de aldeana rudaque no ha bañado jamás su piel-. Y la raída esa,

llena de faldas almidonadas, con zapatos colo-rados, con medias coloradas también hasta ri-ba... ¡A algunas mujeres era poco las ahorcar...! -¡Que no se plante delante! -murmuró Casil-dona. Y como si hubiese sido una evocación, por larevuelta del sendero asomó una pareja. Aveli-no, alto, esbelto, guapo como una estatua, traíaa la mujer cogida por la cintura, sosteniéndolacariñosamente. El sol se filtraba al través de lasombrilla abierta y roja de la raída, y descubríala escasa belleza, la edad, ya casi madura, losafeites, el pelo teñido, ese elemento inexplicablede locura de amor que hace exclamar: "¡No secomprende!" Quien siguiese las miradas extáti-cas del mozo, observaría que allí el señueloatrayente no era la cara, sino los pies, elegantesy menudos, que aprisionaban zapatos taconea-dos alto, de flexible cuero de Rusia: unos zapa-tos que a cada movimiento de su dueña envia-ban fragancias perturbadoras. Y a su vez, losojos fieros de la madre y de la abandonada ce-

losa se clavaron en los pies insolentes, encarna-dos, pequeños, semejantes a dos capullos deamapola sobre el verdor húmedo de la sendacampesina. Ellas, Casildona y María Silveria,estabandescalzas, y sus pies, deformados, atezados,recios, se confundían con el terruño parduscode la corraliza, en cuyo ángulo, al calor del sol,hedía el estercolero. La misma sorpresa las de-jaba inmóviles. La pareja avanzaba, charlandoconfidencialmente. Al ver a su madre, el muchacho titubeó unsegundo. Después, con respingo nervioso,avanzó. -Madre, comida para mí y la compaña quetraigo. Y se entrometieron, salvando la puerta de lacorraliza, medio obstruida por el cestón dehierba de María Silveria. Los pollitos, arracimeados, gentiles en su re-dondez dorada, vinieron a picar los zapatosbermejos y la media calada sobre el empeine.

La prójima soltó una risa alegre. La gallina,erizada y furiosa, revoló a proteger a su cría. -El caldo, señora madre -Insistió Avelino-.Traemos necesidad. Subyugada, callaba Casildona. En las manossentía hormigueo; en el corazón, bascas insufri-bles. ¡Si aquello no era más que descaro, bendi-to San Roque! Pálida, bajo la capa de arrugas ylo curtido de su cutis de yesca, la aldeana hizoun movimiento como para cerrar el paso a suhijo; pero él, cariñosa y autoritariamente, niñomimado y hombre un poco más afinado, ladesvió. -Entra -susurró al oído de la pícara. Espatarraba los ojos María Silveria. ¿Por quéno le saltaba al pescuezo a tal mujer la señoraCasildona? ¿Por qué consentía semejante infa-mia? ¡Las madres, las lobas del querer, las es-clavas de los hijos! ¡A que era capaz de servirde rodillas a la de los zapatos bermejos! Y, enefecto, la vieja se hacía a un lado, abriendo ca-

mino. La pareja desapareció, entrándose en lacasa, y guiando Avelino con solicitud. -Por aquí..., por aquí... Aquí hay asientos... Mientras ella se sentaba, dejando la sombrillay abanicándose con diminuto japonés, el hijoarrinconó a la madre, secreteando a su oído: -No hubo remedio... Fue una cosa así... Porpoco la mata el brutón de don Eladio. Aquí novendrá a buscarla... ¡Y si viene! El gesto completó la frase; el puño cerrado ylos llameantes ojos revelaron claramente el im-pulso homicida. -Y tú, sin colocación. ¡Estamos amañados! -objetó tristemente Casildona. -A mí me echó de su casa ese bárbaro, que sime descuido le desojo la cara a bofetones... Nose apure madre... Para todo hay remedio. Ma-ñana me voy a Marineda, y allí colocacionessobran. Y si faltasen, ¡a América! ¡Aire! Hablaba febril, gesteando y balbuceando. Lamadre tembló. Creía ver al padre en sus últi-mos accesos de alcoholismo.

-Loco viene, loco... ¡Me lo ha vuelto loco laforastera! Con manos trémulas de ira, les sirvió de co-mer lo poco y humilde que había: el caldo re-gional, leche y fruta. La prójima, abanicándosey haciendo mohines, se dejaba servir por lamadre de Avelino. Avelino, a pesar de susafirmaciones de traer tanta hambre, apenasprobaba bocado. Miraba a su huéspeda fija yapasionadamente; le hacía plato, fregaba el úni-co vaso de vidrio y corría a la fuente a llenarlode agua cristalina para traérselo. Al salir, tro-pezó en el corral con María Silveria, en la cualni había reparado antes. Sentada al lado delcestón de hierba, dejándolo marchitarse al sol,la rapaza lloraba, tapándose con su pañuelo dealgodón y bajando avergonzada la cabeza. -¡Eh, déjame pasar!... Tú, ¿qué haces aquí? -pronunció ásperamente Avelino. -¿Qué hago aquí, qué hago aquí? -contestóella, levantando súbitamente los ojos encendi-dos-. Ver cómo pasan los hombres que perdie-

ron la vergüenza de la cara. Eso es lo que hagoaquí, Avelino de azúcar. Encogiéndose de hombros, el mozo la desviócon movimiento despreciativo, y siguió en bus-ca de la fuente, que surtía a tres pasos de allí,entre helechos, bajo una higuera y un castaño,cuya sombra enfresquecía la corriente pura.María Silveria apretó el puño y lo tendió haciasu amor antiguo: antiguo, ¡ay!, y presente, quebien sentía en las entrañas, en la quemaduraaquella, de rabia y desesperación, que el amoraldeano, furioso, vivía y se revolvía como gatomontés o tejón salvaje acosado por cazadores.Regresaba Avelino ya, trayendo rodeado deplantas verdes para resguardarlo del calor delas manos el vaso de agua helada casi. Y MaríaSilveria, incorporándose, le insultó otra vez. -Anda, anda a servir a la de los zapatos rojos...Que te pise el alma con ellos, a ver si tienes al-ma, Avelino de azúcar... ¿Te acuerdas del moli-no de Pepe Rey? ¿Te acuerdas lo que parola-mos?

-Larga de aquí, y cálzate esos pies, que dasenojo -fue la respuesta de Avelino, al ampararel vaso por temor de verter el agua. María Silveria calló... Sus puños morenos, detrabajadora, se alzaron al cielo, protestando. Elcielo sabía que ella nunca había hecho mal anadie, y el cielo no debe de ser amigo de lasmalvadas que embrujan a los hombres con za-patos colorados, moñudos. Se inclinó sobre elcestón; cogió de él la hoz de segar, afilada, relu-ciente, que manejaba con tanto vigor y destre-za, y ocultándolo bajo el delantal, se metió porla casa adentro, segura de lo que iba a hacer, dela mala hierba que iba a segar de un golpe.

El sonar del río

La tradición era constante: en aquel vetustopazo había enterrado un tesoro. ¡Se había hablado de él tantas noches en lasveladas de la aldea, junto al hogar donde hierve

mansamente el pote y se asan las primeras cas-tañas, ya rellenas de sabrosa pulpa! En tantasocasiones se había mentado el tesoro oculto, enla tertulia del atrio, a la salida de misa, apoya-dos los hombres en sus palos y bien rebozadaslas mujeres en sus mantillas de paño y en suspañuelos amarillos de lana con cenefas y flecosde vivos colore! Y estaban conformes todos los pareceres: siellos fuesen los dueños del pazo, ya lo habríandemolido, piedra por piedra, para buscar eltesoro hasta en sus cimientos. No comprendíancómo el señor, aquel señor de tan adusta trazay de tan consumido rostro, y al cual, en punto aintereses, no le iba muy bien, pues estaba co-mido de hipotecas y deudas, no desenterraba osacaba de la pared, donde sin duda dormía, eltesoro fabuloso. Y, en efecto, don Mariano José Lamela de La-mela andaba a la cuarta pregunta, y nuncahabía querido ni arañar la cal ni meterse con lastelarañas de las vigas, por si el tesoro aparecía

tras de ellas en algún escondrijo. Razón biensencilla: don Mariano José no creía en la exis-tencia de tesoro semejante. No; no creía, ni predicado por frailes descal-zos. ¿Cuál de sus ascendientes, a ver, guardó enel pazo de Lamela tal riqueza, y cuándo, y có-mo? Los tesoros no llueven del cielo; si la gentees rica, no se ignora. Ahora bien: desde tresgeneraciones acá, los Lamela eran pobres, máscada vez, porque iban dejando mermar suhacienda, roída por los ratoncillos, o sea losmalos pagadores, que, hoy uno y mañana otro,iban desertando, especialmente los foreros, quetienen la especialidad del atraso crónico, por elcual van apropiándose las tierras sin satisfacerni la microscópica pensión. Los Lamela sufríancon paciencia que no se les pagase, y lentamen-te se deslizaban hacia la miseria. Don MarianoJosé no recordaba nunca que en su casa hubiesedinero, y lo que le ponía sombras de tristeza enel rostro era justamente ese ahogo continuo,encubierto bajo la apariencia de señorío, y no

diré de pasada grandeza, porque nunca la huboen aquel nido de menesterosos hidalgos. Unpoco deremordimiento ante la ruina, en que no dejabade caberles responsabilidad por las ocultacio-nes y negativas de rentas, era tal vez lo queinstigaba a los aldeanos a recordar siempre eltesoro. Don Mariano José era pobre porquequería; con buscar el tesoro, sería opulento. Lafantasía bordaba el tema. El tesoro eran milesde onzas portuguesas y castellanas; eran ollasde monedas de todas clases; eran sabe Dios quémagnificencias que ellos no pudieron describir,por no conocerlas de vista, por no tener idea desu forma; pero que pintaban a su modo, to-mando por base las sartas y brincos llamadossapos de oro que lucían al cuello las mujeres enlos días de fiesta. El señor de la Lamela se encogía de hombroscuando alguno de sus convecinos tocaba estepunto. ¡Cuentos de viejas! Que no le hablasende tal patraña. Más valiera que le pagasen lo

que le debían, para que él, a su vez, pudieseacallar a los que le abrumaban a demandas yreclamaciones de todo género. Era uno de éstos un industrial muy despabila-do, dueño de un almacén de quincalla estable-cido en la villa más próxima, y llamado Barcotede apodo, el que un día se presentó en la Lame-la, no con el gesto fruncido y la tendencia a lagrosería que caracteriza al acreedor desespe-ranzado, sino con el aire más cordial, y hastaun poco tímido, del que solicita. -Don Mariano, yo vengo a proponerle... No leparezca mal... No piense que traigo exigencias,no, señor; todo lo contrario. Si nos avenimos,hasta le daré recibo finiquito de esa suma denovecientos veintiocho reales que tenía, ¿yarecordará?, que satisfacerme. -Oiga usted -repuso el señor de Lamela, a cu-yas mejillas descoloridas y flacas asomó unlampo de rubor-. Yo no admito regalos. Piensopagarle como Dios manda. Sólo que, casual-mente, en este momento...

-No, si no se trata de regalar... Es un convenio,y yo pienso ganar bastante en él. Se trata..., ¡ve-rá usted!, del tesoro que hay en este edificio... Saltó don Mariano José nerviosamente: -Señor mío..., no hay tal tesoro. ¡Si lo sabré yo!Todo eso es una gran paparrucha. -Señor don Mariano, usted no lo puede saber,una vez que no ha hecho ninguna diligenciapara descubrirlo; ni usted, ni su señor padre, nisu abuelo, que santa gloria haya, ni nadie de sufamilia. Y yo no le pido sino una cosa bien sen-cilla y bien útil para usted. Me permite registrarel pazo. Si destruyo algo, lo construyo a mi cos-ta. Si aparece lo que pienso, partimos. Si noaparece nada, está usted lo mismo que ahora.Quien ha perdido tiempo y el trabajo soy yo,Barcote. No era posible negarse. Como última protesta,el señor de la Lamela exclamó todavía: -Haga lo que le dé la gana... Pero lo que ustedencuentre de tesoro, ¡que me lo claven aquí! -yapoyó con fuerza el índice en la frente.

Por toda contestación, Barcote murmuraba: -Cuando el río suena... Al día siguiente, el almacenista se instaló en elpazo y dio principio a su indagación. No mane-jó el pico, no demolió nada, limitándose a proli-jos reconocimientos, tanteos de paredes y sue-los, apoyando la cabeza y el oído para percibirsi existían vacíos, huecos sospechosos. DonMariano, de muy mal humor, empezó por en-cerrarse en su dormitorio; que no le hablasende tales tonterías. Al poco tiempo, sin embargo,fue dejándose ver, y hasta interesándose, sibien en broma, por la labor de Barcote. -¿Y luego, mi amigo? ¿Apareció ese gato?¿No? ¿No se lo decía yo, hombre? Mire, es co-mo la luz. El tesoro, caso de haberlo, no vienede muy antiguo; estos disparates comenzaron acorrer allá en vida de mi abuelo don Juan Ne-pomuceno de la Lamela. Ni él, ni su padre, nisus hijos, tenían onzas que enterrar. ¡Onzas!¡Quién se las diera! Y siendo así, ¿de dóndeprocede semejante caudalazo?

Barcote miró fijamente al señor. Su fisonomíadespierta y astuta expresaba algo singular, en-tre burla y lástima. Al fin prorrumpió: -¿No pasó temporadas en este pazo el herma-no de su abuelo de usted, que era canónigo enCompostela y falleció de repente? Quedóse don Mariano hecho estatua. ¡Y mássí! ¡Allí había vivido el canónigo Lamela, y exis-tían cartas de él a su hermano, un fajo, en elarchivo! -Ese canónigo -declaró Barcote- tuvo de amade llaves a una tía mía, que ha muerto muyanciana. Ella le contó a mi padre que el canóni-go pasaba por riquísimo, y a su muerte se leencontró muy poco. Por cierto que mi tía tuvobuenos disgustos, porque le preguntaban losherederos, y ella no podía dar razón. Vea, donMariano, por dónde vine yo a escamarme. Sihay tesoro en el pazo, ese canónigo fue quien loescondió. Según mi tía, el canónigo se quedabasolo aquí cuando su hermano salía fuera poralgún motivo.

Don Mariano, sin responder, corrió al archivo.Sufría ya el contagio de la locura general, de lacual se había reído tantas veces. Buscó febril-mente las cartas del canónigo a su hermano.Allí estaban, atadas con un balduque, amari-llentas, pero muy fáciles de leer por lo claro dela letra redondilla y lo terso del papel de hilo. Yel señor de la Lamela se enfrascó en su lectura.¡Oh, desencanto! Nada en tal correspondenciapodía interpretarse, ni aún remotamente, comoalusión al tesoro. Había, sí, reiteradas quejas delos revueltos tiempos, de la inseguridad en quese vivía; esto era un hilo para devanar que elcanónigo quiso soterrar su riqueza, pero ¡hilotan tenue! Barcote quiso ver las cartas a su vez.Tampoco sacó gran cosa en limpio. Sin embar-go, no parecía desconfiar del éxito. Era hombretenaz, perseverante. Y no quedándole rincónpor registrar y estudiar en el pazo, pidió a donMariano las llaves de la capilla. Hallábase abandonada; la humedad habíacomido las pinturas; el retablo, apolillado, se

deshacía entre los dedos cuando se le tocaba.Barcote dio mil vueltas al altar, por si en él seocultaba algo. No había sino polvo y maderasrotas. Entonces, el almacenista se fijó en el piso.Era éste de losas de piedra, y no ofrecía particu-laridad alguna sospechosa. Barcote, sin embar-go, palpó las losas, pasó el dedo por sus juntu-ras. -¿Qué hay aquí debajo, don Mariano? -Interrogó afanosamente. -¡Válgame Dios, hom! ¡Qué terco es! ¿Qué hade haber? Huesos, cenizas de los antepasados. -¡Lo que está aquí es el tesoro! -gritó enloque-cido el almacenista-. ¡Tráigame, por Dios, unabarra de hierro! Don Mariano, con repugnancia, vacilaba. ¡Re-volver los despojos de los muertos! A piqueestuvo de mandar al diablo al almacenista. Por fin, con el palo de hierro, Barcote desqui-ció la losa. Sudaba gotas gruesas; del hueconegro que se descubrió salió un vaho de frial-dad y sepulcro.

-¿Lo ve usted? Ahí no hay sino osamentas... Desquiciada otra losa, apareció un ataúd, cu-bierto de un paño negro hecho pingajos. Barco-te saltó al hueco y, sin vacilar, se abrazó al fére-tro. Mas no podía alzarlo; pesaba como plomo.Don Mariano, de mala gana aún, hubo de ayu-darle, y antes que llegase a salir de la cavidad,ya por sus costados se escapaban las onzas y lasmedias onzas... Y Barcote, rompiendo a bailar, riendo de pla-cer, exclamó: -¿Eh?¿Qué tal? ¿Huesos? ¿Cenizas? Cuandosuena el río... "Blanco y Negro", núm. 1439, 1918.

Racimos

Desde que eran vides las que rojeaban en lasladeras del Aviero, precipitándose como casca-das de púrpura y oro viejo hacia el hondo caucedel río, no se había visto cosecha más bendita

que la del año..., bueno, el año no importa.Además de la abundancia, la uva estaba reco-cha y tenía su flor de miel, su pegajosidad deterciopelo. Cada grano era un repleto odrecillo,ni duro ni blando, reventando de zumo. Y loscolores, en el tinto como en el blanco, intensos ymuy iguales. No se conocieron racimos que asítentasen a vendimiarlos. La vendimia se señaló para el 24 de septiem-bre. Y, como según dicen en el país, cuandoDios da no es migajero, mandó un sol de gloriay unos días de gusto mejores que los de verano,para aquella faena de otoño. Tampoco seríafácil recordar vendimiadura más alegre. Ello no quita para que el trabajo sea caristoso.Subir a hombros los culeiros o cestones por lascuestas casi verticales de la ladera, hasta soltar-los en la bodega del antiguo pazo, que dominatodo el paisaje, vamos, ¡que se suda! Las ven-dimiadoras echan la gota gorda de su pellejo,con el calor y el tráfago; pero los carretones sederriten al ascender con las cargas, magullados

los hombros por el peso, anhelosa la respira-ción por la fatiga, y sin poder ni pasarse el re-vés de la mano por la frente, para recoger laslágrimas que de ella se desprenden y caen so-bre el fornido y velludo pecho. Porque son de empuje aquellos mocetonesriberanos, hechos al laboreo recio, y tambiénamigos del bailoteo y el jarro, de las mozas pararequebrarlas y del palo y la navaja para repeleruna injuria. Hombres capaces de subir, no dirélos cestones colmos de uva, sino los calvos pe-ñascos detenidos como por milagro en su caídainminente a las profundidades del río. Y lafuerza muscular emanaba de sus cuerpos ate-zados, de sus pies encallecidos, que parecíanechar raíces donde se posaban, de sus vocesdesentonadas y fuertes, de sus manos anchastendidas siempre hacia la faena. Con todo eso -era la opinión de Corchudo, elmayordomo- no sería posible aquel choyo de lavendimia sin el mágico efecto del continuo be-ber sin tasa, sin límite, por cuencos, por ollas,

por moyos... Obligación del dueño de las viñasera dárselo a su talante, y aún, por la mañana,añadir la parva de aguardiente al desayuno depantrigo. Y todo el día, dijérase que otro río desangre de Cristo corría por las gargantas abajopara transmitir su vigor a las venas y salirhecho secreción viva por los poros abiertos. Desatisfacción tenía que ser la cosecha, a fe, paraque no la desfalcasen con lo que trasegaban lossedientos perpetuos y no se advirtiese la mer-ma en las cubas, las enormes cubas panzudas,gloria y orgullo de la bodega más renombradade los términos comarcanos. A la hora del anochecer, los cantos de las ven-dimiadoras hacíanse menos gozosos y provo-cantes de lo que eran durante el día: la quejaclásica, regional, descubría el inevitable cansan-cio de la jornada. Había, sobre todo, una mocitavendimiadora que, al prolongar el alalaa, pare-cía diluir en el canto un lloro. Y es que todos losabían: aquella rapaza, de mala gana acudía asu labor: más le valiera quedarse en casa, al

lado de su madre, encarnada y paralítica. Perosi ella no trabajaba, ¿quién las mantenía a lasdos? Los racimos no caen del cielo, que pidenmucho trabajo. Para comer buenos guisos decarne, el compango de la vendimia, buen baca-lao con patatas, hay que menearse. Rosiña ve-nía al jornal todo el año. Sólo que ganaba me-nos que otra jornalera. El llamarla era casi unacaridad. Y en los días de la vendimia estaban fijos enella los ojos de sus compañeras y compañeros,sabedores de algo que picaba la curiosidad.Aquella rapaza -contábase- sentía una repug-nancia inexplicable que le hacía aborrecer hastala vista de las uvas; del vino, no digamos. Elsolo olor de los racimos maduros le causabacontracciones dolorosas en el estómago; la vistade un vaso donde el rico tinto refulgía comogranate, la hacía palidecer. Cada moza emitíauna opinión sobre esta singularidad. -¡Bah, bah! ¡Milindres! -sentenciaba una alto-na, morena, bigotuda.

-Es el mismo mal que tiene que le sale por ahí-opinaban las compasivas. Una vendimiadora ya vieja, la casera del pazo,que no se desdeñaba de echar mano ella tam-bién, emitía un parecer, acaso el más fundadode todos. -¿Sabedes qué es ese escrupol que le da con elvino a Rosiña? Que el padre era un borrachón yse volvió tolo de la bebida y la quiso matarcuando era de siete años, y a la madre le diouna paliza que la tullió. Por eso no puede ver elvino... Como la luna colgase ya en el cielo su granperla redonda, vendimiadores y vendimiadorasse juntaron en la era. Salieron a plaza panderos,triángulos y conchas, y las coplas se enzarza-ron, ya amorosas, ya irónicas y retadoras, y dosparejas esbozaron un baile, que bien quisieraser la ribeirana, pero iba perdiendo su caráctergenuino. Una de las improvisadoras al panderodirigió la flecha de una copla a Rosiña, que,silenciosa y abatida, se había sentado en un

poyo de piedra. Versaba la copla sobre las exce-lencias del vino, y afirmaba que el que no bebees un pavo soso o una santa mocarda. Habituada estaba la muchacha a estas pullas;pero sin duda se encontraba exhausta de can-sancio y destemplada de nervios, porque rom-pió en sollozos, limpiándose la cara con el picodel pañolón. Y fue grande la sorpresa de lasvendimiadoras cuando vieron que Amaro, unode los carretones más animosos y robustos, quea cualquiera de ellas le convendría para darlefala, saltó indignado, exclamando: -¡A ver si vos callades, eia! ¡Tenedes mal cura-zón pra metervos con quien no se mete convosotras! Rosiña, ríete. Es invidia que te tie-nen... Nadie chistó. ¿Entonces, el Amaro quería aRosiña, o qué? Nadie se lo había notado; esmás, nadie suponía que a Rosiña la pudiesequerer nadie. ¡Fea, fea, no sería; pero con aque-lla color de leche hervida, con aquel cuerpoflaquito..., donde estaban tantas nenas como

manzanas, rollizas, sanotas, metidas en carnes!¡Y, sin embargo, media hora después del inci-dente, las vendimiadoras no podían dudar qué,en efecto, el carretón buscaba la fala a la mocita.Sentado cerca de ella, le parolaba tan bajo, queentre el estrépito del triángulo y los panderos yel piafar del baile, no se oía lo que le dijese contal ahínco. Y ella, la mosca muerta, ¡cómo leatendía y le contestaba! No sollozaba ahora,no... Hasta la oyeron reír, por no se sabe quégracejo de Amaro... Y era verdad. Por primera vez, la alegría, lajuventud, los fermentos del amor calentaban lasvenas de Rosiña. La luna iba descendiendo yapagándose en el agua sombría del río, cunadoel carretón, al lado de la muchacha, se fue conella sin volver siquiera la cara hacia las otras,que cuchicheaban y reían irónicamente. Amarole aseguraba a Rosiña que ya, desde tiempo,teniále voluntad. Bien pudiera casarse allá paraNadal, si venía una letra que esperaba del her-mano que marchó a las Américas de Buenos

Aires y que le iba bien por aquellas tierras ymandaba cuartiños. Rosiña no saldría a traba-jar: en casa, a cuidar della. Y el mozo, mientrasrecorrían la senda demasiado estrecha, de res-baladizas lages, pasaba el brazo alrededor deun talle delicado como un junco, y murmurabaenternecido: -¡Qué cintura finiña! Una caricia más atrevida rozó la mejilla de lamoza. La boca de Amaro se acercó a la suya,golosa y ávida. Y ella saltó, se echó atrás, comosi hubiese pisado una sierpe, en violenta rebe-lión de sus sentidos y su alma. -¡Quitaday! ¡Quitaday! ¡Apestas al vino! El carretón se apartó, atónito... ¡Pues ya sesabe! Rosiña no podía resistir el vino, no lo po-día resistir. ¡El vino, la cosa más buena queDios ha criado en este mundo! ¡Lo que da almapara trabajar, lo que consuela, lo que recrea; elvino tinto del Avieiro, que si los ángeles pudie-sen bajarían del cielo a lo catar! Y dejando caerlos brazos, como quien ve un imposible alzarse

ante él, el mozo dio rápida vuelta en sentidocontrario al que llevaban momentos antes Ro-siña y él, tan juntos... ¿Cómo no había pensadoen eso, corcia? ¡En buena se iba a meter, hom!...

La guija

En el pacífico pueblecito ribereño de Areal fueenorme el rebullicio causado por el misteriosoepisodio de la desaparición del chicuelo.¡Unniño tan guapo, tan sano, tan alegre! ¡Y no sa-berse nada de él desde que a la caída de la tar-de se le había visto en el playazo jugando a lasguijas o pelouros La madre, robusta sardinera llamada la Cama-rona, partía el corazón. Llorando a gritos, me-sándose a puñados las greñas incultas, pedíajusticia, misericordia..., en fin, ¡malaña!, queencontrasen a su hijo, su Tomasiño, su joya, suamor. Su padre, el patrón Tomás, cerrando lospuños, inyectados los ojos, amenazaba... ¿A

quién? ¿A qué? ¡Ahí está lo negro! A nadie...Porque no pasaban de conjeturas vagas, muyvagas, las que podían hacerse. O a Tomasiño selo había tragado el mar, o lo habían robado. Silo primero, ¿cómo no aparecía el cuerpo? Si losegundo, ¿cómo no se encontraba rastro del villadrón? Bien pensado, cuando la pena dio espacio aque se reflexionase, lo de haberse ahogado To-masiño no era ni pizca de verosímil. El rapaznadaba lo mismo que un barco; hacía cada coleque aturdía; y que hubiese tormenta, que no lahubiese, él salía a la playa después de una odos horas de chapuzón, tan fresco y tan colora-do. El mar era su elemento, no la tierra. Lo ju-raba el patrón: no tenía la culpa el mar. La hipótesis del rapto o secuestro empezó en-tonces a abrirse camino. La imaginación de losmoradores de Areal la patrocinaba. Se habíanllevado a la criatura.¿Quién? ¿A dónde? Aquítropezaba la indagatoria. Ni la Justicia, ni lospadres, ni el público lograban en esto adelantar

un paso. La Camarona y el patrón no teníanenemigos. En Areal no se cree en brujas ni en elmal de ojo o envidia. Esas son supersticiones demontaña. Tampoco hay malhechores de ofi-cio.¿Qué pescador, qué fomentador, qué aldea-no de las cercanías, de la bonita vega de Arealiba a robar a Tomasiño, sin objeto alguno? Sin embargo, la Camarona, con esa viveza defantasía de la mujer, sobreexcitada por el instin-to maternal, indicó al juez una pista. Veinticua-tro horas antes de la desaparición de Tomasiño,ella había visto por sus propios ojos, cuandollevaba su cesta de lenguados a vender al mer-cado de Marineda, un campamento de húnga-ros en el soto de Lama. Allí estaban los conde-nados, con unas caras de tigre, como demonios,puesto el pote a hervir en la hoguera que ali-mentaban con leña del soto, que no era suya.Ya se sabe que los húngaros, a pretexto de re-mendar sartenes y calderos, viven de robar.Ellos, y nada más que ellos, eran los autores dela fechoría. Apenas prendió en la idea, apresu-

róse la Camarona a buscar, en el soto de Lama,el sitio en que había reposado y vivaqueado latribu errante. No tardó en encontrarlo: la hierbapisoteada por los caballos, las ramas rotas y lascenizas de la hoguera lo delataban. Y en elmomento de fijar los ojos en el residuo negruz-co sobre el verdordel suelo, la madre exhaló un salvaje grito defuror y de certidumbre. Acababa de ver, entrela ceniza, un punto blanco: una china, un pe-louso. Recogiendo aquel indicio, corrió a albo-rotar el pueblo. ¿Qué duda cabía ya? Tomasiñollevaba siempre en el bolsillo del pantalón lasguijas del mar con que jugaba. Eran conocidas,eran inconfundibles: blancas como la nieve,redonditas como bolas, y tan pulidas que nihechas a mano. Escogidas, ¡malaña! Las distin-guía ella entre mil, las chinas de Tomasiño. Yhubo en Areal exclamaciones de cólera, llantosde simpatía, clamores indignados, descabella-dos planes... Pero al presentarse el juez de Bri-gancia, la Camarona, con la guija en la mano,

advirtió que aquel señor no demostraba granconvencimiento. ¿Los húngaros? ¡Bah! De todose les culpa... ¿Y por una china de la playa se hade afirmar...? En fin, él enviaría un exhorto... Seavisaría a la Guardia Civil... ¡Cualquiera aciertacon el paradero de esos pajarracos! Hoy estánaquí, mañanaen Portugal... Bueno, se trataría de echarles elguante. Se trató, en efecto; sólo que no era la Camaro-na, no era la desesperada madre, sujeta a Arealpor las duras cadenas de la pobreza, quien per-seguía a los raptores. ¡Y éstos, y su presa, seencontraban ya muy lejos! Así es que la infelizpescadora, con su guija siempre en la mano, sesienta por las tardes en el muelle, a la espera delas lanchas, y dice a las comadres preguntonas: -¡Si pasa el juez..., se la tiro! ¡Y le acierto en lasien, malaña! "Pluma y Lápiz", núm. 3, 1903.

El aire cativo

Felipe da Fonte no estaba con humor de rom-perse el cuerpo en aquella mañana tan bonitade mayo, con aquel chirrear de pájaros que ale-graba el corazón, y aquel olido tan gracioso delas madreselvas, que ya abrían sus piñas de florblanca matizada de rosa y amarillo. Harto seencontraba de golpear la tierra con el hierro,para despertar en el oscuro terruño los impul-sos germinadores, y nunca había sentido pere-za y desgano sino en aquel momento, en quesus pensamientos no le dejaban descansar, leparalizaban los brazos y le quitaban las fuerzasque requiere la labor mecánica y ruda. Sus pensamientos iban hacia cierta moza, fres-ca y colocara como amapola entre el trigal, yque, según voz pública, no tenía voluntad decasarse, porque los hijos dan muchos trabajos.Era Camila de Berte, la sobrina de la tabernera,mujer activa y negociadora, a la cual le habíaido demasiado mal en el matrimonio para que

animase a nadie a echarse al cuello tal yugo. YCamila, enemiga del laboreo del campo, ayu-daba a su tía en el despacho de bebidas, ceri-llas, jabón y otros artículos semejantes, y hacíaviajes a la villa próxima para surtir el estable-cimiento. Se la veía con su cesta en la cabeza, ysi el surtido tenía que ser más copioso, con uncarrillo tirado por un borrico viejo, que ellamisma guiaba. Iba y venía sola, varonilmente, yen el contorno se murmuraba que aquella va-lentona trajinanta escondía entre los doblecesdel pañuelo de talle, de colorines, un revólvercargado. Todo ello, que repelía a no pocos galanes de laaldea, amigos de hembras mansas y cariñosas,agradaba a Felipe. Fuese que su condiciónhumildosa y tímida le inclinase a buscar en otroser las energías que le faltaban, fuese por algoque en un hombre de otra esfera y otra culturallamaríamos romanticismo, aquel aldeano ru-bio, de facciones delicadas bajo el tueste de lafaz, y a quien la vida rústica no había conse-

guido curtir y endurecer, se sentía atraído haciala recia morena de manzaneros carrillos, al ver-la tan desenfadada y decidida, tan capaz desoltarle un estacazo o un tiro a quien se metiesecon ella. Y en ella estaba pensando Felipe intensamentecuando, de malísima gana, no tuvo más reme-dio que levantar el azadón y empezar a batirsecon los terrones. Flojamente, porque quien datensión al brazo es la voluntad, principió a des-brozar un manchón de maleza que, bajo el in-flujo vital de la primavera, se había formado almargen del riachuelo y se extendía por el pradoadelante. Era una maraña de zarzas y malashierbas, una viciosa exuberancia de follaje, ta-llos y raíces, que le subía hasta el pecho al al-deano. Las espinas le punzaban, y las plantas,envedijadas, resistían al golpe de la herramien-ta. Por fin consiguió abrir un boquete en la es-pesura, y alrededor de aquel boquete fue arran-cando retoños y vástagos, que arrojaba a un

lado, con reniegos sordos, pronunciados entredientes. Una crispación involuntaria encogía su mano,porque, nervioso lo mismo que un señorito,temía siempre que de la vegetación sombría,bañada y encharcada por el agua, saliesen rep-tiles. El caso era frecuente, y aún cuando enaquel país los reptiles son más bien inofensivos,Felipe sufría, a su vista, un estremecimientoindefinible, un misterioso terror. La menor sa-bandija le alteraba el pulso de la sangre,haciéndola afluir a su corazón, en vuelco súbi-to. Y ya, durante la faena, había brincado fueradel tupido matorral un lagarto, encantador a laluz del sol, que reverberó un instante en lasimbricaciones de su verde piel, y encendió doschispas en las cuentecillas de azabache de susvivos ojuelos. Felipe, trémulo, había alzado elazadón y asestado certero golpe a la alimaña,partiéndola por la mitad. Los dos trozos queda-ron vibrando y moviéndose, y, rabioso, Felipeabrió diminuta fosa y enterró los pedazos, bai-

lando el pateado encima de la tierra con que losdejabacubiertos... Se secó la frente sudorosa y, resig-nado, volvió a su tarea. Apenas daría media docena de azadonazosmás, cuando retrocedió horrorizado. Un serrepugnante y monstruoso asomaba entre lastupidas hojas, pegado al suelo, craso por la des-composición del follaje durante todo el inviernoen aquel lugar húmedo. Tenía figura de sapo,sólo que era mayor, más ancho, más corpulen-to. Sobre su lomo, simétricas manchas anaran-jadas le darían aspecto de algo metálico, de uncapricho de joyería, si su boca de fuelle no seabriese amenazadora y su vientre blanquecinono subiese y bajase, en anchas aspiraciones,animado de una vida odiosa... Sintió Felipe el ciego instinto del miedo, y es-tuvo a punto de apelar a la fuga. Comprendíaqué clase de espantajo era el que se le aparecíaasí. Había oído hablar de él mil veces, siemprecon acento de terror. Le llamaban la salmántiga,

y el vaho de su aliento emponzoñado acarreabala muerte... Temblando, Felipe discurrió cómopodría, sin peligro de aspirar el vaho, deshacer-se del monstruo. Buscó una piedra grande, pe-sada. Desde lo más lejos que pudo la arrojósobre el batracio. Seguro de haberlo reventado,se atrevió a acercarse. Y casi se dio un encon-trón en la frente con la frente de una mujer,envuelta en el turbante amarillo pano. La mujerreía, mirando a Felipe, lívido. -¡Home, home! -repetía Camila-. ¿Me tirabaspiedras a mí? -A ti, no, miña xoya... -balbuceó él-. Tiré a lasalmántiga. -En la vida la he visto -declaró la moza-. Quié-rola ver. Yergue esa piedra. Vaciló el muchacho en cumplir la orden. Porúltimo levantó el pedrusco y pudo ver el bicha-rraco, semiaplastado, pero alentando todavía.Una exhalación fétida soliviantó el estómago deFelipe. Parecía que la salmántiga sudaba vene-no por su piel rota.

-Quitaday, Camila... ¿No te da enojo? -Cosa de gusto no es -contestó ella-; pero malno lo hace ese bichoco. -Mal lo hace, sí señor. Ya sabes que trae el airecativo. Fue una carcajada mofadora la que exhalaronlos labios de púrpura, y la joven trajinanta secogió las caderas para no desencuadernarse detanto reír. Guiñaba los ojos, y en las pomas decarmín de sus mejillas se señalaban dos hoyue-los picarescos y tentadores. Estaba para conde-nar a un santo; pero Felipe más bien percibía laburla que la magia de la apetecible figura inun-dada de sol. -Rite, rite... Quiera Dios no llores tú, y más yo,por haber tocado a la salmántiga. La trajinanta hizo un gesto de indiferencia ybuen humor. Luego, subiendo a la altura de sucabeza la cesta, emprendió, a paso gimnástico,el camino que conducía a la taberna. Felipe nointentó detenerla para un sabroso palique. Sen-tía cansancio inexplicable; pero por no dejar los

restos del bichoco descubiertos allí, tuvo unaidea. Se acercó al pinar vecino, cortó un braza-do de ramas y, hacinándolas sobre el matorral,prendió una cerilla y les puso fuego. La llamase alzó, viva y chispeadora, y a toda la malezafue comunicándose aquel reguero de viva lum-bre; un humo espeso, el de la leña verde, sealzó, envolviendo a Felipe, que se alejó lenta-mente, yendo a derrumbarse en un vallado,para considerar de lejos el incendio que iba aahorrarle la molestia de rozar tanta mala castade zarzales y hierbas moras. Cuando se huboextinguido la llama, acercóse, todavía receloso.Revolvió las cenizas con el mango del azadón...,y entre ellas, carbonizado, el cuerpo deforme delasalmántiga aún conservaba su hechura de pe-sadilla, de tentación de San Antonio... Desde aquel día..., ¡ello sería lo que fuese!, locierto es que el labrador adoleció de un mal quetodos en la aldea atribuyeron al consabido airecativo. Era languidez, cansera, dolor de huesos,

invencible deseo de pasarse el día echado, ypor último, lenta fiebre que le consumía. Yaestaba muy adelantada la enfermedad, cuandouna tarde Camila, la trajinanta, que hacía vecesde mandadera, se llegó a la casuca del mozo atraerle un medicamento. Venía alegre, rozagan-te de salud, y el mozo, mirándola con una mez-cla de admiración y envidia, exclamó penosa-mente, anhelando al hablar: -¿Ves cómo fue el aire cativo? ¿Lo ves? Ella se sentó un momento al borde de la camadel muchacho. Llena de piedad, le ofreció, deuna garrafa que llevaba para el consumo de lataberna, un buen vaso de caña; y Felipe, reani-mado con la bebida alcohólica, y hasta electri-zado, le echó la mano por el hombro con unsordo gemido de amor... -¡Camiliña! -susurró-. Nunca bien me quisis-te... Nunca me diste crédito... Ahora voyme amorir y te pido un consuelo. Ten caridad, mu-jer...

Pero la trajinanta, la animosa, el espíritu fuer-te, retrocedió estremecida ante los labios que sele tendían suplicantes, exclamando: -Vaday... Sabe Dios si el aire cativo se pega...

Dios castiga

Desde la mañana en que el hijo fue encontradocon el corazón atravesado de un tiro, no huboen aquella pobre casa día en que no se llorase.Sólo que el tributo de lágrimas era el padrequien lo pagaba: a la madre se la vio con losojos secos, mirando con irritada fijeza, como siescudriñase los rostros y estudiase su expre-sión. Sin embargo, de sus labios no salía unapregunta, y hasta hablaba de cosas indiferen-tes... La vaquiña estaba preñada. El mainzo,este año, por falta de lluvias, iba a perderse. Elpatexo andaba demasiado caro. Iban a reunirselos de la parroquia para comprar algunas lan-chas del animalejo...

Así, no faltaba en la aldea de Vilar quien opi-nase que la señora Amara "ya no se recordabadel mociño". ¡Buena lástima fue dél! Un rapazque era un lobo para el trabajo, tan lanzal, tanamoroso, que todas las mozas se lo comían. Ypor moza fue, de seguro, por lo que le hicieronla judiada. Sí, hom: ya sabemos que las mozastienen la culpa de todo. Y Félise, el muerto,andaba tras de una de las más bonitas, Silves-triña, la del pelo color de mazorca de lino y ojosazul ceniza, como la flor del lino también. YSilvestriña le hacía cara, ¿no había de hacérse-la? ¡Estaba por ver la rapaza que le diese undesaire a Félise! Cuchicheábase todo esto muy bajo, porque enlas aldeas hay sus conjuras de silencio, y toda lareserva que se guarda en otras esferas, en asun-tos diplomáticos es nada en comparación con lareserva labriega, cuando está de por medio undelito y puede venir a enterarse "la justicia".Sabían los labriegos ¡vaya si lo sabían!, en quienpudiesen recaer las sospechas. No ignoraban

que el matador no podía ser otro que Agustín,el de Luaño, valentón de navaja en cinto y re-vólver cargado en faltriquera. No era su prime-ra fazaña, pues en el alboroto de "una de palos"de alguna romería, dejó un hombre con las tri-pas fuera; pero esto de ahora parecía mayortraición, y denotaba peor alma en el criminalque, por lo mismo, infundía doble temor, puesera capaz de todo. Había recibido el Juzgado una denuncia anó-nima, escrita con mala letra y detestable orto-grafía, pero con redacción clara y apasionada,delatando terminantemente a Agustín. Decíatambién el papel que dos muchachas de Vilar,Silvestriña y su hermana, pasando algo tardepor la correidora que a su casa conducía, oye-ron, no un tiro, sino dos, y vieron caer al mozo,y hasta escucharon que pedía auxilio, que no ledieron; se limitaron a encerrarse en su morada.Y el anonimato delator instigaba al Juzgado aque incoase diligencias y tomase declaraciones,que descubrirían al culpable.

El Juzgado, muy lánguidamente, no tuvo másremedio que hacer algo... Tropezó, desde elprimer momento, con una pared de silencio.Nadie había visto nada; nadie sabía nada; porpoco responden que no conocían ni a la víctimani al supuesto matador. Las muchachas, esanoche, no habían salido de casa; no oyeron,pues, los gritos de auxilio; y la primera noticiala tuvieron, ellas y los demás, a la madrugadasiguiente, cuando el cuerpo de Félise apareciórígido, helado, todo empapado de orvallo ma-ñanero... Esto repitieron las dos mociñas, pe-llizcando mucho el pañuelo y bajando los ojos. -Bien te avisé, Pedro, que no cumplía escribirtal carta -decía la señora Amara a su marido,cuando ya se demostró que las diligencias re-sultaban completamente infructuosas y que niventicuatro horas estuvo preso el de Luaño-.Como ninguén ha visto el caso, y si lo vio secalla, más te valiera callar tú. Non vos vale denada esa habilidá de saber de letra. Sedes mástontos que los que nunca tal deprendimos.

-Mujer -balbuceó el viejo, secándose el llantocon un pañuelo a cuadros, todo roto-, mujer,como era mi fillo, que no teníamos otro, y noslo mataron como si lo llevasen a degollar... Yoya poco valgo, ¡pero si puedo, no se ha de reírel bribón condenado ese! -No hagas nada, hom, te lo pido por la sangrede Félise. ¡No te metas quillotros! Y la actitud de la vieja era tan firme y amena-zadora, sus duros ojos miraban con tal energía,con tal imposición de voluntad, que el padreagachó la cabeza subyugado. Y no se volvió ahablar del asunto, aunque fuese visible que nose pensaba sino en él. Al aparente olvido de los padres, respondió elolvido real de la aldea. Nadie recordaba -almenos aparentemente- a aquel Félise, tan ami-go de todos los demás rapaces. Su cuerpo sepudría en el cementerio humilde, bajo la cruzpintada de negro que los padres habían coloca-do sobre la fosa. Y el de Luaño, más arrogante yquimerista que nunca, venía todas las tardes a

Vilar, a cortejar a su novia, Silvestriña, con lacual era público que iba a casar cuando vinie-ran las noches largas de Nadal y Reyes. Se comentaba mucho, y con dejos de envidia,la boda. El señor de Cerbela, que tenía propie-dades en Luaño, daría al nuevo matrimonio enarriendo uno de sus mejores lugares, acasara-dos, de los más productivos del país. Com-prendía largos prados, con su riego de agua depie; fértiles labradíos, montes leñales bien po-blados de tojo, arbolado de soto de castaños,que dividía la casa de la carretera; huerto confrutales, y una vivienda mediana, unida a lapajera, herbeiro y establos. Un principado rús-tico, que requería, en ello estaban de acuerdolos labradores, un casero, el propósito de traba-jar de alma, para sacarle el jugo; y, como duda-ban de que Agustín, tan amigo de broma y ja-rana, tuviese formalidad para tal obra, él con-testaba con firmeza: -Lo han de ver. Cuando Agustín el de Luaño,destremina de hacer una cosa, hácela, ¡recorcio!

¡En comiendo el pan de la boda, meto ganado yun criado en la casa, espeto el arado en la tierra,se abona, se siembra y para el año veredes si hacosecha o no! ¡Y yo a trabajar como el primero,que de cosas más malas soy capaz por Silves-triña! Toda la aldea y todo Luaño fueron convidadosal festín nupcial. Es costumbre, en estos casos,que los convidados regalen vino, pan, manja-res; pero Agustín, rumboso, no consintió quenadie llevase nada. Él traía a casa de su noviasobrado con que hartar hasta los pordioserosque tocaban la zanfona y echaban coplas im-pulsados por el hambre. Y de beber, ¡no se di-ga! Vinieron dos pellejos y un tonel, amén deuna barrica de aguardiente de caña. Agustín,expansivo y gozoso, contaba que el señor deCorbela le había dicho, mismo así: "Mira, quepara llevar bien un lugar como el tuyo, hay quetener mucho cuidado con la bebida, y tú eresamigo de empinar." Y que él había contestado,mismo así: "Señor mi amo, las tolerías de la

mocidá son una cosa y otra el juicio. El día demi boda será el último en que beba yo por eljarro." Menos los padres de Félise, que antes de po-nerse el sol se habían encerrado en su casa, todala aldea se refociló en la comilona. Contábaseque el padre había gritado amenazas cuandolos novios pasaban hacia la iglesia, y que laseñora Amara, cogiéndole de una manga, im-poniéndole silencio, se lo había llevado. Ante laesplendidez de la cena, se olvidó el incidente.Había montañas de cocido, jamones enteroshervidos en vino con hierbas aromáticas, pes-cados fritos a calderos, y pollos, y rosquillas, ynegro café, realzado por la "caña" traidora. Elnovio menudeaba los tragos, repitiendo su fra-se: "Es el último día que bebo por jarro." A lanovia le presentaron como cuestión de honra elbeber también. Y la pareja, ya a los postres, es-taba completamente chispa. A puñados, casi enbrazos, los fueron llevando los mozos a la nue-va casa que debían habitar. Se diría que el aire

libre les aumentaba la embriaguez. Como quiensuelta en el suelo un par de troncos, los tendie-ron en lacama. Por no encerrarlos, dejaron la puertaarrimada solamente. Los convidados se volvieron a Vilar a conti-nuar el festín. Sólo al otro día empezaron a su-surrar, siempre en voz muy queda, no se ente-rase "la justicia", que los había seguido, al ir aLuaño, una sombra negra; otros dijeron queuna mujer vestida de luto. Nadie precisó estosdatos, y hubo quien los trató de invención. Lo cierto fue que, a cosa de las dos de la no-che, se descubrió ya, por llamaradas, el fuegoque consumía la pareja y los establos, vacíos deganado aún. Comunicado el incendio a la vi-vienda, las altas llamas mordieron y se cebaronen el seco maderamen. El humo salía hacia fue-ra; pero aún cuando hubiese alguien despiertoen las casuchas más próximas, es probable queno lo viese, por taparlo la cortina del espesosoto de castaños. Los novios, asustados, sin

comprender, se irguieron en el lecho, y Silves-triña gritó; pero ya era tarde, porque una corti-na roja se alzaba ante sus espantados ojos, y elhumo la asfixiaba. La habitación era un inmen-so brasero; los chasquidos de la llama y su ron-quido pavoroso ahogaban los lamentos de losmoribundos, cuyos cuerpos aparecieron al otrodía reducidos a carbón. Y cuando le dieron a la señora Amara algunascomadres: "¿Ve? Dios castiga sin palo ni pie-dra...", ella contestó sosegadamente: -A mín, dejádeme de eso... Yo, ya sabedes queno me meto en nada... Es mi marido el que an-duvo por ahí parlando, con si Dios castiga o nocastiga... Pues si castiga Dios, nosotros, ¿quétenemos que vere? Callare...

La ganadera

No podía el cura de Penalouca dormir tran-quilo; le atormentaba no saber si cumplía su

misión de párroco y de cristiano, de procurar lasalvación de sus ovejas. Ni tampoco podría decir el señor abad si susovejas eran realmente tales ovejas o cabrasdesmandadas y hediondas. Y, reflexionandosobre el caso, inclinábase a creer que fuesencabras una parte del año y ovejas la restante. En efecto, los feligreses del señor abad no ledaban qué sentir sino en la época de las marcasvivas y los temporales recios; los meses de in-vierno duro y de huracanado otoño. Porque hade saberse que Penalouca, está colgado, a ma-nera de nidal de gaviota, sobre unos arrecifesbravíos que el Cantábrico arrulla unas veces yotras parece quererse tragar, y bajo la línea den-tellada y escueta de esos arrecifes costeros seesconde, pérfida y hambrienta de vidas huma-nas, la restinga más peligrosa de cuantas enaquel litoral temen los navegantes. En los bajíosde la Agonía -este es su siniestro nombre- vení-an cada invernada a estrellarse embarcaciones,y la playa del Socorro -ironía llamarla así- se

cubría de tristes despojos, de cadáveres y detablas rotas, y entonces, ¡ah!, entonces eracuando el párroco perdía de vista aquel inofen-sivo, sencillote rebaño de ovejuelas mansas queen tanto tiempo no le causaba la menor desa-zón (porque en Penalouca no se jugaba, los ma-trimoniosvivían en santa paz, los hijos obedecían a suspadres ciegamente, no se conocían borrachosde profesión y hasta no existían rencores nivenganzas, ni palos a la terminación de las fies-tas y romerías). El rebaño se había perdido, elrebaño no pacía ya en el prado de su pastorceloso..., y este veía a su alrededor un tropel decabras descarriadas o -mejor aún- una manadade lobos feroces, rabiosos y devorantes. Cada noche, cuando mugía el viento, lanzabala resaca su honda y fúnebre queja y las olasdesatadas batían los escollos, rompiendo enellos su franja colérica de espuma; los aldeanosde Penalouca salían de sus casas provistos defaroles, cestones, bicheros y pértigas. ¡Aquellos

farolillos! El abad los comparaba a los encendi-dos ojos de los lobos que rondan buscando pre-sa. Aquellos faroles eran el cebo que había deatraer a la cosa fatal a los navegantes extravia-dos por el temporal o la cerrazón, a pique denaufragio o náufragos ya, cuando tal vez no lesquedaba otra esperanza que el esquife, con elcual intentaban ganar la costa... Llamados porlas sirenas de la muerte a la playa fatal, apenasllegaban a la tierra, caía sobre ellos la muche-dumbre aullante, el enjambre de negros demo-nios, armados de estacas, piedras, azadas yhoces... Esto se conocía por "ir a la ganadera". Yel cura, en sus noches de insomnio y agitaciónde la conciencia, veía la escena horrible: losmíserosnáufragos, asaltados por la turba, heridos, ase-sinados, saqueados, vueltos a arrojar, desnu-dos, al mar rugiente, mientras los lobos se reti-ran a repartir su botín en sus cubiles... Los días siguientes al naufragio, todos los pe-cados que el resto del año no conocían las ove-

jas, se desataban entre la manada de lobos, har-ta de presa y de sangre. Quimeras y puñaladaspor desigualdades en el reparto; borracherasfrenéticas al apurar el contenido de las barricasarrojadas por las olas; después de la embria-guez, otro género de desmanes; en suma, lapacífica aldea convertida en cueva de bandi-dos..., hasta que los temores amainaban, elviento se recogía a sus antros profundos, el marse calmaba como una leona que ha devorado suración, y los hombres, mujeres y chiquillería dePenalouca volvían a ser el manso rebañito queen Pascua florida corría al templo a darse gol-pes de pecho y a recitar de buena fe sus oracio-nes, mientras enviaba al señor cura, como pre-sente pascual, cestones de huevos y gallinas,inofensivos quesos y cuajadas... -No es posible sufrir esto más tiempo -decidióel abad-. Hoy mismo me explico con el alcalde. El alcalde era la persona influyente, el cacique;él vendía allá, en la capital, los frutos de la ga-nadera, y estaba, según fama, achinado de di-

nero. Al oír al párroco, el alcalde se santiguó deasombro. ¿Renunciar a la ganadera? ¡Pues si eralo que desde toda la vida, padres, abuelos, bis-abuelos, venían haciendo los de Penalouca parano morirse de necesidad! ¿Bastaba la pobrelabor de la tierra para mantenerlos? Bien sabíael señor abad que no. Ni aún pan había en laaldea, a no ser por la ganadera; claro, con elfruto de la ganadera se había construido la Ca-sa de Ayuntamiento; se había reparado la igle-sia, que se caía ruinosa; se habían redimido delsorteo los mozos, los brazos útiles; se habíaconstruido el cementerio. No era posible ir co-ntra una costumbre tan antigua y tan necesaria,y ninguno de los abades anteriores habían nipensado en ello, y Penalouca era Penalouca,gracias a la ganadera... -¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer? Y el cura, al escuchar el fragor de los cordona-zos, las tempestades de otoño que vienen conlos dos frailes, sintió que aquel conflicto yadominaba su alma, que se volvía loco si tuviese

que arrostrar ante Él, que nos ve, la responsabi-lidad de haber consentido, inerte, silencioso,tantas maldades... Cierta espantosa noche de noviembre, el pá-rroco se dio cuenta de que debía de haber nau-fragio... Idas y venidas misteriosas en la aldea,sordos ruidos que salían de las casas, sombrasque se deslizaban rasando las paredes, algunaexclamación de mujer, alguna voz argentina deniño... Penalouca iba a su crimen tutelar; Pena-louca ya era la manada de lobos, con dientesagudos y fauces ardientes, hambrientas... Elpárroco se alzó de la cama temblando, se pusoaprisa un abrigo y una bufanda, descolgó elCrucifijo de su cabecera y echó a correr caminode la playa del Socorro. Cuando desembocó en ella, el cuadro se leofreció en su plenitud. La mar, tremendamenteembravecida, acababa de arrojar náufragos,sobre los cuales se encarnizaba, con guturalesgritos de triunfo, la chusma.

Al uno, después de romperle la cabeza de ungarrotazo, le habían despojado de un cinturónrelleno de oro; al otro, le desnudaban, y conuna mujer, joven aún, viva, implorante, se dis-ponían a hacer lo mismo. Arrodillada, lívida, lamujer pedía por Dios compasión... El párroco alzó el Crucifijo y se lanzó entre lasfieras. -¡Atrás! ¡Aquí está Dios! -gritó enarbolando laescultura-. ¡Dejen a esa mujer! ¡El que se muevaestá condenado! Los aldeanos retrocedieron; un momento lessubyugó la voz de su párroco, y les impuso elgran Cristo cubierto de heridas, semejante alnáufrago que yacía allí, desnudo, y ensangren-tado también. Pero el alcalde, vigilante, empe-dernido, fue el primero que desvió al cura,blandiendo el garrote, profiriendo imprecacio-nes... Y la multitud siguió el impulso y se de-fendió, ciega, en la confusión del instinto, en lafuria del desenfreno pasional...

Pocos días después salió a la orilla, con los delos náufragos, el cuerpo del párroco, que pre-sentaba varias heridas. También él había ido ala ganadera.