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I —Yo ya no creo que vuelva nunca a Bue- nos Aires. El hombre sentado junto a mí dijo estas palabras con menos tristeza que melodramatis- mo y se quedó callado unos instantes, bebien- do pensativamente de su Diet Pepsi. Se notaba que las había pensado muchas veces, que se las había dicho a sí mismo en voz alta, como cuan- do uno ha recibido una injuria o un mal modo y luego se desvela repitiendo y perfeccionando la respuesta que no supo o no tuvo valor para de- cir a tiempo. Frente a nosotros, al otro lado del muro de cristal, la nieve caía tan espesa que no era posible ver nada, y la luz declinante de las dos de la tarde era tan neutra y tan ajena a la hora del día como la de los tubos fluorescentes que iluminaban las grandes bóvedas del aero- puerto de Pittsburgh. —Se lo prometí a Mariluz, claro está, cuando los dos nos sinceramos y no tuve más remedio que contárselo todo —no me miraba ahora, tenía los ojos fijos en los torbellinos si- lenciosos de nieve, y quizás en ese gesto tam- www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... Carlota Fainberg

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I

—Yo ya no creo que vuelva nunca a Bue-nos Aires.

El hombre sentado junto a mí dijo estaspalabras con menos tristeza que melodramatis-mo y se quedó callado unos instantes, bebien-do pensativamente de su Diet Pepsi. Se notabaque las había pensado muchas veces, que se lashabía dicho a sí mismo en voz alta, como cuan-do uno ha recibido una injuria o un mal modoy luego se desvela repitiendo y perfeccionando larespuesta que no supo o no tuvo valor para de-cir a tiempo. Frente a nosotros, al otro lado delmuro de cristal, la nieve caía tan espesa que noera posible ver nada, y la luz declinante de lasdos de la tarde era tan neutra y tan ajena a lahora del día como la de los tubos fluorescentesque iluminaban las grandes bóvedas del aero-puerto de Pittsburgh.

—Se lo prometí a Mariluz, claro está,cuando los dos nos sinceramos y no tuve másremedio que contárselo todo —no me mirabaahora, tenía los ojos fijos en los torbellinos si-lenciosos de nieve, y quizás en ese gesto tam-

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bién había una parte de ligera impostura, de re-presentación—. Pero tú me comprendes, Clau-dio, el verdadero motivo no es ése. Mi mujer noes tonta, ella sabe que las ocasiones no paran depresentarse, y que un hombre, por muy buenavoluntad que tenga, es difícil, si es hombre, quepueda controlarse siempre. Es que no quiero es-tropearme el recuerdo, ¿me explico? La magiade aquellos días.

Llevaba varias horas con él y acababa dedarme cuenta de que no sabía su nombre. Melo había dicho, incluso se había apresurado adarme su tarjeta, antes de que nos sentáramosen los taburetes del falso bar inglés en la zona detránsitos del aeropuerto de Pittsburgh, pero yono presté atención, o me olvidé del nombre nadamás oírlo, y ahora me encontraba en la circuns-tancia absurda de estar recibiendo las confesio-nes sentimentales o sexuales de un desconocidoque me llamaba por mi first name y se compor-taba como si fuéramos amigos de toda la vida.As a matter of fact, como dicen aquí, nos ha-bíamos visto por primera vez hacia las oncea.m., en un puesto de prensa, o más bien él habíavisto sobresalir del bolsillo de mi gabardina unejemplar atrasado de El País Internacional, e in-mediatamente se había dirigido a mí en espa-ñol, con la seguridad absoluta, según dijo mástarde, de que éramos compatriotas.

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—Tú haz caso de lo que me dice la ex-periencia, Claudio —yo no me acordaba de sunombre, pero él manejaba ya fluidamente elmío—. Un español reconoce a otro muchoantes de oírlo hablar, nada más que viéndolela pinta. Vas por Nueva York, un ejemplo, por laQuinta Avenida, a la hora de más gentío y mástráfico, ves en un semáforo a una pareja, de es-paldas a ti, los dos con camisas y vaqueros, deunos treinta y tantos años, ella con un pocode culo, con zapatillas de deporte muy nuevas,con un jersey fino echado por los hombros, oatado a la cintura, y no sé por qué pero lo sabes,lo puedes jurar: «Esos dos son españoles». Quéle vas a hacer, tenemos esa pinta, ese look, co-mo dicen ahora.

Me disgustó que una persona tan vulgarse concediera tales prerrogativas sobre lo que élllamaba mi pinta. Si alguien así, tan cheap, pa-ra decirlo con crudeza, me identificaba tan rá-pidamente como compatriota suyo, era que talvez yo compartía, sin darme cuenta, una partede su vulgaridad, de su ruda franqueza españo-la. También debo añadir que con los años mehe acostumbrado a lo que al principio me ato-sigaba tanto, a las formalidades y reservas dela etiqueta académica norteamericana, y que yame siento incómodo, o más exactamente, em-barrassed, ante cualquier despliegue excesivo

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de simpatía, que casi nunca llega sin su contra-partida de mala educación.

Hay otra consideración que no debo elu-dir: en los viajes soy del todo incapaz de relacio-narme con los otros, apenas salgo de casa haciael aeropuerto o la estación de ferrocarril, es co-mo si me sumergiera en el agua vestido con untraje de buzo, y cualquier amenaza de conver-sación me incomoda. Pertenezco a lo que los so-ciólogos llaman aquí, con una metáfora no in-fortunada, el tipo cocoon. Aunque no esté enmi casa, bien calefactada y forrada de moquetas,por dondequiera que voy me envuelve mi ca-pullo cálido de confortable privacy. Abro conavaricia cualquiera de los libros o los journalsque he escogido para el viaje, o recurro, si tengomucho trabajo, a algún paper urgente, a mi pe-queño ordenador, mi imprescindible lap top,me pongo las gafas de cerca, las que llevan unaoportuna cadenita para evitar su pérdida, guar-do las otras en su funda y en el bolsillo interiorde mi chaqueta, y por lo que a mí respecta, aun-que me encuentre en un aeropuerto populoso,igualmente podía estar en mi despacho del de-partamento, en una de esas tardes de final de se-mestre en que ya apenas quedan estudiantes yreina en las aulas, en los patios alfombrados decésped y en los corredores, un silencio de verdadclaustral.

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Cuando aquel hombre me interpeló, se-ñalando el periódico en papel biblia que sobre-salía de mi bolsillo, mi primer impulso fue ocul-tarlo, y el segundo fingir que no comprendíasu idioma, pero estaba claro que era demasiadotarde para escabullirse sin indignidad de aque-lla situación. Muy incómodo, aunque sonriendo,le dije que sí, que era español, y esa coinciden-cia le hizo calurosamente suponer que habríaotras, y que yo también estaría esperando quefuera anunciado el vuelo de United Airlines ha-cia Miami. Contesté que no, si bien no le dijeel vuelo que yo esperaba, pero dio igual, por-que él, ajeno a esas barreras invisibles peroterminantes que ciertos silencios levantan enAmérica, me preguntó cuál era el mío, y yo notuve en aquel momento la entereza de negarleesa información con una muestra adecuada dereserva anglosaxon. El avión que yo debería ha-ber tomado varias horas antes volaría, si algunavez amainaba la tormenta de nieve, a BuenosAires, y fue al pronunciar ese nombre cuandosin yo saberlo estuve perdido del todo. Resultóque mi compatriota conocía esa ciudad, dijo,«como la palma de su mano», palma que ahoradecididamente me tendió, más bien volcada ha-cia abajo, en una especie de dinámica horizon-tal que anunciaba un apretón de vehemencia te-mible y del todo innecesaria, según tenían por

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costumbre hace años los ejecutivos y los jefesde ventas españoles.

Previendo horas de calma y de lectura,yo me había resignado sin dificultad al contra-tiempo del blizzard, que según los mapas delos meteorólogos y las amenazantes imágenestransmitidas vía satélite borraba bajo una lentaespiral todo el nordeste de los Estados Unidos.Ya nevaba muy fuerte cuando viajé a Pittsburgh,siendo aún noche cerrada, en un tren rápido,confortable y casi vacío desde la estación deHumbert, Pensilvania, que está muy cerca (almenos en términos norteamericanos) del Hum-bert College, donde yo he venido labrándomeen los últimos años una posición decorosa, aun-que todavía insegura, como associate professor.Podía haber pedido a un compañero del depar-tamento o a un estudiante que me diera un ridehasta la estación: preferí llevar mi coche y de-jarlo en el estacionamiento subterráneo próxi-mo a ella, evitando así la circunstancia siemprealgo unpleasant de pedir un favor. (En Amé-rica hay una frontera muy precisa, pero tam-bién invisible para el no iniciado, entre los favo-res que pueden pedirse y los que no, y un pasoinoportuno al otro lado de ella puede traer con-sigo desagradables consecuencias, un enturbiar-se repentino de la superficie tan afable de lascosas, un matiz elusivo en las miradas y las son-

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risas, hasta ese momento tan francas, que unorecibía.)

Aún no había aceptado la posibilidadde que el mal tiempo me obligara a cancelarun viaje tan deseado, y de tanta relevancia pro-fesional para mí, en aquellos momentos de-cisivos, pero tortuosos, de mi carrera acadé-mica. Pero esa madrugada, antes de llegar alaeropuerto, los weather forecast de la radio yase mostraban, como de costumbre en este país,infalibles. Empezó a nevar, tal como estaba anun-ciado, a las siete en punto de la mañana. En losprimeros tiempos de mi vida en América yodesdeñaba la exactitud de esas predicciones conla típica incredulidad española, lo cual más deuna vez estuvo a punto de costarme un disgus-to, porque con un temporal de nieve a escalaamericana no caben frívolas improvisacionesespañolas. El asombro y el pavor ante la escaladel espacio y el poderío temible de la natura-leza son la primera lección que aprende el eu-ropeo recién llegado a un continente tan des-comunal.

Ahora estaba seguro de que el blizzardiba a ser de los que hacen época. En el mo-mento del check in me palpitaba ligeramenteel corazón. Me daba cuenta de que no podríasoportar que me anularan el viaje, que mi ima-ginación no aceptaba la expectativa del regreso

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a la estación acogedora, pero depresiva, de Hum-bert, al estacionamiento (qué horror que en Es-paña se haya generalizado la palabra «parking»),al olor de la calefacción de mi coche, a los patiosvacíos y cubiertos de nieve del Humbert Colle-ge, a mi casita de Humbert Lane, en la que al-gunas veces me encierro, el viernes a medio-día, terminada la última clase de la semana, conla certeza absoluta de que no hablaré con nadiehasta el lunes siguiente. Qué ancho se vuelve eltiempo entonces, acogedor y a la vez abismal,tan ligeramente opresivo como la calefacción,como el perfecto aislamiento de las casas contrael frío exterior, contra la oscuridad de esas no-ches en las que no se ve a nadie en toda la longi-tud de Humbert Lane. Las únicas huellas depresencia humana son los faros de algún cocheque pasa, ni siquiera el ruido del motor, porqueel hermetismo de los cristales y los ajustes de lasventanas lo borra.

La amable chica del desk, sin embargo,me ofreció una sólida esperanza: según las úl-timas observaciones la tormenta cedería en al-gún momento de las próximas horas, antes dearreciar de verdad, lo cual iba a permitir el des-pegue de un cierto número de aviones, entre loscuales, me aseguró la chica con una sonrisa nopor profesional menos alentadora, se encontrabasin la menor duda el mío.

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Me constaba que en la conferencia deBuenos Aires mi paper sobre el soneto BlindPew, uno, para mi gusto, de los más excelsos deBorges, era esperado no sin cierto suspense.A una indudable satisfacción profesional, miinstinto latino superponía la avidez, sólo a me-dias reconocida, por encontrarme en una ciudadcon calles y aceras en las que la gente caminara,por bares y cafés llenos de ruido de vasos y deconversaciones (aunque también, infortunada-mente, de humo de tabaco). Ya imaginaba untibio otoño austral que resarciera o al menos meconsolara del despiadado invierno de Pensilva-nia, que no sólo había batido todos los récordsdel siglo en cuanto a su crudeza, sino que tam-bién amenazaba con sobrepasarlos en su dura-ción. No soy hombre al que le venga grande lasoledad ni que se deje abatir por la monotoníainvernal del Humbert College, que otros hanencontrado insoportable. Pero aquel spring se-mester (aunque aquí la palabra spring es sobretodo un involuntario sarcasmo) se me hizo elmás largo de mi ya prolongada experiencia enAmérica, así que cuando recibí la carta, conmembrete de la Universidad Nacional San Mar-tín, en la que se me confirmaba la invitación ala Conference sobre Borges, no exagero si digo,con oportuno casticismo, que vi el cielo abier-to. Rápidamente puse bajo asedio benévolo,

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aunque insistente, a Morini, el chairman deldepartamento, hasta conseguir un go ahead, nopor oficioso menos significativo para mí: en fe-chas cercanas se dirimía mi ascenso a la condi-ción soñada de full professor, y cualquier méri-to que pudiera añadir a mi currículum cobrabauna importancia, nunca mejor dicho, decisiva.

Morini, que tiene la ventaja de ser lati-noamericano, logró con su inveterada destre-za administrativa que el departamento me cos-teara el fare del viaje (del hotel y la estancia seocupaba la parte bonaerense). Me despidió ca-lurosamente en su despacho, con un afecto queauguraba las mejores perspectivas para mí, pe-ro no se privó de lanzarme una de sus pullas,que a lo largo de los años yo ya me he acos-tumbrado a no tomarle en consideración:

—Espero que al llegar al Cono Sur nose despierte tu sangre de conquistador espa-ñol, y te entren ganas de ultimar a algunos in-dios.

Cosas de Morini. Otro descubrimientodel español en América es que ha de cargar re-signadamente sobre sus hombros con todo elpeso intacto de la Leyenda Negra. Pero lo im-portante para mí era que iba a leer mi paper enBuenos Aires, y que el apretón de manos, inu-sualmente warm, con que Morini se despidióde mí podía ser interpretado como un buen au-

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gurio para mi porvenir. En Buenos Aires, ade-más, estaría en las fechas de mi visita, por una fe-liz casualidad, mi amigo y colega Mario Said, alque llevaba sin ver ya varios años, desde que porfalta de paciencia o exceso de nostalgia volvióa la Argentina abandonando en Estados Unidosuna carrera académica tal vez menos brillantede lo que su talento habría podido augurar.

En la vida los grandes cataclismos de fe-licidad o de desgracia son mucho menos fre-cuentes de lo que sugieren las novelas y el cine.Según mi experiencia (tampoco demasiado am-plia, me apresuro a matizar), cuentan muchomás en la biografía de cualquiera esos pequeñosdisappointments que malogran las ocasiones desatisfacción no demasiado espectaculares, perosí muy modestas, y por lo tanto muy sólidas,que suelen presentársenos a casi todos nosotros.En el aeropuerto de Pittsburgh, cuando me vimás o menos arrastrado por un compatriotainoportuno a tomar un café, «o algo más», se-gún él dijo, en un sospechoso oak bar donde yaestaban instalados, o apalancados, como se diceahora en España, dos gordos tristes y ostensible-mente redneck bebiendo cerveza, me di cuentade todo lo que había esperado disfrutar de lalectura y de la simple expectativa del viaje en lashoras que faltaban para que saliera mi vuelo,y de la desconsideración con que aquel hom-

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bre me había arrebatado una parte del tiempoque me pertenecía, y que ya no iba nunca a ser-me devuelto.

Furioso en secreto, expoliado de unashoras irrepetibles de mi vida, acepté que me in-vitara a algo, no a una cerveza, desde luego,sino a un prudente milk shake. Moví la cabezaafirmativamente mientras él me hablaba y son-reí mirándolo sin fijeza y sin atenderlo, aunqueinclinándome hacia él, de esa manera en que to-dos sonreímos y decimos que sí con la cabezaen los parties. Así que, aunque acepté su tarjetay la leí antes de guardarla y oí su nombre cuan-do me apretó con tanta fuerza la mano, no lle-gué a enterarme de cómo se llamaba, o me en-teré y se me olvidó, o ni siquiera eso, las sílabasdel nombre que sonaron en mi oído no llega-ron a alcanzar esa zona de la corteza cerebraldonde se interpretan (descodifican más bien)las percepciones auditivas. Yo creo que sólo em-pecé a hacerle algo de caso o me lo tomé másen serio un poco después, cuando se quedócallado frente al ventanal donde arreciaba laventisca y dijo algo que sin él saberlo sugeríauna curiosa intertextuality con mi soneto deBorges:

—Pero da igual que yo no vuelva a Bue-nos Aires, es como si hubiera un tesoro espe-rándome siempre.

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