Entrevista a Marcelo Simonetti

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1 POR MATÍAS CLARO Y FRANCISCO GALLEGOS E n una fotografía de Sergio La- rraín, una bandada de pájaros comienza a emprender el vue- lo. Mejor dicho, es obligada a hacerlo. Tal vez no sea así, pero la sensa- ción que da la fotografía es esa: que al- guien o algo un niño corriendo con los brazos abiertos, el rompimiento de una ola en las rocas, un ruido sorpresivo- obligó a que los pájaros, repentinamente, dejaran de tocar el suelo. A comienzos de este año, las fotografías de Larraín adquirieron un sentido más profundo, melancólico incluso. El fotógra- fo, que había alcanzado fama mundial en los años sesenta, y que sin razón aparente había desaparecido de la escena artística a finales de esa década para dedicarse a la vida meditativa en Ovalle, moría a los ochentaiún años. El 7 de febrero de 2012, Sergio Larraín dejaba de tocar el suelo. Durante más de cuarenta años, la figura de Larraín fue cubierta por la niebla espe- sa del mito. Algunos decidieron enfrentar- la y se embarcaron hasta Tulahuén para, por ejemplo, participar de sus clases de yoga. Otros, en cambio, experimentaron al artista de una forma más contemplativa. Entre estos últimos se encuentra el perio- dista y escritor Marcelo Simonetti. En esta entrevista, llevada a cabo en la plaza Pedro de Valdivia, Simonetti nos habló sobre sus lecturas iniciales, los li- bros y autores primordiales y, cómo no, sobre Sergio Larraín. Aunque declara no haberlo conocido en persona, pensó en él mientras escribía El fotógrafo de Dios. En esta novela, Simonetti quiso ampliar aún más el mito, al punto de corresponderlo con su propia vida. En un cuento de Borges, “El acerca- miento a Almotásim”, el protagonista in- tenta encontrar a un ser místico, de quien se dice procede toda claridad. En su búsqueda, sin embargo, descubre que to- dos quienes lo conocieron tienen una par- te de esa claridad: reconoce a Almotásim en la huella que dejó en ellos. Hay algo de eso en Marcelo Simonetti. Sin conocer a Larraín, lo descubrió en el mito literario, en la ficción. Y en esta entrevista deja en claro que la literatura es, también, una forma de dejar de tocar el suelo. SIMONETTI, EL LECTOR - ¿Quién te enseñó a leer? - Me cuesta recordar quién me enseñó a leer. Me imagino que fue mi madre, que 1

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Entrevista al escritor chileno Marcelo Simonetti (Valparaíso, 1966) en el sitio web Ojoseco.cl. Por Matías Claro y Francisco Gallegos.

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POR MATÍAS CLARO Y FRANCISCO GALLEGOS

E n una fotografía de Sergio La-rraín, una bandada de pájaros comienza a emprender el vue-lo. Mejor dicho, es obligada a

hacerlo. Tal vez no sea así, pero la sensa-ción que da la fotografía es esa: que al-guien o algo –un niño corriendo con los brazos abiertos, el rompimiento de una ola en las rocas, un ruido sorpresivo- obligó a que los pájaros, repentinamente, dejaran de tocar el suelo.

A comienzos de este año, las fotografías de Larraín adquirieron un sentido más profundo, melancólico incluso. El fotógra-fo, que había alcanzado fama mundial en los años sesenta, y que sin razón aparente había desaparecido de la escena artística a finales de esa década para dedicarse a la vida meditativa en Ovalle, moría a los ochentaiún años. El 7 de febrero de 2012, Sergio Larraín dejaba de tocar el suelo.

Durante más de cuarenta años, la figura de Larraín fue cubierta por la niebla espe-sa del mito. Algunos decidieron enfrentar-la y se embarcaron hasta Tulahuén para, por ejemplo, participar de sus clases de yoga. Otros, en cambio, experimentaron al artista de una forma más contemplativa. Entre estos últimos se encuentra el perio-dista y escritor Marcelo Simonetti.

En esta entrevista, llevada a cabo en la plaza Pedro de Valdivia, Simonetti nos habló sobre sus lecturas iniciales, los li-bros y autores primordiales y, cómo no, sobre Sergio Larraín. Aunque declara no haberlo conocido en persona, pensó en él mientras escribía El fotógrafo de Dios. En esta novela, Simonetti quiso ampliar aún más el mito, al punto de corresponderlo con su propia vida.

En un cuento de Borges, “El acerca-miento a Almotásim”, el protagonista in-tenta encontrar a un ser místico, de quien se dice procede toda claridad. En su búsqueda, sin embargo, descubre que to-dos quienes lo conocieron tienen una par-te de esa claridad: reconoce a Almotásim en la huella que dejó en ellos. Hay algo de eso en Marcelo Simonetti. Sin conocer a Larraín, lo descubrió en el mito literario, en la ficción. Y en esta entrevista deja en claro que la literatura es, también, una forma de dejar de tocar el suelo.

SIMONETTI, EL LECTOR

- ¿Quién te enseñó a leer?

- Me cuesta recordar quién me enseñó a leer. Me imagino que fue mi madre, que

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era la que pasaba más tiempo con noso-tros, porque mi papá trabajaba. Lo que sí tengo en la memoria, ahora que me hacen la pregunta, es el hábito. Yo trataba de leer los letreros callejeros; es lo primero que recuerdo: juntar las sílabas para entender qué era lo que decían esos letreros calleje-ros o los titulares de los diarios. Pero no recuerdo demasiado bien quién fue. Tengo el recuerdo de mi madre enseñándome las sílabas, eso sí. Mi padre también tuvo cierta incidencia, porque me llevaba las revistas Estadio y Barrabases. Diría que, en alguna medida, yo me enamoré y me comenzó a seducir la lectura, leyendo fun-damentalmente la revista Estadio y Barra-bases. Lo otro que leía -es raro- era la página hípica, ahora que lo recuerdo. Ven-ían los resultados de la hípica y, debajo de los resultados, había un resumen de cómo se desarrollaban las carreras. Qué ganas de haber conocido al tipo que escribía esos resúmenes, porque eran muy atractivos. El tipo los contaba de tal manera -a mí me parecían demasiado atractivos a esa edad- que tú te transportabas a la carrera y, prácticamente, la veías en el relato de este señor, un relato de cinco o seis líneas. Esos fueron mis comienzos en la lectura.

- ¿Qué escritores marcaron tus primeras lecturas?

- Fundamentalmente (Julio) Cortá-zar. Los cuentos de Cortázar generaron un cambio en mi condición de lector; el hecho de poder entrar en un mundo, a ra-tos, ajeno a la lógica de la realidad. El sor-prenderte, a veces, instalado en esa casa tomada del cuento del mismo nombre, de Cortázar, o en ese sillón donde el lector de “Continuidad de los parques” leía esa novela. Eso me maravilló: el acto de trans-portación que te provocaba la lectura. En un momento estabas sentado en este ban-co, leyendo un libro y, a los dos o tres mi-nutos después, estabas en otro mundo, el mundo que te proponía la historia que es-tabas leyendo. Eso comenzó a cambiar mi

perspectiva del hábito de leer y, en esa línea, obviamente Cortázar fue un escri-tor importante.

Otro escritor que conocí tardíamente fue Juan Carlos Onetti. Leí sus cuentos completos y me maravillaron. No sólo esa atmósfera bastante gris que tienen sus cuentos, sino la forma en que él te va me-tiendo dentro de las historias. Son cuentos un poco depresivos en donde él consigue rescatar parte de la condición humana más edificante. Ahí hay un autor que he leído con cierta fruición.

- ¿Qué buscas en los libros que le-es?

- Me gusta la ilusión de que estoy descu-briendo autores. Autores que, a lo mejor, todo el mundo conoce. Pero me gusta, cuando los encuentro por primera vez, el ejercicio, por ejemplo, de ir a una librería y abrir un libro. Y, si me engancho con la primera página, comprar el libro y después tratar de comprar otros libros de ese autor. Creo que es bien saludable. Además, soy desordenado para leer. Leo varios libros a la vez. Es un decir que leo varios libros a la vez, porque a veces comienzo uno, paso al otro y ese libro queda olvidado y lo retomo en tres o cuatro meses más. Soy un lector promiscuo: me cambio constantemente de libro y me gusta así, porque depende de cómo amanezca. Hay libros que me sedu-cen más que otros. Claro, de repente, cuando quieres hablar de ese libro, se te entremezclan las historias y probablemen-

“L os cuentos de Cortázar genera-ron un cambio

en mi condición de lector: el hecho de poder entrar en un mundo a ratos aje-nos a la lógica de la reali-dad”.

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te no es muy productivo. Pero, como des-cubrimiento, dejándote llevar por el ins-tinto lector, a mí me hace bien esto de ir cambiando de lectura.

- ¿Hubo algún escritor que cam-biara tu forma de ver la literatura?

- Me habían hablado mucho de (Raymond) Carver, que era la nueva escritura, la nueva forma de escribir cuen-tos y comencé a leer a Carver. Recuerdo haber leído Tres rosas amarillas, pre-cisamente ese cuento que habla de los últi-mos días de (Antón) Chejóv, y no haber-le encontrado ninguna gracia a Carver. Leí, de hecho, un par de cuentos más y yo decía “qué tanto con este tipo, si en sus cuentos no pasa nada, absolutamente na-da”. Leí, después, sobre la forma de traba-jar los cuentos que tiene Carver. Y des-cubrí esta idea de que aquello que es más importante en el cuento, Carver nunca lo cuenta -o lo cuenta muy sutilmente-. Y, en función de esa lógica, los cuentos de él me

parecieron maravillosos. Me reconcilié con él, porque claro, yo esperaba que el cuento o la historia que quería leer me la contara él, pero en muchos casos esa historia no está contada y es la que el lector tiene que descubrir. Esa transformación del lector -de un lector que ve al autor como una

geisha que tiene que ofrecer todo, dar todo en bandeja, a pasar a ver la condición del lector como una suerte de coautoría- me pareció también un cambio significativo en mi condición de lector. Y ahí también volví a leer a Chejóv con más ganas y a una serie de autores que, en realidad, les tenía distancia porque los estaba leyendo con una lógica distinta, y esos libros que dejé de lado, los retomé de nuevo y me han gustado mucho.

SIMONETTI, EL ESCRITOR

- ¿Qué autores influyeron en tu decisión de ser escritor?

- Cortázar, por un lado. Los cuentos de Horacio Quiroga y (Joge Luis) Bor-ges también. Borges es otro autor con el que también me pasó algo parecido a Car-ver. Lo leí de manera más seria en los pri-meros años de la universidad y, como eran años bien especiales los que a mí me tocó estar en la universidad –en la década de los 80, con las protestas a full-, siempre estaba esta crítica que Borges no escribía con el corazón sino que con la razón. Y eso, jóvenes y apasionados, nos causaba cierta distancia. En ese sentido, a la hora de elegir, en la universidad optábamos por Cortázar más que por Borges. Pero, con el tiempo, también me reconcilié con él a partir de un cuento que para mí también fue fundamental: “El aleph”. Al ver cómo el autor conseguía meter el mundo y toda la humanidad dentro de una esfera que encuentra debajo de un peldaño de la es-cala, me dije “¿cómo lo hizo?”. Entonces esas cosas a mí me fueron ganando, por un lado, para la lectura y también para el te-ma de escribir: la posibilidad de alterar un poco la realidad que te toca vivir, valga la redundancia. El plantear nuevas lógicas o lógicas distintas. O universos distintos.

“L a transforma-ción de lector -de uno que ve al

autor como una geisha que tiene que ofrecer todo a pasar a ver la condición del lector como una suerte de coautoría- me pareció también un cambio signi-ficativo en mi condición de lector”.

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- ¿Cómo nació la idea de escribir una novela inspirada en Sergio La-rraín?

- Con El fotógrafo de Dios tuve la posibilidad de hacer una novela realista y, quizás, haber ido a buscarlo y haberlo en-trevistado. Cuando estaba en la revista El Sábado tuve la oportunidad de hacer un reportaje. Me acuerdo que, en esa ocasión, podía ir a Ovalle -a Tulahuén, más precisa-mente- a participar en uno de los talleres de yoga y meditación que él hacía. Pero el tema es que uno podía ir, pero debía ir su-brepticiamente, sin decir que era periodis-

ta. Entonces, me parecía que era un poqui-to tramposo hacer un artículo, medio infil-trado, para hablar de Sergio Larraín. Y no fui en aquella oportunidad.

Después, cuando comencé a trabajar en la novela, en algún momento me planteé la posibilidad de ir a su encuentro, conocerlo finalmente, pero preferí quedarme con el mito, ante la posibilidad de que el mito se viniera abajo en el encuentro con él. Y tra-bajé en función del mito de Larraín más que en el personaje de carne y hueso, fun-damentalmente, porque me llamó la aten-ción este acto de Sergio Larraín, que es-tando en la cúspide de su carrera como fotógrafo, lo abandonó todo para irse a vi-vir como un ermitaño a este pueblito per-dido al interior de Ovalle.

Me interesaba saber por qué pasaba eso

y, a través del ejercicio de la escritura de la novela, traté de vislumbrar posibles expli-caciones a ese acto: por qué un hombre que lo tiene todo, que ha consagrado su vida a la fotografía, de la noche a la maña-na decide irse y bajarse del mundo para ir a vivir a este pueblito perdido al interior de Ovalle. Entonces, había una serie de particularidades en el personaje que lo hacían atractivo para llevarlo a la novela. Pero la novela no aspira a ser un docu-mento realista de lo que fue la vida de Ser-gio Larraín. Sí me interesaba mezclar el mito con el mundo real, esta suerte de mezcla entre ficción y realidad, a objeto de que cuando el lector termina de leer la no-vela no sepa bien si esto pasó o no pasó.

- ¿Cómo enfrentaste el dilema en-tre mito y realidad en El fotógrafo de Dios?

- Cuando tú escuchas una buena histo-ria, ¿qué tanto pesa que esa buena historia sea una historia de ficción o sea una histo-ria real? ¿Cambia en algo eso que tú aca-bas de leer que fue una buena historia? Yo tiendo a creer que no cambia demasiado, porque una historia en sí misma no se jue-ga su valor en la cercanía que tenga con la realidad, una buena historia en sí misma se valida por elementos que no son con-trastables con la realidad. Y, en esa línea, yo también fundamento un poco por qué me quedé con el mito de Larraín más que con el personaje de carne y hueso: el mito me ofrecía ciertas características o ciertas particularidades que construían una buena historia finalmente.

Yo, personalmente, no soy un escritor realista, me gusta deconstruir la realidad, tomar la realidad como pretexto. Pero, a partir de eso, establecer una suerte de nue-vo orden, porque muchas veces no tiene demasiada lógica. A mí, lo que me inter-esa, es que luego de leer las historias que yo escribo la gente diga “y esto, ¿pudo pa-sar?”. La historia, a lo mejor, es un poco disparatada. Pero, por ahí, es cierta.

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“M e llamó la atención este acto de Ser-

gio Larraín, que estando en la cúspide de su carre-ra como fotógrafo, lo abandonó todo para irse a vivir como un ermitaño a este pueblito perdido”.

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