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Yo era muy jovencito, pero presentía que el arte era el último recurso, cuando todas las libertades han sido suprimidas. Maurice Durozier: Parole d’acteur. J unio, 1954. Tengo diez años. La edad de la Revolución. El imperio ataca al pequeño país que arrebata a la codicia de la United Fruit Company y de la oligarquía criolla, la riqueza y la soberanía del país. Pronto comenzará la tétrica noche de los generales. Diez años de justicia y dig- nidad pisoteados por la traición de quienes debie- ron defender a la patria. La vida continuó, y la esperanza, resistiendo. El alma del país, sus artistas, obstinados en la tarea de educar, denunciando el crimen y la traición. La indignación del país se hace escuchar en la voz de Miguel Ángel Asturias. Weekend en Guate- mala expresa la esperanza que se revela profética en Torotumbo: la insurrección del campesinado indígena devolviendo al país lo que 1944 anun- ció. De ese sueño insurreccional Manuel José Arce hará una adaptación teatral, en el momento en que las guerrillas fortalecen sus filas con el aporte humano de los más pobres entre los pobres, los Hombres de maíz. Por esa época Pas- cual Abah, de Manuel Galich, puesta en escena por Rubén Morales Monroy, precisa esa toma de conciencia del indígena y el origen perverso del racismo dominante y explotador. Rubén Mora- les Monroy ha hecho suya la causa del teatro guatemalteco, al comprender la necesidad que tiene el país de identificarse con sus propios valo- res, con sus propias imágenes. Es precisamente su puesta en escena de El tren amarillo, de Galich, en los años 60, en un Conservatorio Nacional repleto con muchos espectadores de pie, en el fervor de la visión de lo que fue la traición de 1954, la que me hizo sentir que hay necesariamente algo de subversivo en el arte. Y que el teatro cristalizaba esa condición subversiva con su poder de catar- sis, de síntesis y de emoción inmediata. El poder revolucionario nacido en octubre de 1944 ayudó al movimiento ascendente de todas las manifestaciones del arte, y a los grupos de tea- tro nacidos en esa primavera de la libertad. Existe un real proyecto de sociedad en el que la educa- ción toma su lugar y los jóvenes que forman esos grupos van a crear un movimiento que parece inspirado en el trabajo de producción teatral de Federico García Lorca. Y las piezas nacionales o extranjeras aspiran a divertir y a educar. Educar para formar un público exigente y conocedor: un teatro que no entretiene, no vehicula eficazmente un mensaje, por noble que éste sea; un teatro que no educa, falta a su misión, que es ética por esencia. Estado Carlos Obregón

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Yo era muy jovencito, pero presentía que el arte era el último recurso,cuando todas las libertades han sido suprimidas.Maurice Durozier: Parole d’acteur.

Junio, 1954. Tengo diez años. La edad de la Revolución. El imperio ataca al pequeño país que arrebata a la codicia de la United Fruit

Company y de la oligarquía criolla, la riqueza y la soberanía del país. Pronto comenzará la tétrica noche de los generales. Diez años de justicia y dig-nidad pisoteados por la traición de quienes debie-ron defender a la patria.

La vida continuó, y la esperanza, resistiendo. El alma del país, sus artistas, obstinados en la tarea de educar, denunciando el crimen y la traición.

La indignación del país se hace escuchar en la voz de Miguel Ángel Asturias. Weekend en Guate-mala expresa la esperanza que se revela profética en Torotumbo: la insurrección del campesinado indígena devolviendo al país lo que 1944 anun-ció. De ese sueño insurreccional Manuel José Arce hará una adaptación teatral, en el momento en que las guerrillas fortalecen sus filas con el aporte humano de los más pobres entre los pobres, los Hombres de maíz. Por esa época Pas-cual Abah, de Manuel Galich, puesta en escena por Rubén Morales Monroy, precisa esa toma de conciencia del indígena y el origen perverso del racismo dominante y explotador. Rubén Mora-les Monroy ha hecho suya la causa del teatro

guatemalteco, al comprender la necesidad que tiene el país de identificarse con sus propios valo-res, con sus propias imágenes. Es precisamente su puesta en escena de El tren amarillo, de Galich, en los años 60, en un Conservatorio Nacional repleto con muchos espectadores de pie, en el fervor de la visión de lo que fue la traición de 1954, la que me hizo sentir que hay necesariamente algo de subversivo en el arte. Y que el teatro cristalizaba esa condición subversiva con su poder de catar-sis, de síntesis y de emoción inmediata.

El poder revolucionario nacido en octubre de 1944 ayudó al movimiento ascendente de todas las manifestaciones del arte, y a los grupos de tea-tro nacidos en esa primavera de la libertad. Existe un real proyecto de sociedad en el que la educa-ción toma su lugar y los jóvenes que forman esos grupos van a crear un movimiento que parece inspirado en el trabajo de producción teatral de Federico García Lorca. Y las piezas nacionales o extranjeras aspiran a divertir y a educar. Educar para formar un público exigente y conocedor: un teatro que no entretiene, no vehicula eficazmente un mensaje, por noble que éste sea; un teatro que no educa, falta a su misión, que es ética por esencia.

Estado de sitioCarlos Obregón

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El entusiasmo de los años 1944-1954 no murió bajo las sucesivas dictaduras militares que se ins-talaron a partir de 1954. El Estado guatemalteco está militarizado desde la Conquista. Los usurpa-dores de la tierra asumieron la violencia con la que los conquistadores despojaron a los indios. Así, a principios de los años 60, al inicio de mis pasos en la vida teatral del país, esa violencia del estado me provocará el sentimiento de que el país vive bajo un Estado de Sitio permanente. Con frecuencia el ejército rompe el ficticio orden constitucional para “defender la democracia”. Y a medida que el pueblo se rebelaba, la brutali-dad de la represión hacía del terror una táctica contra-insurreccional.

Es con la certeza de ser subversivos que mucha gente de teatro asumió su responsabili-dad, desafiando amenazas, persecuciones, exilio, asesinatos. Y nuestro teatro ha pagado el precio de comprometerse con el arte, con la vida. La bar-barie de la violencia estatal lo dinamitó. El geno-cidio, la tierra arrasada, se inscribieron en los escenarios de los hacinados barrios populares, en las obras creadas en las ciudades del interior del país, en la desesperada resistencia de los grupos estudiantiles. La derrota del movimiento popular

significó períodos de silencio, de exilio interior, de penetración inevitable de un teatro defini-tivamente intrascendente que se revuelca en la vulgaridad y en la frivolidad. Teatro cómplice, de humor dudoso, para consumo de los que quieren hacer de la amnesia colectiva la forma sublimada de la sumisión.

Hace diecisiete años se firmaron los Acuer-dos de Paz. Dentro de ocho años se celebrará el segundo centenario de la mal llamada Inde-pendencia Nacional. Guatemala sigue siendo el reino del latifundio, una sociedad feudal desde sus cimientos. Y los ideólogos del reino preten-den que se puede llegar a la paz sin pasar por la justicia. El Estado y sus aparatos represivos operan en nombre de la ley del más fuerte. La soberanía nacional y la soberanía popular, indi-sociables puntos de partida hacia la justicia, sufren la misma guerra que impusieron los con-quistadores. Es dentro de esa violencia, en esa solapada guerra, taimada, hipócrita, que el teatro guatemalteco deberá asumir el reto de servir a la sociedad. Como lo soñaron los antiguos maes-tros, decir la palabra de la comunidad. Hacer cada vez más suyo el ideal de la fraternidad entre los pueblos de nuestra patria. m

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