5. MECANISMOS DE PARTICIPACIÓN

La Constitución de 1967 como la de 1979 y la de 1998 pretendieron instaurar primero y perfeccionar después, en su orden, el sistema y régimen de partidos, con sus correlatos legales, orgánicos y electorales, en un intento, principalmente formal, de responder esquemáticamente a los postulados indiscutidos del diseño democrático liberal que privilegiaba –y privilegia- el papel monopólico de los partidos en el ejercicio de la representación democrática.

Desde el punto de vista formal, el monopolio partidista en el Ecuador se inició a partir de las normas de la Constitución de 1967, las mismas que establecían que solamente los partidos políticos podían presentar candidaturas a las elecciones pluripersonales, pero se fortaleció considerablemente mediante la Constitución de 1978-79.

Esta normativa, de rango constitucional, ubicó en la cúspide al sistema de representación sustentado en la mediación de los partidos políticos.

Para fortalecer la autoridad del ejecutivo y debilitar al Congreso, como ente sintetizador de la representación democrática, se impulsó la revisión constitucional del sistema que se había empezado a descomponer mediante las constantes “pugnas de poderes”, que escondían conflictos de intereses parciales, ajenos a los intereses nacionales.

Por ello, se convocó a la consulta popular de 1986, que abría la posibilidad de la reforma en beneficio de la participación directa de los independientes en las elecciones, es decir sin la mediación de los partidos políticos, la misma que obtuvo un resultado adverso que se explica principalmente por la necesidad popular de expresar su rechazo al gobierno convocante, antes que a la propuesta en sí.

Salvo excepciones de las organizaciones políticas de izquierda, en muchos casos, los partidos políticos no sólo se constituyeron en empresas de acción electoral, representativa de intereses grupales, con prácticas clientelares, caudillistas y/o familiares, hábiles aplicadores de costosas estrategias publicitarias que privilegian las imposiciones del marketing antes que las necesidades sociales.

Algunos movimientos políticos –con pretensiones de convertirse en partidos- que, en definitiva, en buena medida, aparecieron como nuevas ediciones “de bolsillo” de los partidos políticos, aspirando, además, a beneficiarse de la posición anti partidaria, predominante en la conciencia popular.

Los partidos políticos representativos de la élites beneficiarias del poder público, se convirtieron en verdaderas maquinarias electorales que privilegiaron el objetivo de ganar las elecciones sobre la representación de los intereses mayoritarios.

En la realidad, la práctica se divorció de los principios y de la ideología formal. La capacitación y la difusión ideológica, así como la organización de la sociedad en función de la participación política, fueron relegados a un plano último o, en el mejor de los casos, supeditados a la eficacia en la competencia electoral.

Este proceso de separación de los partidos –convertidos en maquinarias electorales- con respecto a la sociedad civil y sus intereses, debe entenderse, además, en relación directa con la importancia que asumen las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.

Y con los enormes flujos de recursos económicos privados que se inyectaban en las campañas electorales, para afianzar estrategias dependientes de los medios de comunicación modernos.

El marketing político, es decir la capacidad de vender candidatos como productos en el mercado electoral, centralizó el funcionamiento de los partidos y movimientos políticos.

La habilidad para captar, mediante encuestas, las preferencias electorales de la ciudadanía, sustituyó a la real identificación de los candidatos con los intereses sociales, bastando que la propaganda presentara técnicamente dicha identificación, sin que importe, en la realidad, los verdaderos intereses que los candidatos perseguían.

En esta línea, la propaganda televisiva adquiere una importancia extraordinaria pues, diseñada con calidad técnica y repetida profusamente, sirve, de manera eficaz para vender adecuadamente el producto que se ofrece al mercado electoral.

Con relación a esta visión crítica de la actuación de los partidos políticos y de la repercusión que ello tiene sobre la democracia representativa, vale la pena citar algunas reflexiones del prestigioso jurista norteamericano Ronald Dworkin, formuladas al analizar las campañas electorales en Estados Unidos, en buena medida íconos para las campañas ecuatorianas.

Acusa Dworkin: “Sabemos que el dinero es la maldición de nuestra política. Los candidatos y los partidos colectan sumas enormes para financiar sus diferentes campañas electorales, y esta práctica corrompe la política y el gobierno por muchas y perfectamente identificables razones.

Los políticos dedican de una forma grotesca más esfuerzos a recaudar dinero que a reflexionar sobre políticas o principios”, señalando problemas recurrentes del estilo electoralista de los partidos políticos norteamericanos, que también se han dado en el Ecuador, y agrega, cerrando su crítica, en esta parte, que “En política el dinero no solo es enemigo de la justicia, sino también del debate genuino”.

“…las cadenas televisivas –reconoce Dworkin- pertenecen a grandes corporaciones con balances de resultados que obligan a que las noticias compitan con el resto de la programación por ofrecer entretenimiento. Así pues, la televisión vende principalmente cuñas que los políticos deben combinar y repetir incesantemente (…)

En contra de lo que piadosamente esperan todos, las campañas negativas funcionan, por la simple razón de que resultan más divertidas…”, para concluir, párrafos después, con una preocupación más trascendente: “… nuestras políticas se hallan hoy tan faltas de fundamento que amenazan con destruir nuestra condición de democracia genuina”.

Precisamente, esta línea generalizada de acción de los partidos y movimientos políticos, en una pretensión creciente y desmesurada de ganar las elecciones a todo precio, contribuyó al agotamiento y la crisis de las organizaciones políticas como representantes e intermediarios de los intereses e la sociedad en el funcionamiento democrático del Estado social de derecho, en el Ecuador.

La fuerza del marketing, en la estrategia de los partidos como maquinarias electorales, terminó por suplantar a los mismos partidos políticos.

Frente al antecedente del fracaso en la representación de los intereses sociales mayoritarios, imposible de ocultar en la percepción popular, debido a los incrementos de la pobreza y de las desigualdades sociales.

El electorado reemplaza las lealtades partidarias por las preferencias a favor de las figuras nuevas –los outsiders- siempre que exista el carisma suficiente y éste sea debidamente explotado por los especialistas del marketing político e inteligentemente promocionadas por la propaganda mediática, hábilmente calibrada por los sondeos de opinión.

Es decir que los partidos políticos –”la partidocracia”- cayeron víctimas de su propio juego.

LA PARTICIPACIÓN Y EL PODER

La Constitución de Montecristi vincula, muy estrechamente, el poder con la participación. Más aún, la participación en democracia preside el esquema institucional de la organización del poder.

De esta manera, cobra cuerpo normativo el enunciado que aparece en el art. 1 de la Constitución, en el sentido de que la soberanía, que radica en el pueblo y cuya voluntad es el fundamento de la autoridad, se ejerce tanto a través de los órganos del poder público, como de las formas de participación directa que la misma Carta fundamental prevee.

Profundiza en ello, Albert Noguera Fernández reconociendo “…la clara voluntad del constituyente de crear un nuevo modelo alternativo al democrático liberal clásico de organización política del Estado…” .

Superando las dos figuras tradicionales de dicho modelo: “…la representación y la tripartición de poderes…” dejando claro, más adelante que “…el nuevo texto constitucional incorpora también todo un conjunto de mecanismos participativos destinados a superar el modelo democrático liberal, basado únicamente en la representación y establecer un modelo de ejercicio colectivo del poder”.

El texto constitucional parte, para dicho efecto, del derecho que reconoce a todos, ciudadanas y ciudadanos, de participar, de manera protagónica, en la toma de decisiones, en la planificación y en la gestión de los asuntos públicos, así como también en el control popular de todas las instituciones del Estado y de la sociedad y de la acción de sus representantes, concibiendo este derecho, individual y colectivo, como un proceso permanente de construcción de lo que denomina el poder ciudadano.

Según la propuesta constitucional, la participación ciudadana –concebida con la amplitud y extraordinaria proyección que se indica- debe ejercerse a través de los mecanismos de democracia representativa, directa y comunitaria, establecidos en ella.

Utilizando una expresión de gran amplitud inclusiva, la nueva Constitución reconoce a “todas las formas de organización de la sociedad” el derecho de autodeterminarse y participar en las decisiones y políticas públicas, así como en el control social de todos los niveles de gobierno, de entidades públicas y de las privadas que presten servicios públicos.

Adicionalmente, desarrollando la institucionalidad de la participación democrática, la Constitución del 2008 establece las instancias de participación, en todos los niveles del ejercicio gubernamental.

E incorpora también el nuevo derecho a la resistencia, que reconoce a favor de los individuos y a los colectivos, frente a las acciones y también a las omisiones del poder público o de las personas no estatales, que vulneren o puedan vulnerar los derechos y abre una gran puerta –de indefinidas proyecciones- al consagrar el derecho individual y colectivo a demandar el reconocimiento de nuevos derechos.

Esta nueva función del Estado, la de Transparencia y Control Social, que le otorga a la participación ciudadana un espacio de primera jerarquía en la estructura orgánica de distribución del poder público, se integra por el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, la Defensoría del Pueblo, la Contraloría General del Estado y las Superintendencias.

“La idea del Poder Popular como control democrático y poder negativo del pueblo sobre los gobernantes está presente en la nueva Constitución ecuatoriana, mediante la llamada “función de Transparencia y Control Social”…”

La misma que está diseñada como una auténtica función del Estado, es decir con independencia y autonomía funcional, administrativa y financiera respecto de las otras funciones del Estado y que sustenta su competencia y su acción “…sobre la base del principio del control por parte del pueblo sobre la actividad de los órganos estatales, los cargos públicos electos y los funcionarios”.

La concepción de la democracia constitucional ecuatoriana se inscribe en una etapa más avanzada pues, de la simple coexistencia de formas de democracia participativa y representativa, en un mismo modelo de Estado, se avanza a un interesante –aunque insuficiente- ensayo de complementariedad de ambas.

Con respecto a la Constitución precedente, la de 1998, la de Montecristi es más amplia en cuanto a la normativa que rige la existencia jurídica y el funcionamiento de las organizaciones políticas, comprendiéndose, dentro de esta categoría, tanto a los partidos como a los movimientos políticos.

La Constitución del 2008, así como la de 1998, otorga, en exclusividad, a los partidos y movimientos políticos, uno de los más importantes derechos dentro de la configuración institucional de la democracia; el representar políticamente a la sociedad civil.

Configurando un importante avance en el fortalecimiento de la calidad de la democracia representativa, la nueva Constitución garantiza, a través de los medios de comunicación, la promoción electoral en forma equitativa e igualitaria, de todos los candidatos y prohíbe el uso de los recursos estatales en las campañas electorales.

Pero, hay que reconocer también que, al igual que en la Constitución precedente, se mantiene la concepción de fondo, propia de la democracia liberal, en cuanto al papel exclusivo y excluyente de las organizaciones políticas, como mecanismos únicos de representación democrática.

Al establecer el ámbito territorial de cobertura, como principal elemento de distinción entre los partidos y movimientos políticos, se insiste, en la Constitución de Montecristi, en que “El único nexo legítimo, además, entre ciudadanos y autoridades públicas es aquel que se deriva de la competencia partidaria enmarcada en específicas formas de representación territorial”.

“El proceso de toma de decisiones se sitúa así en manos de unas élites dirigentes de base territorial seleccionadas una vez cada tanto por masas de ciudadanos cuya irrupción en la escena política tiene el efecto, según de volver más compleja la conducción gubernativa que exige la moderna administración pública”.

El órgano parlamentario, debido a la naturaleza de su composición y a las funciones legislativa y de control que cumple, es la institución históricamente emblemática de la democracia representativa y que, por esa misma razón, ha sufrido directamente las consecuencias de la crisis de legitimidad que afecta a los partidos políticos.

En virtud de ello, inclusive, el legislador constituyente de Montecristi resolvió cambiar la denominación de Congreso Nacional, que era el símbolo sintetizador del desprestigio de la función legislativa, por el de Asamblea Nacional que, en cambio contaba con el beneficio de la labor transformadora cumplida, precisamente, por la Asamblea Constituyente.

Y esto trajo como consecuencia elemental el cambio de las denominaciones de sus integrantes, de Diputados a Asambleístas.

Según la nueva Carta Fundamental, el órgano parlamentario deja de ser competente para designar a las más altas autoridades de los principales organismos del Estado, especialmente de los de control, perdiendo así una de las atribuciones que, en el pasado –según muchos analistas- servía de ilegítima herramienta de presión contra el Ejecutivo, desnaturalizando la naturaleza compensatoria de dicha atribución.

Como se analiza en otra parte de este trabajo, estas atribuciones corresponden ahora, según la Constitución vigente, al Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, expresión institucional emblemática de la participación de la ciudadanía en el ejercicio del poder.

El constituyente de Montecristi, reasignó importantes competencias, entre las diversas funciones del Estado, para generar una mejor disposición de los contrapesos y controles mutuos.

La Constitución vigente confiere a la Asamblea Nacional importantes atribuciones en el área de control de la acción de Gobierno, que consiste en la posibilidad de:

“…enjuiciar políticamente al Presidente de la República, censurarlo y destituirlo de su cargo, en varios casos como delitos contra la seguridad del Estado, concusión, cohecho, peculado, enriquecimiento ilícito, arrogación de funciones –previo dictamen favorable de la Corte Constitucional-, entre otros, incluyendo grave crisis económica y conmoción interna”.

Ahora bien, como advierte el maestro Ferrajoli, el paradigma garantista –”…la otra cara del constitucionalismo…” –permite la culminación del principio, característico del Estado de Derecho, “…de la sujeción a la ley de todo poder, incluido, por tanto, al propio poder legislativo…”.

Hay que tener en cuenta que dicha sujeción del poder legislativo a la Constitución debe entenderse no solo como el respeto pasivo a los derechos consagrados en ella, sino como la implementación positiva de instituciones y normas que les confieran progresividad y dinamismo.

Para lo cual es indispensable que la legislatura esté integrada por representantes democráticos plenos de legitimidad, estrechamente ligados a la sociedad civil y a sus intereses y no únicamente mediante sistemas político partidarios que todavía no han recuperado la legitimidad perdida.

TOMADO DE:

- De la Representación Democrática a la Participación Ciudadana, Una Asamblea Nacional Participativa, Alfredo Ruiz Guzmán, Primera Edición, Editorial de la Universidad de Guayaquil, EDUQUIL, 2011, Guayaquil-Ecuador