josé martí. la invención de cuba_rafael rojas

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EDITORIAL HYPERMEDIA Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72 Bases Concurso de Reportajes «Editorial Hypermedia 2015» Con el objetivo de promover el reportaje como género narrativo y periodístico, la Editorial Hypermedia convoca a su «Concurso de Reportajes 2015». En él podrán participar todos los mayores de edad, residentes en Cuba, sean ciudadanos o no del país. Cuba, en la actualidad, exige una transformación en su modelo de gobierno y estructuras sociales. Esta circunstancia proporciona una excelente ocasión de ofrecer al lector una mirada más humana, inteligente y cercana de la realidad. El «Concurso de Reportajes 2015» de la Editorial Hypermedia, contará con los siguientes premios: 1er Premio: $ 500,00, un lector de libros electrónicos y la publicación de la obra. 2do Premio: $ 300,00, un lector de libros electrónicos y la publicación de la obra. 3er Premio: $ 150,00, un lector de libros electrónicos y la publicación de la obra. Además, siete finalistas recibirán un lector de libros electrónicos y la publicación de la obra. Cada lector de libros electrónicos incluirá en su biblioteca las colecciones de la Editorial Hypermedia, los quince títulos que conforman el proyecto Lluvia de libros: alimentando el pensamiento independiente, así como la Edición Especial con los textos ganadores de este concurso. Diario de Cuba, órgano de prensa colaborador de este premio, irá acogiendo en sus páginas los trabajos susceptibles de ser premiados, sin que la publicación en dicho diario implique un criterio de selección de los mismos. La elección de los trabajos finalistas se hará a partir del juicio de un jurado integrado por cinco escritores, todos ellos vinculados a la narrativa y al quehacer periodístico. La composición de este jurado se hará pública junto al fallo del premio. El «Concurso de Reportajes 2015» de la Editorial Hypermedia se regirá según las siguientes bases: A. Podrá participar cualquier mayor de edad, residente en Cuba, sea ciudadano o no del país, con un reportaje rigurosamente inédito y escrito en español (no se admiten traducciones). B. La extensión de los trabajos estará comprendida entre los 15 folios y 25 folios. Cada folio será presentado a 30 líneas, doble espacio y en fuente Times New Roman, Arial o equivalente, a 12 puntos. C. Cada autor podrá enviar un único reportaje. D. Los autores deberán anexar una pequeña ficha, que incluya sus datos personales, de contacto y un breve resumen profesional. Esta ficha no deberá exceder los 5.000 caracteres. E. Se evaluará la calidad narrativa, la originalidad de la propuesta y la investigación de los hechos.

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José Martí: La invención de Cuba. Rafael Rojas.

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 Bases  Concurso  de  Reportajes    

«Editorial  Hypermedia  2015»    

 

Con   el   objetivo   de   promover   el   reportaje   como   género   narrativo   y   periodístico,   la   Editorial  Hypermedia   convoca   a   su   «Concurso   de   Reportajes   2015».   En   él   podrán   participar   todos   los  mayores  de  edad,  residentes  en  Cuba,  sean  ciudadanos  o  no  del  país.    

Cuba,  en  la  actualidad,  exige  una  transformación  en  su  modelo  de  gobierno  y  estructuras  sociales.  Esta   circunstancia   proporciona   una   excelente   ocasión   de   ofrecer   al   lector   una   mirada   más  humana,  inteligente  y  cercana  de  la  realidad.    

El  «Concurso  de  Reportajes  2015»  de  la  Editorial  Hypermedia,  contará  con  los  siguientes  premios:  

— 1er  Premio:  $  500,00,  un  lector  de  libros  electrónicos  y  la  publicación  de  la  obra.  — 2do  Premio:  $  300,00,  un  lector  de  libros  electrónicos  y  la  publicación  de  la  obra.  — 3er  Premio:  $  150,00,  un  lector  de  libros  electrónicos  y  la  publicación  de  la  obra.  — Además,  siete  finalistas  recibirán  un  lector  de  libros  electrónicos  y  la  publicación  de  la  obra.  Cada   lector   de   libros   electrónicos   incluirá   en   su   biblioteca   las   colecciones   de   la   Editorial  Hypermedia,   los   quince   títulos   que   conforman   el   proyecto   Lluvia   de   libros:   alimentando   el  pensamiento   independiente,   así   como   la   Edición   Especial   con   los   textos   ganadores   de   este  concurso.  

Diario  de  Cuba,   órgano  de  prensa   colaborador  de  este  premio,   irá  acogiendo  en   sus  páginas   los  trabajos  susceptibles  de  ser  premiados,  sin  que  la  publicación  en  dicho  diario  implique  un  criterio  de  selección  de  los  mismos.  

La  elección  de   los   trabajos   finalistas   se  hará  a  partir  del   juicio  de  un   jurado   integrado  por   cinco  escritores,  todos  ellos  vinculados  a  la  narrativa  y  al  quehacer  periodístico.  La  composición  de  este  jurado  se  hará  pública  junto  al  fallo  del  premio.  

El  «Concurso  de  Reportajes  2015»  de  la  Editorial  Hypermedia  se  regirá  según  las  siguientes  bases:  

A. Podrá  participar  cualquier  mayor  de  edad,  residente  en  Cuba,  sea  ciudadano  o  no  del  país,  con  un  reportaje  rigurosamente  inédito  y  escrito  en  español  (no  se  admiten  traducciones).  

B. La  extensión  de  los  trabajos  estará  comprendida  entre  los  15  folios  y  25  folios.  Cada  folio  será  presentado  a  30  líneas,  doble  espacio  y  en  fuente  Times  New  Roman,  Arial  o  equivalente,  a  12  puntos.  

C. Cada  autor  podrá  enviar  un  único  reportaje.  D. Los  autores  deberán  anexar  una  pequeña  ficha,  que  incluya  sus  datos  personales,  de  contacto  

y  un  breve  resumen  profesional.  Esta  ficha  no  deberá  exceder  los  5.000  caracteres.  E. Se  evaluará  la  calidad  narrativa,  la  originalidad  de  la  propuesta  y  la  investigación  de  los  

hechos.  

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F. Los  trabajos  deberán  ser  presentados  por  vía  electrónica,  en  formato  Word  o  PDF,  a  partir  del  día  1  de  septiembre  de  2014  y  hasta  el  30  de  abril  de  2015,  a  través  del  correo  electrónico  [email protected].  

G. Para  acreditar  el  envío  del  trabajo  se  debe  presentar  acuse  de  recibo  enviado  por  el  comité  organizador  (vía  electrónica).  No  se  considerarán  como  recibidos  trabajos  que  no  acompañen  la  autobiografía  y  datos  generales  anexos  en  un  solo  mensaje  de  correo  electrónico.  

H. El  fallo  de  jurado  se  hará  público  el  lunes  1  de  junio  de  2015.  I. Todas  las  situaciones  que  no  sean  consideradas  en  la  presente  convocatoria  serán  resueltas  

por  el  Jurado.  El  fallo  del  Jurado  será  inapelable.  J. La  participación  en  el  premio  implica  la  aceptación,  sin  reserva  alguna,  de  las  condiciones  de  la  

presente  convocatoria.  El  incumplimiento  de  alguna  de  ellas  podría  llevar  a  la  descalificación  de  la  obra.  

Al   tratarse   de   un   concurso   de   reportajes,   tendrán   más   oportunidad   de   ganar   los   textos   que  respondan  a   los   requerimientos  de  este  género  periodístico;  es  decir,  que   investiguen,  describan,  informen,  entretengan  y  documenten;  textos  que  trasciendan  posibles  experiencias  personales  de  sus  autores,  que  no  se  queden  en  ellas,  sino  que  busquen  fuentes  plurales,  opiniones  y  puntos  de  vista   diversos,   que   traten   de   comunidades   humanas   o   geográficas,   de   personajes,   problemas   o  sucesos  inéditos.  Que  hagan  honor  al  reportaje  como  el  más  vasto  de  los  géneros  periodísticos,  ese  que  puede  echar  mano  de  otros  géneros  como   la  entrevista,   la  noticia,   la   crónica,  y  usar   incluso  técnicas   narrativas   típicas   del   relato   o   la   novela,   para   lograr   un   acercamiento   distinto   y  más  profundo  a  la  realidad.  

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José Martí:

la invención de Cuba

RAFAEL ROJAS

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De la primera edición:

© Editorial Colibrí, 2000

De la presente edición, 2014:

© Rafael Rojas

© Editorial Hypermedia

Editorial Hypermedia

Tel: +34 91 220 3472

www.editorialhypermedia.com

[email protected]

Sede social: Infanta Mercedes 27, 28020, Madrid

Corrección y edición digital: Gelsys M. García Lorenzo

Diseño de colección y portada: Editorial Hypermedia

ISBN: 978-1508628743

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.

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RAFAEL ROJAS. Historiador y ensayista cubano exiliado en México. Autor de varios libros sobre historia intelectual y política de México, Cuba y América Latina, entre los que destacan José Martí: la invención de Cuba (2000), Cuba mexicana. Historia de una anexión imposible (2001) -Premio Matías Romero- La escritura de la independencia. El surgimiento de la opinión pública en México (2003), Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano (2006) -Premio Anagrama- y Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual de Cuba (2008). En el año 2009 ganó el Primer Premio Isabel de Polanco de Ensayo, concedido por la Feria del Libro de Guadalajara, por su obra Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la Revolución de Hispanoamérica. Actualmente es profesor de la División de Historia del CIDE y Global Scholar en la Universidad de Princeton. Sus últimos libros son La máquina del olvido. Mito, historia y poder en Cuba (Taurus, 2012), La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (Fondo de Cultura Económica, 2013) y Los derechos del alma. Ensayos sobre la querella liberal-conservadora en Hispanoamérica (Taurus, 2014).

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ÍNDICE

¿Olvidar Martí?

I Fugas de la modernidad

II La honda de David

III De la palabra al silencio

IV Las entrañas del monstruo

España en la nueva Inglaterra

Hombre natural y animal político

El aprendizaje de la cera

V Sacrificios paralelos

La resolución de Arjuna

Políticas del espíritu

VI La república escrita

1

2

3

4

VII Los libros imposibles

La edición de sí

Cinco modelos bibliográficos

Fragmentos fundacionales

VIII La invención de Cuba

Bibliografía

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Lo que es José Martí como ideología es lo que lo convierte en aire. Al fin y al cabo, ideología y aire tienen esto en común: que llenan cada vacío, que tratan de ocuparlo todo, de estar en todas partes.

Antonio José Ponte

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¿OLVIDAR MARTÍ?

Siempre he vacilado ante aquella sugerencia de Renan de que el olvido le hace bien a las naciones. A veces me parece aceptable, a veces no. Supongo que culturas abrumadas por el peso de la memoria, como Francia y México, agradecerían una política del olvido. En cambio, países todavía jóvenes, como Estados Unidos y Cuba, o donde aún se huele el humo de alguna tragedia, como Alemania y España, pueden resentir esa suerte de ingravidez que supone la pérdida del recuerdo.

Olvidar a Martí es una tentación difícil de resistir. Desde que Cuba es país su figura ha ocupado el centro de la simbología nacional. Martí ha sido una especie de monarca –unas veces secreto, otras público– de la nación cubana. Un rey que ejerce su soberanía en dos reinos: el de la literatura y el de la historia, el de la poesía y el de la política. Rey al fin, Martí está sentado en un trono y rodeado por esa neblina que cubre los altares. Para los cubanos, olvidarlo es, pues, una vía de liberación o, por lo menos, un aligeramiento.

Tal vez, lo mejor de Olvidar Foucault, aquel ensayo de Jean Baudrillard que causó tanto revuelo a finales de los 80, fue la sutileza del título. Foucault, el niño terrible de la filosofía francesa, que maldijo el trono de Sartre, muy pronto se convirtió en una nueva estatua. Esos mismos emblemas del saber, que él denunciara como ropajes del poder, lo habían transformado en un monumento distante y sombrío. ¿Cómo recordar esa cosa? –se preguntaba Baudrillard. Olvidándola...; para luego evocarla de un modo radicalmente distinto.

Algo similar merecería José Martí. Las páginas que siguen son tan solo un intento. Leer sus fugas de la modernidad, su política secreta, los paralelos de su sacrificio, su estoicismo republicano, sus libros imposibles y su narración de los Estados Unidos es, en todo caso, releerlo: volver a sus páginas después de olvidar la pesadumbre del mito.

México D.F., diciembre de 1996

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I

Fugas de la modernidad

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En su prólogo a El poema del Niágara de Juan Antonio Pérez Bonalde, José Martí escribió que la modernidad era un «tiempo ruin para el poeta». Por esos años Nietzsche llegaba a una certeza similar, cuando insistía en el afeamiento de las ideas modernas. Ambos comprendieron que la ruptura del orden holístico, en el que los hombres aún estaban protegidos por la razón natural, había reificado el Espíritu de Occidente y secularizado sus múltiples correlatos religiosos1.

A finales del siglo XIX, las virtudes cívicas de la nueva sociedad solían camuflarse bajo el logro desenfrenado del bienestar suntuario. La secularización de la ética moderna se daba acompañada de una vertiginosa movilidad social, cuyos ejes eran el ensanchamiento de la esfera monetario-mercantil y la reproducción del capital tecnológico. En este escenario, la figura del poeta –tal y como se había concebido hasta el romanticismo– tuvo que debatirse entre dos actitudes: celebrar la modernidad en tanto espacio que impone un descentramiento liberador del logos o asumirla, tensamente, desde la expulsión y errancia de la persona poética. La primera actitud es la que se observa en las estrategias discursivas de Baudelaire, Whitman y el último Browning, mientras que la segunda puede ilustrarse con la escritura de tres grandes modernistas hispanoamericanos: Rubén Darío, Julián del Casal y José Martí.

Asolando (1889), el libro final de Robert Browning, parecía anunciar la reconciliación del viejo monologuista dramático con la temporalidad moderna. En «Epilogue», su último poema, Browning hablaba de un trabajador que saluda a lo invisible con un grito y escucha una voz que le aconseja: «¡lucha y prospera!». Luis Cernuda ha visto aquí cierto timbre heroico que introduce el ego del poeta en las muchedumbres fabriles de la época victoriana2. Pero la inmersión en los espacios modernos, como indica Benjamin, requiere siempre de un umbral que distinga la heroicidad poética en medio de una masa sin rostro. Solo que esa operación estilística, según Cernuda, no aparece tan claramente en la lírica inglesa del siglo XIX como en la poesía simbolista francesa.

En el caso de Baudelaire, por ejemplo, el enlace de su escritura con la ciudad y el mercado se daba a través de la imagen integradora del flâneur. Este arquetipo civil le permitía al poeta experimentar todos los desdoblamientos posibles dentro de la urbe3. La multitud adquiría semblante en cada registro textual de la mirada poética. De ahí que la forma de apropiación de la modernidad que, frente a Browning y Baudelaire, practica Walt Whitman sea la más radical de las tres, pues en su cosmos se instalan –sin jerarquías– el alma y el cuerpo, la historia y la política, el paisaje natural y el urbano, la industria y

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el poeta. Con Whitman, ya lo sabemos, la poesía destruye esa dualística que sostuvo la racionalidad occidental desde la Edad Media hasta el Romanticismo.

La ciudad, el dinero, el mercado, la máquina, la multitud, esto es, los emblemas del mundo moderno son poco visibles en la escritura poética de los modernistas hispanoamericanos. Cuando aparecen, casi siempre son colocados en el lado oscuro, irracional, pecaminoso o maligno de un antagonismo sustantivo. El imaginario modernista hereda de la simbología romántica una tensión entre fuerzas polares que alienta la creencia en un envilecimiento de la modernidad. Esta estructura antitética no parece inspirarse tanto en la metafísica post-cartesiana, que partía del deslinde entre espíritu y extensión o entre sustancia y atributo, como en las dicotomías teológicas de cielo y tierra, ciudad divina y ciudad humana, alma y cuerpo, razón y fe, muerte y vida.

A estos podrían agregarse otros dualismos, que la poética modernista recibe directamente de la Ilustración, cuales son los que identifican el ideal de bien, justicia y sanidad con la naturaleza y trasladan a lugares extraños las pulsiones estéticas. De ellos proviene un discurso anfiteatral del paisaje que desemboca en lo que Iván Schulman llama el venero exótico4. Darío lo expresa en la selva suntuosa, el reino interior y sus dotaciones de cisnes y bueyes. Casal en su taxonómica japonesa, la nostalgia de otro cielo, su país de eterna bruma y Martí en el monte donde se es, la utopía vegetal, la patria nocturna.

De los tres es Julián del Casal quien se acerca más al flâneur baudelaireano. Él fue, como dijo Darío, «el primer lírico de lo moderno que ha tenido Cuba»5. En Marfiles viejos, La gruta del ensueño y Rimas se percibe su atracción por la ciudad, las alamedas, los cementerios, los hospitales y la bohemia. Como Joris Karl Huysmans, Casal sufre la «impaciencia de los refinados» ante la monotonía de la naturaleza. Y, en ocasiones, parece buscar la inversión del mito católico que sitúa en el orden natural, previo a la caída urbana, la potencia paradisíaca del bien. Esto se refleja, también, de manera oblicua, en su gusto por la misoginia del decadentismo europeo y sus roces con aquel topos baudelaireano de la fecundidad como fuente de las deformaciones físicas y corruptelas morales.

Ya Lezama advirtió las «diferenciales matizaciones» entre el ambiente desalojado por Baudelaire y la lejanía de Casal6. Pero nunca será tedioso insistir en el cruce inadvertido de estos dos grandes poetas que se imantaban mutuamente. Baudelaire en «Perfume exótico» añora «una isla perezosa donde lo natural/ es el hermoso árbol con su fruto sabroso;/ hombres que tienen cuerpo esbelto y vigoroso,/ mujeres con mirada de fresco manantial»7. La gravitación hacia parajes marinos y tropicales, como el de Cuba, le despierta curiosidad por el encuentro entre una criatura de esas zonas y París.

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Esto último se observa claramente en sus poemas «A una dama criolla» y «A una malabaresa». En cambio, el habanero Casal, desde su hastío insular, siente el paisaje del trópico como una «atmósfera plomiza» llena de «polvo y moscas» y «suspira por las regiones/donde vuelan los alciones». El misterio de esas poéticas paralelas suscitó en Rubén Darío un genuino argumento contrafactual: «¡La casualidad tiene sus ocurrencias! Si Casal hubiese nacido en París...»8.

Tanto Darío y Casal, como Martí, se distancian de la modernidad con la poesía y se le aproximan con la prosa. Las crónicas de Darío en España contemporánea, las de Casal sobre la vida cultural de la Habana y las escenas norteamericanas de Martí captan la excitación de las multitudes desagregadas y el predominio de lo efímero y lo cambiante en la vida moderna. Sin embargo, las resistencias a la modernidad ganan tanto espacio en los discursos de Darío y Martí que resulta más fácil imaginarlos en el vórtice que en la espiral del torbellino moderno.

En el Madrid de Darío, la apoteosis urbana es, por así decirlo, subvertida con las festividades cristianas del Carnaval y la Semana Santa9. La esfera de lo público medioeval, basada en la religión civil de comunidades pequeñas, presiona o intenta desplazar a la ciudad secular moderna. Las crónicas neoyorkinas de Martí, por su parte, cargan el acento en lo que Dolf Oehler define como los «residuos monstruosos de la modernidad»10. En «Coney Island», «El puente de Brooklyn», «La religión en los Estados Unidos», «Vindicación de Cuba» y otros textos se recurre a la metáfora bíblica del monstruo marino y sus entrañas para señalar que, en el corazón de la vida norteamericana, el lucro, la pasión por el dinero, el ritmo del mercado, el desbordamiento de lo urbano y la deshumanización de la técnica anuncian el cataclismo de las instituciones espirituales.

Martí no podía, como Darío en España, contraponer a la macrópolis neoyorkina un modelo de ciudad antigua o medioeval porque los Estados Unidos eran hijos legítimos de la modernidad y carecían de una reserva civil de ancien régime. Su estrategia de confrontación se perfiló entonces como un humanismo natural, con resonancias de Rousseau, Krause y Emerson, que hacía del poeta un expulsado de la urbe. Contra Nueva York, Martí esgrimió los montes de Catskill.

Es por ello que, otra vez, Julián del Casal resulta ser el que más responde al modelo de escritura del flâneur. Tan solo sus descripciones de los cafés habaneros como extrañas sinfonías de porcelana, pájaros fantásticos, máquinas, náufragos, moscas, burócratas, sportmen, imbéciles y bohemios bastan para sentirlo inmerso11. Casal se aproxima a la imagen de la

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modernidad que va desde La Nueva Eloísa de Rousseau hasta las Consideraciones intempestivas de Nietzsche, desde Poe hasta Baudelaire: el torbellino social que arrastra, embriaga, hace de la escritura una fantasmagoría civil y convierte al espectador en un «príncipe que se regocija de su incógnito»12.

Marshall Berman ha ilustrado, con los casos de Marx, Nietzsche y Baudelaire, esta idea de que el discurso de la modernidad se construye sobre un juego de tensiones. Los intelectuales modernistas, al decir de Baudelaire, nunca prescindían de su rareza, aunque anhelaran hacer «una sola carne con la masa». De ahí que Berman entienda el conflicto entre asunciones y rechazos de la modernidad como una armonía paradójica a la que se acomoda la escritura. El diálogo de visiones pastorales y contrapastorales del orden moderno es lo que define, según él, la experiencia de la modernidad13. Ese meta texto que destila lo eterno de lo transitorio e incorpora, a la vez, certezas de decadencia y nacimiento, de lo sagrado y lo secular, del nihilismo y la esperanza se trasluce en el prólogo de José Martí a El poema del Niágara: «No hay obra permanente –se dice allí–, porque las obras de los tiempos de reenquiciamiento y remolde son por esencia mudables e inquietas; no hay caminos constantes, vislúmbrase apenas los altares nuevos, grandes y abiertos como bosques»14.

A partir de este testimonio y de la obra fundadora de Martí, en las letras y la política, Julio Ramos desarrolla su hipótesis de una «heroicidad plenamente moderna de la figura martiana»15. Es indudable que el discurso integrador de Martí intenta trascender las antinomias de la racionalidad occidental, la división del trabajo y el extrañamiento del poeta en el capitalismo. En este sentido la empresa de su autoría, como la entiende Foucault, sería equiparable, desde la orilla latinoamericana, a la de Hegel, Marx, Baudelaire, Nietzsche y Weber.

Pero una cosa es que Martí haya sido un transgresor de sociabilidades herméticas e incomunicadas –cuales son las de cultura y política en el romanticismo– y otra muy distinta es que su tropología de la modernidad sea «plenamente moderna». Es decir, el hecho de que el discurso martiano contemplara siempre su propia reificación moral y política no exige que la temporalidad moderna aparezca en su escritura liberada de los dualismos tradicionales. Más bien, en el caso de Martí, las antítesis románticas de naturaleza-civilización, campo-ciudad, silencio-bullicio, soledad-multitud, vida-muerte, virtud-dinero... se exacerban. Recorramos, a propósito, algunos versos sencillos:

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Yo sé de Egipto y Nigricia,

Y de Persia y Xenophonte;

Y prefiero la caricia

Del aire fresco del monte

Denle al vano el oro tierno

Que arde y brilla en el crisol:

A mí denme el bosque eterno

Cuando rompe en él el sol

Amo los patios sombríos

Con escaleras bordadas;

Amo las naves calladas

Y los conventos vacíos16.

Aquí Martí está más cerca de Lord Tennyson y Victor Hugo que de Baudelaire y Whitman. La modernidad, según su prólogo a El poema del Niágara, hace que «todo lo que es lógico aparezca en la naturaleza contradictorio»17. La razón occidental –pensaba Martí– no se fragmenta como resultado de la secularización, sino por efecto de un abandono del jusnaturalismo. Es muy sugerente contrastar este juicio con los célebres versos de Whitman: «Do I contradict myself?/ Very well then I contradict myself,/ I'am large, I contain multitudes». Y más cerca aún, el humanismo natural de la poética martiana demuestra su carácter refractario a la modernidad si lo confrontamos con la sordidez modernista de Casal. Piénsese, por ejemplo, en los tan citados versos casalianos de «En el campo»:

Mucho más que las selvas tropicales

Plácenme los sombríos arrabales

Que encierran las vetustas capitales

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Más que al raudal que baja de la cumbre,

Quiero oír a la humana muchedumbre

Gimiendo en su perpetua sevidumbre18.

Tanto las crónicas de Martí, como sus Versos Sencillos y Versos Libres, entablan un diálogo destructivo con la modernidad norteamericana. En ambas escrituras la estrategia del discurso martiano es similar: el escenario masivo, mercantil, monetario y urbano es neutralizado por la justicia natural. Martí describe preferentemente la vida en los Estados Unidos cuando se halla paralizada o conmovida por funerales, festejos patrióticos, terremotos, nevadas, elecciones y huelgas. Siguiendo el mismo principio, los Versos Libres muestran una pugna excluyente entre la poesía, la noche, el silencio, el bosque, la pobreza –de un lado– y la ciudad, el oro, el lujo, el ruido, la plaza –del otro. Tomemos este pasaje de «Envilece, devora...»:

Envilece, devora, enferma, embriaga

La vida de ciudad: se come el ruido

Como un corcel la yerba, la poesía.

Estréchase en las casas la apretada

Gente, como un cadáver en su nicho:

Y con penoso paso por las calles

Pardas, se arrastran los hombres y mujeres

Tal como sobre el fango los insectos

Secos, airados, pálidos, canijos.

La enfermedad y la embriaguez urbanas son insinuaciones de ese malestar de la cultura que observaría en Nueva York unos años después. Martí sabe que la poesía es un testimonio melancólico contra el perverso frenesí de la modernidad. Sin embargo, no vacila en representar el poema como una víctima del orden moderno, como una voz tenue que puede ser devorada por el ruido de la técnica y el bullicio de la muchedumbre. Así lo confirman estos versos donde la Poesía adquiere una tensa personificación sexual y moral dentro de la ciudad:

Cuando va a la ciudad, mi Poesía

Me vuelve herida toda; el ojo seco

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Como de enajenado, las mejillas

Como hundidas, de asombro: los dos labios

Gruesos, blandos, manchados; una que otra

Gota de cieno en ambas manos puras

Y el corazón, por bajo el pecho roto

Como un cesto de ortigas encendido:

Así de la ciudad me vuelve siempre:

Mas con el aire de los campos cura.

Baja del cielo en la severa noche

Un bálsamo que cierra las heridas19.

Al final Martí ha convertido el retrato de una prostituta al final de la jornada en una estampa del acto poético. El medio urbano conserva en su escritura la simbología cristiana del origen caínico de la civilización. Es probable que esta referencia se haya fijado en el texto martiano desde su lectura de los místicos españoles del siglo XVI, cuya combinatoria entre patrística y estoicismo fue tan decisiva para la formación de la genealogía intelectual cubana. Según la doctrina de los padres de la Iglesia, las instituciones civiles habían nacido del pecado terrenal y su castigo divino20. Este principio, ligado a las representaciones escatológicas del dinero y el mercado, que abundan en el neotomismo español, formó en el imaginario de Martí un dispositivo moral antimoderno.

A juicio de Ángel Rama, dicha resistencia proviene del legado tradicional de una mentalidad aristocrática criolla, que es también constatable en Darío y Lugones21. Frente a la muchedumbre democrática, la poesía martiana construye una noción del alma que parece situarse en un territorio marginal de la discursividad modernista. La región del sujeto que compone tal escritura no está incorporada al tourbillon social del que hablaba Rousseau, o sea, no está en la urbe. «Y yo, pobre de mí!, preso en mi jaula,/ La gran batalla de los hombres miro», decía otro de sus poemas.

Pero antes había escrito que la tierra era como un circo romano donde lucen «cual daga cruel» los vicios y «cual límpidos escudos» las virtudes. Es decir, para Martí, los vectores pecaminosos y degradantes del cuerpo civil moderno no imposibilitan las disecciones por parte del espíritu. De modo que la resistencia moral a la modernidad que actúa en su escritura poética, lejos de

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anular el modernismo de su gestación estatal, lo fundamenta. Martí fue un poeta exiliado de la ciudad moderna que intentó edificar otra polis en su isla. Las filtraciones de estas fugas discursivas de la modernidad hacia su República fallida quedan aún por descubrir. En esa permeabilidad moral podría subsistir la impronta de un senequismo republicano que la tradición política española difundió en América22.

El poema «Amor de ciudad grande» es un texto propicio para leer las fugas de la modernidad en Martí. Al igual que en el prólogo al libro de Bonalde, el tiempo moderno aparece asociado con la velocidad, la vida trunca y el cambio. El poema se inicia con un verso que es ya una descalificación de la modernidad: «de gorja son y rapidez los tiempos». Lo trunco se presenta como correlato de lo fugaz, lo mudable, lo inquieto. La voz se vuelve un gorjeo y la flor muere el día en que nace. El escenario acelerado de la modernidad se disuelve en una tierra baldía, en una ciudad estéril. Se evapora la saliva que funda la erótica del verbo: «la edad es esta de los labios secos».

¿Cuál es la reacción del alma, del espíritu, ante esa temporalidad secular y destructiva? Esconderse, como «liebre azorada/ trémula huyendo al cazador que ríe/ cual en soto selvoso/ en nuestro pecho». Martí hace del ego poético un refugio vegetal, una suerte de cabaña precaria donde la belleza se resguarda de la cacería urbana. La ciudad, ese espacio de irradiación profana, desencanta los atributos sagrados, altera la quietud de los tiempos divinos, corrompe el alma natural y envenena la sangre de Cristo. A Martí le espanta la ciudad por la efectiva seducción de su vino, por ese ofrecimiento hierático de «copas por vaciar». Pero no toma. Su sed es otra. Resuelve no beber por honradez y por miedo. La honradez de su sed ajena al tiempo moderno y el miedo a la contaminación de una esterilidad profana:

¡Me espanta la ciudad! Toda está llena

De copas por vaciar, o huecas copas!

Tengo miedo ¡ay de mí! de que este vino

Tósigo sea, y en mis venas luego

Cual duende vengador los dientes!

Tengo sed, –mas de un vino que en la tierra

No se sabe beber! No he padecido

Bastante aún, para romper el muro

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Que me aparta ¡oh dolor! de mi viñedo!

Tomad vosotros, catadores ruines

De vinillos humanos, esos vasos

Donde el jugo de lirio a grandes sorbos

Sin compasión y sin temor se bebe!

Tomad! Yo soy honrado, y tengo miedo!

En el largo debate sobre el modernismo hispanoamericano y el lugar que le corresponde a Martí dentro de él –¿prácticamente? ¿heredero?– se ha descuidado la interpretación de la imagen martiana de la modernidad. Para algunos, la literatura de Martí es modernista porque se aventura en una arriesgada novedad de estilo. Para otros, lo moderno de su escritura es el testimonio de una tensión entre el texto y el acto que finalmente se supera con la idea de una hipóstasis histórica de la poesía23. Pero es raro encontrar estudios que confronten el «título incoloro» de modernismo –como le llamaba Pedro Henríquez Ureña– con la tropología o representación poética de la modernidad. Si el modernismo hispanoamericano fue, al decir de Octavio Paz, un «estado del espíritu», entonces habría que pasar de la lectura de la modernidad del texto a la lectura del texto sobre la modernidad24. En el caso de Martí, una aproximación como esta nos reservará una significativa paradoja: el modernismo de su ejercicio poético y político era un instrumento de su crítica a la modernidad.

A mediados del siglo XIX, las ideas europeas y norteamericanas resintieron la propagación de la episteme positivista. El valor siempre afirmativo del conocimiento que aporta la experiencia se convirtió en la premisa de una ofensiva intelectual contra la religión y la metafísica. El espíritu, el alma, la psique, el sentimiento, es decir, las nociones que permitían la articulación de los discursos morales y estéticos, se vieron desvanecidas por la racionalidad cognitivo– instrumental. Darwin, Marx, Comte, Spencer, James, y sus discípulos, compartieron el abandono de las abstracciones, el culto a la ciencia, la obsesión por la legalidad de la historia y la fe en una lógica ascensional del progreso. Evolucionismo, marxismo y pragmatismo fueron, en efecto, tres formas de asimilación de la episteme positivista. Sin embargo, las rebeliones de la razón moral y estética no se hicieron esperar. En las últimas décadas del siglo XIX, Nietzsche, Wilde, Emerson, Baudelaire, restablecen la densidad

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intelectual del espíritu. La reacción contra el positivismo se presenta entonces como una vuelta a las estrategias románticas25.

Octavio Paz ha dicho que los modernistas hispanoamericanos –al igual que los simbolistas franceses– postularon «otro romanticismo»26. El montaje del escenario romántico debió llevarlos a la reconstrucción poética de un paraíso perdido. El romanticismo, tal y como aparece en las cartas de John Keats, era la búsqueda perpetua del estado adánico. El poeta representaba al mundo como si estuviese habitado únicamente por la naturaleza y las almas.

Para el modernista José Martí, que escribió lo esencial de su obra poética en el Nueva York de fin de siglo, esta reinvención del paisaje romántico tuvo que darse como una fuga de su propio campo visual, de su inmediata modernidad. Shawangunk, Adirondack, Catskill, Yosemite –donde «el espíritu sube con el aire que sube»– más que Filadelfia, Washington, Kansas o New York, parecen ser los lugares de su poesía. La escritura de Martí es un diálogo entre el alma sola, en pena, y la naturaleza desalojada por las muchedumbres y la técnica. Su poesía prefiere siempre el aurea mediocritas del monte al ¡auri sacra fames! de la ciudad. El breve artículo «Joyas verdaderas y falsas de la poesía española» descubre dicha estética, al señalar la mala «influencia de una época progresiva» sobre la escritura. Aquí, luego de afirmar una vez más que el verso es hijo de la naturaleza, Martí dirá:

«El progreso no puede ser cantado en el lenguaje de la poesía. La historia del progreso humano se cuenta en los puertos llenos de buques, en las fábricas pobladas de obreros, en las ciudades ennegrecidas con el humo de las fraguas, en las calles obstruidas por los carros, en las escuelas llenas de niños y en los árboles cargados de fruto. La poesía es el lenguaje de la belleza; la industria es el lenguaje de la fuerza27».

Si la escritura poética de Martí no se moviliza contra la modernidad, al menos se articula en sus márgenes. «Modernidad antimoderna, rebelión ambigua», llamaba Paz al modernismo hispanoamericano28. En el caso de Martí, el enunciado antimoderno y el rebelde son los predominantes. Su poesía muestra una voluntad fugitiva que entraña secretas alusiones a otro espacio de fundación moral. Y otro territorio para la eticidad y la poesía significa también, en Martí, otro territorio para la política. Las fugas de la modernidad que experimenta su escritura son tropismos hacia la zona insólita de su génesis nacional.

Es por eso que la frustración de su República, más que el origen de toda política cubana, representa el destino de toda poética martiana. La imposibilidad de la República está ligada a su raíz mística, secreta, inefable.

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Aquella nación soñada era una confluencia de imágenes que lograron escapar de la modernidad. Pero su edificación política exigía una reconciliación con los dispositivos modernos. El caballero andante debía retornar a la razón, a la lucidez, al poder del castillo. Martí se negó a ese reencuentro con el orden moderno y decidió morir, como Séneca, aferrado a la utopía de una dulce razón.

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II

La honda de David

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Lo último que escribió José Martí, un hombre cuya vida fue siempre escritura, es una nota al general Máximo Gómez donde se palpan el vértigo de la guerra y el disfrute de la lealtad: «no estaré tranquilo hasta no verlo llegar a usted […] le llevo bien cuidado el jolongo»29. El desamparo, la autosuspensión del poder, la fragilidad de quien escribe esa frase traicionan la imagen, férreamente esculpida, del caudillo de una Revolución y fundador de una República. Esto sucede porque los textos finales de Martí componen un mosaico donde cada discurso representa su propia figura del héroe ¿Acaso esa confluencia de imágenes de sí es lo que hace su final tan proteico?

En el Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos aparece un Martí deslumbrado por el reencuentro del paisaje insular, la aventura épica, el animal criollo, el nombre de la planta y la lengua guajira. Más que un diario, a veces resulta una crónica en la que el principal testigo permanece oculto. «Sé desaparecer», escribió por esos días, y quizá comenzó a experimentar el preludio de su ausencia durante la redacción de aquellas hojas de campaña.

Los documentos políticos, las instrucciones a los generales del Ejército Libertador y su carta al New York Herald, presentan, en cambio, al Martí apoderado del destino de Cuba, seguro de la definición nacional y la voluntad moderna del pueblo cubano. Al que llegó a afirmar que «la nación española era inferior a Cuba en la aptitud para el trabajo moderno y el gobierno libre»30. Oración fatal que incurre, al revés, en el mismo vicio discriminador que él mismo denunciara en «Nuestra América». Nadie más ajeno a ese político apasionado que el tranquilo soñador que se descubre en los Cuadernos de apuntes, charlando con las hormigas, torturando arañas con su paraguas y discurriendo sobre «lo que debe sentir una margarita cuando se la come un caballo»31.

Pero todavía el Martí de las cartas a sus amigos es otro. El que escribe a Carmen Miyares y Manuel Mercado y habla de sí, temeroso de que desconfíen de su modestia y crean que alberga ambiciones políticas. Ese es, por cierto, el Martí más cercano a las criaturas de la historia. El mismo que se atreve a escribir sus dudas, que presiente el divorcio entre la Revolución y su espíritu, habla de las ampollas que le dejó el remo, valora su desistimiento, confiesa haber llegado a la plena naturaleza y alardea de los dotes curativos que recién descubre. Ese Martí frágil emerge en sus letras finales, casi consciente del último respiro de su escritura, aferrándose, como a un amuleto, al jolongo de Gómez; para luego morir, en palabras del anciano general: desnudo de ficciones32.

De ese Martí, tan creíble, nos llega la famosa confesión al mexicano Manuel Mercado sobre el motivo oculto de su actividad pública: «impedir a tiempo con

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la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América». Esta carta, además de ser un testamento político, revela el deseo o la intención de formar una alianza americana, frente al despliegue de los Estados Unidos hacia el Sur.

No hablaba Martí del dominio distante que se ejerce por medio de la injerencia, o sea, del llamado neocolonialismo, sino de una cabal «anexión, de los pueblos de nuestra América, al Norte revuelto y brutal que los desprecia». El pronóstico era, sin dudas, exagerado. Desde los tiempos de Jefferson, Adams y Monroe la agenda imperial del destino manifiesto se basaba en la conformación de Hispanoamérica como un área de influencia donde los Estados Unidos predominarían sobre Europa. Pero la expansión territorial propiamente dicha, o sea, la práctica de anexar naciones, solo estaba prevista, en la frontera Sur, hasta las islas del Caribe y el istmo de Panamá.

Después de la guerra de 1847 y la absorción de Texas, California y Nuevo México –un poco más de la mitad del territorio de la otrora Nueva España– los Estados Unidos renunciaron abiertamente a la voluntad de anexar el resto de la República mexicana. Cerrado el acceso terrestre a Centroamérica, el gobierno norteamericano tuvo que firmar con Gran Bretaña, en 1850, el tratado Clayton-Bulwer, por el cual cada nación se comprometía a no apoderarse en forma absoluta del canal33. El dominio de la zona del Caribe se impuso entonces como el paso previo para lograr la preponderancia en Centroamérica. La federación norteamericana podía extenderse hasta las Antillas españolas y recolonizar estos territorios, pero ya en Santo Domingo, Haití y el istmo de Panamá, donde la presencia británica y francesa era aun considerable, los Estados Unidos tenían que practicar un tipo de dominio neocolonial. De modo que, hacia 1895, cuando Martí escribía su carta a Mercado, los únicos proyectos de anexión que quedaban vigentes eran los de las colonias españolas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

Es innegable que, entre 1898 y 1914, el imperialismo norteamericano alcanzó su mejor definición34. Pero nunca, ni en los momentos de mayor violencia verbal o militar, se valoró la posibilidad de una anexión completa de Hispanoamérica. Por otra parte, si lo que advertía Martí eran los peligros del control político, la penetración monopolista, el saqueo comercial y la injerencia militar –como aparece claramente en otros dos textos suyos que prefiguran el neocolonialismo: «Congreso Internacional de Washington» y «La Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América»– es difícil imaginarse en qué forma el Estado independiente de Cuba podría conjurarlos.

México, la gran federación que servía de frontera cultural a la América Latina, era independiente desde 1821 y no había conseguido trazar una línea de

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mayor resistencia ¿Cómo podría lograrlo la pequeña isla de Cuba? Para nadie es un secreto que en el discurso martiano actuaba un fuerte mesianismo insular. Frases como «un error en Cuba es un error en la humanidad entera», «con la independencia de Cuba se salva la independencia de América», «es un mundo lo que estamos equilibrando», «Cuba es el fiel de la balanza», hablan de la creencia en una misión providencial asignada a la isla, que trascendía el logro político de su ruptura con España.

Se trata, ni más ni menos, del viejo mito de cubanacán, el ombligo del ombligo del mundo, que en su versión criolla se derivó del culto a la plaza antemural de las indias occidentales, o llave del golfo, y en su versión guevarista desembocó en el símbolo de Cuba como vanguardia de la lucha contra el imperialismo yanqui. La revisión más lúcida y cruda de esta imagen mesiánica de la isla se debe a Teoría de la frontera, el libro inconcluso de Jorge Mañach: uno de los martianos más verosímiles. La historia del siglo XX contrarió la visión de Martí, pues, como advierte Mañach, Cuba no logró ser una República del todo independiente y, en cambio, la expansión territorial de los Estados Unidos sí se detuvo en las Antillas, es decir, en Puerto Rico35.

Creo que Martí encausaba con pragmatismo la exaltación mítica de sus textos. Eso era lo que más admiraba en él Enrique José Varona, un sociólogo pragmático que como estadista resultó ser bastante iluso36. Aquella alarma in extremis era una fórmula verbal para sensibilizar a Mercado y, por su vía, a una porción de las élites porfirianas, con la independencia de Cuba, respecto de España y de los Estados Unidos.

Ya en una de sus cartas a Porfirio Díaz, del verano de 1894, se presentaba el problema de la urgencia de la soberanía insular bajo el mismo argumento: «El ingreso de Cuba –decía– en una república opuesta y hostil –fin fatal si se demora la independencia hoy posible y oportuna– sería la amenaza, si no la pérdida, de la independencia de las repúblicas hispanoamericanas de las cuales Cuba parece guardián y parte por el peligro común, por los intereses y por la misma naturaleza»37.

De manera que es probable que Martí, avizorando una intervención de los Estados Unidos con fines anexionistas, en la guerra hispano-cubana, contemplara un apoyo político o, por lo menos diplomático, por parte de México. «Y México –preguntará a Mercado– ¿no hallará modo sagaz e inmediato, de auxiliar, a tiempo, a quien lo defiende? Sí lo hallará, –o yo se lo hallaré–. Esto es vida o muerte, y no cabe errar». Extraña debió parecerle esta sugerencia a don Porfirio, quien había basado su política exterior en un ejercicio sofisticado de la neutralidad. Lo cual se demostró en el tardío reconocimiento de la beligerancia de los insurgentes cubanos, las sospechosas

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consultas de Ignacio Mariscal y Matías Romero a la Secretaría de Estado norteamericana y las excesivas atenciones diplomáticas para con España38.

Martí declaraba que la independencia de Cuba, esa isla-umbral entre las dos Américas, salvaría de la anexión a las repúblicas latinas, pero su deseo punzante era que las repúblicas latinas salvaran de la anexión a Cuba. Sin embargo, es muy raro que vislumbrara un escenario de violentas confrontaciones. Martí habló siempre de la guerra como una presión simbólica: imaginaba enfrentamientos breves, sin odio, que por su vehemencia convencerían a España de que la caída del orden colonial era un reclamo impostergable de la voluntad cubana. Es por ello que, a pesar de su lenguaje enérgico contra el anexionismo y la hegemonía de los Estados Unidos, le resultaban ajenas las estrategias de fuerza, aun frente al imperio.

En un breve y valioso ensayo, Enrico Mario Santí ha descrito la atmósfera suspicaz que rodeó aquel primer Congreso Panamericano de Washington de 1890, que fue, como se sabe, el trasfondo político de la escritura de «Nuestra América». Santí observa que a Martí le preocupaba tanto o más que los afanes anexionistas del Secretario de Estado, James E. Blaine, la falta de decisión de las repúblicas hispanoamericanas para apoyar el cese de la soberanía española sobre la isla, es decir, lo inquietaba eso que alguna vez llamó «la indiferencia de un continente sordo». Es por ello que Santí ve en «Nuestra América», en «Madre América» y en las cartas y documentos martianos de aquellos años una doble crítica al expansionismo de los Estados Unidos y a ese latinoamericanismo meramente retórico de las Repúblicas de «Orden y Progreso»:

«En el fondo de la posición de Martí bullía un ardiente conflicto: la América por la que sentía devoción no hacía nada por asistir a la «hermana» tierra, Cuba, a la que él se sentía más atado. Es cierto que Martí puede haber considerado políticamente sabio preservar, y hasta exacerbar, sus alianzas latinoamericanistas. Pero en última instancia delata una resignación que no elimina o siquiera reduce la gravedad moral del conflicto […]. No sería exagerado describir los trabajos de Martí durante este tiempo como el de un equilibrista en la cuerda floja: entre el elogio a «nuestra América» y la resistencia al imperialismo norteamericano, por un lado, y por el otro una severa crítica del Latinoamericanismo»39.

«Al Norte no se le debe provocar», decía uno de sus apuntes, y en «Nuestra América» se habla del pulpo que duerme sobre las repúblicas y no debe ser despertado. Incluso, llegó a reconocer la «fe generosa y patriótica» de un anexionista como José Ignacio Rodríguez, «que quiere a su patria como el que más y la sirve según su entender». Por eso, sospecho que de haberse

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constituido en 1898 una República independiente –sin la acotación antisoberana de la Enmienda Platt–, en la cual, para fortuna de todos, Martí formara parte del gobierno, lo más seguro es que habría consumido cuanto recurso civilizado tuviera a su alcance para resolver las diferencias con los Estados Unidos. «Frente a Roma y Cartago no se debe actuar como Roma y Cartago», parecía pensar. Y ese fue, justamente, el mensaje de su carta a Manuel Mercado: «viví en el monstruo, y le conozco las entrañas: –y mi honda es la de David».

Esta frase, de resonancia bíblica, es uno de esos momentos en que la escritura de Martí se nos presenta como una cifra de la historia insular. Descifrarla implica entonces comprender la actitud tentativa de la República martiana hacia los Estados Unidos. De modo que, como en toda exégesis, habría que llegar hasta el fondo de la metáfora. Y aquí, una vez más, Cintio Vitier nos adelanta algunas asociaciones40.

La vida en las entrañas del monstruo, esto es, los quince años que pasó Martí en los Estados Unidos, parecen rememorar la estancia de Jonás en el vientre de la ballena. Según la Biblia, este profeta menor anunciaba la experiencia de Cristo, ya que luego de tres días en aquellas tinieblas había sido devuelto milagrosamente a la vida. De modo que el símbolo de la ballena, en principio, puede vincularse a la muerte sagrada, es decir, a un viaje del que es posible regresar. Pero este pasaje bíblico generó otras dos referencias cardinales en el imaginario angloamericano, que Martí conocía muy bien: el Leviatán de Thomas Hobbes y Moby Dick de Herman Melville.

El primero es, hasta hoy, el símbolo más aterrador del Estado moderno. Para Hobbes, las instituciones políticas de la modernidad tejían una maquinaria que transformaba a cada ciudadano en una pieza solitaria, cuyo vulnerable desempeño, quisiéralo o no, contribuía al engranaje total: «los hombres son pequeños gusanos en las entrañas de Leviatán», afirmaba. Arcaica premonición de la «jaula de hierro» de Max Weber, el Proceso de Kafka, Metrópolis de Fritz Lang y de las propias descripciones de José Martí sobre Nueva York: «el gigante cuerpo donde todos los miembros se paralizan»41.

Si articulamos la imagen de Leviatán con la ballena blanca de Melville, símbolo absoluto de la maldad natural, y la atribuimos a los Estados Unidos, entonces se obtiene la satanización del espacio norteamericano en el discurso de Martí. Sin embargo, esta operación estaría reñida con un pensamiento que desechó siempre cualquier maniqueísmo. Las crónicas norteamericanas de Martí no están desprovistas de elogiosas pastorales sobre el progreso, las libertades públicas y las ofertas de bienestar que había alcanzado aquel país. La imagen martiana de los Estados Unidos se expresaba por medio de una tensión entre

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el ideal democrático de los padres fundadores y la burocracia autoritaria, el espíritu liberal y el cuerpo moderno, la nación y el imperio, la virtud cívica y el dinerismo, la naturaleza y la urbanidad. Al expresar esta tensión, Martí recurrió una y otra vez a la metáfora del monstruo y sus entrañas. Así, escribió: «En los fastos humanos, nada iguala a la prosperidad maravillosa de los Estados Unidos del Norte […]. [S]i esa nación colosal, lleva o no en sus entrañas elementos feroces y tremendos […] que endurecen y corrompen el corazón de ese pueblo pasmoso, eso lo dirán los tiempos42».

La imagen reaparece en su escena sobre la construcción del puente de Brooklyn: «y los creadores de este puente, y los que lo mantienen, y los que lo cruzan, parecen, salvo el excesivo amor a la riqueza que como un gusano les roe la magna entraña, hombres tallados en granito, como el puente»43. En «Vindicación de Cuba» volverá una vez más sobre ella al señalar que los cubanos no anexionistas «admiran esta nación, la más grande de cuantas erigió jamás la libertad; pero desconfían de los elementos funestos que, como gusanos en la sangre, han comenzado en esta República portentosa su obra de destrucción»44.

Los Estados Unidos se debatían en una contradicción interna –el «yankee codicioso y agresivo» amenazaba con desplazar al «yankee demócrata y universal»– y Martí, a través de sus crónicas, se propuso hacerla visible. De ahí que, orientando sus propias resistencias morales a la modernidad –abiertamente expuestas en un texto como «La religión en los Estados Unidos»– prefiriera captar los instantes en que la gran maquinaria norteamericana se detenía y quedaba al descubierto. Los funerales, las catástrofes, los terremotos, los juicios, las huelgas, los festejos, las nevadas y las inauguraciones lo fascinaban por esa pausa que imponen al acarreo moderno. El día de la muerte del presidente Garfield, por ejemplo, la ciudad le parece a Martí un «templo inmenso […] donde los negocios son una profanación […] la virtud llena todos los corazones […] y los hombres son hermanos en la tierra»45.

El mismo principio de confrontar la naturaleza y la urbanidad, el alma y la industria, motiva su entusiasmo al decir que Walt Whitman no vive en Manhattan, sino en el campo, rodeado de mancebos y caballos plácidos, lejos del «polvo de los carros y el humo de las fábricas jadeantes»; ¡Whitman!, «el hijo turbulento, sensual, carnoso de Nueva York, que come, bebe y engendra como los demás». También disfruta hablar de Mark Twain, el humorista que con «su fuerza de hombre natural» ha merecido un castillo en el pueblo de Hartford, «rodeado de robles y calzado por un lago». Pero es en su retrato de Emerson, quizá el filósofo que junto a Karl Krause haya marcado más el pensamiento de Martí, donde la denuncia del vacío de espíritu que

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experimentaba la sociedad norteamericana alcanza su mejor expresión. «La vida no es solo el comercio y el gobierno –dirá aquí– sino es más, el comercio con las fuerzas de la naturaleza y el gobierno de sí: de aquellas viene este»46.

Ahora bien, no debería ignorarse que muchas veces las críticas de Martí a los Estados Unidos se inspiraban en la propia cultura norteamericana. Así invoca el Derecho original del hombre de J. F. Clarke –quien vierte «las ideas del Apóstol San Pablo en sus equivalentes modernos»– al denunciar que la «República popular» se trueque en una «República de clases», donde los «privilegiados […] echen de la plaza libre de la vida a los que vienen a ella sin más fueros que los brazos y la mente»47. Esto no solo se percibe también en su apelación a Emerson y Whitman para señalar el ensombrecimiento del alma natural, sino en sus recurrentes alusiones a Henry David Thoreau, Amos Brownson Alcott, Henry Wadsworth Longfellow y Henry George.

José Martí fue uno de los intelectuales de Hispanoamérica que mejor conoció la cultura norteamericana de finales del siglo XIX. Su breve ensayo «La verdad sobre los Estados Unidos», escrito durante los últimos preparativos de la guerra, revela el valor que le otorgaba al conocimiento de la experiencia republicana, federal y democrática del Norte. «Ni se deben exagerar sus faltas de propósito, por el prurito de negarles toda virtud, ni se han de esconder sus faltas, o pregonarlas como virtud», advertía. «El desdén del vecino formidable que no conoce» nuestra América no debía volcarse contra los Estados Unidos, ya que la ignorancia, según Martí, solo engendraba odios y discriminaciones. Su respeto a esta máxima ilustrada de no despreciar ningún país o cultura, por muy imperialista que resultase, fue siempre ejemplar.

Tan solo recordemos que, en «Nuestra América», no excluyó a los Estados Unidos de la sentencia de Bernardino Rivadavia: «estos países se salvarán»: «acaso se libre, del desenfreno y la ambición, por el predominio de lo más puro de su sangre, la América del Norte». Y en su carta al New York Herald, como si intentara, por arte de magia o exorcismo, aplastar, con su mitad democrática, la otra mitad imperial de los Estados Unidos, supondrá que ellos

«Preferirían contribuir a la solidez de la libertad de Cuba, con la amistad sincera a su pueblo independiente que los ama, y les abrirá sus licencias todas, a ser cómplice de una oligarquía pretenciosa y nula que solo buscase en ellos el modo de afincar el poder de la clase, en verdad, ínfima de la Isla, sobre la clase superior, la de sus conciudadanos productores. No es en los Estados Unidos ciertamente donde los hombres osarán buscar sementales para la tiranía»48.

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Creo que a Martí le aterraba la posibilidad de que esta conjetura se desdoblara en una trágica profecía. De no haber muerto antes de 1898, el sistema norteamericano lo habría decepcionado una vez más. Pero aun así, me parece improbable que renunciara a su método de siempre, conocer las entrañas del monstruo, ni a su arma, la honda de David. Como decíamos, en esta frase se esconde toda una estrategia para imaginar la posible convivencia política y cultural entre Cuba y los Estados Unidos. No dudo que su exégesis cuidadosa pueda aportar una pequeña doctrina diplomática.

En todo caso, habría que empezar por recordar que, según el relato bíblico, David, el rey de Israel que venció a los filisteos y fundó la ciudad sagrada de Jerusalén, era poeta como Martí. Su política se inspiraba en un saber premonitorio y una gran destreza en la ejecución de la cítara, que le permitían ofrecer calma y felicidad a su pueblo y ahuyentar los malos espíritus. Cuando el gigante Goliat desafió al ejército de Israel, armado con bronce de pies a cabeza, el pequeño David decidió enfrentarlo sin lanza, espada, ni yelmo, sino con su atuendo de pastor, una honda y cinco piedras en el zurrón. Al quedar cara a cara, David le dijo al filisteo: «tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre de Dios». El gigante quedó desconcertado y David aprovechó para lanzarle una piedra mortal. La moraleja de esta leyenda ya la había referido Martí en «Meñique», el cuento de Laboulaye que ilustró para La Edad de Oro: «el saber vale más que la fuerza». O dicho de otro modo: a la violencia se debe responder con la razón y la fe; frente a unas armas se han de usar otras.

La mínima doctrina diplomática, para Cuba, que se deriva de aquí, prescribiría que, así como los desafíos no pueden quedar sin respuesta, se debe evitar, por todos los medios, la reproducción de rasgos imperiales en el ejercicio de la independencia y la defensa de la soberanía. Lamentablemente, desde 1898 hasta hoy, los cubanos no hemos encontrado la fórmula para eludir uno u otro peligro.

Durante la República, soportamos la limitación constitucional de la soberanía por más de treinta años y luego permitimos todo tipo de injerencia económica y política. Con la Revolución, la dignidad nacional se elevó a un plano insospechado y la soberanía alcanzó, quizá por primera vez, un status verdadero. Pero una Revolución radical en términos sociales, como la cubana, no deseaba permanecer ingrávida en plena guerra fría y la isla se adhirió al bloque soviético. En medio siglo, Cuba abandonó el tutelaje imperial español, adoptó el norteamericano y, finalmente, reemplazó a este último con el soviético. El único sujeto favorecido en esa vida entre imperios ha sido una minoría selecta del poder, que ha controlado la historia post-colonial de la isla.

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Justo ahí comenzó la inevitable asimilación de formas imperiales que con el tiempo nos haría sentir seguros y olvidar el trauma de la vecindad con los Estados Unidos. Ahora, por suerte y desgracia, a la vez, el dilema se nos presenta en toda su magnitud: Cuba necesita resolver sus diferencias históricas con la América del Norte, sin sacrificios vitales, para existir cabalmente como un Estado nacional moderno. Por eso supongo que el consejo de Martí, en nuestra encrucijada actual, sería más o menos como sigue: «hijos míos, haced que la ballena escuche el espíritu de Yahveh, y devuelva el cuerpo vivo de Jonás a la tierra».

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III

De la palabra al silencio

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La inmensa obra de José Martí, en su doble registro de poesía y política, está dominada por la palabra. Martí es una suerte de conglomerado textual que se forma con la escritura y la oratoria. La palabra escrita es el signo de su poética, mientras que la palabra hablada es el instrumento de su política. Eso que llamamos obra martiana no es más que discurso. Martí es una discursividad animada, un parlamento vivo. La trama de su vida permanece oculta bajo sus papeles. Su persona se muestra borrada por su palabra ¿Qué sabemos de la historia de su cuerpo? El grillete, el anillo, la cruz de caracoles, el caballo blanco son señales de una existencia que provienen de los mitos del texto49. Las célebres biografías de Jorge Mañach, Luis Rodríguez Embil, Félix Lizaso, Roberto Agramonte y Ezequiel Martínez Estrada informan poco de la criatura y mucho de su espíritu. En realidad, más que biografías o reconstrucciones de una vida, son historias intelectuales del héroe. De manera que el sujeto martiano podría actuar desde un desequilibrio: la omnipresencia del discurso y la opacidad del cuerpo, el alma transparente y el soma hermético.

Dada esa logofilia que ha caracterizado siempre a los fundadores de discurso, resulta contrastante la sostenida apelación al silencio en la obra de Martí. Es fácil encontrar, en medio de su vasta escritura, cierta voluntad de agrafia. Solo que en él la pulsión de renuncia al lenguaje no responde a los motivos del silencio poético moderno. Su instinto de clausura verbal no es, a la manera de Rimbaud, una completa desaparición de la literatura en la vida. Tampoco es, como en Mallarmé, ese aprovechamiento del espacio blanco, del vacío, de los límites de la lengua. Mucho menos se trata de un «silencio previsto», instrumental, asociado al horror pleni que provoca la palabra opulenta, desbordada por la emoción, como el que ha visto Gerard Genette en Gustave Flaubert50.

Martí no concibe el verbo como un organismo que debe dar fe de su debilidad o su ocultamiento, sino como un don de la fuerza y el exceso, de la plétora y el desenfreno, de la ausencia de toda economía. La lengua poética es, según Martí, «ardiente y arrolladora como la lengua de lava» o «arrebatada, revuelta, encendida como el agua que baja del monte». En esa caída, en ese despilfarro verbal reside su barroquismo.

De modo que el dilema del Hamlet escribiente, tan bien descrito por Maurice Blanchot y Roland Barthes, no es el suyo. Los efectos de una gravitación hacia el silencio, como la de Martí, pueden ser semejantes a los que Barthes registraba en El grado cero de la escritura. El texto martiano también posee esa «estructura del suicidio: el silencio es en él como un tiempo poético homogéneo que se injerta entre dos capas y hace estallar la palabra, menos como el jirón de un criptograma que como luz, vacío, destrucción, libertad»51.

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Pero si bien esta morfología de la vacuidad textual lo identifica con el fin poético de Rimbaud y Mallarmé, es decir, con la destrucción del lenguaje, las fuentes y los atributos de su silencio son de otra naturaleza. Para Martí, el silencio, más que una poética, es, como ha distinguido Lisa Block de Behar, una retórica, un uso intertextual de los signos52.

La dimensión secreta de la escritura de Martí podría desglosarse en tres formas del silencio: la mística, la moral y la política. El silencio místico alude a un estado de ascensión del alma en busca de su encuentro con Dios. El silencio moral, en cambio, es un atributo de la virtud humana. El hombre virtuoso se reconoce como una criatura callada, que oculta su fe y logra una eficiente economía de su verbo. Por último, el silencio político no es más que el clandestinaje: los fines de una política deben mantenerse ocultos para ser logrados. Esta triple construcción del sentido secreto hace que el discurso de Martí se articule siempre alrededor de un misterio53. Sus palabras viven una perpetua conspiración que acaba institucionalizándose como una tecnología de lo indecible. El arcano, erigido ya en una institución, funciona entonces a la manera de un interdicto que suaviza y, en ocasiones, cancela, la tensión entre el verbo y el acto, entre el logos y el factum.

El paso de las palabras –de la poética a la política y de la política a la poética– en Martí, se da por medio de una estetización del secreto. Lo que no puede ser expresado desde el lenguaje (el gezeigt de Ludwig Wittgenstein) puede insinuarse en el silencio y así llegar a ser expresable, es decir, llegar a ser su contrario: el gesagt. Como decía la última proposición del Tractatus Logico-Philosophicus: «de lo que no se puede hablar hay que callar»54. La suspensión de la palabra es un acto que muestra los límites del lenguaje. Y esos límites indican la existencia de un universo ajeno a la «práctica del decir» que solo es accesible desde la experiencia mística.

«Mostrar lo inefable» era, según Wittgenstein, el gesto que distinguía a los místicos. La escritura, entendida como un acercamiento permanente a lo indecible, se vuelve entonces un ejercicio espiritual sagrado. Ya que la inefabilidad no solo enmarca ese territorio donde se ausenta la palabra, sino que «proporciona –y cito a Wittgenstein– el trasfondo sobre el cual adquiere significado lo que se puede expresar»55. No es extraño, entonces, encontrar en los Notebooks un comentario como este: «he leído extractos de las obras de St. John of the Cross, hay personas que se han condenado por no haber tenido la suerte de encontrar un sabio director espiritual en el momento adecuado»56. El escéptico vienés, de principios del siglo XX, cree hallar en la mística carmelita del Siglo de Oro español una guía espiritual.

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El discurso místico de los españoles del Siglo de Oro (San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, fray Luis de León, fray Luis de Granada, Malón de Chaide) se basaba en la certeza de la imperfección del lenguaje. El verbo humano era incapaz de comunicar la plenitud de Dios. Como los teólogos de la Patrística (San Agustín, Tertuliano, Orígenes), los místicos españoles rechazan las fundamentaciones racionales del ser divino. Si hay una prueba ontológica de Dios esa es la fe y todo lo que es ajena a ella le sirve de correlato. San Juan y Santa Teresa siguen esa llamada «vía negativa» de intelección de Dios, que contemplaron los padres de la Iglesia y que luego cristalizó en las Guías para descarriados y perplejos de Maimónides. Es posible probar racionalmente lo que Dios no es, pues a Dios solo pueden adjudicarse atributos negativos. Así –en palabras de Maimónides– «cuando declaramos que Dios existe, declaramos la imposibilidad de su no existencia; cuando le llamamos incorpóreo queremos decir que no se parece a la tierra, ni a sus pobladores». Maimónides apenas se atreve a decir que Dios es el tetragrammaton, o sea, lo inefable, lo indecible, el secreto57.

De esta tradición proviene la divinización del silencio. Para San Juan de la Cruz, el acto de callar es una penetración del alma en los cielos. El estado de gracia que se alcanza con la mudez es también una paralización autorrepresiva de la lengua. Dios impone silencio sobre la corruptibilidad del verbo y descubre la culpa inscrita en la palabra y sus abusos. Es por eso que San Juan escribe a las Carmelitas Descalzas de Granada: «la mayor necesidad que tenemos es de callar ante este gran Dios con el apetito de la lengua, pues el lenguaje que Él escucha solo, es el callado del amor»58. De modo que la presencia de Dios en el mundo hace transparente la culpa de los hombres por su exceso de palabras, por su gasto indiscriminado del verbo genésico. Esta lectura de la lengua como órgano pecaminoso es un elemento más de la satanización cristiana de la carne y el cuerpo.

En Wittgenstein, la culpa de la palabra se traslada, quizás por efecto de su logocentrismo, a la ineficacia del lenguaje. «Es difícil decir algo –señala uno de sus apuntes– que sea tan bueno como no decir nada. Expreso lo que quiero expresar siempre solo a medias. Y quizás ni siquiera eso, tal vez solo en una décima parte. Esto significa algo. Mis escritos son con frecuencia solo un 'balbuceo'»59. El deseo, la pulsión erótica, asociada a la lengua, se ve aquí sublimada por el límite lógico del lenguaje y su mortificación reviste la forma de una rebeldía contra los obstáculos de la comunicación. La voluntad de silencio es en Wittgenstein, como en San Juan, una automutilación mística. Solo que su legitimidad es diferente: callar es acercarse a Dios, mientras se corrigen los propios mecanismos de la lengua.

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La sensación de culpa ante la palabra escrita es también recurrente en José Martí. El verano de 1882, luego de la edición de Ismaelillo es la primera circunstancia de sus arrepentimientos post-scriptum. Junto con un ejemplar de su poemario, envía a sus amigos una carta en la que pide perdón por sus excesos poéticos. A Enrique José Varona le confiesa: «me ha entrado una grandísima vergüenza de mi libro, luego que lo he visto impreso». La lectura de sí revela la culpa. El placer del texto, testificado por la abundancia de imágenes, el gasto retórico y la liberación de la lengua, aparece como pecado escritural. El instrumento que le sirve para lavar la mancha del pecado, para expiar la culpa, es justamente la mortificación de la lengua por medio del silencio. Callar, dejar la página en blanco, es un recurso de purificación moral que sigue al desenfreno de la escritura: «Hoja tras hoja de papel consumo:/ Rasgos, consejos, iras letras fieras/ Que parecen espadas: Lo que escribo/ Por compasión lo borro...».

Pero el testimonio más elocuente de esta culpa ante la escritura aparece en la célebre carta del 11 de agosto de 1882 a Manuel Mercado. Para Martí se trata de una experiencia completamente nueva: el enfrentarse ya no a un poema publicado, sino a la edición de su primer cuaderno poético.

«En un estante tengo amontonada hace meses toda la edición; –porque como la vida no me ha dado hasta ahora ocasión suficiente para mostrar que soy poeta en actos, tengo miedo de que, por ir mis versos a ser conocidos antes que mis acciones, vayan las gentes a creer que solo soy, como tantos otros, poeta en versos. –Y porque estoy todo avergonzado de mi libro, y aunque vi todo eso que él cuenta en el aire, me parece ahora cantos mancos de aprendiz de musa, y en cada letra veo una culpa»60.

El deseo de ser poeta en actos no debería tomarse como una opción sacrificial. Para Martí la esfera de la escritura podía alcanzar una autonomía decisiva. Es cierto que se resistía a ser considerado solo poeta en versos, es decir, que le interesaba cierta dimensión de la subjetividad que se resolvía más allá de la metáfora escrita. Su vocación pública era tan apremiante, tan cargada de moralidad, que a sus ojos el ejercicio político revestía la forma de la poesía. Pero en una escritura plenamente ubicada dentro de las tensiones modernas, como la de José Martí, estas declaraciones deben interpretarse como estrategias retóricas.

Llama la atención, en todo caso, que la culpa ante la letra impresa, o la vergüenza ante el texto publicado, produzca en el autor un sentimiento de mutilación. Martí le habla a Mercado de sus «cantos mancos». Antes, en una carta de 1877 a Máximo Gómez en la que pedía información para unas crónicas sobre la Guerra de los Diez Años, anotaba: «en silencio, admiro a los que lo

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merecen, y envidio a los que luchan», y firmaba: «el mutilado silente, José Martí». La política cubana debía ocupar todo el espacio público. Cualquier otra actividad carecía de los imperativos morales que motivaban la lucha por la independencia de Cuba. De ahí que el poema, el libro, es decir, las instituciones del texto que se hacían públicas, aparecieran como formas indignas.

Martí traslada esta sensación de vileza a la lectura mística de su cuerpo. El sujeto, que ha localizado el territorio de su consagración en la guerra y la política, al verse referido exclusivamente a la escritura, se percibe incompleto. La imagen del mutilado alude entonces a ese malestar que le provocan los márgenes de la política y la guerra. En una visceral estetización de la violencia, Martí llega a identificar el daño físico, la tortura, el dolor e, incluso, la muerte con el sosiego de quien se conserva ajeno a la lucha. La paz y la poesía se vuelven crímenes en un tiempo de guerra y política. Solo que la escritura sigue siendo el único testimonio que da fe de esa certeza.

Yo callaré: yo callaré: que nadie

Sepa que vivo: que mi patria nunca

Sepa que en soledad muero por ella:

Si me llaman, iré: yo solo vivo

Porque espero a servirla: así, muriendo...

Por este camino, Martí reproduce las analogías del silencio que concibió la mística española. El reposo de la palabra es para él, como para San Juan y fray Luis de León, un atributo de la soledad del alma en la noche y el campo. Cuando la ciudad diurna calla resuena la música natural. Así, en los Versos Sencillos puede leerse: «Yo sé bien que cuando el mundo/ Cede, lívido, al descanso,/ Sobre el silencio profundo/ Murmura el arroyo manso». Lejos de la ciudad, lejos del mundanal ruido, encuentra Martí esa naturaleza que deshace los artificios. La verdad, la belleza, pero –sobre todo– el bien, se reservan en ese paisaje. Los márgenes de la ciudad moderna constituyen un territorio ennoblecedor. La nobleza moral que trasmite esa zona está asociada al silencio: «Odio la máscara y vicio/ Del corredor de mi hotel:/ Me vuelvo al manso bullicio/ De mi monte de laurel».

Martí habla de un murmullo de arroyo manso, de un manso bullicio. Otra vez la resonancia de la «soledad sonora» y la «música callada» del Cántico Espiritual. Wittgenstein también participa de este «miedo metafísico a la música»61. Esta

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predisposición mística debió ser, en su caso, el origen de múltiples tensiones. Se sabe de su pasión por Mendelssohn, Brahms, Mahler y de sus propias incursiones sinfónicas. Su Liedenschaftlich es una metáfora sonora de la soledad destructiva que envuelve al filósofo62. Martí, en cambio, no entiende la música como lenguaje, sino como lengua. Su idea se acerca más a la de Schopenhauer. La música es voluntad, no representación; es el espacio inefable y no el tiempo traducible. Para Martí la sonoridad musical alude siempre a una utopía armónica: «la música es el hombre escapado de sí mismo: es el ansia de lo ilímite surgida de lo limitado y de lo estrecho: es la armonía necesaria, anuncio de la armonía constante y venidera»63. De manera que el silencio místico, en tanto forma de lo indecible, se identifica con la música trascendental del alma. La mansedumbre que busca Martí es una domesticación verbal de ruidos feraces, una pacificación de la estridencia moderna.

El secreto martiano remite también a un ámbito de soledad. Miguel de Unamuno ya advertía que los poetas místicos presentaban el mundo como si estuviese habitado solamente por Dios y las almas. La «soledad sonora», la «música callada» del Cántico Espiritual de San Juan son representaciones de ese desalojo del paisaje. Martí también recurre a tópicos similares para deconstruir el escenario moderno: «Amo los patios sombríos/ Con escaleras bordadas;/ Amo las naves calladas/ Y los conventos vacíos».

La soledad de las almas, su discurso silencioso en las afueras, es nuevamente una variación sobre el tema del exilio fundacional. El poeta, según la imagen de sí que ofrece Martí, es un sujeto migrante que funda desde la lejanía. Sus parlamentos callados no solo son castigos del pecado de la lengua, sino estados de reconstitución del verbo. La penitencia que le facilita el silencio le sirve como antesala y preparación de una nueva palabra. Es así como Martí identifica la oración solitaria en los montes –tema clásico de la iconografía cristiana– con los rituales heroicos de la gestación estatal. Los héroes, como antes los santos, se internan solos en los montes y reciben de Dios el encargo de la redención.

El cierre de la palabra es también un blanqueamiento del alma, el despliegue del espíritu como una página que admitirá futuras inscripciones. Y a la vez, el héroe es un cuerpo que posibilita la escritura de la historia sobre sí. La política nacional se manifiesta, entonces, como tatuaje. En su discurso de 1890, en conmemoración del Diez de Octubre, pronunciado en el Hardman Hall de Nueva York, Martí interpreta la peregrinación de Carlos Manuel de Céspedes –el «Padre de la Patria»– por los campos del oriente de la isla en el sentido de una oración callada por la libertad de Cuba. El parto de los montes, según Martí, se logra por medio de la inscripción del espíritu nacional sobre el alma

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en blanco de Céspedes. El silencio del héroe otorga el espacio de articulación de la palabra fundacional: «Si se nos salta el corazón ¡cómo no se nos ha de saltar! cuando vemos vivir en el silencio lleno de promesas de los montes, en el silencio de los montes, lleno de con suelos, a uno de los padres evangélicos de nuestra libertad, que allá fundó y aquí sigue fundando»64.

Otra asociación del silencio con el área solemne de los panteones heroicos aparece en su poema «Sueño con claustros de mármol». Aquí Martí se pasea entre las tumbas y testifica la suspensión del lenguaje que se alcanza en los cielos o –si se quiere– en la memoria cívica. Este orden textual de la visita al mundo de los muertos es también el de El presidio político en Cuba –que se asume como un descenso al infierno de la mano del Dante– y el de su temprano poema «A mis hermanos caídos el 27 de noviembre». En los tres textos se establece un corte entre el momento de la contemplación callada y el momento del testimonio elocuente. Martí recorre en silencio el panteón de los héroes y luego desata la palabra al regresar al mundo de los hombres: «Sueño con claustros de mármol/ Donde en silencio divino/ Los héroes, de pie, reposan:/ ¡De noche, a la luz del alma,/ Hablo con ellos: de noche!»

El diálogo entre el visitante y los muertos se da en silencio. La paradoja –como «las voces sin ruido» de San Juan– permite a Martí trasmitir la singularidad de un contacto virtual: el que logran los muertos silenciosos y el vivo locuaz. La conversación debe ser callada. Pero ese contacto es la ocasión que posibilita el testimonio. Sin ese encuentro la escritura del poema se vuelve un acto imposible. Por eso la experiencia del diálogo con los héroes es la imagen de mayor corporeidad. Y en la narrativa de ese paso, Martí insiste en presentar la noche como tiempo y espacio de un habla milagrosa: «¡De noche, a la luz del alma, hablo con ellos: de noche!».

Las citas de la «Noche Oscura» y «La Subida al Monte Carmelo» son casi literales. En la noche es cuando el alma sale, transmigra, y habla una jerga iluminada que solo Dios comprende. El lugar y las horas nocturnas señalan un territorio de errancias donde el contacto poético entre los mundos es posible. La noche es un escenario de iluminaciones, pero esa filtración de la luz casi siempre se vincula con una transfiguración del sonido. La metáfora órfico-pitagórica de la «música de las esferas» es recodificada por Martí a través de la imagen recurrente de «los astros silenciosos».

Las iluminaciones de la noche son parábolas de la revelación bíblica. El firmamento es para Martí una escritura sagrada que puede ser leída como los evangelios. De ahí que la noche sea, además de un territorio de comunicación poética, la desembocadura teleológica del saber. La oscuridad fecunda, de la que habla Martí, puede atribuirse a una territorialización poética y metafísica

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muy común dentro del romanticismo alemán. En particular, la simbología de la noche como tiempo propicio para los discursos, que, de algún modo, seculariza el canon bíblico de la revelación en favor de la filosofía. Hegel acostumbraba a decir que «el búho de Minerva no emprende su vuelo hasta el anochecer». Un poema enigmático de Martí, quizás juegue con ese telos secularizador del romanticismo alemán:

En el negro callejón

Donde en tinieblas paseo

Alzo los ojos y veo

La iglesia, erguida, a un rincón.

¿Será misterio? ¿Será

Revelación y poder?

¿Será rodilla, el deber

De postrarse? ¿Qué será?

Tiembla la noche: en la parra

Muerde el gusano el retoño;

Grazna, llamando al otoño,

La hueca y hosca cigarra

Graznan dos: atento al dúo

Alzo los ojos y veo

Que la iglesia del paseo

Tiene la forma de un búho.

La noche podría ser aquí el símbolo de la teleología profana del saber moderno. Pero la noche es también, en los Versos Sencillos, el reino silencioso de las almas: una metáfora natural, y por tanto, muy económica, de la muerte. La clausura del verbo representa a veces, para Martí, esa suerte de penitencia monástica que suscita el pecado de la lengua; pero otras veces es una clara

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prefiguración de la muerte. La voluntad de silencio en Martí, su fuerte propensión al sacrificio de la palabra, responde, como decía Barthes, al imaginario poético del suicida65. Como la tendencia a la agrafía de Ganivet y Larra, la domesticación del deseo y sus marcas en el cuerpo involucran también a la lengua. El habla y la escritura caen bajo un régimen de vigilancia y castigo espiritual, cuya liberación última ya está contemplada como una política secreta. En un poema dedicado a Serafín Bello, de 1890, Martí trasmite esa prefiguración sin mucha prudencia: «Me entran como temporales/ De silencio, –precursor/ De aquel silencio mayor/ Donde todos son igual es».

La muerte es aquí la parábola de la democracia. El estado de igualdad y paz a que aspira la construcción política martiana aparece ya como una consecuencia del sacrificio personal. La muerte es un acto de perfección, de completamiento, un Ars Moriendi: la imagen pública total de su política secreta66. Es por eso que Martí parece encarnar, con su trama heroica, el modelo del estoicismo republicano antiguo que, al decir de José Lezama Lima, encamina la autorrepresentación hasta la piel como límite. El silencio, la anulación de la palabra, se prefigura como un fin paralelo del agotamiento político del cuerpo67. Por eso el sacrificio es triple: la poética desaparece en la política, mientras la palabra desaparece en el silencio y el cuerpo desaparece en el polvo. Esta desaparición múltiple es resumida por Martí con la imagen de la «muerte callada». Ya en una carta de 1886, a su amigo mexicano, Manuel Mercado, decía: «prefiero morir acá en silencio». Y luego, a Henríquez y Carvajal, le escribirá: «mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado».

María Zambrano ha observado que este motivo de la «muerte callada» recorre todo el estoicismo español. Desde las Cartas a Lucilio de Séneca hasta Las coplas de Jorge Manrique, desde las Moradas de Santa Teresa hasta el Idearium de Ángel Ganivet, la muerte callada completa esa «moral de viajero, de ser peregrino que sabe que nada suyo tiene»68. El silencio místico, oral y político de Martí se inscribe en ese estoicismo. Su sacrificio por la patria, previsto antes en su poética, fue la confirmación de la imposibilidad de expresar el absoluto en palabras. De ahí que el acto final de callar significara para él un acceso a la redención desde la plenitud y la dignidad de su persona. No creo que haya una mejor lectura de esa «muerte callada» que la que nos ofrece la propia María Zambrano

«Pasa el hombre por la vida como la luz por el cristal, y solo hay que cuidar que nuestro paso no deje empañada la transparencia, ni marcada su huella. La gloria más consecuente para el estoico es el silencio […]. El hombre se sabía limitado y se resignaba a morir […]. Todo en él era canjeable, todo comunicable; lugar abierto […]. Transparente, sin nada privado, sin intimidad,

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embebido por la serenidad en calma de la naturaleza, esa calma que conserva por encima de toda alteración. Y libre siempre, con la retirada abierta por la dignidad»69.

En este comentario, María Zambrano capta la paradoja política del estoico: su voluntad de silencio lo lleva a exhibir el alma en medio de la plaza, hasta convertirla en un espacio sacrificable, descubierto y dominado por lo público. El alma del estoico se extiende como una tela para las inscripciones de la ciudad, como un reflejo de las virtudes cívicas del pueblo. Así, la «ordalía de palabras imposibles» se convierte, al decir de Roberto Calasso, en un con junto de «cristales misteriosos»: en una utopía, cuya transparencia moral está dada, en gran medida, por su opacidad70. De ahí que el silencio no solo sea una poética o una moral, sino, también, una política: la política del imposible.

Sin embargo, la política martiana es plenamente utópica y, a la vez, plenamente realista. Su invocación del silencio republicano, su llamado al secreto en las cuestiones de Estado, no llega al punto de comprometerse con una opción elitista de poder, que acapara la información e impone al pueblo un vacío de lenguaje. En Martí nunca encontraremos ese lugar del silencio, creado por cierta desorientación ante el dilema de la carne y el logos, que Brice Parain y Pierre Klossowski vieron en los regímenes totalitarios del comunismo y el fascismo71. Su mística del secreto jamás se propone contrariar la resuelta creencia en el espacio público, como base para la fundación de una cultura política moderna:

«La república, sin secretos. Para todos ha de ser justa, y se ha de hacer con todos; pero no llegaría al triunfo, o llegaría envenenada, la república que, por apetito de auxiliares, prometiese en la sombra de la candidatura lo que no puede ni debe cumplir a la luz de la victoria. Levantarse sobre intrigas, es levantarse sobre serpientes. En revolución, los métodos han de ser callados; y los fines públicos»72.

En el caso de Martí, su estoicismo se ve pronunciado por una sólida pertenencia a la tradición cívico-republicana. Se sabe que, al morir, llevaba la Vida de Cicerón en la mochila. Para Martí, como para Cicerón, Séneca o Marco Aurelio, la República es el destino visible de toda política secreta. Pero también es el ágora de los sacrificios, la esfera de la consagración de los dones morales y poéticos. La muerte callada de Martí es una muerte por la República: el secreto de su escritura se descubre, públicamente, en la virtud cívica de su sacrificio.

Paul Veyne ha descrito cómo cuando el estoico interviene en política desata una duplicidad: ejerce la política concreta de la imperfección (hexis) y, a la

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vez, añora la política espiritual de la perfección (diathesis)73. Esta ambivalencia proviene de cierta imposibilidad para deslindar la moral y la política, tal y como lo consiguieron Maquiavelo, Hobbes y todos aquellos que formalizaron el poder moderno. Remo Bodei ha visto esta misma imposibilidad en la filosofía política de Rousseau, los jacobinos y los románticos74. Martí pertenece definitivamente a esta tradición, es decir, a la herencia de un republicanismo estoico, jacobino y romántico. Toda su política, como la de Séneca, Rousseau o Víctor Hugo, está consagrada a reconciliar la felicidad de su persona con la felicidad del pueblo: a lograr esa «dicha del hombre de bien».

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IV

Las entrañas del monstruo

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José Martí no solo narra la nación cubana naciente. Narra, también, otras experiencias post-coloniales, más o menos consolidadas, como la mexicana, la guatemalteca y, sobre todo, la norteamericana75. Después de Cuba, el país que más ocupa la escritura de Martí es, sin lugar a dudas, Estados Unidos. La inscripción de quince años de exilio neoyorquino en los textos de Martí es, probablemente, la huella más perceptible de la formación de su autoría literaria e histórica. Su obra contrajo, pues, una cuantiosa deuda intelectual con la cultura y la política norteamericanas de la segunda mitad del siglo XIX. De ahí que, todavía hoy, resulte asombrosa la fuerza ideológica de un muy difundido estereotipo de Martí como escritor primordialmente hispánico o latinoamericanista acérrimo, cuando no decididamente sajonófobo y antinorteamericano ¿Cómo pudo haber narrado una nación «abominable», que únicamente odiada o aborrecía? ¿Acaso se puede narrar una cultura sin eso que Lezama llamaba el eros cognoscente, sin una simpatía doméstica, sin cierta pasión vecinal por lo que se narra?

Una prueba, más bien simbólica, de la presencia de los Estados Unidos en la escritura de Martí es el hecho de que la propia metáfora que usó para ilustrar su largo exilio en ese país –«viví en el monstruo y le conozco las entrañas»– está sumamente cargada de resonancias de la literatura y la religiosidad anglo-americana. Hobbes, Blake, Coleridge y Melville rondan detrás de esa imagen –cuyo correlato es la otra metáfora del «gusano y la rosa»– que Martí no solo articuló en la carta a Manuel Mercado, sino en muchas de sus crónicas neoyorquinas, para aludir a la paradójica monstruosidad de los Estados Unidos76. Todos los monstruos son paradójicos y ambivalentes, como bien sabían los románticos ingleses, y esa dualidad los hace seductores. A Martí lo sedujo, pues, la paradoja de un país que bajo su desenfrenada actividad industrial y comercial, bajo su arrolladora vorágine urbana, contaba con una filosofía y una poesía de extraño refinamiento, cuyos ejes eran, precisamente, las ideas de Naturaleza y Espíritu, es decir, las dos nociones más amenazadas por el torbellino de la modernidad77.

A simple vista pareciera que Martí, con su metáfora del «monstruo», intentaba trasmitir la atmósfera sombría de las «entrañas». Curiosamente, en sus Cuadernos de apuntes encontramos la siguiente nota: «las entrañas del sufragio son feas como tocias las entrañas». Martí quiere decir que la democracia norteamericana «por fuera», observada desde lejos, parece justa e imitable, pero cuando se conocen sus detalles (los golpes bajos de las campañas electorales, la corrupción, el engaño, la demagogia, el arribismo, la despiadada participación del dinero en la política, etc.) puede llegar a ser repulsiva. Sin embargo, el doble trasfondo de la metáfora sugiere otra interpretación. En el vientre oscuro de la ballena pudo sobrevivir Jonás, como

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el propio Martí en Nueva York, para luego regresar entero a la tierra, y también en las entrañas del Leviatán según Hobbes, viven los gusanos, es decir, los hombres, los ciudadanos, con su pesadumbre diaria, pero, sobre todo, con su imaginación y su cultura. Así, en un poema de los Versos Sencillos, Martí parece responder a una metáfora con la otra: «Ya sé: de carne se puede/ hacer una flor: se puede […]./ De carne se hace también […]./ el gusano de la rosa».

La metáfora de la entraña adquiere otra ambivalencia, digamos, de tipo moral, en la literatura de Martí. En una de sus primeras crónicas, titulada «Coney lsland», la «prosperidad maravillosa» de los Estados Unidos del Norte aparece como un dato incuestionable. Otra cosa, dice Martí, es si «esa nación colosal, lleva o no en sus entrañas elementos feroces y tremendos»78. Al final de su exilio Martí piensa que sí, que hay una «falta de raíces profundas» en los Estados Unidos que «corrompe el corazón de ese pueblo». No es raro que un intelectual latinoamericano de cualquiera de los dos últimos siglos piense eso: ahí están los casos de Rodó y Darío, de Henríquez Ureña y Reyes, de Borges y Paz. Sin embargo, la entraña, como corazón del ser, deberá ser asumida en toda su indignidad, porque, a juicio de Martí, la identidad es atributo pleno o no es identidad, un aprendizaje de sí en el que las virtudes no ocultan a los vicios, en el que la civilización se autocorrige moralmente: «hay que meterse la mano en las entrañas y mirar la sangre al sol: si no, no se adelanta»79.

En las entrañas del monstruo reside la humanidad, la ciudadanía, con su imaginación y su cultura. De ahí que cuando Martí declara haber «conocido las entrañas» de los Estados Unidos se refiere, también, aunque no haya sido ese el sentido que en aquel momento quería comunicarle a Mercado, a la «Norteamérica Secreta», como diría María Zambrano, o a la «Norteamérica Profunda», como diría Guillermo Bonfil Batalla; a ese universo densamente espiritual que conoció por medio de los filósofos y los poetas, de los predicadores y los científicos.

Desde Nueva York, Martí no solo pudo sentir el pulso de la vida moderna, como se refleja en sus crónicas, sino que alcanzó, también, a leer e interpretar el discurso literario norteamericano como una fuga de esa modernidad, como un oasis espiritual donde se concebía el mundo a partir de principios que entraban en tensión con la economía y la política de los Estados Unidos80. Esa discordancia entre cultura e historia, paradoja de paradojas, le ofreció a Martí una estrategia intelectual que luego pondrá a prueba, con suma eficacia, en su obra de fundación republicana.

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ESPAÑA EN LA NUEVA INGLATERRA

Fina García Marruz ha observado que para Martí el primer indicio de una nueva localización en la cultura norteamericana es el modo de representar el tiempo. El paso «de las ciudades literarias hispanoamericanas a la gran ciudad práctica» se refleja en las crónicas como un viaje de la lentitud a la velocidad, del sosiego a la agitación81. Esa manera de representar el tiempo de la modernidad es una huella de su «territorialización como inmigrante», del reconocimiento literario de su nuevo espacio o de lo que Homi K. Bhabha entiende como «the location of culture», un limbo que le permite al exiliado narrar la extraña nación que tensamente lo acoge82.

La más eficaz domesticación literaria de los Estados Unidos la alcanza Martí en su lectura de los márgenes discursivos de ese país, a través de una suerte de regreso al tempo hispánico dentro del propio espacio de la cultura norteamericana. En efecto, el hallazgo de aquella comunidad filosófica de Concord, inmersa en un trascendentalismo naturalista que debió recordarle a los místicos del Siglo de Oro y al krausismo de sus años estudiantiles en Zaragoza, el encuentro con la mirada española de Irving y de Longfellow o con la visión de Motley sobre el Imperio de Carlos V y Felipe II completó el ciclo de la anagnórisis. Finalmente, el cubano atisbaba que aquel burdo naturalismo de Karl Krause, motivado en Schelling, difundido por Sanz del Río y expuesto en el demasiado leído Compendio de Estética, había adoptado una fundamentación panteísta equivalente, aunque menos refinada, a la que a fines del XIX proponía Emerson, quien, por fortuna, se inspiraba en Montaigne83. Así, en la otredad de la cultura norteamericana, Martí encontraba miradas que lo reflejaban: «se veía visto»; condición que, al decir de María Zambrano, es lo que busca todo hombre en la historia84.

Desde una perspectiva política, que para Martí era siempre central, el grupo trascendentalista de Massachusetts debió resultarle sumamente atractivo. Como intelectuales del Norte, más o menos relacionados con el Partido Republicano, Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau, Amos Bronson Alcott, Jones Very, John Brown, Orestes Brownson, Theodore Parker y otros escritores y predicadores se habían sumado a la campaña abolicionista que, desde 1840, sostenía The Dial de Margaret Fuller. Alcott, Emerson y Thoreau no solo se opusieron a la esclavitud, sino que también criticaron la voluntad expansionista de su gobierno y, sobre todo, la política imperial de los Estados Unidos en la invasión a México de 1847. Durante la Guerra Civil, los trascendentalistas simpatizaron con Lincoln y el ejército unionista, a pesar de que en algunos casos, como el de Louise May Alcott, Janes Very y Henry David

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Thoreau, más que una posición parcial, semejante a la de Whitman en su Drum-Taps, predominó el rechazo de la guerra en sí, desde una filosofía radicalmente pacifista85.

Pero las lecturas norteamericanas de Martí fueron más allá de una simpatía política a primera vista con los críticos del imperialismo. Su encuentro con una imagen crítica y heterogénea de España en los Estados Unidos debió ser, como anotábamos más arriba, una puerta de acceso a la literatura del «renacimiento americano». Martí supone que el origen de esa singular representación de lo hispánico está en las obras de Washington Irving, cuyo centenario, en 1883, es, a su juicio, «el centenario de la independencia de la Literatura Americana»:

«Le encomiendan que descifre en archivos de España pergaminos roídos, y escribe la Vida de Cristóbal Colón con que el hombre de una nación salvó, por el calor humano y compenetración con lo grandioso, los lindes de su patria y los de la Fama. Vé [sic] por entre los sutiles encajes de piedra del balcón, que la quieren viva, aquella mora, como toda hermosura, urna de vida; y cual si el viento del desierto, que arrebata por sobre el lomo de los camellos ondas de arenas de oro, batiese súbitamente su frente maciza de hombre norteño, escribe los encomios de la Alhambra, y sus sueños de moros y moras, como si no fuese de acero inglés, sino de ave del Paraíso, la pluma del poeta»86.

De modo que Martí percibe en los textos de Irving sobre España, en Vida y viajes de Cristóbal Colón y en los Cuentos de la Alhambra, una mirada abierta que representa lo hispánico como un mundo culturalmente diverso, es decir, como un mosaico de razas, religiones, hablas y costumbres. Con esa mirada, Irving «ve por entre los sutiles encajes de piedra del balcón» y describe los «sueños de moros y moras». Su narrativa ha logrado traspasar, pues, la dura fachada de los estereotipos y ha tocado el fondo plural de la nación española, donde la diversidad de presencias culturales conforma algo mucho más complejo que esa férrea identidad hispano-católica. Pero Martí sospecha, además, que dicha mirada también transforma al que la experimenta. Por eso dice que Irving, «hombre de una nación», va más allá de los «lindes de su patria», que su «frente maciza de hombre norteño» es batida por el «viento del desierto» y que su «pluma de poeta» no parece de «acero inglés», sino de «ave del Paraíso». Vemos aquí una intuición de lo que hoy, en el multiculturalismo, se ha vuelto tan familiar: la mirada del otro desestabiliza las identidades del sujeto y del objeto, descentra tanto a quien mira como a quien es mirado.

Algo parecido debió encontrar Martí en otra mirada norteamericana hacia España, más lejana y, por tanto, más lírica: la mirada de Henry Wadsworth Longfellow. Este poeta bostoniano, criatura del puritanismo de la Nueva

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Inglaterra, sintió siempre una particular fascinación por lo mediterráneo católico. De joven viajó por Italia, Francia y España, conoció sus respectivas literaturas y ya de regreso a Harvard se dedicó al estudio y la traducción de los clásicos latinos. De ese peregrinaje salió su excelente traducción de la Divina Comedia y su temprano libro The Spanish Student, de 1843, al que se refiere tangencialmente Martí: «hizo el poeta canoso versos varios, y supo de finlandeses y noruegos, y de estudiantes salmantinos, y de monjas moravas, y de fantasmas suecos, y de cosas de la colonia pintoresca, y de la América salvaje»87. Martí vio en esta errancia literaria de Longfellow, en «aquellos vagares de sus ojos y efluvios de su espíritu», un claro ejemplo del cosmopolitismo a que aspiraba la propia poesía modernista latinoamericana.

Sin embargo, la imagen más penetrante del mundo hispánico no la encontró Martí en un novelista o en un poeta, sino en un historiador: el también bostoniano John Lothrop Motley. Este intelectual, a quien unas veces llama el «perfecto», «el colorido» y otras el «bello» o el «caballeresco» Motley, fue diplomático en Alemania, Austria, Rusia y Ho landa y aprovechó su estancia en esos países europeos para rastrear los archivos en busca de información histórica. Así, llegó a escribir varios libros exhaustivamente documentados como The Rise of the Dutch Republics (1856), The History of the United Netherlands (1871) y The Life and Death of Barneveld (1874). Martí, al parecer, pudo leer las que él mismo traducía como Historia de Holanda e Historia de la revuelta de los Países Bajos, dos libros que seguramente le ofrecieron analogías sobre la fragmentación del imperio español en nuevos estados nacionales.

Una de las primeras alusiones a este autor la encontramos en su reseña de las Seis Conferencias de Enrique José Varona. Allí, hablando de Fe lipe II, Martí dice que este «no fue cual lo forjan Núñez de Arce y Möuy, sino como Gachard y Motley y nuestro Güell lo pintan»88. En ambos libros, Motley trataba a Felipe II con rudeza, ya que en su época se había inaugurado la represión de los movimientos protestantes y separatistas de los Países Bajos que provocaría la salida de aquellos principados del Imperio español con el Tratado de Aquisgrán en 1648. Para Martí debió haber sido sumamente reveladora la lectura de estos textos de Motley, ya que en ellos la decadencia del «Imperio Universal de la Cristiandad», concebido por Carlos V, era interpretada a partir de la presión separatista de las provincias del Norte, que se consideraban lingüística y religiosamente incompatibles con España. No es raro que Martí haya visto, en la versión de Motley sobre aquella crisis del Imperio español –suscitada por las revueltas protestantes de Holanda y Bélgica en el siglo XVII– una alegoría o parábola de otras crisis imperiales españolas que vendrían después, como la que generó la independencia de América Latina hacia 1810 o la que podría

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generar la separación de Cuba y Puerto Rico a fines del siglo XIX. Esto se trasluce en un comentario que encontramos en una de sus primeras cartas a La Nación de Buenos Aires, en la que Martí, recién llegado a Nueva York, confunde el apellido de Motley con el de Nictley89:

«En Boston lució Nictley (Motley), tan bello como Byron, autor de un libro que en cadena y nutre, y no ha de faltar en anaquel muy a la mano, de librería de hombre de ahora: la Historia de la revuelta de los Países Bajos. Es más que historia, es procesión de vivos: Felipe II, lamido el pie de llamas, garduñosas las manos, lívido, como de reflejo de lumbre sulfurosa el rostro; Granville, el Cardenal acomodaticio, que se sacó del pecho, como prenda de andar que estorba para el camino, la conciencia; Don Juan de Austria, lindo loco; Alba, Hiena, y Guillermo de Orange, incontrastable, que es de aquellos que aparecían en la hora del cómputo, con un pueblo sobre los hombros, y tuvo en vida la grandeza serena, pujante y tenaz de los creadores90».

El contraste entre el príncipe español Felipe II y el británico Guillermo de Orange es demasiado crudo en esta lectura. Martí no parece reaccionar contra la fuerte raíz puritana de esta historiografía, que identifica el catolicismo hispánico con la superstición, el atraso, el fanatismo y la impiedad. En cierto modo, esa escritura de la historia era parte de una larga continuación intelectual de las Guerras de Reformas. Sin embargo, nunca aparecerá en Martí la más mínima queja por ese énfasis apologético en la religiosidad protestante que recorre toda la literatura norteamericana de finales del siglo XIX y, en especial, la de los escritores de la Nueva Inglaterra. Lo cual habla, una vez más, de su tolerancia religiosa, de su concepción laica de la cultura, cuando no de cierta curiosidad por el reformismo protestante y la moral calvinista. El puritano Motley es, a su juicio, el prototipo de la sabiduría y la buena prosa: «el historiador deleitoso, que nació en este pueblo (Boston), narró con arte sumo e ímpetu la historia de Holanda, y vivió entre desvanes de anticuarios, biblioteca y archivo»91.

Es interesante notar el contrapunto entre esta imagen del sabio Motley, el «hombre cultural», rodeado de libros, que reside en las grandes capitales de Europa, y la imagen de otros escritores (Alcott, Emerson, Whitman, Thoreau, Whittier) como hombres naturales, es decir, intelectuales cuya cultura está ligada a una vocación comunal o solitaria de experimentar el paisaje. De Alcott, Martí rescata una anécdota de su infancia: su padre le ordenó que vendiera un baúl de libros, pero el niño lo desobedeció, «no comerció con el baúl de libros», y con ellos fundó la biblioteca de su primera escuela. Más que una temprana bibliofilia, Martí ve en esa actitud la señal de una consistente filantropía, de una ética de la virtud comunitaria que proviene de la vida en el campo y no del republicanismo cívico de la ciudad. El paisaje se presenta, aquí,

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como una biblioteca primordial. Alcott, según Martí, «fue libro vivo a quien los campesinos oían con gozo y con asombro de que les hablase tan al corazón sobre la poesía de sus faenas y el modo de ser dichoso en el alma»92. Y concluye preguntándose: «¿De dónde sino del trabajo y de la vida natural había de venir hombre tan puro? No nació en la ciudad, que extravía el juicio, sino en el campo, que lo ordena y acrisola»93.

HOMBRE NATURAL Y ANIMAL POLÍTICO

En la crónica «El poeta Watt Whitman» encontramos la misma defensa del «hombre natural». El texto comienza estableciendo un paralelo entre Leaves of Grass, el que llama «libro prohibido», con «los libros sagrados de la antigüedad, que ofrecen una doctrina comparable, por su profético lenguaje y robusta poesía»94. Para Martí no podía ser de otra manera, ya que Leaves of Grass es, a su juicio, un «libro natural». Y ese naturalismo poético y moral se vuelve enunciado central en la crónica por medio de su lectura e interpretación de Whitman:

«Así parece Whitman, con su “persona natural”, con “su naturaleza sin freno en original energía”, con sus “miríadas de mancebos hermosos y gigantes”, con su creencia en que “el más breve retoño demuestra que en realidad no hay muerte”, con el recuento formidable de pueblos y razas en su “Saludo al Mundo”, con su determinación de “callar mientras los demás discuten, e ir a bañarse y admirarse a sí mismo, conociendo la perfecta propiedad y armonía de las cosas”; así parece Whitman, “el que no dice estas poesías por un peso”; el que “está satisfecho, y ve, baila, canta y ríe”; el que “no tiene cátedra, ni púlpito, ni escuela”, cuando se le compara a esos poetas y filósofos canijos, filósofos de un detalle o de un solo aspecto; poetas de aguamiel, de patrón, de libro; figurines filosóficos o literarios»95.

Martí cita y traduce a Whitman. Esa poesía entendida como inscripción de la experiencia de un yo emblemático, como narración de sí, le permite una suerte de promiscuidad discursiva, por medio de la cual el cronista puede hablar con las palabras y el aliento del poeta. La permeabilidad de la voz de Martí, esa capacidad de infiltrarse en el discurso de los escritores norteamericanos es uno de los signos distintivos de su obra. Es perceptible cierto mimetismo de fondo y de superficie, de retórica y de sentido. Cuando habla de Emerson es Emerson, cuando habla de Alcott es Alcott, cuando habla de George es George. Pero esta fusión de horizontes en el caso de los trascendentalistas se da de una manera más orgánica. Martí ha hecho suyas las ideas del grupo de

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Concord. En cambio, Whitman le resulta «nuevo» y «extraño». Tal vez, por eso, en su crónica sobre el autor de Specimen Days son tan frecuentes las citas textuales. En este caso, las referencias al texto funcionan como signos de extrañamiento96.

Es diferente, por ejemplo, el uso de la cita en su crónica para La Opinión Nacional de Caracas con motivo de la muerte de Emerson. Aquí Martí más que citar, logra reescribir las ideas centrales del ensayo Nature: la analogía universal, el panteísmo, la idea del Uno-Eterno, el oversoul, la Naturaleza como espejo moral del alma, etc. Poco a poco Martí va alejándose del texto de Nature e inicia un recorrido por toda la obra de Emerson, sin citar literalmente ninguno de sus Ensayos. Habla de la noción emersoniana de la muerte, del saber, del sentido de la vida, de Dios, de su fascinación por la cultura hindú y de los astros. Los tópicos de esta filosofía trascendental le son tan familiares que él mismo puede reformularlos con sus palabras, como si ya no supiera distinguir el discurso del texto del de la lectura. Tal vez, alarmado por esa fusión, Martí alude al ensayo «Rasgos ingleses», para identificar a Emerson con el puritanismo de la vieja Inglaterra y así tomar una distancia prudencial. Al final de la crónica, después de haber glosado la filosofía emersoniana, Martí pregunta: «¿se quiere verle concebir? ¿se quiere oír cómo habla?». Y como si quisiera demostrar que ese texto que él ha hecho suyo existe, es real, cita varias frases de Emerson; una detrás de la otra, sin que guarden una conexión semántica, pero buscando ilustrar siempre el estilo poético de los Ensayos97.

Así, al final de la crónica, la cita, más que una señal de extrañamiento aparece como un recurso para diferenciar dos discursos casi idénticos: el de quien lee (Martí) y el de quien es leído (Emerson). Esta simbiosis, a los ojos del cubano, debió ser otra confirmación más del principio de la analogía natural y espiritual que Emerson desarrolló, críticamente, a partir de Platón. Para Martí la forma en que el filósofo norteamericano plasmaba sus ideas por escrito era perfectamente asumible, a pesar de las barreras del idioma y de la religión. A Borges, por cierto, también le fascinó esa conexión emersoniana entre la teoría del alma de Platón y el panteísmo escéptico de Montaigne. Solo que Borges, a diferencia de Martí, imaginaba al sabio de Concord como un personaje libresco: «Ese alto caballero americano/ Cierra el libro de Montaigne y sale/ En busca de otro goce […]/ Piensa: Leí libros esenciales […]/ No he vivido. Quisiera ser otro hombre»98. Pero Emerson –según la lectura martiana del trascendentalismo, que es un vislumbre de la de Borges, no escribía desde su intelecto o su imaginario, sino desde la naturaleza y el alma universales. Su saber se inspiraba en una revelación natural y, a la vez, trascendental:

«Si no le entendían, se encogía de hombros: la Naturaleza se lo había dicho: él era un sacerdote de la Naturaleza […]. Da cuenta de sí, y de lo que ha visto.

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De lo que no sintió, no da cuenta. Prefiere que le tengan por inconsciente que por imaginador. Donde ya no ven sus ojos, anuncia que no ve. No niega que otros vean; pero mantiene lo que ha visto. Si en lo que vio hay cosas opuestas, otro comente, y halle la distinción: él narra»99.

Esta idea de la narrativa como testimonio de lo visto es, precisamente, la clave de la composición de las crónicas norteamericanas de Martí. En cierto modo, a través de Emerson, Martí descubre que la propia cultura de los Estados Unidos ofrece un método para narrar esa compleja nación. Solo que si bien la analogía platónica se refería a la «semejanza eidética» entre la persona y su ciudad, para Emerson la identidad esencial se experimenta únicamente con respecto a la naturaleza. A Martí no se le escapa esta sutil distinción y, por ello, insiste en contraponer el humanismo natural de Emerson al frenesí urbano de la modernidad neoyorkina. La muerte del sabio de Concord es una oportunidad ideal para enfrentar ambas analogías (la del hombre-ciudad que va de Platón a Hegel y la del hombre-paisaje que va de San Agustín a Rousseau), y, sobre todo, para oponer a la secularidad tumultuosa del mercado y la urbe la sacralidad solitaria de la naturaleza y el espíritu:

«Cuando un hombre grandioso desaparece de la tierra, deja tras de sí claridad pura y apetito de paz, y odio de ruidos. Templo semeja el Universo. Profanación el comercio de la ciudad, el tumulto de la vida, el bullicio de los hombres. Se siente como perder los pies y nacer alas […] Todo es cúspide y nosotros sobre ella […] Y esos carros que ruedan, y esos mercaderes que vocean, y esas altas chimeneas que echan al aire silbos poderosos, y ese cruzar y caracolear, disputar, vivir de los hombres, nos parecen en nuestro casto refugio regalado, los ruidos de un ejército bárbaro que invade nuestras cumbres, y pone el pie en sus faldas, y rasga airado la gran sombra, tras la que surge, como un campo de batalla colosal, donde guerreros de piedra llevan coraza y casco de oro y lanzas rojas, la ciudad tumultuosa, magna y resplandeciente»100.

El alma de Emerson, según Martí, no se parece tanto a Boston o a Nueva York, como a Concord, a Yosemite y a los bosques de la Nueva Inglaterra. Con este desplazamiento de la analogía platónica el escritor cubano identificaba el mensaje central del trascendentalismo norteamericano. En un libro clásico, F. O. Matthiessen argumenta que este movimiento filosófico, hijo legítimo del romanticismo inglés, elaboró una imagen paradisíaca del paisaje, cuya hermenéutica moral se proyectaba contra los excesos de la industrialización de finales del siglo XIX101. Más recientemente, el historiador Simon Schama ha visto que aquella estetización de lo agreste, de lo silvestre, contrapuesta a la civilidad de lo urbano, respondía a un deseo de refundar la nación norteamericana desde las bases del humanismo natural102. De ahí lo apropiado

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que es el título de «renacimiento americano» para sintetizar los objetivos de esa generación. En efecto, la ideología, más republicana que democrática, de aquellos intelectuales podía conciliarse con un marcado jusnaturalismo, cuyo matiz utópico tiene algunas resonancias de Rousseau.

Desde el punto de vista moral, el puritanismo de los trascendentalistas desembocaba en un horizonte cercano al de los Padres de la Iglesia y, en especial, a San Agustín. En La Ciudad de Dios había, por cierto, una idealización del «hombre natural» que no pasó inadvertida ante los ojos de Rousseau. Las instituciones de la ciudad, según San Agustín, eran obra de Caín, quien como castigo por su fratricidio debía reproducir los vínculos socia les más allá de la familia. La división del trabajo, el mercado, las aldeas, los pueblos y, por último, la «ciudad-Estado» habían nacido, pues, del pecado. Un imaginario muy semejante aparece en The Journals de Alcott, en Nature de Emerson y, sobre todo, en Walden de Thoreau. Para Martí, en cuya formación hispano-católica pesaba bastante la teología originaria de la Patrística, debió resultar seductora esta confluencia.

Pero, tal vez, lo que más atrajo a Martí de los trascendentalistas es la combinación de ese naturalismo con un sentido práctico de la cultura. Las ideas educativas y morales de aquellos «eremitas de Concord» eran, en verdad, muy poco místicas. Alcott, aunque «fue mal hombre de negocios», enseñaba, con ese método «conversacional y gentil» que obtuvo de Sócrates y Pestalozzi, «el amor al trabajo, a la vida natural», y en «los paseos por la campiña sus discípulos aprendían el alma de la botánica, que no difiere de la universal»103. Al igual que para Emerson y Thoreau –el más solitario de los tres– su pedagogía, basada en el principio de «awaken the soul», buscaba educar «en el hábito de la investigación, en el roce de los hombres y en el ejercicio constante de la palabra, a los ciudadanos de una república que vendrá a tierra cuando falten a sus hijos esas virtudes»104. Fruitlands, Temple School, Alcott House, Walden Pond y todas las utopías comunitarias de los trascendentalistas no estaban reñidas con los fines políticos republicanos, ni con la ética laboriosa de la modernidad.

Thoreau, a quien Martí solo cita tangencialmente, es el mejor ejemplo de esa modernidad alternativa que proponían los naturalistas de Concord. Si bien en Walden, en Cape Code, en Slavery in Massachusetts y otros de sus ensayos había una propuesta de economía comunitaria y autosuficiente, muy similar a la que defendía Henry George en Progress and Poverty, no es menos cierto que su involucramiento en las campañas antiesclavistas y pacifistas y su difundida idea de la «desobediencia civil» hablan de una personalidad ubicada en el centro del debate político norteamericano105. Aún así, una buena prueba de que su naturalismo fue, tal vez, el más radical dentro de aquel movimiento

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filosófico es el hecho de que hoy Lawrence Buell y otros autores ecologistas no vacilan en considerarlo como el precursor de la imaginación ambiental contemporánea y el ecocentrismo postmoderno106.

El escaso interés de Martí por Thoreau contrasta, en cambio, con sus recurrentes alusiones al economista Henry George, cuyo concepto del single tax le llamó poderosamente la atención. De él dice que «predica la justicia de que la tierra pase a ser propiedad de la nación», que es «amigo de los que padecen y amado por el pueblo» y «uno de los pensadores más sanos, atrevidos y limpios que ponen hoy los ojos sobre las entrañas confusas del nuevo Universo»107. No hay en el ambiguo pensamiento económico de Martí una señal de afinidad más clara que la que trasmite su alta valoración de la obra de George:

«Henry George vino de California, y reimprimió su libro El Progreso y la Pobreza, que ha cundido por la cristiandad como una Biblia. Es aquel mismo amor del Nazareno, puesto en la lengua práctica de nuestros días. En la obra, destinada a incurrir las causas de la pobreza creciente a pesar de los adelantos humanos, predomina como idea esencial la de que la tierra debe pertenecer a la Nación. De allí deriva el libro todas las reformas necesarias. Posea la tierra el que la trabaje y la mejore. Pague por ella al Estado mientras la use. Nadie posea tierra sin pagar al Estado por usarla. No se pague al Estado más contribución que la renta de la tierra. Así el peso de los tributos de la Nación caerá sobre los que reciban de ella manera de pagarlos, la vida sin tributos será barata y fácil, y el pobre tendrá casa y espacio para cultivar su mente, entender sus deberes públicos, y amar a sus hijos»108.

En esta recepción positiva de Henry George, como en tantas cosas, Martí fue un precursor de la cultura política latinoamericana del siglo XX. Unos años después de la muerte del héroe cubano, Andrés Malina Enríquez, Luis Cabrera y otros intelectuales revolucionarios de México se basaban en un principio semejante para dar forma al artículo 272 de la Constitución de 1917, que estableció que «la tierra pertenecía naturalmente a la Nación y que, por tanto, era justificable la expropiación por causa de utilidad pública». En Martí, al igual que en Malina Enríquez, pesaba tanto la valoración de las ventajas económicas que reportaría este principio, como la perspectiva moral que suponía, esto es, la disponibilidad de un mecanismo fiscal que permitiera combatir la pobreza y lograr una mejor distribución del ingreso.

No hay dudas de que Martí pudo absorber la cultura y la política norteamericanas durante esos quince años que vivió en Nueva York. En ocasiones su interés traspasaba la mera curiosidad periodística y se acercaba a una pasión por lo extraño, a cierto morbo antropológico que nutre el

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imaginario del inmigrante. Así, no deja de asombrar su fascinación por el poeta cuáquero John Greenleaf Whittier, de quien reseña casi toda su obra, o sus comentarios sobre otros dos poetas menores: Wendell Holmes y Russell Lowell109. Es en este sentido que puede afirmarse que la escritura de Martí no solo contiene una «narrativa del nacimiento de la nación cubana», sino, también, y en grado poco advertido por la crítica, una «narrativa del renacimiento de la nación norteamericana». E incluso, se podría ir más allá y afirmar que no pocas de las ideas que Martí compromete en su obra de fundación nacional, en Cuba, provienen de su experiencia del exilio neoyorkino. El humanismo natural de Emerson, la pedagogía neoplatónica de Alcott, el nacionalismo agrario de George y tantos otros tópicos de la cultura y la política de los Estados Unidos son piezas centrales de su proyecto de una «República con todos y para el bien de todos».

EL APRENDIZAJE DE LA CERA

La política norteamericana entre 1880 y 1895, es decir, entre el año final de Rutherford Birchard Hayes y la segunda presidencia de Grover Cleveland, es una de las asignaturas centrales de la educación republicana y democrática de José Martí en los Estados Unidos. El republicanismo martiano se perfila en la apropiación de la cultura política norteamericana de esos años, en la lectura de los eventos de Estado como espectáculos de la modernidad a los que asiste una ciudadanía embelesada y vigilante, que es, a un tiempo, actora y espectadora del ceremonial cívico110. Ese republicanismo debe tanto a lo épico como a lo biográfico, a una percepción heroica de los políticos profesionales, que Martí toma de Carlyle y Emerson y que se proyecta en sus crónicas bajo la forma de semblanzas físicas y morales de los estadistas norteamericanos111. Así Martí vislumbra la política como un teatro nacional, donde se escenifica la lucha de las pasiones que forcejean por el protagonismo de la historia americana.

Martí llega a los Estados Unidos cuando los grandes líderes unionistas del Norte, afiliados al Partido Republicano, dominan la escena, promoviendo la reconstrucción del Sur, la igualdad racial y la hegemonía panamericana de Washington. El primero de los políticos que atrae su atención es el malogrado presidente James Abraham Garfield, cuyo asesinato en 1881, a menos de un año de su elección, inspira una crónica conmovedora. A Martí le impresiona el origen humilde y, a la vez, ilustrado del Senador de Ohio, quien en su juventud había alternado los oficios de carpintero y maestro de lengua griega. Su retrato

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es tan ennoblecedor que no vacila en afirmar que el asesino de Garfield no es Guiteau, como el de Lincoln no había sido Booth: «a este hombre lo ha matado un elemento oculto que obra poderosamente contra las fuerzas de construcción, entre las fuerzas de destrucción de la humanidad: un elemento rencoroso, inteligente e implacable: el odio a la virtud»112. Martí, defensor siempre de la virtud cívica como valor primordial del republicanismo, siente que el magnicidio es un atentado contra la República misma.

El espectáculo del funeral de Garfield le revela a Martí uno de los principios esenciales de la modernidad política: cuando hay una desgracia nacional, la razón de Estado y las simpatías partidarias pasan a un segundo plano. La tristeza no solo embarga a los principales estadistas de las facciones republicanas, el Vicepresidente Arthur, el Secretario de Estado Blaine, el General Grant, sino que afecta también a los líderes rivales del Partido Demócrata. Esta tregua de civilidad enternece al joven Martí, quien, al contemplar aquella ceremonia, afina su valoración de la decencia democrática:

«Mas las lides políticas que ya en estos días cobran aire y vigor de novedad, cesaron en la semana de la ceremonia fúnebre, avergonzadas, y no llegaba de ellas noticia alguna a la afligida familia nacional. Demócratas y republicanos han llorado y lloran, en común, la pérdida del Jefe honrado; y en aquella estupenda mole viva que se acumuló en Washington a ver los restos del Magistrado difunto, era de ver con júbilo, como por primera vez, después de la guerra, los odios de los hombres se endulzaban frente a la tumba de un hombre que no tuvo nunca odio»113.

El otro político que acapara la mirada de Martí es el general Ulises Grant, a quien, con motivo de sus funerales en 1885, le dedica la más larga y enjundiosa de sus semblanzas. El retrato de Grant, a diferencia del de Garfield, está matizado por firmes contrastes. Martí deplora la rusticidad del político, su despotismo caudillesco –evidenciado en el conato de una tercera reelección–, y, sobre todo, su frenético expansionismo, que, a principios de la Guerra de los Diez, «lo llevó a curiosear por Cuba». De ahí el trazo ríspido de las facciones de Grant: «él miraba con ansia al Norte inglés; al Sud mexicano; al Este español; y solo por el mar y la lejanía no miraba con ansia igual al Oeste asiático. Mascaba fronteras cuando mascaba en silencio su tabaco. La silla de la presidencia le parecía caballo de montar; la nación regimiento; el ciudadano recluta»114. Frases que recuerdan la carta, enviada a Máximo Gómez en el otoño del año anterior, en la que anotaba el imperativo cívico: «un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento». Pero frente a esos defectos de un presidente envilecido por el poder se impone el dato de que fue «el General que sacó a puerto la Unión, y recosió con su espada la carta rota de la República»115.

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Esta mirada compensatoria, que recuerda el balanceo moral de Plutarco en el «Pompeyo» de sus Vidas Paralelas y que, una vez más, reitera el enlace entre escritura biográfica y republicanismo, se vuelca, también, sobre la compleja figura de James Gillespie Blaine, quien fuera Secretario de Estado de los presidentes Garfield (1880-81) y Harrison (1889-93)116. Martí aborrecía dos rasgos de Blaine: su agresivo expansionismo, que combatió durante la Primera Conferencia Panamericana de 1889, y su excesiva astucia para intrigar con las facciones del Partido Republicano117. Ese es el Blaine que Martí retrata «dando órdenes a sus tenientes» desde un coche que atraviesa, a toda velocidad, los campos de Nueva Escocia. Sin embargo, nunca deja de enfocar al otro Blaine, al político profesional con «un pasmoso poder de supervivencia y versatilidad catilinaria», al que «levanta la sábana de la política para que se vean las llagas públicas de la nación», en fin, al «osado, honrado y prudente» que posee «atrevidos pensamientos» y «conoce el arte de hablar a las muchedumbres»; arte que, según Martí –quien debió practicarlo muchas veces en su vida– consiste en «llegar, deslumbrar e irse»118.

Uno de los textos donde mejor se plasman las asimilaciones y rechazos de Martí frente a la modernidad política de los Estados Unidos es el dedicado a las convenciones de los partidos demócrata y republicano, en el vera no de 1888. Martí comienza la crónica describiendo cómo en aquellos meses ningún otro espectáculo veraniego, ni las playas ni el baseball –cuyos «jugadores no solo ganan fama en la nación, enamorada de los héroes de la pelota, y aplausos de las mujeres muy entendidas en el juego, sino sueldos enormes»–, ni los bailes en vapor ni la Estatua de la Libertad, ni Búfalo Bill en Erastina ni las comparsas de St. George, lograban disminuir el interés de la ciudadanía en las elecciones de los dos candidatos a la presidencia de los Estados Unidos119. Curiosamente, Martí, quien desde 1880 ha demostrado más simpatías por los republicanos que por los demócratas, se siente ahora más identificado con la cerrada cohesión de los segundos en torno a la candidatura de Grover Cleveland:

«¡Qué escena de veras la de la proclamación de Cleveland en la convención de los demócratas! […] Ni aquel clamor de la convención republicana cuando Conkling propuso a Grant de candidato en 1866, ni la locura preparada con que la convención de 1884 saludó el nombre de Blaine, pudieran compararse con el imprevisto fragor con que los demócratas acogieron la designación de Cleveland. Los trece mil a la vez rompieron en las más desenfrenadas vociferaciones»120.

«¡Cuán distinta –anota– de la de los demócratas la convención republicana!» El partido estaba dividido entre los seguidores de varios candidatos: Sherman, Gresham, Alger, Depew, Allison, Harrison… Finalmente ganó este último, que era el favorito de Blaine, después de una ardua elección interna que duró más

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de una semana. Martí no oculta su complacencia ante la situación de unanimidad de los demócratas, quienes postulan a un solo candidato, y su rechazo a la democracia partidista de los republicanos, «cuyos candidatos son varios, y la competencia terca y ruin, viéndose claramente comprar y vender votos, o traficarse a cambio de empleos y consideraciones si el partido triunfa»121. Al final, le parece más digno «llegar al poder por la calle ancha, como Cleveland, que por callejuelas, como Harrison»122. Esta preferencia por el consenso plebiscitario y unívoco perfila, una vez más, la adscripción de Martí a un imaginario republicano, heredero de Catón y Cicerón , Tito Livio y Maquiavelo, Rousseau y Robespierre, Bolívar y Jefferson, con representaciones unanimistas de la «voluntad general de la nación» que revelan ese síntoma, analizado por Philip Pettit, de sometimiento de la libertad a la igualdad, la disidencia al acuerdo y, en última instancia, el liberalismo democrático al Estado nacional123.

La inserción de José Martí, a la manera de un testigo y un cronista, en la vida política norteamericana de finales del siglo XIX tiene, pues, un doble efecto en su formación como virtual gobernante: consolida su republicanismo y, a la vez, imprime desconfianza y aprensión a su imagen de la democracia. Pero más que el pronunciamiento de esta tensión entre república y democracia, Estados Unidos ofreció a Martí el espectáculo de la política como oficio de Estado, como técnica del poder, como arte –y no como moral o ideología– del gobierno, donde Harrison, «por callejuelas», vence a Cleveland, que va «por la calle ancha». Nadie como él habría expresado con tanta transparencia su propio aprendizaje: «es la política como cera blanda, que se ajusta a un molde inquieto, variable y hervidor»124.

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V

Sacrificios paralelos

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La experiencia de la modernidad en América Latina ha recurrido siempre a la simulación. Los Austrias y los Borbones hicieron de la corte virreinal una escena en la que lo moderno se representaba por medio del gesto, la moda y el lenguaje. En aquel tiempo la modernidad era más la apariencia que la moral de Europa, pues el llamado espíritu de Occidente aun se expresaba como artificio. Aquellas burocracias eran sumamente teatrales. La política, según el sarcasmo de Voltaire, les parecía más una asombrosa propiedad de la peluca que un contenido de la razón. Pero después de la independencia, la modernidad dejó de ser ese estilo mágico de Europa. Las oligarquías nacionales convirtieron el espíritu occidental en su naturaleza. Si las cortes indianas habían sido retablos de figuras europeas, ahora el Estado independiente sería el teatro vernáculo de lo moderno americano. Dictaduras militares, interregnos liberales y repúblicas de orden y progreso asumieron, a lo largo del siglo XIX, la democracia americana como una ficción nacional125.

El montaje político de la modernidad llega a su punto de inflexión con el deterioro de las grandes dictaduras patrimoniales. Rosas en Argentina, Portales en Chile, Latorre en Uruguay, Rodríguez de Francia en Paraguay, García Moreno en Ecuador, Guzmán Blanco en Venezuela y Díaz en México habían establecido unidades despóticas perdurables. El Estado nacional era para ellos una suerte de primer motor que desataría la evolución política entre el autoritarismo y la democracia. Pero todo pasaje evolutivo, como aleccionaban Darwin, Spencer y Tarde, debía apelar a formas miméticas. Mientras el pueblo se adaptaba a la democracia, las élites tendrían que participar en ciertos rituales imitativos de la política moderna. La simulación era una técnica esencial de la pedagogía positivista: el arte de conducir al bárbaro por los senderos del mundo civilizado. Es por eso que la generación latinoamericana de la segunda mitad del siglo XIX se propone desenmascarar los Estados nacionales126. De ella surgen los caudillos cívicos que harán de la política una aletheia disciplinaria: el acto por el cual se descorre el velo de supersticiones que empaña la verdad127.

Octavio Paz escribió alguna vez que la Revolución de 1910 fue la caída del disfraz porfiriano: un súbito reencuentro de México con su propio ser128. Francisco Madero y sus contemporáneos (el peruano Manuel González Prada, el argentino Leandro Alem, el uruguayo José Batlle y Ordóñez, el chileno José Manuel Balmaceda y el cubano José Martí) recurren una y otra vez a la verdad, en tanto valor político primordial. Entienden la democracia y el Estado de derecho como un desvanecimiento de máscaras autoritarias y artificios despóticos. Esta suerte de epistemología política se deriva de una recuperación del jusnaturalismo liberal, cuyo a priori optimista molestaba tanto a Spencer y sus discípulos. Para Balmaceda, Alem, Martí y Madero la libertad, la justicia y

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la igualdad eran principios naturales que, por medio de la ley, podían llegar a ser infalibles. Su realidad antecedía a cualquier dictadura. De ahí que Madero insistiera en que las naciones oprimidas por un poder absoluto se «acostumbraban al disimulo»129. Alem, el legendario fundador de Unión Cívica Radical, se graduó de Derecho con un estudio sobre las obligaciones naturales de los ciudadanos. Y Martí llegaría a decir que por el desdén hacia la «política superior escrita en la Naturaleza» se propagaban los tiranos en América.

Hay en esa generación una idea de la política que recuerda a Montesquieu. Las leyes que rigen a los hombres son naturales y encierran un espíritu moral. Leer ese espíritu y comunicarlo a la nación, más que administrar el Estado, era la política para aquellos caudillos. Por eso entre ellos fue escaso el estadista y abundó el profeta cívico y el mesías revolucionario. Casi todos experimentaron intensas premoniciones del martirio personal y, de algún modo, condujeron sus vidas como tragedias. Cierto estoicismo, que desde los tiempos de Catón de Utica está asociado a las tradiciones cívico-republicanas, los llevó a involucrar sus cuerpos en una trama sacrificial130. Así, Balmaceda y Alem se suicidan por la patria, Martí se inmola en su primer encuentro con la guerra, Madero es incomunicado y luego asesinado por su propio Ejército.

Se trata de hombres que provienen de una racionalidad ajena a la política. Las élites del poder los escrutan cual si fueran aves raras. Balmaceda era sonámbulo, sufría frecuentes neurastenias y ni siquiera en su período presidencial se despojó de la melena romántica. Alem, con su look tolstoyano, seguía rígidos planes de abstinencia y oscilaba entre el aislamiento monacal y el frenesí partidario. Martí fue uno de los grandes poetas hispanoamericanos y compartió con Rubén Darío y Gutiérrez Nájera las melancolías errabundas del modernismo. Finalmente, Madero era espiritista, homeópata, vegetariano y glosador del Baghavad Gita. Se trata, siguiendo a Hannah Arendt, de políticos «en tiempos de oscuridad» que conciben la democracia sin apelar a la moderna razón de Estado131. Se trata, en dos palabras, de caudillos del espíritu.

LA RESOLUCIÓN DE ARJUNA

Martí y Madero encarnan la posibilidad de un misticismo democrático en América Latina. Místicas fueron sus palabras y sus acciones. Místicos también han sido los textos que se les acercan. La vasta hagiografía que suscitan estos caudillos ilustra la fuerza del martirio como mito de fundación religiosa y política. Madero es el «héroe cívico» (Alfonso Taracena), el «inmaculado» (Adrián Aguirre Benavides), el «apóstol de la democracia» (Stanley Ross) y el

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«místico de la libertad» (Enrique Krauze). Martí es el «Cristo cubano» (Salvador Salazar), el «apóstol de la libertad» Jorge Mañach), «el santo de América» (Luis Rodríguez Embil), el «místico del deber» (Félix Lizaso) y el «Uno-Monarca» de la historia insular José Lezama Lima). Todo en ellos, desde el nombre hasta la muerte, alude a ese ciclo de iluminación-profecía-evangelio-sacrificio que recorren los personajes sagrados. «José Martí», como advertía Ezequiel Martínez Estrada, es una confluencia nominal entre las figuras del esposo de la virgen María, el fiel sepulturero de Cristo y los santos mártires. De Francisco Ignacio Madero ha dicho Enrique Krauze que «llevaba el nombre de dos santos fundadores, el de la caridad y el de la acción, y en su apellido había una reminiscencia del Calvario».

La aureola mística de estos héroes no es obra de una simple mitificación historiográfica. Las apologías han llegado a excesos sacralizadores porque así lo exige la lectura de vidas que se saben sagradas. Martí y Madero estaban racionalmente convencidos de que sus actos respondían a un dictado providencial. En enero de 1909, resuelto ya a editar La sucesión presidencial, Madero escribe a su padre: «Ahora sí ya no tengo la menor duda de que la Providencia guía mis pasos y me protege visiblemente». Esta certeza de una ananké heroica aparece también en la escritura de Martí. Ante su amigo mexicano, Manuel Mercado, se lamentaba: «yo, mísero de mí, no soy dueño de mi vida». Ambos van juntando señales proféticas del sacrificio que los persuaden de su condición de elegidos. A Martí su madre le regala un anillo, forjado con el hierro del grillete que le oprimió el pie durante su presidio juvenil. En él hace grabar la palabra «Cuba». Más tarde, los tabaqueros de Cayo Hueso le entregan una cruz cubierta de caracoles. Martí interpreta los dos eventos como si fueran presagios o revelaciones de su destino: ¡ha nacido para morir por Cuba! En el caso de Madero la tentación mesiánica se hace más visible por sus ejercicios espiritistas. Él mismo aseguraba que a los 9 años había escuchado un primer mensaje de los espíritus en el que se predecía su elección presidencial. Y en 1909, año de intensa actividad espiritista y política, recibe una comunicación del «más allá» que lo advierte sobre la brevedad de su vida.

Como los reyes taumaturgos, Martí y Madero se sentían ungidos por Dios y destinados a lograr el milagro político. El mito del anillo de Martí –a quien Rubén Darío retrató como un «rey mago tras una estrella engañosa»– es ya un primer enlace con el culto monárquico a los talismanes curadores que estudiara Marc Bloch. Pero es asombrosa, en Martí y Madero, la presencia de un instinto curativo asociado a la moral y la política. Stanley Ross afirma que, solo en 1901, Madero prescribió más de 300 recetas medicinales. Ese año su

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madre enfermó de fiebre tifoidea y el joven espírita empleó la homeopatía para curarla.

Aun siendo el Presidente de México, a Madero se le podía ver en la calle tratando de aliviar a un borracho con unos toques mágicos. La escena recuerda a Luis VI de Francia o Enrique II de Inglaterra curando con el milagroso tacto real las escrófulas de algún pordiosero. En Martí, la sensación de poseer dotes curativas se acrecienta al final de su vida. Con entusiasmo descubre que «le han salido habilidades nuevas», que «por piedad o casualidad se le han juntado en el bagaje más remedios que ropa» y, entre ellos, «el milagro del yodo». Otro día de abril de 1895, un mes antes de su inmolación, le escribe a Carmen Miyares: «sentía anoche piedad en mis manos, cuando ayudaba a curar a los heridos».

La ananké heroica de estos caudillos se pone a disposición de un fatum cívico. Martí y Madero traducen la misión providencial como un deber sagrado para con la patria. «Creo –escribía Madero– que sirviendo a mi patria en las actuales condiciones cumplo con un deber sagrado, obro de acuerdo con el plan divino». Su libro La sucesión presidencial fue dedicado «a todos los mexicanos en quienes no haya muerto la noción de Patria». Asimismo para Martí la patria es «agonía y deber», «ara y no pedestal». El patriotismo, según el cubano, es la pasión que provoca la idea de un país posible, de una tierra prometida cuyo advenimiento será obra del sacrificio. Por eso a Martí se debe la invención de Cuba. En su destierro –versión criolla de la hégira mahometana– se imagina la identidad nacional de la isla. Luego, en su regreso mesiánico, esa imagen busca engendrar un cuerpo estatal: la «República con todos y para el bien de todos». De ahí que, una vez más, la fundación martiana revista esa doble naturaleza místico-política que la asemeja con los orígenes del Islam. En una carta a su gran amigo mexicano, Manuel Mercado, Martí deslizaba esta frase enigmática: «yo tengo en mí algo de caballo árabe». La alusión se aclara, tal vez, con el elogio de Koklanis –el insólito caballo de Mahoma– que encontramos en uno de sus Cuadernos de apuntes. La pureza de sangre es vista como una metáfora de la lealtad al cifraje providencial.

La sacralización de la patria y el reclamo de una moral pública sana permiten ver a Madero y Martí como seguidores de esa tradición cívico-republicana –tan difundida en Hispanoamérica– que se extiende de Cicerón a Maquiavelo y de Montaigne a Rousseau132. Ellos conciben la república como una comunidad moral de ciudadanos virtuosos en la que el bien común debe ser el fin de todos los actos personales. El arraigado sentido de la caridad cristiana que poseía Madero era justamente un reflejo de esa preeminencia ética de lo público sobre lo privado.

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Lo más reprochable del Porfiriato, según La sucesión presidencial, era la anomia moral que trasmitía a los ciudadanos. Se propagaban el escepticismo, la simulación, el desinterés por la cosa pública y el desencanto de valores sagrados, como los de Patria, Libertad y Justicia. Mientras la economía se modernizaba y un aire de prosperidad alentaba la industria y el capital, las comunicaciones y el comercio, la nación mexicana se convertía poco a poco en «un mito, una cosa inmaterial, intangible, que no produce nada». Ese desequilibrio entre el ensanchamiento material del Estado y la estrechez espiritual de la sociedad persuade a Madero de que la democracia debe practicarse como una cruzada moral contra la ambición, la opulencia, el derroche y la falsedad. Bajo la dictadura porfiriana, México ha caído en un nuevo cautiverio babilónico. La Patria, al igual que el templo o la Ciudad de Dios, tendrá que ser liberada de los mercaderes vanidosos.

«Una nación en donde la virtud es escarnecida y burlada; el éxito siempre premiado aunque sea obtenido a costa del crimen, y el patriotismo visto con desdén o perseguido, tiene que ir por una pendiente fatal, a donde la impulsan además las riquezas con todas sus voluptuosidades» –este lenguaje redentor de Madero es muy parecido al que usó Martí contra el régimen colonial español. La oligarquía criolla de la isla, según el cubano, basaba su poder en una «inmoral riqueza»; cuando eran «los pobres de la tierra», siguiendo aquella «idea elegante» de John Ruskin, los únicos que lograban la absoluta virtud. Con esos «héroes de la miseria» –«los más sagrados entre nosotros», decía–, Martí forma su ejército republicano. Así, la insurrección contra el orden colonial, organizada desde el exilio, se apoya en el cautivador simbolismo de una guerra santa. La Patria debe ser salvada del «banquete», la «prostitución», la «simonía», la «ruindad», el «egoísmo» y erigida en altar o piedra de los sacrificios. La independencia, conseguida por batallones piadosos, será una especie de purificación moral. La isla se convertirá en un templo y sus monjes aguerridos compondrán la ciudadanía de la nueva República. Los redentores sabrán desenmascarar a sus enemigos entre el pueblo inocente y la sangre del mártir quedará «marcada en forma de cruz sobre la frente del culpable». Martí, al igual que el conde Roldán, entiende la espada como el gladium del Espíritu Santo, el yelmo abierto de la fe. Por eso todas sus imágenes políticas desembocan en la inmolación. Al hablar de los trajines conspirativos en el destierro, dirá: «eso es lo que hacemos los cubanos de afuera: desclavar al crucificado». Y en sus últimos textos emerge siempre la prefiguración del martirio.

«Al servicio de la patria se sale desnudo, a que el viento se lleve las carnes, y las fieras se beban el hueso, y no quede de la inmolación voluntaria más que la luz que guía y alienta a sus propios asesinos. La patria no es un comodín, que

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se abre y cierra a nuestra voluntad; ni la república es un nuevo modo de mantener sobre el pavés, a buena cama y mesa, a los perezosos y soberbios que, en la ruindad de su egoísmo, se creen carga natural y señores ineludibles de su pueblo».

A pesar del tono apocalíptico y el patriotismo cristiano, que nos remite a San Agustín, la cultura política de Martí y Madero descansa –insistimos– sobre la tradición cívico-republicana. La palabra «república» es el centro del lenguaje político de Martí; quien, al morir, llevaba a Cicerón, como un talismán, en el bolsillo de la mochila. Para Madero los dos modelos de buen gobierno que registra la historia son la Roma antigua y los Estados Unidos. En ambos casos las instituciones se asientan sobre la voluntad popular, la justicia, la ley, y no «dependen de las veleidades de la fortuna», ni «de la vida y caprichos de un solo hombre». La defensa de esta idea cívica del Estado, en la que la persona se realiza por medio de sus servicios a la patria, los hace rechazar con vehemencia el militarismo y las prácticas caudilliles133. Madero dedica el grueso de La sucesión presidencial a demostrar que el Porfiriato es el desenlace de medio siglo de revueltas militares. Más que la «ignorancia», es el «militarismo» el principal obstáculo de la vida democrática en México. Después de cada guerra, el país debe sufrir «la pesada carga de sus salvadores». Martí llega a la misma conclusión, luego de su ruptura con los generales Máximo Gómez y Antonio Maceo en 1884. «Un pueblo no se funda –afirma en una célebre carta a Gómez– como se manda un campamento», y más adelante se pregunta

«¿Qué somos, General?: ¿los servidores heroicos y modestos de una idea que nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en desventura, o los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la mano y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él?»

Es imaginable, entonces, lo difícil que debió resultar para estos políticos civilistas la apelación a la guerra. Martí habla de una contienda «generosa», «breve», «hermana», aunque «necesaria» e «inevitable». En medio de la insurrección, nunca pierde la certeza de que las guerras son «desdichas espantosas» que no se «pueden desear, por su horror». Llega, incluso, a reconocer: «con el pie en el barco de la guerra estaré, y si me encargasen que tentara la independencia por la paz, haría esperar el barco, y la tentaría». Este desplazamiento dentro del umbral que separa la paz y la guerra, la reforma y la revolución, la democracia y la violencia es más perceptible en la figura de Madero. Al describir su iniciación política durante la campaña independiente del «Club Democrático Benito Juárez», en las elecciones para gobernador del Estado de Coahuila (1905), enmarcaba ya la lucha dentro de la ley: «no

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queremos más revoluciones, porque no queremos ver otra vez el suelo patrio ensangrentado con sangre hermana, porque tenemos fe en la democracia». Antes de lanzarse a la guerra, Madero agota todos los medios democráticos posibles: funda dos periódicos de o posición, realiza cinco giras antirreleccionistas por el país, encabeza una Convención Nacional de su partido y hasta se entrevista con Porfirio Díaz. Es el gobierno quien viola la ley al encarcelarlo y esa ruptura del pacto constitucional lo coloca, involuntariamente, en el terreno de la revolución. Aún así, todavía en mayo de 1911, son legendarias sus vacilaciones ante el ataque final a Ciudad Juárez.

Enrique Krauze ha ilustrado el dilema de Madero con la perplejidad de Arjuna frente a la guerra fratricida134. También Martí, quien –como Madero– quedara deslumbrado por la belleza moral del Baghavad Gita, puede interpretarse desde la trama de esa epopeya hindú. A diferencia de los Upanishads, donde se postula que el universo está cubierto por el velo de Maya, que todo es ilusión, y que el hombre debe permanecer en la quietud si quiere eludir los espejismos, el Gita recomienda la acción como cumplimiento de un deber providencial. Arjuna, el príncipe de los pandavas, al ver que sus enemigos en la batalla son sus parientes, los koravas, depone el arco. Krishna se le aparece bajo la figura de su escudero y lo incita al combate. Guerrear, adoctrina el Dios, es la acción de dar cumplimiento al darma: fatum cívico o compromiso social que la voluntad divina ha reservado para el héroe. La realización del deber tendrá que ser asumida como la finalidad primera y última de los actos. «Solo la acción te concierne; nunca sus frutos» –son las palabras de Krishna. Arjuna resuelve, entonces, ir a la guerra y así desgarrar el velo de Maya, penetrar el mundo de la ilusión y tocar la verdad. El flechazo, la muerte, sería una señal de la perfección con que se ejecuta el darma. Madero le escribe a su esposa: «tengo la intuición de que mi vida no peligra. Pero si sucede lo contrario iré a la tumba con la satisfacción del deber cumplido». Y Martí confesará: «quien piensa en sí, no ama a la patria […] mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir, callado».

POLÍTICAS DEL ESPÍRITU

La pasión por el Oriente se intensifica cuando hay malestar en la cultura occidental. Románticos alemanes, simbolistas franceses, modernistas hispanoamericanos, surrealistas y hippies enfrentan el desencanto de la modernidad con miradas fugitivas hacia la extrañeza de lo otro. Escapar de Occidente implica el abandono fugaz de sus mitos: la razón, el progreso, la

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verdad, la familia, el Estado. Una liberación de sí para reconstituirse desde lo ajeno o desde lo propio olvidado, invisible. En esos momentos de inconformidad occidental suelen coexistir el apego a ciertas reservas imaginarias de Europa (orfismo, Hermes Trimegisto, alquimia, cábala, libertinos, espiritistas) y la obsesión con el Oriente. El mundo hispanoamericano de fin ales del siglo XIX presenta una cultura transgresora de este tipo. El juego, más allá de los límites modernos, parece haber sido obra de un movimiento poético: el modernismo. Pero esa reconstrucción espiritual de Occidente, esa catarsis de la alteridad que experimenta América Latina hacia 1900, participa también de la política.

Decía Octavio Paz que el modernismo fue «un estado del espíritu». Se trató de un reemplazamiento del vacío espiritual dejado por la crítica positivista de la religión y la metafísica. Una respuesta al positivismo que –en palabras de Paz– era «la respuesta de la sensibilidad, el corazón y los nervios». Ciertamente, el arquetipo del poeta modernista era nervioso, melancólico, bohemio, alucinado y vagabundo. Sus actos de vida y escritura se encaminaban a la subversión de toda fijeza racional y corpórea. Solo que el imaginario poético modernista, esto es, la vuelta al espíritu, a la naturaleza intocada por el hombre, al paisaje exótico, también gravitaba hacia una encarnación estatal. Alem, Balmaceda, Martí y Madero traducen las metáforas de Lugones, Darío, Casal y Gutiérrez Nájera en valores y prácticas de la cultura política; trasladan las mismas imágenes de la poesía a la moral, de la filosofía al gobierno. Es por eso que puede hablarse del modernismo ya no como «un estado del espíritu», sino como «un espíritu del Estado». Retomando una «idea fija» de Paul Valery, sería atribuible el concepto de «política del espíritu» a esa reificación de la imago en la polis.

Así como el imaginario positivista alcanzó su forma estatal con las dictaduras de orden y progreso, las imágenes modernistas se realizan políticamente en el misticismo democrático de José Martí y Francisco I Madero. La influencia de la tradición ocultista (Swedenborg, Madame Blavatsky, Abbé Constant) en Darío, Lugones y Martí tiene su correlato en la «aurora espírita» de Madero, en sus fervorosas lecturas de Allan Kardec y Léon Denis, en su temprana suscripción a la Revue Spirite, que editaba la Société Parisienne d'Études Spirites. Por una carta a Eufemio Sánchez, del 8 de enero de 1909, se sabe que Madero tenía la facultad de «medium escribiente semimecánico», pero que sus comunicaciones solo le servían para tratar temas morales o filosóficos. Más tarde, los contactos con los espíritus de Mariano Escobedo y Benito Juárez le revelarán que también esas dotes podían destinarse a fines políticos. Desde entonces la política será para Madero «el espiritismo puesto en marcha». Al clausurar el Segundo Congreso Espírita mexicano, hará una breve historia de la redención humana a

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través de sus mártires: Sócrates, Cristo, Galileo y los espiritistas modernos. Su célebre discurso a los obreros de Orizaba (22 de mayo de 1910) refleja esta convergencia del espiritismo y la política en una voluntad de martirio.

José Martí no fue espiritista, aunque la noción de espíritu recorre toda su obra. En abril de 1875, el Liceo Hidalgo de la ciudad de México dedicó varias sesiones a debatir las identidades y diferencias entre espiritismo y espiritualismo. La Revista Universal y El Porvenir reseñaron la polémica, atribuyendo el triunfo oratorio a Martí. El joven cubano se colocó en el justo medio de dos posturas extremas: «yo estoy entre el materialismo, que es la exageración de la materia, y el espiritismo, que es la exageración del espíritu»135. Según una crónica de José María Vigil, Martí llamó a su opción «espiritualismo». Pero es poco probable que con este término buscara adscribirse a la corriente filosófica así llamada, que presidía Víctor Cousin. Años atrás, su maestro, el filósofo cubano José de la Luz y Caballero, había intentado definir el espiritualismo, al margen de las ideas del ecléctico francés. Una frase del propio Martí en los debates del Liceo Hidalgo indica que se trataba de una fundamentación muy personal –y nada dogmática– de la doctrina espiritualista: «yo he aprendido mi espiritualismo en libros de anatomía comparada, y en los libros materialistas de Luis Büchner». Con esto daba una perfecta lección de tolerancia ideológica: el origen de sus ideas se encontraba en las ideas de los otros.

Martí, como Madero, fue un asiduo lector de evolucionistas, positivistas –Darwin, Comte, Spencer, sobre todo– y también de aquellos materialistas que Karl Marx llamaba «vulgares». Sin embargo, los dos insistieron en esclarecer sus diferencias con el positivismo. Al igual que los hombres, las naciones, según Madero y Martí, poseían alma. La política era el arte de comunicarse con esa sustancia espiritual y el deber cívico de sacrificarse por ella. Todo el registro ético de la espiritualidad nacional cristalizaba en la noción de patria. De ahí que la democracia, además de una reforma moral de la ciudadanía, implicara un diálogo místico y una comunión sagrada con el alma inmortal de la patria. El pragmatismo del imaginario positivista desvanecía la creencia en esas realidades del espíritu.

Es curioso cómo Martí confronta la episteme positiva del conocimiento occidental con las tradiciones gnoseológicas de la cultura hebrea. Su breve texto «Darwin y el Talmud» se propone demostrar que en los experimentos de Simón Ben Chalafta con las hormigas, que relatan las escrituras rabínicas, aparecían ya los principios básicos del positivismo. «La timorata doctrina positivista –dice allí–, que con el sano deseo de alejar a los hombres de construcciones mentales ociosas, está haciendo el daño de detener a la humanidad en medio de su camino». Para Madero el «inmoral materialismo»

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de las ideas positivistas es tanto más peligroso, cuánto más se inserta en el sistema educativo. Su crítica al modelo pedagógico concebido por Gabino Barreda, Justo Sierra y los científicos es radical.

«[L]as escuelas oficiales van minando nobles y optimistas sentimientos y sembrando en los corazones el desconsolador escepticismo, la fría incredulidad, el amor a lo positivo, a lo que palpan, a lo que ven; y cuando llegan a la edad madura es esto lo único que consideran real, y clasifican las palabras de Patria, Libertad, Abnegación, entre la metafísica que acostumbran a considerar con cierto desdén».

El espiritualismo de Martí y Madero es el eje de una cultura política que se articula en torno al martirio. Quienes ejecutan el tormento del mártir son precisamente los incrédulos, pragmáticos e inmorales materialistas. En el caso de Martí son los oligarcas criollos, partidarios de la autonomía política de Cuba dentro del reino español. En el caso de Madero son los intelectuales progresistas del Porfiriato: los llamados científicos. Una forma de martirio, en ambos casos, será la descalificación pública de estos líderes, según los cargos de locura, extravagancia, delirio o romanticismo. La razón moderna de Estado no tolera alucinaciones políticas. «Lirismo incorregible, ilusión, candidez... ¡Este hombre es Don Quijote!» –fueron las impresiones del autonomista Nicolás Heredia cuando conoció a Martí. Hasta Rubén Darío hablaría de la «patriótica locura» del cubano. Ramón López Velarde recordaba que, en la élite porfiriana, «Madero causó la misma sorpresa que le produjeron a Cook las zorras azules de la fauna boreal». El líder de los científicos, José Yves Limantour, tranquilizaba a la prensa europea y norteamericana con la certeza de que «Madero era un reformador desequilibrado». Las mitologías nacionales se encargarán después de convertir a esos locos, extravagantes e ilusos en los iluminados, profetas y apóstoles de la patria.

La epifanía política del alma nacional, en Martí y Madero, se logra por caminos diferentes. Lo que para el cubano es la invención de una patria, para el mexicano es su salvación. Madero se desenvuelve con un sentido patriarcal de la política. Su modelo de Estado proviene de la familia. En una carta a su abuelo, don Evaristo Madero, lo llamaba «digno representante de la Providencia», por haber conducido a sus hijos hacia un fin noble. El deber cívico de liberar al país se dibujaba en la mente de Madero como una reforma del Estado a partir de la ética caritativa y fraternal de su familia. Quizás, por eso, llegó a tener tres parientes en su gobierno, cinco en el Congreso Federal y uno en la Corte Suprema. Martí, en cambio, huyó de la familia de sus padres y fue abandonado por la suya. La patria era para él una suerte de recuperación de la comunidad filial perdida. Su vida transcurrió entre la soledad de la escritura y la muchedumbre de la política.

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La alternancia de esos estados era tan dinámica que hasta solían confundírsele: «dos patrias tengo yo: Cuba y la noche ¿O son una las dos?» En sus cartas a Manuel Mercado de 1877, Martí afirmaba: «cuando se va por el mundo, se va haciendo familia: –aquí se halla una esposa, allí un hermano». Y más adelante: «la familia unida por la semejanza de las almas es más sólida que la familia unida por las comunidades de la sangre». De esta forma la patria no solo significaba el regreso al hogar, sino una corrección pública de los vínculos privados. La familia debía ser superada por la identidad nacional del Estado. Este entusiasmo republicano del joven Martí será motivo de una secreta desilusión al final de su vida. En carta a su madre, un año antes de morir, dirá: «el hombre íntimo está muerto y fuera de toda resurrección, que sería el hogar franco y para mí imposible, adonde está la única dicha humana, o la raíz de todas las dichas». La política desde la familia, en Madero, y la política hacia la familia, en Martí, son dos estrategias para concederle fraternidad a las relaciones cívicas.

José Vasconcelos escribió que la India «proclama la fe del espíritu en su propio poder y en su destino sublime». Albert Schweitzer diría que toda la moral hindú descansaba sobre el valor de la fraternidad. No por otra razón se encuentran José Martí y Francisco Madero en ese territorio de la cultura política. Ambos escapan de la modernidad occidental para fundar Estados modernos que se inspiren en el alma de sus naciones. La fe en el espíritu nacional los traslada a esa era imaginaria en la que la naturaleza todavía es más visible que la cultura. Ambos vuelven a enlazarse en un elogio del Yosemite Valley. Para Madero «no es ya el paisaje risueño y encantador donde la mano del hombre alterna con la naturaleza, sino la Naturaleza sola». Para Martí será la región a donde van «los que tienen sed de lo natural». Otra vez, la eterna fórmula romántica: naturaleza y espíritu, solos, rehacen la creación del mundo.

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VI

La república escrita

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1

El cuerpo y la escritura de José Martí son escenarios ideales donde contemplar la escisión que sufre una poética tradicional dentro de la cultura moderna. Buena parte de la poesía de Martí trasmite el repliegue del discurso poético hacia los territorios privados del cuerpo, frente a la apertura del espacio público que suscita la modernidad. Ese modelo cultural que alcanza la confirmación del rol literario en el bullicio de la ciudad: ora en el café, ora en el bulevar, ora en el Parlamento, no parece corresponderle al escritor cubano136. Sobre todo en los Versos Libres, donde se expone con mayor transparencia la poética martiana, la poesía se presenta como un oficio nocturno, solitario, callado, que inscribe, en el texto, las experiencias del dolor, el exilio, la vileza y hasta del bochorno de una escritura personal.

Hay momentos en que Martí no vacila en describir el acto de la poesía como un ritual que restituye, en plena secularización moderna, la holística sagrada del orden tradicional. Así, por ejemplo, en su poema «La noche es propicia», las condiciones en que se articula el texto poético son relatadas como un arrobamiento místico, que apenas toma distancia de aquella idea de la «inspiración divina», que alimentaba el discurso de los monjes españoles del Siglo de Oro: San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, fray Luis de León, fray Luis de Granada o Malón de Chaide:

Oleo sacerdotal unge las sienes

Cuando el silencio de la noche empieza

Y como reina que se sienta, brilla

La majestad del hombre acorralada.

Vibra el amor, gozan las flores, se abre

Al beso... de un creador que cruza

La sazonada mente: el frío invita

A la divinidad; y envuelve al mundo

La casta soledad, madre del verso.

En esta concurrencia de imágenes clericales y monárquicas salta a la vista el último pasaje del poema: «la casta soledad, madre del verso». Como en muchos textos de Martí, cada enunciado parece invocar esa frase conclusiva. La privacidad del acto poético, que solo se verifica cuando la maquinaria moderna recesa, emerge como una reconstrucción de los espacios corporativos

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de sociabilidad cultural, que predominaban en el antiguo régimen: el convento y la corte, el trono y el altar137.

Frente a la pulsión libidinal del capitalismo moderno, la poesía martiana construye lo que Gilles Deleuze y Félix Guattari llaman una máquina célibe. El en cargo de este artefacto en la escritura no es otro que la producción de «cantidades intensivas» de discurso moral y poético. La raíz de todas las tensiones del cuerpo de un poeta post-romántico no es otra que la esquizofrenia cultural diseminada por el capitalismo moderno. Y esta «experiencia esquizofrénica» reconstruye la discursividad tradicional en «estado puro»:

«Una miseria y una gloria célibes sentidas en el punto más alto, como un clamor suspendido entre la vicia y la muerte, una sensación de paso intensa, estados de intensidad pura y cruda despojados de su figura y de su forma. A menudo se habla de las alucinaciones y el delirio; pero el dato alucinatorio (veo, oigo) y el dato delirante (pienso) presuponen un Yo siento más profundo, que proporciona a las alucinaciones su objeto y al delirio del pensamiento su contenido»138.

Es así como esta «máquina célibe», que activa los residuos morales del antiguo régimen, se convierte, a través de la escritura poética, en una «máquina deseante». En Martí, la energía erótica del sufrimiento y el dolor está asociada a un estoicismo patricio, republicano, que, como veremos, ordena y penetra, a la manera de un rizoma, todas las formas del discurso. Sin embargo, por ahora, vale la pena subrayar que esa «máquina célibe», que ha sido armada desde una ética tradicional, es capaz de provocar cierta liberación poética irrefrenable.

Una de las pocas veces que la palabra gozo aparece en los Versos Libres es en el poema «Yugo y Estrella». El texto narra una alternativa entre dos «insignias de la vida», que la madre coloca ante los ojos del poeta. Quien escoge el yugo, «hace de manso buey» y vive cómodo y acompañado; quien elige la «estrella, que alumbra y mata» se suma al camino de la creación y el crecimiento. Pero la polaridad de mayor fijeza es la que se tiende entre el goce de la opción-yugo y la soledad de la opción-estrella. Al final del texto, el poeta elige la estrella solitaria, símbolo de la nación cubana y símbolo, también, de la escritura poética. La poesía y la patria se constituyen, así, en dos metáforas del sacrificio, en dos antípodas del placer. Al interior de esta opción, que activa la «máquina célibe», se produce una nueva fisura, aún más desgarradora, entre poesía y política, entre la patria nocturna de la escritura y la patria diurna de la revolución.

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De modo que la poesía, en tanto residuo de la ética tradicional, se convierte en el dispositivo idóneo de toda una resistencia estética y moral a la modernidad. Pero paralelo al discurso poético, en Martí se configura un discurso político, intensamente moderno, que gravita hacia la fundación cultural de una República y, sobre todo, de una Nación. Justo en este paralelismo, en este cruce de formaciones discursivas, se desdoblan el cuerpo y la escritura de José Martí. El sujeto martiano no parece ser, entonces, ni plenamente tradicional, ni plenamente moderno: parece ser, en todo caso, un sujeto de transición entre un orden tradicional y otro moderno, o, simplemente, un sujeto que se acomoda a su escisión corpórea, a su ambivalencia discursiva.

La crítica ha intentado resolver la dualidad entre estos flujos-esquizias de la poesía y la política. La literatura sobre Martí muestra, al menos, dos tradiciones perfectamente identificables. De un lado, los biógrafos (Félix Lizaso, Luis Rodríguez Embil, Jorge Mañach, Ezequiel Martínez Estrada, Carlos Ripoll, John M. Kirk) proponen un discurso centrado en el cuerpo del héroe e imaginan que la superación de la ambivalencia se da por medio del sacrificio de la poesía en aras de la política. Esta interpretación sacrificial se basa en aquellos textos en los que Martí invoca el silencio y promete, retóricamente, la renuncia a su escritura en virtud de la prioridad política de la revolución. Del otro lado, la crítica literaria (Cintio Vitier, Manuel Pedro González, Iván Schulman, Enrico Mario Santí, Emilio de Armas, Julio Ramos) entiende que la obra martiana establece una imagen poética del mundo, dentro de la cual figura –como una hipóstasis– la fundación nacional de la República cubana. La voluntad de ser un «poeta en actos» es tomada al pie de la letra y la República es vista como lo que José Lezama Lima llamaría una «participación de la metáfora en la historia».

En este sentido, siempre será suscitante esa pregunta que en varias ocasiones se ha hecho Cintio Vitier: ¿por qué no abunda el poema cívico, centralmente político, en la obra de José Martí? La respuesta parece estar en las claves íntimas de la poética martiana. Martí concibe una idea de la poesía en la que las imágenes políticas participan, junto a otras de distinta naturaleza, dentro de un territorio que, por decirlo así, ha sido previamente descentrado. De modo que la gestión histórica del héroe puede interpretarse también desde la lectura de ese imaginario político que se infiltra en el texto. Los actos del héroe comprometen un autocercioramiento del cuerpo y la escritura del poeta. Me gustaría leer ese cerciorarse de sí que brinda el discurso poético.

En el caso de Martí semejante autocercioramiento es más tangible aún por su identificación con el modelo cívico-republicano. La moral de la República, a pesar de resolver la voluntad del sujeto en el espacio público, facilita el desarrollo de ciertas «tecnologías del yo» que se traslucen en la escritura. La

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idea republicana de la virtud desata en el héroe una erótica personal, autotélica, que garantiza la consagración a su causa. Se trata, como indica Remo Bodei, de:

«Una virtud que es fruto de una lucha consigo mismo, en que las pasiones, originariamente destinadas a la autoconservación y luego infladas desmedidamente por la imaginación y por la corrupción, reencuentran su núcleo neutral en el amour de soi bien entendido. De la virtud surge un gozo que proviene del contentamiento de sí mismo cuando se actúa de tal modo que promueve la autoconservación aun permaneciendo en sintonía con los demás»139.

A partir de la ética republicana, quisiera proponer una vía de aproximación al dualismo martiano, que se aparte del mito de la síntesis y que, a la vez, se resista a esa supuesta incomunicabilidad absoluta entre los discursos de la poesía y la política. La tensión entre dos «mundos del texto», en un escritor que transita de un orden tradicional a otro moderno, si bien es irresoluble, no excluye el diálogo y la permeabilidad discursiva. Nos interesa, en particular, la configuración temprana de un imaginario cívico-republicano, en la cultura política de José Martí, que se inscribe, con la misma fijeza, en sus textos políticos y poéticos. Comenzaremos por reconstruir la formación de ese imaginario cívico-republicano en la escritura política, para luego señalar algunos de sus desplazamientos hacia la poesía.

2

En la cultura política moderna, la tradición republicana se inspira en el modelo cívico de la Roma antigua, formulado por Cicerón, Tito Livio y los estoicos latinos. De esta referencia proviene una racionalidad neoclásica, que se refuerza, durante el Renacimiento, con el modelo florentino de Maquiavelo, y, más tarde, en la Ilustración, con el republicanismo contractual de Rousseau. Isaiah Berlin advierte que, a diferencia de las tradiciones liberales y democráticas, el modelo cívico de la República presupone la articulación de un espacio público, donde una comunidad de ciudadanos virtuosos sacrifica sus intereses privados en aras del bien común140.

Martí, que fue un asiduo lector de Cicerón y Rousseau, no solo conoció los modelos teóricos del republicanismo, sino que experimentó intensamente las políticas republicanas de México y los Estados Unidos. Exiliado desde muy joven, logró desarrollar cierto mimetismo cosmopolita que le permitía

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insertarse en las más disímiles comunidades. Por su origen jurídico, Martí no era cubano, sino español. El hecho de que Cuba, es decir, la Patria, no constituyera una nación soberana creó en el sujeto martiano una suerte de nomadismo cívico o, si se quiere, una suerte de desplazamiento cultural entre identidades traslaticias. En España Martí actúa como un ciudadano español, en México como un mexicano, en Guatemala como un guatemalteco y en los Estados Unidos como un norteamericano. En cada lugar, su escritura deja el testimonio de un servicio público a la comunidad republicana nacional.

«La República española ante la Revolución cubana», uno de sus primeros ensayos políticos, demuestra la temprana certeza de que el establecimiento de un orden republicano en España traería la con cesión de la soberanía nacional a la isla de Cuba. El texto está escrito desde la perspectiva de un español que, doctrinariamente, considera que una República es incompatible con la posesión de reinos coloniales en Ultramar141. Muy pronto, Martí se convencerá de que la independencia de Cuba no puede ser obra de cambios políticos o reformas en España, sino de una guerra «de espíritu y método republicanos» en la isla. Es decir, muy pronto reconoce que el paso del pactum subiectionis al pactum societatis, en Cuba, debe darse por medio de la violencia revolucionaria. La isla se encontraba en el status constitutivo de lo que Rousseau llamaba una «nación natural». Una guerra republicana haría trascender ese estado de naturaleza, a través del contrato fundacional de la comunidad cívico-política.

Pero Martí no solo concibe esta fundación republicana de una nación moderna como la hipóstasis romántica de lo que él, recurrentemente, denominaba el «alma, el carácter o el espíritu de la Patria». Aquí, al igual que en su poesía, se muestra como un modernista que ya está de vuelta de aquel mito romántico de la reificación cultural de los espíritus nacionales, tan caro a Herder, Hegel, Rousseau y Víctor Hugo. La política martiana es decididamente post-romántica, en el sentido de que se articula desde una desilusión moderna de la identidad trascendental del Espíritu. Así se plasma, claramente, en los textos dedicados a exponer la instrumentalidad estatal de la guerra.

«No se ha de responder a una duda positiva con una confianza romántica, o épodo de sentimiento, o augurio de atormentado sacerdote. No se ha de alegar que tenemos un pueblo de fácil laboreo, con hijos aleccionados en la actividad por la desdicha y ansiosos y capaces de labrarlo. No se ha de decir, aunque sea cierto, que la República no puede ser ya en Cuba la lucha entre castas ociosas y autoritarias contra el país productor e imberbe, como en otros pueblos de América. Lo que hay que decir […] Lo que hay que decir es que, ya que vivimos en angustia continua, en inseguridad continua, en amenaza continua, valdría más, de todos modos, vivir así en nuestra tierra»142.

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Es cierto que en sus ensayos políticos más difundidos, «Nuestras Ideas», «Carácter», «La Revolución», «Crece», Martí idealiza moralmente a la nación cubana. Habla de un pueblo generoso, justo, trabajador, libre, cultivado, moderno y sensible. Las cinco virtudes ciudadanas que Agnes Heller atribuye al modelo cívico republicano de la modernidad, esto es, tolerancia, valentía, justicia, solidaridad y prudencia, Martí las vio en el carácter nacional del cubano143. Pero esta idealización moral de una identidad psíquica nacional no pasa de ser un ardid retórico. Lo decisivo para Martí es que si ese inventario de virtudes ciudadanas aún no está configurado en los vínculos cívicos de la comunidad, la guerra y la República se encargarán de acelerar su configuración. Es decir, la revolución republicana es asumida como un procedimiento que ejercitará la sociabilidad moral de una ciudadanía moderna, antes de que esta quede constituida políticamente.

En un libro clásico, La tradición republicana, Natalio R. Botana distingue dos modelos políticos de republicanismo: la «República de la virtud», basada en la referencia doctrinal de Cicerón, Tito Livio y Rousseau, y la «República del interés», que se inspira en Maquiavelo, Montesquieu y el liberalismo político del siglo XIX. Según Botana, los dos grandes liberales románticos de Argentina, Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, siguen el ejemplo de los fundadores de la República norteamericana e intentan entrelazar ambas tradiciones144.

En cambio, Martí, a pesar de sus visibles maniobras pragmáticas, no parece desligarse, fácilmente, del modelo neoclásico de una República virtuosa. Este apego a la invención de una comunidad moral republicana está asociado al intenso involucramiento de su cuerpo en la lógica sacrificial del patriotismo. Martí hizo una lectura heroica de su propia voluntad que condicionó la experiencia corporal de su vocación republicana. De ahí que la imagen ética de su República tenga más conexiones con ese patriotismo criollo de los próceres latinoamericanos que David Brading ha observado en Simón Bolívar y fray Servando Teresa de Mier, que con el liberalismo de un Mora o un Sarmiento145.

En una República moderna, el ciudadano, en tanto individuo asociado, define sus vínculos más allá de las corporaciones, razas y estamentos del antiguo régimen. La ciudadanía no es otra cosa que un registro de derechos, conferido durante el montaje constitucional de la nación. Sin embargo, el ideal neoclásico de la República virtuosa supone que al acceder al contrato, el ciudadano debe supeditar al bien común y al interés público sus deseos e intereses privados. De manera que en la raíz doctrinal de este imaginario republicano habita, como ha demostrado Paul Veyne, una moral estoica146. En el libro primero de su tratado La República, Cicerón insiste en que la cesión de la voluntad personal en el pacto público se basa en el ejercicio de la virtud

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ciudadana, a cambio de una renuncia a los humores, los afectos y las pasiones. Esta subordinación del interés privado al interés público, llega a contemplar el sacrificio de la sociabilidad filial en aras de la sociabilidad cívica: «Y puesto que la Patria nos reporta los mayores beneficios y es nuestra madre mucho antes que la que nos dio la vida, le debemos más gratitud que a nuestros propios padres y familiares»147.

Martí aplica, con rigor, este ideal de vida republicana a su cuerpo. Sus cartas al mexicano Manuel Mercado describen un precoz malestar en la familia, en tanto institución donde alcanzar la identidad primaria del yo. En febrero de 1877 le dice: «cuando se va por el mundo, se va haciendo familia –aquí se halla una esposa, allí un hermano». Llama la atención que los lazos filiales aparezcan como construcciones nómadas, como trazas de una errancia, y no como precipitados históricos de la fijeza territorial que suponen los vínculos de sangre. Es evidente que Martí se refiere a otra familia, organizada por el sympathos, que reemplaza a la familia sanguínea, y que es imaginada como una comunidad erótica, sumamente cercana al orden moral de la República. Un poco más adelante, en agosto de ese año, la idea se esclarece: «la familia unida por la semejanza de las almas es más sólida, y me es más querida, que la familia unida por las comunidades de la sangre»148. Este instinto de invención de una afectividad filial puede constatarse en el trato de hermano que le dio a Fermín Valdés Domínguez, Manuel Mercado y otros de sus amigos, y, sobre todo, en la paternidad que se atribuyera en su relación con María Mantilla.

El principio platónico de la semejanza eidética es el mismo que Martí encuentra en las condiciones culturales del nacimiento de la nación cubana. El «alma de la patria», el «carácter nacional», el «espíritu de la nación», son imágenes que ilustran un parentesco psíquico y moral que justifica la fundación republicana. La narrativa de la nacionalidad que, como advierte Homi K. Bhabha, apela siempre a ficciones fundacionales, recurre, en el discurso político de Martí, a la invención de una comunidad moral, desde la energía fundacional de un imaginario cívico-republicano149. Este proceso implica, entonces, la transición del sujeto martiano entre una reconstrucción erótica del territorio de la familia y una restitución política de dicho territorio en el Estado republicano. El rápido fracaso de la vida familiar de Martí marca, justamente, ese momento en que la alternativa se abre entre el ámbito privado de la poesía y el ámbito público de la política.

El texto «Persona, y Patria», de 1893, refleja un radical avasallamiento de lo privado por lo público. Conviene leerlo con cierta atención:

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«Es una idea lo que hay que llevar a Cuba, no a unas personas. No es Martí el que va a desembarcar: es la unión magnífica de las emigraciones, juntas en la libertad local, para mantener el espíritu justo y los medios bastantes de la independencia del país consultado y querido […] es el reconocimiento cordial, en la vida política, de los méritos y los derechos de todos los cubanos, sin más grados ni diferencias que los de su virtud y los de su utilidad para la patria; es la guerra total y sensata […] No es Martí quien va a embarcarse: es eso lo que se embarcó y ha llegado ya a Cuba. ¡Barrimos la persona! ¡Servimos a la patria!»150.

Pocas veces Martí es un personaje de sus propios textos políticos. El yo aparece una y otra vez en la poesía, pero en la discursividad política es más bien una presencia fantasmal que está empeñada en anularse. Aquí, en cambio, se infiltran la persona y el nombre de Martí en medio de un campo de significación republicana. Naturalmente, se trata de una falla que el texto justifica desde el momento en que la personificación moral de Martí se disuelve en los que él llama «méritos y derechos de todos los cubanos»; «virtud y utilidad de la patria». Es decir, el sujeto poético de la escritura se interna fugazmente en una discursividad, que le es ajena, solo para dar fe de su anulación en el espacio público.

De esta forma es posible medir la permeabilidad de las dos formaciones discursivas que atraviesan la escritura martiana. Mientras el texto poético admite, como veremos, recurrentes inscripciones del actor republicano, el texto político solo admite un tipo de inscripción del autor literario: aquella que testifica el encubrimiento del habla y el cuerpo del poeta. Los poemas de Ismaelillo, Versos Libres, Versos Sencillos y los que él llamaba Versos Cubanos están constantemente invadidos por la trama pública de Martí. Recuérdese tan solo, la declaración plenamente republicana que encabeza la dedicatoria de Ismaelillo: «tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti»151. En cambio, sus discursos políticos, sus artículos de Patria se muestran virtualmente herméticos frente a la identidad poética del autor.

No solo por su campo referencial abierto y por su expansiva comunicabilidad es más permeable el discurso poético, sino porque, al menos en el caso de Martí, la tensión entre lo público y lo privado se convierte en el motivo central de la poesía. Albert O. Hirschman, en su libro Interés privado y acción pública, describe algunos modelos sociológicos, generados por cierta «frustración de participar intensamente en la vida pública», que resultan aplicables al caso de Martí. Uno de estos modelos es el de los actores sociales que se repliegan a lo privado luego de temer un empobrecimiento de sus facultades imaginativas.

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Otro es el del actor que, contra la pulsión del discurso que él mismo reprime, se deja arrastrar a una «entrega excesiva y adicción» por lo público152.

Ambos modelos se perciben en la obra de José Martí. Es cierto que el estado de renuncia a la poesía es una ficción de la propia escritura martiana, o sea, es lo que Paul Ricoeur llamaría «un mito de autor». Se sabe que ni siquiera en los momentos de mayor transparencia pública, Martí dejó de escribir poemas. Pero es indudable que la formación discursiva de la poesía se intensifica justo cuando el sujeto se distancia de la esfera pública política. Ismaelillo fue escrito en Caracas, entre enero y julio de 1881, mientras Martí impartía clases de literatura en dos colegios de esa ciudad y redactaba y dirigía la Revista Venezolana. Los Versos Libres son, en su mayoría, de 1882, año en que apenas comienza a vincularse con las organizaciones separatistas de la emigración cubana en Nueva York. Los Versos Sencillos, como indica su autor en el prólogo, fueron escritos en el verano de 1890, en las montañas de Catskill, donde se recuperaba de alguna afección física y del desencanto político que le produjo la Conferencia Internacional Americana.

De modo que la escritura poética es para Martí un ejercicio solitario que reconstituye la intimidad afectiva del poeta después de una participación intensa en lo público. A diferencia de la crónica, que infiltra el texto en el acarreo moderno de la urbe, la poesía martiana todavía recurre al paisaje romántico del alma. Un territorio que no es propiamente privado o doméstico, sino íntimo, como lo demuestra el hecho de que lsmaelillo, exaltación virtuosa del amor paterno, haya sido escrito lejos del hijo, en el refugio de la imagen que experimenta el poeta cuando está «espantado de todo». Esta territorialidad íntima de la poesía revela, otra vez, el rizoma de un imaginario tradicional que separa a Martí de las dos poéticas más modernas de su tiempo: la de Baudelaire y la de Whitman.

3

La inscripción de la poesía como una experiencia íntima se muestra en «Vierte corazón tu pena», un poema de Versos Sencillos que como otros tantos poemas de este cuaderno y de los Versos Libres no oculta su finalidad de arte poética. La primera estrofa revela ese sentimiento, típicamente estoico y republicano, que previene al sujeto de no contaminar con su dolor la felicidad de los otros: «Vierte corazón, tu pena/ Donde no se llegue a ver,/ Por soberbia, y por no ser/ Motivo de pena ajena».

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Toda una literatura, desde Benjamin Constant hasta Tzvetan Todorov, ha cavilado sobre este dilema de la felicidad personal y colectiva, a partir de un célebre pasaje de las Lettres écrites de la montagne de Jean Jacques Rousseau. Aquel texto, redactado, paradójicamente, por un republicano doctrinario, sostenía que la mayor desdicha del hombre clásico era verse desdoblado en dos criaturas: la de la persona y la del ciudadano. «Hágase del hombre uno solo –decía Rousseau– y será tan feliz como es posible. Entrégueselo por completo al Estado o déjeselo por completo a sí mismo». Según esta antítesis, la libertad de la persona humana, bajo la República, posee una connotación negativa. Es decir, el hombre es más libre mientras menos cívico, a la vez que el ciudadano es más libre mientras menos íntimo. El mismo Rousseau encarna esta tensión entre las felicidades del hombre y el ciudadano, entre los paradigmas de Sócrates y Catón153.

Martí sufre una paradoja similar. El poema es, literalmente, una pena vertida como texto, un flujo de dolor que se versifica. Por eso el acto de la escritura se expresa como un «echar los versos del alma». Ahora bien, lo importante, según el imaginario moral republicano, es que esa pena se vierta «donde no se llegue a ver», es decir, en el territorio invisible, oculto, de la esfera íntima, para que no atente contra la felicidad pública y el bien común. Solo que esta vez, la paradoja tiene un desenlace inesperado: ese territorio, para Martí, no es otro que la poesía misma y su resultado es un poema que se realiza en el espacio público, por medio de la edición y la lectura.

Se sabe que los Versos Sencillos, a diferencia de los Versos Libres y los Versos Cubanos, fueron dados a conocer, desde un inicio, en las tertulias literarias de emigrados cubanos en Nueva York, y publicados uno o dos años después de haber sido escritos. De modo que este libro, al igual que el Ismaelillo, recoge poemas que Martí escribió desde una intencionalidad poética pública. No en balde el prólogo advierte: «se imprimen estos versos porque el afecto con que los acogieron, en una noche de poesía y amistad, algunas almas buenas, los ha hecho públicos»154. Esto provoca que el sentido compensatorio de la poesía, dentro de un imaginario republicano, sea más visible aquí que en otros textos: «Tú, porque yo pueda en calma/ Amar y hacer bien, consientes/ En enturbiar tus corrientes/ Con cuanto me agobia el alma».

La poesía ofrece un don a la República, por medio del intercambio económico entre la resistencia del poema y la calma del héroe. A cambio de que el héroe republicano pueda «amar y hacer el bien», la poesía recibe el flujo-esquizia que forman los agobios de su alma. Lo asombroso es que esta economía de los dones políticos y poéticos, este agitado comercio simbólico, tiene lugar dentro del cuerpo del héroe, y su escritura es apenas un horizonte donde se inscribe el testimonio de ese mercadeo íntimo. Dicho en pocas palabras: Martí asume

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su poesía como un refugio donde la debilidad política, que pudiera poner en peligro su misión republicana, queda moralmente resguardada.

La economía de los dones poéticos y políticos entre el escritor y la guerra ha sido sugerida por Julio Ramos, a partir de una singular lectura de Dar el tiempo de Jacques Derrida155. El discurso de la revolución republicana en Martí está asociado, según Ramos, a la certeza de que la modernidad desarticula el sujeto heroico del romanticismo156. En la rearticulación de esa heroicidad poética, por medio de una política fundacional, se verifica el don que la poesía ofrece a la República. Pero este intercambio de los dones, que ilustra la escisión del sujeto martiano, muchas veces transforma el trasiego de un comercio en la hostilidad de una guerra. El don de la poesía y el don de la política no siempre establecen una economía fluida en los discursos y las prácticas de José Martí. Por momentos, cada don se trueca en una fuerza simbólica que batalla por su espacio moral dentro del sujeto martiano. Es así como se producen las que Arcadio Díaz Quiñones llama «guerras del alma»157.

Sin embargo, una vez establecida la economía simbólica de los dones, el poeta puede decir: «¡Penas! ¿Quién osa decir/ Que tengo yo penas? Luego/ Después del rayo, y del fuego,/ Tendré tiempo de sufrir». Y aquí, el héroe republicano ya alcanza su retrato definitivo en el texto. El poeta cede el espacio de la escritura al fundador de la República, y este desplazamiento de un sujeto por otro posibilita la narrativa cívica y moral de la nación. El héroe republicano es capaz, entonces, de afirmar que antes de la guerra revolucionaria, la pena y el sufrimiento son claudicaciones imperdonables. Sin embargo, el imaginario cívico-republicano continúa regando el campo metafórico de la escritura, más allá de esta resolución moral del héroe. De hecho, la figura heroica no es el único símbolo que ilustra esa economía de los dones poéticos y políticos que se desarrolla al interior del cuerpo de Martí. También habrá, como veremos, figuraciones recurrentes de los mitos neoclásicos del republicanismo moderno.

4

Al decir de Bruce James Smith, uno de los re latos míticos primordiales del modelo republicano es el del cónsul Lucio Junio Brutus. Durante la revolución contra los Tarquinas, dos de sus hijos traicionan la causa de la libertad romana. Una vez expulsados los enemigos de la República, el cónsul hace ejecutar a sus hijos por alta traición a la Patria. Esta escena, junto a la del suicidio de Catón de Utica, es una referencia emblemática de toda la literatura republicana: desde Tito Livio hasta Rousseau158. En sus pasajes sobre moral

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cívica, tanto de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio como de la Historia de Florencia, Maquiavelo recurre a ella para ilustrar la supremacía, en el orden republicano, del «amor a la patria» sobre los afectos de sangre.

«Machiavelli 's opposition of “love of country” to “lave of blood” is the standard by which a city is judged “good” or “bad”. If Machiavelli was not the first to see in the loyalty of blood kin a rival to public things and a threat to the well being of the community, he poses that opposition more completely than anyone before after him. Brutus, the prototypical citizen of the Discourses, must kill his sons to preserve the republic. The choice could not be drawn more starkly [...]. Metaphorically, the killing of sons become the guintessential civic act, the choice between blood and nation posed in its most extreme form»159.

La metáfora extrema del republicanismo reaparece en Rousseau, Voltaire y en el imaginario neoclásico de las revoluciones francesa y norteamericana. El poeta italiano Vittorio Alfieri dedica, en 1788, su tragedia Bruto primo al general George Washington. Al año siguiente, en plena Revolución, el pintor Jacques Louis David expone su cuadro Los lectores llevando a Brutus el cuerpo de su hijo. Otro poeta neoclásico, el francés André Chénier, en una Oda dedicada al pintor, transcribirá la escena del cuadro: «Y el primer cónsul, más ciudadano que padre,/ que vuelve solo por decisión propia/ a los pies de su Roma tan querida/ saboreando con su corazón el glorioso tormento».

El retrato escrito de Chénier, que presenta un Bruto «más ciudadano que padre», es algo disímil del Bruto primo de Alfieri, cuya lectura de Tito Livio parece un poco más fiel. Aquí no se interpreta que Brutus sea «menos padre», sino que más que el padre de sus hijos, es el «padre de todos los romanos»: el padre de la Patria. Esta transferencia del amor filial al ámbito público de la nación permite justificar el sacrificio de la sangre, sin que por ello se le atribuya cierta insensibilidad al héroe. En la historia de Cuba, una frase atribuida a Carlos Manuel de Céspedes, cuando recibe la noticia de la muerte de su hijo, da fe de nuestra versión del mito: «yo soy el padre de todos los cubanos». Sabemos que la figura del «padre de la Patria» se verifica en todas las mitologías nacionales republicanas. Washington en los Estados Unidos, Hidalgo en México, San Martín en Argentina, O'Higgins en Chile, Bolívar en Colombia y Venezuela, Céspedes en Cuba, encarnan un desplazamiento fundacional de lo filial hacia lo cívico, de lo familiar hacia lo nacional. Martí no solo intentó aplicar a su propia persona ese tipo de afectividad política, sino que fue un divulgador del modelo republicano del «padre de la Patria». En Abdala, en La Edad de Oro, en sus retratos de los grandes héroes americanos, se percibe claramente su ponderación de la fuerza simbólica que puede generar una galería de próceres nacionales y continentales.

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Bastaría recordar, tan solo, su temprano deseo de ser el «cronista» de la Revolución de 1868, confesado a Máximo Gómez, en una carta de 1877. Siendo muy joven, Martí advertía que la guerra de independencia debía ser narrada como la epopeya fundadora de la República. De ahí que sintiera aquella «prisa por estudiar y publicar las hazañas escondidas de nuestros grandes hombres»160. Todavía en los últimos años de su vida esta alta valoración de la narrativa heroica se mantiene: «la epopeya está en la raíz del mundo, y no saldrá jamás de él: la epopeya renace con cada alma libre: quien ve en sí es la epopeya […] epopeya es raíz»161.

La frase «quien ve en sí» alude a esa lectura del cuerpo propio que constantemente encontramos en el discurso martiano. Es decir, en Martí salta a la vista una autoinscripción de la experiencia personal en la trama heroica. Solo que el registro de su persona en esa narrativa debe respetar una larga genealogía de patriotas republicanos: una referencia mitológica que le da sentido a los actos del heredero. Así, puede asociarse la autoinscripción de Martí en el relato fundacional de la República cubana con la de Juárez en México y Lincoln en los Estados Unidos. Para estos tres héroes ya no se trata de echar a andar, con un acto, el primer motor de la fundación nacional, sino de completar la nación y describir al ciudadano virtuoso de la República. Ellos encarnan –con plena conciencia de dicha encarnación– al prócer que llega después del «padre de la Patria» y se sacrifica en la perpetuación de su obra162.

Sin embargo, el desplazamiento de lo filial a lo político –ese traslado de la lógica afectiva de la familia a la lógica cívica de la República que caracteriza a la tradición neoclásica– participa de los textos martianos, aún cuando la figura del «padre de la Patria» haya sido reservada, por él mismo, a Carlos Manuel de Céspedes. Un modo de comprobarlo es leyendo las presencias de la simbología neoclásica del héroe patriarcal republicano, que irradia la imagen de Bruto. También Martí hace gravitar sus textos hacia esa metáfora límite, y con ella intenta reflejar el drama de su propia esquizofrenia cívico-poética. En uno de los poemas de Versos Sencillos encontramos una primera reescritura del mito de Bruto.

Para modelo de un dios

El pintor lo envió a pedir:

Para eso no! ¡para ir,

Patria, a servirte los dos!

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Bien estará en la pintura

El hijo que amo y bendigo:

Mejor en la ceja oscura,

Cara a cara al enemigo!

Es rubio, es fuerte, es garzón

De nobleza natural:

¡Hijo, por la luz natal!

¡Hijo, por el pabellón!

Vamos, pues, hijo viril:

Vamos los dos: si yo muero,

Me besas: si tú... ¡prefiero

Verte muerto a verte vil!

El poema escenifica un diálogo entre los padres de un efebo clásico. Los parlamentos reconstruyen esa teatralidad que invade el discurso republicano. La madre comenta al padre que el joven ha sido elegido como modelo para una pintura. El padre reacciona airado, estableciendo que el lugar que le corresponde al joven es la guerra contra los enemigos de la patria, y no el estudio de un pintor. Esta prescripción autoritaria de una territorialidad para el sujeto nos conduce al centro del imaginario patriótico republicano de José Martí. El argumento patriarcal, que al final del poema aparece en la voz del padre, se resuelve dentro del principio criollo de la tierra, en tanto base filial primigenia, tal y como aparecía en Cicerón: «¡Hijo, por la luz natal!/ ¡Hijo por el pabellón!».

La patria, la familia y el Estado se enlazan en un mismo escenario de lealtades. Esta lógica del origen condiciona intensamente el sacrificio de la criatura por la República. De ahí que el verso final rearticule el parlamento de un Abraham o un Bruto: «¡prefiero verte muerto a verte vil!». Y aquí nos topamos con una ambivalencia semántica muy significativa. La «vileza» a que alude el texto puede interpretarse como vileza del cobarde que rehúye de su deber en la guerra patria, o como vileza del joven modelo que vende la hermosura de su

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cuerpo al pintor. Es así como el patriarcalismo republicano de Martí juega, moralmente, con un culto al valor del guerrero que, a la vez, autoriza cierta estadolatría masculina.

Este mito republicano del Abraham-Bruto se vuelve casi una obsesión en la poesía de Martí. En Ismaelillo, un cuaderno atiborrado de imágenes políticas del antiguo régimen (el Rey, el Castillo, la Monarquía, la Cárcel) encontramos esta estrofa: «Mas si amar piensas/ El amarillo/ Rey de los hombres/ ¡Muere conmigo!/ ¿Vivir impuro?/ ¡No vivas, hijo!». Aquí la metáfora republicana no ilustra el sacrificio del hijo, sino el suicidio simultáneo, la muerte en pareja del padre y su hijo. Esta fijeza del imaginario neoclásico en la mentalidad de Martí es tal que, al leer en algún periódico la noticia de que un suizo se lanzó a un pozo con sus tres hijos, reconstruye poéticamente el evento, atribuyéndole un mensaje cívico– republicano. Se trata del poema «El padre suizo», que pertenece a los Versos Libres.

Antes del texto, Martí transcribe un telegrama publicado en Nueva York, el 12 de septiembre de 1882: «El miércoles por la noche, cerca de París, condado de Logan, un suizo llamado Edward Schewerzmann, llevó a sus tres hijos, de dieciocho meses el uno, y cuatro y cinco los otros dos, los echó en el pozo, y él se echó tras ellos. Dicen que el padre obró en un momento de locura». Esta es toda la información que posee Martí. Pero su escritura se resiste a aceptar el motivo de la locura como razón del suicidio. Por medio de una apropiación poética de la noticia, logra narrar una auténtica fábula republicana, que, a su vez, reescribe los mitos de Abraham y Bruto. Para Martí el argumento de la locura es aceptado, al decir de Rubén Darío, solo como una «locura patriótica»: «¡Padre sublime, espíritu supremo/ Que por salvar los delicados hombros/ De sus hijuelos, de la carga dura/ De la vida sin fe, sin patria, torva/ Vida sin fin seguro u cauce abierto/ Sobre sus hombros colosales puso/ De su crimen feroz la carga horrenda».

El orden de la reescritura neoclásica resalta la corporeidad del imaginario republicano en la obra de Martí. Otro símbolo de ese campo de significación neoclásico podría ser la metáfora de los claustros de mármol. Se trata de una pequeña estructura narrativa en la que el poeta se imagina paseando entre las tumbas de los héroes de la patria. La encontramos en «A mis hermanos caídos el 27 de noviembre», en «Sueño con claustros de mármol» y en varios discursos políticos. Al hablar de la República, Martí se entrega a la representación neoclásica de sí: se imagina como un legislador que debate la Constitución del nuevo Estado, mientras camina entre bustos y estatuas de héroes y mártires. El escenario que su imaginación inscribe en el discurso revela una arquitectura marmórea, monumental, cívica, neoclásica, republicana.

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El símbolo del mármol acumula tanto poder de enunciación política que en un poema como «En torno al mármol rojo» puede cifrar, incluso, las traiciones históricas al ideal de la República, que en la cultura occidental aparecen siempre asociadas al despotismo napoleónico: «En torno al mármol rojo en donde duerme/ El corso vil, el Bonaparte infame/ Como manos que acusan, como lívidas/ Desgreñadas cabezas, las banderas/ De tanto pueblo mutilado y roto/ En pedazos he visto, ensangrentadas!».

Esta naturaleza arquitectónica del imaginario republicano permite entender la República de José Martí como lo que Giorgio Agamben llama una «topología de lo irreal»163. Es tal su capacidad de penetración en los territorios poéticos y políticos de la escritura, tal el constructivismo moral de su escenario neoclásico, que nos vemos tentados a concebirla como una suerte de «holograma histórico», cuyos signos en el texto parecen juntar un firme tejido: una textura de mármol. La República martiana se nos presenta entonces bajo la forma de esa comunidad cívico-poética, que es más virtuosa mientras más reificante. Su escritura suscita una virtualidad: su texto es la República misma.

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VII

Los libros imposibles

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LA EDICIÓN DE SÍ

Recuerdo haber leído, en un pasaje de Calibán, el ensayo de Roberto Fernández Retamar, la afirmación de que Martí no había publicado «ningún libro en su vida»164. Solo si no se consideran el Ismaelillo (1882) y los Versos Sencillos (1891) como libros, sino como cuadernos, la afirmación sería válida. Pero he aquí que el propio Martí llamó a esos cuadernos «mis libros». Como se sabe, además de centenares de artículos periodísticos y ensayos largos, editados en forma de folletos, como El presidio político en Cuba, La República Española ante la Revolución Cubana, Cuba y los Estados Unidos, Martí publicó, en toda su vida, un proverbio en un acto de 40 páginas (Amor con amor se paga, México, 1876) y la novela Lucía Jerez o Amistad Funesta, que, aunque apareció en varias entregas del periódico neoyorquino El Latino Americano y bajo el pseudónimo de «Adelaida Ral», fue escrita como se escribe un libro plenamente orgánico. Guatemala, un folleto de más de cincuenta páginas, publicado en México en 1878, se iniciaba con una pregunta: «¿por qué escribo este libro?»; y al final, su autor confirmaba: «¡ojalá que con este libro, haya yo sembrado en él (el fertilísimo campo de Guatemala) mi planta!».

Sin embargo, la afirmación de Retamar tendría sentido si aludiera explícitamente a la resistencia de Martí al libro como institución del saber, es decir, a la estructura fragmentaria de su corpus discursivo. No es esa, por cierto, la idea que intenta trasmitir el autor de Calibán en su comentario, sino la de que estamos en presencia de un escritor que puso su obra a disposición de la política, que sacrificó su literatura y su poesía en aras de la funcionalidad colectiva de la historia. Y esa idea no es más que un mito, construido por la propia escritura martiana, que hemos aceptado, pasivamente, casi todos sus lectores. En los textos de Martí aparece siempre esa supuesta certeza de que el compromiso político con la gesta separatista de Cuba lo obliga a relegar su literatura a un segundo plano. Martí habla de su deseo de ser «poeta en actos», de la necesidad de entregar todo el talento a la obra de la Revolución. Pero nunca –ese es el dato de su drama esquizoide– deja de escribir poesía, nunca deja de escribir literariamente, como se percibe en su Diario de Campaña: todo un derroche de disfuncionalidad estética en medio de las urgencias de una guerra.

La carta-testamento del 12 de abril de 1895 a Gonzalo de Quesada es un documento ideal para leer esa «paradoja de la letra» –como diría Julio Ramos–, esa traición de sí que consigue una escritura, poéticamente muy densa, que se resiste a ser «sacrificada» o, lo que es lo mismo, encarnada, inscrita, reificada, silenciada, disuelta, borrada, desaparecida, hipostasiada, en la historia. La fuerte autonomía poética de la escritura de Martí parece protestar, en su testamento literario, contra el mito de la reificación poético-política: esa

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creencia en lo que Lezama entendía por una «participación de la imagen en la historia». ¿Cómo y dónde leer la inevitable vanidad de un escritor que confía en la excelencia de su estilo, que disfruta sobremanera su retórica, pero que, a la vez, reniega del texto como si se tratara de una culpa o de la dolorosa memoria de un pecado? Nietzsche dice algo sobre la tensa vanidad, sobre la «pulsión de autotortura», que aparece una vez que en el espíritu occidental se da el «contacto religioso» entre los «sentimientos de la culpa y el deber»165. En el caso de Martí, este «contacto religioso» adquiere una perfecta circularidad: el placer de la escritura poética suscita la culpa por «no actuar» políticamente y, a su vez, el acto político genera un tipo de satisfacción que solo puede ser testificado por medio de la escritura poética.

Martí comienza su testamento literario con una frase que busca apunta lar ese mito de la reificación poético-política: «no ordene los papeles, ni saque de ellos literaturas; todo eso está muerto, y no hay aquí nada digno de publicación, en prosa ni en verso: son meras notas»166. Dicho esto, le encomienda a su albacea Quesada lo contrario de lo que parece anunciar, es decir, le encomienda la edición de su obra. Primero, organiza en seis volúmenes toda su creación periodística. Luego, propone reunir en un tomo sus tres libros de poesía: lsmaelillo, Versos Sencillos, Versos Libres. Hasta llegar a los textos cubanos: «De Cuba ¿qué no habré escrito?: y ni una página me parece digna de ella: solo lo que vamos a hacer me parece digno». Y aquí emerge, otra vez, la misma ambivalencia frente a la idea de la posteridad del texto: Martí se sorprende en una autoinscripción de su vanidad –ha escrito todo sobre Cuba– y rápidamente se corrige, deslizando ese remordimiento que surge cada vez que se aleja, aunque sea por un segundo, del deber político: ha escrito todo sobre Cuba, pero nada le parece digno de ella. A partir de aquí el texto alcanza la más intensa contrariedad, la más perfecta tensión esquizoide entre la vanidad y la culpa de la escritura:

«Pero tampoco hallará palabra sin idea pura y la misma ansiedad y deseo de bien. En un grupo puede poner hombres: y en otro, aquellos discursos tanteadores y relativos de los primeros años de edificación, que solo valen si se les pega sobre la realidad y se ve con qué sacrificio de literatura se ajustaban a ella. Ya usted sabe que servir es mi mejor manera de hablar. Esto es lista y entretenimiento de la angustia que en estos momentos nos posee. ¿Fallaremos también en la esperanza de hoy, ya con todo al cinto?»167.

Martí agencia la edición de su propia obra, mientras, ideológicamente, se reprocha a sí mismo el haberla escrito en un tiempo de fuertes imperativos políticos. Al principio, se percibe una autocalificación estética: no hay en sus textos «palabra sin idea pura». Esto nos remite inevitablemente a la racionalidad trascendental de la estética kantiana. Y a continuación, como si

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siguiera el propio hilo de Kant, viene el enjuiciamiento moral: sus textos contienen «un deseo de bien». Sin embargo, esa literatura «bella» y «buena», estética y éticamente correcta, es una literatura que se «sacrifica» intentando ajustarse a la «realidad», es decir, tratando de satisfacer las necesidades políticas del momento. Y ya al final del párrafo, esa literatura no solo es un «sacrificio», sino que es apenas «lista» (inventario, catálogo, relación, índice) y entretenimiento (placer, preludio, fuga, desvío) de la verdadera «angustia» de la Revolución. Así, el desenlace final de la tensión es decididamente brusco: la literatura «ha fallado», ¿fallará también la política? Solo que esa pregunta, en la que Martí deja ver su última vacilación, o el sutil escepticismo que lo acompañará hasta la muerte, está nuevamente inscrita en el orden estético: la duda política, al final de su vida, es, precisamente, el signo de una reconciliación con el arte de la escritura.

De manera que Martí es el agente de su propia edición. Un editor de sí mismo. Alguien que contempla la soberana fragmentación de su escritura e imagina un modo de integrarla, un medio de domesticar esa inasible «papelería» dentro de los cánones institucionales del libro. Y sabemos, por una frase de su testamento, que esa contradictoria y, a veces culpable, agencia de su propia edición no responde a una literal «última voluntad». Desde Nueva York Martí ha arreglado con Quesada los detalles de la publicación de su obra: «si no vuelvo, y usted insiste en poner juntos mis papeles, hágame los tomos como pensábamos»168. El objetivo de la carta del 1 de abril de 1895 es recordarle al albacea literario el plan editorial acordado y, probablemente, dejar ese deseo por escrito, como testamento y, también, como testimonio de su agencia. De hecho, ya desde 1891, en «aquel invierno de angustia» en Nueva York, se percibe la voluntad editorial de Martí, cuando en el prólogo a sus Versos Sencillos anuncia, sutilmente, la existencia de otros dos libros de poesía: los Versos Libres y los Versos Cubanos.

Ahora bien, dentro de esta estrategia editorial de Martí que no oculta su resistencia a la «publicidad», habría que desglosar su imaginario del libro: su imagen del libro como metáfora tradicional o como instituto moderno de acumulación, concentración y circulación del saber. Roger Chartier, Robert Darnton, D. F. McKenzie, Jack Goody y otros historiadores de la cultura han descrito el momento, a fines del siglo XVIII, en que surge el mercado del libro y el autor alcanza cierta independencia financiera que lo libra de las obligaciones del patronazgo y le permite exhibir públicamente la autoría de sus obras. Es el momento en que aparece la noción moderna de autor, de la que hablaba Michel Foucault, ya que el «territorio de enunciación» de este nuevo sujeto ha sido previamente localizado por una «desamortización ilustrada del

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saber»: el lugar de lo que Jürgen Habermas llama el «espacio público» o de lo que Reinhart Koselleck entiende por el «reino de la crítica».

En ese nuevo lugar de enunciación, que ofrece la modernidad, se secularizan los textos y sus lecturas. Aquella cerrada «comunidad interpretativa de la fábula mística», que estudió Michel de Certeau, ahora se disgrega169. Las imágenes tradicionales que presentaban al libro como un códice sagrado, donde todos los misterios dejaban una huella para su imposible develación, ahora se quiebran como el propio cuerpo y el espíritu mismo del antiguo régimen. A propósito de esta mutación en el imaginario del libro, dice Roger Chartier:

«sería grande el riesgo al ver perdida la inteligibilidad de una cultura textual en la que se llevó a cabo una unión antigua, esencial, entre el concepto mismo de texto y una forma particular del libro: el códice. Nada muestra mejor la fuerza de esta unión que las metáforas que, en la tradición occidental, hacen del libro una figura posible del destino, del cosmos o del cuerpo humano. El libro que ellas manejan, de Dante a Shakespeare, de Raimundo Lulio a Galileo, no es cualquier libro: está compuesto de cuadernos, formado en folios y páginas, protegido por una encuadernación. La metáfora del libro mundo, del libro de la naturaleza, tan poderosa todavía en la edad moderna, se encuentran como dispuesta en las representaciones inmediatas y arraigadas que asocian naturalmente el texto escrito al códice»170.

En tiempos de Martí se vivió una mutación cultural muy parecida: la mutación que produjeron los orígenes de la alta modernidad a fin es del siglo XIX. Ese fue el momento del primer gran desafío a los valores modernos (liberalismo, democracia, racionalismo, secularización, progresismo, emancipación, vanguardismo, organicidad) que, desde el siglo XVIII, acompañaban al proyecto ilustrado. La crisis de la episteme positivista generó, entonces, un nihilismo que no pocas veces, como en los textos de Kropotkin, Gobineau, Nordau, Bloy, Lautréamont, Baudelaire y Huysmans, se reconciliaba con el imaginario tradicional. Y esta vuelta a la mística del silencio, a las atmósferas irracionales y sombrías y, sobre todo, al principio de la incertidumbre, marcó definitivamente la poética modernista latinoamericana en cuyo escenario actúa, a veces marginalmente, José Martí. Por algo Rubén Darío, en su libro Los raros, una suerte de canon referencial del modernismo, colocó a José Martí junto a Max Nordau, León Bloy y el conde de Lautréamont. Precisamente, hablando de Martí, Darío usa una frase que bien podría aplicarse a algunos autores místicos de fines del XIX, como Mauclair y Huysmans: «antes que nadie, Martí hizo admirar el secreto de las fuentes luminosas»171.

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En esta «modernidad puesta a prueba» por la cultura post-romántica se percibe una clara reacción contra lo que Chartier ha llamado «el orden de los libros»172. Tal vez Nietzsche es el caso más transparente de la crisis de esa «dialéctica entre la autoridad que impone un autor y el desciframiento que desea el lector»173. La escritura fragmentaria de Nietzsche es, a la vez, una rebelión contra la organicidad del libro, en tanto saber autosuficiente y encrático, y un agravio al lector, a la «masa irritante», por medio de un texto que no exhibe las claves para su interpretación. En palabras de Georges Bataille, Nietzsche «vivió una disolución deslumbrante de la totalidad moderna» que no dejó intacta su imagen del libro174. Esta «disolución» se percibe, sobre todo, en El caminante y su sombra, Humano, demasiado humano, Aurora y otros textos aforísticos que preceden a Así habló Zaratustra (1885). Esa ruptura con la «ciencia moderna», que asume la fragmentación del organicismo espiritual, lo llevará entonces a formular la noción de gay saber: «las fiestas saturnales de un espíritu», que después de haber estado enfermo, «se ve sorprendido por la efímera esperanza de la salud, por la embriaguez de la convalescencia»175.

De manera que el gay saber es el testimonio de un entusiasmo fugaz. Nietzsche encuentra en la tradición de la poesía provenzal cierta «unidad entre el cantor, el caballero y el espíritu libre», que se expresa por medio de una narrativa inconexa y fragmentaria. Las Canciones del príncipe Vogelfrei también le parecen una composición cercana a ese modelo en el que la música y la danza predominan sobre la organización racional de lo escrito, es decir, donde se «logra el provenzalismo perfecto: se baila por encima de la moral»176. Así, la escritura aforística se presenta, en el caso de Nietzsche, como una reacción contra el libro, en tanto órgano moderno del saber:

«No somos de aquellos que llegan a los pensamientos primeramente entre libros, a golpe de libros. Estamos acostumbrados a pensar al aire libre, caminando, saltando, subiendo, bailando y muchísimo más en las montañas solitarias o muy cerca del mar, donde los caminos se hacen pensativos. Nuestras primeras preguntas valorativas, con respecto a libro, hombre, música, suenan así: “¿sabe andar?, mejor aún, ¿sabe bailar?” En el libro de un intelectual hay casi siempre algo oprimente, algo oprimido. Un libro erudito refleja siempre además un alma retorcida».

Aquí Nietzsche se mantiene en el deslinde romántico entre naturaleza y cultura. Un deslinde que, en la tradición alemana, experimenta una significativa reformulación: entre una y otra está la música, que, de acuerdo con Schopenhauer y Wagner, conforma una segunda naturaleza, un fundamento invisible de la realidad. Nietzsche agrega, a esta metafísica musical, su muy personal concepción de la danza, que en Los orígenes de la

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tragedia ya aparece asociada al desenfreno dionisíaco, fundador de toda la representación simbólica del mundo. El libro, en tanto cuerpo duro de la cultura moderna, es despreciado y contrapuesto, no a la oralidad, que no es muy celebrada en la tradición alemana, sino a la meditación silenciosa en el bosque, a la «reflexión del paseante solitario» de que hablaba Rousseau.

En esta reacción mística y naturalista contra el libro moderno confluye también José Martí, quien no parece haber leído jamás al autor de La genealogía de la moral, pero comparte su tiempo y no pocas de sus obsesiones. Martí no solo se «vuelve al manso bullicio de su monte de laurel» y prefiere «la caricia del aire fresco» y «la espesura de la selva prolífica», sino que llega a decir que «la música es la forma más bella de lo bello, el hombre escapado de sí mismo: es el ansia de lo ilímite surgida de lo ilimitado y de lo estrecho: es la armonía necesaria, anuncio de la armonía constante y venidera»177. Frases todas que pudo haber escrito Nietzsche, quien, al igual que Martí, creyó ver, en la «música épica de Wagner», cómo «de cestos de fuego surgían aves blancas y que ninfas ardientes, de cabellera suelta y brazos torneados, envueltas en girones de nubes, cruzaban el aire oscuro y húmedo, montadas en el dorso de caballos de oro»178.

Hay en Martí una aproximación al gay saber de Nietzsche. De hecho, en 1881, justo cuando Nietzsche rumiaba su lectura de los poetas provenzales, Martí anota: «Gaya Scienzia: –lemosin– lengua de Mosen Jordi y Ausias March»179. De ahí que, a veces, la representación martiana del libro, al igual que la nietzscheana, sea tan tensa, incómoda, cuando no francamente anti-intelectual. Así, por ejemplo, encontramos en sus Cuadernos de apuntes juicios como los que siguen: «de los libros todo esencia y no forma, –e hizo bien en ver pronto que toda esencia no estaba aún en los libros»180; «como si escribir un libro en papel fuera mejor que escribir en las almas»181; «Jesús, amigo mío, escribió tan poco! Ganar un alma, consolar un alma ¿no es mejor que escribir un artículo de oropel, donde se prueba que se ha leído esto o aquello»182. Baste, tan solo, el siguiente fragmento de una carta para ilustrar esta representación negativa del libro:

«Ud. me ha de perdonar que no le cite libros, no porque no lea yo uno que otro, que es aún más de lo que deseo, sino porque el libro que más me interesa es el de la vida, que es también el más difícil de leer, y el que más se ha de consultar en todo lo que se refiere a la política, que es, al fin y al cabo, el arte de asegurar al hombre el goce de sus facultades naturales en el bienestar de la existencia»183.

Aquí se condensan todos los motivos de la imagen detractora del libro. En principio, Martí rechaza la vanidad intelectual que encarna un cuerpo escrito.

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Su «moral de redentor», como diría Nietzsche, recurre a una especie de ascesis espiritual que se vuelve, retóricamente, contra el oficio literario. Pero la cultura, en este caso, no se enfrenta a la naturaleza, sino a la vida, que es el referente de la política. La esquizofrenia cultural del sujeto martiano se presenta, entonces, de forma perfectamente binaria. Unas veces Martí es el poeta que afirma que la «política es mentira»; otras veces es el político que siente que los libros estorban y que la urgencia de la historia no permite vanidades poéticas. Entre el Martí espiritual y el Martí político se tiende el irresoluble conflicto que dio lugar no solo a su escritura, sino a algo más misterioso: su política del espíritu.

En este devaneo esquizoide no falta la ponderación del libro como un «objeto útil» para la modernidad política. Martí valora el libro como un medio de ilustración y, sobre todo, como un instrumento de adoctrinamiento o evangelización política: «¿qué saben de la verdad los que hablan contra los libros? Cuando Brewster vino a fundar la Nueva Inglaterra, huevo de los Estados Unidos, trajo consigo 275 volúmenes. Y no es eso lo más curioso, sino que su colección no era la mayor. Otros fundadores las tenían más grandes». Vemos aquí una valoración positiva del mecanismo histórico que desata toda literatura fundacional. El propio Martí intentó trasladar esa idea a sus textos sobre los fundadores de la nación cubana (Heredia, Varela, Saco, Del Monte, Luz, Bachiller y Morales) a quienes presentó, ante todo, como escritores, es decir, como «hombres representativos», que fundaron por medio de la palabra184. Y lo que es más significativo aún: él mismo llegó a visualizar su obra como la de un fundador, hijo y heredero de aquellos padres, que estaba destinado a trocar la palabra en neto, la invención espiritual de la nacionalidad en el montaje de la República.

Una anotación de su Cuaderno resulta, a propósito, muy suscitante: «Napoleón nació sobre una alfombra donde estaba la guerra de Europa. Yo debí nacer sobre una pila de libros. Si yo tuviera ocasión, haría lo mismo. (Revolución)»185. Martí se reconoce, pues, como hijo de una cultura nacional, de una tradición, de una literatura. Sin embargo, su misión no es, según él, continuar ese legado, sino hacerlo encarnar políticamente. Su misión es «ser poeta en actos», «escribir en las almas», es decir, propiciar la manifestación de ese espíritu concebido por los intelectuales criollos de la primera mitad del siglo XIX. Solo que para llevar a cabo esa misión Martí recurre, también, a la literatura y una vez inmerso en el territorio estético, sus textos se vuelven disfuncionales y se rebelan contra la misión que él mismo les ha asignado. De ahí que, a pesar de lo que Martí declara, lo mejor de su literatura, esto es, la poesía y las crónicas, no está destinado a la organización política de la guerra

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de independencia de Cuba, ni siguiera a la construcción moral de la nueva República.

La mejor prueba de esta falla, de esta rebelión de los textos contra la finalidad política que intenta atribuirles su propio autor, se encuentra en los libros que Martí hubiera deseado escribir: sus libros no escritos. Llama la atención la buena cantidad de libros que Martí proyectó como virtuales composiciones o como textos que se sabían imposibles desde el momento en que fueron imaginados. En la primera edición de las Obras completas de Martí, de 1965, se reunieron en el tomo 18, junto con la novela, el teatro y La Edad de Oro, las notas de los Cuadernos de apuntes donde Martí menciona 34 títulos de libros que alguna vez pensó escribir186.

Sin embargo, en esa sección no están reunidos todos los apuntes en los que se habla de libros tentativos. No aparecen ahí sus proyectos de las Vidas Americanas, donde pensaba incluir unas biografías paralelas de héroes civiles mexicanos y cubanos (Francisco Vigil-Félix Varela, José de la Luz y Caballero-Melchor Ocampo). Tampoco aparece su serie biográfica Los Libertadores de la Humanidad («los héroes del pensamiento, de Bhudha a Comte y de Aristóteles a Littré»), ni los proyectos ensayísticos sobre «una historia de la Legislación Universal», sobre la Poesía de Paisaje, o sobre Ciencia y Poesía, donde trataría temas fascinantes como el de las relaciones entre Tyndall y Emerson, Séneca y la América o las ideas de Huxley sobre las profecías zoológicas de Ovidio, ni su estudio comparativo entre Swedenborg y Dante, ni siquiera su ensayo sobre Los Milagros de América, para el que llegó a juntar unas diez páginas de notas. De modo que no es exagerado afirmar que Martí se percibió como un escritor potencial, sumamente fecundo, a la manera de un Goethe o un Víctor Hugo, capaz de escribir más de 50 libros en una sola vida.

CINCO MODELOS BIBLIOGRÁFICOS

1. LIBRO DE CARACTERES. Martí pensó escribir varios libros de biografías y semblanzas de escritores, héroes y políticos de la historia. Algunos de ellos eran concebidos como monografías (un libro sobre Plácido, otro sobre Horacio, otro sobre Colón, otro sobre Bolívar, otro sobre Juárez), pero, por lo general, se trataba de biográficos colectivos: Los poetas rebeldes (Wilde, Carducci, Guerra Junqueiro, Whitman), Los poetas nuevos (Rosetti, Coppée, Mendés, Aicard, Dupont, Lames, Stoddard, Amicis, Guimaráes), Mi libro (Emerson, Carlyle, Motley –el perfecto Motley– , Longfellow –el sereno Longfellow–; y Walt Whitman), Sobre los clásicos («¿y por qué no había yo de publicar, con mi

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propio modo de ver y lenguaje, una especie de discursos, en pequeños libros, sobre cada uno de los clásicos? En el comentario, suavemente y sin causar fatiga, el argumento. Precedida esta colección de mi discurso general sobre los clásicos»), o Los poetas jóvenes de América (Sierra, Andrade, Obligado, Mirón, Gutiérrez Nájera, Peza, Darío187).

Martí parece estar profundamente apegado al modelo de escritura biográfica difundido por Thomas Carlyle, en su libro On Heroes (1841) y, sobre todo, por los ensayos de Ralph Waldo Emerson en Characteristics of Men of Genius (1847) y Representative Men (1850). De hecho, él mismo llegó a concebir muchos textos siguiendo el mismo esquema biográfico, como sus artículos sobre el propio Emerson, sobre Whitman, sobre el General Grant, sobre el Presidente Garfield; y, también, sobre los padres fundadores de Cuba: Heredia, Luz, Bachiller y Morales, Casal, Villaverde; sus retratos de Céspedes, Agramonte, Gómez y Maceo y las semblanzas de los próceres latinoamericanos que aparecen en La Edad de Oro188.

Martí toma de Emerson esa noción de character que se vuelve tan recurrente en su obra. Una noción que está ligada al heroísmo, en tanto reserva simbólica que favorece la constitución política de ciudadanos modernos. En este sentido, la profesora puertorriqueña Agnes Lugo ha estudiado cómo la escritura biográfica de Martí se pone en función de una narrativa fundacional que prefigura un modelo cívico-republicano, es decir, una imagen de la ciudadanía que deberá engendrar la nueva República189.

Sin embargo, entre todos los proyectos de libros biográficos, imaginados por Martí, el más enternecedor, por su sentido pueril y, a la vez, por su potencial utilidad, es el de Los Libertadores de la Humanidad:

«Libro: LOS LIBERTADORES DE LA HUMANIDAD. Los que han devuelto a sí: Suma de la Historia. Los héroes del pensamiento. –De Bhudha a Comte. De Aristóteles a Littré. Todos los que han abogado bravamente, en grado especial y ardiente, por el ejercicio de la libertad del pensamiento. Abelardo, Montaigne, Rousseau, Voltaire, Melanchton, Erasmo, Lutero, después del cual nadie se ha atrevido a oprimir el pensamiento en Alemania, Servet, Carranza. Los usadores arrogantes del derecho humano»190.

2. LIBRO ÚTIL Y DIVULGATIVO O MANUAL RENTABLE. Martí se imagina escribiendo libros instructivos para el gran público y que, por lo tanto, puedan venderse bien. Es el caso de un Libro de lecturas, «en lengua literaria y forma hábil», donde trataría temas de interés general como la «nueva nomenclatura química», «descripción de la batalla de San Mateo», «de la verdadera y falsa ciencia» o «cómo se cultiva el tabaco»191. O los casos, también, del que llama

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«un librito: cosas que los Estados Unidos necesitan y la América del Sur puede enviarles», del Diccionario de Juicios de Grandes Hombres y del libro sobre Las Ocupaciones, en el que un padre le enseña a su hijo «cómo se graba en madera», «cómo se fabrica el papel», etc192.

La mayoría de estas ideas de libros están anotadas entre los Cuadernos de apuntes 7 y 15, es decir, aquellos que fueron escritos en Nueva York, entre 1881 y 1886, cuando Martí trataba de ganarse la vida redactando crónicas y artículos para periódicos americanos. De ahí que algunos de estos proyectos respondan a la necesidad de insertarse en un mercado editorial donde son altamente cotizados los manuales instructivos y de oficios.

De manera que Martí, a diferencia de Nietzsche, no rechaza el libro erudito. Desea que se hable de la ciencia en «lengua literaria», pero celebra la importancia de los textos científicos. Esta fascinación, más bien poética, por la ciencia, que se acrecienta en el contacto con la modernidad norteamericana, se percibe claramente en una de sus últimas cartas a María Mantilla:

«Donde yo encuentro poesía mayor es en los libros de ciencia, en la vida del mundo, en el orden del mundo, en el fondo del mar, en la verdad y música del árbol, y su fuerza y sus amores, en lo alto del cielo, con sus familias de estrellas, –y en la unidad del universo, que encierra tantas cosas diferentes, y es todo uno, y reposa en la luz de la noche del trabajo productivo del día»193.

Se observa, aquí, la persistencia del imaginario positivista, aunque solo como una huella. Martí no cree, como Comte o Spencer, que la humanidad ha abandonado para siempre la teología y la metafísica y se ha internado en la Edad Positiva. Su curiosidad por la ciencia está motivada, precisamente, porque cree ver en los textos científicos un correlato de la filosofía y la poesía. Octavio Paz ha sentido un interés parecido, como se muestra en sus Diálogos con Francisco de Quevedo:

«Desde hace algún tiempo dedico buena parte de mis ocios a la lectura de libros científicos. Lectura lenta pero apasionante: me parece que hoy la ciencia se hace las preguntas que la filosofía dejó de hacerse […]. La cuestión del origen del universo nos enfrenta a una pregunta vieja como la filosofía de los presocráticos […]. En el caso del Big Bang solo hay una respuesta, si descartamos la intervención de un demiurgo que haya sacado al cosmos de la nada: la existencia de un estado anterior a la materia […]. Esta teoría evoca inmediatamente a la antigua noción griega de un caos original y más aún a la cosmología de los estoicos»194.

3. LIBRO POLÍTICO. Muy ilustrativo de esta virtual autoría es el hecho que José Martí, involucrado siempre en la causa separatista, llegara a proyectar algunos

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libros sobre la cuestión cubana que no eran imaginados como meros textos de propaganda. Es el caso de su «serie de estudios sobre Cuba», donde aparecen tópicos como «la Revolución, como elemento en la política cubana», «la raza negra, su constitución, corrientes y tendencias. Modo de hacerla contribuir al bien común, por el suyo propio», «los autonomistas. Antecedentes y peligros del partido. Observación sobre el exclusivismo y arrogancia que parecen predominar en él», «la educación del campo, para evitar que se cree el caudillaje»195.

Este libro, que Martí pensó titular La batalla de las almas, era sumamente ambicioso. Debía contemplar, además de una narración épica de la Guerra de los Diez Años, con sus hazañas y sus héroes, un cuadro sociológico de la población cubana. Debió ser tan intensa la reflexión de Martí sobre estos temas que, aunque nunca llegó a escribir dicho libro, a veces se refería a él como si ya existiera. En sus cartas a Máximo Gómez y Manuel Mercado, desde Guatemala en 1877 y 78, Martí habla de un estudio sobre la Revolución cubana que tiene prácticamente escrito. Por ejemplo, a Mercado le dice:

«¡Ahora que tenía casi terminada, con el amor y ardor que U. me sabe, la historia de los primeros años de la Revolución! Había revelado a nuestros héroes, escrito con fuego sus campañas, intentando eternizar nuestros martirios! Con minucioso afán había procurado enaltecer a los muertos y enseñar algo a los vivos. Ningún detalle me había parecido nimio. Todo lo hacía yo resplandecer con rayos de grandeza: –de su eterna grandeza. ¡Y esta obra noble y filial de un espíritu libre, irá ahora clavada como un crimen en el fondo de un baúl! – Mucho he de padecer en una tierra donde no puede entrar semejante libro»196.

Se trata siempre del mismo libro, cuyas notas nunca aparecieron entre los papeles de Martí. Sin mucha dificultad, alguien podría reconstruir, aquí, el mito del libro perdido: ese Enchiridion, del que habla Lezama en Oppiano Licario, la Súmula nunca infusa de excepciones morfológicas o Manual del perfecto caballero insular; en pocas palabras, el libro de la República que se esfumó, dejando a los cubanos sin una guía para alcanzar la perfección. Sin embargo, ese libro sobre la Revolución de Independencia de Cuba sí fue escrito por Martí: se encuentra, fragmentariamente, en los artículos de Patria, en los discursos conmemorativos del 10 de octubre de 1868, en el Manifiesto de Montecristi, es decir, en toda su escritura política. La gravitación de esos fragmentos al imán de la interpretación, de la lectura o, más bien, de la hermenéutica, es la base del mito apostólico de José Martí y una de las causas del malestar de la cultura republicana en Cuba.

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4. MEMORIA Y FICCIÓN. Martí deseó escribir varios libros donde su autobiografía daba lugar a pequeños relatos de ficción. Son los casos de «El jorobadito de Fulton Street», un relato inspirado, al parecer, en un mendigo que Martí conoció en Nueva York, y del interesante proyecto Mis negros, un texto donde el autor retrataría a cada uno de los negros que habían marcado su vida: Tomás, un amigo de la infancia; «el del bocabajo en la Hanábana»; «Isidoro, el de Batabanó […]. Esperando mis versos, sentado a mis pies […]. Yo, escribiendo sobre mis rodillas, yo en mis rodillas, y él tendido por tierra, sobre los codos, me cubría con sus mimos sencillos»; «José (fidelidad)»; «El viejo del presidio: (algo de roble roto: majestad desoladora)»; «Simón: (Elocuencia)»; «Isabel Diago: (Homosexual)»; «El negro hermoso de casa de Manuel: (la mano cortada)»; «El negrito con trabas: (yendo al potrero) hablando su negra: a ella, la camisa rota le dejaba descubierto un seno»197.

Este apunte, presumiblemente del verano de 1880 o 1881, viene a continuación del de La batalla de las almas, es decir, el libro proyectado sobre la Revolución. Martí se halla en un momento de reflexión sobre la «raza negra […] su constitución, corrientes y tendencias. Modo de hacerla contribuir al bien común, por el suyo propio». Es legible, detrás de estos apuntes, la presencia, en el joven Martí, de una mentalidad paternalista criolla, que vemos en Del Monte, Saco y Luz, cuyo abolicionismo o antiesclavismo racista, como señala Aline Helg, alcanza una expresión política refinada198. El 20 de agosto de ese año, Martí anota:

«Me desperté hoy […], formulando en palabras, como resumen de ideas maduradas y dilucidadas durante el sueño, los elementos sociales que pondrá después de su liberación en la Isla de Cuba la raza negra. No las apariencias, sino las fuerzas vivas. No la raza negra como unidad, porque no lo es, –sino estudiada en sus varios espíritus o fuerzas, con el ánimo de ver si no es cierto como parece, que en ella misma, en una sección de ella, hay material para elaborar el remedio contra los caracteres primitivos que desarrollarán por herencia, con grande peligro de un país que de arriba viene acrisolado y culto, los sucesores directos o cercanos de los negros de África salvajes, que no han pasado aún por la serie de trances necesarios para dejar de revelar en el ejercicio de los derechos públicos la naturalidad brutal correspondiente a su corta vida histórica»199.

Martí no solo rearticula las nociones básicas (primitivismo, brutalidad, salvajismo) de la eugenesia evolucionista de su época (Gobineau, Chamberlain, Lapouge), sino que asume el viejo argumento criollo del peligro negro. Aquí su discurso no está lejos de Sarmiento: «caracteres primitivos» de la población negra vs. «cultura acrisolada» de la población criolla. E incluso, llega a ponderar el típico mecanismo de «blanqueamiento» eugenésico al

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insistir en el rol civilizatorio de «una sección» de la raza negra: al parecer, la élite de mulatos libres e ilustrados. Es evidente que en textos posteriores, ya de la época de la política revolucionaria, como «Basta», «Mi Raza» y «Sobre Blancos y negros», Martí trató de liberar su discurso de esos enunciados eugenésicos y racistas. Sin embargo, hay un principio que se mantiene en ese corte discursivo: el principio republicano, es decir, el énfasis en que la raza negra no conforma una «unidad», ya que la construcción de una comunidad cívica nacional exigía el desvanecimiento de las identidades raciales.

Aún así, es notable la inscripción de algunas formas del paternalismo racial en el proyecto de libro Mis negros. En primer lugar, salta a la vista cómo Martí se presenta en calidad de «sujeto culto», que escribe y lee, y que, a cambio de la ilustración que le brinda al negro, recibe de este el espectáculo de su gracia y, sobre todo, de su sensualidad: Tomás «lo deleita, cantando y bailando» y aunque es «travieso con todos los demás, está quieto a su lado»; Isidoro «sentado a sus pies […] lo cubre de mimos». La estetización del negro como criatura erótica, que se plasma en Villaverde, Suárez y Romero, Tanco y casi toda la narrativa cubana del siglo XIX, reaparece claramente aquí: los mimos de Isidoro, la homosexualidad de Isabel Diago, la hermosura del negro de casa de Manuel, el seno descubierto de la negra.

5. LIBRO TRASCENDENTAL, ETERNO, IMPOSIBLE. Finalmente, junto a estos cuatro modelos bibliográficos, está el más deseado por Martí, al que más apuntes dedica: el libro metafísico, consagrado a grandes temas de la moral, la filosofía, la cultura o la historia. Es el caso de su trilogía: El Universo, El Alma Eterna Humana y la Esencia de la Historia. O el caso, también, de El plan de la Naturaleza, un ensayo donde deberían responderse algunas preguntas básicas: «¿para qué sirve cada cosa?»; «¿por qué cada cosa es como es?»; «¿cómo está distribuido todo, o variado, o especificado, conforme a las necesidades?»200. El parecido entre este libro virtual y el ensayo de Emerson Nature debió ser evidente para el propio Martí. De ahí que en su imaginario del libro intervenga el principio de la reescritura: una actitud similar a la de Pierre Menard, aquel segundo autor de El Quijote que diera a conocer Jorge Luis Borges.

Otro libro trascendental que pensaba escribir Martí es el titulado Los Momentos Supremos –y vale la aclaración de que estos títulos aparecen, en sus Cuadernos de apuntes, escritos en letras itálicas, como si se quisiera resaltar la existencia física del libro. Aquí Martí se proponía combinar el modelo autobiográfico con el del libro filosófico, ya que se trataba de un relato de los «momentos decisivos de su vida, de La Vida de un Hombre: lo poco que se recuerda, como picos de montaña, de la vida: las horas que cuentan»201. Entre esos momentos trascendentales, Martí mencionaba «la tarde de Emerson», «la

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cumbre del monte de Guatemala», «el beso de Papá, al salir para Guatemala», «cuando me enseñaron a Pepe recién nacido»202. De modo que Martí pensaba, más bien, en unas Memorias o Confesiones filosóficas, semejantes a las de San Agustín o Rousseau, en las que los pasajes decisivos de su filogénesis personal describieran un correlato ontogenético universal.

En este modelo bibliográfico sobresale el proyecto de Los Milagros de América o Mitologías Americanas. En el Cuaderno n. 7, de 1881, Martí llega a juntar más de diez páginas de notas para la composición de este libro. Lee a los cronistas de Indias, a dos jesuitas ilustrados, Juan Rivero, autor de la Historia de las Misiones de los llanos de Casanare y los ríos Orinoco y Meta (1728) y a José Cassaní, autor de la Historia de las Misiones de los Jesuitas en el Nuevo Reino (1741) y lee, también, a dos historiadores venezolanos románticos: Arístides Rojas y Ezequiel Zamora. En estos textos Martí busca los pasajes donde se refieren sucesos mágicos de la historia americana: las apariciones y milagros de alguna virgen, las leyendas de la conquista, el refinamiento estilístico de los poetas o el heroísmo de los caudillos.

Su noción de lo mágico es tan abarcadora que lo mismo alude a la «corriente equinoccial y a los vientos alisios, que con su curso de Este a Oeste impulsaron a las embarcaciones españolas hasta las Antillas», que a un «Cristo Crucificado vestido como un llanero» que encontró un sacerdote en los campos de Venezuela, que a la proclama que emitió Bolívar unos días antes de morir, donde decía que quien «hace revoluciones ara en el mar», que a la leyenda de la laguna de Guatavita, que diera lugar al mito de El Dorado, que a la «santa rebeldía», el «casto espanto» y el «lenguaje cercano a lo divino» de la Madre Castillo, que «al ruido de 1687, que fue tenido a milagro y aviso de Dios para juntar a sus fieles», y que no fue más que el terremoto de Lima en aquel año203.

De modo que la idea de lo mítico americano, en Martí, es, por su amplitud y su proyección hacia esferas religiosas, políticas y literarias, sumamente moderna. La historiografía de las mentalidades y los imaginarios que hoy realizan autores, como Jacques Lafaye y Serge Gruzinsky, ha seguido un camino muy similar al que insinuaba Martí en aquel proyecto de libro. Pero, tal vez, la más clara señal de esta condición profética –en términos bibliográficos– de Los Milagros de América se encuentra en La expresión americana de José Lezama Lima, un libro que bien pudo haber sido aquel que deseaba escribir José Martí. El eje de la composición de este ensayo de Lezama es el mismo que había concebido Martí: el principio de la analogía –otra de las nociones que este toma de Emerson. La estructura del mito era para Martí, al igual que para los antropólogos de finales del siglo XX, una construcción transhistórica: «la identidad del espíritu humano obra igualmente en distintos pueblos en

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semejantes estados»204. De ahí eso que llama el «extraño nexo y la simpatía misteriosa entre dos hombres que aman ardientemente iguales altas cosas»: Bolívar y Lincoln205. Y de ahí, también, su certeza de que en el siglo XVIII, en América Latina, la Madre Castillo reescribió los textos de Santa Teresa de Jesús, así como Sor Juana los había reescrito cien años atrás206.

Por el camino de la analogía, Martí se traslada de América a Egipto y de Egipto a la India. Después de llenar tres páginas de notas sobre milagros y mitos americanos, aparece un apunte en el que la figura maya del chacmol le recuerda las «voluptuosas esfinges del Serapeum»: el «esfíngeo contorno», según Martí, es el mismo en ambas esculturas. Y esta analogía nos remite, nuevamente, a Lezama, quien habló, alguna vez, de la «egiptización americana». De Egipto a la India, de la India a China, el viaje analógico de Martí se va extendiendo demasiado. Es por eso que, tal vez, advirtiendo la intangible densidad de su proyecto, anota: «buen título, tal vez, para ese libro que desde hace tiempo pienso –y que podría ser la 2ª parte de mis Mitologías Americanas: –verdad por comparación: Todas las Mitologías»207. No alcanza rían las obras completas de Jung, de Mauss, de Mead, de Eliade y de Geertz para completar el vasto proyecto intelectual que alguna vez imaginara el joven cubano José Martí.

Finalmente, entre estos libros trascendentales, figura también el Concepto de la Vida. Ya desde abril de 1880, recién llegado a Nueva York, Martí le comentaba a Miguel Viondi su intención de escribir este libro, donde «examinaría la falsa vida que las convenciones humanas ponen enfrente de nuestra verdadera naturaleza, torciéndola y afeándola»208. Uno o dos años después, en sus Cuadernos, Martí trazará el plan de esta obra:

«El gran trabajo para escribir este libro es éste: distinguir la vida postiza de la vicia natural: lo que viene en el hombre, de lo que le añaden los hombres que han venido. So pretexto de completarlo, lo interrumpen. La tierra es hoy una vasta morada de disfrazados […]. La libertad política no estará asegurada, mientras no se asegure la libertad espiritual […]. Urge libertar a los hombres de la tiranía, de la convención, que tuerce sus sentimientos, precipita sus sentidos y sobrecarga su inteligencia con un caudal pernicioso, ajeno, frío y falso»209.

Nuevamente, vemos aquí el paralelo con Nietzsche. Ese libro que Martí imaginó no es muy ajeno a la crítica de la moral moderna que proponían Más allá del bien y del mal y, sobre todo, La genealogía de la moral. Martí, como lbsen, Wilde, Baudelaire, Whitman y tantos otros escritores de su época, percibió que las normas morales de la cultura burguesa desdoblaban la experiencia subjetiva de la modernidad. Por un lado, la secularización y el positivismo

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desvanecían las antiguas creencias, pero, por el otro, el capitalismo y la democracia empobrecían el espíritu y fomentaban esa mediocridad que, con los ojos de un profeta, Tocqueville había vislumbrado en la sociedad norteamericana210. La moral burguesa, con su afirmación institucional de la familia, la educación y el trabajo, era un entramado de vínculos socia les que intentaba «normalizar» ese desdoblamiento. De ahí que Martí llegue a decir que «la escuela y el hogar son las dos formidables cárceles del hombre». Estas instituciones crean un poderoso artificio que «deforma la existencia verdadera» y despoja a «los espíritus de su frescura genuina». El ideal del hombre natural, legado subterráneo que cruza la cultura occidental de Rousseau a Nietzsche, desemboca pues, en José Martí, para articular una crítica radical de la modernidad.

FRAGMENTOS FUNDACIONALES

En el imaginario del libro que construye la escritura de Martí, la imagen de mayor fijeza y densidad es, pues, la del libro eterno. Las metáforas martianas denotan la persistencia de una simbología tradicional sumamente arraigada: el libro es, ante todo, el Libro de la Naturaleza, el Libro de la Vida. Se trata, en suma, de un imaginario que no pocas veces recurre a esa representación del libro como texto sagrado, como códice, y que, según Chartier, es el eje de la cultura literaria en el antiguo régimen.

Así, por ejemplo, hablando de Emerson, Martí desliza sus propias nociones del libro, en tanto institución del saber: «los libros –dice– están llenos de venenos sutiles, que inflaman la imaginación y enferman el juicio»211. Frente al discurso de la razón se esgrime, entonces, el flujo natural del alma, el monólogo interior y, sobre todo, la intelección de la naturaleza, el diálogo con el paisaje. Por eso, agrega Martí, «un árbol sabe más que un libro». Pero si se tratara, inevitablemente, de libros, es preferible que estos sean libros totales, libros definitivos, eternos, «sumas», como los libros de Emerson, y no «demostraciones» o «artificios»212.

La idea se expone claramente en uno de sus Fragmentos:

«¿Por qué no han de decirse los pensamientos como ocurren a la mente? Esa sería la Literatura Sincera. Casi todos los libros de ficción son libros falsos e hipócritas. Su forma no dura, porque es forma buscada. Y hacen indudables servicios, ahora que se han dedicado al análisis del alma. Pero a la larga, no quedará nada de su obra. Son las novelas como los soldados del ejército

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mental: acaso son ellos los que ganan la batalla, mas luego, nadie recuerda sus nombres. Son libros de presente. Y, si se puede, han de sacarse del alma libros eternos».

Más que una apología del «flujo de conciencia» vemos aquí una diatriba contra la ficción, contra la narrativa que no es poética o ensayística. Martí, una vez más, sigue de cerca a Emerson en la caprichosa idea de que la poesía y el ensayo, más que la novela, dan lugar, como diría Julio Quesada, al «estilo de la modernidad». El propio Emerson no escribió ficción y cuando en su poesía o en sus ensayos encontramos algún pasaje ficticio este proviene de la reconstrucción de una trama ya conocida. En el fondo, esa «literatura sincera» de la que habla Martí no es otra que la «literatura de pensamiento», cuya expresión se atribuye, exclusivamente, a los textos poéticos y ensayísticos. En este sentido, Martí está muy próximo al ideal del poeta filósofo moderno, cuyas encarnaciones más visibles en América Latina (Alfonso Reyes, José Lezama Lima, Octavio Paz) demuestran cierta inadaptabilidad al género narrativo.

Pero el rechazo de Martí a la novela se debe también a una noción de la trascendencia por medio de la escritura, a una certeza personal de la inmortalidad literaria. Las novelas, según Martí, solo logran narrar un tiempo inmanente: la inmediatez. En cambio, la poesía y el ensayo trascienden por su capacidad para narrar la posteridad, el más allá del lapso de una vida. En este sentido, el modelo bibliográfico central para Martí es el del libro que más pervive en la lectura, el libro que nunca se cierra ni se vuelve ocioso, el que siempre es y será visitado por la mirada de los vivos. Se trata, en suma, de un libro que reclama toda la atención del mundo, que busca el punto de mayor centralidad para localizarse. Y ese libro es, precisamente, el «libro códice» del antiguo régimen, que describe Chartier, el libro total y eterno, la sumatoria de todos los mitos y todas las verdades: la Biblia, el Corán, los Vedas, el Popol Vuh. Martí ve los libros de Emerson como versiones modernas de aquellos textos sagrados y así también le gusta imaginar sus propios libros imposibles.

Sobre este imaginario del libro total, el poeta y ensayista mexicano Gabriel Zaid ha escrito una página sumamente gráfica:

«Imaginemos un ágora, un tianguis, un coctel, donde transcurren múltiples conversaciones. Aparece el micrófono. Los numerosos círculos se reducen a un círculo, las diversas conversaciones se reducen a una. ¿Es una ventaja? […] Es un mito: de la transparencia, de la Torre de Babel superada en un yo totalitario. Nos quejamos de la confusión de lenguas, de la variedad de conversaciones, porque soñamos con la atención universal, inabarcable para nuestra finitud. Pero la cultura es una conversación cuyo centro no está en ninguna parte. La verdadera cultura universal no es la utópica Aldea Global, en

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tomo a un micrófono; es la babélica multitud de aldeas, todas centros del mundo. La universalidad asequible es la finita, limitada, concreta, de las conversaciones diversas y dispersas»213.

Así como la destrucción de Babel fue el fin del paganismo antiguo, su reconstrucción es el principio de la secularidad moderna. El nuevo Babel de fina les del siglo XIX, con su multiplicidad de lenguas y voces, seduce y, a la vez, repele a Martí. Debido a esta ambivalencia, la crítica de Martí a la teleología moderna del libro comporta siempre un doble aspecto: por un lado inscribe cierta regresión hacia el imaginario sagrado del «libro-códice» y, por el otro, insinúa un movimiento de transgresión del libro, de concepción de un Libro Total, entendido como compendio de escrituras fragmentarias que destruyen, a su vez, las propias totalidades de la Literatura. Ambas gravitaciones hacia un lugar «fuera del libro moderno» han sido interpretadas por Jacques Derrida a partir de los casos de Rousseau y Mallarmé.

Para Rousseau, como indica Derrida, la alternativa se presenta en su forma mística o romántica: la Biblia o el Silencio. En uno de los pasajes de su Profesión de fe decía Rousseau: «La Biblia es el más sublime de todos los libros […] pero de todos modos es un libro […] no es sobre algunas hojas dispersas donde sea necesario ir a buscar la ley de Dios, sino en el corazón del hombre […] donde la ley natural está escrita con caracteres imborrables»214.

En cambio, para Mallarmé, esa fragmentación intrínseca de la escritura encuentra formas de organizarse por medio de pequeños libros invisibles que gravitan hacia una totalidad secreta. Siguiendo de cerca aquel proyecto de Novalis de concebir una Enciclopedia o Biblia moderna, que fuera el germen de todos los demás libros, Mallarmé le escribe a Verlaine en noviembre de 1885:

«En el fondo, ve usted, el mundo está hecho para desembocar en un hermoso libro […]. Siempre he sollado e intentado otra cosa, con una paciencia de alquimista, dispuesto a sacrificar a ello toda vanidad y toda satisfacción, igual que antes uno quemaba el mobiliario y las vigas de su techo para alimentar el horno de la Gran Obra ¿Qué? Es difícil de decir: un libro, simplemente, en muchos tomos, un libro que sea un libro, arquitectónico y premeditado, y no una colección de inspiración es de azar, por maravillosas que fuesen […]. Iré más lejos, diré: el Libro, persuadido de que en el Fondo no hay más que uno, intentado aún sin saberlo por todos los que han escrito […] me posee y quizás lo consiga; no hacer esa obra en su conjunto (¡habría que ser no sé quien para ello!) sino mostrar un fragmento realizado, hacer brillar en un lugar la autenticidad gloriosa, indicando todo el resto para el que no basta una vida […]. Probar por los trozos hechos que ese libro existe, y que he conocido lo que no habré podido cumplir»215.

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De modo que mientras Rousseau veía el Libro como un espejo de la Naturaleza, que la distorsiona y opaca, Mallarmé ya ve el Libro como la verdadera Naturaleza, como una Literatura primordial a la que todos los escritores tributan sus fragmentos. Ante la imposibilidad de reescribir la Biblia, Rousseau –y acaso también Rimbaud– vislumbra el silencio místico, el habla del corazón, el discurso rumor de la naturaleza. Ante la certeza de que la Biblia está siendo reescrita por la Literatura Moderna, Mallarmé se aferra a su «fragmento realizado», al «trozo hecho», como testimonio del único Libro que todos escriben. Entre Rousseau y Mallarmé, es decir, a lo largo del siglo XIX, se verifica, entonces, la crisis moderna de la teleología del libro. En este tiempo la escritura comienza a resistirse al cuerpo bibliográfico y busca un acomodo, como observamos en Nietzsche, a su propia fragmentación. Después del romanticismo, en palabras de Derrida, el «libro sale del libro», la «escritura desborda la literatura»:

«La idea del libro es la idea de la totalidad, finita o infinita, del significante; esta totalidad del significante no puede ser lo que es, una totalidad, salvo si una totalidad del significado constituida le preexiste, vigila su inscripción y sus signos, y es independiente de ella en su idealidad. La idea del libro, que remite siempre a una totalidad natural, es profundamente extraña al sentido de la escritura. Es la defensa enciclopédica de la teología, y del logocentrismo contra la irrupción destructora de la escritura, contra su energía aforística, y contra la diferencia en general»216.

Así, Derrida introduce la resistencia al libro dentro de la génesis de esa «heterogeneidad necesaria de los textos» que promueven los procesos de diseminación y diferencia en la cultura occidental desde el siglo XIX. El choque de la escritura con el canon moderno de la identidad entre el significado y el significante –y entre la representación y su texto– desestabiliza el imaginario del libro. José Martí participa de esa desestabilización con un discurso resistente al libro que unas veces recuerda a Rousseau y otras a Mallarmé. Como Rousseau, Martí declara que su deseo es «escribir en el corazón de los hombres», donde las huellas de la escritura son indelebles, es decir, donde un texto puede llegar a ser eterno. Pero también, como Mallarmé, Martí se propone escribir Libros trascendentales: Enciclopedias, Biblias modernas que den sentido a esos fragmentos dispersos que no son más que señales de una Totalidad Invisible.

Tan solo el hecho de que Martí dejara constancia escrita de esos más de 50 proyectos de libros nos persuade de su íntima experiencia de la fragmentación. Experiencia que, si bien no alcanza a concebir una nueva morfología del texto más allá de la fuerte identidad corpórea de los libros, al menos denota cierto acomodo del sujeto a su propia dispersión.

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Alguien podría encontrar, sin mucha dificultad, los «fragmentos realizados» o «trozos hechos» de esos proyectos de libros en la vasta obra de Martí. Ver, por ejemplo, sus textos sobre Bolívar, Sucre y San Martín en La Edad de Oro, sus retratos orales y escritos de Céspedes, Agramonte, Gómez y Maceo o sus ensayos sobre Emerson, Whitman, Alcott y Longfellow como pasajes de un gran Libro de Caracteres o Suma Biográfica. Pero aún así, quedarían fu era de este modelo bibliográfico total, muchas insinuaciones de otros libros que hubiera querido escribir. Es evidente que Martí, a diferencia de Mallarmé, no pudo imaginar su propio Libro Total, absolutamente integrador, que alguna vez, acaso, atisbó en la ensayística de Emerson y que probablemente deseó para sí.

Ese Libro Total, eterno, donde desembocarían todos y cada uno de los proyectos de libros imposibles, más que una imagen de la escritura martiana es un mito de su interpretación, de sus lectores y del propio Martí como primer lector de sus textos. El principio de la hipóstasis poético-política, por el cual se admite que Martí sacrificó o realizó su literatura en la guerra de independencia de Cuba, conduce directamente a otra metáfora totalizadora del libro, es decir, a la metáfora del Libro de la Nación. Cuando la obra de Martí es interpretada a través de dicho principio, como habitualmente se hace, el intérprete le atribuye a su fragmentación textual una totalidad invisible e ilegible, similar a la que concebía Mallarmé: la totalidad invisible e ilegible de la nación, la imagen de una comunidad homogénea que deberá encarnar en la historia. En ese momento, por obra y gracia de la interpretación, se funde el imán que atrae todos los fragmentos textuales de Martí.

En su estudio de los romances nacionales en América Latina, Doris Sommer se refiere a aquellos «escritores-estadistas» del siglo XIX latinoamericano que entrelazaban en sus discursos la ciencia y la poesía, la literatura y la historia, la narrativa y la política. A través de una discursividad de fundación nacional, intelectuales como Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento transgredieron una noción estrechamente moderna de la literatura, involucrando sus textos en todos los terrenos que requería la construcción estatal217. En el caso de Martí, más que en cualquier otro, esta discursividad se vuelve tensa, a pesar de su pluralismo genérico, por la descalificación de la novela y, en general, de la ficción literaria. Martí, autor vergonzante de una novela, considera este género como expresión de la inmediatez, como escritura del presente, y, por tanto, como un tipo de texto que no penetra en la historia. Ahí están sus juicios sobre Cirilo Villaverde, a quien llamó «escritor útil» y no precisamente por su romance nacional Cecilia Valdés sino por su probado separatismo, o sobre Mi tío, el empleado de Ramón Meza, en donde vio cierta «literatura de café y gacetilla, indigna de un país que acaba de salir de la epopeya», para

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corroborar que Martí busca siempre y, a veces, no encuentra en estos textos y autores la huella política, el trazado fundacional.

Sin embargo, paradójicamente, es Martí el narrador de la ficción fundacional más nítida que conoce la literatura cubana del siglo XIX. Si hay un escritor cubano que ofrece en sus textos la imagen de la nación que desea, es decir, de la nación que no existe y deberá ser fundada, ese es José Martí. Su narrativa de fundación nacional no se expresa por medio de la novela porque precisamente lo que intenta narrar no es el ser sino el deber ser de la nación. En este sentido, la matriz profética de los textos de Martí favorece la teleología moderna del libro: una suerte de expectativa secular por lo que Maurice Blanchot llamaba «el libro que vendrá».

La invención de un telos bibliográfico implica, para Martí, la invención de un telos histórico. Imaginar el «libro que vendrá» es también imaginar la «comunidad que vendrá», ya que la ficción martiana desemboca en una narrativa nacional profética. Su resistencia a la novela está, pues, protegida por un relato utópico que ocupa el centro de su escritura. A través de la utopía, Martí construye una ficción nacional donde la «comunidad que viene» se representa, no como lo que Giorgio Agamben llama «la reunión frágil del ser cualsea», sino como un lugar férreamente señalizado por la ética republicana, como un terreno sobre el que ya se han levantado «los muros del paraíso»218. El «ser cubano que debería llegar» era, a los ojos de Martí, todo lo contrario de esa singularidad pura que presupone el ser cualsea. Se trataba, en efecto, de un ser singular, solo que universalmente definido por el metarrelato de la identidad nacional. Antes de nacer en la historia, la criatura cubana disponía de su propio lugar, de sus atributos morales y, sobre todo, de la legitimidad política que le otorgaba la narrativa martiana.

Esa ficción fundacional es, de alguna manera, el imán integrador, el Libro Intangible que finalmente reúne los fragmentos textuales de José Martí. Nadie encontrará jamás el cuerpo de ese libro en la escritura martiana. Su existencia es plenamente mítica, es decir, solo se verifica en el imaginario de un lector que, deseoso de leer ese Libro de Cuba que narra su identidad nacional, acaba imprimiéndolo con su mirada en los textos de Martí.

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VIII

La invención de Cuba

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«Solo puede ser visto lo que es ideado; mas lo que se idea es también lo que se inventa», escribió alguna vez Martin Heidegger. Según esta proposición del último gran filósofo de Occidente, las ideas son invenciones de las palabras y las cosas. Invenciones que conforman una visibilidad metafísica, que hacen visible lo invisible, que truecan el aire de la razón en un cuerpo, ofrecido al tacto y la mirada. Idear, inventar, sería, de acuerdo con Heidegger, aquel movimiento del espíritu que construye la visión de un ser, la imagen de una posibilidad.

Debemos al historiador mexicano Edmundo O'Gorman el traslado de este juicio al origen de América219. El 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón creyó llegar a las Indias, es decir, a la costa oriental de Asia. Sus extraños diálogos con los habitantes de Guanahaní lo llevaron a pensar que la isla de Cuba era la Cipango (el Japón) de los Viajes de Marco Polo y que, muy cerca de ella, estarían Zaitó y Quinsay, las ciudades doradas del Gran Khan. El 29 de octubre llegó el Almirante a las costas cubanas y anduvo «barloventeando» hasta el 12 de noviembre, cuando salió en busca de Borinquen. Colón abandonó ese día la isla pensando que Cuba era tierra firme: el extremo de la península asiática más pronunciada, que en la geografía de Ptolomeo se llamaba el Quersoneso Áureo220.

En sus tres viajes siguientes, el Almirante no logró corregir esta ilusión. Su imaginario seguía siendo medieval: el Mundo, la Ecumene, como encarnación geográfica de la Santísima Trinidad, solo podía dividirse en tres partes: Asia, África y Europa221. El célebre marino genovés murió, en 1506, convencido de que Cuba era una península de Asia. De modo que Colón no descubrió América, sino que la encubrió, dotándola de un ser asiático. En todo caso, quien descubre a América es el navegante florentino Américo Vespucio; pues, a él se debe la certeza de que las tierras descubiertas forman un cuarto continente, hasta entonces ignorado: un Nuevo Mundo222. En su Cosmographiae Introductio, de 1507, Gimnasio Vosgiense de Saint-Dié estableció que, a partir de las exploraciones de Vespucio, tendría que agregarse al mapamundi una cuarta parte, cuyo nombre, en honor a quien demostró su existencia, debía ser América.

Sin embargo, para O'Gorman, y aquí radica el sentido más profundo de su estudio, no hubo tal descubrimiento. Si América fue descubierta, eso quiere decir que América ya existía. Y es cierto que existía, pero solo físicamente, geográficamente, bajo la fragmentación de sus comunidades originarias. Antes de la llegada de los europeos, América no era un ser histórico autoconcebido por sus culturas. No era, como podría ser hoy –por lo menos en ciertas utopías– eso que los antropólogos llaman un «sujeto cultural». Las civilizaciones precolombinas no incluían, en su imaginario, una representación

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completa del continente. De manera que, en vez de descubrimiento, hubo invención, fundación histórica de un Nuevo Mundo. Y esa invención es, ante todo, volviendo a Heidegger, una idea, una imagen o un nombre que inscribe el ser de América en el discurso moderno de la cultura occidental223.

Me gustaría desplazar este enfoque al origen de la nación cubana. Aquellas criaturas «mansas, temerosas y desnudas», que encontró Colón en el Caribe, ya sabían que Cuba era una isla. Los habitantes de la Isabela le habían hablado de una «isla grande, llamada Colba (Cuba) y de otra, también grande, llamada Bofío (Haití)»224. Esta información que los antillanos descubiertos dieron a los descubridores españoles –y que los descubridores, tozudamente, no quisieron aceptar– es el primer indicio de la insularidad cubana en el discurso europeo. De manera que la invención geográfica de Cuba se debe a esas criaturas y no al testarudo Almirante, ni a Américo Vespucio, ni siquiera al gallego Sebastián de Ocampo, quien realizó el primer bojeo de la isla en 1509. Sin embargo, lo que O'Gorman llamaría la invención histórica de Cuba, es decir, el surgimiento de un país en la historia, es obra –pésele a quien le pese– de la conquista española.

La palabra «país», aunque proviene del latín pagus (pueblo), es la denominación primaria de un territorio, el nombre fundacional de un espacio. Menos que aludir a un vínculo ético, como la idea de patria, o a un vínculo civil, como la de nación, o, siquiera, a uno político, como la idea de Estado, la noción de país está asociada al poder simbólico que centraliza y unifica el territorio. Por eso, desde el momento en que la isla se convierte en una Capitanía General del Imperio español, Cuba es un país. Antes podían coexistir el país siboney y el país taíno dentro del territorio insular. Después de la conquista, Cuba es ya un sujeto colonial unificado, dentro de la Corona de Castilla. La isla ha pasado de su invención geográfica a su invención histórica, ha surgido como ser en la cultura occidental, es decir, ha surgido como un ser español. Pero, volviendo al ontologismo de O'Gorman, este ser de la isla es, también, un «ir siendo la isla ella misma»225. De ahí que la invención española de Cuba sea superada, en los últimos siglos coloniales, por otras dos invenciones: la invención poético-moral de la patria criolla y la invención cívico-republicana de la nación cubana.

La idea de la patria aparece en el imaginario criollo del siglo XVIII. Cintio Vitier ha mostrado cómo se da el tránsito de la representación poética del paisaje insular, en Zequeira y Rubalcava, a la representación poética del alma cubana, en Plácido, Heredia y Mendive226. Un paso semejante podría encontrarse en la evolución del discurso de la tierra, entre José Martín Félix de Arrate, a mediados del siglo XVIII, y el Conde de Pozos Dulces, a mediados del XIX. En el lapso de un siglo, la cultura cubana pasa de la topofilia a la logofilia, del mito

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de la tierra insular al mito del alma nacional, de la imagen poética a la imagen moral de la patria. La generación de Varela, Saco, Del Monte y Luz convertirá este patriotismo ético ya no en un discurso, sino en una práctica civil, en un vínculo elitista o norma de sociabilidad exclusiva para los patricios blancos. La patria del criollo es un espacio público, sumamente estrecho, en cuyo interior el patriciado exhibe sus virtudes y su filantropía, su erudición y su inconformidad, su moderación y su reformismo. Ni el sacarócrata ni el esclavo, ni el peninsular ni el africano, pertenecen a esta República Criolla.

La «Guerra de los Diez Años» fue, más que nada, un esfuerzo por alcanzar el arelen político criollo. Sus líderes asumieron la contienda como un camino hacia la hidalguía patriótica, es decir, como el medio de estructuración de una aristocracia criolla. El poder militar y el civil, esto es, el Estado Mayor y la Cámara de Representantes de la República en Armas, reflejaron una sólida hegemonía por parte de los patricios blancos. De manera que la invención moral y poética de la patria, al traducirse en términos políticos, produce la guerra criolla. Una guerra que gravita hacia el establecimiento de un orden oligárquico, cuyo fin no es otro que la satisfacción tardía del frustrado ancien régime cubano. En ese devaneo proto-nacional se funda lo que Severo Martínez Peláez llamó «el contenido reaccionario de la patria del criollo»227. Toda la experiencia post-colonial de Cuba ha estado marcada por los «signos de violencia», en el sentido que les otorga Homi K. Bhaba, de nuestro siglo XIX228. La reserva más antidemocrática en la cultura cubana es, justamente, esa larga tradición de la poesía, la moral y la guerra del patriotismo criollo.

Se ha vuelto común entender a Martí como la encarnación de esa cultura, como la máxima voluntad poética, moral y política de la patria criolla. Él mismo, hijo de españoles, con sus recurrentes elogios de Heredia y Mendive, de Varela y Luz, de Céspedes y Agramonte, intentó presentarse como un he redero de los patricios blancos, como el depositario del legado criollo. A veces, sus textos reproducen ese aliento de la aristocracia católica rural que proviene del discurso de los patricios. Así, en «Carácter», uno de los artículos más intensos de Patria, Martí habla de «ciertos hombres urbanos y administrativos que en los quehaceres indirectos de la ciudad y en roce continuo de las capas burocráticas, no han tenido ocasión de conocer la verdadera alma criolla, depurada en la guerra y en la emigración; en la pobreza que en la isla ha seguido a la guerra, el alma criolla que funda en la roca y en la arena»229.

Sin embargo, cuando Martí pulsa esa urgencia de «conocer la verdadera alma criolla», quiere significar un corte valorativo, una ruptura cultural con el patriciado. Las costumbres señoriales del criollo, su riqueza, amasada en la culpa de la esclavitud, hacen de los patricios una casta que retrasa la democratización republicana de la isla. En su polémica contra los

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autonomistas, Martí ve en este partido la continuidad política natural de esas élites de «criollos serviles […] cuyo delirio de grandeza los ciega»230. La gran limitación de la patria criolla es, justamente, esa ceguera voluntaria, que le impide al patricio contemplar la comunidad negra dentro del espacio nacional. El criollo blanco, según Martí, tiene la facultad irrefrenable, el instinto de «ofender al criollo negro». En este sentido, su valoración de la cultura política del patriciado es muy severa

«Cuando el sublime Caballero había declarado el estudio de las leyes naturales […] cuando salidos de sus manos, fuertes para fundar, descubría Varela, tundía Saco, y Luz arrebataba […] cuando, con sus discursos, bregaba Hechavarría […] cuando los discípulos de Justo Vélez andaban por plazas y cortinas disputando en favor de la novedad. Abajo, en el infierno, trabajaban los esclavos, cadena al pie y horror en el corazón, para el lujo y señorío de los que sobre ellos, como casta superior, vivían felices, en la inocencia pintoresca y odiosa del patriarcado»231.

Aquí se descubre la reacción de Martí contra el imaginario criollo. La obra liberal de Espada y Arango, de Del Monte y Bachiller, le parecía encomiable, solo si se ocultaba su tendencia a constituir un orden aristocrático. Por eso resulta difícil incluir a Martí dentro de esa construcción moral y poética de la patria criolla. Su invención, más que un uso de las imágenes patricias, representa un paso de mayor acercamiento a la modernidad: se trata de la invención cívico-republicana de la nación. Pero inventar implica, ante todo, articular un relato fundacional. Y Martí estuvo muy consciente de su fundación discursiva y política: él mismo leyó sus palabras y sus actos como si correspondieran a los de un fundador. De ahí que cuando escribe a Gómez, en medio del desengaño político de 1884, la tan citada frase: «un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento», dejara ver la autoinscripción de su persona en la obra que logrará el nacimiento de la nación.

La República, según Martí, debía nacer con su doctrina y su epopeya, su panteón heroico y sus padres fundadores. El espíritu de la nación tenía que personificarse en sus héroes, a través del texto de la memoria nacional. Wilbur Zelinsky ha estudiado la construcción de ese metarrelato épico en la historia de los Estados Unidos232. Martí parece seguir de cerca este modelo del nacionalismo republicano, durante el proceso de la invención política de Cuba. El punto de partida es el reconocimiento de la fu erza mítica que puede alcanzar una trama nacional heroica: «la epopeya –escribe en 1892– está en el mundo, y no saldrá jamás de él: la epopeya renace con cada alma libre: quien ve en sí es la epopeya»233. Cuba, según Martí, contaba ya con la reserva épica de la «Guerra de los Diez Años». Ese tiempo de gestación simbólica debía

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desglosarse en sus leyendas y sus héroes, por medio de un relato perdurable, por medio de una narrativa del nacimiento de la nación. Martí fue de los primeros en comprender que la «Guerra de los Diez Años» ofrecía el testimonio básico para esa mitología nacional.

Existe el borrador de una carta de 1877, escrita en Guatemala, que Martí pensaba enviar a Máximo Gómez. El joven poeta pide en ella información sobre Céspedes, Agramonte y sobre el propio general Gómez, para una historia de la «Guerra de los Diez Años». «Las glorias –afirma– no se deben enterrar sino sacar a la luz» y agrega que «tiene prisa de publicar las hazañas escondidas de nuestros grandes hombres»234. Un año después, el 6 de julio de 1878, Martí le escribe a Manuel Mercado, anunciándole su regreso a Cuba, y entre lamentos, le dice:

«¡Ahora que tenía casi terminada, con el amor y el ardor que V.d. me sabe, la historia de los primeros años de nuestra Revolución!– Había revelado a nuestros héroes, escrito con fuego sus campañas, intentado eternizar nuestros martirios! Con minucioso afán, había procurado enaltecer a los muertos y enseñar algo a los vivos. Ningún detalle me había parecido nimio. Todo lo hacía yo resplandecer con rayos de grandeza: –de su eterna grandeza. –¡Y esta obra noble y filial de un espíritu libre, irá ahora clavada como un crimen en el fondo de un baúl!– Mucho he de padecer en una tierra donde no puede entrar semejante libro»235.

Esta obra, que según Martí estaba «casi terminada», nunca apareció entre sus papeles. De modo que la propia escritura martiana se involucra en los orígenes de una mitología nacional, al desatar la creencia en el texto fundador oculto, en el libro perdido de la nación. La obra fragmentaria de Martí produce una sensación de vacío del texto, de falta de cuerpo argumental, que obliga a practicar sobre ella lecturas hermenéuticas. Siempre hay algún secreto que encontrar en el discurso martiano. Así como la narrativa heroica de la Guerra de los Diez Años» se promete y no se cumple, su propia idea de la República, como veremos, es apenas una insinuación. Esta voluntad hermética, esta pasión por el secreto, condiciona las lecturas de Martí. Y él mismo parece haber valorado la efectividad poética del secreto, de cierta escritura esotérica, durante la invención de Cuba. Su texto «El 10 de abril», publicado en 1892 por Patria, es, a propósito, muy revelador. Allí se narra cómo Céspedes, después del juramento de la Constitución de Guáimaro, se fue solo, al bosque, y enterró el acta constitucional. Martí concluye con una frase que mitifica la continuidad de la guerra: «¡Es necesario ir a buscarla y desenterrarla!»236.

Por lo que le confiesa a Mercado en aquella carta, se interpreta que Martí no pensaba escribir una simple crónica de la «Guerra de los Diez Años», al estilo

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de José Joaquín Palma, Luis Victoriano Betancourt, Manuel de la Cruz o Ramón Roa. Su proyecto era el de una auténtica epopeya, que eternizaría en la memoria nacional a los padres fundadores, los héroes, las escenas, las batallas, los martirios. Martí imaginaba una suerte de Ilíada cubana que sirviera como referencia textual para la mitología patriótica de la nación. Y si bien no logró escribirla, algo de esa narrativa épica apareció luego en sus artículos sobre Céspedes, Agramonte, Gómez y Maceo, que se publicaron en Patria, y en sus discursos conmemorativos del 10 de Octubre. Precisamente, en uno de los artículos de Patria, se declara el 10 de abril, fecha de la Constitución de Guáimaro, «día de la patria». Y en su célebre discurso del Liceo Cubano de Tampa, pide que en la bandera de la nueva República, alrededor de la estrella solitaria, se imprima la «fórmula del amor triunfante: con todos y para el bien de todos». Martí va creando los mitos, los héroes, pero también las efemérides patrióticas, el ceremonial cívico y hasta los símbolos nacionales y los emblemas políticos de su República.

En este sentido, el primer paso de la invención republicana de Cuba es la narrativa de un pasado épico, el despliegue de una densidad histórica o, para decirlo como Eric Hobsbawm, la «invención de una tradición»237. Esa densidad histórica reciente es, para Martí, la «Guerra de los Diez Años», cuya prefiguración espiritual está contenida en el discurso de los patricios criollos. Varela, Saco, Del Monte, Luz son los padres fundadores del espíritu, los primeros evangelistas. Céspedes y Agramonte son los mártires y Maceo y Gómez los héroes.

Al convertir la moral y la guerra de los criollos en tradición, en legado, Martí desactiva el mensaje aristocrático de los patricios blancos. Ya no se trata de fundar la patria del criollo, sino de construir la nación del cubano, de completar la ciudadanía de la isla, por medio del ingreso libre y sin distinciones de todos los ciudadanos en la nueva República. Y aquí es notable el traslado de la mitología nacional de los Estados Unidos a la invención de Cuba, ya que Martí le atribuye a Céspedes el rol de Washington, el padre de la patria, una suerte de Moisés republicano, y reserva para sí, la misión de Lincoln, el Cristo, el hijo que es sacrificado en el completamiento de la nacionalidad. Al no realizarse la República martiana, los roles se desplazan y la figura de Martí es leída proféticamente, lo cual da pie para que aparezcan otros mesías, nuevos Cristos, otros ungidos por el óleo martiano.

Luego de inventar un legado, una tradición, Martí pasa a imaginar una comunidad moral. De la episteme romántica, su escritura recibe el canon de los caracteres y los temperamentos nacionales. Al igual que Herder o Shopenhauer, Rousseau o Víctor Hugo, Martí concibe a las naciones como personas mora les. El carácter nacional de Cuba está conformado por las

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virtudes y los vicios del pueblo cubano. Solo que Martí, nunca habla de los vicios o fallas morales del cubano, puesto que su idea de la identidad siempre se resuelve dentro de una ética positiva.

En su «Oración de Tampa y Cayo Hueso» hay un pasaje que podría entenderse como la justificación de ese afán por ver solo los buenos atributos de la conducta cubana: «A mí demagogo me podrán decir […] porque creo al cubano capaz del amor, que hace perdurable la libertad». Y más adelante, agrega: «Quien crea, ama al que crea: y solo desdeña a los demás quien en el conocimiento de sí halla razón para desdeñarse a sí propio»238. De manera que la autoconciencia de la fundación nacional, de la invención de Cuba, es para Martí el principio que impone un discurso positivo sobre la identidad cubana.

Así, el pueblo de la isla, según la caracterización de Martí en su «Carta al New York Herald», es «laborioso, trabajador, liberal, moderno, prudente, sabio, culto, elocuente, apasionado, pacífico, tolerante, justiciero, leal, honesto, valiente, sacrificado, digno, entusiasta, honrado, independiente, sereno, enamorado»239. Cuando más se acerca Martí a reprochar algún rasgo del carácter nacional, se asegura de que ese rasgo aparezca dentro de un equilibrio, compensado por otra bondad cubana. Por ejemplo, al decir que «es el hijo de las Antillas, por favor patente de su naturaleza, hombre en quien la moderación del juicio iguala a la pasión por la libertad», o sea, que el «¡cubano es prudente y entusiasta a la vez!»240.

Un breve recorrido por la historia de Cuba convencería a cualquiera de que ese pueblo martiano no ha existido, no existe y, probablemente, jamás existirá. De ahí que la invención de una comunidad cubana virtuosa, glorificada, más que un reflejo discursivo de la comunidad real, sea el instrumento retórico de una comunidad imaginada. Sin embargo, es por medio de esta idealización utópica de la moral insular, que Martí alcanza una imagen moderna de la nación cubana. Dicha imagen moderna, al decir de Benedict Anderson, resulta de la vivencia textual, discursiva o, si se quiere, ideológica, de «una comunidad civil, imaginada desde la singularidad cultural y la soberanía política»241.

Ninguno de los contemporáneos de Martí logró un discurso de la cubanidad tan exaltado, tan glorificante. Quizás, debido a que ninguno se propuso, con tal entusiasmo, inventar y fundar la nación moderna de Cuba. Ni Rafael Montoro, ni Enrique José Varona, ni Ramón Meza, ni Manuel Sanguily, ni Rafael María Merchán, ni Enrique Piñeyro, ni Julián del Casal, ni Cirilo Villaverde, esto es, ninguno de los intelectuales que retrató Manuel de la Cruz en sus Cromitos Cubanos, erigió su escritura en un espacio de representación absoluta para la ciudadanía cubana242. En todos ellos había una zozobra escéptica. Dudaban de la capacidad del pueblo cubano para autogobernarse en un régimen

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republicano. Desconfiaban o se nutrían de la mentalidad corporativa y estamental que había fijado el colonialismo español. Le temían al negro o le temían al Norte. Ese malestar de su cultura política los convirtió en rehenes de las oligarquías. Unos eran demócratas, pero demasiado liberales. Otros eran liberales, pero poco demócratas. Martí era republicano, demasiado republicano.

Y aquí vale la pena regresar al precursor ensayo La cubanidad negativa del Apóstol Martí de Arturo S. de Carricarte. Escrito en 1931, durante la crisis política del Machadato, su autor fue el primero en advertir la falta de correspondencia entre la imagen moral de Cuba, construida por Martí, y la historia política de la isla. Según Carricarte, Martí, hijo de un valenciano y una canaria, quien salió de Cuba a los 17 años y solo vivió unos meses de su adultez en la isla, es «el menos representativo de nuestros escritores» y, en todo caso, fue «un cubano per accidens». Martí no solo era un perfecto desconocido para el lector republicano, sino que la República misma era la antítesis del proyecto político martiano. Por eso la conclusión de Carricarte causó tanto revuelo en aquella época:

«Lo expuesto prueba de modo irrebatible, que la obra de Martí, en lo político, en lo literario, en lo filosófico (y no es demasiada ambiciosa la palabra ni la inspira solo nuestra grande admiración por él) no mostró identificación alguna con las ideas preponderantes en Cuba coetáneamente cuando vivía el Maestro (que aún sin discipulado eficaz Maestro es y será) y que, muerto, sus doctrinas básicas para la organización del país han sido desoídas, sistemáticamente desdeñadas y, en los más casos, inversamente aplicadas. Vivimos en y a costa de un espejismo, que por estimarlo realidad está produciendo innúmeros y trascendentes daños: el creer que la invocación constante y cotidiana y en los más de los casos “bona fide” de las ideas de Martí, significa que esté plasmándose la República a la manera que él quería. Nos hallamos ahora, quizás más que nunca, lejos, en las antípodas del pensamiento político de Martí […]. El “cubanismo” de Martí en lo que significa amor a Cuba –que en él fue pasión desbordada, abnegadísima– es obvio; por nadie ha sido superado y aun téngolo por insuperable, ni siquiera igualable en punto a desinterés y perseverancia; pero, su “cubanidad”, en lo que ella implica de identificación entre el país y su redentor, forzoso resulta confesarlo: es absolutamente negativa»243.

Paradójicamente, con la Revolución, ese espejismo, que observaba Carricarte, se refuerza tanto que, por momentos, tal parece como si se invirtiera. El orden revolucionario, a diferencia de la República, se imagina a sí mismo como una encarnación absoluta de las ideas martianas. La cultura revolucionaria, a diferencia de la republicana, no se cuestiona el hecho de que, por fin, el proyecto político martiano ha sido realizado en Cuba, a pesar de que dicho

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proyecto sea el de un Estado marxista-leninista. Cosa que, naturalmente, Martí jamás vislumbró. Pero lo más significativo del mito político martiano es que ambos órdenes históricos, el republicano y el revolucionario, más allá de su irresoluble confrontación, experimentan el mismo espejismo y se nutren de la misma ficción: el primero, por defecto, y el segundo, por exceso. Esta doble experiencia del mito, este espejismo ambivalente, revela su inmensa capacidad de representación.

¿Cómo se convierte la escritura de Martí en ese espacio de representación absoluta para la nacionalidad cubana? ¿Cómo el texto de Martí se vuelve la inscripción más completa de esa comunidad imaginada? A mi juicio este proceso, que no es más que la invención nacional de Cuba, se logra gracias a una idea moderna de la ciudadanía. Martí imagina y desea para su isla un orden republicano, cuyos miembros sean todos los habitantes de la isla, sin exclusiones, privilegios o jerarquías de ningún tipo. El registro de esa ciudadanía plena abarca desde el africano hasta el español, desde el criollo hasta el esclavo. Y una vez establecida la República, estas distinciones de raza, casta, estamento, gremio, religión, riqueza o ideología, se disuelven en la igualdad de los derechos civiles y sociales. En palabras de Cintio Vitier, «Martí predicó la unidad del hombre por encima de las razas y las clases»244.

Pero lo que define este proyecto republicano es la modernidad de una nación y no la modernidad de un Estado. La ausencia de un claro registro de derechos políticos para la República, oscurece su programa estatal. Los textos de Martí aluden a un orden moderno en el que los ciudadanos no establecen sus vínculos dentro de los cuerpos, estamentos, castas o gremios del antiguo régimen, sino dentro del espacio público, equitativo y libre, de una sociabilidad cívico-republicana. De manera que el discurso martiano nos informa mucho sobre la naturaleza de su nación y muy poco sobre la naturaleza de su Estado.

Del Estado, es decir, de la sociedad política que proyectaba Martí solo conocemos su forma: una República, sostenida por el principio de la soberanía popular. Lo cual es sumamente vago ¿Pensó Martí en un Estado interventor, proteccionista, con una esfera pública amplia, o pensó en un Estado liberal restringido? ¿Cuál era su esquema fiscal? ¿Vislumbró el sufragio femenino? ¿Qué régimen de propiedad aplicaría? ¿Aceptaría un mercado de capitales dominado por empresas norteamericanas? ¿Proyectaba una democracia plebiscitaria, coro nada por un líder carismático? ¿O admitiría la competencia política libre entre los partidos?

No lo sabemos. Sobre el pluralismo político dentro de su República, Martí tiene frases inquietantes: «la lucha que se empeña por acabar una disensión, no ha de levantar otra», «el Partido Revolucionario Cubano es el Pueblo Cubano»,

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«una es, pues, el alma cubana que ha de florecer en la isla feliz». Tampoco descarta el desarrollo de una jerarquización social y política en la República, es decir, de cierto margen de privilegios estatales, a partir de la adhesión o el rechazo que suscite el movimiento revolucionario. Dicha posibilidad está contemplada en su artículo «Nuestras Ideas»: «Para todos será el beneficio de la revolución a que hayan contribuido todos, y por una ley que no está en mano de hombre evitar, los que se excluyan de la revolución, por arrogancia de señorío o por reparos sociales, serán, en lo que no choque con el derecho humano, excluidos del honor e influjo de ella»245.

No hay dudas de que el establecimiento de un régimen de libertades públicas es un ideal recurrente del texto martiano. Martí habla de una Revolución «por el derecho, por la persona del hombre y su derecho total»; habla de una República «sin miedo canijo a la expresión saludable de todas las ideas»; habla, en fin, de una ley primera, basada en el culto a la dignidad plena del hombre. Sin embargo, esta legitimación de las libertades públicas no rebasa la fundación republicana de una ciudadanía moderna. Es decir, las libertades de palabra, de prensa, de asociación o de culto son derechos civiles que están implicados en la idea moderna de nación que maneja Martí. Pero la caracterización del sujeto republicano, del ciudadano de esa República martiana, de acuerdo con los derechos políticos que se le conceden, es extremadamente difusa ¿Cuáles son los derechos políticos del ciudadano en la República martiana? ¿Cómo se ejercería el sufragio? ¿Serían legales los partidos? ¿Qué tipo de representación asumiría la voluntad popular? No lo sabemos.

Sobre el sistema de partidos, solo he encontrado un pasaje, también del artículo «Nuestras Ideas», sumamente oscuro, en el que Martí parece admitir la existencia de asociaciones políticas en la República:

«Se habrá de defender, en la patria redimida, la política popular en que se acomoden, por el mutuo reconocimiento, las entidades que el puntillo o el interés pudiera traer a choque; y ha de levantarse, en la tierra revuelta que nos lega un gobierno incapaz, un pueblo real y de métodos nuevos, donde la vida emancipada, sin amenazar derecho alguno, goce en paz de todos. Habrá de defenderse con prudencia y amor esta novedad victoriosa de los que en la revolución no vieran más que el poder de continuar rigiendo el país con el ánimo que censuraban en sus enemigos. Pero esta misma tendencia excesiva hacia lo pasado, tiene en las repúblicas igual derecho al respeto y a la representación que la tendencia excesiva al porvenir»246.

Por la proposición final, parecería que Martí imagina un modelo bipartidista de liberales y conservado res. Pero es difícil confirmarlo por la ausencia de otras

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alusiones al virtual sistema político de la República. Martí se resiste a usar la noción moderna de partido político en sus textos. Esas que él llama «entidades que el puntillo o el interés pudiera traer a choque», pueden ser lo mismo facciones parlamentarias, que grupos dentro de la opinión pública. De manera que a la indefinición del Estado en el discurso martiano, se agregan la falta de un registro de derechos políticos para la ciudadanía y la ambigüedad de sus mecanismos de asociación partidista. La República martiana, claramente definida en términos civiles y sociales, se muestra algo vaciada de contenidos estatales y políticos.

El republicanismo de Martí es entusiasta, resuelto, transparente. No así su identificación con la democracia política, que a ratos se ve empañada por retóricas aristocratizantes o populistas. Obsérvense, por ejemplo, estos dos pasajes de sus Cuadernos de apuntes:

«Las en trallas del sufragio son feas, como todas las en trallas. ¿Y cómo un padre inicia a su hijo decorosamente en el conocimiento de la vida sexual –o debe dejarse al azar este asunto de que depende tal vez la vida entera o hay tal ley en el hombre que ella sola le guía, y es la única guía, o debe ser la guía del padre indirecta, y no más? Eso, y el sufragio son tal vez las únicas cosas que me han hecho dudar»247.

Llama la a tención la equivalencia de estas dos dudas: la duda sobre la educación sexual del hijo y la duda sobre el sufragio universal. En ambos casos, la vacilación involucra resabios de una mentalidad tremendamente autoritaria y patriarcal. Las dudas podrían reformularse de esta manera: ¿debe el hijo iniciarse por sí mismo en el sexo?, ¿debe el pueblo elegir a sus gobernantes por sí solo? Pero el hecho de que Martí no conozca las respuestas de estas preguntas indica que se resiste al ejercicio de esa violencia racionalista y disciplinaria que exigen la educación y la política modernas. En este sentido, Martí se muestra como un «niño mayor» que desconoce la hegemonía de la razón de Estado sobre la moral republicana. A propósito de los peligros de este desconocimiento en la modernidad, Peter Sloterdijk señala:

«La política es el arte de lo posible: en este conocido dictum de Bismarck hay disimulada una prevención frente a la intromisión de niños mayores en los asuntos de Estado. Seguirían siendo niños, a los ojos del estadista, aquellos adultos que nunca han aprendido a distinguir con certeza entre lo políticamente posible y lo imposible. El arte de lo posible es sinónimo de la aptitud para salvaguardar el ámbito de la política frente a los excesos de lo imposible. Por consiguiente, el arte de la política, como arte regio, se encontraría en el vértice de una pirámide de racionalidad que establece una relación jerárquica entre razón de Estado y razón privada, entre sabiduría

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principesca e intereses de grupo, entre los que son políticamente adultos y los que continúan siendo niños»248.

El republicanismo de Martí parece subsistir, casi, en estado puro. Su distancia respecto a las tradiciones liberal y democrática hace de la moral republicana un dispositivo que puede llegar a reconciliarse con lo imposible, con la utopía de una sociedad homogénea. Las razones de esta infancia, de esta puerilidad política no solo se encuentran en su rechazo al maquiavelismo, es decir, a admitir una formalización de la política al margen de la moral, o en la densidad de su imaginación poética, sino en el hecho, incontrovertible, de que su experiencia del poder fue sumamente precaria. Martí no conoció la política en tanto «arte regio» o «sabiduría principesca»: la debilidad de su razón de Estado proviene de su desconocimiento del poder.

Lo anterior indica que si hay alguna finalidad en el discurso y las prácticas políticas de José Martí esa es la invención cívico-republicana de una nación, la fundación de una ciudadanía moderna en Cuba, y no la creación de un Estado. Su objeto, como él mismo señaló, era «entregar a todo el país la patria libre». Lo que vendría después es algo que no está en sus textos y que ni siquiera puede inferirse o descifrarse, cómodamente, del cuerpo de su escritura.

La hermenéutica de una república secreta, imaginada como Estado perfecto, en la obra de Martí, responde a esa relación de lectura que imponen los usos políticos del texto. De ahí que la sucesiva legitimación de los poderes cubanos en la palabra de José Martí se base en el espejismo de que la idea de Nación puede confundirse con la de Estado. Martí es el fundador de una nación y no el constructor de un Estado. Cualquier identidad entre su invención nacional y alguna de las construcciones estatales que registra la historia de Cuba, desde su muerte hasta hoy, corre el riesgo de convertirse en un ritual totalitario más dentro de nuestra cultura.

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Notas

1 Louis Dumont, Homo aequalis, Taurus, Madrid, 1982, pp. 13-15.

2 Luis Cernuda, Pensamiento poético en la lírica inglesa. Siglo XIX, UNAM, México, 1974, pp.216-217.

3 Walter Benjamin, Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, Taurus, Madrid, 1991, pp. 71-83.

4 Iván A. Schulman y Manuel Pedro González, Martí, Darío y el modernismo, Editorial Gredos, Madrid, 1969, p. 49.

5 La Habana Elegante. Julián del Casal In Memoriam, Casa Editora Abril, La Habana, 1993, p. 11.

6 Ibídem, p. 20.

7 Charles Baudelaire, Las flores del mal (trad. Ángel Lázaro), Biblioteca Edaf, Madrid, 1990, p. 59.

8 La Habana Elegante. Julián del Casal In Memoriam, p. 8.

9 Jaime Torres Bodet, Antología de Rubén Darío, FCE, UNAM, México, 1966, pp. 201-217.

10 Josep Picó (comp.), Modernidad y postmodernidad, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 56.

11 Julián del Casal, Prosas, Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1963, t. II, pp. 173-175.

12 Marshall Berman, «Brindis por la modernidad», en El debate modernidad-postmodernidad, Puntosur Editores, Buenos Aires, 1989, pp. 69-71.

13 Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, Siglo XXI Editores, México, 1994, pp. 132-14 1.

14 José Martí, Obras escogidas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1992, t. I, p. 339.

15 Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y Política, FCE, México, 1989, p. 14.

16 José Martí, ob. cit., t. II, pp. 522, 523, 526.

17 José Martí, ob. cit., t. I, p. 338.

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18 Julián del Casal, Selección de poesías, Cultural S.A., La Habana, 1931, pp. 149- 150.

19 José Martí, ob. cit., t. I, pp. 381 y 395.

20 Leo Strauss y Joseph Cropsey (comp.), Historia de la filosofía política, FCE, México, 1993, p. 184.

21 Ángel Rama, Las máscaras democráticas del modernismo, Fundación Ángel Rama, Montevideo, 1985, pp. 129-136. Esta idea, incorporada en una de las primeras aproximaciones a la modernidad antimoderna de Martí, puede observarse también en su ensayo «La dialéctica de la modernidad en José Martí», en Estudios martianos, Editorial Universitaria, San Juan, 1974, pp. 129-197.

22 María Zambrano, Séneca, Siruela, Madrid, 1994, pp. 80-85.

23 Enrico Mario Santí, Escritura y tradición, Editorial Laia, Barcelona, 1987, p. 189. Esta idea, que es fácil encontrar en Lezama y Vitier, no se diferencia mucho de la propuesta de Ramos acerca de la «heroicidad plenamente moderna de la figura martiana».

24 Octavio Paz, Los hijos del limo, Seix Barral, Barcelona, 1974, p. 127.

25 Francisco Larroyo, La filosofía iberoamericana, Editorial Porrúa, México, 1989, pp. 114-122.

26 Octavio Paz, ob. cit., p. 126.

27 José Martí, Obras completas, Editorial Lex, La Habana, 1953, t. I, pp. 87 1-872.

28 Octavio Paz, ob. cit., p. 130.

29 José Martí, Obras escogidas, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 1992, t. III, p. 607.

30 José Martí, Obras completas, t. I, p. 264.

31 José Martí, Tallar en nubes (Selección y prólogo de Orlando González Esteva), Aldus, México, 1999, pp. 48 y 64.

32 Gonzalo de Quesada et al., Así vieron a Martí, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1968, p. 109.

33 Ramiro Guerra, La expansión territorial de los Estados Unidos, Cultural S. A., La Habana, s/f, pp. 211-249.

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34 José Moya, Una empresa llamada Estados Unidos, Ediciones de la Torre, Madrid, 1994, pp. 196-200 y 397-417.

35 Jorge Mañach, Teoría de la frontera, Editorial Universitaria, Puerto Rico, 1970, p. 63.

36 Gonzalo de Quesada, ob. cit., pp. 202-205.

37 Cuadernos americanos, UNAM, México, 1991, año. V, vol. 3, n. 27, p. 205.

38 A seis meses de iniciada la Guerra de los Diez Años, el gobierno del Presidente Benito Juárez declaró beligerantes a los insurrectos cubanos (México y Cuba: Dos pueblos unidos en la historia, Centro de Investigación Científica Jorge L. Tamayo, 1982, t. I, 171-173). En cambio el Ejército Libertador de 1895 no fue reconocido por el gabinete de Porfirio Díaz hasta tres años después, es decir, luego de la intervención de los Estados Unidos en Cuba.

39 Enrico Mario Santí, Pensar a José Martí. Notas para un centenario, Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1996, pp. 106- 107.

40 Cintio Vitier, Las imágenes en Nuestra América, Casa Editora Abril, La Habana, 1991, pp. 15 y 16.

41 José Martí, Crónicas, Alianza Editorial, Madrid, 1993, p. 42.

42 Ibídem, p. 133.

43 Ibídem, pp. 146-147.

44 José Martí, Obras completas, t. I, p. 649.

45 José Martí, Crónicas, ob. cit., p. 42.

46 Ibídem, p. 101.

47 José Martí, Obras completas, p. 1884.

48 Ibídem, p. 267.

49 Antonio José Ponte, «El abrigo de aire», Encuentro de la cultura cubana, Madrid, n. 16-17, verano, 2000, pp. 45-52.

50 Lisa Block de Behar, Una retórica del silencio, Siglo XXI Editores, México, 1984, pp. 12-13.

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51 Roland Barthes, El grado cero de la escritura, Siglo XXI, México, 1987, pp. 77-78.

52 Lisa Block de Behar, ob. cit., pp. 28-35.

53 Aurora Egido en su estudio «El silencio místico y San Juan de la Cruz» entrelaza estas tres dimensiones del secreto en lo que considera «la retórica, la poética y la política del silencio» del Siglo de Oro español. José Ángel Valente y José Lara Garrido, Hermenéutica y mística: San Juan de la Cruz, Tecnos, Madrid, 1995, pp. 161-195.

54 Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, Alianza, Madrid, 1991, p. 183.

55 Ludwig Wittgenstein, Observaciones, Siglo XXI, México, 1989, p. 38.

56 Ibídem, p. 129.

57 Maimónides, Guía de perplejos, Editorial Trotta, Madrid, 1994, pp. 157-159. Ver también las páginas que le dedica Ramón Xirau a la teología negativa de Maimónides en Palabra y silencio, Siglo XXI, México, pp. 18-32.

58 Ramón Xirau, ob. cit., p. 60.

59 Ludwig Wittgenstein, ob. cit., p. 42.

60 José Martí, Obras escogidas, t. I, p. 333.

61 Ludwig Wittgenstein, ob. cit., pp. 114- 115.

62 Ibídem, p. 47.

63 José Martí, «White», en Obras completas, t. I, p. 842-843.

64 José Martí, ob. cit., p. 376.

65 La estudiosa puertorriqueña Agnes Lugo Ortiz ha visto mitificaciones similares sobre el «silencio fundador» en los textos biográficos sobre José de la Luz y Caballero. Agnes Lugo Ortiz, Identidades imaginadas. Biografía y nacionalidad en el horizonte de la guerra (Cuba, 1860-1898), Universidad de Puerto Rico, San Juan, 1999, pp. 76-79 y 107-108.

66 María Zambrano, Séneca, pp. 76-79.

67 María Zambrano, «Martí, camino de su muerte», en La Cuba secreta y otros ensayos, Ediciones Endymion, Madrid, 1996, pp. 141 -146.

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68 María Zambrano, Pensamiento y poesía en la vida española, El Colegio de México, México, 1979, p. 71.

69 Ibídem, p. 72.

70 Roberto Calasso, Los cuarenta y nueve escalones, Anagrama, Barcelona, 1994, p. 293.

71 Pierre Klossowski, Tan funesto deseo, Taurus, Madrid, 1980, pp. 101-119.

72 José Martí, Obras escogidas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, La Habana, 1992, t. III, p. 143.

73 Paul Veyne, Séneca y el estoicismo, FCE, México, 1995, p. 156.

74 Remo Bodei, Geometría de las pasiones, FCE, México, 1995, p. 367.

75 Iván A. Schulman, Relecturas martianas: Nación y narración, Editions Rodopi B. V., Amsterdam-Atlanta, GA, 1994, pp. 4-9 y 44-57.

76 Cintio Vitier, Las imágenes en Nuestra América, pp. 15-16.

77 Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Ediciones Cátedra, Madrid, 1983, pp. 10-30.

78 José Martí, Crónicas, p. 133.

79 Ibídem, p. 18.

80 Sobre el reflejo ambivalente de la modernidad norteamericana en las crónicas de Martí ver Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX; Susana Rotker, Fundación de una escritura. Las crónicas de José Martí, Casa de las Américas, La Habana, 1992; y el estremecedor ensayo de Arcadio Díaz Quiñones, «Martí: la guerra desde las nubes», Revista del Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad de Puerto Rico, n. 9, 1997, pp. 201- 227.

81 Fina García Marruz, Temas martianos. Tercera serie, Centro de Estudios Martianos/ ARTEX, La Habana, 1995, pp. 175- 178.

82 Homi K. Bhabha, The Location of Culture, Routledge, London and New York, 1994, p. 9.

83 Karl Krause, Compendio de Estética, Editorial Tor, Buenos Aires, p. 26.

84 María Zambrano, Senderos, p. 11.

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85 Ralph Waldo Emerson, The Selected Writings of Ralph Waldo Emerson, The Modern Library, New York, 1992, p. VI; Henry David Thoreau, Walden and others Writngs, The Modern Library, New York, 1992, pp. V-VI.

86 José Martí, Obras completas, t. I, p. 1522.

87 Ibídem, p. 1196.

88 Ibídem, p. 752.

89 En sus primeros textos neoyorkinos Martí confunde a menudo los nombres. Tal vez, por el hecho de que algunos los conocía de oídas. En varias ocasiones, por ejemplo, escribe Mottey o Mobley, en vez de Motley. A no ser que los errores provengan de una mala paleografía de los editores de las dos primeras Obras completas, las de 1953 y las de 1963-65.

90 Ibídem, p. 1493.

91 Ibídem, p. 1476.

92 Ibídem, p. 1171.

93 Ídem.

94 Ibídem, p. 1134.

95 Ibídem, p. 1135.

96 Doris Sommer, «José Martí's Author of Walt Whitman», en José Martí's Our America, Durham and London, Duke University Press, 1998. pp. 77-90.

97 Ibídem, p. 1062.

98 Jorge Luis Borges, Obra poética. 1923- 1967, Emecé Editores, Buenos Aires, 1967, t. I, p. 245.

99 José Martí, Obras completas, p. 1057.

100 Ibídem, p. 1051.

101 F. O. Matthiessen, American Renaissance. Art and Expression in the Age of Emerson and Whitman, Oxford University Press, New York, 1968, pp. 157-175.

102 Simon Schama, Landscape and Memory, Alfred A. Knopf, New York, 1995, pp. 571-578.

103 José Martí, ob. cit., pp. 1170-1171.

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104 Ibídem, p. 1172.

105 Henry David Thoreau, Walden and Other Writings, The Modern Library, New York, l992, pp. 3-76, 665-694, 695-714.

106 Lawrence Buell, The Enviromental Imagination. Thoreau, Nature Writing, and the Formation of American Culture, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1996, pp. 1-27.

107 José Martí, ob. cit., pp. 954, 15 18.

108 Ibídem, p. 1787.

109 Ibídem, pp. 1285- 1286.

110 Cfr. Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, Gustavo Gili, Barcelona, 1981, p. 68.

111 Cfr. Agnes Lugo-Ortiz, Identidades imaginadas. Biografía y nacionalidad en el horizonte de la guerra (Cuba, 1860-1898), pp. 111-121.

112 José Martí, Crónicas, p. 36.

113 Ibídem, p. 53.

114 José Martí, Obras completas, t. I, p. 1097.

115 Ibídem, t. I, p. 1092.

116 Cfr. Plutarco, Vidas paralelas, Planeta, Barcelona, 1991, pp. 495-504.

117 Salvador Morales, La Primera Conferencia Panamericana. Raíces del modelo hegemonista de integración, Centro de Investigaciones Jorge L. Tamayo, México, 1994, pp. 132-140.

118 José Martí, Obras completas, t. I, pp. 1156 y 1259-1263.

119 José Martí, Crónicas, pp. 255-257.

120 Ibídem, pp. 261-262.

121 Ibídem, p. 257.

122 Ibídem, p. 266.

123 Philip Pettit, Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 149-169.

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124 José Martí, Crónicas, p. 52.

125 Claudio Véliz, The New World of the Gothic Fox. Culture and Economy in English and Latin America, University of California Press, Berkeley, 1994, pp. 45-65; Richard Morse, Resonancias del Nuevo Mundo. Cultura e ideología en América Latina, Editorial Vuelta, México, 1995, pp. 166-182.

126 Martí no es, como supone Paul Estrade, el único político latinoamericano que se desenmarca del liberalismo a fines del siglo XIX: Paul Estrade, José Martí. Fundamentos de la democracia en Latinoamérica, Doce Calles, Madrid, 2000, pp. 195-200.

127 Beatriz González Stephan, «Modernización y disciplinamiento. La formación del ciudadano», en Beatriz González Stephan, Javier Lasarte, Graciela Ontaldo y María Julia Daroqui, Esplendores y miserias del siglo I. Cultura y sociedad en América Latina, Monte Ávila Editores, Caracas, 1994, pp. 431-451.

128 Octavio Paz, El ogro filantrópico, Seix Barral, Barcelona, p. 64.

129 Francisco I. Madero, La sucesión presidencial, Editorial Clío, México, 1994, p. 35. En sus Memorias, ejemplificando esa «situación equívoca de los gobiernos latinoamericanos», Madero hablaba de «la eterna política del disimulo del general Díaz». Francisco I. Madero, Memorias, cartas y documentos, Libro-Mex Editores, México, 1956, p. 45.

130 María Zambrano, Séneca, pp. 80-85.

131 Hannah Arendt, Hombres en tiempos de oscuridad, Gedisa, Barcelona, 1990, pp. 13-41.

132 Para una definición de los valores republicanos clásicos, en su contrapunto con las tradiciones liberal y democrática, ver Fernando Escalante, Ciudadanos imaginarios, El Colegio de México, México, 1992, pp. 32-35; y «El republicanismo clásico y el patriotismo criollo: Simón Bolívar y la revolución hispanoamericana» en David A. Brading, Mito y profecía en la historia de México, Vuelta, México, 1988, pp. 78-111.

133 El breve escrito de Martí, «Persona, y Patria», puede leerse como una declaración extrema de su civismo-republicano. Allí se afirma que los revolucionarios deben «aborrecer», «barrer» la persona, mientras «sirven» y «adoran» a la patria. José Martí, Obras completas, t. I, pp. 444-448.

134 Es probable que la primera asociación entre Arjuna y Madero haya aparecido en los Estudios indostánicos (1919) de José Vasconcelos. Allí, luego

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de reproducir los comentarios de Madero al Baghavad Cita, Vasconcelos escribe: «Venció a sus enemigos, el Arjuna de México, en la noble lid de la fuerza, y después perdonóles con tierno espíritu cristiano, mas para ser víctima de Judas, en la más negra y cruel de las traiciones». José Vasconcelos, Estudios indostánicos, Ediciones Botas, México, 1938, p. 132.

135 Ver «Martí y el espiritismo» en José de J. Núñez y Domínguez, Martí en México, Imprenta de la Secretaría de Relaciones Exteriores, México, 1933, pp. 163-169.

136 Un excelente estudio de los vínculos y lealtades que inspira esta sociabilidad corporativa puede verse en Norbert Elías, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, FCE, México, 1994, pp. 63-82 y 257-264.

137 Susan Buck Morss, The Dialectics of Seeing. Walter Benjamin and the Arcades Project, M.I.T. Press, Cambridge, Massachussetts, 1991, pp. 10-17.

138 Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Paidós, Barcelona, 1985, p. 26.

139 Reno Bodei, Geometría de las pasiones, FCE, México, 1995, p. 369.

140 lsaiah Berlin, Contra la corriente. Ensayos sobre la historia de las ideas, FCE, México, 1983, p. 99.

141 José Martí, Obras completas, t. I, p. 44.

142 Ibídem, p. 433.

143 Agnes Heller, «Ética ciudadana y virtudes cívicas», en Agnes Heller y Ferenc Feher, Políticas de la postmodernidad, Península, Barcelona, 1989, pp. 224-231.

144 Natalio R. Botana, La tradición republicana, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1984, pp. 93-96 y 263-337.

145 David Brading, Mito y profecía en la historia de México, Editorial Vuelta, México, 1989, pp. 78- 112.

146 Paul Veyne, Séneca y el estoicismo, FCE, México, 1995, pp. 47-56.

147 Cicerón, La República, Gernika, México, 1993, p. 52.

148 José Martí, Cartas a Manuel Mercado, Ediciones de la UNAM, México, 1946, pp. 15-16 y 23.

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149 Homi K. Bhabha, Nation and narration, Routledge, New York, 1994, p. 5.

150 José Martí, Obras completas, t. I, pp. 444-445.

151 José Martí, Obras escogidas, 1992, t. I, p. 267.

152 Albert O. Hirschman, Interés privado y acción pública, FCE, México, 1986, pp. 103-114.

153 Tzvetan Todorov, Frágil felicidad. Un ensayo sobre Rousseau, Gedisa, Barcelona, 1987, pp. 24-30; Albert Hirschman, ob. cit., p. 110.

154 José Martí, ob. cit., t. II, p. 520.

155 Jacques Derrida, Dar el tiempo I. La moneda falsa, Paidós, Barcelona, 1995, pp. 110-167.

156 Julio Ramos, «El reposo de los héroes», en Apuntes Postmodernos, vol. 5, n. 2, Spring, 1995, pp. 14-20.

157 Ibídem, pp. 4-13.

158 Bruce James Smith, Politics and Remembrance. Republican Themes in Machiavelli, Burke and Tocqueville, Princeton University Press, New Jersey, 1985, p. 88.

159 Jean Starobinsky, 1789, los emblemas de la razón, Taurus, Madrid, 1988, pp. 61-63.

160 José Martí, Obras escogidas, t. I, p. 109.

161 José Martí, Obras completas, p. 530.

162 Wilbur Zelinsky, Nation into State. The shifting symbolic foundations of American nationalism, The University of North Carolina Press, 1988, pp. 22-48.

163 Giorgio Agamben, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Pre-Textos, Valencia, 1995, p. 15.

164 Roberto Fernández Retamar, Calibán. Apuntes sobre la cultura de Nuestra América, Editorial Diógenes, México, 1971, p. 37.

165 Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1992, pp. 104-105.

166 José Martí, Obras escogidas, t. III, p. 5 19.

167 Ibídem, p. 521.

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168 Ibídem, p. 520.

169 Michel de Certau, La fábula mística. Siglos XVI-XVII, Universidad Iberoamericana, México, 1993, pp. 43-63.

170 Roger Chartier, Sociedad y escritura en la edad moderna, Instituto Mora, México, 1995, pp. 261-262.

171 Rubén Darío, Los raros, Espasa Calpe, S. A., Buenos Aires, 1952, p. 193.

172 Roger Chartier, El orden de los libros, Gedisa, Barcelona, 1994, p. 20.

173 Friedrich Nietzsche, El gay saber, Espasa Calpe S. A., Madrid, 1986, p. 41.

174 Georges Bataille, Sobre Nietzsche, Taurus, Madrid, 1072, p. 25.

175 Friedrich Nietzsche, El gay saber, Espasa Calpe S. A., Madrid, 1986, p. 30.

176 Ibídem, p. 268.

177 José Martí, Obras completas, t. I, p. 842.

178 Ibídem, p. 1480.

179 José Martí, Obras completas, t. XXI, p. 226.

180 Ibídem, t. XX, p. 328.

181 Ibídem, t. XXI, p. 401.

182 Ibídem, p. 370.

183 Agnes Lugo Ortiz, ob. cit., pp. 111-123.

184 Ibídem, t. XXII, p. 278.

185 Ibídem, t. XVIII, pp. 281-292.

186 Ibídem, pp. 281, 283, 286.

187 Cfr. Agnes Lugo Ortiz, ob. cit., pp. XV-XXVII.

188 Ibídem, pp. 180-184.

189 José Martí, ob. cit., t. XXII, pp. 316-3 17.

190 Ibídem, p. 281.

191 Ibídem, pp. 282 y 287.

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192 José Martí, Obras escogidas, p. 526.

193 José Martí, Obras completas, p. 284.

194 Octavio Paz, Reflejos: réplicas, Editorial Vuelta, México, 1996, pp. 34-35.

195 José Martí, Obras escogidas, t. I, p. 178.

196 José Martí, Obras completas, pp. 282 y 285.

197 José Martí, ob. cit., p. 284.

198 Aline Helg, Our Rightful. The Afro-Cuban Struggle for Equality, 1886-1912, The University of North Carolina Press, Chapel Hill, 1995, pp. 2-21.

199 José Martí, ob. cit., p. 287.

200 Ibídem, p. 288.

201 Ídem.

202 José Martí, ob. cit., t. XXI, pp. 195-196.

203 Ibídem, p. 198.

204 Ibídem, p. 197.

205 Ibídem, p. 200.

206 Ibídem, t. XVIII, p. 283.

207 Ibídem, p. 290.

208 Ídem.

209 José Martí, Obras completas, t. I, p. 1056.

210 Jeffrey Belnap and Raúl Fernández, José Martí's «Our America». From National to Hemispheric Cultural Studies, Duke University Press, Durham and London, 1998p. 27-57.

211 Ibídem, 1055.

212 José Martí, Obras completas, t. XXII, p. 329.

213 Gabriel Zaid, Los demasiados libros, Editorial Océano, México, 1996, p. 28.

214 Jacques Derrida, De la gramatología, Siglo XXI, Buenos Aires, 1971, p. 24.

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215 Jacques Derrida, La diseminación, Editorial Fundamentos, Madrid, 1975, pp. 84-85.

216 Jacques Derrida, De la gramatología, p. 25.

217 Doris Sommer, ob. cit., pp. 6-7. Sobre la transgresión política de la literatura en Bello y Sarmiento ver el ya clásico estudio de Julio Ramos Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX, pp. 19-49.

218 Giorgio Agamben, La comunidad que viene, Valencia, Pretextos, 1996, pp. 9-12.

219 Edmundo O'Gorman, La invención de América. El universalismo de la cultura de Occidente, FCE, México, 1958, p. 19.

220 Ibídem, p. 46. Cristóbal Colón, Los cuatro viajes. Testamento, Alianza Editorial, Madrid, 1986, pp. 83-93. El 30 de octubre de 1492, el capitán de la Pinta, Martín Alonso Pinzón, dice que «aquella tierra (Cuba) era tierra firme muy grande que va mucho al Norte, y que el Rey de aquella tierra tenía guerra con el Gran Can» (Ibídem, p. 85). Ya el 1 de noviembre, Colón está convencido de que Cuba es parte del Continente Asiático: «Y es cierto que esta es la tierra firme, y que estoy ante Zaitó y Quinsay» (Ibídem, p. 87).

221 Edmundo O'Gorman, ob. cit., pp. 59-67.

222 Cfr. John H. Elliot, El Viejo Mundo y el Nuevo. 1492- 1650, Alianza Editorial, Madrid, 2000, pp. 17-46.

223 Edmundo O'Gorman, ob. cit., pp. 79-99.

224 Cristóbal Colón, ob. cit., p. 78.

225 Edmundo O'Gorman, ob. cit., pp. 93-99.

226 Cintio Vitier, Lo cubano en la poesía, Instituto del Libro, La Habana, 1978, pp. 49-61.

227 Severo Martínez Peláez, La patria del criollo. Ensayo de interpretación de la realidad colonial guatemalteca, Editorial Universitaria Centroamericana, Costa Rica, 1970, pp. 125-128.

228 Homi K. Bhabha, The Location of Culture, pp. 198-211.

229 José Martí, Obras completas, t. I, p. 661.

230 José Martí, «La Revolución», en ob. cit., p. 463.

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231 José Martí, «Antonio Bachiller y Morales», en ob. cit., pp. 779-780.

232 Wilbur Zelinsky, ob. cit., pp. 22-48.

233 José Martí, ob. cit., p. 530.

234 José Martí, Obras escogidas, t. I, pp. 108-109.

235 Ibídem, p. 178.

236 José Martí, Obras completas, p. 538.

237 Eric Hobsbawm and Terence Ranger, The Invention of Tradition, University Press, Cambridge, 1994, pp. 1-14.

238 José Martí, Obras escogidas, t. III, p. 61.

239 José Martí, Obras completas, pp. 266·267.

240 Ibídem, pp. 423-424.

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245 José Martí, Obras completas, pp. 422-423.

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