La Asamblea

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5/9/2015 La asamblea | Arquine data:text/html;charset=utf8,%3Ch1%20style%3D%22boxsizing%3A%20borderbox%3B%20margin%3A%2020px%200px%3B%20padding%3A%200px%3B… 1/4 La asamblea por Alejandro Hernández Gálvez | @otrootroblog 0 Facebook Twitter Google+ Cambios exigen cambios. Esta nueva casa alberga, ahora, lo que la añeja de Donceles creó y ya no podía contener. La amplitud de la representación de los mexicanos, determinada por la Reforma Política. Muchos ecos de nuestras concordias y discordias, allá quedaron como testimonio de la vigencia y perfectibilidad de nuestra democracia. Nuestra democracia, decía orgulloso el primero de septiembre de 1981, en su quinto y penúltimo informe de gobierno, José López Portillo, quien había ganado las elecciones a la Presidencia, en 1976, con un abrumador 91.9 % de los votos. En descargo de los electores de aquél momento, hay que decir que López Portillo era el único candidato. En su discurso de toma de posesión, el primero de diciembre de 1976, quien fuera Secretario de Hacienda en el gobierno anterior, pidió perdón a los desposeídos y marginados “por no haber acertado todavía a sacarlos de su postración,” aunque advirtió: “todo el país tiene conciencia y vergüenza del rezago.” Seis años después, en el último informe a la nación como Presidente —responsable del timón, pero no de la tormenta, dijo—, buscó en sus viejos papeles aquél primer informe y dijo: compartido

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La asambleapor Alejandro Hernández Gálvez | @otrootroblog

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Cambios exigen cambios. Esta nueva casa alberga, ahora, lo que la añeja de Donceles creó y ya no

podía contener. La amplitud de la representación de los mexicanos, determinada por la Reforma

Política. Muchos ecos de nuestras concordias y discordias, allá quedaron como testimonio de la

vigencia y perfectibilidad de nuestra democracia.

Nuestra democracia, decía orgulloso el primero de septiembre de 1981, en su quinto y penúltimo informe

de gobierno, José López Portillo, quien había ganado las elecciones a la Presidencia, en 1976, con un

abrumador 91.9 % de los votos. En descargo de los electores de aquél momento, hay que decir que López

Portillo era el único candidato. En su discurso de toma de posesión, el primero de diciembre de 1976, quien

fuera Secretario de Hacienda en el gobierno anterior, pidió perdón a los desposeídos y marginados “por no

haber acertado todavía a sacarlos de su postración,” aunque advirtió: “todo el país tiene conciencia y

vergüenza del rezago.” Seis años después, en el último informe a la nación como Presidente —responsable

del timón, pero no de la tormenta, dijo—, buscó en sus viejos papeles aquél primer informe y dijo:

compartido

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A los desposeídos y marginados, a los que hace seis años les pedí perdón, que he venido arrastrando

como responsabilidad personal —excúsenme, por favor, como si fuera exclusiva por haberla formulado

—, les digo que hice todo lo que pude para organizar a la sociedad y corregir el rezago; que

avanzamos; que si por algo tengo tristeza es por no haber acertado a hacerlo mejor.

Y el Presidente lloró. Lagrimas de hombre, como dicen, y no de cualquier hombre: lagrimas de Presidente.

El congreso, los representantes del pueblo, incluso de los desposeídos y los marginados que entonces, seis

años después de la toma de posesión, eran más —no sólo por haberse reproducido sino por la tormenta de

la que no era responsable el capitán—, el congreso, pues, de pie, aplaudió.

De vuelta a la inauguración de la casa donde el pueblo soberano “esrepresentado por los que elige” y

donde “se congregan como conciencia, voluntad y decisión de su soberanía” —en palabras de don José. La

Reforma Política de 1977 implicó el aumentó del número de diputados de 186 a 400, lo que volvió

insuficiente la capacidad de la vieja sede de Donceles —hoy de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal.

López Portillo le encargó el proyecto a su Secretario de Asentamientos Humanos y Obras Públicas: Pedro

Ramírez Vázquez —ya vemos que el conflicto de interés nunca ha sido mayor conflicto. El nuevo edificio

se construyó al oriente del Centro Histórico, a espaldas del Palacio Nacional y frente a la Terminal de

Autobuses de Pasajeros de Oriene, siguiendo el eje de la calle de Corregidora —eje tal vez sea una

exageración para esa calle de trazo irregular y quebrado que no hubiera complacido ni al Papa Sixto V ni a

Haussmann. En principio, como el Palacio Legislativo que dejó inconcluso Don Porfirio, éste debía incluir

las dos cámaras, la más amplia, que sí se construyó, la de diputados, y la menor, al fondo de un patio, la de

senadores.

Según el mismo Ramírez Vázquez, “el Recinto Parlamentario, sede del Poder Legislativo, es la parte más

importante del conjunto.” De paso también explica que en un principio se pensó en amueblarlo con “un

mobiliarios sencillo, contemporáneo y ligero,” pero que “al conocer algunos hechos históricos (algunos

anecdóticos pero reveladores),” descubrieron que “en un ambiente caldeado de opiniones encontradas,

discusiones pesadas y eventuales altercados, un sillón liviano podría convertirse en proyectil.” El diseño del

mobiliarios y también el de la circulación entre las curules tiene, entre otras condiciones, el objetivo de

evitar lo que Ramírez Vázquez califica como violencia parlamentaria. “Quien analizara la circulación fluida

de la Cámara como si se tratase de un teatro o un estadio diría: «qué desperdicio, sólo para que se desplace

un señor!» Sí, ¿pero quién es ese señor?, ¿qué representa?. ¿con qué estado de ánimo se encuentra?”

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Como si se tratase de un teatro. En realidad el Recinto Parlamentario es un teatro, en varios sentidos: es el

lugar donde se representa si no el, uno de los ejercicios fundamentales de la democracia: el debate y la

deliberación entre los representantes de la soberanía nacional. Pero también es un teatro en el sentido literal:

es un auditorio. La disposición de los asientos de los diputados replica la de una sala de conciertos donde

todos deben tener la mejor visibilidad del escenario pero, en reciprocidad, donde todos pueden ser vistos

desde ese mismo sitio. Vistos y vigilados. Se dice que cuando la democracia clásica cambio su lugar de

deliberación y debate, el ágora, por uno de mayor tamaño y distintas condiciones, el anfiteatro, cambiaron

las condiciones mismas de la asamblea.

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Se ha dicho que el ágora, como espacio político, se caracteriza por la igualdad que implica entre todos los

presentes —o, mejor dicho, entre todos quienes tienen el derecho a hacerse presentes en ese espacio. Una

plaza, abierta y plana, permite que se constituyan grupos de manera más fluida y, también, precaria. A

media discusión uno puede buscar aliados abriéndose camino entre los asistentes. Será difícil que alguien

parado en el mismo plano pueda registrar todos esos movimientos, tomando nota de quién apoya qué y

quién se opone. En el anfiteatro todo es distinto: “este espacio arquitectónico sigue una isóptica que

garantiza una magnífica visión desde cualquier ángulo,” escribe Ramírez Vázquez. Y ahí la isóptica del

auditorio prefigura la panóptica de la prisión. En su posición privilegiada el actor —o el conferenciante, el

diputado al uso de la palabrao el Presidente que informa sus logros— es visto por todos y puede verlos a

todos. Quién está atento, quién gesticula, quién hace pactos con otros. Esos pactos están limitados, además,

por la posición de los legisladores que, en principio, es física, topológica, antes que política: la derecha y la

izquierda designaban un acomodo en el parlamento que reforzaba cierta ideología. El teatro se cumple

cabalmente en el ritual del informe: el actor­Presidente declama y luego llora; los espectadores­

representantes, conmovidos aplauden.