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31 La Celestina y el otoño de la Edad Media Antonio Gargano Università degli Studi di Napoli Federico II 1. “Una descomunal contienda entre los valores y los contravalores1 E l concepto de transición, a pesar de ser uno de los más abusados de nues- tro léxico político y cultural, es de nuevo tema de atención del reciente debate historiográfico, que lo ha convertido en objeto de una renovada y profunda reflexión al crear una distinción preliminar entre la transición como mero cambio y pasaje y la transición histórica en una acepción más fuerte, la de “edad axial”, asimilable a un eje en torno al cual gira la historia de la humanidad. 2 En efecto, partiendo de la noción de “edad axial” (Achsenzeit) que originalmente fue desarrollada por Karl Jaspers y por sus seguidores con relación a las grandes civilizaciones clásicas de la antigüedad, para indicar un tiempo eje, alrededor del cual ha girado un mundo que después ya no sería el de antes, algunos sectores de los actuales estudios históricos están tratando de poner al lado de la civilización clásica la edad axial de la modernidad, articulada en tres periodos, situando el primero de ellos entre finales del siglo XV y el siguiente. Y no es casual que, tanto para este primer periodo como para el concepto mismo de transición histórica, una fuente de inspiración fundamental la constituya el volumen de Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media (1919), que representó un cambio sustancial en los estudios, debido a que el historiador holandés, al contrastar la idea de “fechas parteaguas”, explicaba cómo los pasajes históricos eran un lento declinar 1 El subtulo es una cita sacada de Castro, 1965, 107. 2 Como se sabe el término Achsenzeit fue acuñado por Karl Jaspers (Vom Ursprung und Zeit der Geschichte, 1949) para describir el periodo de profundas transformaciones sociales, religiosas y filosóficas que caracterizaron el primer milenio a. C, en la zona geográfica comprendida entre Grecia, Próximo Oriente, India y China, y cuyos efectos plasmaron el mundo moderno. Sobre este periodo histórico y sobre el concepto mismo de “edad axial”, véase la reciente recopilación de estudios de Bellah y Joas, 2012.

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La Celestina y el otoño de la Edad Media

Antonio GarganoUniversità degli Studi di Napoli Federico II

1. “Una descomunal contienda entre los valores y los contravalores”1

El concepto de transición, a pesar de ser uno de los más abusados de nues-tro léxico político y cultural, es de nuevo tema de atención del reciente

debate historiográfico, que lo ha convertido en objeto de una renovada y profunda reflexión al crear una distinción preliminar entre la transición como mero cambio y pasaje y la transición histórica en una acepción más fuerte, la de “edad axial”, asimilable a un eje en torno al cual gira la historia de la humanidad.2 En efecto, partiendo de la noción de “edad axial” (Achsenzeit) que originalmente fue desarrollada por Karl Jaspers y por sus seguidores con relación a las grandes civilizaciones clásicas de la antigüedad, para indicar un tiempo eje, alrededor del cual ha girado un mundo que después ya no sería el de antes, algunos sectores de los actuales estudios históricos están tratando de poner al lado de la civilización clásica la edad axial de la modernidad, articulada en tres periodos, situando el primero de ellos entre finales del siglo XV y el siguiente. Y no es casual que, tanto para este primer periodo como para el concepto mismo de transición histórica, una fuente de inspiración fundamental la constituya el volumen de Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media (1919), que representó un cambio sustancial en los estudios, debido a que el historiador holandés, al contrastar la idea de “fechas parteaguas”, explicaba cómo los pasajes históricos eran un lento declinar

1 ElsubtítuloesunacitasacadadeCastro,1965,107.2 ComosesabeeltérminoAchsenzeitfueacuñadoporKarlJaspers(Vom Ursprung und Zeit der

Geschichte,1949)paradescribirelperiododeprofundastransformacionessociales,religiosasyfilosóficasquecaracterizaronelprimermilenioa.C,enlazonageográficacomprendidaentreGrecia,PróximoOriente,IndiayChina,ycuyosefectosplasmaronelmundomoderno.Sobreesteperiodohistóricoysobreelconceptomismode“edadaxial”,véaselarecienterecopilacióndeestudiosdeBellahyJoas,2012.

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unido a la gestación de lo nuevo, o sea, un entrelazarse de perduraciones y de interrupciones innovadoras.

En la historia de España, no hay duda alguna de que el periodo correspon-diente al reinado de los Reyes Católicos encarna de la manera más reveladora una época de transición histórica, en la acepción fuerte de dicho concepto que acabo de señalar,3 y que, si nos limitamos al ámbito literario, ninguna obra mejor que La Celestina de Fernando de Rojas se nutre de la relación entre conservación e innovación, a la que remiten los sistemas de valores que la obra maestra de Rojas pone en juego.4 En efecto, en la obra de Rojas coexisten dos sistemas de valores distintos, de los que uno se presenta como tradición y, en cuanto tal, es conservador, al tratarse de valores autorizados por los diferentes códigos de conducta vigentes en la sociedad y en la cultura de la época, mientras que el otro lleva consigo los caracteres de una novedad mayor que hace que propenda al cambio y que, por tanto, tiene como objeto valores que son o no aceptados en absoluto, o bien son aceptados e incluso autorizados, pero no por todos los códigos de conducta sociales y culturales. Si es innegable, pues, que en la obra de Rojas coexisten sistemas de valores distintos y opuestos, hay que añadir inmediatamente que estos sistemas no están situados en el mismo plano, en el sentido de que, no sólo no gozan del mismo prestigio, sino que tampoco poseen el mismo nivel de evidencia o transparencia textual.

Esta diferencia de grado, sea por lo que se refiere al crédito como por lo que atañe a la explicitud textual, implica que la representación de los valores menos convencionales y, por consiguiente, más aportadores de renovacio-nes radicales en los diferentes campos de la conducta y de los sentimientos humanos, se realice por medio del carácter cómico de los personajes que profesan tales valores, teniendo en cuenta que la comicidad engendra en el lector la toma de distancia necesaria para que él pueda establecer una relación de identificación con los valores de los que ese personaje cómico es portador; o bien, a través de la naturaleza baja y a menudo abyecta de los personajes, cuya vergonzosa degradación permite la expresión de conteni-dos no menos deshonrosos que innovadores, que el lector puede compartir, digamos, por negación. Acerca de todo ello prometo ser más claro a lo largo

3 Permítasemeremitiramirecienteestudiodeconjunto:Gargano,2012.4 Yaqueenmiponenciaexaminaréalgunascuestionescentralesrelativasalosprotagonistasyalos

temasdelaTragicomedia,ypuestoquelabibliografíasobrelaobraesinagotable,aquímelimitoaremitiralosexhaustivosrepertoriosbibliográficos(Snow,1985;el“Documentobibliográfico”delarevistaCelestinesca,apartirdeln.9,1985),yalaricabibliografíacontenidaenlaedicióndeLa Celestina(Loberaet al.,2011),cuyotextoutilizaréparalascitasdelaobra,indicandoentreparéntesislapáginadeestaedición.Enlaspáginassiguientes,porlotanto,lasreferenciasalabibliografíacelestinescaselimitaránalostítulosqueconsideraréestrictamentepertinentesydeltodoindispensablesparaelargumentotratado.

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de mi exposición. Por el momento, sin embargo, prefiero subrayar el carácter tan conflictivo de la obra que deriva de la coexistencia o, mejor dicho, de la contraposición de los sistemas de valores a los que he aludido. Un conflicto que afecta ya sea al universo humano que se representa en la obra, como a la obra misma en cuanto conjunto de significados que el texto vehicula, tal y como el prólogo añadido en la Tragicomedia indica de forma admirable.

Como se sabe de sobra, este prólogo reelabora, y en algunos casos retoma al pie de la letra, el texto que hace de Praefatio al segundo libro del De remediis utriusque fortune, en el que todo parece a merced de una guerra de fuerzas en conflicto, según el principio de la lis heraclítea que domina el mundo: “omnia secundum litem fiunt”. En efecto, en su escrito Petrarca presentaba “una sconvolgente rappresentazione del naturale odium che regola tutti i rapporti tra esseri animati e cose inanimate” (Ariani, 1999, 146),5 sometiendo, sin embargo, tal representación al programa didascálico que encerraba todo el tratado, y que hacía urgente la búsqueda de los remedia contra los múltiples casos de la Fortuna, entendida quizás por Petrarca como “incomprehensibilis […] agens”, según la concepción clásico-humanística, incluso más que como “ministra de Dios” o instrumentum divino, según su idea medieval y cristiana. El imponente despliegue de exempla suministrados en los dos libros del tratado llegaba a constituir un auténtico prontuario de remedia ofrecidos a quien estaba sujeto a los reveses y a las ilusiones de la Fortuna. Se trataba, en suma, de imponer un control racional en la caótica y prodigiosa monstruosidad de los casos humanos, que se contemplaban en los exempla. Del De remediis petrarquesco se ha dicho que “dietro la guerra perenne che anima ogni particella del creato non ci sono altri spazi […]. E se un principio d’ordine e di pace esiste, esso sta solo nella coscienza del saggio, come sua personale e difficile ma in qualche modo altrettanto obbligata e inevitabile conquista interiore” (Fenzi, 2008, 42).

Con respecto a este planteamiento, el prólogo añadido en la Tragicomedia presenta novedades sustanciales, debido a que está concebido con un diseño completamente distinto. En efecto, no conoce ni plantea ninguna solución del conflicto como conquista interior del sabio. Al contrario, rompe la relación que se daba en el De remediis entre los exempla, depositarios del conflicto, y los remedia, consignatarios de las soluciones de orden y de paz de ese conflicto, sobre cuya relación está construido el entero tratado petrarquesco, y en su lugar, entrega la obra misma a esa ley universal de la vida que es la guerra perenne, sin escapatoria alguna. Veámoslo muy brevemente.

5 El De remediispetrarquescopuedeleerse,ademásdeenlaedicióndeRawski,1991(contrad.inglesayunvastísimocomentario),enlasmásrecientesedicionesytraduccionesfrancesadeCarraud,2002,eitalianadeDotti,2013.

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En la Praefatio petrarquesca, como se recordará, el lector se encuen-tra ante un majestuoso edificio textual, con el que el autor expone, en sus mínimos detalles y con profusión de circunstancias, la visión cósmica fun-dada en la rerum contrarietas; una descripción que, en su prólogo, Rojas se preocupa por compendiar, concentrándola en pocos factores, que dan lugar así a un discurso mucho más compacto, y que discurre velozmente hacia el inédito arribo final que contiene la referencia a la obra, la Tragicomedia, como elemento que participa de la guerra perpetua. En efecto, al igual que Petrarca ha recogido y hecho suya la sentencia heraclítea, “ex omnibus que vel michi lecta placuerint vel udita”, y se le ha quedado fija en la memoria, “crebrius ad memoriam rediit” (Carraud, 2002, I, 530), del mismo modo Rojas, tras haber reconocido que la sentencia es “digna de perpetua y recor-dable memoria” (p. 15), confiesa a su vez que la ha leído o, mejor dicho, que ha sido “corroborada”, “por aquel gran orador y poeta laureado Francisco Petrarca”. Un poco más adelante, tras haber citado un par de pasajes de la prefación petrarquesca, directamente en latín, se limita a reproducir la amplia exposición del modelo, reduciéndola a la mención de los cuatro elementos, con particular referencia a las estaciones y a algunos fenómenos naturales que las caracterizan; de los animales, con unos pocos ejemplos relativos a las cuatro especies de los “peces, fieras, aves, serpientes” (p. 16); por último, de los hombres y de las cuatro edades de la vida humana, porque –afirma, adjuntando una frase de Petrarca– “si bien lo miramos, desde la primera edad hasta que blanquean las canas, es batalla” (p. 19). Es aquí, entonces, a propósito de los hombres y de su edad, donde Rojas añade que también “esta presente obra” ha sido “instrumento de lid o contienda a sus lectores para ponerlos en diferencia” (p. 19). Además de la concentración o reducción textual, es ésta la verdadera novedad sustancial del prólogo de La Celestina, con respecto a la prefación del De remediis. No creo, sin embargo, que la operación de Rojas en relación con el modelo petrarquesco consista en un uso inadecuado del texto de partida, ni que se trate de una distorsión que lo banaliza, con el intento de parodiar su visión cósmica (Baranda, 2004, 25-26). Ya se ha afirmado con suficiente autoridad que

si Rojas plasmó ahí con tanta elocuencia la imagen del universo, la sociedad y la vida del hombre como campos de batalla, asientos de discordia y conflicto irrestañables, fue porque tal visión se le antojaba profundamente significativa en general, y notablemente apropiada, en concreto, como representación abstracta de cuanto los personajes de La Celestina experimentan en carne viva. (Rico, 1990, 75)

Ni siquiera, en verdad, resulta plausible que el largo desarrollo del afo-rismo heraclíteo se justifique exclusivamente con las modestas controversias

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acerca del nombre de la obra o sobre el “proceso de su deleite destos amantes” (p. 21), u otras cuestiones análogas surgidas entre los lectores de la Comedia. Hay más. Si distorsión hay con respecto al texto original, ésta consiste en el llevar la obra misma al campo de batalla: “¿quién negará que haya contienda en cosa que de tantas maneras se entienda?” (p. 20). Así pues, aun partiendo de premisas semejantes, o sea, de la visión cósmica basada en el conflicto en todos los niveles de la realidad, es la concepción de la obra literaria, sin embargo, la que resulta completamente diferente en los dos autores, porque, si para Petrarca la obra se construye monumentalmente en torno al intento de recomponer el conflicto que denuncia, dando por supuesto que un principio de orden y de paz existe como conquista interior del sabio; para Rojas, por el contrario, la obra refleja los conflictos del mundo, siendo ella misma el lugar en que se realiza el contraste entre tendencias opuestas, el espacio imaginario en que coexisten –como decía al principio– sistemas de valores distintos y contrapuestos, divididos entre conservación e innovación, entre conformidad con la tradición y ruptura con el pasado. En consecuencia, el lector de la Tragicomedia participa, hasta que dura la lectura de la obra, de este conflicto, identificándose con un conjunto de valores en decadencia, pero que continúan estando plenamente en vigor, y, al mismo tiempo, con el opuesto agregado de valores nuevos, todavía en gestación.

Ocupemos el lugar de este lector, y recorramos rápidamente, por algunas zonas de las muy amplias que componen la obra de Rojas, ese camino que media entre perduraciones e interrupciones innovadoras, con el que coincide la identidad del otoño de la Edad Media.

2. “Traérgela he hasta la cama”

En esta operación de recorrido de la Tragicomedia por amplias zonas que me dispongo a proponer, sería inconcebible emprender el discurso partiendo de un ámbito temático que no fuera el amoroso y sexual, para luego seguir tratando el campo de las relaciones económicas y sociales, y terminar con la breve consideración de la actitud crítica que nuestra obra adopta hacia la tradición cultural que hereda del pasado.

Desde los primeros compases de la obra, en el coloquio de exordio con Melibea, Calisto ofrece un concentrado de argumentos que remiten todos a aquel código de amor cortés que, por un lado, era patrimonio cultural de la clase aristocrática de la época y, por otro, hallaba manifestación literaria en géneros coetáneos como la lírica de los cancioneros, la narrativa sentimental y, en parte, la novela de caballerías. A este antiguo como noble repertorio de ideas recurría Calisto cuando, en la réplica inicial, declarándose a Melibea, afirmaba que veía manifiesta la “grandeza de Dios”:

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En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que, por este lugar alcanzar, yo tengo a Dios ofrecido. ¿Quién vido en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como agora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo agora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡o triste!, que en esto diferimos, que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza, y yo, misto me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar. (p. 27)

Con una continua oscilación entre las esferas de lo sacro y de lo profano, en el espacio de pocas líneas hallamos reunidos casi todos los valores en que se fundaba la concepción erótica aristocrático-cortés: la fuerte idealización de la mujer, hasta hacer de ella una entidad de naturaleza divina; la consi-guiente distancia incolmable que llegaba a crearse entre el sujeto amante y el objeto amado; la pasión entendida como puro deseo, es decir, destinada a permanecer sin otra satisfacción que no fuera la contemplación de la mujer; el absoluto secreto en el que debía ser vivida la propia pasión; y, por último, el sufrimiento mortal a que daba lugar el sentimiento amoroso concebido como constante estado de privación. A todos estos valores, en la réplica inicial como en otros lugares del texto, Calisto no deja nunca de referirse y de declararse fiel, salvo luego, con su comportamiento, desmentirlos todos puntualmente.

Para infringir de un solo golpe todas las normas del código bastaría, de hecho, el entusiasmo con el que Calisto se suma a la propuesta de Sempronio, la de encomendarse a “una vieja barbuda que se dice Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay”, de cuyas capacidades se conocen los prodigiosos resultados y la seguridad de sus extraordinarias potencialidades, ya que “pasan de cinco mil virgos los que se han hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad. A las duras peñas promoverá y provocará a lujuria, si quiere” (p. 47). La naturaleza cómica del personaje de Calisto consiste, pues, en eso: en la sistemática infracción que cumple por lo que respecta a un código al que, por otro lado, continúa profesando su propia fidelidad. Naturalmente, para la comicidad del personaje vale la regla, según la cual el efecto del tratamiento cómico o paródico de un determinado valor casi nunca se agota en la simple agresión de éste, sino que la agresión que de ello deriva comporta a su vez la defensa –aunque implícita– del desvalor que se correlaciona con él.6 Veamos, rápidamente, cómo se verifica esto en cada una de las normas del código que hemos enumerado antes.

6 Lalíneainterpretativacómico-paródica,cuyasprimerashuellaspuedenencontrarseenlaCelestina comentadadelasegundamitaddels.XVI,enlaqueaCalistoseleconsiderasinrodeosun“bobo”

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En lugar de la idealización de la amada, prevista por el código, el com-portamiento de Calisto parece estar dictado, más bien, por la idea que hace de Melibea una mujer para “llevar a la cama” (p. 47), tal y como vulgarmente, pero con sustancial ceñimiento a la realidad, lo expresa Sempronio en un aparte del primer acto, y como la continuación de la historia se encarga ampliamente de demostrar. Que el plebeyo comentario del criado dé en el blanco lo demuestran, en todo caso, las palabras y los hechos de los que abundan los encuentros amorosos de los actos XIV y XIX: para Calisto, Melibea es ahora “gentil cuerpo y lindas y delicadas carnes” (p. 273) para tocar e, incluso, para maltratar; y su bello cuerpo, que habrá que desnudar para gozar de él, en una doble comparación termina por ser asimilado, primero, a un pájaro que hay que desplumar (“Señora, el que quiere comer el ave, quita primero las plumas”, p. 321) y, después, a un alimento para degustar (“No hay otra colación para mí sino tener tu cuerpo y belleza en mi poder”, p. 323). Paralelamente, la distancia incolmable que, en obediencia al código, hace repetidas veces sentenciar a Calisto que es “inmérito” e “indigno” de la amada, se reduce cada vez más, hasta convertirse en lo contrario, como pun-tualmente sucede en la escena en la que Celestina anuncia a Calisto la capitu-lación de Melibea. De la que la vieja alcahueta puede triunfalmente afirmar:

es más tuya que de sí mesma, más está a tu mandato y querer que de su padre Pleberio. [...] Melibea pena por ti más que tú por ella; Melibea te ama y desea ver; Melibea piensa más horas en tu persona que en la suya; Melibea se llama tuya, y esto tiene por título de libertad, y con esto amansa el huego, que más que a ti la quema. (pp. 232 y 234)

Y una Melibea incluso de rodillas a los pies de su amante es la que, en la misma escena, Celestina le promete a un Calisto todavía incrédulo, pero ya satisfecho: “CALISTO. – [...] ¿Que verná de su grado? CELESTINA. – Y aun de rodillas” (p. 235).

(Fothergill-Payneet al.,2002;Russel,1978,306),recibióunacrecienteatenciónenlaúltimamitaddelsiglopasado.DespuésdeunatímidaapariciónenRussel,1957,166-167,ysuprimeraparcialformulaciónenelbrevetrabajodeDeyermond,1961,haconseguidosuplenodesarrolloyunaampliaconsideraciónenelimprescindiblecapítulodellibrodeMartin,1972,71-134.EnestalíneasecolocanlosfundamentalesestudiosdeSeverin,1978-1979;1984;1987,25-39;1989,23-48;1993,ydeLacarra1989;1990.Sinembargo,entodoslosautoresmencionados,elelementocómico-paródicoyla“simpatía”o“identificación”dellectortiendenaexcluirsemutuamente,como,porejemplo,seleeenestepasaje:“thereaderisneverpermittedtotakeCalistoseriouslyasalovernortofeelsympathyforhim[…]AndRojas[…]neverpermitstoreadertoidentifywiththeprotagonist”(Martin,1972,127).MisreflexionesseinspiranenlapropuestateóricadeFreud,1905,quehasidoretomadagenialmente,ensededeteoríaliteraria,conunalecturadelMisanthropedeMolière,porOrlando,1974,donde,apropósitodelprotagonistadelaobramaestradelteatrofrancés,seconsideraque“ilmisantroposiaunpersonaggiotaledafarcoincidereladistanzacomicadifrontealuiconunmomentorepressivo,elacomplicitàoidentificazioneinluiconunritornodelrepresso”(p.51).

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Naturalmente, de todo esto hay en abundancia para que la concepción de la pasión como puro deseo sufra una clamorosa derrota. Un solo ejemplo será suficiente. En la escena de amor del acto XIV, Melibea intenta inútilmente contrastar los movimientos de Calisto, invitándole a tener quietas las manos y –dice– “a gozar de lo esterior, desto que es propio de los amadores” (p. 273). Calisto reacciona con una serie de preguntas que, al evidenciar lo absurdo de una conducta que se prohíba la satisfacción, constituye una contestación del principio del puro deseo: “¿Para qué, señora? ¿Para que no esté queda mi pasión? ¿Para penar de nuevo? ¿Para tornar el juego de comienzo?” (p. 273).

Una de las cuatro preguntas contiene también un implícito rechazo de la pena de amor, así pues lo que acaba siendo acusado es otro elemento del código, el que establecía el destino de sufrimiento, al que el amante cortés se sometía a causa del perenne estado de privación. Y es de nuevo a una pregunta a lo que Calisto confía, en el acto XIX, la crítica del principio del continuo y mortal tormento, oponiéndole la aspiración a un placer que no conoce límites de tiempo: “¿cómo mandas que se me pase ningún momento que no goce?” (p. 322).

Ni podía faltar la infracción a la última norma, la que prescribía el abso-luto secreto, y que Calisto viola en diversas ocasiones, de las que la más vistosa se verifica, en el acto XIV, a propósito del último acceso de pudor por parte de Melibea, quien, antes de entregarse completamente al amante, ordena a su criada, Lucrecia, que se aleje. La protesta de Calisto se ajusta bien con un placer exhibicionista: “¿Por qué, mi señora? Bien me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria” (p. 273).7

3. “Señor, yo soy la que gozo” Si para un joven aristocrático, como Calisto, la pertenencia a la clase

prescribía que el deseo fuera gobernado por las reglas de la cortesía, a una noble doncella, como Melibea, la obligación de la salvaguardia del honor, propio y familiar, imponía la renuncia a cualquier forma de concesión al deseo; e, incluso antes que la satisfacción, era la idea misma del deseo la que debía ser negada. Ahora bien, lo que caracteriza al personaje de Melibea es el pasaje, a lo largo de la tragicomedia, de la mujer desdeñosa y celosa de su propia virtud, que en la escena de exordio aleja a Calisto con las siguiente palabras dictadas por la ira (“...no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo el ilícito amor comunicar su deleite”, p. 28), a la mujer libre y totalmente desinhibida que, en el encuentro del acto XIX, hace a su amante una confesión, en la que nada se le concede a la ley de la

7 SobrelanormadelcódigocortésrelativaalcelarsuscómicasinfraccionesporpartedeCalisto,semeconsientaremitiraGargano,1998.

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virtud y del honor (“señor, yo soy la que gozo, yo la que gano, tú, señor, el que me haces con tu visitación incomparable merced”, p. 322). Hemos pasado de una Melibea, que acepta del todo los valores que regulan y determinan la conducta de una doncella de su rango y posición social, a una Melibea, que afirma sin ningún recato la legitimidad del placer, contraviniendo así a los principios fundamentales del código de comportamiento de su clase, y de su género dentro de la clase.

El pasaje no tiene nada de repentino, ya que se pueden individuar las etapas en las dos visitas de Celestina, en los actos IV y X, y en los tres encuentros amorosos, representados en los actos XII, XIV y XIX. Resolutivo, en este sentido, parece ser el acto central, el X, en cuyo monólogo inicial Melibea termina por denunciar, bajo forma de pregunta, la iniquidad de una convención social: “¿Por qué no fue también a las hembras concedido poder descobrir su congojoso y ardiente amor, como a los varones?” (p. 220).

Todo el resto del acto, que coincide con el espléndido coloquio entre las dos mujeres, Melibea y Celestina, servirá a hacer efectivo lo que, en la pre-gunta, la más joven de ellas se atrevía apenas a esperar en la soledad de una confesión hecha a sí misma. A Celestina, por eso, le corresponde el mérito –o el demérito– de haber hecho posible la transgresión de la que debía ser sentida como una norma irrenunciable del comportamiento femenino; y es lo que Melibea revelará a su padre, a quien –poco antes de lanzarse de la torre– dirá cómo la vieja alcahueta “sacó mi secreto amor de mi pecho” (p. 333) con la misma expresión utilizada diez actos antes, cuando, al final del acto X, había confesado a Celestina “has sacado de mi pecho lo que jamás a ti ni a otro pensé descobrir” (p. 228). En efecto, todo el acto décimo se construye prevalentemente alrededor de dos parejas de oposición. Por un lado, nos las habemos con la pareja: cobrir/descobrir, relativa al “secreto” representado por el deseo de Melibea; por el otro, tenemos la pareja: enfer-medad/curación, referida ésta también al “deseo”, con una clara y prolongada alusión a la tradición médica y literaria del “mal de amor” y de su curación. Desde el principio Melibea recibe a Celestina como a un médico, en cuya ciencia deposita la confianza de su propia salud. La cura, que consiste en el triunfo del deseo y del placer, viene asimilada a una metafórica operación quirúrgica a la que Melibea debe someter su cuerpo, y cuyo éxito coincide con la superación del código moral, o sea con la renuncia a la honra, y a todos los valores vinculados a ella: honestidad, vergüenza, castidad, fama. Así pues, una vez que se ha recuperado de su desmayo, Melibea puede declarar que los valores de su código moral han sido superados y, por fin, reconocerse como sujeto de deseo:

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Quebrose, mi honestidad, quebrose mi empacho, aflojó mi mucha ver-güenza. Y como muy naturales, como muy domésticos, no pudieron tan livianamente despedirse de mi cara que no llevasen consigo su color por algún poco de espacio, mi fuerza, mi lengua, y gran parte de mi sentido. (p. 228)8

4. “No digan que se gana holgando el salario”

Melibea constituye el objeto de deseo de Calisto no más de lo que el dinero lo es para Celestina. Esto es lo que vemos aflorar explícitamente en el texto, al menos una vez, en el impertinente aparte con el que, durante el acto XI, Pármeno comenta la prisa que Celestina se da en abandonar la casa de Calisto, nada más haber recibido la recompensa de la cadena de oro: “[Celestina] no se halla digna de tal don, tan poco como Calisto de Melibea” (p. 237).

Advertimos de inmediato, sin embargo, que en Celestina el ansia de dinero no se presenta nunca separada completamente de la conciencia de que la ganancia es el fruto de una prestación (“es necesario que el buen procurador ponga de su casa algún trabajo [...] no digan que se gana holgando el salario”, p. 98); que, en suma, en el origen del provecho hay siempre algún tipo de actividad, o digamos trabajo, y que éste último –para ser realizado– requiere a su vez habilidades e, incluso, competencias profesionales. Profesionalidad, trabajo, provecho: en torno al personaje de Celestina se va delineando así una compacta constelación de valores, de los que el personaje mismo es porta-dor. Claro que, dado el innegable estatuto negativo del que está marcado el personaje que se hace sostenedor de esos valores, sería más apropiado hablar de “desvalores”; y afirmar que si, con la figura de la alcahueta, emerge en el texto una nueva mentalidad en el campo de las relaciones económicas y sociales, ello sucede en virtud de la irremediable condena que grava sobre el personaje y todo lo que éste expresa. En otras palabras, el aflorar en el texto de una concepción que, contra el sistema de valores señorial y feudal, proponga los valores alternativos de la capacidad y del trabajo como fuentes legítimas ya sea de provecho como de autonomía social, se hace posible sólo por el hecho de que dicha concepción se presenta en la forma doblemente desfavorable de la degradación cómica, que es prerrogativa de todo lo que concierne a un personaje como Celestina.9 Esto es evidente desde uno de

8 ParaunalecturamásextensadelautoXenlaperspectivaaquíesbozada,semeconsienta,denuevo,remitirallectorauntrabajomío:Gargano,2008,enelqueseencontrará,también,unaricabibliografíasobreelargumento.

9 ParalavastísimabibliografíasobreelpersonajedeCelestina,puedenconsultarselaspáginasdelestudioFernando de Rojas y “La Celestina”dedicadasalpersonajedelaalcahueta,enLoberaet al., 2011,499-505,enespeciallalistadeestudiosqueseencuentraenlapágina505,n.292.

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los primerísimos encuentros del lector con la alcahueta, el que se realiza a través del célebre retrato que de ella y sus actividades hace Pármeno a su señor, justamente mientras Celestina, en compañía del otro criado, espera a la puerta del palacio a que se la reciba. El retrato, interrumpido por una breve intervención de Calisto, resulta dividido en dos mitades, la primera de ellas enteramente construida sobre la obsesiva reiteración de aquel nombre: “puta vieja”, con el que el planeta entero –cosas, animales y personas– parece paradójicamente aclamar, a modo de himno, la presencia de la anciana mujer:

Si entre cien mujeres va y alguno dice “!Puta vieja!”, sin ningún empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara. En los convites, en las fiestas, en las bodas, en las cofradías, en los mortuorios, en todos los ayunta-mientos de gentes, con ella pasan tiempo. Si pasa por los perros, aquello suena su ladrido; si está cerca las aves, otra cosa no cantan; si cerca los ganados, balando lo pregonan; si cerca las bestias, rebuznando dicen “!Puta vieja!”; las ranas de los charcos otra cosa no suelen mentar. Si va entre los herreros, caldereros, arcadores, todo oficio de instrumento forma en el aire su nombre. Cántala los zapateros y peinadores, tejedores, labradores en las huertas, en las aradas, en las viñas, en las segadas con ella pasan el afán cotidiano. Al perder en los tableros, luego suenan sus loores. Toda cosa que son hace, a doquiera que ella está, el tal nombre representa. ¡Oh qué comendador de huevos asados era su marido! Qué quieres más sino que si una piedra topa con otra, luego suena “!Puta vieja!” (pp. 53-54)

Al poco halagador epíteto, con el que Celestina es universalmente cono-cida, y en el que se resume toda la abyección del personaje, le corresponde

Sinembargo,quisieraprecisarquelasuperficialanalogíadealgunasdemisconclusionesconlainterpretación“sociológica”queunelaslecturas–sibiendiferentesentreellas–deMaravall,1973,Rodríguez-Puértolas,1976yRodríguez,1994,paralimitarmealoscasosmásauténticos,nodebeinducirnosadescuidarelfactordedivergenciaprimaria,queestárepresentadoporlavaloracióndelacomicidaddeltexto.Esesto,dehecho,loquealeja,ensubstancia,miinterpretacióndelasqueacabodemencionar,lascuales–estandotanpreocupadasenconcebirlaobraliterariacomoreflejodirectodelarealidadhistórica–noesuncasoquetiendanavalorizarpocoo,incluso,adesatenderdeltodoladimensióncómicadeltexto,esencialparasucomprensiónysugoce.Noesfortuito,poreso,queMaravallyRodríguez-Puértolas,despuésdehaberpuestolatragicomediabajoelsignodela“crisisdelasociedadseñorialdelsigloXV”,obiendel“nuevoordendelascosasenlaCastilladeFernandodeRojas”(entérminosmàsexplícitos:economíamercantil,sociedadburguesa,civilizaciónurbana),terminendefendiendolasolucióninterpretativaqueprivilegiaexclusivamenteunalectura“conservadora”o“negativa”delaobra:mientraselprimero,dehecho,reconocequeelautor“sesientesolidariodelosinteresestradicionales[…]sesientemásbiensolidariodelsistemamoraltradicional”(pp.175y180),elsegundoconcluyeque“Rojasniegaelnuevosistemaylosnuevos«valores»”,aunque–añade-“noparasustituirlosporotra cosa.PuesenLa Celestinanopareceexistirelfuturo”(p.168,subrayadoeneloriginal.Lavalorizacióndelacomicidad,como“formazionedicompromesso”(Orlando,1974;1987),leshubierapermitidoreconocerladefensadeundeterminadocontenido,oseadeun“valor”,en el mismo momentoenqueseríedeél.

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–en la segunda parte del retrato– la detallada descripción de sus actividades sórdidas, a partir de una primera y sintética enumeración de sus múltiples ofi-cios: “Ella tenía seis oficios, conviene a saber: labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera” (p. 54).

El pasaje prosigue hasta bien tres o cuatro páginas, donde el joven Pár-meno, recurriendo directamente a sus recuerdos infantiles, primero pasa revista de los innumerables clientes, todos pendientes de los variados ser-vicios que ella sabe hacer, para adentrarse luego en la lista verdaderamente exorbitante de los objetos, todos funcionales a sus transgresivas activida-des; y ello, en una constante contaminación de un oficio con otro, que deja estupefacto y –por qué no– admirado al lector por la equívoca y no menos diligente laboriosidad. Se quiere decir, en suma, que del retrato de Pármeno sale a relucir una imagen de Celestina tan disgustosamente abyecta como extraordinariamente industriosa; dos atributos entre los que quizá sería con-veniente establecer un nexo de causalidad, sosteniendo que Celestina resulta abyecta precisamente porque es industriosa. En el otro cabo del texto, antes de que las cuchilladas que le asestan Pármeno y Sempronio pongan fin a su presencia en la obra, durante el altercado sobre la cadena de oro que la opone a sus asesinos, veremos a Celestina prodigarse todavía en una enér-gica, si bien inútil, defensa de algunos principios que, si se tomaran en serio, darían para instituir una nueva ética social, en alternativa a la envejecida y persistente ideología aristocrática. Una defensa que, por ser motivada –en las palabras de la alcahueta– por una torva codicia, y por aplicarse a despreciables tráficos, no está exenta, sin embargo, además de gallardía y eficacia, incluso de una problemática legitimidad. Contra la pretensión de los criados de repartir la recompensa, Celestina no titubea ciertamente en recurrir a todo tipo de estratagemas, como las nuevas y poco persuasivas promesas, o bien las demasiado evidentes mentiras, pero tampoco renuncia a servirse de argumentos que directamente reivindican la legitimidad de la ganancia respecto al trabajo cumplido, y que –todavía más indicativamente– se apelan a las capacidades, a los medios, al saber que todo tipo de trabajo requiere para ser ejercido. El siguiente pasaje es, en este sentido, ejemplar:

Si algo vuestro amo a mí dio, debés mirar que es mío [...] Sirvamos todos, que a todos dará según viere que lo merescen; que si me ha dado algo, dos veces he puesto por él mi vida al tablero. Más herramienta se me ha embo-tado en su servicio que a vosotros; más materiales he gastado. Pues habés de pensar, hijos, que todo me cuesta dinero; y aun mi saber, que no lo he alcanzado holgando [...] Esto trabajé yo; a vosotros se os debe esotro. Esto tengo yo por oficio y trabajo, vosotros por recreación y deleite. Pues así, no habés vosotros de haber igual galardón de holgar que yo de penar. (p. 257)

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Por lo demás, con otra defensa de la laboriosidad, no menos equívoca y paradójica, nos habíamos tropezado algunos actos antes, cuando, al dirigir un áspero reproche contra la pasividad de Elicia, Celestina no había dejado de identificar el principio de civilización con la doble peculiaridad humana del ejercicio de un oficio y de la obtención de una renta: “ahí te estarás toda tu vida, hecha bestia sin officio ni renta” (p. 184) había pronosticado infaus-tamente a la ociosa discípula, cuya inmediata y despreocupada respuesta daba lugar, por otra parte, a una nueva y degradante versión del motivo del carpe diem, no menos desagradable que la severa amonestación de la maestra. Por el contrario, éste es el retrato que la vieja ofrece de sí misma, hablando a un Sempronio impaciente por asegurarse el “provecho mientra pendiere la contienda”:

Pocas vírgenes, a Dios gracias, has tú visto en esta ciudad que hayan abierto tienda a vender, de quien yo no haya sido corredora de su primer hilado. En naciendo la mochacha, la hago escribir en mi registro, y esto para que yo sepa cuántas se me salen de la red. ¿Qué pensabas, Sempronio? ¿Habíame de mantener del viento? ¿Heredé otra herencia? ¿Tengo otra casa o viña? ¿Conócesme otra hacienda más deste oficio de que como y bebo, de que visto y calzo? (pp. 98-99)

Si el oficio o el trabajo del que Celestina orgullosamente vive consiste en el facilitar la realización del deseo ajeno –de Calisto, de Melibea, como del mismo Pármeno–, no hay duda de que la herramienta o el saber con que los cumple se concreta en el prodigio de una sapientísima arte discursiva, gracias a la cual obtiene que el otro a quien se dirige reconozca y acepte el propio objeto de deseo; a no ser que se quiera creer en la eficacia de las prácticas mágicas, de las que parece desconfiar Pármeno (“y todo era burla y mentira”, p. 62), pero que cuentan con la plena confianza y aprobación de la misma Celestina, como se percibe con absoluta evidencia por el rito de la invocación al diablo, con el que se cierra el acto tercero. Una oscila-ción, entre explicación natural e intervención sobrenatural, que en verdad permanece irresuelta a lo largo de todo el texto de la Tragicomedia, y que halla una explícita manifestación en el monólogo de exordio del acto quinto, cuando la alcahueta, nada más salir de la casa de Melibea, e incrédula de felicidad tanto por el peligro evitado como por el resultado obtenido, vacila entre la inicial expresión de gratitud respecto al maligno, por un lado, y la complacencia final por el valor demostrado y la confirmación de la propia habilidad, por otro:

¡Oh diablo a quien yo conjuré, cómo compliste tu palabra en todo lo que te pedí! En cargo te soy. Así amansaste la cruel hembra con tu poder y diste tan oportuno lugar a mi habla cuanto quise, con la ausencia de su madre [...]

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¡Oh buena fortuna, cómo ayudas a los osados y a los tímidos eres contraria! ¡Nunca huyendo huye la muerte el cobarde! ¡Oh cuántas erraran en lo que yo he acertado! ¿Qué hicieran en tan fuerte estrecho estas nuevas maestras de mi oficio sino responder algo a Melibea por donde se perdiera cuanto yo con buen callar he ganado? Por eso dicen “Quien las sabe las tane”, y que “Es más cierto médico el esperimentado que el letrado”, y “La esperiencia y escarmiento hace los hombres arteros”, y la vieja, como yo, que alce sus haldas al pasar del vado, como maestra. (pp. 137-138)

Vienen ganas de pensar que las dos alternativas están muy lejos de excluirse mutuamente, en el sentido de que la fallida solución de la oscila-ción a favor de una o de otra parece sugerir la posibilidad interpretativa de proyectar el carácter infernal de la presunta intervención sobrenatural sobre las habilidades plenamente humanas –por más que transgresivas– de la vieja, cuyas artes y acción resultarían así orientadas a una increíble maldad, esto es, dignas de las peores facultades que se suelen asignar al diablo.

Por otra parte, la subversión de los valores, relacionada con el personaje de Celestina, no se limita solamente a la esfera de las relaciones económicas y sociales, sino que desde ella parece extenderse a cada aspecto de la exis-tencia humana. Particularmente significativa, dada la centralidad del tema en la obra, es la concepción erótica que se va gradualmente delineando, a partir de los numerosos pronunciamientos del personaje sobre el argumento, como cuando –por ejemplo– refiriéndose falazmente a la antigua tradición naturalista, advierte a Melibea al final de su primer coloquio: “Cada día hay hombres penados por mujeres y mujeres por hombres, y esto obra la natura, y la natura ordenola Dios, y Dios no hizo cosa mala” (p. 136); o cuando, incluso con una alusión literal a la misma tradición, trata de instruir de manera interesada a Pármeno sobre el hechizo que la “dulzura del soberano deleite” ejerce no sólo en los enamorados como Calisto, sino en todo el universo humano, así como en el animal y hasta en el vegetal:

el que verdaderamente ama es necesario que se turbe con la dulzura del soberano deleite, que por el Hacedor de las cosas fue puesto, por que el linaje de los hombres se perpetuase, sin lo cual perecería. Y no sólo en la humana especie, mas en los peces, en las bestias, en las aves, en las reptilias; y en lo vegetativo, algunas plantas han este respecto, si sin interposición de otra cosa en poca distancia de tierra están puestas: en que hay determinación de herbolarios y agricultores ser machos y hembras; (p. 68)

o también cuando, en directo contacto con las más secretas gracias físicas de Areúsa, reprende a la bien dotada pupila exhortándola a que no peque de avaricia:

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Por Dios, pecado ganas en no dar parte destas gracias a todos los que bien te quieren. Que no te las dio Dios para que pasasen en balde por la frescor de tu juventud debajo de seis dobles de paño y lienzo. Cata que no seas avarienta de lo que poco te costó; no atesores tu gentileza, pues es de su natura tan comunicable como el dinero. (p. 175)

Nunca como en estas últimas palabras de Celestina a Areúsa, los dos ámbitos del eros y de la economía, del placer y del provecho, resultan tan cercanos, o lo que es lo mismo, mezquinamente asociados por la común naturaleza de gentileza y dinero, los cuales –como bienes que son “comuni-cables”– componen un universo fundado en la circulación, o sea, abierto a la relación y al intercambio continuos, contra el cierre de un mundo material y mental que se enrosca, impidiendo toda suerte de movimiento y de pasaje.

En este sentido, se explica perfectamente como el personaje de Celestina se hace paladín de una concepción del tiempo que, como era de prever, se contrapone a la de la pareja aristocrática de los amantes, en la que se expresa el rechazo de la dimensión exterior y –por decirlo de alguna manera– obje-tiva del tiempo, primando una percepción subjetiva que mide el tiempo exclusivamente con relación a sus propios deseos.10

En efecto, al inicio del tercer acto, confabulando con Sempronio, a pro-pósito de la agitación y de la ansiedad que aflige a Calisto, Celestina observa con disgusto: “No es cosa más propria del que ama que la impaciencia; toda tardanza les es tormento; ninguna dilación les agrada. En un momento querrían poner en efecto sus cogitaciones; antes las querrían ver concluidas que empezadas” (pp. 95-96).

Poco después, en el mismo coloquio, una crítica todavía más irrisoria recae también sobre la situación complementaria, la que pretendería anular el tiempo para prolongar eternamente el placer. Ni las cosas cambian, por lo que respecta al discurso sobre el tiempo, por el hecho de que la vieja se refiera ahora a las doncellas, no menos insaciables que sus compañeros varones. Al contrario, el efecto cómico resulta duplicado, como se percibe inmediatamente:

Si de noche caminan, nunca querrían que amaneciese; maldicen los gallos porque anuncian el día y el reloj porque da tan apriesa. Requieren las cabri-llas y el Norte, haciéndose estrelleras, ya cuando ven salir el lucero del alba, quiéreseles salir el alma. Su claridad les escurece el corazón. (p. 103)

10 SobrelaconcepcióndeltiempoenLa Celestinacomoconflictoentreculturaurbanaycivilizacióncortés,véansemisbrevesconsideracionesenGargano,2004.Enlaúltimadécada,enlaamplísimabibliografíasobrelaobramaestradeRojas,nohansidopocoslostrabajossobreeltiempo,entreellos,melimitoamencionarBaranda,2004,155-201;Mencé-Caster,2008;Hirel-Wouts,2008,61-80;SevillaArroyo,2009,195-207;Fernández-Rivera,2010;Galarreta-Aima,2011.

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No extraña que un personaje como Celestina no comparta, aunque mues-tre comprenderla perfectamente, una concepción subjetiva del tiempo, cuya velocidad varía con respecto a la condición de espera o de posesión del objeto deseado, según lo que ha sido definido “l’algoritmo cronologico del desiderio” (Pinto, 2010). Creo que es legítimo, a estas alturas, preguntarse desde qué perspectiva arranca este tipo de crítica, porque está claro que la reprobación o, cuando menos, el distanciamiento de una actitud hacia el tiempo como la de Calisto, y de la misma Melibea, comporta la adhesión a una manera distinta de concebir, y también de percibir, el tiempo. No es casual, en efecto, que entre las primerísimas palabras que el autor hace pronunciar a Celestina en la tragicomedia, estén las siguientes: “Ven y hablemos, no dejemos pasar el tiempo en balde” (p. 49).

De esta manera se dirige a Sempronio, en la sexta escena del acto pri-mero, antes de salir de casa en compañía del criado de Calisto que, a su vez, apremia a la vieja con estas palabras: “Toma el manto y vamos, que por el camino sabrás lo que si aquí me tardase en decirte impediría tu provecho y el mío” (p. 50).

Es evidente que, para la pareja de personajes Celestina-Sempronio parece valer otra concepción del tiempo, según la cual hace falta administrarlo sabiamente, en el sentido de que es necesario no dejarlo pasar en vano. En suma, es la nueva concepción que el ilustre medievalista francés Le Goff llamó “temps du marchand” (Le Goff, 1977), la que se deja entrever en las recíprocas llamadas a la prontitud de los dos personajes en compadreo, y en la cual es también posible distinguir una ecuación absolutamente moderna, gracias a la cual un mismo lazo une, a partir de ahora de forma cada vez más indisoluble, el tiempo al dinero, unidades ambas cuantificables y, también por ello, traducibles la una a la otra. El tiempo –ha escrito el historiador polaco Krzysztos Pomian– “in quanto ha una grandezza e un prezzo, interviene costantemente nelle attività dei mercanti dei banchieri e dei cambiavalute. Perciò esso viene trattato come un bene prezioso, análogamente alla moneta cui lo si paragona a partire dal secolo XV” (Pomian, 1992, 288). Como, por lo demás, muestran los testimonios de los marchands écrivains florentinos aducidos por Christian Bec (Bec, 1967), y como, en los Libri della Fami-glia de Leon Battista Alberti, afirmará Giannozzo, para quien el tiempo es una de las tres cosas que el “uomo può chiamare sue proprie”: “Chi sa non perdere tempo sa fare quasi ogni cosa, e chi sa adoperare il tempo, costui sarà signore di qualunque cosa e‘ voglia” (Romano y Tenenti, 1994, 206 y 263). Palabras que Celestina podría haber hecho suyas.

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5. “Lee los historiales, estudia los filósofos, mira los poetas”

Hasta ahora, me he esforzado en mostrar a grandes líneas como en la obra maestra de Rojas actúa una polémica constante antiaristocrática y antifeudal que, bajo la cobertura cómica, apunta a los códigos culturales y morales vigentes, así como a los valores y a las normas que en la época regulaban las relaciones económicas y sociales entre las clases o los estados del consorcio civil. Sin embargo, hay todavía más, ya que esta propensión a una actitud fuertemente crítica hacia todo lo que presenta un carácter institucional, acaba implicando la totalidad del saber que la cultura del tiempo había heredado del pasado o, al menos, de un determinado pasado.

Es notorio que un rasgo específico de la prosa de la Tragicomedia con-siste en la capacidad extraordinaria de abrir las puertas a “i luoghi comuni della retorica libresca e quelli della saggezza popolare” (Samonà, 1972, 227), eso es incorporando tanto sentencias y proverbios como alusiones históricas y mitológicas, tanto citas y referencias filosóficas y doctrinales como anécdotas de la antigüedad y chascarrillos populares. Pues bien, es una peculiaridad, por la que no es raro que en el fraseo sentencioso de sus diálogos sean acogidas formas de discurso codificadas e institucionales, cuya naturaleza de lugares comunes de la retórica libresca ha recibido una nueva y reciente confirmación por la identificación del florilegio escolar de los Parvi flores o Auctoritates Aristotelis como fuente de numerosas citas cultas (Ruiz Arzálluz, 1996). Un último ejemplo, antes de acabar, servirá para explicarme más fácilmente. Entre los argumentos a los que Celestina recurre para inducir a Pármeno a pasar de su parte y a la de Sempronio, no falta el que hace referencia a la amistad como remedio contra los males de la adversa fortuna:

en los infortunios el remedio es en los amigos – sentencia la vieja, que prosigue – Y ¿adónde puedes ganar mejor este deudo, que donde las tres maneras de amistad concurre, conviene a saber, por bien y provecho y deleite? Por bien: mira la voluntad de Sempronio conforme a la tuya, y la gran similitud que tú y él en la virtud tenéis. Por provecho: en la mano está, si sois concordes. Por deleite: semejable es, como seáis en edad dispuestos para todo linaje de placer, en que más los mozos que los viejos se juntan, así como para jugar, para vestir, para burlar, para comer y beber, para negociar amores juntos de compañía. (p. 75)

El pasaje, que al inicio evoca explícitamente –con la mediación del mencionado florilegio (Ruiz Arzálluz, 1996, 273)– la célebre concepción de la amistad expuesta en la aristotélica Ética a Nicómaco, continúa luego aplicando esa ilustre concepción al poco respetable caso de los dos mez-

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quinos criados, cuyo compañerismo en la pretensión de Celestina reuniría nada menos que las tres especies de amistades que se derivan, según la idea aristotélica, de los respectivos bona (utile, delectabile, honestum), de los que cada una de ellas tiene origen, y de los que la adaptación de Celestina ofrece una versión tan innoble como cómica. Es evidente como, aquí, la cuestión no se limita únicamente a los usos lingüísticos, como ocurre en otros numerosos casos, sino que se extiende al más vasto ámbito de un saber en su integridad, vuelto ridículo por su actual inadecuación; o mejor, cínicamente refuncionalizado en términos de una concreción y de un realismo absolutos, aunque ello suceda al precio de su cómica caricatura.11 Disponiendo del tiempo necesario, los ejemplos podrían fácilmente multiplicarse y exten-derse a una pluralidad de casos y de aspectos, hasta incluir la misma prosa artificiosamente latinizante,12 que no debe tomarse demasiado en serio, ya que es, a menudo, objeto de agresión cómica como lo son los contenidos que en esa forma lingüística encuentrar su expresión.

Y, sin embargo, el único ejemplo aducido no es menos útil para confir-mar como en La Celestina la comicidad es un elemento estructural, que si se ignora, haría que se perdiera mucho del placer conectado a la lectura de la obra, y con él se perdiera no poca parte de su mismo significado. Pero la comicidad, por más que sea inocua en el plano de los hechos, no es menos demoledora en el de las ideas; y si agrede, lo hace a menudo en nombre de alguna otra cosa que proponer. Así, en La Celestina, un entero universo cultural e ideológico se convierte en objeto de los alegres ataques de una comicidad que, revelándose con frecuencia irresistible, mostraba cuánto aquel universo había envejecido y ya había sido superado por un nuevo sistema de valores. Si la polémica antiaristocrática atacaba –como ya se ha visto– el código cortés del amor y el principio de autoridad señorial, para defender –aunque en términos de feroz comicidad– una concepción de las relaciones afectivas y sociales fundada en la libre y natural tendencia al placer sexual y a la autonomía individual, de una comicidad no menos irresistible el texto se vale para burlarse de una lengua y de un saber reputados artificiales e inadecuados, en favor de un castellano común y elevado al mismo tiempo,

11 Apropósitodela“grancopiadesentenciasentrejeridasquesocolordedonairetiene”laobra(Loberaet al.,2011,6-7),Fothergill-Paynerecurrióalaexpresiónde“citasubversiva”paraindicarque“losautoresdeCelestinadesafiabanlatradiciónycuestionabanlaautoridaddeunaépocadeconvencionesanticuadasyconviccionesmenguantes”(p.194).Sobrelasfuentesdelasnumerosascitasqueconstituyenla“grancopiadesentencias”,otambiénlas“deleitablesfuentecicasdefilosofía”,sondeconsultaciónobligatorialostrabajos,almenos,deDeyermond,1961;Fothergill-Payne,1988;MárquezVillanueva,1992.Másengeneral,sobrelasfuentesdeLa Celestina,puedenleerselaspáginasdesíntesisdeRuizArzálluzenelestudiocolectivoFernando de Rojas y “La Celestina”,enLoberaet al.,2011,417-434.

12 ElmásútilycompletoanálisisestilísticodelaprosadeLa CelestinasiguesiendoSamonà,1953.

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y de un conjunto de conocimientos y de valores conformes a las exigencias y a la realidad de los nuevos tiempos.

6. Un “amalgama de añejas resonancias y bella apariencia nueva”

Es hora de concluir y no sería generoso hacerlo sin una explícita referen-cia a la monografía que más y mejor ha contribuido a poner a los lectores y a los estudiosos de la obra en el camino que conduce a una perfecta inteli-gencia de la obra maestra de Rojas. Me refiero, naturalmente, al magistral y monumental estudio de María Rosa Lida, cuyo mérito mayor –a mi modesto parecer– ha sido el de haber reconducido oportunamente La Celestina al cauce de la tradición y del género literarios que le son propios: al “drama en la tradición de Terencio” (Lida de Malkiel, 1962, 50) y, en particular, al género de la “comedia humanística [que] reunía el mayor número de modalidades afines a su intención” (p. 47). La perfecta inteligencia de la obra que reconocemos al libro del que el año pasado (2012) se cumplió el medio siglo de su publicación, ha sido posible, sin ninguna duda, gracias a la amplia erudición y a la exquisita sensibilidad de su autora; y, sin embargo, esta operación habría sido bastante menos ejemplar si las dos prerrogativas mencionadas no hubieran encontrado un terreno fértil de aplicación en la correcta inserción de la obra en la tradición literaria correspondiente, lo que permitió a la gran estudiosa argentina analizar completa y ampliamente los principales aspectos que contribuyen a caracterizar la Tragicomedia de Calisto y Melibea. Uno de ellos por encima de todos me interesa subrayar ahora, porque me permite –como conclusión de mi relación– enlazar con las consideraciones expuestas al principio, sin abandonar el planteamiento que ha presidido mi lectura de la obra, llevada a cabo a grandes rasgos.

En efecto, la originalidad artística que el libro de María Rosa Lida tuvo el mérito de documentar con el estudio atento y minucioso de los múltiples aspectos de la Tragicomedia, se debe reconocer en la “visión integral de la realidad” que la obra ofrece a sus lectores; pero, tal “realismo verosímil” –por usar de nuevo una expresión de la citada estudiosa– le fue posible al autor, o a los autores, de La Celestina, en razón del recurso al género de la comedia humanística, en la que se realizaba la “síntesis de la tradición ‘terenciana’, de la tradición del relato amoroso medieval y de su propia acogida a la observación del vivir cotidiano” (p. 729). Originalidad artística, comedia humanística, visión integral de la realidad, son éstos los factores principales que contribuyen a hacer de La Celestina la obra que, junto con los mejores productos literarios de la época, como el Romancero y el Amadís de Gaula, interpreta de la manera más satisfactoria la edad axial o la época de

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transición histórica conocida como “otoño de la Edad Media”, puesto que ella presenta, con palabras de María Rosa Lida, una prodigiosa “amalgama de añejas resonancias y bella apariencia nueva” (p. 50).

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