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A SOCIACIÓN DE P ROFESIONALES S ANITARIOS C RISTIANOS 1 La crisis y los caídos en el camino Luis González-Carvajal Santabárbara El individualismo, un rasgo de la modernidad Como es sabido, ya desde su Homo hierarchicus (1967), el antropólogo Louis Dumont ha venido oponiendo el individualismo, ideología de la sociedad moderna, al holismo, que caracteriza a las demás sociedades, desde la Grecia de las ciudades hasta la India de las castas. En las sociedades tradicionales o holistas —un término derivado del griego hólos («todo», «entero»)— los seres humanos no se entendían a sí mismos como personas dotadas de libertad individual, sino como piececitas anónimas de un complejo mecanismo llamado «sociedad»: Cada «sujeto» se perdía en la comunidad como una gota de agua en el océano. Lo mismo que el valor de cada gota reside únicamente en que contribuye con las demás gotas a crear el mar, cada individuo tenía valor en la medida que contribuía, como uno más, a constituir la sociedad. El descubrimiento de la individualidad fue una de las mayores conquistas de las sociedades modernas: cada individuo empezó a tener conciencia de ser diferente de los demás, único, insustituible. Recordemos, por ejemplo, que Kierkegaard quiso que en su tumba figurase tan solo la inscripción «Aquel individuo» o «Aquel ser único» (Jener Einzelne). En cuanto a Rousseau, comienza así sus Confesiones: «Yo solo. Siento mi corazón y conozco a los hombres: no soy como ninguno de cuantos vi, y aun me atrevo a creer que como ninguno de los que existen. Si no valgo más, soy, al menos, distinto de todos. Tan sólo después de haberme leído podrá juzgarse si la Naturaleza hizo bien o mal al romper el molde en que me vaciara». Pero podemos decir que, si el descubrimiento de la individualidad fue una gran conquista de la modernidad, la degeneración de la individualidad e individualismo fue su gran pecado. El principio supremo de la sociedad individualista dice: «Cada uno que mire por sí y al último que se lo lleve el diablo». En 1650 Thomas Hobbes realizó una descripción de la existencia humana que iba a resultar totalmente profética de la sociedad que empezaba entonces a formarse. Comparó la vida humana con una carrera en la cual «no tenemos otra meta ni otra recompensa que la de llegar el primero», debido a lo cual —y reproduzco sólo 7 de las 24 consecuencias señaladas por el filósofo inglés—:

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A S O C I A C I Ó N D E P R O F E S I O N A L E S S A N I T A R I O S C R I S T I A N O S

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La crisis y los caídos en el camino Luis González-Carvajal Santabárbara

El individualismo, un rasgo de la modernidad Como es sabido, ya desde su Homo hierarchicus (1967), el antropólogo Louis Dumont ha venido oponiendo el individualismo, ideología de la sociedad moderna, al holismo, que caracteriza a las demás sociedades, desde la Grecia de las ciudades hasta la India de las castas. En las sociedades tradicionales o holistas —un término derivado del griego hólos («todo», «entero»)— los seres humanos no se entendían a sí mismos como personas dotadas de libertad individual, sino como piececitas anónimas de un complejo mecanismo llamado «sociedad»: Cada «sujeto» se perdía en la comunidad como una gota de agua en el océano. Lo mismo que el valor de cada gota reside únicamente en que contribuye con las demás gotas a crear el mar, cada individuo tenía valor en la medida que contribuía, como uno más, a constituir la sociedad. El descubrimiento de la individualidad fue una de las mayores conquistas de las sociedades modernas: cada individuo empezó a tener conciencia de ser diferente de los demás, único, insustituible. Recordemos, por ejemplo, que Kierkegaard quiso que en su tumba figurase tan solo la inscripción «Aquel individuo» o «Aquel ser único» (Jener Einzelne). En cuanto a Rousseau, comienza así sus Confesiones: «Yo solo. Siento mi corazón y conozco a los hombres: no soy como ninguno de cuantos vi, y aun me atrevo a creer que como ninguno de los que existen. Si no valgo más, soy, al menos, distinto de todos. Tan sólo después de haberme leído podrá juzgarse si la Naturaleza hizo bien o mal al romper el molde en que me vaciara». Pero podemos decir que, si el descubrimiento de la individualidad fue una gran conquista de la modernidad, la degeneración de la individualidad e individualismo fue su gran pecado. El principio supremo de la sociedad individualista dice: «Cada uno que mire por sí y al último que se lo lleve el diablo». En 1650 Thomas Hobbes realizó una descripción de la existencia humana que iba a resultar totalmente profética de la sociedad que empezaba entonces a formarse. Comparó la vida humana con una carrera en la cual «no tenemos otra meta ni otra recompensa que la de llegar el primero», debido a lo cual —y reproduzco sólo 7 de las 24 consecuencias señaladas por el filósofo inglés—:

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«Anteponerse a otros es gloria. Esforzarse en sobrepasar al próximo, emulación. Caer repentinamente, disposición al llanto. Contemplar la caída de otro, disposición a la risa. Ser continuamente adelantado, humillación. Adelantar siempre al que está delante, es felicidad. Y abandonar la carrera, morir». La gran tentación de las sociedades individualistas es fijarse sólo en los triunfadores y no reparar en quienes quedan derrotados en la carrera. Eso resulta especialmente evidente en nuestros libros de historia. No debe extrañarnos: Como habitualmente son los vencedores quienes escriben la historia, condenan al olvido la historia passionis de la humanidad. Los cristianos, si nos tomamos en serio la opción preferencial por los pobres, no podemos cerrar los ojos a esa historia passionis de la humanidad. El objetivo de esta ponencia es precisamente es dirigir la mirada a quienes la actual crisis económica va dejando tirados al borde del camino. El capitalismo neoliberal El individualismo moderno tiene gran afinidad con el capitalismo neoliberal. Podríamos decir que el primero es el aliento interior del segundo. Basta pensar en las dos características quizás más representativas del capitalismo neoliberal: el afán de lucro y la competencia sin restricciones. El liberalismo económico repite una y otra vez que el móvil de maximizar las ganancias es tan viejo como el hombre, lo cual es otra forma de decir que forma parte de la naturaleza humana. Junto a las tradicionales definiciones del hombre como «animal racional», «animal social», etc., Herman Melville, en su famosa novela Moby Dick, propuso otra: «El hombre es un animal que hace dinero». Pero no es así. El móvil de maximizar las ganancias, tal como nosotros lo conocemos, es sólo tan viejo como el «hombre capitalista». Únicamente a partir de Adam Smith el interés personal vino a considerarse como un impulso genético. La idea de la ganancia por amor a la ganancia en sí, —decía Heilbroner— no sólo es ajena a una gran parte de la población de nuestro mundo contemporáneo, sino que se ha hecho notar por su ausencia en el transcurso de la mayor parte de la historia de que tenemos constancia. Y, según Hirschman, lo característico del hombre medieval no era el ansia de dinero, sino la búsqueda del honor y la gloria. La literatura de nuestro Siglo de Oro nos ha dejado obras maestras en las que el honor —y nunca el dinero— juega un papel importante. Evidentemente, también en las sociedades medievales hubo personas cuya pasión dominante era ganar dinero. Pero no se trataba de una tendencia generalizada. La mayoría de la gente no aspiraba a maximizar los beneficios y se contentaba con un beneficio suficiente. Es muy expresivo lo ocurrido a los Fugger (los Fúcar), una familia de grandes banqueros del siglo XVI. Según explica Heilbroner, en el pináculo de su fortuna, los Fugger eran propietarios de minas de oro y de plata, poseían concesiones comerciales y tuvieron incluso derecho a acuñar su propia moneda; su crédito era muy superior al de la riqueza de los reyes y emperadores, cuyas guerras (y cuyos gastos palaciegos) financiaban ellos. Pero cuando [en 1560] falleció el viejo Anton Fugger, su sobrino mayor, Hans Jacob, rehusó hacerse cargo de aquel imperio bancario, alegando que los negocios de la ciudad y sus propios asuntos le daban ya

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demasiados quebraderos de cabeza; Jorge, hermano de Hans Jacob, dijo que prefería vivir en paz; un tercer sobrino, Christopher, se desentendió también. Por lo visto, ninguno de los herederos en potencia de aquel imperio de riqueza juzgó que éste merecía que ellos se tomaran alguna molestia. El deseo de maximizar la ganancia es, en opinión de Keynes, el gran problema ético de nuestros días; y me parece muy significativo que esto no lo afirme un moralista, sino uno de los economistas más famosos de la historia: «A mí me parece mucho más claro cada día —escribió el economista de Cambridge— que el problema moral de nuestra época tiene que ver con el amor al dinero, con la apelación habitual al motivo monetario en el 90 por 100 de las actividades de la vida, con el afán universal por conseguir la seguridad económica individual como principal objetivo del esfuerzo, con la aprobación social del dinero como medida del éxito constructivo y con la apelación social al instinto de acumulación como fundamento de la necesaria provisión para la familia y para el futuro». Belzebú, el príncipe de los demonios es el afán desmedido de lucro. No lo digo yo, sino la Sagrada Escritura: «El amor al dinero es la raíz de todos los males» (1 Tim 6, 10). La economía social de mercado lo ató corto, pero sin inmovilizarlo completamente porque nadie puede negar que la búsqueda del lucro ha estimulado notablemente el progreso material. El mismo Marx la alabó bajo el nombre de «misión civilizadora del capital». Recuérdese cómo comienza El manifiesto del Partido Comunista: «Sólo la burguesía ha demostrado lo que puede producir la actividad de los hombres. Ha llevado a cabo obras maravillosas totalmente diferentes a las pirámides egipcias, los acueductos romanos y las catedrales góticas». No debe extrañarnos: Muchas sustancias que solemos considerar tóxicas, tienen efectos terapéuticos en dosis mínimas. Paracelso, el padre de la toxicología, acertó a decirlo con formulación feliz: «Todo es veneno y nada es veneno; tan sólo la dosis hace el veneno». Desgraciadamente, el neoliberalismo ha soltado las ataduras de Belzebú y ahora recorre el mundo entero acompañado de su séquito de demonios: los contratos basura, la corrupción, la especulación, etc., provocando inenarrables sufrimientos a los más débiles. Los demonios de la economía andan sueltos. Consideraciones semejantes podríamos hacer del espíritu de competencia: en dosis moderadas ejerce un efecto beneficioso porque fomenta el espíritu de moderación, pero cuando se instaura una competencia sin restricciones los más débiles serán unas veces orillados y otras veces arrollados. La competencia —decía Pablo VI— es beneficiosa «cuando las partes no se encuentran en condiciones demasiado desiguales» porque «estimula el progreso y recompensa el esfuerzo»; pero «cuando las condiciones son demasiado desiguales» la competencia «no basta para garantizar la justicia»; en tales casos produce «resultados no equitativos» e incluso puede engendrar «una dictadura económica» de los fuertes sobre los débiles. Uno de los sabios de Israel había explicado hace ya más de veinte siglos lo que ocurre en las confrontaciones asimétricas si nadie defiende a la parte más débil: «¿Acaso se junta la tinaja a la caldera? Al chocar con ella la romperá. (…) ¿Cómo pueden entenderse el lobo y el cordero? (…) ¿Puede haber trato entre el rico y el pobre? Igual que los asnos salvajes son presa de los leones en el desierto, así los pobres son pasto de los ricos» (Sir 13, 2b.17-19). Por esas razones tan obvias, en el mundo del boxeo no se permite competir a un peso pesado con un peso mosca, pero en la economía actual hemos ido eliminando las regulaciones y ocurre lo que dijeron los obispos católicos de Inglaterra y Gales: «Los

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mercados donde la libertad es ilimitada tienden a producir lo que es en realidad una “opción contra los pobres”». Para los neoliberales la palabra «libertad» ocupa un lugar de honor. Se trata de una palabra tan noble que no debemos permitir un uso engañoso de la misma. Como dijo un famoso dominico del siglo XIX, el P. Lacordaire, «entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, entre el señor y el servidor, la libertad es la que oprime y la ley la que liberta». Sin embargo, debemos recordar que, para Hesíodo, la diosa Eris —diosa buena de la competencia— era también la diosa mala de la discordia. La competencia económica ha producido tales contrapartidas que es inevitable preguntarse si no estamos pagando un precio demasiado elevado por crear tanta riqueza. Se cuenta que la industria algodonera inglesa, en el primer período de su desarrollo, hizo mutilar los dedos de los tejedores indios expertos para eliminar competidores. Hoy los comportamientos suelen ser más civilizados, pero la competencia sigue generando diferentes formas de violencia: desde el acorralamiento de un rival peligroso al que se cierran las fuentes de créditos con maniobras turbias, hasta el soborno; desde el enfrentamiento de unas categorías de trabajadores con otras, hasta el complot de los nacionales contra los inmigrantes... De hecho, la competencia capitalista —decía Pío XI en 1931— ha logrado que «la economía toda se haya vuelto horrendamente dura, cruel, atroz». Una crisis de insensatez compartida Esas palabras —que fueron escritas por el Para Ratti durante la Gran Depresión— podrían aplicarse igualmente a la crisis económica que estamos viviendo actualmente; la mayor que ha padecido la humanidad desde entonces. Es sabido que la crisis económica comenzó con la crisis financiera desencadenada en EE.UU. durante el verano de 2007, que a partir del año siguiente se propagó a Europa y el resto del mundo. Podríamos decir sin exageración que ésta ha sido una crisis de insensatez compartida, porque:

● es insensato crear una burbuja inmobiliaria e ir hinchándola más y más entre todos hasta explotar; ● es insensato que —al ver revalorizarse continuamente el valor de los inmuebles— personas sin ingresos fijos, sin empleo fijo y sin propiedades (los popularmente llamados ninja — acrónimo en inglés de no income, no job, no assets — en Estados Unidos) se lanzaran a comprar una casa sin preocuparse de cómo devolverían el dinero del préstamo; ● es insensato que los gestores de los bancos —como sus remuneraciones, ya de por sí elevadas, suelen estar vinculadas al número de operaciones cerradas— concedieran préstamos a personas insolventes sin preocuparles los riesgos que asumía la entidad; ● es insensato que los bancos centrales no aumentaran los tipos oficiales de interés para impedir que siguiera hinchándose la burbuja. ● es insensato que los gobernantes, por muy alérgicos a las regulaciones que les hubieran hecho los dogmas neoliberales, no se preocuparan de garantizar los derechos de los inversores y permitieran a las entidades comercializar hipotecas basura camufladas en complicadas operaciones de ingeniería financiera; ● es insensato que las agencias de certificación de riesgos otorgaran la máxima calificación a esos fondos tan solo unas horas antes de la quiebra…

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Parece como si todos hubieran hecho suya la famosa expresión de Luis XV (1710-1774): «Después de mí, [que venga] el diluvio». Recordemos que, según Marx, Après moi, le déluge «es el grito y el lema de todos los capitalistas y de todas las naciones de capitalistas». Naturalmente, lo que está detrás de todas y cada una de esas insensateces es la ambición. Como decía Leopoldo Abadía, en un famoso libro sobre la crisis que tanto se ha difundido en España, «lo que tiene menos importancia en esta crisis es lo económico (…). Ésta es una crisis de ambición» Detrás de la crisis financiera adivinamos fácilmente, en efecto, la cultura del «lo quiero todo y lo quiero ya»; en definitiva, el deseo compulsivo de maximizar las ganancias que se desarrolló sin ningún freno porque las administraciones públicas de todo el mundo, seducidas por los cantos de sirena del neoliberalismo llevaban muchos años eliminando una tras otra las regulaciones que había implantado la economía social de mercado. Desempleados Las estadísticas La crisis económica ha provocado unas tasas de desempleo como ni siquiera se habían dado durante la Gran Depresión de los años treinta. El paro registrado supera ligeramente en España los cinco millones de desempleados (5.035.243 en marzo de 2013) y según la Encuesta de Población activa sobrepasa holgadamente los seis millones (6.202.700 en el primer trimestre de 2013), lo que supone el 27,16 % de la población activa. La tasa de paro femenina es ligeramente superior a la masculina (27,61 % frente a 26,78 %), pero es mucho más elevada entre los extranjeros que entre los españoles (39,21 frente a 25,11 %) y resulta verdaderamente dramática en el caso de los jóvenes: el 57,2 % de los menores de 25 años está en paro. Nos enfrentamos, por tanto, a un desempleo masivo que duplica holgadamente la tasa de paro de la Zona Euro (12,0 %) y es superior incluso al que tuvo la economía de Estados Unidos en los peores momentos de la Gran Depresión, ya que nunca llegó a superar el 25 %. Se trata además de un desempleo de larga duración: el 51,69 % de los parados (3.206.500 personas) llevan más de un año buscando empleo y el 31,19 % (1.935.000 personas) más de dos años. Por otra parte, al colectivo de los parados habría que añadir el gran volumen de población desanimada —es decir, aquellos que han dejado de buscar trabajo por considerarlo inútil— que podemos cifrar en más de un millón de personas. Por ejemplo, en los 12 meses últimos el empleo se ha reducido en 798.500 personas, pero el paro sólo aumentó en 563.200 personas. ¿Qué ha pasado con el resto? Una parte han emigrado de España y el resto siguen aquí, pero han arrojado la toalla y ya no buscan trabajo, con lo cual se contabilizan como población inactiva. No es extraño que, desde hace tiempo los barómetros del CIS vengan poniendo de manifiesto que el paro es el principal problema de los españoles. Así lo decían el 58,8 % de los encuestados en el Barómetro de enero de 2013 del CIS (sumando los que lo consideraban el segundo o el tercer problema llegaban al 80,9 %). Es también el problema que más afecta personalmente al 38,1 % de los encuestados. No ven además perspectivas de mejora, porque el 90,8 % consideran que la situación económica es mala o muy mala, y además peor que hace un año (65,9 %).

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No debe extrañarnos, porque la crisis deja especialmente maltrechos a los colectivos menos poderosos: los discapacitados, que ya en tiempos de prosperidad tenían dificultades para encontrar empleo, han sido ahora los primeros en quedarse en la calle; si antes tenían dificultad para encontrar trabajo los poco preparados, ahora tienen dificultades todos los que no han podido conseguir un curriculum de bandera —varias carreras, un máster prestigioso, dominio de lenguas, etc.—; los desempleados de edad madura saben que sus posibilidades de encontrar un nuevo trabajo son casi nulas; etc. Y es que la situación hacia la que nos encaminamos tiene un nombre: Darwinismo social, supervivencia de los más aptos. Las tragedias personales Decía Stalin que «un muerto es una tragedia, un millón de muertos es una estadística». Así, pues, dejemos ya las estadísticas e intentemos poner rostro a los parados. Empecemos cediendo la palabra a uno de ellos. En una investigación sobre el desempleo realizada por las Iglesias británicas, un parado del sur de Gales describió así su estado anímico: «Soy consciente de no ser la persona que era cuando trabajaba. El desempleo cambia a la gente. De hecho, me atrevo a decir que el desempleo es una experiencia que cambia el alma. (...) El beneficio más evidente que nos proporciona el trabajo es, naturalmente, un salario regular. Esto nos permite no sólo vivir en la sociedad en gran medida como elegimos, sino también tomar las riendas de nuestro propio destino, en el que tenemos un cierto control económico sobre nuestras propias vidas. (...) Temo el sobre marrón en el felpudo y sé antes de abrirlo que no hay modo de que pueda pagar lo que reclama. Temo la llamada en la puerta, pues podría ser el funcionario del juzgado o el cobrador de las deudas, que se propone despojarme de las pocas posesiones que me quedan... El miedo al cesto de la colecta es la principal razón de que ya no vaya a la iglesia tan a menudo como me gustaría. (...) La recompensa económica, pese a su importancia, especialmente en nuestra sociedad, no es la única razón para trabajar, y puede que ni siquiera sea la razón primaria. (...) El trabajo nos proporciona un papel que desempeñar en la sociedad, pero no sólo el papel de profesor, médico, obrero o pintor, sino también el de contribuyente, persona responsable y sostén económico de la familia. Estar desempleado implica tener que afrontar toda una gama de problemas que, combinados, nos afectan económica, social, psicológica y espiritualmente a un mismo tiempo. Ser un desempleado de larga duración supone verse privado de algunas de las piedras angulares que el trabajo proporciona a la estabilidad del individuo y, sin dicha estabilidad, el individuo se siente obligado a reconsiderar cómo se ve a sí mismo y su papel en la sociedad. (...) La confianza es lo primero que desaparece. Pronto le siguen la autoestima y el auto-respeto. Los efectos de un rechazo tras otro, en trabajos que tú te crees capaz de desempeñar, provocan un cambio en la manera de verte a ti mismo. Enseguida llega la siguiente pregunta: “¿Qué tengo yo de malo?”. Y finalmente aceptas que algo debes tener, porque tantos posibles patronos no pueden estar equivocados. Uno de los resultados de todo ello es que cambia tu punto de vista respecto de ti mismo, y desgraciadamente es muy probable que la nueva imagen se construya en torno a las connotaciones negativas que la sociedad aplica a los desempleados: holgazanes, gorrones, estafadores y parásitos». Los efectos psicológicos del desempleo sólo podrán parecer poco importantes a quienes nunca hayan estado en paro. Vie ha defendido la existencia de un síndrome específico que ha bautizado con el nombre de «neurosis del parado». Lo peor de ella es la pérdida de estimación personal que experimenta el trabajador en paro sintiéndose inútil en medio de una civilización como la nuestra que adora lo útil.

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El paro —sobre todo el paro prolongado— tiene también consecuencias físicas. Según una encuesta de SOFEMASA, realizada en 1982, en la que colaboraron 895 médicos de toda España que habían estudiado a fondo un total de 2.672 pacientes en paro, en casi todos ellos encontraron trastornos físicos que no tenían cuando trabajaban:

● Un 72 % de los pacientes sufre problemas digestivos, fundamentalmente ulcerosos; el paro aparece como causa más o menos directa de la úlcera, pero también se aprecian trastornos del tránsito intestinal, náuseas, vómitos y dolores abdominales. ● Más del 40 % de los parados entre 41 y 55 años, casados y con tres o más hijos, sufren inapetencia sexual. La impotencia afecta al 18 por ciento de los pacientes de este grupo mientras la media general es del 12 por ciento. En el caso de las mujeres desempleadas, el 25 % sufre frigidez. ● Padecen cefaleas el 56 por ciento de los adultos y el 58 por ciento de las adultas; palpitaciones, 42 y 46 por ciento respectivamente; insomnio, 35 y 30 por ciento; las alteraciones de peso también son frecuentes. ● Ansiedad y depresiones afectan a casi la mitad de las mujeres objeto del estudio; la primera es mucho más frecuente en las menores de 25 años y disminuye a medida que aumenta la edad. ● Intentemos acercarnos al estado anímico de dos colectivos castigados con especial dureza por el desempleo son los jóvenes que buscan su primer trabajo y aquellos que tienen responsabilidades familiares:

Jóvenes en paro La tasa de paro entre los jóvenes es mucho mayor que en el resto de la población: Se dispara, como vimos, hasta el 57,2 por ciento. Tiene fácil explicación: Los jóvenes han llegado los últimos al mercado de trabajo, y precisamente en un tiempo en que apenas se crean empleos nuevos. Además, los empresarios prefieren cubrir las escasas vacantes existentes con trabajadores adultos: su experiencia les hace inmediatamente rentables, suelen ser más constantes que los jóvenes y, por lo general, son menos conflictivos laboralmente. Se puede decir que a los jóvenes apenas les queda otro recurso que ser carne de cañón para la economía sumergida. Lester C. Thurow ha llegado a escribir que ellos son «nuestro moderno proletariado lumpen». Lo que especifica la tragedia del paro juvenil es que priva a los jóvenes del «sentimiento de confianza básica» (Peterson) que necesitan para adquirir una identidad social. (Nótese que si se pregunta a una persona adulta quién es, siempre incluirá en su respuesta cuál es su trabajo. En la civilización industrial la actividad profesional es uno de los ingredientes más importantes de la propia identidad). De esta forma aparece en los jóvenes sin trabajo un sentimiento de inferioridad con toda una sintomatología depresiva: culpa, tristeza, inhibición, timidez exagerada, inseguridad frente a la propia valía... «Yo el paro lo estoy viviendo como un corte, y a veces angustioso», decía un joven. Teniendo en cuenta que el deterioro producido en la personalidad puede mantenerse una vez desaparecida la causa que lo produjo, no es difícil adivinar las consecuencias que tendrá todo eso sobre la familia que un día forme ese joven e incluso sobre la sociedad en su conjunto. Si los jóvenes de hoy son nuestro futuro, es necesario reconocer que cuidamos poco el futuro.

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«La situación de paro te crea mucha agresividad —decía otro joven—. No es justo que uno no tenga un trabajo para valerse por sí mismo». Y muchas veces, viéndose incapaces de adquirir la identidad social a través de los caminos reconocidos por la sociedad, caerán en la tentación de buscarla mediante conductas asociales e incluso delictivas. Según un estudio realizado por EDIS para el Ayuntamiento de Getafe, el 56 por ciento de los jóvenes parados de aquella localidad madrileña no tuvieron reparo en reconocer algún tipo de conducta asocial: consumo de drogas, alcohol, atracos, acciones violentas, etc. Los parados con responsabilidades familiares El 37,8 % de los parados (más de dos millones) tienen más de 45 años y el 80,2 % de los mismos tienen hijos. Si el desempleo siempre hace ver el futuro con incertidumbre, en el caso de quienes sobrepasan los cuarenta y cinco años la situación aparece como un callejón sin salida. Se trata de una edad en que se es «demasiado viejo para trabajar; demasiado joven para retirarse», como decía el título de un Informe encargado por el Senado Norteamericano con motivo del cierre de una importante fábrica de Detroit. Normalmente, el adulto que pierde su trabajo pasa por estas tres etapas: 1.ª Presentimiento del cese. Se trata de un tiempo caracterizado por la angustia; palabra que, como es sabido, se deriva del latín angustus (estrecho, angosto). Ocurre como si le arrebataran a uno el aire necesario para respirar y el espacio libre necesario para desenvolverse. Acecha un peligro frente al que nada puede hacerse. Únicamente esperar. Esta angustia no la padecen sólo aquellos que en efecto quedarán después sin trabajo, sino también quienes temen que tal cosa pueda ocurrirles; o, dicho de otra forma: Las consecuencias psicológicas del desempleo afectan a muchas personas que nunca figurarán en las estadísticas de paro. 2.ª Llegada del cese. Momento, paradójicamente, de cierta relajación porque, al disiparse la incertidumbre anterior (aunque haya sido con un desenlace negativo) desaparece también la angustia. Pero esto dura poco tiempo; tan solo mientras se arreglan los «papeles». Después viene el terrible descubrimiento: «Me di cuenta una mañana de que daba igual levantarme de la cama o quedarme en ella. No tenía nada que hacer ese día. Y nada tendría que hacer el día siguiente, y el otro...». Con ese descubrimiento brutal se entra en la tercera etapa: 3.ª Situación de cesado. Aparece un estado anímico de frustración, que es la situación que se produce cuando se ve obstaculizada la realización de un impulso vital. Las pruebas que será necesario superar son muy fuertes: disminuir —a veces drásticamente— los gastos; pasar por la vergüenza de pedir «fiado» en las tiendas y solicitar préstamos a los amigos y familiares; modificar los «roles» familiares (si la mujer antes no trabajaba y ahora tiene que salir a buscar algún trabajo fuera de casa, el marido tendrá que asumir las tareas que ésta desempeñaba en el hogar; otras veces serán los hijos quienes deban ser desescolarizados en busca de alguna ayuda económica...); etc. Todo ello equivale a una inversión de roles que para muchos es traumática. Decía uno: «A mí, y no tengo vergüenza de decirlo, mi mujer me da tres euros “pa” los gastos del día. Total, dos cafés y un vaso de vino». El resultado final puede ser trágico: Como ha notado Brenner, las tasas de hospitalización psiquiátrica aumentan significativamente durante las crisis económicas; Durkheim mostró hace ya casi cien años que el número de suicidios se dispara durante las etapas de recesión económica; según el estudio de SOFEMASA antes citado, el 37 por ciento de los adultos en paro cayeron en el alcoholismo...

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También la convivencia familiar se deteriora como consecuencia del paro: Un estudio encargado por el Ministerio de Cultura en 1981 revelaba que el 30 por ciento de los niños cuyo padre estaba en paro y cobrando el seguro de desempleo decían que las relaciones entre sus padres eran muy malas. Cuando no percibían el seguro de desempleo el porcentaje subía al 60 por ciento. El «trabajo negro» Según un estudio elaborado por el instituto Tax Research del Reino Unido a petición del grupo de los socialistas y demócratas en el Parlamento Europeo, la economía sumergida alcanzaría los 212.125 millones de euros, un 22,5 % de su PIB, situándose ligeramente por encima de la media europea, cuya tasa de economía sumergida asciende al 22,1 %. Registra un nivel superior a países de nuestro entorno como Francia o Alemania; aunque estamos muy lejos de Bulgaria, Rumanía, Lituana o Estonia, donde la economía sumergida supera el 30% del PIB. La economía sumergida merece toda nuestra repulsa por dos razones: En primer lugar, es «un Tercer Mundo en pleno corazón de Europa», como dijo en el Congreso de los Diputados el entonces Ministro de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga, el 15 de octubre de 1986. En efecto, además de privar a los trabajadores de toda protección frente a eventuales enfermedades o accidentes por no darlos de alta en la Seguridad Social, el cumplimiento de las normas de seguridad e higiene es prácticamente inexistente, la jornada laboral supera con creces los topes establecidos por la Ley del Estatuto de los Trabajadores y los salarios suelen ser muy inferiores al mínimo legal. A menudo trabajan «a destajo», es decir, cobrando según el número de piezas hechas, con lo que eso representa de «auto-explotación» para los propios trabajadores sumergidos. En segundo lugar, la economía sumergida es también un grave atentado contra la solidaridad, puesto que por culpa de ella la Hacienda pública deja de ingresar en nuestro país 74.032 millones de euros al año. No deberíamos juzgar con excesiva dureza, en cambio, a quienes realizan algunas «chapuzas» mientras cobran el seguro de desempleo. San Juan Crisóstomo decía en un sermón a los ricos de su tiempo: «Vosotros que os cebáis y disfrutáis vuestra holgura, vosotros que bebéis hasta bien entrada la noche y después os cubrís con suaves mantas, (...) os atrevéis a exigir cuentas estrictas al necesitado que apenas es más que un cadáver. (...) Si los pobres estafan, es por necesidad». Disminución de la protección social Para colmo, han ido eliminándose las medidas de protección social cuando más necesarias eran. En efecto, ya antes de que estallara la crisis, la continua eliminación de regulaciones propugnada por el neoliberalismo había impulsado en todos los países un fuerte adelgazamiento de las instituciones de protección social con el fin de obtener ventajas competitivas en el mercado global. Más tarde la crisis originó en la mayoría de los países unos déficits públicos abultadísimos y fue necesario implantar dolorosas medidas de ajuste, que en casi todas partes han supuesto un verdadero desmantelamiento del Estado de Bienestar. En los últimos años se nos repite por doquier que la solución de la crisis pasa por unos ajustes muy duros:

● Moderación de los salarios reales para mejorar la competitividad de nuestra economía, aumenten los beneficios empresariales y se reactive la inversión.

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● Mayor flexibilidad en el mercado de trabajo, especialmente por lo que a la facilidad para despedir se refiere. ● Reducción del gasto público para disminuir el déficit y que la excesiva presión fiscal no desincentive a los empresarios.

Ciertamente, todas ellas tienen un sabor amargo; pero ello no sería razón suficiente para rechazarlas porque hay que medicinas de sabor amargo que curan. Lo malo es que ese sabor, además de «amargo», me da la impresión de que no es un «sabor cristiano», si se me permite hablar así. Todos estamos de acuerdo en que la sociedad no puede mejorar sus perspectivas de empleo sin sacrificios, pero es necesario discutir cómo deben distribuirse los sacrificios. Y aquí es donde viene mi discrepancia. Si bien casi todas las partidas sufren recortes, proporcionalmente las mayores reducciones del gasto público se refieren a partidas relacionadas con el Estado de Bienestar (exceptuando el gasto en pensiones que ha aumentado, si bien no lo suficiente para mantener su poder adquisitivo). En el ámbito educativo el gasto público había experimentado un incremento importante entre 2005 y 2009, pasando del 4,3 al 5,07 % del PIB. Pero a partir de 2010, el mismo gobierno (del PSOE) que en los años anteriores había ido aumentando las asignaciones, empezó otra vez a disminuirlas, tendencia que continuó el siguiente gobierno (del PP), descendiendo el gasto educativo hasta el 4,76 % del PIB. En valores monetarios el descenso ha sido todavía más significativo puesto que también el PIB está disminuyendo (un 5 % en el último trienio).

Fuente: Ministerio de Educación. Elaboración del Barómetro social de España, ámbito Educación.

Además, los recortes en materia educativa son especialmente graves para la educación especial y la educación compensatoria; es decir, afectan todavía a los alumnos más necesitados. Recortes parecidos —y sigo en esto a González-Anleo, recientemente fallecido— ha sufrido la Sanidad pública, de la que estábamos orgullosos por su buen funcionamiento y su universalidad (estaba abierta a todos residentes en España, fueran o no españoles, y era utilizada por el 90 % de la población). Debido a varias

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causas —envejecimiento de la población, aumento de la cronicidad y de las expectativas y exigencias de la población, y crecimiento de los costes de los medicamentos y los equipamientos médicos—, el gasto sanitario casi se había duplicado entre 2002 y 2009, pasando de 38.563 a 70.274 millones de euros. A partir de 2010 comenzaron igualmente los recortes cuyas manifestaciones más visibles son: • Exclusión de la sanidad pública de los inmigrantes extracomunitarios sin papeles, exceptuando las urgencias, los niños y las mujeres embarazadas. • Copago de medicinas, excepto en el caso de los parados sin prestaciones: un 10 % de los pensionistas, con topes mensuales de 8, 18 y 60 euros; un 30 %, como hasta ahora, los funcionarios; un 10 % los enfermos crónicos; entre un 40 y un 60 % el resto de los ciudadanos, según sea su nivel de renta. • Algunas prestaciones —sillas de ruedas, muletas, prótesis, preparados alimenticios y ambulancias no urgentes— estarán sometidas al copago con los mismos porcentajes que las medicinas. El derecho de las personas en situación de dependencia —casi millón y medio en España— a recibir los servicios que realmente necesitan, que había sido garantizado y regulado por Ley de Dependencia aprobada en 2006, se ha quedado prácticamente en papel mojado por falta de financiación. El «tijeretazo» en cooperación fue uno de los más notables, al reducirse en un 65,4% el presupuesto de ayuda al desarrollo. Aumento de la pobreza Lógicamente, después de varias décadas de reducción continuada de la desigualdad social, el efecto combinado de un aumento de las necesidades como consecuencia del desempleo masivo y la disminución de las prestaciones sociales nos ha hecho volver a una situación muy parecida a la que existía en los primeros años 90. Según un reciente estudio de la Fundación FOESSA, el porcentaje de hogares españoles que están por debajo del umbral de la pobreza es del 22%. Además, uno de cada cinco hogares (el 25%) está en «situación de riesgo». El estudio señala que España es uno de los países europeos con mayor tasa de pobreza, sólo superado por Rumanía y Letonia. Según la estadística de la Unión Europea, España fue el país europeo donde más aumentó la pobreza en 2010. Hay ya 2 millones de hogares (exactamente 1.906.100) en los que están desocupados todos sus miembros activos, lo cual supone un máximo histórico. Además, debido al deterioro de las condiciones de trabajo, aumenta sin cesar el número de quienes tener un empleo no les libra de la miseria; es decir, los llamados «trabajadores pobres». Todo esto hace que un tercio de los hogares españoles tenga «dificultades serias» para llegar a fin de mes. Insolidaridad Dicen los sociobiólogos que, en situaciones de escasez, los animales se vuelven más agresivos. Me temo que los animales humanos no somos una excepción, porque la crisis económica parece haber potenciado notablemente las conductas insolidarias. En muchas empresas con dificultades se olvidó todo compañerismo y se notó en seguida que flotaba en el ambiente una especie de «sálvese quien pueda». También en la Universidad viene ocurriendo algo parecido desde hace ya varios años. Los compañeros son vistos como futuros competidores para conseguir un puesto de trabajo y es cada vez más difícil encontrar alguien dispuesto a prestar unos apuntes, por ejemplo.

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Un dato especialmente preocupante para una sensibilidad cristiana es que, en medio de la situación que hemos evocado, quienes no han sido personalmente afectados por la crisis, siguen viviendo como antes y la industria del lujo (automóviles, cosméticos, etc.) no para de crecer. Quiero terminar citando un sermón del que fuera obispo de Clermont, Jean-Baptiste Massillon (1663-1742), que muy bien podría haber sido escrito hoy: «Es cosa terrible —decía— que las crisis económicas no se noten ni en el lujo de vuestros equipajes, ni en la sensualidad de las comidas, ni en la suntuosidad de los edificios, ni en la pasión del juego o en la obstinación en los placeres, sino sólo en vuestra falta de humanidad para con los pobres. Es cosa terrible que siga al mismo ritmo todo lo exterior, los espectáculos, las reuniones mundanas y las diversiones públicas, mientras que sólo la caridad se frena. En estos momentos, ¿tendríais el valor de ser los únicos felices?». Conferencia pronunciada por el autor en las XVIII Jornadas Nacionales de Profesionales Sanitarios Cristianos (PROSAC) «Samaritanos para tiempos de crisis - (com)pasión sin fronteras» Palencia, 19 de abril de 2013