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LA DONCELA DE ORLEÁNS Federico Sachiller Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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LA DONCELA DEORLEÁNS

Federico Sachiller

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PERSONAS

CARLOS VII, rey de Francia.La reina ISABEL, su madreINÉS SOREL, su manceba.FELIPE el Bueno, duque de Borgoña.El conde DUNOIS, bastardo de Orleáns.

LA HIRE, Oficiales del Rey.DUCHATEL.

EL ARZOBISPO de Reims.CHATILLON, caballero borgoñón.RAOUL, caballero lorenés.TALBOT, general de los ingleses.

LIONEL. Jefes ingleses.FALSTOLF.

MONTGOMERY.Consejeros de la ciudad de Orleáns.

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Un Heraldo del campamento inglés.TIBALDO DE ARCO, rico agricultor.

MARGARITA.LUISA. Sus hijas.JUANA.

ESTEBAN.CLAUDIO MARIA Sus novios.RAIMUNDO.BERTRAN, aldeano.El espectro del caballero negro.Un Carbonero y su mujer.Soldados, pueblo, oficiales de la corona, obis-

pos, frailes, mariscales, magistrados, cortesanosy demás personas que no hablan y forman elcortejo en el acto de la coronación.

PRÓLOGO

SITIO CAMPESTRE

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A la derecha y en primer término, una ima-gen de santo en una capilla; a la izquierda unagrande encina.

ESCENA PRIMERA

TIBALDO DE ARCO. Sus tres HIJAS. Los tresPASTORES sus novios.

TIBALDO.––Sí, mis queridos vecinos; hoysomos todavía franceses, hoy somos todavíalibres habitantes y dueños de esta tierra que la-braron nuestros padres... ¡Quién sabe de quiénseremos mañana! En todas partes flota la victo-riosa bandera del inglés. Sus caballos patean lasricas campiñas de Francia. París le ha recibidotriunfante, y ha coronado con la antigua dia-dema de Dagoberto, el vástago de extranjeracepa. El nieto de nuestros reyes vaga errante,desheredado, fugitivo, por su propio reino, yen las filas enemigas que dirige una madre des-

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naturalizada, combate su más próximo parien-te. Villas, ciudades, todo lo devora el incendio.El humo de la devastación se acerca cada vezmás a éstos valles hasta ahora tranquilos. Vedpor qué, mis queridos vecinos, trato de acomo-dar honradamente a mis hijas con la ayuda deDios, hoy que es tiempo todavía. La mujer, enestos tiempos, necesita un protector. A mi en-tender, un amor fiel ayuda a soportar las másgraves penas. (Dirigiéndose al primer pastor.)Acércate, Esteban; tú deseas la mano de mi hijaMargarita; nuestras tierras se tocan, vuestroscorazones se comprenden; esto basta para unafeliz unión. (Al segundo.) Y tú, Claudio... callas,y mi Luisa baja los ojos... No he de separar doscorazones, porque no puedes ofrecerme teso-ros. ¿Y quién los posee hoy? La casa como lagranja son en el día presa del enemigo y de lasllamas, y en los tiempos que corren no creo queexista más seguro refugio que el pecho de unmuchacho honrado.

LUISA.––¡Padre mío!

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CLAUDIO.––¡Luisa mía!LUISA.––(Besando a JUANA.) ¡Hermana mía!TIBALDO.––Doy a cada una de vosotras

treinta fanegas de tierra, el establo, el corral y elhogar. Dios os bendiga como a mí.

MARGARITA.––(Abrazando a JUANA.) Acce-de a los deseos de padre, toma ejemplo de no-sotras... hagamos tres bodas en un día.

TIBALDO.––ld y preparaos; las bodas se ce-lebrarán mañana; quiero que acuda a ellas todala gente del lugar. (Las dos parejas se van dándoseel brazo.)

ESCENA II

TIBALDO. RAIMUNDO. JUANA.

TIBALDO.––Y tú, Juanilla... ya ves cómo secasan tus dos hermanas y cuánto regocija sudicha mi vejez, mientras que tú, la más joven,parece que sólo quieres darme pesar y tristeza.

RAIMUNDO.––¿Vais a reñirla todavía?

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TIBALDo––El más honrado y guapo mozo deeste país, con quien nadie osara compararse, teofrece corazón y mano, te corteja tres años hacon discreción y ternura, y tú sólo le corres-pondes con desvíos y frialdad. Ni atrajo nuncatu sonrisa ninguno de nuestros pastores. ¡Pa-rece imposible!... ¡Joven como eres!... ¡En laprimavera de tu vida! ¡Cuando la esperanzasonríe!... ¡Cuando se abre la flor de tu belleza!...¡En vano me fue dado esperar verla salir de sucapullo, y convertirse en fruto de oro!... ¡Ah, noquiero ocultarlo!... Esto me aflige; me parece unfatal error de la naturaleza. No gusto yo de ta-les corazones... ¡fríos... austeros!... ¡cerrados a ladicha en la feliz edad en que los sentimientossólo piden expansión!

RAIMUNDO.––Dejadla, padre, dejadla obrarcomo le plazca. El amor de mi noble Juana esaugusta y casta flor del cielo, y sólo lenta y si-lenciosamente deben madurar tales tesoros. Lajuventud necesita del aire libre y puro de lasmontañas. No se atreve a bajar de las alturas

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donde habita, a nuestras estrechas casas dondemoran los mezquinos cuidados. Muchas vecesdel fondo de los valles la contemplo con mudaadIriración, cuando se me aparece bella y ma-jestuosa en el pico de algún monte, rodeada desus rebaños y fijja la vista en el suelo. En ocasio-nes creo ver en ella algo sobrehumano, y mepregunto si será por ventura esta niña, hija deotros siglos.

TIBALDO––Esto es precisamente lo que nopuedo sufrir. Huye del trato de sus hermanas, ysólo se complace en andar errante por las cimasdesiertas, sin que el canto del gallo la haya sor-prendido nunca en sus correrías. En las medro-sas horas en que el hombre busca para serenar-se la compañía de sus semejantes, ella, comoave nocturna, vuela a sumergirse en las som-bras de la noche, recorre las encrucijadas yhabla misteriosamente con los vientos. ¿Por quéescogió este sitio para apacentar sus rebaños?La veo pasarse horas enteras sentada y pensati-va bajo el árbol druídico, bajo esta encina, a la

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que temen acercarse los dichosos. Porque esteasilo es reputado funesto, y de antiguo, desdelos tiempos del paganismo, se cree que fue mo-rada del espíritu malo. Los viejos cuentan deeste árbol espantosas leyendas... ; de sus hojasse escapan a veces extraños sonidos. ¿No vi yomismo, una tarde, al pasar cerca de aquí, una¡fantasma de mujer, a la sombra del árbol, unespectro envuelto en un sudario, que extendíahacia mí la descarnada mano, como llamándo-me? Tanto fue así, que eché a correr, encomen-dando el alma a Dios.

RAIMUNDO.––(Señalando la imagen de la capi-lla.) No, creedme; vuestra hija viene aquí, nopor obra del demonio, sino al sagrado influjode esta imagen que esparce en torno la paz delcielo.

TIBALDO.––No, no en vano se me aparece ensueños, que empiezan a darme inquietud. Tresveces la he soñado en Reims, sentada en el tro-no de nuestros reyes, ceñidas las sienes con unacorona en la que brillaban siete estrellas, y en la

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mano el cetro de donde salían, como del tallo,tres flores de lis, mientras que yo, su propiopadre, sus hermanas, y todos los príncipes,condes y obispos, todos, hasta el mismo Rey,hincábamos la rodilla delante de ella. ¿Qué sig-nifica semejante esplendor en mi cabaña? ¿Quépuede ser sino presagio de profunda catástrofe?¿No es semejante sueño el símbolo de las vanasaspiraciones de su corazón? Se avergüenza dela oscuridad en que vive. La belleza que Dios leconcedió, los hechizos que le ha prodigado consus bendiciones, fomentan en su alma un senti-miento de culpable orgullo... y el orgullo fue lacausa de la caída de los ángeles... es el mediocon que el infierno se apodera de las almas.

RAIMUNDO.––¡Ella orgullosa, cuando no lahay más modesta! ¡Si la pobre se complace converdadera alegría en ser la sirvienta de sushermanas! Siendo la mejor dotada entre todas,se muestra al propio tiempo la más dócil y sesujeta gustosa a las más rudas faenas. Con suscuidados prosperan vuestros rebaños y vuestro

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cultivo; cuanto hace prospera de un modo in-decible, nunca visto.

TIBALDO.––En efecto: de un modo nuncavisto, y esto es lo que me espanta. No hablemosmás de ello; me callo; quiero callarme. No seréyo quien acuse a mi propia hija. No; quiero sóloexhortarla, rogar por ella, y exhortarla sobretodo. Aléjate de este árbol, renuncia a tu amorpor la soledad, cesa de escarbar la tierra a me-dia noche, en busca de raíces... déjate de com-poner brebajes, y de trazar signos misteriosossobre la mesa. Los malos espíritus viven junto ala superficie de la tierra, siempre alerta, y con elodio pegado al suelo. En cuanto se escarba unpoco, lo oyen en seguida. Consiente en no que-darte sola; .mira que en la soledad tentó Sa-tanás al mismo Dios del cielo.

ESCENA III

Dichos. BERTRÁN, con un yelmo en la mano.

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RAIMUNDO.––¡Chit!... ahí está Bertrán quevuelve de la ciudad... A ver qué nuevas trae.

BERTRÁN.––Os sorprende verme con estarara prenda en la mano, ¿verdad?

TIBALDO.––En efecto, decidnos cómo habéisadquirido ese yelmo... ¿por qué traéis a nues-tros tranquilos valles este signo de discordia?(JUANA, que durante las anteriores escenas habíapermanecido retirada a un lado, silenciosa y sintomar parte en la acción, se acerca y empieza a mos-trarse atenta.)

BERTRÁN.––Apenas sé yo mismo cómo haocurrido esto. Me hallaba en Vaucouleurs,donde fui a comprarme un equipo de guerra.Muchedumbre de gente se agolpaba en la plazadel mercado, porque acababan de llegar de Or-leáns bandadas de fugitivos trayendo malasnoticias de los sucesos. La población entera seagitaba fuera de sí. Como tratase de abrirmepaso entre la multitud, de repente se me acercauna gitana con este yelmo, y fijando en mí suspenetrantes ojos me dice: “Compañero, buscáis

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un yelmo, lo sé, necesitáis uno, tomad éste, oslo doy barato.” “A los soldados con él, le res-pondí; yo soy un labrador, y para nada me sir-ve.” Pero ella continuaba insistiendo. “Nadiepuede decir ahora para nada me sirve un yel-mo. Un abrigo de acero para la cabeza, valemás en nuestros tiempos que una casa de pie-dra.” Así me persiguió de calle en calle, forzán-dome a tomar el yelmo, que yo no quería, bienque me pareciera muy bello y reluciente, y dig-no de adornar la cabeza de un caballero. Ymientras seguía indeciso, y pesándole en lamano, y discurriendo sobre lo raro del caso,desapareció la gitana, arrebatada por la multi-tud, y yo me quedé con la prenda.

JUANA.––(Con calor e intentando apoderarse delyelmo.) Dadme ese yelmo.

BERTRÁN. ¿Qué váis a hacer de él? No eséste, adorno propio de una doncella.

JUANA.––(Arrancándoselo de la mano.) Os digoque este yelmo es mío; que me pertenece...

TIBALDO. ¿Qué nuevo delirio la agita?

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RAIMUNDO.––Dejadla, padre. Ese aprestode guerra le corresponde, porque su pecho en-cierra un corazón varonil. ¿Olvidasteis cómodomeñó al guepardo furioso, azote de los corra-les, terror de los pastores? Sólo ella, la mucha-cha de corazón de león, osó medir sus fuerzascon aquella bestia feroz y arrancó de sus dien-tes la presa. Por valiente que sea el dueño delcasco, otro no podría hallarse más digno queJuana.

TIBALDO.(A BERTRÁN.) Hablad; ¿qué nue-vos desastres debéis anunciarnos? ¿qué os handicho los fugitivos?

BERTRÁN.––Dios salve al Rey y a este des-venturado país. Vencedor de dos batallas deci-sivas, el enemigo está en el corazón de Francia.Se han perdido todas las provincias hasta laorilla del Loira. Ahora concéntranse las fuerzasfrente a Orleáns. .

TIBALDO. Dios proteja al Rey.BERTRÁN.––En todas partes se hacen gran-

des aprestos. Como en el verano el espeso en-

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jambre de abejas en torno de la colmena, comonubes de langostas que oscurecen el sol y cu-bren la campiña por millares, se arroja a lasllanuras de Orleáns confusa bandada de pue-blos diversos, y suena en el campamento unamezcla ininteligible de todas las lenguas. Allí elBorgoñón ha juntado sus ejércitos con los delpaís de Liège y Namur, y con los del Luxem-burgo y Brabante. Allí están los de Gante, quese pavonean ornados de seda y terciopelo, y losde Zelandia, cuyas ciudades se elevan a orillasdel mar, blancas y limpias, y los holandeses,buenos vaqueros, y los hijos de Utrech y los deFrisia que mira al polo, todos adictos a la ban-dera del victorioso Borgoñón, todos decididos asometer a Orleáns.

TIBALDO––¡Oh! ¡lamentable discordia quevuelve contra Francia las propias armas deFrancia!

BERTRÁN.––También a ella, la reina, la altivaIsabel, princesa de Baviera, se la ve revestida desu armadura, recorriendo el campamento a

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caballo, inflamando el odio de sus tropas conenvenenadas frases contra el hijo que llevó ensu seno.

TIBALDO.––Maldita sea; y así Dios la reservela suerte de Jezabel.

BERTRÁN.––El temible Salisbury dirige elasalto. Combaten a su lado Lionel y Talbot,cuya mortífera espada siega los pueblos en elcampo de batalla. Estos hombres juraron en suarrogancia entregar a la deshonra a todas lasdoncellas, y matar a cuantos les resistan. Cua-tro fortalezas, obra suya, amenazan la ciudad.En lo alto de una de estas atalayas la miradasanguinaria de Salisbury se cierne sobre la po-blación, y cuentan los transeúntes que acele-rando el paso se aventuran a atravesar las ca-lles. Ya se hundieron a balazos las iglesias y elmajestuoso campanario de Nuestra Señora.Han minado también la ciudad que se agitadesesperada sobre estos volcanes del infierno,amenazada a cada instante de quedar reducida

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a cenizas con tonante explosión. (JUANA escu-cha con ansia creciente, y se cubre con el yelmo.)

TIBALDO. ¿Pero dónde están las espadas deFrancia, Xantrailles y La Hire? ¿Dónde está elheroico bastardo, escudo de la patria, pues pu-do el enemigo triunfante avanzar de tal suerte?¿Qué hace el Rey? ¿Presencia indiferente lascalamidades que agobian a su pueblo, y la rui-na de las provincias?

BERTRÁN.––El Rey ha establecido la corte enChinon. Sin hombres, ni posibilidad de sostenerla campaña, ¿para qué sirve el valor de los jefes,el esfuerzo del héroe, si el miedo paraliza lastropas? Porque el terror ¡parece castigo del cie-lo! se apodera de los más valientes. En vana losjefes les ordenan que se pongan en pie de gue-rra. Como se estrechan las ovejas, tímidas y re-celosas al aullido del lobo, los franceses, olvi-dados de su antigua gloria, se apresuran a re-fugiarse en sus fortalezas. Sólo uno, a lo que sedice, ha logrado reunir unos pocos combatien-

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tes, y marcha a la vanguardia de la corte condiez y seis compañías.

JUANA.––(Con viveza.) ¿Su nombre?BERTRÁN.––Baudricourt. Mas por desgracia

desconfían todos de que logre burlar al enemi-go que con dos ejércitos le persigue encarniza-do.

JUANA. ¿Dónde hallarle? ¿Lo sabéis? Si losabéis, decídmelo.

BERTRÁN.––Acampó a cosa de media jorna-da de Vaucouleurs.

TIBALDO.––(A JUANA.) ¿Y a tí qué te impor-ta? ¿Por qué enterarte de lo que no te atañe,muchacha?

BERTRÁN.––En presencia del omnipotenteenemigo, y desesperados de recibir del Reyauxilio alguno, han resuelto todos en Vaucou-leurs pasarse al Borgoñón; único medio de es-capar al yugo extranjero y conservar la antiguadinastía. Quizá correrían el albur de caer denuevo bajo su poder, si Francia y Borgoña lo-graran entenderse.

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JUANA.––(Como inspirada.) ¡Nunca! ¡No cabetrato alguno, no hay transacción posible, arran-cada a la flaqueza! El salvador se acerca y estáarmándose para el combate. Enfrente de Or-leáns va a palidecer la estrella del enemigo. Seha colmado la medida. El trigo está ya en sazónpara la siega. Ved cómo llega la doncella quesegará la yerba de su orgullo, y desde el fir-mamento a donde lo alzaron, lo precipitará enel abismo. ¡No vaciléis! ¡no huyáis! porque an-tes que amaríllee la espiga, antes que pase laluna, los caballos de Inglaterra habrán cesadode abrevarse en la límpida corriente del Loira.

BERTRÁN.––Pasó por desgracia el, tiempo delos milagros.

JUANA. Dios permitirá que vuelva. Blancapaloma alzará el vuelo, y como el águila audazcaerá sobre los buitres que despedazan la pa-tria. Ha de acabar con el altivo Borgoñón y susfatales traiciones, aterrando a Talbot, el de loscien brazos, y al sacrílego Salisbury, y echarápor delante como rebaño los feroces isleños.

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Con ella estará el Señor, el Dios de los ejércitos,que elegirá para mostrarse la más tímida de suscriaturas, y se glorificará en una flaca doncella,porque Él es todopoderoso.

TIBALDO.––¡Qué demonio inspira a mi hija!RAIMUNDO––El yelmo será, cuyo bélico in-

flujo la penetra. ¡Mirad cómo le chispean losojos y se tiñen de púrpura sus mejillas!

JUANA.––¡Pues qué!... ¿Se desplomará estereino? ¡Pues qué! ¿el país de la gloria, el másbello que alumbra el sol, el paraíso terrestre queDios ama, soportará las cadenas del extranjero?No; aquí se estrelló el poderío de los gentiles;aquí se elevó la primera cruz, el signo de laredención; aquí reposan las cenizas de SanLuis; de aquí partieron los conquistadores deJerusalén.

BERTRÁN.––(Entupefacto.) ¿Pero no oís?¿quién inspira tales palabras? Arco, Dios oshizo padre de una mujer predestinada.

JUANA.––¿Así perderíamos para siempre anuestros reyes? ¿la nación, su soberano? El Rey

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desaparecería del haz de la tierra, é1 que nopuede morir, él que protege el fecundo arado,él que da libertad a los siervos y agrupa loslugares en torno de su trono; él, providencia delos débiles, terror de los malos, sin envidia,porque es el más grande de todos, ángel demisericordia en esta tierra, presa de las malaspasiones. Porque el trono de los reyes refulgen-te de oro, es el albergue tutelar de los desampa-rados. Siéntanse a un lado y otro el poder y lacaridad. El culpable se acerca á él tembloroso, yel inocente, confiado, y su mano juguetea conlas crines del león extendido en aquellas gra-das. ¡Un rey extranjero! ¡Un amo venido defuera! ¿Pero cómo podría amar este suelo, si nodescansan aquí los huesos de sus mayores?¿Podrá llamarse nunca nuestro padre quien nocreció junto con nuestros mancebos, quien nosiente vibrar sus entrañas a nuestra voz?.

TIBALDO.––Dios proteja a Francia y al Rey.Cuanto a nosotros pacíficos labradores, igno-ramos el arte de manejar la espada y de domar

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un caballo, ni que fuera un palafrén; tratemos,pues, de resignarnos en silencio con la suerteque nos depare la victoria. El éxito de las bata-llas es sentencia de Dios. Para nosotros no haymás soberano que el ungido y coronado enReims. ¡A trabajar! ¡a trabajar! Cuidemos sólode lo que nos importa. Dejemos a los grandes ya los príncipes que se disputen la tierra. Porfortuna podemos presenciar indiferentes seme-jantes catástrofes, porque el suelo que cul-tivamos resiste a todo embate. Si la llama in-cendia las aldeas, ¡qué importa! nuestras frági-les cabañas se reconstruyen fácilmente; si loscascos de los caballos pisotean las mieses...,otras traerá la primavera. (Vanse todos exceptoJUANA.)

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ESCENA IV

JUANA, sola.

JUANA.––¡Adiós, montañas; adiós, pastos, yvosotros tranquilos valles, adiós! Ya nunca máshollará Juana vuestros senderos, Juana os dirigesu eterno adiós. ¡Prados que yo regaba, árbolesque planté, seguid reverdeciendo! ¡adiós, gru-tas sonoras y frescos manantiales! ¡Eco, dulcevoz de este valle, que tantas veces respondiste amis cantos, Juana se aleja... para siempre!

Para siempre os dejo, ¡oh lugares, que fuisteistestigos de mis inocentes dichas! Id y dispersa-os por la llanura, ovejas mías; dispersaos,abandonados rebaños; otros rebaños me recla-man ahora, y es fuerza que los conduzca através de los ensangrentados campos del peli-gro. Tal es la orden del Espíritu que me llama;no me atrae la vanidad, no obedezco a terrenoafecto.

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El Dios que se apareció a Moisés en las cimasdel Horeb y en la zarza ardiendo para mandar-le que resistiera a Faraón; el Dios que supo ar-mar en su defensa a un niño, al pastor Isaías, yse mostró siempre propicío a los pastores, estefue quien tre habló también bajo la copa de esteárbol, y me dijo:

“Ve a dar testimonio de mí en la tierra. Reves-tirás tus miembros de metal, y cubrirás de acerotu delicado pecho. Jamás arderá en tu pecho lallama del amor humano, ni avivará en ti ilícitosdeseos, mas yo te haré ilustre en la guerra entrelas demás mujeres.

“Cuando los más valientes flaquean y van aconsumarse los destinos de Francia, pongo entus manos mi oriflama. Como el segador lasmieses, aterrarás a los vencedores y detendrás ala victoria; que te suscité para salvar a esta na-ción, para que libertes a Reims y corones a tuRey.”

Dios me debía una prenda de su predilección,y me envía este yelmo que comunica a mi cuer-

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po fuerza sobrenatural, e infunde en mis venasel fuego sagrado de los ángeles. Siento que meimpele, que me arrebata al combate con la im-petuosidad del torbellino. ¡A las armas! ¡El cor-cel se encabrita!... ¡resuena el clarín!

ACTO I

La corte del rey Carlos en Chinon.

ESCENA PRIMERA

DUNOIS y DUCHATEL.

DUNOIS.––No; ya no quiero soportar más.Abandono al Rey que así se entrega cobarde-mente a la molicie. Mi corazón mana sangre,mis ojos lloran sangre, al ver cómo unos cuan-tos bandidos se reparten la patria, y las anti-guas ciudades que envejecieron bajo la monar-quía, entregan al enemigo las enmohecidas lla-ves. Y entre tanto, perdemos aquí en fútiles

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devaneos un tiempo precioso para la defensa.Al rumor de que Orleáns está amenazada, acu-do de un rincón de Normandía creído de quehallaré al Rey a la cabeza de su ejército, y lesorprendo entre juglares y trovadores, ocupadoen descifrar charadas y en festejar a su amiga.¡Ni más ni menos que si reinara la paz! El con-destable se retira disgustado de tales miserias.Yo hago lo propio, y le abandono a su malasuerte.

DUCHATEL.––¡El Rey!

ESCENA II

Dichos. El rey CARLOS.

CARLOS––El condestable me devuelve suespada y abandona mi servicio. ¡Alabado seaDios! Así nos vemos libres de un malcontento,que con su carácter arisco y dominante enojabaa todos.

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DUNOIS.––Mucho vale un hombre en las ac-tuales circunstancias. Yo no me resigno tanfácilmente a perderle.

CARLOS.––Hablas sin duda por afán de con-tradecir. Mientras estuvo aquí no le tuviste cier-tamente por amigo.

DUNOIS.––Convengo en que era loco, orgu-lloso, majadero, insoportable, que no acababanunca, pero esta vez al menos estuvo oportunodejando su puesto, cuando ya no podía perma-necer en él con honor.

CARLOS.––Observo que estás hoy de mal ta-lante, amigo, y no seré yo quien te distraiga. ––Duchatel, han llegado algunos emisarios delanciano rey René, que dicen ser muy famosos ymaestros en el arte del canto. Cuida de que se-an tratados como merecen. Déseles a cada unouna cadena de oro. (A DUNOIS.) ¿Por quésonríes?

DUNOIS.––Me gusta oir cómo tu boca prodi-ga las cadenas de oro.

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DUCHATEL.––Señor, ya no hay dinero en lasarcas.

CARLOS.––A ti, amigo, te toca hallarlo. Nocreo que estos nobles cantores deban salir de micorte sin recompensa. Gracias a ellos florece elcetro del monarca. Sólo ellos saben entretejer enla estéril corona los verdes laureles. Iguales alos reyes, se construyen un trono con sólo dese-arlo, y su reino, aunque pacífico, no es pura-mente fantástico. He aquí por qué no ceden endignidad a los reyes; ambos habitan en las másaltas regiones.

DUCHATEL.––Señor, mientras no se agota-ron los recursos pude callarme, pero hoy lanecesidad me fuerza a hablar claro. Has de sa-ber que nada puedes dar, y que mañana te seráimposible subvenir a tus propias necesidades.Tu tesoro está exhausto. Las tropas no recibenla paga y murmuran y amenazan con la deser-ción. Apenas sé cómo atender a los gastos depalacio, y a tu subsistencia, no ya como corres-

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ponde a un príncipe, sino con lo estrictamentenecesario.

CARLOS.––Empeña mis derechos de sobera-no; pide prestado a los lombardos.

DUCHATEL.––Señor, todos tus derechos yrentas han sido empeñadas por tres años.

DUNOIS.––Y para entonces ya no existirán nila prenda ni el reino.

CARLOS ––Muchos y buenos estados nosquedan todavía.

DUNOIS.––Mientras así lo quiera Dios y laespada de Talbot. Porque en cuanto caiga Or-leáns, ya podrás irte con el buen René a apa-centar carneros.

CARLOS.––Sólo sabes esgrimir tu ingeniocontra ese buen príncipe, que aun hoy mismose porta conmigo como un rey.

DUNOIS.–– ¿Te regaló quizá su corona deNápoles? Dicen que está en venta desde que sefue a guardar rebaños.

CARLOS.––¡Pura chanza! ¡Gratos pasatiem-pos! Trata de establecer en medio de la realidad

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de nuestras bárbaras costumbres; una sociedadinocente y candorosa. Ocultan, sin embargo,sus planes cierta intención magnánima y propiade un rey: renovar la bella edad pasada, en quereinaba la dulce poesía y el amor hacia héroes,y nobles damas de exquisito gusto y peregrinoingenio se erigían en tribunal de la belleza. ¡Fe-liz edad de oro que ha elegido el alegre ancia-no, ocupado en edificar sobre la tierra la celes-tial ciudad que florece en los cantos del pasado!Con sus auspicios se congregó la corte de amordonde deben acudir los caballeros, y en la cualfiguran castas matronas, y va a ronacer la poes-ía. A mí me nombró príncipe del amor.

DUNOIS.––No soy de los que quisieran aca-bar con su poder. Hijo soy del amor; le debo minombre. Todo mi patrimonio se halla en sureino. Mi padre fue el Duque de Orleáns aquien resistieron pocas mujeres, pero tambiénpocos castillos, ¡príncipe del amor! Si quieresllevar con dignidad semejante título, muéstrateel más valiente entre los valientes, pues si

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hemos de creer lo que dicen algunos libros vie-jos, el amor en aquellos tiempos no existía sinalgunas virtudes caballerescas, y héroes. y nopastores fueron los que formaban la Tabla Re-donda. Quien no sabe defender la belleza, nomerece su codiciado premio. Aquí está la liza;tira de la espada en defensa del honor de tusnobles damas, de tu patrimonio y tu corona.Cuando la hayas sacado del torrente de sangreenemiga, entonces será ocasión de ceñir tu fren-te con las guirnaldas del amor, y sentarán bienen el príncipe tales honores.

CARLOS.––(A un paje .que sale.) ¿Qué hay?EL PAJE.––Los consejeros de Orleáns solici-

tan audiencia.CARLOS.––Que entren. (El paje se va.) ¡Aún

vendrán a pedirme recursos, cuando yo mismoando tan necesitado de ellos!

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ESCENA III

Dichos. Tres CONSEJEROS.

CARLOS.––Bien venidos seáis, fieles vasallosmíos. ¿Cómo se porta mi leal ciudad de Or-leáns? ¿Sigue resistiendo al sitiador con suacostumbrada intrepidez?

EL CONSEJERO.––¡Ah! señor, crece el peligropor instantes. La ciudad está próxima a sucum-bir. Destruidas las obras exteriores, el enemigoavanza a cada nuevo asalto. Las murallas sehallan desprovistas de combatientes, porquenos vemos forzados a practicar desesperadassalidas, y pocos son los que vuelven una vezpasaron las puertas. A cuantas plagas nos ago-bian, se añade ahora el hambre. En tan su-premo trance el conde de Rochepierre, que di-rige la defensa, pactó con el enemigo, que sidentro de doce días no recibía el oportuno so-corro, se rendiría la ciudad. (DUNOIS hace ungesto de cólera.)

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CARLos.––El plazo me parece muy breve.EL CONSEJERO.––Ahora, señor, acudimos a

ti, escoltados por el enemigo, para suplicarte tecompadezcas de la ciudad, pues si no la so-corres, se rendirá en cuanto se cumplan los do-ce días.

DUNOIS—¡Cómo! ¿Xaintrailles podrá apro-bar un tratado tan vergonzoso?

EL CONSEJERO.––Él, no, monseñor; mien-tras vivió, no se habló nunca de paz ni de sumi-sión.

DUNOIS. ¿Entonces ha muerto Xaintrailles?EL CONSEJERO.––Sucumbió el héroe en

nuestros muros, defendiendo la causa de surey.

CARLOS.––¡Muerto Xaintrailles! ¡Con élpierdo un ejército! (Sale un caballero y habla aloído de DUNOIS, que queda estupefacto.)

DUNOIS––Este golpe nos faltaba.CARLOS.––Veamos. ¿Hay más?DUNOIS––Un mensaje del conde Douglas.

Los escoceses se insurreccionaron con abando-

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nar sus puestos si no reciben hoy mismo susatrasos.

CARLOS.––¡Duchatel!DUCHATEL.––(Encogiéndose de hombros.) Se-

ñor, no sé qué decir.CARLOS.––Promete, empeña cuanto tengas...

la mitad de mi reino.DUCHATEL.––Vanos recursos, empleados ya

con harta frecuencia.CARLOS.––¡Mis mejores tropas! No; no con-

viene que me abandonen ahora los escoceses;de ningún modo.

EL CONSEJERO—(Hincando la rodilla.) Señor,socórrenos. Atiende a nuestra angustiosa situa-ción.

CARLOS.––(Desesperado.) ¿Pero acaso puedoyo hacer que broten ejércitos de una patada?¿Puedo hacer que nazca un campo de trigo enla palma de la mano? Hacedme pedazos; arran-cadme el corazón y repartidlo en vez de dinero.Puedo daros mi sangre, pero no oro, no solda-

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dos. (Ve salir a INÉS y va a su encuentro con losbrazos abiertos.)

ESCENA IV

Dichos. INÉS SOREL trayendo un cofrecillo.

CARLOS.––Inés mía, vida mía, ven a sacarmede la desesperación. Deja que te vea y me refu-gie en tus brazos. Mientras te posea a ti, nadahabré perdido.

INÉS.––¡Mi señor! (Mirando en torno suyocon recelo.) ¿Será verdad, Dunois?.. ¿Duchatel?

DUCHATEL.––¡Ay de mí!INÉS.––¿Hemos llegado ya al extremo, de

que las tropas no reciban su paga y quierandesertar?

DUCHATEL.––¡Por desgracia, es cierto!INÉS.––(Obligándole a tomar el cofrecillo.) Ahí

tenéis joyas, dinero, fundid mi rica vajilla, ven-ded, empeñad mis castillos, mis dominios deProvenza. Convertidlo todo en dinero para sa-

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tisfacer a las tropas. Daos prisa, vaya; no per-damos tiempo. (Le insta a que salga.)

CARLOS.––¿Qué dices a esto, Duchatel?¿Qué dices a esto, Dunois? ¿Aún llamaréis po-bre a quien posee esta perla de las mujeres? Tannoble como yo, de sangre tan pura como la delos Valois, honra sería del primer trono de latierra, si no los desdeñara. De mí sólo quiere miamor. Una flor de invierno, una fruta rara, talesson los únicos regalos que me permite. Y estamujer que no acepta ningún sacrificio, se mues-tra solícita en colmarme de ellos. ¡Oh! ¡corazónmagnánimo, que arriesga sus riquezas y tesoroscuando me ve en la desgracia!

DUNOIS.––Sí; es una loca como tú. Lo quehace es dar pábulo a las llamas, o empeñarse enllenar el tonel de las Danaides. No te salvará yse perderá contigo.

INÉS.––No le creas. Veinte veces arriesgó suvida por ti, y ahora me quiere mal porque tedoy mi dinero. ¿Te habré sacrificado por ventu-ra cuanto poseo, cuanto vale más que el oro y

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las perlas, para no compartir contigo mi dicha?Ven, ¡prescindamos de toda pompa inútil, ypermite que te de un ejemplo de abnegación!Convierte la corte en un campamento, en hierroel oro, arroja resueltamente por tu corona cuan-to poseas. Ven, ven; compartiremos los peligrosy las privaciones. Ensillemos nuestros caballosde batalla. Vibre el sol sus rayos sobre nuestrascorazas, tengamos por dosel las nubes, por al-mohada las piedras. Deja, que para soportarcon paciencia sus fatigas, le bastará al aguerri-do soldado ver que su Rey reclama también suparte en ellas.

CARLOS.––(Sonriendo.) Sí; ahora se cumple laprofecía de aquella monja extática de Clermont,que predijo que una mujer me daría la victoria,y reconquistaría para mí la corona de mis pa-dres. La buscaba en las filas de mis adversarios.Me empeñaba en creer que mi madre se recon-ciliaría conmigo. ¡Error!.... Hela aquí la heroínaque debe llevarme a Reims. Escrito estaba queal amor de mi Inés debería el triunfo.

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INÉS.––Al esfuerzo de tus soldados, lo de-berás.

CARLOS.––Haz cuenta que fío también mu-cho en las discordias de mis enemigos. Porquesi he de dar crédito a ciertos rumores, no sellevan bien como antes los soberbios lores deInglaterra y mi primo de Borgoña. Por eso en-vié a La Hire con encargo de traer a su antiguafe y obediencia, a nuestro irascible par. Leaguardo de un momento a otro.

DUCHATEL.––(Mirando por la ventana.) Él seapea en el patio del castillo.

CARLOS.––Bien venido sea. Vamos a saber aqué atenernos.

ESCENA V

Dichos. LA HIRE.CARLOS.––(Adelantándose a recibirle.) ¿Nos

traes alguna esperanza, La Hire? Dinos: ¿sí ono? ¿Qué debemos esperar?

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LA HiRE.––Nada, si no es de tu propia espa-da.

CARLOS.––¿Rehusa el orgulloso duque todareconciliación? Habla. ¿Cómo acogió el mensa-je?

LA HIRE––Antes que todo, antes de oir tusproposiciones, exige que le entregues a Ducha-tel, que tiene por matador de su padre.

CARLOS.––¿Y si consentimos en tan infamepacto?

LA HIRE.––Romperá en este caso la alianza,aún antes de que haya producido sus primerosefectos. .

CARLOS.––¿Pero le provocaste a desafío,citándole para el puente de Montereau, dondeespiró su padre?

LA HIRE.––Le arrojé tu guante diciéndoleque querías olvidar tu calidad, para batirte co-mo caballero por tu corona. A lo cual contestó:“No tengo por qué batirme por lo que ya poseo;si tanto desea tu amo esgrimir las armas, me

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verá mañana frente a Orleáns.” Y dicho esto,me volvió la espalda riéndose en son de fisga.

CARLOS. ¿Y no hubo nadie en el Parlamentoque hiciera oir la voz de la justicia?

LA HIRE.––La ahoga el odio de los partidos.El Parlamento te expulsa del trono, a ti y a tudescendencia.

DUNOIS.––¡Cobarde arrogancia del villano,convertido en señor!

CARLOS.––¿Nada intentaste para atraer a mimadre?

LA HIRE.––¿A tu madre?CARLOS.––Sí. ¿Te dio a entender algo?LA HIRE.––(Después de algunos instantes de re-

flexión.) Cuando llegué a Saint-Denis, se cele-braba la coronación del nuevo rey. Había quever a los parisienses, engalanados como parauna fiesta, y los arcos de triunfo en las calles,por donde pasaba el monarca inglés con suséquito. Las flores tapizaban el suelo. El pueblo,ebrio de alegría, se agolpaba junto a la carroza,

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ni más ni menos que si Francia hubiese ganadola más brillante victoria.

INÉS.––¡Ebrio de alegría el pueblo! Ebrio sinduda, de pisotear el corazón del mejor, del másclemente soberano.

LA HIRE.––Vi al joven Enrique Lancaster,sentado en el augusto trono de San Luis. Juntoa él sus tíos los altivos Bedfort y Glocester. ¡Y elduque Felipe hincaba la rodillla delante deaquel trono, y rendía pleito-homenaje en nom-bre de sus estados!

CARLOS.––¡Infame par!... ¡Indigno primo!LA HIRE.––El niño parecía turbado, y al subir

las primeras gradas, tropezó. ¡Mal presagio!murmuró el pueblo, y hubo un momento derisa. Entonces se adelantó la Reina, tu propiamadre, quien... no... horrible es decirlo...

CARLOS.––Prosigue...LA HIRE.––Quien cogió en brazos al niño y le

sentó en el mismo trono de tu padre.CARLOS.––¡Oh!... ¡madre mía!... ¡madre mía!

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LA HIRE.––Los mismos borgoñones, los fero-ces, los sanguinarios borgoñones, se han estre-mecido de vergüenza ante semejante espectácu-lo. Lo advierte ella y volviéndose al pueblo ex-clama en voz alta: “Franceses, agradecedmeque ingerte en el degenerado tronco nuevo yverde tallo. No quisiera el cielo que tengáis porsoberano al depravado hijo de un demente.” (ElRey se cubre el rostro con las manos. INÉS se lanzahacia él, y le abraza. Todos los presentes manifiestansu disgusto e indignación.)

DUNOIS.––¡Fiera! ¡Furia infernal!CARLOS.––(A los consejeros, después de una

pausa.) Lo habéis oído, señores. Daos prisa,pues; regresad a Orleáns y decid que redimo ala noble ciudad del juramento prestado. Decid-la que puede rendirse a Felipe para su seguri-dad. Le llaman el benigno. Esperamos que semostrará tal.

DUNOIS.––¡Cómo, señor!. ¿Abandonar a Or-leáns?

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EL CONSEJERO.––(Arrodillándose.) ¡Oh! ¡se-ñor! No nos retires tu auxilio. ¡No dejes quecaiga en poder de Inglaterra tu fiel ciudad! Ce-de a mi ruego. Es el más bello florón de tu co-rona, y no hubo otra que se mostrara más leal asus reyes, tus mayores.

DUNOIS. ¿Acaso hemos sido vencidos? ¿Po-demos desertar nuestros puestos sin descargarun solo golpe? Sin que haya corrido la sangretodavía, ¿pretendes por ventura arrancar delcorazón de la patria, su mejor fortaleza?

CARLOS.––Harto corrió la sangre y siempreinútilmente. El cielo está contra mí. Dondequiera que se presentan mis ejércitos son derro-tados. Me repudia el Parlamento, y tanto élcomo el pueblo acogen con alegría a mi adver-sario. Hasta mis parientes me abandonan y mehacen traición. Mi propia madre alienta al ex-tranjero y a los de su ralea. No queda otro re-curso que retirarnos a la otra orilla del Loira ysustraernos al poder de Dios, que combate porlos ingleses.

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INÉS.––¡Desesperar de nosotros mismos, yvolver la espalda a este reino! No. ¡Dios no loquiere!... No, no es propio tal designio de unánimo esforzado. Sin duda, la conducta infamede una madre desnaturalizada partió el co-razón de mi Rey, pero volverás en ti, Carlos, ycon varonil consejo harás frente al destino quete abruma.

CARLOS.––(Ensimismado y sombrío.) ¿Lo ne-garéis aún? Pesa la fatalidad sobre la raza delos Valois, raza maldecida de Dios. Los viciosde una madre criminal han desencadenado enesta casa las furias. Mi padre vivió veinte añosvíctima de la demencia; mis tres hermanos ma-yores murieron en la flor de su vida. ¡Ah! nohay duda; la dinastía de Carlos sexto debe pere-cer. Así lo ordena el cielo.

INÉS.––Mejor dirías que está destinada a re-juvenecer contigo. Recobra la confianza en tuspropias fuerzas que no en vano la muerte teperdonó entre tus hermanos para llamarte a tiel más joven, al honor inesperado de ocupar el

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trono. A la bondad de tu alma fio el cielo elremedio, que tarde o temprano cicatrizará lasheridas de este país, despedazado por el furorde las pasiones. Mi corazón me dice que has desofocar las llamas de la guerra civil y restable-cer la paz, fundando un nuevo reino en Francia.

CARLOS.––Deliras. Los tiempos de borrascay discordias reclaman más enérgico piloto.Quizá hubiese hecho feliz a una nación pacífica,mas nada puedo contra desencadenados furo-res, y renuncio a franquearme con la espada loscorazones que el odio me cierra.

INÉS.––El pueblo está ciego, víctima del en-gaño, pero bien pronto se desvanecerá su deli-rio. No está lejos el tiempo en que sienta reavi-varse su amor por la antigua dinastía, amorprofundamente arraigado en el corazón de losfranceses, y con él los odios y celos que separana ambos países. Llegará el momento en que supropia fortuna aterrará al arrogante vencedor.Cesa, pues, de empeñarte en desertar precipita-damente del campo de batalla, y pelea palmo a

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palmo y lucha por Orleáns como por tu vida.Húndanse antes los puentes que conducen a laotra orilla del Loira, tu laguna Estigia, la últimafrontera de tu reino.

CARLOS.––Hice ya cuanto pude. Quise re-conquistar mi corona batiéndome como caba-llero en singular combate, y mi enemigo rehusabatirse. ¿Iré a prodigar ahora la sangre de misvasallos y a ver cómo caen reducidas a polvomis fortalezas? ¿Acuchillaré, como mi despia-dada madre, al hijo de mis entrañas? No; pre-fiero que viva y renunciar a él.

DUNOIS.––¡Esto dice un rey, señor! ¿Asívende su corona? La patria lo es todo cuando laguerra civil enarbola su estandarte. El últimode sus hijos no vacila en sacrificarle sus bienes,su odio, su amor. El labrador deja el arado, lamujer el torno, niños y ancianos corren a lasarmas, el ciudadano incendia los fuertes de laciudad, y el campesino sus cosechas en tu dañoo en tu servicio. Llevados del impulso que atodos arrebata, nada les cuesta, nada economi-

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zan, nada excusan ni esperan que nada se ex-cuse con ellos, porque ha hablado el honor ycombaten por sus dioses, y por sus ídolos.¡Afuera, pues, femeniles escrúpulos que nosientan bien en el ánimo de un rey! Deja quesiga la guerra su camino de desastres. No erestú quien debe acusarse de haberla provocadocon ligereza. Es ley que un pueblo debe sabermorir por su soberano, y no creo que el francésquiera sustraerse a ella. ¡Vergüenza para la na-ción que regatea a su honor semejante sacrifi-cio!

CARLOS.––(A los consejeros.) No aguardéis demi otra resolución. Que Dios os guarde, seño-res. No puedo más.

DUNOIS. Puesto que es así, quiere el cieloque la victoria te vuelva la espalda, como tú altrono de tus mayores. Cedes tú a la flaqueza.Yo te abandono a mi vez. Tu propia pusilani-midad, y no la coalición de Borgoña a Inglate-rra, te arroja del trono. Antes los reyes de Fran-cia nacían héroes, pero tú, tú no tienes en las

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venas una sola gota de sangre generosa. (A losconsejeros) El Rey os despide. Yo voy con voso-tros a Orleáns. Es la patria de mi padre y quieroenterrarme en sus ruinas. (Intenta salir. INÉS ledetiene.)

INÉS.––(Al Rey.) ¡Oh!... ¡no permitas que sevaya enojado! Su lenguaje es rudo, pero su co-razón, puro como el oro. Te ama y mil veces diopor ti su sangre. Acercaos, Dunois, y confesadque en el arrebato de vuestra cólera os habéisexcedido un poco; y tú perdona a tan fiel amigola viveza de sus palabras. ¡Oh! venid; venid.Dejad que me apresure a reconciliaron antesque devore vuestros ánimos el fuego mortal,inextinguible, de la cólera. (DUNOIS clava lamirada en el Rey, como aguardando su respuesta.)

CARLOS.––(A DUCHATEL.) Pasaremos elrío. Ordenad al momento que embarquen miequipaje.

DUNOIS.––(A INÉS con sequedad.) Adiós. (Sevuelve y vase; los consejeros le siguen.)

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INÉS.––(Untando las manos con desesperación.)¡Dios mío! Si se va, estamos perdidos. La Híre,seguidle... tratad de calmar su enojo. (LA HIREse va.)

ESCENA VI

CARLOS. INÉS SOREL. DUCHATEL.

CARLOS.––No parece sino que la corona es elúnico bien de este mundo. ¿Será tan difícil se-pararse de ella? Algo más difícil me parece de-jarse gobernar por tales hombres arrogantes eimperiosos, y vivir por la gracia de tan orgullo-sos vasallos. Éste sí que es suplicio para un co-razón noble, suplicio más cruel, sin duda, queel infortunio: (A DUCHATEL, que parece aúnvacilante.) Ve; cumple mis órdenes.

DUCHATEL.––(Arrojándose a sus pies.) ¡Oh,señor!

CARLOS.––Ni una palabra más. Lo he resuel-to.

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DUCHATEL.––Firma la paz con el duque deBorgoña; ya que es tu única salvación.

CARLOS.––¿Y eres tú quien me la aconsejas,tú que debes pagarla con tu sangre?

DUCHATEL––Dispón de mi cabeza que tan-tas veces arriesgué por, ti en el campo de bata-lla y llegaré por ti al cadalso con gusto. Aplacala cólera del duque. No vaciles en entregarme aella. ¡Ojalá mi sangre apagara estos encarniza-dos odios!

CARLOS.––(Le contempla un inslante con emo-ción, sin decir palabra.) ¿Será verdad? ¿Tan gran-de es mi humillación, que ya mis amigos, losque me conocen, me indican para salvarme elcamino del oprobio? Sí; ahora comprendo cuánprofunda es mi caída. Nadie tiene fe en mihonor.

DUCHATEL.––Atiende...CARLOS.––¡Silencio!... No irrites más mi

cólera. Nunca jamás, aun cuando debiera re-nunciar a diez reinos, jamás consentiré en com-prar mi salvación con la vida de un amigo.

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Cumple mis órdenes. Haz que embarquen miequipo de guerra.

DUCHATEL. Obedezco. (Se va. INÉS SO-REL rompe a llorar.)

ESCENA VII

CARLOS. INÉS SOREL.

CARLOS.––(Tomándole la mano.) Enjuga tuslágrimas, Inés mía. Allende el Loira hay todavíauna Francia, y bogamos hacia más felices cli-mas. Sonríe allí un cielo sereno y sin nubes, estibio el ambiente, suaves las costumbres, y elamor, la vida, las canciones, reinan y florecenen aquella región.

INÉS. ¿Por qué vieron mis ojos la luz de estedía de calamidades v desgracia? ¡Desterrado elRey! ¡El hijo abandonando la casa de sus pa-dres, volviendo la espalda a su cuna! ¡Jamásvolveremos a hollarte con ligera planta, oh caropaís, que abandonamos para siempre!

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ESCENA VIII

Dichos. LA HIRE.

INÉS.––¿Volvéis solo?... ¿No le traéis? (Ob-servándole con más atención.) ¿Qué hay, La Hire?¿Qué es lo que leo en vuestra mirada? Un nue-vo desastre sin duda.

LA HIRE.––No. Agotada la suma de desgra-cias, reaparece un rayo de sol.

INÉS.––¡Cómo! ¡Explicaos!LA HIRE.––Manda que sean de nuevo llama-

dos los consejeros de Orleáns.CARLOS. ¿Por qué?... ¿Qué ocurre?LA HIRE.––Mandá que sean llamados. Tu

suerte ha mudado de aspecto. Acaba de ocurrirun encuentro entre ambos ejércitos, en el cualhas salido vencedor.

INÉS.––¡Vencedor!... ¡Grata musica del cielotrae a mis oídos esta palabra!

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CARLOS.––Sin duda te equivocas con unafalsa noticia. ¡Vencedor! No creo ya en la victo-ria.

LA HIRE.––Otros milagros te verás forzado acreer. Ahí viene el arzobispo que te trae a Du-nois.

INÉS.––¡Oh, delicada flor de la victoria!¡Cuán pronto produce sus divinos frutos, laconcordia y la paz!

ESCENA IX

Dichos. El ARZOBISPO DE REIMS. DUNOIS.DUCHATEL. RAOUL armado.

EL ARZOBISPO. –– (Conduciendo junto al Reya DUNOIS, e imponiendo en ambos las manos.)Abrazaos, príncipes, y callen desde ahora todoslos resentimientos. El cielo se pone de nuestraparte. (DUNOIS abraza al Rey.)

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CARLOS.––Sacadme pronto de la duda y lasorpresa.. ¿Qué significa este solemne cuidado?¿A qué prodigio se debe tan rápida mudanza?

EL ARZOBISPO––(Toma de la mano a RAOULy lo presenta al Rey.) Hablad.

RAOUL.––Habíamos armado los de Lorenadiez y seis compañías para acudir en tu soco-rro, eligiendo por jefe al caballero Baudricourtde Vaucouleurs. Llegados a las cimas de Ver-manton y cuando bajábamos a los valles queriega el Yonne, se presentó de súbito enfrentede nosotros el enemigo en la llanura. Volvimosla cabeza, y vimos también que a nuestra es-palda centelleaban sus armas. Dos ejércitos nosrodean sin dejarnos más esperanza que vencero morir. Flaqueaban ya los más valientes y es-taban a punto de rendirse nuestros soldados,mientras deliberaban en vano los jefes, cuando¡oh, inaudito milagro! sale de repente del bos-que una doncella, cubierta la cabeza de un cas-co, y parecida a la diosa de las batallas, terribley hermosa al par. Su cabellera caía en negras

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trenzas sobre los hombros, y apenas habló,iluminó la altura vivo resplandor que parecíavenido del cielo. “Franceses ––dice––, valientesfranceses, ¿por qué tembláis? ¡Sus al enemigo!Adelante, aunque fuera más numeroso que lasarenas del mar. Dios y la santa Virgen están convosotros.” Y esto diciendo, arranca el estan-darte de manos del que lo llevaba, con ánimoresuelto se pone a la cabeza de los batallones.Como cediendo a involuntario hechizo y mu-dos de sorpresa, corremos nosotros tras la ban-dera y quien la enarbola, y sin vacilar un punto,caemos sobre el enemigo. Sobrecogidos de es-tupor e inmóviles nuestros adversarios, perma-necen un instante deslumbrados por tal prodi-gio, y después, como aterrorizados ante el po-der divino, acuden a la fuga arrojando las ar-mas. El ejército entero se desbanda por la llanu-ra. Ni la voz del caudillo, ni el llamamiento delos jefes, nada les detiene. Muertos de miedo,sin volver siquiera la cabeza, hombres y caba-llos se precipitan a tumbos en el río, o se dejan

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degollar sin resistencia, y degenera, el combateen verdadera carnicería. Diez mil enemigosmueren en el campo de batalla, sin contar losque se ahogaron en el río, mientras ni uno solode nosotros recibió el más ligero rasguño.

CARLOS.––¡Esto es raro, vive Dios, y casi mi-lagroso!

INÉS––¿Y este prodigio, decís que lo realizóuna doncella? ¿De dónde venía? ¿Quién era?

RAOUL.––Sólo al Rey quiere revelarlo. Elladice que es una visionaria, una profetisa envia-da de Dios, y habla de libertar a Orleáns antesque pase la luna. El pueblo, henchido de fe ensu poder, se muestra ávido de combate. Sigueal ejército y se hallará aquí bien pronto. (Suenandentro campanas, y se oye ruido de armas.) ¿Oís elrumor de la multitud? ¿Oís las campanas? Esella. El pueblo saluda a la enviada de Dios.

CARLOS––(A DUCHATEL.) Que la traigan ami presencia. (Al ARZOBISPO.) ¿Qué debemospensar de semejante suceso? Una muchacha metrae la victoria, cuando ya sólo el poder de Dios

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podía salvarme. Decidnos, monseñor, si no esllegado el caso de creer en milagros.

ALGUNAS VOCES—(Dentro.) ¡Viva la donce-lla! ¡Viva quien nos ha salvado!

CARLOS.––Ya está aquí. Ven a ocupar mi si-tio, Dunois. Quiero poner a prueba a esta mu-jer, dotada del don de hacer milagros. Si es real-mente una enviada del cielo, y obedece a inspi-ración divina, reconocerá al Rey. (DUNOIS secoloca donde estaba el Rey, con INÉS SOREI a laizquierda. El ARZOBISPO con los demás, enfrentede ellos, dejando libre el centro de la escena.)

ESCENA X

Dichos. JUANA, seguida de algunos conseje-ros, y gran número de caballeros, que ocupan elfondo. Se adelanta con dignidad, y mira en tor-no suyo.

DUNOIS.––(Después de una pausa.) ¿Eres túdoncella predestinada?

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JUANA.––(interrumpiéndole, y mirándole conserenidad y altivez.) Bastardo de Orleáns, quierestentar sin duda a Dios. Levántate y deja estesitio que no te corresponde. Dios me envía aaquél, más grande que tú. (Se dirige resueltamen-te hacia el Rey, hinca en tierra una rodilla, y se le-vanta luego, retrocediendo un paso. Muestras degeneral asombro. DUNOIS se levanta. Se abren lasfilas para dejar libre el paso al Rey.)

CARLOS.––Si hoy me has visto por primeravez, ¿a quién debes tu ciencia?

JUANA.––Te he visto donde nadie te veía si-no Dios. (Acercándose al Rey y con misterio.) Po-cas noches ha ––recoge tus recuerdos–– cuandotodo dormía en torno tuyo, dejaste el lecho paradirigir a Dios ferviente plegaria. Haz que sal-gan todos, y te diré cuál era ésta.

CARLOS.––No tengo por qué ocultar a loshombres lo que confiaba a Dios en aquel mo-mento supremo. Si revelas mi oración, cesaréde dudar al instante de tu misión divina.

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JUANA.––Le pedías a Dios tres cosas. Estameatento. Primero le invocabas a fin de que teaceptara como víctima expiatoria, en lugar detu pueblo, y derramara sobre tu cabeza los te-soros de su cólera, en el caso en que algún cri-men cometido por tus mayores, e impune to-davía, o algún bien mal adquirido, fuera la cau-sa de esta lamentable guerra.

CARLOS.––(Retrocediendo de espanto.) ¿Peroquién eres tú, poderosa criatura? ¿De dóndevienes? (Asombro general.)

JUANA.––Luego dirigiste a Dios esta segun-da oración: “Si está decretado y es tu voluntad,¡Dios mío! que caiga de mis manos el cetro demi raza, y pierda cuanto poseyeron mis antepa-sados en este reino, sólo te pido que me dejestres cosas: una conciencia tranquila, el afecto demis amigos y el amor de mi Inés.” (El Rey ocultael rostro, deshecho en lágrimas. Movimiento de estu-por en los circunstantes. Pausa.) ¿Te diré ahoracuál fue tu tercer voto?

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CARLOS––Basta; creo en ti. Tu poder es so-brenatural, y Dios quien te envía.

EL ARZOBISPO.––Pero ¿quién eres tú, santahija del milagro? ¿Cuál fue el afortunado paísque te ha visto nacer? Habla: ¿quiénes son tuspadres, elegidos de Dios?

JUANA.––Juana es mi nombre, venerable se-ñor. Nací en tierra de mi Rey, en Domremy,diócesis de Toul. Soy la humilde hija de, unhumilde pastor, y pasé la infancia guardandolos ganados de mi padre. Oía sín embargohablar mucho de un pueblo de isleños, venidosa través del Océano, para esclavizarnos e im-ponernos por la fuerza un rey extranjero queFrancia no quería. Oí decir también, que la granciudad de París estaba ya en poder de ese pue-blo, que iba a conquistar el reino entero. Yorogaba a María, madre de Dios, que alejara denosotros el oprobio de la esclavitud y nos con-servara nuestro Rey. A la entrada de mi pueblonatal hay una imagen de la Virgen, muy visita-da por gran número de peregrinos, y junto a

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ella una vieja encina, famosa por sus milagros.A su sombra solía apacentar mis ganados, y mesentía atraída hacia aquel lugar. Cuando perdíaen la montaña uno de mis corderos, bastabaque me hubiese dormido a la sombra de la en-cina, para que le encontrara en seguida. Y ocu-rrió que una noche sentada debajo de aquelárbol, con piadoso recogimiento, y esforzándo-me en vencer el sueño, se me aparecio de re-pente la Virgen María, llevando en una manouna espada, y en la otra un estandarte, perovestida, como yo, de simple pastora, y dijo:“Soy yo, Juana, levántate y deja tus rebaños,que Dios te impone otros deberes. Toma ese es-tandarte, ciñe esa espada, extermina a los ene-migos de mi pueblo, conduce a Reims al hijo detu Rey y coloca en su cabeza la corona real.” Yyo le dije: “Pero ¿cómo voy a hacerlo, si soyuna débil mujer, ignorante del arte de la gue-rra?” Y ella me dijo: “Nada es imposible a lacasta virgen que sabe resistir al amor terreno;toma ejemplo de mí, que soy también una sim-

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ple virgen como tú y di a luz a Dios NuestroSeñor y participo de la divinidad.” Diciendoesto, tocó mis párpados, y ví cubrirse de ánge-les el cielo, y llevaban en las manos flores de lis,y al son de melodiosa música se esparcieronpor los aires. Por tres noches consecutivas labienaventurada María se me apareció así y medijo: “Juana, levántate, que el Señor te llama aotros deberes.Y cuando llegó la tercera noche,su mirada era severa, y me reprendió diciendo:“El deber primero de la mujer en la tierra es laobediencia, y la resignación su ley, porque obe-deciendo se purifica. Quien habrá obedecido enla tierra, será grande en el cielo.” Diciendo estose despojó de sus vestiduras; y ví a la Reina delcielo en todo el esplendor de su gloria, y lenta-mente envuelta en nubes de oro, fue arrebatadaa la celestial región de los éxtasis, donde des-apareció. (Emoción general. INÉS, deshecha enlágrimas, oculta el rastro en brazos del Rey.)

EL ARZOBISPO.––(Después de larga pausa.) Enpresencia de semejante testimonio de la gracia

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divina, deben callar las dudas de la humanarazón. Esta niña atestigua sus palabras con susactos. Sólo Dios puede realizar tales milagros.

DUNOIS.––Su mirada, el suave candor de surostro, y no estos milagros, me persuaden acreerla.

CARLOS.––¿,Merecía yo, miserable pecador,esta gracia?... ¡Oh! Tú cuya mirada infalible leeen los corazones, bien ves la humildad en elfondo del mío.

JUANA.––La humildad de los grandes com-place al cielo. Te humillaste, y Dios te exalta.

CARLOS.––¿Podré, pues, hacer frente a misenemigos?

JUANA.––Te prometo poner a tus plantas aFrancia sumisa.

CARLOS.––¿Y dices que Orleáns no se ren-dirá?

JUANA.––Antes verás al Loira refluir hacia lafuente.

CARLOS.––¿Y entraré triunfante en Reims?

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JUANA. Yo te llevaré a Reims, aunque sea através de mil peligros. (Todos los caballeros sien-ten reanimarse su bélico ardor, y blanden lanzas yescudos.)

DUNOIS.––Marcha a la cabeza de nuestroejército; donde quiera que nos conduzca la ce-lestial doncella, allí la seguiremos ciegamente.Diríjanos su profética mirada, que yo me en-cargo de protegerla.

LA HIRE.––Levántese contra nosotros elmundo entero. Nada tememos mientras ellanos guía. El Dios de la victoria va con ella.¡Guerra! Que su potente mano nos dirija. (Loscaballeros hacen chocar las armas de golpe y se ade-lantan.)

CARLOS.––Sí, santa doncella, manda misejércitos y a mis jefes. Esta espada soberana queen momento de enojo me devolvió el condesta-ble, halló una enano más digna que la suya.Tómala y marchemos...

JUANA: Detente, noble delfín. No es esta laque dará la victoria a mi señor, no; sé otra con

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la cual venceré. Quiero designártela, según lasórdenes que recibí del Altísimo, para, quemandes por ella.

CARLOS:––Habla, Juana. ¿Qué debe hacerse?JUANA.––Envía a la vieja ciudad de Fierbois,

y al subterráneo que hay en el cementerio deSanta Catalina, donde se guardan a montonesmanojos de armas, botín de antiguas victorias.Allí se hallará la que debo llevar, reconociblepor las tres flores de lis, grabadas en oro en lafloja. Manda por ella. Con ella vencerás.

CARLOS.––Irán por ella, y se hará como di-ces.

JUANA.––Que me traigan también una ban-dera blanca, festonada de púrpura; pues conesta bandera se me apareció la Madre de Dios.En sus pliegues se halla representada la Reinade los cielos, con el niño Jesús en los brazos, ycerniéndose sobre la tierra.

CARLOS.––Se hará como dices.

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JUANA.––(Al ARZOBISPO.) Ahora, venera-ble prelado, imponedme las manos y bendecida vuestra humilde hija. (Se arrodilla.)

EL ARZOBISPO.––No; no has venido aquí arecibir, sino a repartir bendiciones. Ve, Juana.Fuerza sobrenatural te anima, y nosotros, por elcontrario, somos indignos pecadores. (JUANAse levanta.)

UN ESCUDERO.––Acaba de llegar un heral-do del jefe del ejército inglés.

JUANA.––Que entre; Dios le envía (El Reyhace una señal y el escudero se va.)

ESCENA XI

Dichos. El HERALDO.

CARLOS. ¿Qué vienes a anunciarnos, heral-do?... Dinos tu mensaje.

EL HERALDO. ¿Quién de vosotros habla ennombre de Carlos de Valois, conde de Pont-hieu?

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DUNOIS.––¡Vil miserable!... ¡Infame bellaco!¿Cómo te atreves a renegar del Rey de Franciaen sus propios dominios? Da gracias a Dios deque tu armadura te proteja, sino...

EL HERALDO.––Francia sólo reconoce unrey, y éste se halla en el campamento inglés.

CARLOS.––Calma, primo. Y tú, heraldo, di-nos tu mensaje.

EL HERALDO.––Mi noble jefe, deplorando ala vez la sangre vertida y la que debe verterse,y antes de desenvainar la espada y que su-cumba Orleáns, viene a proponerte la reconci-liación.

CARLOS.––Oigamos.JUANA.––(Adelantándose.) Permíteme, señor,

que hable en tu lugar al heraldo.CARLOS.––Como quieras. A ti te correspon-

de decidir entre la paz y la guerra.JUANA.––(Al HERALDO.) ¿Quién te envía y

habla por tu boca?EL HERALDO.––El jefe del ejército inglés, el

conde Salisbury.

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JUANA.––Heraldo, mientes; Salisbury nohabla ya, porque sólo hablan los vivos, no losmuertos.

EL HERALDO.––Juro que mi jefe vive y sehalla robusto y en salud, y dispuesto a perderosa todos.

JUANA.––Vivía aún a tu partida, pero estamañana, como se asomara a la torre de Tourne-lles, cayó muerto de un tiro del enemigo. Son-ríes porque te anuncio lo que ocurrió lejos deaquí, y antes crees a tus ojos que a mis palabras,pero cuenta que a tu regreso has de encontrartecon su entierro. Ahora, veamos tu mensaje.

EL HERALDO.––Puesto que nada se te ocul-ta, sin duda lo sabes antes que yo lo diga.

JUANA.––Poco me importa, pero te diré a mivez el mío, que puedes repetir a tus príncipes:Rey de Inglaterra, y vosotros, duques de Bed-fort y de Glocester, que os habéis apoderado deeste reino, dad cuenta a Dios de tanta sangrevertida. Apresuraos a entregar las llaves decuantas ciudades ocupáis por la fuerza, contra

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el derecho divino. Ved que llega la doncellaenviada de Dios, y os ofrece la paz o la guerra.Elegid, porque os digo que el Hijo de María nocreó para vosotros la hermosa Francia, sinopara Carlos; mi señor delfín, a quien Dios lacedió para siempre, y ha de entrar como rey enParís acompañado de sus nobles., Ahora,heraldo, parte diligente, pues antes de que lle-gues al campamento con tu mensaje, estará allíla doncella tremolando en los muros de Orleánssu triunfante bandera. (Se va. Todo se conmueveen torno suyo. Cae el telón.)

ACTO II

Sitio rodeado de peñascos.

ESCENA PRIMERA

TALBOT y LIONEL, jefes ingleses. FELIPEDE BORGOÑA. El caballero FALSTOLF y

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CHATILLON. Junto a ellos algunos soldadoscon banderas.

TALBOT.––Aquí, entre estas rocas, podemosacampar y hacer alto un instante, con tal quelogremos replegar las fugitivas tropas que hadispersado repentino terror. Ocupad vosotrosla altura y estad alerta. La noche al menos noslibra del enemigo y no debemos temer ningunasorpresa; porque no tienen alas que sepamos.Conviene, sin embargo, redoblar nuestra vigi-lancia. Es gente que no se duerme en las pajas,y no hay que olvidar que fuimos vencidos. (Elcaballero FALSTOLF Se retira y los soldados lesiguien.)

LIONEL.––¡Vencidos! general... ¡Ah! No re-pitáis esta palabra, porque todavía no he cesa-do de preguntarme si es realmente cierto quelos franceses hayan visto huir a los ingleses a susola presencia. ¡Orleáns! ¡Orleáns! ¡Tumba denuestra gloria! ¡En tus campiñas se hundió elhonor de Inglaterra! Derrota vergonzosa y ridí-

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cula. ¿Quién con el tiempo querrá creerlo? Ver-se arrojados por una mujer, los vencedores dePoitiers, de Crecy, de Azincourt.

FELIPE.––Consolémonos pensando que fui-mos vencidos por el demonio, no por los hom-bres.

TALBOT.––Sí, por el demonio de nuestra ne-cedad. ¡Bueno fuera que los príncipes se deja-ran amedrentar por este espantajo del vulgo!Mala capa es la superstición para encubrirvuestra cobardía; pues si no me engaño, vues-tras tropas fueron las primeras en desbandarse.

FELIPE.––Nadie se contuvo... Todos huyerona la vez.

TALBOT.––No, monseñor; la fuga empezó enel ala que formaba vuestra gente, y vos mismocorristeis a nosotros gritando que se había des-encadenado el infierno y que Satanás combatíapor los franceses. Así introdujisteis el desordenen nuestras filas.

LIONEL.––Esto sí que no lo negaréis. Vues-tras tropas fueron las primeras en huir.

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FELIPE.––Porque fueron las primeras en re-sistir al empuje del contrario.

TALBOT.––La doncella conocía que aquél erael punto débil de nuestro campamento, y sabíadónde hallar el miedo.

FELIPE. ¿Es decir que pretendéis hacer res-ponsable a Borgoña de los desastres de la jor-nada?

LIONEL.––Si hubiésemos sido todos ingleses,sólo ingleses, no perdíamos Orleáns.

FELIPE.––Claro que no, porque nunca lohubierais poseído. ¿Quién os abrió camino has-ta el corazón del reino? ¿Quién os tendió lamano cuando arribasteis a la playa enemiga?¿Quién coronó a Enrique en París y sometió asu obediencia a los franceses? Vive Dios, a nobaberos llevado a París el esfuerzo de mi brazo,corríais el albur de no ver en la vida el humo delas chimeneas francesas.

LIONEL.––Si se venciera con pomposas pala-bras, no dudo, duque, que os bastáis para con-quistar Francia entera.

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FELIPE. Como os contraría la pérdida de Or-leáns, queréis ahora verter sobre mí, vuestroaliado, la hiel de vuestra cólera. Mejor sería talvez que meditarais en las causas de semejantepérdida. Orleáns iba a rendírseme, y vuestraenvidia lo impidió.

TALBOT.––¿Acaso creéis que vinimos a si-tiarla por afecto a vos?

FELIPE.––¿Y qué sería de vosotros si os reti-rara mi auxilio?

LIONEL.––No habíamos de pasarlo peor queen Azincourt, donde hicimos frente a vos y aFrancia entera.

FELIPE.––Lo cual no ha impedido que com-prendierais la utilidad de nuestra alianza, y queel lugarteniente del reino la haya pagado hartocara.

TALBOT.––Muy cara, harto cara, tenéisrazón, tan cara que la pagamos hoy delante deOrleáns con nuestro honor.

FELIPE.––Doblemos la hoja, milord, que pod-íais arrepentiros de tales palabras. ¿Creéis, por

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ventura, que deserté la legítima bandera de misoberano, y atraje sobre mí la nota de traidor,para soportar estos ultrajes de un extranjero?¿Qué saco yo de combatir contra Francia? Si hede servir a ingratos, más me valiera servir a miRey.

TALBOT.––Ya sabemos que estáis en tratoscon el delfín, pero hemos de encontrar mediode guardarnos de la traición.

FELIPE.––¡Mal rayo!... ¿Así se me trata? Cha-tillon, preparaos a partir, regresaremos a nues-tro campo. (Se va CHATILLON.)

LIONEL.––Buen viaje. Nunca brilló con másesplendor la gloria de Inglaterra, que cuando lafió a su propio esfuerzo combatiendo sola, sinaliados. Obre cada cual por su cuenta y riesgo.Sigue siendo eterna verdad, que sangre france-sa y sangre inglesa nunca lograron hacer buenamezcla.

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ESCENA II

Dichos. La reina ISABEL, seguida de un paje.

ISABEL. ¿Qué es lo que oigo, señores?Deteneos. ¿Qué mala estrella os saca de tino?Cuando es más necesaria que nunca la concor-dia para salvarnos, váis a dividiros y a precipi-tar vuestra pérdida con intestinas querellas?¡Por favor, noble duque!... Revocad esta ordenviolenta, y vos, glorioso Talbot, calmad la cóle-ra de vuestro amigo. A ver, si entre los doshacemos entrar en razón a estos hombres alti-vos... Vaya, ayudadme en la obra de re-conciliarlos.

LIONEL.––No contéis conmigo para eso, se-ñora, porque me importa muy poco. Soy deparecer que cuando dos no pueden entenderse,lo mejor es separarse.

ISABEL.––¿Es decir que después de habernossido tan funestos en el campo de batalla, lossortilegios del infierno seguirán perturbando

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los ánimos? ¿Cuál de vosotros inició la quere-lla? Hablad. (A TALBOT.) ¿Fuisteis vos acaso,noble lord, quien se olvidó de sus intereses has-ta el punto de ofender a tan digno aliado? ¿Yqué seríais sin su auxilio? El colocó a vuestrorey en el trono, y le sostiene en él, y le arrojaráde él cuando quiera. Su ejército es vuestra fuer-za, y más que su ejército su nombre. Porquehabéis de saber que si el reino hubiese perma-necido unido, vuestros esfuerzos se estrellaríancontra él, y en vano sería que Inglaterra trajesea nuestras costas toda su gente. Sólo Franciapuede vencer a Francia.

TALBOT.––Sabemos honrar al amigo fiel, pe-ro la prudencia aconseja desconfiar del falsoamigo.

FELIPE.––Nunca dejó de mentir con audacia,el desleal que quiso excusar la gratitud.

ISABEL.––Y vos, duque, ¿llevaréis la indigni-dad, el descaro hasta el punto de tender la ma-no al matador oe vuestro padre? ¿Seréis tanloco que podáis creer en la sinceridad de una

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alianza con el delfín, con el mismo a quien hab-éis puesto a dos dedos de la ruina? ¡En el bordedel abismo a que le llevasteis pensáis detenerle,y destruir ¡insensato! la propia obra. Creedme:vuestros amigos son éstos, y sólo hay salvaciónpara vos en la estrecha alianza con Inglaterra.

FELIPE.––¡Lejos de mi ánimo el deseo de fir-mar la paz con el delfín! Pero tampoco he desoportar jamás los desdenes y el orgullo de lapresuntuosa Inglaterra.

ISABEL.––Vaya, decidíos a olvidar una fraseirritante. Ya sabéis cuán crueles son para unsoldado ciertos yerros, y cuán injustos nos hacela desgracia. Llegad, y abrazaos. Dejadme queborre todo vestigio de disentimiento, antes quesea inolvidable.

TALBOT. ¿Qué os parece de eso, duque? Unalma noble cede de buen grado a la fuerza de larazón, y ta Reina acaba de hablar como mujerdiscreta. ¡Venga un abrazo! Quiero curar con élla herida que os causó mi lengua.

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FELIPE––La Reina habló, es cierto, con sensa-tez... cede a la necesidad mi justa cólera.

ISABEL.––Muy bien. Sea un beso fraternal elsello de esta nueva amistad. Llévese el vientolas vanas palabras. (El duque y TALBOT se abra-zan.)

LIONEL.––(Aparte, y contemplando el grupo.)¡Oh nueva edad de oro de la paz, fundada poruna furia!

ISABEL.––Perdimos una batalla, señores, y lasuerte se nos mostró adversa, mas no por estohan de flaquear los ánimos. Desesperado deobtener la ayuda del cielo, invoca el delfín aSatanás con sus maleficios, pero ¿qué importa?Dejemos que incurra en la condenación, y elmismo infierno será impotente para salvarle.¿Que una victoriosa doncella guía el ejércitoenemigo?... ¡Sea! Yo dirigiré el vuestro, y harésus veces entre vosotros como profetisa.

LIONEL.––Volveos a París, señora. Con bue-nas armas y no con mujeres pretendemos ven-cer.

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TALBOT.––Idos, idos... Desde que estáis connosotros nada va a derechas, y pesa la maldi-ción sobre nuestras armas.

FELIPE—Id con Dios; vuestra presencia noproduce nada bueno, e indigna al soldado.

ISABEL.––(Mirando alternativamente a los tres,sorprendida.) ¡También vos, duque, compartís laingratitud de estos caballeros hacia mí!

FELIPE.––En cuanto cree pelear por vuestracausa, pierde el soldado su valor.

ISABEL.––¡De modo que apenas os he puestoen paz, os coligáis de pronto contra mí!

TALBOT.––Idos, y que Dios os asista, señora.Por lo que a nosotros toca, en cuanto habréisvuelto la espalda, nada deberemos temer deldiablo.

ISABEL. ¿Pero no soy vuestra fiel alia-da?... ¿Ha cesado de ser mía vuestra causa?

TALBOT.––Lo ignoro. Lo que sí puedo decir,es que la vuestra no es la nuestra, empeñadoscomo estamos en un leal y honrado combate.

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FELIPE––Yo vengo el asesinato de mi padre,y la piedad filial santifica mi empresa.

TALBOT.––Si he de ser franco, vuestro com-portamiento con el delfín es el más propio paraofender a Dios y a los hombres juntamente.

ISABEL.––Así la maldición del cielo le hierahasta la décima generación, porque, se portóconmigo como un crimial.

FELIPE.––Vengaba a un padre y un esposo.ISABEL.––¡Erigirse en juez de mis actos!LIONEL.––¡Crimen imperdonable en un hijo!ISABEL..––¡Atreverse a desterrarme!TALBOT.––Obedeció a la voz de su pueblo

que se lo impuso.ISABEL.––Pártame un rayo si jamás le perdo-

no. Antes que verle reinar en los dominios desu padre...

TALBOT.––Os sentís pronta a sacrificar elhonor de su madre, ¿verdad?

ISABEL.––¡Ah!... vosotros ignoráis, ¡almasflacas! de qué es capaz una madre irritada, ul-cerada. Yo amo a quien me hace algún bien y

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odio a quien me ultraja. Precisamente porquees mi hijo y le llevé en mi seno, es más merece-dor de mi odio. La vida que le di, esta vidaquiero arrebatarle, si osa, temerario, desgarrarcon mano impía las entrañas donde fue conce-bido. ¿Qué pretexto, qué derecho tenéis voso-tros para despojarle, vosotros qué os armáiscontra él? ¿Qué crimen le echáis encara? ¿Quéley quebrantó contra vosotros? Os incita la am-bición, os incita la baja envidia. Sólo yo tengoderecho a odiarle, porque yo, yo le di la vida.

TALBOT––Perfectamente. Por la venganzareconoce a su madre.

ISABEL.––iOh, cuánto os desprecio, misera-bles hipócritas, que no contentos con engañar almundo, os engañáis a vosotros mismos! ¡Cuán-to me complace ver a los ingleses, extendiendola mano rapaz hacia Francia, donde no tenéis niun palmo de tierra..., de la que no podéis rei-vindicar en justicia ni el estrecho espacio queocupa una herradura! ¡Y qué decir del duque,que se hace llamar el Bueno, y vende su patria,

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la herencia de sus mayores, al extranjero, alenemigo del reino! Confesad de una vez que osimporta muy poco la justicia. ¡Yo al menos abo-rrezco la hipocresía, y me muestro al mundocomo soy!

FELIPE.––Es verdad. ¡Habéis sostenido estagloria con notable despreocupación!

ISABEL.––Yo soy mujer de pasiones. Mi san-gre es ardiente como cualquier otra, y vine aquía vivir como reina y no para contentarme con lasimple apariencia. ¿Iba a renunciar yo a losplaceres de la vida, porque se le antojó a lasuerte darme por esposo a un mentecato, cuan-do me hallaba en el vigor de mi briosa juven-tud? Yo amo mi libertad más que mi vida, yquien osa a ella... Mas ¿por qué disputar aquísobre mis derechos? ¡Si corre en vuestras venassangre espesa y tarda! ¡Si ignoráis lo que seagozar y no tenéis más que bilis! ¡Qué decir delduque, que pasó su vida vacilando, indecisoentre el bien y el mal, y así es incapaz de amarcomo de aborrecer con pasión! Me voy a Me-

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lun. Dadme por compañía y pasatiempo a esecaballero que es de mi agrado (designando aLIONEL), y obrad después como os parezca,que yo consiento con gusto en no ocuparrr e enmi vida de ingleses ni borgoñones. (Hace unaseña a los pajes y se dispone a retirarse.)

LIONEL.––Fiad en que' cuidaremos de envia-ros a Melun los más. guapos mozos francesesde los que la guerra ponga en nuestras manos.

ISABEL.––(Volviendo.) Sólo sois buenos parala guerra; no hay como los franceses para ga-lanterías. (Se va.)

ESCENA III

TALBOT. El DUQUE DE BORGOÑA. LIO-NEL.

TALBOT.––¡Qué mujer!LIONEL.––Sepamos ahora vuestra opinión,

señores. ¿Continuamos huyendo, o retrocede-

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mos a reparar con un golpe de mano la ver-güenza de esta jornada?

FELIPE.––Contamos con escasas fuerzas. Lastropas andan dispersas, y es harto reciente to-davía el terror que se apoderó de ellas.

TALBoT ––En ese terror ciego, en la súbitaimpresión de un instante, consiste el secreto denuestra derrota, pero, en cuanto se vea de cer-ca, el fantasma de la imaginación sobresaltadase desvanecerá bien pronto. Por esto soy deparecer que al despuntar la aurora, pasemos elrío para marchar contra el enemigo.

FELIPE.––Pensad...LIONEL.––No hay que pensar nada, con

vuestro permiso, si no es en reconquistar desdeluego el terreno perdido. Seguidnos. De otromodo estamos deshonrados.

TALBOT.––Ya está resuelto. Mañana nos ba-tiremos... A ver si acabamos con este fantasmadel terror que extravía a las tropas y paraliza suánimo. Yo os juro que si cruzarnos los acerosfrente a frente con este demonio en figura de

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doncella, por poco que se ponga al alcance deuna espada, le quitaremos las ganas de metersecon nosotros. Y en caso contrario, lo cual meparece más probable, porque eché de ver que ladoncella evita un encuentro formal, en casocontrario, se habrá roto el encanto que tienefascinado al ejército.

LIONEL.––Así sea. En cuanto a mí, general,dignais confiarme la dirección de ese torneo enque no se ha de verter sangre. Espero cogervivo al espectro, y en presencia del mismo bas-tardo su amante, traerla al campamento ingléspara divertimiento de las tropas.

FELIPE.––No os las prometáis tan felices.TALBOT.––Yo os juro que si le echo mano, no

he de besarla muy suavemente. Pero vamos areparar las gastadas fuerzas con breve sueño, ya las armas en cuanto amanezca. (Se van.)

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ESCENA IV

JUANA, llevando el estandarte, cubierta conel yelmo y revestida de una armadura sobre eltraje de mujer. DUNOIS. LA HIRE. Caballerosy soldados.

(Parecen primero en la altura, desfilan en silencio,e invaden luego el escenario.)

JUANA—(A los caballeros que la rodean y mien-tras continúa el desfile.) Hemos franqueado elmuro; estamos ya en el campamento. Afuera,pues, toda precaución propia para Ocultarnos.Anunciad vuestra presencia al enemigo al gritode ¡Dios y la doncella!

TODOS.––(Gritando, y haciendo ruido con lasarmas.) ¡Dios y la doncella! (Tambores y cornetas.)

CENTINELAS.––(Dentro.) ¡El enemigo! ¡elenemigo!

JUANA.––Ahora vengan las antorchas. Pegadfuego a las tiendas. Crezca el espanto con elfuror de las llamas, véanse acorralados por la

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muerte. (Los soldados se precipitan a ejecutar susórdenes, y ella se dispone a seguirles.)

DUNOIS.––(Deteniéndola.) Cumpliste tu de-ber, Juana. Nos has conducido al campamentoy entregado al enemigo. Ahora te toca retirartedel campo de batalla, y a nosotros acabar laempresa.

LA HIRE.––Indica al ejército el camino de lavictoria y tremola el estandarte al frente de no-sotros, pero renuncia a empuñar la espada. Notientes al dios de la guerra, que es ciego y noperdona a nadie.

JUANA.––¿Quién osará detener mis pasos ydictar leyes al espíritu que me conduce?... Fuer-za es que el dardo obedezca al arquero. Dondeestá el peligro, allí debe estar Juana. Tranquili-zaos. No debo sucumbir hoy, ni en este sitio.Antes he de coronar a mi Rey, y nadie me qui-tará la vida, hasta tanto que se hayan consu-mado los decretos de Dios. (Se va.)

LA HIRE ––Dunois, sigamos a la heroína, yescudémosla con nuestros pechos. (Se va.)

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ESCENA V

SOLDADOS ingleses, atraviesan huyendo laescena. Luego TALBOT.

SOLDADO 1°––¡La doncella en el campamen-to!

SOLDADO 2°.––¡Imposible! ¡jamás! ¡Cómohubiera venido!

SOLDADO 3°.––¡Volando!... ¡Tiene al demo-nio de su parte!

SOLDADO 4° y 5°––¡Huid! ¡huid!... ¡Etamostodos perdidos! (Se van.)

TALBOT.––¡No me escuchan... ¡Es imposibledetenerlos! ... Se han roto los lazos de la obe-diencia. ¡Como si vomitara el infierno sus le-giones, echan a huir, así los cobardes como losvalientes, arrebatados del mismo vértigo. ¡Y nome queda una sola compañía que oponer altorrente de enemigos que nos invade! ¿Soy,pues, el único que conserva su sangre fría en

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medio de esta gente, víctima de la fiebre? ¡Huira la vista de aquellos zorros, de los francesesque derrotamos en cien batallas! ¿Quién es estamujer invencible, diosa del terror, que así mudade golpe la fortuna y convierte en leones eltímido ejército de cobardes gamos? ¿Cómo pu-do causar espanto en verdaderos héroes, unafarsante disfrazada de heroína? ¿Habrá dearrebatarme una mujer mi fama de gran ca-pitán?

UN SOLDADO.––¡La doncella! ¡Huid, gene-ral, huid!

TALBOT.––(Derribándole de una estocada.)Huye tú al infierno, miserable, y caiga al golpede mi espada quien ose hablarme de la fuga yde cobarde terror. (Se va.)

ESCENA VI

Se corre el telón del foro, y aparece ardiendoel campamento inglés. Tambores. Fuga y perse-cución. Sale MONTGOMERY.

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MONTGOMERY. ¿A dónde huir? ¡Dondequiera enemigos, en todas partes la muerte!Aquí el jefe enfurecido que nos cierra el pasocon amenazadora espada y nos entrega a lamuerte; allí la formidable guerrera portadora,como el incendio, del estrago. ¡Sin tener un ar-busto ni una caverna donde guarecerse! ¡Desdi-chado de mí! ¡Ojalá no hubiese atravesado elmar! ¡Oh vana ilusión, que ma llevó a la guerracontra la Francia en busca de renombre! ¡Ohdestino fatal, que ahora me arrastra a través dela matanza! ¡Quién se viese lejos de aquí... enlas sonrientes orillas del Saverna.., en el tran-quilo hogar le mis padres... donde dejé a mimadre desconocida, y a la dulce prometidamía! (Aparece JUANA en el fondo.) ¡Ay de mí!¿qué veo? ¡Es ella, la temible guerrera. En me-dio del incendio se eleva su figura llameandocon sombrío fulgor, como espectro de la nocheen la boca del infierno! ¿A dónde huir?... ¡Ay!que ya me envuelve su mirada de fuego; a suirresistible influjo siento paralizarse mis miem-

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bros, y los pies se niegan a huir. (JUANA da al-gunos pasos hacia él y se detiene.) Ya se acerca. Yono aguardo a que me ataque. Me arrojaré supli-cante a sus plantas, le pediré la vida... ¡Es mu-jer! Tal vez la enternezcan mis lágrimas. (Ape-nas se adelanta, JUANA se lanza sobre él.)

ESCENA VII

JUANA. MONTGOMERY.

JUANA.––Muere, hijo de Inglaterra.MONTGOMERY.––(Cae a sus pies.) Detente;

no hieras a un indefenso. Solté la espada y elescudo, y me prosterno desarmado a tus plan-tas. Deja que viva, acepta mi rescate. Mi padreque mora en el país de Gales, regado por elSaverna, es rico y señor de cincuenta lugares.Ya puedes figurarte si rescatará a buen precio asu querido hijo, en cuanto sepa que vivo todav-ía prisionero de los franceses.

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JUANA.––¡Insensato! ¡Basta de ilusiones!¡Todo acabó para ti! ... Caíste en manos de ladoncella, manos terribles de las que no puedesredimirte ni salvarte. Si hubieras caído en po-der del cocodrilo, en las garras del tigre, sihubieras robado a la leona sus cachorros, talvez aún podrías implorar misericordia, masencontrarse con la doncella, es encontrarse conla muerte. Porque me liga al implacable cieloun pacto inviolable, espantoso, que me ordenamatar a todo ser a quien ponga el combate enmi camino.

MONTGOMERY.––Amenazadoras frases sonlas tuyas, pero tierna tu mirada y tu aspecto noinspira pavor a quien logra verte de cerca.¡Cómo me siento atraído hacia ti! ¡Por piedad...por la piedad natural en tu sexo, perdóname!

JUANA.––No invoques mi sexo; no me lla-mes mujer. Como el espíritu inmaterial, sin lazoalguno con la tierra, no tengo sexo; bajo esta ar-madura no late un corazón.

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MONTGOMERY.––¡Oh! yo te invoco por lasagrada ley del amor, que recibe universálhomenaje. Dejé en mi patria a mi tierna prome-tida, bella como tú, en la flor de su edad v desus hechizos. ¡Llora la infeliz aguardando alamado! ¡Si tú esperas amar y ser dichosa algúndía, ¡ah! no separes cruelmente dos corazonesunidos con el sagrado lazo del amor!

JUANA.––Cesa de invocar en tu ayuda a es-tos dioses terrestres que me son extraños, y notienen derecho alguno ni a mi culto ni a mi de-voción. Ignoro el amor que invocas, jamás re-conoceré sus vanas leyes. Defiende tu vida; lamuerte te reclama.

MONTGOMERY.––Ten piedad al menos demis infortunados padres que dejé en mi hogar.Sin duda tú los tienes también y están inquietospor tu suerte.

JUANA.––¡Desdichado! ¡Así me recuerdas acuantas madres privasteis de sus hijos! ¡Cuán-tos niños dejasteis huérfanos en la cuna! ...¡cuántas esposas viudas! A vuestras madres

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toca ahora probar la amargura de la desespera-ción y del llanto vertido en Francia.

MONTGOMERY.––¡Oh! ¡Es tan triste moriren suelo extranjero, sin ser llorado!

JUANA.––¿Y quién os llamaba a ese suelo ex-tranjero para asolar nuestras floridas campiñasy arrojarnos del hogar, y traer el incendio de laguerra al pacífico santuario de nuestras ciuda-des? Soñabais en vuestro delirio esclavizar lalibre Francia... amarrar ese noble país como unesquife, a vuestro soberbio navío. ¡Insensatos!El escudo real de Francia cuelga del mismotrono de Dios, y antes arrancaréis del cielo unaestrella, que un solo pueblo de este reino, indi-visible y eternamente unido. Llegó el día de lavenganza y no habéis de pasar con vida estemar sagrado que Dios tendió entre ambas na-ciones para fijar sus límites, este mar que voso-tros osasteis cruzar.

MONTGOMERY.–––(Soltando la mano deJUANA que había cogido.) ¡Bien veo que me es

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fuerza morir! ¡La horrible muerte se apodera demí!

JUANA.––Muere, amigo. ¿Por qué vacilar an-te la muerte, ante el inevitable destino? Mira;yo misma no era más que una simple doncella,una pastora; mi mano, habituada al inocentecayado, desconocía el manejo de las armas, yme veo arrebatada del suelo natal, arrancada delos cariñosos brazos de mi padre y de mis her-manas. La voluntad de Dios, no mi propio co-razón, me fuerza por vuestra desgracia, no pordicha mía, a llevar donde quiera la muerte, co-mo espectro de desolación y pavor, para caermañana sin victoria. Porque no ha de llegarpara mí el jubiloso día de mi vuelta al techopaterno. ¡A cuántos entre vosotros será todavíamortal mí presencia! ¡Cuántas mujeres conde-naré a la viudez! Mas legará un día en que su-cumbiré también para que mi suerte se cumpla.¡Cúmplase también la tuya! Empuña con valortu espada, y luchemos por el precioso bien dola vida.

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MONTGOMERY.–– (Irguiéndose.) Sea. Si co-mo yo eres mortal y vulnerable, ¡quién sabe siestá reservado a mi brazo enviarte al infierno yacabar con los desastres de Inglaterra! En Diosconfío; tú, maldita, invoca al demonio y defien-de tu vida. (Toma espada y escudo y arremete con-tra ella. Suenan clarines a lo lejos. Después de brevecombate, cae muerto MONTGOMERY.)

ESCENA VIII

JUANA, Sola.

JUANA.––Tus pies te trajeron a morir. Seacabó. (Se aparta de él y permanece un instantepensativa.) ¡Oh! ¡Virgen santa, cómo se muestraen mí tu poder y comunicas fuerza a mi brazo;e inflexibilidad a mi corazón! Me siento enter-necida, tiembla mi mano como si fuera a come-ter un sacrilegio, y empiezo a espantarme alfulgir de las armas. Y no obstante, en cuanto loquiere la necesidad, reside en mí la fortaleza, y

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nunca yerra el golpe mi espada en la tembloro-sa mano. Hiere por sí sola cual si fuera un seranimado.

ESCENA IX

Un CABALLERO, con la visera baja. JUANA.

EL CABALLERO.––¡Maldita! Ha sonado tuhora. ¡Funesta ilusión de los sentados, crucé entu busca el campo de batalla, y al fin te en-cuentro para mandarte de nuevo al infierno dedonde saliste!

JUANA.––¿Y quién eres tú, cuyos pasos guíahasta aquí tu ángel malo? Tu aspecto es el deun príncipe; bien dice tu divisa de Borgoña,ante la cual se embota mi espada, que no perte-neces al ejército inglés.

CABALLERO—¡ Miserable! No eres digna decaer en manos de un príncipe. ¡El hacha delverdugo, no la espada del duque de Borgoña,debía cortarte la cabeza!

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JUANA. ¿Eres tú, el duque?CABALLERO.––(Alzando la visera.) Yo soy.

Tiembla y desespera, ¡desdichada! Ya no tevalen los artificios de Satanás. Hasta ahora te lahubiste sólo con cobardes; tienes un hombredelante de ti.

ESCENA X

Dichos. DUNOIS. LA HIRE.

DUNOIS.––Vuélvete, Borgoñón, y combatecon hombres, no con mujeres.

LA HIRE.––Defendemos la sagrada vida de laprofetisa, y antes tu espada deberá atravesarnuestros pechos.

FELIPE.––Ni a ella, Circe encantadora, ni avosotros que corrompió indignamente, a nadietemo. ¡Córrete de vergüenza, bastardo! ¡Ver-güenza, La Hire! ¡Haber rebajado el antiguovalor al nivel de la superchería! ¡Convertirte envil lacayo de una ramera del infierno! ¡A todos

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os desafío... llegad! ¡Fíen al demonio su salva-ción los que desesperen de Dios! (Van a batirsecuando JUANA acude a separarlos.)

JUANA.––Deteneos.FELIPE. ¿Acaso temes por tu amante? Yo

haré que a tus ojos... (Arremete contra DUNOIS.)JUANA.––Deteneos; separadlos, La Hire. No

debe verterse aquí sangre francesa, ni han deresolver el conflicto las espadas. Otros son losdesignios del cielo. Oíd, y reverenciad a Aquélque me ispíra y habla por mi boca.

DUNOIS. ¿Por qué detienes mi brazo, prontoa herir? ¿Por qué te opones a la sentencia de lasarmas? Desnuda está mi espada, y próximo elgolpe que ha de vengar y reconciliar a Francia.

JUANA—(Colocándose entre ambos combatien-tes.) (A DUNOIS.) Pasa a este lado. (A LAHIRE.) No te muevas; tengo que hablar al du-que. (Después de haber restablecido la calma.) ¿Quées lo que pretendes, Borgoñón? ¿Buscas alenemigo entre nosotros, ávido como estás desangre? ¿Pero acaso nuestro noble príncipe no

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es, como tú, hijo de Francia, tu compañero dearmas, tu compatriota? ¿No soy yo misma, hijade tu patria? ¿No son de los tuyos los que pre-tendes aniquilar? Sí. ¡Nuestros brazos se abrenpara recibirte y se hincan nuestras rodillas paraprestarte homenaje! Se embotan nuestras espa-das a tu vista. Aun bajo el casco del enemigo,sabemos respetar tu rostro que nos recuerda anuestro Rey amado.

FELIPE.––¡Cómo intentas fascinar a tusvíctimas, sirena, con el hechizo de tu habla me-losa! Mas conmigo pierdes el tiempo en vanasartinlañas. Nada puede en mi oído tu mágicolenguaje, y se embotan en mi armadura los ra-yos de tus ojos. ¡En guardia, Dunois! Luchemosa estocadas y no con inútiles frases.

DUNOIS.––Discutamos primero y cros bati-remos después. ¿Os intimidan las razones porventura? Pensad que también esto es cobardía,y la traición una mala causa.

JUANA.––No será sin duda la suprema leyde la necesidad la que nos trae a tus pies, ni

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venimos a ti humildes y rendidos. Mira en tor-no tuyo, y verás reducido a cenizas el campa-mento inglés y cubierta la llanura de cadáveres.Oye cómo resuenan nuestros clarines. Dios qui-so concedernos la victoria. ¡Pero si lo que másansiamos es compatir con nuestro amigo elreciente laurel! Ven, noble tránsfuga, ven a po-nerte de parte del vencedor y de la justicia. Yomisma, la enviada de Dios, te tiendo la manode hermana, y ansío traerte para tu salvación anuestra santa causa. Dios está con nosotros.¿No viste a los ángeles combatir por el Rey, ales ángeles hermosos, ornados de azucenas?¡Puta y sin mancha, como esta bandera, esnuestra causa, y tiene por símbolo de pureza lainmaculada María!

FELIPE.––Abunda en capciosos sortilegios ellenguaje de la mentira, y sin embarga, paréce-me oir la voz de un niño. Fuerza es confesarque, si el demonio le dicta estas palabras, imitala inocencia de modo que engañaría a cualquie-

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ra. No quiero oir más. ¡En guardia! Siento quemi oído es más débil que mi brazo.

JUANA––Me acusas de sortilegio y me llamascómplice del infierno. Como si fuese empresainfernal la de restablecer la paz y conciliar ren-cores! ¡Como si surgiese la concordia del eternoabismo! ¿Qué habrá que sea más sagrado e ino-cente y mejor entre los hombres, que defenderla patria? ¿De cuándo acá la naturaleza se con-tradice hasta el punto de fiar al infierno unacausa justa, abandonarla el cielo? ¿Y de quién,si no de él, recibiría yo la inspiración, si cuantodigo es bueno? ¿Quién pudo acompañarseconmigo, cuando vivía guardando ganados, einiciar a la adolescente pastora en los consejosde los reyes? Ni me acerqué nunca a los prínci-pes, ni conozco el arte de persuadir, y en esteinstante en que trato de conmoverte, se revela amí la ciencia de las cosas superiores. A mis ojoscentellea el porvenir de mi país y de los reyes, yes mi voz la del trueno.

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FELIPE.––(Hondamente conmovido, alza a ellalos ojos y la contempla con sorpresa y emoción.).¡Qué es lo que .siento, Dios mío! ¿Eres tú, quienconmueve tan hondamente mi corazón? ¡No,no sabría mentir así esta conmovedora criatura!No, no; si cedo ––a algún hechizo, sin dudaviene del cielo. Me lo dice el corazón: esta mu-jer es enviada de Dios.

JUANA.––¡Se enternece! No he suplicado envano. Va a deshacerse en rocío de lágrimas elnublado de cólera que amenazó su frente. Ensus ojos brilla el sol de la emoción y sonríe lapaz. ¡Envainad las espadas! ¡Corred a abrazar-le:... Llora; está vencido; ya es nuestro. (Cae desus manos la espada y la bandera, corre hacia él conlos brazos abiertos y le abraza con apasionado ardor.LA HIRE y DUNOIS sueltan también las armas yse lanzan en brazos del duque.)

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ACTO III

El campamento del Rey en Chalons-sur-Mame.

ESCENA PRIMERA

DUNOIS LA HIRE.

DUNOIS.––Fuimos siempre amigos de co-razón, La Hire, compañeros de armas, y defen-sores de una misma causa, sin que entibiasenunca nuestra amistad ni el peligro ni la muer-te. No sea, pues, que una mujer rompa estoslazos, contra los cuales nada pudieron las vici-situdes de la vida.

LA HIRE.––Oidme, príncipe.DUNOIS.––Sé que amáis a la virgen predes-

tinada a cuáles son vuestros designios con res-pecto a ella. Pensáis ver al Rey para pedirle lamano de la muchacha en recompensa. El Reyno podrá negar semejante premio a vuestro

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valor, pero sabed, que antes de verla en brazosde otro...

LA HIRE.––Oidme, príncipe.DUNOIS.––No me impele hacia ella pasajero

encanto, no. Ninguna mujer subyugó mi indó-mito corazón hasta el día en que vi a la divinaniña, destinada por el cielo a salvar el reino, y aser mi esposa. De entonces juré hacerla mía.Que sólo la mujer fuerte puede ser la compañe-ra del fuerte. Mi corazón apasionado ansía re-posar en el seno de otro de mi temple, capaz decomprender y soportar su fortaleza.

LA HIRE.––¿Pensáis que sería osado a igualarmis pobres méritos con vuestra gloria, prínci-pe? Basta que el conde Dunois salga a la pales-tra para que desista todo rival. Pero no sé si lahumilde pastora se considerará digna de aspi-rar al alto título de esposa vuestra. No, vuestrolinaje real, príncipe, repugna semejante enlace.

DUNOIS––¡Cómo! ¿No es, como yo, hija de lasanta naturaleza e igual a mí? ¡Ella, indigna deun príncipe!... ¡La prometida de los ángeles,

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ceñida de aureola más brillante que todas lascoronas de la tierra! ¡Ella, que vio postrado asus plantas cuanto hay grande y elevado en elmundo! Ni todos los tronos de Europa, unoencima de otro v escalonados hasta tocar lasestrellas, alcanzan a la altura donde se ciernecon angélica majestad.

LA HIRE.––E1 Rey debe decidir.DUNOIS––No. Decida ella. Puesto que libertó

al príncipe, libremente debe disponer de sucorazón.

LA HIRE.––¡El Rey!

ESCENA II

Dichos. CARLOS. INÉS SOREL. DUCHATEL.EL ARZOBISPO. CHATILLON.

CARLOS.––(A CHATILLON.) ¿Dices queviene, y consiente en prestarme homenaje yreconocerme por su rey?

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CHATILLON––Aquí mismo, señor en su realciudad de Chalons, quiere prosternarse a tusplantas el duque mi amo. Por especial ordensuya, vengo a saludarte como a mi señor y rey.Por lo demás, él mismo se encamina hacia aquí,y pronto le verás en tu presencia.

INÉS.––¡Viene! ¡Oh hermoso día que nos de-vuelve la paz, el júbilo y la concordia!

CHATILLON.––El duque, mi amo, llega condoscientos caballeros, y está pronto a hincar larodilla; pero espera que excusarás semejantehumillación y le estrecharán tus brazos comoamigo, como primo.

CARLOS.––Que venga; ardo en deseos deabrazarle.

CHATILLON.––Suplica también que ro sehable una palabra de las antiguas disensiones,en esta primera entrevista.

CARLOS.––Húndase para siempre el pasado,en las simas del Leteo. Volvámonos a contem-plar los hermosos días que promete el porvenir.

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CHATILLON.––Cuantos combatieron porBorgoña se hallan comprendidos en la reconci-liación.

CARLOS.––Con esto se duplican mis domi-nios.

CHATILLON.––Las condiciones de paz sonconcernientes a la reina Isabel, si las .acoge.

CARLOS.––Ella se armó contra mí, no yo con-tra ella; terminan nuestras diferencias, desde elpunto en que le place terminarlas.

CHATILLON.––Doce caballeros saldrán fia-dores de tu palabra.

CARLOS.––Mi palabra es sagrada.CHATILLON.––Y el arzobispo partirá la hos-

tia entre ambos, en señal y como símbolo deleal reconciliación.

CARLOS.––Así estuviera tan seguro de ganarla vida eterna, como de la sinceridad de misdeseos. ¿Qué otra garantía reclama el duque?

CHATILLON.––(Fijando los ojos en DUCHA-TEL.) Veo aquí a alguien cuya presencia pudie-

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ra amargar esta primera entrevista. (DUCHA-TEL se aleja sin decir palabra.)

CARLOS.––Ve, Duchatel, y permanece aleja-do de nosotros, hasta tanto que el duque puedasoportar tu presencia. (Le sigue con la mirada;luego corre hacia él, y le abraza.) ¡Noble amigo!Más querías hacer por mi reposo. (DUCHATELse va.)

CHATILLON.––Las demás condiciones sehallan en esta escritura.

CARLOS.––(Al ARZOBISPO.) Os ruego queos encarguéis de su ejecución. A todo accede-mos; un amigo no tiene precio para nosotros.Salid, Dunois, acompañado de cien nobles ca-balleros y traednos al duque. Quiero que lossoldados salgan a recibir a sus hermanos conpalmas y laureles y que se engalane la ciudad yse echen a vuelo las campanas, anunciando queFrancia y Borgoña concluyeron un nuevo pactode alianza. (Sale un escudero. Suenan clarines.)

EL ESCUDERO.––El duque de Borgoñaaguarda. (Se va.)

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DUNOIS.––(A LA HIRE y CHATILLON.)Salgamos a su encuentro.

CARLOS.––¿Lloras, Inés? También yo sientoenternecerse mi ánimo en tan solemne momen-to. ¡Cuántas víctimas debían perecer antes quese firmaran las paces! ¡No hay tormenta que alfin no calme, ni noche tenebrosa que no disipeel día! ¡Con el tiempo maduran a su vez los mástardíos frutos!

EL ARZOBISPO––(Asomado al balcón.) El du-que apenas puede sustraerse a los agasajos dela multitud. Le arrancan de la silla, besan sumanto, sus espuelas.

CARLOS.––¡Pueblo apasionado y ardiente asíen su amor, como en su odio! ¡Cuán poco bastópara que olvidara que este mismo duque lesarrebataba poco ha padres... hijos! ¡Basta uninstante para devorar una vida entera! Conten-te, Inés; el mismo exceso de júbilo pudieraofenderle, y deseo que nada sea para él causade recelo, ni humillación.

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ESCENA III

Dichos. El DUQUE DE BORGOÑA. DUNOIS.LA HIRE. CHATILLON, y dos caballeros más,de la escolta del duque. Éste se detiene en elumbral. Apenas el Rey intenta adelantarsehacia él, el duque se acerca, y en el instante enque va a arrodillarse, CARLOS le abraza.

CARLOS.––Nos habéis sorprendido de im-proviso. Pensábamos saliros al encuentro, maspor lo que veo disponéis ele veloces caballos.

FELIPE.––Que me han traído a mi deber.(Abraza y besa en la frente a INÉS.) Con vuestropermiso, querida prima. En Arras, este es miderecho de señor, y toda hermosura debe cedera la costumbre.

CARLOS––Dicen que vuestra corte es empo-rio del amor y la belleza.

FELIPE.––Monseñor, nuestro pueblo es pue-blo de mercaderes, y cuanto hay precioso bajoel cielo, afluye al mercado de Burges, para re-

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creo y contento del ánimo; y entre todos, el su-premo bien es la belleza de las mujeres.

INÉS.––Paréceme aún más preciosa su fideli-dad; bien que esta es Mercancía que no se trafi-ca ni se vende.

CARLOS ––¡Váis a adquirir mala fama, caroprimo! ¿Cómo es eso? ¡Desdeñar así la más be-lla virtud de la mujer!

FELIPE.––En el pecado va la penitencia. Di-choso vos, señor, a quien el corazón enseñó atiempo lo que ciebí aprender más tarde a fuerzade tormentas: (Repara en el ARZOBISPO y letiende la mano.) ¡Venerable ministro de Dios...dadme vuestra bendición! A vos sí que se osencuentra siempre en el buen camino. Quiendesee hallaros, no tiene más que seguir la sendadel bien.

EL ARZOBISPO.––Ya puede llamarme a sí midivino Maestro, ya puedo morir contento, puesvi tan hermoso día. Mi corazón se embriaga defelicidad.

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FELIPE.––(A INÉS.) ¿Es cierto que os privas-teis de vuestras joyas para convertirlas en ar-mas contra mí? ¿Cómo tan belicosa, y ansiosade cebaros en mi ruina? Felizmente cesó la lu-cha, y volvemos a hallar cuanto perdimos.Cuanto perdimos, ¿lo entendéis? Todo, inclusovuestro cofrecillo, señora. Disponíais de él con-tra mí, en tiempo de guerra; recobradlo de mimano como signo de paz. (Toma de manos de uncriado la arquilla, y la devuelve a INÉS, quien, con-fusa, dirige al Rey una mirada.)

CARLOS––Acepta el presente, doble prendapara mí de doble afecto y reconciliación.

FELIPE.––(Colocando en el peinado de INÉS unarosa de brillantes.) Ojalá fuese la corona real deFrancia. No con menos sincero cariño ceñiríacon ella esta hermosa frente. (Estrechando leal-mente su mano.) Podéis contar desde ahora conmi ayuda, siempre que necesitéis un amigo.(INÉS SOREL se retira a un, lado, deshecha enlágrimas. El Rey intenta ocultar en vano su emo-

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ción. Todos contemplan enternecidos a ambospríncipes.)

FELIPE—(Después de echar una mirada en tornosuyo, se arroja en brazos del Rey.) ¡Oh... mi Rey!(inmediatamente los tres caballeros borgoñones co-rren hacia DUNOIS, LA HIRE y el ARZOBISPO.Todos los presentes se abrazan. Ambos príncipespermanecen abrazados breve rato, sin decir palabra.)¡Y pude aborreceros! ¡Pude renegar de vos!

CARLOS.––¡Silencio! ¡No hablemos de esto!FELIPE.––¡Y pude coronar al inglés! ¡rendir

pleito-homenaje al extranjero! ¡conspirar avuestra ruina!

CARLOS.––Dejemos eso; todo está perdona-do. Este instante todo lo borra. Fue influjo deldestino..., de una estrella contraria.

FELIPE.––(Cogiéndole la mano.) Expiará talesyerros, creedme, quiero expiarlos. Serán repa-rados cuantos males sufristeis. Recobraréis elreino entero, sin faltar un solo villorio.

CARLOS.––Como estemos unidos, no temoya a nadie.

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FELIPE.––Os juro que combatía pesaroso con-tra vos. Harto lo sabíais, ¿por qué no la envias-teis a mi encuentro? (Indicando a INÉS SOREL.)No hubiera resistido a sus lágrimas. Ahora in-útil sería que el infierno intentara desunirnos,porque sentí palpitar vuestro corazón junto almío y hallé el puesto que me corresponde. Estecorazón era el límite marcado a mis extravíos.

EL ARZOBISPO.––(Interponiéndose entre ellos.)Estáis unidos, príncipes. Francia, como el fénix,renace de sus propias cenizas. Nos sonríe bri-llante porvenir. Se cicatrizarán las heridas delpaís, salen de sus escombros las ciudades ypueblos destruidos, brotan en los campos nue-vas mieses, si, mas los que cayeron víctimas devuestras querellas, los muertos, no resucitarán;las lágrimas vertidas con vuestros conflictosvertidas fueron, y con razón. Sin duda queprosperará la generación que viene, mas no poreso la pasada habrá dejado de ser la víctima delas calamidades. La dicha de los hijos no' resu-cita ciertamente a los padres. ¡He aquí los fru-

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tos de vuestras fratricidas discordias! ¡Aprove-chad tales enseñanzas! ¡Temed a la tremendadivinidad de la guerra antes de desenvainaruna sota espada! Si el fuerte puede a voluntaddesencadenarla, el Dios de los combates noobedece a la voz del hombre; no es como elhalcón que una vez en el aire torna a posarse enla mano del cazador. ¡Ni acude siempre Dioscon oportuno soccrro, como nos fue dado verlohoy!

FELIPE.––¡Señor!... Un ángel camina a vues-tro lado. ¿Dónde está, que no le vemos aquí?

CARLOS. ¿Dónde está Juana? ¿Por qué falta aeste solemne y bello acto, que debemos preci-samente a ella?

EL ARZOBISPO.––Señor, no gusta la santaniña del ooio de la corte, y cuando Dios no lallama a la luz, se goza en ocultarse púdicamen-te a los ojos del mundo. Sin duda estará con-versando con Dios, si no se ocupa en la salva-ción de Francia; que a donde quiera la sigue labendición del cielo.

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ESCENA IV

Dichos. JUANA, revestida de su armadura,pero sin el casco, y en su lugar una guirnaldade flores.

CARLOS––Acércate, Juana, virgen engalana-da con los ornamentos de Sacerdotisa, acércatea consagrar tu obra de alianza.

FELIPE.––Mirad cómo la paz la adorna consus encantos, a ella que ha un momento aparec-ía terrible en el combate. Ya ves, Juana, que nofalté a mi palabra. Dime si estás contenta de míy me mostré digno de tu auxilio.

JUANA.––A ti mismo te honraste con seme-jante acto. Brillas ahora con radiante y benditoesplendor en los mismos lugares que ayeralumbró con siniestros fulgores tu estreIla dedesastres. (Mirando en torno.) Veo aquí muchose ilustres caballeros... a todos embriaga el jú-bilo... y entre tanto hay todavía uno que no par-

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ticipa del contento general, y se ve forzado aocultar su tristeza.

FELIPE. ¿Y quién es ese infeliz tan abrumadopor el peso de su conciencia, que deba desespe-rar de nuestra piedad?

JUANA.––¿Permitirás que se presente? Díque puede. Consuma tu obra meritoria. ¡No sereconcilia del todo quien no se liberta de todorencor! Una gota de odio en el fondo del vasodel placer, basta a envenenar el divino brebaje.Así en un día como este Borgoña no puedeeximir de su amnistía crimen alguno por atrozque sea.

FELIPE.––¡Ah! ¡te comprendo!JUANA.—Consientes en perdonar, ¿ver-

dad?... ¿Consientes, duque?... (Abre la puerta eintroduce a DUCHATEL que se queda en el fondo.)El duque ha hecho las paces con todos sus ad-versarios, incluso contigo. (DUCHATEL da al-gunos pasos con timidez, y mirando al duque, parainterpretar su pensamiento.)

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FELIPE. ¿Pero qué haces de mí, Juana? ¿Sabeslo que exiges?

JUANA.––Sólo sé que un dueño generosoabre la puerta, a todo huésped y no excluye anadie. Así como el firmamento abarca el mun-do entero, el perdón alcanza a todos, amigos yenemigos. Porque cuanto es bueno y viene delo alto es común a todos y sin reserva, así losrayos del sol que inundan el infinito, como elrocío del cielo que apaga la sed de toda criatu-ra. Sólo en las dobleces moran las tinieblas.

FELIPE.––Hace de mí lo que quiere. Mi co-razón en sus manos es como blanda cera...Abrazadme, Duchatel; yo os perdono. No teofenda ¡oh padre mío! verme estrechar la manoque te hirió. ¡Y tú, Dios de la muerte, no meimputes a delito el olvido de mis juramentos devenganza! En la tumba, en la eterna noche queos envuelve, el corazón cesó de latir, y sólo lainmovilidad reina en torno, pero aquí a la luzdel día, aquí, arrebatado por vivas sensaciones,

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el hombre es juguete de la omnipotente impre-sión de un instante...

CARLOS—(A JUANA) Todo te lo debo a ti,augusta doncella. No podías cumplir mejor tupalabra. En un abrir y cerrar de ojos veo tro-cada mi suerte; me reconcilias con mis amigos,aniquilas a mis adversarios, libertas mis ciuda-des de extranjero yugo..., tú sola lo hiciste to-do... habla... ¿cómo te recompensaré?

JUANA.––Sé humano en la prosperidad, co-mo lo fuiste en la desgracia, señor, y no olvidesen la cima de tu gloria, cuánto vale un amigo enlos días de desgracia. ¡Harto lo probaste por timismo! No niegues justicia ni clemencia alúltimo de tus vasallos; piensa que fue una po-bre pastora la que Dios suscitó para salvarte.Así reunirás a Francia entera bajo tu cetro, yserás jefe y fundador de una raza de príncipesilustres; pues tus descendientes alcanzarán másgloria que tus predecesores, y florecerá tu linajemientras sepa conservar el amor de su pueblo.Sólo el orgullo puede conducirte a la ruina. Allá

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en un rincón de las humildes chozas de dondesalió ahora tu salvación, se forja la tormentaque ha de herir a tus culpables descendientes.

FELIPE—¡Oh! inspirada virgen cuya inteli-gencia nos alumbra, háblame también de miraza ya que tus ojos sondean las tinieblas delhorizonte. Dime, ¿continuará des-senvolviéndose con magnificencia como em-pezó?

JULIANA.––Elegiste por sitial un trono, y amás aspira tu altivez, ansiosa de elevar hastalas nubes su atrevido edificio. Pero la mano deDios marcará de súbito un límite a tu engran-decimiento. No temas por eso que se hunda tudinastía, no; renacerá por el contrario con ma-yor esplendor bajo el reinado de una doncella.Ella dará al mundo monarcas, grandes reyesque se sentarán en dos poderosos tronos y do-minarán el mundo conocido, y otro que Diosoculta a nuestras miradas, allende ignoradosmares.

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CARLOS.––¡Oh! dinos, si lo sabes también,dinos si la alianza que hoy renovamos, se per-petuará en nuestros descendientes.

JUANA.––(Después de un momento de silencio.)¡Reyes y grandes de la tierra! temed la discor-dia, no la arranquéis nunca de su sueño en elantro pavoroso donde habita; porque una vezen pie, siglos enteros trascurren antes que seadomeñada. Bien pronto procrea nuevas razasde fuego que viven de sí mismas, como el in-cendio se alimenta del incendio. No queráissaber más. Gozad del presente y permitidmeque corra un velo sobre el porvenir.

INÉS.––Santa doncella, harto sabes, pues leesen mi alma, que no sueño con vanas grandezas.¿No pronunciarás para mí un oráculo propicio?

JUANA.––El espíritu que me inspira, sólo medescubre los destinos del mundo. Tu suerteprivada se halla en tus manos.

DUNOIS—¿Y cuál será la tuya? Sin duda quea ti, santa y piadosa niña, te fue reservada la

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mayor felicidad que pueda gozarse en esemundo.

JUANA.––¡La felicidad está en el cielo, en elseno de Dios!

CARLOS––Entretanto quiero cuidar de tu di-cha y hacer que tu nombre sea glorioso y vene-rado en Francia, por los siglos de los siglos.Desde este instante proveeré a ello. Arrodíllate.(Desenvaina su espada y le da espaldarazo.) Leván-tate; ya eres noble. Tu mismo Rey te saca delpolvo en que naciste, y ennoblece en su sepul-cro a tus ascendientes. Tendrás por divisa unaflor de lis, y serás igual a los mejores. Sólo lasangre de los Valois es más roble que la tuya,pero cualquiera de mis grandes debe conside-rarse honrado con tu mano. Ahora deja a tuRey el cuidado de elegir para ti un noble espo-so.

DUNOIS.––(Adelantándose.) La elegí por mía apesar de la oscuridad de su nacimiento, y nohan de aumentar ni su mérito ni mi amor, loshonores que ciñen su frente de nueva aureola.

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En presencia de mi Rey y de su santo arzobis-po, le ofrezco mi mano si la estima digna deaceptarla.

CARLOS.––¡Por Dios, que estás haciendo mi-lagro sobre milagro, irresistible niña! Lo que esahora empiezo a creer que nada te es imposible,pues lograste dominar a este soberbio que osa-ba desafiar el supremo poderío del amor.

LA HIRE.––(Adelantándose.) Si no me engañala apariencia, la modestia es la más bella cuali-dad de Juana, y aunque digna del homenaje delmás ilustre príncipe no no aspira ciertamente atanto. No codicia vana grandeza; le basta latierna y fiel adhesión de un alma honrada y lapacífica suerte que le ofrezco con mi mano.

CARLOS. ¿Tú también,. La Hire? Ya son doslos pretendientes, ambos ilustres, ambos famo-sos e iguales en caballerescas virtudes. Pareceque quieres sembrar la rivalidad entre mis másqueridos amigos, después de haberme reconci-liado con los adversarios y pacificado mi reino.Sólo uno debe poseerla, y yo estimo a ambos

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igualmente dignos de tal premio. Decide pues,tú, Juana; habla.

INÉS.––(Acercándose.) Paréceme que la niña seconmueve y se ruboriza. Désele tiempo parainterrogar su corazón y confiar a una amiga elsecreto. Por mi parte creo llegado el momentode acercarme como hermana a la púdica donce-lla, y de ofrecerle Mi fiel y discreta ayuda. De-jadnos, pues, meditar como mujeres, este asun-to sólo propio de mujures, y aguardad el resul-tado de nuestra deliberación.

CARLOS.––(Yéndose.) Sea.JUANA.––Aguardad, señor. No coIurearon

mis mejillas, ni la emoción, ni el tímido pudor,ni tengo nada que confiar a esta noble dama,que no pueda declarar sin vergüenza a loshombres. Verdad que me honra en extremo lapretensión de tan nobles caballeros, pero yo noabandoné mis ganados con el fin enteramentemundano de alcanzar vana grandeza, ni vestí lacoraza para ornar mi frente con la corona dedesposada: No; es muy distinta mi misión, y

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sólo puede cumplirla una virgen sin mancha.Soy enviada de Dios, y no puedo ser la esposade hombre alguno.

EL ARZOBISPO.––La mujer nació para dulcecompañera del hombre. El mejor modo de ser-vir al cielo consiste en obedecer a la naturaleza.Pues ya cumpliste las órdenes de Dios que tellamó a la batalla, debes arrojar tus arreos yvolver a tu sexo, que has debido renegar, y queno nació para el ejercicio cruento de las armas.

JUANA.––No sé todavía, venerable señor,cuáles serán las órdenes del Espíritu, perocuando llegue el momento no cesará ciertamen-te de manifestarse y entonces obedeceré a suvoz. Por ahora; me exhorta a continuar mi em-presa, pues mi soberano todavía no fue coro-nado ni ungido, ni recibió el título de rey.

CARLOS.––Pero nos hallamos en camino deReims.

JUANA.––No nos detengamos, porque elenemigo está alerta para cerrarnos el paso. Pero

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yo me encargo de conducirte allí más que sea através de todos sus batallones juntos.

DUNOIS.––Mas cuando se haya realizado to-do, y nos hallemos triunfantes en Reims, dime,santa doncella, ¿me permitirás que...

JUANA.––Si Dios quiere que salga victoriosade tan encarnizada lucha, entonces mi misiónhabrá terminado y la pastora nada tendrá quehacer en el palacio del Rey

CARLOS—(Cogiéndole la mano.)Ahora te anima la voz del Espíritu, y calla en

tu pecho el amor porque lo llena Dios, pero estono será siempre, créeme. Cesará la agitación dela guerra. Con la victoria renacerán la paz y laalegría, y más dulces afectos en todos los cora-zones. También en el tuyo dejarán sentirse. Hasde verter tales lágrimas de ternura como nuncahabrás vertido. Este corazón que ahora hinchela gracia del cielo, buscará en la tierra un ami-go. Después de haber hecho felices a tantossalvándoles la vida, acabarás por querer la feli-cidad de uno solo.

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JUANA. ¿Tan cansado estás de la manifesta-ción divina, delfín, que ya quieres romper elvaso que la contiene, y rebajar hasta el polvo ala virgen pura enviada de Dios? ¡Hombres depoca fe! El cielo os inunda de sus esplendores,os revela mil prodigios, ¿y aún persistís en nover en mí más que una mujer? ¿Soporta unamujer una armadura de hierro, ni se entremeteen una guerra? ¡Ay de mí, si pudiera sentirmeatraída por un hombre, teniendo en mis manosla espada del Dios de las venganzas! Más mevaliera no haber nacido. Basta ya, si no queréisdesencadenar la cólera del Espíritu que meanima. ¡Una sola mirada del hombre que meama, es objeto para mí de horror y profanación!

CARLOS.––Basta pues. Es inútil que tratemosde conmoverla.

JUANA.––Manda que toquen los clarines,que ya me va siendo la tregua, angustia y su-plicio. Mi vehemencia me sustrae a la ociosidady me impele al cumplimiento de mi empresa.Habla imperioso el destino y obedezco.

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ESCENA V

Dichos. Llega un CABALLERO corriendo.

CARLOS.––¿Qué hay?CABALLERO.––El enemigo ha pasado el

Marne y dispone el ejército al ataque.JUANA.––(Con inspiración.) ¡Guerra! Mi alma

rompe sus cadenas. ¡A las armas! Acudo entanto a formar los batallones. (Se va corriendo.)

CARLOS.––Seguidla, La Hire. Quieren for-zarnos por última vez a disputarles la coronade Francia a las puertas de Reims.

DUNOIS.––No les impele realmente el valor.Este es el supremo esfuerzo de desesperaciónde su impotente rabia.

CARLOS.––No será necesario, duque, que osexcite al combate. Llegé la hora de reparar pa-sados yerros.

FELIPE.––Esto corre de mi cuenta.

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CARLOS.––Os precederé por el camino de lagloria. Quiero reconquistar mi diadema frente ala misma ciudad de la coronación. ¡Inés mía!¡Tu caballero te dice adiós!

INÉS.––(Abrazándole.) No lloro, ni tiemblo porti. Mi fe remonta al cielo serena y tranquila nonos otorgó sin duda tales favores para rendir-nos al postre en la aflicción. El corazón me diceque abrazaré a mi dueño y señor, victorioso enlos muros de Reims, tomados por asalto. (Grantocata de clarines, que degenera en bélico tumulto.Música de la orquesta acompañada por los instru-mentos militares, en el interior del escenario.)

ESCENA VI

Una vasta campiña; algunos árboles en pri-mer término. Mientras sigue la música de laorquesta, se ven pasar por el fondo algunossoldados huyendo.

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TALBOT apoyándose en FALSTOLF y acom-pañado de algunos soldados. Luego LIONEL.

TALBOT.––Tendedme aquí debajo de estosárboles y volved en seguida a la pelea. Paramorir no necesito ayuda.

FALSTOLF––¡Oh! ¡día de luto y de desgracia!(Sale LIONEL.) ¿En qué momento llegáis, Lio-nel? Ahí yace el general. No cedáis a la muerte.Haceos superior a la naturaleza Y obligadla avivir por un esfuerzo de la voluntad.

TALBOT.––¡Inútiles esfuerzos! Llegó la horamarcada por la suerte, en que debe hundirse eltrono que levantamos en tierra francesa. Envano intenté parar los golpes en esta desespe-rada lucha. Fui herido del rayo en el campo debatalla, y ahí me tenéis tendido en el suelo parano levantarme jamás... Reims está va perdido...¿Venís para salvar París?

LIONEL.––París ha capitulado. Un correoacaba de traerme la noticia.

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TALBOT.––(Arrancándose el vendaje de la heri-da.) Entonces, ¡corra a torrentes mi sangre! ...¡Estoy ya harto de este sol!

LIONEL.––No puedo seguir aquí. Falstolf,trasportad al general a paraje seguro... no po-dremos defender mucho tiempo estos sitios...huyen los nuestros a la desbandada arrojadospor la doncella.

TALBOT.––Triunfaste ¡oh demencia! ¡y yo...yo muero! Los mismos dioses lucharían en va-no con la locura. ¿Qué vales tú, augusta razón,hija radiante del cerebro divino, sabia fundado-ra del universo, reguladora de los astros, quévales tú, si atada a la cola de la superstición,arrastrada a despecho de tus alaridos, debesrodar con ella al abismo? ¡Maldito sea quienconsagra su vida a empresas dignas y grandes!¡Maldito quien obedece a plan alguno, madu-ramente concebido! ... ¡El mundo perte-nece al rey de los locos!

LIONEL.––Milord, os quedan pocos instantesde vida; pensad en vuestro Creador.

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TALBOT.––Aun si hubiésemos sido vencidos,valientes como somos, por otros valientes, nosconsolaría la suerte común a todos, y propia delas vicisitudes humanas... ¡pero sucumbir por

semejante farsa!... ¡Ah!... ¡no, nues-tra laboriosa y grave carrera merecía más gravefin!

LIONEL.––(Tendiéndole la mano.) Adiós, mi-lord... Pensad cuánto os lloraré, si es que escapoyo con vida... Ahora, me llama el destino alcampo de batalla, donde preside aún como árti-tro supremo, cuya sentencia se halla en suspen-so. ¡Hasta el cielo, milord! Breve parece el tiem-po a una larga amistad. (Se va.)

TALBOT.––Bien pronto habrá concluido to-do; bien pronto devolveré a la madre tierra y aleterno sol, estos átomos que se aglomeraron enmí para el dolor y el placer. Y del poderosoTalbot, que llenó el universo con su renombre,sólo quedará un puñado de polvo. Así llega elhombre al término de su vida. ¡He aquí quésacamos de nuestra lucha con la existencia!...

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una mirada hundida en el vacío, y el hondo,profundísimo desdén por cuanto nos pareciógrande y digno de envidia.

ESCENA VII

CARLOS. El DUQUE DE BORGOÑA. DU-NOIS. DUCHATEL. Soldados.

FELIPE.––Hemos ganado las trincheras.DUNOIS.––La jornada es nuestra.CARLOS.––(Viendo a TALBOT.) Ved; ¿quién

es aquél que está allí espirando dolorosamente?Por su armadura veo que es un caballero; daosprisa a socorrerle, si es tiempo todavía. (Lossoldados se acercan a TALBOT.)

FALSTOLF.––Atrás... no déis un paso... Res-petad los despojos de un hombre a quien mien-tras vivió no deseasteis acercaron mucho, cier-tamente.

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FELIPE.––¿Qué veo? ¡Talbot!... ¡anegado ensu propia sangre! (Corre a él; TALBOT clava en élsu postrer mirada, y muere.)

FALSTOLF.––Atrás, Borgoñón. ¡Excusa a laúltima mirada del héroe el aspecto de un trai-dor!

DUNOIS.––¡Oh! invencible y poderoso Tal-bot... ¿Tan pequeño espacio te basta, a ti, aquien la Francia pareció estrecha para tu in-mensa ambición? Señor, desde este punto pue-do ya aclamaros rey... Mientras un alma habitóen este cuerpo, vaciló en vuestra cabeza la co-rona.

CARLOS.––(Después de haber contemplado ensilencio el cadáver de TALBOT.) Vencióle alguienmás poderoso que nosotros, y vedle ya tendidosobre este suelo de Francia, como el héroe sobreel escudo, que no abandona nunca. Lleváoslo.(Los soldados levantan y se llevan el cadáver.) Des-canse en paz. Quiero levantar un monumentoen su honor, y aquí mismo, en el corazón deFrancia, donde terminó heroicamente su vida,

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descansarán sus restos. Jamás penetró tan lejosespada alguna enemiga. El lugar de su tumba leservirá de epitafio.

FALSTOLF.––(Presentando su espada.) Soy tuprisionero, señor.

CARLOS.––(Devolviéndosela.) Aguardad. Laguerra, aunque implacable, respeta los deberesque impone la piedad. Debéis ser libre paraenterrar a vuestro jefe... Ahora, Duchatel, id atranquilizar a Inés que tiembla por mi suerte.Decidte que vivo, que hemos vencido y traedlatriunfante a Reims. (DUCHATEL se va.)

ESCENA VIII

Dichos. LA HIRE.

DUNOIS.––La Hire, ¿dónde está la doncella?LA HIRE.––¡Cómo!... ¿Vos me lo preguntáis?

¡Si la dejé peleando a vuestro lado! ...FELIPE.––En lo más espeso de la refriega vi

flotar hace poco su blanca bandera.

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DUNOIS––¡Ay de nosotros! ¿Dónde está?Temo alguna desgracia. Venid... ¡apresurémo-nos a libertarla! ¡Tiemblo pensando que su au-dacia la ha llevado demasiado lejos! Está ro-deada de enemigos... hace frente a todos y va asucumbir, sin ayuda, a la fuerza del número.

CARLOS.––Corred a salvarla.LA HIRE.––Vamos, os sigo.FELIPE.––Corramos todos. (Se van corriendo.)

ESCENA IX

Sitio desierto en el calmo de batalla. A lo lejosse ven las torres de Reims, alumbradas por elsol.

JUANA.––¡Ah bellaco! Ahora conozco tu as-tucia. Fingiste que huías para alejarme delcampo de batalla, desviando el golpe mortalque amenazaba a los ingleses, mas tiembla porti ahora, porque descargará sobre ti.

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EL CABALLERO.––¿Por qué me persigues yvienes pisándome los talones con tal implacablerabia?... No es mi destino sucumbir a tus gol-pes.

JUANA. Te odio con toda el alma, te odiocomo a la noche, cuyo color llevas, y sientoirresistible deseo de matarte. ¿Quién eres tú?...Alza la visera. Si no hubiese visto caer a Talboten el combate, diría que eras él.

EL CABALLERO. ¿Ha cesado ya de inspirarteel espíritu de profecía?

JUANA.––No; habla por el contrario en elfondo de mi conciencia, y me dice que traescontigo la desdicha.

EL CABALLERO. –– Hete llegada, Juana, deArco, a las mismas puertas de Reims, en alas dela victoria... Conténtate con ella... Liberta a laFortuna que como esclava te ha servido, sinaguardar a que ella te abandone. Ya sabes queaborrece la fidelidad, y que no sirvió jamás has-ta el fin a dueño alguno.

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JUANA. ¿Qué me propones? ¡Detenerme enmitad de mi carrera!... ¡Abandonar mi empresa!No; yo la realizaré y cumpliré mis votos.

EL CABALLERO.––Nada te resistió hastaahora, poderosa heroína, y por donde quieravenciste, pero cesa desde este momento deafrontar los riesgos del combate... Sigue mi con-sejo...

JUANA.––No soltaré la espada hasta haberexterminado a la soberbia Inglaterra.

EL CABALLERO.––Mira...; allí está Reimscon sus torres, Reims, objeto y término de tuexpedición. ¿Ves cómo brilla la cúpula de lasublime catedral? En ella entrarás triunfante ycoronarás a tu Rey, y dejarás cumplida tu mi-sión. Pero después de esto, no des un paso...atiende el aviso... vuélvete atrás...

JUANA. ¿Pero quién eres tú, alma falaz, queasí intentas amedrentarme y perturbar mis sen-tidos? ¿De qué nace tal audacia, para impor-tunarme con mentidos oráculos? (El caballerointenta retirarse, y JUANA le cierra el paso.)

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JUANA.––No...; debes responderme, o morira mis manos. (Intenta herirle.)

EL CABALLERO.––(La toca y JUANA se detie-ne inmóvil.) Hiere lo que es mortal... (Anochecede súbito; relámpago y truenos. EL CABALLEROdesaparece.)

JUANA.––(Queda de pronto absorta y vuelveluego en sí.) No fue realidad, fue fantasma devo-rador del infierno, espectro escapado de losabismos para desconcertar mi valor... Pero ¿aquién puedo temer si empuñan mis manos laespada de mi Dios?... No... quiero llevar atérmino victoriosamente mi carrera, y más queel infierno se oponga... ¡fuera vacilaciones! ¡fue-ra flaqueza! (Hace que se va y vuelve.)

ESCENA X

JUANA. LIONEL.

LIONEL. –– ¡Defiéndete, maldita! Uno de losdos no ha de salir vivo de aquí... Has dado

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muerte a los mejores entre los míos, al noble, almagnánimo Talbot que espiró en mis brazos...Por Dios que he de vengarle, o compartir susuerte. Y para que sepas quien te concede,muerto o vencedor, semejante gloría, te diré,quién soy; soy Lionel, el último capitán denuestro ejército que ha sobrevivido, y que nofue vencido todavía por nadie. (La acomete. Des-pués de breve combate, JUANA le desarma.) ¡Suer-te fatal! (Siguen luchando un momento.)

JUANA.––(Cogiéndole por las plumas del casco,se lo arranca con violencia, y LIONEL queda con elrostro descubierto. JUANA blande la espada, prontaa herirle.) Recibe, pues, lo que buscabas. La Vir-gen te inmola por mi mano. (En el punto en queva a herirle, JUANA ve su rostro y la mirada deLIONEL la pasma. Queda inmóvil de súbito y dejacaer lentamente la espada de sus manos.)

LIONEL. ¿Por qué vacilas?... ¿Quiénte impide descargar el golpe mortal? Toma mivida, ya que me arrebataste el honor... Me halloen tus manos... no haya perdón... (JUANA le

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hace una seña suplicándole que huya.) ¿Huir...yo?... ¿Deberte la vida?... ¡Antes morir!

JUANA.––(Volviendo el rostro.) Si es verdadque tu vida se halló en mis manos, déjame quelo ignore... no quiero saberlo...

LIONEL.––Te odio a ti, y odio la merced quepretendes hacerme... no haya perdón... repito...Hiere a tu enemigo... a tu enemigo que te des-precia... y quisiera matarte a su vez.

JUANA.––¡Mátame y huye!LIONEL.––¿Pero qué es esto?JUANA.––(Ocultando el rostro en tre sus ma-

nos.) ¡Ay desdichada de mí!LIONEL.––(Acercándose a ella.) Si dicen que

matas a cuantos ingleses caen en tus manos...¿por qué a mí quieres perdonarme?

JUANA.—(Vuelve a tomar la espada con rápidoademán, y se apresta de nuevo a herirle, pero denuevo al ver el rostro de LIONEL, se desprende elarma de sus manos.) ¡Virgen del cielo!

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LIONEL.––¡A qué invocar la Virgen! La Vir-gen nada sabe de ti y el cielo no interviene paranada en tus actos.

JUANA.––(Vuelve a tomar la espada.) ¿Qué eslo que hice, Dios mío? He faltado a mis votos.(Retuerce las manos desesperada.)

LIONEL.––(Contemplándola con emoción yacercándose a ella)... ¡Oh!... desdichada niña...¡cómo te compadezco... ! Sí; me conmueves... ami, el único con quien te has mostrado magná-nima... Siento desvanecerse mi odio... debo in-teresarme por ti... ¿quién eres?... ¿De dóndevienes?

JUANA.––Vete, te repito..., huye.LIONEL.––Te compadezco porque eres joven,

porque eres bella... Tu mirada me parte el al-ma... Quiero salvarte... Dime... ¿qué debo ha-cer? Ven, ven renuncia a este horrible pacto...Arroja las armas...

JUANA.––Ya no soy digna de llevarlas.LIONEL.––Arrójalas... pronto... sígueme.JUANA.––(Con horror.) ¿Seguirte?

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LIONEL.––Puedes salvarte; sígueme. Quierosalvarte... no perdamos un momento. No pue-do decir qué extraña pena me causas, y sientoun deseo profundo de salvarte, (La coge por unbrazo.)

JUANA.––¡Dunois! ... Son ellos... me bus-can.... Si por desdicha te hallan aquí ...

LIONEL.––Nada temas... Yo te protegeré.JUANA.––¡Ay! si caes en sus manos, soy

muerta.LIONEL.––¡Cómo!... ¿Me quieres?JUANA.––¡Santo Dios!LIONEL. ¿Volveré a verte?... ¿Sabré

cuál es tu suerte?JUANA.––¡Nunca, jamás!LIONEL.––Sí; volveré a verte... esta espada

me servirá de prenda. (Le toma la espada.)JUANA. –– ¡Insensato! ¿te atreves?...LIONEL.––¡Me fuerzan a huir, pero volveré a

verte! (Se va.)

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ESCENA XI

DUNOIS. LA HIRE. JUANA.

LA HIRE.––¡Vive! ... allí está..,.DUNOIS.––Juana, nada temas; tus amigos

acuden a tu lado.LA HIRE.––No huyáis; Lionel.DUNOIS.––Déjalo ¡Juana! triunfó la buena

causa. Reims nos abre sus puertas, y el puebloentero se precipita al encuentro de su Rey.

LA HIRE.––¿Qué tiene la doncella? Palidece...Vacila. (JUANA desfallece próxima a perder el sen-tido.)

DUNOIS.––Está herida... Arráncale la arma-dura... herida en el brazo ligeramente, graciasal cielo.

LA HIRE.––¡Se desangra!JUANA.––¡Dejad que pierda mi sangre con la

vida! (Cae desmayada en brazos de LA HIRE.)

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ACTO IV

Una sala ricamente engalanada. Adornan lascolumnas algunas guirnaldas. Suena dentromúsica de flautas y oboes.

ESCENA PRIMERA

JUANA, sola.

JUANA.––Descansan las armas, y cesa el re-lampaguear de la guerra. Sucede a los combatesel canto y la danza. En las calles reina el júbilo;en la iglesia resplandece engalanado el altar. Seelevan los arcos de triunfo cubiertos de verdesramajes, y de guirnaldas en sus columnas.Reims es estrecho para contener a la multitudque acude a las fiestas populares.

Embriagados de júbilo todos los corazones,henchidos todos de un mismo pensamiento,cuantos estaban divididos por el odio hace uninstante, participan ahora de la alegría común,

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y no hay francés que no se sienta más orgullosode serlo. Revivió el esplendor de la antiguacorona. Francia rinde homenaje al hijo de suRey.

Y yo entre tanto, yo, autora de esta gloria,permanezco ajena a la dicha universal. Y micorazón transformado, huye la pompa y vuelaal campamento inglés... Allá, hacia el enemigotiendo la mirada... forzada a alejarme del rego-cijo para ocultar la falta que me abruma... ¿Aquién? ¿A mí?... ¿Yo llevo impresa en mi pechovirginal la imagen de un hombre? ¿Aquel co-razón que iluminó un rayo del cielo, late a im-pulsos del amor humano?... ¡Sí, yo, el ángelsalvador, yo el brazo del Altísimo, ardo enamor por el enemigo de mi patria! ¡Y lo con-fieso a la luz del día, y no muero de vergüenza!(La música dentro, suena con más suavidad y ternu-ra.) ¡Oh desdicha! ¡oh desdicha mía! ... ¡Quédulces sonidos! ... ¡Cómo cautivan mi alma!¡Cómo me recuerdan su voz y evocan su ima-gen!

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¡Ah!. .. ¿por qué no me arrebata de nuevo eltorbellino de la guerra? ¿por qué no resuena enmis oídos el trueno de las armas?... Renacieraentonces mi valor. Pero esta vez, estos acentosme cautivan, truecan en lánguidos deseos mifuerza... la derriten en lágrimas de ternura.(Pausa. Con vivacidad.) Debí herirle... ¿pero pod-ía acaso, después de haberle visto? ¡Herirle! ...Antes volver contra mi propio seno el armahomicida... ¿Seré culpable porque me mostréhumana?... ¿Fue crimen mi piedad? ¡Mi piedad!... Pero si no la tuve con los otros que inmoló miespada... ¿por qué calló su voz cuando implorópor su vida el infeliz, el tierno mancebo de Ga-les? ¡Ah! corazón hipócrita... mientes a la faz dela eterna luz... No... no obedeciste a la santa vozde la piedad.

¿Por qué mis ojos se fijaron en los suyos?...¿Por qué contemplé su rostro?... Con

aquella mirada empezó tu crimen, ¡infeliz! ...Dios quiere ciegos servidores, y a ojos cerradosdebía consumar tu obra. Viste, y cayó el escudo

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de Dios; viste, y te prendió en sus redes el in-fierno. (Vuelven a oírse las flautas. JUANA seabisma en sus pensamientos.) ¡Oh!... mi cayado...¡ojalá no te trocara nunca por la espada! ¡Ojaláno sonara nunca en mis oídos la voz que mur-mura en el ramaje de la sagrada encina! ¡Nuncame hubiese aparecido la Reina de los cielos!Toma de nuevo tu corona, Virgen madre...tómala... no la merezco.

¡Ay de mí! he visto abrirse los cielos, con-templé la faz de los bienaventurados y no sehalla en los cielos mi esperanza, no, sino en latierra. ¿A qué cargar mis hombros con tan te-rrible misión? ¿Pude acaso endurecer mi co-razón sensible, que hinche la gracia?

Si quieres manifestarnos tu poder elige a losespíritus inmortales, limpios de pecado, inacce-sibles a las pasiones y a las lágrimas... ¡no a unatímida niña, a una débil pastora!

¿Qué me importa la suerte de los combates, nila discordia de los reyes? Feliz, inocente, apa-centaba mis ganados en las serenas cumbres, y

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de allí me arrancaste para arrojarme en el bulli-cio del mundo, en el orgulloso palacio de losreyes y entregarme al mal... ¡Ah! ¡no era esta mivocación!

ESCENA II

JUANA. INÉS SOREL.

INÉS.––(Se adelanta vivamente conmovida, y alver a JUANA se dirige corriendo hacia ella, la abra-za, mas luego volviendo en sí cae de hinojos a suspies.) No así..., de rodillas a tus plantas.

JUANA.––(Esforzándose en levantarla.) Leván-tate... ¿Qué te pasa? Olvidas quién soy, y quiéneres.

INÉS.––Déjame... Heme a tus pies a impulsosde mi júbilo... Mi corazón rebosa y necesitopostrarme ante Dios... En tu persona le adoro aél, al invisible... ¿No eres tú el ángel que llevó aReims a mi dueño .y señor y le ciñó la corona?Vi realizarse lo que nunca hubiese soñado. To-

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do está dispuesto para la coronación. El Reyviste ya el traje de ceremonia, y se han reunidolos nobles y los pares de Francia para llevar lasinsignias. La muchedumbre acude a torrentes ala catedral, al son de las campanas y con acla-maciones de alegría que resuenan por todaspartes. ¡Ah! ¡no podré soportar tanta dicha!(JUANA la levanta con cariño, e INÉS la contem-pla con atención un momento.) ¡Siempre grave!...¡siempre austera!... das a los otros la felicidad,pero no quieres compartirla. Fría como siem-pre, no participas de nuestra embriaguez...¡Ah!... Como el cielo te reveló sus esplendores,no hay dicha en la tierra, capaz de conmover tucasto pecho. (JUANA coge con viveza la mano deINÉS SOREL; y luego la suelta.) ¿Por qué no eresmujer, mujer sensible? Decídete a despojarte deesta armadura, puesto que la guerra acabó...decídete a participar de las condiciones de tusexo. Mientras sigas pareciéndote a la austeraPalas, mi tierno corazón se espanta en tu pre-sencia... no me atrevo a acercarme.

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JUANA. ¿Qué exiges de mí?INÉS.––Que sueltes las armas y te despojes de

tu armadura... El amor teme acercarse a estepecho que defiende la coraza. ¡Sé mujer y veráscuán pronto amarás!

JUANA.––iSoltar las armas en esta ocasión!¡Ahora! Expondría... pídeme que exponga mipecho indefenso a los golpes de la muerte, perono que me desarme ahora; ojalá me protegiesecontra tales regocijos, contra mí misma, triplecoraza de hierro.

INÉS.––Piensa que Dunois te ama, que su al-ma, sólo sensible hasta hoy a la gloria, únicavirtud del soldado, arde por ti de amor... ¡Bellacosa es ser amada de un héroe... pero amarle esmejor todavía! (JUANA vuelve el rostro conhorror.) Le odias. ¡Ah! no, lo más que puedes esno amarle, pero aborrecerle... ¿por qué?... Sólose odia a quien nos priva de los que amamos, ytú no quieres a nadie. Late tranquilo tu co-razón. Si pudiera sentir...

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JUANA.––Ten lástima de mí.... Deplora misuerte.

INÉS. ¿Qué te falta para ser dichosa? Cum-pliste tu palabra y Francia es libre; coronaste atu Rey victorioso, y tu gloria no tiene igual. Elpueblo ebrio de gozo te saluda, te aclama, teelogia sin cesar; eres la divinidad de estas fies-tas... El mismo Rey, con su corona, no brilla conesplendor tan glorioso como el tuyo.

JUANA.––¡Ah!... Si pudiera esconderme enlas entrañas de la tierra.

INÉs.––Pero, ¿qué tienes?... ¡Qué extrañaemoción! ... ¿Quién podrá mirar al cielo, si túbajas los ojos?... Comprendo que me ruborizarayo, tan pequeña si me comparo contigo, e inca-paz de igualarte en heroismo, yo que, si he deconfesar mi flaqueza, no me preocupo ni de lagloria de mi patria, ni del trono restaurado, nidel sublime entusiasmo popular, ni de la em-briaguez de la victoria, sino de él... que me cau-tiva por completo, mi único afecto, mi dueñoadorado, a quien el pueblo aclama y bendice, y

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cubre de flores... de él, que es mío, que amo contoda el alma.

JUANA.––Tú sí eres dichosa, tú sí... Tú amas,donde aman todos. Puedes abrir tu corazón alos ojos de todos, y dar libre curso a tu al-borozo... La misma fiesta que celebra hoy elreino, es la fiesta de tus amores. Esa multitudque se agolpa dentro de estos muros compartey consagra tu emoción. A ti saludan... para titejen sus guirnaldas. La felicidad pública y tú,sois una misma cosa. Amas al sol que esparcetal alegría, y cuanto ves es tan sólo reflejo de tuamor.

INÉS.––(Arrojándose en sus brazos.) ¡Oh! Mellenas de gozo. ¡Cómo me comprendes!... ¡Ah,sí!... no te conocía bien, sin duda conoces elamor, porque expresas a las mil maravillas lomismo que siento. ¡Fuera timidez, fuera temo-res, mi alma vuela confiada hacia ti!

JUANA.––(Intentando sustraerse a sus abrazos.)Déjame... aléjate de mí... cuida de no manchartecon mi presencia... Ve... ve... sé feliz y deja que

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oculte en profunda noche mi infortunio, mivergüenza, mi desesperación.

INÉS.––¡Dios mío!... Me asustas... no te com-prendo, ni nunca te he comprendido. Fuistesiempre para mí un misterio. Pero es difícil enverdad comprender qué puede ser causa derecelo para tu alma celestial; tan pura y tierna alpar.

JUANA.––Tú eres aquí la santa, la pura, noyo. Si pudieras leer en mi alma, rechazarías conhorror, lejos de ti, a la enemiga, a la traidora.

ESCENA III

Dichos. DUNOIS. DUCHATEL. LA HIRE,con la bandera de JUANA.

DUNOIS.––Por orden del Rey, Juana, veni-mos en tu busca; todo está pronto y quiere quele precedas con la santa bandera. Vas a figurarentre los príncipes, y delante del Rey, porque

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reconoce, y con él todos, que a ti sola se debe lagloria de este día.

LA HIRE.––Ahí está la bandera; tómala, no-ble doncella; están aguardándote los príncipesy el pueblo.

JUANA.––¿Precederle yo? ¿llevar yo la ban-dera?

DUNOIS. ¿Y quién si no tú es digno de ello?¿Dónde hallar manos bastante puras para llevareste símbolo sagrado? Lo enarbolaste en loscombates, y justo es que lo lleves ahora comoornamento por la alegre senda del triunfo. (LAHIRE le presenta la bandera. JUANA retrocede y seestremece.)

JUANA.––¡Atrás!... ¡Atrás!LA HIRE. ¿Qué te pasa?... Te estremeces ante

tu propio estandarte... Mira. (La despliega.) Es lamisma que hacías flotar en la victoria. En suspliegues está representada la Reina de los cieloscerniéndose sobre la tierra, como te ordenó lamisma Virgen.

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JUANA.––(Mirando con espanto.) ¡Es ella, lamisma! ... Así se me apareció. Mirad cómofrunce las cejas, y bajo los sombríos párpadosllamea su mirada!

INÉS.––Delira... Vuelve en ti... Estás viendovisiones. Esta no es más que vana imagen... LaVirgen mora en lo infinito.

JUANA.––¡Terrible visión! Ven castigar a tucriatura. Aplástame, castígame, toma tus ra-yos... lánzalos contra mí. Falté a mis votos, heprofanado, he blasfemado tu divino nombre.

DUNOIS.––¡Oh desdicha nuestra!... ¿Quéquiere decir todo esto? ¿Qué funestas palabras?

LA HIRE.––(A DUCHATEL con estupor.)¿Comprendéis algo de esta increíble convul-sión?

DUCHATEL.––Bien lo veo, y no son de hoymis temores.

DUNOIS—¡Cómo! ¿Qué queréis decir?DUCHATEL.––No puedo decir lo que pienso.

¡Ojalá hubiese pasado ya todo, y hubiésemoscoronado al Rey!

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LA HIRE.––¿Será que se vuelve contra ti elterror que esparcía en torno esta bandera?...Deja que tiemble el inglés ante ese signo, ho-rrible para los enemigos de Francia. pero propi-cio a sus hijos.

JUANA.––¡Verdad! Propicio a los amigos ysólo terrible para los enemigos. (Suena dentro lamarcha de la coronación.)

DUNOIS.––Toma la bandera, tómala; ya salela procesión; démonos prisa. (Le entrega la ban-dera; la coge JUANA con visible repugnancia y seva. Los demás la siguen.)

ESCENA IV

Una plaza pública delante de la Catedral.

La multitud ocupa el foro; algunos grupos decuriosos en primer término. BERTRÁN,CLAUDIO-MARÍA y ESTEBAN. Suena a lolejos la marcha de la coronación.

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BERTRÁN. ¿Oís la Música?... Ya están aquí;ya se acercan. ¿Qué haremos? ¿Subir a una azo-tea, o meternos entre la gente para no perdernada de la procesión?

ESTEBAN.––¡Si es imposible abrirse paso! Lascalles están atestadas de gente a caballo y encoche.

CLAUDIO.––Parece que ha venido aquí me-dia Francia. Todo se lo lleva la corriente... Hastaa nosotros nos sacó de la Lorena, tan lejos comoestá, para traernos a esta plaza.

BERTRÁN.––¿Quién puede quedarse tran-quilo en su rincón, cuando ocurren tan grandescosas? ... Cuidado si costó sangre y sudoresvolver al rey legítimo la corona; no sería bien,pues, que nuestro Rey, a quien devolvemos loque es suyo, fuese menos festejado que el de losparisienses; coronado en San Dionisio. No esbuen francés quien no acude a esta fiesta y nogrita como nosotros: ¡Viva el Rey!

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ESCENA V

Dichos. MARGARITA y LUISA acercándosea ellos.

LUISA.––¡Cómo me late el corazón, Margari-ta! Vamos a ver a nuestra hermana.

MARGARITA.—Sí; vamos a verla rodeada deesplendor y grandeza, y a decirnos: es Juana,nuestra hermana.

LUISA.––Yo necesito verla para creer que seaella misma, que nos dejó para no volver, la quellaman la doncella de Orleáns.

MARGARITA.––¿Aún dudas? Pues ya loverás.

BERTRÁN.––Aguardad... ya están aquí.

ESCENA VI

Abren la marcha algunos tocadores de flautay oboe, a los que siguen niños vestidos de blan-

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co y con verdes ramos en la mano. Luego vie-nen dos heraldos y un piquete de alabarderosque preceden a los magistrados con traje deceremonia. Detrás, dos mariscales con el bastónde mando; el duque de Borgoña llevando laespada; Dunois, el cetro, y otros nobles del re-ino la corona, el cetro rematando en una mano,y el globo imperial. Luego los monaguillos conlos incensarios, dos obispos con la Santa Ampo-lla de Reims, y el arzobispo con un crucifiio.JUANA llevando la bandera, bajos los ojos ycon paso vacilante. Al verla, sus hermanas ma-nifiestan la mayor sorpresa y gozo. Inmediata-mente después de JUANA, el Rey, bajo palioque sostienen cuatro barones. Cortesanos ysoldados cierran la marcha. En cuanto la proce-sión entra en la iglesia cesa la música.

ESCENA VII

LUISA. MARGARITA. CLAUDIO-MARÍA.ESTEBAN. BERTRÁN.

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MARGARITA. ¿Has visto a la hermana?CLAUDIO: ¡Con armadura de oro, y delante

del Rey con su bandera!MARGARITA.––¡Era ella!... Era Juana, nues-

tra hermanita.LUISA.––Y no nos ha conocido. ¡Cómo podía

pensar que el corazón de sus hermanas latíacerca de ella! Iba con los ojos bajos y estaba tanpálida y caminaba con tan inseguro paso, que ala verdad, no me ha alegrado mucho verla,

MARGARITA.––Yo sólo me he fijado en suesplendor, en su gloria. ¿Quién había de imagi-narse, ni aún soñando, cuando apacentaba losrebaños, que la veríamos rodeada de tal pom-pa?

LUISA.––Ahí tenemos cumplido el sueño depadre, que nos decía que nos prosternaríamosen Reims delante de nuestra hermana. Ahí estála iglesia que padre vio en sueños... todo se hacumplido... Pero tuvo también terribles visio-

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nes... y me espanta ver a Juana engrandecida detal modo.

BERTRÁN.––¡A qué seguir aquí sin hacer na-da! Vamos a la iglesia a ver la ceremonia.

MARGARITA.––Sí, vamos; tal vez.encontraremos a Juana.

LUISA.––Ca, volvámonos a casa; ahora ya lahemos visto.

MARGARITA.––¡Cómo!... ¿Sin saludarla?¿Sin hablarla?

LUISA.––Pero si ya no es de los nuestros. Aella le corresponde estar entre príncipes y re-yes. ¿Qué somos nosotros para tomar parte ensu gloria? ¡Si ya nos era extraña cuando vivíacon nosotros!

MARGARITA.––¿Crées que se avergonzaríade nosotros... que nos despreciaría?

BERTRÁN.––Ni el mismo Rey nos desprecia.¿No visteis con qué bondad saludaba aun a losmás humildes cuando pasó? Y por muy altoque haya subido ella, el Rey es más que ella.(Suenan clarines y tambores saliendo de la iglesia.)

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CLAUDIO.––Entremos en la iglesia. (Se vanhacia el foro y se confunden can la multitud.)

ESCENA VIII

TIBALDO vestido de negro. RAIMUNDO lesigue y se esfuerza en detenerle.

RAIMUNDO.––Deteneos, buen Tibaldo... se-paraos de esta gente... Aquí sólo veréis rostrosalegres... ¡Esta fiesta ofende vuestro dolor! Va-mos, vayámonos corriendo de esta ciudad.

TIBALDO. ¿La viste... a mi hija infeliz? ¿Lahas observado bien?

RAIMUNDO.––¡Ah!... idos... os lo ruego.TIBALDO. ¿Has visto cómo andaba temblan-

do, pálida... confusa?... Es que comprende susituación, la desgraciada... Llegó el instante desalvarla... no lo dejemos escapar. (Intenta irse.)

RAIMUNDO.–– Aguardad... ¿qué queréishacer?

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TIBALDO.––Sorprenderla, precipitarla de lacumbre de su vana grandeza, y traerla otra vez,aunque sea a la fuerza, al Dios que ha renega-do.

RAIMUNDO.––Pensadlo bien. ¿Vos mismoprecipitaréis a vuestra hija?

TIBALDO.––Perezca su cuerpo y sálvese elalma. (JUANA, sin la bandera, sale precipitada-mente de la iglesia. La multitud se agolpa en tornosuyo adorándola, besando sus vestidos, de forma quepermanece un rato en el fondo, sin poder abrirsepaso por entre la gente que la asedia.) ¡Llega!... ¡Esella! ... Huye de la iglesia... pálida, víctima desu propia angustia que la arroja del santuario.¡Sentencia es de Dios, que empieza a revelarse!

RAIMUNDO.––Adiós... no esperéis que per-sista todavía... Vine henchido de esperanza, yme vuelvo lleno de aflicción. He visto de nuevoa vuestra hija y siento que de nuevo la he per-dido. (Se va. TIBALDO se aleja en opuesta direc-ción.)

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ESCENA IX

JUANA. El pueblo. Luego MARGARITA yLUISA.

JUANA—(Libre ya de las apreturas se adelanta.)No puedo seguir aquí... ¡Los ángeles me recha-zan!... Para mí retumban como el trueno lasdulces voces del órgano, las naves de la iglesiame abruman... necesito aire, espacio, libertad! ...Dejé la bandera en el santuario... jamás, nuncajamás volveré a asirla... Parecióme ver deslizar-se ante mí como un sueño, a mis tiernas her-manas... Luisa... Margarita... ¡Oh, engañosavisión! Lejos están de mí, muy lejos como losfelices días de mi infancia y mi inocencia.

MARGARITA.––(Saliendo.) ¡Es ella, es Juana!LUISA.––(Corriendo a su encuentro.) ¡Oh!,

hermana mía!

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JUANA.––¡Entonces no fue un sueño! Sois re-almente vosotras, vosotras a quienes abrazo. Ati, Luisa mía, y a ti, Margarita... estrecho entremis brazos, en estos extraños lugares, en estapoblada soledad.

MARGARITA.––Nos reconoce todavía. Esnuestra buena hermana.

JUANA.––Venís a mí, tan lejos como estaba,llevadas de vuestro cariño, ¿verdad?... ¿Y nome guardáis rencor porque me fui sin daros miadiós?

LUISA.––¡Oh!... obedecías a los impenetrablesdesignios del cielo.

MARGARITA.––Tu reputación que conmue-ve a todos, y lleva de boca en boca tu nombre,voló hasta el pacífico rincón de nuestro pueblo,y nos trajo aquí a presenciar la solemnidad deesta fiesta. Hemos venido para ver tu gloria... yno estamos solas.

JUANA.––(Con viveza.) ¿Padre está con voso-tros? ... ¿Dónde está?. . . ¿Por qué se esconde?

MARGARITA.––Padre no ha venido.

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JUANA.––¿No ha venido? ... ¿No quiere vera su hija?... ¿No me traéis su bendi-

ción?LUISA.––Si no sabe que estamos aquí.JUANA.––¿No lo sabe? ¿Y por qué?... ¿Qué os

perturba? ... ¿Por qué este silencio?... Bajáis losojos... Hablad. ¿Dónde está mi padre?

MARGARITA.––Desde que te fuiste...LUISA.––(Haciéndole señas para que calle.)

¡Margarita!MARGARITA.––Padre quedó postrado de

tristeza.JUANA.––¡De tristeza!LUISA.––Consuélate... ya le conoces..., siem-

pre lleno de presentimientos; ya recobrará subuen humor y alegría cuando le digamos queeres feliz.

MARGARITA.––Porque eres feliz, ¿verdad?¡Oh!... debes serlo, ¡rodeada de tantas grande-zas... tantos obsequios!

JUANA.––Sí, lo soy, puesto que vuelvo a ve-ros y a oíros, y recuerdo el caro acento de los

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paternos campesinos. Cuando apacentaba misganados en nuestras montañas, entonces eradichosa como si estuviera en el paraíso. ¡Ah! ¿loseré otra vez? ¿volveré a serlo? (Oculta el rostroen brazos de LUISA.) (Salen CLAUDIO yBERTRÁN, y se detienen, temerosos de acercarse.)

MARGARITA.––Venid, Claudio, Esteban,Bertrán... ¡no es orgullosa, no! Tan cariñosa, contal bondad nos habla como si nada hubiese he-cho, y no hubiese salido del pueblo. (Se adelan-tan y muestran deseos de estrecharle la mano.JUANA los mira fijamente y se abisma en profundoestupor.)

JUANA.––¿Dónde estuve? Decídmelo... Todoeso no fue más que un prolongado sueño delque despierto ahora... ¿Abandoné nunca Dom-remy? No; me dormí a la sombra del árbol en-cantado, y ahora despierto y me hallo entrevosotros, mis queridos y familiares compañe-ros. Reyes, batallas, guerras... sueños, visionesque pasaron por delante de mis ojos... Bajo elárbol... se sueñan tales cosas que parecen ver-

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dad. ¿Cómo habéis venido a Reims? ¿Cómo mehallo yo misma aquí? Jamás, jamás salí deDomremy... confesadlo francamente... devolvedla alegría a mi corazón.

LUISA.––No; estamos en Reims. Tus hazañasno las has soñado, no; las ejecutaste realmente;vuelve en ti, mira en torno tuyo; toca con tupropia mano tu armadura de oro. (JUANA llevala mano al pecho, reflexiona, y se estremece.)

BERTRÁN.––Este yelmo lo recibisteis de mismanos.

CLAUDIO.––No extraño que penséis habersoñado, porque en verdad, no hubo sueño tanmaravilloso como cuanto hicisteis.

JUANA.––Venid, huyamos, me vuelvo a casaal lado de mi padre.

LUISA.––Sí; ven con nosotros.JUANA.––Toda esa gente me ensalza más de

lo que merezco. Vosotros me habéis visto niña,pequeñita, débil, me amáis, y no me adoráis.

MARGARITA.––¡Cómo!... ¿Renuncias a tantagloria?

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JUANA.––Afuera esta odiosa pompa, que osaleja de mí. Quiero volver a ser pastora, y servi-ros humildemente y hacer penitencia del peca-do de vanidad que cometí, elevándome porencima de vosotros.

ESCENA X

Dichos. CARLOS, sale de la iglesia con lasvestiduras de la ceremonia de la consagración.INÉS SOREL, el ARZOBISPO, el DUQUE DEBORGOÑA, DUNOIS, LA HIPE, DUCHATEL,caballeros, cortesanos y pueblo.

TODOS––(Gritando al pasar el Rey.) ¡Viva elRey! ¡Viva Carlos VII! (Suenan los clarines. A unaseña del Rey, los heraldos levantan los bastones,ordenando silencio.)

CARLOS.––¡Gracias, puebla mío, por talespruebas de amor! La corona que Dios coloca denuevo en mis sienes, fue reconquistada por lagloria, teñida con sangre de la nación. De hoy

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más la oliva entrelazará con ella sus verdesramas, y los mismos que combatieron contranosotros, los que resistieron, gozarán de la am-nistía general y absoluta. Porque la gracia divi-na descendió sobre nosotros, y nuestra primerapalabra real será... gracia.

EL PUEBLO.––¡Viva el Rey!... ¡Viva Carlosel Bueno!

CARLOS.––A Dios, Señor omnipotente, de-bieron la corona los reyes de Francia, pero nosla recibimos de su mano de un modo más visi-ble aún. (Dirigiéndose a la doncella.) Vedla allía la enviada de Dios que os devolvió al Rey devuestros mayores, y quebrantó el yugo de latiranía extranjera. Sea sagrado su nombre paratodos, como el de San Dionisio patrón de estatierra, y álcense altares a su gloria.

EL PUEBLO.––¡Viva la doncella! ¡Viva nues-tra salvadora! (Música.)

CARLOS.––(Dirigiéndose a JUANA.) Dinosahora, si como nosotros perteneces a la humananaturaleza, ¿qué dones pueden satisfacerte?

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Mas si tu patria está en lo alto, si se ocultan entu seno virginal los puros rayos de los cuerposangélicos, caiga la venda de nuestros ojos ymuéstrate en tu radiante esplendor, tal como elcielo te contempla, para que te adoremos pros-ternados. (Silencio general. Todos dirigen la miradaa la doncella.)

JUANA.––(Soltando repentino grito.)... ¡Diosmío! mi padre.

ESCENA XI

Dichos. Sale TIBALDO de entre la multitud, ydeteniéndose delante de su hija la contemplafijamente cara a cara.

VOCES DIVERSAS.––... ¡Su padre!TIBALDO.––Sí, su infeliz padre, el hombre

que engendró a la infortunada, y llega pormandato de Dios para acusar a su propia hija.

FELIPE.––¿Qué es esto?

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DUCHATEL.––Siento que se aproxima un te-rrible instante.

TIBALDO.––(Al Rey.) Crees deber a Dios tusalvación, príncipe engañado, extraviado pue-blo, cuando lo estáis debiendo todo a los male-ficios del demonio. (Todos retroceden con espan-to.)

DUNOIS––Este hombre está loco.TIBALDO.––Mejor dirás que lo estás tú y este

santo obispo, y cuantos se hallan aquí y creenque Dios va a mostrarse por mediación de unapobre niña. Veamos si a la faz de su padreosará sostener la descarada farsa, con que en-gañó al pueblo y al Rey. En nombre de la San-tísima Trinidad, responde: ¿eres digna de con-tarte en el número de los santos y los puros?(Silencio general. Todos contemplan a JUANA quesigue inmóvil.)

INÉS.––¡Dios mío! ... Calla.TIBALDO.––¡Cómo no, con semejante invo-

cación, temida aún en el fondo del infierno!¡Ella, santa! ¡Ella, enviada de Dios! ¡Miserable

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impostora inventada en lugar maldito, a lasombra del árbol encantado, donde de antiguocelebran sus conciliábulos los espíritus inferna-les! Allí fue donde vendió el alma al diablo acondición de adquirir alguna fama. Decidle queos enseñe sus brazos y veréis en ellos la marcadel infierno.

FELIPE.––¡Horror! ... ¡Y cómo no creer a unpadre que depone contra su propia hija!

DUNOIS.––No; guardaos de creer a este in-sensato que se deshonra en su propia hija.

INÉS.––(A JUANA.) Pero habla tú, rompe es-te silencio fatal y te creeremos. Porque tenemosfe en ti, y una sola palabra de tu boca, una sola,nos bastará. Pero habla, aniquila tan horribleacusación. Dinos que eres inocente y te creere-mos. (JUANA Sigue inmóvil. INÉS SOREL seaparta de ella con horror.)

LA HIRE.––Ahora se halla cohibida por súbi-to terror y la sorpresa y el espanto cierran suslabios. Ante tan terrible acusación, tiembla lamisma inocencia. (Se le acerca.) Vuelve en ti,

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Juana, y explícate. La inocencia tiene su lengua-je propio, su segura mirada que resiste a la ca-lumnia. Cede al arrebato de noble indignación,alza los ojos, confunde la duda criminal que osóprofanar tu virtud. (JUANA sigue inmóvil. LAHIRE se aparta con horror. Crece la agitación.)

DUNOIS.––Se estremece el pueblo... tiemblanlos príncipes; ¿qué quiere decir esto? Es inocen-te. Yo lo fío y lo fío con mi honor de príncipe.Ahí va mi guante. Recójalo quien sostenga quees culpable. (Truena. El espanto sobrecoge a todos.)

TIBALDO.––Responde en nombre de Diosque lanza el rayo... dinos si eres inocente. Prué-banos que el enemigo no habita en tu corazón ycastígame si miento. (Truena otra vez; el pueblo sedesbanda.)

FELIPE.––¡Dios nos socorra!... Qué señales...Temblad.

DUCHATEL.—(Al Rey.) Venid, venid; huya-mos de aquí.

EL ARZOBISPO.––En nombre de Dios, tepregunto si te fuerza a callar tu inocencia o el

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sentimiento de tu crimen. Si la voz del rayoatestigua en tu favor, toma esa cruz, y haz unaseñal. (JUANA sigue inmóvil. Truena tercera vez.Se van todos, excepto DUNOIS.)

ESCENA XII

DUNOIS. JUANA.

DUNOIS.––Eres mi esposa. Creí en ti desde laprimera vez que te he visto, y creo en ti todavía.Creo más en ti que en todas las señales, y hastaen el trueno que retumba en la altura. Tu nobleindignación te fuerza a callar, y escudada en tuinocencia desdeñas refutar tan vergonzosa sos-pecha; sí, ni una palabra. Dame la mano, lo úni-co que te pido; la mano, en prenda de que fías ami brazo tu buena causa. (Le tiende la mano.JUANA vuelve el rostro convulsa. DUNOIS quedaestupefacto.)

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ESCENA XIII

Dichos. DUCHATEL. Luego RAIMUNDO.

DUCHATEL.––¡Juana de Arco! El Rey ospermite salir de la ciudad, sin temor de ser in-quietada. Tenéis franco el paso... No debéistemer que nadie os injurie porque la promesadel Rey os sirve de salvoconducto. Vamos,conde Dunois; no es conveniente que sigáisaquí por más tiempo. ¡Qué desenlace! (Se va.DUNOIS vuelve en sí, contempla por última vez aJUANA y luego se va también. JUANA queda solaun breve rato. Sale RAIMUNDO, y después dehaberla contemplado en silencio un instante, condolorosa impresión se acerca a ella y la coge de lamano.)

RAIMUNDO.––Aprovechad este instante.Las calles están desiertas. Dadme la mano y yoos guiaré. (Al reparar en él, JUANA vuelve en sípor primera vez le mira fijamente, luego al cielo, ypor último le coge vivamente de la mano y se van.)

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ACTO V

Sitio agreste y poblado de árboles. En el fon-do una choza de carboneros. Es de noche. Llue-ve y relampaguea.

ESCENA PRIMERA

Un CARBONERO. Su MUJER.

EL CARBONERO.––¡Terrible tempestad!... Elcielo amenaza fundirse en agua... negro comoboca de lobo, en mitad del día... ¡Si parece queanda suelto el infierno!... Treme la tierra, losfresnos centenarios crujen con espantoso estré-pito, abatidos por el viento... Y tan horribleguerra que doma a las mismas bestias feroces, ylas fuerza a ocultarse en sus madrigueras, noserá bastante a traer la paz entre los hombres.Con los aullidos del viento y la borrasca suenael silbado de las balas... Tan cerca están ambos

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ejércitos que sólo los separa este bosque... Acada instante pueden venir a las manos.

LA MUJER.––¡Dios nos asista! ... pero ¿nofueron ya derrotados y dispersos?... ¿Cómo esque vuelven a darnos angustia?

EL CARBONERO.––Esto es porque ya no te-men al Rey. Desde que descubrieron en Reimsque la doncella era bruja, el diablo no nos auxi-lia y todo anda de cualquier modo.

LA MUJER.––Escucha... ¿Quién viene?

ESCENA II

Dichos. RAIMUNDO. JUANA.

RAIMUNDO.––Veo una choza... Venid... Allíhallaremos abrigo contra la lluvia... Estos tresdías de viaje han agotado vuestras fuerzas...¡Claro!... fugitiva... sin más alimento que algu-nas raíces. (Calma la tormenta; se serena el cielo.)Venid... son honrados carboneros...

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EL CARBONERO.––Parece que necesitáisdescanso; entrad. Cuanto puede ofreceros nues-tra casa, es vuestro.

LA MUJER.––¡Una armadura!... Singular ves-timenta para una muchacha... Pero, en fin, locomprendo... en tales tiempos vivimos, quehasta las mujeres deben ponerse la coraza. Lamisma reina Isabel, según dicen, va armada depies a cabeza por el campamento. También unadoncella, una pastora ha combatido con valorpor nuestro Rey.

EL CARBONERO.––Basta de charla... Ve a lacabaña y da de beber a esta doncella. (LA MU-JER del carbonero entra en la choza.)

RAIMUNDO.––(A JUANA.) Ya lo veis. Notodos son bárbaros en el mundo, y en los sitiosagrestes se hallan a veces almas caritativas. Se-renaos un poco. Ha cesado la tormenta... brillanlos rayos del sol con suave resplandor.

EL CARBONERO.––Supongo que vais enbusca del ejército del Rey, pues viajáis armadosasí... ¡Mucho cuidado! Cerca de aquí acampa-

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ron los ingleses, y sus avanzadas recorren losbosques.

RAIMUNDO.––¡Ay pobres de nosotros!...¡Cómo escaparles!

EL CARBONERO.––Quedaos, hasta quevuelva de la ciudad mi hijo. El os llevará porsecretos senderos, que podréis cruzar sin te-mor. Conocemos los atajos.

RAIMUNDO.––––(A JUANA.) Quitaos el cas-co y la armadura. Os denuncian y no os prote-gen. (JUANA mueve tristemente la cabeza.)

EL CARBONERO.––¡Está muy triste la seño-rita! ... ¡Silencio!... ¿Quién va?

ESCENA III

Dichos. La MUJER del carbonero trayendo unvaso. EL HIJO DEL CARBONERO.

LA MUJER.––El muchacho que aguardába-mos. (A JUANA.) Bebed, señorita. Dios os ben-diga.

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EL CARBONERO.––(A su hijo.) ¡Ya de vuelta,Anet! ¿Qué noticias traes?

EL HIJO DEL CARBONERO.––(Repara enJUANA, la reconoce, y se lanza hacia ella, quitán-dole el vaso de los labios en el punto en que ella va abeber.) ¡Madre!... ¡Madre! ¿qué estáis haciendo?¿A quién acogéis?... Si es la bruja de Orleáns...

EL CARBONERO Y SU MUJER.––¡Dios nossocorra!... (Huyen, persignándose.)

ESCENA IV

JUANA. RAIMUNDO.

JUANA.––(Con calma y dulzura.) Ya lo ves. Lamaldición me sigue, todos huyen de mi. Piensaen tu propia suerte, y déjame.

RAIMUNDO.––¡Abandonaron ahora! ¿Quiénos acompañará?

JUANA.––No falta quien me guíe. ¿Oístecómo retumbaba el trueno sobre mi cabeza?...

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Condúceme mi propio destino... Serénate. Yallegaré sin buscarlo, al término de la jornada.

RAIMUNDO. ¿Y a dónde queréis ir?... A estelado los ingleses que juraron encarnizadosvuestra muerte; al otro, los nuestros que os hanrepudiado, y desterrado.

JUANA.––Nada me sucederá que no debasucederme.

RAIMUNDO. ¿Pero quién cuidará de vuestrasubsistencia? ¿Quién os defiende de las fieras, yde los hombres; más crueles aún? ¿Quién osasiste en tal miseria, con tales padecimientos?

JUANA.––Conozco las plantas y las raíces. Enotro tiempo aprendí de las ovejas a distinguir laplanta salutífera de la venenosa. Sé leer en lasestrellas y en las nubes, y entiendo lo que diceel rumor de ocultos manantiales. Poco necesitala criatura, y la naturaleza encierra tesoros devida.

RAIMUNDO.––(Cogíéndole la mano.) ¿Pero nosentís necesidad de recogimiento, de reconcilia-

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ción con Dios y con la Iglesia, por medio de lapenitencia?

JUANA. ¿También tú me crees culpable delcrimen de que me acusan?

RAIMUNDO. ¿Cómo no, si vuestro silenciopregona...

JUANA.––Tú, que me has seguido en la des-gracia, único ser que me guardó fidelidad, y seadhiere a mi servicio, cuando los demás me re-chazan! ... tú también me crees réproba, infame,culpable de perjurio para con mi Dios. (RAI-MUNDO Calla.) ¡Oh... ¡esto es cruel!

RAIMUNDO.––(Sorprendido.) ¿Pero es verdadque no sois bruja?

JUANA.––¡Bruja, yo!RAIMUNDO.––¿Hicisteis tales milagros por

el poder de Dios y de los santos?JUANA.––¿Y con qué si no?RAIMUNDO. ¿Y sólo respondéis con el silen-

cio a tan odiosa acusación? ¡Ahora habláis, ydelante del Rey, y cuando tanto os convenía,enmudecisteis!

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JUANA.––Soportaba en silencio la suerte queDios, mi Señor, me impuso.

RAIMUNDO.––Nada pudisteis responder avuestro padre.

JUANA.––Lo que del padre procedía, proced-ía de Dios, y esta prueba me será tenida encuenta.

RAIMUNDO.––El mismo cielo atestiguóvuestro crimen.

JUANA.––El cielo hablaba; por eso callé.RAIMUNDO—¡Cómo!... ¿Podíais disculparos

y habéis dejado el mundo en tan fatal error?JUANA.––No fue error; era decreto de lo alto.RAIMUNDO.––¡Siendo inocente, soportáis tal

infamia, sin que haya salido de vuestros labiosla menor queja! Todo me confunde y trastorna.Bota el corazón en el fondo del pecho. De buengrado creería cuanto decís, porque me costabaconvencerme de vuestro delito. Pero ¿cómoimaginar que criatura humana pueda oponertan sólo el silencio a cuanto `hay más espantosoen el mundo?

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JUANA.––¿Y hubiera sido digna de mi mi-sión, si no hubiese sabido respetar ciegamentela voluntad de Dios? ¡Oh!... ¡no soy tan m¡sera-ble como te figuras!... ¿Que sufro privaciones?...No es grande el mal para mi estado. ¿Que estoydesterrada, fugitiva? Así he aprendido a cono-cerme en la soledad. Poco ha, cuando me ro-deaban los esplendores de la gloria, sostenía enmi interior tremenda batalla; y era el ser másdesgraciado de la tierra, cuando parecía el másdigno de envidia... Ahora, en cambio, me sientocurada. Me hizo mucho bien esta tormenta queparecía el fin del mundo. Al tiempo que lo puri-ficaba me ha purificado a mí; siento descenderla paz a mi alma. Suceda ahora lo que quiera...nada tengo de qué acusarme.

RAIMUNDO.––¡Oh!... Vamos, vamos a pro-clamar vuestra inocencia a la faz del mundoentero.

JUANA.––Quien desencadenó la confusión ladesvanecerá. Sólo en sazón cae el fruto del des-tino. Ya llegará el día en que seré absuelta, y los

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que me rechazaron y condenaron, conocerán sudelirio y llorarán por mí.

RAIMUNDO.––Y he de aguardar a que la ca-sualidad...

JUANA.––(Cogiéndole con ternura de la mano.)Sólo ves el aspecto natural de las cosas, porqueuna venda cubre tus ojos. Pero yo he con-templado la inmortalidad del ser. No cae ni uncabello de la cabeza del hombre sin que Dios noquiera. ¿Ves declinar el sol allá arriba? Puesbien; tan cierto como amanecerá mañana contodo su esplendor, así es infalible que lucirá undía la verdad.

ESCENA VDichos. La reina ISABEL parece en el fondo,

al frente de una escolta de soldados.

ISABEL.––(Dentro.) ¿Por dónde se va al cam-pamento inglés?

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RAIMUNDO.––¡Oh, desdicha nuestra!... ¡Losenemigos! (Las soldados se adelantan, pero al ver aJUANA retroceden con espanto.)

ISABEL. ¿Qué ocurre que así se detienen?LOS SOLDADOS.––¡Dios nos asista!ISABEL.––¿Acaso les aparece un fantasma?

¿Vosotros sois soldados? Cobardes sois. (Atra-viesa el grupo, se acerca y retrocede al ver a la don-cella.) ¡Qué veo! ... ¡Ah! (Volviendo en sí y diri-giéndose resuelta hacia JUANA.) Ríndete... Eresmi prisionera.

JUANA.––Lo soy. (Huye RAIMUNDO gesticu-lando desesperado.)

ISABEL.—(A los SOLDADOS.) Cargadla decadenas. (Los SOLDADOS se acercan a JUANAcon cautela. JUANA tiende los brazos. La atan.)¿Es esta la poderosa guerrera, la formidableheroína, que desbandaba nuestros ejércitos co-mo rebaños, y ahora no sabe defenderse a símisma? ¿Será que sólo obra milagros dondecreen en ella, y se torna simple mujer en cuantose encuentra con un hombre? (A JUANA.) ¿Por

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qué has abandonado tu ejército? ¿Dónde estáDunois, tu caballero y protector?

JUANA.––He sido desterrada.ISABEL.––(Retrocediendo con sorpresa.) ¡Cómo!

¡Tú, desterrada!... ¿Desterrada por eldelfín?

JUANA.––Nada me preguntes. Me hallo entu poder; decide de mi suerte.

ISABEL.––¡Desterrada! Sin duda por haberlesacado del abismo y ceñido su cabeza con lacorona real en Reims. ¡Desterrada! En esto re-conozco a mi hijo. Llevadla al campamento.Mostrad al ejército este espantajo, objeto detantas alarmas. ¡Ella, una bruja! ... No hubo otromaleficio que vuestra cobardía y alucinación.Mejor se diría que es una loca que se ha sacrifi-cado por su rey, y que recibe ahora la real re-compensa de semejante sacrificio. Daos prisa allevarla a Lionel. Le envío encadenada la fortu-na de los franceses. En marcha; ya os sigo.

JUANA.––¡A Lionel! Matadme aquí mismoantes que enviarme a Lionel.

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ISABEL.—(A los SOLDADOS.) Obedeced misórdenes. ¡Llevadla! (Vase.)

ESCENA VI

JUANA. LOS SOLDADOS.

JUANA.––(A los SOLDADOS.) ¡Ingleses!... Nosufráis que salga viva de vuestras manos; tiradde las espadas, pasadme el corazón, arrojad micadáver a los pies del capitán. Pensad que soyla que mató vuestros mejores compañeros, yderramé sin piedad torrentes de sangre inglesa,y arrebaté a los más valientes el día del retornoa la patria. ¡No regateéis nada a vuestra ven-ganza! Matadme... ahora estoy en vuestras ma-nos. ¡Quizá no volveréis a hallarme débil comoahora!

EL CAPITÁN.––Haced lo que la Reina hamandado.

JUANA. ¿No he agotado aún el cáliz de laamargura? ¡Oh... Virgen mía! ¡Cómo me abru-

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ma tu poder! ... ¿Caí en tu desgracia para siem-pre? Dios ha cesado de socorrerme; no viene enmi ayuda ángel alguno; el cielo me cierra suspuertas. (Sigue a los SOLDADOS.)

ESCENA VII

El campamento del Rey de Francia. DUNOISentre el ARZOBISPO y DUCHATEL.

EL ARZOBISPO.––Haceos superior a vues-tros resentimientos y seguid con nosotros. Vol-ved al servicio de vuestro Rey. No abandonéisahora la causa común cuando de nuevo apre-miados por la suerte, reclamamos el apoyo devuestro brazo.

DUNOIS. ¿Y por qué nos hallamos de nuevosujetos? ¿Porqué el enemigo torna a levantarcabeza? Todo estaba cumplido; Francia vic-toriosa llegaba al fin de la guerra, cuando heaquí que desterráis a la redentora. Salvaos,pues, vosotros mismos; en cuanto a mí, noquiero volver al campamento sin ella.

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DUCHATEL.––Pensadlo mejor, príncipe; nonos dejaréis con semejante contestación.

DUNOIS––Basta, Duchatel. Os odio; de vosno soporto una palabra. Vos fuisteis el primeroque dudó de ella.

EL ARZOBISPO.––¿Pero quién no fue juguetede este error, y no sintió debilitarse su fe eldesdichado día en que todo se conjuró paraacusarla? Perturbados, fascinados, fue tan te-rrible el golpe que nadie hasta ahora pudo pro-fundizar la verdad. Después ha vuelto la re-flexión. La vemos tal como era entre nosotros, ynos parece su conducta sin tacha. Fuimos sor-prendidos; tememos haber fallado injustamen-te. El Rey está arrepentido; La Hire inconsola-ble; el Duque gime... en una palabra, reina entodos los corazones la más honda tristeza.

DUNOIS.––¡Ella, una impostora! ¡La mismaverdad tomaría su rostro para encarnarse en latierra! Si la inocencia, la fidelidad, la pureza,moran en alguna parte, es sin duda alguna ensus labios, en sus claros ojos.

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EL ARZOBISPO.––¡Ojalá intervenga el cielo yaclare este misterio impenetrable a los ojos delos hombres! Mas sea lo que fuere la soluciónde este conflicto, siempre habremos de deploraruna falta. O hemos combatido con las armas delinfierno, o hemos desterrado a una santa, yambos delitos bastan para atraer el castigo y lacólera del cielo sobre este desgraciado país.

ESCENA VIII

Dichos. Un CABALLERO. Luego RAIMUN-DO.

CABALLERO.––Un joven pastor deseahablarle.

DUNOIS.––¡Pronto! Hazle entrar. Juana loenvía. (El CABALLERO abre la puerta y saleRAIMUNDO. DUNOIS se lanza a su encuentro.)¿Dónde está?... ¿dónde está la doncella?

RAIMUNDO.––Dios os guarde, noble prínci-pe; permitidme que me alegre de hallar tam-

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bién aquí al venerable arzobispo, al santo varónprotector de los oprimidos, padre de los des-amparados.

DUNOIS.–– ¿Dónde está la doncella?EL ARZOBISPO.––Habla, hijo mío.RAIMUNDO.––Señor, no es una bruja. Lo ju-

ro por Dios y todos los santos. El pueblo estáequivocado. Desterrasteis a una inocente; pros-cribisteis a la enviada de Dios.

DUNOIS.––¿Dónde está?... Habla.RAIMUNDO.––La acompañé en su fuga a

través del bosque de Ardennes, y me abrió sucorazón. Perezca en el tormento, y sea privadode la dicha eterna, si no es pura y sin tacha.

DUNOIS.––¡El sol no es más puro que ella!...¡Dónde está?. .. Habla.

RAIMUNDO.––¡Oh!... Si Dios os ha converti-do... daos prisa... salvadla, porque ha caídoprisionera de los ingleses.

DUNOIS.––¡Prisionera!... ¿Qué es lo que di-ces?

EL ARZOBISPO.––¡Desgraciada!

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RAIMUNDO.––Fue sorprendida por la Reinaen Ardennes, donde buscábamos refugio, yentregada a los ingleses. ¡Oh, vosotros a quienella salvó, salvadla de una horrible muerte!

DUNOIS.––¡A las armas!... ¡Presto!... ¡Sueneel toque de llamada!... ¡suenen lostambores!... Guiad todos los pueblos al

combate. Ármate, Francia! Va en ello nuestrohonor... nos han robado la corona... nuestropaladión... la sangre, la vida de todos. Ha de serlibre antes que acabe el día. (Vanse.)

ESCENA IX

Una torre-atalaya. En la parte superior unaabertura.

JUANA. LIONEL. FALSTOLF. ISABEL.

FALSTOLF.––(Sale corriendo.) Es imposiblecontener al pueblo por más tiempo. Piden enfu-recidos que muera la doncella. En vano os em-

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peñaréis en resistir. Matadla y arrojad su cabe-za desde las almenas de esta torre. Sólo su san-gre puede apaciguar al ejército.

ISABEL.––(Saliendo.) Arriman escalas parasubir aquí. Calmad al pueblo. ¿Queréis aguar-dar a que en su ciego furor derriben la torre yperezcamos todos en esa sarracina? Ya no pod-éis protegerla. Soltádsela.

LIONEL.––Por mí ya pueden atacar y patale-ar como rabiosos. Este castillo es sólido, y antesque cederles, me sepultaré en sus ruinas. Sémía, Juana, respóndeme y te defenderé contrael mundo entero.

ISABEL. ¿Y vosotros sois hombres?LIÓNEL.––Te repudiaron los tuyos, y riada

debes por tanto a tu patria. Los cobardes queaspiraban a tu mano, te abandonan, sin que niuno solo de ellos haya osado batirse por tu glo-ria. Mas yo quiero sostener tu causa contra tupueblo y contra el mío. Poco ha me permitistecreer que te era cara mi vida, y yo tiré de la

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espada contra ti como enemigo, pero ahora notienes otro amigo que yo.

JUANA.––¿Tú?... Tú eres mi enemigo, el abo-rrecido de mi pueblo. Nada puede mediar entreambos. No, no puedo amarte, mas si tu corazónse siente inclinado hacia mí, haz que este afectosea ocasión de ventura para nuestros pueblos.Retira del patrio suelo las tropas, entrega lasllaves de las ciudades sometidas, suelta los pri-sioneros y envía rehenes en prenda del santotratado; con estas condiciones, yo te ofrezco lapaz en nombre de mi Rey.

ISABEL.––Aun en cadenas, ¿pretendes impo-nerme leyes?

JUANA.––Hazlo ahora que es tiempo y lopuedes todavía. Francia no ha de doblarse alyugo de Inglaterra... ¡Nos esto no será jamás!...jamás!... antes se convertirá este suelo en unavasta tumba que tragará vuestros ejércitos. Yaperecieron los mejores de los vuestros... pensaden aseguraros la retirada. ¡Se acabó vuestragloria y poderío!

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ISABEL.––¿Y podéis sufrir el reto de esta in-sensata?

ESCENA X

Dichos. Llega un CAPITÁN.

CAPITÁN.––(Llega corriendo.) Daos prisa, ge-neral, daos prisa a formar en batalla el ejército.Los franceses se acercan con banderas desple-gadas. El valle entero reluce con el fulgor de lasarmas.

JUANA.––(Con estusiasmo.) ¡Los franceses! ¡Alas armas, altiva Inglaterra! ¡Al campo! ¡A pele-ar de nuevo!

FALSTOLF––Modera tu júbilo, insensata, queno has de ver el fin de la jornada.

JUANA.––Moriré, pera mi pueblo habrá ven-cido. Aquellos valientes ya no tienen necesidadde mi socorro.

LIONEL.––Me río yo de ese montón de co-bardes. Antes que combatiera por ellas esta

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heroica doncella, los rechazamos en veinte ba-tallas. A todos los desprecio, excepto una sola,y a ésta la han desterrado. Vamos, Falstolf, va-mos a prepararles una nueva jornada de Crécyy de Poitiers. Vos, Reina, quedaos en esa torre.Vigilad a esa niña, hasta que la suerte haya de-cidido. Dejo aquí cincuenta caballeros para queos protejan.

FALSTOLF.––¡Cómo! ¿Queréis marchar con-tra el enemigo, dejando a la espalda a esta fu-riosa?

JUANA.––¿Te amedrenta una, mujer encade-nada?

LIONEL.––Promete, Juana, que no intentarásescaparte.

JUANA.––Escaparme es mi único deseo.ISABEL.––Atadla más fuerte. Respondo con

vuestra vida de que no escapará. (Ciñen su cuer-po y brazos con gruesas cadenas.)

LIONEL.––(A JUANA.) Tú lo quieres; nosfuerzas a ello. Tu suerte se halla todavía en tusmanos. Renuncia a Francia, empuña la bandera

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de Inglaterra y eres libre, y estos locos que pi-den tu muerte serán tus esclavos.

FALSTOLF.––(Empujándole.) Partamos, gene-ral, partamos.

JUANA.––Basta de razones. Los francesesavanzan; defiéndete. (Suenan clarines. LIONELSe va corriendo.)

FALSTOLF. ¿Sabéis lo que os toca hacer, se-ñora? Si la fortuna se declara contra nosotros, yveis huir nuestros batallones...

ISABEL.––(Sacando un puñal.) Tranquilizaos;no verá nuestra derrota.

FALSTOLF.––(A JUANA.) Ya sabes lo que teaguarda. Ahora si quieres, puedes invocar lavictoria de los tuyos.

ESCENA XI

ISABEL. JUANA. Soldados.

JUANA.––Sí, lo quiero: nadie lo impedirá.¿Oís?... ¡La marcha guerrera de mi pueblo!

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¡Cómo resuena la bélica armonía, presagio devictoria en el fondo de mi pecho! ¡Mueran losingleses! ¡Viva Francia! Alerta, mis valientes,alerta. La doncella se halla con vosotros. Nopuede como ayer enarbolar el estandarte... en-cadenada está, mas vuela su alma en alas delcanto de la guerra, libre, más allá de la cárcel.

ISABEL.—(A uno de los SOLDADOS. )Súbetea la atalaya desde la cual se ve el campo, y di-nos las vicisitudes de la batalla. (El SOLDADOsube a la atalaya.)

JUANA.––¡Valor! ¡valor!... ¡pueblo mío!... esel último. Con esta victoria sucumbirá el ene-migo.

ISABEL.––¿Qué ves?EL SOLDADO.––Vinieron a las manos. Un

hombre furioso montado en un caballo salvaje,de tigrada piel, avanza con su gente.

JUANA––Es el conde Dunois. ¡Valor bravogeneral! la victoria va contigo.

EL SOLDADO.––El duque de Borgoña atacael puente.

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ISABEL.––¡Traidor!... Así muera a lanzadas.EL SOLDADO.––Lord Falstolf le opone vigo-

rosa resistencia. Se apean, combaten cuerpo acuerpo... los del duque y los nuestros.

ISABEL.––¿Y no ves al delfín?... ¿No recono-ces las insignias reales?

EL SOLDADO.––Todo lo confunde el polvoque levantan... es imposible distinguir nada.

JUANA.––¡Ah! ¡si tuviera mi vista! En su lu-gar, no se me escaparía el pormenor más insig-nificante. Cuento las aves al vuelo y distingo elhalcón en lo más alto.

EL SOLDADO.––Cerca de los fosos, ¡qué es-pantosa confusión!... Allí me parece pelean loscapitanes.

ISABEL.––¿Ves flotar siempre nuestra bande-ra?

EL SOLDADO.––Enhiesta todavía.JUANA.––¡Ah!... ¡si pudiese ver, aunque fue-

ra por las rendijas del muro! ¡Con la miradadirigiría el combate!

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EL SOLDADO.––¡Ay de nosotros!... ¿Quéveo? Rodean a nuestro caudillo.

ISABEL.––(Levantando el puñal contra JUA-NA.) Muere, ¡miserable!

EL SOLDADO.––(Con viveza.) ¡Salvado!... Elbravo Falstolf ataca al enemigo por la retaguar-dia, y penetra en las apretadas filas.

ISABEL.––(Bajando el puñal.) Habló tu ángelbueno.

EL SOLDADO.––¡Victoria! ¡victoria! Huyen.ISABEL. ¿Quién?EL SOLDADO.––Franceses y borgoñones en

derrota; los fugitivos cubren la llanura.JUANA.––¡Dios mío! ¡Dios mío!... ¡No me

abandonarás así!EL SOLDADO.––Traen hacia acá un hombre

gravemente herido; muchos se lanzan a soco-rrerle... es un príncipe.

ISABEL. ¿Uno de los nuestros o un francés?EL SOLDADO.––Le quitan el casco... es el

conde Dunois.

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JUANA.––(Sacudiendo convulsivamente las ca-denas.) ¡Y no ser más que una pobre mujer en-cadenada!

EL SOLDADO.––¡Atended!... ¿Quién es elque lleva un manto azul celeste, recamado deoro?

JUANA.—(Con calor.) ¡Mi señor, mi Rey!EL SOLDADO.––Su caballo se espanta... tro-

pieza... cae... se desenreda a duras penas. (Du-rante estas palabras, JUANA da muestras de viví-sima emoción.) Los nuestros se le echan velocesencima... ya le alcanzan... ya le rodean...

JUANA.––¡Señor Dios mío! ... ¿No queda unángel en el cielo?

ISABEL.—(Con ironía y sarcasmo.) Ahora onunca... Vaya, ¡soberana protectora! acude contu auxilio.

JUANA.––(Cayendo de rodillas y exaltándose porgrados.) Óyeme, Señor. Desde el polvo de mimiseria, te invoco suplicante, y tiendo hacia ti elalma mía. Tú puedes convertir la tela de arañaen cable de buque; bien podrás también conver-

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tir estas ataduras de hierro en tela de araña.Muestra tu voluntad y caerán las cadenas, seabrirán estos muros. Tú viniste en ayuda deSansón, cuando ciego y atado sufría las amar-gas burlas de los orgullosos enemigos. Fortale-cido por su fe, arrancó con vigorosa mano laspuertas de su cárcel, y el edificio cayó al tre-mendo empuje.

EL SOLDADO.––¡Victoria, victoria!ISABEL. ¿Qué hay?EL SOLDADO.––El Rey ha caído prisionero.JUANA.––(Poniéndose de pie.) ¡Así también

venga Dios en mi ayuda! (Diciendo esto se arran-ca las cadenas con ambas manos, y arrojándose sobreel primer soldado que halla al paso, le arrebata laespada y se va corriendo. Los demás quedan in-móviles de estupor.)

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ESCENA XII

Dichos, menos JUANA.

ISABEL.––(Después de larga pausa.) ¿Qué hapasado?... ¡Sueño!... ¿Por dónde escapó?...¿Cómo pudo romper estas pesadas cadenas?...Aunque el mundo lo afirmase, no lo creería sino lo hubiese visto por mis propios ojos.

EL SOLDADO.––(Aún desde la atalaya.)¡Cómo! ¿Tiene alas esta mujer? ¿Ha sido arreba-tada del torbellino?

ISABEL.––Di. ¿Está abajo?EL SOLDADO.––Se lanza en medio de la re-

friega, más rápida que mi vista. Ora aquí, oraallá, la veo en mil lados a la vez; parte las filas,y todo se dispersa a su presencia. Vuelven a lacarga los franceses. ¡Ay de mí!... ¡Qué veo! Losnuestros rinden las armas y los estandartes.

ISABEL.––¿Pretenderá arrebatarnos una vic-toria cierta?

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EL SOLDADO.––¡Vuela hacia el Rey! ¡Ved!...acaba de llegar a él y le saca del combate. Caeprisionero lord Falstolf.

ISABEL.––¡Basta, basta! Bajad.EL SOLDADO.––Huid, ¡oh, Reina!... ¡Vais a

ser sorprendida! El pueblo armado pone cerca ala torre. (Baja.)

ISABEL.––(Tirando de la espada.) ¡Defendeospues, cobardes!

ESCENA XIII

Dichos. Sale LA HIRE seguido de algunossoldados. Los de la Reina rinden las armas.

LA HIRE.––(Dirigiéndose a la Reina con respe-to.) Someteos, señora, a la Omnipotencia. Vues-tros caballeros ya se han rendido y toda la resis-tencia que se haga sería en vano. Dignaos agra-decer mis servicios. Ordenad. ¿Dónde queréisque os acompañe?

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ISABEL.––Cualquier sitio me parece bueno,con tal que no halle en él al delfín. (Entrega aLA HIRE la espada, y le sigue con los suyos.)

ESCENA XIV

El campo de batalla. Algunos soldados conestandartes ocupan el fondo.

CARLOS y el DUQUE DE BORGOÑA, lle-vando en brazos a JUANA, mortalmente heriday sin sentido. Van a colocarse lentamente enprimer término. INÉS acude con paso acelera-do.

INÉS.––(Echándose en brazos del Rey.) ¡Soislibre! ¡sano y salvo! os poseo todavía.

CARLOS.––Libre, pero a este precio. (Seña-lando a JUANA.)

INÉS.––¡Juana!... ¡Oh, Dios mío!... espirando...

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FELIPE.––Todo acabó. Estáis viendo morir aun ángel. Mirad cómo reposa serena y sin do-lor, como un niño dormido. La paz se refleja ensu semblante; ni un solo suspiro exhala su pe-cho. Pero su mano no está fría aún; queda unsigno de vida...

CARLOS.––No; se acabó. No ha de despertarya, ni ha de abrir los ojos a este mundo. Se cier-ne en el cielo, como espíritu de luz... Ya no venuestro dolor, ni nuestro arrepentimiento.

INÉS.––Abre los ojos... ¡vive!FELIPE.––(Sorprendido.) ¿Resucita? ¿Triunfa

de la muerte?... Se incorpora, se sostiene.JUANA.––(Mirando en torno.) ¿Dónde esoy?FELIPE.––Entre los tuyos. Juana, en medio de

tu pueblo.CARLOS.––En brazos de tu amigo, de tu Rey.JUANA.––No, yo no soy una maga, no, lo ju-

ro.CARLOS.––Tú eres un ángel, una santa; está-

bamos ciegos.

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JUANA—(Mira en torno suyo sonriendo.) ¿Mehallo realmente entre los míos? ¿No estoy pros-crita? ¿No me despreciáis? ¿Ya no me maldecísmás, y me miráis con bondad? Sí, ahora lo re-conozco todo. Aquí está mi Rey; estas son lasbanderas de Francia, pero... no veo la mía.¿Dónde está? No puedo seguir sin ella. Me fueconfiada por mi señor, y debo deponerla en susmanos; debo enseñársela, porque la he llevadofielmente.

CARLOS—(Volviendo el rostro.) Dadle su ban-dera. (Se la presentan; ella se mantiene en pie, conla bandera en la mano. El cielo brilla con vivísimoresplandor.)

JUANA. ¿Veis allá arriba el arco-iris? El cieloabre sus puertas de oro. Ella está resplande-ciente en medio de sus coros de ángeles, con eleterno Hijo en la falda, y extendiendo sonrientehacia mí sus brazos. ¿Qué siento, Dios.mío?...Ligeras nubes me levantan y se convierte enalas mi grave armadura... Se hunde la tierra amis plantas... ¡En lo alto!... ¡en lo alto!... ¡Breve

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es el dolor; eterna la dicha! (La bandera se deslizade sus manos. JUANA cae muerta. Los presentes larodean con muda emoción. A una seña del Rey, cu-bren cuidadosamente su cuerpo con los estandartes.)