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LA ELIPSE TEMPLARIA Abel Caballero

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  • LA ELIPSE TEMPLARIA Abel Caballero

  • PRIMERA PARTE EL AMANECER DEL TIEMPO

  • EL SI Las figuras veladas por la niebla caminaban en la misma direccin que el da. Sus pasos, apurados, se dirigan hacia poniente. Seguan la luz. Avanzaban hacia aquel lugar, el fin de la Tierra, desde el que ya no se poda continuar, so pena de ser devorados por la Gran Catarata donde los mares se vaciaban en el estrpito del fin del mundo. Eran tierras agrestes, con luces difusas y das acortados por las brumas. El verde perenne de los valles suba hasta las montaas. Las advertencias que los caminantes llevaban en sus planos se haban quedado cortas ante las dificultades reales del terreno. Nada decan de aquel empinado valle ni de aquel ro, gris oscuro, que discurra al fondo como una lengua esculpida entre las montaas, que la niebla a duras penas dejaba ver. Ro Sil le haban llamado los antiguos ocupantes romanos. Imposible vadearlo por all. No haban seguido el Camino de Santiago; haban evitado las rutas habituales para no llamar la atencin. Diez caminantes con hbitos de monjes recorriendo el Camino no podran dejar de ser anunciados all, en Compostella, y la misin que les haba sido encomendada requera el mximo sigilo. Las instrucciones al respecto eran terminantes: deban rodear los territorios ms poblados, evitar las rutas ms conocidas y, sobre todo, llegar en la fecha indicada. A costa de lo que fuese. Aquel valle pareca infranqueable; la maleza del bosque y el barranco impedan el paso, aunque eso les aseguraba que no seran vistos. La ladera del otro lado del ro apareca llena de escalones. Pequeos muros de piedra sostenan una encima de otra incontables terrazas que en su da debieron de ser lugares de cultivo, seguramente de vid. Doce siglos antes, los ocupantes romanos llevaran cada ao a Roma aquel exquisito vino, como muestra de que aquellas tierras en el fin del mundo eran tiles al Imperio. Terrazas y muros se vean ahora desmoronados, reclamando de nuevo el trabajo de los cinco mil esclavos que haban levantado aquella colosal obra. No podan perder mucho tiempo. Si retrasaban, todo el plan se podra venir abajo y mucho era lo que estaba en juego para Occidente. Deban alcanzar el castillo de Lemos cuando, por segunda vez, el sol desapareciese por el fin del mundo. No era tarea fcil y por eso haban recurrido a ellos. Se trataba de una misin arriesgada y difcil. Incluso para templarios. Tenan que iniciar aquel proceso que, una vez en marcha, ya nada ni nadie podra parar. -Nos separaremos en tres grupos -dijo uno de los monjes de mediana edad, delgado, con aspecto recio y piel curtida por el sol-. Uno marchar una legua hacia el norte, otro hacia el sur y el resto permanecer aqu conmigo. Buscaremos gentes del lugar que nos ayuden a cruzar el ro con sus barcas. Nos reuniremos en la cima del monte escalonado -concluy sealando la colina frente a ellos. Sobraba cualquier recomendacin de cautela. El largo camino que haban recorrido desde las hmedas y fras tierras del este de Germania, haba hecho de un grupo de hombres reclutados en diferentes lugares de Europa, un destacamento compacto y compenetrado. Todos saban cul era su cometido. Haban sido seleccionados personalmente por el Gran Maestre, Thibauld de Gaudin. Diez hombres que tenan en comn su pertenencia, desde antiguo, al Temple. Haban luchado en las cruzadas, en Turqua, en las tierras de Argel. Fueron heridos, encarcelados. Sufrieron las miserias de la guerra, dirigieron cuerpos de

  • ejrcito. Tenan experiencia. Haberlos enviado precisamente a ellos a aquella misin mostraba su importancia. Cuando el Gran Maestre, les puso al corriente de la misin y orden que los instruyeran detalladamente, no preguntaron; simplemente obedecieron. Saban cul era su obligacin y la cumpliran; su vida estaba al servicio de la Cristiandad. As, Enric de Westfalia haba ido a Argel con el objeto de provocar una revuelta del jeque Abdal, para que el mundo rabe se debilitase al atender a problemas internos. En Turqua, Joseph haba conseguido alzar en armas la provincia de Ankara, paralizando un ejrcito que se diriga a luchar contra la cruzada. Haban recorrido Siria, Jordania, Egipto y hasta Mesopotamia, con ejrcitos, o en misiones de incursin para distraer a las fuerzas musulmanas que daban apoyo a las que ocupaban los Santos Lugares. Aos de combate en la cruzada al lado de los ejrcitos franceses, germnicos e ingleses, avalaban una historia de servicio al Temple. Las instrucciones del Gran Maestre eran precisas y no dejaban nada al azar. Pero, sobre todo, les haba quedado claro que el objetivo final era el Camino de Santiago, la Ruta Occidental de la Cristiandad. -All hay una barca -dijo uno de los cuatro hombres que haba quedado con Enric-. Si encontramos pronto a su dueo podremos descansar unas horas y aun encontrar un sitio abrigado para pasar la noche. El barquero, un hombre rubio, casi pelirrojo, fue tan parco en palabras como los cuatro templarios. Al subir a la barca se sintieron observados, a pesar de que aquel hombre apenas los mirara. Les haban advertido; las gentes de Gallaecia eran perspicaces y misteriosas. Tuvieron la certeza de que el barquero saba que no eran peregrinos y, mientras cruzaban el ro, el silencio se hizo pesado. Ya saben que estamos aqu -pens Enric-. Cmo se habrn enterado? En medio de la niebla, que al contacto con el agua oscura del ro se volva casi slida, Enric sinti temor; all abajo se haba hecho de noche y an faltaban dos horas para la puesta del sol. Al desembarcar, y mientras le pagaba lo convenido, su mirada se cruz con la del barquero y sinti un estremecimiento. Todo pareca irreal y difuso. Iniciaron la subida de la empinada ladera. Cuando se encontraban a mitad de camino, el ro desapareci sbitamente de su vista. La bruma lo cubri y la noche se hizo real. Tenan que buscar un sitio donde pasar la noche, y si los otros grupos se retrasaban, deberan dormir a la intemperie; lo haban hecho muchas veces, incluso con ms fro y con lluvia. Pero Enric no estaba tranquilo. Senta un hormigueo en la espalda y prefera descansar a resguardo. No le sorprendi que los otros tres templarios pensaran lo mismo. Saba que tenan la misma sensacin que l. Tampoco le sorprendi comprobar, cuando los otros dos grupos se les hubieron unido, que tambin en ellos haba prendido el mismo desasosiego. Todos preferan hacer noche a cubierto. Tuvieron suerte. Encontraron pronto un galpn, donde, en poca de vendimia, se guardaban los cestos y los barriles para fermentar las uvas. All no seran vistos, y estaran seguros. La cena fue frugal. Tomaron la carne restante del ciervo que haban cazado en los Montes de Len y agua. Los Caballeros del Temple eran sobrios y austeros. Aquella noche, con la niebla penetrando hasta los ltimos resquicios del refugio, cenaron en silencio. Un silencio tenso, distinto del habitual. Los llenaban sensaciones que nunca haban sentido. Las notaban. Las compartan. Era como si los hubiesen transportado a otro mundo, a otra tierra con diferente carcter. Enric pas la noche en vela. Una sensacin de angustia le haba calado el espritu. Con la sangre fra que le caracterizaba, reflexion. Qu haba cambiado por el solo hecho de cruzar aquel ro? El barquero apenas haba pronunciado diez palabras. Por qu, entonces, aquella sensacin de desasosiego, de haber sido descubiertos? Sin duda era fruto de la imaginacin y del efecto sobrecogedor de aquel ro brumoso y metlico, de agua tan espesa, que se dira que se poda caminar sobre ella, y de la rpida cada de la noche, que, como si fuese un teln que lo haba sumido todo en la oscuridad, les haba alterado el pensamiento, incluso trastornndolo. Esa era, sin

  • duda, la cuestin; aquellos fenmenos naturales y aquel valle magntico, les habran afectado. Cmo podra, ni por asomo, aquel inculto y brbaro barquero, conocer o siquiera entender su misin? Slo pensarlo resultaba absurdo. Slo ellos diez, el Gran Maestre y el que haba de venir, conocan la misin. Doce templarios y el Papa de Roma. Nadie ms saba lo que estaba en juego y las fuerzas que se iban a desencadenar. El Gran Maestre haba sido tajante. Occidente tena que mantener el Camino de Compostella abierto; era la gran ruta de la civilizacin cristiana. La amenaza se cernira sobre sta si sus dos extremos, occidental y oriental, eran ocupados por el Islam. La Cruz Templaria haba sido la encargada de mantener el cristianismo en toda aquella extensin, pero Oriente se haba perdido. Ya los primeros cristianos haban definido el territorio: Pedro a Roma, Santiago a Finisterre y Pablo en Oriente. As se haba decidido y as deba ser. Nada ni nadie lo habra de cambiar. Una gran amenaza, sin embargo, empezaba a convertirse en realidad. Algunos haban temido que en el salto del primer milenio, esos dos extremos de la civilizacin cristiana pudiesen quedar definitiva y violentamente desgajados de la cruz de Occidente. Si esto llegaba a suceder, el ataque a las tierras del norte, la Germania, sera fcil. Sus territorios se desmembraran e imperara de nuevo la barbarie; Roma, aislada, ya no sera ms que el ltimo baluarte de aquella gran civilizacin. Algunos de estos signos se empezaban a cumplir. Las cruzadas contra el Islam en los Santos Lugares, se haban mostrado incapaces de desalojar al infiel. Antes bien, pareca que la conjuncin de Turqua con el islamismo surmediterrneo, ya no slo fortaleca su posicin en las tierras del Goln, sino que podra ser una gran amenaza que avanzase desde Oriente. Era cierto que aquellos temores haban sido ms fuertes al tornar el milenio y desde entonces ya haban transcurrido casi trescientos aos. Corra el ao del Seor de 1295. El mundo miraba cada vez ms hacia Compostella y por eso era preciso fortalecer su ruta y su tierra. Y haba que hacerlo con prontitud y certeza. El plan era meticuloso. No podan cometer errores y por eso los haban elegido. A ellos y al que habra de venir, que se unira al grupo en algn sitio y dirigira toda la operacin. Enric desconoca su nombre. Slo le haban dicho que al verle, lo reconocera inmediatamente. As pues, no era posible que el barquero supiera nada de aquello. Todo eran figuraciones suyas. Simplemente, los habra observado con la curiosidad de encontrar a cuatro monjes peregrinos vadeando el ro Sil tan alejados de la rutas de Compostella. Aquellos temores carecan de sentido, pero la inquietud permaneca en ellos cuando la primera luz del alba entr en el refugio. La niebla haba desaparecido, descendiendo hacia el valle. Por primera vez pudieron ver el terreno que pisaban; rodeados de altas montaas, horizontes cercanos, quebrados por los escarpados caones que abriera el ro Sil y all detrs, al otro lado del ro, el castillo de los Castro, que aunque no figuraba entre los lugares peligrosos, haba que evitar. La recomendacin era que no notaran su presencia. Reemprendieron la marcha con el sol a la espalda, avanzando de nuevo en la misma direccin que el da, con paso rpido y decidido. El mundo pareca haber cambiado. Ahora todo era luminosidad. El sol se lanzaba contra la espesa vegetacin, y los bosques de castaos, verdes, brillantes, despedan sus rayos de nuevo hacia el cielo. Ola a humedad limpia. Slo montes, rboles, claridad y sonidos; el silencio de los bosques. Todo haba sido un sueo de nieblas, brumas, aguas y oscuridades. Sin duda fruto de la imaginacin. Les quedaba un da. Haba que apresurarse. La maana limpia y clara invitaba a ello. Aquellos dos das que se haban retrasado en Roncesvalles, el desfiladero del milagro donde el infiel haba sido detenido, pesaban ahora como losas en su marcha. Deban llegar al anochecer, y llegaran. Tierra hermosa la que estaban descubriendo; tierra desconcertante, que poda pasar de las sombras difusas a las cascadas de luz. Por eso les haban advertido. Todos los cuidados eran pocos. Deban llegar a tiempo, y llegaron. Cuando el sol ya no daaba la vista al mirarlo en el horizonte, apareci la silueta del castillo de Lemos, imponente, en la cima del monte, coronando una tierra llana y frtil.

  • Enric volvi a sentir el desasosiego. Poda oler la fertilidad de aquel valle; sinti en la piel que la tierra que estaba ante sus ojos tena la misma fuerza que el agua de aquel ro, el Sil. Tuvo la impresin de que el castillo no haba sido construido, sino que haba brotado de la misma tierra. Si no, cmo poda ser tan hermoso y tan poderoso a la vez? La magia flotaba en el aire. Ni siquiera en las tierras de Damasco, o en Roma, haba notado nunca algo parecido. -Antes de la puesta del sol estaremos en nuestro destino -fue lo nico que Enric acert a decir. Nadie replic. El silencio hablaba por s solo. Bullicio, ruido, gentes por doquier que cantaban y beban. El pueblo de Monforte, a los pies del castillo, estaba todo en la calle. Alegra desbordante; los mayores, los nios, los hombres, las mujeres, todos participaban de la magna celebracin. El paso de diez monjes por las calles no sorprendi a nadie; los miraban sin recelo y sin prestarles atencin. Era como si fuesen parte de la celebracin, aadidos a la fiesta. -Por la felicidad de doa Cristina! -brind desde la puerta de una taberna un hombre, ya entrado en aos, con aire de hospitalidad. Los caminantes respondieron a los saludos con frases sueltas. No era preciso indagar el camino del castillo. Bastaba con seguir a la gente. Detrs de ellos unos caballeros con guardias de escolta y dos carruajes les alcanzaron al trote. Vestidos de fiesta, espada en ristre, las mujeres en los carros, con seas inequvocas de seoro. Los dejaron rpidamente atrs, cabalgando hacia el castillo. Al da siguiente, tendra lugar la boda de la hija del seor de Lemos, doa Cristina, con el caballero de Avalle, de las tierras del Mio, cerca de Tul. Toda la nobleza gallega estara en el castillo aquella noche y, con ellos, diez monjes asistiran a la ceremonia. No volvera a haber una ocasin as para hablar con los ms notables seores de aquella tierra mgica y contar con su concurso. Los seores de los condados de Betanzos, Terra Ch, Monterrey y tantos otros haban llegado ya, pero an faltaban algunos. Se hospedaran en el castillo y en el edificio cercano a la iglesia. La boda la oficiara el obispo de Mondoedo, venido expresamente para ello. No lo hara el de Compostella. Haba razones que lo hacan imposible. La subida final al castillo era en verdad empinada. Tras un da caminando sin parar, los templarios sintieron la dureza del tramo final. Pero haban llegado en la fecha lmite. El primer paso estaba dado. Se haba iniciado en Rotterdam y haba concluido en Lemos. -Ahora empieza a contar el tiempo -dijo Enric a sus compaeros, mientras daba un fuerte aldabonazo en la entreabierta puerta del castillo. El sol ya se haba ocultado. La parte ms alejada del castillo pareca desaparecer, fundindose con la oscuridad. Abajo, las gentes del pueblo seguan cantando y gritando al paso de las comitivas por delante de las hogueras. Y all, en aquella explanada frente al castillo, iluminada por algunas antorchas, a Enric le pareci que el suelo se hunda, volvindose negro como si se abriese un abismo. Los segundos se hicieron eternos. Todo era hostil; las paredes de piedra sin una sola grieta, las torres almenadas, amenazantes, sobre sus cabezas, las herrumbres de la puerta, ocres como la plaza alumbrada por aquellas antorchas, parecan advertirles del peligro de su misin. El bullicio se detuvo en aquellos instantes de piedra. Enric se estremeci. Le entr vrtigo. Se sinti observado por una mirada de hielo. Saba que los guardias, los vendedores y los aldeanos que estaban en las esquinas de la plaza los miraban. Pero no era eso; sinti fro en la nuca. Se supo de nuevo descubierto, mientras una figura se funda rpidamente con las sombras, enseando su rostro rubio, casi pelirrojo... Dese que la puerta se abriese al instante.

  • -El conde quiere veros ahora mismo. Nos orden que le avisramos tan pronto llegaseis. Hace dos das que os esperamos -dijo el jefe de la guardia al tiempo que les abra la puerta. Entraron en una amplia plaza de armas. Los templarios notaron aquella sensacin de los castillos de Malta, de Francia, de Castilla... Piedra, hierro, gentes, sudor; la vida vala lo que tardaba un arma en hacer su trabajo. Aquel era su mundo. Se sentan de nuevo fuertes, seguros y con fe en su misin. Cuando suban las escaleras de piedra, alumbradas por antorchas, con el ir y venir de gentes, nobles a todas luces, ya haban recompuesto el nimo. Haba sido otra vez la imaginacin y la obscuridad. Qu haban visto?, pens Enric. Nada, la imponente mole de aquel castillo les haba desconcertado. Gentes rubias, casi pelirrojas, haba muchas por estos parajes. Por qu aquella sensacin de que ya haba visto antes aquella silueta y aquella cara? Sin duda, las gentes se parecan aqu mucho. -Os esperaba hace dos das -dijo el conde de Lemos-. Llegu a pensar que se haba cancelado toda la operacin y que habamos sido derrotados antes de empezar. Veo con agrado que mis temores eran falsos. Sobre la mesa brillaba la daga que Enric haba depositado antes de que hubiesen cruzado una sola palabra. Era el smbolo de los grandes capitanes del Temple. Piedras rojas y blancas formando la cruz templaria. El conde de Lemos observ a aquellos hombres que les ayudaran a recuperar el poder que haban perdido frente al clero, con los obispos y los monjes cistercienses a la cabeza. Quin iba a defender las tierras del fin del mundo del invasor infiel sino los nobles? Tenan que volver a fortificarse, ser poderosos y armar un ejrcito para defenderse. Los conventos, ocupados en las mejoras agrcolas y en sus libros, nunca seran fortines de defensa frente al enemigo. l sera el encargado de dirigir la nobleza, aglutinarla, armarla y hacer que el ejrcito de Gallaecia fuese respetado y aun temido en todas partes. Aquel sueo de poder y venganza estaba ya en marcha. Muchas generaciones de Lemos se haban hecho respetar y l no iba a consentir ahora que su estirpe fuese despreciada por el clero. Aquel da en que el arzobispo de Compostella, ruin y miserable, no haba accedido a reconocer su seoro, negndose a oficiar en su boda y delegando en el den de la catedral, la humillacin haba herido su alma. No parara hasta tomar venganza. Haba pasado noches enteras en vela viendo al arzobispo pagar por aquella afrenta. Pero en aquel momento, la realidad cobraba forma: diez templarios en su castillo y, como contrasea, una daga sobre la mesa. -La dureza de estas tierras... -se limit a decir Enric, sin mencionar que haba sido Roncesvalles la causa de la demora. La cueva de Roncesvalles, que tras dos das de bsqueda haban encontrado; un gran escondrijo que, en la puerta de la otra Europa, nunca despertara sospechas. Ms fcil y ms imposible. Era paso obligado de todos, y nadie la vera. Pero aquello era slo para el Gran Maestre. Nadie ms, a excepcin, claro est, del que haba de venir, sabra de aquel lugar en Roncesvalles. -Tras la cena, cuando las damas se retiren a sus aposentos y el obispo se dirija a la abada, donde har noche, nos reuniremos. Nuestros invitados saben que unos cruzados han llegado casualmente al castillo y tienen curiosidad por or sus historias de las cruzadas. Estn descontentos por las levas y los impuestos que nos imponen los monarcas de Castilla, pero, sobre todo, piensan que el poder de los obispos y los monjes cistercienses es excesivo. Son gentes de religiosidad profunda que reconocen autoridad al clero, pero no el derecho a ejercer por delegacin el poder de la corona en un pas, el nuestro, que nunca tuvo rey. Un pas sin monarca, un habla propia, y con el Apstol en su corazn, all en Compostella. Este es el sitio, pens Enric. El poder lo haban ejercido los seores feudales en cada condado, en cada valle. Pas prodigioso al que Santiago haba decidido ir a predicar y donde reposaba por los siglos de los siglos. All deberan haber

  • emplazado el centro difusor de la unidad sinrquica de Occidente. No eran las cruzadas el camino, sino el propio Camino de Santiago. Lo marcaba la Va Lctea, lo sealaba el Universo y no se haban dado cuenta. Lo miraban y no lo vean. Era preciso instalar en Europa un gran gobierno sinrquico desde el que los hombres ms sabios, justos y bondadosos rigiesen los destinos de la Europa cristiana y buscasen el renacimiento interior del ser humano. Desde Platn al Temple. Creyeron que la va divina eran las cruzadas: salvar los Santos Lugares y conseguir el poder en el orbe cristiano. Se haban equivocado: deban recorrer la cruz siguiendo al sol, yendo hacia Occidente, y ellos se dirigieron a Oriente. Haban perdido dos siglos y una parte de su fuerza. Este era el lugar, y aqu estaban las seales. No haba que ir desde Roma hacia Jerusaln. Tenan que recorrer primero el otro brazo de la cruz, desde Roma a Compostella. Este no era el Finis Terrae. Santiago haba venido aqu en barca de piedra para sealarlo, era el principio. Cenaron en una dependencia aparte. Desde el saln de banquetes, un amplio comedor empedrado, llegaban los sonidos de la msica que, a ratos, desapareca devorada por las voces, las risas y los ruidos de los cuencos de madera y de los servidores movindose con precipitacin. Los platos se sucedan sin fin; los vinos se escanciaban con profusin. Todo se haba reunido en forma de cena: carnes, caza, pesca de ro, frutos de la tierra. Aquello hubiese mantenido a un ejrcito durante una semana. Se trataba tan slo de la muestra del carcter de la tierra. Los templarios, frugales, cenaron en silencio. Enric era consciente de la importancia de la reunin que iban a tener. Aquellos nobles deban reclutar un ejrcito, sin despertar sospechas que pudieran alertar atenciones no deseadas. El conde de Lemos, siguiendo las instrucciones que haban recibido, se pondra a su cabeza. Los ruidos se fueron apagando y la msica ocup todo el espacio. Una zampoa y una viola lanzaban una luz de melodas que hicieron que aquellos recios templarios fuesen an ms conscientes de la Importancia de su misin. An segua la msica cuando el jefe de la guardia los fue a buscar y los condujo hacia la sala de armas. En la pequea antesala haba una chimenea con un pote de castaas. All, al lado de la ventana, de pie tras una mesa, reluciente, blanca, rubia y azul, aquella figura le pareci a Enric una alucinacin de aquella tierra mgica. La sonrisa, el pelo rubio corto, los ojos azules que lo ocupaban todo, las manos blancas..., no era real tanta belleza. Pero estaba all y le sonrea. Fugaz, desconcertante. La puerta, al abrirse e introducirlo en la sala, deshizo el hechizo. -El seor de Avalle, el conde de Salvatierra, el seor de Bembibre, el conde de Traba, el conde de Sotomayor. El conde de Lemos recit los nombres de cada uno de los ms de treinta caballeros que ocupaban la sala de armas. Su curiosidad al ver a los diez monjes resultaba evidente. Eran diez cruzados que, segn les haba anticipado el anfitrin, peregrinaban a Compostella tras haber sido liberados en el Magreb. Procedan del sur, de Granada, a donde haban sido llevados para cobrar rescate. El favor del Apstol los haba liberado. Eran nobles templarios de pases cristianos, convertidos en peregrinos en agradecimiento al Seor Santiago, que pasaban por el castillo de Lemos, fuera de las rutas habituales, porque procedan de tierras del Islam. La narracin de Enric no permiti respiro alguno. Las cruzadas, el Santo Sepulcro, la retirada de Jerusaln, la derrota, el avance islmico, el peligro del turco... los atrajeron enseguida sin recelo, porque aquello llenaba su espritu. La Cristiandad estaba en retroceso. Aquel mensaje transmitido con tanta seguridad prendi fuertemente en unos seores, dueos de vidas y haciendas, que vean un Camino de Santiago en pleno apogeo, con miles de peregrinos de toda Europa fluyendo a travs de sus tierras, al tiempo que perdan poder. La hegemona del clero asentado en torno al sepulcro del Apstol, la ocupacin del poder de Gallaecia por las rdenes religiosas y el debilitamiento de los seores feudales, era un terreno abonado para el mensaje de la Cristiandad en retroceso. Slo ellos, con sus ejrcitos rearmados, podan dar seguridad. Enric supo que estaban ganando. La sombras que proyectaba la luz de las antorchas permanecan inmviles. Nadie deca nada. Escuchaban. Pronto el ambiente se volvi conductor. Se sintieron ellos mismos. Fuertes, poderosos, protagonistas. Eran Occidente. Desde all haba de avanzar una nueva causa.

  • No podan ser meros espectadores, sino el corazn desencadenante. Por la Cristiandad, pero sin el clero. Podran conseguir cualquier cosa. -La historia nos reclama- pronunci con vehemencia Indalecio Avalle, un joven de apenas diecinueve aos de tez plida y ojos marrones, casi negros-. Tenemos que tomar la iniciativa. Ir juntos. Armar un ejrcito. Cada uno de nosotros puede reclutar cien soldados. Un ejrcito de tres mil hombres, bien entrenados, sera el brazo armado del Apstol. Tena fuerza. Todos asentan, aun a pesar de por lo menos doblarlo en edad. Rostros ms curtidos, barbas ms espesas, brazos ms fuertes, aceptaban aquellas palabras y las que siguieron. Indalecio ofreca sus tierras, all al lado del ro Mio, como campos de entrenamiento. Lo que Enric pretenda haba surgido con espontaneidad de aquella sala de armas y de un joven casi imberbe. La sorpresa de Enric y los otros templarios fue mxima cuando vieron la satisfaccin del conde de Lemos. Los planes eran que fuese l el que encabezase aquella eclosin de poder. En slo unos instantes otro se haba puesto al frente y pareca del agrado de todos, hasta del conde. La cara de alguno de los templarios debi reflejar las tribulaciones que les acometan ante aquella situacin, de tal manera que el conde de Lemos aclar con evidente satisfaccin: -Don Indalecio de Avalle contraer matrimonio maana con nuestra hija doa Cristina. Aquello dejaba las cosas en su sitio. An mejor. Dos personas, el conde e Indalecio, haran mejor el trabajo. Seran capaces de unir a todo aquel grupo. Un ejrcito para evitar la cada del sepulcro del Apstol, para salvaguardar la ruta jacobea y para frenar el retroceso del cristianismo, era el sentimiento de la mayora de los presentes y el que, en verdad, animaba a Indalecio. Un ejrcito para recuperar y mantener el poder de los seores feudales y para ocupar el lugar que a ellos les corresponda, pensaba el conde de Lemos. Un ejrcito para el gran objetivo, Europa y su gobierno sinrquico, pensaba Enric. Sin duda, aquella era la tierra, estos los hombres, y el sepulcro del Apstol, la causa. Las voluntades se empezaban a mover, pero an quedaba mucho. Instrucciones, acuerdos, juramentos, secreto, causa comn, honor y palabra. Las sombras seguan petrificadas y las miradas severas. Todos comprendan lo que estaba sucediendo en aquella sala de armas. El castillo de Lemos era el testigo, Enric el transmisor e Indalecio el brazo ejecutor. Todo encajaba. La rueda comenzaba a girar y nunca ms se parara. Al acabar la reunin, Enric se dirigi apresurado y ansioso hacia la puerta. La franque. Aquella mujer ya no estaba all. La mesa, la ventana, la chimenea, las castaas, eso era todo; la sala estaba vaca. l la llen con su anterior visin. Aunque haba pasado el tiempo, senta su presencia. Cosas de la mente, pens. Estas tierras mgicas actan sobre el espritu y ms cuando el cansancio agota el cuerpo. Durmi mal. De nuevo sinti la sensacin de desasosiego; lo dominaba el recuerdo de aquella visin. El rostro de la hermosa mujer al lado de la chimenea no se apartaba de l. Era mejor recapitular cmo haba sido la reunin. Repas mentalmente los nombres y las caras. Al principio haban mostrado la curiosidad de la novedad, pero pronto haban adquirido el aspecto grave de los grandes momentos en los que se sabe cunto est en juego. La intervencin de Indalecio haba conseguido llevar el proceso mucho ms all de lo que hubiesen podido imaginar. Un personaje con imn, sin duda, especial. Todo iba bien. Pero el pensamiento se le escapaba una

  • y otra vez a la sala de la chimenea. Era intil; su figura se dibujaba aun en contra de su voluntad. Fue apenas un abrir y cerrar de ojos, y an duraba. Desde que vadeara aquel ro slido, todo eran impulsos que no controlaba. Pero la figura etrea de aquella mujer, estaba, ya no en el terreno de la magia, sino en el de lo prohibido. Mitad monje, mitad guerrero, al servicio de la Cristiandad. Caballero del Temple. Senta un impulso como remolinos de aire, y tena la sensacin de pisar arenas movedizas. Guerra y amor. Armas y casa. Torbellino de sentimientos. Un largo viaje desde sus tierras del Mio hasta Lemos. Una boda, una unin que le produca sensaciones que iban mas all de sus propios sueos. Un deseo irrefrenable de verla, de estar con ella. Fue conveniencia hasta que la vio. Entonces empez un viaje infinito de sentimientos, ms all de la cordura. Cristina, de apenas diecisiete aos, fue para l todo. La vio y sinti que viva. Ms que nunca sinti la vida. Su alegra, su belleza, su dulzura, su sosiego le hablaban de una eternidad de felicidad que iniciaban juntos. De la impaciencia, los das no pasaban, pero ya slo quedaba una noche. Tan slo un sueo, que no sera, porque al final estaba ella. Aquella noche, en la sala de armas, un nuevo tiempo se haba abierto; aquellos monjes cruzados, cautivos, peregrinos de Santiago, le haban mostrado el destino en un instante. Muy pocos hombres podran ver lo que l haba visto: el deber, el poder, el ser. Su voluntad se haba vuelto firme. Saba lo que tena que hacer. Armar un ejrcito poderoso. Gallaecia sera muy pronto testigo de un gran ejrcito al servicio del Seor para salvar Occidente. El da lleg. Indalecio no haba dormido. No lo necesitaba. Se senta ms fuerte que nunca. El castillo amaneci de repente; la luz lleg tarde, cuando ya una multitud empeada en los preparativos se mova en todas direcciones. Los nobles y sus familias se dirigieron a la capilla y ocuparon sus sitios de acuerdo con estirpes y blasones. El obispo de Mondoedo, rodeado de una docena de clrigos, desde el lugar central en el altar, seguro de su poder, vio al fondo de la iglesia a los diez cruzados peregrinos. No acertaba a comprender cmo aquellos monjes, de aspecto ms bien vulgar, haban sido capaces de obtener el compromiso de armar un ejrcito de aquellos nobles, individualistas, poco ambiciosos y acostumbrados a una vida rutinaria, si ni siquiera saban muy bien su finalidad. Pero el hecho era de la mxima importancia. Haba que poner sobre aviso al monacato cisterciense y al arzobispo de Compostella, que decidira si era conveniente avisar al Rey y qu medidas deban tomar. l cumplira con dar el aviso. Tena gran aprecio por el conde, hombre bueno y cabal, aunque demasiado pendiente de los deseos de su mujer, la hermosa doa Ins. Hasta ahora la influencia de sta se haba limitado a cuestiones sin trascendencia, la hacienda, los cultivos, los sirvientes... Pero la noche anterior haba permanecido en la antesala de armas hasta el final de la reunin. La acstica de la cpula de la sala de armas llevaba los sonidos a la chimenea de la sala contigua. El obispo lo haba experimentado como una curiosidad que le contara el conde; jugaban a las adivinanzas con las visitas. La iglesia se le vino encima a Enric cuando vio aparecer a la seora de la ventana de la mano del conde. Aquella figura, ya imborrable, era ahora una realidad con nombre, doa Ins. No pudo reaccionar. Sus ojos se quedaron presos y no los pudo separar de ella. Su voluntad qued sepultada bajo las piedras de aquella iglesia. Mitad monje, mitad guerrero. Todo de aquella mujer. Inmvil. El pasado se desprendi en un instante del presente. Ya no era. El despus no sera consecuencia del antes, sino del ahora. Su misin permaneca, lo dems, no. Todo haba de ser como deba, pero no su alma. Aquella tierra mgica empezaba a decidir su propio destino y el de todas sus gentes. Le haban advertido y no lo haba credo. Desde Rotterdam a las tierras de hielo de Suecia, desde los desiertos de calor de Argel a las lluvias de las estepas del norte, desde Mesopotamia, la hmeda, hasta los bosques de Castilla, su espritu se haba curtido para el Temple y Cristo. Pero ahora no se senta el mismo; estaba en otra tierra, con otro carcter. Con una espada en las manos, aguardaba a Cristina. Las dos manos sobre la cruz de la empuadura de aquella espada, pesada, brillante, que su abuelo don Indalecio le haba entregado al iniciar el viaje a Lemos, dicindole: S que la usars con honor y valenta. Su abuelo no pudo acompaarlo.

  • Los aos y la salud se lo haban impedido. No te volver a ver. Pero s que el tiempo no tendr final para ti. Sers feliz y desgraciado. Morirs y vivirs. El tiempo curvar ante ti su elipse. No lo entendi. Lo quera demasiado. No lo quiso or. De l lo haba aprendido todo. La paciencia, la transigencia, el honor, la vida de su pueblo, la voluntad, el tesn pero, especialmente, la trascendencia. Todo va ms all. Cada acto tiene consecuencias. La vida es ms que el tiempo que pasa, es el juego de la accin y su resultado. Tu vida trasciende al tiempo, le dijo al despedirlo. Fueron sus ltimas palabras. Por eso decidi esperar a Cristina con su espada. La extraeza de los invitados era patente. Jams se haba visto esperar a la desposada en la iglesia con la espada al frente. Se juntaron ante el altar. La dulzura de Cristina apag el furor de la espada y desvaneci una nube de temor que haba inundado la iglesia. Devolvi la calma a las gentes. As era ella. Lo haba sido siempre. Transmita su tranquilidad. Aplacaba las furias con su presencia. -Nunca se celebr una ceremonia ante Nuestro Seor Jesucristo con el arma de la muerte en su presencia -clam el obispo-. sta no se celebrar si no se desarma el seor de Avalle. El obispo ejerca su poder. La reunin de la noche anterior y la presencia de Indalecio en ella estaban teniendo respuesta en aquel momento. La Iglesia era primero. Su magisterio le seal que era aquel el momento de desbancar a aquel joven de su pequeo pedestal. Todos entendieron el significado de las palabras del obispo. Se movieron inquietos mirndose desde sus sitios. -Espadas y cruces defendieron el Santo Sepulcro. Espadas y cruces defendern el camino de la civilizacin cristiana. Esta espada y esta cruz le exigen su obligacin. Con la cruz o con la espada. Su Dignidad diga qu lado quiere. Todos quedaron paralizados. El reto no dejaba ningn margen al obispo. Indalecio haba dejado libre su instinto. Todos vieron su determinacin. Lo miraron con respeto, pero temieron las consecuencias. Enric vio a un hombre capaz de llevar hasta el fin cualquier cometido. Sinti, tambin, admiracin e inquietud. Concluida la ceremonia, el obispo, seguido de sus clrigos, sali sin hablar con nadie. Ni con el conde. Su dignidad haba sido humillada por aquellos nobles. Por el de Avalle. Toda su vida estara ya marcada por aquello. No parara hasta vengarse. De todos. Pero, sobre todo, de Indalecio. En la puerta de la iglesia sinti el hielo de la mirada de Enric; se estremeci. Haba que ir directamente a Compostella. No se poda perder ni un da. Su instinto de viejo clrigo, conocedor de las gentes, le deca que todo aquello era vital. Los comportamientos, los gestos, las miradas; algo muy grave flotaba en el ambiente. Aquel ejrcito. Una espada en el altar. Un reto a un obispo de Cristo. No lo comprenda. El arzobispo, sin duda, sabra qu hacer.

  • UN VIAJERO LLEGA A COMPOSTELLA El barco enfil el cabo del fin del mundo. Las brumas no permitan verlo, pero all, detrs de aquellas nubes, estaba Finisterre, el ltimo confn de la tierra. El navegante siempre senta pnico a que la corriente lo arrastrase hacia la Gran Catarata. En cierta ocasin en que se apart demasiado de la tierra, incluso lleg a or su estrpito. Desde entonces el temor lo acompaaba siempre que navegaba aquella costa. Esta vez tambin. Aunque slo se oa el viento, la lluvia y el mar. Ya slo quedaba la recalada, fondear y dejar al pasajero. Haba sido un viaje especial. Desde Roma a Marsella, Valencia, Lisboa y Finisterre. Los tres primeros puertos estaban en las rutas habituales y conocidas. La Costa de la Muerte, de paso para el norte, tampoco era rara. Pero fondear en la cala, detrs del Finisterre, era inusual. Y ms an lo era un viaje desde Roma a Finisterre con un solo viajero y su equipaje. Ninguna carga. Tres escalas de pocos das y dejar al pasajero en Finisterre eran su nico cometido. Apenas haba hablado con l en todo el viaje. Vesta de blanco y rojo. Barba rubia, expresin distante y altiva, estatura intermedia. Haba hecho la mayor parte de la travesa en su cmara y solamente haba subido a dar unos paseos por cubierta al amanecer y al atardecer. La posicin del barco, las previsiones y el estado del finar eran las nicas palabras que haba cruzado con l. Tena acento francs y hablaba un buen italiano. El navegante, genovs, que ya haba visto de todo, enseguida not que no slo era de la alta nobleza, sino que sus rdenes se cumplan inmediatamente. No necesitaba esforzarse para tener autoridad. Se senta tan pronto como hablaba. Cuando alcanzaron las costas de Gallaecia, el viajero haba subido a la cubierta y no haba parado de tomar notas sobre unas cartas marinas que haba desplegado. Ya le haban advertido que la navegacin de aquella parte del mundo se hara bajo sus instrucciones. As haban entrado en dos de las ras, una al lado del ro Mio y la llamada de Arousa. Despus bordearon la costa navegando hacia Finisterre. El viajero quera recorrer todos los acantilados y ver su aspecto. El da no ayudaba; la lluvia pegada al mar no permita ver la costa y acercarse ms era un gran riesgo. Con razn le llamaban la Costa de la Muerte. Con temporal era la ms temible del mundo. De un lado los rompientes contra unos acantilados cortados con cuchillos del diablo y con rocas vivas, listas para clavarse en el casco de los barcos, que a veces hasta se movan para atrapar a los navegantes. Del otro, la Gran Catarata. Pero aquel da, el mar era amigo, la lluvia enemiga y el viento suave. No haba visibilidad. -Siga navegando hacia la costa -le dijo secamente el viajero. En el contrato de transporte no figuraba el jugar con la vida. Pero el navegante no tuvo ni un asomo de duda. Le ordenaba seguir a ciegas hacia la costa y lo hara. En la voz del viajero sinti como un salvoconducto contra los elementos. Mantuvo el rumbo. All estaba y as apareci de repente, majestuoso, el Fin de la Tierra. El Finisterre imponente; alto, vertical, verde. Naca del mar al cielo. El Fin del Mundo tena que ser as. El barco se

  • empequeeci al ver aquel coloso. Pero sigui navegando porque ese era su oficio. Tomaron sondas, midieron calados, comprobaron fondos, observaron las rocas; el viajero lo anotaba todo. As hasta que hubieron recorrido todos aquellos mares. Pasado el medioda enfilaron la cala, al abrigo del coloso. Pareca una gran boca que los iba a tragar. El viajero hizo ms anotaciones. La lluvia volvi a cerrar la tierra y se quedaron a ciegas. Arriaron las velas y mantuvieron el ancla lista por si las corrientes los arrastraban. El navegante, buen marino genovs, sinti el pnico del naufragio. Pero la calma del viajero, que segua sin moverse, lo tranquiliz. La lluvia levant y la cala de Finisterre apareci, acogedora, ante ellos. El navegante se sinti de nuevo seguro. Junto a las barcas varadas sobre la arena, trabajando en las redes extendidas, unas mujeres observaban atentamente el barco. Pocas veces un barco tan grande haba entrado all, como no fuese para refugiarse del temporal. Ya estaban avisados por la presencia de tres caballeros, carruajes y soldados. Algo estaba pasando. No cruzaron ni una palabra con los pescadores. Se haban alojado en la casa del cura, dos das antes. Se turnaban vigilando el mar desde lo ms alto del acantilado. Los habitantes del pueblo, aun acostumbrados a temporales y a desgracias de barcos nrdicos, estaban visiblemente inquietos. No acostumbraban a ver a caballeros armados en el pueblo. Se teman una invasin vikinga, aunque ya nadie del lugar recordaba ninguna. Pero no importaba, todos los resquicios de la aldea seguan respirando desgracias y naufragios. Eran gentes curtidas. Sonrean cuando se les recordaba que generaciones atrs encendan hogueras para, en las noches oscuras, atraer a los barcos y hacerlos encallar en aquella costa diablica, la Costa de la Muerte; despus el saqueo. Cuando se les hablaba de ello, ni asentan, ni negaban. Slo sonrean. Quiz pensando en tiempos mejores. Cuando el viajero salt del bote a la playa, los tres caballeros pusieron pie a tierra, e inclinaron la cabeza hasta que les dirigi la palabra. Varios pescadores descargaron cuarenta bales y arcones. Uno, redondo y plano, grande y pesado, fue descargado con especial cuidado, bajo la atenta mirada del viajero. -Pongmonos en marcha -dijo mientras se diriga a un caballo con silla blanca y roja, ms lujosa que las otras. Un escudero le ayud a montar e, inmediatamente, con los tres caballeros a su lado y los criados y soldados a pie detrs, la comitiva se puso en marcha. El navegante, desde el barco, los vio marchar. Desaparecieron tras la loma, encima de la playa. No se sorprendi del aspecto aguerrido y noble de la comitiva. Era una repeticin de lo que ya haba visto en otros lugares. En Ostia, el puerto de Roma, la noche de la partida, haba llegado acompaado por el cardenal Musatti y escoltado por la guardia papal. El cardenal haba subido al barco desendole buen viaje e inclinando la cabeza ante l. El navegante no entenda mucho de esto, pero no crea que el cardenal Musatti, conocido de toda Roma y hombre de gran poder en el Vaticano, tuviese esa deferencia con cualquiera. Incluso el hecho de que el viaje fuese acordado por orden del cardenal y pagado de antemano era inusual. Sobre todo silencio. Era lo que le haban exigido. Sin ninguna explicacin. Pero con buenas razones. Con silencio cobrara el precio convenido y sin l no seguira de navegante. Enseguida supo lo que le convena. Y a l, de todo aquello, slo le interesaba el flete del viaje. No presentaba ms riesgo que cualquier otra travesa. Slo le inquietaba aquella singladura final en el Finisterre. Su silencio estaba garantizado. La llegada a Marsella se hizo de madrugada. Aprovecharon las primeras luces del alba, en un mar encalmado, para arribar y fondear. El viajero permaneci en su cmara hasta que bien entrada la noche, tres botes, con gentes arriadas, se abarloaron al barco; el viajero baj a uno de los botes, donde tres figuras que la poca luna apenas permita ver, lo recibieron con inclinacin de cabeza; se oy: Seor.... Desaparecieron en la oscuridad, en silencio. La noche siguiente, la comitiva, tan silenciosa como haba partido, regres. Navegaron ininterrumpidamente

  • hasta Valencia; recorrieron toda la costa mediterrnea de las tierras de Francia, la costa catalana, el delta del Ebro, Pescola... Nada interesaba al viajero. Slo el amanecer y el atardecer. El orto y el ocaso. Hasta Valencia. Tierra de infieles hasta bien pocos aos antes. Conquistada primero por aquel caballero castellano, Rodrigo Daz de Vivar, de eterna lealtad a un rey menor. Su romance era conocido por toda Europa. Un Caballero de Europa, haba susurrado el viajero mientras apoyaba en la borda unos manuscritos en los que se podan leer las palabras Mo Cid. Atracaron en los muelles del Grao, donde, tambin por la noche, unos caballeros templarios lo fueron a buscar. Dos das haba permanecido fuera del barco. Iniciaron una nueva singladura, esta vez hasta Lisboa. Haban cruzado las Columnas de Hrcules, Europa y Africa, en un da difano. No fueron interceptados; el navegante saba que navegando por mitad del estrecho tendran franquicia. Desde all, donde acababa Europa, los seguidores del Profeta haban amenazado el sueo de la civilizacin cristiana. Contra su costumbre, el viajero estuvo todo el tiempo al lado del timonel. Observ inmvil el norte. Toda su atencin se centr en aquella gran roca. El sur no le interes. El navegante no adivinaba qu pasaba por la mente de aquel hombre cuando, absorto, clavaba su mirada en el borde septentrional de aquellas tierras. El recibimiento en Portugal fue diferente. Desde que enfilaron o Mar da Palla, la entrada de Lisboa, fueron seguidos desde tierra por un grupo de jinetes que les daban la bienvenida con aquella simblica escolta. Al atracar en los muelles, una guardia de infantes rindi honores al viajero. Fue trasladado en un carruaje con los emblemas reales. Una guardia qued al lado del barco. Nada pudo averiguar el navegante. Le pareci entender que era un enviado de gentes muy importantes, amigas de Portugal. Tampoco le interesaba; lo suyo era el silencio y la discrecin. Sin embargo le intrigaba que el viajero no siguiese su viaje a Gallaecia por tierra; sin duda no saba de la bravura de aquel mar. La estancia en Lisboa, prevista para dos das, se prolong durante catorce ms. El navegante y su tripulacin escucharon que el viajero se aposentaba en las cercanas del Pazo Real. Oan frases sueltas, de reyes, nobles, obispos, cruzados y ejrcitos, y la atencin con que la guardia armada los trataba no dejaba ninguna duda de que, all tambin, el viajero era un personaje importante. Una madrugada, un cortejo se aproxim al barco; el viajero se ape de un carruaje y abraz al hombre que vena con l. Los guardias presentaron armas. La puerta se cerr y el carruaje parti con toda una nube de soldados a su alrededor. El viajero subi la pasarela y, tras ordenar que llevasen a su cmara dos cofres de hierro que pesaban como si fuesen macizos, mand levar anclas. Se encerr en su cmara y no sali hasta el anochecer. El navegante volvi de sus recuerdos. Su viaje haba concluido y haba que volver a Roma. Mientras izaban el ancla, vio que en la playa un hombre suba a un bote con remeros y se diriga al barco. Aguard con curiosidad. No se le ocurra qu tendra que decirle. -Adnde os dirigs? -pregunt el del bote, un hombre con aspecto de alta cuna. -Hacia el Mediterrneo, contest el navegante sin querer concretar mucho. Despus de todo iba hacia all. -Querra ser vuestro pasajero hasta Aveiro, puerto portugus, a cuatro das de travesa -le dijo el hombre de la barca. El navegante lo conoca bien, era un puerto fcil. No lo entretendra demasiado y obtendra un dinero adicional, aunque no fuese mucho. Acordaron el precio. Echaron una escala. El hombre del bote subi a bordo. No llevaba equipaje. El barco inici la navegacin saliendo de la ra y dejando Finisterre por la popa. El navegante volvi a or el estrpito de las cataratas del fin del mundo. Sinti temor y se acord del viajero. Estara cabalgando con su comitiva hacia algn sitio. Con l all no tendra miedo. A Sergio le haban dicho que estuviese atento a la llegada de la comitiva. Los sirvientes tendran que estar en sus puestos y todo preparado para que el seor se sintiese en Compostella como en su propia casa. De hecho, aquella iba a ser su casa durante bastantes aos, si no no la hubiesen comprado, pagando, adems, un precio tan alto. Le haban ordenado adquirir una casa digna de una persona de abolengo, en el centro de la ciudad, lo ms prxima posible a la puerta sur de la catedral. Iba a ser habitada por varias personas y

  • tendra que tener un servicio acorde con sus moradores, adems de dar aposento a la guardia personal del seor. Cuando el embajador de Portugal le haba hecho el encargo, pens enseguida en la casa que se encontraba justo enfrente de la plaza de las Plateras, al comienzo de la ra del Villar. Era una casona sobria, con muros de fortaleza y digna de un rey. En tiempos haba sido aposento del arzobispo. Confiaba en que todo fuese del agrado del nuevo propietario, e incluso albergaba la esperanza de ser designado responsable de la administracin. No saba de quin se trataba; sera alguien que querra retirarse all, cerca de la tumba del Apstol, en un viaje sin retorno por el Camino como peregrino eterno. Muy importantes deban ser los favores que el Apstol le habra concedido para permanecer all de por vida. Quiz la victoria en una gran batalla, quizs haber salvado la vida en una emboscada... Viajaba sin su esposa y, siendo extranjero, necesitara a alguien que le llevase todo lo relativo a la casa y a la guardia. Dinero no pareca faltarle. La comitiva se acercaba por la ra del Villar; los hombres a caballo precedan a los carros. Todo estaba listo para servir una buena cena, y las habitaciones dispuestas. Sin necesidad de que dijesen nada, enseguida supo quin era el propietario; no era su caballo, ni su forma de vestir... eran sus ojos; transmitan solemnidad. Antes de que el seor hubiese llegado, la guardia que lo acompaaba se adelant y desmont, vigilando atentamente a toda la hilera de sirvientes que esperaban. Sergio se dirigi hacia l y, al tiempo que titubeaba Seor..., trat de ayudarlo a desmontar, pero cuando quiso darse cuenta ya estaba a pie a su lado. -Es esa la puerta sur de la catedral? -pregunt sin ni siquiera reparar en la casa, dirigiendo su mirada hacia el majestuoso edificio. Sin dar tiempo a Sergio a contestar, se encamin con paso rpido hacia la puerta. Los tres caballeros lo siguieron y detrs toda la guardia. Sergio decidi hacerlo tambin. El seor subi las escaleras rpidamente y se qued inmvil delante del arco izquierdo de la puerta; sus tres acompaantes se quedaron unas brazas detrs. En silencio, mantuvo su mirada fija durante mucho rato en aquel arco. Sergio sinti que algo importante suceda. Le pareci que el aire se volva denso y pesado; el tiempo se eterniz. Nadie se atreva a hablar. El seor y los tres caballeros no separaban su mirada de la puerta. Los guardias tenan la misma sensacin de respeto que Sergio ante no saba qu. Cuando llegaban a la catedral, los peregrinos entraban rpidamente dirigindose a la Cripta para despus tocar con los cinco dedos la columna del maestro Mateo, santigundose con el agua y sentndose en su sitio en espera de la hora de la misa. Pero aquel era un peregrino muy especial. Segua all, inmvil, delante de la puerta, sin entrar. El tiempo pesaba y se volva hostil. Sergio not que los dems tambin estaban incmodos pero, al igual que l, no se atrevan a moverse. Slo Dios sabe cunto tiempo haba pasado cuando el seor, volvindose y sin mediar palabra, encamin sus pasos hacia la casa; baj las escaleras sin premura, lo que dio tiempo a Sergio a adelantarse y esperarlo en la puerta. -Seor, sus aposentos estn en el primer piso y, cuando ordene, la cena estar servida. No obtuvo respuesta. El seor entr en la casa, subi las escaleras y cerr tras l la puerta de sus habitaciones. Los sirvientes entraron los bales, incluido aquel redondo tan grande y tan pesado. No fue fcil subir las escaleras con aquel bulto de casi dos brazas de dimetro. Pusieron guardias en la entrada del aposento, y en la puerta principal de la casa; eran rdenes de uno de los tres caballeros, que se acomodaron en las habitaciones de la antesala del seor. Durante la cena, los tres caballeros le contaron cosas que parecan interesar mucho al seor. Hablaban francs, y aunque Sergio no lo comprenda del todo, s entendi que se referan a la catedral, al Apstol, al Camino de Santiago, a Europa, al arzobispo .... Oy nombres de personas, extranjeros sin duda y nombres de ciudades de Francia e Italia. El seor no hablaba, escuchaba, sin mirar a los que le informaban. Cenaron poco. Muy poco. Sergio se preocup. Quiz no les haba gustado la cena, aunque los franceses eran amantes de la caza y del pescado del Atlntico. Lo saba por haber atendido a otros peregrinos, tambin de abolengo. La empanada ya no era tan unnimemente aceptada. El vino del valle del Ouro quiz

  • no haba sido una eleccin acertada; el vino francs era bueno. Se levantaron tan pronto el seor lo hizo y uno de ellos se acerc a Sergio. Le habl con brusquedad. -El seor de Clermont quiere que os quedis a su servicio. Dejad todas vuestras otras ocupaciones, las posadas y la cerera, y dedicaos solamente a atender esta casa. Recibiris las instrucciones directamente de m. Soy Denis de Languedoc. El seor se levanta al amanecer; sus comidas son siempre frugales: un solo plato. No es persona de banquetes. No puede perder el tiempo. Se os avisar de sus planes en cada momento. Mucha gente vendr por esta casa, personas de la ciudad y peregrinos del Camino. Todos tienen que ser recibidos con cortesa, para que se sientan en su casa, pero sin ostentacin, como corresponde a gentes del Camino de Compostella. Sergio asinti sin poder ocultar su satisfaccin. Ya saba que en aquel puesto tendra poder y unos buenos ingresos. Pero ahora vea que eran gente de la ms alta estirpe, con lo que las posibilidades se ampliaban. Nadie adquira una gran casa al lado de la catedral, si no era de la alta nobleza y, siendo extranjeros, dependeran mucho de l. -No escatimis en los sirvientes. Contratad cuantos sean precisos. Debern ser gentes de fiar. Dentro de unos das llegar un cuerpo de guardia con veinticinco hombres y deben tener un lugar de residencia en las cercanas de la casa. Aquello s que no se lo esperaba Sergio. La presencia de media docena de hombres de guardia ya le pareca poco habitual, pero aquello era un pequeo destacamento. Dud si debera ponerlo en conocimiento del den de la catedral, aunque sera romper la confianza que estaban depositando en l; adems quiz no hiciese falta, ya que enseguida repararan en su presencia. No pareca haber nada oculto en ello; podran estar all para dar proteccin a los peregrinos franceses, que, ciertamente, eran los ms numerosos. Adems no era raro que grupos de peregrinos se agrupasen y viajasen protegidos por guardias armados. Pero ms de treinta soldados superaban la guardia del arzobispo. Sin duda el seor de Clermont era persona de gran abolengo. Hablara con el den. -Maana a primera hora saldremos hacia el Palacio de Gelmrez. El carruaje tiene que estar preparado desde el amanecer -le dijo Denis de Languedoc a modo de despedida. Sergio durmi mal aquella noche. Todos aquellos acontecimientos tan rpidos le haban desorientado, a l, que estaba acostumbrado a los ms diferentes seores y nobles. Aquellos nobles caballeros iban a ser recibidos por el mismsimo arzobispo Rodrigo, que incluso era llamado por el Papa de Roma para asistir a los concilios de la Cristiandad. Pero lo que ms le inquietaba era el recuerdo de aquella imagen inmvil, clavada delante de la puerta de la catedral. No por lo inslito de que no entrase, sino porque ahora la recordaba con una gran luminosidad, con claridad difana, como si le diese el sol. Pero haba sucedido al oscurecer, cuando el sol ya se haba ocultado por detrs del monte Pedroso. Sin duda era un recuerdo trastornado por la impresin que todo aquello le haba causado. Ni siquiera lleg a conciliar el sueo. Lo llamaron muy temprano, como haba ordenado. Se fue a comprobar que el carruaje, que haba llegado muchos das antes, estuviese listo. Era de color negro con un escudo blanco y rojo en las puertas. El seor de Clermont desayun en sus habitaciones y tan pronto las campanas anunciaron la misa de madrugada en el altar mayor, descendi las escaleras. De blanco y rojo. Los tres caballeros tambin vestan

  • de blanco y rojo. No supo por qu, pero le pareci que no vestan igual. Partieron los cuatro en el carruaje. Les seguan sus soldados. El Palacio de Gelmrez, residencia del arzobispo, estaba escasamente a doscientas brazas, pero la gente importante siempre iba en carruaje. El arzobispo aguard de pie a que el seor de Clermont y los tres nobles que lo acompaaban, precedidos por el den, recorriesen el saln del Palacio de Gelmrez. Detrs de l, tambin de pie, el cabildo catedralicio en pleno. Era el recibimiento que corresponda a los reyes o a los enviados reales con plenos poderes. Las instrucciones para esta bienvenida las haba dado el arzobispo en persona y fueron cumplidas escrupulosamente. Mientras se acercaba, el arzobispo estudi detenidamente a aquel personaje. Lo enviaba don Dins, el Rey de Portugal, con quien convena tener las mejores relaciones; era un rey poderoso, que dispona de un ejrcito en Braga, a muy pocas leguas de Gallaecia; y un ejrcito poda ser para defender o para atacar. Clermont, le haban dicho, era un poderoso noble francs, seor de Auvergne, capaz de movilizar un ejrcito de cinco mil hombres que vena a Compostella a ponerse a las rdenes del Apstol. Era persona culta, cristiano de pro, que tena la firme creencia de que el Camino de Santiago era la va de la civilizacin. Le pareci inquietante. Tena aspecto serio y porte altivo; todo lo que de l saba desprenda un cierto misterio. No iba a poner en duda las referencias provenientes del rey portugus. Ciertamente no. Pero un noble francs, capaz de movilizar tal ejrcito, aposentado en Compostella, requera de referencias. Ya haba enviado un mensaje a Roma y otro a la Reina regente castellana, para saber a qu atenerse. De momento solamente haba desplazado una guardia de pocos hombres, una guardia personal. Se haba establecido en la casa de las Plateras, para lo que el den haba dado permiso. Por ahora todo era satisfactorio. Todo excepto aquella extraa cuestin de que la noche anterior no hubiese entrado en la catedral, limitndose a permanecer largo rato ante la puerta, sin duda impresionado por su grandiosidad. Quizs querra ser recibido en el altar mayor por el propio arzobispo, como corresponda a su rango, y por eso no haba entrado. Clermont bes el anillo del arzobispo Rodrigo, a lo que ste correspondi con una inclinacin de cabeza, tomando ambos asiento, tras dos breves Monseor, Seor de Clermont. La conversacin, en latn, pudo ser escuchada por todo el claustro catedralicio y por los tres caballeros. -Monseor Rodrigo, mi satisfaccin por estar en Compostella supera cualquier otro privilegio que el seor Jesucristo hubiese querido concederme en esta vida. Esta ciudad, el gran epicentro de la Cristiandad, es digna de vivir y morir en ella. Esa es mi intencin, para lo que quiero pediros vuestro consentimiento, vuestro beneplcito y, si ello no fuera demasiado, vuestro consejo espiritual. El arzobispo no se esperaba algo as. El empaque con que estas palabras fueron pronunciadas y la propia figura de Clermont le estaban impresionando. No pronunci palabra alguna, sabiendo que su visitante iba a continuar. Con un gesto bondadoso de comprensin, asinti con la cabeza. -Esta ciudad perdurar por los siglos de los siglos y ver etapas de un esplendor tal que an hoy nos sorprendera. Occidente peregrina a Compostella. Pero este lugar fue elegido para mucho ms. Pronto el mundo se asombrar de Santiago de Compostella y sabr por qu el Apstol lo eligi para iniciar la evangelizacin de la Iberia. Yo quiero contribuir y ser testigo de la historia. Todo mi esfuerzo y empeo ser para que la obra de Nuestro Seor pueda seguir su curso. El arzobispo, hombre sabio y sereno, supo que tena que seguir escuchando. Volvi a asentir con la cabeza. -Os pido que me autoricis a construir un hospital para dar cobijo a los peregrinos de la gran Europa que lleguen con las huellas del cansancio o de la enfermedad y a que pueda desplegar soldados, que yo costear, para dar una mayor proteccin al Camino. Una autorizacin del arzobispo de Compostella asegurara a reyes y seores del noble fin de esta guardia armada. Estaran directamente a vuestras rdenes. La desconfianza del arzobispo haba desaparecido completamente. Aquel hombre deca lo que senta, no haba doblez en sus palabras. Sus ojos estaban limpios.

  • -Compostella recibe siempre a sus peregrinos, ya sean ricos o pobres, hombres de letras o iletrados, caminantes o caballeros, gentes de paz o de guerra. As nos lo encomend el Apstol. Vos seris tan bien considerado como vuestras obras merezcan. Por el bien que hagis, tendris nuestra gratitud y la de los peregrinos del Apstol, que tan necesitados estn, tantas veces, de cuidados. Vuestros hombres sern bien recibidos en el Camino, ejerciendo la guardia al lado de los hombres de armas de reyes y nobles, del Temple, Caballeros de Santiago... Nuestras puertas estarn siempre abiertas para vos. Franqueadlas. El dilogo continu con detalles de la recepcin que se celebrara en la catedral. Misa Mayor de peregrino. La ubicacin del hospital fue otro de los temas que trataron durante un buen rato. El arzobispo acompa a Clermont hasta la puerta, mostrando as su agrado. Pasaron bajo los arcos de piedra de la gran sala del Palacio de Gelmrez, que adems de saln de recepciones era tambin comedor. De esto daban fe las figuras de piedra esculpidas en los arcos que, reproduciendo comensales y viandas, eran una muestra del culto a la comida de aquellas gentes del fin del mundo. Descendieron las escaleras de piedra, estrechas y hmedas, verdeadas por el musgo. El arzobispo despidi a Clermont en la puerta que daba a la gran plaza del prtico del maestro Mateo. Vio como el carruaje se alejaba unas brazas y se detena frente a la obra del ms grande maestro del mundo. Supo que Clermont estaba viviendo un instante inolvidable, viendo aquel prtico de entrada al sepulcro del Apstol. El arzobispo subi a sus aposentos y por la ventana vio que el carruaje negro an segua en medio de la explanada, frente al Prtico de la Gloria. No se qued a verlo partir porque tena que recibir al obispo de Mondoedo, que inopinadamente haba llegado a Compostella y quera despachar sin demora con l un asunto que, segn deca, era de la mxima gravedad e importancia. El obispo don Pedro de Mondoedo era hombre cabal, amable y caritativo, pero fcilmente exasperable. Siempre deca lo que pensaba. No era muy dado a comportamientos diplomticos y ya haba tenido bastantes contratiempos por su carcter explosivo. El arzobispo lo not visiblemente alterado; casi no cruzaron saludos, tal era la premura con la que rompi a hablar, contando de forma entrecortada todos los acontecimientos que haban sucedido en el castillo de los Lemos. Una reunin casual, celebrada en la noche de vsperas de las bodas, en la que los nobles haban decidido armar un ejrcito, cuando unos peregrinos, liberados de Tnez, los aturdieron narrando el renacimiento del Islam. Aquel Avalle, enardecido, encabezando la conspiracin de armas y el conde de Lemos, su gran amigo, dando respaldo a tamao hecho. Pero lo ms grave haba sido la humillacin, delante de la Eucarista y frente a la ms rancia nobleza gallega, a un prncipe de la Iglesia. El arzobispo lo escuchaba con gesto grave. Cuando el obispo hubo acabado su relato, le aconsej que descansase de aquel viaje tan apresurado. Ya departiran al final del da, le dijo; pero su preocupacin era tan aparente que el desasosiego se aadi a la clera del obispo de Mondoedo. No recordaba el arzobispo nada semejante a lo que le contara don Pedro. l mismo haba tenido algn problema con el conde de Lemos, pero ambos haban sabido llevar la cuestin sin magnificarla. Un ejrcito en Gallaecia y un insulto a la Iglesia. Haba que atajar todo aquello, antes de que fuera a ms. Lo ms preocupante era que en la iglesia nadie hubiese levantado su voz en defensa del obispo. Eso mostraba la difcil relacin entre el clero y los nobles, que queran ms poder del que les corresponda y trataban de obtenerlo recortando el que legtimamente detentaba la Iglesia. Quiz la Iglesia haba extremado las cosas en los ltimos aos y fuese necesario algn gesto. No haba tiempo que perder. Llam a su secretario, un cura joven, de gran inteligencia, el padre Fermn y le dio instrucciones para hacrselas llegar a todos los obispos y abades de los monasterios cistercienses. Haba que ponerles al tanto de la reunin y los acontecimientos del castillo de Lemos, ordenndoles la mxima atencin al reclutamiento de tropas en todos los condados. Era preciso saber quines actuaban y cuntos hombres reclutaba cada uno. Pero, sobre todo, haba que procurar que tal movilizacin no se produjese. Con buenas formas y presiones inteligentes, deba convencerse a cuantos nobles se pudiese de la inutilidad de tamaa empresa. El Islam estaba en retroceso en la Pennsula, y el Camino, que recorra todas las tierras de Europa, era cada vez ms frecuentado y seguro. Deban alabar el buen nimo e intencin de la empresa, pero era ciertamente innecesaria. En su lugar, haba que celebrar una reunin con la nobleza, clero y embajadores en Compostella, quizs en la festividad de Santiago.

  • Las instrucciones eran particularmente concretas para los obispos de Tui y Lugus. Desde Tui tenan que extremar la vigilancia en las tierras del Mio, seoro de los Avalle, para seguir muy de cerca los pasos de Indalecio. No convena enviar ningn emisario para dialogar. Era mejor, por ahora, proceder con cautela y conocer todos sus movimientos. Sin embargo, el obispo de Lugus deba hablar con el conde de Lemos para convencerlo de que retirase su apoyo y que serenase las actitudes, en especial la de su yerno. Gran futuro podra tener don Indalecio si supiese encauzar sus esfuerzos en la buena direccin. Fermn comprendi que era cuestin importante que tena que ser evacuada con prontitud y discrecin. Las cartas tenan que partir aquel mismo da. Se escribieron y correos del arzobispo partieron esa misma tarde hacia todos los rincones de Gallaecia. El arzobispo se dio cuenta de que la nobleza haba perdido la calma; venan tiempos de tribulaciones. Aquellos seores, gentes de bien, con las ansias guerreras doblegadas por la tranquilidad, mantenan la autoridad en sus condados y comarcas, pero con un poder menguado por la presencia de una Iglesia con grandes propiedades y ms podero econmico que ellos. Los conventos cistercienses, con grandes extensiones de tierras cultivadas, eran focos rurales de poder. Las ciudades, Betanzos, Lugus, Mondoedo, Tul y Compostella, tenan como referencia principal los obispados. Las catedrales eran centros de poder casi absoluto. El rey de Castilla confiaba ms en la Iglesia, en los laboriosos cistercienses y en los obispos de Gallaecia con el de Compostella a la cabeza, que en aquellos nobles, que saba demasiado orgullosos y, sobre todo, apegados a su tierra. Nunca se desplazaban a la corte; vivan, en algunos casos con modestia, ignorndola, aunque leales y respetuosos con el Rey. Haban despertado. Una noche cualquiera, en un incidente, tomaron conciencia de su fuerza y en presencia de unos peregrinos y ante el reto de un joven a la Iglesia, las voluntades se haban acrisolado. El arzobispo no era persona de violencias, pero haba que avisar tambin a la Reina. Le escribi una misiva, sin alarmarla pero ponindola al corriente de la situacin. Unos das antes le haba evacuado la consulta sobre Clermont. Ahora le comunicaba un inicio de revuelta y la informaba del ejrcito que Clermont quera desplegar en varias guarniciones a lo largo del Camino. La carta sali ese mismo da. Con la misma diligencia que las dems. Decidi posponer cualquier informacin a Roma. Llam de nuevo a su secretario, tocando la campanilla que haba sobre la mesa. -Quin es el encargado de la casa del seor de Clermont? -le pregunt. -Sergio Sande, un buen comerciante y hospedero de la ciudad, a quien Monseor encarg de la cerera -explic Fermn. -Concierta una entrevista con l y dale todas las facilidades para la atencin del seor de Clermont. Como ya escuchaste, quiere construir un hospital. Decide con l su ubicacin, lo ms cerca posible de la catedral. Quiero una especial atencin a sus deseos. La recepcin en la catedral se har con los mximos honores. El Domingo del Seor ser el mejor da. A Clermont se le hara una recepcin pblica con rango regio. Fermn no recordaba haber dispensado aquel tratamiento a nadie que no fuese de estirpe real. Claro que l llevaba poco tiempo en el Palacio Arzobispal. -Haz pasar al den -le dijo el arzobispo mientras se retiraba. Haba que poner al cabildo al tanto de la situacin, porque dentro de poco Compostella sera un hervidero de rumores que convena atajar lo antes posible. El den, hombre que ya lo haba vivido todo, escuch sin pestaear la narracin del arzobispo. Ya haba notado muy agitado al obispo don Pedro de Mondoedo; adems, los cocheros no tienen reparos en hablar y un den tiene odos en todas partes. Sobre todo en la catedral y en el Palacio Arzobispal. Era preciso que el incidente fuese atribuido a excesos del alcohol de un joven que no haba sabido parar de beber la noche anterior a su boda. No era persona demasiado cultivada, ni importante, y el obispo de

  • Mondoedo haba demostrado una gran prudencia ignorando sus palabras y concluyendo la boda. Pero el insulto se pagara. Roma siempre cobraba. Compostella tambin. Al arzobispo le pareci bien lo que el den aconsejaba. Era mejor no mencionar nada relacionado con el ejrcito, ya que eso dara al incidente una dimensin que no convena. Tampoco era conveniente hablar de excomuniones ni de venganzas. Primero deberan desactivar aquella movilizacin y despus ya llegara el tiempo en que se cobrase la deuda. -Ponte en contacto con Denis de Languedoc, jefe militar del seor de Clermont, y decidid cuntos hombres va a movilizar; no pongas ningn lmite a sus pretensiones. Sera recomendable que centrasen su vigilancia en Gallaecia, ya que los templarios y el Rey de Aragn cubren el resto del Camino. Doscientos hombres en Gallaecia y unos pocos en Len seran suficientes, pero si pretendiesen ms, no te niegues. Alega consultas y ya decidiremos. La presencia de este ejrcito debe conocerse por doquier. Dar mas seguridad al Camino. El den no necesitaba ms aclaraciones. Tanto l como el arzobispo saban lo que estaban poniendo en marcha. Un ejrcito de trescientos hombres, de origen francs, bajo la autoridad del arzobispo y costeado por un peregrino, sera una noticia que correra como una centella tan pronto se hiciese pblica la noticia, en pocos das toda Gallaecia lo sabra. Los nobles, los primeros. El arzobispo calcul que los informes del Papa y del rey castellano llegaran en pocas fechas, con lo que podra emitir el salvoconducto del ejrcito sin correr ningn riesgo. No lo hara sin el beneplcito real, aunque, en lo referente a Clermont, ya no tena ninguna duda; su instinto le deca que sera providencial. Adems satisfaca al rey de Portugal. El den sali a reunirse con la Curia, a la que inform con todo detalle. Era una cuestin que ataa a toda Compostella. Lo entendieron; ellos lo entendan todo. Al concluir se cruzaron con el obispo de Mondoedo, que entraba en la cmara arzobispal, a platicar con su buen amigo el arzobispo. Ya iba ms sereno. El descanso y saber que se estaran tomando las medidas oportunas le haba sosegado el espritu y calmado la ira. Hablaron de la Iglesia en Gallaecia, de la nobleza y de las rdenes religiosas, especialmente del Cster, que se haba ocupado, con buenos resultados, de mejorar los cultivos; era preciso mantener aquellas mejoras que tanta hambre haban saciado. Tenan que actuar con sabidura y prudencia, porque cuando los reyes de Castilla, ocupados en las guerras, desatendan los asuntos de Gallaecia, ellos eran los garantes del orden y de la paz. Cuando la hmeda noche compostelana entr en la cmara y los sirvientes encendieron las velas, an seguan conversando. Tras la cena, el de Mondoedo abandon la cmara. Volva a ser el gran prelado de la Iglesia gallega. Se quedara en Compostella hasta el domingo y asistira a la recepcin de Clermont. Se acost satisfecho y se durmi enseguida. Sergio volvi a levantarse con el alba. El seor, que tambin madrugaba, desayunaba al amanecer y Sergio quera supervisar personalmente su servicio. Le subi el desayuno. El seor haba pasado toda la tarde anterior encerrado a solas en sus habitaciones. Sergio, al subirle la cena, lo haba visto rodeado de bales abiertos en los que se vean cdices y pergaminos. Seguramente haba pasado todo el da leyendo, pero eso a l no le importaba. Denis de Languedoc, ya levantado, se dirigi a l. -A medioda nos reuniremos en la planta baja. All estar tambin el seor de Hansa. Vamos a hacer algunos cambios en la casa. Habr que contratar canteros y carpinteros. La obra se deber realizar lo antes posible; no reparis en gastos.

  • Sergio tena un da muy atareado. Saba que estaba recibiendo un gran poder y que los primeros das de esta nueva situacin iban a requerir de toda su capacidad. -All estar, seor. Un albacea le haba citado para despus de la segunda misa en el despacho del secretario del arzobispo. La cita era inusual. En una ocasin haba sido recibido por el ayudante del den de la catedral, cuando le concedieron los derechos de la cerera. Pero esta vez era el secretario del arzobispo. No le haban dicho de qu le quera hablar, pero era obvio. -Seor -continu Sergio-, he sido citado por el secretario del arzobispo, sin duda para tratar de las cuestiones relacionadas con el hospital y con la casa. Espero vuestras instrucciones. Denis fue muy conciso. -Una buena localizacin para el hospital. Es imprescindible que est muy cerca de la catedral. Si es preciso derribar viviendas, que se derriben. En lo referente a la casa, planteadle lo que consideris ms apropiado para el bienestar del seor. Se lo delegaban todo. Sergio se encontraba en un solo da con ms poder del que nunca hubiese podido soar. Haba que administrarlo bien, para los seores, para la ciudad y para l. Deba entrevistarse con los gremios, con los comerciantes, con los mayordomos de la nobleza y con los acaudalados de la ciudad. Era preciso que todos conociesen directamente a travs de l lo que su seor iba a hacer. Un hospital requera de mucho trabajo. Los gremios y los comerciantes tendran que estar al tanto, y sera conveniente contar con la opinin de los nobles. Le evitara a su seor envidias que nunca eran buenas y l sera el intermediario. Durante las prximas semanas y aun en los prximos meses, estara muy atareado. Pronto sonaron las campanas de la segunda misa y Sergio se dirigi al Palacio del Arzobispo. Nunca se deba hacer esperar a la Iglesia. Subi las escaleras de la plaza de las Plateras. Las cont. Impares. La Quintana de Muertos estaba casi desierta. Dos mujeres cargadas con cestos de manzanas la cruzaban muy deprisa. Subi las escaleras que llevan a la explanada de la Azabachera. Las cont tambin. Pares. Desde lo alto de las escaleras, la catedral pareca distinta. Destacaba la gran cpula, la que le transmita la fuerza a la ciudad. Descendi la pequea cuesta y se dirigi a la puerta lateral del Palacio. Haba hecho aquel trayecto, desde la ra del Villar hasta la Azabachera, cientos de veces. Miles. Pero esta vez le pareca diferente; la plaza y el empedrado eran distintos. Para Sergio, Compostella haba cambiado. Decidieron enseguida la ubicacin del hospital. En los terrenos de la explanada del prtico del maestro Mateo, justo al lado del Palacio de Gelmrez. A Sergio le pareca que aquella ubicacin del hospital era muestra de la buena voluntad del arzobispo. Debera trasmitrselo a su seor. Era el mejor lugar de Compostella. Las otras cuestiones eran menores. La recepcin sera el domingo. El arzobispo quera conocer a qu misas acudira Clermont; se le reservara un sitio. La despedida no le pas a Sergio desapercibida. -Presentad nuestros respetos al seor de Clermont; cualquier cosa que podamos hacer en su servicio, ser un honor para nosotros. El todopoderoso secretario del arzobispo se pona a su disposicin. No era mera cortesa. El alto clero no mostraba cortesa ms que con los poderosos. Sergio lo saba. A medioda, los dos caballeros bajaron las escaleras. Hansa, consultando unos planos, traz unas rayas en el suelo. No eran rectngulos, como podra corresponder a unas habitaciones.

  • Sergio slo vio lneas, sin formar ninguna figura concreta. Dedicaron todo el da al trazado. En contra de lo que le haban dicho unas horas antes y, a juzgar por las instrucciones que le dieron, no parecan tener mucha prisa en la reforma. -Tened disponibles cinco equipos de canteros y carpinteros, de diferentes sitios. Tienen que ser los mejores. En esta construccin menor queremos comprobar su habilidad para contar con ellos en la obra ms importante, el hospital. En diferentes etapas iremos levantando las paredes de esta construccin, para evitar que los equipos coincidan y que su laboriosidad merme por su vigilancia mutua. Yo mismo supervisar directamente la obra -concluy Hansa-. Cunto tiempo tardaris en reclutar los cinco grupos? -Unos treinta das -dijo Sergio, calculando que algunos tendran que venir desde Tui y que la poca prisa estara motivada por el deseo de contar con los mejores constructores. Clermont haba permanecido, de nuevo, todo el da en sus habitaciones; incluso haba almorzado all, acompaado por los tres caballeros. El devenir en la casa fue muy similar en los das siguientes. El seor permaneci en sus aposentos, rodeado de textos y pergaminos. A veces, cuando le suba la comida, lo encontraba inmvil, mirando por la ventana hacia la puerta de las Plateras, aquella que tanto le haba llamado la atencin la noche de su llegada. Sergio inici su ronda de contactos segn haba dispuesto. Result fcil. La ciudad estaba conmocionada por la llegada de aquellos nobles peregrinos. La noticia se haba extendido, como el arzobispo vaticinara: construiran un hospital y pondran un ejrcito a disposicin del arzobispo. Todos queran ser recibidos y conocer a Clermont. Sergio sigui su programa con gran meticulosidad. Incluso hubo de atender a mucha ms gente de la que pensara. El domingo, toda la ciudad estaba en la catedral. Muchas horas antes de la recepcin, burgueses y comerciantes ya ocupaban sus bancos y reclinatorios. La nobleza tambin ocup sus sitiales. A medioda todas las cabezas se volvieron. El seor de Clermont apareci debajo del prtico de la puerta de las Plateras. Se quedaron mudos por la sorpresa. No haba entrado por el excelso prtico del maestro Mateo, como era debido. Lo haba hecho por el lateral derecho de la cruz romana. Se qued inmvil bajo el arco izquierdo del prtico. La multitud abri paso, mientras un murmullo recorra la catedral. Iba de blanco y rojo. Avanz, majestuoso, con paso lento. Detrs los tres caballeros, tambin con el blanco y rojo templario. Les seguan treinta guardias desarmados, con los yelmos en las manos y treinta sirvientes. Era una comitiva ciertamente notable. No por el nmero, que no era grande, sino por el porte. El arzobispo hizo acto de presencia en el altar mayor cuando el seor de Clermont y su comitiva avanzaban por el pasillo abierto por la gente que, de pie, abarrotaba la catedral. Sesenta cannigos, curas y diconos lo flanqueaban. Desde la peregrinacin y coronacin de Alfonso X, cincuenta aos atrs, nadie haba visto recibimiento semejante. La gente sinti la solemnidad del momento. El arzobispo tambin. Era ms que recibir a un enviado del rey de Portugal. Era ms que el ejrcito que haba prometido. Era ms que el hospital. Era ms que la misiva firmada por el cardenal Musatti, ordenando un trato privilegiado para Clermont, a quien Roma deba tanto. Era ms que todo eso. Era algo que haca de aquel momento algo casi irreal. Los rostros de los fieles se volvieron borrosos. Not que no poda respirar. Los sonidos no fluan. Las luces se desvanecan a medida que Clermont avanzaba. El arzobispo tuvo la sensacin de que la catedral se mova y se apoy en el den. Cerr los ojos un instante. Cuando los abri, Clermont ya estaba delante de l. Lo bendijo y se sent. Clermont ocup su sitial frente al altar mayor. Todo volvi a ser real entonces. El aire se poda respirar de nuevo, la luz inund el recinto y los murmullos hicieron que la gente recobrara la vida. El arzobispo, sobrecogido, sinti un escalofro. Mir al de Mondoedo y supo que le pasaba lo mismo. Era el

  • efecto de aquel peregrino del Apstol, que ocupaba el centro de la cruz de la catedral de Compostella. En aquella cruz, que el sol iluminaba en el medioda de su camino hacia occidente y donde los peregrinos rezaban al Seor Santiago, Clermont hizo que los ms ancianos recordasen que all mismo se haba coronado a un rey. La misa del peregrino se celebr en silencio. Fue atendida con devocin, aunque todos miraban al seor de blanco y rojo. Era el centro de atencin. Lleg el momento de la ofrenda al Apstol. Dos caballeros acercaron a Clermont un cofre metlico plano. Lo dejaron a su lado. Se puso en pie. -Seor Santiago, Apstol de Occidente. Hace casi mil aos llegasteis, desde Oriente, a estas tierras, con el nombre del Seor en los labios. Encontrasteis gentes de alma noble que alabaron y extendieron el nombre de Cristo. Compostella fue la elegida. Vos sabis por qu. El mundo tomar conciencia cuando la gloria de esta ciudad y de esta catedral sea tal que ni Roma, ni Alejandra, habrn visto esplendor igual. A ese fin prometo dedicar el resto de mi vida y aun mi muerte. A conseguir y completar lo que vos iniciasteis all en el Glgota hace mil aos. El esplendor ser con el milenio de la estrella. Permitidme que en la elipse del tiempo est yo con vos. Los caballeros abrieron el cofre y extrajeron una plancha de oro que levant un murmullo de admiracin en toda la catedral. Clermont los acompa hasta dejarla a los pies del altar, en posicin vertical. El oro cegaba tanto, que casi nadie vio que tena un grabado e, incrustada, una pequea piedra negra. El arzobispo contest en lengua romance, la misma que haba usado Clermont. -En nombre del Seor Santiago, del Papa de Roma y de la Cristiandad, reconocemos vuestra obra y os proclamamos Peregrino del Apstol. Aceptamos vuestra ofrenda, que quedar depositada en el altar mayor. El Apstol lleg a Gallaecia hace mil doscientos ochenta aos. Hoy os recibe a vos y acepta vuestra encomienda personal. Lo que as se har saber por doquier. Se os distingue como seor de Saint Jacques. Se os dar el mismo tratamiento que a un embajador de la catedral del Apstol. El ambiente le haba podido. Al nombrarlo embajador, haba ido demasiado lejos. Pero no se arrepinti. Se sinti seguro. Supo que haba tomado una decisin acertada delante de toda Compostella. Incluso haba corregido el error de fechas que Clermont haba cometido al usar la lengua romance, que quiz no conoca muy bien. Haca 1280 aos que el Apstol haba llegado; era el ao del Seor de 1295, no el 995. Lstima que algunas de las frases que el ilustre peregrino haba pronunciado no se haban entendido muy bien. Habra sido mejor que hubiera usado su magnfico latn. Claro que el pueblo no lo hubiese entendido. Y all estaba toda Compostella.

  • UNA FORTALEZA EN EL MAR La barca pareca un punto oscuro que avanzaba rasgando suavemente el mar, en esa ocasin apacible y tranquilo, en otras furioso e intratable. Era como si un pedazo de aquella isla, no muy grande, se hubiera desgajado y cobrase vida, desplazndose lentamente hacia la costa. Cuando arribaba al embarcadero, la barca pareca tragada por la tierra. Cada da, de madrugada, un pedazo de la isla Coelleira se una al valle de Viveiro, para separarse de nuevo al medioda, cuando la barca, volviendo a la isla, se empequeeca a medida que se acercaba a ella. Bernardo de Quirs, desde su ventana, vea la fortaleza que los templarios haban edificado en medio de la isla Coelleira. Era una construccin con gruesos muros. Un embarcadero de madera, en la parte sur de la isla, estaba listo para ser derribado en cuanto una nave enemiga quisiera acercarse. Aquella pequea isla, fortificacin inexpugnable, aseguraba que el valle de Viveiro y las tierras al norte de Lugus no seran invadidas por hordas nrdicas. Si la invasin se produjese por el sur, sera el refugio militar de retirada. Sus moradores, templarios procedentes de toda Gallaecia y de las tierras contiguas de Asturias y Len, eran guerreros consumados. Su misin consista en guardar toda aquella costa y la cumplan con esmero. Incluso ahora, que ya no se tema ninguna invasin por mar. Se les haba ordenado permanecer alerta y as lo haban hecho durante los ltimos cien aos. Desde all haban salido hombres camino de las cruzadas, a Portugal y hacia las tierras de Al-Andalus para luchar contra el infiel. Caballeros procedentes de la Coelleira haban participado en la toma de Sevilla al lado del rey castellano Fernando III, aquel monarca que haba querido conocer Gallaecia. Haba viajado a las tierras del Mio, all por la va romana de Salvatierra, permaneciendo en ellas varios meses, en lugar de los pocos das que pensara. Sin duda, la belleza y el poder del ro, le haban cautivado. Un ao despus, nadie se haba sorprendido cuando concedi el Seoro al Avalle recin nacido. Haba viajado tambin al territorio ms al norte, al cabo de la Estaca y al valle de Viveiro. Quiso conocer la fortaleza templaria y permanecer en ella durante algunos das. Fueron das de pltica y de estudio de tcticas militares con sus moradores. Haba repasado con ellos los ms antiguos textos de guerra, orientales, griegos y latinos, verdaderos compendios de inteligencia militar. Hablaron de cunto interesaba una pennsula libre del Islam. No haba podido quedarse ms tiempo por las tierras secas. Su tarea lo reclamaba all de Castilla, pero all haba encontrado reflexin e impulso. Se hizo acompaar a la corte por algunos de aquellos caballeros, conocedores de tantas reglas de la guerra y de la paz, para seguir la instruccin. Durante muchos aos, templarios de la fortaleza Coelleira haban acompaado al Rey. Uno de ellos volvi con el encargo de preparar la estrategia para la toma de Sevilla. El rey saba de la importancia de aquella batalla. Tena que ser un triunfo que resonase en todos los confines de la Cristiandad

  • y del Islam. Si se tomaba Sevilla al primer intento, el Islam, en la pennsula, ya no dejara de retroceder. Trabajaron en la estrategia durante muchas semanas. Atacaran Sevilla desde el ro, que remontaran en navos. Los que formasen la avanzadilla tendran que estar especialmente preparados; gruesas cadenas cruzaran el ro, y habra que romperlas con la proa de los barcos; maniobrar en un ro estrecho no era tarea fcil. Pero de buques, ellos saban ms que nadie, porque vivan en el mar. Elaboraron un plan que presentaron al monarca. Lo acept y les pidi que participaran en la batalla, dirigiendo las naves y tomando parte en el combate. El 23 de noviembre del ao del Seor de 1248, cay Sevilla y los templarios de la Coelleira volvieron a su fortaleza. Cuando la barca hubo arribado, dos monjes vestidos con los colores blanco y rojo desembarcaron. Bernardo baj las escaleras de su casa, mont a caballo y al trote se dirigi al embarcadero. Los monjes lo aguardaban. Descendi del caballo tan presto como haba montado. -Maestre!, Frey Lorenzo!, tengo lista la encomienda que me encargasteis. Los herreros del sur del valle han fundido la pieza segn vuestras instrucciones. Es tan pesada que resulta casi imposible de mover; hemos tenido que montarla encima de un carromato tirado por dos bueyes. Bernardo hablaba con excitacin. Sin duda se senta satisfecho de su cometido. Sus veinticinco aos y la amistad y respeto que senta por los templarios de la Coelleira se traslucan en su entusiasmo. Casi se haba criado en la fortaleza. All haba aprendido acerca de la naturaleza humana, de cmo ha de ser un buen gobernante, paciente, justo y magnnimo. De cmo conseguir que los siervos respetasen a su seor. De cmo un comerciante o un artesano agradecido es mucho ms til para el seor que uno resentido. Tambin adquiri pericia en el uso de las armas. De la espada y la lanza, como un caballero. All supo del honor y del valor. Haba aprendido de la guerra y de la astucia. De cmo un buen estratega ganara batallas con menos prdidas de hombres, aprovechando las debilidades del enemigo. El valor haba de ir por fuerza acompaado de estrategia, preparacin de la batalla y estudio del enemigo. Mucho haba aprendido acerca de la guerra y de los hombres. Un da grey Conrado de Monteforte, maestre de la encomia templaria de la Coelleira, en uno de sus paseos vespertinos, le haba hecho pensar mucho cuando le dijo: -Bernardo, vuestros conocimientos sobre la estrategia militar superan a los de los capitanes del ejrcito del Rey. Podrais conducir un ejrcito a grandes victorias. Mucha es vuestra fuerza, vuestra valenta y vuestro conocimiento. Cualquier fortaleza sucumbira ante vuestra capacidad y estrategia. Pero sois impulsivo y no sabis an bastante de la naturaleza humana. Sois noble y de buen natural. Meditad siempre mucho hacia dnde dirigs vuestra fuerza y vuestro conocimiento. S que lo haris siempre a favor de la causa noble de Nuestro Seor Jesucristo. Pero, a veces, las fuerzas del mal tuercen las voluntades, haciendo que confundan las cosas. El nombre del Seor se puede usar para causas distintas a la de l. Bernardo haba pensado mucho en esto. A l no le pasara. -Calmaos Bernardo -le dijo el maestre-. Veamos la pieza primero. Despus ya veremos si sirve para nuestros fines. Frey Contado era un hombre entrado en aos, reflexivo y estudioso. En otros tiempos haba destacado por su bravura y destreza en el uso de las armas. Pero de eso haca ya muchos aos. Se dirigieron caminando hacia la torre de los Quirs, un pazo solariego, construido en piedra y almenado. Un slido muro rodeaba la casa, que con su torren se vea desde toda la ra. Era un paseo habitual. El maestre ya lo haba hecho antes con don Fernando, el padre de Bernardo, y el maestre anterior con el padre de don Fernando. Aquella familia era la prolongacin natural del Temple y el pazo el lugar de residencia de los monjes al dejar la isla. Siempre haba sido as. A su paso por las estrechas calles de Viveiro, la gente los saludaba. Sentan gran respeto por aquellos caballeros que, durante siglos, haban alejado cualquier temor de invasin. En tanto en la Coelleira se

  • vislumbrasen las almenas de una fortaleza y sus caballeros se paseasen por sus calles, la vida en Viveiro tendra valor. Eran hombres de guerra amigos. La familia Quirs, seores del valle y dueos de las tierras, siempre haban tratado bien a sus gentes, y stas les obedecan a ojos ciegos. En varias ocasiones haban reclutado soldados para ponerse al s