La Invencion de Nicaragua

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N306M627 Midence, Carlos La invención de Nicaragua: letra y polis en la conformación de la nación / Carlos Midence. -- Managua: Amerrisque, 2008 224 p ISBN: 978-99924-71-27-2 1. CULTURA 2. PRINCIPIO DE NACIONALIDAD 3. LITERATURA Y SOCIEDAD 4. IDENTIDAD CULTURAL

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LA INVENCIÓN DE NICARAGUA

Letra y Polis en la conformación de la nación

Carlos Midence

Nicaragua, 2008

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N306M627 Midence,Carlos LainvencióndeNicaragua:letraypolis enlaconformacióndelanación/CarlosMidence. --Managua:Amerrisque,2008 224p

ISBN:978-99924-71-27-2

1.CULTURA2.PRINCIPIODENACIONALIDAD 3.LITERATURAYSOCIEDAD4.IDENTIDADCULTURAL

LAINVENCIÓNDENICARAGUA©CarlosMidence.

Edición:MilagrosUrbinaCarlosMidence

DiseñodeportadaydiagramacióninternaPedroJoaquínMachadoCh.

Fotografía:RichardJalinas.

Impresión:EditorialAmerrisque

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Para Milagros Urbina quien también es artífice de esta obra.

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ÍNDICEPRÓLoGo 9

INtRoDUCCIÓN 11

CAPItULo UNo 1�

Figuras que vinieron a dar brillo al ideario: matriz colonial en los orígenes de la nación

CAPItULo DoS ��

Una forma particular de hablar el castellano: subalternizando lenguas

2.1. La Noruega de la literatura: juegos de periferización 66

CAPItULo tRES 87

Delineando la imagen de Nicaragua: poética, colonialidad y cartografía en el siglo XIX

CAPItULo CUAtRo 129

Necesidad del mito

�.1. Una arqueología del lenguaje 1�6

CAPItULo CINCo 1��

Cambios en la noción del vehículo expresivo

�.1. Novelas impuras: imaginación e Historia 1��

�.2. Constantes Amores: historiografía y novelas 171

�.�. otras propuestas primigenias: Darío novelista 179

�.�. ¿Novelas Documentales? 181

�.�. Banana novela 188

CoNCLUSIÓN 19�

NotAS 19�

BIBLIoGRAFÍA 21�

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Agradecimientos

Quiero agradecer en primer lugar a la amiga y poeta Rosario

Murillo por la creación de las perspectivas. Al escritor y

amigo Ramón orlando Núñez Soto por la camaradería

político/intelectual, lo mismo que al grupo de estudiosos de

la escuela decolonial, de forma especial a Ramón Grosfoguel

y al maestro Walter Mignolo, quien gustosamente accedió

a escribir el prólogo de esta obra. A Freddy Quezada quien,

aún desde aceras diversas hemos sabido debatir y compartir.

De igual manera agradezco a Jorge Eduardo Arellano por

concederme bibliografía para completar el ciclo, asimismo al

poeta Ivan Uriarte y al Historiador Rafael Casanova, primer

lector y crítico de la invención de Nicaragua.

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Prólogo

Walter Mignolo

La ciudad letrada (1982) de Ángel Rama, marcó un giro en la historia intelectual de América Latina; un giro precedido por “Literatura y desarrollo” (1972) del crítico Brasilero Antonio Cándido y acompaña-do por Sobre literatura y crítica latinoamericanas (1982) del crítico Peruano Antonio Cornejo Polar. La relación establecida por Cándido entre la sociedad y la economía mediante el concepto de “desarrollo” (en el momento álgido del debate dependentista), fue continuado por la sensibilidad y solidaridad de Cornejo Polar con la historia y la par-ticipación indígena en la historia y la cultura del Perú. Ángel Rama se volcó hacia el pasado y trazó, guiado de la mano de Michel Foucault, la arqueología de la ciudad letrada en la colonia, en la república y en el siglo XX.

Carlos Midence se sitúa en la continuación de esta distinguida tradi-ción de pensamiento y crítica, y da un paso más allá. toma como eje de sus reflexiones crítica el concepto de “colonialidad”. Colonialidad, ha sido dicho muchas veces pero conviene repetirlo, no es sinónimo de colonialismo. La colonialidad es el lado oscuro de la modernidad. Como el inconsciente en Sigmund Freud o la plusvalía en Carlos Marx, la colonialidad no es visible, pero está siempre presente en la retórica y los proyectos de modernización y de desarrollo. Arturo Escobar dio pruebas más que suficientes de la doble cara del desarrollo en su libro clásico La invención del tercer mundo (199�). Pero la colonialidad no opera sólo a nivel del control de la economía y de la autoridad, sino también en el control del conocimiento y de la subjetividad.

Y es aquí precisamente donde se inserta la reflexión de Carlos Miden-ce. Al explorar las complicidades entre a lengua y el estado-nación, Midence muestra en el caso de Nicaragua cómo opera la colonialidad en la fundación y organización del estado-nación colonial. El cono-cido estudio de Benedict Anderson, Comunidades imaginadas: re-flexiones sobre el origen y difusión del nacionalismo (1983) [curiosa-mente contemporáneo del estudio de Ángel Rama), queda corto en la distinción entre estado y nación; una distinción fundamental, como

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lo estamos viendo hoy en los conceptos de estados plurinacionales que se debaten en Bolivia y en Ecuador. Anderson toma como modelo no cuestionado el estado-nación moderno. El estudio de Midence se acerca más a las reflexiones del historiador de India, Partha Chaterjee (Pensamiento nacionalilsta y mundo colonial: un discurso derivado, 1986), sobre el estado-nación colonial. Nicaragua, como tantos otros países hispanoamericanos, firmaron su independencia en la primera mitad del siglo XIX. India la obtuvo en 19�7, al concluir la segunda guerra mundial. No obstante las diferencias de tamaño territorial y poblacional, las diferencias entre el imperio hispánico y el inglés, am-bos, India y Nicaragua son estados-nación coloniales.

Los estados-naciones coloniales se caracterizan, precisamente, por la continuidad de la lógica de la colonialidad aunque se haya ganado la independencia y se haya concluido con el colonialismo. La colo-nialidad va más allá de un estado-nación particular en tanto que or-ganiza la estructura global de dominación y control de los imperios occidentales (desde España a Inglaterra y Francia a Estados Unidos), que coinciden con la fundación histórica del capitalismo en los siglos XVI y XVII (mercantilista-monopolista, luego libre-cambista) y con su transformación por medio de la revolución industrial en el siglo XVIII y, finalmente, con las revoluciones tecnológicas y financieras en la segunda mitad del siglo XX.

En su magnifico estudio sobre la invención de Nicaragua, Carlos Mi-dence asume y se sitúa en un marco analítico y teórico construido en torno al concepto central de colonialidad y, agregaría, la colonialidad re-formulada en las independencias nacionales de los países de Amé-rica del Sur y del Caribe, como colonialismo interno: la lógica de la colonialidad, formada y gestionada por los imperios del Atlántico, fue re-tomada por las elites criollas que obtuvieron la independencia y fundaron los estados-nación coloniales. Hoy estamos viviendo el cierre de ese ciclo, de las independencias Criollas (paralelas en las colonias a las revoluciones burguesas en Europa), en los procesos re-volucionarios plurinacionales, de los cuales Bolivia y Ecuador llevan el liderazgo.

La invención de Nicaragua, es una intervención oportuna y necesaria en este debate continental, de repercusiones globales.

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INtRoDUCCIoN

Introducción

En las portadas de dos recientes best seller uno de Dietrich Schwani-tz, La Cultura y otro de George Steiner, Los Logócratas1, se pueden observar ordenadas y vastas bibliotecas como simbólica máxima de predominancia letrada/euronorteamericana sobre las otras formas de producción de conocimiento. En un principio el lector podría pensar que es un llamado de atención alrededor de la oposición letra/golosi-na visual o impreso/ digital de la que tanto se reflexiona desde la óp-tica de los estudios culturales, no obstante, ambos autores, devenidos de la más ruda posicionalidad en lo que respecta a la “imperialidad” o lo que desde la escuela latinoamericana2 se denomina bienhechores de la modernidad/colonialidad, la propuesta es re/canonizar, como ya lo venía realizando Harold Bloom y Northop Frye, las categorías y autores eurocéntricos en detrimento de las formas “otras” de episte-mes o de producción de conocimiento.

Ambos autores se colocarán en el punto cero de la producción del co-nocimiento y desde ahí legitimarán su propia geopolítica dominante epistemológica. Para cada uno de ellos (obsérvese que escriben en las lenguas de la alta modernidad: francés, inglés y alemán) la raciona-lidad ilustrada serán los derroteros por los cuales sus lectores deben bregar, no es gratuito que el subtítulo de Schwanitz sea “todo lo que hay que saber” y se acompaña de un disco cuyo título reza: “todo lo que hay que escuchar”, estos autores suprimen de una sola tachadura los llamados márgenes, fronteras y la contribución intelectual de una serie de movimientos que es posible rastrearlo no sólo en América Latina, sino en África y Asia. Dejando a un lado a su igual Montes-quieu, estos señores no se detienen a preguntarse ¿cómo será pensar en árabe, en latinoamericano o en asiático? Ellos dan por sentado que el grupúsculo de autores que citan y estudian piensan y determinan

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INtRoDUCCIoN

por los demás y que son la punta de lanza del sistema- mundo como forma de tributo.

tomada conjuntamente esta posición es posible indagar cómo esta matriz colonizadora de imaginación, imposición e invención de los cánones se transmite y disemina a través de lo que Franz Fanon llamó dimensión accional y subjetiva. Es decir, cómo se ha introyectado esta matriz epistemológica en el complicado vínculo de la modernidad/colonialidad, específicamente en el continente americano y en el caso de Nicaragua para legitimar la colonialidad del ser/poder/saber en sus más diversas creaciones.

Autores como Walter Mignolo han de/colonizado La Idea de América Latina�, siguiendo las pautas de Edmundo o´Gorman, reconsideran-do en su obra las luchas históricas de los movimientos subalterniza-dos y sus modos de crear conocimiento y construir mundos. Mignolo contrapone a la nominación y la cartografía delineada por el eurocen-trismo los nombres que los pueblos originarios brindaban a estos te-rritorios y sus propias estrategias de proyectar sus territorialidades.

Es decir, Mignolo indaga más allá de o´Gorman en la invención de la idea de América Latina sacando a luz los componentes matriciales de este paradigma de invención. Entonces luego que el eurocentrismo configurara la idea de América Latina, acompañado en este viaje por las elites locales, correspondió a cada uno de los territorios fragmen-tados delinear la imagen, la idea de su nación. Dicho de otra manera, estas elites se vieron en la obligación de (re) inventar la nación, apo-yándose desde luego en la matriz de la colonialidad y sus más diver-sas formas de expresión.

Es así que por medio de la cultura letrada en Nicaragua se determinó cómo se iba a leer, escribir, trazar y ordenar Nicaragua y obviamente, ese rol lo asumieron las elites herederas de la colonialidad del ser/saber/poder. Este paradigma establecido desde la expansión del sis-tema-mundo fue permeando los objetos culturales, así como la polis en nuestro país, lo cual fungió de pedestal para la invención de la Nación nicaragüense, desde su identidad, hasta su producto cultural más proyectado.

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INtRoDUCCIoN

Es decir, de esa invención de Nicaragua, surge el mito del mestizaje�, la mitificación de la poesía (república de poetas), la naturaleza abun-dante, la imagen cartográfica de la misma, las exclusiones de otras lenguas y culturas y toda la parafernalia cívica que coadyuvará a in-ventar el país.

Esa imagen fue, luego de la llamada independencia, labor de los le-trados nicaragüense, lo mismo que en el resto de América Latina, se vieron involucrados en tareas políticas como correlato fundacional de la idea de cada una de sus naciones. Es ahí donde la hibridez quizá funcionó, pues la letra se juntó a la polis y viceversa para que desde ese punto cero emergieran las metáforas, metonimias, alegorías y fic-ciones fundacionales para el caso de Nicaragua.

No obstante, como la Idea de América Latina ya había sido delineada por la Colonia y la Imperialidad lo que hicieron nuestras elites fue brindarle continuidad a esa Idea, al menos en el caso nicaragüense. Eso es lo más palpable y se demuestra en esta obra, es decir, que la cultura letrada que fungió como ordenadora y creadora de la tecnolo-gía nacional organizó su pensamiento y sus objetos culturales (poe-sía, novelas, ensayos, historiografía, cartografía, periodismo) desde el patrón de poder/saber/ ser delineado por la imperialidad en el resto del continente. De eso trata de dar cuenta esta obra: cómo se inventó Nicaragua a partir de la matriz colonial heredada de los resabios im-periales y cómo la cultura letrada fue de la mano con la política para crear esas metáforas fundacionales que se dice nos representan.

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CAPItULo UNo

CAPITULOUNOFiguras que vinieron a dar brillo al ideario: matriz

colonial en los orígenes de la nación

La poesía ha irrumpido con tal fuerza en nuestras latitudes, ima-ginarios y culturalidades, particularmente en las del pacífico, que en las familias de clase media, a los niños de avanzada (obtienen buenas calificaciones, son aplicados y gustan un tanto de la lectura) siempre se les asocia con el Darío poeta, ignorando al narrador, al Darío pe-riodista y al novelista. Este fenómeno quizás responde a lo poco pu-blicitado de estas facetas darianas o a que el género lírico ha venido cantando y a su vez procesando nuestra identidad y nuestro pensa-miento aun desde la época precolombina.

Darío es el poeta paradigma y los denominados tres grandes sus sucesores. Asimismo los críticos afirman que Ernesto Cardenal, Pa-blo Antonio Cuadra y José Coronel Urtecho son los letrados más re-presentativos de nuestra identidad, los tres asociados a ese género literario que se ha canonizado en nuestro país. Un género que, según palabras del propio José Coronel Urtecho en la misma época colonial era el vehículo por el cual hasta se “predicaba el evangelio comercial” (Coronel Urtecho, 2001:69)

Es decir, los roles del discurso poético se estabilizan en lo que re-fiere a su proyecto. Un proyecto que en el caso de Centroamérica y Nicaragua se torna nacional, aun desde los inicios de la nación. La gramática poética ha constituido nuestro objeto y sujeto cultural de mayor renombre y por ello podemos vincular poesía con ciudadanía en la medida que provea las molduras del buen decir, o del decir esté-tico representativo nacional.

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CAPItULo UNo

Esto nos lleva a convocar a un historiador canónico en Nicaragua, el cual citaremos muy a menudo en esta obra y, quien, de una u otra manera, en muchas de sus posiciones se torna corrector del idioma: “¿Queréis perfeccionar a un pueblo? Pues bien perfeccionad su idio-ma”, nos dice José Dolores Gámez1. De modo que este autor interpreta muy bien las premisas y la mirada clínica sobre la normativización de quiénes deben corregir las deformaciones y a su vez de quiénes deben articular los nuevos dispositivos lingüísticos, escriturales/fundacio-nales. Esta frase nos presenta una clave del poder de normalización que debe partir del uso de la lengua y de cuáles son los artefactos, símbolos y signos que esa lengua debe proyectar y fijar en los imagi-narios nacionales.

Entonces en el marco de lo que podríamos llamar una lírica na-cional, o bien una tropología nacional, para seguir la propuesta de Hayden White y de Benedict Anderson2 las implicaciones reales y simbólicas del cambio de soberanía y por la emergencia de nuevos sectores sociales, asociados a lo que se llama artefactos culturales de la nacionalidad los intelectuales y los sujetos políticos nicaragüenses fueron definiendo una ideología, así como una práctica social, cul-tural y literaria, lo mismo que un vehículo por el cual debía circular esta ideología.

A la textualidad poética desde la colonia, pasando por los albores de la Independencia hasta la época actual, se le considera tanto una especie de mito en su versión de estereotipo cultural acompañado de un carácter de afirmación de valores y de rearticulación social, lo cual es un fenómeno generalizado en América Latina. Esto es posible en-treverlo en obras también canónicas de historiografía literaria como las de Salvador Bueno, Enrique Anderson Imbert�, las cuales empie-zan sus narraciones en la época precolombina y citan a los códices Matritense Aztecas o los himnos fúnebres Incas escritos en versos, como los grandes relatos que inician la poética cultural en nuestro continente.

Como bien se sabe, la preocupación por la conformación de las na-ciones y el problema de la identidad y de la cultura americana y, en específico la nacional-nicaragüense, se instala no sólo en la simbo-logía neoclásica que se inaugura en el continente, sino que permea las contradictorias luchas de los latinoamericanos y en particular los

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nicaragüenses durante todo el siglo XIX y buena parte del XX atrave-sando las representaciones y simbologías de su cultura letrada.

Dicho de otra manera , la letra (poesía, narrativa, ensayo, teatro y asimismo la Historia obviando otras formas de circulación estética) se vio involucrada en la ordenación de la racionalidad histórica que guió la tradicionalidad en lo que respecta a la distribución y regula-ción de los valores y los gestos identitarios.

Durante las fases de las producciones románticas, modernistas y naturalistas, tanto los discursos directamente ideológicos como los literarios e históricos abogan por una identidad nacional en diversos tonos: bucólico, social, político, cultural, entre otros. La literatura y, en especial la poesía nicaragüense instala un discurso que renueva (o promueve) un pathos fundacional desde una visión igual y en otras (muy pocas) contradictoria a los pensadores de la época y sus discur-sos públicos.

Desde esta época se desarrolla una hibridez, una mancomunión entre lo que denominamos letra y polis� específicamente en lo que refiere a pensar el estado y desde luego la nación en el área centro-americana. En nuestra región el péndulo letrado, parafraseando a Sommer, se une con el político, debido a la ausencia de gestores reales de la independencia para crear las estrategias (re) fundacionales de los nuevos procesos. Estos señores se transmutan en letrados/partí-cipes de los proyectos nacionales y de los textos fundacionales, tanto desde la óptica epistémica, jurídica, así como de aquellos que debían guiar los ideales, incluidos los económicos. Es decir, se convirtieron en legisladores y parte socio-cultural y política de la llamada inde-pendencia.

Estos personajes empezaron a modelizar una idea histórica-estruc-tural-territorial-nacional de Centroamérica primero y, luego de cada uno de los territorios provinciales. Es decir, pese a que se pensaba en una nación “grande” centroamericana, en aras de la consolidación de un espíritu “comunitario” y la legitimación de un proyecto centra-lizador en cada uno de los territorios y, guiado por ese puñado de “hombres ilustres”, se dio la constitución o más bien la abstracción imaginaria, gráfica, letrada de los proyectos nacionales por separa-do. Luego de la patria “grande” centroamericana vendrían las patrias

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“chicas” aun con sus fragilidades y sus desperfectos: monoidentidad, monoculturalismo y por lo tanto exclusiones, marginaciones, además de la poca penetración y alcance en lo que respecta a sus lineamientos y formas de cohesión. Es así que desde esa época se considera que en estos territorios existe “espíritu nacional” y que, “cada día es más pronunciado” �.

No obstante, esto es parte del re-juego inventivo-identitario, pues, pese a la debilidad que presenta el aparato estatal en nuestros países para esta época, los “ilustrados” como el de la cita anterior proyectan su propio sentido de nacionalidad sobre el territorio y sus habitan-tes, lo que podemos decir que transitaba entre un esfuerzo por com-prender y forjar “lo nacional” a partir de la singularidad (Edelberto torres, problemas en la formación del estado nacional en Centroamé-rica, ICAP, 198�, 1�6) o bien plegarse a los vaivenes políticos/ideoló-gicos/culturales devenidos de otras latitudes o retomando los resa-bios coloniales y con ello inventar una nacionalidad con imaginarios exógenos. En todo caso los “personajes ilustrados” letrados asumirán los roles de diseñar, trazar o imaginar las naciones. Dicho de otra ma-nera inventan no sólo el concepto de nación/nacionalidad, sino sus componentes y ejes identitarios aun donde no existían.

Es por ello que la estudiosa Amelia Mondragón en una cita de su texto “El inicio de la novela en Nicaragua” lo ve de esta forma: “la efervescencia postindependentista plagada de guerras civiles consu-mió a los escritores en proclamas y discursos, periódicos y panfletos políticos, que nunca se liberaron de la retórica.”6 A partir de ahí la letra adquiere un sustrato de propuesta discursiva (política) al servi-cio del grupo dominante. Es decir, como rasgo dominante de este dis-curso es su concepción monológica de la identidad nicaragüense, en tanto y en cuanto sus componentes devienen del proyecto de una pe-queña parte de la población la que podemos identificar con elementos como centro/pacífico, lengua castellana (español), blanca/ mestiza, educada bajo los principios occidentales/iluministas, entre otros.

En tanto la textualidad de los letrados de la época refleja una per-formatividad en la que la polis sobresale como discurso tropológico de reflexión, invención y articulación nacional, en pleno desleimiento con la estética. Así como ejemplo podemos citar al presbítero Desi-derio de la Cuadra, Gregorio Marenco, Francisco Quñónez Sunsín

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como representantes de esto que venimos estudiando, al igual que a los denominados independentistas, incluyendo al “padre” tomás Ruiz, Larreynaga, Cleto ordóñez, entre otros de los cuales hablare-mos también en este texto.

Plantear la cuestión de este matrimonio letra/polis nos faculta a invocar la tesis foucoltiana en la que se desplaza la letra a la “red de signos que son los signos que circulan en una sociedad” (Foucault, 199�: 90). Esto nos aprueba el restablecimiento de un soporte de va-lores significantes que por lo general están en circulación y creación de sentido.

Dicho de otra manera, en una Centroamérica o específicamente en una Nicaragua “donde se obtuvo en paz la independencia” (Coronel Urtecho, 66) y en la cual se vieron involucrados los intelectuales, éstos pudieron no sólo llevarla a cabo, sino que le dieron su orientación ideológica, afirma el mismo autor. Este mismo letrado referirá que de la unión de los comerciantes y los intelectuales surgirán “las grandes metas” de la nación, luego de la independencia. Una clase comercial que se une a la clase intelectual para forjar no sólo las nuevas líneas identitarias, sino también los razonamientos economicistas y jurídi-cos, devenidos de la ilustración y sus diversas gradaciones.

Es así que la independencia centroamericana como buena Revolu-ción Burguesa en los principios del siglo XIX desde los 1810 hasta los 1821-1823 que se consolidan las revueltas independentistas, significó la elección de un proyecto económico lo que simultáneamente tuvo que devenir proyecto político/cultural/social/moderno/colonial. Esto concibió como correlato la elección de un modelo continuista de gobierno/gobernados, de letrados-ilustrados/subalternos, es decir, unos sujetos y otros receptáculos, pese que para el caso de Nicaragua la independencia trajera consigo el rechazo “de los de abajo” a las jerarquías sociales (Kinloch, 1999: 6�)

No obstante, como se podrá constatar en la invención de Nicara-gua, “los de abajo” en la correlación de fuerzas, específicamente en la que forja “valores” y a la vez fija “epistemes” no pudo bregar, pues las mismas constituciones que se empiezan a redactar, desde 1826 hasta la de 18�8 y las siguientes- por medio de las cuales se construyó el or-den social- ya circunscribían la ciudadanía a sólo aquel que poseyera

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propiedad, grado “científico” y en algunos casos que poseyera cierta cantidad de fortuna7.

Si tomamos en cuenta elementos como éste diríamos que, pese a que en esa época la población blanca e ilustrada estaba en franca minoría (Casanova Fuertes, tesis inédita facilitada por el autor) las proyecciones dentro del imaginario nacional de los “otros” vendría a convertirse en producto exótico y, cuando no, se volvía retroceso. No es gratuito que uno de los independentistas centroamericanos como Pedro Molina expresara:

“¿Para qué promover la independencia de Centroamérica, de este país inculto, cargado de indios bien hallados con los azotes, los repartimien-tos y los mandamientos, con el tributo, los diezmos, las cofradías y con servir como bestias de carga a las órdenes de cualquiera, y no pagados y mal pagados? ¿Para qué a favor de las clases híbridas, que excluidas entonces de toda representación pública y acción, en la indigencia y la opresión, si están conformes con ella? (citado en Láscaris 1970: 246)

Bajo esta perspectiva “los de abajo” eran considerados o más bien “elaborados” en base a criterios que se suponen debieron superarse con Fray Bartolomé de las Casas o Valdivieso. No obstante, es notoria la racialización y el giro hacia la negación de la producción, no sólo de conocimiento por parte de las clases subalternas, sino la negación de la humanidad misma. La descalificación epistémica y ontológica extrema la situación hasta el punto de llevar estas frases a una califi-cación de “los indios” o de racializados/ colonizados a aquellos que no fueran blancos, criollos o en su defecto mestizos o ladinos.

Pese a esto, para el caso de Centroamérica y en particular Nicara-gua, se ha dicho que, debido a las constantes guerras entre los bandos, lo mismo que las marcadas divisiones entre los pueblos, ciudades y regiones y, a los vaivenes de las mismas elites (letrados, comerciantes y políticos, criollos en su mayoría) al momento de enfrentarse al he-cho independentista no sabían cómo cortar el cordón umbilical8.

Este hecho volvió difícil conciliar la creación de un estado y hasta se habla de proto-estado y, por extensión de proto-nacionalismo, sin embargo, en referencia a lo que podemos llamar “particularidad de la nación” podemos encontrar atisbos en los cuales los propios sujetos

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políticos trabajan como imaginario, pues se ha dicho que la nación, al menos en nuestra región antecede al estado, específicamente por los rasgos de la naturaleza, la cultura, la geografía, entre otros ele-mentos que sirvieron a los criollos que observaron en este acto una oportunidad de ensanchar sus “intereses económicos y debido a ello se demostraron desleales a Fernando VII, abrazando la independen-cia” (Coronel, 2001:���).

Según Edelberto torres pese al desequilibrio que, otros estudiosos llaman anarquía en la historia de Nicaragua9, siempre hubo “formas de poder nacional”, las que fueron desarrollando formas de control de territorios y pueblos, así como un continuum de historias provenien-tes de otras áreas, con práctica y políticas tradicionales que al final son tramadas de una manera homogénea.

Entonces, después de ganar la independencia estos criollos que, en el caso de nuestro país o más bien de las dos ciudades hegemónicas, llamadas por algunos ciudades- estados, serán representados por los Sacasas, los Zavalas, los Vigil, los Chamorro, (ciudad de Granada), apellidos que cargarán una “potencia sugestiva como el de los Ayci-nenas y Beltranenas en Guatemala”, dirá José Coronel Urtecho, y del lado de León (los Arechavala, los de la Larreynaga, los Vílchez, los Barreto, Cardenal Loinaz, Caballero, junto al presbítero García Jerez) se volcaron hacia las conquistas internas10 lo que debe ser tomado como una forma de cohesionar los territorios y de estructurar el nue-vo control político-económico en Nicaragua ¿Cuáles serán entonces esos agentes de la organización y dispositivos disciplinarios que pon-drán en marcha cuando se produce el vacío de la “imperialidad” o de la colonia estos personajes?

Para Coronel Urtecho serán “los ideales de la colonia” o lo que lla-mamos la colonialidad/modernidad como dimensión característica de la funcionabilidad del sistema de cosas. Es el discurso y la conti-nuación de los esquemas de normativización y sujeción de los indivi-duos dentro de los sistemas disciplinarios heredados de la coloniali-dad, tal y como lo comprobamos con la cita de Pedro Molina.

Podemos rastrear dentro de esa nueva función de los sujetos políti-cos nicaragüenses los dispositivos de funcionamiento y reemplazo de la máquina colonial en lo referente a los estatutos jurídico-político y

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de toma de posesión de las territorialidades y las colectividades. Estas crearon a partir de una fundamentación construida en base a la he-rencia de la colonialidad y “el tiempo vacío” requisitos de ostentación y obtención de una no-igualdad que bien deja consignada Francisco de la Rocha cuando dice que “por igualdad se han confundido el sa-bio con el ignorante” (De la Rocha, Revista Política sobre la revolución de Nicaragua 1821-18�7, 206)

Este mismo autor, Francisco de la Rocha, quien al igual que la ma-yoría de los historiadores y letrados, fue también político y funciona-rio público (ministro de hacienda en el gobierno de Laureano Pineda) y, por lo tanto es emblema de la hibridez polis/letra, también expre-só: “la civilización ilumina y la propiedad conserva; ambos caminan mano a mano en las vías de la cultura y el progreso” se puede leer en de la Rocha una posicionalidad antropologizante en lo que respecta a singularidades históricas como cultura y progreso. De la Rocha los concibe relativizados y los inscribe en un metarrelato moderno/colo-nial/dominante. Más bien realiza una connotación de conocimientos y prácticas corporalizadas y las sitúa en base a una lógica común: la de la colonialidad, la que sabemos era ejercida o impuesta, desde di-versas ópticas, por la letra/polis.

Esta es una desigualdad establecida en apreciaciones puramente sub-jetivas, en valores culturales que podemos vincular a la creación de determinados imaginarios circunscritos a la colonialidad del poder/ser/saber y por medio de lo cual logran “proyectar valores, hábitos y estilos hacia arriba y hacia abajo y en los que se reproducen el poder simbólico y la dominación política de las clases no privilegiadas” (Vi-las, 1996: 11)

Estas serían insignias o credenciales culturales por medio de las cuales se ordenarán las nuevas formas de entender el escenario so-ciopolítico en la Nicaragua postindependencia y, por lo tanto lo que definía el status de actuación y desplazamiento en el mismo. Era la justificación de la re/distribución de los bienes, tanto físicos, como simbólicos en un país en el que las elites o familias tenían un enorme peso en la toma de decisiones11.

En palabras de Carlos Vilas este proceso se dio de la siguiente ma-nera:

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“Tras la independencia -1821- y el desmembramiento de la Federación Centroamericana en 1838 el joven Estado nicaragüense se enfrascó en intensas luchas internas…Sin embargo, la lucha por la constitución de la territorialidad como espacio de desenvolvimiento del proyecto de dominación social de ciertos grupos y fracciones, habría de ser una constante en la formación del Estado nicaragüense a lo largo del siglo XIX” (Vilas,1990:39)

Las tomas de posesiones de la territorialidad eran, por lo tanto, la privación, el marginamiento y la subalternización de colectividades, culturas y formas de vidas “otras” que tanto en ese momento, al igual que después no entraban en las tablas clasificatorias de los apellidos simbólicos, ni en las difusas imágenes y metáforas de las poéticas de la nación o de la cultura letrada que es la que al final se impone como forjadora o inventora de la nación nicaragüense. En todo caso si se hacían entrar a la “ciudad letrada” era con el objeto de dicotimizar su barbarie en contraste a la civilización occidental.

tanto es así que, José Coronel Urtecho, ya muy citado hasta este momento y uno de los letrados a quienes más aludiremos, junto a Pablo Antonio Cuadra, por el poder cultural que lograron acuñar, hasta el punto de ganar continuadores12, se contradice al hablar de las tensiones en lo referente a los valores identitarios que deben o no entrar en la invención de Nicaragua. Por ejemplo cuando se refiere a un personaje como Cleto ordóñez1� quien se erigió en esa época en “Señor de las armas” de la junta gubernativa de Granada, la cual se consolida luego de las noticias de la independencia venidas desde Guatemala, lo hace de esta manera:

“Era, naturalmente, orador popular. Es cosa natural en los nicara-güenses una palabra fácil, aunque generalmente insustancial y enre-vesada, llena de barroquismo tropical y desbordado emocionalismo. De Cleto, sin embargo, sólo sabemos que hablaba ardientemente en las esquinas y en las plazas y para enardecer a los granadinos al comba-te…era poeta callejero, siquiera a ratos. En Granada, lo mismo que en las otras ciudades nicaragüenses, existió en la Colonia y casi llegando a nuestro tiempo, una abundante literatura callejera- una poesía, un teatro, hasta una novelística- que circulaba por la ciudad y por los ba-rrios, es decir, que servía de comunicación, cumpliendo de esa manera su función social… los animadores de aquella literatura en parte oral

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y en parte escrita, eran únicamente poetas callejeros. Aunque los hubo entre ellos enteramente juglarescos, ciegos y tipos peregrinos que se ganaban la vida componiendo canciones y poesías de todas clases… consta por lo demás, que Cleto aprovechó sus dotes de poeta callejero en su campaña demagógica” (Coronel Urtecho, 2001:386-387).

Demagógica o no la campaña de Cleto, vista desde su óptica y des-de su época, estaba dirigida hacia episodios “heroicos” y hacia una esencia distinta de formar un nuevo aparato de (re) producción identi-taria. No obstante, interesa aquí el hecho de que ordóñez aprovecha-ra “sus dotes de poeta” para incidir en la colectividad, es decir, sería la letra o la poética de ordóñez al servicio de la “patria”. Su performa-tividad como elemento aglutinador e igualador en la formulación de su estrategia discursiva nos desplaza hacia una “voz”, deducción de la cita de Coronel, que marca un hito dentro de la hibridación entre la letra y la polis y nos orienta hacia una retórica que estará presente en diversas formas de modelar la imagen de Nicaragua o en su de-fecto de inventarla. Esto muestra las credenciales del cruzamiento de las narraciones letradas con la narración pública-nacional, en tanto y en cuanto, ambas consolidan la intensidad representacional de la nación, de la patria como espacio convergente.

Pese a que Ordóñez no es un poeta que figure dentro de la histo-ria literaria nicaragüense su guiño contiene en sí una producción de la práctica discursiva en el punto preciso y en el contexto en que se forma el mismo ¿Entonces dónde hay que buscar esa formación de la práctica discursiva como dispositivo que nos interesa en este trabajo? No podemos dejar pasar la noción de representación y de performa-tividad constituida en la figura del poeta callejero y su vínculo, diga-mos con las estructuras y la “función social” de la época, como lo deja claro el mismo Coronel Urtecho en la cita que de él hacemos unos párrafos anteriores.

A nuestro juicio esa poesía, ese teatro y esa “novelística” de la que habla Coronel Urtecho en pleno momento de los escozores de inde-pendencia en Nicaragua, especialmente lo vinculado a la subjetividad y sus módulos de identidad y sociabilidad se vuelven los mecanismos de intencionalidad y obviamente de idoneidad fictiva, imaginativa o de la invención de una nueva “patriada” o sistema de cosas. Esto im-plica que esa idoneidad responde con una coincidencia cultural/le-

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trada fácilmente identificable en la cimentación de lo político y las poéticas o entre lo sociopolítico y lo letrado, aun desde esas fechas.

observemos cómo esa idoneidad entre el vehículo letrado (poe-sía, teatro, novelística) y el patriotismo apasionado que despertó en muchos, como lo deja claro José Dolores Gámez, quien narra en su novelita histórica Amor y Constancia, algunos episodios febriles de jóvenes involucrados en estos acontecimientos, debieron formar un corpus discursivo o un “Ars poético” que es muy seguro se alineó con las ideologías y con el orgullo nacional tan inquieto en esas fe-chas. Este corpus o “Ars Poética” independentista inmediato fue pio-nero de ese “tiempo vacío” (Benjamín) y, en el caso de ordóñez y, es seguro que luego siguió fungiendo de la misma manera, cohesiónó al “populacho granadino” por medio de sus “décimas a la libertad” (Coronel,2001:�87)

En este sentido José Coronel Urtecho hace mención de una litera-tura, un “Ars Poético” o una cultura letrada callejera1�, por lo cual nos es viable identificar en las “décimas a la libertad” un acontecimiento relatado en el cual los hitos son explícitos: así se puede identificar el objeto por el cual circula, el punto de enunciación y la materia enun-ciada en la cual las asociaciones metonímicas, bregan junto al patrio-tismo, el localismo, le emergencia de luchas de clases o de la oposi-ción a la matriz colonial, aunque muy en ciernes. Asimismo podemos observar los objetos culturales que lo hacían circular, en el caso de ordóñez las décimas, y para reforzar la literatura callejera, incluido todos sus dispositivos ya mencionados por Coronel Urtecho.

Como ejemplo de ello podemos citar una composición en la cual la relación retórica parte de elementos identitarios para llegar a una ca-racterización fundamental, en lo que refiere al diseño de ritos o bien de una valoración social estigmatizada que es al final de cuentas una forma de acendrar lo que Doris Sommer llama las paradojas sintomá-ticas del nacionalismo.

30 libras de ignorancia

20 cueros de mula

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0 cantidad de juicio y talento

1000 arrobas de petulancia

100 yardas de arrogancia

900 asesinos

10 carretadas de indignidad

0 espíritu público

Una tonelada de desprecio

Al sumar esto, ¿qué resulta?:

¡Los habitantes de Granada!

(Citado por Jorge Eduardo Arellano en Historia Básica de Nicaragua Vol. 2, 1997: 83)

El texto crea, sobre un cuestionamiento, la definición de una par-ticularidad o de la mitificación de una región que al fin de cuentas es parte de la nacionalidad nicaragüense y, por decirlo de alguna mane-ra, una región muy importante, tanto que difunde componentes de la identidad general (no se pueden entender Nicaragua, sin Granada, es más, esta región sigue siendo parte de la simbólica centro/pacífico hasta el punto que en la actualidad desde su centro se ha fundado la tradición de un festival de poesía que trata de concentrar y reavivar el signo letrado como eje hegemónico de lo nacional). No obstante, llama la atención la enumeración de resabios en los cuales enfatiza la composición: “arrogancia”, “desprecio” como instrumento de un capital cultural a través del cual se demuestra un re/juego de dife-renciación y discriminación proyectado hacia la clase que concibió la composición.

De igual modo, no podemos dejar de mencionar en este entramado en el cual la letra y la polis se hibridan para forjar la nacionalidad, aun en una época incipiente, a personajes como Desiderio de la Cua-dra alrededor de quien se supone “pudo haberse desarrollado algún

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tipo de discusión”, aunque ya para “182� se mandan a establecer la tertulias patrióticas” (Ayerdis,200�:29) lo que nos indica la función del saber en lo referente a la conformación de artefactos culturales transversales y sesgados hacia labores alegóricas y que tácitamente pudieron fabricar ideologías patrióticas. Es decir, el estado en ciernes promoviendo desde una óptica pedagógica sus oportunos propósitos fundacionales. La razón principal pudo haber sido el reforzamiento, desde el punto de vista institucional, al amor patrio. Esas tertulias son síntoma del proyectismo nacional, en un abierto afán de inventar una nacionalidad por medio de registros alegóricos y sus lances entre la letra y la polis.

Nótese las estrategias o las “agencias criollas” del naciente esta-do nicaragüense para consolidar su identidad por medio de la letra y convertir las relaciones entre Estado/ciudadano/ilustrado en una tropología del modelo del “buen pastor” o del poder pastoril foucaul-tiano. En este sentido el estado naciente busca cómo re/administrar de una forma racional a sus habitantes, que su economía y su terri-torialidad, lo que más adelante en la historia nicaragüense empezará a dar sus frutos, no sólo con la apertura a extranjeros, sino con la promoción de concursos de historias, con la consolidación de rituali-dades nacionalistas, lo mismo que con la consecución de miticidades, tomadas de la matriz colonial/imperial.

De de la Cuadra podemos decir que escribió unas décimas sobre los acontecimientos de 182�- 182� y que es el primero que escribió con mayúscula a incios de cada párrafo (Zelaya, 1971: �8). Se nota que so-bre la base de discursividades literarias (mayúscula en cada párrafo, décimas) particulares se impone un estilo, una forma, o un perfil defi-nitorio de cómo se deben hacer las cosas o bien cómo se debe escribir. Hay una hegemonía ejercida desde la escritura y, a través de la cual circula la nación o al menos sus primeros componentes: eventos del 23- 24, la letra como estrategia que fija las expresiones, entre otros.

De esta manera el presbítero Desiderio de la Cuadra desde 182� bosquejó los acontecimientos históricos sucedidos en esa misma fe-cha en la ciudad de Granada. Es por ello que el mismo Jerónimo Pé-rez historiador nicaragüense que en 1876 publica las décimas de de la Cuadra afirma que estas tienen mayor “importancia histórica que literaria”. Es así que de la Cuadra afirmaba en sus décimas: “También

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han aparecido nacionales moralistas” o bien “A vuestros pies señora engrandecida con rango de nación está postrado, un loco”. En de la Cuadra se percibe una mixtura que cumple una agenda de distribu-ción y valoración socio/simbólica como correlato de la nación.

Hay en esta propuesta versificadora una intersección de códigos en la que se cruzan la subjetividad individual y las formas colectivas, imaginarios nacionales y sintaxis derivadas de una arqueología como centro organizador de las metáforas nacionales. Es decir, podemos leer una función poética en de la Cuadra en la que se entrevé una correspondencia entre el evento, la lírica y lo que esto implica para la narración de la nación.

No es gratuito también mencionar a otros autores que desde esa época modelaban el imaginario, devenido de la influencia de la epis-teme/matricial/colonial, como correlato de la “polis” que se instaura-ría luego de la independencia. Chester Zelaya en su obra, Nicaragua en la Independencia, convoca a una cantidad de ellos, y lo hace como sujetos letrados influidos notablemente por Fray Benito Jerónimo Fei-joo, “precursor del Despotismo ilustrado” en Centroamérica. Zelaya convoca a Enrique del Águila quien legó un estudio en el que “refiere a las supersticiones y las hechicerías”. Hay una ligadura entre este es-tudio de “supersticiones” y “hechicerías” y el control de la población en referencia a sus prácticas y mitificaciones lo mismo que la vigilan-cia institucional y mental para garantizar el equilibrio y la regulación de las poblaciones y sus hábitos.

El mismo Zelaya afirma:

“Toda esta gestación cultural, producida por el despotismo ilustrado, es lo que hizo posible en gran medida la emancipación de todos estos países. Surgieron anhelados de educarse y formarse, especialmente por parte de los españoles nacidos en América. En cada una de las colonias fueron surgiendo figuras que vinieron a dar brillo al ideario de cada una de ellas” (Zelaya, 1971: 54)

Zelaya parte de una matriz colonial que influye a los “españoles na-cidos en América” como propulsores de una “nueva crónica” (Castro Gómez) y por lo tanto les confiere todo la obligación epistemológica de re/ubicar y re/inventar (brillo dice Zelaya) el ideario, por no decir

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sistema de lecturas y contra-lecturas en lo referente a la escenificación de lo nacional global nicaragüense. Hay aquí un desliz inmediato a lo que la escuela decolonial llama la colonialidad del saber, sujeta a las otras dos vertientes del poder/ser, pues la ilustración en este caso lee y a la vez se deja leer como una tecnología reproductora de conoci-miento ilimitado, en la cual los hombres de América y en este caso de Nicaragua deben beber.

Asimismo Emilio Álvarez Lejarza asevera:

“Los próceres de la independencia tenían la preparación y la cultura elevada que se refleja en las publicaciones de la época, las funciones de la inquisición no estorbaron nunca los estudios científicos en las artes, en las ciencias. Desgraciadamente los fundadores de estas naciones siguieron el espíritu de imitación” (Lejarza, 1958: 67, én-fasis mío)

Este autor restringe la experimentación “republicana” “nacional” a unos próceres cultos que desarrollaban la ciencia y las artes. Podemos leer en una combinación de citas que tanto Zelaya y Álvarez Lejarza toman como punto de partida la matriz colonial en la cual la “cultu-ra” es un atributo teleológico y que, antropológicamente le pertenece a un puñado de “próceres”. Es decir, la cultura, el conocimiento y la educación es útil para el alejamiento de las clases “otras”, e incluso de esas bestias que sólo sirve para la carga, como ya lo mirábamos citado a través del pensamiento de Pedro Molina.

De esta manera y en base a los criterios “culturales” de estos per-sonajes se forjó la nación o el imaginario nacional de la Nicaragua post- independencia. Hay consonancias totales en lo que respecta a las forjaduras que estos señores impulsaron desde esa época. No es gratuita la cita de un editorial del periódico, que circulaba en esta época, bajo el título “El ojo del Pueblo”:

“No por que Granada se llame ahora Cabecera del Departamento pues-to es muy accidental sino por otras razones de eterna justicia porque aquí están situados los conventos a favor de los cuales se instituyeron los beneficios hoy destinados a este nuevo objeto por que aquí están casi todas las fincas que reditúan el fundo y porque aquí finalmente existen los herederos de los fundadores cuyo derecho de sucesión

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debe refluir con más facilidad sobre sus circunvecinos” (citado por Ca-sanova Fuertes, tesis inédita facilitada por el autor, énfasis mío)

En este universal “abstracto” que se resume en “el nuevo objeto” lo cual nos desplaza hacia la articulación de una hegemonía que la brinda las tierras, las fincas, así como en la condición de “herederos de los fundadores” se construye una significación sociopolítica y cul-tural capaz de articular los derechos de herencia como un porvenir nacional. Esto permitió la mitificación y la idealización de una clase que racializó a los “otros”.

Para estos señores “fundadores” se concibe la (re) invención de la nación (de ahí lo de nuevo objeto) como un asunto hereditario y por lo tanto esta retórica genealógica va a permear todos los procesos sus-tanciales de la “Nación política” y como extensión de lo cultural o lite-rario (como se verá más adelante). Es decir, esto les permite el trazo de su “mapa de exclusión” o de la trizadura de los “otros”, aunque esos otros sean mayoría. El manejo de esa retórica, sumado a las fincas y el peonaje les permite la invención de la hegemonía, tal y como lo ve orlando Núñez:

“En la Historia política de Nicaragua, las familias de la oligarquía se dividieron en dos: un grupo de familias radicadas en León… otro radi-cadas en Granada.. (las de) Granada reivindican el carácter aristocrá-tico por el reclamado linaje provenientes de sus ancestros españoles… (las otras) son más discontinuas y su linaje proviene de su riqueza heredada” (Núñez, 2006: 97-98)

Se ve como un privilegio los elementos heredados y sobre lo cual se han construido relaciones asimétricas, además fungen para mode-lizar imaginarios en los cuales lo patriarcal se vuelve discurso legiti-mador- totalizante para luego devenir acto constitutivo y enunciante de una realidad erigida en base a signos, blasones, gestos, perfiles y la performatividad que esto conlleva.

Este proceso de legitimación y racialización como nódulo de la in-vención de Nicaragua lo permite entrever una cita de Frutos Chamo-rro que desde el primer tercio del siglo XIX afirmaba:

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“La educación exige para ser universal, que participen de ella todas las clases y todos los órdenes del Estado pero no que todas estas órdenes y todas estas clases tengan en ella una misma parte. En una palabra debe ser universal, pero no uniforme, pública, pero no común” (En Casanova Fuertes, tesis inédita facilitada por el autor)

Chamorro deja claro no sólo los límites nacionales, sino los cultu-rales- educativos, así como la correspondencia a cada uno dentro de esa taxonomía arbitraria y azarosa creada por los logaritmos ilustra-dos reciclados por ellos mismos, como sujetos políticos y con decisión pública. Virtualmente circunscribe los grupos a áreas y a niveles de educación, es decir, de acuerdo a las clasificaciones taxonómicas de la matriz colonial/moderna unos necesitan la completitud y otros me-nos.

La cita de Núñez nos permite ir al otro lado de la territorialidad o de los localismos nicaragüenses decimonónicos de los cuales se aglu-tinará la invención de la nación, pues en esta época como ya se apuntó anteriormente serán Granada y León las ciudades que se disputaban la hegemonía, aunque no las únicas1�: Podemos hablar entonces de Miguel Larreynaga como prócer de la independencia.

El catedrático en Derecho público y Economía política Miguel La-rreynaga es una figura señera de la independencia por el ala leonesa. Se le considera un gran orador, escritor y hombre “lógico” y “exacto” como lo califica su igual y contemporáneo Francisco Barrundia (cita-do en Carlos Meléndez, 1971: ��2). Es así que esa lógica y exactitud se enlaza de forma inmediata con el cartesianismo y el “newtonianis-mo” que, de una o otra manera, circulaba en estos sitios (ver Cons-tantino Láscaris y Chester Zelaya), de ahí que no es gratuito el uso de estos términos por Barrundia. Además la presencia de la Universidad en Larreynaga tampoco es fortuita, en tanto y en cuanto, le favorece como la justa y necesaria realización empírica para ser un verdadero “líder espiritual” de la nación. Estos calificativos desplazan a Larre-ynaga a ser un personaje científico-técnico, al igual que los que se mencionaban antes, con la autoridad para ser un impulsor del pro-grama nacionalizador nicaragüense. A esto debemos agregar que La-rreynaga también impulsó una carrera literaria (Meléndez, 1971: ���) lo mismo que máximas en las que se destacan la “propiedad de los salvajes para destruir”. Se puede leer una representación metonímica

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de “los salvajes” que es bien sabido para la época lo representaban aquellos que no eran herederos como lo decía el editorial o como lo corrobora orlando Núñez parar volverse una fórmula categórica civi-lizatoria. En este sentido Larreynaga cierra esta máxima con “no pue-den construir”, en una clara alusión dicotómica del salvaje/destruc-tor/irracional vs. Civilizado/constructor/lógico/exacto tal y como se le calificaba a él.

Hay más que una arqueologización del “otro”, se da una antropo-logización en tanto y en cuanto, se define su perfil como destructor y fuera de la normativización por ser “salvaje”. Habría que asociar esta forma de pensar de Larreynaga con el pensamiento Humboldtiano que circulaba en esta época, el cual hablaba de pueblos semi/bárba-ros y bárbaros en un afán de caracterización y por medio del que se justificaban a unos y se descalificaban a “otros”.

¿Entonces cómo se inserta esta figura en lo que respecta a la arti-culación de la nación nicaragüense? Larreynaga, al igual que el pres-bítero Tomás Ruiz, son dos de las figuras fundadoras nicaragüenses más des/territorializadas podríamos decir, pues Larreynaga pertene-ció a la “Sociedad Económica de Amigos el País”, asimismo fue parte del claustro de profesores de la Universidad de San Carlos en Guate-mala” en ambas, dice Carlos tunnermann, sentó plaza.

Partiendo de esto diríamos que Larreynaga para citar a Eduardo Pérez Valle: es ideológicamente hijo de la ilustración francesa” y, ade-más en lo que respecta a la independencia “adoptó la línea criolla”. A esto debemos agregar que, según sus biógrafos, se le consideraba una “biblioteca viviente”. Podemos leer en Larreynaga, a un “sabio de la independencia” (imagen de la sabiduría Centroamericana en la primera mitad del siglo XIX, afirma Zepeda Henríquez) impregnado de un ethos colonial, aun con todas sus formaciones ilustradas de la física (escribió una Memoria sobre el fuego de los Volcanes, en la que incluye amplias citas de físicos y geógrafos de la época), las que sir-vieron para reforzar su visión criolla/colonial/moderna.

también escribió sobre historia natural y geografía (discurso en el aniversario de la instalación de la academia de ciencias) hasta llegar a la clave de la cultura criolla que pujaba desde esa época por hegemo-nizar su condición, luego de la llamada independencia. Así, en este

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autor es posible concebir la colonialidad como proyecto ilustrado de la ruptura entre doxa y episteme.

Es claro que un personaje como Larreynaga fue un “constructor”, “inventor” no sólo de las naciones nacientes, sino también de lo que le precedió, es así que, dentro de la serie de cargos que desempeñó se le puede insertar en casi todos los períodos históricos que le tocó vivir: la colonia, imperio de Iturbide, Estados federativos, estados naciona-les, incluyendo su influencia desde la academia.

Estamos entonces en presencia de lo que llamaría “letrado orgá-nico desmembrado” el cual logra desde todos los recodos una inter-vención alegórica-imaginaria, por no decir, ideológica. Es decir, la práctica política/letrada como noción de hegemonía discursiva. No es gratuito que sus biógrafos afirmaran que era “visitado, buscado y consultado por los gobernantes y literatos, y por los que no eran, pues en él hallaban una biblioteca abierta”. Partiendo de esto es posible preguntarse: ¿Qué tensiones y ambivalencias marcan la enunciación del personaje Larreynaga desde el cual habla la letra/polis? Al hablar en nombre de “la biblioteca abierta” Larreynaga enuncia el iluminis-mo como noción de capital cultural y como creencia de superioridad letrada sobre los demás grupos poblacionales. Es una forma monolí-tica de articular la política, los imaginarios que luego “imaginarán”, tanto la concepción “ontológica” de las estructuras nacionales, así como sus valores morales y culturales.

La descripción más básica sobre Larreynaga y su influjo en el ima-ginario racional –iluminista en lo que respecta al proyecto naciona-lizador cuyo punto de llegada sería la construcción de lo que Hardt y Negri llaman el “oscuro otro del Iluminismo” es cuando dispuso que los manuscritos originales de su texto sobre la “teoría de los vol-canes” (Memoria sobre el fuego de los volcanes) fuesen sepultados con él. Este acto performativo naturaliza el efecto de la colonialidad del saber, en tanto y en cuanto se ponen de manifiesto los enunciados epistémicos como principio y fin, es decir, son el evento teleológico por antonomasia, al menos en lo que respecta a “un arquitecto de la nueva nación”, como Larreynaga. Entonces percibimos una relación valórica de relación epistémica/realista cuyo evento dinamiza los presupuestos nacionales.

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En este apartado tendríamos también que hablar de otro personaje capital para la conformación o invención de la nación nicaragüense como es el presbítero tomás Ruiz. Para algunos estudiosos este se-ría uno de los próceres o “arquitectos de la nación” menos valorado, específicamente por su condición de indígena. Podríamos hacer una lectura que se sesgaría a lo que Ranahit Guha ha llamado la “Prosa de la Contrainsurgencia”, debido al ocultamiento de ese otro que, aun-que parte de la maquinaria fundacional e incluso marginalizadora, es puesto en duda por su diferencia en lo que refiere a su etnicidad. De igual forma hay un guiño casi imperativo para tratar de vincular esta condición de Ruiz de indígena letrado a las posiciones de/colo-niales actuales, pues bien se podría decir que, desde esta posición pudo actuar como sujeto de de/colonialidad, no obstante, su relación en cuanto a esto ha sido poco percibida y echada fuera, incluso por algunos gestos devenidos de su propia acción discursiva.

No obstante, lo básico en Ruiz es “ser el primer doctor de raza indí-gena en Centroamérica y uno de los tres fundadores de la Universidad de León, Nicaragua, el autor colonial que más títulos dio a luz”. Asi-mismo se puede hablar de su actuación dentro de los levantamientos populares-independentistas y en defensa de cierta condición de los indígenas, lo cual se “armonizaba al contenido de las misma leyes de indias”, todo esto propiciado por el rechazo que siempre recibió por su condición de indígena16.

Para aleccionar esta situación, la que quizá es promovida por la misma educación ilustrada recibida por Ruiz basta citar parte de los textos claves utilizados por él para crear imágenes en sus sermo-nes: “El altísimo dio a los hombres la ciencia para ser honrado en sus maravillas”, o bien “la muchedumbre de los sabios es la sanidad del mundo” (En Jorge Eduardo Arellano: Nuevos estudios sobre el “padre indio” tomás Ruiz). Se entiende en esta posición de Ruiz una radicalización ontológico/epistémica de los pueblos con respecto a los “sabios” o la ciencia occidental condición en la cual se ubica él como sujeto ilustrado. Es notoria una perspectiva occidentalizada e impe-rial que promueve una actitud jerarquizante de unos sujetos dueños de la epistemología y de otros que deben obedecerla nada más, ¿pues acaso los sermones no son el discurso normativista y pastoral por ex-celencia? Ruiz también abogaba por que los padres de familia encau-saran a sus hijos por el sendero de ser buenos “ministros de la patria”,

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en tanto y en cuanto el sentido común de estos padres del “pueblo” en su conjunto debía ser incorporar imágenes de la modernidad/co-lonialidad a su proyecto de vida, la cual se presenta a través del juego de la idealización de esos sujetos que, para la época “brindaban bri-llo” al ideario de la nación.

Este llamado del “padre Ruiz” es sintomático de la matriz colo-nial/moderna en la que la colonialidad del saber se vuelve suprema en relación a otras formas de conocimiento en esa época, no obstante, valga este supuesto para la época actual también. Esto provee una clave de lectura en la que resuenan fuertemente los acercamientos de subalternidades y, en específico, de la continuidad subjetiva del pro-yecto colonial, desde la óptica de las epistemes marginadas y el poder pastoral devenido de la conciencia de que los pueblos necesitan sabios para enrumbarse en las nuevas propuestas.

Es importante destacar el cómo Ruiz hace un llamado desde lo eclesial y desde una posicionalidad imperativa, relativa a la episte-me, para construir relaciones nuevas y diferentes en lo que refiere a ser “ministros de la patria”. Es decir, Ruiz habla a través del princi-pio de la verdad universal, no obstante, esa verdad atropelle las otras formas de discursos, así como sus espacios simbólicos, logrando con esto, una des/ubicación de los mismos.

Ahora bien, la contradicción de la que hablábamos en Coronel la podemos observar cuando en otra acotación afirma que:

“Lo que con más o menos fundamento suele tenerse por exclusivo de éste o aquel país y aún de tales o cuales regiones en cada uno de los países centroamericanos- lo indígena, lo mestizo, lo criollo, lo folkló-rico y popular lo típico y lo vernáculo en sus distintas variedades- puede afirmarse que sólo llega a ser consciente para nosotros y por lo mismo comunicable, en la medida en que podemos universalizarlo, que en nuestro caso quiere decir, expresarlo a nuestro modo en caste-llano, y asimilarlo de esa manera a la mentalidad occidental” (Coro-nel,1967:38)

Este autor cuando se refería a Cleto ordóñez va hacia su demago-gia e inmoviliza “la oralidad” o “lo popular” de la performatividad del mismo. Sin embargo, en esta cita embiste lo popular, lo típico y

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lo descualifica por medio de la herencia epistémica forjada en occi-dente. Hay una voluntad de “periferización” de lo popular y típico, en tanto y en cuanto sólo puede reconocerse una vez cernido por el centro, en este caso el español y la occidentalidad, que es igual a de-cir colonialidad. Asimismo la grafía que utiliza este autor cuando se refiere a la colonia, es mayúscula, lo cual es de suyo significativo y sobresaliente.

Entonces como parte de las alegorías e imágenes que es posible encontrar en la conformación de la nación nicaragüense están las que se desprenden de la letra y la polis, lo mismo que cuando se observe otros dispositivos que son importantes en la tecnología nacional sal-drán a luz las paradojas, así como las simbólicas que han delineado la invención de Nicaragua a lo largo del siglo XIX, lo mismo que del siglo XX.

Se concibe entonces en estos continuadores de los fundadores una inclinación hacia conformar una “identidad nacional civilizada” ba-sada en la educación, en la cultura o en la literatura moderna/colonial por la cual circula el imaginario o el invento de la nación circunscrita a sus propias proyecciones. Dicho de otra manera, moldean el espacio simbólico/cultural/ideológico que luego creará los símbolos naciona-les, sean estos abstractos como el mestizaje que se asume para tratar de “espacializar” a todas las culturas, cuando lo que en verdad se da con ello, es una absorción en la cual uno gana y el “otro” pierde, pues los rasgos de los perdedores son ocultos y cuando no, invisibilizados, o bien símbolos constitutivos como la naturaleza, los “próceres”, los héroes, los hechos, entre otros.

En este contexto la “nación vendría ser una afiliación social y tex-tual narrada” (Hozven, 1998) a través de la cual se puede leer no sólo otras épocas, sino la circulación de unas memorias que, aunque im-puestas, deviene conocimiento unificado y legitimado por la fusión letra/polis, obviamente, beneficiando a los sujetos que pueden al igual que, en el mercado, incidir en las contribuciones.

Ahí se inscribe esta obra. trata de inquirir en los discursos expresi-vos y epistémicos que han logrado la articulación del mapa de la ciu-dad letrada nicaragüense. Es decir, indaga sobre la cultura letrada, así

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como en otros dispositivos, y su rol como significante de lo nacional cultural y, a su vez político.

Se inscribe dentro de un marco de relectura de los objetos cultu-rales/ fundacionales. Nos adentramos en un campo en el que la con-secución de la independencia de la corona española por parte de los diferentes virreinatos americanos y, en el caso de América Central crea la necesidad de la invención de las nacionalidades, aunque en su mayoría retomando o, tendríamos que decir continuando, los re-sabios de una matriz colonial que aun sobrevive. No obstante, ese modo de invención de la nación se presentará como una estrategia de “elección del Espíritu, tributo a la geografía y la historia” y generará a su vez el ideal del ciudadano de un país emancipado, aunque no en pleno ejercicio de sus derechos (Monsiváis, �80).

Es decir que ante la independencia de la corona española, los países latinoamericanos, Centroamérica y en particular Nicaragua se verán en la necesidad de crear una identidad nacional a través, presumi-blemente, de un imaginario común a todos sus habitantes, identidad que tendrá que definir en primera instancia, y reafirmar en segundo término, las características de lo que significa ser de uno u otro país. Esto es, en otras palabras, el nacimiento no sólo de una identidad na-cional sino de un nacionalismo latinoamericano en general, y parti-cular a los diferentes países, conceptos que, escapan a una definición concreta y fácil.

La historia de estas antiguas colonias que en el caso de Nicaragua estaban supeditadas a la capitanía general de Guatemala a lo largo del siglo XIX muestra que no fue fácil allanar las dificultades. Con todo ello, para precisar los períodos, es más justo decir que el pri-mer tercio del siglo XIX corresponde al básico fenómeno inaugural marcado por las revoluciones de Independencia. Época donde todo se sacrifica al triunfo de la causa patriótica, particularmente en los intentos iniciales de un orden jurídico. Queda para después resolver el problema de la organización y por ende de las nacionalidades y de este modo a partir de este inicio queda fijo que la nación no es tanto una ideología política autoconsciente como un sistema cultural estre-chamente relacionado con aquellos sistemas culturales a los que suce-dió: la comunidad religiosa y el reino dinástico o imperio quienes, en

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su tiempo, también fueron marcos de referencia dados, inconscientes y automáticos.

Es ahí donde dispositivos como la literatura, las artes, la cartogra-fía y en fin los discursos letrados se convertirán en uno de los ins-trumentos de consolidación de la identidad nacional y representarán una de las estrategias de definición y unidad. De igual forma existen otras lecturas a través de las cuales estos países puedan ser identifi-cados, incluso los mismos poetas, como es el caso de Darío en Nica-ragua la avizora en su libro El Viaje a Nicaragua. Nos referimos a lo que podría llamar una lectura mercantil material que representaría a una comunidad nacional: repúblicas postres (café-azúcar-tabaco), repúblicas bananas, repúblicas-maquilas17, entre otras.

No obstante, para la lectura que aquí nos interesa surgirán la poe-sía y más adelante otros géneros (novela, historiografía, ensayo, pe-riodismo) como tecnologías de sensibilidad romántica que sentarán las bases para forjar una identidad nacional. Estos serán elementos sustanciales de una cosmología casi mítica, de los cuales fluye la más clara expresión del nacionalismo. Se vuelven figuras que aparecen como parte de la producción cultural/política de la nación/estado. Es así que se oficializan ciertas formas de folclor, música, literatura e imágenes que deberían interpretarse e internalizarse como imagina-rio nacional. Era perfeccionar la creación y promoción de las tradicio-nes nacionales estimulando la construcción de la nación/estado y por lo tanto éstas se vuelven la fuente más importante para la construc-ción de una visión cultural nacional homogenizadora.

Es preciso reconocer que el concepto mismo de identidad nacional y nacionalismo evade una fácil definición, si es que se puede acaso llegar a alguna. Desde sus inicios se ha intentado definir la palabra nación y nacionalismo con criterios objetivos, tales como la lengua, la circunscripción geográfica, ciertos rasgos culturales e históricos co-munes, etc. El problema ha sido siempre que no sólo la idea misma de nación y nacionalismo es difusa, sino que los criterios presuntamente objetivos utilizados para definirla, son a su vez nebulosos y cambian-tes, y por ende casi inservibles (Hobsbawm 1�-6). Como ya señalaba Monsiváis, la idea de nación y el nacionalismo en nuestras latitudes surgen de la necesidad de los países latinoamericanos de encontrar una identidad nacional.

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A esto podemos añadir otra dimensión, y es que el nacionalismo surge como una reafirmación no sólo de la identidad colectiva e in-dividual, sino como una reacción contra la recién caída institución colonial. Es decir que, al menos en América, los brotes nacionalistas obedecen también a una justificación de la emancipación de la corona española, aún si esto implica adoptar las mismas categorías que les habían negado su independencia, como la diferenciación étnica, la su-puesta superioridad cultural, las virtudes reales o imaginadas, etc.

Partiendo de lo que la teoría decolonial llama la modernidad/co-lonialidad podemos decir que nuestros pueblos cayeron en la trampa de creer que, con la independencia, llegaría el fin del colonialismo y por ende de la colonialidad para seguir los conceptos de esta escuela, no obstante, en la denominada fundación de la nación nicaragüense a través de sus diversos dispositivos, pervivió la colonialidad en sus disímiles acepciones y ramificaciones.

Ante esto nos preguntaríamos: ¿Cómo la letra ha moldeado los mecanismos de significación nacional? Tal como lo plantea la chile-na Nelly Richard, a través de la creación de una metáfora lingüística que procesa lo social/político y elabora experiencias simbólicas por medio de las cuales circulan lo cotidiano y la textualidad misma del poder (Richard, en Cultura y tercer Mundo. Cambios en el saber aca-démicos.)

Asimismo otro teórico como Ángel Rama18deja claro que la letra tuvo poder desde la colonia en dos sentidos: la letra que ordena el mundo circundante y la letra que da órdenes (que gobierna). Es de-cir, que la posesión de la letra legitima el poder y, de esta forma los letrados irán constituyéndose en un grupo anexo al poder. Se puede agregar que la posible secularización de la letra que tiene lugar en el siglo XIX no altera su importancia como artefacto cultural organiza-dor, pues los letrados, tras la independencia y a lo largo de todo el si-glo, plantearán proyectos civilizatorios en sus textos que atienden a la necesidad de crear imaginarios nacionales. Se trata, en definitiva, de producciones culturales liminales que se suelen definir como ficcio-nes fundacionales (Sommer) guías de ficción (Shumway) imaginación nacional (ortega) o alegorías nacionales (Jameson) 19

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Es decir, seguiremos todos estos conceptos, tanto los de alegorías que también recogen teóricos como Walter Benjamín y los mismos Frederic Jameson y Doris Sommer en su ejemplar texto Ficciones Fundacionales. tomando en cuenta lo antes expuesto, en esta obra reflexionaremos alrededor de la poesía, así como la novela y la na-rración histórica ejercida también por poetas, narradores y periodis-tas como el caso de José Coronel Urtecho, y los mismos José Dolores Gámez, Enrique Guzmán y tomás Ayón, como modelos discursivos por los cuales han circulado lo que Jameson llama alegoría nacional/oficial. Al igual que indagaremos en otros órdenes como la nacionali-zación del nombre y la cartografía en Nicaragua, como correlatos que coadyuvaron a inventar o fundar la nación nicaragüense.

Sin embargo, es necesario ampliar ese concepto de alegoría nacio-nal del cual habla Jameson, tal y como lo valora Doris Sommer, en tanto y en cuanto Jameson circunscribe y a su vez generaliza la tex-tualidad latinoamericana, dejando de lado otras interpretaciones que pueden ser valiosas para obras como las de Manuel Puig, Guadalupe Loaeza, entre otras. Para Jameson todo texto concebido en nuestro continente es en sí alegórico de la historia nacional-popular latinoa-mericana, debido a su contigüidad con la política y la efervescencia social. Habría que tomar en cuenta otras propuestas como las que realiza Carlos Rincón en referencia al mismo García Márquez o las de Saul Yurkievich20 sobre Cortázar por ejemplo, las cuales des-atan la lectura jamesoniana e invaden otros territorios, sin embargo, para esta obra es vital la propuesta de Jameson, así como las de Doris Som-mer, Benedict Anderson, Homi Bhabha, Edward Said, Hayden White y toda la escuela o propuesta Latinoamérica de la modernidad/colo-nialidad.

Por ello podríamos decir que para el caso de Nicaragua habrá textos o discursos que se vuelven una alegoría y, esos son los que nos interesan en esta obra, puesto que son paradigmáticos en lo que refiere a la fundación de la nación - tardía en comparación al resto de América Latina- tomando en cuenta el estudio de Sommer, pero fundacionales al fin. Además nuestro corpus es más amplio debido a que nos trasladamos a la historia y la poesía como discursos y narra-tivizaciones fundacionales.

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Entonces al concepto jamesoniano agregamos la dualidad radi-cal del concepto metáfora en el que la radicalidad dual de la misma, vuelve porosa las fronteras entre prosa y poesía, aunque una de ellas, como en el caso de la Historia, se vea vinculada a elementos absolutos como verdad, imparcialidad, no fabulación, entre otros. No obstan-te, veremos cómo esos principios pueden ser transparentados, o al menos argumentaremos que gente como Hayden White, Gunzbury21, entre otros las delinean definitivamente cognados.

De ahí la cercanía de la mimesis poética y la lexis histórica, como lo plantea Paul Ricouer, debido a la proximidad de la retórica y la poéti-ca, desde su génesis aristotélica. Así que para la nación nicaragüense las obras que aquí estudiaremos se vuelven una metáfora-discurso (Ricoeur), tomando como partida la alegoría Jamesoniana, pues para Nicaragua la letra se torna ideológica- política y por lo tanto funda-cional. Es decir, va existir una relación letra-política a lo largo de la historia nacional que las hace circular por las mismas formulacio-nes.

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CAPITULODOSUna forma particular de hablar el castellano:

subalternizando lenguas

Podemos decir que la poesía ha cantado nuestras gestas en casi to-dos nuestros tiempos y períodos1. En este sentido hacemos referencia a América Latina, Centroamérica y específicamente a Nicaragua. La efectividad de los símbolos poéticos mancomunados con la construc-ción de los discursos de la nación, de las metáforas de la nacionali-dad, de las líneas identitarias han estado presente en nuestra historia desde la época precolombina. Se presenta una forma narrativa (que aunque sea en verso no deja de ser narración, según lo plantea Bha-bha), unos desplazamientos metafóricos, unas estrategias textuales, una retórica que jugarán el papel de tramatizaciones de la identidad nacional y que conllevan a imaginar metafórica y metonícamente la nación nicaragüense.

La simbólica poética (mestizajes, fauna, flora, personajes, utopías, costumbres y cultura de forma general) ha sido, de una u otra ma-nera, totalizadora en su idealidad de lo imaginario nacional. Desde los cantos de los Nicaraguas, pasando por Irribaren, Darío y la Van-guardia, como veremos adelante, hasta el Jaguar y la Luna de Pablo Antonio Cuadra (dejando de lado lo poético/oral como herencia pre-colombina) la poesía ha sido uno de los vehículos (por no decir el más importante) que canaliza el discurso, las articulaciones comunitarias, los imaginarios culturales y la semiosis social.

Quizá eso imaginario como lo ve Castoriadis, Callois y más recien-temente Edouard Glissant2 es la construcción simbólica mediante la cual una comunidad se define a sí misma. Son los signos culturales a través de los cuales los individuos se ven representados. Son estos los llamados procesos de construcción de las identidades, como bien

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lo definía Weber a principios del siglo pasado, éstos se vinculan tanto a atributos ónticos así como a otros referidos a la historicidad de los procesos socioculturales y a una compleja y abigarrada construcción de sentido.

La poesía nicaragüense ha fungido como mito fundacional, es el mito que por antonomasia fija el centro de la cultura nacional y está estrechamente ligado a las representaciones de la identidad, de la nación y del Estado y siempre asociado a una clase en particular. Podemos decir que identidad y nación son casi elementos consubs-tanciales en el sentido que promueven la construcción e integración cultural de un grupo social, pero definido y estructurado desde un grupo privilegiado o hegemónico. Benedict Anderson lo interpreta de esta manera:

“Mi punto de partida es la afirmación de que la nacionalidad, o la “ca-lidad de nación” como podríamos preferir decirlo, en vista de las varias significaciones de la primera palabra, al igual que el nacionalismo, son artefactos culturales de una clase particular” (Anderson, 1991:23)

Este autor despeja las dudas alrededor de cómo la nación se asocia a una determinada clase y a unos determinados artefactos a través de los cuales se trazan los límites y posibilidades con respecto a los ima-ginarios de poder, los que a la vez fungen como modos específicos de legitimación. Es una retórica o bien diríamos un discurso modelado por la letra y, en su propósito, estuvo siempre destinado a conformar ideologías públicas. Uno de los aspectos más importantes de esta re-presentación histórica, es que se visualiza la nación como un deber ser, el cual sería la imposición de un concepto de nación por parte de un grupo específico. Las características del estado-nación configura-do en el siglo XIX y parte del XX fueron la búsqueda de una unidad económica, de la unidad territorial y de la homogeneización étnica.

La estructura misma del estado/nación se configuró con estos pro-pósitos, en la que las políticas hacia los “otros” fueron un tema clave para eliminar la diversidad cultural que atentaba contra el proyecto de una nación homogénea, que debía estar integrada por criollos o mestizos. tales políticas contaron con una fuerte dosis de demago-gia, expresada en una retórica aduladora del pasado colonial como estrategia de las clases privilegiadas o particulares como dice Ander-

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son. Bhikhu Parekh (199�) en su ensayo El etnocentrismo del discurso nacionalista, define un modelo de modernidad (desde el estado) que bien puede ser aplicado a los propósitos de las elites latinoamericanas y nicaragüense de los siglos XIX y XX.

El etnocentrismo de este discurso es el eje que define las institucio-nes que se forjan luego de la independencia y, en las que tomó forma el binomio modernidad/colonialidad que a su vez legitima la relación de poder real y simbólico. Se crean los conjuntos de dispositivos so-cioculturales-letra incluida- que legitiman, brindan sentido y hacen posible la subordinación de los territorios “otros” y de esta forma se pone en marcha los designios de una cultura nacional o nacionalis-ta.

Esto supuso y ha supuesto la creación de un locus de prácticas de representación cuyos efectos consiste en presentar a los pueblos dis-tintos como el otro de la centralidad. Para Fernando Coronil es el otro de un ser occidental, partiendo de que lo occidental lo conforman la euronorteamericanidad y que los sujetos que crean y hacen circular los dispositivos en nuestros países luego de la denominada indepen-dencia son herederos de esa occidentalidad.

Un autor como Ángel Rama dirá que en América Latina es el ro-manticismo de cuño francés el que echará raíces de forma profunda. José Antonio Maravall afirma que la concepción gubernamental o para decirlo en términos ajustables la nación/estado que se hereda de la colonialidad/modernidad (Mignolo) es sujeto al encantamiento de la cultura barroca: “el pueblo no participa ni internaliza: es subyu-gado, conquistado, arrastrado por el flujo persuasivo de la retórica” �.

A esto podemos agregar la imposición que llevan a cabo los sujetos políticos desde la óptica del subyugamiento como afirma Maravall dirigida a producir espacios y territorios en una nación/estado que trataba de imponer su hegemonía a través de las regularidades ins-titucionales que se requerían para la construcción de su predominio. A este proceso podemos llamar “des-territorialidad” de los sujetos “otros”. Esto conlleva a una constante tensión entre homogenización y diversificación, por parte de los sujetos involucrados donde cada uno de estos elementos, explica los fenómenos de emergencia de nue-vos actores sociales y políticos, aunque al final sean sometidos y has-

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ta reformulados por la normatividad del Estado/nación como núcleo ordenador de la morfología sociopolítica/económica y cultural. Es decir, este proceso se lleva a cabo a través de eventos que ponen en crisis toda una serie de nociones asociadas a la identidad nacional y su anclaje en una territorialidad única, homogénea y que le sea am-pliamente controlable a la centralidad.

De ahí que el historiador Rafael Casanova Fuertes recoja en su tesis inédita una serie de levantamientos populares que se desarrollaron poco después de la independencia como protestas a la violencia que venía ejerciendo la centralidad nicaragüense en esta época en contra de las “otras” territorialidades o bien de las “otras” culturas. Casano-va Fuertes los ubica a inicios de 18�0 y cita ciertos documentos que, según su posición los textos historiográficos tradicionales “lo abor-dan de forma general” o en su defecto los omiten. Cabría aquí un guiño a Ranajit Guha y su prosa de la contrainsurgencia, asimismo una advertencia a las articulaciones y relaciones asimétricas creadas por estas acciones de sometimiento.

otro autor como de Sousa Santos llama a esto Sociología de las Ausencias: “Se trata de una investigación que busca demostrar que lo que no existe es, en verdad, activamente producido como no exis-tente, esto es, como alternativa no-creíble a lo que existe” (de Sousa, 200�:11-12). En la “producción activa de lo no existente” se resalta la intencionalidad de la parte hegemónica (centralidad nicaragüense) para subordinar la otra parte de la ecuación. Casanova Fuertes cita por ejemplo un documento de José María Valle uno de los rebeldes que, pese a todo habla por el “otro”, pues él es un sujeto que está fue-ra del mapa de “otrizado”, hasta el punto que el mismo Casanova le llama “paternalista y solidario con la población indígena” (Casanova Fuertes, tesis inédita proporcionada por el autor). El texto dice:

Preguntad a los infelices de Somoto Grande qué hicieron con los tristes indios los hombres de este gobierno cruel si no fue el tratarlos con el mayor rigor que jamás lo habréis visto, no por esto creeréis que me aparto de que sus planes malos no mereciesen un digo castigo. Pero no con tanta crueldad como lo hicieron, confiscándole sus cortos haberes y despojándolos de sus p.p. y sus madres de sus amados hijos y pasán-dolos a ajeno como lo hacía un jefe de Estado Mayor Juan Palacios. (Citado por Casanova Fuertes)

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Es notoria la posición de Valle en la que aprueba la reprimenda a los indígenas por lo que él llama “planes malos”. Como bien decíamos anteriormente él era parte de la centralidad y por lo tanto su posición es ambigua al respecto. Se puede entrever en su escrito un matiz de “representación social” de manera operativa, casi como una formula-ción sintética de sentido y abarcadora de los sujetos “otros” es, quié-rase o no, una forma de interpretación y simbolización de aspectos claves en referencia a lo social, es decir, cómo las palabras o imágenes “claves” dentro de los discursos de los actores sociopolíticos orientan y otorgan sentido a las prácticas sociales que esos actores desarrollan en relación con ellas, y son modificadas a través de tales prácticas.

No obstante, vale la cita para comprobar la arremetida de la cen-tralidad nicaragüense en contra de las “diferencias” de la época. Ade-más la “confiscación” de la que habla Valle no es nada gratuita en lo referente al control y la embestida que la hegemonía trataba de conso-lidar en contra de esos sujetos y sus posesiones territoriales. Podemos decir sujetos aun desprendidos y que Valle llama indígenas, los cua-les es obvio que, paulatinamente fueron subyugados. Asimismo en la obra citada se recogen otras rebeliones como la de los “Pichingos”, la insurrección indígena de Matagalpa de 18�� y, en una de ellas nos da una excelente clave de lectura vinculada a la mancomunión de la letra/polis que venimos sosteniendo en esta obra.

Casanova Fuertes habla de la mutilación de los dedos que se rea-lizó al secretario vitalicio de los alcaldes por que con “ellos cogía la pluma para firmar lo que aquellos creían contrario a sus intereses in-dígenas”. Puede leerse en este pasaje una relación entre modernidad y colonialidad. El gesto de “cortar los dedos” enfatiza en los patro-nes históricos de poder y saber (ejercicio de la colonialidad), el cual podemos conceptualizar como constitutivo —y no derivativo— de la modernidad y de las relaciones entre identidad y diferencia, metró-poli/periferia, capital/trabajo/letrado/iletrado/ conocimiento.

Esto nos remite a un evento de la colonialidad generado por un co-nocimiento occidentalista y autorreferenciado (eurocéntrico), el cual asume un carácter universal e igualitario, y que a su vez encubre su propia construcción histórica como conocimiento particular y, que para este caso, es nocivo para los sujetos subalternos, tal y como se puede comprobar en la cita anterior. Entonces se deriva que estos mo-

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vimientos estaban signados por “sectores golpeados por la represión política y económica de los funcionarios del gobierno”

Es así que continuando con la perspectiva de Ángel Rama esto de-muestra la relación entre la manipulación del poder y la letra sobre lo que luego se construyen formas discursivas sociopolíticas y cultura-les que terminan sometiendo a los márgenes. Entonces para en el caso de Centroamérica y, específicamente Nicaragua la seducción retórica es el significante letrado que circula por los artefactos culturales de la época lo que al final se consolidan por medio de un “observador imparcial” que a la postre determina las relaciones entre el conoci-miento/ideas/realidad/subjetividad. La nación/estado nicaragüense se apodera de sus sujetos (mismos/otros) al inducir la situación de receptividad para sus discursos legitimantes interconectando proce-sos de formación, sea por medio de círculos concéntricos de olvidos o bien de reafirmación o eliminación de determinadas peculiaridades.

El mismo Renan uno de los perspicaces occidentalistas ha dicho que los olvidos son fundamentales en la creación de la nación (olvi-dos como el de las rebeliones que apuntábamos en los párrafos ante-riores), lo que Michel Foucault tradujo como tecnologías del olvido. Es la evocación de una imagen atemporal de la nación que induce a amnesias histórico/culturales específicas, las que a la postre se insti-tucionalizan como la mitología del pasado de la nación y desplazan aspectos intolerantes de sus orígenes. Es por ello que estos imagina-rios hablan de una concepción nacional sacralizada y perfecta, casi como una comunidad eterna.

Diríamos que el Estado/nación moderno socialmente abstracto requiere individuos socialmente abstractos como su contraparte ne-cesaria. El Estado moderno elimina características individuales “con-tingentes” como status social, étnico y regional, religioso, siempre y cuando sean heterodoxos, lo mismo que a otras identidades y cir-cunstancias económicas. Dado que la igualdad se define en términos abstractos, el estado moderno se siente profundamente inquieto ante la presencia de comunidades religiosas, étnicas o de otro tipo capaces de introducir diferencias, subvirtiendo el principio de igualdad y es-tableciendo un foco de lealtad rival al Estado mismo.

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Es por ello que los dispositivos culturales/letrados son la forma más certera para la imposición de un orden de cosas, aunque estos dispositivos no fueran masivos. No obstante, estos son los que ve-hiculan una visión particular de la naturaleza y de la sociedad. Este mismo orden de cosas es el que luego se vuelve hegemónico y crea esa comunidad imaginaria que pasa a ser la calidad de nación que tomamos de Anderson. Es decir, que los dispositivos no crean la he-gemonía con sólo representar los intereses de los grupos dominantes, sino y sobre todo, por el hecho de configurar la realidad normal, lo natural y el sentido común.

Asimismo podemos citar a dos autores nicaragüenses como Nelly Miranda y a Alejandro Bravo quienes han reflexionado de la siguien-te manera este fenómeno:

“… La creación literaria ha monopolizado casi enteramente las repre-sentaciones del universo cultural, relacionadas con la recreación del imaginario colectivo nicaragüense. Los creadores literarios, a fuerza de generar elementos de identidad nacional, llevaron a la literatura a convertirse en agente de identidad” (Miranda/Bravo, 1995: 231)

Miranda y Bravo, desde una perspectiva que a nuestro juicio resul-ta pertinente, piensan en la dimensión discursiva de la literatura, asu-miendo los mensajes de la misma como configuraciones de sentido en las que están inscritas sus propias condiciones de significante. Esta anchura de la letra/literatura le permite establecer sus relaciones con otros sistemas (políticos, económicos, sociales, antropológicos, etc). Por ello el análisis de estas relaciones nos faculta el reconocimiento de los cruces existentes entre las necesidades específicamente simbólicas que satisfacen y construyen los imaginarios nacionales.

Hasta aquí el planteo nos permite considerar que ésta sería una de las tareas más amplias y urgentes del letrado, tanto en la época colo-nial, así como para el que surge luego de la independencia. “La vida intelectual quedó totalmente absorbida por la vida política”, afirma Constantino Láscaris� en tanto organizadores del estado huérfano e inventores de la nación. Enlazamos con Ángel Rama cuando afirma que desde “un buen trecho del XIX independiente, hasta la moderni-zación la función poética o versificadora fue patrimonio común de los letrados, dado que el rasgo definitorio de todos ellos fue el ejercicio de

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la letra... Además, agrega Rama, no debe perderse de vista su función de productores, en tanto conciencia que elaboran mensajes, y, sobre todo, su especificidad como diseñadores de modelos culturales, des-tinados a la conformación de ideologías públicas”

Es evidente que la letra, luego de la emancipación, se mixtura con la política para diseñar un plan creativo que abarcaría una diversi-dad de temas, que van desde la cultura, pasando por lo institucional urgente, hasta las mismas delineaciones emancipatorias pendientes. Se presenta en esta época un afán cognoscitivo en referencia al ima-ginario propio por parte de los letrados que los consigna a poetizar los sucesos más recientes, así como a tratar de modelar los sistemas gubernativos.

Es decir, que la consolidación de la identidad del centro implica la reificación de sus márgenes. Es precisamente ahí donde la situación misma de margen devela los sentidos que se ocultan tras la norma-lidad y donde se avizora el papel de los dispositivos en referencia a la conformación del Estado nacional y a su vez como forjador de alteridades.

Se parte aquí de la consideración del rol ambiguo que se les adjudi-can a los imaginarios en lo referente a la invención de la nación. De-cimos esto porque cuando los márgenes son viables para crear iden-tidad se les confiere alteridad y cuando se trata de homogeneizarlos se les niega. Entonces la invención de la nación y, en caso particular Nicaragua, se ha definido en contraposición a sus confines: a aquellas áreas geográficas habitadas por grupos aparentemente ajenos al or-den del Estado, esto referido al proceso de “centralidad” del territorio y del imaginario/nación, y cuando no, en homogenización de los mis-mos territorios e imaginarios subalternizados.

Este proceso se ha perfilado, siguiendo a un autor como Carlos Jáuregui, a través de las heterotropías o del conjunto de metáforas que designan estos territorios: fronteras, márgenes, territorios salvajes, de miedo, de nadie, zonas rojas, remotas. Bajo estas metáforas se puede descubrir una tara de colonialidad. De igual forma cuando estos lu-gares se “orientalizan”, en esta ocasión “sus gentes y sus paisajes”� se ven estetizados, erotizados, folclorizados, son lugares de ensueños, de misterios, de fantasías. Asimismo, para cargar otro concepto, po-

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demos hablar de heterotopías6. Ambos describen las imágenes y, en el caso del segundo el contexto que se ve configurado a partir de un conjunto de relatos que al final tejen una relación de intertextualidad o bien de interdiscursividad, pues los discursos acuñados metafóri-camente, luego se vuelven textos emblemáticos y las figuras se tornan hegemónicas dentro del entramado nacional.

Lo que entra en juego aquí no son solamente las categorías e imá-genes que han modulado este proceso, sino la forma en que estos y sus paisajes se producen como un contexto y la delimitación entre ambos. Estas categorías, imágenes, mecanismos y dispositivos defi-nen cuáles son los actores relevantes, cómo son y qué papel deben y tienen que jugar. A su vez dejan claro cuáles son las intervenciones posibles, legítimas y pertinentes sobre el territorio y los imaginarios que cohesionan este territorio, además de la administración de sus recursos y la organización del orden que debe ser impuesto y de qué manera se impone.

Dicho de otra manera, estos dispositivos en sus diversas narra-ciones, son el aparato efectivo para el control discursivo de la expe-riencia, máxime en un espacio en proceso de gestación como los lati-noamericanos, luego de la independencia y en búsqueda de cortar el cordón umbilical político, económico y cultural.

No obstante, esta es la parte por medio de la cual se inicia la violen-cia constitutiva (simbólica, política, social y epistémica) devenida de los sujetos políticos aplicada a estas tierras incógnitas. Dicho de otra manera, una vez reconocidas las tierras ignotas viene la imposición del imaginario desde la centralidad. La forma en que este se imponga o se aplique puede ser diversificada. Para el caso de esta obra nos inte-resa el discurso letrado, sin dejar de abordar otros, como dispositivo de imposición.

Se entiende, entonces, lo literario o más bien lo letrado, vinculado a la realidad sociopolítica, podríamos decir que se vuelve un activo aparato de producción/reproducción de imaginarios y por lo tanto de lucha ideológica. Siguiendo a Antonio Cornejo Polar afirmamos que la letra ha funcionado y funciona en América Latina y, en Nicaragua en específico, como estrategia de dominación, así como de construc-

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ción sobredeterminada de sistemas, convirtiéndose en un mecanismo de poder hegemónico y fundacional.

Si seguimos las pautas que Miroslav Hroch interpreta como fases de la construcción de la nación podemos decir que estas se expresan en lo que él llama el re-descubrimiento de la tradición popular: mitos, lenguas, costumbres que se convierten en sentimientos de unidad na-cional, como oposición a lo foráneo. Podemos asociar esto a lo que Ed-ward P. thompson denomina “costumbres en común” entendiendo este “común” como uno de los primeros pasos de la homogenización, aunque en este proceso se soslayen las culturas “otras”.

Luego Hroch habla de dos fases más en la cual apunta que, un con-junto de activistas, según su planteo, viabilizan la circulación de la idea nacionalista y, una tercera fase que señala que sería la de difun-dir esta idea en las diferentes regiones y sectores hasta que se vuelve general, esto a su vez, conforma la legitimidad de la idea de nación. o bien, diríamos, esto se unifica para crear el imaginario que envuelve los símbolos, íconos, estrategias y metáforas que conforman la idea de nación. En esta fase se manifiesta una dimensión valórica que existe antes del Estado y del sistema económico que lo sustenta, conforman-do un espacio, un territorio, una memoria colectiva y un sentido de comunidad, que precede al establecimiento de la institucionalidad del discurso público. Pero el discurso y el mito de la nación se ratifica en la historia, los medios comunicacionales, la cultura popular obser-vada con ojo de folclorismo, las comidas, las imágenes, los símbolos (la bandera), los paisajes (los lagos y los volcanes), los rituales, los discursos (1� y 1� septiembre, San Jacinto, Darío), etc.

Desde este punto de vista no hay que olvidar que el proyecto de construcción de las naciones latinoamericanas y, en particular de Ni-caragua, surge de un doble conflicto: rebelión contra la dominación española y el de la apropiación de esa rebelión por parte de las elites criollas. De ahí nace la necesidad de consolidar grupos urbanos, con-cretamente letrados, que fungieran como organizadores de esta vi-sión de las cosas: de la historia, de la geografía, en fin del imaginario legitimado con base en la dominación de las razas, es decir, del man-tenimiento del concierto colonial/nacional que a su vez determinan la voluntad de la racionalidad de la Nación como ente aglutinador. Es decir, detrás de la fachada homogenizadora en nombre del progre-

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so y el avance y, la consolidación de los estados independientes, se producen alteridades que a la postre caracterizan las dicotomías: ci-vilizado/salvaje/fuerte/débil/activo/pasivo/racional/irracional. Esto conlleva lo que Bourdieu llama el efecto Montesquieu, efecto simbóli-co que se produce cuando la racionalidad homogenizante encubre los proyectos de la imaginación social y los clasifica para su bienestar”. Se trata de un sistema de falsas dicotomías en la medida en que la relación entre ambas marcha bien.

tal y como expresamos al inicio, en el discurso letrado/poético/narrativo/histórico/cartográfico las diversas representaciones de este mito cultural conforman un espacio mucho más conflictivo, que es planteado por posiciones diversas que se disputan el terreno para mostrar su visión de la construcción y reconstrucción de la “comu-nidad original” y de la “comunidad imaginada”. Pues como venimos diciendo, en Nicaragua la poesía ha imaginado los procesos, los canta y los canoniza desde diversos planos, al menos desde el estético y el reflexivo.

Es este el procedimiento que usa José Coronel Urtecho en su texto Reflexiones sobre la Historia de Nicaragua cuando dice que:

“Desde el siglo XVI al XIX-una comunidad de creencias, ideas y cos-tumbres; una música, una lírica, un teatro callejero; un amplio reper-torio de cuentos, refranes y decires, con una forma particular de hablar el castellano; danzas y fiestas comunales religiosas y profanas; un arte, una artesanía y hasta una cocina de la región; todo un modo de ser y de vivir…en resumidas cuentas no era otra cosa que lo nicaragüen-se” (Coronel 2001:18, énfasis mío).

Coronel, no sólo recoge las narraciones que considera preponde-rante en la construcción de lo nicaragüense, sino que deja claro el proceso a partir del cual se construye el imaginario de la nación. El objetivo es problematizar el discurso histórico sobre la independencia y la colonia como períodos que se “comunican”. Se nota que Coronel obvia la relevancia de formas “otras” de “decir”, de poetizar, así como de crear refranes que no sean en “castellano”. Dicho de otra mane-ra, Coronel inserta en este párrafo lo que se ha venido denominando desde la época Romántica en Europa, la cultura popular en un afán de des/marginalizarla, cuando en verdad el párrafo no incluye lo que

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había antes de la colonia, esto lo digo sin ánimo de etnicismo, sino con el de tratar de construir un corpus social incluyente. Hay una voluntad de re-narrar el vínculo entre lo hegemónico y lo subalterno, pero con sesgos de marginamiento, podríamos decir, sin abandono de lo que Ranahit Guha llama disglosia: una lengua para el prestigio (castellano-español) y otras que no se mencionan que sería para la marginación.

No obstante, esta dicotomía que se puede interpretar en el párra-fo escrito por Coronel y que se puede resumir al castellano/lenguas autóctonas, por ejemplo, es necesaria analizarla en base a lo que Be-nedict Anderson denomina carácter textual de un idioma. Es decir, cómo el latín fue perdiendo territorialidad prestigio y textualidad en relación a lenguas como el español o el francés. Para el caso América Latina, Centroamérica y Nicaragua es: cómo las lenguas indígenas no consiguieron textualidad y cómo el castellano invadió la oralidad y asentó su textualidad con la poesía, el periodismo, la novela y la historia para convertirse en el idioma nacional/oficial. Un idioma subalterno7 y que a su vez subalterniza, un idioma que exhibe y dis-cute simultáneamente su propia legitimación, la discursividad o la calidad de nación. En este sentido es que codifica y prestigia no sólo un entramado para la nación, también estrategias y vehículos para narrarla: un sistema de tópicos, tropos, imágenes y destrezas narrati-vas que resistieron la repetición y el desgaste de sus contenidos ideo-lógicos excediendo las fronteras del marco y los géneros letrados y albergándose en el imaginario nacional.

Asimismo la “filología nacional”8 ha construido una caracterización centralizada en acumulaciones de vocablos y significados guiados por la aspiración de la totalidad y el reconocimiento. En teoría, estudiosos como Alfonso Valle, Carlos Mántica, Carlos Alemán ocampo y Fran-cisco Arellano comparten comúnmente una veta coroneliana que se desprende quizá de ese “castellano particular” en el que se piensa y se habla desde la colonialidad lingüística.

El mismo Valle lo ve de esta forma:

“Fue en los albores del Siglo de Oro que los conquistadores hispanos se enseñorearon de Nicaragua y de otras regiones de América...echaron los cimientos de las actuales nacionalidades indohispanas, y como he-

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rencia de imponderable precio nos legaron su idioma, el castellano, el más sonoro, el más armonioso, el más vibrante, dulce y expresivo que hayan hablado los hombres” (Valle, 1972:7)

Mediante el establecimiento de una clara diferencia colonial este autor y más adelante lo harán Francisco Arellano, Carlos Mántica y el mismo Alemán Ocampo como parte de una serie de “filólogos” en nuestro país justificarán la empresa colonial y crearán una especie de centralización lingüística. Estos señores articulan un vínculo entre el conquistador/conquistado en el cual el último es una forma inacaba-da del primero, en tanto el primero deglute al otro. Alemán ocampo ha resumido hasta el período de 1�2�-1��� como los “años determi-nantes para la formación del habla nacional” 9.

Así, la determinación lingüística determina la nacionalidad , en un acto de borramiento de las otras formas de lenguas que los mismos españoles encontraran en estos territorios. Esto permitió instituir el conocimiento válido, verdadero, legítimo y necesario para crear y re-producir este mecanismo de jerarquización y marginamiento de for-ma simultánea.

El mismo Valle afirma:

“Los indios no lo aprendieron: cuando más, lo aprendieron mal. En Nicaragua hay cinco regiones pobladas de numerosas tribus autócto-nas, donde nunca se habló el castellano y donde nadie nunca ha ido a enseñarlo. A los criollos y mestizos, descendientes de los colonizado-res les tocó recibir, conservar y perpetuar el precioso legado” (Valle, 1972:7-8).

Hay ahí un planteo de glotofagia por parte de los “filólogos” pues el idioma de los colonizadores se debe imponer a las “tribus” como forma de deglución del otro. Así una lengua representa (castellano en este caso) el despliegue acabado de la madurez racional y de la es-tética relacionado con lo “vibrante” y “sonoro” del mismo, en contra-posición al balbuceo de las tribus nicaragüenses. Quiérase o no hay una negación de la lengua de los otros. Esta negación constituye el basamento de la superioridad y la subalternidad, de la colonialidad/ conquistadora/ hegemónica de un locus sobre otro que se conforma-ría apenas en un no-lugar.

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Para citar al mismo José Dolores Gámez de quien ya hablamos en el primer capítulo, este será aún más contundente cuando se trata de canonizar una lengua y subalternizar o más bien erradicar otras: “¿Queréis dar unidad a nuestra especie? Pues, bien generalizad ante todo un solo idioma y estirpad los dialectos” 10

El idioma o la lengua como compañera del imperio o en este caso de la modernidad/colonialidad heredada por los letrados nicara-güenses. Es notoria en las afirmaciones de Valle y luego de Gámez una determinación en la cual el castellano define y respalda el poder de la metrópoli. De ahí que nuestra “filología nacional” defiende y purifica el castellano con una fuerte aspiración a la fijeza semántica y lingüística en un plano clasificatorio asimétrico de producción, con-sumo, distribución y circulación de bienes o productos culturales. En este sentido es la ciudad letrada que se impone a la ciudad real-oral, a la ciudad palabrista (el campesino utiliza mucho la frase vamos a palabrear, como sinónimo de fijeza textual en los asuntos fundamen-tales de la vida cotidiana) De esta forma se presenta un sistema que bipolariza: literatura/oralidad/letra/voz/culto/popular/hegemó-nico/subalterno/elite/folklor/centro/Estado/tribu. Pese a que en un inicio hablábamos de una cultura callejera (caso de Cleto ordóñez, véase capítulo I), ese adjetivo que populariza o más bien “periferiza”, era complementado con el término escrito también, es decir, ambas formas se acopiaban como nódulo único de circulación.

Entonces Coronel Urtecho re- configura, al menos en este párrafo, al igual que en otros, lo mismo que Pablo Antonio Cuadra, el filólogo Valle, Arellano, Mántica y la gente de la vanguardia nicaragüense, el ego conquiro como bien lo plantea la escuela decolonial, como la dimensión exacta de colonización en América Latina (para el caso de Coronel es Nicaragua). De ahí que el autor retoma la denominada cul-tura popular de las regiones nicaragüenses, creando una especie de expropiación del simbolismo y de la existencia saludable de lo popu-lar: del volk, del narod como representantes de una cultura que funge como elemento que consolida los parches culturales que necesita el discurso nacional para funcionar.

Las afirmaciones vertidas por Coronel Urtecho arcaízan e ideali-zan “las costumbres” la “forma particular de hablar el castellano” para contextualizarlo y valerse de la fuerza popular de las mismas

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para incluirlas, diría Rama, dentro de la ciudad letrada. Lo que indi-caría una forma otra de colonialidad, pues las diferencias que Coro-nel incluye por medio de una frase como “forma particular” mediati-zan el discurso hegemónico del imperio español primero y luego del criollo/mestizo dimensión en el cual se insertaría el mismo Coronel.

Se lee, a partir de estas afirmaciones el poder de hegemonía de las lenguas coloniales en el campo epistemológico y de la producción simbólico-intelectual.

Walter Mignolo lo ha descrito muy bien cuando afirma que:

“El pensamiento se da a través de quienes están en posibilidad de pro-ducir conocimiento en un momento histórico, desde un espacio y sen-sibilidad, y, desde una lengua en particular porque el conocimiento lo determina en gran medida el idioma que lo produce”.

Es así que el español en Nicaragua se tornó la lengua de la moder-nidad/colonialidad y ejerce una hegemonía como lengua del conoci-miento y la literatura nacional. Es esta una colonialidad/lingüística. En este sentido el Canto de los Nicaraguas que se toma como uno de los primeros textos poemáticos producidos en nuestro país no se dio a conocer a través de su lengua, ni por medio de su formato, sino a través de las mediaciones lingüísticas de sus intérpretes letrados. (Ver Nueva antología de la poesía nicaragüense, Editorial Pez y la Serpiente, 1972)

Así que los síntomas letrados y la literaturalización de las expre-siones “otras” juegan un papel fundamental en todo el proceso de la colonialidad del poder, de la geopolítica del conocimiento y de la consolidación de la homogeneidad nicaragüense.

Pero ¿cómo participa el siglo XIX fundacional dentro de la confi-guración de la filología y la lingüística nacional, disciplinas que le brindan fijeza al español/letrado y subalternizan no sólo los otros idiomas, sino las formas “otras” de expresarse? Jorge Eduardo Arella-no dirá que Juan Eligio de la Rocha11 a mediados del siglo XIX, será el “primer nicaragüense que valoró nuestro folklore y llegó a rescatarlo de la tradición oral”, lo mismo que “el primer investigador de nuestras lenguas indígenas”.

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Debemos acotar en esta afirmación al menos dos claves de lectu-ras alrededor de la lingüística y/o filología nacional fundacional: que “rescata de la tradición oral” y que “investiga” las lenguas indígenas. En base a ello diríamos que estas disciplinas apoyan los anagramas de las políticas de identidad nacional desde que fija para este caso en el estudioso Eligio de la Rocha el rescate y la investigación de dos productos en vías de extinción y que necesitan la episteme colonial/moderna para ser “re-ubicada” en el espectro de los vehículos mar-ginalizados. Hay, entonces en esta labor de “rescatar” e “investigar” una misión civilizadora de “mejoramiento” insuflada por el intelec-tual colonizado y, por medio de métodos coloniales.

Por ello vale citar a otro letrado que ha legitimado el canon nicara-güense como lo es Pablo Antonio Cuadra quien a la vez fija dentro de esta misma línea estratégica, en un prólogo del libro El Habla Nica-ragüense de Carlos Mantica12 a quien le llama continuador de Alfon-so Valle. Pablo Antonio Cuadra elogia la tesis, en el prólogo aludido del náhuatl oculto. No obstante, lo mediatiza y lo niega a través del mismo castellano, pues realmente se “habla en náhuatl hablando en castellano”1�

De igual forma en este mismo prólogo PAC refuerza su planteo de afán hibridizante, de dualidad literaria o de universalismo cultural. Afirma que la “Vanguardia es el fruto de la primera juntura: búsque-da consciente por la literatura culta de la literatura del pueblo…ese náhuatl oculto bajo las galas del más sublime castellano”1�. De ma-nera que podemos decir, si leemos bien esa “búsqueda consciente” y “las galas del más sublime castellano”, que hay un posicionamiento a lo cual Ángel Rama llama: literaturas-madres. Es decir, el planteo pabloantoniano es el del nacionalismo vs. localismo/provincialismo. Esto nos habilita a recurrir a un formato en el cual afirmaremos que PAC reduce las literaturas al fenómeno transculturador y disglósico en el que una cultura deglute a la otra.

Lo mismo afirma Joaquín Pasos1�, otro vanguardista, cuando dice que “la lengua nicaragüense no es la india, sino la española. Mejor aún, la española predominante con los resabios indígenas”. Este hi-bridismo, que los vanguardistas nicaragüenses llamarán mestizaje es el pretexto que contiene un énfasis claro en “localizar” los flujos de la nacionalidad en la conquista o en el conquistador/colonizador.

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Se entrevé una atención persistente al colonialismo y al uso de las categorías “razas”, “etnias”: español/indígena/mestizo/criollo como criterio fundamental para la distribución de la población en rangos, lugares y roles sociales (Quijano).

Por eso no sorprende el tono nostálgico que el mismo Pasos con-ferirá a sus afirmaciones: “¿No sabe usted dónde está nuestra tradi-ción? Según lo expuesto, Nicaragua con su verdadera esencia viva, vivió durante el tiempo de la unión del español y el indio, es decir, en la Colonia”. Nótese la añoranza por el pasado. El mecanismo o lo que Foucault llama las tecnologías o gesto del discurso cuyo referente “nación” son un tiempo (Colonia) un espacio (de hibridación) y unos personajes (conquistadores/colonizadores).

De las mismas reflexiones de Pasos inferimos una reelaboración del discurso fundacional que se preocupa básicamente por definir es-pacios, héroes y tiempos particulares y a la vez crear una asociación de imágenes con una lengua. Así diversos textos literarios, artículos periodísticos, históricos determinan las particularidades de la nación. Esto en un continuo proceso, como lo harán y han hecho el mismo PAC y sus continuadores lo repiten en un afán de consolidar la ima-gen definitiva de la nación. Es así que Conny Palacios16 habilita a PAC no a “cantar la patria, sino a fundarla” para serle fiel a sus axiomas.

Existe en esta tajante afirmación de PAC y refrendada por Palacios y Jorge Eduardo Arellano un cercenamiento en lo que respecta pen-sar la diferencia de la colonialidad/modernidad. Erradican en el acto fundacional protocolario, según Arellano, al decir que Poemas Nica-ragüense funda la poesía nacional en Centroamérica y que Palacios lleva al extremo de erigir en fundante de la nación, centrando enton-ces en la poesía pabloantoniana y por ende en la literatura nacional, una maquinaria que transforma diferencias en valores (Mignolo)

El español se vuelve en Nicaragua la lengua con el contrato y el peso cultural por antonomasia hasta que penetra en el conflicto dis-glósico- mediador tanto desde la dimensión escrituraria, así como desde la palabra misma. En una de las abarcantes y autorizadas an-tologías de la poesía nicaragüense preparadas por el equipo de la Re-vista del Pez y la Serpiente17 se incluye, pero de forma mediatizada la literatura indígena nicaragüense.

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Es notorio, en el caso de esta antología, que se obedece a una pers-pectiva de autodefinición: los integrantes del equipo convencidos de su lugar de herederos y co/fundadores imponen sus gestos y gustos para demostrar la tradición no sólo de la lengua, sino al género como “el árbol formado en una de las comarcas de América más rica en poe-sía” (véase introducción a la nueva antología de poesía nicaragüense, organizada por la editorial el pez y la serpiente 1972).

La centralidad representada por la literatura culta de la Vanguar-dia Nicaraguense18, la cual es la orientadora y a la vez articuladora del discurso unificador, termina absorbiendo lo popular de esa “otra” forma de hablar el castellano. Ahí se constituye un patrón de poder guiado por la interpretación del centro y en el que a cada una de las literaturas se le asigna su función. Diríamos que PAC legitima una asimilación y una reorientación por parte de la letra/culta con res-pecto a lo popular. Ahí hay una re/fundación de lo nacional/literario, hibridizados, según el planteo de PAC, en un criterio más amplio que sería la consciencia de su mestizaje, soslayando incluso, las relacio-nes/distinciones entre la diversidad y las diferencias culturales.

La absorción de una literatura por la otra como lo plantea PAC es lo que Rama denominó “fortalecimiento del modelo por las humildes producciones orales de las culturas rurales, pues para él, la concep-ción de lo nacional se acrecentó con el ingrediente de lo popular”, es a partir de esto que se diseña una nueva forma de clasificación y naturalización de los intersticios que al mismo tiempo facilitan el pacto del intercambio y las inclusiones arbitrarias letra/oralidad en el entramado nacional.

Esto modifica el habitual manejo de las concepciones literarias por parte de la Vanguardia en este caso y sus continuadores. Por ello crean un deslizamiento que deriva “en el poeta que tendrá su cora-zón en la verdadera Nicaragua de la Colonia, mientras sus poemas especulan, con ese fondo, en las formas modernas en busca de un recipiente apropiado o adaptable al alma nacional”. Ahí se lee dentro del canon poético, defendido por Pablo Antonio, una incorporación totalizante de la cultura debido a su prestigio fundacional, retrotraí-do de la colonia y adaptado a las formas modernas, que no es más que la absorción del discurso oral/popular por parte del denominado Banquete Canónico.

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Pero es más alarmante aún que los continuadores de las ideas de la vanguardia no se plantean aun las posibilidades de un proyecto que visibilice nuevos modos de construir y posicionar otras subjetivida-des (léase culturas, letras). Es así que Erick Blandón descubre en un artículo de Julio Valle Castillo en pleno siglo XXI un pastiche de los posicionamientos del mismo Coronel Urtecho y una apoteosis en el que no deja margen ni agenciamiento a esas otras subjetividades de la cual venimos hablando en esta obra19.

Similares argumentos se pueden entresacar de una obra escrita por otra de las personalidades filológicas nicaragüenses como Francisco Arellano oviedo. Su obra Diccionario del Español de Nicaragua es una continuidad de esa “forma particular de hablar el castellano” (es-pañol) y en cuyo prólogo otro letrado consagrado afirma:

“primero que nada, queda patente en estas páginas que tenemos una lengua nicaragüense, el mejor de nuestros patrimonios culturales. Un español con su propio color y sus propios matices, que es el fruto de varios siglos de mezclas, sumas y contradicciones que han venido a dar fusiones esplendentes. Ya venía el español de la península ibérica teñido de griego y de latín” (En Diccionario del Español de Nicara-gua, 2007: 7)

Es notoria una consagración narcisista de una lengua nacional ba-sada en la disglosia y la hibridez ramplona convocada en las “mez-clas, sumas y contradicciones” por medio de lo cual se trata de erigir una metáfora de armonía. Aquí el letrado nicaragüense ya no puede colocarse en la frontera o en el límite de los desafíos, pues la lengua desplaza esta situación a la solemnidad de los “patrimonios cultura-les”. Hay en esta perspectiva que venimos señalando desde los funda-dores de la filología nacional una posición de obliterar la dimensión trans-ontológica, lo mismo que la subjetividad estructural de otras lenguas que desde la constitucionalidad primigenia le ha sido nega-da. Habría que recordar que en un período de nuestra historia hasta el inglés fue impuesto como lengua oficial20. La articulación de este asunto pone en juicio, no sólo los modelos sociales o las concepciones lingüístico/céntricas, sino también las bases de una estrategia que es-conde en sí un sustrato de la colonialidad del saber en específico, pues por medio de expresiones como estas o de textos canónicos como los

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que se citan en la nota 8 de este capitulo, se despliega un control de las lenguas o bien de las formas disímiles de hablar en nuestro país.

Llama la atención que este mismo letrado se haya erigido a través de un reciente texto21 en arqueólogo de la cultura negra en nuestro país y lo que hace a través de esa publicación es revelarse como “cro-nista” o “viajero” ficitivo heredero de la modernidad/colonialidad ya figurada por la misma gente del grupo de la vanguardia nicaragüen-se. En esta obra es imposible leer preguntas de cómo las lenguas de estos pueblos perviven nada más en “sus hogares, reservando el espa-ñol y el inglés para el trabajo, la escuela y la comunicación” (En identi-dad cultural Mayangna, Luis Hurtado de Mendoza, CIRA, 2000:�).

Mendoza en el texto citado en el párrafo anterior nos brinda una clave de lectura de dominación/conflicto, articulada básicamente en función y en torno a los forcejeos por el control de la identidad y en el cual es obvia la desventaja de las lenguas étnicas. Ahí se entrelaza la subalternización de las lenguas desde el momento que, pese al multi- lingüismo señalado por Hurtado de Mendoza, afirma también que los sujetos étnicos en Nicaragua “prefieren enfáticamente hablar su propia lengua”, aunque lo hagan privadamente o en sus “hogares”.

En este contexto es importante la vinculación de la lengua oficial en Nicaragua (español, castellano nicaragüense) con Grecia y Roma, en el párrafo citado, escrito por el letrado nicaraguense como esen-cias inmediatas de la occidentalidad o como legitimación de la “ro-manidad”, latinidad continuando un patrón particularista de la len-gua como fenómeno de hegemonía o identidad. Sería, siguiendo la occidentalidad heiddegariana, la concentración del Ser en base a los atributos ontológicos de le lengua que, decidida y decisivamente debe subalternizar o absorber a otros para declararse Centro iluminador.

Esto nos remite a la idea de que este discurso depende de la fijeza presente en la construcción de la otredad (Bhabha). Es por ello que el estereotipo, las caracterizaciones y clasificaciones son las mayores estrategias del discurso colonial/moderno, es una forma de controlar el desplazamiento entre lo que siempre está en su lugar y lo que debe ser vigilado y clasificado. Esto es lo que asegura la fijeza del estereoti-po aún en coyunturas y contextos distintos.

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Es necesario decir que el acto de independencia fue un acto de con-trarrevolución. Las luchas sociales, agrarias, en nuestro país, como lo demuestra la lucha indígena de 1881, siempre llevaron una dirección a establecer un orden en cuanto a la tenencia de la tierra nada más22. Con el nacimiento de la Nación, la asamblea Constituyente excluye los otros idiomas, así como los elementos jurídicos que apoyaban a los indígenas en Nicaragua. Además el criollo independentista y el mes-tizo excluyen el lenguaje del indígena y adoptan el del peninsular.

Esto simplemente quiere decir que el mestizo niega la cultura indí-gena y negra, lo que imposibilita pensar que hubiese una transmisión y continuidad con esa cultura, y que más bien se dio un corte que des-de el nacimiento del Estado-Nación, ha sido condición para que esta cultura sea algo externo. En el Estado-Nación nicaragüense, nadie es depositario de las otras culturas, estas quedarán como fenómeno ex-terno, marginado y desconocido.

Este mismo Estado-Nación adopta como patrimonio, irónicamen-te, lo que es también patrimonio de veinte naciones más, el español, y cuando trata de definir lo nicaragüense a partir de “expresiones típi-cas”, éstas son ya nacidas de la lengua española y la relación de éstas expresiones siempre será con el náhuatl, el lenguaje (para extranje-ros) o dialectos que están excluidos de la Constitución. La realidad es que desde el siglo XVI, muchas lenguas nativas contaban con su pro-pia gramática, mucho antes que algunas europeas. Se supone que la irrupción y expansión capitalista europea (española para Nicaragua) tuvo como efecto el despojo de tierras comunales, y los indígenas pa-san de un plano de lengua a uno de dialecto, pues el único “patri-monio cultural” vigente seré el español, tal y como lo corroboramos en esta obra, todo por medio de la cristalización del castellano y sus productos y prácticas discursivas.

Es decir, empieza a funcionar la máquina de producción de dico-tomías hegemónicos/ subalternos y en la cual el castellano gana y las lenguas “otras” se inutilizan. Así los textos filológicos que se institu-yen en clave de gramáticas y las constituciones como objetos letrados, escritos en castellano, reglamentan, norman y emplazan los marcos del sujeto-ciudadano que será reconocido en el nuevo proyecto nacio-nal. Es necesario aquí acentuar en la constitución por antonomasia por ser, según los historiadores la que funda u ordena la república:

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la de 18�8, la cual en cierta medida tiene las mismas pautas de la leyes o edictos legalizados por el primer jefe de estado de Nicaragua, Manuel Antonio de la Cerda promulgados el 2� de mayo de 182�, en la cual hacía énfasis en la instrucción y los buenos modales. La de 18�8 no sólo consigna el castellano como idioma nacional, asimismo agrega que “los ciudadanos deben tener algún grado científico, buena conducta, y teniendo una propiedad que no baje los cien pesos” (En Levy, 1976: 260)

La constitución se vuelve un aparato homogenizador, excluyente a la vez y forjador de particiones en el cual se debe ser semejante: ha-blar en castellano, además hablarlo bien, al igual que perseguir bue-nos modales y tener grados científicos para reconocerse y ser recono-cido como ciudadanos. Las constituciones como entes regulatorios y modelizadores de lo que se es o no un ciudadano nicaragüense, tanto en esa época, al igual que hoy. A esto le debemos agregar la normati-vización y legitimación de la lengua a través de la cientificidad de los estudiosos o de los dueños del logos, como lo diría Franz Fanon. todo devenido de los textos que canonizan (manuales, diccionarios) con qué lengua y cómo nos debemos comunicar.

Exclusión patrimonial, paternalismo de Estado tomista-corpora-tivo, poder cacical, idolatría de lo inexistente como sentimiento que da sostén a la conciencia “nacional”, sectores de población dominante que ejercen diferencias, exclusiones y poder para ilegitimar; esto y más nos dice que el orden colonial no ha desaparecido en su totalidad en la actualidad. Sabemos que la identificación de Estado y Nación, es una invención moderna. En América Latina, la aparición de la Na-ción precedió al Estado. En nuestro país, es una idea en la población criolla, su necesidad de independencia económica es primera y la so-beranía política de la Nación es posterior.

Concomitantes con el nacimiento del Estado en Centroamérica, aparecen los conceptos de “nacionalidad”, “nación”, “cultura” y “na-turaleza”, con sentidos interrelacionados; es decir, que existía un na-cionalismo político con un sentido funcional y pragmático en cuanto a la promoción de una forma de Estado-Nación que se batía entre a la anexión a México, anexión a los EU, ser fiel a la federación (nación centroamericana) o bien emanciparse totalmente, en lo cual se termi-na desembocando y, a la vez, un nacionalismo de carácter cultural,

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acentuando rasgos más emotivos y comprometidos, como artefacto o vehículo al servicio de la vida política.

E ahí nuestra intención de indagar en la génesis e institucionali-zación de la interpretación de Nicaragua y de las ideas relacionadas con su carácter nacional. Es así que mirar, leer, representar e inventar Nicaragua será preocupación, desde esa época, tanto de escritores, ar-tistas, intelectuales o más bien tendría que decir letrados, incluyendo la política. Ellos harán las pertinentes indagaciones sobre la relación entre el pasado del país, la identidad del pueblo y la política para vol-verla una especie de ideología nacional.

Es por ello que tanto la letra/política, lo mismo que las imágenes creadas por ambas narraciones se consideran un legado histórico na-cional cuyo desarrollo se encuentra estrechamente vinculado al po-der político y a la institución que lo encarna, el Estado. Esto sería, una construcción cultural del Estado. A esto podríamos agregar que el origen cultural y las preferencias ideológicas de los creadores (con-tinuadores tendríamos que decir en el caso de Centroamérica) de las instituciones del estado son tomadas de los criterios epistémicos de-venidos de la modernidad/colonialidad. Se patentiza aquí la fijación de las expediciones de “descubrimiento” en un ámbito de coloniza-ción hacia dentro y, en la cual se pone en evidencia la constitución del mito de la modernidad y el empirismo del sujeto que produce conocimiento y que, por lo tanto crea instituciones. Este trabajo tiene entonces por objeto el estudio de la construcción del canon letrado/cartográfico nacional, construcción que se origina en el siglo pasado pero cuyos resultados nos han dejado con unas ideas, todavía en gran parte vigentes.

Así, la invención de Nación, es la del desarraigado, del criollo que no siente que tenga algo que lo ligue con las comunidades indígenas. El inventa un Estado-Nación, donde mejor se siente, como “realidad imaginada” y parte de su interés es marcar las diferencias entre las etnias, a las que trata de eliminar una vez constituido (mestizos y criollos la imaginan y borran jurídicamente al indígena y los otros) su Estado. Una de las formas más claras de marginalización es la subal-ternización de la lengua, cuya pauta se la confirió la colonialidad/mo-dernidad lo que a su vez implicó una dependencia histórico-estruc-tural por parte de las culturas “otrizadas” debido al monopolio de la

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oficialidad, de la institucionalidad. Esto les forzó a aprender la letra del neo-colonizador (Rigoberto Menchú para el caso de Guatemala lo deja claro este asunto en su testimonio Me llamo Rigoberto Menchú y así me nació la conciencia y, para el de Nicaragua los pueblos de la Costa Caribe que se ven obligados a aprender el español para tener acceso a la educación, entre otros asuntos, esto sin contar como lo dice Jeffrey Gould zonas indígenas nicaragüenses que, diríamos se han modelizado) y se vieron atrapadas en un patrón epistemológico impuesto como racionalidad instrumental.

2.1. La Noruega de la literatura: juegos de periferización

Es un culto imaginado que expresa la Nación y la crea a la vez, es de aquí, que nace lo que hoy es lugar común, pero fuerte realidad también: una cultura “nacional” como le llama la gente de la van-guardia, como una realidad por descubrir o una creación imaginada nada más. Bien visto, el proyecto nacional de la cultura conlleva, des-de la emancipación, un designio que conduciría a la creación de una “literatura nacional” que persiste en Simón Rodríguez, Juan Cruz Va-lera en América y, específicamente en Centroamérica y Nicaragua “la pléyade brillante de hombres de genio fue absorbida casi totalmente por las tareas gubernamentales”, afirma Jorge Eduardo Arellano.

No obstante, el mismo Arellano dirá que esos mismos hombres públicos dejaron muchas páginas “constructivas”. Un verdadero re-pertorio genérico: crónica, fábula moral, geografías, leyes de instruc-ciones públicas, memorias políticas, todo ello característico de las formaciones nacionales nacientes. Irónicamente, en pretensión de la letra/literatura en Nicaragua ésta ya había sido refrendada aún antes de la independencia con lo de “Noruega de la literatura” 2�.

Tendríamos que realizar una inflexión en lo que respecta a este epíteto en tanto que Noruega, no pertenece a una clasificación euro-céntrica espíritu que, desde esa época alimentaba las comparaciones de los contextos y circunstancias de los países emancipados. Será Francia, Inglaterra y los mismos EU los modelos que adoptarán luego de la independencia nuestros países y no exactamente, Noruega, Ru-sia o Portugal para mencionar tres de las nacionalidades que caben en un marco mismo de marginación eurocéntrica, como lo deja claro

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Leopoldo Zea en su texto Discurso desde la Marginación y la Bar-barie2� .

octavio Paz llega a denominar a esta situación “período simiesco del afrancesamiento”. Para este autor, luego de la independencia, hay una irrestricta imitación de los modelos europeos, extranjeros, los cuales no incluyen a Noruega, que, convierten a nuestros países en colonias espirituales. Se produce una absorción más libre y azarosa de la modernidad/colonialidad o de la imperialidad como Centro por el cual irradian los saberes y hasta los valores.

De la situación descrita se deduce que la “Noruega de la Literatu-ra” encierra representaciones de las razas, las nacionalidades y latitu-des como parte de estrategias hegemónicas de los textos, fundadas en sus propias epistemologías. La producción teórica, o más bien discur-siva, que se desprende de Noruega y por extensión de Nicaragua, en apropiación del régimen traslaticio citado por Arellano, no constituye una centralidad como la que confiere Francia, Alemania o Inglaterra y más bien se podría clasificar como modelo de no construcción de literatura significativa.

Hay una doble marginación cuyo correlato es un país que no con-ceptualiza con los legados del discurso letrado que se estudia en los centros de estudios americanos y por ende centroamericanos: Con-dillac, Voltaire, Rousseau, entre otros. Es decir, la razón moderna de la época cuyas prácticas cognitivas, teóricas y políticas se bucean en Francia, en Nicaragua está deslocalizada, aunque el reconocimiento exalte al historiador literario, pues es la justificación de la entidad cul-tural que luego se impondrá a las masas no-letradas, en tanto y en cuanto, sujetos que conformarían la comunidad imaginada.

Cabría aquí una cita de Erna von der Walde:

“Esta es una manera de “pensar” la literatura en la que se implica otras condiciones calificativas. Una de ellas es la noción determinista de que a un cierto desarrollo social le corresponde uno literario. Pues el prestigio de las letras europeas, elevadas a modelos absolutos, viene acompañado de una teoría del reflejo: las letras reflejan el estadio socio-económico y político de una cultura. Y ya sabemos que la modernidad europea se va expandiendo, en el siglo XIX, como modelo de desarrollo

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y progreso en todo el mundo. Bajo esta noción, las letras latinoameri-canas se miden desde el progreso, desde el grado de desarrollo que de-bieran alcanzar frente al de las letras europeas. El modelo europeo rige también cuando se utiliza la noción de imitación. La idea de lo nuevo atraviesa las letras europeas desde el siglo XIX. La novedad, en todas sus aceptaciones, es el motor de la sociedad moderna. La renovación constante en las ciencias, la economía y la mercancía, son las señales del progreso. La civilización moderna se autodefine como lo dinámico, lo que está en movimiento. La coordenada en la que se mueve es el tiempo, a diferencia, según su propio discurso, de lo no moderno, lo primitivo o lo bárbaro (que será rechazado o exaltado según la fracción a la que se pertenezca), cuyo valor es el espacio y que se presenta, ante el ojo europeo, como algo constante e invariable: el “otro” desde donde mide su avance”.25

En este sentido los creadores de las nuevas naciones americanas tomaron gran parte de su arsenal ideológico de lo que Harold Bloom ha defendido como canon occidental. Estas ideas, ya desde su origen, se postulaban como universales. No obstante, partiendo de la aseve-ración de “Noruega de la literatura” se revela un trastrocamiento en el que se le adjudica a Nicaragua un nivel de desarrollo fuera de la ratio eurocéntrica. Es una forma de pensar la literatura en la cual se redistribuye la labor letrada en base a lo exótico, a lo desconocido y fuera de la centralidad.

Jorge Luis Borges en un texto fundamental y erudito sobre el estu-dio de las literaturas germánicas, además de dejar claro la influencia de la Germania sobre la cultura escandinava, incluyendo a Noruega, deja claro este asunto:

“Como los hombres, los pueblos tienen su destino. Tener y perder es la común vicisitud de los pueblos. Estar a punto de tener todo y perderlo todo es el trágico destino alemán. Más extraño y más parecido a los sueños es el destino escandinavo. Para la historia universal, las gue-rras y los libros escandinavos son como si no hubieran sido, todo queda incomunicado y sin rastro” (Borges, 87).

Se percibe en esta cita de Borges una forma de la idea misma de occidentalismo, de la construcción de occidente como el sí-mismo, y del resto del planeta como la otredad, diría Mignolo. Como señala

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Enrique Dussell, el origen de la modernidad, la construcción de una identidad europea, la constitución de un falso occidentalismo hege-mónico, fue sólo posible mediante la invención de un “otro”, ubicado en un plano de inferioridad material y cultural, como legitimación de la supuesta superioridad civilizatoria del colonizador, es decir, y quie-ro resaltarlo bien, del exterminador blanco, racista y patriarcal. Esta-ríamos ante un jalón decisivo en esa “galería de espejos deformantes” (Fontana, 2000) de un “otro” bárbaro, rústico o bien no- existente, se-gún se deduce del texto Borgiano, hereje, salvaje-caníbal, primitivo, mujer, homosexual, judío, musulmán, etc. que ha sido la Historia Uni-versal unilineal. No es gratuita la inclusión de la categoría de Historia Universal en Borges lo que refrenda el sentido hegeliano de principio universal que ha primado en la razón histórica eurocéntrica, la cual guía el epíteto de “La Noruega de la Literatura”.

Lo primero que habría que aclarar, sin duda, es qué es esto del “principio universal” que funciona como sujeto -en el sentido grama-tical del término- en el planteamiento hegeliano en cuestión. Cuan-do Hegel emplea esta expresión, pareciera hacerlo como sinónimo de “principio espiritual”. Es por ello que asumo que el principio univer-sal no es sino aquello que Hegel también denomina “el Espíritu”.

El Espíritu hegeliano es una suerte de conciencia activa que luego se vuelve colectiva, mejor dicho, de autoconciencia activa: el Espíritu constituye una conciencia y constituye, también, el objeto de dicha conciencia; o bien, el Espíritu es contenedor de conciencia y, a su vez, contenido de conciencia. La actividad de esta autoconciencia consiste en su constante y progresiva realización histórica; el Espíritu tiende a hacerse patente históricamente, pero no en tanto una especie de con-ciencia individual, relativa, sino como conciencia universal, absoluta. De allí que, en ocasiones, Hegel hable más concretamente del “Espí-ritu absoluto”. No olvidemos que Hegel redujo ese espíritu absoluto a algunos personajes o a ciertos acontecimientos. La visión personalis-ta y acontecimiental de la Historia, ligada a Europa.26

Pero no olvidemos, que “la gente no discrimina a grupos porque son diferentes, sino que más bien el acto de discriminación construye categorías de diferencias que ubican a la gente en una jerarquía de “superior” o “inferior” y luego universalizan y naturalizan esa di-ferencias (McLaren, 1998:267). Entonces, podemos decir que este fue

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el semillero histórico de imposiciones simbólicas, imaginarios, odios y complejos identitarios, los cuales luego y aun en la actualidad, son objetos de un reciclaje estratégico por las nuevas formas de domina-ción.

Podemos percibir en esta clasificación que antes de las primeras re-beliones criollas, es decir, antes de 1810, los discursos en que la socie-dad inmediata, local, se configuraba alegóricamente no eran escasos. Por ello es que un vistazo a los autores y sus estrategias textuales an-teriores a este acontecimiento como Miguel Larreynaga, el presbítero tomás Ruiz o Rafael Francisco osejo quienes eran, en cierta medida herederos del padre Liendo de Goicochea estaban obsesionados por aleccionar a sus coterráneos a corregir sus vicios, lo mismo que a la creación de “pasiones ideológicas y políticas de origen romántico” (PAC, 2001:1�8). Es, podríamos decir, una de las primeras generacio-nes de “utopista” de sujetos alegorizantes y conformadores de textua-lidades que luego serían los inicios de la ciudad letrada que llevaría a la invención de la nación nicaragüense en base a sus imágenes de la era del individualismo, escribe Coronel Urtecho citado por el mismo Pablo Antonio Cuadra.

Creación de este orden “imaginado”, es también la ciudadanía, efecto posterior a la creación del Estado. De ahí que éste determine sus límites y condicione sus derechos. De ahí también que el Estado esté en posición de reclamar al ciudadano, la gratitud que exige por la dádiva, del reconocimiento y don del que ha sido objeto.

Durante todo el siglo XIX el Estado-Nación es un choque continuo entre las doctrinas que se profesan, las instituciones que se adoptan, los principios que se establecen; y entre los abusos que se santifican, las costumbres que dominan y los derechos semifeudales que se res-petan. Legitimar un orden ha sido en extremo dificultoso a partir de entonces. A la par de la intención de crear una ciudadanía, las leyes se hacen para enriquecer a los funcionarios, es decir se ejerce el des-precio hacia una supuesta ciudadanía(no había ciudadanos porque no se daba lo individual, era una moral que no era republicana por-que era demasiado difícil concebir un “interés publico” que estuviese más allá del juego de los intereses particulares, tampoco era liberal porque nadie quería una ley intransigente; ni democrática porque la participación real no existía en las formas institucionales; solo se per-

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mitía el uso público para intereses privados y nadie imaginaba otra posibilidad.

En general la transmisión de ese imaginario cultural fundacional devenido de la “Noruega de la literatura” casi siempre se realizó de forma vertical a la ciudadanía que vio de forma “inadvertida el acon-tecimiento de la independencia”. De esta forma reproduce el modelo jerárquico impuesto por la institución colonial, en el cual el acceso y la participación son estrechos, por no decir nulos. Esta concepción dio paso progresivamente a formas de estructuras socioeconómicas y conformaciones culturales contenidistas y absorbentes que contribu-yeron a evidenciar los artilugios que unían la estética con la política. Es por ello que se recurrió a modelos previsibles de lengua poética. Es decir, la construcción poética de la nación y la estructuración del Estado corrió por cuenta de los diagramas simbólicos heredados de la retórica en boga.

El proyecto de dar legitimidad y eficacia al Estado de derecho, republicano, democrático y liberal, siempre estuvo en contradicción con la necesidad de mantener el control político territorial. Se pensa-ba como si los ciudadanos existiesen, pero se actuaba a partir de su inexistencia. La moral pública, el modelo cívico se reducía a la obe-diencia, a lealtades personales y conspiraciones, y la autoridad públi-ca no era más que recurso para el interés particular.

Decimos ciudadanía inexistente, por la exclusión del indígena por el mestizo; también porque el campesino para las capas medias y éli-tes era un estorbo, para su sistema jurídico una anomalía, para sus proyectos y ambiciones un lastre, pero eso sí, es el fundamento de dominio, su recurso político.

El Estado latinoamericano, centroamericano y en especial el nica-ragüense en el siglo XIX tuvo una existencia o una búsqueda peculiar porque no hubo organización jurídica eficiente; lo que sí había era un hábito de obediencias y nadie tenía interés en la construcción de un Estado moderno, si sobrevivió es a pesar de la arbitrariedad en el poder de hacendados, en los que se prolonga el poder doméstico. El Estado en todo caso, negociaba con estos “señores territoriales”.27 Lo público como representación de intereses comunes no es más que un

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uso privado de estas funciones; se maneja las instituciones como si se tratase del manejo de la hacienda, de la casa, o del batallón.

En este sentido, las diversas fuerzas agrupadas alrededor del poder de la corona y del establecimiento de sus estructuras en esta nueva época inventaron conflictos (tensiones que giraban en torno al nuevo rumbo de la dirección en los asuntos públicos) en lo que respecta a sus correspondencias con los espacios jurisdiccionales y a la compe-tencia por formar el Estado naciente.

Los hacendados o comerciantes quienes eran los que empujaban la economía de la región no eran propiamente individuos, sino familias y linajes, celosos de su condición y ansiosos de acaparar los más rele-vantes cargos. Así se pueden describir situaciones relativas a las fa-milias tradicionales en cada una de las provincias centroamericanas: los Aycinenas en Guatemala y en Nicaragua los Sacasa, los Arguello, por ejemplo.

Entraríamos a discutir al terreno de los vínculos, las alcurnias y lo que más interesa en esta obra: el espíritu letrado ¿Quiénes se harían cargo de articular e integrar el desarrollo nacional que llegaba con la independencia? ¿Cómo se llenaría el vacío dejado por las autoridades imperiales? Estas vacilaciones llevaron a concretar, como bien lo dice Jonh Lynch la era de los caudillos en diversos países de América La-tina y, para el caso de Centroamérica y Nicaragua será al empuje de los letrados o de lo que George Steiner llama logócratas, lo que hará posible el nuevo orden de cosas. Esta minoría ilustrada es la que es-taba capacitada para comprender los principios republicanos en una Centroamérica también imbuida en el uso de las ideas ilustradas.28 Esto es posible constatarlo a través del discurso del diputado Francis-co Córdova quien calculaba que en Centroamérica para 182� existían más de millón y medio de habitantes, de los cuales novecientos mil se hallaban en “estado de idiotez”, medio millón de ladinos en igualdad de atraso y sólo consideraba en condiciones de participar en la escena ciudadana a cien mil blancos por tener alguna educación.

En este tipo, de lo que podríamos llamar, aseveraciones fundacio-nales se puede entresacar una lectura en la cual el sujeto interpelado es no-sujeto, condición inferida en este caso por los niveles de educa-ción, y el sujeto que enuncia, o, mejor, la posición desde donde enun-

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cia el sujeto letrado es la de quien entiende que “nación y realidad” y “nación y verdad histórica” no mantienen una relación necesaria. La construcción de la nación entonces debe operar con la letra selectiva, con la exclusión de los otros: los indígenas, los negro, los analfabetas. Y ese otro es todo aquello que pueda perturbar el escenario del nuevo Estado.

No obstante, si se realiza una lectura decolonial de esta aserción diríamos que Córdova asume un locus occidentalizado devenido de la circunstancia “educación” y quizá conferido por la Universidad de San Carlos institución que, según Constantino Láscaris educó a la mayor parte de funcionarios que existían en esa época en la región. Es decir, hablaba desde la metrópoli e impregnado por la arrogancia de un sujeto que se desplaza dentro de la posiblidad política, cultural y económica que le brinda la localización geopolítica del colonizador/conquistador.

Este sujeto de enunciación autogenera un acceso a la verdad uni-versal a través de su localización en la cartografía del poder mundial en esa época. Ese poder le es otorgado por la producción o más bien por la re/producción de conocimiento el que se reconoce intersub-jetivamente a través de los “libres pensadores que entraban a Cen-troamérica y que los jóvenes a hurtadillas leían: Rousseau, Voltaire” (Láscaris, 1982:��6-��7)

El mismo Láscaris en otra parte de su texto cita:

“La verdad es que el pueblo no tomó ninguna parte en aquel movi-miento, el cual se mostró verdaderamente indiferente…los habitantes de la región no se dieron cuenta de aquel suceso memorable, no lo com-prendieron los mulatos, los negros, para quienes era indiferente ser miembros de una comunidad libre o colonos de una nación europea”. (Láscaris, 1982:363)

Es notorio el eurocentrismo que resalta en esta cita. El locus de enunciación y a la vez legitimador sigue siendo europeo, en este caso generalizado y occidentalizado, es decir, la razón es blanca occidental y masculina. Hay una dimensión del patrón de poder colonial que se entrevé en los enunciados de “comunidad libre” vs “nación” que con-lleva al de colonizado/colonizador que se emparienta con el sistema

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mundo europeo/patriarcal/capitalista/moderno/colonial represen-tado por los criollos letrados/educados/políticos independentistas.

Hay en este pasaje toda una identificación de sujetos racializados y subalternizados y a su vez podemos leer implicancias metafísicas, ontológicas y epistémicas en lo que respecta a la clasificación del en-tendimiento y la asimilación del suceso independista y, por lo tanto fundacional de la nación centroamericana y por extensión nicara-güense. Quien lo entiende es quien procesa y brinda continuidad al acontecimiento.

Es ahí donde entra en juego la táctica necesaria del sujeto letrado (discursividad) para la finalidad del vehiculo unificador, constructo mediador entre la experiencia social- cultural- política y su diseño verbal. Es una retórica o bien un mecanismo textual conductor de la travesía fundacional, y su escritura es como el viaje, un ejercicio itine-rante, un diseño que busca llenar el sentido de la poética o de la his-toria. Dota, podemos decir, de una trama al conjunto in-estructurado de los hechos. Se interpela al colectivo para integrarlo a su versión y se le habla por lo tanto al “país”, a la “nación” restringiéndolo a su voz narrativa la que hábilmente se desplaza o de los textos impresos a los gestos, a la simbólica al imaginario en su totalidad o a las tecnologías del yo y de la colectividad.

De lo dicho, llega a ser evidente que el nacionalismo está íntima-mente relacionado con la cultura - o, en nuestro caso, con una cultu-ra letrada - que representa una interpretación o construcción de una manera de pensar, sentir y creer, interpretación que depende a su vez de productos culturales como la historia, la literatura o el arte para proporcionar imágenes e ideas que ordenan el comportamiento o que dan definición al pensamiento.

El desarrollo de la historiografía, lo mismo que de la poesía, el pe-riodismo y la cartografía en el siglo XIX nicaragüense es, entonces, pertinente para el tema que abordamos aquí. El concepto de “historia general” – o esa historia de la civilización de un país que combina his-toria cultural con historia política - también se establece en Nicaragua y, esta nueva historia nacional, que obedece al traspaso de soberanía de la colonia a las nuevas elites dominantes, es uno de los cambios políticos que sin embargo, subyace la modernidad/colonialidad como

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condición de alienación de las nuevas formas de entender la nación nicaragüense. Por ello, se escribe la historia desde la perspectiva de los conceptos de “nación” y “nacionalidad”.

De ahí que como bien lo afirma Miguel Ayerdis29 que desde la épo-ca fundacional en los periódicos nicaragüenses se afirmaba que: “Con la educación se logra quitar de las masas populares ciertas tendencias al vicio, al crimen; y eso debe ser primordial de los que deben arre-glar nuestras costumbres” (Ayerdis 200�:70). Este texto se desplaza la llamada cultura popular a un rango de marginación en el que la sub-alternidad se rebaja hasta el sentido de la auténtica barbarie, en opo-sición a la civilización. Precisamente la conflictividad y la equidistan-cia entre el binarismo masas populares y los que deben arreglar las costumbres son el sustrato a través del cual se impone una palabra autoritaria y la convicción interna de un potencial interpelativo que guía la conformación de una conciencia nacional.

El texto introduce diversos binarismos estudiados por Anibal Qui-jano en lo que denomina “colonialidad del poder”. Según Quijano ésta establece una serie de diferencias inconmensurables entre el Mismo y el otro, entre sujeto hegemónico y subalterno. Así que las “masas populares” del texto citado por Ayerdis aparecen como el “otro de la razón” lo cual justifica el ejercicio de un poder disciplinario por par-te del Mismo. La maldad, la barbarie y la incontinencia son marcas identitarias del subalterno, mientras que la educación y las buenas costumbres elementos consustanciales de las clases hegemónicas. El texto acuña una serie de cualidades negativas hacia las masas popu-lares como vida inmunda, abuso de la bebida, lo que, según el tras-fondo de la expresión, constituía una amenaza para la creación de ciudadanía desde la época, pues quienes articulan la frase se vincula-ban a una clase aparte de la sociedad.

Este aspecto refleja los más distintos niveles en lo que respecta a la estructura de la población nicaragüense. Se deduce que las costum-bres fungen como un dispositivo o una tecnología purificadora que determina social, cultural y hasta políticamente la nación. Se nota la línea divisoria entre civilización y barbarie que denota cómo la co-lonia determinó el conservadurismo de los grupos dominantes en nuestro país. De igual modo puede leerse una imagen del pueblo, de “las masas populares” como una colectividad digna nada más para

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la mudez y el balbuceo (bar- bar de los griegos) y que debe reconocer “en los que deben arreglar las costumbres” al maestro, al padre de las masas desamparadas, y a través de cuyas voces (letra) debe ha-blar la nación. Veremos cómo más adelante esas lecciones del XIX aún siguen vigentes en las denominadas metáforas-discursos nacionales como el caso de Amor y Constancia y Cosmapa, así como en los tex-tos históricos canónicos.

Partiendo de lo anterior podemos decir que esto le atribuye a unos individuos el carácter esencial de ser portadores del control discipli-nario, así como la capacidad y la exclusividad de vigilar, castigar y administrar (Foucault) las costumbres, los bienes simbólicos y ma-teriales de los “otros”. Por ello es que se aplican diversas violencias que van desde la violencia física devenida de las leyes (el control de la violencia es uno de los elementos claves para la creación de un es-tado fuerte), así como la violencia epistémica desde la óptica de reba-jamiento de las costumbres populares y la imposición de una peda-gogía (educación en el texto). La importancia del didactismo se puede apreciar en la infinidad de discursos formativos que aparecieron en esta época. De ahí que sea posible afirmar que junto a las novelas edu-cativas, la poesía formativa y patriótica que podían tomar distintas modalidades discursivas, cabe destacar la difusión de historiografías, así como de ensayos en los cuales se apostaban por el mejoramiento social.

Mediante la inclusión de este tipo de discursos en la esfera pública se perseguía el mejoramiento social y la construcción nacional. todo se realizaba a través de un lenguaje entendible que llegara a todos. Moralidad y civismo en el proyecto nacional se unen para conformar las nuevas subjetividades. Aquí entra en juego no el rudimento o la calidad de nación de la cual habla Anderson, sino la conformación de la individualidad, del sujeto, de la “sujetualidad” para luego pasar a conformar la nación como elemento colectivo.

El historiador Miguel Angel Herrera�0 en un estudio sobre la histo-riografía nacional lo ve de esta forma: “Los primeros textos de historia nacional de Nicaragua, tienen forma de tratados elementales y están orientados a servir como material de estudio en las escuelas del país”. Podemos derivar de esta afirmación de Herrera una parafernalia que, un filósofo como Hayden White llama constructo de narraciones dife-

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rentes: interpretaciones/lecturas que se vuelven apropiaciones estéti-cas que dan forma y estilo que a su vez se constituyen en objetos de explicación y comprensión.

Diríamos entonces que los textos históricos fundacionales en Ni-caragua tienen un enfoque de escritura histórica en el que se dota al pasado de significado y además le confiere forma de narración. Fi-nalmente estos textos se valen de un modo de construcción de tra-ma, objeto, argumentación y tropología a través de los cuales llegan a esa forma narrativa de “material de estudio” de la que habla Herrera, procesos al mismo tiempo que encarnan una preferencia ideológica. Lo que significa que las Historias refieren bases y razones morales/políticas dentro del entramado social y, en este caso de la fundación, o más bien legitimación de hechos, héroes, símbolos, íconos, períodos, entre otros.

El mismo Herrera más adelante citará a José Coronel Urtecho di-ciendo:

“La historia, entre los nicaragüenses mestizos del siglo XIX, era un ejercicio de retransmisión oral, opuesta a la que se reservaba a los principales protagonistas de las contiendas políticas” (Herrera, 1992-1993:29).

Hay una forma de entender, o más bien diríamos de controlar el discurso, pues mientras en un principio es oral, entresacado de esta cita, luego sería elemento aleccionador educativo como lo observába-mos anteriormente.

Asimismo podemos encabalgar con una la recopilación de refranes en la cual se alude al indio, aun muy entrado el siglo XX,�1 con la in-tencionalidad clara de convencer de la barbarie, ilegitimidad y la ile-galidad del mismo: “al indio, la culebra y el zanate, dice la ley que se mate” encarna sin disimulos, este y otros refranes, un dispositivo con toda la tecnología del marginamiento sobre la cual se ha construido el territorio de la exclusión que marcó (en la imaginación letrada) la diferencia y el límite entre los sujetos ciudadanos y aquellos que no pertenecen al proyecto diseñado por la élite.

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¿Quién, si no el poder tiene la autoridad, en una sociedad heterogé-nea y compleja, para imaginar los rasgos de la supuesta homogenei-dad nacional? se interroga Julio Ramos. Agregaríamos una imagina-ción que, como bien dice Mario Roberto Morales ha sido oligárquica y despótica�2 de las cuales han resultado diversas estrategias escri-turales (las que analizamos en esta obra) y que, siguiendo al mismo Morales tienden a realizar marginamientos y exclusiones de grupos humanos que apenas se utilizan como referente especular para defi-nir y legitimar la denominada ciudadanía.

La pregunta es ¿cómo funciona ese poder y control disciplinario otorgado por la letra/ley, la letra/culta y la pedagogía a la que apela el texto? Es decir ¿cuáles son los mecanismos para clasificar? Interviene en este sentido la construcción de un perfil de subjetividad, el perfil que requería el proyecto de construcción de una nación nicaragüense homogénea, en el cual se le adjudicaba a un segmento las bondades y a otro las “infamias” apenas dignas de suprimirlas.

Es por ello que la historicidad epistémica del mismo Coronel Ur-techo, un autor canónico, dirá que: “Nuestros antepasados conquis-tadores formaron culturalmente a nuestros pasados conquistados, creando así un solo pueblo espiritual dentro de la cultura católica de España”.

Y más adelante dirá:

“Los pueblos que habitaban nuestra tierra antes de la conquista no co-nocían la unidad cultural. Eran grupos humanos separados por anti-quísima y profundas diferencias de religión, de lenguas, de institucio-nes, de manera de vivir y de costumbres, sumidos todos en la barbarie, pero no en la barbarie homogénea sino en las más diversas formas de barbarie” (formación cultural).

Esta posición determina y establece entre los antepasados “conquis-tadores” y los “conquistados” un juicio de valor que sitúa al último en el nivel de la barbarie. Luego este determinismo biológico y cultural se le trasladará al pueblo en el siglo XIX independentista y al pueblo de muy entrado el siglo XX, como carga simbólica clasificatoria.

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Urtecho más allá de los románticos, alude al pasado y procura aprehenderlo no sólo como tradición, sino como contradicción y ma-lignidad. Coronel se ubica en este párrafo dentro de una tradición que reflexiona sobre la conquista y que al final resume su actuación con el surgimiento de un nuevo estado que trata de consolidar el “es-tatus quo” colonial y, que bajo la cobertura de leyes e instituciones supuestamente democráticas, seguiría operando como factor decisivo en la base de los mecanismos de explotación política, económica y simbólica hacia el pueblo llano.

Se revela el deseo de fijar, inmovilizar y eternizar una tradición po-lítica y que a su vez determina las dicotomías caras, no sólo a Nicara-gua, sino a toda América Latina: bárbaros-civilizados. La intención es consagrar una tradición, un afán de recrear desde la perspectiva y las necesidades del presente una genealogía que responda a las inquie-tudes de las generaciones más jóvenes y que, de una u otra manera, interioricen el sentido de inferioridad de grupos humanos, historias locales vistas, según el planteo coroneliano, en nombre de un ideal por alcanzar (cristianización, civilización, desarrollo) la denominada modernización como proceso proclamado por la modernidad/colo-nialidad como punto de llegada.

Esto no significa que los discursos sobre la nación, simplemente “emergen” de las estructuras sociales, sino que, por el contrario, son pensados y formulados, elaborados y defendidos en el terreno de la cultura, pero cuya función es crear, desde el campo simbólico, las imágenes, los segmentos, los sujetos que la deben integrar y los con-ceptos que prefiguren la nación deseada. Pierre Bourdieu argumenta que “el poder simbólico es el poder de construir realidad. Aquella que establece un orden gnoseológico: el del significado inmediato del mundo (y en particular del orden social) Por lo tanto, nos encontra-mos con un doble movimiento interactivo a la hora de situar los dis-cursos acerca de la identidad nacional, y en particular el elaborado por gente como Coronel Urtecho.

Es decir, los mecanismos de interpelación utilizados por los letra-dos nicaragüenses, tanto en el caso de los decimonónicos como en los más contemporáneos como el caso de Coronel Urtecho, son primero hacia el sujeto y luego hacia la colectividad a través del sujeto ya sub-jetivizado. En este sentido la noción de sujeto dentro de la estructu-

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ra del estado -estructura jurídica y burocráctica dentro de la que se desarrollaron las naciones latinoamericanas y en especial la nicara-güense recuerda la diferenciación que señaló Étienne Balibar en “Ci-tizen Subject” entre “Subjectum” y “Subjectus”. El caso acusativo de la declinación latina muestra al sujeto como sustento y protección de sí mismo. En cambio, el nominativo ofrece una visión muy distinta: al sujeto como súbdito. El estado y, subsiguientemente, los imagina-rios nacionales, fomentan para el caso de nuestra área la creación del “subjectus” a través de dos conceptos fundamentales: disciplina y he-gemonía. La disciplina, según Foucault, es una tecnología del poder que comprende un conjunto de instrumentos, técnicas, procedimien-tos, niveles de aplicación, y objetivos. El nacionalismo es una forma de disciplina utilizada para integrar al sujeto en el estado/nación y lograr su docilidad y utilidad en beneficio del sistema. El estado, además, se constituye como una estructura panóptica que vigila la naturalización de los principios nacionalistas. Los procedimientos básicos de esta vigilancia se articulan a través del aleccionamiento social en forma de cánticos, himnos, banderas, héroes, insignias, y, muy especialmente, a través de la perpetuación de una literatura y una historiografía que ensalce la propia tradición creada, recreada o, directamente, inventada.

Podríamos enumerar aquí los procedimientos fundamentales que los letrados nicaragüenses han utilizado para innovar la nación luego de la mal llamada independencia: historia, héroes, mitos, símbolos, relatos, lenguas, metáforas en una especie de “ingeniería social” los cuales son deliberados e innovadores, como lo dice Eric Hobsbawm. Estos instrumentos implican la creación de una ideología-cultura la cual es transmitida a través de los medios impresos (periódicos, tex-tos, volantes) así como de gestos u otras formas de disciplinamiento tales como la cartografía, la presencia real de sujetos en base a cara-vanas o mítines políticas, ritualidades y efemérides, entre otras. No obstante, habría que tomar en cuenta a la misma oralidad que, aun-que marginada, ha sido también vehículo transmisor de las imágenes y los mitos de las invenciones nacionales nicaragüense del siglo XIX. Habría que mencionar aquí la oralidad del gueguensismo, lo mismo que la literatura genesíaca de los Nicaragua y las tradiciones y Co-rridos tomados como esencia de la nicaraguanidad por los Vanguar-distas y de sus más cercanos seguidores, incluyendo a un estudioso como Ernesto Mejía Sánchez.��

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Por una parte podemos observar las particulares condiciones en que la historia “cerca” al discurso, otorgándole señales, impulsos y delimitaciones. Por otro lado, el modo en que el discurso “entra” en la historia, haciéndose parte de su espesor, construyendo sus senti-dos, articulando sus consensos y direccionalidades. Es en esta esfera de construcción de los órdenes simbólicos, donde el discurso de la identidad nacional deviene significativo para el análisis cultural. Su valor fundante, está dado porque va tejiendo en el espacio simbólico, representaciones de mundo, imágenes de la realidad y caracterizacio-nes de los “actores” que la componen. Esa capacidad de inventar, de prefigurar la realidad que pretende describir, es realizada por tipos específicos de discursos acerca de la nación. Podríamos decir, en el caso de Nicaragua y a la vez en América Latina, el discurso literario, histórico, así como el profiláctico que incluye la educación y las cien-cias sociales.

Estas apreciaciones son eficaces debido a la vinculación de acon-tecimientos diferentes, desfasados en el tiempo, pero con rasgos co-munes y en los que se perciben cualidades mitificadoras y, entre los cuales, existe una implicación determinada por su pertenencia al acontecer de una determinada nación. Es decir, es la trama que aúna a la nación. Esto al final conlleva a la articulación de un discurso que debe regirse por la continuidad de la nación, por la sustancialización que representa el discurso y la simbología nacional.

La nación, por lo tanto, se imagina, se inventa mediante las metá-foras que los vehículos culturales determinan y que, de forma meto-nímica, hacen referencia a múltiples dimensiones de la misma, como lo hemos dicho anteriormente. Esos tropos o metáforas anuncian la narración de lo que será ese “nosotros nacional” o bien la tradición de la nación, como política y comunidad devenida de diversas interpre-taciones e interpelaciones culturales, lo que a la postre creará sujetos con identidades nacionales, aunque muchos no entren en ese esque-ma.

Esta capacidad de producir imágenes y representaciones de la rea-lidad es propuesta de un modo radical por algunos autores, como Eric Hobsbawn y Ernest Gellner que sugieren que la nación es una construcción imaginaria tout court: “las naciones son entonces, cons-trucciones imaginarias que dependen para su existencia de aparatos

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culturales de ficción-social, entre los cuales la literatura y la historia juegan un rol decisivo” No es gratuito que Benedict Anderson teorice sobre lo que él llama imágenes contrahechas de la historia a través de las cuales circulan los nacionalismos. Este sería uno de los mecanis-mos por los cuales se orienta el proceso simbólico de la conformación de la nación nicaragüense devenida de sus intelectuales fundadores.

Es así que en este proceso la ficción, luego la historiografía y, como el mismo Anderson lo deja claro, impresos como el periódico van a jugar un rol fundamental en este proceso. Esto viene a conformar una escritura abierta pero ordenadora, oscilante entre la voluntad de verdad de los discursos objetivos y la expresividad del arte. Este fue uno de los modos específicos que asumió la intervención letrada en la Nicaragua decimonónica y aun en la que entra al siglo XX. Se crea entonces una posición que problematiza los cimientos de construc-ción de la identidad nacional. Es decir, se definen sus comienzos, su linaje, sus sistemas de autoridades y tradiciones fundantes. Además es por medio de estos vehículos que se fabuló el proyecto nacional y se inauguraron los mitos y los gestos que aun definen lo nacional/ni-caragüense.

Se asiste aquí a la eclosión de urdimbres discursivas en la cual se congregan y establecen diversos componentes, lo que a la postre cumplen un proyecto nacionalista. Es decir, la conformación de la li-teratura y de la Historia misma como discurso fundante (ficciones fundacionales en el caso de la literatura. Veracidad para el caso de la historia, aunque con sus bemoles como lo ha demostrado Hayden White, autor que se cita constantemente en esta obra). Hay un valor en este proceso que permite privilegiar la escritura/letra/disciplina/discurso como elemento fundamental en el triunfo del estado/nación sobre otras formas de organización.

Para un autor como Raymond Williams esto sería la intervención del letrado en la posición idealista y materialista de la simbolicidad cultural. Ingresamos entonces en una versión del espíritu confor-mador de las historias nacionales y de los estilos artísticos de esas mismas historias desarrolladas por los intelectuales, para el caso de Nicaragua los decimonónicos y aquellos que más adelante teorizan e investigan sobre éstos tejiendo las estructuras y los prolegómenos fundacionales. Mientras los decimonónicos producen, los posteriores

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reproducen los valores y los mundos simbólicos, las creencias y re-presentaciones colectivas, dicho de otra manera, desarrollan la idea y la imagen que de Nicaragua se hicieron desde el XIX.

En este sentido José Coronel Urtecho establece un binomio en el que América Latina se ha visto enfrascada aun desde su independen-cia y que pervive en la actualidad en las grandes masas indígenas, campesinas, así como en lo que tiene que ver a los inmigrantes lati-nos en los EU. Así que, tanto en Coronel, como en el fragmento del periódico citado anteriormente tomado del libro de Miguel Ayerdis se nota un discurso en el que, para el caso de Coronel, alude a lo colonial, pues habla de castellano particularmente y de “conquista-dores”, como lo nicaragüense representativo, así como de lo cultu-ral tradicional, lo que a la postre conformaría lo nacional/oficial. De igual manera la cita del periódico habla de crímenes en oposición a costumbres, cuando por antonomasia se sabe que costumbres en este contexto es relativo, de igual manera que en Coronel, a lo colonial, en detrimento de lo pre/colonial y autóctono o lo que en la actualidad se llama zonas, espacios o sujetos ingobernables. Por ello es que se hace un llamado a lo educativo como agente re/configurador y autoritario de las prácticas de los sujetos subalternos, populares/orales.

Asimismo esto es parte del discurso ambivalente que se ha veni-do manejando en América Latina en el cual se da un rechazo a la dominación europea y a la vez se desarrolla una autocolonización que asume diversas formas y espacios para presentarse: colonialismo interno, globalización hacia dentro, subalternización, marginación, expulsión de los centros letrados, jurídicos y urbanos, entre otros. Sin embargo, en el caso de Nicaragua y en específico en la propuesta co-roneliana hay una monotopía discursiva debido a que es incluyente del legado colonial y excluyente del autóctono. Coronel no tensa la relación foránea/interno, pues acepta el idioma venido de fuera y a su vez subalterniza el de dentro.

En fin, se trata de crear lo que Walter Mignolo llama una exterio-ridad. Es decir, el afuera que está dentro, pero que a través de diver-sos mecanismos, en el caso de Coronel la letra (poder cultural), más adelante como en el caso del acontecimiento ocurrido de 1881�� en la zona de Matagalpa y Jinotega será a través de la ley y la fuerza (poder político) o bien como en el asunto de la cita que hace Ayerdis (poder

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social, legitimador) se le configura un espacio de marginalidad que habilita la definición de la mismidad dentro de un espacio nacional/hegemónico.

Se trata de buscar en el pasado los mitos, los héroes, así como las justificaciones de la marginalidad y las razones mismas de una iden-tidad nacional según la episteme de la clase burguesa. Es así que se define la nación mediante su producción textual (historiografía, lite-ratura, música, himnos nacionales, etc.) Por ello el afán coroneliano de producir una idea de nación proyectada hacia el futuro, pero des-prendida de la historia colonial. Las palabras coloniales, al menos en el campo semántico coroneliano, no representan el lugar pleno de la diversidad cultural, sino el punto de desvanecimiento de la cultura. El silencio o más bien la alusión a lo colonial despliega la alienación entre el mito transformacional de la cultura como un lenguaje de universalidad, generalización y homogenización social, y su función trópica como “traducción” repetida de inconmensurables niveles de vida y significado.

En la enunciación de lo colonial, entre líneas, se articula una esci-sión de discurso de la gobernabilidad cultural en el momento de su enunciación y autoridad. Según Franz Fanon, es un momento mani-queo que divide el espacio colonial: una división maniquea, dos zo-nas que están opuestas, pero al servicio de una unidad superior. Las metáforas de Fanon resuenan con algo de la ambivalencia discursiva y afectiva, atribuidas al sinsentido arcaico de la articulación cultural colonial, tal como emerge con su borde significatorio, para perturbar los lenguajes y lógicas disciplinarios del concepto mismo de cultura que en el caso de Coronel es un concepto monotópico, como decíamos anteriormente. Esta resurrección de la historia antigua, trasmutada en mito liberal forjador de una identidad nacional, parece ser asu-mida como un acto de invención consciente y no como un recurso de aspiraciones historiográficas verdaderas.

Las alusiones al mundo colonial y la afirmación del héroe de esa época obedecen más que nada a una función de mito “catalizador na-cional”. En este sentido un autor como Erich Auerbach propone una “interpretación figural” de la historia y del mito, que yuxtapone “dos acontecimientos o personas, que permite que uno de ellos no sólo ten-ga significación propia, sino que apunte también al otro y éste, por

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su parte, asuma en sí a aquél, o lo consuma”. Esto es lo que propone Coronel con el pasado colonial y su presente, es decir el punto o la posicionalidad de las cual habla o escribe.

Esto es prueba que Nicaragua como invención, como tradición, como creación es parte de los transcursos de la colonialidad/modernidad. Una colonialidad/modernidad en la cual se le brindó forma a la nación nicaragüense, tanto desde la óptica de la territorialidad, así como des-de la trama imaginaria en sus más variados aspectos. Es por ello que en Coronel Urtecho y en otros intelectuales nicaragüenses podemos encontrar la idea del espacio y la representación nacional como un pa-norama, que se inicia en la Colonia y se debe consolidar a principios del siglo XIX como representación de paisajes históricos y exóticos.

Emparentamos con lo que un autor como Homi Bhabha llama el significante colonial lo que a su vez se vuelve un acto de significa-ción ambivalente que literalmente escinde la diferencia entre las ex-posiciones binarias o polaridades mediante las cuales pensamos la diferencia cultural. Las palabras y escenas culturalmente inasimila-bles del sinsentido suturan el texto colonial en un tiempo y verdad híbridos y que conforman las generalizaciones de la literatura y la historia. En cierta medida, dice un autor como Michel Memmi, para los creadores de los discursos nacionalistas la existencia del nativo discapacitado es necesaria para la siguiente mentira y la siguiente, y la siguiente. Algo de la indeseada verdad, torpe, ambivalente, de la mentira del imperio.

De ahí que la nación nicaragüense sea fundada dentro de una con-cepción y configuración tropológica colonialista en sentido de con-tinuidad o recuperación de las tradiciones (neo) coloniales, es decir, una estrategia de dominación de las regiones subalternas. Por ello podemos decir que hay en Coronel un vínculo directo con la gran obsesión que tuvo el siglo XIX: la historia y la tradición. Asimismo temas del desarrollo y de la interrupción, temas de la crisis y del ciclo, temas de la acumulación del pasado, sobrecarga de los muertos, en el sentido que se funda sobre ellos (muertos heroificados) una estrategia para articular proposiciones identitarias, así como nominaciones que representan la posibilidad de una identidad homogénea y que quiéra-se o no repiten la incompletud de la tradición. Es decir, se lleva a cabo un apólogo de lo nacional excluyente.

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CAPITULOTRESDelineando la imagen de Nicaragua: poética, colonialidad y cartografía en el siglo XIX

De esta manera, una vez realizada la Independencia política, hay que crear una cultura, una literatura, una gramática, una identidad nacional que sino deviene de los sujetos políticos, los que no crearon en el caso de Nicaragua grandes relatos fundacionales como los en-cuentra el mismo Coronel Urtecho en Guatemala o Beatriz González Stephan en Venezuela, lo asumieron los intelectuales, los poetas, los abogados, los escritores, periodistas, los historiadores, es decir, los letrados. Como bien lo deja claro la misma Stephan:

“Las gestas libertadoras y algunos hechos del pasado colonial que las anticiparon, comenzaron a ser rescatados y ordenados en relación con un proyecto que implicaba, inevitablemente, el repudio de ciertos ele-mentos valorativos que habían constituido el esquema axiológico de la colonia española, pero que no fue y no pudo ser nunca un rechazo total de los mismos todo desde la óptica de la gramática, de la letra” (Véase Beatriz González Stephan, economías fundacionales. En cultura y ter-cer mundo. Nuevas identidades y ciudadanía).

Como puede verse, si seguimos la tesis de Stephan, en la letra o en la poesía nicaragüense tanto la del siglo XIX, así como la mayor parte del siglo XX está presente la identidad, la nación, el estado, las guerras, los ideales patrióticos. En ella se expresan en forma híbrida y contradictoria, generalmente horadando el discurso público a partir de una simbolización de la vida cotidiana y la realidad concreta de los sujetos individuales.

Jorge Eduardo Arellano en su obra Literatura Nicaragüense que en su momento se tituló Panorama de Literatura nicaragüense inclu-

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ye una frase emblemática en referencia a los primeros poetas postin-dependencia: “entre los versificadores ocasionales, predominaba aún el tema religioso, permanente durante casi todo el siglo a causa de la inalterable base productiva del país, y surgía una tendencia satírica y epigramática contra las autoridades y valores coloniales” (Arellano, Literatura)

Pese a que Arellano confiesa la religiosidad poética de la época, puede leerse en ella una tendencia hacia la crítica política, la que em-puja a lo poético hacia una impugnación del pasado colonial. Aunque esto no implicaba necesariamente una negación, pues la religiosidad de la que habla Arellano es un “Estar” dentro de la colonialidad. La religiosidad es emblema de la colonialidad del saber por medio de la cual se fundó el estado nicaragüense y, en este sentido la poesía de la época funge como epifanía sociopolítica, cuando no, de las simulta-neidades universales.

Entonces surge una literatura que relata una nación de filiación hispánica, defensora de la pureza de la lengua y respetuosa de las jerarquías sociales. Un relato de continuidad y de armonía social que, al elegir e instaurar unas secuencias histórico-culturales (literarias) fundaba su estirpe cultural y política. Un relato que distribuía los lugares y los sujetos del pasado mientras excluía a otros del campo de la representación nacional y cuando no, los trataba de disciplinar o administrar.

Este proceso involucró al menos dos operativos: la resemantización de elementos del pasado (en este caso colonial) como una estrategia de re-articular nuevos discursos dentro de la tradición, así como la in-vención de tradición de la que habla Hobsbawn. Es decir, la invención de nuevos ritos y gestos culturales propuestos como memoria cultu-ral-simbólica colectiva de la nación. Dicho de otra manera se procesa no sólo una realidad, sino una sociedad o una nación construida en base a criterios y acciones objetivadas en el campo legitimador de la cultura letrada, como se puede leer en los versos de los poetas post/independencia.

Sería necesario aclarar que la nación que funda esta cultura letra-da atraviesa por un sentido o una concepción de la realidad, relativa al mundo sociocultural que la organiza como un constructo el cual

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corresponde a una red compleja de valores marcadas también por la objetividad empirista, aunque luego se traslade al campo de la simbo-licidad. Es como se planteaba al inicio, partiendo de la coalición mate-rial- espiritual de la que hablaba Raymond Williams y que otro autor como Luckman denomina la construcción o creación sociocultural de la realidad o de la sociedad. Es decir, la empiria (dato, fenómeno, he-cho) y el idealismo (simbología, ritualidad, epopeyas) se confabulan o se cognan para modelar la nación, es decir, la cultura modelando la realidad.

El mismo Eric Hobsbawm sostiene que la consolidación de la idea de nación y nacionalismo, y su consecuente incorporación como parte integral del estado, se da en tres etapas. Primero está la fase exclusi-vamente cultural, literaria y folclórica, sin tener “ninguna implica-ción política, o siquiera nacional”. En la segunda fase aparecen un conjunto de precursores y contribuyentes de la “idea nacional” y los principios de campañas y proyectos políticos a favor de esta idea. Y por último en la tercera etapa, los programas nacionalistas obtienen el apoyo de las masas a quienes dicen representar. Es decir, que en la mayoría de los países, con algunas excepciones, el nacionalismo precede a la formación del estado y no a la inversa.

El caso particular de América Latina no es distinto de este esque-ma. Entre los antecesores neoclásicos de los poetas que coadyuvarán a la formación de las identidades nacionales se pueden contar a An-drés Bello, con sus silvas a la naturaleza americana; a José Joaquín de olmedo, con sus poemas patrióticos como “La victoria de Junín” y “Canto a Bolívar”; y a Juan Cruz Varela, con sus cantos de escenas patrióticas y de acontecimientos bélicos del momento. Para el caso de Nicaragua será la religiosidad, así como la naturaleza, al igual que en el caso de Bello, cantada por la poesía, la que nos hace “Estar” dentro de esa nación hispánica, católica y que reza en español. No obstante, de la sobre-vivencia de la modernidad/colonialidad como modo de crear la nación nicaragüense.

Es decir, la religiosidad, la naturaleza y las costumbres serán un aporte esencial para la conformación de las identidades nacionales en Centroamérica y en la Europa misma. Es lo que se denomina una comunidad religiosa y en el caso de Nicaragua se canta por medio del

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idioma canonizador y de una textualidad que presenta las mismas condiciones: la poseía.

Podemos decir que la poesía al menos en el caso de Nicaragua in-tenta reflejar minuciosamente el paisaje nicaragüense, sus costum-bres, entre otros elementos de la nacionalidad, tal vez imitando a los románticos europeos y a los latinoamericanos.

Para ellos quizás el nuevo nicaragüense1 ya no está encarnado en el peninsular, con su modo de vida españolizado y un sistema po-lítico que lo privilegiaba, sino en un criollo, campirano, hacendado, pero que aun retiene parte del sistema anterior: la colonialidad del ser, del saber y del poder. Es esta primera generación de románticos la encargada de construir la cultura liberal y de echar a andar el ima-ginario colectivo, mediante la creación de una identidad nacional, ya a través del rescate de lo popular o folklórico, visto desde la pregunta antropológica del buen salvaje, ya a través de la incorporación de cua-dros de costumbres y descripciones de la naturaleza particular nica-ragüense. La siguiente generación será la encargada de consolidar el Estado centralista.

Decimos esto puesto que el mismo Jorge Eduardo Arellano luego cita un poema cuyo título es emblemático por la carga simbólica en la cual existe un punto de inflexión en el seno de la propia poesía y sus diversos contactos, pues como ya citábamos para Coronel esta “predicaba el evangelio comercial” y en el caso de “Cartilla moderna para estar a la moda” de Gregorio Marenco2 es un acto de simultanei-dad dentro de una primigeneidad del estado nacional, para el cual es necesario nutrirse de la “moda” y de la “modernidad” a la cual hace alusión el título del poema.

Marenco demanda la entrada a la modernidad a través de la poeti-zación de un formulario normativo que sirviera para distinguir a los miembros de una nueva clase surgida a raíz de la independencia. El poeta reclama la creación de un nuevo sujeto “moderno” a la “moda” lo que lleva implícito una búsqueda o la elaboración de un nuevo mo-delo ideológico que promoviera los valores de universalidad, racio-nalidad y modernización, al cual debía contraponérsele las prácticas populares consideradas como irracionales.

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Se lee una función político/económica en la poética de Marenco. Es una poética que surge de una sociedad que debe ponerse a la moda y por lo tanto modernizarse. Su proyecto nacional reclama un proce-so acelerado de modernización el cual debe realizarse para construir la nación y para simultanearse con los esfuerzos del resto de países latinoamericanos, los cuales en la época, al decir de Anderson experi-mentaban los esfuerzos para establecer naciones.

El proyecto de Marenco, al igual que el de los estratos de su épo-ca reclaman el derecho de activar el desarrollo y la integración por medio de la simultaneidad y el crecimiento económico. Esto significa eliminar el déficit de modernización con respecto Argentina, Chile, México, entre otros países en los cuales se estaba permutando la bar-barie en civilización. En este sentido los pueblos salvajes eran seme-jantes a los niños: era preciso educarlos, aun por medio de la fuerza y la represión hasta conducirlos a la edad de la razón (Kinloch, 1999: �1)

Ahí entramos a discutir lo que podríamos llamar la nación y los subalternos: ¿qué papel juegan los campesinos, los indígenas, los ne-gros, las mujeres, los niños en la organización nacional? En este sen-tido en Nicaragua forjar la nación significó inculcar lealtades nacio-nales y garantizar que la comunidad imaginada (nación) penetrara el imaginario no sólo de las élites, de los intelectuales, de los letrados, sino del populacho, de los iletrados, de los campesinos, de los indí-genas.

Por tal razón esa imposición imaginada de nación nicaragüense se debía realizar por medio de la letra en sus diversas acepciones, ex-presiones y vehículos de transmisión. Es decir, se debía “ procurar la ilustración de las clases” y “trabajar en la riqueza de los individuos de todas las clases por que la riqueza tiene influjo decidido en la civiliza-ción”, afirma José Cecilio del Valle en la época (Kinloch, 1999:34).

Habría aquí una propuesta de forjamiento de la nación que se es-tablece en base a la “inculturación” del subalterno. Esas élites, esos letrados que son a la vez poetas, historiadores, periodistas y también políticos valorizan una cultura nacional y por lo tanto crean, forjan, determinan, para parafrasear a Walter Mignolo una idea de Nicara-gua. Éstos proyectan una cultura distintivamente nacional de forma

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tal que se vuelve soporte del nacionalismo, se torna una fuerza auxi-liar. Se da entonces, la nación imaginada como una comunidad en el campo interior de la cultura, mucho antes o a la par de sus articula-ciones formales, como lo deja claro Saurabh Dube en la introducción de la obra Pasados Poscoloniales.�

Sin embargo, puede decirse que ese sentimiento de ruptura con el pasado, que nace con Marenco, y que se extiende a toda la generación siguiente a lo largo del siglo XIX va a tener un incipiente proceso de reconstrucción muchas veces acrítica de la época colonial, como lo observábamos en el caso de Coronel Urtecho y de otro intelectual emblemático como es Pablo Antonio Cuadra.

Podríamos decir que el espíritu fundacional que se puede leer en la poesía que estudia Arellano poco después de la independencia se construye precisamente sobre una intensa red de ideas, de símbolos, de quimeras y, en última instancia, de fábulas, que confieren al hecho puramente físico del establecimiento territorial, una profunda signi-ficación alegórica.

No es gratuito que esto se alimente con la polarización citadina, la rivalidad entre las ciudades de León y Granada posindependecia que Disederio de la Cuadra (Arellano Literatura) canta en algunos de sus escritos. “Sucesos que tuvieron lugar en la ciudad de Granada en el año 1823” (Arellano) y en los que se refleja la polaridad que más ade-lante versificará Irribaren, un poeta fundacional por antonomasia. El hecho de que Cuadra cante a Granada y a su vez cree una territoriali-dad diferente de su rival León es parte de la continuidad colonial de fundación de ciudades. Ángel Rama y José Luis Romero han detalla-do sobradamente las distintas funciones políticas, sociales, religiosas y culturales que desempeñan las ceremonias fundacionales en ese período.

Es decir, tanto en el período colonial como en el postindependen-cia, en el sentido que son ciudades fundacionales, simbolizaban la incipiente razón estatal, por ello es que León y Granada serán no sólo zonas de lucha política, sino cultural-poética-social. El mismo Arellano les llamará “Gestoras de la nacionalidad nicaragüense” y, refiriéndose a Granada le denominará “Polis auténtica” ¿No es acaso el otro anverso de la moneda cuando Francisco Castellón hablaba de

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la Constantinopla centroamericana (León) al llevarse a cabo la cons-trucción del canal en su época? Habría que mencionar que ambas ciu-dades se han disputado la hegemonía cultural en distintas épocas. La polis móvil: León fundada en sentido de institucionalidad y luego Granada reclamada por los conservadores y a su vez ambas reviven la letra inaugural� Cabría aquí señalar el caso de la denominada Guerra Nacional (18�6) que es parte de la dicotomía citadina León-Granada de la cual al final resulta la unificación del poder central en una sola ciudad y en una sola facción política.

El mismo Arellano dirá que la poesía de la época muy pocas veces eludía los personajes o los sucesos de la vida nacional o los temas cívicos políticos: independencia, aniversarios de batallas, etc. Esto les confiere un espíritu fundacional épico en el que circulan los elemen-tos claves para definir la nacionalidad: entidades públicas, batallas, fechas claves, emblemas regionales, entre otros.

Cada uno de los poetas, desde Marenco, pasando por Cuadra hasta llegar a los más contemporáneos ayudaron a construir el país que re-presentan, y aunque parece ser producto autóctono, característico y de alguna manera inimitable, cada poesía comparte con las otras mucho más que su estatus institucional. Las semejanzas serán sin-tomáticas de la paradoja general del nacionalismo; es decir, rasgos culturales que pasan por únicos y dignos de una (auto) celebración patriótica son con frecuencia típicos en la obra que va desde el XIX hasta muy entrado el siglo XX.

Dentro de esta misma lógica habría que tomar en cuenta también en lo que respecta a la fundación y la construcción de la nación nica-ragüense, siguiendo a la misma González Stephan y a Roberto Gon-zález Echevarría� el papel de los juristas, de las leyes y por lo tanto de las constituciones en lo que respecta a este proceso. Por ello es dable decir que la letra/ley no sólo estructura el papel normativo y por lo tanto de regulación del actuar ciudadano, sino que se torna en un dispositivo lingüístico, cognitivo, comunicacional y cultural de im-portancia fundamental en los sumarios discursivos nacionales, tanto en la América Latina postcolonial, así como en Nicaragua específica-mente.

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Los documentos jurídicos se vuelven una producción textual cul-tural, lo mismo que la poesía, la novela y la Historia a través de la cual se mediatiza la noción de uso, función y papel de la letra dentro del campo y el estatuto en referencia a la conformación de la nación. Así como Echevarría estudia en lo jurídico lo fundacional ficticio a través de obras como El Periquillo Sarniento, pues según él, esta obra se vale de la discursividad jurídica para crear su trama, en el caso de Ni-caragua la poesía se simultanea a los acontecimientos públicos, como lo mirábamos con Marenco y Cuadra, por lo tanto se transforma en correlato de las constituciones. De esto devienen los emblemáticos treinta años de gobierno conservador que promulgarán la constitu-ción de 18�8, la que se dice funda la nación jurídica, aunque la de 18�8 sea con pleno derecho el antecedente fundacional de un estado soberano e independiente (Kinloch).

No obstante, bien se sabe que esas constituciones eran el reflejo del espejo roto europeo en las cuales se enmascaraban las realidades del poder y la autoridad de las elites letradas emancipadoras, lo que les aseguraba la reproducción de ese patrón de relaciones socioculturales y políticas y les fijaba el sometimiento de la gente a ciertos patrones de conducta históricamente fundados. Dicho de otra manera, en vez de una liberación, luego de la independencia se estructuran bajo las mismas creaciones coloniales los nuevos términos, categorías, letras y cartografías nacionales como reflejo del influjo moderno/colonial dejado por el imperio y recogido por las elites dominantes en la in-vención de la nación nicaragüense.

Dentro de los pliegues normativos específicamente de la constitu-ción del �8, lo mismo que sucede con la letra estética (ciudad letrada) de la cual Marenco y Cuadra son sus antecesores, se excluye a los in-dígenas. Es decir, el indígena y la clase pobre (populacho dirá Pedro Francisco de la Rocha) queda fuera de la ciudad letrada fundacional, pues mientras la letra pone a la moda lo social-cultural (Cuadra) la ley guía a la nación dentro del espacio civilizador tan en boga en Améri-ca Latina en la época. Ambas discursividades están en consonancia en lo que respecta a construir una nación de la civilización y el orden, afirmaba Pedro Francisco de la Rocha, considerado el primer histo-riador nacional.

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Si se interpreta el ocultamiento o más bien tendríamos que decir el marginamiento o silenciamiento subyacente dentro de lo que hemos venido denominando la ciudad letrada nicaragüense, la cual como hemos visto, se vale de dispositivos o tecnologías como la letra en sentido “culto” (aspecto cultural de la cultura, según Brunner) la le-tra/ley (aspecto jurídico/político), así como otras tecnologías adya-centes como la salud pública, la historia, el periodismo, la educación-pedagogía (letra/social, ciencias sociales) es notorio que ésta trata de inventar una ciudadanía homogénea que hiciera posible el proyecto de una nación nicaragüense uniforme. En este sentido la ciudadanía devenida de la ciudad letrada en este período omite la heterogenei-dad nicaragüense y por lo tanto deja por fuera a mujeres, indígenas, homosexuales, locos, disidentes, pobres entre otras clasificaciones pa-nópticas, según la taxonomía foucaultiana.

Según Dora María téllez:

“En esta república de ladinos, el poder y los derechos se determinarían conforme a la raza, la posesión de propiedades y la medición de los ingresos económicos de cada cual. La calidad de ciudadano, sus dere-chos y el acceso al poder político estaban vinculadas a los atributos del mestizaje y la propiedad” (Muera la gobierna, 1999:31).

Aquí podemos enunciar el cómo en base a la articulación de letra y la ley (constitución) se fue marginalizando el ��% de la nación nicara-güense indígena para la época, según el cronista-viajero Pablo Levy. En este sentido cuando el subalterno funge como legitimador en base a su otredad construida es vital para la nación y, cuando la nación se trata de construir mestiza o criolla, como dice Jeffrey Gould, se dejan de fuera los mismos. E ahí que los sistemas de valores, normas, representaciones, símbolos, mitos propios de una clase o cultura son capaces de provocar producciones de sentido como para construir informaciones e imaginarios sintomáticos de la nacionalidad, aun a sabiendas que en ese proceso se deban arrasar o en defecto margi-nar a pueblos o naciones enteras. Diríamos entonces, parafraseando a Benjamín que “no hay documento de civilización que no sea a la vez documento de la barbarie”. Este documento bien puede ser la textua-lidad literaria, histórica, así como los códigos constitucionales, que conformarían la poética de la nación.

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La verdad es que el trazo del mapa cultural/letrado nicaragüen-se creó relaciones asimétricas de poder y repartición de territorios, lo mismo que el acceso diferencial a los recursos y oportunidades sociales y los mecanismos institucionalizados para la producción, transmisión y recepción de las formas simbólicas por parte de un segmento poblacional: la elite letrada, defensora del legado colonial: idioma, gestos, constituciones, gustos, literatura, visión colonizador/colonizado, etc.

Desde esa época el letrado nicaragüense hace circular su imagi-nario que se superpone a la palabra y que más allá de la restringida alfabetización permea a todos los niveles y generaliza concepcio-nes, representaciones y construye nuevas formas de sensibilidad y visibilidad. Es así que los hechos sucedidos alrededor de la circu-lación, comunicación, producción y consumo del discurso letrado nicaragüense dio una nueva forma de circuito y de vida social y subjetiva en la Nicaragua de la época. Por ello, desde muy entra-da la independencia o la condición poscolonial en nuestro país la actividad de significación comunicativa por la cual iba a despla-zarse el discurso público y por lo tanto las tramas imaginarias construidas en el marco de un procedimiento- que debía volverse nacional- y que por lo tanto se impondría a la mayoría de los ha-bitantes, juegan un papel fundamental los periódicos que servían “para patentizar en él a los pueblos ideas de verdadero sistema” (Pallais Lacayo, 1982:12).

Este autor también nos es útil para refrendar nuestra hipótesis de la poética de la nación debido a que nos afirma que uno de los prime-ros, por no decir el primer periódico que se publicara en nuestro país, “era manuscrito y en verso”6 y que además su fundador era un letra-do-poeta como es Don Desiderio de la Cuadra, de quien ya hablamos y citaremos más adelante.

En este sentido la constitución de los estados nacionales implica también una transformación de la política y de los circuitos culturales en relación a las clases subalternas, pues si el Estado aparece ahora como institución regidora, él demanda, de su ciudadanía y, aún de aquellos no-ciudadanos un comportamiento normativizado. Dicho de otra manera estos sujetos “fuera” pasan a ser ilegales y propensos a la ley y la terapia, mientras que los que se podrían clasificar como

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ciudadanos gozarían de privilegios sancionados por la ley, la letra, la pedagogía y la sociología.

De igual manera siguiendo con la dimensión letrada/cultural devenida de la poesía (ya mirábamos lo de la Noruega de la li-teratura, lo del periódico escrito en verso, así como el vínculo letrado/trama imaginaria, etc) el crítico Julio Valle Castillo ci-tando a Salomón de la Selva confirma contundentemente que Ni-caragua es una nación inventada por la poesía, específicamente la dariana: Esta es Nicaragua/ la dulce tierra que inventó Darío y, el mismo Valle Castillo agregará: Darío es nuestro punto de partida y de retorno en las aventuras verbales y estéticas de la modernidad.

La pregunta sobre la modernidad, la imaginación y la invención de la nacionalidad/nicaraguanidad a la que alude Valle Castillo nos re-mite a lo que Anderson teoriza referente a la comunidad imaginada:

1) es imaginada y por lo tanto dentro de esa imaginación, letrada en el caso de Nicaragua, lleva a ese discurso nacional a desconocer a la ma-yoría de los miembros que la integran. Por ello es dable interrogarse si esa comunidad imaginada incluye la oralidad de otras zonas, sectores y clases que no usan la poesía y, si lo hacen es en formatos “otros”.

2) es imaginada como comunidad, lo cual implica el oscurecimiento y desatención de las profundas diferencias y desigualdades que en ella existen en aras de una real o supuesta camaradería horizontal que se sobrepone como discurso en la configuración simbólica/ima-ginativa de la nación envolvente, omnicomprensiva y abarcadora.

Es así que la reforma o en su momento la anulación de las lenguas vernáculas es significativa para la homogenización/hegemonización del discurso nacional. Es decir, las comunidades “otras” serán exclui-das de la hegemonía nacional y por lo tanto sus lenguas no importa que se pierdan. Eso ha pasado con el Caribe, aunque se promulgue su reincorporación como un proceso nacional, pero como se puede ver en las obras de Lizandro Chávez Alfaro será un proceso dirigido por y para el pacífico.

tal y como subraya Dora María téllez que:

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“Las comunidades y grupos indígenas fueron considerados por los grupos hegemónicos, como obstáculo al desarrollo de la nación y ubi-cados en zonas de exclusión, fuera de la emergente nación nicaragüen-se, como comunidades y grupos sin derechos, cuya extinción resultaba necesaria y conveniente” (1999:34).

Ese es el proceso que Miguel Rojas Mix7 llama la segunda coloniza-ción y nosotros, en el caso de Nicaragua, llamaríamos el segundo ex-terminio. Téllez se refiere al ya aludido acontecimiento de 1881 el que, dentro de la construcción de la nación nicaragüense, al menos para la oficialidad histórica es un fenómeno vinculado con la negación del progreso, por ello es que la mayoría de estos textos historiográficos nicaragüenses caen dentro de la categoría de lo que ya el citado Ra-nahit Guha denomina “prosa de la contrainsurgencia” debido a que no narra acontecimientos como estos y, de hacerlo lo hace fijándolo dentro de la dicotomía civilización y barbarie.

Este hecho ha sido silenciado por la historiografía nacional, pues es un acontecimiento impensable, aún como lo fue para los protago-nistas, pues tanto el prefecto Cuadra de la época, así como el gobierno de Zavala hicieron “caso omiso” a las noticias de prevención (téllez). Se daba por hecho que los indígenas no podían “imaginar” su defen-sa o en su defecto su “insurgencia” y por lo tanto un suceso como el de 1881, en palabras de Adán Cárdenas, era inconcebible de llevar a cabo por el “humilde indígena desheredado de la civilización” (citado por téllez). No podía poner en cuestión la linealidad del progreso reservado nada más a esa narrativa civilizatoria de la cual el mismo Cárdenas y el estado/nación central de la Nicaragua que estaba for-jándose en la época eran los depositarios.

Es decir, al menos dentro de la fundación de la nación nicaragüense un acontecimiento como éste no tiene derecho a brindar su opinión. Está fuera de la norma, fuera de las bases de la identidad cultural. Ileana Rodríguez dirá que en ese componente sustancial de los bor-des de la ciudadanía y la gobernabilidad en el signo dual de indíge-na/naturaleza/ atraso/barbarie- cultura/letra/ progreso/nación, se patentizan los códigos de lo “legal” de la cultura central y lo “ilegal” representada por los indígenas y su atrincheramiento en los ejidos.

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Esto es parte de los conceptos fijos dentro de centralidad/periferi-zación que los letrados nicaragüenses de la época acuñaban cuando afirmaban que: “las clases acomodadas están íntimamente ligadas con la suerte de la nación, y su índole fija y tranquila infunde confian-za a los gobiernos” (De la Rocha, 2001:99) y que al “populacho sucede precisamente lo contrario: sus pasiones son más vivas, y su previsión corta; obra por instinto antes que por reflexión”. Es así que un autor como de la Rocha, continuando con la conciencia de la colonialidad impone a su textualidad patrones de racialización, dominación y de-pendencia en lo que respecta a los sujetos y su diálogo, interacción y unidad con las narrativas de la nación nicaragüense.

De la Rocha establece por medio de estas comparaciones una co-dificación y patrones de clasificación que da cuenta de las diferencias entre las clases y lo étnico en la cuales se presenta una estructura biológica que coloca a unos dentro de la tranquilidad/racional que se requiere para fundar una nación y a la otra los sesgos de inferioridad que fungen solo para ser controlados. De esto se desprende la forma-ción para el control del trabajo, el estado, la nación y la producción del conocimiento atribuida a una clase y negada a la otra.

Sin embargo, con la llegada de las vanguardias el discurso de la identidad nacional se re-inventa. Los poetas de mayor aliento inicia-rán un discurso re-fundacional que moviliza los estereotipos y crea los gérmenes de nuevos mitos culturales. En este rápido escorzo ha-bría que señalar la relevancia de la re-visión que hacen los vanguar-distas sobre América, Nicaragua y sus mitos fundacionales. El pasaje que los discursos poéticos vanguardistas elaboraron desde lo privado a lo público situó en el tapete una cantidad de temas que llevaban como fin re-elaborar la nación de poetas.

Podemos decir que en Nicaragua como lo veremos más adelante una vez que se ha venido conformando el Estado-Nación, los elemen-tos del mito fundacional se desarrollan a partir de una identidad que se construye desde lo público y con los grupos sociales dominantes (económicos, políticos y, obviamente culturales) por medio de una institucionalidad cultural establecida, léase educación, religión, mun-do militar, estado, medios de comunicación, etc. (ver Ayerdis). Esta versión pública de identidad cultural, tal como señala Jorge Larraín, es reduccionista e ideológica, porque se construye desde lo blanco, lo

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occidental, lo religioso, lo patriótico o lo rural, excluyendo todo lo de-más: etnias, mujeres, negros, pobres, subalternos, grupos locales, etc.

Si bien el desarrollo de una identidad nacional durante la creación de la república pudo constituir un paso importante como resistencia al poder extranjero, provocó al mismo tiempo una política de exclu-sión al interior de los grupos nacionales. De allí que la construcción identitaria sea un campo de luchas, donde el discurso literario (léase discurso poético en este caso, lo mismo el discurso histórico y nove-lístico) que se funda en la lectura de la diversidad de los modos de vida privada y social establece una reconversión de los mitos cultu-rales públicos y, en ocasiones, digo ocasiones, aunque no es el caso de nuestro país, juega un papel relevante en la mitificación y, desmitifi-cación de cierto esencialismo trascendental.

Por ello la interrogante es: ¿cuánto de realidad es reflejada en los símbolos? Y ¿cuál es el vehículo de los símbolos al menos en el caso nicaragüense? La respuesta nos tensa la dualidad del letrado/iletra-do, pues nos enteramos que la textualidad (poesía, crónica, narración, historia y hasta gestos musicales) nos lanza otra pregunta que se hace Gayatri Spivak que si puede o no hablar el subalterno, a lo que noso-tros agregaríamos que si este se puede leer o leerse a sí mismo tanto en sus propias textualidades así como en las acuñadas por los letra-dos, aún siendo éstos de la misma condición del representado.

El teórico cultural guatemalteco Mario Roberto Morales en una entrevista que le realizara afirma que los sujetos subalternos margi-nados no tienen problemas en hacer el tránsito, es decir, quizá no se enteran del desplazamiento que realizan en sus representaciones, así como en sus negociaciones identitarias. Y en su texto fundamental La Articulación de las Diferencias se pregunta por la representación de la subalternidad, aún de aquella devenida, por los mismos sujetos llamados subalternos.

Esto lo emparentamos en el caso de Nicaragua donde la letra es la que priva como vehículo que circula las posiciones y representacio-nes identitarias de una sociedad que también se expresa por medio de la oralidad, aunque los letrados mismos, caso de la Vanguardia, la hayan poetizado, la hayan literaturalizado desde la óptica de la letra. Léase aquí una manera distinta de entender la poesía o más bien ten-

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dría que decir una forma que encabalga lo sobrenatural del lenguaje con la realidad representada a través del mismo.

Es decir, el discurso poético pone a prueba las funciones del len-guaje para entrar en los terrenos del decir nacional, en tanto y en cuanto, penetra el lenguaje verosímil. Desde un principio la poesía nicaragüense está consciente que debe exceder la representación na-tural del lenguaje para cantar la prédica alegórica redentora. Pablo Antonio Cuadra lo ve de esta forma:

“Los nicaragüenses hemos creado una tradición literaria que expresa y afirma nuestra nacionalidad, pero esa tradición no ha logrado todavía arrastrar o borrar los viejos diques. Esto hace que en Nicaragua la na-cionalidad tenga un aura poética y que el pueblo privilegie a sus poetas por que oye en la voz de los poetas la voz del nos” (PAC, Ensayos I ,20001:89).

Partiendo de esto diríamos que Nicaragua no cabe en el lenguaje literal y recurre a la figuración del registro poético, a la creación de una saga nacional ensamblada en la posición heroica de resistir y pre-servar su libertad lingüística, a la vez que circula por el campo de la “patriada”, de las perspectivas, de las representaciones.

Se percibe en las alocuciones “voz” “nos” del texto de Pablo An-tonio la muestra del saber-poder de la letra como sistema efectivo de exclusión, aunque en este caso sería de inclusión. No obstante, esa denominada inclusión se realiza desde una óptica del poder repre-sentacional y nominal. Pablo Antonio, al igual que la Vanguardia a la cual perteneció toda su vida, dentro de su propósito de nacionalizar, decide desde el “nos” citado anteriormente, cómo serán incluidos los sin “voz” dentro de la ciudad letrada que él mismo conforma tanto por medio de su reflexión, así como desde su escritura poética.

Así, habría que examinar de igual manera, las sugerencias más interesantes e importantes en lo que refiere al vínculo poesía/natura-leza como elementos cognados con la fundación y constitución de la nación nicaragüense, máxime cuando ésta se refiere a la naturaleza y a la historia y terminan derivando en un creciente trasfondo social de nacionalismo. PAC lo ve de esta forma:

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“todos nuestros poetas tienen- quien mas, quien menos-esa dualidad de tierra y agua de campesinos y de marineros. Pero lo que nos mete hasta las entrañas el mar y la tentación de la lontananza es el lago” (PAC, Ensayos I ,20001:90)

también dirá:

“La poesía, principalmente la de Darío, trasladó y ocupó el trono…en lengua española…alimentó nuestra fe y confianza en nosotros mis-mos, en ese nosotros escindido, disminuido, invadido, humillado”… (PAC, Ensayos I ,20001:90).

¿Quién habla en este nosotros Pabloantoniano? Para el caso se-rían los nicaragüenses. No obstante, hay un modelo de sociedad, de epistemología y subjetividad, en ese nosotros del ensayista que deja de lado las otras formas ontológicas del ser nicaragüense, aunque el mismo autor en otra parte hable del mestizaje y de la teoría del tercer hombre, se entrevé lo que Walter Mignolo llama la imperialidad del saber, el saber que se impone a la fuerza, la episteme que define y rea-liza por medio de un doblez: la poesía como discurso que se analiza y el género que utiliza para ello: el ensayo. Es decir, por medio del ensayo/letra Pablo Antonio Cuadra referencia a la poesía/letra como el vehículo que contiene al nicaragüense, sin importarle la oralidad de otros grupos, de otras etnias o de otras colectividades.

Es posible fijar cotas y mostrar el vínculo entre el discurso poéti-co/letrado/hegemónico, definido a través de la literatura o de la letra para ser más inclusivo del asunto letrado, y los fenómenos de la mo-dernidad/colonialidad, o tendría que decir, de la colonialidad interna de la cual PAC y el movimiento de vanguardia son los impulsores más importantes. Se presenta en esta propuesta una cierta visión de las comunidades y sus relaciones que se utiliza para justificar la colo-nialidad que sobrevive en el imaginario intelectualizado.

Esto nos lleva a suponer algunas nociones como que la “nación” o la “cuestión nacional”: ha sido una permanencia en la literatura nica-ragüense y, especialmente, en la poesía; y que esta noción de nación se inserta, siguiendo la nomenclatura de Anderson (199�), dentro de una “comunidad imaginada”, debido a que sus miembros, pese a no conocerse todos entre sí, así como tampoco a su territorio, poseen una

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imagen mental de estos elementos que los cohesiona y hace sentir en comunión y que, desde nuestra perspectiva, se define como una noción “mutable”, en proceso de permanente construcción y recons-trucción (Larraín 2001) y que, por lo tanto, sus transformaciones co-rresponderían a rasgos propios del fenómeno identitario.

En base a esto es posible interrogarnos: ¿Acaso la antropología no nos ha enseñado una forma de leer a los pueblos desde sus códigos sin que ellos lo hagan a sí mismo? Es decir, es el ojo del letrado el que elabora los discursos, es lo que Nelly Richard critica a las disciplinas sociales occidentales cuando estudian y clasifican a los pueblos sin tomar en cuenta sus propias proyecciones ¿No eran las clasificaciones coloniales de los mestizajes mesoamericanos realizados por los frailes europeos meras arbitrariedades mediadas por sus códigos europeos?8 Sergei Gruzinsky en su obra La guerra de las imágenes nos habla de las tergiversaciones simbólicas que cometían los españoles en lo que respecta al arte y la estatuaria precolombina.

Esta lectura nos remite nuevamente a Mignolo quien afirma que las conciencias se forman en base a sus propios códigos o necesida-des. Por ello es que un tópico “concienzante” como en el de “hemis-ferio occidental” por ejemplo o de la misma “Nuestra América” de corte martiano, no son o no pueden ser asimiladas por grupos que denominaban a este territorio “Abya Yala”. Lo mismo para el caso de Nicaragua, pues la región mestiza, la “gueguensidad”, “la repú-blica de lectores” o la “nación de poetas” con que se han construido los procesos identitarios son figuras fundamentales para los criollos independentistas y sus letrados, quienes las han fijado no sólo en el imaginario, sino dentro de circuitos tan importantes como el sistema educativo, así como la historiografía literaria y política, pero no para los sujetos excluidos desde la fundación misma de la nación.

De igual modo que en la Idea de América Latina que el mismo Mignolo desenmascara o podríamos decir que de/codifica la mal lla-mada homogeneidad, lo mismo que su invención por medio de los procesos imperiales, para el caso de nuestro país, el nombre de Ni-caragua, cuestionado fuertemente por Augusto C. Sandino,9 resulta ser una imposición, una codificación, un “invento”, una “idea” por parte de los mismos conquistadores. Es así que cuando hablamos de

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Nicaragua, nos referimos al impostado nombre actual del territorio de Rivas que luego se generalizó su uso para todo el país.10

El viajero Pablo Levy de cuya obra tomamos la cita anterior es en cierta medida un inventor de la historiografía nacional, debido a que muchos de los “historiadores nacionales” lo toman como referencia en lo que respecta al trato, al gesto y al archivo como forma y método de lo nacional histórico. Podemos entrever un supuesto epistemológi-co que plantea la validez de lo regional-nacional, señalado por la co-lonialidad/territorialidad. Para decirlo en otras palabras, Nicaragua desde esa época se convirtió en una categoría histórico/geográfica, en un “lugar”, el cual, como lo define Marc Auge, es antropológico, es un territorio lleno de sentido.

Germán Romero Vargas en un estudio sobre la aristocracia nicara-güense del XVIII afirma:

“La provincia de Nicaragua recibió su nombre al tomarse la parte por le todo: al penetrar los españoles por el sur y encontrarse con los indios Nicaraguas bautizaron a las tierras con ese nombre” 11.

En este caso se lleva a cabo una representación de un sector por el otro. Entonces se imponen los modelos imperiales en lo referente a la nominación, aunque estos no estriben en el “concepto de reali-dad”, sino de una imagen asimétrica en la que una de las narrativas se vuelve hegemónica: conquistador/conquistado, europeo/nativo, dominador/ dominado, pues el acto de nombrar es el acto de crear, de construir, de llenar de sentido. Este sería un acto “poético”, “meta-fórico”, “alegórico”, o más bien “demiúrgico”.

Ese “sentido”, o esa “demiurgia” muchas veces ontológica si lo va-loramos desde la perspectiva de la creación/nominativa o de la repú-blica de poetas pabloantoniana, y sostenida por sus continuadores, una de las perspectivas que abordamos en esta obra: lo letrado, y, en otras, ese “sentido” va en el orden de lo geográfico como un territorio inventado- territorialidad cartográfica y no nación/país- desde la mo-dernidad/colonialidad. Es así que este territorio ha pervivido como el mito, por ejemplo, del canal interoceánico, el estrecho dudoso, el paso a la Mar del Sur, el Desaguadero, el Canal Seco (Nicasio Urbina,

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la miticidad en la literatura nicaragüense texto inédito), entre otras formas de impostar sentido al territorio.

Por esta vía es posible demostrar no sólo en base a la miticidad y el sentido de la territorialidad, sino partiendo de su representación cartográfica que Nicaragua en un invento, una creación y una no-minación eurocéntrica. El mismo Nicasio Urbina en el texto citado anteriormente señala:

“que entre los textos más destacados que vale la pena apuntar- para hablar del mito del canal- se encuentran la relación del cuarto viaje de Colón, las referencias de Francisco Hernández de Córdoba y Gil González Dávila, las crónicas de Diego de Machuca y Alonso Calero, así como las referencias de la famosa colección Somoza, las crónicas de viajeros”… (Urbina, texto inédito).

Esta cita nos faculta a señalar que el “sentido” y los tropos del lugar (Nicaragua) se lo confiere la cosmovisión del modelo civiliza-torio occidental y conlleva en sí una matriz colonial como perma-nente (re) configuración del mismo. Así en los pliegues cartográficos es posible rastrear a Nicaragua con “bastante imprecisión durante el Renacimiento, tras el descubrimiento del Nuevo Mundo” hasta que la misma cartografía va a ser fundada de forma oficial por el señor Maximiliano Von Sonnenstern.12

El cual es, según el estudioso orient Bolivar, uno de los miembros más sobresalientes de esa pléyade de científicos y viajeros alemanes llegados a nuestro país el siglo pasado (XIX), que contribuyeron no-tablemente con obras claves al conocimiento y desarrollo de nuestra patria” (Bolívar).

Este párrafo confirma la des/localización y des/incorporación del conocimiento de la centralidad europea, en este caso Alemania, que sube como epistemología de la modernidad (Mignolo). Hay un lugar desde el cual se enuncia la modernidad/colonialidad- Europa- fun-cionalizado por el sujeto viajero y científico, el que, en palabras de Santiago Castro Gómez, sería un sujeto que distribuye un discurso colonialista producido desde la estructura de una episteme imperial y eurocéntrica.

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Adquiere entonces, si valoramos la propuesta de Bolívar de viaje-ro-científico en el caso de Sonnesnstern el discurso ilustrado un ca-rácter etnográfico. Entonces Nicaragua fue leída y traducida desde la hegemonía epistémica de los productores de conocimiento forta-lecidos “por la salida del hombre de minoría de edad”, como dijera el alemán Immanuel Kant, coterráneo del cartógrafo que levantó el primer mapa oficial de Nicaragua.

No es gratuito que el mismo Bolívar en su obra cite a una serie de alemanes como los grandes impulsores de las ciencias en nuestro país, incluso menciona a Karl Hermann Berendt y lo denomina como “el padre de la etnografía centroamericana”. Se lee a partir de esta “et-nografía centroamericana” la dimensión de la colonialidad del saber la cual se traduce en la visión teleológica de la historia, en donde oc-cidente, aparece como la vanguardia del progreso disciplinar (Castro Gómez).

Así que desde la óptica de los pliegues cartográficos nicaragüense: el estado/ nación como tal, fue una creación o una idea colonial/mo-derna en la que participan los españoles desde su llegada, hasta los alemanes que sirven en el período de los llamados treinta años de go-bierno conservador. Es así que el mismo Sonnenstern es llamado, por otro historiador canónico en Nicaragua, “el delineador de la imagen de Nicaragua”, de igual manera vale mencionar que fue el jefe de una comisión para “investigar los mejores lugares para la colonización en el departamento de Chontales” en la Nicaragua decimonónica.

Aquí es posible leer, una posición en la que mediada por la mo-dernidad/colonialidad, que continuó luego de la llamada indepen-dencia, se implementan de ciertas políticas de control sobre la vida de los pueblos en la Nicaragua de la época. Esto es una práctica para mantener el control total de la población y el territorio nicaragüense. Es la racionalización de la administración nacional/estatal a través de la cual se debe posicionar frente a “los mejores lugares para la colonización”.

Asimismo siguiendo la interpretación cartográfica fundacional en Nicaragua, al igual que Mignolo lo realiza con nuestro continente en su obra La Idea de América Latina, podemos decir que los mapas primigenios que dan cuenta de nuestra territorialidad y que, de una

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u otra manera nos desplaza hacia la modernidad/colonialidad como nación independiente, se complementan con imágenes de mujeres, niños o nativos (negros) en posición reverencial en relación a los co-lonizadores1�.

Hay una transposición de significados y simbólicas como lugares de enunciación, invención y fijación dentro del imaginario nacional en el que las figuraciones de mujeres, niños, negros son, no un mó-dulo de integración, sino de subalternización, dominación y control dentro de un nuevo paradigma de nominación de las cosas. De esta forma se consolida un modelo clasificatorio de las imágenes, de la palabra, de la verdad, del saber, del conocer y del trazar, en relación a la cartografía en la que los sujetos “otros” son erotizados y exotizados y cuando no desplazados en el concierto del “locus” epistémico, como en el caso de los mapas que delinean Nicaragua.

Un estudioso y teórico de la cartografía como Brian Harley ha des-crito este proceso desde una óptica parecida:

“Los mapas dejan de entenderse principalmente como registros inertes de paisajes morfológicos o como reflexiones pasivas del mundo de los objetos, para mirarse como imágenes refractadas que contribuyen al diálogo en un mundo socialmente construido”. (1987:278).

Podemos decir que la cartografía acompañada de imágenes exóti-cas (nativos, indígenas, mujeres) funge para reforzar el proyecto euro-peo y legitimar la autoridad. Entonces la cartografía se materializa en una forma de manipular a través de mensajes retóricos que estable-cían las relaciones de poder predominantes. El discurso de legitima-ción de la conquista y de apropiación de las tierras fue, de este modo, adelantándose al conocimiento real de la tierra para dar forma a una geografía inventada que empleaba mapas coloridos como reclamo de un lugar que se consideraba exótico. todo el simbolismo estructurado en los mapas tenía el objetivo de afianzar la colonización y legitimar el modelo europeo de conquista. La cartografía “ordenaba y daba ór-denes al territorio”, en una idea renacentista o moderna/colonial que reflejaba la fuerza y la jerarquía del imperio.

Entonces percibimos la cartografía como práctica y discurso a través del cual se apuntalan elementos de reflexión sobre la configu-

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ración de territorios, políticas de identidad y memoria. En efecto, la Cartografía oficial sustentaría -a lo largo del siglo XIX- la propia idea de la existencia de la Nación y del territorio nacional, ofreciendo la afirmación simbólica de la soberanía y la unidad del Estado-Nación (apenas en formación), generando la imagen científica del espacio his-tórico nacional (aun por consolidar) y desarrollando la narrativa de la genealogía del territorio como espacio cultural natural de la nación nicaragüense, aún con sus propias interpretaciones y sombolicida-des como los que se apuntan en los párrafos anteriores, en las cuales se esencializa la referencialidad del territorio y se circunscribe a un imaginario inventado por los cartógrafos/colonizadores/inventores/descubridores/modernos/coloniales.

En este sentido la cartografía es parte esencial de esa construcción del imaginario/nación en el caso de Nicaragua, lo mismo que, según Walter Mignolo, sucedió con la idea de América. Cristóbal Gnecco para el caso de América Latina lo ve de esta forma:

“La naturalización de la memoria social por parte de la historia es uno de los recursos políticos mas efectivos en la construcción de las identidades. La naturalización de la identidad se funda en una concep-ción primordialista y escencialista que la configura profunda, interna y permanentemente. Ese escencialismo es transmitido a la memoria social por parte de la historia a través de muchos mecanismos, pero sin duda uno de los más poderosos es la referencialidad espacial. El sentido histórico (es decir el sentido identitario) se construye desde toda cla-se de referentes espaciales, desde los objetos hasta el paisaje.”(Gnecco, 2000:184).

Vale la pena afirmar que, la aparición en el escenario de la cultura europea, de ese ente histórico-geográfico que llamamos América y que para nuestro caso es Nicaragua, no se debe al “descubrimiento” que de él se dice realizó Cristóbal Colón. Esto fue parte del proceso de la expansión moderna/colonial durante el siglo XVI.

Por ello podemos decir que la práctica de la cartografía, desde esa época y el mapa mismo, originalmente son formas de conocimiento técnico y, por medio de los cuales se ven alterado su carácter para convertirse en una forma de discurso codificado al servicio del poder

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político y, susceptible de manipulación, y objeto de control, censura y secreto.

Es posible, entonces al momento de estudiar la cartografía y los mapas, principalmente como correlatos de la letra/historia y como mediadores entre la expansión territorial y sus motivos políticos y culturales, conceptualizar el discurso geográfico y los mapas como un sistema complejo de signos al mismo tiempo icónicos, lingüísticos, numéricos, imaginarios y espaciales, evaluados y usados en forma persuasiva o retórica: esto es, de ser manipulados teleológicamente por grupos de poder.

Diríamos que para cada una de estas interpretaciones de los mo-vimientos históricos estructurales que soportan la invención de la nación nicaragüense, obviamente emparentados al discurso letrado como vehículo que los hace circular, nos adentramos hasta las rea-lidades profundas que éstos traducen, eventos que se convierten en los tejidos y movimientos subterráneos del idealismo ontológico que supone el descubrir, nombrar o anatemizar, como ha sucedido con América Latina y en este caso con Nicaragua.

Entramos al hecho del agenciamiento y, la vehiculación de la “in-vención de la tradición” que, para Nicaragua queda consignada en una diversidad de aspectos, los cuales muchos ya fueron señalados en esta obra. Así podríamos re/enumerar no sólo los gestos letrados, políticos y cartográficos, así como el hecho de que las gobernacio-nes mismas hayan sido fundadas por el eurocentrismo, lo mismo que las nominaciones, sino cómo las simbólicas se mantienen por medio de rescoldos modernos/coloniales como el nombre de la moneda na-cional, las nominaciones de ciudades, lo mismo que los paralelismos culturales en referencia a un paradigma, muchas veces hasta ontoló-gico-antropológico.

Cabe aquí una disgresión alrededor de cómo la historiografía y, también los letrados nicaragüenses han valorado el denominado acontecimiento descubridor/fundacional en tanto y en cuanto di-mensión de la modernidad/colonialidad. Es así que, en las posiciones de estos autores se nota una relación de intersubjetividades y, en las que se articulan numerosas tensiones que a la postre son salvadas con loas a la episteme eurocéntrica, y, cuando no, a la norteamericana. No

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es gratuito que cuando no hay reflejo en Europa, lo hay en Norteamé-rica, como son en el caso de los diálogos de la literatura nicaragüense y la francesa y luego las charlas e intercambios con la literatura nor-teamericana. 1�

Baste citar la producción, por parte de los letrados nicaragüenses, de un imaginario histórico/mitológico que ha sobrevivido, casi an-tropológicamente por medio de una series de fabulaciones en las que “esa miticidad de Nicaragua surge constantemente en la literatura y en el arte en general, en la música y en la pintura, en su folclor y en su arqueología. Sin esa mitificación de la nación, no podría haber nacio-nalidad” (Urbina, texto inédito.)

Hay en esta cita una parafernalia en la que se leen conformaciones estructurales que juegan un rol fundamental para el imaginario y que a su vez sustenta los postulados de la nación nicaragüense. Esto, de igual forma, nos remite al tan cacareado macondismo latinoameri-cano, internalizado en las categorías de la miticidad y a través del cual se naturalizan las instituciones, los gestos, los eventos y hasta los personajes los que son ordenados en una propuesta que nos desplaza a las relaciones de poder/saber/ser que al final desemboca en una elaboración de la realidad, sea esta fundada, inventada o impostada. Es así que al igual que Urbina fundamenta la nacionalidad en la mi-tificación, no importando devenga esta de una perspectiva colonial/moderna para otro estudioso como es Carlos Meléndez1� reinvindica de forma categórica la génesis de la nacionalidad aun desde los actos de conquista/colonización:

“El valor y los méritos de la expedición de Hernández de Córdoba en Nicaragua, estriba casualmente en esta instancia fundacional en que se vio envuelto. Al menos dos de las tres ciudades por él establecidas subsisten hasta nuestros días… ello justifica que intentemos ahora acercarnos a la obra y pensamiento del arquitecto de esta obra política modeladora de la que surgió con los años una nacionalidad” (Melén-dez, 1976:69).

Es así que los letrados nicaragüenses naturalizan y universalizan la conciencia de la modernidad/colonialidad la que en su momento fue forjada por la episteme europea en el marco de su proyecto colo-nial. Meléndez además de compilar hechos y hazañas de Hernández

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de Córdoba crea la imagen del territorio y constituye un eje paradig-mático que no resiste a los relatos fundacionales impuestos desde los hechos de conqusita/exterminio/explotación/subalternización y que aun defienden muchos letrados nicaragüenses. Este es un relato de los múltiples que conforman la nación nicaragüense creado y proyec-tado por sus mismos sujetos letrados.

Resabios que parten del ethos colonial y las formaciones impuestas por el pensamiento, la geografía y la clave de la cultura letrada euro-céntrica. Estas a la vez se vuelven prácticas y conocimientos que se basan en una lógica común: la modernidad/colonialidad, condición de donde se desprenden los diversos relatos que a la postre legitiman o desfiguran a los sujetos otros, a las historias “otras”.

Podemos entrar al debate en el cual se afirma que América es, pre-cisamente el territorio que en base a la ontología de su “descubrimien-to” y su anexión a la cartografía de la época, es la que define la moder-nidad y por lo tanto la colonialidad como fenómenos mancomunados. No obstante, es justamente esa “ontología” que produce América, de donde surge el iusnaturalismo moderno o contractualista (Bartolomé de las Casas, aunque este mismo sea roto más adelante) de la cual se parte para la configuración de la modernidad ilustrada (eurocéntrica) que es a la postre la que nomina estos territorios y los confina en la modernidad/colonialidad. Es decir, los varones “ilustrados” que no-minan (bien dice Mignolo cambian el nombre a todo este vasto terri-torio de forma arbitraria) se ubican en un sitial epistemológicamente hegemónico en comparación a los varones, mujeres, indígenas, niños de los territorios hoy llamados “América”.

Enrique Dussel lo determina cuando dice que:

“Europa pasó de ser el patio trasero de los sistemas interregionales vigentes en el momento a convertirse en el centro del nuevo sistema mundo forjado a partir de la conquista de América… Gracias al mal llamado descubrimiento de América, Europa puede obtener la ventaja comparativa que le permit convertirse en el centro del mundo” (Dus-sel, 1998: 51-52).

A partir de este fenómeno el nuevo sistema-mundo se torna he-gemónico y crea una concepción jerarquizada y jerarquizante de la

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realidad y que no puede ser comprendida de manera igualitaria. Se lee a partir del Eurocentrismo vs. Ultramar. Se percibe un principio de oposición dicotómico que implica una jerarquización de lo real, sea en los niveles físico (bestias/hombres), antropológico (esclavo/hombre libre, bárbaro/civilizado, niño/adulto, mujer/hombre, cuer-po/alma), ontológico (sensible/inteligible), metafísico (materia/for-ma) y ético-religioso (bueno/malo, perfecto/imperfecto) y político (autárquico/no-autárquico) (Cf. Gómez-Muller, 200�: 22-�2). Y para el caso del fenómeno “descubrimiento” haría falta agregar uno, y que, ciertamente, se encuadra en el nivel antropológico, con esquirlas de todos los otros niveles: visión indígena/visión eurocéntrica (todorov, 2003: 164), lo que al final define la construcción epistemológica del “objeto” sea este continente, subcontinente o nación como en el caso Nicaragua.

Es mediante este mecanismo que el eurocentrismo y, más adelante para el caso de Centroamérica y Nicaragua el norteamericanismo, se vuelve uni-versalidad que desplaza y segrega las particularidades de cada uno de los territorios. Bien observábamos que el nombre Nicara-gua se desplazó desde el territorio de Rivas hacia el resto de la región para luego abarcar de forma arbitraria hasta los confines de la Mos-quitia, también llamada taguzgalpa y que empieza a aparecer en los mapas como un territorio perteneciente a determinados sujetos, de forma individualizada, hasta el punto que cuando se lleva a cabo la denominada “Re-incorporación de la Mosquitia” se denomina a este territorio con el apellido del presidente de turno, como forma clara de colonialismo interno, o de darle continuidad a los postulados de la modernidad/colonialidad implantados desde la región del pacífico.

La Costa Caribe nicaragüense viene a ser el último eslabón en lo que refiere a dominio de la territorialidad nicaragüense para integrar quizá un estado, no así una nación nicaragüense, pues la costa Ca-ribe se ha considerado una nación dentro de otra, debido a que sus postulados culturales son diversos y han estado des/vinculado de la centralidad pacífica y, quizá sea el estado como ente político el que ha permeado de forma un poco más clara desde que el presidente José Santos Zelaya dijera en 189� que “los pueblos misquitos reunidos en gran convención que están bajo nuestra bandera y que obedecerán nuestra constitución y nuestras leyes” (En historia de la Costa del Ca-ribe de Nicaragua, UNAN Managua:2007:118).

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Desde esta perspectiva la referencia a la Costa Caribe en el discur-so nacional es narrado a una “otredad-caribeña” simbolizada por el silencio y por lo no dicho, por la ausencia del relato mismo de la seg-mentación y la diferencia fundada en una exclusión discursiva de las identidades-otras, que tanto más fuerte lo es en sí misma cuanto esa exclusión discursiva se funda en una exclusión material, no sólo de las voces, sino de los cuerpos de esas identidades-otras, configurando un “territorio de exclusión/inclusión/integración” el que a la postre resulta “genocidio simbólico y material” de la diferencia.

De ahí la idea de que estas son regiones y territorios en construc-ción, en invención. Se lee una especie de movilidad geográfica que se conjuga con las imposiciones nominales (Rivas/Nicaragua/taguz-galpa/ Mosquitia/Zelaya/Caribe) como parte de una racionalidad colonizadora que trata de articular en base a intereses económicos y políticos que devienen desde el centro y sus elites letradas que son las que al final naturalizan y fundamentan. Se dio un proceso de subal-ternización y nominación de todas las demás culturas a través de los diversos vehículos letrados/políticos y de esta forma los otros sabe-res/ lenguas/visiones/ estructuras quedaron fuera, o, en su momento dentro de la modernidad/colonialidad, (como elemento de justifica-ción) fundada y ejecutada por el eurocentrismo o, cuando no, por los herederos independistas/letrados. Es así que tanto los conquistadores y luego las élites herederas en nuestro país los interpretaron e inven-taron bajo sus propios parámetros. Es decir, convirtieron en criterio único sus posiciones, en su mayoría tomadas de la Colonia.

Entonces ese fenómeno que se descubre como modernidad, con la llegada de los europeos y que se emparienta con la colonialidad, aun luego de la mal llamada independencia no ha concluido, pues como bien lo deja claro el mismo Mignolo:

“Se ve que la colonialidad del poder sobrepasó el período colonial, do-minando el período de construcción nacional y manteniéndose activa en la actual situación de colonialidad global” (2000:3-4).

Esto pone en evidencia la mediación entre los recursos simbólicos-clasificatorios y la racionalidad-funcional: anulación de las memorias históricas e identidades colectivas por parte de una fórmula ideológi-ca-mistificadora que marca el acceso y la estructuración alegórica que

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asegura la transmisión del saber/poder y el desplazamiento indefini-do de sus efectos (Foucault).

Aquí empiezan las falsificaciones, las naturalizaciones de la inven-ción en nuestra trama imaginaria/nacional lo que luego se volverá estigmas epistémicos, en tanto y en cuanto constituyen la recreación de un tipo de práctica significante emparentada con la cultura letrada y fundada en matrices racionales eurocéntricas. El poder de nombrar es en sí el poder de fundar, de inventar como lo afirma Mignolo, en lo que respecta a la Idea de América Latina que circula en los diversos estratos de reproducción discursiva.

Es así que el acto fundacional de los conquistadores que más tar-de será reforzado por los independistas y los letrados nicaragüenses cuando ven en “el gran tiempo de oro de la Colonia” sus expansiones sentimentales y la recuperación de gustos y modalidades de fruición, propias del nicaragüense según ellos, se nota que hay una invisibili-zación de las otras “epistemes” o bien de las otras formas de pensar estos procesos en Nicaragua. Nos referimos a los territorios caribe-ños, así como a las zonas norteñas en las que la trama cultural del pacífico, la cual es la que se ha impuesto como organización nacional o de “sistema” como decían los periodistas luego de la independencia, no crea mayor recepción que la que se proyecta a través del sistema de educación.

Nicaragua entonces fue nuevamente fundada, inventada no sólo por los conquistadores y los letrados, sino que la constitucionalidad la refrendó y a través de ello realizó un borramiento de los “otros” desde 18�8 cuando en la constitución redactada por los legisladores de la época, en su artículo dos proclamó como territorio del Estado el mismo que antes comprendían los cinco partidos de la provincia de Nicaragua (Levy, 1976:��). En este mismo escrito el mismo Levy nos da una clave referencial en lo que respecta a dilucidar el forjamiento de la nación, cuando afirma que, desde esa época es que “corre la deu-da extranjera de Nicaragua”. Este elemento de la deuda, en América Latina y en particular en un país como Nicaragua, es un dispositivo clave de la identidad. 16

En este caso nos preguntaríamos si el pueblo se ve representado en las textualidades que dicen representar lo nacional imaginario. Con-

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textualizando: ¿Es acaso la “nación de poetas” o la nación mestiza representativa de todas las clases, géneros y estratos? Esto, deviene debido a que la poesía es el género más antiguo registrado por nues-tros inventarios. o quizá el primero que se canonizó y que ha queda-do acendrado en nuestros sustratos. Gordon Broherston en su libro La América indígena en su Literatura, nos habla de la poesía como el género iniciador. Ángel María Garibay registra cantares poéticos de los Aztecas como los primeros vehículos simbólicos de la identidad mexicana y por tal razón latinoamericana. Robert Coulthard nos dice que “los códices indígenas eran incapaces de contar fábulas o nove-las” y le brinda mayor crédito a los actos de las deidades y por lo tanto de las cosmogonías, las cuales son escritas por lo general en lenguaje, ritmo y formas poéticas.

Diríamos que la poesía es la reproductora de los mitos desde sus orígenes y por ello es el vehículo más importante, el que todo aquel que se inicia en las letras lo debe transitar, al menos en Nicaragua así sucede. Un novelista nicaragüense una vez dijo que en Nicaragua primero se empieza escribiendo poesía para luego trasladarse a los textos narrativos. En este sentido invierte a Darío quien dice que la prosa es la calistenia para luego escribir poesía. Sin embargo, en am-bas posiciones la poesía es la menos traicionada, más bien es la que funda, la que inicia, es la que identifica, es la escritura posible en la que se inscriben los códigos del origen (en el caso del novelista) y del fundamento teleológico (en el caso de Darío).

Eso explica lo de las maximizaciones al Darío poeta en detrimento del novelista. Explica también lo de la nación de poetas en donde to-dos son “hijo de pueta” y explica lo de la no masificación de la novela hasta muy entrado el siglo XX en nuestro país. Nicaragua sería enton-ces un país construido sobre lo poético, en man comunión con la Po-lis, la historia, la cartografía, en fin lo que hemos denominado cultura letrada y sus diversas mixtificaciones. Estas son el espacio que insti-tuyen una invención: pensar en un solo idioma, fundar símbolos, con-tar acontecimientos, como decía Coronel en una cita anterior y como lo estudia Arellano en Literatura Nicaragüense. Por ello la poesía es la forma exclusiva de vender el país. Nuestros mass-medias articulan este discurso como representativo de la nicaraguanidad17.

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De esta manera Ileana Rodríguez habla de tierra de lagos, lagunas y Volcanes en el sentido de una continuidad colonial en la que, tanto el Desaguadero, así como los volcanes serán atractivos para los colo-nos de la época, lo cual sería un equivalente para el turista actual. Es una forma de vender Nicaragua como un lugar de contrastes o de lo que Pablo Antonio Cuadra llama dualidad. Es una especie de locus ameno, continúa diciendo Rodríguez, el que con narraciones como la del poeta niño, el gueguesismo, entre otros, se enriquece en lo que respecta a su discurso cartográfico y cristalizado en sus más sobresa-lientes paisajes.

Esta comunidad imaginada se da debido a la invención de la tradi-ción poética como diría Eric Hobsbawn. Aunque la Historia nos hable de repúblicas Conservadoras o Repúblicas liberales sesgadas hacia las motivaciones ideológicas como elementos fundacionales, la histo-ria literaria ya mencionada, habla de la Nicaragua, patria de Rubén Darío, el poeta, lo que concluye que cada una de estas repúblicas o naciones, creadas por la historiografía, llevan en sí un sustrato de lo poético.

José coronel Urtecho nos dice que en pleno siglo XVI “es curioso observar que en el mismo dintel de la selva americana, lo que se cul-tivaba era la poesía”. Esto nos coloca de frente a dos situaciones: que la poesía colonial es continuidad de aquel hilo poético que descubre Garibay, y muy nacionalmente Jorge Eduardo Arellano en su Lite-ratura nicaragüense, cuando nos dice que “el más antiguo vestigio literario data de la época prehispánica y corresponde a un canto al sol de los nicaraguas” más adelante este autor hablará de texto poe-mático, término con el que clasifica este cantar y otros posteriores en lo que respecta a la cronología. Además Coronel es el abanderado de la construcción de un canon histórico devenido de la conversación, del diálogo asociado a performatividades. Es decir, la Historia sería también poetizada a través de la conversación.

Y la otra situación es el sentido fundacional de la poesía y su sim-bólica dentro de los componentes identitarios nicaragüenses. No es gratuito que un autor como Juan Irribaren ya en plena época repu-blicana y de mucho nacionalismo, como bien dice Alejandro Bravo y Nelly Miranda “alce la voz llamando al combate contra los invasores extranjeros” estos mismos críticos dirán más adelante que la poesía

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de este autor quizá carezca de esteticidad, pero no de nacionalismo fundacional.

No obstante, es sintomático el nacionalismo de Irribaren debido a su doblez, la escala de niveles de sus posiciones posibilita múltiples formas de nacionalismos. Este autor pasa de un nacionalismo local granadino y legitimista18 aludiendo a párrafos anteriores en pleno siglo XIX y lo contrapone a un localismo leonés. Asimismo en otra posición, representa una especie de nacionalismo general que maneja una suerte de poder simbólico nacional, en abandono del localismo. Es así que durante la guerra intestina entre legitimistas y democráti-cos en 1854 que luego desembocó en la llegada de los filibusteros, este autor en primer lugar insta a sus locales granadinos en contra de los leoneses:

Al arma granadinos

Intrépidos pelead

Por vuestra cara patria

Por vuestra libertad

De mortífera guerra el embate

Cuatro veces Granada ha sabido

Victoriosa en la lucha salir

Sin embargo, el maestro Jerónimo Pérez nos dice que el mismo Irri-baren, ya inmerso en la lucha contra el filibustero, dejará sentir su canto en contra del extranjero en abandono de los localismos:

Ya el bandido del norte prepara

A la raza que él llama servil

No el cadalso si no la cadena

Que tortura de Ismael la cerviz

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Sus miradas de buitre pasea

Sobre el suelo que habita el central

Y tal vez sin piedad nos veremos

Miserables sin patria ni hogar.

Partiendo de la afirmación de Bravo y Miranda y de la propuesta poética de Irribaren, diríamos que las imágenes de nuestra nación han sido creadas con el discurso y el vehículo letrado, en el que se incluye el poético, el narrativo y el histórico. En Irribaren es el gesto permanente y reiterado de volver a un origen en oposición a lo ajeno, a lo extranjero que la memoria fundacional busca recuperar y que el discurso poético reconstruye a retazos como imaginario. Así, el arte y específicamente la cultura letrada en Nicaragua, se han transformado en instrumentos privilegiados para constituir y en cierta medida res-tituir el tejido social, evitar la disgregación interna y, en cierta medi-da, al menos para el caso de Irribaren y los que, Franco Cerutti llama Románticos nicaragüenses, los que estudiaremos más adelante, sería frenar la amenaza exterior.

Puede identificarse en la posición poética-política de Irribaren un entramado que se remonta a los orígenes, se alude a la caída y se poe-tiza la resurrección no sólo de los localismos, sino de los naciona-lismos, pues como dice J. C. Pinto Soria en Centroamérica siempre estuvieron dada las condiciones para los nacionalismo, tanto desde la óptica geográfica, como desde la económica y la política. Así que aunque Irribaren descubra una especie de vacío nacional, lo llena con su discurso letrado, con sus versos. Este autor demuestra que desde el terreno cultural se puede renacer, que se puede crear un pasado narrable, poetizable o historizable que permita no sólo describir o cantar el país, sino también hacerlo, inventarlo, imaginarlo.

Irribaren vincula los elementos de una tradición cultural disgre-gada, la cual se había recién comenzado a definir sobre la base de modelos sociales nacionales precedentes marcados por valores como la identidad local, la resistencia cultural, la solidaridad y la justicia social. Por lo tanto, si aceptamos la existencia de un nuevo discurso crítico propio de la poesía escrita en esta época, ¿cuál sería, entonces,

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el lugar que la idea de “nación” ocupa en él y cómo se construye ésta. La noción de nación, sería el espacio donde antagonizan (combaten) por el poder distintos proyectos nacionales, o donde distintas memo-rias compiten por el poder bajo la postura, bien sea, de una región racional/ empírica o una región cósmica. La memoria de la historia (discurso del poder ajeno: para el caso de Irribaren será el filibustero) frente a la memoria de la ahistoria (discurso endógeno en la época de Irribaren en formación).

Esto no es nuevo pero si relevante cuando se trata de construir una noción de nación sin atender a sus especificidades históricas y cultu-rales y sin considerar al “ser heterogéneo” como agente productor de discurso:

“Hoy concebimos a América Latina como una articulación más com-pleja de tradiciones y modernidades (diversas, desiguales), un conti-nente heterogéneo formado por países donde, en cada uno, coexisten múltiples lógicas de desarrollo. Para repensar esta heterogeneidad es útil la reflexión antievolucionista del posmodernismo, más radical que cualquier otra anterior” (Canclini, 1992:180).

La posicionalidad genera un problema de enunciación; ¿Desde dónde se lee la nación? ¿Desde dónde se piensa? El imaginario nacio-nal construido a través del discurso fundacional de la letra desembo-ca en la formación de la tradición donde se es un “locus” y allí especí-ficamente radica la “fundación poética” de la nación. Y esa fundación poética recorre diversos destinos y posicionalidades; desde las alego-rías épicas como instrumentos de moralidad y patriotismo, pasando por el género costumbrista como elemento ligado a hechos históri-cos capitales y llegando a la concreción ensayística en el Liberalismo Romántico; la ardua tarea de invención de la nación ha impulsado una indagación sobre las “fronteras” de la identidad, aun cuando ese resultado arroje más preguntas que respuestas y el camino continúe disperso y sustentado en paradojas, pero siempre proponiendo un vínculo entre ejercicio escritural/política y compromiso social, tal y como lo asumió Irribaren desde su época.

Frente a este planteo, si seguimos al mismo Pinto Soria y lo enla-zamos con la poética de Irribaren se puede establecer un correlato en el que se destaca el efecto retórico y reiterativo de la conformación de

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los imaginarios nacionales, en específico del estado/nación el cual se retrotrae desde la colonia, la independencia, la federación y luego la re/fundación de cada uno de estos. Precisamente estos estados/na-ciones, los cuales podemos llamar naciones/estado, se sujetaron a de-terminados desplazamientos, muchas veces impulsados por factores exógenos y en otras lo más endógenos posibles. Es así como Francisco dueñas se expresaba desde esta época:

“La reaparición de un Gobierno general es ya de urgencia, Señores Representantes, que no debe perderse más tiempo en promoverla. Una parte del territorio de Honduras está ocupado por extranjeros. Los in-gleses se han apoderado a mano armado de Bluefields, puerto corres-pondiente a Nicaragua, y hace valer que es parte de los Estados del capitán” .

Dueñas asume una forma específica de articular un gobierno que a la vez sería una nación/estado centroamericana, guiado por un pro-blema central que es el extranjerismo y la intervención en la época del unionismo centroamericano. Subyace un proyecto de “integra-ción nacional” que responde a las circunstancias, aunque éstas más adelante puedan variar. No obstante, Dueñas e Irribaren son comple-mentarios, al menos en lo que podría ser una dignidad nacional que se cataliza cada uno de ellos por sus distintas narraciones: letra/polí-tico, pues aunque Dueñas requiera un gobierno general que adjunte a las “repúblicas chicas” (estado federativo) Irribaren articula lo que podríamos llamar una poética de la nación y en la que se dejan claros los “llamamientos a “todos” para ayudarles a apoderarse del mando y del manejo de la hacienda pública” (Levy, 1976:�9).

Es posible leer en Irribaren cómo la nacionalidad y por extensión la identidad es un proceso que se narra, se relata y para Irribaren se poetiza. Hay un establecimiento de un hecho fundador, pues a la Guerra Nacional no se le denomina de esta forma sólo por la unión de Centroamérica, sino por que lleva consigo las estrategias o los gestos de una nacionalidad-nicaragüense cohesionada en base a un conflic-to. En este sentido es una epopeya referida a un enfrentamiento a los extranjeros. Así los nicaragüenses a partir de este hecho van sumando hazañas, epopeyas y retóricas en la que se ordena los conflictos y a la vez se fijan y determinan las formas de diferenciarse de los “otros”.

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Este acontecimiento fija en el imaginario nacional los rituales cívi-cos a partir de la Batalla de San Jacinto y los discursos políticos, los héroes que de ahí se acuñan y por lo tanto funge para establecer los dispositivos con que se formula la Identidad y la nacionalidad nicara-güense, podríamos decir que este hecho, al igual que más adelante la gesta de Sandino, el mestizaje, el canal interoceánico, los volcanes, los lagos, Darío, el Gueguense, entre otros pocos, impulsados obviamen-te por los diversos vehículos culturales y legitimadores consagran la retórica y le elocuencia narrativa, desde una óptica político-social y cultural.

La enorme riqueza connotativa y las abundantes figuras heroicas que surgen de este conflicto metaforizan el hecho y de ahí nacen una serie de ramificaciones gestuales y simbólicas formuladas por lo que Michel Focucault llama “personas calificadas”, en este caso el sujeto letrado, ya sea historiador, poeta, novelista, periodista y si domina varias disciplinas a la vez, más calificado aún, como el caso de los his-toriadores decimonónicos en Nicaragua. Dicho de otra manera esta retórica acuñada a partir de este hecho adquiere una dimensión de verdad debido al status legitimador que le adjudica la persona que lo formula y los efectos del poder que, en realidad, produce un discurso que es la vez estatuario y calificado.

Para ejemplificar aun más esta performatividad discursiva a la que aludimos en la obra de Irribaren podemos citar la poética de Carmen Díaz y Antonio Aragón los que sostienen los mismos elementos en la medida en que fueron desarrollando desde el siglo XIX un proyecto de “Nación política” y las bases de un Estado. Así que estos se vuelven un grupo de letrados proyectistas de ese “programa nacionalizador” nicaragüense que, para su caso encuentran en el evento de la gue-rra nacional una idea y un proyecto de “Nación”. Simultáneamente, ese concepto de nacionalidad/nación surgido de ese conflicto tendrá como caja de resonancia un discurso único de “Nación”, configuran-do de esta manera una línea definitoria del diagrama ideológico, polí-tico, cartográfico y literario de ese mismo programa nacionalizador.

En la poética de Carmen Díaz podemos leer lo siguiente:

De en medio de un incendio, de truenos y de balas,

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Te alzaste pendón santo, con brillo y majestad,

El cóndor de los Andes te trajo entre sus alas,

Nosotros te abrazamos gritando ¡Libertad!

Con empeño afanoso al lado de esa tumba

Nosotros levantamos de escombros un montón,

Allí estarás flameando mientras el Norte zumba,

Allí vendrá a estrellarse del Yanke la ambición.

(Franco Cerutti, Dos románticos nicaragüenses, 1974:38)

Más allá de esbozar una lectura de la poética de este autor, nos interesa mostrar además cómo la acción performativa de la lírica ins-tituye un proceso que configuró significativamente las búsquedas de subjetividades, símbolos e identidades que operan en la narrativa/le-tra desde la época. La identificación de estos puntos convierte al len-guaje poético de Díaz y sus relaciones con las representaciones de “lo real” en un dispositivo central para la reflexión sobre la constitución de los procesos de identidad nacional desde la época.

Contextualizando a un autor como Hugo Achúgar (2002) diríamos que: “Lo que hacen [los parnasos nacionales] es construir desde el poder el referente de un país” por ello es que, tanto Irribaren, Díaz y Aragón que son los poetas de los cuales nos ocupamos producen dis-cursos socioculturales-políticos hegemónicos de configuración de la Nación con sus llamados a los “nicaragüenses”, a la “patria que levan-ta la mirada”. Y ello, porque, precisamente, con sus gestos, metáforas y simbólicas constituyeron el “cuerpo de la patria” y la idea de una Nación envolvente, aunque en el cuerpo de ella no se incluyan a los “otros”. Es decir, su producción simbólica, no envuelve a los sujetos “otros” (indígenas, campesinos) o más bien no -ciudadanos que par-ticiparon en este hecho.

Es así que el mismo Juan Irribaren en la poética de Díaz se vuelve una figura alegórica, digna de ser poetizada y comparada con César

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(ver poema Salutación a Juan Irribaren). Se desprende de este poema una razón simbólica en la que se enfatiza el hecho de la participación y el canto alegórico hacia la patria, pues si se le canta a Irribaren, el patriota, se le canta a la patria misma. Son recursos esencialistas de la letra que consolidan la autoridad para hablar, decir, escribir y cantar en términos de representación nacional.

Del entramado de este hecho se puede observar el hiato narrativa cultural/discurso político para inventar una de las tradiciones más “nacionales” en el imaginario nicaragüense. Un estudio de Patricia Fumero alrededor de la figura de José Dolores Estrada y su proyec-ción como estereotipo de héroe inmerso en este hecho, nos arroja la forma en que se creó el sistema simbólico a través del cual los “nicara-güenses” internalizaron en forma idiosincrásica las representaciones sociales y sígnicas del héroe José Dolores Estrada y del hecho emble-mático correspondiente a la patria o a la nación nicaragüense.

Fumero lo analiza de la siguiente manera:

“El estado nicaragüense buscó contribuir un nacionalismo basado en propuestas cívicas, creando símbolos comunes en los cuales los indivi-duos podían encontrar una identidad, a la vez, colectiva e individual. Estos símbolos, en el caso de Estrada, tenían el objetivo primordial de combatir las divisiones partidistas y locales fomentar una identidad nacional entre las élites. Sin embargo, no se descuidó la dimensión popular de la recién inventada tradición. El rescate de la figura de José Dolores Estrada para el panteón de los inmortales, permitió la creación de un proceso de ritualización. En efecto, la presentación cíclica de la batalla de San Jacinto- justamente en la víspera de la batalla de la independencia patria- en la plaza pública de los pueblos y la exaltación del origen humilde y del patriotismo de José Dolores Estrada, permite a la vez que el pueblo participe e internalice un determinado sistema de valores y sentimientos de pertenencia colectiva” (En Nicaragua en busca de su identidad, IHN, 1995:314).

Más allá del afianzamiento y del acceso a lo simbólico que permite un acontecimiento como la Guerra Nacional y la unión que esto sig-nificó desde la óptica militar se encuentra la tecnología del poder que utilizan los discursos que devienen durante y después del hecho, lo cual la poesía de Irribaren es apenas una muestra. Es notoria a partir

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de la Guerra Nacional la construcción transhistórica de la llamada nacionalidad nicaragüense como un mito de unificación homogénea. Ese carácter mítico explica sus fuerza y su persistencia de lo cual sur-ge el debate en torno a lo propio y lo ajeno, lo uno y lo otro, el original y la copia, entre otras divisiones que refuerzan o forjan una cultura nacional a semejanza y espejo de los nacionalismos latinoamerica-nos más acérrimos, aunque en ese afán, como en el caso de Irribaren, como bien lo señala Miranda y Bravo, subordinan lo estético a lo ideo-lógico.

traemos a colación esta referencia porque una de las claves sustan-ciales para comprender la cultura nicaragüense, reside todavía en el problema de la cohesión y el agrupamiento cultural como memoria histórica. Esta memoria muchas veces es solvente y complaciente fren-te a mitologías culturales como el güegüensismo, el rubendarismo, la poetización de lo nacional, entre otros, no así con otras expresiones o discursividades. No es gratuito que recién terminada la llamada Guerra Nacional, en la cual Irribaren dejó sentir su nacionalismo, se fundara uno de los periódicos que resume en su propio nombre el imaginario de la nación: El Nacional. Es sintomático que el periódico se resguarde bajo ese nombre a través del cual se trata de canalizar los códigos referenciales de una sociedad y, por lo tanto una nación en construcción, en invención diría Hobsbawn. Funge este medio como un dispositivo para la producción de subjetividades a partir de procesos y saberes culturales y políticos que a la postre articulan y codifican las múltiples posibilidades del discurso nacional.

El investigador Miguel Ayerdis lo ve de esta forma:

“No fue casual que en León en 1858, recién pasada la guerra, apare-ciera el periódico El Nacional, de frecuencia semanal, dirigido por el intelectual Gregorio Juárez León, 1800-1879. su publicación daba a conocer una seria de ideas referentes a la nacionalidad, tal como se leía en su editorial del 12 de junio de 1858” (Ayerdis, 2005:38).

Parte de este editorial rezaba lo siguiente:

“Se construye una nacionalidad cuando en una numerosa segrega-ción de hombres existen ciertas tendencias generales en las ideas; con intereses materiales morales casi idénticas; y sobre todo con un objeto

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de actividad común” (citado por Kinloch, identidad y cultura política. Banco Central de Nicaragua. Managua, Nicaragua, 1999).

Hay que apuntar que el énfasis del editorialista sea en los intereses materiales y morales, cuando es bien sabido que por intereses morales se entiende desde esa época, algo relativo al espíritu lo que a su vez se vincula a belleza, Arte, Alma y por lo tanto relacionado a discursos culturales. Partiendo de esto podríamos decir que este editorial da fe del traspaso que se operaba en las mentalidades en la Nicaragua de la época de una estructura político/militar a una sociocultural en lo que refiere a articular la nacionalidad. Tal sentido es aquí: modo de una condición subjetiva de los sujetos de acción en lo tocante a la conformación del tejido de producción simbólica, asimismo la red de relaciones que organiza los cuerpos sociales, políticos y culturales desde esa época.

Para este editorialista, entonces la necesidad de una nacionalidad atraviesa por la tentativa autorreferencial en tanto y en cuanto la épo-ca (léase sujetos letrados de la época) está convencida del lugar cen-tral que ocupaba como heredera y fundadora y por lo tanto en ella se estructura sino la tradición fundacional, al menos el camino para llegar a ello.

Por ello es que en el poeta Irribaren, así como en otros de la misma estirpe fundacional: Darío, De la Selva, Joaquín Pasos, entre otros, existe el intento de una refundación cultural que releva el papel de ciertos mitos fundacionales que operan en la tradición de occidente: la fraternidad, la solidaridad, el amor filial y carnal, el paraíso origi-nal, la comunión con la naturaleza, el amor a la patria el carpe diem y otros.

Pero también en sus representaciones discursivas asoma el des-encanto y la desesperanza frente a una realidad que releva lo consu-mible, lo efímero y lo artificial. El mismo Joaquín Pasos en un poema magistral como es “El Canto de Guerra de las Cosas” poetiza temas vinculados a los elementos que se pierden debido a la voracidad del hombre mismo.

El crítico Ángel Rama nos dice con respecto al contexto dariano19, en el que según él, la poesía era totalmente popular debido a su nexo

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con las coplas, las recitaciones de memorias, la oralidad, entre otros elementos, que lo poético desplazará diversas claves identitarias como la bravura nicaragüense, la tierra consagrada, o la tierra prome-tida como bien lo ha descubierto Nicasio Urbina en su texto ya citado sobre la miticidad nicaragüense.

Darío en su autobiografía nos dirá que en las celebraciones que se llevaban a cabo en su pueblo, en las cuales se daba a conocer toda la parafernalia de la conformación de la cultura nacional religiosa, las celebraban con granadas de las cuales caía una lluvia de versos (Darío, autobiografía). Esto sitúa a la poesía, como vehículo literario-cultural, que hegemoniza las expresiones y los discursos. Dicho de otra manera, la poesía, es uno de los vehículos que han esencializado las voces de la nación nicaragüense.

El mismo Rama en una de sus tesis en la cual estudia el Modernismo hispanoamericano en el contexto de la consolidación del liberalismo y del capitalismo en América Latina—plantea que el Modernismo en general y el de Rubén Darío, en particular, representan la “autonomía poética de América Latina”, la comprensión de un sistema literario (con un corpus literario coherente, un público efectivo y productores especializados) y la instauración de una tradición poética nacional.

En lo que respecta a la novela tanto por su densidad, extensión y complejidad será más adelante que surgirá como canto épico de las condiciones identitarias nicaragüense, debido a soportes como el analfabetismo, el rubendarismo y la no herencia de este género. Ar-turo Cruz nos dice que en plena época republicana en nuestro país existían muy pocos licenciados, por no decir letrados, lo que indica que no era posible la construcción de una narrativa sólida con esas bases de analfabetismo. Esa es una de las razones por las cuales las antologías narrativas sean pocas en comparación a las poemáticas.

Sin embargo, cuando la novela despunta, tal y como lo demostra-remos más adelante, surgirá con los mismos registros temáticos de la poesía en lo que respecta a apuntes gráficos de paisajes, escenas de batallas dejando así un testimonio de una Nicaragua enfrascada en luchas intestinas. Sin embargo esa textualidad a su vez nos ofrece una obra de gran valor documental. Es decir, la novela nicaragüense de esa época debe ser entendida a partir de la voluntad de una verdad

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histórica, aunque sus personajes no puedan ser abstraídos de imáge-nes ficcionales y esquemas tipológicos verosímiles.

Aquí podemos hacer un par de consideraciones sobre un tema que aún augura mucho por el cual teorizar. Este recorrido por la novela nicaragüense nos permite adentrarnos en diversas maneras de ver una misma dimensión del proceso, tanto en lo que refiere a su confor-mación o bien a su representación y, en el ordenamiento nacional y las relaciones de las regiones con el centro. Asimismo el tratamiento de la cultura entre una y otra pone presente lo que va de una cultura de élites a la cultura popular como fuente de identidades que confor-man la nacionalidad.

Dos estudiosos de los procesos poéticos y su relación con el esce-nario sociocultural/político como Zimmermann y Banberger conclu-yen en que la producción poética en Centroamérica y Nicaragua en específico, agregaríamos en América Latina (recordemos la anécdota nerudiana, cuando él se refirió a la poesía como arma) ha contribuido a la formación de una cultura revolucionaria, hasta el punto de que también contribuyó al derrocamiento del régimen de Somoza”.

Zimmermann en otro estudio afirmará “que en muy pocos lugares la poesía ha jugado un papel cultural tan grande como en Centroamé-rica” (273) Podríamos decir que la operatividad de la poesía le confie-re categoría de ente cultural por el cual circulan todos los discursos posibles.

Robert Pring Mill en su trabajo Mayra Jiménez and the Rise of the Nicaraguan “Poesía de Taller” afirma que:

“Encaja en un muy bien definido estante sociopolítico del sistema li-terario latinoamericano debido a todos sus rasgos noveles. Específica-mente, la poesía comprometida juega un papel prominente en América Latina: registra hechos, ensalza héroes y denuncia tiranos, protesta contra abusos, difunde nuevas ideas o cristaliza ideales. No solamente retrata la realidad sino que actúa sobre ella, puesto que los poetas usan poemas como instrumentos efectivos del cambio social”.

Estos supuestos desplazan el rango de género canónico al discurso poético en cuanto a la simbólica de la épica se refiere. Aún más, se

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le endilga a la poesía el rasgo de sujeto teórico, de aparato sociológi-co que bien retrata y propone mutaciones sociales. Es, de una u otra forma, la función de la poesía como elemento societal en el que se encuentran implícitos códigos de distribución epistémicos, estéticos, sociales, culturales, entre otros. No es vano que se le atribuyan condi-ciones de filosofar en sentido de pensar original.

Finalmente, para los abordajes literarios tanto de la poesía, des-de sus orígenes, así como de la novela decimonónica, y la de inicios del siglo XX, lo mismo que la historia y la cartografía, queda clara la urgencia de nuevos paradigmas de interpretación y de miradas inter-disciplinarias. Por ello este trabajo se basa en textos y teorías funda-mentales como la de los llamados Estudios Culturales, Postcoloniales, Decoloniales, así como las teorías bajtinianas, la metáfora concepto de Ciudad Letrada de Angel Rama, las teorías de Hayden White, Paul Ricoeur, entre otros.

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CAPITULOCUATRONecesidad del mito

Al respecto Eduardo Zepeda Henríquez en su texto Mitología Ni-caragüense dice temerariamente:

“El único pensamiento original del hombre nicaragüense es el pensa-miento mítico, lo cual puede explicar la pródiga cosecha de la imagina-ción entre nosotros. Con ello quiere decirse que sólo hemos expresado nuestra idea del universo a través de la imagen, y que allí la realidad no se concibe sin las formas simbólicas. Por eso la filosofía propia de Nicaragua es la poesía, si vale sustituir una por otra”. (Zepeda Henriquez, 2003:13. Énfasis mío).

Zepeda Henríquez intenta rastrear, a través de esta contundente frase, algunas representaciones de los mitos fundacionales, imagina-rios y procesos culturales en lo que respecta a la poesía nicaragüense tanto en la decimonónica, así como en la moderna y contemporánea, a partir de conceptos como miticidad, poética, simbólica, hasta llegar de manera implícita a condiciones como nación, identidad y moder-nidad.

Diríamos que la afirmación se focaliza en una revisión de la ima-ginación en pos de la poesía- pensamiento. Es decir, para Zepeda Henríquez como para otros estudiosos como José Coronel Urtecho los textos poéticos, desde los albores de la Independencia hasta la época actual, se pueden considerar tanto como el mito en su versión de es-tereotipo cultural como en su carácter de afirmación de valores y de rearticulación social.

Asimismo uno de los historiadores canónicos en nuestro país to-más Ayón se refiere al poeta, desde un período histórico en el que se

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estaba consolidando vehementemente la nacionalidad nicaragüense, como el que es, en esa fracción de la humanidad, el cantor divino colocado a la cabeza de las sociedades para servir de interprete al hombre. Ayón le atribuye al poeta el carácter de numinosidad que el pueblo nicaragüense le adjudica a Rubén Darío.1

Hay en esta frase un referencialismo que hace juicio de un enun-ciado vericondicional y que sitúa al poeta simultáneamente con los profetas y, como mediador del mundo divino con el terrenal. El poeta para Ayón es el que agencia al hombre la distribución de los bienes socioculturales: interpretación de las vicisitudes del mismo.

Estos autores, parten quizá de una concepción primigenia: en un principio fue el mito y el mito asociado a la poesía. Ellos ven en am-bos elementos explicaciones primitivas del orden natural. Esta sería una especie de mitopoiesis o creación consciente, desde donde extrae su material la literatura para crear una “mitología privada”.

En este caso el mito/poesía refuerza una tradición porque su cris-talización esencializadora tiende a congelar la historia y de allí las definiciones que la entroncan con el control social, con el fetichismo de la ideología, con los rituales vacíos y los estereotipos. Pero también ha sido conceptualizado como una forma atenuada de intelectuali-dad, una forma autónoma de pensamiento y vida, un relato fabuloso o semihistórico que ratifica los orígenes y consolida la conciencia sim-bólica de una sociedad humana. Es en esta posición de equivalencia mito/poesía que Zepeda Henríquez se refiera a lo poético como una especie de mito viviente que da significado y valor a la vida y espe-cialmente a la simbólica cosmogónica que relata el tiempo fabuloso de los comienzos de una cultura, una sociedad o un grupo humano.

Emparentaríamos aquí con Garibay y el mismo Arellano como ex-plicábamos anteriormente. Son los mitos fundacionales generales que encontramos en toda cosmovisión humana, especialmente a través de la historia de las religiones. En este sentido y desde un punto de vista sociológico, el mito fundacional es también un mito cultural, ya que pertenece al conjunto de realidades simbólicas, valóricas y normativas que generan los estilos de vida y los modelos de relacio-nes interpersonales y sociales. Para estos autores siguiendo a Levy Strauss la conciencia mítica es un acto de afirmar los valores. El mito

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y la poesía no se dejan convertir en estructura racionalizada. Por ello aparece en la literatura y especialmente en la poesía, donde a través de reinterpretaciones y elaboraciones se descifra la pluralidad de su campo semántico.

Hay una sentencia en la propuesta de Henríquez muy seguida de cerca por el tratamiento que se le ha brindado a la poesía nacional en el que ésta es una prolongación del mito. Se encabalga esta propuesta con la tesis de la Necesidad del mito. En este marco es que la poesía se vuelve el vehículo por donde (pero también en la actualidad a través de las imágenes: cine, televisión, internet, ipods, celulares) circula el flujo de las contradicciones sociales y las marcas del poder sociocul-tural: “en todas las épocas el modo de reflexionar de la gente, el modo de escribir, de juzgar, de hablar (incluso en las conversaciones de la calle y en los escritos más cotidianos) y hasta la forma en que las per-sonas experimentan las cosas, las reacciones de su sensibilidad, toda su conducta, está regida por una estructura teórica, un sistema, que cambia con los tiempos y las sociedades pero que está presente en todos los tiempos y en todas las sociedades” (M. Foucault, 198�: ��). Nuestro pensamiento y nuestro sentimiento se articulan simbólica-mente. Pero todo signo (y todo símbolo) es ideológico: en cada uno de ellos se inscribe la ideología y el conflicto social.

No es gratuito que, para uno de los líderes de la vanguardia el poe-ta Pablo Antonio la poesía es: “el eje alrededor del cual van agrupán-dose los otros nacientes géneros literarios”. Y, Ernesto Cardenal en su trabajo de presentación de la antología Flor y Canto institucionaliza a la poesía como el género posesorio del relato de la nicaraguanidad.2

Para estos poetas/pensadores (si seguimos a Zepeda Henríquez) el concepto de “cultura nacional” tiene una denotación relativamente clara y distinta cuando se compara (su denotación) con su connota-ción (o definición). Para ellos la denotación de la “cultura nacional” está constituida por las culturas de las naciones que se llaman “canó-nicas”, su función de canon procede, por tanto, de las naciones euro-peas de la época moderna. Las dificultades comienzan cuando se tra-ta de definir la estructura y el significado de esas culturas nacionales, pues estas definiciones no sólo presuponen la existencia de las enti-dades llamadas “culturas” como unidades delimitadas mutuamente,

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sino que, además, postula que estas unidades se superponen con las naciones.

Dicho de otra manera que las culturas genuinas son precisamente las culturas nacionales como expresiones del espíritu de cada uno de sus pueblos. Y esto es ya simple ideología metafísica. En efecto: la nación, en cuanto unidad política, es un concepto moderno (según otra terminología, “contemporáneo”, de los siglos XVIII y XIX). En la Edad Media y aun en la moderna, “nación”, más que las funciones de un concepto político desempeñó las funciones de un concepto antro-pológico (nación equivalía a “gente”, incluso a “etnia” o colectividad arraigada, generalmente en un territorio, y cuyos miembros mante-nían lazos de parentesco más o menos lejano). El homólogo, medieval o moderno, del concepto de Nación, con sentido político, es el concep-to de “Pueblo”, como materia de la sociedad política, del Estado. Pero el Estado precisamente implica la confluencia de dos o más naciones (o gentes, o tribus, o etnias, en sentido etnográfico), cuyos conflictos encuentran precisamente su equilibrio dinámico (la eutaxia) a través del Estado.

Un equilibrio que el Estado consigue, para decirlo con la fórmula de Max Weber, mediante el monopolio de la violencia (que es, a veces, la violencia de una etnia sobre las demás, aunque con el “consenso” o pacto -no por ello menos injusto- de las etnias sometidas). Dado un Estado plurinacional -como pudo serlo el Imperio romano- se com-prende que, en su ámbito, hubiera de tener lugar un mínimo proceso de homogeneización en lengua, en el culto al emperador, en las cos-tumbres, de los pueblos que lo componen. Por ello esa violencia de la que se habla es en diversos planos: la simbólica, cuando se le impone el discurso por donde debe circular los códigos de lo nacional. Es por ello que al decir que la poesía nicaragüense es un elemento universal se excluye de la ciudad letrada a una gran mayoría de la población que, aun en la era de los post, coexisten en su aldea oral.

Aun se podría teorizar de una especie de “funcionalismo oral” en nuestro país, en el sentido que muchas personas ilustradas, en el sen-tido amplio de la palabra, es decir, que se gradúan en la Universidad que, incluso cursan maestrías, pero que no leen o bien que no hacen uso de ese recurso, menos para leer obras literarias. Esto principal-mente en la era de la globalización y de la mercantilización de las

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profesiones. No es gratuito que se hable de una crisis de las Humani-dades o de los lectores, aunque también se hable, como ya decíamos de una república de poetas y de lectores.

El sociólogo Marcos Membeño cuando define el concepto de na-ción aplicado a Nicaragua y, en oposición al filósofo Alejandro Serra-no Caldera� quien tiene una visión más romántica, vincula la nación al asunto de la burocracia/letra/oralidad y, pese a que la intelectuali-dad ha defendido su “nación de poetas” el sociólogo Membreño nos arroja datos de una oralidad que funge como modelo comunicacional directo en Nicaragua.

Para reflexionar sobre este fenómeno se puede argumentar que la homogeneización tiene sus niveles más bajos en las sociedades ágra-fas, analfabetas, en las cuales la escritura es patrimonio de grupos muy reducidos. El Estado madurado de este modo se fragmentará, en gran medida, por la acción de los pueblos, de las clases o de los segmentos que se imponen en este caso el de la ciudad letrada a la ciudad oral, analfabeta, marginada y que apenas conoce los versos a través de las coplas y de lo que Martín Barbero ha llamado literatura de cordel.

Cuando a partir de mediados del siglo XIX la ecuación entre la Nación y el Estado se llevó adelante a través de la idea del Estado de Cultura (nacional), la tendencia general será la de interpretar el verdadero arte, la verdadera literatura, la verdadera filosofía, la ver-dadera música, como expresión de la “cultura de un pueblo”, de la “cultura de una nación”, en su sentido canónico. Es el espacio donde se configura la síntesis de la cultura-literatura hegemónica que deja al margen los discursos que no han incidido en el sistema de la cultura letrada (Cornejo Polar).

Federico Chabod� dirá que ese consenso citado anteriormente lle-vará a los sujetos a agruparse bajo un idioma (como mirábamos en el caso de Coronel Urtecho y la serie de filólogos nicaragüenses bajo la lengua castellana/español) lo que permitirá crear un movimiento de pensamiento que abarque desde la poesía, hasta el arte, la filosofía y la teoría política, esto en lo que respecta a Europa. Para el caso de América Latina la misma Beatriz González Stephan estudia cómo la

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historiografía literaria articulada en base a una homogeneidad lírica creará de igual modo su propio concepto de nación.

Dicho de otra manera estas formaciones culturales/políticas tienen su consolidación en planos muy significativos como será la educa-ción, el arte, la arquitectura, entre otras, y llegará a instituir la cultura e identidad nacional, la que se tiende a purificar debido a se conside-ra reducto de monumentos intelectuales inmutables. En este punto, Jorge Eduardo Arellano refiriéndose a la Vanguardia, esa Vanguar-dia que debía mucho o casi todo a los modernistas, afirma Arellano, lanzaba un Pequeño manifiesto Permanente, que en el fondo lo que proponía era un proyecto de nación, pero sobre todo de creadores y para creadores:

“Necesitamos urgentemente: poetas, narradores, historiadores, pinto-res, dibujantes, geógrafos, apologistas, botánicos, arquitectos, grabado-res, músicos, escultores, imagineros, artesanos, campesinos, fotógrafos, actores, cineastas, libreros, tipógrafos y un gobernador nicaragüense. Deseamos verlos entera y desinteresadamente al servicio del país”. (Arellano, 1992:116).

En este manifiesto se habla de sujetos meramente letrados en el sentido de la creación, como enfatiza el mismo Arellano, y es desta-cable la enumeración de éstos empezando por los poetas, narradores, historiadores: los tres sujetos ilustrados por antonomasia por lo tanto son los que venimos estudiando en esta obra, pues, al menos en Nica-ragua, es la tríada letrada que ha inventado la nación nicaragüense.

Me atrevería a decir que estos sujetos letrados son el reflejo de sí mismos, en una forma de desarticular la mediación a través de la cual se inventa, poetiza, narra, historiza o crea, para usar el verbo que ha utilizado Julio Valle Castillo y el mismo Arellano al referirse a la nacion nicaraguense. No es gratuito el desplazamiento con suma facilidad que realiza José Coronel Urtecho por estos tres discursos. Sobre la base de este planteamiento y del contexto en el que Coro-nel se desplaza se describirán las diversas formas de intertextualidad e Inter.-transdiciplinariedad por la cual transita él mismo. Por ello, pretendiendo poner en relieve el pensamiento binario occidental que implica un sistema de conocimiento cerrado, una estructura cerrada, metaparadigmas universales y un concepto teleológico del origen, es

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que Coronel indaga en la Historia en sus Reflexiones sobre la Histo-ria de Nicaragua.�

De los análisis propuestos en esta obra de Coronel se desprende en qué forma y en qué medida la literatura y la Historia se manifiesta en los diversos campos del pensamiento y de la cultura nicaragüen-se, por ello habla de una re/narración, así como de una integración de la Historia Patria, pues las divide en Conservadora y Liberal. Es también de central importancia la descripción de desplazamientos y descentraciones temporales en la cultura como lo pone de mani-fiesto desde la óptica del lenguaje, la religión y el sincretismo étnico. Diríamos que en Coronel, y Pablo Antonio Cuadra (El Nicaragüense) partiendo de sus obras y de sus ensayos, artículos y poemas ponen en escena algo que podríamos llamar: “letra final”, donde la letra es “letra impuesta”, y, a su vez es “imagen que recrea otro discurso al ser mirada” (Bourdeau) y agregan una concepción de texto como búsque-da que se desprende del rigorismo tradicional.

Sin embargo, estos son textos con “vacíos”, textos que debe ser transgredido. Se trataría de una re-escritura del texto, de reinscribirlo de múltiples sentidos, aprisionados en el texto original”. En el centro de interés de esta re/escritura se encuentra la relación de las llama-das “periferias” y los “centros” con referencia al poder discursivo, al fenómeno de la apropiación/’reapropiación y del habitar el mundo cultural y discursivo con el fin de conquistar un lugar propio. Final-mente la posición tanto de Coronel, así como del grupo de Vanguar-dia, incluida la visión de Pablo Antonio Cuadra en El Nicaragüense, es delinear un panorama de una cultura regida por lo normativo-institucional.

Además es notoria, en el manifiesto que cita Arellano, la omisión de sujetos “otros”, así como de las ruralidades orales de las que habla Membreño en lo que respecta a la nación nicaragüense. No se inclu-ye a los indígenas, se habla de un campesino y de un artesano, pero como meras imágenes cristalizadas y heterotrópicas, en la que sobre-sale una retórica concebida como técnica o pedagogía de textualizar el mundo o la nación de forma simple, sin correr riesgos, pues nótese cuando se reclama al gobernante, se hace de una forma oblonga sin puntualizaciones específicas e incluyentes.

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Desde esta perspectiva la cultura e identidad nacional se presenta como una articulación de historias, un intrincado tejido narrativo-poético que crea sentido, productos y deteminantes interacciones so-ciales. Es decir, es la confabulación de la letra y la política en el anda-miaje identitario de lo nicaragüense. El estado y la cultura letrada en el diseño del cuerpo del ciudadano nicaragüense.

4.1. Una arqueología del lenguaje

No es gratuito que los viajeros que estuvieron en nuestro pais como el caso típico de Ephraim Squier6 narren situaciones culturales que ellos llaman propias, típicas, nacionales, tradicionales, entre otros ad-jetivos y, más adelante el grupo de vanguardia desarrolla una labor de recopilación y rescate de mucho de lo popular/nacional en el afán de crear esa cultura nacional en el caso de ellos asociado al poder político, estatal o gubernamental.

En realidad, lo que estaba ocurriendo era que la música, los bai-les, la gastronomía, las formas de pescar, cazar, vestir, cultivar o las coplas populares o callejeras se vuelven “expresión de la cultura” de esos pueblos o naciones considerados míticamente como si fueran in-temporales, o como si hubieran surgido de un inhilo tempore nebulo-so. Es decir, la ideología político-nacionalista obligaba a reinterpretar todo como expresión del pueblo o de la nación; y, de hecho, la “crea-ción” (composición) ad hoc de nuevas formas artísticas o musicales inspiradas en motivos particulares o folclóricos.

Esto dio lugar a que se acumulasen formas peculiares, llamadas “nacionales”, que pasarían a ser consideradas como “señas de identi-dad” irrenunciables en el futuro (desde el Güegüense hasta la poesía como la expresión más original). Y lo fueron (y aún lo son), pero no tanto porque expresasen una “sustancia previa”, sino porque la in-ventaban artificiosamente al efecto.

Lo verdaderamente valioso de estas construcciones derivaba pre-cisamente no tanto de sus componentes “nacionales”, sino de los componentes comunes y, por decirlo así, internacionales, pues inter-nacionales eran los elementos sin dejar de ser autóctonos, según los vanguardistas. De ahí el carácter ideológico de la dialéctica que cruza todo el siglo XIX y el XX entre la “cultura particular” (nacional ca-

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nónica, nacional regional) y la “cultura universal”, de ahí el mito de que lo genuinamente particular ha de tener, por ello mismo, un valor universal.

Pedro Xavier Solís lo ve de esta forma: “la suma del rescate de lo autóctono cimentando el sentido de nacionalidad y la creación de una nueva forma de belleza, hizo a Nicaragua contemporizar con Europa y América” (El Movimiento, 2001:26)

Solís deja de lado que esa nacionalidad Coronel y la Vanguardia la retrotraen de una época colonial idealizada, lo que Augusto Salazar Bondy llama de forma irónica, Arcadia. La estampa que de ella, en artículos, relatos y ensayos, se nos ofrece se conforma de supuestas abundancias y serenidades, sin que figure ahí la imaginable tensión entre amos y siervos, extranjeros y aborígenes, potentados y mise-rables, que debió tundir, por lo menos en su trasfondo, a la sociedad nicaragüense.

Este tipo de configuración imaginaria no sería problemática de no tener un arraigo tan profundo en el cuerpo social nicaragüense, de no haber sido una idealización interesada de un pasado que se pretende eterno e inmutable. En este sentido se resiente el choque demoledor de la modernidad occidental norteamericana (devenido de las inter-venciones) contra la cultura tradicional de origen español.

Queda claro que la Vanguardia era profundamente tradicional, apegado al orden y, a las jerarquías coloniales y al idioma español. El vehículo de estas confrontaciones es doble. De un lado, la caricatura, la exageración, la ironía. De otro, el diálogo: hay diálogo entre los sexos, las clases sociales, los partidos, los intelectuales. Cada quien expresa cabalmente sus puntos de vista. Sin embargo, el diálogo no es fructífero, cada cual sigue aferrado a lo suyo.

El diálogo no produce efectos positivos, porque está montado en la premisa de que cada uno tiene la razón. Se evidencia la falta de una conciencia de otredad. Se pretende imponer una identidad en un conglomerado de diferencias. Al dialogar, cada uno cree poseer la verdad, una y única verdad. Nunca se acepta que el contrario pue-da tener siquiera algo de razón. El otro siempre es el equivocado, el “malo”, a quien hay que subyugar, corregir o educar.

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La contradicción es, a fin de cuentas, la prueba de que este costum-brismo tiene un doble fondo: al exaltar una visión de la Nicaragua colonial cuando el líder teórico del movimiento de Vanguardia nos dice que: “muy pocos entre los jóvenes de Nicaragua han sabido sa-cudir los prejuicios y las ideas de nuestros padres y pocos tienen una filosofía de la vida estable y fecunda, como la clásica y tradicional que heredamos de España” (El movimiento, 2001:8�) Y más adelante dice: “ De otra manera veremos la transformación de nuestra Patria en un mundo extranjero y doloroso, enteramente opuesto a los tiempos de la placidez castellana de nuestros abuelos hispanos” nótese que de una u otra forma exalta la opresión de que se nutría la opulencia do-rada del antiguo señorío.

Ese oponerse al mundo “extranjero y doloroso” es una obstrucción manifiesta a la intervención imperialista norteamericana: “Yankees, váyanse”, pero que aún resuma, en las posiciones vanguardistas, mu-cho de aquel antiimperialismo dariano en el que se fija la influencia de un imperio arcádico que ha dejado su hermosa “floración de cos-tumbres y su lenguaje español que dice: Gringo, macho, andá vete, y su religión, esta religión amiga mía” (Pasos, Intervención).

No obstante el mismo Pasos en uno de sus debates decía a su in-terlocutor:

“Usted entiende por nicaragüense lo indígena, lo nativo nicaragüen-se. No es así. El indígena no eran nicaragüenses. Eran choroteganos, nagrandanos o nequecheris, o nicaraguanos, pero no nicaragüenses. Nicaragua nació de la unión del español y el indio, sobre este pedazo de tierra, y con la victoria en las predominancias de ambas razas. Por lo tanto, la lengua nicaragüense no es la india, sino la española” (Pasos, Nuestra Respuesta al joven Ocón, 1994:70).

Este planteo nos avista la defensa de una Nicaragua que habla es-pañol, como lo dice en el poema anteriormente citado y por lo tanto colonial y que a su vez debe imaginar una Nicaragua literaria que tiene su máximo exponente en el paisano inevitable. El discurso po-lítico, científico, cultural, costumbrista, realista, objetivo, priva sobre los elementos estéticos (el drama, la estructura, las peripecias y anag-nórisis). La estética se fusiona, o en ocasiones, cede ante la necesidad de presentar un mensaje o una posición ideológica. El objetivo es li-

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mar diferencias, cubrir a todos con la misma identidad. La nación se fundó sobre las bases de un solo idioma (el español), una sola raza (un mestizo que tire a blanco), una sola regla (la del varón).

Lo cierto es que los años de nacionalismo político y cultural que decíamos devienen desde Irribaren cantando primero a los localis-mos y luego a los nacionalismos han determinado ámbitos culturales y políticos más o menos artificiosos, delimitados por un segmento letrado, el cual ha podido cultivar, en régimen de “concavidad na-cional”, formas peculiares (relativamente) de arte, de instituciones, de folclore, de moneda, de tradiciones comunes excluyentes, de otras historias nacionales. De estos cultivos han resultado esas “unidades corológicas” que llamamos hoy “cultura nacional”.

Sin embargo, ese proceso sólo fue posible tras la alfabetización y, a través, en principio, de la prensa de circulación nacional, dependiente del idioma nacional, ulteriormente a través de la radio y de la televi-sión. Que la “cultura nacional” tenga por ello una identidad similar a la de un jardín de invernadero no significa que tal “identidad” no exista de hecho. Lo que se discute es que la identidad de esta nación canónica sea sustantiva, y que ella sea expresión de un “espíritu na-cional” impuesto.

La realidad es que sus contenidos más valiosos proceden de un patrimonio común secuestrado por una elite, o de la imitación, ex-clusión, marginación disimulada de otras expresiones o culturas na-cionales. Más problemático sería que todavía esa cultura canónica, letrada, mitopoética pretenda lograr una validez universal más allá de un plano estrictamente fenoménico y que depende de la coyuntura política en diversas épocas.

En el caso de Nicaragua y el de su cultura letrada (para este caso poesía) la pregunta adquiere ribetes de una dramaticidad que se tra-duce en una ampliación de las posibilidades expresivas de un género lírico que se ve una y otra vez desbordado desde su propio interior. La poesía desde sus inicios ha seguido siendo un discurso socialmen-te preponderante y valorado. Desde sus orígenes el discurso poético ha trabajado la conciencia histórica. Además se propuso resolver de algún modo los dilemas de su identidad cultural y su rol frente a los

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modelos que ella como discurso letrado y vehículo codificado pudo imponerse en el centro de la ciudad letrada.

Por otra parte, si seguimos explícitamente la disquisición de Julio ortega que dice que: “la postulación de un modelo implica también que este discurso actúa sobre una realidad transitiva, esto es, sobre una historia en proceso de hacerse y, en lo principal, por realizarse. De tal modo que la historicidad del discurso nicaragüense como lo hace Julio ortega en el Perú, podría estudiarse como una “arqueo-logía del lenguaje” en la que la poesía ocupa el lugar cimero de la ciudad letrada.

Uno de los poetas menos traumático dentro de la historia poética nicaragüense como lo es Alvaro Urtecho lo ve de esta forma:

“Provengo de una formación más filosófica, aunque no soy ciego ni sordo ante las diversas expresiones y formas del lenguaje. En este sen-tido, le doy preferencia al hecho, desarrollo y evolución del lenguaje. Para mí la poesía es fundamentalmente acumulación y explosión de lenguaje, y concretamente la lengua hablada y viva de la nación nicaragüense, lógicamente que mi poesía, centrada en la búsqueda esencial del ser en el mundo, y elaborada en un lenguaje culto que prescinde de la novedad experimental y lingüística, no puede ser des-tacada ni exaltada en la supuesta visión panorámica de la poesía nica-ragüense” (énfasis mío).

Las afirmaciones de Urtecho son intrigantes en lo que refiere a pre-guntarse si en realidad necesitamos una tradición. Hay un situarse en el pasado, en un sostén de “manar en las fuentes prístinas, de un lactar en alguien o en algo, una madre, una loba, lo que sea, so pena acaso de perder la identidad o de caer en el vacío.

Álvaro Urtecho, al igual que José Coronel Urtecho, Zepeda Henrí-quez y tomás Ayón, quieren mostrar algo, y ese algo es que la única tradición presente y perenne en Nicaragua es nuestra poesía, la única que puede fundar un lazo de unión, una línea de sentido, una común visión del mundo. Para estos autores hay una continuidad de tradi-ción excepcional de poetas que fundamenta toda la creación poética en el poder del encantamiento en lo que respecta al lenguaje (Álva-ro Urtecho), lo mítico (Zepeda) lo hispánico abolengo (Coronel) y el

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mediador entre dos mundos (Ayón). Lo cierto es que en los cuatro se ofrece una raíz monumental al discurso poético.

En lo que respecta a esto se puede concluir, en cierta medida, aun-que Alvaro Urtecho en mínimo cuantía, que la intelectualidad nicara-güense ha establecido una hegemonía en la ciudad letrada en la cual se ha manejado sus propios proyectos políticos (colonial, vanguardia conservadora como mirábamos anteriormente, liberal, imperialista y neocolonial) que al final se ha impuesto a esos sujetos que habitan los márgenes de esa ciudad. Y dentro del espectro de los vehículos discursivos es la poesía la que goza de mejor salud.

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CAPITULOCINCOCambios en la noción del vehículo expresivo

Es a partir de la década de los noventa que la narrativa centroame-ricana y en especial la nicaragüense empieza a jugar un rol más im-portante del que había jugado hasta el momento. Es decir, la llegada de la globalización y su correlato neoliberal puso en la palestra los circuitos de difusión de libros vinculados más al asunto de narrar, fic-cionalizar, novelar y contar, en ocasiones con los mismos gestos que la poesía popularizó (revisión o concreción de nacionalismos en el caso de la novela sería un postnacionalismo o quizá un postcolonialismo), y, en otros, elementos distintos más inclinados a asuntos de comedia nacional (Alemán ocampo) revisión de los procesos revolucionarios o desencanto (Blandón, Zalaquet, Núñez, Lovo) transacciones histó-ricas ( Mayorga, Valle Castillo, Pasos Marciaq, Erick Aguirre , Chuno Blandón), entre otros.

tal y como lo plantea Héctor Leyva:

“La situación actual de re-emergencia de las novelas invita necesaria-mente a considerar la manera como se ha vuelto a ellas y las mecánicas discursivas y políticas que están poniendo en marcha. Entre las notas de desilusión, derrota, o amargura que se han reconocido en la narra-tiva post…, críticos y autores parecen coincidir en que se asiste a una especie de revival del arte literario y la experimentación en busca de nuevas propuestas” (Leyva, Narrativa Centroamericana).1

Aun por encima de las clasificaciones que mencionamos el mis-mo Leyva habla de otras más particularizadas. Para éste, al igual que para Beatriz Cortez, la posguerra trajo consigo en la literatura “un espíritu de cinismo”, en el sentido de que “retrata a las sociedades centroamericanas en estado de caos, corrupción y violencia” y a los

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personajes transgrediendo “las normas de la decencia, el buen gusto, la moralidad y la buena reputación”.(Cortez 2000:2).

El nicaragüense Erick Aguirre ha hablado del “esfuerzo desespe-rado” que muestra esta narrativa por comprender el mundo desde la ausencia de paradigmas y desde unas sociedades en estado de diso-lución moral” (Aguirre 200�). Es decir, un tanto al igual que la poesía, la novela empieza a fungir como un objeto cultural que trata de dar cuenta de los procesos socioculturales/políticos y hasta económicos del país. Se da un desplazamiento del vehículo discursivo, como su-cedió anteriormente con la adopción del testimonio, en el que la nove-la empieza a ocupar un sitio distinto de la ciudad letrada.

Podemos decir que a partir de la postguerra y el advenimiento del discurso post/ismo, empieza el cambio literario/epistémico no sólo en Nicaragua, sino como lo demuestra Leyva y Aguirre en la latitud centroamericana, pues en el resto de América Latina ya se había dado un cambio en la noción de literatura, no sólo con el Boom, sino con el postboom, y el llamado post/postboom.

Entonces se empiezan a dar desplazamientos y tránsitos en el mis-mo objeto cultural/literario, aunque la poesía siga siendo la más pu-blicitada en los suplementos culturales y que aún se publican abun-dantes libros y antologías poéticas, esto sin olvidar los concursos y festivales publicitados a nivel nacional en lo que respecta a esta ex-presión cultural.

Sin embargo, en la actualidad la producción de discursos que in-tentan dar cuenta e imaginar a la vez el país deviene de la novela, género que para Edward Said es el símbolo por excelencia de las cla-ses pudientes. ¿Caemos entonces en el asunto de la representación y de la circulación de los códigos creados por los letrados a través de la poesía o de la misma novela? ¿Se repite el dilema de la ciudad letrada en la que no todos se benefician con la salvedad que lo que cambia es el vehículo? Utilizando la propuesta de Mario Roberto Morales diría-mos que se da una re-articulación del vehículo expresivo y, en cierta medida, de códigos que la poesía venía articulando desde su princi-pio como institución cultural canónica.

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5.1. Novelas impuras: imaginación e Historia

Historizando un poco podríamos decir que la novela en Nicaragua ha sido un género tardío en nuestro imaginario2, sin embargo, en al-gunos casos, ha venido ha cimentar esa nacionalidad ya encaminada por la poesía como decíamos anteriormente. Una novela como la de Ricardo Pasos Marciaq muy leída en las universidades nacionales, creó en los jóvenes universitarios nuevas formas de entender e inter-pretar períodos históricos trascendentales como es la colonia, aunque su propuesta no es clasificable dentro de lo postcolonial o mas bien decolonial, como signo de re-significación de las relaciones colonia/metrópolis sí pudo situar la discusión en la versión canonizada de la historiografía oficial (Mackenback).

Si nos vamos hasta la génesis diríamos que cuando en nuestro país se cuenta con lo que se denomina una historia patria la que vie-ne a consolidar la nacionalidad, la novela, de igual manera, viene a despuntar como género y en ocasiones se confunde con la historia misma. Dicho de otra manera se empieza a escribir una novela mo-nológica que no alcanza vuelo, por vincularse con la narrativa y la codificación histórica. Los autores imprimen muy poco ese carácter de esteticidad novelesca y vinculan sus intentos narrativos a lo que Bajtin llama la epopeya del pasado heroico nacional: Bajtin caracteri-za la novela a partir de su oposición con la Epica antigüa. Así, resulta que la epopeya aparece como un género acabado, de firme estructura y poco maleable; un género más antiguo que la escritura y el libro y, por lo tanto, aún cercano a su naturaleza oral”. (“Epica y novela”, en: (teoría y estética de la novela, ��9).

Resumiendo, los tres rasgos esenciales de la epopeya que nos da-rán por contraste los de la novela serían:

El mundo de la epopeya es el pasado heroico nacional, el mundo de los “comienzos” y de las “cimas” de la historia nacional, de los padres y de los fundadores, de “los primeros” y de “los mejores”. Este pasado es absoluto, no relativo, inaccesible y venerado. Una frontera absoluta lo separa de todos los tiempos posteriores, y, en primer lu-gar, del tiempo al que pertenecen el rapsoda y sus oyentes. Destruir esa frontera significa destruir la forma epopéyica como género. Pero, precisamente porque está separado de todas las épocas posteriores,

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el pasado épico es absoluto y perfecto. Es cerrado como un círculo, y todo en el está completamente elaborado y acabado. En el universo épico no hay lugar para lo imperfecto, para lo imposible de resolver, para lo problemático. No queda en él ningún portillo hacia el futuro, se basta a sí mismo, no supone continuación, y no tiene necesidad alguna de ésta. (teoría y estética de la novela, �61)

La épica es un poema sobre el pasado, sobre su tiempo, es en la memoria, y no en el conocimiento, donde está la fuerza creadora de la literatura épica. No es gratuito que a ésta sirva de fuente la tradición, la leyenda nacional sagrada, incontestable y de validez universal; y no la experiencia personal, los puntos de vista o valoraciones indivi-duales, ni la libre ficción que se desarrolla a partir de éstas.

No es que nuestros escritores-historiadores hayan ensayado novela histórica como la define Luckács o como se escribe en Europa con los Walter Scott, los Dickens, entre otros, o bien como dice Edward Said esa novela que empieza a consolidar el imperio y donde se nota la cooperación entre política y cultura�, sino que los intentos de novelar de nuestros escritores decimonónicos se van a ver salpicados por los módulos narrativos de la historia, cuando no, del anecdotario.

Aun como bien lo dice Erick Aguirre la Historia será una especie de “zona oscura” que un vehículo como la novela, en el caso nicara-güense, cuestiona o bien diríamos sigue narrando como objeto epis-temológico. De ahí que, para comprender cómo se modificó el sistema de representación de la identidad nacional, es necesario elaborar un recorrido por los desplazamientos que a lo largo del período de for-mación de las nacionalidades realizó la imaginación letrada al mo-mento de producir imágenes que, al pretender ser representativas de la nacionalidad, debían ser al mismo tiempo –y necesariamente– un lugar de inclusión del otro.

En ese principio de la literatura nacional es, precisamente el mito y el archivo (Roberto González Echevarría, 2000), el que empieza a fun-cionar dentro de la conformación o más bien tendría decir, dentro de la consolidación de nuestros procesos sociohistóricos/políticos y por lo tanto culturales a través de sus distintos discursos. Para este autor son los discursos hegemónicos de la colonia, los que persistirán en la conformación de las literaturas nacionales.

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Es por ello que en México El Periquillo Sarniento será una narra-ción que debe mucho al discurso jurídico colonial, así como en nues-tro país el discurso histórico-decimonónico devenido de los cronistas y de los viajeros, que el mismo Echevarría teoriza es uno de los que más va influir en la literatura decimonónica nacional/fundacional en cierta medida, al menos en lo que respecta a José Dolores Gámez, pues Amor y Constancia es una obra altamente descriptiva desde la óptica topográfica colonizada, recurso muy utilizado por este tipo de autores y obras coloniales.

Ileana Rodríguez en su texto seminal primer Inventario del invasor afirma que “esta historia en prosa iba a influir el desarrollo posterior de la literatura latinoamericana”,� refiriéndose al discurso colonial. No obstante, dirá al igual que Echevarría, que la literatura de viajes y viajeros en sus diferentes expresiones de exploradores o adelanta-dos, conquistadores, entre otros, para luego volverse una literatura de veedores, gobernantes e incluso soldados la que volverá letra los procesos coloniales/modernos en nuestro país.

Es así que el historiador/novelista Gámez trata ambas narraciones con el mismo giro epistémico: crear saber/poder identitario, así como dar a conocer a los sujetos políticos relevantes como los emblemas de la nacionalidad y, por lo tanto sujetos por los cuales se desplazarán las nuevas ciudadanías: nuevos soldados (la obra de Gámez) viaje-ros que traerán la tecnología europeas en afán de neocolonialismo (el caso de las novelas Gustavo Guzmán), entre otros.

En cierta medida el narrador de Amor y Constancia resalta un punto de vista en el que se identifica por una parte con el poder co-lonizador sin menoscabo de exaltar las suntuosidades de una ciudad de suyo colonial en el más sentido estricto de la palabra. Esta falta de crítica va más allá de conexiones patrióticas y se atañe más bien a fac-tores íntimamente personales a través de lo que se nota que su obra está escrita a partir del modelo de estudios o anotaciones históricas o bien diríamos historiográficas. Hay una articulación de los inicios de la novela con, al igual que lo señalábamos en la poesía, los mitos fundadores.

Un autor como José Dolores Gámez es un digno representante de lo que se llamo para esa época: La “República de las letras” que es-

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tudia Julio Ramos -tomando el término de Bello y Best Gana- ha de ordenar el caos, la oralidad, la naturaleza, la barbarie en un proyecto de formación nacional.

No es gratuito que un texto como Facundo de Domingo Faustino Sarmiento establece de forma muy clara la doble articulación de civi-lización y barbarie. La Pampa es instituida como espacio de la barba-rie. De forma taxonómica habla del gaucho bueno y el gaucho malo, el primero parece vivir en una arcadia, en una concretización del bello hilo, mientras que el segundo es sucio y criminal. Ante la inmigra-ción masiva de italianos y alemanes, Argentina hubo de redefinir su imaginario nacional incluyendo a los gauchos en un momento en el cual ya casi habían desaparecido por completo. Facundo es un claro ejemplo de rearticulación de la experiencia histórica y reordenamien-to de la realidad nacional. El llamamiento hacia el proyecto nacional civilizatorio, en conjunción con el moral, resulta patente en la ma-yoría de los textos de período de las independencias y construcción nacional. El prólogo de Bartolomé Mitre a otro texto como Soledad es paradigmático en este sentido:

“La América del Sur es la parte del mundo más pobre de novelistas originales. Si tratásemos de investigar las causas de esta pobreza, di-ríamos que la novela es la más alta expresión de la civilización de un pueblo (...) Cuando la sociedad se completa, la civilización se desarro-lla, la esfera intelectual se ensancha entonces (...)

Es por esto que quisiéramos que la novela echase profundas raíces en el suelo virgen de América. El pueblo ignora su historia, sus costumbres apenas formadas no han sido filosóficamente estudiadas, y las ideas y sentimientos modificados por el modo de ser político y social no han sido presentadas bajo formas vivas y animadas copiadas de la sociedad en que vivimos. La novela populariza nuestra historia echando mano de los sucesos de la conquista, de la época colonial, y de los recuerdos de la guerra de la independencia (...) Soledad es un debilísimo ensayo que no tiene otro objeto sino estimular a las jóvenes capacidades que exploren el rico venero de la novela americana. Su acción es muy sen-cilla y sus personajes son copiados de la sociedad americana en gene-ral. Apenas podría explicar el autor la idea moral que se ha propuesto, pero si se le concede que en el fondo de su obra hay alguna verdad, es indudable que también habrá moral” (Mitre 13-15).

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El proyecto civilizatorio que describen los romances nacionales coincide con el período romántico en el cual el discurso historicista era el discurso por antonomasia. Debido a su rango permeaba otras producciones culturales. Así pues, los romances articulan una doble vertiente que permite mas de dos lecturas: la meramente sentimental y la histórica, así como la publica (que incluye el proyecto nacionalis-ta, civilizatorio y educativo).

La literatura y la historia se convirtieron, de este modo, en los dis-cursos formadores de la nación al servicio del grupo liberal dominan-te. Si la historia pretendía ser la compilación de hechos pasados, la literatura tenía la función de ser una rearticulación de la experiencia histórica. Específicamente, las ficciones fundacionales proponen un proyecto que mira hacia el futuro. Muestran mediante dicotomías esquemáticas lo bueno y lo malo para el mejoramiento nacional y la creación de su imaginario. Los aspectos positivos en estas ficciones se identifican con el proyecto nacional y liberal de las oligarquías en los distintos países, mientras que lo negativo aparece relacionado con la colonia, lo español y actitudes contrarias al grupo hegemónico. Esta idealización se aprecia sobre todo en la configuración de los persona-jes: los hay buenos y malos, los que ayudan al proyecto nacional y los que resultan perniciosos.

A pesar de que los romances narran las historias sentimentales no son, en absoluto, obras ingenuas políticamente: respaldan una ideo-logía y un proyecto nacional. Para reforzar este punto cabe señalar la incorporación de muchos de estos libros al canon literario nacional y a los programas escolares, lo cual facilitó su proyección al imaginario de la nación. Los romances implican, además, una relectura de la ex-periencia histórica. Estas novelas sentimentales proponen mediante sus historias la proyección nacional hacia un futuro ideal. Los roman-ces asumen este aspecto, como punto de capital importancia, al rede-finir una historia nacional que pueda legitimar la nación emergente. El proyecto de unificación nacional se plantea en estas novelas tanto si su final es positivo (caso de Amor y Constancia y Cosmapa) de ahí que la dimensión alegórica del amor reproductivo que señala Doris Sommer sea imprescindible.

Autores como Paul Ricoeur y Hayden White� aseguran que la His-toria y la Ficción se interrelacionan como formas de lenguaje. Ambas

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son sintéticas y recapitulativas: ambas tienen por objeto la actividad humana. Como la novela, la Historia selecciona, simplifica y orga-niza, resume un siglo en una página. Selección y organización que presupone lo que Collingwood llamó de imaginación a priori, común al historiador y al novelista. Entonces, según la propuesta de estos teóricos, en cuanto obras de imaginación, no difieren los trabajos del historiador y del novelista. Difieren en cuanto la imaginación del his-toriador pretende ser verdadera nada más, aunque en ocasiones esa verdad se oculte, se tergiversa o simplemente se omite.

Diríamos que el mismo filón de la imaginación y del lenguaje que aproxima Historia y Ficción fecunda la elaboración de las teorías cien-tíficas en cuanto modelo de la realidad. Así, el sentido de los modelos físicos, a ejemplo de los propuestos por las teorías ondulatoria y cor-puscular de la materia, no es apenas hecho con lo que enunciamos li-teralmente, sino también con aquellos que decimos metafóricamente. Expresión impropia, dislocada, la metáfora es un medio exploratorio, una ficción heurística.

Es aquí que caben dos tropologías sobresalientes dentro de la his-toriografía nicaragüense: una devenida del mismo Coronel Urtecho cuando dice que “Los independizadores crearon un mito… la gene-ración de la independencia se limitaba, como es natural, a presentar su propia selección de hechos históricos en la perspectiva indepen-dentista, es decir, solamente un aspecto de la verdad histórica y no la historia en toda su compleja realidad” (Coronel, 2001: 610).

De ese modo, ordinariamente tomada como irreal, la ficción y la historia indicia lo que hay de invención, de factura del mundo (world-making), en todo el proceso del conocimiento. Ya como recreación artística de los hechos, técnicamente concretizada en el drama y en la novela, ella permea el conocimiento histórico.

Asimismo podemos refrendar el cómo la historia partiendo de su tropología y su narración legitimadora inventa tradiciones (Hobs-bawm). Para el caso de Nicaragua ya lo constatamos con las afirma-ciones de Coronel Urtecho. No obstante, agregaríamos otro caso par-ticular como el del ya estudiado Miguel Larreynaga de quién se dice su “imagen de prócer se derrumba” (Arellano, 1989: 8) desde el mo-mento que se descubre que es un “invento, un sueño de José Dolores

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Gámez” (Idem) su participación discursiva en la histórica sesión en la que se declara la independencia de Centroamérica.

No cabe duda del nódulo inventivo que se puede constatar en este pasaje de discusión histórica, al igual que su significación práctica en la escritura de la historia nicaragüense, es decir, del cómo se “constru-ye” la imagen y los tropos de lo que se considera narrable, historizable y por extensión poetizable en un país como Nicaragua. Por ello es que cuando Coronel habla de mito, en un afán de confrontar esto con lo que se denomina “mitologías”, diríamos que el objetivo retórico, tanto de Coronel, como de Gámez es presentar esa mitología como algo casi natural dentro de la narración nacional/oficial y constructora de la realidad histórica nicaragüense.

Hay entonces una trasgresión de códigos y normas en la cual la textualidad sobrepasa al evento y, en el que la realidad histórica no es un dato constatable, sino un efecto de mitificación, todo con el ánimo de inventar una tradición que luego deviene colectiva y por medio de la cual se debe articular la invención mayor que sería la nación nica-ragüense, con panteón de héroes y próceres incluidos.

En la introducción, hoy olvidada, de Un estudio de la historia, de donde procede la última idea, Toynbee ve en la ficción, en la ciencia y en la historia, colocadas lado a lado, tres métodos diferentes para vi-sualizar y presentar los objetos de nuestro pensamiento, y entre ellos los fenómenos de la vida humana. Más cerca de nosotros Wolf Lepe-nies habla de las tres Culturas6 como elementos que se mancomunan y que se alejan entre sí.

Sin ser compartimientos estanques, cada una de esas tres técnicas interfiere en las demás. La Historia, investigación y registro de los hechos sociales de las civilizaciones, recurre a leyes generales, que son propias de la ciencia y que también utiliza la ficción. La Ciencia puede limitarse al registro de los hechos y la Ficción, por intermedio de la novela, del drama, alcanza, honrando la afirmación aristotélica de que la poesía es más filosófica que la historia, un nivel de genera-lidad semejante al del pensamiento científico. Si es aceptable la fun-ción extensiva de la Ficción en las teorías científicas de la naturaleza, si podemos admitir igualmente la interferencia de la primera con la historia, la distinción metodológica de toynbee falla cuando aparta la

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Historia del ámbito de la Ciencia, y cuando se olvida de considerar el elemento narrativo que une a aquella a la Ficción. El carácter de cien-cia, conquistado por el conocimiento histórico, no suprime la base narrativa, que mantiene su nexo con lo ficcional.

En temps et Récit, publicado entre 198� y 1986, Paul Ricoeur de-finió ese nexo en función de la naturaleza temporal de la narrativa. oriundas de un mismo tronco, la Historia y la Ficción entrecruzarían sus ramos diferentes en la medida de la temporalidad que elaboran. ¿Cómo entra el tiempo en la teoría de la narrativa? ¿Cómo entra la narrativa en la Teoría de la Historia? ¿Cómo Historia y ficción se in-terpenetran? Son preguntas que Ricoeur indaga y que nos favorece a nosotros en este trabajo. Para Ricoeur todo lo que se cuenta sucede en el tiempo, toma tiempo, se desenvuelve temporalmente, y lo que se desenvuelve en el tiempo puede ser contado. tal vez por esto todo proceso temporal sólo puede ser reconocido como tal en la medida en que pueda ser narrado de alguna manera. Esta reciprocidad entre na-rratividad y temporalidad es el tema de temps et Récit. En razón de ella, Ricoeur aplica el modelo aristotélico a la Historia y a la ficción, que tomara en cuenta, entre otros presupuestos, el nexo preliminar de la comprensión narrativa con el nivel lingüístico del enredo como forma de discurso.

Es en ese punto que la novela nicaragüense surge, en los entresijos de una historia que se empieza a contar y que se formaliza como la historia que va a crear y representar la institucionalidad. La novela al igual que la poesía canta las gestas y reafirma localismos, a su vez era (es) vista como un artefacto cultural que integra hechos dispersos y que liga en un solo conjunto heterogeneidades. La novela decimo-nónica sería una forma discursiva, configurante del enredo y a la que se le atribuye una función análoga a la imaginación trascendental, intuitiva y genérica.

En este sentido tanto para el mismo Ricoeur, así como Hayden White, el arte, la ciencia y la historia, más allá de sus diferencias os-tensibles, compartirían la condición de ser manifestaciones culturales que, se admita o no, acaban configurando, su propio objeto a partir del acto de enunciación.

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Asimismo como añade White, esa tarea implica no sólo aproxi-marse a los “latest technical and methodological developments in the social sciences”, que es lo que, en efecto, ha ocurrido con la renova-ción historiográfica, supone también apropiarse o hacer uso de las “modern artistic techniques in any significant way”, como serían las yuxtaposiciones, las involuciones, las reducciones y las distorsiones, a la manera de lo emprendido por James, Woolf, Joyce o Faulkner, prácticas que habrían despertado un muy escaso interés entre los his-toriadores, al menos a la altura del año 1966. A su juicio, pues, esa es la manera actual en que la historia puede asumirse como combina-ción entre ciencia y arte: por un lado, haciendo uso de procedimientos científicos experimentados con éxito y, a la vez, empleando “impres-sionistic, expressionistic, surrealistic, and (perhaps) even actionist modes of representation for dramatizing the significance of data”.

Entonces si seguimos a White en su planteo y ver qué nos funciona para entender la refuncionalización o el cambio en el vehículo ex-presivo dentro del principio de la literatura en el caso de Nicaragua, diríamos que la novela pasa a ser otro vehículo después de la poesía por el cual va a circular el discurso de la nacionalidad nicaragüense.

La pregunta sería: ¿Qué sostiene White? Lo que se propone es averiguar qué clase de conocimiento produce la historia, lo mismo que nos preguntamos con respecto a la Novela en nuestro país:¿qué conocimiento construye, qué discurso hace circular a lo que respon-deríamos que la novela, tal y como lo sostenía Coronel Urtecho con respecto a la poesía en los textos arriba citado, al menos en el caso fundacional de Gámez y más adelante en obras como Cosmapa, San-gre Santa, Sangre en el Trópico, Timbucos y Calandradas, entre otras ponen en marcha el discurso del Archivo como andamiaje histórico, arqueológico y hasta ideológico como en el caso de Gámez.

Por ello dentro de la propuesta de White y Edward Said es necesa-rio decir que la historia y a la misma vez la novela se vuelven un saber reconocido, privilegiado, admirado, sobre todo en el pasado, sobre todo en el siglo XIX, época de publicación de las grandes obras de la historiografía y de la novela europea.

Lo mismo sucede en el caso de Nicaragua. Es en esta época, luego del advenimiento del republicanismo, cuando nace la Historia Pa-

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tria, es cuando historiadores como José Dolores Gámez, tomás Ayón, Jerónimo Pérez, Enrique Guzmán y el mismo Carlos Cuadra Pasos para nombrar algunos de los más conocidos cronistas decimonónicos y considerados los maestros o las fuentes7 a las cuales se debe visi-tar para interpretar e interpelar los hechos que inician la República, despuntan con sus narraciones e interpretaciones históricas y por lo tanto ideológicas, las que a su vez construyen la escritura de la na-ción en su momento fundacional, hasta que esta misma visión fue re/afirmada en la época vanguardista, con sujetos como José Coronel Urtecho y Pablo Antonio Cuadra.

José Coronel lo hace por medio de sus escritos históricos y Pablo Antonio Cuadra a través de su obra El Nicaragüense. Es en referencia al poder discursivo, al fenómeno de la “apropiación”/”reapropiación” y del habitar el mundo cultural y discursivo con el fin de conquistar un lugar propio que se da la dialéctica entre letrados (el creador) y público que recibe los códigos y símbolos. Ahí donde la obra aparece simultáneamente como un ejercicio creativo individual y una labor social y colectiva que constituye sus condiciones de posibilidad y sus fuentes de alimentación. Partiendo de esto diríamos entonces que en base al letrado el público existe, en potencia al menos, en el pueblo, sin embargo, debe ser en un cierto sentido producido por el creador. Podemos aquí interrogarnos ¿Qué conexión/desconexión hay entre el concepto de letrado, de raíz político-sociológica, que tan fuertemente insiste en la posicionalidad del poder/saber discursivo en La Ciudad Letrada? o bien ¿Cómo los letrados a través de poéticas y estrategias retóricas codificaron elementos como la naturaleza, personajes (crio-llo, guerrero, católico, heterosexual, entre otras características) para crear el espíritu nacional?.

Esto es posible gracias a lo que una autora como Doris Sommer llama Ficciones Fundacionales. Sommer sostiene que durante el siglo diecinueve, en las décadas inmediatamente posteriores al triunfo de los movimientos emancipadores de América Latina, la narrativa del continente fue el principal campo de batalla para la extensión y coro-nación de los discursos hegemónicos nacionalistas promovidos por las élites criollas de cada uno de nuestros países.

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Es decir se realiza a través de dos dispositivos mancomunados en los textos emblemáticos de la época, principalmente las obras nove-lísticas:

1). La invención de tradiciones, al estilo de Hobsbawm: la novela como espejo en el que la sociedad puede intuir sus propios rasgos y acaso completarlos imaginariamente.

2). Al modo de Anderson: la creencia en la cuasi inevitabilidad del im-pulso a alegorizar la nación a través de ficciones que, superficialmente, cuentan casi siempre historias personales, conyugales o familiares, es decir, la ficción privada como relato cifrado del discurso público, si-guiendo la impronta de Jameson que ya citábamos.

Hay al menos en este fenómeno una práctica realizada por agen-tes para responder a demandas social y políticamente definidas (lo que supone productores y ‘público’ sujetos de y a esta práctica) que se dan según una serie de procedimientos reguladores y prácticas subsidiarias, en un espacio físico concreto y en un momento histórico determinado. Así, nuestra cultura letrada (novela, poesía) pareciera desplazar el discurso como práctica que supone detenerse en su ma-terialidad más inmediata para comprenderlo como una forma socio-política de hacer.

Dicho de otra manera la cultura letrada en nuestro país, así como lo deja entrever Cervantes desde los albores del Renacimiento en su discurso de las Letras y las Armas permite el proceso identitario de la ciudad letrada donde la ciudad real es una parte integrante de la forma de existencia de aquella. Del mismo modo, es posible postular que la Ciudad Letrada en nuestro territorio da cuenta de la formación de públicos nacionales, de identidad nacional y de la lógica lectura-escritura de procesos, identidad, sociedad, signos y símbolos patrios incluidos.

El letrado, al menos en Nicaragua, visto desde esa óptica más allá de cualquier aparente continuidad entre letrado y literato (profesio-nal) lo que resulta realmente definidor era que la base del discurso de legitimación de éste sufre una variante. tal y como lo ha venido sos-teniendo Julio Ramos, el intelectual se ha definido por ser un sujeto para/semi/estatal y de consolidación de la nacionalidad. La literatura

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buscaba, según Ramos, un discurso de ratificación en un campo de lo nacional que se había dividido en saberes determinados que hacían imposible la continuidad sin más de la actividad del letrado tradicio-nal.

En tanto “sujeto civil” este último presuponía un espacio discur-sivo homogéneo en que lo político, lo social, lo artístico, lo religio-so se integraban al punto de permitir a cualquier sujeto autorizado (letrado) pasar de un sector al otro casi sin solución de continuidad discursiva.

En el nuevo espacio discursivo fragmentado de la modernidad, el modo de autorización del sujeto literario nicaragüense sería, en cam-bio, específicamente estético/político como en el caso de la Vanguar-dia. Así, y algo paradójicamente, ese sujeto estético se autorizaría a sí mismo, se tornaría específico, es decir moderno, en tanto crítico de aquella separación “desintegradota” y de las diferentes prácticas estatales.

En este sentido siguiendo los postulados de Julio Ramos y del mis-mo Ángel Rama nos demostrarán cada uno desde sus análisis que en La Ciudad Letrada (Rama), lo que parecía una bifurcación en el camino al llegar a la altura del fin de siglo, era en realidad una mul-tiplicación de las rutas posibles del trabajo intelectual. Este camino es el de los que denomina “ideólogos”, cuyo paradigma serían los fi-lósofos-educadores-politólogos a la José Vasconcelos En este despla-zamiento sutil y a la vez algo forzado hacia los escritores de prosa radica paradójicamente uno de los aspectos más iluminadores de los planteos de Rama.

La espacialización del discurso en la metáfora de la ciudad letrada del mismo Rama hace posible preguntarse lo siguiente: ¿cuando los escritores (literatos) se mudan hacia otros barrios de la polis?; ¿cuando la polis se politiza?; ¿deja el Poder Estatal (ahora en proceso cada vez más fuerte de consolidación) de tener sus intelectuales orgánicos?

En efecto, el concepto lleva inscrita una relación estrecha con la producción del poder. De ahí que podamos hablar como lo hacíamos en páginas anteriores cuando nos referíamos a personajes como Zepe-da Henríquez, Pablo Antonio Cuadra y el mismo Coronel Urtecho de

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una doble orientación de los filósofos/educadores- intelectuales/ca-nónicos y canonizadores, y sobre todo en lo que respecta a profesores, (bien mencionábamos a Coronel Urtecho como un educador/habla-dor/conversador) su encarnación más abundante y decisiva, algo que siempre había sido verdad pero que sólo ahora ha venido cuajando en forma visible y masiva. Es en este aspecto que se puede afirmar que la literatura no es simplemente un conjunto de obras y autores, sino un grupo de prácticas discursivas y no discursivas de producción de sentido socio/políticamente determinadas.

Dicho de otra manera la literatura se vuelve una especie de alego-ría o de metáfora- discurso nacional tanto como prácticas de elabora-ción, producción y consumo de textos canónicos. Pablo Antonio Cua-dra por ejemplo llamará a José Coronel Urtecho el segundo fundador de esta república de poetas por no decir “Ciudad Letrada” que ahora se multiplica y permite aquella división de la ciudad letrada, que sólo resultan entendibles a la luz de la continuidad de la labor reproducto-ra (e inevitablemente transformadora) de dichas prácticas en el seno del sistema escolar.8

Sólo la ampliación del público lector y el proceso de constitución de las literaturas nacionales permiten visualizar lo que la literatura siempre había sido y entonces solamente perfeccionaba y masificaba: una máquina para la producción de subjetividades, un discurso, una práctica, o sea un poder/saber, una disciplina. Allí los nuevos letra-dos acompañarían la labor de los nuevos escritores con su trabajo de reproducción tensionada y contradictoria de las diferencias entre el lenguaje de la mayoría y el de unos pocos, entre el lenguaje de la calle y el de los textos, entre las tradiciones aceptadas y las rechazadas.

De ahí que nuestro propósito y, pensamos que lo hemos logrado, es el estudiar la literatura (letra) como institución, es decir, en la con-junción de un espacio, unos agentes y unas formas de hacer, que ya no puede seguir siendo el establecimiento de una continuidad autónoma de obras con ciertas cualidades estéticas, sino que debería ser entre otras cosas, por ejemplo, la historia de la manifestación de la Lite-ratura en el sistema educacional/nacional y la de las prácticas de su lectura y consumo, así como la gran creadora de la identidad nacional desde una de las prácticas culturales por excelencia en un país como Nicaragua: poesía, la Historia y hasta muy entrado el siglo XX la no-

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vela. Son los usos y las prácticas a través de las cuales se despliega la literatura en el espacio de lo social/político/cultural los que reclaman nuestra atención.

En este contexto se comprende que no es casualidad que el mo-delo de letrado (con sus funciones fundamentales de reproducción social/político) que Rama venía persiguiendo desde la colonia pa-rezca diluirse precisamente cuando en rigor procedía a encontrar su verdadera bóveda institucional. El letrado parece tornarse invisible en la figura del profesor (es decir, del intelectual en el sistema edu-cativo) en quien el poder y el saber se funden en la imagen neutra de la verdad y de su causa. Es entonces, cuando el nuevo cariz de la ciudad letrada y de la ciudad real se presenta ahora en su forma nacionalizada y moderna, que las funciones del letrado parecieran desplegarse más perfecta y puramente, como un conjunto de prác-ticas y de usos en donde la distinción entre poder/saber y verdad se tornan uno mismo. Desde ese momento su labor reproductora sería el uso de las tecnologías pedagógicas adecuadas (técnicas y aparatos) para la producción masiva de sujetos/ciudadanos que, dejando de ser un pueblo indiferenciado, fueran capaces de constituirse en el público lector y consumidor requerido y deseado por un cierto proyecto po-lítico de desarrollo cultural nacional. Estos sujetos creadores consu-man su propia aportación original en el ámbito del discurso poético, novelístico e historiográfico.

De acuerdo a esta visión, es dable afirmar que es en la época y en el contexto del republicanismo e independencia en el cual se mueven las interrelaciones de fuerzas sociales y culturales las que condicionan el juego dialógico, réplicas y confrontaciones en medio de un conjunto histórico/nacional de discursos sociopolíticos, secundados por los le-trados, en tanto y en cuanto estos son los generadores de la nacionali-dad a través de sus vínculos con los hechos históricos concretos.

Es por ello que diríamos, tal y como lo venimos demostrando, que en nuestras latitudes son los letrados los que han asumido un papel decisivo en el proceso de conformación, construcción y compresión de las identidades culturales a lo largo de la Historia. Es preciso decir que la independencia y por lo tanto la creación de los estados nacio-nales centroamericanos se llevó a cabo tal y como lo expresa Beatriz González Stephan:

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“El proyecto fundador de la nación es civilizatorio en el sentido de darle, por un lado, a la escritura un poder legalizador y normativo de prácticas y sujetos cuya identidad quedase circunscrita al espacio escriturario; y por otro, organizar un poder múltiple”. (Stephan, Eco-nomías Fundacionales. En cultura y tercer mundo, 1996)

Diríamos entonces que el proceso de construcción de nación, nos advierte Anderson, se ha planteado de dos formas: el que corresponde a la acción de las clases dominantes políticamente hablando, tal es el caso de los Bolívar, los san Martín, los o” Higgin en América del sur, o por medio de lo nacional/popular/escriturario (proceso de inven-ción) lo que corresponde a la clase letrada en una especie de acción política. E ahí que los letrados a falta de una solidez librepensadora de nuestros sujetos libertarios construyen lo nacional/hegemónico enfocando nuestra idiosincrasia como producto de diversos elemen-tos tales como la hegemoneidad racial del criollo y luego del mestizaje como continuación del mismo criollismo, así como rasgos geográficos y culturales específicos tomados solamente de la región pacífica.

En Nicaragua, lo mismo que en el resto de América Latina la na-rración estatal surge con fuerza y se desarrolla ese fenómeno que An-drés Pérez Baltodano llama la continuidad del estado conquistador español.9 Agregaríamos que sería un estado patrimonial en el cual se inscriben los orígenes de la novela, como lo sostiene Roberto Gon-zález Echevarría. La simbólica en la cual se sumerge la estructura nacional de Nicaragua va a ser permeada por signos como la escri-tura (literatura), la arquitectura y obviamente la historia, todos como correlatos gramaticales/culturales y a su vez persuasivos desde la óp-tica político/letrada para con la sujeción de los factores identitarios. ¿No es acaso Gámez, Ayón, Pérez entre otros los que secundaban las propuestas políticas de la época?.

Por tal razón el mismo historiador Jerónimo Pérez en sus emble-máticos textos históricos se parcializa hacia uno de los elementos del dilema de la época, el cual consistía en federarse o ser estado inde-pendiente. Pérez, actúa igual que la mayoría de los historiadores de-cimonónicos, creadores del canon historiográfico como lo ve Beatriz González Stephan: “los historiadores consagraron los gustos y mira de la elite y entregaron en su obra una representación totalizadora de la historia nacional, exacerbando el patriotismo de las masas ejem-

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plares con la mitificación de individualidades ejemplares” (González Stephan, 1987:9�). Por ello en el caso de Pérez, para argumentar lo que venimos diciendo, interesa el debate que interpola en su obra sobre la figura de Máximo Jerez y su frase vinculada a “la verdad para trans-mitirla a la juventud” (Pérez, 197�:161).

Emparentando nuestra tesis de la asociación entre el discurso le-trado y la conformación de la nación, es necesario decir que el mismo Pérez también ejercitaba la poesía, pues la primera parte de sus obras la cierra precisamente con un poema. Estos ejemplos se refuerzan con la parte de de la obra de Pérez que denomina Galería en la cual afirma que “los timbucos y calandracas peleaban por escrito regularmente en versos” (Pérez, 197�:82�) lo que nos emparienta con lo del buen decir del ciudadano que ve en la poesía los códigos por el cual debía circular y en este caso un mensaje público, político y social.

No obstante, se debe destacar que tanto Pérez, así como su sujeto interpelado Gámez, en el debate aludido, integran sus mecanismos narrativos/vericondicionales a la libre asociación de ideas con el ob-jetivo de articular cada uno desde sus poses ideológicas las mediacio-nes históricas representacionales: tal es el caso de la figura de Jerez, así como otras figuras emblemáticas.

Lo que llama la atención es la preocupación en la que se centran los ejes cardinales que impulsarán los letrados nicaragüenses para conformar la identidad o el discurso nacional. Es decir, la palabra escrita, o más bien tendríamos que decir que fue la letra la que se es-tableció como opción de conocimiento, comprensión y configuración de la identidad.

Partiendo de esto diríamos que responde a la creación de un “dis-curso historiográfico” y el vínculo entre éste y el discurso literario. El interés fundamental se basa aquí en el postulado de la “igualdad” de ambos discursos y de la integración de sus funciones y sus legiti-maciones en lo que concierne a la comunidad en formación. Entonces ambos se centran en el postulado que son un constructo retórico-na-rrativo de la realidad y por lo tanto están constituidos por un funda-mental “nomadismo” o una “hibridez” en el que se coluden dos epis-temes fundamentales: la vericondicional (Historia) y la imaginativa (literatura) aunque en su proceso se retroalimenten.

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En particular se trata de la problematización de la legitimación de ambos discursos, y así del concepto de “verdad” (científica, históri-ca), y de la tematización de la posibilidad o imposibilidad de narrar, de interpretar y de determinar la identidad a través de esta dinámi-ca discursiva que postula la máquina hegemónica. En este contexto, por ejemplo, la concepción de “Narratividad”, de “tropología” y de “Construcción” se presta como una posible base para la comparación de la narratividad histórica y la literario-ficcional, considerando la historia socio/política.

De ahí que podamos decir que la ficción o lo imaginario actúa como discurso competidor o rival o en el caso de nuestro país de correlato del mismo discurso histórico. Podríamos decir que la novela, en el caso de la Nicaragua decimonónica, funciona como un palimpsesto correctivo o bien como dispositivo dinamizador y afianzador de con-ceptos, fenómenos y hechos históricos esenciales y tradicionales en lo que refiere a la codificación del discurso nacional. Por ello es que ambos discursos tratan grandes sucesos, héroes casi míticos, hechos políticos y diplomáticos, de una concepción lineal-teleológica que se enfrascan en épocas determinadas, sin rupturas, sin escansiones como dice Foucault.

No es hasta muy entrado el siglo XX que la novela se desplaza hacia otras formas u otras estructuras de narrar los hechos y los personajes en nuestro país con escritores como Lizandro Chávez, y otros más jóvenes en cuanto a la publicación de textos como lo es Ricardo Pasos Marciaq, pues las obras de éstos van a decodificar elementos simbó-licos a través de ejercicios de memoria y rupturas de la linealidad identitaria que se venía aceptando desde los principios republicanos.

Para Said la novela busca la autenticidad de un origen nacional más adecuado que el provisto por la misma historia y, por lo tanto ve en ella el derrotero de un nuevo panteón de héroes y mitos lo mismo que una activación y a su vez un desarrollo de la lengua. tal y como venimos sosteniendo la novela, o bien el discurso literario nacional, re/codifica, al igual que otros discursos letrados o que podríamos llamar “cultos” los pliegues de la nación, son los mecanismos por el cual circula el consenso, la hegemonía y la identidad de la nación ni-caragüense lo mismo que ha sucedido en Venezuela como lo sostiene Stephan, en el Perú (Ortega) México (Bonfil Batalla), en el Salvador

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(Roque Baldovino), Guatemala (Morales), Uruguay (Rama) asimismo en todos los países latinoamericanos y asiáticos como lo han demos-trado el Grupo de Estudios Subalternos.

Ahí se inscriben los inicios de nuestro arte de novelar nacional, en ese intersticio con la historiografía, pues ambas narraciones articu-lan un panteón particularizado de héroes y mitos. ¿Acaso el mismo Gámez no trató de canonizar las mismas figuras a través de ambos vehículos? o, el caso de Adolfo Calero orozco en Sangre Santa, aun-que más adelante va a circunscribir su gramática novelística no sólo a lo que se ha querido llamar una crítica a la guerra, o bien a hacer de ésta un fenómeno jocoso (Acevedo) sino a un acontecimiento que, quiérase o no, transforma a los individuos y al cuerpo social, pues el personaje Castrillo de la novela de orozco paulatinamente se vuelve un hombre de conciencia que va adquiriendo visos de personaje va-liente y de héroe.

Amelia Mondragón en un análisis sociohistórico de la obra de Gus-tavo Guzmán, a quien se le consideraba el primer novelista nicara-güense antes de encontrar la novela de José Dolores Gámez, que éste en sus textos “medía la carga emocional de las élites que descubrían el mundo industrializado” (102). Dicho de otra manera Guzmán daba cuenta de la articulación del nuevo ciudadano que debía re-fundar la nación nicaragüense desde esa época. Se da una funcionalidad en el sistema de signos por el cual se desplaza el discurso y del archivo del conocimiento nacional y sus representaciones de la identidad ciuda-dana. ¿Pero cómo Gámez o Guzmán pueden funcionalizar la identi-dad por medio de una novela?

La voz del narrador, así como la de sus personajes y más adelan-te los siguientes novelistas nicaragüenses, articulan lo que Nietzsche llamaría fortgesetzte zeitchenkette, es decir una cadena de signos continua a través de la que circula la conciencia hegemónica de la elite letrada. Se revela la discursividad y la mecánica de construcción tanto del otro, como del sí mismo, por medio de un consenso y ciertas negociaciones de las identidades individuales por una colectiva.

Ahí aparecen sistemas como:

a) la historiografía de elite,

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b) la explicación nacionalista de lo geográfico, cartográfico, entre otros,

c) control de los “otros” grupos mediante la letra y la episteme, lo que a su vez lleva al silenciamiento, al disciplinamiento, a la censura o la imposición.

No es gratuito que Homi Bhabha afirme que “del pensamiento po-lítico y del lenguaje literario es que la nación emerge como poderosa idea histórica en ocidente”. La idea es hacer notar cómo esos relatos se apoyan en ocasiones en modelos teleológicos entre estructura y agenciamiento de la escenografía nacional. Por ello es que en ambos discursos ha recaído la manera de “tramar”, articular y construir una especie de representación textual, es la grafía que ubica los efectos explicativos y las estrategias formales y estructurales que utilizaron los grandes historiadores y escritores del siglo XIX.

La narratividad y las concesiones a las bondades de la representa-ción literaria que ha llevado a cabo la historiografía han dado como frutos la mimesis y la cualidad del discurso multifacético con capa-cidad de soportar una gran variedad de significados. Esto nos arroja una fenomenología histórica, similar, nos dice Roger Chartier, a la de la literatura en el sentido que posibilitan las formas y los mecanismos por los cuales las comunidades perciben y articulan sus grandes obras fundacionales en mancomunión con sus prácticas sociopolíticas.

Por ello en un determinado momento, una doble corriente de opi-nión comenzó a censurar los usos y la naturaleza de la historia y la novela como discursos letrados por los cuales circulan los tropos de la nación. ¿Y ello por qué? Según nos advierte White, la reacción de hostilidad frente a la historia se debía a que se le imputó una incapa-cidad manifiesta para devenir ciencia rigurosa o auténtico arte, que son, en definitiva, los pivotes en torno a los cuales ha girado la propia conciencia histórica a la hora de definirse epistemológicamente. Este autor recupera con este argumento la tesis básica de “the Burden of History”.

Se trata, en efecto, de una rebelión contra la propia historia que ha tenido múltiples derivaciones. Con ello, se podrá averiguar no sólo cuál es la epistemología en la que los historiadores y los novelistas,

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como lo sostiene White y Said, dicen fundamentar su saber, sino tam-bién apreciar la justeza, las razones y la genealogía de esa rebelión reciente contra la historia.

A partir, pues, de ese objeto, su análisis se delimita en torno a la gran producción historiográfica y novelística en Europa del siglo XIX, momento clave de institucionalización, de asentamiento y de desa-rrollo de la disciplina. En este sentido White , estudiará la obra de algunos de los maestros reconocidos de la historia decimonónica (Michelet, Ranke, tocqueville, Burckhardt), así como la producción y las ideas de los principales filósofos de la historia, entre ellos, Hegel, Marx, Nietzsche y Croce, así como Said lo hace con las obras de Aus-ten, Kipling, Camus, Conrad, entre otros.

Estas son las mismas propuestas que ya más cerca de nosotros lleva a cabo González Echevarría cuando nos dice que la novelística Latinoamericana en general tiene sus asideros en los discursos co-lonialistas jurídicos, del cronista y en cierta medida antropológico, nosotros agregamos que la poesía, así como la novela nicaragüense serán un híbrido de Historia/filosofía, en el afán de crear una simbó-lica que a su vez condicione sistemas cerrados y participantes de ese mismo universo de discurso.

Estos sistemas cerrados, contendrían “modelos de representación o conceptualización histórica” cuyo valor no procedería de las teorías aplicadas, de los “datos” empleados, de las fuentes utilizadas o de la realidad extratextual en la que dicen fundarse. Su valor, por contra, dependería “más bien de la consistencia, la coherencia, la conciencia-ción y la fuerza esclarecedora de sus respectivas visiones del pasado, del presente, así como de los mitos que se desean funcionalizar.

Admitido esto, aquello que intenta el norteamericano, y por lo que es significativo para él, nos propone, la defensa de tres argumentos básicos acerca de la escritura de la historia. El primero de ellos haría referencia a la naturaleza interna de toda obra histórica. Esta consis-tiría, según leemos al inicio de una de sus obras, en “una estructura verbal en forma de discurso en prosa narrativa”, o, como añade algu-nas páginas después, una estructura verbal que “dice ser un modelo, o imagen, de estructuras y procesos pasados con el fin de explicar lo que fueron representándolos”.

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Esto nos remite al encuentro de dos mundos, el del texto fundacio-nal, en el caso de Nicaragua, devenido desde la Historia y la literatu-ra, pues como hemos visto los autores decimonónicos se desplazaban a través de ambas narraciones, estos son: el mundo del texto y el de los códigos del lector, o en su momento del sujeto que llamaremos recipiente, pues recibe la información quizá de forma indirecta (edu-cación, iglesias, academias o en su momento impuesta de manera in-consciente). En ambos mundos se cruzan lo imaginario y lo figurativo desde la vía de la concienciación, concreción y representación tanto de las ficciones literarias y narraciones históricas en sus diversas va-riantes de la nacionalidad.

En efecto, este producto resultante, manifestado en las monogra-fías, combinaría “cierta cantidad de “datos”, conceptos teóricos para “explicar” esos datos, y una estructura narrativa para presentarlos como la representación de conjuntos de acontecimientos que supues-tamente ocurrieron en tiempos pasados”, según leemos a partir de la paráfrasis irónica de Ranke.

En ese sentido concebir la obra histórica como “une structure ver-bale sous la forme d’un discourse narratif en prose” es fruto de una indagación intelectual acerca del problema del realismo. Un realis-mo que en el caso de la novela europea, se inscribe con los mismos Balzac, Tolstoi, y, que trasladado a América Latina y específicamente en Nicaragua se emparienta con lo que Renato Prada oropeza llama Literatura y Realidad vinculado al binomio Persona/Cultura.

De hecho, éste sería gran parte del problema para la historiografía moderna. ¿Cuánto hay de continuidad entre Historia/realismo/li-teratura? Aunque enunciarlo no implica ni plantearlo igual ni, por supuesto, responder desde posiciones similares. En buena medida, éstas dependerán de los referentes de los que se sirven y de cómo son empleados, pues puede haber coincidencias en los nombres y dife-rencias en sus usos, como de hecho así sucede. Por ello se puede re-flexionar, en el caso de Nicaragua, alrededor de los vínculos entre li-teratura/cultura y estado nacional, ya sea desde las textualidades, así como desde los imaginarios y configuraciones simbólicas. Pues entre estas experiencias: literarias/identiarias se da una conexión dinámica y compleja, específicamente en un país como el nuestro donde la letra

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ha constituido una estética, una política, y hasta una epistemología que se vuelve soberana y poco condescendiente.

Naturalmente ese discurso como lo entrevió Ángel Rama emanó desde la época colonial de los sujetos letrados, los que se convirtieron en los diseñadores de modelos culturales, así como de ideologías y discursos públicos (Rama, La Ciudad). Estos han servido de apolo-gistas, ideólogos e intérpretes de lo secular para la conquista de la hegemonía y de la representación cultural/identitaria de la nación a través de la cual corren los grandes relatos de la nicaraguanidad: el mestizaje, lo católico, lo indígena como accesorio, lo mágico, la duali-dad, la burla, lo geográfico.

Podemos concatenar esta reflexión con las ideas de Pablo Antonio Cuadra quien desde su texto recopilatorio El Nicaragüense no sólo define la nicaraguanidad, sino que coloca a la narración literaria como la que vehicula y desplaza lo nacional/mestizo en Nicaragua:

En resumen, alega PAC, de Darío al Movimiento de Vanguardia y a las siguientes generaciones, la literatura repone el vacío político y da expresión literaria-voz y canto- al sentimiento del nos nicaragüense. Posiblemente sea la cultura la que venza a las ideologías y sea el arte el que rescate de las garras del poder partidario el verdadero sentido de la nacionalidad (PAC,2003: 91)

Como se puede notar PAC aún no se aleja, como bien lo dice José Joaquín Brunner del concepto cultural de Cultura, pues la ve como un dispositivo por el cual circulan las narraciones elitarias, tales como el arte y las bellas letras, las cuales no sólo son creadas, sino consumi-das por la elite letrada. Sin embargo, podemos decir que este párrafo insiste en un segmento que hegemoniza e institucionaliza el concepto de nacionalidad, por encima de la sociopolítica.

Dicho de otra manera para PAC la narratividad lírica (letrada) es capaz de transformar el patrón reglamentario de la belleza que se le atribuye comúnmente a la literatura por una actividad en la cual convergen la política, la tradición, la historia y la interpretación de la misma, sea la forma más conveniente de entenderla. Por ello es que nuestra identidad está colmada de metáforas mitos (paisajes exa-cerbados), sinécdoque (retoricismo), ironías (El Canal interoceánico),

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metonimias (gueguensismos), entre otras figuras que Hayden White descubre en sus estudios de la narratividad histórica/ficcional.

Desde esa perspectiva y siguiendo al mismo White a través de sus interlocutores teóricos tales como René Wellek, Erich Auerbach, E.H. Gombrich, Northrop Frye y Kenneth Burke, vale decir, aquellos que se habían planteado centralmente el problema del realismo, y de cuya producción destaca Mimesis, diríamos que, al menos en occidente, la representación de la realidad se da por medio de la literatura y la His-toria, como bien lo definió Auerbach, y Gombrich en sus preceptos que pueden sintetizarse en su texto titulado Arte E ilusión.

Si White insiste, a partir de su opción formalista, en la historia como estructura verbal, este argumento constituiría el desarrollo consiguiente de aquel punto de partida y sobre el que una parte de la literatura mencionada ya se había pronunciado. Nos referimos, claro, a cómo esa estructura verbal, ese discurso en prosa, dice representar la realidad extratextual. Según lo recordado por Ginzburg, aquello que White sostiene es la correlación que habría existido entre “modes littéraires spécifiques” y “les oeuvres historiques de Michelet, Ranke, Marx, tocqueville ou Burckhardt”. Es decir, aquello que el norteame-ricano mantendría abiertamente sería la dependencia de lo que él de-nomina la “imaginación” histórica con respecto a la propia historia concebida como producto literario, como discurso en prosa.

Si el realismo novelístico era un producto de los dispositivos in-ternos de la obra, el realismo que reclamaría la monografía histórica tendría una misma naturaleza. De hecho, como insistentemente nos recuerda a lo largo de Metahistoria, el realismo fue la piedra de toque, la palabra de orden, de “la cultura europea del siglo XIX”. Es más, el realismo histórico de esa centuria sería algo así como “la matriz de las distintas escuelas de pensamiento” a las que convertiría precisamen-te en “habitantes de un mismo universo de discurso”.

¿No es por ello que la novela nacional que se escribe en los albores en nuestro país se vea acentuada en interpretar como producto de una época optimista y de expectativas republicanas? No es gratuito que la textualidad adquiere un tono épico, de exaltado heroísmo, que se combina muchas veces con el lirismo, lo que apuntala toda la inten-cionalidad de la novela, que si bien es prolífica en las descripciones

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de los horrores de la guerra y los sucesos de sus cruentas batallas, nunca se desvía de su alegato central: situar un patrón monocultural de la naciente nación nicaragüense, en la que se verán excluidas las regiones “otras” tales como la Costa Caribe.

Erick Blandón lo ve de esta forma en un texto en el que analiza la conformación de la nación nicaragüense desde diversas narraciones culturales:

“No hace falta explicar más para entender que esta arremetida cultu-ral mediante la cual se instituye el castellano como lengua oficial del estado fue el correlato del colonialismo interno, que en lo político y económico significó la subordinación de las diferentes regiones del país bajo el control de las clases hegemónicas del pacífico. Pero no puede soslayarse la persecución que por ello sufren los indígenas hasta ya bien entrado el siglo XX por hablar sus lenguas locales, llevar sus ves-tidos tradicionales, conservar sus costumbres religiosas y sus hábitos alimenticios, además de prohibírseles el cultivo de sus productos tra-dicionales, obligándolos así a vender su fuerza de trabajo” (Blandón, 2003:55).

En este sentido, siguiendo a Blandón podemos decir que en el caso de Nicaragua se construyó la hegemonía por la vía de la elaboración ficcional, falsa del consenso, como lo ha sostenido Raymon Williams. Entonces este será un consenso negativo pues será impuesto y en el que queda implícito tanto la legitimación de una o varias voces como el silenciamiento de otras muchas cuya legitimación es sistemática-mente negada. Es el proceso mediante el cual se lleva a cabo la lucha por la legitimidad o, en palabras de Habermas, los conflictos de legi-timación.

Es decir, en cierta medida los letrados partiendo de un supuesto realista que se filtra a través de dos vehículos como la Historia y la novela crean una narrativa que determina una gramática estatal y un acto mimético que fungirá como representación de subtextos como aquel de Amor y Constancia en el que como acto simbólico final los protagonistas se casan bajo el padrinazgo de Francisco Morazán. ¿No es esto una realidad vivida en nuestras latitudes como elemento rea-lista para concatenar con ese realismo del que venimos hablando de-venido de la propuesta de Hayden White?

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Más aún, “ser “realista” significaba ver las cosas en forma clara, como realmente eran, y también extraer de esa comprensión clara de la realidad las conclusiones apropiadas para vivir una vida posible con base en ellas. Vistas así—añadía White , las afirmaciones de “rea-lismo” esencial eran a la vez epistemológicas y éticas”. La operación de Hayden White sería, pues, en este asunto hacer depender el realis-mo que se predicaba, no del principio de realidad al que pretenderían ser fieles nuestros colegas del pasado, sino de la estructura profunda, de la moda literaria específica, que informaría la propia obra histó-rica.

Por ello en el caso de Nicaragua es evidente cómo el discurso lite-rario, tanto el poético, así como el prosístico, tanto en la época deci-monónica, como en la actual activa las estructuras verbales formales y la relación que pueda darse entre el texto y la realidad externa en la que dicen fundarse. Es así que el tipo de referencialidad que pueda haber entre el discurso histórico y literario, en Nicaragua es expresa-do en (in)formaciones documentales, textuales que forman parte del discurso del estado moderno. o, dicho en otros términos, la literatura en Nicaragua ha continuado los dispositivos internos de producción de la realidad textual de las diferentes obras históricas.

Pero el concepto de legitimidad, como terreno de lucha en el cual se construye el consenso no puede ser leído, en el espacio de Améri-ca Latina, Centroamérica y Nicaragua, exclusivamente en el terreno político. Se debe realizar desde el campo cultural, pues en nuestra región los límites entre lo político, lo social, lo cultural y lo económico han sido siempre borrosos. De ahí que en los momentos de cambio y de ruptura del consenso, en los momentos en los que la confrontación entre los diferentes sectores de la sociedad se hace evidente, lo que se intenta establecer es un proyecto que agencie las contradicciones.

En este sentido, los procesos de cambio en el terreno simbólico, que se resumen en conceptos como modernismo por ejemplo, deben ser comprendidos siguiendo la definición que ofrece García Canclini:

El modernismo no es la expresión de la modernización socioeconó-mica, sino el modo en que las élites se hacen cargo de la intersección de diferentes temporalidades históricas y tratan de elaborar con ellas un proyecto global (García Canclini, 1992: 71).

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De lo que se trata, entonces, es de observar a través de algunos de los temas centrales publicados en los textos historiográficos y fic-cionales, el modo como los intelectuales construyeron un discurso consensual, un discurso que integrara los fragmentos dispersos de la identidad para ponerlos a funcionar dentro de un proyecto, si no hegemónico, con pretensiones de hegemonía.

Al referirnos a hegemonía retomamos aquí la definición ofrecida por Raymond Williams:

“Una hegemonía dada es siempre un proceso. Y excepto desde una perspectiva analítica, no es un sistema o una estructura. Es un com-plejo efectivo de experiencias, relaciones y actividades que tiene lími-tes y presiones específicas y cambiantes. En la práctica, la hegemonía jamás puede ser individual. Sus estructuras internas son sumamente complejas (…). Por otra parte, (…) no se da de modo pasivo como una forma de dominación. Debe ser continuamente renovada, recreada, defendida y modificada. Asimismo, es continuamente resistida, limi-ta-da, alterada, desafiada por presiones que de ningún modo le son propias”. (Williams, 1980: 134).

A partir de este concepto complejo y dinámico, las luchas por la hegemonía en los distintos campos culturales pueden ser estudiadas desde perspectivas diversas, tomando distintos puntos de referencia. En nuestro caso, hemos elegido dos lugares claves de observación: los sujetos y los espacios. Con sujetos queremos aquí referirnos a la ca-tegoría elaborada por Foucault (1982: 208-212) en el sentido específico de su construcción en el campo de la representación. Es decir, lo que pretendemos es verificar cómo se construye el código (Hall, 1980: 129) según el cual se pretenderá regir las comprensiones consensuales de la categoría de ciudadano, de sujeto y de nación construidas todos desde la óptica letrada.

Estos sujetos se mueven –en los relatos de identidad que estudia-mos– en espacios igualmente construidos, espacios que no son en absoluto neutrales sino que son producto de una geometría de las relaciones de poder. Siguiendo de nuevo a Foucault, es importante re-cordar que “la descripción espacializante de los hechos del discurso desemboca en el análisis de los efectos de poder que están ligados a ellos” (Foucault, 1978: 118).

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Estos efectos de poder que se representan a partir de relaciones de proximidad o lejanía, de centralidad o periferia, de inclusión o ex-clusión, despliegan un mapa que permite comprender el modo como las élites agenciaron discursivamente las distintas temporalidades que –siguiendo la definición de García Canclini– debían unificar para convertirlas en un proyecto viable a nivel nacional y producir un dis-curso de identidad.

Si seguimos estos planteos diríamos que en el siglo XIX, la dico-tomía civilización/barbarie que marcó gran parte de los discursos en América Latina puede ser leída como el enfrentamiento entre los valores de una élite ilustrada y las prácticas de una mayoría subor-dinada a la dura labor de la supervivencia. La tensa distancia que se abría entre las ideas y las prácticas produjo diversas aproximaciones simbólicas a la realidad, entre las cuales la Historia, la literatura y más adelante el periodismo constituyeron los pilares de las formas letradas de circulación de ideas y el espacio por excelencia de media-ción entre la letra y la experiencia.

Por estos canales se dan a conocer, a lo largo de todo el siglo XIX, fórmulas para imaginar la identidad; sujetos y espacios que los secto-res letrados eligen como representativos tanto de los personajes de la élite como del pueblo. No es por ejemplo la Gaceta una de las formas periodísticas oficiales de canonizar los héroes que luego bajan al pue-blo a través de otros vehículos.

Es decir, en este caso, “spatiality needs to be seen as the modality through which contradictions are normalized, naturalized and neu-tralized” (Keith & Pile, 199�: 22�). El proceso discursivo de colocar a cada sujeto en un espacio específico dentro de determinado imagina-rio cultural da lugar a lo que Stuart Hall ha llamado “subject-positio-ns”. E ahí donde nos hemos pretendido centrar en este trabajo.

5.2. Constantes Amores: historiografía y novelas

tal es el caso de una de las primeras novelas registradas por la his-toriografía literaria: Amor y Constancia del historiador José Dolores Gámez10 en la que en sus gestos se inclinan hacia el llamado cuadro de costumbres, el anecdotario o el historicismo.

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Es decir, en esta obra de Gámez hay articulaciones en las que se nota una discursividad documental en la cual las circunstancias so-ciopolíticas condicionan las formas y estrategias del discurso narrati-vo, incluso la construcción del carácter de los personajes está asociada a la de los líderes políticos militares de la época.

¿No es sintomático que la considerada primera novela nicaragüen-se sea registro de un historiador consagrado, uno de los fundadores de nuestra historiografía? Se cumple aquí el planteamiento de Ed-ward said en el que la novela se vuelve una obra persuasiva tanto en su política como en su estética, específicamente cuando ambos ele-mentos devienen de la narración historiográfica.

Gámez escribe esta novela como un correlato de la microfísica lo-cal. Utiliza los relatos existentes, que proponen un punto de partida y los torna metodológicamente correctos dentro de la perspectiva cul-tural-ideológica de su época. Nicasio Urbina en su obra La estructura de la Novela Nicaragüense dice con respecta a esta obra:

En realidad el narrador de Amor y Constancia se parece más al historiador que al novelista, ya que está más interesado en ser fiel a la verdad histórica y presentar el fondo contra el cual se desarrollan los eventos de la trama, que en desarrollar el perfil de sus personajes y profundizar en su desgracia

Es una obra guiada por la épica y la epopeya y por lo tanto ape-gada a lo poético y a lo histórico. En este sentido lo poético asistido por los módulos de la narración histórica para canonizar personajes y dinamizar lo social.

Por tal razón la dinámica de esta obra se circunscribe en la idea de la historia-nación en la cual su correlato es la novela poética y en la que los símbolos construyen una identidad centralizada. Urbina está consciente de esa negociación entre la historia y la novela de Gámez hasta el punto de afirmar que hay un narrador “que sabe más de his-toria y dice menos de ficción”

Esta historia abordará desde una óptica alegórica y como discurso cultural relatos que funciona al seno de dispositivos de representa-ción exclusión, donde se constituyen y refuerzan las múltiples fron-

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teras simbólicas que definen la identidad nacional. No reconstruye una narrativa de emancipación, autoconciencia y despliegue de las potencialidades de la independencia, más bien la genealogía política y cultural rastreará los múltiples y dispersos conflictos de los cuales la comunidad imaginada “nicaragüense” es un efecto, no una causa eficiente.

Los códigos de esta obra son emblemáticos de la identidad y de la ideología de la época. ¿No es la descripción de Granada una con-traposición de la naturaleza nicaragüense a la imperial europea? Es decir, Amor y Constancia es el vehículo por el que circula la mirada de los signos culturales postcoloniales centroamericanos y que a su vez contienen la mismidad nacional.

A esto habría que agregarle la piedra que el personaje lanza al es-cudo de Fernando VII. ¿No es acaso una piedra un símbolo de rebel-día que ha sido institucionalizado por la intelectualidad vía Andrés Castro y la guerra que se denomina nacional por oposición a lo ex-tranjero y ajeno?

Hay gestos y voluntades alegóricas en el cuerpo de Amor y Cons-tancia que juegan en función de dar un marco a lo que podemos de-nominar romance nacional. En este sentido la familia como naturali-zación alegórica de la unidad cultural de la comunidad política tiene una ascendencia colonial: las metáforas del Rey, del criollo indepen-dista como padres fueron claves en la legitimación del imperium en las posesiones ultramarinas de España (taylor). Es así que en una cita de Juan Pablo Dabove encontramos la clave de lectura de esta breve novela:

“En el discurso republicano –de los libertadores a la novela románti-ca– el tropo fue utilizado para promover y justificar el proyecto político de la burguesía criolla, y en su larga fortuna tiene estribaciones que alcanzan el final del siglo XX. En su versión clásica liberal decimo-nónica el romance nacional alegorizaba a través de la representación ficcional del matrimonio o la relación amorosa heterosexual, la alianza interracial, interclasista, intercultural, que la clase criollo-letrada ima-ginó como posible para la constitución de la nacionalidad. Así, el amor que cruza líneas de raza, de clase, de estatus legal o social (por ejemplo, el romance del esclavo y su ama), es una expresión imaginaria de la

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posibilidad de constitución de una unidad cultural (la nación) mas allá y a pesar de esas barreras” (Dabove, 2005: 7)

En esta figura existe una exaltación de identidades en las que el sujeto histórico nacional prevalece sobre el fictivo universal. Las his-torias de la boda de los abuelos del personaje (abolengo), la rivalidad entre León y Granada (microhistoria) la anexión a México (historia nacional) son cúmulos de las formas y el encadenamiento en lo que respecta a las movilizaciones procesales históricas e identitarias.

Hay una función pedagógica en Amor y Constancia en la que la novela y la historia se hibridan para conformar la historia patria alec-cionadora. Hay “amores constantes” en Gámez que no se restringe al amor físico o sexual, sino al amor nacional en el que Gámez fuera un maestro: sus obras historiográficas y sus textos periodísticos son emblemáticos de esta afirmación. Cabe señalar que esta obra entra-ría en lo que se denomina romances nacionales. Estos no son, por lo general, un mapeo de todo paisaje social, en cambio, sí se establecen, específicamente, como dispositivos para crear los proyectos políticos que configuran los imaginarios nacionales. Doris Sommer en su libro Ficciones Fundacionales plantea que los romances son las ficciones fundacionales. Sostiene que los romances son alegorías o sinécdoques de la unión entre eros y polis. Son discursos, según su propuesta, que unen el amor y la patria en un discurso fundacional.

Entonces Amor y Constancia es una obra rearticulatoria de la imaginación histórica y propuesta de un proyecto nacional/nicara-güense. Es una propuesta política y un proyecto social; como tal, pre-figura ideales del proyecto nacional. Esto es dable afirmarlo debido a que se entreve la ideología de los imaginarios, formulados en los discursos públicos y que emanan del grupo hegemónico y plantean una solución simbólica a su problemática histórica. Por ello es que la obra expresa los ideales del liberalismo, de las élites dirigentes de la época y de los intelectuales que formularon el programa liberal para la nación.

En realidad en la obra de Gámez el romance es un correlato de la política y se unen al concepto de patriotismo. El narrador de la novela afirma:

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“Briceño, entre su amor y su patria, optó por ésta, tanto más cuanto que conservaba la esperanza de ganar más tarde la voluntad de su padre” (Gámez, 1997:52).

Es posible leer una alegoría en el proyecto de coordinación del matrimonio por parte de Briceño y Beatriz en el cual matrimonio y patria son consustanciales de la consolidación nacional. Las uniones amorosas entre las familias distinguidas y en el caso de Briceño y Beatriz, al final como hemos dicho se terminan casando bajo el padri-nazgo de un personaje notable, son una respuesta a la organización social de las instituciones públicas como elemento unificador.

Es así que el mismo narrador deja claro que Briceño “en su extra-vagante delirio amoroso, otras veces soñaba con una muerte trágica que le permitiera decir un adiós lleno de poesía a la amorosa Beatriz, quien regaría con lágrimas la tumba del héroe” (Gámez, ��) es lo que Doris Sommer llama la vuelta a la historia del ciudadano/soldado, es decir, el héroe de la independencia, e incluso de las guerras civiles.

En este sentido Gámez, lo mismo que tomás Ayón, José Coronel Urtecho y el mismo Pablo Antonio Cuadra, son autores que pode-mos clasificar como letrados dedicados al servicio de la “patria”. Es la hibridez entre el “bien público” y “el deseo privado” de sus auto-res, pues son los llamados constructores o “ingenieros sociales” en cuyos textos podemos leer la explosión discursiva nacional, pese a que dentro de estos discursos queden fuera una serie de “otredades” y a su vez con ellos creen espacios simbólicos meta-ideológico para uso cotidiano y disfracen hasta cierto punto la naturaleza ilusoria de la nación” (Arias, 200�). Representan lo que no es considerado como parte del canon como sujetos subalternos pero sin enunciación. No es gratuito que Ignacio Altamirano desde 1868, para el caso de Gámez diríamos que su fin con esta obra es lo mismo, haya pensado que la novela es el “artificio que permite a los mejores pensadores de hoy llegar a las masas con doctrinas e ideas que de otra manera serían difíciles de difundir” (Citado por Sommer, ��).

Se presenta en Amor y Constancia- desde su nombre mismo-una hibridez entre amor y nación que quizá quiso contribuir a formar pa-triotas y a anclar la narración de la misma en un espacio fundamen-talmente dramático simbolizado por la trascendencia del héroe. Es de

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ahí que la tramatización de Gámez es una forma peculiar de alego-rizar los procesos personales (matrimonio) y los procesos nacionales (disturbios, extranjerismos, independencias) por medio de una narra-ción arquetípica y en la que no se deja de aludir a los “cerebros de la juventud francesa a conmover el patriotismo de todos los corazones humanos” (Gámez, �0). Se percibe una matriz colonial en esta cita de Gámez en la cual el eurocentrismo es evidente desde sus más rancias narraciones. Se puede concluir que el eurocentrismo pasa a ser un no-lugar o una territorilidad ubicua que se puede bien entresacar de una constitución o bien en la influencia clara a la juventud centroamerica-na y en este caso nicaragüense, simbolizada en el personaje Briceño y en Beatriz quien, para el autor representa a una joven de familia católica que lee todo a través de su sensibilidad romántica.

Gámez en sus nociones preliminares de su Historia de Nicaragua nos habla de una historia reconstruida en base a leyendas, cuentos y narraciones que buscan la unicidad del discurso. Lo mismo logra en Amor y Constancia en la cual el discurso ficcional sólo se transparen-ta en base a su correlato historiográfico.

En ambas propuestas el autor legitima “la obra”. Son las ciencias como formas de recuperar la memoria. tanto la novela, así como la historiografía de Gámez son alegorías en relación al discurso que construye la nacionalidad nicaragüense. Ambas narraciones discipli-nares, tratan de establecer correlaciones con acontecimientos como guerras nacionales, espacios étnicos, sujeciones de otredad, entre otros territorios similares.

“La Historia -dice el narrador de Amor y Constancia- sabrá ha-cer justicia, y sin embargo, la historia es la primera que olvida, pues mientras los nombres de Malespín, Somoza, Carrera Walker de tris-te celebridad viven eternamente, mueren en el olvido los primeros mártires de nuestra independencia” Gámez categoriza y heroifica a personajes desde su punto de vista y estructura un discurso en el que modela la imagen de ciertos procesos y descalifica otros, en un afán instructivo de aplicabilidad a la Historia y la novela como narracio-nes nacionales.

El mismo Gámez nos dirá en sus Nociones Preliminares que los “tipos de raza”, el carácter de los grandes hombres, entre otros even-

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tos son partes esencial de la historia, lo que paralelamente incluye en Amor y Constancia cuando nos habla de Morazán, de Iturbide, así como del abolengo de su personaje, como de otros fenómenos históri-cos dentro del contexto centroamericano.

¿Acaso ese “tipos de raza”, las guerras nacionales, así como el abo-lengo del personaje posibilitan resolver dramáticamente el asunto de la otrización desde la óptica letrada? Entonces la historiografía y la novela centran política y culturalmente lo subalterno como luego lo harán de forma más latente autores como José Román y toda la pléya-de vanguardista.

Es decir, serán esos elementos que Gámez menciona en sus nocio-nes preliminares y que trata de ficcionalizar en Amor y Constancia los que formulan la historia patria. ¿Son nuestras narraciones una historia y una novela que excluye y acredita a personajes en detri-mento de otros?

¿trata Gámez de construir una personalidad social marcada por acontecimientos histórico-políticos? Es decir, ¿existen múltiples co-nexiones entre la microfísica de un partido político y el poder que encierra el archivo, la memoria, la identidad de un pueblo, de una comunidad, de una nación?

Amor y Constancia se inscribe en la necesidad de establecer orden y de crear un ambiente proporcionado, por no decir centralizado, en lo que respecta a los conflictos nacionales. Es la novela-historia en su sentido societal, en la que media el narrador objetivo, sin recurrir a lo sugestivo. Un autor como Renato Prada oropeza nos lo dice de esta forma:

“Este tipo de narrador cae en la creación socio-filosófica de Alfred Schutz quien descubrió lo que él llama las series culturales, cuya tarea es contribuir de una manera distinta a la de la semiosis de la vida co-tidiana y de la creación sociocultural de la realidad” (Prada Oropeza, 1999: 138)

Gámez planta su visión de letrado a través de la cual se deja sentir la autoridad de ciertos sujetos sociales, de igual manera se nota las

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prácticas cognitivas de las que luego resultan las instituciones y las identidades de la nación.

Amor y Constancia se puede decir que funda no sólo un género (aunque luego se hable de otros autores fundadores) sino que funda e involucra posiciones en lo que respecta al canon literario y epistemo-lógico, así como la funcionalidad de lo literario nicaragüense.

Gámez pone de manifiesto cómo el objeto cultural concebido como novela es un texto en relación con otros sistemas de significados más amplios y a través de los cuales circulan horizontes de expectativas como nos dice terry Eagleton (127), por ello su obra se abre a diversos discursos sean estos históricos, sociológicos y desde luego literarios que a su vez son identitarios.

La obra de Gámez podemos decir que se inserta dentro de lo que se ha dado en llamar fábula novelesca. En esta se alude a las gue-rras civiles del siglo XIX.. El conflicto político y militar se presenta como un enfrentamiento entre buenos y malos, ángeles y demonios, una fórmula muy propia del sectarismo localista de la época y que el mismo Irribaren miramos cantaba desde la poesía. Esta perspectiva partidista, ideologizada, si bien le quita méritos a la novela, no impide que se logre dar cuenta de un mundo tan complejo y clave para enten-der muchos de los dilemas y encrucijadas que aún vive nuestro país. Una lectura más allá de esos límites, muy a pesar de la intención del autor, pone al descubierto todas las dificultades sociales y geográficas que tenía el modelo de sociedad nacional integrada, impuesto por la búsqueda de esa alegoría nacional de la que hablábamos arriba. Se nota que persistían las contradicciones regionales y aún no se lograba conformar un país que acatara la voluntad del gobierno central. En la novela, con toda su sátira corrosiva en contra de los adversarios, aflo-ra en cierta medida todo el entorno de dificultades de quienes querían construir un país desde arriba, con una cultura pretendidamente re-finada y opuesta a la barbarie de esas muchedumbres levantadas en armas.

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5.3. Otras propuestas primigenias: Darío novelista

La historia literaria nicaragüense recoge otras obras como novelas y se clasifican según modismos o temáticas. Se pueden mencionar las que escribiera Carlos J. Valdés y las escritas por Gustavo Guzmán quien, según Nicasio Urbina es el primer novelista profesional en nuestro país, hasta llegar al fenómeno del “rubendarismo”.

Rubén Darío es cultivador de la novelística modernista, pero no lo-gra hilvanar un discurso sólido como lo hiciera en los otros géneros, sean éstos poesía, cuento, ensayo y la crónica periodística. Es este uno de los factores, quizá uno de los más importantes, de que sus novelas sean poco estudiadas y conocidas en oposición a su poética, es esto lo que ha llevado a que sea el padre y maestro mágico poéticamente hablando y no en lo que respecta a la novela como ente cultural desde el cual narrar nuestros eventos.

Las novelas darianas11, a diferencia de la de Gámez la que marca el inicio del género en nuestro imaginario como lo hemos venido de-mostrando, aluden a temas foráneos. Cuando incursiona en la His-toria lo hace en la Universal, o más bien tendríamos que decir en la europea/occidental. Es este sentido reproduce el patrón temático de su obra poética. Pues en una obra como El Hombre de Oro va hacia la historia de Roma.

Específicamente las propuestas novelísticas rubenianas se incli-nan a la europeización como gran parte de su obra poética. Por ello podemos hablar de Emelina la que aún conserva el matiz romanticis-ta del compromiso amoroso y de los duelos de honor. Esta novela es una alusión al amor que se impone por encima de las desavenencias sociales. La obra posee la redondez del romanticismo tardío, sin el toque de la ideología, del ideal romántico que caracterizó en nuestro continente.

Emelina es un intento por novelar grandes amores, cuando en nuestro continente ese mismo romanticismo fue guía de la liberación colonial. El romanticismo fue un relato que propuso un punto de par-tida posible y una meta vindicativa, es decir, un relato colonial que sirvió, como dice Renato ortiz para encontrar el pasado europeo, se convirtió en nuestras tierras en un relato postcolonial.

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Roberto González Echevarría afirma que para la época romántica en América Latina se escribieron los primeros estudios sobre culturas africanas y sobre su influencia en la sociedad latinoamericana. Es un poco como lo explica Edward Said con respecto al novelista tayeb Salih quien se aprovecha “de tópicos de la cultura colonial, como la búsqueda y el viaje hacia lo desconocido y los utiliza para sus propios pronósticos poscoloniales” (Said, 2001:7�) mientras Darío escribía sus intentos romanticistas de amores impugnados.

Raimundo Lazo en su texto Historia de la Literatura Hispano-americana y Julio ortega en su Discurso de la Abundancia, van a concluir que el romanticismo latinoamericano va a dejar atrás el li-rismo y el colorismo, para darle paso a un espíritu ensayístico y de búsqueda de lo americano a través de la prosa narrativa.

Las narraciones novelísticas darianas se ven en un tiempo y un lugar determinado en el que las coordenadas culturales apuntan ha-cia otros derroteros los que él apenas cantará hasta en sus poemas de Canto de Vida y esperanza.

Asimismo, en otras obras novelísticas Darío se interesa por narrar realidades europeas antiguas, tal es el caso de El Hombre de Oro y la autobiográfica Oro de Mallorca. En su desaparecida “Caín”, quizá su novela más intensa en lo que refiere a la psicología de sus personajes, sus articulaciones novelísticas, de igual manera, son distintas a las de las corrientes de la época. ¿Cómo debemos entender esta no simul-taneidad de Darío en cuanto a los intereses narrados por el resto de autores latinoamericanos en la época?

Es Darío para la época que escribe y publica estas obras (1897 un año antes del fatídico 98) que marcará la producción cultural dariana) un observador extraordinario y privilegiado que, cómo dice Gramsci de Croce se vincula mejor con Platón que con su entorno hablante y ambaleante. Dicho de otra manera, Darío está preocupado por la legi-bilidad estética europea y de esta manera narrar la Europa que tanto ha fascinado a los autores latinoamericanos.

Es el mismo caso de Gustavo Guzmán en Nicaragua a finales del XIX, quien en sus novelas Escenas de Londres, En París, El Viajero, En España, En Italia, entre otras narraba situaciones europeas, este

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autor también es representativo de esta situación. La idea de Guzmán y la de Darío mismo es la de verificar el significado cultural de los reciclajes simbólicos de Europa como exponente del occidentalismo. Hay aquí resabios de una Europa civilizatoria y de unos espacios na-cionales poco narrables y por lo tanto bárbaros.

Gustavo Guzmán es el emblema del letrado decimonónico que piensa en Europa y que viaja como lo hacían los viajeros europeos, con la salvedad de hacerlo a la inversa. El mismo Darío de sus cróni-cas. Guzmán se vale de un género muy difundido en el XVIII euro-peo.

Son los elementos de estas novelas-viajes del colonizador que Guz-mán integra a sus obras lo que prepara el terreno para el asentamien-to firme de la novela, aunque no sea en la realidad nuestra. Lizandro chávez Alfaro lo ve desde esta óptica:

“Mientras el pueblo desprovisto de letras para fijar su memoria el le-trado contaba su mundo en un permanente viaje, siempre nuevo de la metáfora a la parábola… los letrados eran pintores sin calar jamás en la espesa realidad”. (Chávez Alfaro, 1980:70).

Sin embargo, en el caso de Darío luego vendrá su ya aludido Canto de Vida y Esperanza y sus artículos recopilado en su libro España Contemporánea (crónicas de reportero-viajero) que dentro del género poético el primero, y periodístico el segundo, marcarán los códigos culturales y las relaciones coloniales no sólo con la misma Europa y específicamente con España, sino con un Imperio norteamericano que tácitamente había declarado que América Latina era su patrio trasero. Es en estas obras y las posteriores que Darío se simultanea con el discurso literario latinoamericano, como bien lo hemos demos-trado en la obra Rubén Darío y las Nuevas teorías 12

5.4. ¿Novelas Documentales?

Ya entrado el siglo XX en nuestro país los novelistas nicaragüenses introducen nuevos gestos ya sean técnicos y culturales en sus obras, en comparación a las del período estudiado anteriormente, llegando a conformar novelas- memorias.

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En cierta medida, gran parte de las obras que se escriben en esta época, son modelos de novelas historias que por sus métodos, la do-cumentación y fuentes en la que se apoyan se adelantan a la historia misma.

En las obras de esta época se dan persistencias de la propuesta del Gámez que mencionábamos al principio como iniciador de la novela en Nicaragua, aunque con diferencia de rigores, técnicas y gestos. De-cimos esto debido a que en la época del mismo Gámez otros historia-dores como Jerónimo Pérez escribían historia de una forma novelada, en la que el narrador emite juicios y narra los hechos con técnicas narrativas simples, tales como el flaskback, historias paralelas, entre otras. 1�

No obstante, el siglo XX nicaragüense trae consigo, aunque no en todas las novelas escritas en la época, lo que el mismo Chávez Alfaro llama “un paso firme que llevó la narrativa nicaragüense de la nade-ría a la protesta”.

Es así que dentro de las propuestas del primer tercio del siglo XX en nuestro país las novelas oscilan de textos comedidos políticamente hablando hasta obras en la que lo político, lo social y lo histórico son parte sustancial en su trama. Chávez Alfaro dirá que en Calero oroz-co, quizá el novelista más importante de la época, se pueden leer las interioridades de las clases sociales de la época. Los títulos mismos de las novelas de la época nos brindan la pista para su clasificación: Burguesía, Un Cortador de Café, La Factoría, de Gustavo Alemán Bolaños, son ejemplos claros de ello. otras novelas que se pueden mencionar son Jacinta de Federico Silva, Ramón Díaz de Jerónimo Aguilar Cortés, El Silencio y La Mariposa Negra de Felipe toruño, Sangre en el Trópico, Los Estrangulados y Don Otto y La niña Mar-garita de Hernán Robleto.

Robleto es considerado por algunos críticos como Nicasio Urbi-na uno de los autores de mayor alcance a nivel internacional para la época. En este autor se pueden leer diversas estrategias novelísticas mencionadas por Chávez Alfaro tales como el asunto de las clases sociales, la protesta social, la realidad espesa, entre otras.

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Si bien es cierto que la historia nicaragüense está llena de sucesos inverosímiles, hasta ahora aprovechados por los novelistas actuales, tal es el caso de Sergio Ramírez, el mismo Chávez Alfaro, Ricardo Pasos, entre otros y de los que hablaremos más adelante, los novelis-tas de inicio del siglo XX estaban enfocados en narrar la dureza de la realidad socio-histórica.

Por ello el mismo Robleto y orozco, narran hechos duros de la historia patria, es decir, sin introducir mecanismos o movimientos estéticos, agilidades y amenidades inverosímiles en el discurso nove-lístico para re-ubicar la actividad sígnica de la misma, como lo harán más adelante los escritores ya mencionados.

En este sentido El Ultimo filibustero de Pedro Joaquín Chamorro Zelaya (historiador también) será una prueba de la novela-historia de la época o bien de la novela documental como llamaremos a gran par-te de la producción de este período en la historia nacional. Chamorro, con esta obra, ilustra acerca de algún hecho que consta de datos fide-dignos o susceptibles de ser empelados como tales para comprobar algo, en este caso una epopeya nacional, un nacionalismo, un hecho colectivo en el que se supone participa toda la nación, pese a que se deje de fuera en el discurso novelístico a otras sujetualidades que par-ticipan en el hecho al que se hace alusión en la obra.

Como bien lo dice el estudioso Julio Rodríguez Luís:

“Gran parte de la narrativa latinoamericana se ha visto influida por las técnicas documentales en su discurso debido a su cercanía y compromiso con los sucesos sociopolíticos”(Rodríguez Luis, 1999) Es decir, pese a que las novelas de los autores nicaragüenses de esta épo-ca tratan de despegarse del carácter documental de sus fuentes para entrar en una especie de efecto artístico, no dejan de dialogar con la dimensión ideológica y los marcos realistas históricos documentales a los que se refiere Rodríguez Luís.

Chamorro Zelaya, por ejemplo, toma como motivo novelístico el es-cenario de la guerra nacional en contra del filibustero William Walker y textualiza la historia, o tendríamos que decir la trama. Es decir, la propuesta de esta obra sólo se justifica en su referente extratextual. No hay que olvidar que esa guerra en contra del filibustero Walker

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también se puede emparentar a la invasión que los norteamericanos realizaron en nuestro país a inicios de siglo, momento en que Chamo-rro Zelaya escribe y publica su obra.

De ahí que los referentes extratextuales de la obra El Ultimo Fi-libustero se puedan entresacar de los sucesos y eventos históricos nacionales. La novela de Chamorro ubica los hechos en base a una estructura cuya base es el dato histórico, el documento o la fuente. Es así que parte de los hechos que se pueden leer en la novela tales como la quema de Granada, así como los parlamentos del personaje Juan Antonio Zavala son constatables dentro de la narración histórica del hecho. Este personaje nos dice:

“Ustedes ven con encono la presencia de Walker en Nicaragua por que tienen horror a la civilización y les gusta vivir más en ese antro de oscurantismo y atraso” (Chamorro, 1933)

Este hecho se puede leer en la obra del historiador Jerónimo Pérez quien nos habla del sacerdote Agustín Vigil, así como de otras perso-nalidades que miraban en Walker el civilizador, incluso esa leyenda del predestinado de los ojos grises, tan famosa entre ciertos historia-dores, Pérez la emparienta a otra “del hombre de ojos azules como el enunciado en la profecía, parodiando sin duda la que le atribuyen los historiadores antiguos a los mejicanos que aguardaban los hombres blancos y barbados que llegarían a conquistarles” (Pérez, 197�:181)

Habría que preguntarse qué tanto la novela de Chamorro, partien-do de la cita anterior, así como de la de Pérez, aunado a una serie de signos, figuras y trazos que se pueden entresacar de su trama, entra en el juego de la letra y el poder o de lo que gente como Aníbal Qui-jano denomina:

“Construcción mental que expresa la experiencia básica de la domi-nación Colonial y que desde entonces permea las dimensiones más importantes del poder mundial, incluyendo su racionalidad específica, el eurocentrismo. Dicho eje tiene, su origen y carácter colonial, pero ha probado ser más duradero y estable que el colonialismo en cuya matriz fue establecido”. (Quijano, 2003)

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La obra de Chamorro introduce, como lo plantea Pérez, el asunto de las dicotomías o dilemas devenido del colonialismo y de la men-talidad del colonizado que se entresaca de los parlamento del prota-gonista Zavala. Este personaje es sintomático de lo que Miguel Rojas Mix clasifica como las representaciones del civilizado y del bárbaro.

En otra de sus novelas, Entre Dos Filos, este mismo autor nos plan-tea nuevamente el asunto de la dicotomía, precisamente los dos filos son las dimensiones del civilizado/bárbaro, por ello Nicasio Urbina dirá que es una “obra que trata de justificar la explotación de los tra-bajadores y defiende el status quo” (Urbina, 1995: 134). No obstante diríamos que gran parte de la narrativa de este período estará marca-da por estas articulaciones.

De ahí podemos hablar de una de las novelas de mayor populari-dad, tanto en la época en que fue escrita, como en la actualidad, nos referimos a Sangre en el Trópico de Hernán Robleto. Según Nicasio Urbina, esta es una novela de tesis en la que la ideología es parte de la trama, por no decir la protagonista principal, lo que infiere carac-terísticas particulares de la propuesta documentalista que venimos sosteniendo.

Ese documentalismo se puede comprobar cuando el mismo Urbi-na sostiene que esta obra fue escrita en base “noticias y periódicos que le llegaban a sus manos en México”. Rodríguez Luís habla del periodismo como una de las fuentes directas del documentalismo la-tinoamericano.

No obstante, este mismo crítico aludirá a la importancia anti-im-perialista de esta obra, específicamente cuando el narrador dedica mayor tiempo a razonar y reflexionar sobre las circunstancias inter-vencionistas.

No se puede ocultar en la obra de Robleto su inserción en la línea del imperialismo y la cultura, dándole vuelta a la propuesta de Said citada un poco en páginas anteriores, pues el discurso de Robleto es condenatorio al imperialismo, utilizando uno de las producciones culturales imperialistas más importantes como es la novela, aunque en el título mismo la obra tensa las categorías dicotómicas de metró-polis y colonia.

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¿No es el trópico parte del imaginario del bárbaro como bien se dice dentro de los estudios culturales? Robleto narra hechos dentro de un espacio (Nicaragua, el trópico) en el que se dice se trata de orde-nar, de civilizar en todos sus planos a través de una intervención.

Además el final que le estructura el escritor a esta obra echa por el suelo, en cierta medida lo que ha venido ganando, pues cuando el norteamericano Wilson decide casarse con una mestiza a la cual violó, adjudica dentro de la simbólica colonizador-colonizado el triunfo del primero sobre el segundo, o bien la sujeción de la representatividad en el espacio nacional del norteamericano como sujeto redentor que mantiene la idea del mito, del ideal, del sueño civilizador de la socie-dad nicaragüense, como bien lo dice Emilio Álvarez Montalbán sobre la mentalidad del nicaragüense, lo que de igual manera se vincula a lo que Jerónimo Pérez alude durante la llamada Guerra Nacional de 18�6. El norteamericano es la alegoría de la posibilidad nacional en un desplazamiento de las razas. Es lo que Rojas Mix llama la segunda colonización de América Latina.

otras de las novelas de este autor, tales como Los Estrangulados, Don Otto y la Niña Margarita, así como Una mujer en la Selva de igual manera abordan el tema de las contradicciones político-sociales en nuestros territorios, aunque con sus bemoles dicotómicos, pues en Don otto… este personaje es una especie de señor feudal alemán que recuerda, como diría Said, cómo la hacienda de este señor se mantie-ne con el trabajo de los indígenas y de los campesinos que al final se exterminan entre ellos. ¿No es el fusilamiento de Julián el indígena quizá un exorcismo de los bárbaros y subalternos?

Con esto llegamos a uno de los autores más importantes de la pri-mera mitad del siglo XX como lo es Adolfo Calero orozco quien con su Sangre Santa sigue la tradición documentalista, histórica y realista que vienen articulando sus predecesores. Es una obra en la que la guerra vuelve a figurar como motivo, aunque con carácter alecciona-dor como lo hará Pablo Antonio Cuadra en su “Por los Caminos van los Campesinos”.

Sangre Santa es una de las novelas de más grande reflexión alrede-dor de la guerra y sus consecuencias. Es una novela en la que la na-

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ción y su historia se re-ubica , trata de volverse en un objeto cultural en el que los códigos políticos se desmitifican en sus sustratos.

Es la novela en su naturaleza balzaciana en la que están presentes todos los mecanismos de la sociedad. Es la textualidad, como bien lo ha señalado Foucault y Callois, se encuentran las escansiones que bajo la visión normal de las otras ciencias o son muy pequeños para observarlos o muy grandes para abarcarlos.

En este sentido en una novela como Sangre Santa, se presenta la descripción analítica, trágica y dramática de una sociedad nicara-güense enfrentada consigo misma. Es decir, hay una sociedad, que en el fondo es la protagonista de la obra, que se suicida o que obliga a sus actores a hacerlo. En uno de sus capítulos podemos leer:

Trece años solamente y ya se fuga del hogar para ir a la guerra. Como necesitamos escuelas en este país. Este muchacho debe ser uno de esos que por las noches juegan a la guerra a pedrada limpia por los barrios (Calero Orozco, 1993: 47).

Es la novela que funge como espacio del fratricidio de los distintos grupos, de ahí que la posición del autor sea políticamente correcta, al tratar de re-pensar la nación y sus discursos, sin terciarse a ninguno de los actores. Se trata entonces de definir, a partir de el escenario del genocidio que tiene un valor de muestra, unas reglas que permitan construir eventualmente otras posibilidades nacionales, otras articu-laciones de país y de sociedad.

Sin embargo, en el mismo Calero Orozco se filtra el elemento letra-do como objeto de re-fundación de lo nacional, específicamente cuan-do en la cita introduce el ámbito de lo educativo en contraposición a la guerra. Dicho de otra manera, Calero orozco ve en la educación, al igual que los ilustrados franceses una re-funcionalización de la ima-gen de la nación, un debate muy amplio en nuestro país, aun en la actualidad.

Podría decirse que con Calero orozco se cierra el ciclo de la novela documental, la que se nutre de experiencias periodística como en el caso de Hernán Robleto, o bien de aquella que extrae de la historia la realidad espesa como le llama Chávez Alfaro y que desde luego toma

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sus insumos de la historia patria, a esto tendríamos que agregarle la autobiográfica y elaborada en base a consultas de otros protagonistas de los hechos narrados, como es el caso de Sangre Santa la que fue escrita partiendo de la experiencia del autor y de otros soldados que pelearon esa guerra. Además la obra de Calero orozco es punzante en lo que refiere a los eventos, pues no los moldea, más bien los tex-tualiza para luego sobre ellos crear un andamiaje reflexivo en el que la letra sale mejor parada que la política y la guerra.

5.5. Banana novela

Entramos aquí a una de las temáticas en lo que respecta a nuestra novelística de mayor raigambre, como es el Banano. Esta tendrá una amplia repercusión dentro del imaginario centroamericano y nicara-güense, asimismo en el caribeño, pues es sintomático que una de las escenas de mayor popularidad de la novela Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez, sea precisamente la del tren bananero. La cual, se ha utilizado para leer parte de la historia latinoamericana.

La fijación que centraliza el banano como elemento fundamental y articulador de la novelística centroamericana de mediados de siglo XX, se desprende de las condiciones que las plantaciones de banano crearon en nuestros países. Por ello estas obras contienen una enorme cuota de protesta social. De ahí que Miguel Angel Asturias articula-ra, como signo cultural, una trilogía bananera en la que la alegoría proyectada es eficiente en sus contundencias críticas.

No obstante, no sólo Asturias escribirá una literatura representati-va de este imaginario, sino que hasta la costarricense arrojará textos como Mamita Yunai de Carlos Luis Fallas, asimismo se puede men-cionar Prisión Verde del hondureño Ramón Amaya Amador.

La historiografía literaria nicaragüense reconoce en la obra de José Román Cosmapa1� la primera novela estructurada en sus niveles, es decir, es un texto con elaboración artística y determinados roles tradi-cional, y que, de una u otra forma, rompe con el esquema de la novela que hemos venido analizando.

Es decir, Cosmapa ya no se inserta dentro de las estrategias, ni de los motivos preocupantes a los novelistas de principio de siglo. Se tra-

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ta de una nueva posición del escritor vinculado directamente a la la ciudad letrada. Es decir plantea la dicotomía de la letra y la oralidad como elementos contrapuestos y complementarios a la vez.

Cosmapa bien se sabe que sus mecanismos funcionan en base a la misma estructura interna de obras como Doña Bárbara. Es una nove-la en la cual los binarismos civilización/barbarie juegan una notoria posición. En Cosmapa se da la contraposición de mundos y visiones diferentes en cada uno de sus personajes. Es una obra en la cual la razón colonial crea un discurso dominante.

En pleno siglo XX Cosmapa y su autor José Román como compo-nente tangencial de la vanguardia nicaragüense consolidan el ima-ginario identitario de la nacionalidad nicaragüense, en tanto y en cuanto “rescata” y literaturaliza no sólo las formas de hablar de los subalternos, sino que su tramatización está subsumida en una repre-sentación que ella transforma en discurso (Foucault).

Entonces Cosmapa que sería una novela (re) fundacional o más bien fundacional como género, pero continuadora del canon no sólo letrado, sino cultural moderno/colonial que hemos venido estudian-do desde el siglo XIX, o bien desde el gesto de la llamada “Noruega de la Literatura”. Cosmapa sería la nueva invención de la recuperación del pasado moderno/colonial y que viene a otorgar sentido a la auto-conciencia nacional nicaragüense. Acredita tendencias macroestruc-turales en lo que refiere a su trama como alegoría de una Nicaragua que pretende ingresar nuevamente al circuito comercial. Es así que en Cosmapa es fácil leer no sólo resabios machistas de los personajes, así como oralidad “rescatada”, sino planteos comerciales y vías de acceso a la diversidad económica desde la óptica de los enclaves o bien de compañías extranjeras.

Es una obra en la que se pone a prueba un discurso como práctica de la nación nicaragüense y que constituye las relaciones de poder/saber/ ser entre los personajes y su relación con el espacio. ¿No son acaso las alusiones a la mosquitia como una guerra en la cual el per-sonaje se trata de heroificar y a la vez subalternizar la región misma, prueba de la naturaleza institucional de los discursos y su ubicación jerarquizante?: “así me enamoré yo de una costeña en la guerra de la mosquitia. Dicen que me dio sontín… yo creo que estas mujeres

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tropicales le dan agua de coco a uno… es inútil el progreso yanqui si te desprecia” es notorio cómo “el progreso yanqui” es sinonimia de la “imperialidad” que se ha desplazado para esta fecha, primera mitad del XX, hacia los EU.

José Román a través de un romance, distinto al de Amor y Cons-tancia, pues lo complejiza, ya no es tan llano, como el que narra Gá-mez, estructura un sentido de la realidad y de nociones como iden-tidad nacional en la que se presentan intersubjetividades devenidas de la modernidad/colionialidad en sus diversos aspectos: cánones de gusto y valor, tradiciones, percepciones, juicios entre otros. Ya apun-tábamos el juicio alrededor de la región caribe nicaragüense, así como los que arroja alrededor de los conquistadores a quienes llama “reyes del Nuevo Mundo” entre signos de admiración, lo mismo que res-tringir a los personajes a sólo hablar el español como en la escena donde se le impone a uno de los sirvientes a “saludar en castellano”, o la tensión racializante que deja claro cuando se le espeta a uno de los personajes: “en tu raza se estrellan todas las economías, todos los cálculos… raza animal, raza vegetal, raza mineral, eres el misterio, el problema, el tuétano de América” o bien la marginación de la sa-biduría popular que “son cosas de supersticiones y no de la razón” (Román, 1992: 1�-19- 8�).

Construye Román entonces una obra en la que se destaca el papel activo del colonizado que asimiló la matriz del colonizador. Es decir, Cosmapa sería un texto transculturado (ortiz) que inventa sus mate-riales a partir de lo que se define en las metrópolis. No es gratuito que el personaje principal llegue de un viaje a su casa-hacienda y a la vez imparte cátedras de progreso y adelantos técnicos.

De igual manera en las citas anteriores es posible percibir una ale-goría de las condiciones de la Nicaragua de la época en la cual nuestra propia realidad sea su forma imaginaria, para citar a Lacan. Es enton-ces desde el ojo del personaje principal y del maese Úbeda (personaje letrado que funge como capataz y que refuerza la colonialidad) que se analiza la realidad en la trama de la obra. Un autor como Ángel Rama lo ha descrito de esta forma:

“Tanto en la teoría antropológica como en la praxis narrativa, fueron tres niveles en los niveles en los que podía situarse al hombre (o al

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personaje): encarado como un individuo, dueño de una subjetividad más o menos cerrada pero en la que se producía el conocimiento (apro-piación y re-elaboracion de la realidad objetiva) y de donde surgía una voluntad que se confundía el yo; encarado como miembro de una clase social, reemplazando los rasgos privativos por los genéricos del grupo o de la situación que este ocupa dentro de la sociedad, en especial aque-llos fijados por los imperativos económicos; por último encarado como integrante de una cultura que mantenía fluctuantes relaciones con el concepto de clase social, tendiendo a englobarlo gracias a la intensidad de las tradiciones y costumbres que ella transportaba desde el pasado” (Rama, 199-200).

Desde esta perspectiva Cosmapa adquiere guiños antropológicos y a la vez un estatuto por medio del cual se habla por los “otros” des-de un “yo” o un “nosotros” colonizador. La tropología de la obra defi-ne los derechos a articular y conjurar prácticas desde el ojo del letrado para determinados sectores sociales o étnicos. Nos muestra unas po-líticas de subjetivación con énfasis en las tecnologías de dominación y de las relaciones del ser/poder/saber como elementos guiados por la pregunta antropológica de si los “otros” son sujetos o meros arte-factos o máquinas de alteridad. Estas máquinas de alteridad quedan consignadas en la obra por las mujeres, los nativos y los campesinos, esto sin mencionar al oriental que de una u otra forma se “profundi-za” en su orientalismo.

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CoNCLUSIoN

Conclusión

Es así que estas obras: Cosmapa, Amor y Constancia, entre otras, así como los impresos, la letra en sí, se vuelven una estructura canóni-ca y, en su más estricto sentido, consolidan el imaginario y la matriz colonial que hemos venido describiendo desde el siglo XIX nicara-güense a través de diversos artefactos u objetos culturales tales como la poesía, la cartografía, la historia, el periodismo hasta desembocar en la novela, de la cual Cosmapa, vendría a cerrar el círculo. Como hemos podido comprobar de estos artefactos se desprenden una se-rie de comentarios lisonjeros a la modernidad/colonialidad en sus diversas formas de subalternización y racialización y sobre éstos se ha fundado o inventado la nación nicaragüense. No obstante, hemos visto cómo esos mismos sujetos racializados o marginados en ocasio-nes son desplazados hacia la centralidad, específicamente cuando las coordenadas lo requieren, pero para crear alteridad y de esta forma legitimar la matriz colonial que ha delineado “la imagen de Nicara-gua”.

Empero, no se piense que los nuevos artefactos culturales deveni-dos luego de Cosmapa no modelizan las mismas estructuras, pues son también herederos, tanto los autores, como la trama que articu-lan de la modernidad/colonialidad que quedó inmersa en nuestro imaginario y desde el cual se definen las estrategias o ideologemas identitarios tales como: el folclor, los bailes, la fauna, la flora, la terri-torialidad, la gastronomía, la lengua lo mismo que la orientalización o racialización de los “otros”, pues son pocas las obras, en el espectro nacional que tratan de de/colonizar o re/ubicar las epistemes “otras” como formas claras de producción de conocimiento o que reconocen, no desde el ojo étnico- antropológico, los vehículos “otros” de pro-yección epistémica. Cabrían aquí, desde el aspecto fictivo las obras

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CoNCLUSIoN

de Lizandro Chávez Alfaro, que refuta la centralidad del discurso, en sus obras literarias.1 De igual forma una serie de textos teóricos que han analizado esta situación.

Es decir, que en nuestro país aun desde las textualidades deci-monónicas, o para ser fiel a nuestra tesis desde la cultura letrada (la que incluye una diversidad de artefactos, al igual que los artefactos literaturalizados) se rastrea una invención de Nicaragua definida o delineada por los efectos de la colonialidad, la que a su vez ha cons-truido unas relaciones del ser/poder/saber en lo que respecta a las interacciones o a la discursividad fundacional y determinadas por las elites, las cuales lograron hibridar la letra/polis como lo deja claro Doris Sommer en su texto fundamental, para que de esto surgieran los artefactos correctos, correccionales y fundacionales.

De ahí que llama la atención que un texto recientemente escrito por un letrado canónico en el que se supone se explora la episteme nativa (negra) no deja claro la forma en la cual ésta se autodetermina, sino que apenas lo describe como correlato del mestizaje armónico deve-nido y heredado de la vanguardia nicaragüense, los que a su vez lo retomaron de la tesis vasconceliana. No obstante, hemos visto la res-ponsabilidad de los vanguardistas en no pocas subalternizaciones, y re/fundaciones de lo letrado como elemento aglutinador de las expre-siones disímiles, aunque al final esas expresiones sean absorbidas por el castellano como lengua moderna/colonial. Entonces la invención de Nicaragua, la que se desprende desde su “descubrimiento” y no-minación, al igual que desde la delimitación cartográfica guiada por los más de �00 mapas que se han trazado sobre su territorialidad, lo mismo que desde sus alegorías, metáforas, ficciones, tropos y guías fundacionales se percibe una unilinealidad en su marco histórico-epistémico lo que ha tensado y a la vez pulsiona su heterogeneidad y pluri-diversidad.

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NotAS

Notas

INTRODUCCIóN

1. Schwanitz, Dietrich (200�). La cultura. todo lo que hay que sa-ber. taurus. México, Steiner, George (2007). Los logócratas. FCE. México.

2. Me refiero a la escuela decolonial en la que se incluyen autores como Walter Mignolo, Aníbal Quijano, Ramón Grosfoguel, San-tiago Castro Gómez, Freya Schiwy, Nelson Maldonado-torres, entre otros. Sus postulados son una crítica férrea a lo que ellos llaman la modernidad/colonialidad y sus tres formas de expre-sión: colonialiadad del ser/saber/poder. Entre los textos emble-máticos que se pueden consultar: El Giro Decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémico más allá del capitalismo global. Santiago Castro Gómez y Ramón Grosfoguel (editores) Instituto Pensar; Siglo del Hombre Editores; IESCo, Bogotá (2007), el texto de Walter Mignolo, La Idea de América Latina, Gedisa 200�.

�. Véase Walter Mignolo, La Idea de América Latina, Gedisa 200�.

�. Gould, Jeffrey (1997). El mito de la Nicaragua mestiza y la resis-tencia indígena 1880- 1980. INHCA. Managua, Nicaragua.

CAPITULO UNO

1. Ligeras observaciones sobre el lenguaje nicaragüense (1878). En boletín nicaragüense de bibliografía y documentación, No 110, enero-marzo, 2001. pág. �1

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NotAS

2. Hayden White en su obra Metahistoria analiza las formas de la conciencia histórica del siglo XIX, una sensibilidad o poética le llama White en la cual la historia se vale de tropos para narrar los hechos. Esto en el caso de Nicaragua es patente tanto que los historiadores como en el caso de José Dolores Gámez novelaron la historia y viceversa.

�. Nos referimos a sus clásicos textos de historiografía literaria lati-noamericana en las cuales crean un inventario de los orígenes de nuestra literatura.

�. Doris Sommer en su obra Ficciones Fundacionales realiza una brillante reflexión sobre la letra, la política y Eros dentro de las novelas latinoamericanas y su vínculo con las fundaciones de países en América Latina. En este sentido utiliza el término polis como sinónimo de política en tanto y en cuanto hay derivaciones de una a otra. Por ello nosotros usamos ambos términos en una mancomunión de la letra y la política, como ejes básicos por la que atraviesa la conformación de la nación y el estado nicaragüense. No obstante, debemos tomar en cuenta que el asunto del estado-nación en nuestros países es una construcción frágil en compara-ción a los europeos. Es decir, son estados débiles, pero que, como lo dice Edelberto torres hay una búsqueda de cohesión, a través de diversos procesos. En esta obra abordamos algunos de ellos, no todos.

�. En identidades nacionales y estado moderno en Centroamérica. compilación de Arturo taracena a. Jean Piel, colección istmo, pa-gina �2. Estas son textualidades de Agustín Gutiérrez y Lizaur-zábal (Guatemala, 178�, San José 18��). Hijo de Alonso José Gutié-rrez y Marchan y Josefa Lizaurzábal y Rejón. Casó con Josefa de la Peña-Monje y La Cerda. Se graduó de Licenciado en Leyes en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Fue un hombre acau-dalado, dueño de valiosas propiedades en Nicaragua y Nicoya. Fue el primer Presidente del Congreso Constituyente de Costa Rica de 182�-182�, Alcalde Primero de Cartago en 1826 y Magis-trado suplente de la Corte Superior de Justicia de 1826 a 1827.

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NotAS

6. Véase Mondragón Amelia, El inicio de la novela en Nicaragua. En Boletín nicaragüense de bibliografía y documentación, BCN, noviembre 1990-Febrero-1991.

7. Para una excelente recopilación de las constituciones nicaragüen-se, así como una breve reflexión alrededor de sus contenidos, ver Esgueva Gómez, Antonio (199�) recop Las constituciones políti-cas y sus reformas en la historia de Nicaragua. Managua: El par-lamento.

8. tomando en cuenta lo que Walter Benjamín llama: “espacio va-cío”, en la Nicaragua luego de la mal llamada independencia las dos “ciudades-estados” León y Granada asumieron posiciones contrarias respecto a la independencia, lo que trajo como efecto una serie de enfrentamientos y falta de toma de posición alrede-dor de este fenómeno.

9. Está consignado en la historiografía nacional que al período lue-go de la independencia se le denomina “período de la anarquía” debido a que luego del mismo sobrevino una serie de escaramu-zas entre los denominados bandos y no había acuerdo en lo que respecta a guiar al país. No obstante, como se puede comprobar y como lo afirma el historiador Casanova Fuertes y Edelberto To-rres los intentos por la articulación siempre estuvieron presen-tes.

10. Este período se le conoce como el período de la anarquía o de la pre-política, no obstante, las elites mismas, así como los cuadillos tales como Cleto ordóñez, Natividad Gallardo, Francisco San-cho, entre otros, trataron de llevar más allá de los localismos los enfrentamientos. No obstante, esto fue una forma de ir ganando territorialidades en lo que respecta a la expansión del “nuevo” poder.

11. En el departamento oriental, cuya cabeza era Granada no había en 18�8 60 personas con más de 2,000 pesos de capital. trece años atrás según José Benito Rosales, tampoco existían suficientes ciu-dadanos en el país con 200 que la ley exigía para ser miembro municipal. Ver Arellano, Jorge Eduardo. Historia Básica de Nica-ragua V- II.

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NotAS

12. Estos a quienes se les considera los más destacados de la Van-guardia nicaragüense y que surgen durante el primer tercio del siglo pasado XX, se les considera los articuladores de una serie de categorías vinculadas a la identidad nacional. Los seguidores se les denomina aquí a una serie de letrados- estudiosos de estas mismas categorías, pero de forma pasiva, es decir, sin cuestio-nar sus planteamientos, entre ellos se pueden mencionar a Jorge Eduardo Arellano, Julio Valle Castillo, Fernando Silva, Francisco Arellano, Nidia Palacios, entre otros.

1�. Aquí habría que hacer una acotación muy importante alrededor de este personaje al que se le ha valorado con sesgos de resenti-miento social, cuando en verdad es parte del ala extrema de la furia del pueblo, habría que recordar la influencia de las ideas francesas (ilustración) en los hombres de la independencia en Centroamérica. En este sentido no se ha realizado una lectura de cómo se leyó la ilustración y cómo ésta leyó nuestros eventos, no obstante, de esto también se trata de dar cuenta en esta obra.

1�. Llama la atención aquí la mixtura que hacemos de dos categorías que aparentemente son contradictorias, pero el mismo Coronel Urtecho deja claro que esta literatura callejera también era escri-ta. No obstante, esto no va en menoscabo de la complejidad del vehículo o de lo que podríamos llamar la articulación textual de la oralidad, del “callejerismo”

1�. La que era producida por sujetos populares de la época y la cual era el vehículo más eficiente para la movilización. Esta literatura era de corte juglaresca y llamaba a exaltar no sólo el patriotismo, sino los elementos de la naturaleza nacional como lo ejemplifica Jerónimo Pérez en el anexo de sus obras Completas.

16. El historiador Rafael Casanova Fuertes afirma que León y Gra-nada no eran los únicos puntos focales en lo que respecta a las reyertas independentista, así como tampoco eran los únicos espa-cios en los cuales se concatenaba la economía nacional y por ende la nacionalidad. No obstante estos espacios se circunscribían al occidente o al centro pacifico de Nicaragua. De igual forma en el texto Economía y Sociedad en la Construcción del Estado en Nica-ragua, Alberto Lanuza (editor) ICAP, Managua, 1983, se especifica

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NotAS

que gran parte de los réditos del estado en el período comprendi-do entre 1800 hasta muy entrado el XIX salían de León, Granada como ciudad-puerto, el Realejo, Masaya, Managua y más tarde Chinandega, Nueva Segovia, Chontales y Matagalpa, según esta misma obra estos últimos se comportaron como receptores. Ha-bría que tomar en cuenta también que desde 18�1 se promulgaron las primeras leyes de Agricultura en un afán de brindar cohesión a la dispersión productora que existía en el país. Pese a todo ello en este texto se deja consignado que Nicaragua era considerada como productora de alimentos para los mismos mercados de América. En lo que respecta a lo cultura, o más bien a lo letrado como esfuerzo articulador del imaginario o transculturador de culturas internas, lo consigna Julio Valle Castillo cuando dice que las ciudades de León, Granada y Masaya han sido ejes articulado-res de lo que podemos llamar: pacificocentrismo, para este autor son núcleos de letrados vinculados a actividades como veladas, revistas, tertulias, entre otras. A Managua la emula a París por poseer su barrio bohemio y tanto en Masaya como en las otras, afirma: existían “familias enteras de poetas”. Nicaragua, cuna del modernismo. En: EL siglo de la poesía en Nicaragua. Modernis-mo y Vanguardia (1880-19�0) I tomo, Fundación uno, Managua, 2001.

17. En Jorge Eduardo Arellano: Nuevos estudios sobre el “padre in-dio” tomás Ruiz, BCN, León,

18. Estas son nociones creadas a partir de la economía de monocul-tivo en nuestros países y otra a partir de ser mano de obra barata de las economías pujantes tal y como la convirtieron los gobier-nos neo-liberales que se iniciaron en la década de los noventa.

19. Este es uno de los autores que más citaremos en esta obra, pues es el que propone la tesis de la ciudad letrada como oposición a lo que llama la ciudad-real. No obstante, la primera se termina imponiendo a la segunda por la fuerza ontológica de la misma.

20. Estos autores y sus categorías también serán de suma importancia en este trabajo, lo mismo que la propuesta de la teoría decolonial como punta de lanza del pensamiento latinoamericano actual.

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NotAS

21. Ver su texto Suma Crítica (1997) FCE. México.

22. Véase su obra El queso y los Gusanos, específicamente la intro-ducción.

CAPITULO DOS

1. Jorge Eduardo Arellano en su obra Literatura Nicaragüense em-pieza su inventario con la poética indígenas. Lo mismo que José Coronel Urtecho habla de lírica en los orígenes de nuestra cultura letrada.

2. Citado por Walter Mignolo, La colonialidad a lo largo y ancho: el hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad. En: La Colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales perspectivas latinoamericanas, Edgardo Lander (comp), CLAC-So, Buenos Aires, 199�.

�. Ver Antonio Maravall, La Cultura del Barroco. Ariel, 1987.

�. Ver Constantino Láscaris, Historia de las ideas en Centroamérica, EDUCA, 1982

�. El Libro de Efraín Squier viajero diplomático es emblemático en la historiografía nacional. Describe no sólo los lugares, sino que define las tradiciones y la cultura del nicaragüense, con ojo de viajero- antropológico.

6. Ver el libro Heterotropías editado por Carlos Jáuregui y & Juan Pablo Dabove, Instituto internacional de literatura Iberoamerica-na, 2003, en este se define el concepto de Heterotropía como for-ma de clasificación y jerarquización dentro de la historia cultural latinoamericana. El término heterotopía se refiere a la coexisten-cia y yuxtaposición de culturas e imaginarios.

7. El asunto de la subalternidad la estudia Walter Mignolo en su ensayo Globalización procesos civilizatorios y reubicación de las lenguas y culturas. En este trabajo deja claro lo que llama las len-guas de la alta modernidad y las que han sido subalternizada. No obstante, partiendo de esta premisa podemos decir que las len-

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NotAS

gua Náhuatl en Nicaragua fue subalternizado por el español, lo mismo que las expresiones orales. Pablo Antonio Cuadra lo dirá de esta forma: “Esta entrada del castellano desde arriba, como lengua dominante, produjo también otro fenómeno, que ya seña-lé en mi introducción a la literatura nicaragüense”. En Prólogo a “El Habla nicaragüense” de Carlos Mántica, Hispamer, 1998.

8. Es posible acotar aquí que lo que llamo filología nacional es una disciplina ejercida por autores empíricos que se han dedicado al estudio del español hablado y escrito en Nicaragua, así como otros que entran en el campo de la lingüística, pues ahondan en la historicidad y las estructuras de las otras lenguas. No obstante, sus trabajos son pioneros en este campo, aunque como se verá en este trabajo con los resabios de la proyección del conocimien-to eurocéntrico. Entre estos podemos mencionar a Juan Eligio de la Rocha desde el siglo XIX, pasando por Alfonso Valle que es a quien se alude en esta obra y uno de los pioneros en el siglo XX, Carlos Mántica y su obra ya citada, Francisco Arellano y su Diccionario del Español en Nicaragua, de igual forma podemos mencionar a Anselmo Fletes Bolaños con su diccionario de Nica-raguanismos, al doctor Hilde Brando Castellón con un texto titu-lado igual que el anterior. No obstante hay que tomar en cuenta el texto de 187� de Berent titulado palabras y modismo de la lengua castellana según se habla en Nicaragua, entre otros.

9. Véase Alemán ocampo orígenes de lengua española en Nicara-gua. en Boletín nicaragüense de bibliografía y documentación, No 110, enero-marzo 2001:1�.

10. Ligeras observaciones sobre el lenguaje nicaragüense (1878). En boletín nicaragüense de bibliografía y documentación, No 110, enero-marzo, 2001:�1

11. Véase Jorge Eduardo Arellano: “Juan Eligio de la Rocha, primer lingüista de Nicaragua” (La Prensa Literaria, 1 abril, 1978).

12. Véase Carlos Mántica: El Habla Nicaragüense, Hispamer, 1998.

1�. Véase cita anterior.

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202 LA INVENCIÓN DE NICARAGUA

NotAS

1�. Véase cita anterior

1�. Véase Joaquín Pasos, “Nuestra respuesta al joven ocón”. Prosas de un Joven. tomo I.

16. Véase Conny Palacios, Pluralidad de las máscaras en la lírica de PAC, Academia nicaragüense de la lengua, 1996. Pág. �9.

17. Ver Nueva antología de la poesía nicaragüense, Editorial El Pez y la Serpiente, 1972. Lo mismo sucede en Antología General de la Poesía Nicaragüense, con Introducción, Selección y notas de Jorge Eduardo Arellano. Este deja señalado el mismo “Canto de los Nicaraguas” y el “Lamento de los Chorotegas” como textua-lidades filtradas. Es decir, hay un reconocimiento a través de la centralidad y del idioma hegemónico.

18. Véase cita anterior

19. En el texto barroco descalzo, Blandón cita a Valle Castillo: “amen de estética, la poesía es nuestra ética, nuestra filosofía, nuestra historia y memoria, nuestro Libro Sagrado, Nuestras Sagradas Escritura. De aquí que sus poetas se hayan constituido en sus hé-roes, profetas por excelencia, guías y lideres naturales”. Blandón toma esta cita de: “Elogio de los escritores nicaragüenses”. Nuevo Amanecer Cultural, � de febrero, 2001. La fecha de publicación del texto es en pleno siglo actual.

20. En nuestra historia durante la llamada guerra nacional el filibus-tero William Walker creó una grave crisis de gobernabilidad en nuestro país, pues hubo un momento en el cual existieron cua-tro presidentes: Patricio Rivas, José Maria Estrada, Fermín Ferrer puesto por el mismo Walker y, el mismo William Walker electo en la zona de Granada. Debido a la coacción de las armas y al es-pectro del colono-colonizado Walker emitió una serie de decretos entre los cuales se decía que el idioma oficial de Nicaragua para los asuntos del estado debía ser el ingles. Véase Marco Cardenal, Nicaragua y su Historia 1�02-19�6, 2000:��0. e Ildefonso Palma, la guerra nacional, edición centenario Managua: 19�6:�11.

21. Sergio Ramírez, tambor olvidado, Aguilar, 2007

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LA INVENCIÓN DE NICARAGUA 20�

NotAS

22. Lo que Guha ha denominado Prosa de la Contrainsurgencia ha querido desvirtuar este evento tratando de decir que se debió al miedo de los indígenas al avance del progreso. En este sentido se nota una inclinación hacia la dicotomía tan cara en la histo-ria cultural latinoamericana: Civilización/Barbarie. No obstante, estudios como el de Dora María téllez Muera la Gobierna o el Mito de la Nicaragua Mestiza de Jeffrey Gould dejan de lado esta posición.

2�. Véase Jorge Eduardo Arellano, Literatura Nicaragüense, Distri-buidora Cultural, 1997. Pag. 2�.

2�. Leopoldo Zea en su obra Discurso desde la Marginación y la Bar-barie, FCE, México despeja el cómo la centralidad marginó dis-cursos epistémicos como el ruso, el iberoamericano y un poco el escandinavo, por no ser considerarlo parte del eurocentrismo canónico.

2�. Véase Erna von der Walde, Algunos lugares comunes sobre Fa-cundo y el quehacer literario en América Latina. En www.jave-riana.edu.co/pensar/rev2�.html.

26. En el libro de Dietrich Schwanitz, La Cultura. todo lo que hay que saber, taurus, 2002 en la página 160 le dedica un subtítulo a esto: “El espíritu Universal a caballo y el derrumbe de Prusia” en un afán de volver a la corriente de la historia universal hege-liana eurocéntrica que tan caro le ha costado a nuestros países. Un autor como Salvador Bueno en su obra Aproximaciones a la Literatura Hispanoamericana, 198� en la página 11-12 interpreta este fenómeno de esta manera: “Sin embargo, ciertos historiado-res europeos siguen ignorando la importancia y significación de la civilización de los mayas, aztecas e incas. No advierten que son culturas que se desenvolvieron paralelamente a las europeas. Sigue prevaleciendo en ellos la idea ptolomeica de la historia uni-versal… parecen que no olvidan las fosilizadas ideas históricas de Hegel que estimaba que la civilización había recorrido el camino del sol, del este al oeste, de Asia a Europa”. La escuela decolonial monta gran parte de su crítica alrededor de esta concepción euro-céntrica de la historia en la que se deja de lado las teleologías o epistemologías “otras”.

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NotAS

27. En el caso de Nicaragua sobresale la figura de Bernabé Somoza, José Maria Valle, entre otros los cuales según, la narrativa históri-ca negociaba con los Gobiernos de José León Sandoval y Norberto Ramírez durante la primera mitad del siglo XIX. Véase Rafael Ca-sanova, ¿héroes o bandidos? Los problemas de interpretación de los conflictos políticos y sociales entre 1845 y 1849 en Nicaragua, en revista de historia, INH, No 2, 1992-199�.

28. Véase historia de las ideas en Centro América, Constantino Lás-caris, EDUCA 1982.

29. Véase publicaciones periódicas, formas de sociabilidad y pro-cesos culturales en Nicaragua, 188�-1926, Miguel Ayerdis BCN, 200�. Esta obra estudia el cómo los impresos fueron de suma im-portancia para acendrar la frágil identidad nicaragüense.

�0. Véase Miguel Ángel Herrera, nacionalismo e historiografía so-bre la guerra del �6. Nicaragua, 18�0-1889. En revista de historia, INH, No 2, 1992-199�.

�1. Debo al periodista Ricardo trejos Maldonado esta observación. Exis-ten otra cantidad de refranes o “dichos” sobre el indio o indígena en nuestro país. Según Enrique Peña Hernández estas expresiones se originaron en Granada y León las dos ciudades de las cuales venimos hablando en este texto. Como ejemplo lo siguiente: “No hay peor cosa que poner a un indio a repartir chicha”, “Salírsele a uno el indio”, “Si sos puro indio”, “No hay peor cosa que poner a comer a un indio en plato de china”, “El mejor indio es el indio muerto”.

�2. Véase Mario Roberto Morales, La Articulación de las Diferencias, editorial palo de hormiga, 2002.

��. Ernesto Mejía Sánchez en su obra Romances y Corridos nicara-güenses lo deja claro: “Las investigaciones recientes datan de 1928 año en que se inició el llamado movimiento Vanguardista. Los jó-venes poetas y escritores nicaragüenses buscaban ansiosamente una expresión propiamente nacional, y en esa búsqueda llegaron al folklore, la expresión más autóctona y limpia de la nación”.

��. Véase nota diecisiete.

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NotAS

CAPITULO TRES

1. Se habla de nuevo nicaragüense en el sentido de que se empieza una nueva forma de ver las cosas, como lo deja claro Pedro Joa-quín Chamorro Zelaya en su trabajo Como era Nicaragua cuando se declaró su independencia. En revista de la Academia de Geo-grafía e Historia de Nicaragua, tomos XLVI- XLVII.

2. Ver Nueva antología de la poesía nicaragüense, Editorial Pez y la Serpiente, 1972), pagina 28-�8.

�. Véase Pasados Poscoloniales Dube, Saurabh (1999). (comp). El co-legio de México. México.

�. En torno a estas dos ciudades coloniales giró la cultura nicara-güense en el siglo XIX. Ambas se disputaban el centro de la polí-tica y de la producción del conocimiento. Para una mayor infor-mación sobre el tema véase Rafael Casanova, orden o anarquía, los intentos de regulación protoestatal en Nicaragua (década de 18�0). En Nicaragua en busca de su identidad, IHN, 199�. Págs. 277-291. véase también Jorge Eduardo Arellano, Granada: aldea señorial en el tiempo, oEA 1997.

�. Véase Mito y Archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana, FCE, 2000.

6. En Pallais Lacayo, Mauricio, el periodismo en Nicaragua, 1826-1876 BCN pág. �.

7. Véase Los cien nombres de América de Miguel Rojas Mix (1997). UCR. San José, Costa Rica.

8. Para nadie es un secreto que los frayles al momento de nominar las hibridaciones utilizaban términos como tente en el aire, salto atrás, no te entiendo, Lobo, entre otros. Por ejemplo chino con in-dia era igual a salto atrás, salto atrás con mulato igual a lobo, lobo con china igual a cibaro, cibaro con multa albarazado, albarazado con negra cambujo, cambujo con india sambaigo, sambaigo con loba igual a calpamulato, calpamulato con cambuja igual a tente en el aire, tente en el aire con mulata igual a no te entiendo y

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NotAS

no te entiendo con india igual a torno atrás. Estos cruzamientos crearon una amplia gama de matices epidérmicos que irían de-terminando la estratificación piramidal de la sociedad y lo que se ha dado en llamar la pigmentocracia.

9. Véase José Román, Maldito País, Amerrisque 2007. En esta obra cuyo contenido es una entrevista extensa de José Román al ge-neral Sandino, el héroe nicaragüense dirá: en verdad que la po-bre Nicaragua ha sido un país maldito: primero, los españoles le dieron su nombre tomándolo de un cacique cobarde que le tuvo miedo a cuatro caballos y unos cien españoles andrajosos. que di-cen que Nicarao era un sabio porque les hablo del diluvio y no les puso resistencia, dándole además oro y comida y dejándose bau-tizar alabando a Jesús ¡Que diablos de diluvio, ni que calavera de gato, si sólo se comunicaban con señas! Porque fue tan generoso o cobarde, por eso le llamaron Nicaragua a nuestro país. ¿Por qué no le llamaron Diriangén?....sino ha sido por la ayuda traidora de Nicarao, Diriangén les hubiera echado al lago y acabado con ellos. Nicaragua se debería llamar Diriangen o Diriamba. Página 20�.

10. Véase Pablo Levy, notas geográficas y económicas sobre la repu-blica de Nicaragua, 1976 Pág. 16. Miguel González Saravia en su obra bosquejo político estadístico de Nicaragua, formado en 182� las poblaciones Granada, Nicaragua (o Villa de la purísima de concepción de Rivas) Masaya, Managua, Subtiava, Chinandega. En revista de la Academia de Geografía e Historia de Nicaragua, tomos XLVI- XLVII. El mismo José Dolores Gámez en Amor y Constancia en la página �1dice: “viéndose aislado en su movi-miento, en el cual lo secundaron los patriotas de la Villa de Nica-ragua (hoy Rivas)”.

11. Romero Vargas, Germán, la aristocracia nicaragüense en el siglo XVIII. En Boletín nicaragüense de Bibliografía y documentación, BCN, Numero 112, julio septiembre, 2001.

12. Véase Maximiliano Von Sonnenstern, y el primer mapa oficial de la Republica de Nicaragua, orient Bolívar 199� Pág. 26. Jorge Eduardo Arellano en un escrito inédito sobre la cartografía deja claro la existencia de más de �00 mapas en los cuales se trata de delinear la imagen de Nicaragua.

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NotAS

1�. op, cit.

1�. Pablo Antonio Cuadra ha llegado a puntualizar que: todo el mo-vimiento de vanguardia francés fue amorosamente conocido y traducido. Una de las obras de las cuales nos gloriamos es la de haber presentado sus traducciones en Nicaragua cuando en la mayor parte de América todavía eran desconocidos sus autores. Julio Valle Castillo afirma: los franceses para los vanguardistas fueron el menudo de la poesía moderna…. Nuestros vanguardis-tas no se explican sin los franceses…. Para los vanguardistas los franceses eran el mundo. En poesía francesa, compilación y nota Julio Valle Castillo, Editorial nueva nicaragua, 199�, Pág. 16.

1�. Véase Carlos Meléndez, Francisco Hernández de Córdoba. Capi-tán de conquista de Nicaragua 1976.

16. En nuestros países el asunto de la deuda externa es sinónimo de subdesarrollo de tercermundismo para usar esos términos acu-ñados por el eurocentrismo los cuales han servido, como dispo-sitivo inferiorizantes. No obstante esa tecnología identitaria ha sido introyectada hasta en nuestros sujetos políticos como en el caso de Nicaragua que los gobiernos neoliberales, específicamen-te el que cierra el ciclo celebró con juegos pirotécnicos el haber sido aceptado nuestro país en la categoría de país pobre altamen-te endeudado. tal y como se cita a Robert Smith en la obra Econo-mía y Sociedad en la Construcción del Estado en Nicaragua: “la nueva nación nació debiendo”. Para una excelente radiografía de este fenómeno ver la obra citada.

17. Nicaragua se vende tanto a nivel interno como externo como la tierra de Darío y la tierra de Lagos y Volcanes. Los medios de igual forma en sus viñetas hacen referencia a ello constantemen-te.

18. Este poeta primero escribió versos a favor de Granada en la gue-rra civil entre Granada y León ciudades en disputa en la guerra de 1856. pero con la llegada de los filibusteros enfilo sus versos a favor de un nacionalismo en contra de los invasores y llamando a la unidad nacional. Entró en la dimensión de lo propio/ajeno.

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NotAS

19. En ese período centroamericano había sido el poeta-niño que se hacía recitar en fiestas y reuniones. Allí, en esas tierras olvida-das de las metrópolis culturales y, al revés de lo que ya ocurría en estas, la poesía seguía siendo importante para la comunidad: generaba admiración se le reclamaba para la vida pública y fa-miliar, se usaba de ella en la educación, servía para la doctrina y aun para la lucha política. Ángel Rama, En Prólogo a la poesía de Rubén Darío, editorial Ayacucho.

CAPITULO CUATRO

1. Es popular en nuestro país que se le llame Rubén Darío a los ni-ños que son buenos estudiantes. Es una matriz generalizada.

2. Véase introducción a Antología Flor y canto: antología de poe-sía nicaragüense Managua : Centro Nicaragüense de Escritores, 1998

3. Cada uno de estos autores definen la nacionalidad en base a re-cursos disímiles. No obstante, la tesis de Serrano Caldera es la que ha permeado más dentro de los estudiosos nacionales, hasta volverse punto de referencia.

�. Véase Federico Chabod, la idea de nación, FCE, México 199�

5. Véase José Coronel Urtecho, Reflexiones sobre la Historia de Ni-caragua (2001) Fundación Vida.

6. En una investigación que realizara sobre Managua en los viajeros y en los cronistas narraban situaciones en las que se deja plantado las tipicidades nicaragüenses.

CAPITULO CINCO

1. tesis de doctorado proporcionada por el autor.

2. Jorge Eduardo Arellano en su libro Literatura nicaragüense las divide en tres etapas 1 de 1878-1927 segunda etapa 1927-19�� y la tercera etapa 19��-1969. habría que agregar una nueva etapa que

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NotAS

abarcaría de 1969 hasta nuestros días. Que a nuestro juicio es la etapa de mayor producción alrededor de este género.

�. Véase Edward Said Cultura e imperialismo, anagrama 2001pag. 221.

�. Véase Ileana Rodríguez primer inventario del invasor, editorial nueva Nicaragua 198� Pág. 2�.

�. Véase nota 1 capitulo uno.

6. Véase Wolf Lepenies las tres culturas, FCE 199�.

7. Pese a que considera a tomas Ayón, a José Dolores Gámez, Jeró-nimo Pérez, entre otros como los fundadores de la historia patria nicaragüense, como lo dice José Coronel Urtecho en su texto re-flexiones sobre la historia de Nicaragua. Pág. 613 de la edición VIDA, en este mismo texto este autor en la pagina 62� nos dirá que los libros de los viajeros europeos y norteamericanos que han visitado nicaragua y escritos sobre ella son otras fuentes no me-nos importante y felizmente menos escasa que las contadas obras nicaragüenses. El mismo “fundador” de la historiográfica oficial tomas Ayón en su prologo del tomo I de la historia de Nicara-gua cita a oviedo, Antonio de Herrera, a Levy, Squier, entre otros como sus fuentes para la conformación de sus textos historiográ-ficos. En este sentido como se ha venido demostrando la matriz de la modernidad/colonialidad en nuestro país esta sumamente enraizada en esa proyección epistemológica desde el punto de vista eurocéntrico, devenida de los viajeros, los cronistas o bien los extranjeros que llegaron a este país en periodo del que el ya citado Miguel Rojas Mix la segunda colonización. Estos textos historiográficos que nuestros historiadores han utilizado como fuentes por lo general contienen un guiño étnico alrededor de las costumbres y los eventos que narran.

8. Nos referimos a la canonización en el sistema escolar de estos au-tores estudiados de forma sistemática en las aulas de clases como los letrados mas representativos lo mismo que otros autores como el caso de José Román y su emblemática novela Cosmapa. Es de-cir a través del sistema educativo se refuerza el canon.

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NotAS

9. Véase Andrés Pérez Baltodano entre el estado conquistador y el estado nación: providencialismo, pensamiento político y estruc-turas de poder en el desarrollo histórico de Nicaragua, IHNCA, 200�. Este autor atisba de una manera muy tangencial la continui-dad del estado conquistador en la conformación del mismo luego de la llamada independencia.

10. Amor y Constancia de José Dolores Gámez publicada en 1878 se le considera el primer intento novelístico de un nicaragüense. La cual fue publicada como folletín en el periódico el termómetro dirigido por el mismo Gámez. Nótese una correspondencia de los letrados nicaragüenses en las diversas narraciones o expresiones culturales, para el caso de Gámez: la historia, la novela, el perio-dismo y los aspectos políticos pues también se desempeño como canciller de Nicaragua durante el gobierno de José Santos Zelaya, lo que nos permite realizar la lectura de entrecruzamientos de la letra/polis que venimos realizando en este texto. otro caso simi-lar es el de tomás Ayón quien también fuera canciller durante el periodo de Fernando Guzmán, Vicente Cuadra y Pedro Joaquín Chamorro.

11. Darío posee una posición universal como poeta y en el caso de Nicaragua es el canon por antonomasia a tal punto que su per-sonalidad es tomada como referente inmediato de nuestra iden-tidad nacional, pese a que nos preguntaríamos si los ciudadanos de la Costa Caribe Nicaragüense se Identifican con él. No obs-tante es un fenómeno aglutinador y cohesionante alrededor de su heráldica máxime dentro de sus posiciones anti-imperialistas. Sin embargo su obra novelística es muy poca conocida: Emelina 1887, Caín rescatada por Roberto Ibáñez 189�, El Hombre de oro 1897 y oro de Mayorca 191�.

12. En mi obra Rubén Darío y Las Nuevas teorías logro una aproxi-mación de la obra dariana con las visiones post-coloniales y post-occidentales valiéndome de los textos que facultan esta lectura.

13. El ya citado Hayden White define las estrategias de los historia-dores decimonónicos a través de lo que él denomina una poética de la historia y por medio de estrategias conceptuales lingüísti-cas y estructurales mediante las cuales explica el procesamiento

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NotAS

de datos y eventos. En este sentido este autor imbrica la historia con la tropología como método de narrar eventos. Nuestros his-toriadores muy influidos por Ranke o Michelet como lo deja claro José Dolores Gámez en sus nociones preliminares de la historia de Nicaragua se valen de “cuentos, leyendas y narraciones como único material primitivo” para narrar la historia. Hay un vínculo no sólo a través de Michelet citado por Gámez, sino por los corre-latos literarios a los que alude, con lo que White denomina histo-riográfica explicada como metáfora y tramada como romance.

1�. todas las citas de Cosmapa serán tomadas de la edición de 1991 de distribuidora e impresora de libros especializados Managua, Nicaragua.

CONCLUSIóN

1. La obra de Lizandro Chávez Alfaro no sólo es la mas sólida en lo que respecta a técnicas narrativas y a estrategias textuales sino que ha sido la única que se ha erigido como contra canon en lo que respecta a la centralidad y la periferización de los pueblos otros en el escenario nicaragüense sus Novelas trágame tierra y específicamente Columpio al aire cuestionan no sólo estos proce-sos sino la historiográfica nacional oficial debido al borramiento que se hace en esta de las otros historias.

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NotAS

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