La Ruta de Azorín Por El Libro de La Mancha

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LA RUTA DE AZORÍN POR EL LIBRO DE LA MANCHA Isabel Caslells Universidad de La Laguna En su peculiar biografía de Azorín, Ramón Gómez de la Serna escribe: Ahora le ha dado a AzorÍn por viajar hipotéticamente y tan pronto dice que se va a Levante como que se va a Castilla. ¿Hace en realidad alguno de los viajes que cuenta? No lo creo. Supone aviones que le transportan sin sentirlo, mientras lee unos capítulos de un libro, pero generalmente cree que viaja en tren l. Aunque en principio parece que nos encontramos ante una de las tantas provoca- ciones del travieso inventor de las greguerías, estas palabras definen muy certera- mente la actitud con la que AzorÍn realizó un viaje a La Mancha que tuvo como resultado su libro La Ruta de don Quijote. En los minutos que siguen me propongo examinar brevemente un recorrido, más introspectivo que geográfico, más libresco Ramón Gómez de la Serna, Amrín, Madrid, Espasa-Calpe, 1948. 69

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La Ruta de Azorín Por El Libro de La Mancha

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LA RUTA DE AZORÍN POR EL LIBRO DE LA MANCHA

Isabel Caslells

Universidad de La Laguna

En su peculiar biografía de Azorín, Ramón Gómez de la Serna escribe:

Ahora le ha dado a AzorÍn por viajar hipotéticamente y tan pronto dice que se va a Levante como que se va a Castilla. ¿Hace en realidad alguno de los viajes que cuenta? No lo creo. Supone aviones que le transportan sin sentirlo, mientras lee unos capítulos de un libro, pero generalmente cree que viaja en tren l.

Aunque en principio parece que nos encontramos ante una de las tantas provoca­ciones del travieso inventor de las greguerías, estas palabras definen muy certera­mente la actitud con la que AzorÍn realizó un viaje a La Mancha que tuvo como resultado su libro La Ruta de don Quijote. En los minutos que siguen me propongo examinar brevemente un recorrido, más introspectivo que geográfico, más libresco

Ramón Gómez de la Serna, Amrín, Madrid, Espasa-Calpe, 1948.

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que empírico, por un paisaje convertido en objeto de parodia por parte de Cervantes y recreado por AzorÍn con unos fines que poco tienen que ver con la obra de origen.

Antes de intentar entender el singular acercamiento que realiza Azorín a la obra de Cervantes, es preciso recordar, siquiera brevemente, el proceso de reactivación (en los dos sentidos: positivo y negativo) al que se somete tanto al Quijote como a su autor durante los años que rodean a dos evelltos que, no se sabe muy bien por qué, acabaron confundiéndose: el desastre político de 1898 y el centenario de la pu­blícación de la primera parte del Quijote en 1905. Yen medio de homenajes, adhe­siones y rechazos, América Castro escrutando El pensamiento de Cervantes (1925) y Ortega y Gasset elaborando su personal ideario filosófico a partir de las Medita­ciones del Quijote (1914). Junto a ellos, Madariaga con sus consideraciones, algunas de ellas interesantísimas, sobre la psicología de los personajes, y Ramiro de Maeztu con su interpretación política de la gesta del hidalgo. Pocos momentos, en efecto, han sido tan decisivos para la valoración del Quijote como el que tiene lugar alrede­dor de 1898 -y evito ahora todo el debate crítico en torno a la polémica generación supuestamente nacida en esa fecha-: no solamente porgue la figura del caballero lIe­ga a convertirse en símbolo nacional, sino también porque, como todos sabemos, es entonces cuando empiezan a proliferar los estudios dedicados a Cervantes y las con­sideraciones sobre la consciencia o inconsciencia, madurez y modernidad de su quehacer como novelista.

No voy a detallar ahora las conocidas posturas de los autores mencionados, cum­plídamente estudiadas por Anthony Clase en su ya clásico manual2 y por otros auto­res en diferentes panoramas de conjunt03

: recordaré simplemente los aspectos que en gran medida han contribuido a una cierta deformación o mistificación del univer­so cervantino que, aunque cada vez en menor grado, sigue persistiendo en nuestros días.

2 The Romantíc Appro"ch to Don Quijote, Cambridge University Press, 1978.

3 Aparte del manual, discutible ya desde su propio título. de Paul Descouzis Cervantes y la Gene­ración del 98. La cuarta salida de don Quijote. Madrid. Ediciones Iberoamericanas. 1970, sirvan como ejemplos los siguientes artículos: Ángel del Río. «Quijotismo y cervantismo. El devenir de un símbolo». Revista de Estudios Hispánicos. nO 3. tomo 11. Uulio-septiembre de 1928), págs. 241-267; Alberto Porqueras Mayo, «El Quijote en un rectángulo del pensamiento moderno espa­ñol. (Notas sobre las actitudes de Unamuno. Ortega. Madariaga y Maeztu)>>, Revista Hispánica Moderna, año 1lI. n° 1 (1962), págs. 26-35, Manuel Cifo Gonzálcz. «El tema de Cervantes en Or­tega y Gasset (Meditaciones contrastadas eon las de Américo Castro. Salvador de Madariaga y Azorín}». Cuadernos Hispanoamericanos. 403-405 (enero-marzo 1984), págs. 308-316, Y Cecilio Alonso, «De mitos y parodias quijotescas en torno al novecientos», Anales Cervantinos, XXV­XXVI (1987-88), págs. 35-45.

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La piedra angular del conflicto generado a principios de siglo reside, como todos sabemos, en la oposición, actualmente inconcebible, entre cervantistas y quijotistas: los primeros, con Américo Castro y Ortega a la cabeza, ven en el autor del Quijote el modelo de creador crítico, moderno y autoconsciente, emblema perfecto para la imagen de la nueva identidad cultural que desean construir para España; los segun­dos, capitaneados por Unamuno, consideran al idealista y derrotado hidalgo un ejemplo que todos los españoles deben utilizar como correctivo espiritual, una cria­tura cuya grandeza se sobrepone a la de su propio inventor, a quien se sigue atribu­yendo la noción de «ingenio lego» difundida precisamente por esos años.

En un trabajo significativamente titulado Quijotismo y cervantismo. El devenir de un símbolo, Ángel del Río se hace eco justamente de esta oposición aparente­mente irresoluble:

De dos modos reaccionan los escritores de hoy, y en general todo lector conscien­te hacia el Quijote; [ ... ] uno sentimental, afectivo, psicológico; otro, intelectual, histórico. A los que están en el plano psicológico o sentimental les interesa el caso Quijote, Alonso Quíjano como carácter vivo, auténtico y autónomo, tan real como cualquier individuo de carne y hueso. Para ellos Cervantes es mero cronis­ta. De ahí su Quijotismo.

[ ... ]

La crítica colocada en el plano intelectual se orienta hacía los problemas literarios o filosóficos que el libro y, por tanto el autor, plantea. De ahí, Cervantismo o crÍ­tica cervantesca4

.

Tan tendenciosos y oportunistas unos como otros, no parecen tan preocupados por el Quijote texto o por Cervantes autor como por la imagen de España o del hom­bre que, según ellos, cada uno proyecta. Las famosas provocaciones de Unamuno, que esgrime, incluso agresivamente, su desinterés por las verdaderas intenciones de Cervantes en favor de la apropiación de don Quijote para una cruzada personal con­tra la muerte y el olvido; la utilización por parte de Ortega de unos capítulos y no otros para la construcción de su ideario filosófico particular y, ateniéndome al caso que ahora nos ocupa, la conversión de La ruta de don Quijote que realiza AzorÍn en pretexto para definir ciertos rasgos de lo que él considera la inmortal esencia caste­llana no son sino ejemplos, suficientemente conocidos, de un trasvase del texto a la idea preconcebida que no hace sino mostrar los excesos y peligros a los que puede

4 Ángel del Río, Quijotismo y cervantismo. El devenir de un símbolo, citado, páginas 249-250.

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conducir la noción de opera aperta cuando es aplicada a una consideración del libro ajeno como espejo de los fantasmas y obsesiones de su lector.

Aunque de forma menos enfática que en la Vida de don Quijote y Sancho de Unamuno, sin duda la más aberrante e irrespetuosa reescritura a la que se ha someti­do a la obra cervantina, La ruta de don Quijote de Azorín es el resultado de esta sin­gular manera de interiorizar y también, en cierto sentido, exteriorizar la obra de Cervantes con unos objetivos concretos.

Como sabemos, en ] 905, coincidiendo con la ya mencionada celebración del ter­cer centenario de la primera edición del Quijote, el periódico El imparcial encarga a Azorín una serie de reportajes sobre La Mancha, con el fin de intentar una aproxi­mación a las condiciones de esa región que pudieron influir en la gesta de don Qui­jote. El resultado -ya en sí dudoso, porque se está hablando de aplicar la geografía a un personaje literario de hace tres siglos- es La rula de don Quijote, libro que, en realidad, nos habla más que nada del viaje de Azorín por un paisaje concebido como una serie de páginas que le sugieren al supuesto cronista unos escritos más cercanos al diario impresionista que al reportaje periodísticoS.

Conociendo el talante ensimismado de Azorín, no resulta extraño que E. Inman Fox afirme que para el autor levantino «leer, sentir, escribir, eliminando así la reali­dad exterior» forman parte de una misma experiencia cuya consecuencia directa es que haya llegado a sentirse «más inspirado por los libros que leía que por la realidad que le rodeaba» 6 lo que convierte a La ruta de don Quijote en un recorrido por los pueblos reales de La Mancha, pero también por esos mismos pueblos hechos letra en la obra de Cervantes. Azorín, entonces, lee el Quijote y lee La Mancha. De ahí que su periplo esté redactado <'en pleno ensueño» (85) y que se convierta en un «es­pectáculo de una sugestión honda» (148). Veamos, por ejemplo, este significativo fragmento en el que Azorín superpone la lectura a la acción. La escena es la siguien­te: inicia una breve conversación con una mujer manchega y reconoce que debería haberle dicho que es muy bonita. Sin embargo confiesa: «pero no lo he hecho, sino que he abierto el Quijote y me he puesto a leer en sus páginas». (134)

Una vez finalizada la lectura, se dirige al paisaje real y afirma encontrar «un pla-

5 Sobre la «técnica impresionista» y el «lono personal y personalizado» de esta Ruta insiste José María Martfnez Cachero en su Introducción, págs. 43 y 45 respectivamente. Azorín. La ruta de don Quijote (1905), ed. de José María Martfnez Cachcro. Madrid. Cátedra. 1984. En adelante ci­taremos siempre por esta edición.

6 E. lnman Fox, «Lectura y literatura (en torno a la inspiración libresca de Azorín», en La crisis ín­tefectual del 98, Madrid, Cuadernos para el diálogo, 1976, págs. 121 y 115 respectivamente.

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cer íntimo, profundo, en ir reconiendo un pueblo desconocido entre las sombras ... , todo nos va sugestionando poco a poco, enervándonos, desatando nuestra fantasía, haciéndonos correr por las regiones del ensueño». (135)

Éste es, pues, el punto de partida de esta Ruta que, desde luego, poco puede ofrecer a los lectores de un periódico ávidos de información constatable, pero bas­tante a quienes estén dispuestos a entresacar el fruto de esta intenelación de dos au­tores -Cervantes y Azorín- ante un mismo libro y un mismo paisaje.

Azorín no va, entonces, pertrechado de ninguna guía turística, ni de ningún mapa: lo único que lleva consigo es el Quijote, cuyas páginas contrasta con los lu­gares visitados. Así sucede, por ejemplo, en este fragmento, donde la contempla­ción de una llanura le trae a la memoria un episodio de la novela: « ... nuestra fantasía -como la del hidalgo manchego- ha ido corriendo [ ... ]. ¿No sería acaso en este paraje, junto a este camino, donde don Quijote encontró a Juan Haldudo ... ?» (113).

Esto lo lleva a meditar en su desenlace -la paliza que éste le propina a Andresi­llo- hasta comentar, con su característico laconismo: «Esta ironía honda y desconso­ladora tienen todas las cosas de la vida) (114).

Este pequeño fragmento ilustra claramente la actitud y el tono generales de una obra que no se diferencia demasiado de la Vida de dOIl Quijote y Sancho de Unamu­no: una y otra reescriben y reinterpretan la andadura de don Quijote, deteniéndose en unos momentos más que en otros e interpretándolos según los intereses persona­les de cada autor-lector.

Para muestra, el episodio del descenso de don Quijote a la Cueva de Montesinos, momento culminante de la novela de Cervantes, como han demostrado Avalle-Arce, H. Percas de Ponseti y Aurora Egida en sus respectivos estudios 7 . Pues bien, Una­muna califica en su Vida a esta cueva tan pletórica de referencias literarias como «símbolo de ancestrales tradiciones» 8, en actitud tan tendenciosa como la que de­muestran estas palabras de Azorín:

7 Juan Bautista Avalle-Arce. Don Quijo/e como forma de vida, Valencia. Fundación Juan March­Castalia. 1976; Helena Percas de Ponseti, Cervallfes y su concepto del arte, Madrid. Gredos, 1975, y Aurora Egido, Cervallfes y las puertas del suellO_ Estudios sobre <,La Galatea». el «Qui­jote» y el "Persiles», Barcelona. PPU, 1994_ Los tres autores dedican un capítulo de su libro a un estudio minucioso de este episodio. ofreciendo jugosísimas interpretaciones que nada tienen que ver con los planteamientos de Unamuno y Azorín.

8 Miguel de Unamuno, Vida de don Quijote y Sancho, Madrid. Espasa-Calpe, 1981, pág. 135.

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El buen caballero había visto dentro de ella prados amenos y palacios maravillo­sos. Hoy don Quijote redivivo no bajaría a esta cueva; bajaría a otras mansiones subten-áneas más hondas y temibles. Y en ellas, ante lo que allí viera, tal vez sen­tiría la sorpresa, el espanto y la indignación que sintió en la noche de los batanes, o en la aventura de los molinos, o ante los felones mercaderes que ponían en tela de juicio la realidad de su princesa. Porque el gran idealista no vería negada a Dulcinea; pero vería negada la eterna justicia y el eterno amor de los hombres. Y estas dolorosas remembranzas es [sic] la lección que sacamos de la cueva de Montesinos. (130)

Como vemos, lo que se está haciendo aquí es trasladar al presente de la escritura de Azorín las circunstancias pasadas que pudieron llevar a Cervantes a imaginar la conversión de un hidalgo en inactual caballero. De ahí que el objetivo principal de esta Ruta sea Alonso Quijano antes que don Quijote, actitud que, por cierto, puede observarse en otras continuaciones o recreaciones de la obra cervantina escritas por esos años. Así sucede, por ejemplo, en El suei'ío de Alonso Quijano, de Horado Maldonado, escrito en 1920 e Íntegramente dedicado al hidalgo manchego, de cuyos hechos y pensamientos anteriores a la conversión en don Quijote se nos da pUlltual noticia y, años más tarde, en La vuelta de don Quijote, de Torcuato Miguel, donde asistimos a una conversación entre don Quijote y Cervantes en la que ambos inven­tan al unísono la prehistoria de Alonso QUijan09

.

Estos textos no hacen, como vemos, sino prolongar la órbita azoriniana. Veamos, en efecto, la reflexión que precede al comentario del pasaje de Juan Haldudo men­cionado anterioHOente:

... sólo recorriendo estas llanuras, empapándose de este silencio, gozando de la austeridad de este paisaje es como se acaba de amar del todo íntimamente, pro­fundamente, esta figura dolorosa. ¿En qué pensaba Alonso Quijano, el Bueno,

cuando iba por estos campos ... ? (113)

El hidalgo -y comenzamos a ver la apropiación por parte de Azorín del persona­je- representa el arrojo, el deseo, la vida, en un pueblo de abulia, de rutina y de aban­dono. Es evidente que aquÍ, más que nunca, está hablando el autor de La voluntad, que pretende exorcizar su propia naturaleza aletargada valiéndose de la criatura cer­vantina e intentando contagiarse de sus supuestos atributos.

9 Torcuato Miguel, La vuelta de don Quijote, Barcelona, Plaza Janés, 1979, especialmente páginas 40 y ss.

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Asistamos a esta conversación con un habitante de Argamasilla de Alba que ilus­tra lo que estamos viendo:

-Yo, señor Azorín -me dice don Rafael-, he tenido mucha actividad antes ... -y después añade, con un gesto de indiferencia altíva-: Ahora ya no soy nada.

Ya no es nada. en efecto, don Rafael: tuvo antaño una brillante posición política; rodó por gobiernos civiles y por centros burocráticos; luego, de pronto, se metió en un caserón de Argamasilla. ¿No sentís una profunda atracción hacía estas vo­luntades que se han roto súbitamente, hacia esas vidas que se han parado, hacia esos espíritus que -como quería el filósofo Nietzsche- no han podido «sobrepujar­se a sí mismos». [Ya continuación enumera una serie de proyectos inacabados en Argamasilla] ¿Qué hay en esta patría del buen Caballero de la Triste Figura. que así rompe en un punto. a lo mejor de la can'era, las voluntades más enhiestas? (108-109)

Esta misma interrogación preside el capítulo sintomáticamente titulado «Psicolo­gía de Argamasi Ha»:

Don Alonso Quijano. el Bueno, está sentado ante una recia y oscura mesa de no-sus codos puntiagudos. huesudos, se apoyan con energía sobre el duro table­

ro; sus miradas ávidas se clavan en los blancos folios. llenos de letras pequeñitas, de un inmenso volumen, Y de cuando en cuando, el busto amojamado de don Alonso se yergue; suspira hondamente el caballero; se remueve nervioso y afano­so en el ancho asiento, [, .. ] Estamos. lector, en Argamasilla de Alba. y en 1570, 1572 o en 1575. ¿Cómo es esta ciudad, hoy ilustre en la historia literaria españo­la? [ ... ] ¿Y por qué este buen don Alonso. que ahora hemos visto suspirando de anhelos inefables sobre sus libros malhadados, ha venido a este trance? ¿Qué hay en el ambiente de este pueblo que haya hecho posible el nacimiento y desarrollo, precisamente aquí, de esta extraña, amada y dolorosa figura? (86-87)

Meditemos un poco sobre esta cita, claramente escrita bajo el influio de Taine, cuyas ideas sobre el determinismo influyeron notablemente en Azorín l . Hay algo, que el cronista debe descubrir, en el ambiente de Argamasilla -calificado incluso de «pueblo andante» (87)- que ha predestinado al hidalgo a hacer lo que hizo. ¿Cuál es, por tanto, la inmediata conclusión de esta idea? Que Alonso Quijano fue un hijo real de esta aldea, y como tal se comportó en su gesta. ¿Qué diferencia, entonces, a Azo-

10 Sobre este aspecto, véanse los comentarios de Paul Descouzís en el capítulo dedicado a Azorín de su libro. ya citado. Cervemte,¡ )' la Generación del 98. en especial el epígrafe «Relación entre el paisaje y el espíritu de don Quijote», págs. 119 y ss.

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rín de Unamuno cuando defendía la existencia histórica de nuestro personaje] 1 ? Únicamente que éste se decanta por el caballero loco y aquél por el hidalgo lector.

La utilización del ser real Quijano frente al.fingido don Quijote (con las puntua­lizaciones ~ue exige esta oposición en la complejísima criatura literaria ideada por Cervantes 1_) tiene, sencillamente, una orientación un tanto más pragmática, pero sólo en apariencia. Observemos ahora cómo, sólo sustituyendo el nombre de Alonso Quijano por el de don Quijote, también el rector salmantino podría haber escrito las palabras que siguen:

Cervantes escribía con lentitud; su imaginación era tarda en elaborar: salió a la luz la obra en 1605; mas ya entonces el buen caballero retratado en sus páginas había fenecido, y ya. desde luego. hemos de suponer que el autor debió de co­menzar a planear su libro mucho después de acontecer esta muerte deplorable. es decir. que podemos. sin temor, afirmar que don Alonso vivió a mediados del siglo XVI. acaso en 1560, tal vez en 1570, es posible que en 1575. (87)

Estas conjeturas propias del historiador (y que, por tanto, muy bien podría ha­ber redactado el mismísimo Cide Hamete) nos hablan una vez más de una rotun­da mitificación del universo cervantino, cuyas criaturas han pasado a convertirse primero en seres de carne y hueso y, a continuación, en símbolos de una serie de valores -paisajísticos, psicológicos, filosóficos, políticos y patrióticos- que a los autores de principios de siglo les convenía demostrar para la regeneración del país

II Recordemos. por ejemplo, estas osadas afirmaciones: "Cide Hamete Benengeli no hizo otra cosa que trazar la biografía de un ser vivo y real; y como hay no pocos que viven en el error de que ja­más hubo tal don Quijote, hay que tomarse el trabajo que se tomaba él en persuadir a las gentes de que hubo caballeros andantes en el mundo» y «sólo matando la vida. y la verdad verdadera con ella, se puede separar al héroe histórico del novelesco, del mítico, del fabuloso o del legenda­rio, y sostener que cl uno existió del todo o casi del todo; el otro a medias. y el de más allá de ninguna manera; porque existir es vivir, y quien obra existe», págs. 73 y 74 respectivamente, Mi­guel de Unamuno. El caúallero de la TrislC Figllra, Madrid, Espasa-Calpe. colección Austral, 1970,

12 Tengamos en cuenta, por ejemplo, la tesis central del libro de Gonzalo Torrente BaJlester El «QuijnIe» como juego, donde afirma que en todo momento es Alonso Quijano quien protagoniza una novela que consiste en jugar a ser don Quijote, o la idea de Maxime Chevalier de que nuestro personaje es la suma de dos identidades que coexisten en todo momento: «Don Quijote, ebrio de novela, [ ... ] [y] Alonso Quijano, nutrido de buenas letras», «Cinco proposiciones sobre Cervan­tes». Nueva Revüw de Filología Hi,vpállíca. XXXVIII (1990), págs. 837-848, La cita está extraí­da de la página 884. Ambos autores, entre otros, nos demuestran que la oposición tajante entre hidalgo y eaballero es insostenible ya en la propia novela de Cervantes, de modo que decantarse por uno u otro supone esquematizar su compleja naturaleza,

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(y, en casos como el de Unamuno, incluso la suya propia). Lo único cierto aquí es que, una vez más, nos hemos alejado bastante del texto originaL

Veamos. si no, la sorprendente conclusión a la que llega AzorÍn al contemplar las calles de Argamasilla:

Aquí cada imaginación parece que ha de marchar por su camino, independiente, opuesta a toda traba y ligamen; no hay un ambiente que una a todos los espíritus como en un haz invisible: ... al final de la calle, la llanura se columbra inmensa, infinita, y encima de nosotros, a lada hora limpia, como atrayendo lodos nuestros anhelos, se abre, también inmensa, infinÍla, la bóveda radiante. ¿No es este el me­dio en que han nacido y se han desarrollado las grandes voluntades, fuertes, pode­rosas, tremendas, pero solitarias, anárquicas, de aventureros, navegantes, conquistadores? ¿Cabrá aquí, en estos pueblos, el concierto íntimo, tácito, de vo­luntades y de inteligencias. que hace la prosperidad sólida y duradera de una na­ción? (92-93)

Así pues, en estos pueblos aparentemente inertes y detenidos en el tiempo, brotan esas individualidades prodigiosas que han de levantar un país. Sí, según se ha dejado sentado más arriba, Alonso Quijano parece ser uno de esos individuos, una sencilla regla de tres nos lleva a la conclusión de que, para Azorín, es en seres como él en quienes descansa la responsabilidad de reconstlllir España. Estamos, pues, en el mismo nivel que Unamuno, quien. como todos sabemos, identifica frecuentemente la gesta del hidalgo con la historia nacional, tanto en su arrojo conquistador como en su fracaso durante la pérdida de las colonias 13

¿Queda algo de la intención -difícilmente reductible. por otra parte- de Cervantes en estas osadísimas interpretaciones de su obra magna? No podemos menos que pre­guntarnos esto, en efecto, al leer las tendenciosas palabras con las que concluye Azorín esta Ruta:

¿Qué me decís de esta exaltada fantasía manchega? El pueblo duerme en reposo denso; nadie hace nada; las tierras son apenas rasgadas por el arado celta; los huertos están abandonados ... El tiempo transcurre lento en este marasmo; las inte­ligencias dormÍlan, Y un día, de pronto. una vieja habla de apariciones. un chusco simula unos incendios. y todas las fantasías, hasta allí en el reposo, vibran enlo­quecidas y se lanzan hacia el ensueño. ¿No es esta la patria del gran ensoñador Alonso Quijano'? ¿No está en este pueblo compendiada la historia eterna de la tie­rra española'? ¿No es esto la fantasía loca, irrazonada e impetuosa que rompe de pronto la inacción para caer otra vez estérilmente en el marasmo'?

13 Véase, por ejemplo, en su Vida de don Quijote y Sancho, las páginas 55 y 56.

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y esta es -y con esto termino- la exaltación loca y baldía que Cervantes condenó en el Quijote: no aquel amor al ideaL no aquella Ilusión, no aquella ingenuidad, no aquella audacia, no aquella confianza en nosotros mismos, no aquella vena en­soñadora, que tanto admira el pueblo inglés en nuestro hidalgo, que tan indispen­sables son para la realización de todas las grandes y generosas empresas humanas, y sin las cuales los pueblos y los individuos fatalmente van a la decadencia ... (158)

Dejando a un lado el estilo reiterativo y afectado en ocasiones hasta la exaspera­ción, es evidente que a cualquier lector más o menos avezado de la obra cervantina na pueden menOS que sorprenderle estas aseveraciones. Mucho habría que decir, en efecto, de los rasgos de carácter que atribuye Azorín a nuestro hidalgo y mucho más aún de la inopinada aplicación de esos mismos rasgos a una supuesta condición española. Si trasplantar al teneno político o patriótico los productos artísticos de creadores individuales es, en términos generales, cuando menos, peligroso, en el caso que ahora nas ocupa resulta definitivamente intolerable, habida cuenta de que nos encontramos ante un esclitor heterodoxo que, como puntualiza América Castro, concibió su novela desde el extrarradio de la sociedad y, más aún, porque esa misma novela está protagonizada por un individuo único y cuya razón de ser residía, entre otras muchas cosas, en el hecho de diferenciarse del resto, exhibiendo su prometeica identidad precisamente por oposición a esa colectividad de la que se liberó aplican­do a su propia existencia la pátina redentora de la literatura, la libertad y la locura. Particularmente, me resisto a ver en don Quijote o en Alonso Quijano un emblema de lo hispánico, algo que, por cierto, considero bien difícil de definir. En todo caso, y puesta a apurar el razonamiento, encontraría en él, como quizás en el Cervantes desolado de 1605, justamente el rechazo hacia esos valores que con tan gran desa­cierto postularon tanto Unamuno como Azorín en sus iniciales tientos cervantistas.

Centrándome de nuevo en esta Ruta y ya concluyendo, ¿qué es entonces lo que tanto desasosiega durante y después de su lectura? No sólo es el tono, lacónico y de­sesperante, en el que se observa antes la precoz amargura de un escritor que derivó del protoanarquismo a la sombría resignación conservadora; no sólo es el incom­prensible hecho de privilegiar a Alonso Quijano frente a don Quijote, cuando es pre­cisamente el retomo a la supuesta cordura del hidalgo lo que constituye en nuestra novela sinónimo de muerte; no sólo es el ignorar por completo el sentido paródico de la elección de La Mancha como escenario: este libro de Azorín naufraga, en mi opinión, porque, al trivializar a su protagonista, no satisface a los amantes del texto de Cervantes y porque, al estar redactado en este estado de abúlica ensoñación, tam­poco debió contentar a los lectores ávidos de información periodística a los que en principio iba destinado.

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Empezaba esta comunicación con Ramón Gómez de la Serna sugiriéndonos que los viajes de Azonn eran ante todo imaginarios y, al menos en este caso, no parece desacertada su impresión. Porque, en efecto, ¿estuvo realmente Azorín en La Man­cha, por más que se subió en incómodos borricos y en tortuosos trenes? ¿Vio algo más que lo que le sugería un texto literario cuya lectura, por otra parte. parece ser re­sultado de una miopía filosófica y patriótica en la que se sumió en un momento es­pecialmente crítico de su vida? ¿Qué es lo que leyó, o entendió, Azorín del QUijote?

Al finalizar esta Ruta, da la sensación de que el autor de La voluntad, invirtiendo los procesos habituales, lo que hizo fue vivir el texto del Quijote, apropiándose de su personaje, y leer el paisaje natural y urbano de La Mancha, superponiendo la enso­ñación libresca a los estímulos reales. Y justamente este vaivén entre lo experimen­tado y lo leído acaba por traer consigo esa tan cervantina confusión entre lo histórico y lo literario, la demostración empírica y la sugestión, que aún hoy, y tomándola con las debidas precauciones, puede hacer de esta Ruta un texto atractivo. Muy distinta cosa es su repercusión en la valoración del Quijote y en la trivialización, con fines turísticos, a la que aún hoy se sigue sometiendo a La Mancha, para la que la novela de Cervantes se ha convertido, más que en un texto siempre rico y sorprendente, en una fuente de ingresos de primer orden.

No quisiera terminar mi intervención sin recordar que la relación de AzorÍn con la obra cervantina no se redujo a esta inconsistente Rufa y que, por suerte para to­dos, existen otros libros de cierto interés como Con Cervanfes y COIl permiso de los cervantistas en los que nos brinda aportaciones teóricas, algunas de gran sutileza, tanto sobre el Quijote como sobre el Persiles y las Novelas ejemplares. En estos es­critos, aunque no dejan de tener el sello característico del autor, se refuerza la madu­rez narrativa y la autoconsciencia de Cervantes tan defendida por Américo Castro y se dirige la atención hacia personajes enormemente atractivos como los duques, ÁI­varo Tade o el morisco Ricote. Tampoco son desdeñables sus intentos de prolongar la obra cervantina en títulos como Tomás Rueda, donde imagina la prehistoria delli­cenciado Vidriera, o en una sugestiva pieza dramática titulada Cervalltes y la casa encantada, en la que reflexiona sobre la creación artística. Menciono estos ejemplos porque, si no es lícito reducir a Cervantes ni a ningún otro escritor a sencillos esque­mas elogiosos o descalifícadores, no vaya hacerlo con Azofín, por más que su apro­piación del QuUote en el libro revisado hoy no pueda menos que desconsolarme.

Decía el ácido Jorge Luis Borges que «el maestro elige al discípulo, pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser malvados o estúpidos» 14. No pretendo ajustar

14 Jorge Luis Borgcs. «Del culto a los libros», O/ras inquisiciones, en Obras Comple/as, Barcelona.

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tan cargados adjetivos al caso de Azorín (ya he empleado quizás demasiados hoy), pero sí quisiera terminar mis palabras sugiriendo que, al menos en La Ruta de don Quijote, la perdurable lección de nuestro primer novelista no encontró uno de sus frutos más felices.

Círculo de Lectores. 1992, pág. 306.

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