La seducción de las utopías

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La seducción de las utopías MARTÍN GELABERT (Valencia) UTOPÍA Utopía es el nombre dado por Tomás Moro a un país ideal, descubierto por un navegante portugués llamado Hitlodeu, sede de la más perfecta de las Repúblicas, situada en una isla paradisíaca, no por sus paisajes y vegetación, sino por sus habitantes cultos, educados, creadores de unas instituciones modélicas, que hacen prácticamente imposible la tiranía o la corrupción; un país en donde a nadie le falta nada, en donde no circula el dinero porque todo es de todos, y en donde todo está organizado para el bien y la felicidad de todos. Este Estado y sus instituciones contrastan vivamente con la situación socio-económica de Inglaterra y de Europa en el siglo XVI, situación de desigualdad, de injusticia y de guerra, que provocan un paro aterrador con sus secuelas de hambre y de miseria, y en donde las leyes funcionan para provecho de los poderosos y represión de los desheredados. El problema de este Estado es que no está en ninguna parte. Moro termina su relato con estas palabras puestas en boca del personaje que cuenta tan fantástico descubrimiento: «quiero con- fesar que cuando miro nuestras ciudades comprendo que muchas de las instituciones de Utopía son más bien para ser añoradas que esperar verlas realizadas». Confesiones similares se encuentran también en otros autores que también sueñan con situaciones mejores para el hombre. Así Nietzsche (por citar a alguien muy distinto de Tomás Moro), tras anunciar la llegada del superhombre REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 52 (1993), 63-84

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La seducción de las utopías

MARTÍN GELABERT

(Valencia)

UTOPÍA

Utopía es el nombre dado por Tomás Moro a un país ideal, descubierto por un navegante portugués llamado Hitlodeu, sede de la más perfecta de las Repúblicas, situada en una isla paradisíaca, no por sus paisajes y vegetación, sino por sus habitantes cultos, educados, creadores de unas instituciones modélicas, que hacen prácticamente imposible la tiranía o la corrupción; un país en donde a nadie le falta nada, en donde no circula el dinero porque todo es de todos, y en donde todo está organizado para el bien y la felicidad de todos. Este Estado y sus instituciones contrastan vivamente con la situación socio-económica de Inglaterra y de Europa en el siglo XVI, situación de desigualdad, de injusticia y de guerra, que provocan un paro aterrador con sus secuelas de hambre y de miseria, y en donde las leyes funcionan para provecho de los poderosos y represión de los desheredados.

El problema de este Estado es que no está en ninguna parte. Moro termina su relato con estas palabras puestas en boca del personaje que cuenta tan fantástico descubrimiento: «quiero con­fesar que cuando miro nuestras ciudades comprendo que muchas de las instituciones de Utopía son más bien para ser añoradas que esperar verlas realizadas». Confesiones similares se encuentran también en otros autores que también sueñan con situaciones mejores para el hombre. Así Nietzsche (por citar a alguien muy distinto de Tomás Moro), tras anunciar la llegada del superhombre

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y la desaparición de toda alienación metafísica y teológica, se pregunta con inquietud si tal anuncio no es demasiado prematuro, pues no parece que estemos preparados para recibirlo.

Actualmente, la palabra utopía ya no designa ningún Estado. Se ha convertido en nombre propio. Nombre evocativo, pero tam­bién ambiguo. Una definición de este vocablo es difícil, pues nos encontramos ante un conglomerado de intentos de definición y de aplicaciones del término apenas relacionadas entre sí. Etimológi­camente parece proceder del griego. Si la hacemos derivar de ou tópos significa «lo que no se encuentra en ningún lugar». Pero también podría derivarse de eu topos, «el lugar de la dicha y la felicidad». ¿Cabría interpretar, conjugando ambas acepciones, que el lugar de la dicha y la felicidad no se encuentra en ningún lugar? De hecho, parece que esta es la acepción más común. En el pres­tigioso diccionario de Julio Casares encontramos esta definión: «utopía: plan, proyecto o ficción ideal, pero de imposible realiza­ción». De ahí la confusión de utopía con sueño, quimera, ficción literaria, quijotada, isla robinsoniana, Eldorado, el país de las maravillas, etc. Pero cabría también considerar que la utopía no tiene por qué ser una pura ficción, sino una realidad posible si se ponen las condiciones para su realización. En este sentido la utopía sería una crítica de la realidad existente y un estímulo para trabajar por un mundo mejor y más humano. La utopía movilizaría las energías capaces de cambiar la sociedad.

Esta añoranza de un mundo maravilloso tiene sus raíces en la tradición bíblica de un paraíso terreno, considerado el verdadero hogar de la humanidad. Cuando en los ambientes cristianos se habla de tal paraíso no se suele afirmar que no existe «en ninguna parte», sino que en realidad existió «en aquel tiempo», un tiempo lejano que se pierde en la memoria. Cierto, el cristiano también piensa que es posible recuperar tal paraíso perdido, pero no en esta tierra, sino tras la muerte: los que mueren como cristianos entran en el paraíso de Dios. Pero si la recuperación del paraíso no es posible en este mundo, la gran tentación podría ser el olvido de la tierra y la falta de compromiso ante los graves problemas de nues­tro mundo. Una vez más la utopía se presentaría como algo irrea­lizable, al menos en este mundo. No es ésta una buena lectura ni

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del Antiguo ni del Nuevo Testamento, pues los profetas ya no hablan del paraíso como de algo pasado, sino como un futuro que se realizará en los tiempos mesiánicos: un jardín en el que ya no habrá guerra, en el que los senderos serán transitables, en el que el lobo jugará con el cordero y en el que reinará la paz y la armonía universales. Estos tiempos mesiánicos los cristianos los ven realizados en Jesús. Con su anuncio del Reino de Dios, Jesús no se refiere a un mañana indeterminado, sino a que ya hoyes posible conseguir la felicidad si se cumple la voluntad de Dios.

Como reacción y contraste con la imagen de un paraíso perdido e irrecuperable, la época moderna (a partir de Ernst Bloch) conoce utopías futuristas. Futuristas, no porque rechacen el pasado, sino porque buscan en el pasado elementos inspiradores y estimulantes que critican el presente y abren .un futuro prometedor: se aducen ciertos hechos del pasado, postergados y mal conocidos, para modificar aquí y ahora el curso de la historia. Se muestra gran interés por la historia de los vencidos, de los herejes y mil en aristas eliminados, por la historia del dolor, por aquellos que los podero­sos del momento persiguieron y que las tradiciones e historias oficiales han postergado. Se trata, en suma, de contar la historia desde el punto de vista de los perdedores. Este pasado sirve de inspiración para construir un futuro distinto del que se nos propo­ne. Esta imagen selectiva del pasado se convierte en un imperativo ético para quien la relata y para quien la escucha. La historia se convierte así en un recuerdo peligroso. Recuerdo que da una orien­tación y pide una actualización. Y peligroso para todos los que pretenden conservar el presente orden de injusticia y opresión.

La utopía, por tanto, lejos de ser una mera visión imposible de realizar, tiene una fuerza crítica y práctica. Esta es la verdadera seducción de todas las utopías.

SEDUCCIÓN

En una entrevista publicada hace unos años por Juventud obre­ra, el redactor preguntaba a un «pasota de profesión»: ¿Tienes algún proyecto cara al futuro? La respuesta fue: No preguntes

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chorradas 1. Una reacción como ésta es sintomática. Pero más que un rechazo del futuro, pudiera manifestar una decepción ante un presente que no augura ningún futuro. En efecto, es posible detec­tar un clima de indiferencia ante todo y ante todos; un desencanto generalizado, sobre todo ante la política; una desconfianza o de­cepción frente al progreso; una falta de horizonte vital y profesio­nal; una convicción de que el sistema actual no da más de sí. Ante esto, muchos se refugian en la droga y el alcohol; o en el sexo para hoy, sin dramatismo y sin amor; claros signos de evasión y de rechazo de la realidad presente, en la que no se quiere pensar. En suma, se busca el goce inmediato antes de que sea tarde. Parece como si se hubiera perdido toda ilusión, pues el orden establecido no da para muchas esperanzas.

El orden establecido, ése es el problema. Pero éste es un pro­blema eterno. El presente nunca acaba de satisfacer y suscita quejas y lamentos. Pero, ¿qué época no fue mala? Los profetas de Israel no se cansan de denunciar la injusticia de la sociedad en que les ha tocado vivir. San Pablo les decía a los Efesios: «los días son malos» (Ef 5,16). Si consultamos el Bullarium romanum para seguir las intervenciones de los papas, uno se sorprende de la monotonía de sus juicios negativos sobre cada presente, de las «angustias», el «cuidado», la «tristeza», el «grandísimo dolor» y «la aflicción más profunda» ... ante el espectáculo de un mundo en vías de perdición. Si visitamos las hemerotecas nos convenceremos de que el negro panorama mundial -en lo económico, lo social, lo político- es una cantinela que se repite desde hace muchos años. No parece, pues, muy de sabios el viejo proverbio de que el tiempo pasado fue mejor que el presente, tal como insinúa el libro del Eclesiastés (7,10).

Esta pérdida de ilusión por el presente es perfectamente con­jugable con el interés, la preocupación y la ilusión ante el futuro. De 10 que en realidad «se pasa» no es del futuro, sino de este presente y de esto que ofrece la sociedad tal como está montada. Pero cuanto más negro es el presente, más dispuesto parece uno a escuchar buenos augurios de futuro. El auge de los horóscopos o

1 Entrevista reproducida en Misión Abierta, octubre 1980, p. 12.

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las predicciones milenaristas (el mítico año 2000 es incluso un punto de referencia de las encíclicas papales) expresan la preocu­pación y también la ilusión de muchos ante el futuro. Cada vez que se elige un nuevo Papa se vuelve a hablar del cumplimiento de las oscuras profecías de Nostradamus, y se abren expectativas sobre el próximo fin del mundo. Los políticos, ante la crisis y la falta de salidas, anuncian tiempos nuevos que ilusionan a los electores: «por el cambio», «nueva frontera», «nueva edad», son lemas que movilizan a las mayorías (en la España de 1982 con la subida de los socialistas al poder y en los Estados Unidos de 1992, por citar dos ejemplos bien conocidos). En España, el Gobierno anunció y vendió el 92 y ahora nos remite al 97. Siempre se nos envía más allá del presente y siempre parecemos dispuestos a esperar un futuro mejor.

A pesar de todos los presentes... seguimos avanzando. Y si muchas de las promesas y de las utopías carecen de credibilidad, el utopiar resiste a pesar de todo. Las victorias, algunas logradas a gran precio, son semilla de nuevas conquistas: la superación de la esclavitud; la lucha contra la pena de muerte o la tortura; la tolerancia, la libertad, la igualdad, la fraternidad, los derechos humanos; la caída de las dictaduras fascistas y comunistas; la libertad para el sexo, el divorcio o el aborto; el feminismo, el ecologismo, la objeción de conciencia, la protesta antimilitarista, el pacifismo, la lucha contra el apartheid, la conquista de las más diversas y hasta divertidas libertades, son signos distintos y discu­tibles del continuo utopiar de los hombres. Un utopiar que, lenta­mente, hace que broten nuevos caminos, realidades distintas, alter­nativas (palabra que significa, por cierto: nacer de otra manera).

Siempre hay algo por lo que luchar, siempre hay un futuro que esperar. Es este futuro mejor el que nos seduce. Y nuestra capa­cidad de esperarlo parece connatural. La historia está llena de promesas y aunque, a veces, resulta demasiado pronto para que se cumplan, el anhelo de que se cumplan es indestructible. ¿Por qué? Porque la dimensión utópica de la conciencia humana constituye una constante antropológica realmente fundamental. Pues la di­mensión utópica es la que permite superar, de algún modo, la contingencia, la inconsistencia, el sufrimiento, la frustración y la

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muerte. La utopía es esta indestructible esperanza de que la vida es y/o puede ser buena, satisfactoria y con sentido. De ahí que, según cual sea mi situación y mi experiencia vital, la espera adopta modos diversos. Cuando la vida resulta favorable, el hombre espe­ra y desea que continúe así, y sobre esta base favorable espera un futuro mejor, pues todo placer requiere profunda, profunda eterni­dad (Nietzsche); o dicho de otro modo: hay momentos que uno desearía que durasen, que no acabasen nunca. Cuando la vida resulta desfavorable, el hombre manifiesta su esperanza en la pro­testa y la rebeldía, y espera un mañana mejor; esta esperanza le permite superar el actual sin sentido de su vida. De una u otra forma, el hombre espera siempre.

La dimensión utópica puede tener un sesgo religioso o no religioso, pero nunca está ausente de la vida: qué es lo que el hombre quiere, qué futuro desea, qué es lo que últimamente le anima, para qué vive y qué vida cree que merece la pena vivir. En las puertas del infierno, según Dante, hay esta leyenda: «Dejad toda esperanza». Pero mientras hay vida, hay esperanza, aunque vaya acompañada de decepciones que no hacen sino abrir a nuevas esperanzas.

En suma, el esperar es consustancial a la naturaleza humana, es uno de sus «modos de ser» más radicales y permanentes, pues «la espera es el apetito de seguir viviendo humanamente o, si se prefiere una fórmula más escolar, el modo humano del instinto de conservación» 2. En su espera, el hombre pretende existir en el futuro siendo a la vez «hombre» y «él mismo» y, si es posible, «ser más». El hombre no puede menos que esperar porque lleva en sí mismo una diferencia entre lo que vive y lo que anhela: «Somos seres en fermentación... Estamos incompletos como ningún otro ser vivo, nos encontramos todavía abiertos hacia adelante» 3. Es posible calificar esta tensión hacia adelante de «pasión inútil»

2 P. LAÍN ENTRALGo, Antropología de la esperanza, Guadarrama, Madrid, 1978, 124.

3 E. BLOCH, El ateísmo en el cristianismo, Taurus, Madrid, 1983, 119. El hombre es una criatura especial porque no se conforma con ser criatura. Quiere ser más, nunca se conforma con lo que tiene ni con lo que es, aspira al todo. Al respecto, ver las referencias que he ofrecido en: M. GELABERT, Vivir como Cristo, SPX, Madrid, 1992, 61-62.

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(Sartre). Pero los que así la interpretan no hacen sino ratificar la dimensión utópica de la existencia humana. Incluso el suicida espera vitalmente, y si se quita la vida es porque espera un modo de ser más satisfactorio que la vida que le desespera. No pretende destruir esta vida, sino esta manera mediocre y deprimente de vivir.

Esta constante antropológica que es la dimensión utópica o esperante del hombre explicaría la seducción de las utopías y la expectativa que despierta toda promesa. De ello se aprovechan los vendedores de ilusiones y los que comercian con la buena fe que, en el fondo de nuestro ser, todos tenemos. Cuando esto sucede, la utopía resulta frustrante.

FRUSTRACIÓN

En Miguel de Unamuno parece que encontramos un cantor del futuro y sus posibilidades de superación: «es el quicio de la vida humana toda: saber el hombre lo que quiere ser. Te debe importar poco lo que eres; lo cardinal para ti es lo que quieras ser. .. Sólo es hombre hecho y derecho el hombre cuando quiere ser más que hombre» 4. Pero esta esperanza que canta Unamuno debe mante­nerse siempre abierta, en inacabable proceso: «Vea aquí -le dice a un literato joven- por qué tantas veces le he deseado esperanzas que ni se le ajen ni se le realicen, esperanzas siempre verdes y sin fruto siempre, esperanzas en eterna flor de esperanza» 5.

Este mantener abierta la esperanza como ideal nunca logrado puede tener una doble lectura. Por una parte, la esperanza sería acicate contra la pasividad y estímulo para la acción. Así interpreta Unamuno el texto de Mt 5,48: Cristo «nos puso un ideal de per­fección inasequible, único modo de que nos movamos con ahínco y eficacia a lo que puede alcanzarse» 6, pues «el que no aspire a lo imposible, apenas hará nada hacedero que valga la pena» 7.

4 Obras completas, Escélicer, Madrid, 1968, t. III, 82. 5 Id., t. I1I, 332. 6 Id., t. I1I, 333. 7 Id., t. VII, 274.

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Entonces la esperanza nos recuerda que sólo de los esforzados es el reino de los cielos (cL Mt 11,12) Y que no puede haber espe­ranza para quien se cruza de brazos: «¡Que lo haga todo Dios! -dirá alguien-; pero es que si el hombre se cruza de brazos, Dios se echa a dormir» 8.

Por otra parte, una esperanza que no conoce el descanso y en la que no se vislumbra ninguna meta, pudiera convertirse en vaga ilusión. Una esperanza que nunca se realiza es, a la larga o la corta, frustrante. Los textos de Unamuno permiten interpretar así su concepción de la esperanza: «Puede creerse en el pasado; fe sólo en el porvenir se tiene, sólo en la libertad. Y la libertad es ideal y nada más que ideal, y en serlo está precisamente su fuerza toda ... Deja a los que creen en apocalipsis y milenarios que aguar­den que el ideal les baje de las nubes y tome cuerpo a sus ojos y puedan palparlo. ¡Tú, créelo verdadero ideal, siempre futuro, y utópico siempre, utópico, esto es: de ningún lugar, y espera! Es­pera, que sólo el que espera vive; pero teme el día en que se te conviertan en recuerdos las esperanzas al dejar el futuro, y para evitarlo, haz de tus recuerdos esperanzas» 9.

Cuando la esperanza se limita a ser sólo ideal se convierte en trágica. Y a esto parece que Unamuno condena al ideal, a que sea sólo ideal, siempre inasequible, siempre inalcanzable. De ahí que, según él, el hombre no debe trazarse nunca un camino, porque esto equivale a delimitarse, a borrar sus infinitas posibilidades JO. La vida sólo es esfuerzo, no logro. Pero este esfuerzo termina siendo desesperado, porque no conduce a ninguna parte. La esperanza para Unamuno se muestra «siempre» como anhelo, «nunca» como logro: he aquí la tragedia. Pues una esperanza que se apoya sólo

8 Id., t. VII, 277. Cf. t. I, 1153: «La espera del genio, si de veras lo esperáramos, en vez de sumirnos en la quietud nos movería a la acción, así como la esperanza en el Mesías era lo que arrancaba a las mujeres judías de la esterilidad voluntaria y les hacía ansiar la maternidad. Y la esperanza en el Mesías es lo que mantiene aún vivo y activo a ese pueblo maravilloso ... Esperar es salir a la puerta de la casa con la luz en la mano, y escudriñar y avizorar las tinieblas exteriores y dar voces por si nos responden ... Para que llegue el genio hay que hacerse digno de él; hay que provocarlo».

9 Id., t. I, 950. 10 Cf. Obras completas, t. I, 948-949.

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en un querer ser que nunca puede ser, es una esperanza trágica y desesperada.

Dijimos anteriormente que la utopía seduce y mueve a la ac­ción. Esto es así porque consideramos que el anuncio que late tras la utopía puede convertirse en real. El que lucha por la utopía es porque ve una posibilidad de realización, aunque no pueda descri­bir del todo la realidad esperada. Pero es una realidad que siempre se espera como buena y favorable. Cuando lo esperado no aparece, o no aparece como favorable, surge inevitablemente la decepción. Al contrario de lo que muchos piensan, la falta de realismo no casa con la utopía.

Cierto, a veces se tacha a la utopía de poco realista. Su carácter crítico es el que hace que, a veces, se la considere ideológica, pues supuestamente no tendría en cuenta todos los factores que inciden en la realidad. Por contraste, el conservadurismo suele presentarse a sí mismo como la única posición no-ideológica, porque pretende guiarse por un sentido realista de «como son las cosas». Pero esto es otra ideología, en el sentido de que pretende justificar intereses económicos y de poder. Dicho de otro modo, la acusación según la cual toda utopía es irreal, es una manifestación de la mentalidad conservadora, o sea, de la mentalidad que no quiere que las cosas cambien y que defiende esta postura afirmando que la realidad es tal como la ve el conservador. Al hablar, pues, de realismo con­viene distinguir dos tipos de realismo: el de los conservadores o inmoviJistas, que lo único que pretenden es conservar lo que hay y que las cosas sigan como están; y el de los espíritus renovadores o utópicos que se esfuerzan por conseguir lo que sería posible que fuera.

Ya Tomás de Aquino se refería a algunas condiciones para poder hablar del objeto de la esperanza: que sea un bien y que, aunque arduo y difícil, sea posible de conseguir, pues nadie espera lo que es absolutamente inasequible 11. Tomás Moro y los utopistas que han venido después, aunque muchas veces se han mostrado pesimistas sobre la realización de las utopías, están por lo general convencidos de su posibilidad: la consecución de las utopías no es

11 Suma de Teología, 1-11, 40,1.

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un problema técnico, sino político. Hay medios suficientes, pero falta la voluntad política de solucionarlos. Hay una agradable coincidencia en dos textos que vamos a citar de dos autores tan distintos como Herbert Marcuse y Juan Pablo 11, textos que tocan de lleno algunos de los grandes anhelos o utopías de nuestros contemporáneos:

«Creo que sobre este aspecto podemos considerar estar de acuerdo con nuestros adversarios: Ningún economista burgués de cierta seriedad no está hoy en la situación de negar la efectiva posibilidad de eliminar el hambre y la miseria con las fuerzas productivas materiales e intelectuales ya técnicamente existentes y de negar que todo lo que pasa hoyes el resultado de la organización socio-política del mundo» 12.

«Todos sabemos bien que las zonas de miseria o de hambre que existen en nuestro globo hubieran podido ser "fertilizadas" en breve tiempo, si las gigantescas inversiones de armamentos que sirven a la guerra y a la destrucción hubieran sido cambiadas en inversiones para el alimento que sirven a la vida» 13.

Esto nos lleva a pensar que la cuestión de la utopía termina siendo un problema moral. En todo caso, como muy bien nota Juan Pablo"II, la solución a los grandes dramas de nuestro mundo (ca­rrera armamentística, auto destrucción nuclear, hambre y miseria, explotación infantil, etc.) no es tan sólo económica, sino también y ante todo ética 14.

En síntesis, la frustración ante la utopía aparece cuando sus posibilidades de realización son nulas o son tan distantes que no hay posibilidad de alcanzarlas. Leemos en el libro de los Prover­bios: «espera prolongada enferma el corazón» (13,12); «perdido el ánimo, ¿quién lo levantará?» (18,14). Por el contrario, cuando «hay un mañana, tu esperanza no será aniquilada» (23,18).

12 H. MARCUSE, El final de la utopía, Ariel, Barcelona, 1968, 24. 13 JUAN PABLO II, Redemptor Hominis, 16. 14 JUAN PABLO II, Dominum et Vivificantem, 57.

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Esta frustración puede provenir de uno de estos aspectos: o bien porque se esperan realidades inconsistentes, o bien porque se busca lo imposible, o bien porque algo o alguien impide que se logre lo posible. Cuando se espera lo inconsistente pronto llega el desencanto, pues cuando uno lo encuentra se da cuenta de su vaciedad. Cuando se busca lo imposible, estamos ante un sueño, una ficción, una vana ilusión. El tercer caso es más grave, porque toca de cerca nuestra realidad: las promesas incumplidas de los políticos, que sólo buscan el poder y no servir a sus pueblos; el sistema económico que busca la inútil acumulación de capital a costa de explotar al pobre; la ideología militarista, que produce armas de guerra a costa del hambre de muchos pueblos y de la vida de muchos hombres a los que se venden tales armas.

La búsqueda de lo imposible puede desembocar en un caso clínico. Pero el que algo o alguien obstaculice la consecución de lo posible es un problema técnico y político. Y, en definitiva, es un problema moral: es el pecado, la ambición y el egoísmo huma­nos lo que mata la utopía. Por eso, Moro, en su novela, presenta a Utopía como una sociedad sin tacha, sin egoísmo, tolerante y altamente moral. Eso sÍ, la República está organizada de tal forma que no parece posible actuar de otro modo. Está excesivamente organizada, es en exceso igualitaria (en Utopía todos visten de forma muy similar y no está permitido salirse de esta norma), y en ella quizás corre peligro la libertad. Ahí encontramos una diferen­cia fundamental con la esperanza cristiana, pues ésta al no supri­mir la libertad y al tener en cuenta la posibilidad del pecado, se refiere, sin ningún género de dudas, al hombre real.

Esto nos conduce a pensar que las utopías humanas o están marcadas por el egoísmo que se olvida del otro, o por un ansia de control que suprime la libertad del otro. ¿Tenemos los cristianos una «esperanza mejor» (Heb 7,19), fundada en «promesas mejo­res» (Heb 8,6) para ofrecer a esta sociedad cuya salida humana es dudosa? Si es aSÍ, tenemos en nuestras manos la clave del futuro y del presente 15.

15 "El porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperan> (Gaudium et Spes, 31).

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ESPERANZA

Toda verdadera utopía tiene dos características: por una parte es una crítica de la situación establecida; por otra es una anticipa­ción o planificación del futuro (generalmente en un lenguaje sim­bólico), o por mejor decir, una anticipación de otra realidad muy distinta de la que tenemos. Por referirse al futuro o a lo que todavía no es, queriéndolo anticipar, la utopía no es totalmente racionalizable y siempre contiene elementos imprevisibles. Por buscar un futuro distinto del presente, el pensamiento utópico es propio de espíritus renovadores, mientras que el pensamiento anti­utópico es característico de la mentalidad conservadora o inmovi­lista.

Por responder a los anhelos más profundos del ser humano y referirse a un futuro que nunca es posible describir del todo, la utopía está cargada de simbolismo. Ahí está no sólo su dificultad interpretativa, sino también su fuerza. Dificultad porque el símbolo no se rige por la lógica del discurso intelectual ni por el encuadra­miento de la norma. Pero también su fuerza, porque el símbolo asume nuestras aspiraciones y experiencias más profundas y las traduce en un proyecto concreto. De ahí que quien no vive o no siente necesidad de tales aspiraciones, o quien se siente satisfecho de su presente, considere la utopía como sueño, quimera o proyec­ción imaginativa.

La esperanza cristiana coincide con la mejor aspiración del hombre. Su objeto son las promesas de Dios, o mejor aún, Dios mismo como promesa, que se nos ofrece como vida eterna y gozo supremo del hombre 16. También esa esperanza, como la utopía, se refiere a un futuro no totalmente descriptible: <<nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Esperamos lo que no vemos» (Rm 8,24-25). Por esta razón, el objeto de la esperanza cristiana también está cargado de simbolismo: del Reino de Dios sólo puede hablarse en parábolas. Y si se refiere a un futuro es

16 Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, U-U, 17,2. En lJn 2,25 lee­mos: «esta es la promesa que él mismo os hizo: la vida eterna».

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porque también ella se siente insatisfecha con el presente y aspira a una realidad distinta, a otra ciudad asentada sobre nuevos cimien­tos, cuyo arquitecto y constructor es Dios (Heb 11,10; cf. 11,14-16); los que así esperan condenan el mundo presente (Heb 11,7), un mundo sin futuro, de apariencia, que pasa (ICor 7,31; Un 2,17), por estar basado en el egoísmo y la enemistad (cf. Heb 11,25: el efímero goce del pecado); de ahí que los creyentes se confiesan «extraños y forasteros sobre la tierra» (Heb 11,13; cf. lPe 2,11), y suelen ser aborrecidos por el mundo (Jn 15,18-20; Un 3,13).

A pesar de que las promesas parecen lejanas (cf. Heb 11,13), la esperanza cristiana se quiere realista y firmemente fundamenta­da: la garantía de lo que se espera es la fe (Heb 11,1). La fe confiere sustancia a la esperanza, y por tal motivo el futuro, a pesar de las decepciones sufridas, no es para el creyente incierto y angustioso. La fe es la matriz que sostiene la esperanza; evita que la esperanza sea una fantasía. Por eso, la fe es la fuerza del Pueblo de Dios que marcha a través de la historia de la salvación, su luz en la oscuridad y en la paradoja de los acontecimientos o de los misterios propuestos. Esta fe va más allá de lo que se percibe exteriormente y se palpa con las manos, más allá de aque­llo que se puede disponer, de ahí que sea prueba de realidades que no se ven (Heb 11,1). Por eso, los creyentes suelen ser objeto del escarnio de la gente que se apoya tan sólo en datos empíricamente verificables; son perseguidos y maltratados, «tipos utópicos» de los que se ríe la gente, como ocurrió con Noé, el cual, bajo un cielo sereno, construía un arca para salvarse (Heb 11,7). Enumerando una serie de figuras del pasado, entre las que destaca Abraham, el capítulo 11 de la carta a los Hebreos quiere poner de manifiesto este aspecto: para ellos lo prometido era más real que la tierra misma en que tenían que vivir. Por eso se mantenían firmes, «como si vieran al invisible» (Heb 11,27). Y así se afirma de estos hombres: «el mundo no se los mereCÍa» (Heb 11,38). Eran hom­bres del nuevo eón, del mundo futuro 17.

Dios y la esperanza van indisolublemente unidos. Sin fe en

17 Cf. E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos, Cristiandad, Madrid, 1982, 271-272.

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Dios, tampoco hay esperanza (Ef 2,12). La esperanza no se apoya en nuestras fuerzas o en la realidad tal como nos es dada, sino en el poder y la misericordia de Dios, capaces de superar nuestra debilidad, nuestro pecado y nuestra incapacidad 18.

Consciente de la fragilidad humana y sobre todo del egoísmo y del pecado (cí. Rm 3,10), la esperanza cristiana no promete ningún estadio utópico en ningún lugar de este mundo. Para el cristiano, este mundo no es el lugar del descanso, sino de la lucha y, con demasiada frecuencia, el lugar de la tribulación 19. No se sorprende, pues, de la dureza del tiempo presente, ni de las «pie­dras y construcciones» sólidamente establecidas sobre las que se asienta este mundo (Mc 13,1-2 y par.). Ante ello, la palabra de Jesús quiere inculcar esta certeza: a pesar de las apariencias, todo es frágil en la construcción del mundo anti-evangélico, todo se derrumbará, «no quedará piedra sobre piedra» (Mc 13,2); única­mente «la Palabra de Jesús no pasará» (Mc 13,31). El mal no tiene ningún futuro y Dios tiene la última palabra. El Reino lle­gará, las promesas se realizarán, y entonces quedarán derrotados todos los adversarios del Reino, los que se oponen al mensaje predicado por Jesús y prolongado por la comunidad mesiánica, los que podríamos definir como el anti-Evangelio, el anti-Amor, la anti-Verdad, y que el cuarto Evangelio estigmatizará como el «mundo» de las tinieblas, del odio, de la mentira, de la muerte y del pecado.

¿Cuándo sucederá esto? Jesús no conoce el momento (Mc 13,32; Mt 34,36; cí. Heb 1,7). Una vez proclamado el juicio de Dios, las modalidades y el momento pasan a segundo plano. Lo que se intenta es despertar en los auditores una actitud de esperan­za y de confianza en el triunfo de Dios en su Hijo, una actitud de vigilancia y de paciencia (cf. Mc 13,33 s. y par.), de espera activa, entregada, en la oscuridad y el servicio.

Para sostener la esperanza en la dureza del presente y a la

18 Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, U-U, 17,1 Y 2; 18,4 ad 2. 19 «Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas

tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero asocia­do al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corrobo­rado por la esperanza, a la resurrección» (Gaudium et Spes, 22).

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espera de un futuro que parece no llegar, el creyente cuenta con un doble apoyo: la experiencia de vivir hoy en comunión con Dios y la memoria de las acciones poderosas de Dios. Explicitemos estos dos aspectos:

1. La experiencia de vivir hoy en comunión con Dios. Esta­mos seguros en virtud de la fidelidad de Dios en Jesucristo; espe­ramos con una certeza inquebrantable porque Dios nos ha amado y nos ama en Jesucristo: «nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,39; cf. Rm 8,31-39). Nosotros poseemos ya las primicias de este amor; más todavía este amor nos ha sido dado con el don del Espíritu, que nos asegura que somos amados y gue amamos (cf. Rm 5,1-11; Gal 4,4-7). Una esperanza así fundamentada «no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5), y por tanto, es capaz de «esperar contra toda esperanza» (Rm 4,18). Esto significa que si la esperanza tiene que ver con el «más allá», su fundamento está en el «más acá», en la experiencia de un Dios que nos acompaña en nuestra realidad creada y garantiza el cumplimiento de nuestros más profundos deseos. Dicho de otro modo: la densidad religiosa del presente, o sea, el vivir hoy en comunión con Dios, es lo que da todo su sentido a la esperanza cristiana.

2. La memoria de las acciones poderosas de Dios. Si Dios ha sido poderoso en el pasado, también puede serlo en el futuro. Se comprende, pues, que al pueblo de Israel se le insta al constante recuerdo para que la esperanza se mantenga viva (Dt 4,9; 6,12; 7,18; 8,18). Igualmente, el pueblo cristiano celebra en el tiempo presente el memorial del Señor resucitado, en la esperanza de la segunda venida del Señor y de la llegada del domingo sin ocaso en el que la humanidad entera entrará en el descanso de Dios. Esta memoria anticipa ya lo esperado y confiere nuevo dinamismo a la esperanza 20.

De ahí que la esperanza sea la virtud de los fuertes, pues

20 Sobre la relación entre memoria y esperanza han tratado San Agustín, en el libro X de sus Confesiones, y San Juan de la Cruz, en los libros 11 y III de su Subida del Monte Carmelo.

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permite al hombre mantenerse firme en medio de la tempestad: «nos gloriamos hasta en las tribulaciones (Rm 5,3). Al expresarse con tal audacia, Pablo no quiere decir que el creyente se enorgu­llezca de las tribulaciones consideradas en sí mismas, ni de los esfuerzos que podría hacer para superarlas; toda su seguridad está en la gracia de Dios que se despliega precisamente en la debilidad del hombre (2Cor 12,9-10), pues «el Señor sabe librar de las prue­bas a los piadosos» (2Pe 2,9).

La paradoja de la esperanza (su fuerza en la debilidad y la tribulación) es la que hacía que el poeta pusiera en labios de Dios estas palabras: «la fe que yo prefiero -dice Dios- es la esperan­za». Según Charles Péguy, Dios no se sorprende de la fe, pues toda la creación habla de él; tampoco se sorprende de la caridad, pues los hombres son tan desgraciados que, a no ser que tengan un corazón de piedra, no pueden dejar de tener caridad los unos con los otros. «Pero la esperanza -dice Dios- esto sí que me admira, esto sí que es sorprendente. Que estas pobres criaturas vean cómo va todo esto y crean que mañana irá mejor. Que vean cómo va hoy y crean que mañana por la mañana irá mejor. Esto sí que es sorprendente y es realmente la maravilla más grande de mi gracia. Yo mismo estoy sorprendido. ¡Hace falta que mi gracia sea de verdad una fuerza increíble!» 21.

La resurrección de Jesús es el signo anticipador definitivo de que las promesas de Dios se cumplirán. En esta fe descansa, final­mente, toda la seguridad del cumplimiento de la promesa de Dios 22. Y decimos que la resurrección de Jesús es signo anticipa­dor porque hay un futuro de Cristo resucitado, y este futuro somos nosotros: él ha resucitado como primicia de todos los que mueren. En la perspectiva de la esperanza hay que decir dos cosas impor­tantes sobre la resurrección:

21 Traduzco de la buena edición que ha publicado la colección «Classics del cristianisme»: El portie del misteri de la segone virtut, Barcelona, 1989, 48.

22 «El cumplimiento de la promesa de Dios es posible porque Dios tiene el poder de resucitar a los muertos y de llamar al ser a 10 que no existe (cf. Rm 4,16-17). El cumplimiento de la promesa de Dios es seguro porque Dios resucitó a Cristo de entre los muertos» (J. MOLTMANN, Teología de la Espe­ranza, Sígueme, Salamanca, 1968, 189).

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1.a La resurrección no es un correctivo de la cruz. Es la autentificación de una vida. Manifiesta el fracaso del mundo y que el camino de Jesús es el bueno. En la resurrección, Dios se muestra como el que da la razón a Jesús: su camino es el único que desemboca en la vida, el único camino plagado de esperanza, el único que tiene futuro. ASÍ, la resurrección no se puede separar del camino que puede terminar en la cruz, y nos remite a ese camino. Fe en la resurrección significa que hay un camino que tiene valor por sí mismo y que este valor no puede impedirlo ningún poder ni destino de este mundo. La resurrección es la manifestación de la meta a la que conduce el camino de Jesús.

2: Por esta razón, en el camino (o sea, en el seguimiento de Cristo) es donde uno comprende y experimenta la validez y el realismo de la esperanza. La resurrección de Cristo no invita a huir del presente, a quedarse mirando al cielo (Hech 1,11), sino a volver la mirada a la tierra para anticipar en este mundo aquello que esperamos. La resurrección de Cristo no sólo abre la esperanza de una vida imperecedera en comunión con Dios, sino que invita al seguimiento. Más aún, sólo en el seguimiento esta esperanza se muestra poderosa, pues allí es posible comprobar sus virtualidades y experimentar su certeza.

Estas observaciones sobre la resurrección de Cristo, fundamento de nuestra esperanza, nos confirman en la imposibilidad de separar la esperanza de la gloria de las realidades del tiempo presente.

UTOPÍA y ESPERANZA

Interesa reflexionar sobre la relación entre utopía y esperanza, pues a pesar de sus elementos indiscutiblemente comunes (ambas se refieren al futuro, todavía no son, responden a las expectativas más profundas del corazón humano, encierran un juicio contra el mundo actual, impulsan a combatir lo negativo), a veces se tiende a oponerlas, so pretexto de que la utopía se refiere a la planifica­ción efectuada por el hombre con vistas al perfeccionamiento del mundo, y la esperanza es la expectación de una plenitud sin con­curso del hombre y proveniente sólo de Dios.

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Ahora bien, la esperanza cristiana no se limita a mostrar sus efectos únicamente después de la muerte. No permite que el hom­be descuide los asuntos mundanos, la organización de la sociedad y la preocupación por el recto orden del mundo: «Cristo obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propó­sitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin». Por eso, «la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo». Así se comprende que «el progreso temporal, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios» 23.

Desde esta perspectiva no se pueden oponer la acción divina y la humana, pues Dios siempre actúa a través del hombre, como muy bien ha sabido destacar la liturgia de la Iglesia: «Tú te rego­cijas, oh Dios, y tú prolongas en sus pequeñas manos tus manos poderosas; y estáis de cuerpo entero los dos así creando, los dos así velando por las cosas» 24. El hombre que espera, aún conside­rándose siervo inútil, es el que ha hecho lo que debía hacer (Lc 17,10). Sólo los que hacen lo mandado pueden considerarse sier­vos de Dios. Los que nada hacen, nada tienen que esperar.

La relación que establece Juan Pablo 11 entre justicia y miseri­cordia sería la que yo vería entre servicio y esperanza, entre respon­sabilidad del hombre y salvación de Dios. El Papa recuerda que la justicia no basta, pues ésta puede deformarse y terminar convirtién­dose en «ojo por ojo», y por eso se hace necesario recurrir a la misericordia 25. Pero este recurso a la misericordia sólo puede com­prenderlo quien ha intentado seriamente practicar la justicia, pues entonces se ha dado cuenta de sus limitaciones. De la misma mane­ra, esta esperanza confiada «contra toda esperanza» no la tienen los pasivos, los tranquilos, los que se cruzan de brazos. Tal esperanza

23 Gaudium et Spes, 38 y 39. 24 Himno de Laudes del domingo de la IV Semana. 25 Dives in Misericordia, 12.

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sólo nace cuando se han agotado todos los recursos, cuando uno se ha entregado hasta el fin, cuando uno se ha cansado y agotado sus fuerzas. Entonces nos damos cuenta de que somos siervos inútiles, de que sólo Dios es la roca de refugio. La esperanza sólo es de los que pueden exclamar, como Jesús: «Todo está cumplido» (Jn 19,30). Los que no han cumplido no podrán impedir que se realice el designio de Dios, pero ellos, en su abandono, no tendrán a quien clamar: «Mientras yo pensaba: en vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas; en realidad, mi derecho lo defendía el Señor, mi salario lo tenía mi Dios» (Is 49,4). La esperanza cris­tiana, al mismo tiempo que recuerda la finitud humana, espolea al hombre a cumplir con su deber.

Así pues, la esperanza cristiana se refiere a este mundo, es una promesa que llena ya de gozo en el presente y nos llama aquí y ahora a vivir y construir el Reino de Dios, pues tal esperanza se vive en el seguimiento de aquel que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos porque Dios estaba con él (Hech 10,38). La gran esperanza que Jesús suscita se anticipa en sus curaciones y milagros como signos del Reino futuro. Estos signos abren a una esperanza mejor y todavía por venir: «¡Dichoso el que pueda co­mer en el Reino de Dios!» (Lc 14,15).

Hay, por tanto, una relación y una mutua implicación entre la utopía secular y la esperanza religiosa. La esperanza es una virtud teologal. O sea, una actitud que nos une inmediatamente con Dios. Pero las virtudes teologales se viven ya en las condiciones de este mundo y suscitan una serie de mediaciones que hacen posible tal vivencia. La fe es un encuentro inmediato del hombre con Dios, pero no puede prescindir de las mediaciones antropológicas (la Escritura, la predicación eclesial, las mediaciones dogmáticas) 26.

También el amor a Dios se vive en la mediación ética: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1Jn 4,8; cf. 4,20). Igualmente, la utopía puede considerarse como la mediación antropológica de la esperanza.

Ahora bien, si el creyente sabe que no puede prescindir de las

26 Al respecto, mi aportación en Diez palabras clave en religión (dirigi­do por A. Torres Queiruga), Verbo Divino, Estella, 1992, sobre todo pp. 246-248.

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mediaciones, tampoco confunde ni identifica sin más lo teologal con lo histórico. Dicho más claro: el creyente reconoce que el amor de Dios actúa en la historia y se debe vivir en la historia, pero nunca confunde la salvación con los proyectos y aspiraciones de la historia. Tales proyectos pueden ser el punto de inserción del evangelio, pero también pueden escapar a sus exigencias de uni­versalidad, ausencia de discriminación y superación. En este sen­tido tales proyectos son ambiguos. El creyente debe confrontarlos con las exigencias del amor de Dios revelado en la cruz de Cristo. Todos necesitan ser iluminados por la luz del evangelio. Así, la fuerza del evangelio actúa para suscitar tales proyectos allí donde faltan, para rectificarlos en donde se desvían y siempre para ele­varlos con su suprema inspiración, lo que significa excluir toda discriminación, toda esclavitud, todo egoísmo, todo aquello que no se ordena a lograr más justicia, mayor fraternidad y un más huma­no planteamiento en los problemas sociales.

La salvación definitiva no debe entenderse como contrapuesta a las realizaciones mundanas, o como otra dimensión que se añade a la humana, como algo superpuesto, sino como la auténtica forma de ser de esta dimensión humana, que todavía se encuentra en camino y no ha llegado a ser plenamente 27. Por eso, cuando surge en el mundo una nueva realización de la libertad en medio de la angustia, de la opresión y de las condiciones de vida indignas del hombre, deben ver ahí los cristianos un anticipo terrenal de su esperanza. Y cuando en la lucha en pro de una mayor libertad aparecen también perversiones de la libertad, deben aprender a descubrir la dimensión trascendente de su esperanza; deben apren­der a reconocer que, por encima de los fragmentos de libertad que pueda ir recogiendo el hombre en la historia, su esperanza sólo se sacia en un mundo nuevo 28.

27 El reino de Dios es desarrollo y plenitud de 10 ya presente: «1os bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo ... volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados ... El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor se consumará su perfección» (Gaudium et Spes, 39).

28 Cf. J. MOLTMANN, Esperanza y planificación del futuro, Sígueme, Sala­manca, 1971, 343-344.

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Así, salvación y liberación, utopía y esperanza, no son dos reinos distintos, sino dos extremos que se ordenan al mismo fin. La liberación es el lado inmanente de la salvación. La salvación es el lado trascendente de la liberación. La salvación no es, pues, el consuelo trascendente de la opresión, sino todo lo contrario, el estímulo trascendente de la liberación aquí en la tierra. Es en el más acá donde se manifiesta la fuerza del más allá. La esperanza trascendente muestra su eficacia en la liberación del hombre pe­regrino aún en la tierra: en la liberación de la culpa y de todas las fuerzas inhumanas. El futuro que el cristiano espera estimula siem­pre su presente.

Lo ESPECÍFICO DE LA ESPERANZA CRISTIANA

Hemos indicado que la esperanza y la utopía tienen elementos comunes. Hemos dicho también que hay una mutua implicación entre ambas. Ahora debemos fijarnos en lo específico de la espe­ranza cristiana. Pues hay algo original que corresponde solamente a la esperanza cristiana y es su fundamento: la resurrección de Jesús, en donde Dios toma partido en favor de la verdad y la justicia, y manifiesta que su reino no lo paraliza ninguna frontera, ni siquiera la frontera de la muerte. La utopía sólo puede funda­mentarse en las añoranzas o posibilidades del hombre. El funda­mento y también el contenido de la esperanza no es primariamente el hombre, sino Dios y su reino. La esperanza cristiana, sin em­bargo, no sacrifica al hombre, sino que le permite ser él mismo. La esperanza va más allá de cualquier utopía porque tiene el fundamento más fuerte, aunque sólo sea perceptible desde la fe: la resurrección de los muertos.

Lo más original de la esperanza cristiana es la reivindicación de todo hombre, incluso del fracasado; más aún: sobre todo del fracasado. Y en esto se distingue de todos los proyectos humanos que siempre, de una u otra forma, están marcados por el egoísmo. y aunque a veces hemos empleado en vano el nombre del Dios que resucita los muertos como consuelo religioso de los pobres y tranquilizante de la conciencia de los ricos, no podemos responder

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a tal blasfemia con el silencio. Porque entonces dejaríamos a los pobres sin su defensor y haríamos a Dios cómplice de los opreso­res. Pues la triste realidad es que a los pobres «los tendremos siempre con nosotros» (Mc 14,7), no porque Dios lo quiera, sino porque nosotros lo queremos, porque preferimos nuestro egoísmo al mandamiento del amor.

Lo más propio de la esperanza cristiana, lo que le confiere toda su fuerza, lo que hace que ella sea más fuerte que todos los fracasos, lo que la afirma como más poderosa que la muerte, es que Dios tiene la palabra definitiva y que el destino del hombre está en manos de Dios y no en manos de los grandes de este mundo. Un poema de Kurt Marti 29 expresa lo más original de la esperanza cristiana:

Qué bien para ciertos señores que todo la muerte saldase, el señorío a los dueños, la servidumbre a los siervos confirmados para siempre;

qué bien para ciertos señores que en rico sepulcro privado siguiesen señores por siempre y sus siervos como siervos en baratas tumbas de serie;

mas una resurrección llega de otra muy de otra suerte, resurrección, pronunciamiento de Dios contra los señores y el señor de todos ellos: la muerte.

29 Citado por H. KUNG, ¿ Vida eterna?, Cristiandad, Madrid, 1983, 198.