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REVISTA TERESIANA Nº 288, septiembre 1896, pág. 349 LA VIRGEN MARÍA ES EL AMPARO DEL HOMBRE PECADOR 1 ¿Qué es el hombre? se preguntaba un agudo ingenio del siglo XVII. Y respondía con gracia: es un ser en el cual todo son extremos. Y con razón ciertamente. Pues si uno se contempla a sí mismo en el silencio de las pasiones, si observa atentamente su interior, descubre la mayor pequeñez con la más sublime grandeza; los fines más rastreros, las miras más interesadas a la par que las más elevadas aspiraciones. En su ingenio se trasluce algo de divino; en sus tendencias no poco de terreno; en su inteligencia brilla un luminoso rayo de la luz indefectible; y en su ignorancia revela suma cortedad y rudeza; en los senos de magnánimo corazón cierta inmensidad de deseos que asombra; y en las cosas que busca y pone el término de estos deseos una contradicción que espanta; semejante a esos restos de monumentos insignes, obra acabada del arte e ingenio, que al través de despreciables escombros se descubren algunos restos preciosos de su primitiva grandeza. Siempre vemos al hombre andar entre dos escollos peligrosísimos. Por un lado es sumamente inclinada a la exaltación y soberbia. De otra parte es tan débil y flaco, que, si a menudo no se le alienta y esfuerza con algún poderoso motivo, corre gran riesgo de desfallecer y perderse en los negros abismos de la desconfianza y desesperación. Desde la cuna al sepulcro lleva siempre impreso en su frente el sello de la debilidad y flaqueza, cual trepadora hiedra que si no encuentra un arrimo que la sostenga y la levante del suelo, no medra, y por fin muere a los pies de los transeúntes que la pisan. Tal es el hombre en su naturaleza caída, subiendo de punto su debilidad si se añade el peso de la culpa, si a su naturaleza caída agrega él la gravedad del pecado. Entonces se conoce débil en su interior y exterior y conoce más de cerca su flaqueza. Nada encuentra que le suministre fuerzas a su ánimo. Si mira a su interior, ve los efectos y estragos de su debilidad con toda su negrura; si vuelve los ojos a su exterior, se encuentra solo, sin ayuda, desprovisto por su culpa de la fuerza divina que recibía de lo alto. Pues ¿qué hará el mísero mortal al contemplarse en tan triste y desconsoladora situación? ¿Se entregará al desaliento y desconfianza? ¿Desesperará? Y si no, ¿dónde hallar una mano amiga y poderosa que lo levante del atolladero de la culpa, y reanime su espíritu cansado de lucha tan desigual, y decaído con tan encontrados embates? Alza tus ojos al cielo, hombre pecador, y contempla. ¿No ves a una hermosa Señora vestida del sol, calzada de la luna y orladas sus sienes de luminosas estrellas, cabe el trono del Dios de los poderíos? Pues, sábete que es María, el amparo de los débiles, el sostén de los flacos, la ayuda de los caídos, la Reina poderosa de los miserables. A Ella acude en todas tus cuitas, a Ella ruega en todas tus necesidades, y te sentirás fuerte en medio de tu debilidad, e invencible en tu misma flaqueza; porque María puede y quiere ampararte, protegerte y salvarte infundiéndote valor y ánimo para hacerte superior a ti mismo y a todos tus enemigos, porque María es el amparo del hombre pecador. Veámoslo. Hay una palabra tan llena de encanto, que encierra en sí tan dulces y consoladores recuerdos, que asoma a nuestros labios sin buscarla en medio de los peligros y que endulza de tal suerte los mayores sufrimientos que con razón fundada podemos llamarla palabra del corazón. Es la primera que aprendemos a pronunciar, la que nos acompaña toda la vida y en la muerte es la última que sale de nuestro corazón; palabra que con ser una lo es todo para todos, es lo que más gusta escuchar nuestro oído, lo que más repite nuestra boca, lo que más hace sentir a nuestro amante corazón; palabra que sonríe al niño en su cuna cuando balbuceando la expresa, que detiene al joven en sus desvaríos y que acompaña al anciano lleno de días y experiencia, como un dulcísimo recuerdo de la cosa más amable que ha podido observar en su larga peregrinación sobre la tierra; palabra en fin tan codiciada de los cielos y la tierra que no quiso verse de ella privado el mismo Dios, aunque para poder pronunciarla con realidad de verdad tuviese que obrar el más estupendo prodigio del poder de su brazo. Y esta palabra misteriosa es poder exclamar y decir: ¡Madre mía!!! Sí, porque el niño se alegra y es feliz con decir: Madre mía. Y el joven es bueno y piadoso mientras se acuerda y clama: Madre mía. Y el anciano llora de ternura como un candoroso niño al exclamar: Madre mía. El afligido se consuela en ver que aún puede 1 Discurso pronunciado en el Seminario de Barcelona en 25 de Febrero de 1864.

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REVISTA TERESIANA Nº 288, septiembre 1896, pág. 349

LA VIRGEN MARÍA

ES EL AMPARO DEL HOMBRE PECADOR1

¿Qué es el hombre? se preguntaba un agudo ingenio del siglo XVII. Y respondía con gracia: es un ser en el cual todo son extremos. Y con razón ciertamente. Pues si uno se contempla a sí mismo en el silencio de las pasiones, si observa atentamente su interior, descubre la mayor pequeñez con la más sublime grandeza; los fines más rastreros, las miras más interesadas a la par que las más elevadas aspiraciones. En su ingenio se trasluce algo de divino; en sus tendencias no poco de terreno; en su inteligencia brilla un luminoso rayo de la luz indefectible; y en su ignorancia revela suma cortedad y rudeza; en los senos de magnánimo corazón cierta inmensidad de deseos que asombra; y en las cosas que busca y pone el término de estos deseos una contradicción que espanta; semejante a esos restos de monumentos insignes, obra acabada del arte e ingenio, que al través de despreciables escombros se descubren algunos restos preciosos de su primitiva grandeza. Siempre vemos al hombre andar entre dos escollos peligrosísimos. Por un lado es sumamente inclinada a la exaltación y soberbia. De otra parte es tan débil y flaco, que, si a menudo no se le alienta y esfuerza con algún poderoso motivo, corre gran riesgo de desfallecer y perderse en los negros abismos de la desconfianza y desesperación. Desde la cuna al sepulcro lleva siempre impreso en su frente el sello de la debilidad y flaqueza, cual trepadora hiedra que si no encuentra un arrimo que la sostenga y la levante del suelo, no medra, y por fin muere a los pies de los transeúntes que la pisan. Tal es el hombre en su naturaleza caída, subiendo de punto su debilidad si se añade el peso de la culpa, si a su naturaleza caída agrega él la gravedad del pecado. Entonces se conoce débil en su interior y exterior y conoce más de cerca su flaqueza. Nada encuentra que le suministre fuerzas a su ánimo. Si mira a su interior, ve los efectos y estragos de su debilidad con toda su negrura; si vuelve los ojos a su exterior, se encuentra solo, sin ayuda, desprovisto por su culpa de la fuerza divina que recibía de lo alto. Pues ¿qué hará el mísero mortal al contemplarse en tan triste y desconsoladora situación? ¿Se entregará al desaliento y desconfianza? ¿Desesperará? Y si no, ¿dónde hallar una mano amiga y poderosa que lo levante del atolladero de la culpa, y reanime su espíritu cansado de lucha tan desigual, y decaído con tan encontrados embates?

Alza tus ojos al cielo, hombre pecador, y contempla. ¿No ves a una hermosa Señora vestida del sol, calzada de la luna y orladas sus sienes de luminosas estrellas, cabe el trono del Dios de los poderíos? Pues, sábete que es María, el amparo de los débiles, el sostén de los flacos, la ayuda de los caídos, la Reina poderosa de los miserables. A Ella acude en todas tus cuitas, a Ella ruega en todas tus necesidades, y te sentirás fuerte en medio de tu debilidad, e invencible en tu misma flaqueza; porque María puede y quiere ampararte, protegerte y salvarte infundiéndote valor y ánimo para hacerte superior a ti mismo y a todos tus enemigos, porque María es el amparo del hombre pecador. Veámoslo.

Hay una palabra tan llena de encanto, que encierra en sí tan dulces y consoladores recuerdos, que asoma a nuestros labios sin buscarla en medio de los peligros y que endulza de tal suerte los mayores sufrimientos que con razón fundada podemos llamarla palabra del corazón. Es la primera que aprendemos a pronunciar, la que nos acompaña toda la vida y en la muerte es la última que sale de nuestro corazón; palabra que con ser una lo es todo para todos, es lo que más gusta escuchar nuestro oído, lo que más repite nuestra boca, lo que más hace sentir a nuestro amante corazón; palabra que sonríe al niño en su cuna cuando balbuceando la expresa, que detiene al joven en sus desvaríos y que acompaña al anciano lleno de días y experiencia, como un dulcísimo recuerdo de la cosa más amable que ha podido observar en su larga peregrinación sobre la tierra; palabra en fin tan codiciada de los cielos y la tierra que no quiso verse de ella privado el mismo Dios, aunque para poder pronunciarla con realidad de verdad tuviese que obrar el más estupendo prodigio del poder de su brazo. Y esta palabra misteriosa es poder exclamar y decir: ¡Madre mía!!!

Sí, porque el niño se alegra y es feliz con decir: Madre mía. Y el joven es bueno y piadoso mientras se acuerda y clama: Madre mía. Y el anciano llora de ternura como un candoroso niño al exclamar: Madre mía. El afligido se consuela en ver que aún puede

1 Discurso pronunciado en el Seminario de Barcelona en 25 de Febrero de 1864.

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pronunciar: Madre mía. El débil se conforta con decir: Madre mía, y el pecador por fin se convierte, persevera y se salva si no se olvida de invocar a María inmaculada y decirla con corazón de hijo: Madre mía de mi alma, salvadme.

Por esto juzgo bastaría para hacer ver al alcance de todos que María es el amparo del hombre, con decir que es su Madre; y para demostrar que lo es en especial del hombre pecador, con enunciar que es Madre de misericordia; porque a la verdad, si bien se considera, nada puede compararse con la ternura y cuidadosa solicitud de una cariñosa Madre, nada que la iguale en prodigar atenciones y desvelos para procurar por los infinitos medios conocidos tan solo al amor de Madre, el mayor bien de sus hijos. Su instinto maternal la hace presentir de muy lejos los accidentes que pueden sobrevenirles, y al verlos suceder con dolor de su alma exclama con todo conocimiento: Ya me lo decía el corazón. Y esto porque era Madre y amaba con intensidad y este amor la hacía previsora con su objeto amado; siendo muy digno de notarse que como el amor vive y se fomenta con el sacrificio, más aman generalmente los padres a los hijos que mayores sacrificios les costaron, que más trabajos les hicieron sobrellevar. Ahora bien: María cuyo corazón maternal está cortado según el corazón de Dios, María que nos dio a la luz de la gracia en medio de las indecibles angustias y atroces tormentos del Calvario, ¿podrá mirar con indiferencia a sus hijos afligidos y flacos en este valle de lágrimas y desatender las súplicas y desoír los clamores de los que acuden a su valimiento reclamando protección y amparo en sus apremiantes necesidades? No se hable más de vuestra bondad, dice el melifluo Bernardo, si se encuentra una solo que habiéndoos invocado con confianza en medio de sus tribulaciones no haya sido socorrido, amparado de Vos.

Píntase el amor profano con los ojos vendados, para significar con eso cuán poco cuida de las necesidades de su objeto amado, puesto que no las ve; pero el amor divino de María, dice San Efrén, tiene por propiedad característica el estar lleno de ojos para ver y remediar las necesidades de sus hijos. María se anticipa en su misericordia y amor a alejar de nosotros con la omnipotencia de sus súplicas un sinnúmero de males que estaban por sobrevenirnos. María, como dice bellamente un ilustre poeta contemporáneo, es la que en las iras de Dios nos esconde, y le grita piedad al ir a descargar su brazo justiciero sobre el infeliz pecador; y Dios al oír la voz de su Madre bondadosa, desarmados su ira y enojo, se vuelve misericordioso y compasivo, y olvidándose de justa venganza responde por amor a María: piedad y perdón.

Figuraos, para comprender mejor lo que vamos tratando, un corazón amantísimo y en extremo compasivo hecho tan sólo para amar y beneficiar, no para aborrecer ni castigar; un corazón que conoce perfectamente todas las necesidades,, cuyos ojos están siempre atentos y sus oídos siempre abiertos para recibir las súplicas y los suspiros que se le dirigen de todas partes. Figuraos que asimismo están en manos de este corazón benignísimo y misericordioso a lo sumo todos los infinitos tesoros de gracia y favores de que puede disponer todo un Dios, y pregunto: ¿Habrá lágrimas que no enjugue, miserias que no socorra, debilidades que no fortifique y necesidades que completamente no satisfaga? Pues tal es el corazón sagrado de María, corazón el más amante de los hombres, porque son sus hijos y sabe muy bien cuán caros le cuestan; corazón lleno de caridad para con todos los mortales, pues que encerró en su seno nueve meses al Dios, cuya naturaleza, como dice San León, es bondad, y a quien la caridad movió a obrar graciosamente tan estupendas finezas; corazón en fin plenipotenciario de los infinitos tesoros de gracias del Rey del Cielo. ¿Y habrá alguno, por vil y miserable que sea, que no reciba los saludables influjos de esta bondadosa Madre, de este foco inmenso de calor y de vida? No, no, una y mil veces imposible. Discurramos uno por todos los tiempos, interroguemos a todas las generaciones pasadas y presentes y todas nos responderán con el profeta: Non est qui se abscondat a calore ejes. Porque el audaz navegante que en deshecha tormenta ve abrirse un bajel y presentarse a sus ojos el cuadro horroroso de una muerte inevitable, cuando asido a una astilla de su bajel que ya no existe y juguete de furiosas olas en medio de un mar sin costas, clama a María, entonces siente en su corazón el influjo saludable de su protección nunca desmentida. Y el valeroso soldado que camina en medio de la muerte entre los horrores de una sangrienta batalla, siente reanimar su espíritu y cobrar nuevas e inexperimentables fuerzas acordándose de la protección y manto de su omnipotente Madre María.

Y el infeliz moribundo que lucha con la agonía de la muerte a la violencia de un mal que el arte no sabe curar siente en su corazón renacer la esperanza y percibe un consuelo y dulce lenitivo de sus dolores con solo el recuerdo e invocación de María afligida.

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Y los niños y los jóvenes, el rico y el pobre, el justo y el pecador acuden, vienen todos en tropel a llamar a las puertas de este corazón de madre compasivo y todos se vuelven socorridos, ninguno olvidado; todos son atendidos, ninguno desairado.

Contemplo a veces (permitidme que os diga los gustos de mi corazón), considero, digo, el efecto sorprendente y arrebatador y el gozo indecible que inundaría un alma de celestiales dulzuras si subiendo a la altura de los tiempos pudiese abarcar de una sola e intuitiva mirada los rayos de benéficos influjos y celestiales gracias que ha dispensado y dispensa María a los míseros mortales, que emanan de su sagrado y misericordioso corazón, porque se desplegaría ante nuestros ojos asombrados el más vistoso panorama para un hijo que ama y se interesa en probar las glorias y bondades de su madre querida. Entonces veríamos cómo a la virtud y calor de estos rayos se derriten los montes helados de los corazones más empedernidos, y haciendo brotar de un duro corazón una lluvia de copiosas lágrimas de contrición, se forma en su alma el más hermoso arco iris de paz y reconciliación entre el cielo y la tierra, entre Dios y el pecador que se convierte a su Dios porque amaneció para él en el oriente de la gracia, María, nube divina de gracias para los pecadores, arco iris de paz entre el cielo airado y la tierra maldecida. Entonces y sólo entonces podría dignamente demostraros cómo la Virgen María es el amparo del hombre y en especial del hombre pecador, puesto que desde Oriente a Poniente, del Septentrión al Mediodía veríamos extenderse el manto benéfico de su saludable protección y aquí vivir por su intercesión el culpable que muchos estaría ya sepultado en el infierno sin esperanza ni perdón; allí convertirse el pecador más obstinado, porque en medio de sus abominaciones, se acordó de rezarla una pequeña devoción, y en todas partes, en todas edades y en todos y en cada uno de los individuos veríamos y reconoceríamos como en este lugar y en este momento cada uno de nosotros experimentamos y reconocemos en nosotros mismos, los efectos de sus bondades, los sentimientos compasivos de su corazón para con los hombres, pues como afirman los Santos, Dios ha querido para honrar a su Madre que todas las gracias del Cielo no desciendan a la tierra sin pasar antes por las manos de esta Virgen Inmaculada, porque Ella es la canal, el acueducto de las divinas gracias. Por esto, cuando el Demonio quiere conquistar para sí alguna alma, lo primero que hace es procurar que olvide la devoción a María, porque sabe bien por larga experiencia este astuto y jurado enemigo de su eterna salud que, una vez privada de la devoción a esta Señora, fácilmente y por sí misma caerá en sus manos rendida de miseria y sed de los bienes y goces temporales. Este fue el ardid de que se valió Holofermes para vencer y vender a la inexpugnable Betulia, cortar e interceptar los acueductos del agua para de esta suerte rendir por la sed a los que no hubiera podido conquistar por la fuerza, y he aquí una de las más poderosas razones que nos debe obligar a aumentar siempre en intensidad en el amor y servicio de María.

Y notad una observación que hacen los Santos, la más consoladora para el corazón del pecador, y es que Dios si no se le estorbase su santidad y sabiduría, si se dejase llevar de solos los impulsos de su misericordia infinita, todos se salvarían, nadie se perdería, y reservándose para sí la justicia cedió el uso de la misericordia a María. Es pues, María toda misericordia, toda protección para el pecador. No, en ella no hay la justicia que ponga medida a su clemencia porque la justicia se la ha reservado el hijo. No encontraremos en ella severidad, no enojo, justicia, sí solo bondad, solo gracia. ¿Quid ergo, diré con San Bernardo al pecador, ad Mariam accedere formidas? ¿Acaso, pecador, temes acercarte a María por la multitud de tus miserias? Pues sabe que ellas son el título que más derecho te da a su protección y clemencia, porque cuanto más miserable, tanto más necesitado, y cuanto más necesitado, más acreedor a que te socorra, pues callando tú dan voces tus miserias al corazón compasivo de María. ¿Pues que no es María la Reina y Madre de misericordia? ¿Y quiénes son los hijos y vasallos de esta Reina Madre sino los miserables? Sí, puedes decirle con confianza humilde al acercarte a suplicar a los pies del trono de su infinita grandeza: Acordaos, Señora, que mi vileza os ha proporcionado esa tan augusta grandeza, que mi caída os ha levantado a tan alta dignidad y que mi miseria ha motivado tan inmensas riquezas, puesto que si no se hubiera pecado, ni vos hubierais tenido el singular privilegio de ser Inmaculada, ni la infinita honra de ser Madre de Dios redentor. No os olvidéis, pues, que esa dignidad y esas riquezas y esos inmensos tesoros no se os han dado exclusivamente para Vos, sino también para nosotros pecadores. Míos son esos dones, mía esa dignidad, mío ese valimiento.

¿Temes acaso que al llamarla tu Madre te diga con enojo: si tú eres mi hijo, dónde está mi honor? Marcha de mi presencia; no te conozco. Ah, no, pecador, no temas que tal suceda; olvidadas serán tus iniquidades y sólo te reconocerá por su hijo: el pensarlo sería una grave injuria a su amantísimo corazón. Acércate con confianza al trono de la misericordia que es María y no temas ser desechado. ¿No ves que esos impulsos, esos pensamientos y deseos de

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acudir a su protección son gracias con que te previene su corazón compasivo? ¿No reconoces que esas son inspiraciones que te envía su amor? Arrójate, pues, en brazos de tan bondadosa y amante Madre; sabrás entonces por experiencia lo que ahora he intentado probar con la razón; probará conmigo, y mejor que yo lo he hecho, que María es el amparo del hombre pecador. Gustate et videte.

ENRIQUE DE OSSÓ

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REVISTA TERESIANA Nº 292, enero 1897, pág. 97

DEL AMOR A JESUCRISTO

De una obrilla que empezó a escribir estando en Roma, y la dejó sin terminar nuestro querido y malogrado Director D. Enrique (q. e. p. d.), publicamos unos fragmentos inéditos, que, estamos seguros de ello, van a leer con grandísimo consuelo nuestros lectores.

De todas las cosas y de todos los mandamientos, lo único necesario es el amor de Dios, el amor de nuestro Señor Jesucristo. El que ama a Jesucristo, cumple los mandamientos y se salvará; el que no le ama, será anatema, condenado eternamente. Por esto hemos de pedir siempre y en todas las cosas pretender este amor y la perseverancia en él. Esta es la gracia de las gracias, y sin la cual todas las otras gracias se convertirían a la postre en desgracias eternas. A alcanzarla se dirige esta Novena. Hagámosla muchas veces, y si posible fuera continuamente, ya que el amor a Jesucristo con el Padre y Espíritu Santo, ha de formar y sólo puede formar nuestras delicias verdaderas en el tiempo y en la eternidad. Empecemos acá a vivir verdaderamente de Aquella vida de arriba Que es la vida verdadera, como cantaba nuestra Seráfica Madre Santa Teresa de Jesús, que vivió y murió de amor divino, a quién ponemos por especial intercesora para alcanzar esta gracia de las gracias, el divino amor. Amén.

AMEMOS A JESÚS PORQUE ES INFINITAMENTE AMABLE Atiende tú, cualquiera que leas estas reflexiones o librito, y entiende que nuestro corazón está creado para amar. Así como el sol está creado para alumbrar y el fuego para calentar, así el corazón humano está creado para amar. Sólo amando puedes ser feliz. Amor meus pondus deum. Es este amor nuestro peso, nuestro centro, y siempre tiende a él: no lo puede evitar. Dale riquezas, dale honores, dale gloria, dale deleites a tu corazón; si no le das amor, siempre gemirá y será infeliz, porque todas las cosas tienen su fin, y sólo alcanzando este fin, tienen paz y felicidad, y el fin de nuestro corazón es el amor: Amar y ser amado. Pero atiende bien lo que amas, porque serás tú como fueren las cosas que amares: si amas el cielo, serás celestial; si la tierra, terreno; si mas la virtud serás virtuoso, si el vicio, vicioso. Si amas, en una palabra, a Dios, a nuestro Señor Jesucristo, serás divino, santo, perfecto; y si amas el pecado, pecador, demonio, malvado, perverso. Amemos, pues, a Nuestro Señor Jesucristo, porque merece ser amado. Todas las razones del amor puro están en Él. Porque todo lo que es bueno y bello es amable: y lo que es infinitamente bueno y bello, es infinitamente amable, necesariamente amable. Jesucristo es este amable infinito, esta belleza infinita, no sólo por nuestra alma, sino también por nuestros sentidos, por nuestro cuerpo, porque en Jesucristo habita la plenitud de la divinidad corporalmente; y así reúne todas las perfecciones divinas y humanas, creadas e increadas, espirituales y materiales, absolutas y relativas, y puede, y sólo Él puede llenar, no solamente los senos inmensos de amor de nuestra alma, de nuestro corazón, sino también saciar nuestras pasiones, satisfacer nuestros sentidos: esto es, hacer la perfecta felicidad de nuestras almas y de nuestro cuerpo… E. de O.

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REVISTA TERESIANA Nº 298, mayo 1897, pág. 244.

NUESTRA SEÑORA DE MONTSERRAT

A SUS HIJOS

Viajando por los aires, hijo mío, desde Éfeso (Asia) a España, llevada por manos de Ángeles, para tomar posesión de nuestra patria, fijando mi planta inmaculada en Zaragoza, y entregando mi efigie y pilar al glorioso Apóstol Santiago, que estaba orando con sus discípulos en la orilla del Ebro en Zaragoza, divisé la singular, rarísima y única montaña del globo terráqueo, denominada antiguamente Mons Ceils, Gis Taus, y finalmente Montserrat, y prendada de su belleza y rareza sin igual, quise escogerla para mi trono de gracias, para mi trono de gloria, para mi paraíso en la tierra. Mas como debía subirme a los Cielos en cuerpo y alma, y no pudiera ocupar dicho trono con mi presencia corporal, quise y dispuse que mi siervo y secretario San Lucas, diestro en el arte de pintura y escultura, hiciese una copia viva, una agraciada imagen en madera con mi Hijito Jesús, para que en mi representación ocupase hasta la fin de los siglos el trono de mi gloria, que yo mismo me había elegido entre todos los montes del orbe. Y así se hizo, y los Apóstoles trajeron desde Jerusalén a España (Barcelona) tan agraciada imagen, y allí se le dio culto, en los primeros siglos, en la iglesia de San Justo, hasta que, escondida en la cueva del Montserrat, por librarla de los insultos de los moros, volvió a brillar en 880 sobre este monte, sin que desde entonces su claridad se eclipsara, sin que dejara su trono de Montserrat, ni lo dejará hasta la consumación de los siglos. Mil años de paso que mi imagen ocupa mi trono de Montserrat. Bien estoy aquí, yo que soy Reina de cielos y tierra y Señora de los mundos, en mi trono de Montserrat. Desde allí, en el corazón de Cataluña, vigilo mi patrimonio y mi reino que es España, y recibo homenajes de todas las generaciones y de todos los siglos. A la manera que se coloca sobre el trono de los reyes donde ellos no están, una efigie, un cuadro que los represente en los días de sus solemnidades, y allí reciben en su imagen los homenajes que reciben personalmente en la corte; así, hijo mío, recibo de mis hijos en este monte, en mi incomparable imagen, los homenajes que recibo en persona en los Cielos por los Ángeles y bienaventurados. ¡Felices los que se acercan a este trono! ¡Más felices los que forman su corte, día y noche, y son sus predilectos vasallos, sus servidores más íntimos! ¡Oh, cómo se verán llenos de las gracias de esta reina de la gloria! El profeta Isaías nos exhorta a que nos acerquemos al trono de la gracia cum fiducia, con confianza. Las gracias de Dios debían descansar sobre un trono antes de derramarse sobre la tierra y sobre los hombres, y nadie mejor que yo pudo hacerlo, hijo mío, porque descansó en mí el que me crió, como en su tabernáculo. Dios, autor de toda pureza y santidad, más aún, la misma pureza y santidad, no podía descansar sobre la tierra, porque toda estaba manchada por el pecado. Sólo mi alma y mi cuerpo, hijo mío, fueron el punto inmaculado donde el Señor pudo descansar y hallar sus delicias, porque los otros corazones éranle lugar de tormentos. Para contener la suma pureza y santidad increada, claro aparece que sólo era digna y podía hacerlo la criatura más pura, cual soy yo, María, sola inmaculada, sola primogénita. Además, debía ser bastante fuerte para sostener con gloria todo el peso de un Dios, de una Majestad infinita, y evidente es que sólo María, fortaleza de Dios, sin las debilidades, flaquezas y miserias de las otras mujeres, podía ser elegida para sostenerle. En mis entrañas virginales el Verbo de Dios tomó carne; en mi seno al Verbo de Dios yo le llevé encerrado nueve meses; yo le sustenté con mi leche, yo le llevé en mis brazos, yo le sostuve más tarde en su trono de la divinidad y humanidad, matando todas las herejías del universo mundo que querían derribarle de su trono de la fe de Dios y hombre verdadero. Yo, María, trono de Dios, es quien le ha sostenido en este lugar. Por esto me gozo en Él, porque yo sola he destruido, he dado muerte a todas las herejías y a sus tiros y asaltos, que querían derrocar de su trono al Hijo de Dios e Hijo mío, pues habitó nueve meses en el trono de mi seno, y toda mi vida en mi corazón y en mi alma por la fe, la esperanza y el amor. Acércate, pues, con confianza, hijo mío, al trono de mi misericordia. No temas; soy tu Madre, y Madre que te ama con sumo y constante amor. Mira, hijo mío, que tanta gloria no se me ha dado sino para

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poder favorecer mejor a mis ojos, hijos de Dios e hijos míos de mi alma, hijos míos de mi corazón. ¿Qué temes, pues, hijo mío? ¿Acaso tus pecados, los remordimientos de tu corazón, los enredos de tus pasiones? Pues acércate con confianza, que aquí estoy en este trono de gracias, para ayudarte y para salvarte. Acércate, hijo mío, contémplame en mi agraciada imagen… mírame y tórname a mirar… ¿no sientes renacer en tu pecho la esperanza, la calma, el perdón? Soy tu Madre y Madre misericordiosa, ¡qué temes! Invócame con confianza, y recobrarás la paz perdida, el perdón que deseas. ¡Cuántos millares de almas han recobrado la paz y la gracia en este santo templo, delante de mi hermosa imagen! ¿No ves? Si mi imagen de Montserrat así cautiva los corazones, así habla a las almas perturbadas y les inspira la confianza y el amor, ¿qué no haré yo desde el cielo, que al fin y al cabo por bella que sea mi imagen es sólo una añagaza de Dios? Invócame, dime: Mostrad, que sois mi madre, oh María; rogad por mí ahora, sí, ahora, para que mi corazón confiese sus pecados y se convierta y viva en la hora de mi muerte, para que se salve y vaya a cantar en vuestra compañía eternamente las misericordias del Señor. Amén. + ENRIQUE DE OSSÓ, Pbro.

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REVISTA TERESIANA Nº 298, mayo 1897, pág. 266

¿QUÉ ES MONTSERRAT?

Montserrat es la reina de las montañas de España. Situada a unos 35 Kilómetros al NO. de Barcelona, con la cual la une el ferrocarril, y a la derecha del río Llobregat que besa sus pies, tiene de circuito unos 22 kilómetros, y se eleva a unos 1.452 metros del nivel del mar. No hay otra igual en el mundo, ni siquiera parecida. Formada de rocas altísimas y ásperas en forma de conos, excita su caprichosa y variada silueta la imaginación, con mil figuras raras y fantásticas que parecen representar reyes, monjes, caballos, castillos, escolanes, gigantes, etc., etc. Están formadas sus rocas de piedras calizas, redondas, rojas, amarillas, pardas y de color de carne, conglutinadas con un betún natural. En conjunto presenta su planta oblonga y poligonal y aislada completamente de las sierras que la rodean, la forma de inmensa nave, cuya proa está en casa Massana, y la popa en la cueva de la Virgen al E. o una diforme saeta. Hay como una serie de gradas escalonadas de abajo a arriba. El Monasterio está próximamente a la mitad de la montaña a unos 887 metros sobre el nivel del mar. Lo que más admira en esta montaña, - dice un escritor,- es que siendo tan áspera y llena de peñascos, crecen entre ellos mil variedades de flores y silvestres clavelinas, violetas y narcisos; y entre las apesgadas rocas, odoríferas y saludables yerbas, cordiales raíces, acopados o frondosos árboles con frescas y apacibles plantas, haciendo de toda aquella montaña un grandioso jardín o deleitable y fresca floresta. No solamente se halla esto en los lugares bajos y profundos valles donde se descubre alguna poca tierra, más también de las macizas y apretadas breñas salen diferentes colores de margaritas, mosquetas y extendidas yedras, que con sus brazos ciñen estrechamente las encumbradas y altas peñas. Efectivamente; ni en las lomas más descarnadas hay hueco o resquicio que no produzca su árbol o arbusto, su yerba o su liquen musgoso. Allí donde puede desarrollarse la vegetación, crecen espontáneas, según el sitio, más de doscientas especies de plantas; siendo las principales el pino, el madroño, tres diferentes enebros, dos especies de encinas, boj, tomillo, brezo, romero, espliego, abrótano, etc., el trébol fétido, el esmilax de Andalucía y Navarra en la cima, y sobre todo el boj, con cuya madera se elaboran varios objetos. Casi todas estas plantas son medicinales y de especialísimas virtudes, muy poco conocidas. La espontaneidad de estas plantas inspiraron a un poeta los siguientes versos: Sin agua y sin semilla y tierra poca, Árboles, matas, yerbas, lindas flores, Visten las peñas de alegría loca, Sin que el Agosto ofenda sus verdores. Milagro es cuánto el hombre en ella toca, Obra son de los cielos sus primores, Que aquí, como es María la Hortelana, Medran las plantas sin industria humana.

La salubridad de esta montaña es tal, que según cálculos de persona inteligente, la vida de los religiosos es por término medio de más de 72 años. + E. DE O.

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REVISTA TERESIANA Nº 300, 1º junio 1897, pág. 293.

LA TÚNICA DEL SALVADOR

No hace mucho tiempo se suscitó una discusión entre la iglesia de Argenteuil y la catedral de Tréveris, pretendiendo ambas poseer la verdadera túnica que Jesucristo llevó al Gólgota el día de la Crucifixión. León XIII había encargado a Mons. Goux, Obispo de Versalles, que hiciera todo género de investigaciones, a fin de averiguar si la santa vestidura estaba en Tréveris o en Argenteuil, y dicho Prelado acaba de escribir una luminosa Memoria en la que está resuelta la cuestión de una manera clara y que no deja lugar a dudas. El sabio Prelado garantiza, en vista de los numerosos documentos históricos que examinó, la autenticidad de la túnica de Tréveris, sin excluir la de Argenteuil; son dos túnicas distintas. La de Argenteuil es una vestidura que el Salvador llevaba adherida al cuerpo; y la otra, la de Tréveris, la que tenía por costumbre llevar encima de los otros vestidos. Mons. Goux dice que en la de Argenteuil no se encuentra señal de costura alguna. Su color es de un rojo violeta, y el tejido, examinado atentamente por los directores de la célebre fábrica de Gobelinos, ha resultado ser de lana, mientras que el de la de Tréveris es de materia vegetal. Sobre el tejido se ven grandes manchas negruzcas a la altura de la espalda y de los riñones; resultando clara y evidentemente, después de un largo y minucioso análisis químico, que eran de sangre humana. La Memoria termina con varias consideraciones y pruebas de carácter religioso.

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REVISTA TERESIANA Nº 308, diciembre 1897, pag. 85.

CURACIÓN MARAVILLOSA

¡GLORIA A LA SANTÍSIMA VIRGEN NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN!

Así nos hemos sentido impulsados a exclamar, al leer la relación de una curación maravillosa, que se nos ha mandado para publicarla en este Revista. El hecho no puede ser más edificante y conmovedor. Nuestros lectores experimentarán, al leerla, el consuelo que nosotros hemos sentido, y no podrán menos de bendecir el portentoso poder y las misericordias sin número de la gran Madre de Dios. Dice así: “En la calle de San Felipe, de San Gervasio, vive con su padre la Srta. Dª Carmen Viltró, la cual en el año 1887 tenía ya la salud sumamente delicada; y habiendo en Enero de 1891 perdido a su querida Madre, a la cual amaba con delirio, con su profundo dolor acudió a la Santísima Virgen del Carmen y la suplicó diciendo: “ya veis que he perdido a mi madre; tomadme, pues, vos por hija vuestra, oh Santísima Virgen, ya que yo también os he amado como una verdadera hija”. A los tres días del fallecimiento de su madre, Carmen no pudo levantarse de la cama, y tuvo una gástrica que le duró tres meses. Al probarse a levantar la sentaban en un sillón, y al poco rato ya se veía precisada a volver a la cama. El 27 de Febrero del presente año recibió los Santos Sacramentos de penitencia, Viático y extremaunción. Durante la enfermedad varias personas le hablaban de infinidad de remedios, a los cuales ella decía: En tantos años que estoy enferma, ¡cuántos médicos ya me han visto! y tampoco me han curado: si la Santísima Virgen del Carmen quiere que me cure, sin necesidad de ningún remedio me curaré. Llevada de su devoción y confianza, del día 6 de Julio empezó una Novena juntamente con la Hermana que la cuidaba, Sor Catalina Lluch, Sierva de María, pidiendo a Dios que, o le concediese una buena muerte, o la salud, si le convenía; después de ésta, empezó otra Novena, que acabó después en acción de gracias. El día que empezó la primera Novena dijo, que hasta pasada la festividad de la Virgen del Carmen, no quería ningún remedio; y tanto fue así, que aunque el Sr. Médico la recetó un elixir, en vez de comprarlo, de su importe mandó que fuesen a buscar cirios para la imagen de la Virgen que se venera en su casa. En la víspera de la Santísima Virgen del Carmen adornaron con flores la imagen, como ella acostumbraba hacerlo los años anteriores, y al enseñárselas, cogió una de ellas, que no pudo sostener con la mano, por lo cual dijo: ahora sí que veo que he perdido enteramente todas las fuerzas; lo que verdaderamente era así. En este día empeoró mucho y pasó la noche en estado gravísimo, pensando todos que se moría. A las siete de la mañana, dos hermanas que fueron a verla le trajeron algunas flores para la Santísima Virgen: una de ellas al verla tan grave, le dijo: ya puedes estar contenta: antes de la noche la Santísima Virgen ya se te habrá llevado al Cielo. Carmen se sonreía dulcemente, pues nunca le impresionaba el hablarle de la muerte. A las once fue a verla la Madre Superiora de las Siervas de María, de Sarriá, llamada Sor Esperanza Miquel, la cual le dijo: vengo un momento, llevo mucha prisa; al pasar el tranvía me iré. Lo cual no fue así, pues sin duda la Santísima Virgen había dispuesto otra cosa. Debía querer que presenciase el acto solemne. Mientras la Superiora estaba con la enferma, subió una amiga de ésta y le dijo: tienes la imagen de la Virgen arreglada. ¿Quieres que te bajen a verla? Palabras que, según ésta ha referido, las dijo sin saber por qué, pues atendido el estado de gravedad en que se hallaba, no eran propias de aquel momento. La Superiora añadió: Sí, buen ánimo: yo la bajaré, (pues la enferma estaba en el entresuelo y la imagen de la santísima Virgen en la planta baja). La enferma contestó: “no, es imposible el que me muevan; tengo un dolor tan fuerte en el pecho, que no lo puedo resistir”. Pero la Madre Superiora, como sintiendo alguna inspiración, dijo que a todo trance la había de bajar a ver la santísima Virgen. Así es que la asentó en la cama, y con la ayuda de dicha amiga, pusiéronle el vestido con mucho trabajo, pues su cuerpo estaba tan caído como si estuviese muerto. La Superiora la cobijó en sus brazos como a una niña, y llevándola delante de la Santísima Virgen, se sentó llevando a la enferma. Esta miró fijamente a la Santísima Virgen unos tres minutos, y estando así, le dio un ataque tan fuerte, que se quedó como muerta. Después de doce o quince minutos, de repente se levantó por sí misma, y como si fuese a arrojarse sobre la Santísima Virgen, le dijo: “¡Madre mía de mi corazón! Madre mía…ya estoy bien…no tengo enteramente nada…estoy

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bien…Déjenme ir…”. Luego se arrodilló, oró, se puso a andar por toda la casa, tan bien, como si nunca hubiese estado enferma. Y decía alegremente: “me parece imposible lo bien que tengo la cabeza; pues tanto tiempo que no la había podido sostener con aquel dolor del pecho que no me dejaba un momento, y ahora no me duele absolutamente nada. Aquella voz tan apagada que tenía, de suerte que apenas se me entendía, y padeciendo lo indecible por hablar sólo las cosas precisas, se trocó de repente en una voz tan clara como nunca la haya tenido”. A la hora de comer se sentó a la mesa y comió con apetito, como si no hubiese estado enferma. Después de comer escribió dos cartas, y toda la tarde estuvo hablando con unos y otros. Todos los que sabían lo que había ocurrido, iban a verla. No se acostó hasta las once, sin hallarse cansada ni mareada por tanto como había hablado. “Me encuentro bien como nunca haya estado”, repetía Carmen. Al día siguiente a las siete de la mañana, ya se levantó, lo mismo que si no hubiese estado enferma, encontrándose con todas las fuerzas que en el expresado momento recobró, como si estuviese muy robusta. A la hora presente continúa bien de salud”. Así termina la sencilla y candorosa relación que de lo sucedido se nos ha mandado. Para autorizar y confirmar este hecho, el médico de cabecera de la enferma ha librado una certificación, que, suprimidos tres párrafos, en donde se hace el completo diagnóstico de la enfermedad, dice así: “D. Antonio Rodríguez y Rodríguez Morini, Doctor en Medicina y Cirugía y antiguo médico del Hospital de la Santa Cruz de Barcelona. CERTIFICO: que la señorita Dª Carmen Viltró, a quien vengo prestando mi asistencia facultativa desde hace muchos años, ha venido sufriendo por espacio de muchos meses, una afección de origen nervioso, caracterizada por multitud de síntomas que afectaban a la mayor parte de los sistemas orgánicos, dando lugar a que se creyera en la existencia de varias enfermedades, que por la forma que revestían y por los sufrimientos que ocasionaban a la enferma, condujeron a ésta a una situación verdaderamente grave. Todos estos síntomas, comprobados por varios Facultativos, se mostraron rebeldes a toda medicación que, aparte de la sintomática, consistió en el uso de los polibromuros a altas dosis, y fueron acentuándose hasta el extremo de llegar a determinar la formación de un pronóstico grave, pero con sorpresa de todos los que asistían a la enferma, el día diez y seis de Julio del corriente año desaparecieron súbitamente, dejando la enferma de presentar manifestaciones morbosas y pudiendo, desde aquel día, dedicarse a sus quehaceres habituales sin experimentar la menor fatiga física, comiendo bien, dirigiendo bien, no tosiendo, no sufriendo ningún acoso febril ni nervioso, no arrojando sangre y no presentando, en una palabra, ninguna alteración que acuse la existencia de un estado morboso. Desde la indicada fecha en que desaparecieron todos los síntomas, he tenido ocasión de ver varias veces a la señorita Viltró continuando, como hoy día, en perfecto estado de salud. Y para que conste donde convenga, a petición de los interesados, firma la presente en Barcelona (San Gervasio), a quince de Octubre de mil ochocientos noventa y siete.- DR. ANTONIO R. Y RODRIGUEZ-MORINI”. X.

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REVISTA TERESIANA Nº 314, junio 1898, pág. 268.

SANTA TERESA EN ESCENA

Fue espléndido, sobre toda ponderación, el homenaje que tributaron los ingenios españoles contemporáneos de Santa Teresa de Jesús en loor y obsequio de esta excelsa poetisa, gloria de su siglo y ornamento insigne de nuestra Patria. Su heroica y santa vida fue al efecto fecunda en acciones memorables, dignas de ser esculpidas en mármoles y bronces, y de ser glosadas y enaltecidas en la lengua sublime de los dioses. Por eso, antes de que la Iglesia, canonizase su celestial sabiduría y maravillosas virtudes, de todos los ámbitos de la Península subió a los cielos un himno armonioso en honor de la Virgen abulense; celebráronse de súbito fiestas literarias en la corte y en provincias, y de todas partes acudía solícito el poeta español con los partos felicísimos de su ingenio. Cervantes ensalzó en armoniosas estancias líricas los deliquios ardorosos y fervientes éxtasis de la virgen de Castilla; Calderón cantó la peregrina hermosura de aquella flor que embalsamó con la fragancia de su aroma el monte Carmelo; Leonardo de Argensola y Juan de Jáuregui, el felicísimo traductor de Aminta, entonaron un himno nupcial al matrimonio espiritual de la mística doctora; la fervorosa poetisa sevillana Sor Francisca de Santa Teresa, heredera de la inspiración de la insigne fundadora de su Convento, cantó con entonación robusta y fogosa la Transverberación de su santa madre, y Villegas, y Medrano, y Montalbán, y Guillén de Castro, y López de Zárate, y el Conde del Basto, y Fray Bernardo del Castillo, y cien otros ingenios más ensalzaron a porfía el temple varonil del espíritu de Teresa de Jesús, las poderosas energías de su alma, los destellos de su soberana inspiración, el fervor de sus poesías, su acrisolada virtud y ciencia altísima, su heroica vida y santa muerte, su fama y su gloria… Dijérase que la poesía castellana fue entonces arpa eólia cuyas cuerdas de oro, heridas por el soplo de divina inspiración, vibraban celestes armonías en loor y gloria de la Reformadora del Carmelo. La musa juguetona y humorística se complacía y recreaba en fingir y exornar anécdotas y donaires de gracia culta y jovial, la lira prorrumpió en sonoras y melodiosas estrofas, la trompa épica llenó los ámbitos de Iberia con sus sones graves y armoniosos, y hasta el teatro se cubrió de gloria al presentar en la escena española la figura de la estática virgen que hoy llena al mundo con la fama de su nombre (1). Dedicáronse por aquel entonces los dramaturgos españoles a componer dramas a lo divino, comedias de santos, loas y autos sacramentales; uno de los que con más fervor y éxito cultivaron este género sagrado, fue el Fénix de los Ingenios, el poeta más fecundo del orbe, autor de numerosas comedias de santos, algunas de relevante mérito y dignas de su estro soberano. Este excelso poeta, no contento con haber enaltecido la imperecedera memoria de nuestra Santa y de haber formado en cierto modo la corona poética que los ingenios españoles dedicaron a la poetisa castellana, quiso honrarla de un modo aún más brillante escribiendo una Famosa Comedia titulada La Bienaventurada Madre Teresa de Jesús. En honor de la verdad, la Famosa Comedia no añadió lauro alguno al inmortal dramaturgo, pues desgraciadamente esta comedia pertenece al número de aquellas otras acerca de las cuales dijo el mismo Lope: “Y más de ciento en horas veinticuatro Pasaron de las Musas al teatro”. pero esto nada empece a su ilustre fama, pues lo que pierda en prez y gloria el poeta español, gánalo con creces el entusiasta y ferviente teresiano Estoy seguro que al escribir su Famosa Comedia no aspiró a conquistar nuevos laureles; ¿para qué, si había ceñido ya cien veces a sus sienes el inmarcesible Laurel de Apolo…? Lo que anhelaba ansiosamente el Fénix de los Ingenios era popularizar la memoria de su esclarecida protagonista, sublimar con la magia del estilo dramático sus estupendas acciones y grabar en la fantasía y en el corazón de nuestros mayores con caracteres de luz y

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de fuego la radiante imagen de nuestra Santa; tal era el fin altísimo que se propuso el dramaturgo español. Y no hay duda que debió de conseguirlo: porque es bien seguro que el numeroso público que aplaudía frenético los inmortales dramas de Lope de Vega acudiría al teatro a presenciar la Famosa Comedia, y al presentarse en escena la Bienaventurada Madre Teresa de Jesús batiría palmas con delirante entusiasmo , y ese entusiasmo delirante crecería por grados en el curso de una acción complicada, interesante y maravillosa por demás, al ver a una joven que en aras de su pureza ofrece a Dios el holocausto de una hermosura extraordinaria vivamente codiciada por dos gallardos, apuestos y arrogantes mancebos; al verla, una vez holladas valerosamente las vanas pompas del siglo, vestirse las tocas monjiles, y arder en deseos fervientes de propagar la gloria de Dios hasta los confines del orbe; y subiría de punto la admiración del público al verla – después que un Serafín atravesara con ígneo dardo su corazón- revestirse de fortaleza lo bastante para luchar y reluchar con invencible denuedo contra todas las potestades de la tierra y del infierno, y erigir en nuestro suelo numerosos conventos, pregoneros de su poder taumatúrgico, que eran a la par insignes trofeos de sus brillantes y señaladas victorias; y finalmente, coronaría con espléndida ovación la sagrada comedia al ver morir a la monja andariega en su pobre celda, víctima del amor divino, más bien que del ardor de la fiebre, al pie de aquel árbol estéril que en pleno otoño vióse, de súbito, adornado con primaveral eflorescencia. Y después de presenciar todo este maravilloso conjunto de virtudes y prodigios, enaltecido en cadenciosas y bien acordadas estrofas, el público saldría lleno de admiración hacia su ilustre compatriota, llevando indeleblemente impresos en su mente y en su corazón los rasgos más geniales y característicos de la santa fundadora. ¿Qué importa, pues, que la crítica encuentre en la Famosa Comedia defectos, que por otra parte son anejos a toda obra humana, que haya algunas inverosimilitudes y errores cronológicos, y escenas frías, sin movimiento ni acción, y rasgos propios más bien del púlpito que del teatro, y el estilo sea a veces desmayado y prosaico? Todos esos defectos y cien más que encuentre el crítico displicente en una obra escrita hace tres centurias para solaz y aprovechamiento espiritual más bien que artístico de un pueblo creyente y devoto, no aminora en modo alguno el mérito a que se ha hecho acreedor el portentoso numen de Lope de Vega al santificar el proscenio español, haciendo desfilar por nuestro grandioso teatro a la Bienaventurada Madre Teresa de Jesús. X. (1) Son innumerables las composiciones del género lírico que se presentaron en los varios torneos literarios que se celebraron en honor de Santa Teresa; del género heroico se publicaron poemas tocados del culteranismo que comenzaba ya a hacer grandes estragos en el Parnaso Español; es digno de honrosa mención un poema épico titulado El Caballero de Ávila por la Madre Teresa de Jesús, impreso en Zaragoza en 1623; fue su autor el Presbítero Juan Bautista Felices, ensalzado por Lope de Vega en El Laurel de Apolo; por último, del género dramático a más de la Famosa Comedia – que antes se creía escrita por Vélez de Guevara y hoy es unánimemente atribuida a Lope de Vega Carpio – escribióse otra comedia titulada Santa Teresa de Jesús, por D. Juan Bautista Diamante, escritor ilustre que brilló en la segunda mitad del siglo XVII.

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REVISTA TERESIANA Nº 315, julio 1898, pág. 293.

EL CORAZÓN DE JESÚS

Y

EL CORAZÓN DE SANTA TERESA

¡El Corazón de Jesús y el Corazón de Santa Teresa! he ahí dos corazones que laten y palpitan a impulsos de un mismo sentimiento; dos corazones enardecidos por una misma llama de amor; dos corazones que reflejan idéntico simbolismo en sus afectos y sentimientos, en sus tristezas y alegrías, en su amor inmenso y en su dolor sin límites… Desde que el discípulo amado reclinara su frente, agobiada por tristes presentimientos sobre el Corazón divino de Jesús y pusiera atento oído para escuchar los inefables arcanos de su infinito amor, todas las almas santas han revolado incesantemente en torno de ese Corazón deífico que ha sido siempre poderoso imán de corazones puros y castos. Hacia él voló desalada la fervorosa carmelita a saciar su sed inextinguible de amor y caridad; en la llaga abierta de aquel Corazón soberano plantó ella el nido de sus místicos y fervientes amores, allí escuchó extasiada divinas armonías, allí purificó su alma de toda mundana escoria; en aquella pira ardiente arrojóse intrépida para abrasarse, como los serafines del cielo, en las llamas del divino amor, allí aprendió los sublimes conceptos de la ciencia mística, allí se desposó con su Amado, y, finalmente, en la sangre preciosísima que mana del Corazón divino, ungió ella su pluma de Serafín para trazar después a los hombres el Camino de perfección, en cuya elevada cima se levanta hasta esconderse en regiones de luz inaccesible el Castillo interior del espíritu, siendo en consecuencia el Corazón de Jesús para el endiosado Corazón de Teresa, venero de inspiración soberana, cátedra de ciencia mística, crisol de inmaculada pureza, trono de santidad, tabernáculo de amor, tálamo nupcial… y por eso, sin duda alguna, fue el Corazón de nuestra Santa trasunto fiel, copia perfecta, vera efigies, del Corazón divino. Siendo el corazón humano, no ya alegórico emblema, sino foco y centro de amor, por fuerza había de ser el Corazón de Jesús fragua encendidísima de amor, amor que lanza llamaradas de fuego, de aquel fuego divino que el Salvador trajo a la tierra, de aquel fuego divino que el Salvador trajo a la tierra y que con ansias vivísimas anhelaba se propagase por todo el orbe, como se propaga la llama en un cañaveral. Si el Corazón de Jesús es el Corazón que tanto ha amado a los hombres, desde su primer latido en el pesebre de Belén, hasta la última palpitación en el ara de la cruz, el Corazón deífico ardió siempre en llamaradas de amor por los hombres; amor indica la corona de espinas, amor indican los clavos, amor indica la cruz, amor indica, finalmente, esa llaga abierta en su ardoroso corazón. Esa llama sagrada, ese fuego celestial, esa centella de amor divino prendió y penetró y abrasó el corazón de Teresa de Jesús, transverberado profundamente por el flamígero arpón del Serafín; y como el volcán que ruge y hierve en el corazón de gigantescas montañas rompe y sacude con violencia las rocas que le aprisionan, y brotan luego de su cráter ríos de candente lava que abrasa y calcina cuanto encuentra en su impetuosa corriente, así el amor divino que ardía en el corazón de nuestra Santa se desbordaba en oleadas de fuego, que abrasaba las almas de cuantos tuvieron la dicha de frecuentar su trato. Amor divino exhalan sus poesías, amor divino pregonan sus escritos, amor divino escribía en sus cartas, amor divino brotaba de sus labios, y brillaba en sus ojos, y se traslucía en su semblante, y ardía en su corazón; y cuantos admiraban sus poesías, y meditaban sus obras, y leían sus cartas, y escuchaban sus palabras, y oían latir su corazón, al punto sentían arder sus almas y sus corazones y todo su ser en el fuego del amor divino. Y si en el amor seméjanse tanto ambos corazones, por fuerza habían de parecerse también en el dolor. El Corazón de Jesús es un abismo insondable de dolor; sufre tanto como ama, sufre infinitamente, y es inmenso como el mar su dolor; quéjase con indecible amargura al ver que no es correspondido, al ver que los hombres en retorno de tanto amor le befan y escarnecen

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con toda suerte de oprobios, y renuevan con tan nefanda conducta su afrentosísima pasión, coronándolo con punzantes espinas, clavándolo en infamante madero y traspasando con impía lanza su amoroso corazón; laméntase con sentidos acentos al ver que, en cambio de su infinito amor, no recibe por doquier sino perfidias e ingratitudes por parte de los pecadores; blasfemias y sacrilegios de parte de los impíos, y de sus amigos glacial olvido y triste desamparo; tiene sed ardiente de amor, y los hombres tratan de refrigerarla con hiel mirrada; por eso sufre y se queja amargamente. Pues bien; tan amargas quejas no podían menos de traspasar profundamente el alma de nuestra Santa; eran como una saeta que tenía siempre atravesada en su corazón, un despertador perenne de copiosas lágrimas y vivo estímulo de redobladas e incesantes penitencias; partíasele de pena el corazón al ver tantos corazones de cieno, enemigos irreconciliables de Cristo y esclavos de Lucifer, y al contemplar al Corazón divino convertido en “oprobio de la plebe” reducido a la más triste soledad y a la desolación más completa, deseando desagraviar cumplidamente tantos ultrajes, oraba incesantemente de día y de noche, y de noche y de día imaginaba modos y artificios para ganar almas para Dios, extender el reino de Cristo, que no ha de tener fin, convertir pecadores, enfervorizar a los tibios y sostener a los justos; y por eso cuando oyó los estragos y sacrilegios que perpretaban luteranos y calvinistas al otro lado de la frontera, se dispuso ella a levantar en nuestro suelo numerosos templos donde recibiese fervoroso culto el divino Corazón, y cuando vio en los amigos de Cristo tanto olvido y tibieza tanta, cuando vio el fuego del Santuario amortiguado, oculto y convertido casi en pavesas, lo anima y alimenta con el fuego de su caridad, y las llamas de aquel incendio se extienden bien pronto por toda la redondez de tierra. Amor inmenso y dolor infinito simbolizan, pues, ambos corazones; pero hay más; este simbolismo aparece grabado en uno y otro corazón con prodigiosos, indelebles e idénticos caracteres. Un día abrió el Señor su pecho para mostrar a los hombres su divino Corazón; una virgen privilegiada, moradora de los claustros de Paray-le-Monial tuvo la inefable dicha de verlo. Apareció “como en un trono de fuego y llamas, arrojando por todas partes rayos más brillantes que los del sol…La herida que recibió en la cruz se distinguía claramente; una corona de espinas rodeaba aquel Sagrado Corazón, y sobre ella había una Cruz…”. En esta forma se apareció a la B. Margarita de Alacoque el Sagrado Corazón de Jesús. Allá en Alba de Tormes, en la insigne villa ducal, venérase un Corazón muy parecido al que tuvo la dicha de ver la monja de Paray-le-Monial; es el Corazón de Teresa de Jesús. Yerto, amojamado, pero incorrupto, osténtase en precioso relicario; al verlo diríase que parece ser aún sensible al amor y al dolor; percíbese claramente la profunda herida que abriera el Serafín con el dardo aquel encendido en fuego celestial, y aún aparecen los bordes de aquella milagrosa llaga tostados y requemados por el fuego del amor divino, como los labios del enfermo a quien abrasa ardiente fiebre; y para que el parecido fuera más perfecto, brotan también de ese Corazón portentoso punzantes y copiosas espinas, emblema del dolor. Tal es el Corazón de Santa Teresa de Jesús. ¡Cor Pauli, Cor Christi! exclama San Juan Crisóstomo en el espléndido encomio que hizo del Apóstol de las Gentes: “El Corazón de San Pablo es el Corazón de Cristo”. En vista de las reflexiones que acabamos de exponer, ¿no nos será lícito a nosotros parodiar las palabras del Crisóstomo y rematar este artículo, exclamando: ¡Cor Theresiae, Cor Jesu! El Corazón de Teresa es el Corazón de Jesús?... X. REVISTA TERESIANA Nº 337, mayo 1900, pág 217.

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MONTSERRAT, PARAÍSO DE MARÍA

MARÍA, PARAÍSO DE DIOS.

I

Escogido Montserrat como mi montaña predilecta, quise, hijo mío, hacerlo mi paraíso. Sus aguas puras, frescas y cristalinas; sus fauna y flora variadas y riquísimas por la multitud de sus propiedades y belleza de sus producciones; su vegetación espléndida y perpetua; sus valles mineros repuestos y veneros de mil bienes llenos; sus avecillas que, con el ruiseñor, le dan vida y alegría con sus trinos y cantos no interrumpidos; las rocas duras numilíticas que en sus rendijas, así que las abren, florece la vegetación; la soledad y apacibilidad del lugar sano y purísimo y la salubridad de sus aires…todo, hijo mío, todo: los cielos y la tierra se han esmerado en prodigar en mi monte lo más rico de sus galas. Hasta los arbustos y flores cubren con avidez caritativa la desnudez un tanto sombría de los peñascos, rocas y breñas peladas que tanto abundan en mi jardín, para ataviarlos y no discordar, y poderse presentar decentemente vestidos en este concierto admirable ante mis ojos. Pero mi paraíso más ameno es el que no se ve, es el interior, esto es, las almas buenas de mis hijos y de mis pajes, que dan vida sobrenatural a esta admirable montaña y la hacen objeto especial de mis complacencias. Es verdad que una mano sacrílega arrancó las ermitas, perlas de las más preciosas de la corona de mi paraíso donde hacían vida celestial tantas almas; pero aún me quedan los hijos de Benito que moran en mi casa, rodeados de la corona de mis niños que me hacen gratísimo este lugar. Mis emisiones son paraíso, hijo mío, y entre todas las emisiones ninguna o pocas hay que se igualen a la de mi Montserrat. Ven, hijo mío a recrearte conmigo en este paraíso. Deja el bullicio del mundo y deléitate en la multitud de paz, en la abundancia y riqueza celestial de los perfumes de mi paraíso. Huye, calla, descansa, reposa, refuerza tu espíritu en este paraíso celestial de Montserrat. Óyeme.

II

Tres paraísos ha creado Dios, hijo mío: uno para el hombre en estado de inocencia, otro para el hombre en estado de gracia y gloria, y otro para sí. El primero se llama paraíso terrestre, el segundo paraíso del cielo, y el tercero soy yo, hijo mío, paraíso de Dios. Contempla, hijo mío, y pondera cuánto se esmeró el Señor en enriquecer el paraíso de los esclavos, al que llama paraíso de deleites, y por aquí podrás barruntar la excelencia de mi alma, paraíso del Rey de la gloria. Todo lo más puro, santo y perfecto que atesoran los cielos y la tierra están en mí: más aún, de mí sacó copia el Criador al repartir esos joyeles y galas a sus esclavos. Mira, hijo mío, y admira la belleza del hermoso cielo en noche serena de esplendentes astros tachonado; mira y admira el día apacible y limpio de toda nubecilla iluminado con derroches de luz por el rey de los astros, el sol; mira y admira la tierra alfombrada de sus más ricas galas y con el séquito de flores, de perfumes, de brisas y de frutos, de trinos y de cantos los más variados y exquisitos…, y reconoce que todo esto no es más que el marco negro y sombrío que Dios ha puesto a mi alrededor para hacer resaltar y destacar más y más la belleza de mi alma y de mi cuerpo, paraíso de Dios. Trasládate al paraíso de las almas. ¿No ves cuántas gracias y dones adornan al Ángel y al hombre, al celeste y al mortal, a todos los justos y santos que ha habido y hay hoy y pueden haber hasta la consumación de los siglos? Pues todo esto no son más que destellos de mis fulgores, gota de mis mares de gracias, riachuelo de mis inmensidades de gloria, fugitiva y pálida sombra o reflejo de mis perfecciones incomprensibles. De mi plenitud todos han recibido: el Ángel, alegría y gloria; el justo gracia, el pecador perdón. No te maravilles, pues, hijo mío, que diga el Señor, a pesar de tener tantas almas escogidas, que una sola es su única, su paloma, su inmaculada, su esposa, su paraíso, y que el Altísimo descansase en mí como en su paraíso, como en su tabernáculo. Todo en ti lo hallamos, oh María, verdaderamente: Dios, el Ángel, el hombre y la creación, y en ti quiso el Eterno hacer gallarda ostentación de su poder, de su amor, de su magnificencia, de sus gracias y de sus glorias. ¡Bendito seas, paraíso de mi alma, oh María, bendito seas una y mil veces paraíso de Dios! ¿Cómo no amarte? + ENRIQUE DE OSSÓ, Pbro.

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REVISTA TERESIANA Nº 342, octubre 1900, pág. 20.

UN RAMO DE FLORES PARA ELLA

María y Jacinta habían bajado al jardín, que está a espaldas de su casa, como acostumbraban hacerlo todas las mañanas después del almuerzo. Dieron las dos hermanas una vueltecita por los senderos, contemplando las plantas, los árboles y flores; aspiraron las delicadas esencias que esparcían los frescos ambientes por aquel delicioso recinto; visitaron los polluelos que estaban piando en un ángulo sombreado por una higuera, y luego se sentaron en un banco pintando de verde que está colocado bajo un emparrado, en donde con los sarmientos de la vid se enlazan una panetaria de campanillas azules, de hojosas ramas de un rosal de pasión, y los tallos flexibles de la madreselva y del jazmín, que no contentos con cubrir tupidamente un seto formado de cañas, se suben hacia arriba para mejor gozar de los rayos del sol y formar allí con las demás plantas espeso toldo de verdor. Platicando estaban alegremente las dos jóvenes, cuando Jacinta, que era la más pequeña, exclamó de repente:

- ¿Pero qué hacemos aquí tan paradas? ¿Y el ramo que hemos de hacer? - ¡Y es verdad! – contestó María.- Tomas las tijeras, y te vas escogiendo y cortando

flores; yo formaré el ramo. - Es que ha de ser muy hermoso, ¿sabes? - ¡No faltaba más! Todo se lo merece nuestra Madre.

Y Jacinta, hermosa niña rubia, de ojos azules, de labios rojos y sonrientes, empezó a coger flores, las más frescas y hermosas que encontraba, y se las iba llevando a su hermana mayor, que sentada en el banco, entretejía primoroso ramo, combinando con exquisito gusto los colores y matices de esas que se han llamado estrellas de la tierra. Los nardos olorosísimos, llamaron primero la atención de Jacinta; luego las rosas de variados matices, las aristocráticas gardenias, las elegantes dalias, algunas violetas madrugadoras que, aunque le costó algún tanto, supo encontrarlas bajo las espesas matas; luego geranios color rosa, ramitos de malvavisco, de heliotropo…

- ¿Ponemos también jazmín y hierbabuena? – preguntó Jacinta. - ¡Pues no faltaba más! – respondió María.- Coge, coge ramitas de jazmín, algo de

hierbabuena, y si te parece, toma una ramita de la mimosa, ya que el árbol se presenta ahora cargado de sus preciosas y aromadas bolitas de oro.

- ¿Qué te parece el ramo? – preguntó María – contemplando satisfecha su obra, casi del todo concluida.

- ¡Hermosísimo! – dijo con una de sus más graciosas sonrisas de niña rubia.- ¿Pero le gustará el ramo a nuestra amada Santa? Yo me temo que mejor le gustaría otra cosa.

- ¿A Santa Teresa de Jesús no gustar las flores? Calla niña, por Dios – contestó María.- A un corazón que ama gustan siempre las flores. Y ya sabes que la Santa sabía amar de veras, y con todo el corazón.

- ¡Oh, eso sí! Amaba como nadie a su Jesús. - Que es el verdadero y más delicioso amor, Jacinta mía. Y por ello, porque esas flores

le hablaban de las divinas gracias de su Amado, contemplaba con placer Santa Teresa estas delicadas criaturas de Dios, aspiraba su perfume y se servía de ellas, como de perfumados billetitos, para enviar amorosos recuerdos a su Jesús ausente.

- Pues también nosotras – añadió la niña – nos valdremos de ellas para decirla muchas cosas, pero buenas.

- ¿Y qué le dirás con ellas? Vamos a ver. - Mira, Teresa mía, - le diré al colocar este ramo en su altar: - Con estas flores te

enviamos muchos requiebros y finezas, muchos besos y caricias, muchas súplicas y oraciones. ¡Ah! y que no nos olvides, hermosa mía.

- Ya te entiendo, y la Santa te entenderá mejor. Le querrás decir que en esta vistosa variedad de hermosas flores, nosotras vemos la rica y mágica variedad de sus excelentes virtudes, su humildad, su amor, su pureza, su paciencia, su caridad, su candor, su celo, en una palabra, todas sus heroicas virtudes, que formaron el favorito jardín de Jesús, y que por ello la alabamos, la bendecimos y glorificamos, deseando que las plante en nuestro corazón. ¿No es verdad? Y con las dulces y distintas fragancias que exhalan estas florecillas, ¿no es verdad que le querrás decir, que si todo el mundo está lleno del perfume de su santidad y perfección,

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también de nuestros corazones brota, mejor que de los cálices de esas flores, una suavísima onda de amor, de veneración, de gratitud y de confianza?

- Eso es, María, pero yo no lo sabría decir. A la mañana siguiente, fiesta de Santa Teresa de Jesús, Jacinta, acompañada de María, se dirigía a la iglesia llevando el hermoso ramo de flores en una mano.

- ¡Mira qué ramo tan hermoso! – dijo una vecina.- Será para alguna novia. - Sí, para la novia y Esposa de Jesús, - contestó graciosa y devotamente la niña.

RODRIGO

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REVISTA TERESIANA Nº 343, noviembre 1900, pág. 43.

LO DE “EL ORBE CATÓLICO”

Será cosa fácil por demás el que hayan llegado a oídos de nuestros teresianos lectores las ofensivas, calumniosas e infamantes especies que se han estampado en una revista que se llama católica, contra nuestra amadísima y virginal Madre Santa Teresa de Jesús. Alguna Asociación teresiana ha protestado ya y procura desagraviar a la Santa por tales gravísimas injurias, como verán en otra parte de este número nuestros lectores. Debemos, por lo tanto, decir algo sobre ello, a fuer de hijos amantísimos de la Santa. El do. P. Carmelita Descalzo Fr. Ángel María de Santa Teresa, director de la Revista El Monte Carmelo, ha publicado en un periódico católico la siguiente protesta, que hacemos nuestra, y sucinta exposición de las especies calumniosas vertidas contra la Santa. Dice así: “No vengo a discutir. Va a ser mi única palabra una protesta contra afirmaciones que empiezo por calificar de injuriosas y difamantes. Hay ataques que llegan al alma. Los bien nacidos no podemos consentir que echen lodo a la memoria de nuestra Madre, como a una infame ramera. Una Revista de esta corte – que tiene apellido católico, junto con forma y constitución muy modernista- trata a la mujer más ilustre entre las mujeres españolas, más grande entre las heroínas cristianas, más regalada entre las vírgenes esposas de Cristo, a la que llamamos Madre los Carmelitas Descalzos, como a una mujerzuela que consagra una etapa de su vida al galanteo y a la licencia, que nutre en el pantano su imaginación precoz, que se deja seducir por la aventura y el escándalo y escucha sonriente las mentidas promesas de un libertino, y no pudiendo resistir los estragos de esta vida licenciosa, acarrea después hasta la muerte, como resultado funesto, una existencia lánguida y morbosa. Es verdad que el nuevo biógrafo Teresiano confiesa después que triunfa al fin la buena causa. Pero aunque se narre a la postre la penitencia y satisfacción, no es lícito, en buena moral, acusar a nadie de pecados que no ha cometido. Y si la calumnia contra cualquiera es grave pecado, ¿qué será cuando se lanza contra Santos y del tamaño de la reformadora del Carmelo? Después de refutar las falsedades estampadas en El Orbe Católico, añade: Como hijo, pues, de Santa Teresa de Jesús, y en nombre de la verdad histórica indignamente falseada, protesto contra el borrón que se quiere echar a la vida de mi Madre, presentándola como mujer licenciosa, y que quiso igualar la vida que otra mujer célebre, y luego gran santa, llevó en el castillo de Magdalo, diecisiete siglos antes de aparecer en el mundo la hija de Cepeda. La Iglesia venera a Santa Teresa como Virgen purísima en cuerpo y alma, y ha orlado su frente con la aureola de la virginidad; venerémosla nosotros del mismo modo”. El Sr. D. José Domínguez, autor del artículo tan injurioso a la Santa, trata, al parecer, de rectificar su escrito, y dice así en el penúltimo número de El Orbe Católico: “Solamente tengo que arrepentirme de un pecado: el de haber profesado un error al creer que, recargando el cuadro con la paleta de nuestra imaginación meridional, hacía un servicio al Catolicismo tratando de evidenciar que, al salir ilesa nuestra Santa de las pruebas a que había sido sometida, y triunfar de las asechanzas que la rodearon, se aquilataban sus merecimientos, como después del combate brilla más esplendoroso el sol de la victoria”. ¿Puede satisfacernos esta rectificación del Sr. Domínguez? De ningún modo. Sólo se acusa de un error el Sr. Domínguez, y de nada más. Es que recargó el cuadro. Pero ¡Dios mío, qué modo de recargarlo con su brocha, al pintar la hermosísima y angelical figura de Santa Teresa de Jesús! Con esas negras manchas y borrones feísimos que echó sobre ella, nadie habrá que conozca a la virgen castísima, modelo de pureza y virginidad angelicales, Teresa de Jesús. Como que la pintó infinitamente peor que Fr. Juan de la Miseria. Y aún añade que “recargando el cuadro” de esa manera, pensaba que “hacia un servicio al Catolicismo”. ¿Todavía quiere el Sr. Domínguez un premio por ese servicio? No, Sr. Domínguez; no necesita la Iglesia de servicios tan…flacos, como el que Vd. le hace con esa pintura tan bochornosa para la Santa. Lo primero, porque es una pintura de todo punto falsa, falsísima.

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Y si usted quiere sostener, como parece, que, “como brilla el sol más esplendoroso después del combate” o la tempestad, así brilla Santa Teresa de Jesús, después de pagar con la penitencia todos esos errores y horrores que Vd. ha soñado, (que no son sino las negras y feísimas tintas con que Vd. dice que ha recargado el cuadro), es que Vd. Sr. Domínguez, no sabe distinguir ni conocer los subidísimos quilates de las cosas espirituales. De la historia de los Santos no es lícito tejer un drama con nudo y desenlace a gusto del consumidor. Con lo que Vd. hace, no hace ningún servicio al Catolicismo. Ni a la Historia. Ni a Santa Teresa de Jesús. Ni a sus hijos. Ni a nadie. Más nos satisface la rectificación que hace la Redacción de El Orbe Católico, descontenta sin duda de la que hace el Sr. Domínguez, pues dice así: “EL ORBE CATÓLICO, al publicar el artículo contestación de nuestro colaborador Sr. Domínguez, se complace en manifestar el alto concepto que le merece la Orden Carmelitana, y que es el primero en defender y ensalzar la memoria de aquella esposa regaladísima de Jesucristo y espejo de vírgenes purísimas, que mereció del Cielo los más altos dones, y a quién admiramos y veneramos con todo el afecto de devotos suyos, y en quien reconocemos la virtud más peregrina y la pureza más acrisolada, jamás contaminada con culpa grave, según confiesa ella misma (Cap. II de la Vida): Me parece que por ninguna cosa del mundo en esto (de perder la honra) me podía mudar, ni había amor de persona de el que a esto me hiciese rendir, y nunca era inclinada a mucho mal, porque cosas deshonestas naturalmente las aborrecía, sino a pasatiempos de buena conversación. Así, que hacemos con gusto estas aclaraciones para que el nombre de la Virgen Carmelitana, hacia quien no quisiéramos que nadie nos ganara en respeto, quede en el lugar dignísimo que le pertenece, y los hijos de Santa Teresa, y todos sus amantes y devotos, puedan apreciar en su verdadero sentido el artículo de referencia.- LA REDACCIÓN”. Punto final. Sabemos que El Orbe Católico ha dejado de publicarse. RODRIGO

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REVISTA TERESIANA Nº 346, febrero 1901, pág. 153.

HECHO EDIFICANTE

LA COLEGIALA PROPAGANDISTA

Porque así me lo mandan (nos escribe una niña de una población importante de Aragón), le pongo a V. unas líneas para referirle lo que pasó el otro día con la Revista de SANTA TERESA. Fui con mi madre a visitar a una señora amiga. Encima de un velador vi yo un cuaderno con una cubierta verde. La señora nos dijo que era una revista destinada a honrar a Santa Teresa de Jesús. Yo me puse a leer alguna página y me gustó. Mi madre, que también es devota de la Santa, dijo a su amiga: - “¿Qué no podría yo suscribir a mi hija a esta Revista?” – “Ya lo creo; yo misma cuidaré de hacerlo” – contestó la señora amiga.- “Sí, sí, mamá, - añadí yo abrazándola, - suscríbame V. a esta Revista”. Pasó una semana y recibí el último número de la Revista. Me lo llevé con alegría al colegio, lo vieron mis condiscípulas de la clase superior, leímos algunas páginas, y el resultado fue, que se han hecho nueve suscripciones en el colegio. Y ha sido tan amable la señora profesora, que ha dispuesto que esta publicación sirva de lectura a la clase. ¡Lo contentas que estamos nosotras con esta lectura! Dispense V. que le haya molestado tanto. Pero me figuro que, siendo cosa de Santa Teresa, me lo perdonará. ¡Ah! Nos gustan mucho los hechos edificantes… PEPITA. Ninguna molestia nos ha causado esta carta; sino todo lo contrario. Procuraremos insertar hechos edificantes. Pero por esta vez, ¿qué hecho más edificante que esta cartita? Por eso la publicamos hoy. RODRIGO

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REVISTA TERESIANA Nº 348, abril 1901, pág. 196.

PORTUGAL Desgraciadamente, no perdió la oportunidad la carta

que en 1883 nos escribió desde esa nación nuestro querido apóstol teresiano, y que van a leer nuestros lectores.

Mis queridos amigos y compañeros: Deseáis os escriba desde Portugal y os cuente lo que he visto y conocido, y voy a satisfacer vuestros justos deseos. Las cabezas en Portugal, flojas, malas, o pésimas; el pueblo, sencillo, religioso, bueno. He ahí lo que he deducido de todo lo que he visto y he oído durante los días que he estado en esta. Y vosotros, que sabéis cuánta influencia tiene la cabeza en todo el cuerpo, comprenderéis ya con esto cuál es su estado, cuáles sus peligros, y de dónde ha de venir el remedio a esta desgraciada Nación. Quia omne caput dolens, ideo omne cor maerens. Bien comprendía esta verdad la seráfica Doctora del Carmelo, cuando uno de los principales avisos que dio a sus hijos es que las cabezas estén conformes. Si hubiese de referiros hechos individuales que probasen mi tesis, os habría de cansar y quizás escandalizar, o asombrar, pues al papel no se puede fiar lo que de palabra os podré mejor referir. Os copiaré tan sólo lo que dice una de las personas más notables de Portugal, por su posición social y por su talento, en un libro recientemente dado a la estampa y premiado, que se titula A Serahpina do Carmelo. Dice así: “En Portugal parecen olvidadas todas las nociones de moral, de justicia y de virtud…país de decadencia, que espera tranquilo la muerte…en donde impera una prensa desenfrenada, que sólo brilla por el insulto, por la caricatura soez, por la destemplanza del lenguaje, que todo lo vilipendia, mina las instituciones, destruye la religión. La sociedad portuguesa se ocupa en frivolidades, niñerías, malquerencias…el sexo frágil, sin otro recurso que el del matrimonio, o abandona la patria, o pasa vida poco edificante, porque se le cierran las puertas de los monasterios, pues sabido es que no se admite la profesión religiosa. La desordenada corriente de la época que en todas partes reina, reina con notable superioridad en Portugal” (1). Ahí tenéis, amigos míos, trazado por mano maestra un cuadro sombrío del estado actual de Portugal. Yo sólo podría hacer notar algunas de las sombras siniestras que me han molestado. ¿Pero para qué contristar más vuestro ánimo con hechos y dichos que de ningún provecho os habían de servir? Basta con lo dicho para moveros a orar por esta infeliz nación, digna por cierto de mejor suerte, si se atiende a su historia y aún a la multitud de almas buenas, sencillas, notables por su fe y sus puras costumbres que, a pesar de tanta corrupción, viven en este pueblo de Camoens y de Vasco de Gama. Después de visitar el corazón y sepulcro de la Santa en Alba de Tormes el día de la octava, partimos el 23 para Ciudad Rodrigo, teniendo la dicha de ser hospedados en el Seminario. El día 25 partimos a las primeras horas de su mañana, hacia Fuentes de Oñoro, pueblo español, en la frontera portuguesa, en cuyo término está levantándose la estación que ha de unir el ferrocarril portugués, que tiene por última estación el pueblo de Villar Formoso. Como no hay carretera desde Ciudad Rodrigo a Fuentes, rompióse aquel día por nuestra desgracia, una legua antes de llegar a la frontera, el eje del coche en que íbamos, y tuvimos que andar a pie, no pudiendo llegar por este tropiezo, a la hora debida, al tren, a pesar de caerse el caballo y caballero, que nos conducía las maletas, en su precipitada carrera. Vimos cómo se marchaba el tren. Faltáronnos cinco minutos. Todo por Jesús y su Teresa, dijimos con el Padre portugués; y nos quedamos en Villar Formoso. Pero como no hay mal que por bien no venga, esto nos dio ocasión de hacer media misión en este pueblo, confesándose mucha gente aquel día. He visto las comarcas del Duero, antes tan ricas, merced a la abundancia y buena calidad del vino, hoy reducidas poco menos que a una absoluta miseria, porque la filoxera he invadido todos sus viñedos, y los pocos que quedan están heridos de muerte. Los días que visitamos a Paradelliñha, Lobrigos y otros puntos, tuvimos ocasión de ver y admirar la buena fe de sus habitantes al lado de cosas que contristan el corazón.

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Hemos visitado a Braga, la Roma portuguesa, como la llaman aquí, y es el único punto donde hemos visto sacerdotes con hábitos talares, esto es, con manteo y bonete, pues no usan el sombrero español, el cual causa no poca admiración a estas gentes. Hemos visitado su antigua y rica Catedral; hemos admirado un bajorrelieve preciosísimo que representa al Smo. Sacramento en carroza triunfal, llevando atados los herejes; sus ricas joyas, aunque faltan las mejores, pues más de veinte carretadas de plata se llevaron los franceses cuando la guerra. Hemos visitado el Seminario, que se halla en estado muy floreciente (lo mismo que en Oporto) y este nuevo plantel levítico es con fundamento la única esperanza de verdadera restauración en Portugal. Hay en él 700 alumnos. Pero lo que es más admirable de Braga es el Bom Jesu do Monte, que es una montaña bastante elevada, donde hay el Via crucis, siendo todas las figuras de escultura y de tamaño natural, en cada capilla o estancia. La Crucifixión es una magnífica iglesia. Corona este monte la imagen de la Purísima Concepción de Sameio, que este año, según unos, un rayo, o descarga eléctrica, y según otros una descarga de dinamita, hizo volar en mil pedazos, causando gran consternación y dolor a todos los católicos de la comarca. Hoy se trata de edificar dicho monumento, y de dar empuje a las obras de la iglesia, la cual tiene una bellísima imagen de la Purísima Concepción bendecida por nuestro SS. Padre León XIII. Hemos visitado a Oporto, la ciudad más rica y comercial de Portugal; vimos su pequeña catedral, que nada tiene de notable, las iglesias de San Francisco, Carmen y otras, riquísimas por sus altares y talla, dorado todo con tal profusión y riqueza, que deslumbra. Vimos realizado en sus cuestas y pendientes soberbios edificios cuánto puede la industria del hombre. Hemos visto… ¿Más a qué cansaros y cansarme? Creo que lo que más os importa, como católicos y españoles, es saber el estado moral, religioso y político de esta nación, y esto lo tenéis hecho ya, como os he dicho, de mano maestra. Por mi parte no hallo exagerado este cuadro. Portugal es una colonia o factoría inglesa, ha muchos años. La masonería reina allí holgadamente, también hace muchos años, y sin tener apenas quien se oponga a su marcha antirreligiosa y desenfrenada. Los que debieran hablar, han sido y son perros mudos, ha mucho tiempo, salvas raras y nobilísimas excepciones, que hoy serán de cada día más numerosas, con la gracia de Dios. En ellos hay o ha habido mucho temor de descontentar a los hombres, a los poderosos de la tierra; y poco a ningún temor de descontentar a Dios. En las contiendas entre Dios y el Cesar, casi siempre este último se ha llevado la mejor parte. ¡Qué desgracia! ¿Si sal infatuatum fuerit…? Resultado de todo esto: que el demonio avanza pacíficamente en su camino de destrucción, victorioso extiende y afianza cada día más sus conquistas, y Dios se retira al interior de los tiempos, si es que allí también no se le inquieta en su pacífica mansión, pues cabalmente los días que yo he estado en Portugal eran días de elecciones de diputados a cortes, y vi con profundísimo dolor que en las iglesias se reúnen los comicios para votar, profanando así todos los lugares sagrados. ¡Pobre Jesucristo! ¡Pobre Jesucristo! Ni un rinconcito se te deja para morar en paz, en esta ingrata tierra, un día tan religiosa. El laicismo de peor género, o secularización, aquí, amigos míos, impera con todo descaro. A lo poco de bueno que queda religioso, se le quiere quitar este carácter. Así lo hemos visto en Busaco, antiguo desierto de Padres Carmelitas descalzos, lugar de oración, de silencio y mortificación, y hoy convertido en sitio real de recreo, donde se da rienda suelta a toda clase de malas pasiones. Así lo hemos visto en el Bon Jesu del monte de Braga, que a pesar de ser montaña sacra, del Vía crucis, se la va convirtiendo en vía de recreo, o de deleites, pues llegando hasta su pie el ferrocarril, y con el elevador, sin ningún trabajo se sube a la parte alta, donde al lado de la estación hay sus restaurants y hasta palacios de recreo, y lagos, etc., y así es que nadie apenas sube por la vía sacra, ni reza; sino que se divierte, come, etc.; y también en esta iglesia se hacía la votación de diputados. ¡Qué escándalo! Se gritaba, se fumaba, en entraba allí con el sombrero puesto, etc., etc.; en fin, la casa de Dios convertida en cueva de ladrones. ¿Cuándo suscitarás ministros celosos, Dios mío, que arrojen, como lo hiciste tú un día, estos profanadores del templo a latigazos? Mirando a Portugal, nación hermana de España, miro a mi patria, y me parece que desde aquí se comprende mejor su situación. He llorado por España, mi patria querida, ¿por qué ocultarlo? contemplando su porvenir en tierra extranjera. Veo síntomas y señales que, si Dios no lo remedia, hacen temer que a España le esté reservada la misma suerte que a Portugal. Ha cometido los mismos pecados, y tal vez mayores. ¿Por qué no temer los mismos castigos?

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Ese temor de descontentar al César, con peligro grande de descontentar a Dios, esa inclinación a componendas, deslumbradoras si se quiere, pero que han de ser desastrosas, temo con fundamento que acabarán por hacer degenerar nuestro carácter, y no sabremos decir el día de la lucha y del peligro: “Húndase el mundo antes que ofender a Dios, húndase todo antes que disgustar a Dios”. Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres. Tal vez estas nubes serán pasajeras. Quiéralo así el Señor. Pero ¡ay si llegan a tomar asiento! Temo que no veremos claro, y como en Portugal, habrá con el tiempo muchos, canes muti non valentes latrare. Líbrenos el Señor de esta desgracia que consideramos la mayor que puede sobrevenir a una nación católica. La patria de María Inmaculada y de Santa Teresa de Jesús no puede sucumbir así. Podrá sucumbir bajo ríos de sangre o fuego, mas no bajo charcos de lodo y cieno. Concluyo, amigos míos, pues tal vez me hago pesado. Oremos por Portugal. Dios, que ha hecho sanables a las naciones, confío ha de darle días mejores que los presentes. Hay verdaderamente reacción religiosa en buen sentido, y excelentes periódicos católicos que la defienden, aunque aquí como allá, bien lo sabéis, no faltan por desgracia algunos que pretenden desfigurarla. Piden hijas de las más animosas de Santa Teresa de Jesús, que tanto amó a esta nación y se interesó por ella; aunque se lo paga hoy arrojando a sus hijas Carmelitas descalzas con sus conventos, pues no les deja hacer los votos ni profesión religiosa, hace más de cuarenta años. Mueren en fin por consunción, que es la más vil de las muertes. Confío que pronto irán a ésa algunas almas varoniles, que aún quedan no pocas por fortuna en esta nación, a reforzar las filas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, las cuales, después de estar adiestradas en el combate, volverán a su patria, para regenerarla por medio del apostolado de la oración, enseñanza y sacrificio. A Dios, amigos míos, y que os guarde os desea vuestro amigo y compañero. + ENRIQUE DE OSSÓ, Pbro.

(1) Página 21 y siguientes. Porto, 1882. Typ. da Palavra.

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REVISTA TERESIANA Nº 348, abril 1901, pág. 204.

MI PRIMERA SEMANA SANTA

Saeta voladora, lánzase mi pensamiento allá lejos, muy lejos, deseando sorprender las primeras y borrosas impresiones de mi alma. Que nos hallemos en un día de Abril, me lo está diciendo la deliciosa bocanada de fresco vientecillo que aún me parece sentirle venir cargado de olores silvestres, recogidos en los campos vecinos y en los verdes sembrados que invaden sin resistencia las abiertas callejas del pueblo. Además, la luz es más madrugadora y viene enhoramala a despertarme, al penetrar con destellos vivísimos y centelleantes por los resquicios de mi ventana, no del todo bien ajustada. Otro que tal los pájaros, que como chicos bien dormidos, andan ya muy de mañana a la greña, charloteando y asomándose a los aleros de las casas vecinas. Por esta vez se han equivocado de medio a medio, si creían madrugar más que yo, pues el pensamiento de que era Domingo de Ramos, fue mi constante despertar. ¡Y cómo madrugué para lucir mi ramo de olivo, que al anochecer del día anterior me trajo mi padre de una heredad plantada de olivos! Era alto, muy alto, como que casi llegaba a las ventanas y balcones de las cosas, alzando yo los brazos cuanto podía, para que pareciese más crecido aún. Diumenge n´era diumenge, Diumenge n´era de Rams, iba yo canturreando con otros niños, siguiendo el curso que siguen las procesiones del pueblo. Sin duda era aquella la primera vez que enarbolaba mi ramo en día tan solemne: de ahí es que la impresión era más deliciosa, más viva, más avasalladora. ¡Oh felicidad de un alma de seis años, que se despierta a las santas emociones que inspira nuestra divina Religión! Envuelto en las vaporosas sombras de la infancia podrá yacer casi todo lo demás; pero mi primera palma de Ramos se destaca vigorosamente y casi diría que resplandece en aquel lejanísimo y borroso horizonte de mi primera edad. Una de aquellas noches dejó asimismo grabada en mi corazón con buril de fuego, una huella profunda e inextinguible. Era tarde, más tarde de lo que yo solía velar, por lo cual estaba ya adormecido. Al anochecer había yo comido, como los demás de casa, mi pedazo de pastel de espinacas, único manjar que, como de costumbre, nos servía de colación aquel día. “Mira, me dijo mi madre aquella mañana: hasta los pajaritos ayunan este día por la muerte de Nuestro Señor”. Y yo no había querido ser menos que los pajaritos. Estando, pues, adormecido, oigo que me llama mi madre y me dice: “Ya pasa la procesión del Entierro”. Me asomo al balconcito de mi casa, del cual pende el candil encendido, que mi madre ha provisto bien de aceite y despabilado la mecha. En todas las ventanas y balcones parpadean también las luces de candiles, puestos por las vecinas para hacer luz a nuestro Señor; débiles luces, que si no consiguen disipar las espesas sombras de la calle, claramente vienen a demostrar la hermosa luz de la fe que resplandece dentro de aquellas pobres y tal vez agrietadas casucas. Se van acercando en silenciosas hileras los hombres cubiertos con vestiduras de penitencia (vestas), con altos y puntiagudos capuchones en la cabeza (cucurullas); se perciben ruidos de gruesas cadenas que llevan arrastrando algunos penitentes y chocan con las piedras de la calle; llevado bajo tálamo aparece muerto Nuestro Señor… Invade mi corazón una ola de pavor, de sorpresa, de compasión, de piedad… ¿cómo definir la multitud de sentimientos que agitan entonces a mi alma?

- Madre: ¿por qué han matado a Nuestro Señor, si era tan bueno? – la pregunté, sin explicarme aquella maldad.

- Porque los judíos eran muy malos, hijo mío, - me contestó.

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Tal vez aquella fue para mi alma la primera revelación de la maldad de los hombres. La tristeza y el pavor más profundos se apoderaron de todo mi ser. Y luego oí resonar por las torcidas callejuelas que se empinan hacia la iglesia como ovejuelas que corren al aprisco, una especie de largo, agudo y temeroso alarido que decía: ¡Recort y memoria de la mort y passió de Nostre Siñó Jesucrist!... Creo que aquella noche me costó mucho tiempo el poder dormirme. “¿Por qué aquellos judíos habían de matar a Nuestro Señor?...”. ¿Qué significa todo ese derroche de luces y adornos en el Monumento? ¿Por qué tanta gente permanece largas horas tan silenciosa o rezando ante esta capilla inundada ahora de resplandor? Mayordomo de la Minerva debía de ser aquel año mi padre, por lo que después comprendí; pues le contemplaba ocupar sitio distinguido, cuidarse como tal Mayordomo del Monumento, de mudar las luces, de vigilarlo todo, con su sobrepelliz sobre la chaqueta, corbata negra en el cuello, zapatos y medias negras de seda, según costumbre de aquellos cristianos campesinos al desempeñar cargo tan honroso. Sentado yo en un banco, embebecido mi pensamiento (que empezaba a sacudir misteriosas envolturas) en aquel majestuoso aparato, sin acertar a concebir, ni mucho menos, las sagradas profundidades del misterio encerrado en aquella capilla inundada de resplandor, de adornos y flores, todo lo cual me llenaba de asombro y respetuoso temor, al tiempo que me atraía y agradaba; también yo pasé allí largos ratos, no lejos de mis padres y abuelos. Aunque sean vagos y mal definidos los sentimientos que brotan del corazón de un niño de seis años, al hallarse, con devoción y respeto, presente ante la Divina Majestad, ¿dejarán de ser largamente bendecidos por el Señor? De vez en cuando, al ver como se relevaban los dos soldados romanos (armats), que adornados con cintas de colores sus corazas y yelmos, y empuñando su lanza, hacían guardia a los dos lados del Monumento, yo creo que los sentimientos de mi alma se confundían más y más. ¿Aquello era bueno o malo para Nuestro Señor?... Luego, en la Sacristía, al terminarse el canto del coro y salir los sacerdotes y demás seglares que asistían como sirvientes a aquellos actos, mi padre les ofrecía a todos confites y vasos de agua. Yo lo recuerdo: ¡me sentía tan satisfecho y feliz con este obsequio de mis padres a los sacerdotes! Otro toque de luz vivísima, alegre, llena de sonrisas, veo irradiar en el fondo en ese lejanísimo cortinaje de espesas sombras, que opone ahora infranqueable barrera a mis miradas escrutadoras… Hace rato que he almorzado; estoy muy contento: ¡qué modo de alegrar hoy la estrecha calle esos revoltosos pajarillos que desde los aleros de los tejados se atreven a bajar a los alféizares de las ventanas y a los hierros de los balcones! Luego, el sol, como si hasta entonces se hubiese, el perezoso, quedado recogido, envía calientes chorros de claridad y con ellos llena horizontalmente toda la calleja, dejándola vestida con galas de fiesta y de alegría. Y eso que no llegó aún el domingo. ¿Pero qué importa? Se oyen repicar las campanas de la iglesia; mi madre me dice que tocan a aleluya; ella va y toma el mortero de cobre en que hace las salsas; y asomándose al balconcito, repica que repica festivamente con el mortero, mostrando la cristiana alegría de su corazón con su sonriente cara de Pascua. Alegre como nunca me siento yo también. ¿No se alegra mi madre? Tomo yo el mortero y toco también a aleluya, aunque es verdad que no manejo el instrumento tan bien como mi madre y las vecinas, las cuales ejecutan ruidosa y entusiasta sinfonía, asomándose, para desahogar su alegría, a ventanas y balcones. Una imagen de santo veo destacarse por aquel entonces en el aire, embalsamando con perfume de violas amarillas y hierbabuena. ¡Ah, sí! Es Santa Magdalena, la más vistosa y garrida de las imágenes que con orgullo llevan en peana los mozos. Con su vestido de seda rameado de flores verdes, rojas y amarillas, ¿cómo no ha llamar la atención de chicos y grandes?

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Santa María Magdalena (ella, tan amante y tan amada) es acogida con explosión de amoroso entusiasmo por todos, especialmente por la juventud. Y por los niños como yo. ¿Qué veo más? Cerrando los ojos para que pueda más rápidamente volar mi pensamiento a las hermosas lejanías de mi primera edad, ¿qué significa aquel grupo de niños aldeanos que, como hombrecitos juiciosos, me parece verlos andar paso a paso por la senda abierta entre los sembrados que verdean cerca de las primeras casas y corrales del pueblo? Llena aún su cabecita (lo mismo que la mía, pues me hallo entre ellos) de las procesiones que acaban de ver durante los días pasados, ¿qué han de hacer aquellos niños sino reproducir y copiar cosas que tanto les impresionaron? Uno lleva una cruz formada con dos palos cruzados; otros sostienen algo como una peana formada con rústicos trebejos que no faltó quien sacó de su casa, y encima de los cuales va sentado el más pequeñito de ellos; y todos, llevando flores en las manos, andan casi majestuosamente cantando…cantando sin duda aleluya… Los tréboles y margaritas que llevan en sus manos, así como aquellas otras florecitas de color amarillo que crecen con tanta abundancia entre los sembrados y que recuerdo llamábamos “angelitos”, no tienen, no, tanta virginal frescura, tanto perfume campesino y nativa lindeza como esos niños que, encarnados sus rostros por la fatiga, van cantando aleluya en pleno campo y entre las risueñas galas de Pascua florida. A sus cantos se juntan alegres gorjeos de avecillas, armoniosos murmullos de brisas matinales, tañidos de esquilas, cantos de pastores, los cuales encaminan sus ganados hacia la airosa montaña, y todos esos múltiples rumores y notas que resuenan por los campos en la época primaveral. ¡Dichosos ellos, dichoso yo también al sentir por vez primera resonar el canto de aleluya allá en el más profundo rincón de mi alma, que precozmente se abría a las cosas del cielo, como abrían a mi lado sus cálices de oro, las campanillas azules, bajo los tibios rayos de una mañana de Abril! Desde aquellos tiempos ¡cuántas flores han brotado, para marchitarse después, en el secreto campo de mi alma! Alguna hay, sin embargo, que nunca se marchitó, oh Dios mío, ni se marchitará jamás merced a un rocío celestial. RODRIGO

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REVISTA TERESIANA Nº 354, octubre 1901, pág. 27.

DE VIAJE

También yo me he permitido este verano el lujo y vanidad de ir de viaje, (nos escribe un amigo) y claro está que me ha de agradar referir mis impresiones a un amigo tan bueno como es Vd., (¿sí, eh?) capaz de… (como si ya lo viera) de jugarme una mala partida, poniendo en un rincón de su Revista mi veraniega relación. Pues sí señor, viajé en tren, en carro, hasta en burro, que es el viajar, éste último, más higiénico, ya que no más estético (¡sobre todo la higiene y la estética!) recogiendo impresiones aquí y allá, refrescando mi corazón con memorias de antaño. Después de ver con lástima y tristeza la desolación de la extensa y hermosa vega del Llobregat, por donde las aguas tumultuosamente revolucionadas y sin freno alguno han causado tantos desastres, abatiendo más y más la rugosa frente de los pobres labradores que se han quedado sin pan y con luto en el alma, el tren nos llevó a las riberas del Ebro, por cuyas ondas, tranquilas y sosegadas a la sazón, como los sentimientos de un alma justa, surcaban plácidamente algunas lanchas de los pueblos ribereños. Antes de llegar a un empinado pueblo (creo que se llama Ascó), tendiendo mis miradas a la otra parte del río y elevándolas a las inmediatas lomas, distinguí entre dos de ellas, algo como un canastillo de verdor y frescura, orlado de cipreses, una graciosa ermita.

- Es San Miguel – me contestó un hombre del país que venía conmigo, al preguntarle por aquello.

- ¡Ah San Miguel! pensé yo. Allí estuve yo hace muchos, muchos años; y saludé al glorioso Arcángel, y subí a uno de los cipreses, el más grande y más alto de todos, entre cuyas ramas ha podido ocultarse una compañía de soldados. Y yo no iba solo. Venía conmigo un amigo, un buenísimo amigo, que alegre y satisfecho me refería glorias y hazañas del admirable ciprés y hazañas y glorias, más admirables todavía, del glorioso Arcángel, patrón de aquella hermosa y bendita soledad. Miguela se llamaba su madre, su llorada madre, que ya no vivía en la tierra; y se conocía bien ya entonces que el glorioso Arcángel era el confidente del alma de mi amigo, y yo no sé si alcanzó después, protegido por su invulnerable escudo, sus memorables victorias. Al llegar al expresado pueblo, desde cuyas ventanas y galerías de las casas, emplazadas en rápida cuesta, nos saludaban alegremente, agitando sus pañuelos, numerosas gentes endomingadas para celebrar su fiesta mayor; tras saborear la impresión, agradable siempre, que nos causa el ser bien acogidos por otros corazones, aunque no nos sean conocidos, tendí hacia la otra parte del río mis codiciosas miradas.

- ¿Y aquel pueblecito que se ve blanquear enfrente, entre el verdor de la hermosa vega?

- Es Vinebre, me contestó mi compañero de viaje. - Sí, también estuve yo por allí, hace muchísimos años, pensé entonces. Con aquel mi

amigo de la ermita, subí desde Tortosa en una barquichuela. ¡Qué tarde tan feliz fue aquella! Nunca había yo viajado de semejante manera, y con mis diecisiete años acuestas, me abandonaba a mis alegres impresiones charlando por los codos. Mi amigo, que tenía algunos años más que yo, y otras amables personas que iban a nuestro lado, se sonreían bondadosamente, y yo no sé si también con satisfacción, al oírme celebrar aquellas orillas, sobre todo al acercarnos a su querido y hermoso pueblo. En casa de mi amigo pasé algunos días muy gozoso y satisfecho. ¡Qué mañanas aquellas, cuando por la mañanita salíamos los dos a coger uvas a una no lejana heredad de su familia, regresando a casa con nuestra provisión matinal! Luego íbamos a jugar al trapecio a casa de sus primos. Por la tarde, a paseo orillitas del Ebro. Descansábamos en un huerto donde había frutas y flores… ¿No comprendes, amigo mío, (ya los has debido de imaginar) que mi compañero de aquella estudiantil excursión veraniega era Enrique de Ossó, el que después fue insigne apóstol de Santa Teresa? Pero el tren, en nada respeta con su furia de fiera azuzada, y o no tiene corazón, o es corazón de hierro, para no dejarnos saborear a placer los cuadros y bellezas que más nos encantan, y borra a lo mejor con una frescura imperdonable, nos llevó, a través de precipicios horrendos y aún nos arrebató sordamente por tenebrosos abismos, horadando las entrañas de montañas ciclópeas y altísimas, no sin hacernos experimentar impresión instintiva de frío, de disgusto, de temor y sobresalto.

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Al descansar unos momentos, no recuerdo el nombre de aquella Estación, cerca de la orilla del Ebro, al lado del embarcadero, vimos restos de la barca pública que, a favor de recia cuerda, sostenida en ambas orillas, trasladaba la gente y caballerías de una parte a otra. Uno de aquellos días había sido quemada por una mano criminal, según nos dijeron los de la Estación. Comentando esta hazaña con los compañeros de viaje, los silbidos de la locomotora nos anunciaron otra Estación. Allí bajé yo, y vi una caballería con su peón, que me ayudaba para emprender otra jornadita a caballo (sin caballo), a la luz de la luna y entre bosques de fragantes y rumorosos pinos. No me aparté del andén de la Estación sin enviar miradas afectuosas al Santuario que, a la mano izquierda de la montaña, en cuya cima está emplazado el pueblo, y en el hermoso valle, en la confluencia de dos ríos (Algás y Matarraña), se ve allá erigido a la Madre de Dios, la cual, como rosa plantada cabe las corrientes de las aguas, es muy venerada en aquel contorno. Basta, basta ya de viajes, amigo mío, por hoy. Tu viaje es larguito, la verdad, y hoy no estamos para más odiseas. Otro día, Dios mediante, te jugaré otra mala partida como esta, si no te sabe mal. (Concluirá)

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REVISTA TERESIANA Nº 355, noviembre 1901, pág. 58.

DE VIAJE

(Conclusión)

Efectivamente (seguía escribiéndonos nuestro amigo), después de pasar mi caballería la escasa corriente del Matarraña y de emprender la subida de la cuesta, en cuya cumbre está emplazada la aragonesa población, rompiendo la luna el embozo de envidiosa nube, mostrósenos galantemente aquella en la plenitud de su espléndida hermosura. A favor de su resplandor clarísimo, atravesamos las torcidas callejuelas, dando las buenas noches a los vecinos, que se agrupaban en los umbrales de sus casas; emprendimos el descenso de la colina, cruzamos de nuevo el río, que, al parecer, retarda, como amigo fiel, el momento de separarse de aquellos vecinos; y ¡arre, caballo! otra vez a subir paulatinamente tomando el camino de herradura, que haciendo curvas, bordeando barrancos llenos de espesas masas de verdor, y atravesando bosquecillos de pinos, nos llevaba al inmediato pueblo catalán, la antigua Adeba, en donde debíamos descansar. Noche clarísima y hermosa era aquella, por lo cual, sin temor de tropiezos, iban las caballerías y los jinetes con toda seguridad, sintiéndose éstos acariciados por el vientecillo que, meciendo blandamente las copas de los pinos, nos ofrecía saludables perfumes de aquella lozana y exuberante campiña; noche escogida, sin duda, por nuestro Ángel Custodio, la cual venía con su soledad y silencio a nutrir dulcemente los recuerdos, ensueños y esperanzas que forman, según dicen, el alimento del corazón. Una hora antes de llegar al pueblo, fornido mocetón nos salió agradablemente al encuentro: era la avanzada de numeroso grupo de personas que nos habían salido a recibir a un kilómetro del pueblo. Testigo es un olmo casi histórico, plantado a la vera del camino, de los saludos y efusiones afectuosas que allí tuvieron lugar. A la mañana siguiente, tras un sueño reparador, y despertado por las voces de los madrugadores campesinos (que no ocho, sino doce horas quisieran tener ellos para sacar sus jugos a la madre tierra), me salí a dar una vueltecita por las mal empedradas, tanto como bien empinadas callejas. Mirando con atención, y hasta con cariño, las formas irregulares y desiguales líneas de las casas, que la tibia luz de los recuerdos bordaba con no sé que linaje de mágicos colores, bajo el arco de un porche de la plaza, fijó mi atención un rostro sonriente.

- Ya no me conoce usted – díjome una mujer después de saludarme. - En este momento…dispense usted, no… - ¡Oh! hace de esto muchos años… ¡Cuidado con la fiesta que las muchachas

hacíamos a Santa Teresa de Jesús! ¿Se acuerda usted? - Pero no habrá usted olvidado aún a la Santa, la pregunté. - Eso sí que no. Mire usted: aquí están mis dos hijas. ¿No las conoce? Pues son

teresianas. Esta (añadió, señalando a una modesta jovencita) aprende de solfeo…porque ¡quién sabe! Si Dios la quiere para sí…yo no me opondré. Como tenemos tan buen maestro y enseña también de solfa, hemos de aprovechar la ocasión. No faltan monjitas a quienes el solfeo y la voz les han servido de dote. Que lo diga una que voló a la Mancha.

- Creo que se han puesto algunas a monjas en poco tiempo. - ¡Qué sé yo cuántas se han ido en pocos años! A ver si lo recuerdo…Una Agustina,

tres Franciscanas, cuatro Hermanas de la Consolación, dos Carmelitas, y aún me dejo algunas que no puedo recordar. Ni falta quienes han tenido que quedarse quitecitas en casa, y no por ser cojas; otras empiezan ya a revolar… ¿Qué le parece a usted?

- Que me sorprende esto, tratándose de este pueblo. - Pues no me sorprenderá usted cuando le diga que la bendita Santa Teresa de Jesús

se tiene la culpa de todo. Como que todas eran Teresianas. A mí no me quiso por mala, nuestra bendita Santa; pero tengo hijas y… ¡quién sabe! Saludé a la buena vecina y sus hijas, procurando, aunque inútilmente, poder recordar bien aquel rostro, a través de la borrosa neblina que el curso de los años extiende sobre los rostros. Allá arriba, casi en lo más alto de la población, aparecióseme, como visión alegre de santas esperanzas, la gigantesca figura de San Miguel, labrada en granito, coronando la magnífica y soberbia fachada de grandioso templo, como protector de la parroquia. A los esplendores de solemne fiesta dedicada al glorioso Guerrero, sucedieron los no menos

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brillantes de la fiesta consagrada a la Santísima Virgen. Como victorioso heraldo, precedía aquel a su adorada Emperatriz. Grande consuelo para el viajero cristiano es ver a las poblaciones dulcemente apoyadas en el blando y tranquilo regazo de la fe y acariciadas por la inefable poesía de las tradiciones religiosas de sus padres. Mas ¡ay! que es profunda la pena que se apodera del alma cuando acierta a ver el viajero maltratada o derribada por el suelo la santa y artística Cruz de piedra, erigida en los caminos por piadosas generaciones. Tampoco ¡ay! pudo librarse mi corazón de esta punzante espina… ¡Oh, victorioso San Miguel! ¡Oh, triunfador Santiago! A la mañana siguiente, en buena y numerosa compañía nos dirigimos a Maella, famosa por sus higos blancos, entre otras cosas buenas. El día era hermoso, la carretera excelente, el carro en que íbamos estaba bien aderezado, con cojines y todo en los improvisados asientos. ¡Qué alegres y habladores estaban Javier y Santiaguito, viendo cómo atravesábamos rápidamente aquellos campos de labranza, de viñas y olivares! De todo pedían los niños cuenta y razón a sus padres, y no cesaban cada momento de figurarse ver a Maella en la vecina loma. La verdad es que, según nos pareció a todos, no tardamos en llegar al puente de piedra que precede a la población. Al entrar nos dirigimos a una posada del pueblo. Era al atardecer, cuando los labradores cansados, pero alegres, llegaban del campo y se formaban animados grupos a las puertas de las casas. Alguna campanilla se oía resonar a lo largo de las calles. Eran algunos chicos que, con aire de satisfacción e importancia, iban recorriendo la población anunciando las Novenas que iban a empezarse en las devotas capillas erigidas en ciertos sitios. ¡No se alegraron poco, Javier y Santiaguito, al tocar la campanilla que los chicos les dejaron, como un gran obsequio a los niños forasteros!

- Tenga usted la bondad de hacernos la cena – se le dijo a la posadera. Y oiga usted: ¿vive muy lejos de aquí Mosen Pepe?

- No, señor, no está lejos. ¿Quieren verle ustedes? - Sí, nos conviene. - Pues entonces ya no hago yo la cena. - ¿Por qué, buena mujer? - Porque no les dejará cenar aquí Mosen Pepe. ¡Cómo se ve que no le conocen

ustedes bien! Ya lo verán ustedes. Efectivamente, vimos y saludamos al digno y respetable sacerdote, y no es para decir lo que nos costó el poder volvernos a la posada. A todos (éramos siete u ocho) nos quería, con el carro y mulo, en su casa. ¡Oh, noble y grande y generoso corazón aragonés! (Advertimos de paso a los lectores, que admitan, por Dios, aunque no tengan ganas, los dones o regalos que les hagan los dadivosos aragoneses, porque si no, se los echan a la cara). De vuelta a la posada, como quiera que vimos a una niña de la posadera que a la luz de un candil de aceite estaba leyendo en un librillo, le preguntamos por su maestra.

- ¡Oh! voy al Colegio de las Hermanas de Santa Teresa, contestó muy satisfecha. - Y ¿qué tal? ¿Sois muchas las niñas que vais? - Todas las del pueblo, se puede decir, y además los parvulitos. ¡Si las conocieran

ustedes! Nos quieren mucho las Hermanas; pero ¡ay, Dª Concepción! ¡Lo que ellas nos hacen trabajar! Yo les aseguro a ustedes que no nos dejan parar un momento.

- ¿Y el pueblo, las quiere o no? - ¡Oh! ¡sobre todo las Hermanas! Habían de ver ustedes los exámenes que hacemos

todos los años. - ¿A ver ese librillo? ¿Y esta estampa de Santa Teresa? - Me la regalaron las Hermanas. - A ver. ¿Es cómo esta? le dijo un compañero nuestro al mostrarle y entregarle un

librillo y estampita. - Madre, madre (gritó gozosa la niña al recibir estos objetos), este señor lleva librillos y

estampitas como las de las Hermanas. Ya se lo diré mañana a Dª Concepción. Fuimos a la mañana siguiente a ver a las Hermanas de la “Compañía de Santa Teresa de Jesús”, oyendo la Misa en su capilla. Nos enseñaron el Colegio, que antiguamente fue convento de Religiosos. La Superiora y las demás Hermanas mostraronse sumamente atentas y obsequiosas con los viajeros, que de seguro no olvidarán su visita a aquellas amables hijas de Santa Teresa.

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Ya teníamos allí a Mosen Pepe, el cual, encargándose de todos nosotros, y dejándonos guiar por él (como hubimos de prometérselo el día antes) nos llevó a su huerta, que está inmediata al pueblo. Debajo de un emparrado, al lado de los cuadros de legumbres, orlados de frutales, se nos sirvió un rico y sabroso chocolate, con bizcochos no menos ricos y sabrosos, y luego los indispensables y famosos higos de Maella. Con su sinceridad de niños, Javier y Santiaguito nos miraban asombrados. Pero Mosen Pepe quiso vengarse cruelmente de nosotros. Tras el chocolate salieron platos más sólidos…Y ¿quién había de comer aquello? ¡Imposible! Pero, lo que son las cosas: el olorcillo aquel, la vista tentadora de aquellos…llamémosles postres y, sobre todo, las palabras irresistibles del amabilísimo capellán aragonés…tuvieron la culpa de todo. Ya no tendríamos ganas de comer en la posada. Había tenido razón la posadera.

- Son ustedes vengativos de veras, Mosen Pepe, le dijimos al despedirnos. - Y sobre todo, ¿no es verdad? tercos y cabezudos, como buenos aragoneses, nos

contestó. - Sí, tercos y cabezudos como lo fueron los Innumerables Mártires de Zaragoza y los

soldados del Pilar, espantando a Napoleón. Mientras salíamos de la deliciosa huerta, allá abajo, trabajando en un tablar de hortaliza iba cantando un mozo: La Virgen del Pilar dice Que no quiere ser francesa Basta, basta, por Dios, amigo mío. No te enfades si te digo que eres pesadito, pesadito de veras. Por eso suprimo todo lo demás de tu Viaje. Válgate que en él nos hablas de Santa Teresa y sus cosas, que si no… RODRIGO

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REVISTA TERESIANA Nº 356, diciembre 1901, pág. 72.

AGUINALDO

A LOS NIÑOS Y NIÑAS

Sí, a vosotros, queriditos míos, a vosotros y a vosotras me dirijo en este día, ya que tan hermosas, tan alegres, tan dulces son para vuestro corazón las fiestas que se acercan. También esta Revista, que ama todo lo bueno, lo puro, hermoso e inocente, os ama a vosotros sobre toda ponderación, y en las próximas fiestas, que son de un modo particular vuestras fiestas, quiere mostraros alguna parte del verdadero cariño que os profesa. ¿Cómo hacerlo? Pues muy fácilmente: escribiendo yo, exclusivamente para vosotros, un articulito o cosa así, que os sepa y os haga bien, de suerte que yo al escribirlo y vosotros al leerlo, hallemos en él algún dejo o saborcillo de los apetitosos aguinaldos de estos días. Paraos un momento, queriditos míos; deteneos aquí y seguid leyendo, que la letra, como veis, no puede ser más clara, y, sobre todo, yo no voy a hablar sino de vosotros mismos, de vuestras alegrías, de vuestras esperanzas, de vuestras satisfacciones, de vuestro propio bien. ¿No es verdad, vanidosillos y curiosillas, que sólo esta consideración puede detener sobre el papel vuestras inquietas miradas, y fijar vuestros pies, tan traviesos y juguetones siempre, pero sobre todo en estos días? ¡Pues, ya lo creo! Como que si no sois buenos durante estas fiestas y no andáis listos, desafiando el frío, el viento y acaso la lluvia, pueden los Reyes pasar de largo y guardar sus regalos para otros niños más buenos y avispados que vosotros. ¿Pero, qué es lo que he dicho? No, eso no puede ser. Bien sabéis que el Niño Jesús os ama mucho, y tienen los Santos Reyes buen corazón, como0 que es corazón de padre, y mejor aún, corazón de madre, por lo cual no hay temor de que os jueguen una mala partida. Ellos pasarán por vuestro balcón, y… ¡cuán buenos serán para vosotros los Santos Reyes! Nadie diría sino que ellos saben cuáles son los objetos y juguetes que vosotros más deseáis. Claro está: como ellos son tan sabios, adivinan perfectamente vuestros gustos. Sed agradecidos, queriditos de mi alma, al Niño Jesús; haceos dignos del amor de…los Santos Reyes, no menos que del de vuestros padres, cuyos corazones rivalizan en bondad y cariño hacia vosotros. Yo conozco a niños y niñas que, por ser muy buenos, obedientes, dóciles, aplicados y temerosos de Dios, serán obsequiados este año, como nunca lo han sido, por los Santos Reyes. ¡Qué de saltadores caballitos, y sonoras trompetas, y vivarachos conejitos con sendas orejas que se menean al correr, y bonísimos juguetes, cajitas de dulces, y pelotas, y librillos, y bebés y qué sé yo que más les tienen preparados! Bien merecido lo tienen por su buen comportamiento, por su obediencia y por su aplicación, los queriditos de mi alma. Son justos en esta parte los Santos Reyes, y casi siempre saben distinguir entre los niños y niñas buenos y los malos. Alerta, pues, queriditos míos, y portaos, de hoy en adelante, mejor, mucho mejor que hasta ahora. Tanto el Niño Jesús, como los Santos Reyes, no menos que vuestros padres lo sabrán perfectamente, y unos y otros os darán pruebas de su cariño y predilección. Sobre todo, os lo premiará, de una manera que vosotros no podéis comprender todavía, el dulcísimo Niño Jesús, a quien muy pronto adorareis con los Ángeles y pastores en la cueva de Belén. No sólo ahora, sino siempre debéis adorar a ese divino Niño que, creciendo en edad, sabiduría y virtud, formaba y formará eternamente las delicias de los Ángeles y bienaventurados. ¿Y sabéis vosotros en que ha de consistir vuestra mejor adoración? Pues ha de consistir en conformar nuestra vida a la suya, esto es, en crecer, no sólo en la edad, sino también en la verdadera sabiduría (que consiste en conocer y amar a Dios) y en practicar las virtudes que vino a enseñar a la tierra el humildísimo Jesús. ¡Alegraos, queriditos míos; alegraos, candorosas niñas! ¡Abrid vuestro corazón inocente a las alegrías puras de Navidad, de principio de año y de los Santos Reyes! Llenad

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vuestra alma de ese rocío celestial que el cielo pródigamente derrama en estos días sobre los hombres de buena voluntad y sobre todos los corazones sencillos. Porque habéis de saber, que llegará un día en que nada os satisfará tanto como volver vuestras miradas y pensamientos a los inocentes placeres y verdaderas alegrías que gozasteis en estas fiestas; y estos dulces recuerdos, y estas suavísimas memorias, embalsamados con el aroma celeste de la inocencia y el amor, constituirán vuestra más preciada dicha en el transcurso de vuestra existencia. Como que si un día llegáis a bordar, dibujar, escribir, o pintar, o componer música, o hacer versos, nunca os sentiréis más inspirados, nunca trabajareis con toda el alma y se sentirá más dulcemente estremecido vuestro corazón, haciendo estremecer a todos los demás, que cuando dibujéis con la palabra, el color o el sonido, las incomparables escenas de Navidad y Santos Reyes. Finalmente, amiguitos míos: ¿queréis durante estos días recibir el regalito más precioso de todos? ¿queréis merecer en estos días una sonrisita del divino Niño, que ama sobre todo a los humildes, pobres y pequeñuelos? ¿Queréis proporcionar a vuestro propio corazón una alegría más pura, más íntima aún que todas las que habéis de experimentar en las próximas fiestas? Pues mirad: de vuestros juguetes, de vuestros dulces, de vuestros adornos, de vuestro dinero, dad, queriditos míos, dad, mis buenas niñas, alguna parte a tantos niños pobres que no tienen pan, ni vestido, ni juguetes, ni acaso el regazo de una madre, y que tiritando de frío, flacos, desarrapados, descalzos, os piden una limosnita por el amor de Jesús. Este aguinaldo de Reyes, yo os lo aseguro, no caerá en saco roto, pues vuestros padres os lo aplaudirán, los Santos Reyes lo tendrán muy presente, el Niño Dios os lo recompensará grandemente, y se sentirá dichoso, porque acogisteis perfectamente sus palabras, vuestro amigo RODRIGO

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REVISTA TERESIANA Nº 360, abril 1902, pág. 201.

EL JARDÍN MÍSTICO

¡Hermosa mañanita de abril! Mientras estoy escribiendo estas líneas la lluvia sigue, hace rato, cayendo sobre la tierra sedienta, con ese grato y soñoliento rumor que produce al caer. De vez en cuando los cristales del balcón son azotados por disparatadas gotas, que una ráfaga de viento arroja contra ellos. Pero ¡cuán dulce y armonioso es el ruido de la lluvia cuando se la ve gotear sobre los árboles y plantas del jardín! Me he asomado a gozar de este espectáculo, y no parece sino que la tierra abre sus mil bocas y las abre con avidez para beber el suspirado licor. Las hojas de la higuera, que han crecido mucho en pocos días, parece que cantan su alegría al recibir los flechazos de la lluvia. La mimosa parece que esponja de placer sus ramas y mece sus racimos de oro. El limonero, de verde oscuro; el cerezo de claro matiz; los naranjos, que empiezan a dejar entrever su perfumada flor de azahar; los rosales, cargados ya de botoncitos, algunos entreabiertos; las lilas que ostentan en lo alto sus deliciosos ramos; la madreselva y los jazmines que cubren ya lujosamente el seto de cañas, y que están a punto de florecer; todos ellos se diría que palpitan de contento al sentirse acariciados por deliciosa y oportuna lluvia, tan rica de promesas y esperanzas. La lluvia por Abril, cada gota vale mil,

parece que dicen, con nuestro pueblo agricultor, los sembrados que se extienden por los vecinos campos, y reciben la lluvia como preciosa bendición del cielo. Bendita sea, sí, la lluvia de los cielos, que es el mejor riego para árboles, plantas y todo género de vegetación. Al percibir el eco de la lluvia me he acordado de Santa Teresa de Jesús, que tan íntimo sentimiento poseía de la naturaleza, y con tan profunda delicadeza sabía enlazar sus misterios con los inmensamente más sublimes del espíritu. Comparaba ella nuestra alma a un jardín, y describía el cultivo y los diferentes modos de regarlo, si ha de producir las flores y los frutos que desea el divino Hortelano. Así, pues, nos enseña Teresa en su Vida (cap. XI): “Ha de hacer cuenta el que comienza, que comienza a hacer un huerto en tierra muy infructuosa, y que lleva muy malas yerbas para que se deleite el Señor. Su Majestad arranca las malas yerbas y ha de plantar las buenas. Pues hagamos cuenta que está ya hecho esto, cuando se determina a tener oración un alma y lo ha comenzado a usar; y con ayuda de Dios hemos de procurar como buenos hortelanos que crezcan estas plantas y tener cuidado de regarlas para que no se pierdan, sino que vengan a echar flores que den de sí gran olor, para dar recreación a este Señor nuestro, y así se venga a deleitar muchas veces a esta huerta, y a holgarse entre estas virtudes. Pues veamos ahora de la manera que se puede regar, para que entendamos lo que hemos de hacer, y el trabajo que nos ha de costar, si es mayor la ganancia, o hasta qué tanto tiempo se ha de tener. Paréceme a mí que se puede regar de cuatro maneras; o con sacar el agua de un pozo, que es a nuestro gran trabajo; o con noria y arcaduces, que se saca con un torno; yo la he sacado algunas veces, es a menos trabajo que estotro, y sácase más agua; o de un río o arroyo, esto se riega muy mejor, que queda más harta la tierra de agua y no se ha menester regar tan a menudo, y es menos trabajo mucho del hortelano; o con llover mucho, que lo riega el Señor sin trabajo ninguno nuestro, y es muy sin comparación mejor que todo lo que queda dicho. Ahora, pues, aplicadas estas cuatro maneras de aguas de que se ha de sustentar este huerto, porque sin ella perderse ha, es lo que a mí me hace el caso y ha parecido que se podrá declarar algo de cuatro grados de oración. De los que comienzan a tener oración, podemos decir son los que sacan el agua del pozo; que es muy a su trabajo, como tengo dicho, que han de cansarse en recoger los sentidos, que como están acostumbrados a andar derramados, es harto trabajo. Han menester irse acostumbrando a no se les dar nada de ver, ni oír, y a ponerlo por obra las oras de oración, sino estar en soledad, y apartados pensar su vida pasada; aunque estos primeros y postreros todos lo han de hacer muchas veces; hay más y menos de pensar en esto, como después diré. Al principio andan con pena, que no acaban de entender, que se arrepienten de los pecados; y si hacen, pues se determinan a servir a Dios tan de veras. Han de procurar tratar de la Vida de Cristo, y cánsase el entendimiento en esto. Hasta aquí podemos adquirir nosotras, entiéndase con el favor de Dios, que sin éste, ya se sabe no podemos tener un buen pensamiento. Esto es comenzar a sacar agua del pozo; y aún plegue a Dios la quiera tener, mas al menos no queda por nosotros, que ya vamos a sacarla, y hacemos lo que podemos para regar estas flores; y es Dios tan

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bueno, que cuando por lo que su Majestad sabe (por ventura para gran provecho nuestro) quiere que esté seco el pozo, haciendo lo que es en nosotros, como buenos hortelanos, sin agua sustenta las flores, y hace crecer las virtudes; llamo agua aquí las lágrimas, y aunque no las haya, la ternura y sentimiento interior de devoción. Es también necesario comenzar con seguridad, de que si no nos dejamos vencer, saldremos con la empresa: esto sin ninguna duda, que por poca ganancia que saquen, saldrán muy ricos. No hayáis miedo que os deje morir de sed el Señor, que nos llama a que bebamos desta fuente. De la fuente de agua viva que dijo el Señor a la Samaritana “que quien la bebiera no terná sed”. Y con cuánta razón y verdad, como dicho de la boca de la mesma Verdad, que no la terná de cosa desta vida, aunque crece de las cosas de la otra muy mayor de lo que acá podemos imaginar por esta sed natural. Mas con qué sed se desea tener esta sed, porque entiende el alma su gran valor; y es sed penosísima que fatiga, trae consigo la mesma satisfacción con que se mata aquella sed; de manera, que es una sed que no ahoga sino a las cosas terrenas, antes de hartura, de manera, que cuando Dios la satisface, una de las mayores mercedes que puede hacer al alma, es dejarla con la mesma necesidad, y mayor queda siempre de tornar a beber esta agua”.

Después de algunas horas de benéfica lluvia, serenado el horizonte, la lucido un sol espléndido, bañando en alegre claridad los espacios, la ciudad y los campos. Todo parece renovado y rejuvenecido. Harta de agua la tierra, los labradores esperan abundante cosecha. El verdor de los campos ha recobrado nuevo brillo, como si maravilloso pintor hubiese ido repintando una a una las hojas de árboles y plantas. Heridos por los rayos del sol, reverberan cuajados de luminosa pedrería los sembrados que verdean a lo lejos, así como las hojas de los árboles y plantas del jardín. Ahora sí que echarán olorosas flores y riqueza de frutos, merced a tan excelente riego. Como los producirá dichosamente el alma que, instruida por la santa jardinera Teresa de Jesús, sepa practicar las lecciones que ella da acerca de la oración. Y se convertirá en vergel delicioso, en donde venga a holgarse y deleitarse el divino Jesús, como se holgó y deleitó en el corazón de la Santa, el divino amador de las almas puras. Y será verdaderamente místico jardín. RODRIGO

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REVISTA TERESIANA Nº 369, enero 1903, pág. 97.

CARTAS DE ORÁN (ÁFRICA)2

I

Mi querido amigo: Deseas saber con ansia mis impresiones al pisar por vez primera el suelo africano, y voy a complacerte, con la confianza de que han de serte de algún provecho los apuntes que hice en los tres días que estuve allí. Como la mujer inquieta, andariega y revoltosa (como llamaban en sus días al Serafín del Carmelo Santa Teresa de Jesús), guiaba mi viaje, no extrañarás que salga aquí su nombre algunas veces, pues en todas partes se halla, y si hemos de dar crédito a un ilustre Prelado español, a quien tu conoces muy bien, ella es la que ha de reconquistar otra vez el mundo para su Esposo Jesucristo, cumpliendo el encargo que le hizo de mirar por su honra, porque la honra de Jesús es la honra de Teresa, y la de Teresa es la de Jesús. Salí de Alicante, después de haber dado ejercicios a las animosas Teresianas por espacio de ocho días, al día siguiente de Corpus, tomando la diligencia que conduce a Murcia, para tomar allí el tren hasta Cartagena, de donde salía el vapor correo al día siguiente para Orán. Acompañado de dos hijos beneméritos de San Ignacio que venían de dar misiones en un pueblo de la provincia de Alicante, llegué a Orihuela a las seis de la tarde, después de haber admirado el panorama encantador y fantástico que ofrece la populosa Elche con sus bosques de palmeras. Vi la religiosa y morigerada ciudad de Orihuela, y envidié la suerte de sus habitantes al contemplar cómo discurrían por sus calles los hijos de San Francisco, vestidos con sus hábitos de capuchinos o de observantes, pues hay allí, además del colegio de los Padres Jesuitas, una comunidad de Capuchinos y otra de Franciscanos. ¡Con qué delicia los miraba al declinar el sol, y contemplaba el magnífico Seminario que, edificado sobre una colina, domina la ciudad, y la extensa llanura con sus ricas y frondosísimas huertas! Hasta Murcia, que estará a unas tres leguas, figúrate tú que siempre va la carretera por medio de huertas tan frondosas o más que las de esa mariana ciudad de Tortosa. En Murcia, en el poco tiempo que estuve, visité a las Madres Carmelitas, donde celebré Misa, comunidad edificante que me recordó las gracias y las virtudes de su seráfica Madre, Teresa de Jesús. Allí con un celoso catedrático del Seminario y algunas animosas jóvenes arreglamos la fundación de la Archicofradía Teresiana, cosa que deseaban vivamente, hace muchos años, y hasta el presente no habían podido lograr. Visité la Catedral, cuya fachada es de lo más rico que he visto en su género, ya por la variedad y buen gusto de la ornamentación, como por las bellísimas imágenes de Santos que la adornan, destacándose los cuatro Santos hermanos Leandro, Fulgencio, Isidoro y Florentina. Tuve la dicha de besar el anillo de aquel virtuoso Prelado, el cual, al proponerle la conveniencia de la instalación de la Archicofradía Teresiana, estando yo acompañado de dos celosos sacerdotes, catedráticos del Seminario, exclamó: “manos a la obra”; y creo que habrán cumplido con fidelidad este encargo tan celosos sacerdotes, y que ya tendréis en ésa aviso de la instalación. Tomé el tren correo, y al mediodía hallábame en Cartagena, para tomar el vapor que sale a las cuatro de la tarde. Nada te diré de ciudad tan famosa en la antigüedad y renombrada como en nuestros días, porque espero a mi regreso detenerme un poco y ver sus principales monumentos. Comimos, pues, y a las cuatro estaba ya embarcado en el vapor correo de Alicante con más de cien pasajeros, españoles todos, que iban a Orán, dejando su patria en busca de vida y fortuna mejores. Nunca podré olvidar la penosa impresión que me causó el ver llorar a un tierno niño de ocho años que se embarcaba con su madre para ir a África; daba un sentido adiós a su abuelita y muchas encomiendas para los de casa, porque “¡ay! (exclamaba llorando) tal vez no los veré más”. Y la buena abuelita desde la playa le repetía: “hijo mío, seas bueno, no te olvides de encomendarte a Dios y a la Virgen todos los días”. ¡Pobrecillo!, va a buscar el pan

2 Empezamos a publicar estas interesantes cartas que en Mayo de 1883 escribió y dirigió al

actual director de esta Revista, el que fue su venerable fundador y director inolvidable D. Enri-que, que santa Gloria haya.

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para no morirse de hambre su cuerpo, y tal vez, al pisar las ingratas playas africanas, lo primero que hará es olvidarse de dar el alimento religioso a su alma, y morirá eternamente. ¡Dios mío! ¡Cuán triste es el dejar la patria, cuando ésta se llama España, para ir en busca de otra, que se llama Orán! Hacían más triste este cuadro las imprecaciones de una madre airada, porque al pesar de dejar la patria se añadía el ver cómo maltrataban su pobre y reducido ajuar, al ser colocado en la proa de la lancha que nos había de conducir al vapor. A las cinco estábamos ya fuera del puerto, y después de encomendarnos a la que la Iglesia Santa llama Estrella de los mares, María Inmaculada, y a la Andariega celestial, Teresa de Jesús, tuve que esconderme en la cámara, pues el mar estaba alborotado y mi estómago no podía resistir el balanceo y las arfadas del buque. Así pasamos la noche con toda felicidad, a Dios gracias, hasta que por la mañanita divisamos las costas de África, y, cosa providencial, allí, antes de pisar la tierra, el primer nombre que leímos fue… ¿cuál diríais?...El de la baratona y negociadora celestial, Teresa de Jesús. Sí, mi querido amigo: el nombre de Santa Teresa se lee antes de entrar en el puerto de Orán, pues escrito está en letras muy grandes, para anunciar a todos, que allí hay una playa de Santa Teresa, baños de Santa Teresa y hasta un castillo que lleva el nombre de Santa Teresa. ¡Bendita Santa y bendito nombre! ¡Cuánto alegró nuestro corazón! Íbamos en busca de Teresa, por asuntos de Teresa y de sus hijas de su “Compañía”, las cuales, como sabes, han de ir allá; pero no sospechábamos tan grata sorpresa. Parece que el nombre de Teresa está allí en premio del deseo grande que tuvo la Santa, cuando niña, de abandonar la casa paterna y se dirigió al África a pedir que la descabezasen por Cristo. Como Orán fue un tiempo de España, y aún hoy día parece una colonia española, pues hay allí miles de españoles, no es de maravillar que esté allí el nombre de la sin par Heroína española. Ya estamos en Orán, después de quince horas de vapor…Pero ahora veo que estoy molestando tu atención, y por eso pone aquí punto, para continuar después de algún descanso, tu afectísimo amigo + ENRIQUE DE OSSÓ, Pbro.

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REVISTA TERESIANA Nº 370, febrero 1903, pág. 129.

CARTAS DE ORÁN (ÁFRICA) II

Mi querido amigo: Ya estamos en Orán, te decía por despedida en mi anterior, y siguiendo hoy el hilo de mis apuntes, vuelvo a repetir: ya estamos en Orán, gracias a Jesús de Teresa y a Teresa de Jesús. Mas, ¡cuán penosa impresión recibimos al ver, a nuestra llegada, atestada la playa de moros mal vestidos, andrajosos, sucios, escuálidos, con piernas y brazos desnudos, que con ansia esperaban saltásemos a tierra para llevarnos el equipaje! Al verme a mí y reconocerme por marabú catolich, como ellos llaman a los sacerdotes católicos, se encaramaron antes de tiempo al vapor tres o cuatro de estos hambrientos cicerones, y por más que el capitán de la embarcación hizo cuanto pudo para separarlos, ellos ni atendían a las razones, ni cedían a los empujones que les daba; todo lo sufrían con gusto por disputarse el llevar mi maleta y poder cobrar dos reales. Señor, somos pobres, decían en mal español los infelices moros, dénos una limosna. Por fin, descendí como pude a una lancha, tomé un carruaje y a los diez minutos me hallaba en la parroquia de la Mosqué, donde celebraron el Oficio, pues era domingo. Causóme gran impresión el ver que el celebrante, el digno cura párroco, y los dos ministros asistentes iban con barba, que les daba un aspecto venerable. Creílos misioneros en un principio, mas luego me aseguraron, que todo el clero africano lleva barba, ya por imitar al gran Obispo de Hipona San Agustín, ya por causar más respeto a los moros, los cuales al ver un hombre afeitado, o que no lleva barba, lo tienen por afeminado. Mucho cantan los buenos franceses durante la Misa y al fin de ella, pues monaguillos, ministros y asistentes todos, todos cantan las alabanzas del Señor. Poca gente noté en la iglesia durante la función, y escaso fue el número de fieles que asistió a la Misa que yo celebré. La iglesia de la Mosqué viene a tener las mismas dimensiones que la de San Antonio de esa, y aunque sólo se celebran en ella cuatro Misas los días festivos y cuenta la población con 20.000 habitantes, nunca se llena, pues escasamente habrá mil personas que asistan al Santo Sacrificio de la Misa; y aún esas pocas, son la mayor parte españolas. Y nota bien, amigo mío, que lo que de España viene acá, por regla general no es lo mejorcito en religión y moralidad, como puedes comprender. Por la tarde asistimos a la procesión del Corpus que los alumnos del Seminario Conciliar hacían por sus inmensos jardines y prados, extramuros de la ciudad, pues las leyes francesas no permiten aquí hacer ningún acto de culto público de procesiones, ni menos llevar el Señor Sacramentado, aunque sea a los enfermos por viático. Antes, me dicen, no era así, pero ahora está mal bajo todos los conceptos la religión en Francia y en todos sus dominios. Gran consuelo tuve al ver en la procesión dos numerosos coros de doncellas españolas y africanas que llevaban el pendón de la Purísima Concepción, y saber que eran hijas de María muy fervorosas, parroquianas de las iglesias de San Andrés y del Espíritu Santo. La mayor parte son de las provincias de Alicante, Murcia y Almería, que son las que más contingente dan a la tierra africana. Era un espectáculo hermoso el ver la gran multitud que acompañaba al Señor y le adoraba al pasar por la larga carrera de los jardines; pero al mismo tiempo causábame profundo dolor el no descubrir ningún hombre en la procesión, y rarísimos entre los espectadores. Fuera de los colegiales y sacerdotes, las demás personas eran mujeres, algunas religiosas y niñas. La cruz elevada en lo más alto del declive de aquella pendiente, sostenía la bandera tricolor. ¿Qué mano colocó aquella bandera de tristes recuerdos sobre la enseña de la religión?...De súbito vino a mi mente lo que pasa en Francia, esto es, que la bandera de la República domina y se enseñorea, o a lo menos trata de enseñorearse de la Religión por completo, haciendo una Francia atea. ¿Lo logrará? Jesús Sacramentado, depositado por el Iltre. Vicario general sobre el ara del altar donde se levantaba la cruz y dando la bendición a aquella numerosa multitud postrada de hinojos, daba claras señales de que ha de humillar otra vez la impiedad triunfante. Así sea. Allí tuve el gusto de conocer al Sr. Vicario general, al Secretario del Sr. Obispo y Vicesecretario, y a los PP. De San Vicente de Paúl, a cuya dirección está confiado dicho Seminario, los cuales Padres me honraron invitándome a comer en su mesa. Por fin de fiesta tuvimos que dejar tan amable compañía, y volver a las ocho de la noche a buen paso a la parroquia del Espíritu Santo, donde se hacía aquel día, por ser

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domingo, el mes de María en español. Llegamos a hora del sermón, así fue que, sin descansar un momento, me puse el sobrepelliz y subía al púlpito, pues esperaba con ansia oír al misionero español toda la colonia española. La iglesia estaba llena de españoles, profusamente iluminada, y adornada con abundantes y bien combinadas flores. Muchas niñas vestidas de blanco y con ramos de flores en las manos hacían la guardia de honor a la Reina del Amor Hermoso. Al dar una mirada sobre mis hermanos españoles en tierra africana, mi corazón se dilató y se alegró. Salúdelos en nombre del Señor, y les hablé por espacio de media hora de la Reina de los Cielos, y de la Madre de los cristianos. Recordéles que eran hijos del Pilar y Covadonga, de Montserrat y de la Virgen de los Desamparados, etc., encargándoles no se olvidasen jamás de que eran hijos de España, patrimonio de María, la nación que más favorecida se ha visto por esta gran Señora, y que enseñasen los padres a sus hijos a invocar a María, a recurrir a María, que ella les sería siempre Madre, socorro, amparo y consuelo en todas sus necesidades. Entonces me forjé la ilusión de que estaba en España, pues admití a una porción de jóvenes a ser Hijas de María, y una niña jovencita recitó con gracia y buena entonación una bellísima poesía a la Virgen, consagrándose con sus hermanas todas a tan excelsa Madre. El coro de canto de las Hijas de María dirigido por españoles, cantó delicadas piezas musicales, que el celoso padre Misionero Catá cuida de hacerse venir de España. Así que, pasé uno de los ratos más felices al verme rodeado de tanta multitud de hermanos españoles fuera de España, honrando a nuestra Madre y Patrona la excelsa Virgen María. Por fin di la bendición con el Santísimo Sacramento, terminando la función cerca de las diez de la noche, hora en que fuimos a tomar el descanso que necesitábamos, pues desde nuestra llegada a Orán no habíamos tenido un momento de reposo. Adiós, y que nos guarde. Hasta la otra. Tu amigo +ENRIQUE DE OSSÓ, Pbro.

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REVISTA TERESIANA Nº 371, marzo 1903, pág. 166.

CARTAS DE ORÁN (ÁFRICA)

III

Mi querido amigo: Voy a despedirme de esta tierra africana contándote lo que nos pasó el último día. Por la mañanita nos levantamos, y con el señor José, que es un buen español de cerca de Valencia, que hace veinte años vive en África, subimos a celebrar Misa en la capilla de la Virgen que domina a Orán, pues está al pie del fuerte de Santa Cruz que corona la más alta de las montañas que cercan a la ciudad. Después de media hora de rápida subida, llegamos a la ermita de la Virgen. De aquí se disfruta de un panorama encantador. Orán a vista de pájaro, su puerto muy frecuentado, sus fuertes de San Gregorio, Santa Teresa, el castillo de Rosalca, la mezquita árabe, la sinagoga y Casa de la villa en construcción, la Catedral, el nuevo Hospital, el campo santo, Orán, en fin, con sus calles tortuosas y pendientes rápidas, el paseo y el ferrocarril que va a Argel…todo, todo se descubre desde aquí. Todo lo antiguo es español. Al pasar la puerta de la muralla leí con dolor: año 1754. ¿Con que cien años atrás, me dije, España escribió estas letras sobre la piedra? ¿Las borrarán los siglos, antes que vuelva España a leerlas?...

Al descender de la ermita, con el amabilísimo Sr. Cura de la Catedral, visitamos ésta, donde vi las armas de España y del cardenal Cisneros, y luego después con dicho señor y el celoso P. Catá, visitamos al Sr. Obispo, que es el tercero que ocupa la silla de Orán. Nos recibió con suma amabilidad, y explicándole el objeto de mi ida a Orán, bendijo nuestra obra y nuestros planes, ofreciéndonos su cooperación y apoyo. Vimos el obrador de caridad, y el colegio que el celoso e infatigable misionero P. Catá, mataronés, ha levantado de pie en la parte alta de Orán para las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús. La parte que está construida, con el huerto rodeado de muralla, es capaz para contener unas treinta internas, teniendo su capilla, salas de clase, dormitorios correspondientes, y quedan aún algunos miles de palmos de terreno para edificar, donde de presumir es que se levantarán nuevas casas tan luego habiten el colegio las Hijas de la gran Teresa, pues hay muchos buenos españoles que desean llegue este momento para aprovecharse de tan buena compañía.

De regreso vi, después de comer en casa del vicesecretario del Sr. Obispo y en compañía del Vicario general, un Padre jesuita italiano y otros buenos sacerdotes, la mezquita árabe acompañado del secretario del Sr. Obispo, que es mahonés, pues no quiso volviese a España sin ver lo más notable de esta capital. Antes de entrar en la mezquita hay un pórtico y un pequeño jardín con sus fuentes, donde, para entrar en la mezquita, se bañan o lavan los moros. Saludamos al Marabú, que estaba leyendo sentado sobre un rico diván, y luego nos señaló el moro (sacristán, diríamos nosotros) que debía darnos las babuchas para pasear por la mezquita. Seguí el ejemplo de mi compañero, no sin protestar antes y asegurarme que no incluía aquel acto ningún reconocimiento de la ley de Mahoma. Tú que has visto a Córdoba, sabrás ya la disposición de las mezquitas, y por lo mismo no hay necesidad de que me entretenga en hacer una minuciosa descripción de esta de Orán, que nada notable encierra. El suelo está todo tapizado de alfombras de varios colores y de mayor o menor riqueza. Los arcos son bajos y hay en ella una multitud de columnas.

Allí vimos algunos pobres secuaces de la falsa ley de Mahoma, que hacían profundas reverencias y genuflexiones; otros que invocaban el nombre de Alá y su profeta; otros que echados (sic) al suelo, sobre las alfombras, dormían envueltos en su capa o manto, y allá en un rincón, vimos cinco o seis que, echados también, leían el corán y disputaban, al parecer, sobre la inteligencia de algún trozo del mismo. Lástima grande nos causó el ver estas almas, adorando a quienes no conocen, sentadas en las tinieblas y sombras de la muerte, y mayor fue esta lástima cuando al salir de la mezquita, vimos detrás de ella a una porción de mujeres, a las que apenas siquiera se les descubrían los ojos, envueltas en sus mantos, las cuales tenían que contentarse con rondar la mezquita, pues les está vedado entrar en ella.

¡Oh mujeres cristianas! ¿Cuándo sabréis agradecer bastante a la Religión Católica los inmensos beneficios que de ella habéis recibido? ¡Ah! donde no brilla el sol del cristianismo o se eclipsa, la mujer es esclava, o va forjándose las cadenas que han de atarla a la esclavitud y a la degradación. A los ojos de los infieles sois cosas, no personas; algo menos que las bestias

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para muchos, pues mejor cuidan de su caballo, que de su mujer. Sed buenas hijas, buenas esposas, buenas madres cristianas, y no consintáis se os arranque de vuestra frente la fe cristiana, pues el día que perdáis esa fe, descenderéis del rango de señoras, de reinas del hogar doméstico, y seréis esclavas degradadas. Con la fe caerá la corona de reina de vuestra cabeza. Mirad a vuestras hermanas de África, y al comparar vuestra dicha y posición social con la suya, dirigid una mirada amorosa al Gólgota, y exclamad agradecidas: “Gracias, Jesús mío y Redentor mío, gracias María Inmaculada, Madre mía. A vosotros debemos nuestra libertad y nuestra felicidad; seremos agradecidas y no dejaremos caer la corona de dignidad cristiana que con tantos dolores y tanta sangre habéis ceñido sobre nuestras cabezas. Primero morir, que degradarnos apostatando de la fe de nuestros padres”.

Al salir de allí ya no pensé en otra cosa que en ir a recoger mi equipaje para dirigirme al barco, pues a las cinco debíamos partir a España.

Ya estamos en el vapor…ya ha levado anclas y salimos del puerto saludando a nuestros buenos amigos que nos despiden desde la playa. Por última vez saludo en África el nombre bendito de Santa Teresa, que, como te dije, se lee en grandes letras al extremo del puerto, por ser playa y baños y castillo de Santa Teresa de Jesús. Nos encomendamos otra vez a la que la Iglesia saluda por Estrella de los mares, y que brilla en su colosal estatua sobre la capilla consagrada a su nombre en lo alto del fuerte de Santa Cruz; rezamos a la celestial Andariega para que nos alcance feliz viaje, y con objeto de evitar el mareo me eclipsó algunas horas, para después salir a contemplar, a media noche, el imponente espectáculo que ofrece el firmamento y la creación en una apacible noche, cuando en alta mar sólo se descubren mar y estrellas, y el ruido imponente que el vapor causa al surcar las saladas aguas y dejar estela luminosa tras sí.

Mucho ansía abrazarte tu amigo + ENRIQUE DE OSSÓ, Pbro.

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REVISTA TERESIANA Nº 372, abril 1903, pág. 193.

CARTAS DE ORÁN (ÁFRICA)

IV Y ÚLTIMA

Mi querido amigo: Son las doce de la noche, y el estar todo callado, oyéndose tan sólo el acompasado ruido del vapor que con su hélice hiende los mares, me convida a dejar mi escondite y trasladarme sobre cubierta, para contemplar el imponente cuadro que presenta la creación.

Se ha dicho, y es una verdad, que no hay cosa más elocuente y que mejor hable y eleve el corazón que una noche serena; pero si esta noche serena, cuyas glorias cantó con sublime estilo el más sublime de los vates españoles, Fr. Luis de León, se contempla en medio de la inmensidad de los mares, entonces suben de punto su magnificencia y gloria.

El cielo estrellado, al mirarse en el espejo del mar, descubre mejor su diafanidad y magnificencia. Mar y cielo, estrellas y aguas, y un buque que demuestra el ingenio del hombre, he aquí lo único que se presenta a mi vista y a mi consideración, en la calma apacible de este noche serena.

Pero digo mal: a lo lejos se divisa una luz que va desapareciendo de nuestra vista, y que, según el timonero, es un vapor que viaja con rumbo al estrecho de Gibraltar.

Desaparece la luz, y sólo nos quedamos con el cielo y mar. ¡Cuán bien se canta aquí, amigo mío, y resuena callada y elocuentemente, en el interior del alma, el Coeli enarrant gloriam Dei et operam anuum ejus anunciant firmamentum! Y luego el ¡Nox nocti indicat scientiam!

Las admirables páginas que Fr. Luis de León dedica a ponderar la impresión agradable que produce en el alma la vista del cielo estrellado, se comprenden aquí de una manera inexplicable.

El amor de las estrellas al mirarse unas a otras y enviarse sus luces; sus pasos concordes y desiguales, sus movimientos ciertos…todo, todo eleva el alma a un mundo superior; y como todo es orden y concierto admirable lo que aquí se descubre, hace este bien al alma, que por los ojos parece se le entra la paz, cuya imagen tan perfectamente dibujada descubre en las obras de la creación. ¡Domine, Dominus noster!; ¡quam admirábile est nomem tuum in universa terra! Al experimentar las sacudidas que las olas dan al buque, al ver las encrespadas ondas que le mueven, me veo forzado a exclamar: Mirabiles elationes maris; mirabilis in altis Dominus.

Con el maquinista, pregonero y timonero, únicos que velaban sobre cubierta, pasé amigablemente media hora de conversación amena. Examinamos la máquina, sencilla por demás, del vapor Salinas, correo de Alicante, que en pocos quintales de carbón hace su travesía semanal, desde Alicante a Cartagena y Orán.

Mirando constantemente a la brújula, el timonero guiaba el buque con mano certera, en medio del laberinto de las olas y en mitad de la noche, como si anduviese por camino trillado en mediodía; y no discrepaba del verdadero derrotero un segundo, merced al cuadrante que tenía marcado en el círculo de la brújula.

(Suspendo esta carta, mi querido amigo, para concluir en Cartagena…). Ya divisamos nuestra patria. Los montes parece van saliendo del profundo de los

mares, a medida que nos acercamos a tierra, para tomar su posición natural. ¡Cuán bello es saludar a la patria, después de haber estado en extranjera tierra!

Ya estamos otra vez en España, patrimonio de María y santificado con su presencia, patria de tantos millares de héroes cristianos.

A las ocho de la mañana, gracias al Señor, llegamos con toda felicidad a Cartagena, y en las pocas horas que tengo de estancia, he visitado la casa donde nacieron y vivieron los cuatro Santos, Fulgencio, Isidoro, Leandro y Florentino, casa hoy destruida, o albergue de pobres ancianos, que cuidan las Hermanitas de los Pobres. He visto también la columna desde donde se leían las sentencias de muerte a los mártires, el pozo cuyo brocal, según la tradición, movió a San Isidoro a proseguir los estudios, al ver la hendidura causada por el roce de la cuerda. Vimos el hospicio y casa donde hay más de ochocientas niñas, que reciben educación religiosa; la iglesia principal, harto pequeña para tan populosa ciudad, pero que basta por la escasa devoción de sus habitantes. Vimos el arsenal famoso y las murallas acribilladas de balazos, cuando la intentona cantonal. Vimos…vimos y sentimos, mi querido amigo, el deseo

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vehemente que hay en nuestro pecho de verte y abrazarte, y cruzar otra vez los mares en compañía el que hoy vuelve solo, y es tu afectísimo amigo

+ ENRIQUE DE OSSÓ, Pbro. Cartagena, Septiembre de 1883.

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REVISTA TERESIANA Nº 392, diciembre 1904, pág. 84.

CARTA ABIERTA

A CONCHITA

Aunque yo no te lo hubiese prometido, mi buena y querida niña, te aseguro que no me sentiría satisfecho del todo si, al llegar tu hermosa y benditísima fiesta, no te pusiese algunas líneas de felicitación, a vueltas de merecidas protestas de afecto, ungidas con el perfume de dulcísimos recuerdos. ¡Cuán grande y glorioso, cuán dulce y arrobador debe de ser, y es para todos, el día de la Inmaculada Concepción de María! Yo no sé qué es lo que de nuevo, de virginal e inmaculado acierto a descubrir en este día que, por una manera la más deliciosa, llena cumplidamente todos los senos de mi alma y de mi corazón. Cuando yo era niño (lo recuerdo muy bien), este día se me ofrecía como arrebolado por una luz tan suave, dulce y graciosa que, en mi inocencia, me imaginaba no debía de ser otra que la luz desprendida de los castos, serenos y virginales ojos de la Inmaculada. Dijérase que llegaban entonces al fondo de mi alma inefables voces y sonidos, impregnados de tanta dulzura, que yo hubiese jurado que no eran sino los dulces suspiros exhalados por el corazón de la más buena y más pura de las madres. Yo no entendía aún - ¿y cómo lo había de entender? – lo que quería decir “Concepción Inmaculada de María”; pero a mi modo me lo fingía lindamente, creyendo columbrar en lontananza un océano sin fondo ni riberas, de pureza, de amor, de hermosura, de luz y claridad. Y mi alma inocente complacíase, como atrevida barquichuela, en bogar a través de las ondas suavísimas y transparentes de ese mar, cifrado en la Inmaculada Concepción de la Virgen. Otra cosa recuerdo también, y es que una prima mía, a quien creo que tú conoces, desde hacía mucho tiempo que no estrenaba ningún vestido ni pañuelo ni un lazo siquiera, con el objeto de estrenarlo todo ese, día hermoso entre los hermosos días. ¡Pero qué tontería el venir a contar todas estas cosas a una niña tan buena y tan hermosa como tú, para quien la fiesta de la Concepción Inmaculada - ¿te figuras que no lo sé? – es inagotable manantial de purísimos placeres, origen de preciosas gracias y augurio feliz de las más sonrientes esperanzas! ¡Qué tontería el contar lo que de niño sentía mi corazón, a una niña que, en achaque de sentir cosas delicadas y puras y santas, tengo para mí que podría ofrecernos muchos ejemplos que imitar! “Que no, que no”, me estás diciendo; pero la sonrisa de tu mamá me está asegurando que sí. Y si no, ¿atrévete a negarme que estáis haciendo, durante la velada, una novena a la Virgen Inmaculada, y en tu mismo cuarto, ente el escaparate de tu hermosísima Patrona, rodeada de guirnaldas, de luces y de flores y de otros adornos con que tú, sí, señorita, has querido sorprender a todos los de tu casa? ¿Niégame también que todas las noches te pones al piano y amenizas el piadoso acto, y aún cometes la…picardía de no contentarte con tocar, sino que unes tu voz a los delicados sonidos del instrumento? No, no creas que vaya a reñirte por ello. Haces, mi buena niña, lo que debes hacer, honrando a la Virgen Inmaculada, y no sólo honrándola, sino constituyéndote en heraldo de su devoción. Cuanto al jueves próximo, ¿verdad que tu corazón está ya latiendo de júbilo y de placer, sólo con pensar en ese benditísimo día? Se me antoja que no será preciso que te despierten. Creo, por el contrario, que tú vas a despertar a todo el mundo. Hasta adivinaría el tema de tus hermosos y virginales ensueños. Mira, que no salgas demasiado pronto de casa, por la mañanita; pero, eso sí, prepárate bien, como nunca te has preparado, para confesar y comulgar, en esta fiesta jubilar de la Inmaculada. Estoy cierto de que ya tu corazón te dice lo que debe ser tu comunión del jueves. Ya tu corazón te advierte que ni el cristal más puro, ni el más cándido ampo de nieve, ni la luz más radiante han de aventajar en nitidez y blancura a la estola con que tu alma se apareja para recibir al Señor. Que ni el más pequeño rinconcito de tu corazón quede envuelto en la más ligera sombra. Que el amor a Dios y a María Inmaculada lo ilumine y esclarezca todo, de suerte que tu alma y tu cuerpo brillen con la luz de la divina gracia, a la manera que un vaso de limpísimo cristal, resplandece y arroja vívidos destellos, merced a la luz encerrada en su seno. Y cuando en las entrañas de tu espíritu y en los inmaculados abrazos de tu corazón tengas y poseas al Hijo purísimo de María Inmaculada, no te quedes corta en pedir, ¿lo entiendes? Pídele cuanto tú necesites y todos necesitamos, porque en ese día, tanto Jesús como su Madre no deben andar escasos. Es una de las mayores fiestas del cielo, como lo es

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de la tierra; y con esto queda dicho todo. Por la Santa Iglesia, por el Papa, por los Prelados, por el Clero, por la juventud, por tus padres, por tus amiguitas… ¿Te parece si hay necesidades? Pero yo no advierto que esto se hace largo, y aún no te he dicho lo que quería decirte. Lo adivinas perfectamente. Pido al Señor que el día de tu hermosísima fiesta sea un día lleno, lleno de gracias y bendiciones celestiales para tu alma, y lleno de consuelos y alegrías puras para tu corazón. De esa dichosa plenitud, que participen, por supuesto, tus padres y hermanitas, y ¿te parece que seré yo demasiado ambicioso si pido algo para mí? Adiós, mi buena y querida niña. Que seas siempre verdadera hija de María Inmaculada y Teresa de Jesús, desea y pide al cielo tu afmo. RODRIGO

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REVISTA TERESIANA Nº 403, noviembre 1905, pág. 40.

PLEGARIA AL SERAFÍN DEL CARMELO (1)

¡Cuán grato es contemplar estos lugares desde los patrios lares! La vista de tan bella perspectiva nos sumerge en un dulce arrobamiento que eleva el pensamiento, a explayarse gozoso más arriba. Y si las entusiastas teresianas, unidas como hermanas, podemos visitar en esta altura a nuestra amada Virgen y Señora, y a la excelsa Doctora, ya no cabe soñar dicha más pura. De nuestro amor a nuestra gran Maestra hora una nueva muestra no venimos a darle únicamente, pues con nosotras, a su altar bendito se acerca el Rebañito para ofrecerle su primer presente. Es el don que la cándida inocencia rinde a la preeminencia de aquélla, cuyas gracias fueron tantas, que resplandece en nuestra patria historia como un Sol, y en la Gloria brilla como gran Santa entre las Santas. Un corazón de oro es hoy la ofrenda que, de respeto en prenda, los tiernos angelitos de este suelo, grey escogida del divino Niño, dedican con cariño al Serafín sublime del Carmelo. Mira a tus pies, Teresa, a estas chiquillas ingenuas y sencillas: Tú que a la tierna infancia amaste tanto, guía piadosa por doquier sus huellas, y crecerá con ellas su inclinación a lo que es puro y santo. Cuando viva la fe en el alma impera desde la edad primera, el amor a Jesús es tan profundo, arraiga en nuestros pechos de tal modo, que está encima de todo lo que halaga y seduce en este mundo. Sostennos, pues, oh Madre, y no permitas que nuestras hermanitas en mal hora pospongan, obcecadas, a las flores fugaces y terrenas, las ricas azucenas

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de celestial aroma perfumadas. Siguiendo siempre bajo tu estandarte, ansiosas de imitarte, merced a tu benéfica influencia, será su corazón, hora inocente, más fuerte, más valiente, y más luz brillará en su inteligencia. Si hoy al pie de tu altar bullen graciosas, cual tiernas mariposas; alzando a cada instante más el vuelo, de la Archicofradía Teresiana, ellas harán mañana

con sus virtudes un vergel en el cielo.

A. C.

(1) Leída por la Srta. Dª Antonia Ubach, de Terrasa, en la velada literario-musical celebrada en Montserrat, con motivo de la Peregrinación Teresiana.

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REVISTA TERESIANA Nº 409, mayo 1906, pág. 246.

PRIMAVERAL

A ANITA

Si no nos engaña el calendario, nos hallamos ya en el delicioso Mayo, el mes de las esperanzas y de los sueños de color de rosa. ¿No es verdad, preciosica de mi alma, no es verdad que tu corazón se abre en este mes a los más hermosos sentimientos, como la tierra se abre a los dulces efluvios de la Primavera, y a los destellos del sol, impregnados de sonrisas y promesas las más halagadoras? Ayer salí al campo, en donde pasé todo el día oyendo, embriagado de placer, las palpitaciones de la naturaleza, por cuyas entrañas corren, al parecer desbordados, ríos de savia, de fecundidad y de vida. ¡Cuán hermoso estaba todo aquello! Asegúrote, por vida mía, que el delicioso paisaje que a la vista teníamos, merecía ser contemplado por tus ojos de color de cielo, y cruzado por tus ligeros pies de corcilla saltadora. El río, que bajaba hinchado y llegando casi a lo más alto de las márgenes, no parecía sino la arteria principal que derramaba la vida por todos aquellos sonrientes campos. Los sembrados, ya muy crecidos, semejaban preciosas y transparentes esmeraldas, arrojadas aquí y allá por aquella delicada alfombra, que parecía esperar la breve y suave huella de tus pies. Los árboles frutales estaban florecidos hasta más no poder, y hubieras dicho que bandadas de mariposas de todos los colores habían ido a posarse sobre todas las ramas, según lo cuajadas que estaban de flores. Al dulce soplo de un vientecillo fresco y delicado se mecían blandamente las ramas, y los sembrados, como si fueran lagos de verdes aguas, formaban apacibles y sucesivas ondas que deleitaban grandemente los sentidos. Yo me entretenía en coger, aunque no con tu nativa gracia, puñados de hojas de las ramas y de los arbustos, aspirando sus suaves y distintas fragancias con indecible voluptuosidad. Los pájaros mostraban bien claramente cuánto gustaban de bañarse en los vivificantes rayos del sol, y con qué delicia venían a exhalar sus armoniosos trinos en las floridas ramas, desde donde colgarán, muy pronto acaso, el nido de sus amores. Y mira tú si la naturaleza se mostró amable y hasta tentadora conmigo. No faltaron madrugadoras mariposas, de nevadas alas salpicadas de oro y topacio, que después de envolverme con amorosos círculos, me obligaron con coquetería a correr tras ellas, sin tener la fortuna de coger una siquiera, por más que las echó casi enojado un pañuelo y hasta el sombrero. Yo envidié tu habilidad para cogerlas, acordándome de aquella tarde inolvidable en que del hueco de tu delicada mano hiciste cárcel de doradas mariposas. Por estrechas sendas ceñidas de nacientes florecillas, crucé en todas direcciones aquellos campos, hablé con los campesinos, visité la iglesia de una aldea, y luego fui a descansar con mis compañeros a la sombra de un bosquecillo, junto a la orilla del Ebro, en donde…me puse a meditar. Enfrente de mí, a la otra parte del río, se levanta una antiquísima y almenada torre que domina el paisaje. Este recuerdo dio un giro particular a mis pensamientos, que contrastan con los que suele inspirar la venida de la Primavera. Aunque si he de decirte la verdad, en el fondo de las puras alegrías que esta hermosa Estación despierta en mi alma, siempre descubro una gota de acíbar, una amarga lágrima que yo saboreo con cierto indefinible deleite. Ya lo decía un poeta: El dolor tiene también Cierto placer delicado… Todo esto es hermoso, pensaba yo. Los campos se engalanan, los árboles florecen, el río parece querer desbordarse, saltan bullidores los arroyos, se abren las flores, cantan los

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pájaros, la luz es más pura, más azul el cielo, más suave el ambiente, todo más bello, más juvenil y halagador… Torna, sí, la Primavera con su cortejo de atractivos y encantos; ¡pero la Primavera de la vida viene una vez, una sola vez, para no volver! Festivo y encantador como siempre, rico de juventud y hermosura, henchido de virginales fragancias y nuevas armonías, sonríe la Primavera a la naturaleza toda. Mas ¡ay! que el corazón tiene también sus Primaveras y sus Otoños, y no siempre florecen a un tiempo los lirios de los valles y las rosas de los corazones. Todo esto es muy hermoso, pensaba yo; pero ¿querrás creer, Anita, que mis pensamientos volaban muy lejos, hasta encontrar flores aún más bellas y más deliciosos atractivos? Las ondas del río pasaban raudamente cerca de mis pies: pasaban los vientecillos sobre mi cabeza; pasaban las nubes en la profundidad del espacio; todo pasaba… Como pasan las horas tan suspiradas; como pasa la juventud florecida; como pasan, camino de la tumba, nuestros amigos del alma; como también pasaremos nosotros, preciosa Anita, tal vez sin podernos decir adiós, como me dijiste hace algún tiempo, al separarnos uno del otro. Torna, sí, la Primavera coronada de flores para nosotros; pero ¡para cuántos, ¡ay!, no ha tornado la Primavera! Con el corazón palpitante de amor, con la cabeza llena de esperanzas y de ilusiones, con el vigor y brío de la juventud la esperaban muchos, como nosotros; pero ¡para cuántos no brilla ni alegra el sol de la nueva Primavera, ni las auras del presente Mayo esparcen sus balsámicas esencias! Este cambio continuo, este vertiginoso curso del tiempo, este saludarnos un momento para despedirnos en seguida, este perpetuo separarnos ¡separarnos siempre!...es lo que más me turba, me espanta y me deja casi sin sentido. Te confieso francamente que no acabo yo de comprender ni me explico una cosa tan sencilla y tan trivial como es esta. ¿Te la explicas acaso tú y la comprendes, mi buena e inocente Anita? Sí, tu lo sabes mejor que yo; tú te lo explicas perfectamente todo, porque la luz de la fe esclarece tu alma y sólo ella te ha podido inspirar aquellas palabras de oro, que copiándolas de tu última carta, las he grabado en el fondo de mi corazón: “¡Oh, cuán felices seremos si podemos juntarnos para siempre en el cielo!”. Sí, tú lo has dicho, y lo has dicho bien. No podemos hallar en la tierra un Mayo que no pase y cuyas flores no se marchiten. Sólo en el cielo, en donde ríe una eterna Primavera, podremos unirnos en Dios para no separarnos jamás, y satisfacer los deseos de nuestro corazón. RODRIGO

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REVISTA TERESIANA Nº 413, septiembre 1906, pág. 378.

TORTOSA A SU PATRONA NUESTRA SEÑORA DE LA CINTA

Con solemnidades y festejos extraordinarios ha demostrado la hermosa ciudad del Ebro, su predilección por la augusta Madre de Dios, que les donara, en testimonio de amor, el preciadísimo Cíngulo o Cinta con que ceñía su cuerpo sacratísimo e inmaculado. Brillante y grandilocuente fue la oración que desde el púlpito de la gótica Catedral pronunció con ardor de apóstol el P. Rabasa, escolapio, el día de la fiesta, ante un auditorio tan numeroso como entusiasta de fieles tortosinos. Así el Excmo. Sr. Arzobispo de Granada (que invitado por el Prelado de Tortosa, quiso honrarse en tal día honrando a la Virgen, celebrando de pontifical), como el Excmo. señor Obispo de Tortosa, D. Pedro Rocamora, hubieron de felicitar con toda cordialidad al preclaro hijo de San José de Calasanz por su sermón fervorosísimo. Complacido por ello, el mismo Sr. Arzobispo, tan conocido y amado por la ciudad, se dignó presidir la suntuosa y espléndida procesión, que se verificó aquella misma tarde, a través de las calles engalanadas, y ante un concurso de fieles extraordinario, mostrando todos con su actitud de piedad y recogimiento, la devoción entusiasta que Tortosa sigue profesando a su celestial Patrona. ¡Bien haya un Pueblo que, como Tortosa, a pesar de las furiosas embestidas de la impiedad, sabe resistir y vencer a los poderosos enemigos que lo rodean, ceñido y robustecido aquél por la preciosa Cinta que adora como el más rico tesoro de su corazón! Además de la espléndida novena que los tortosinos han dedicado a su excelsa Patrona, siendo orador el sabio P. Oliber, jesuita, todos los días se han verificado festejos extraordinarios. Entre ellos, merece recordarse el Coso Iris, que desfiló por algunas calles, con grande admiración y alegría de los asistentes, para quienes era nuevo este espectáculo. Aunque buenos y entretenidos algunos números, como la fiesta veneciana en el Ebro, los fuegos artificiales, y certámenes musicales, etc., etc., no tuvieron la importancia que el arriba citado. Sin embargo, la gente se divirtió, el concurso de forasteros fue grande, y nada perdió, sino lo contrario, el comercio de Tortosa. Por nuestra parte podemos añadir, que una vez más nos fue grato por extremo el adorar el sagrado Cíngulo de María, así ante el altar mayor, como durante la procesión; y que pudimos honrarnos ofreciendo nuestros respetos y el homenaje de nuestra veneración a los insignes Prelados de Granada y de Tortosa. ¡Dichoso río Ebro, que si en Zaragoza rindes al sagrado Pilar de la Madre de Dios las perpetuas armonías de tus ondas, aquí en Tortosa, antes de sepultarse en el abismo del mar, tributas al inestimable Cíngulo de la misma celestial Señora, el cariñoso homenaje de tus gemidores y musicales murmurios! RODRIGO

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REVISTA TERESIANA Nº 464, diciembre 1910, pág. 84.

CARTA ABIERTA

A CONCHITA

Aunque yo no te lo hubiese prometido, mi buena y querida niña, te aseguro que no me sentiría satisfecho del todo si, al llegar tu hermosa y benditísima fiesta, no te pusiese algunas líneas de felicitación, a vueltas de merecidas protestas de afecto, ungidas con el perfume de dulcísimos recuerdos. ¡Cuán grande y glorioso, cuán dulce y arrobador debe de ser, y es para todos, el día de la Inmaculada Concepción de María! Yo no sé qué es lo que de nuevo, de virginal e inmaculado acierto a descubrir en este día que, por una manera la más deliciosa, llena cumplidamente todos los senos de mi alma y de mi corazón. Cuando yo era niño (lo recuerdo muy bien), este día se me ofrecía como arrebolado por una luz tan suave, dulce y graciosa que, en mi inocencia, me imaginaba no debía de ser otra que la luz desprendida de los castos, serenos y virginales ojos de la Inmaculada. Dijérase que llegaban entonces al fondo de mi alma inefables voces y sonidos, impregnados de tanta dulzura, que yo hubiese jurado que no eran sino los dulces suspiros exhalados por el corazón de la más buena y más pura de las madres. Yo no entendía aún - ¿y cómo lo había de entender? – lo que quería decir “Concepción Inmaculada de María”; pero a mi modo me lo fingía lindamente, creyendo columbrar en lontananza un océano sin fondo ni riberas, de pureza, de amor, de hermosura, de luz y claridad. Y mi alma inocente complaciese, como atrevida barquichuela, en bogar a través de las ondas suavísimas y transparentes de ese mar, cifrado en la Inmaculada Concepción de la Virgen. Otra cosa recuerdo también, y es que una prima mía, a quien creo que tú conoces, desde hacía mucho tiempo que no estrenaba ningún vestido ni pañuelo ni un lazo siquiera, con el objeto de estrenarlo todo ese, día hermoso entre los hermosos días. ¡Pero qué tontería el venir a contar todas estas cosas a una niña tan buena y tan hermosa como tú, para quien la fiesta de la Concepción Inmaculada - ¿te figuras que no lo sé? – es inagotable manantial de purísimos placeres, origen de preciosas gracias y augurio feliz de las más sonrientes esperanzas! ¡Qué tontería el contar lo que de niño sentía mi corazón, a una niña que, en achaque de sentir cosas delicadas y puras y santas, tengo para mí que podría ofrecernos muchos ejemplos que imitar! “Que no, que no”, me estás diciendo; pero la sonrisa de tu mamá me está asegurando que sí. Y si no, ¿atrévete a negarme que estáis haciendo, durante la velada, una novena a la Virgen Inmaculada, y en tu mismo cuarto, ante el escaparate de tu hermosísima Patrona, rodeada de guirnaldas, de luces y de flores y de otros adornos con que tú, sí, señorita, has querido sorprender a todos los de tu casa? ¿Niégame también que todas las noches te pones al piano y amenizas el piadoso acto, y aún cometes la…picardía de no contentarte con tocar, sino que unes tu voz a los delicados sonidos del instrumento? No, no creas que vaya a reñirte por ello. Haces, mi buena niña, lo que debes hacer, honrando a la Virgen Inmaculada, y no sólo honrándola, sino constituyéndote en heraldo de su devoción. Cuanto al jueves próximo, ¿verdad que tu corazón está ya latiendo de júbilo y de placer, sólo con pensar en ese benditísimo día? Se me antoja que no será preciso que te despierten. Creo, por el contrario, que tú vas a despertar a todo el mundo. Hasta adivinaría el tema de tus hermosos y virginales ensueños. Mira, que no salgas demasiado pronto de casa, por la mañanita; pero, eso sí, prepárate bien, como nunca te has preparado, para confesar y comulgar, en esta fiesta jubilar de la Inmaculada. Estoy cierto de que ya tu corazón te dice lo que debe ser tu comunión del jueves. Ya tu corazón te advierte que ni el cristal más puro, ni el más cándido ampo de nieve, ni la luz más radiante han de aventajar en nitidez y blancura a la estola con que tu alma se apareje para recibir al Señor. Que ni el más pequeño rinconcito de tu corazón quede envuelto en la más ligera sombra. Que el amor a Dios y a María Inmaculada lo ilumine y esclarezca todo, de suerte que tu alma y tu cuerpo brillen con la luz de la divina gracia, a la manera que un vaso de limpísimo cristal, resplandece y arroja vívidos destellos, merced a la luz encerrada en su seno. Y cuando en las entrañas de tu espíritu y en los inmaculados abrazos de tu corazón tengas y poseas al Hijo purísimo de María Inmaculada, no te quedes corta en pedir, ¿lo entiendes? Pídele cuánto tú necesites y todos necesitamos, porque en ese día, tanto Jesús como su Madre no deben andar escasos. Es una de las mayores fiestas del cielo, como lo es

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de la tierra; y con esto queda dicho todo. Por la Santa Iglesia, por el Papa, por los Prelados, por el Clero, por la juventud, por tus padres, por tus amiguitas… ¿Te parece si hay necesidades? Pero yo no advierto que esto se hace largo, y aún no te he dicho lo que quería decirte. Lo adivinas perfectamente. Pido al Señor que el día de tu hermosísima fiesta sea un día lleno, lleno de gracias y bendiciones celestiales para tu alma, y lleno de consuelos y alegrías puras para tu corazón. De esa dichosa plenitud, que participen, por supuesto, tus padres y hermanitas, y ¿te parece que seré yo demasiado ambicioso si pido algo para mí? Adiós, mi buena y querida niña. Que seas siempre verdadera hija de María Inmaculada y Teresa de Jesús, desea y pide al cielo tu afmo. RODRIGO