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Las razones del derecho. Sobre la justificación de las decisiones judiciales Manuel Atienza 44 1. Derecho y argumentación Alguien podría pensar que Toulmin exageró un tanto las cosas cuando afirmó que la lógica era, o debía ser, «jurisprudencia generalizada 45 ». Pero no me parece que nadie pueda poner en duda que argumentar constituye la actividad central de los juristas y que el Derecho suministra al menos uno de los ámbitos más importantes para la argumentación. Ahora bien, ¿qué significa argumentar jurídicamente? ¿Hasta qué punto se diferencia la argumentación jurídica de la argumentación ética o de la argumentación política? ¿Cómo se justifican racionalmente las decisiones jurídicas? ¿Cuál es el criterio de corrección de los argumentos jurídicos? ¿Suministra el Derecho una única respuesta correcta para cada caso? ¿Cuáles son, en definitiva, las razones del Derecho: no la razón de ser del Derecho, sino las razones jurídicas que sirven de justificación para una determinada decisión? Con el fin de sugerir algo parecido a una respuesta a algunos de los anteriores interrogantes (en algún caso, inevitablemente, la respuesta consistirá en abrir nuevos interrogantes), utilizaré como hilo conductor de mi exposición un caso jurídico reciente y que además ha suscitado -como no podía ser de otra forma- un enorme interés tanto dentro como fuera del mundo del Derecho: el problema planteado por la huelga de hambre de los presos del GRAPO. –––––––– 52 ––––––––

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Las razones del derecho. Sobre la justificación de las decisiones judiciales

Manuel Atienza44

1. Derecho y argumentación

Alguien podría pensar que Toulmin exageró un tanto las cosas cuando afirmó que la lógica era, o debía ser, «jurisprudencia generalizada45». Pero no me parece que nadie pueda poner en duda que argumentar constituye la actividad central de los juristas y que el Derecho suministra al menos uno de los ámbitos más importantes para la argumentación. Ahora bien, ¿qué significa argumentar jurídicamente? ¿Hasta qué punto se diferencia la argumentación jurídica de la argumentación ética o de la argumentación política? ¿Cómo se justifican racionalmente las decisiones jurídicas? ¿Cuál es el criterio de corrección de los argumentos jurídicos? ¿Suministra el Derecho una única respuesta correcta para cada caso? ¿Cuáles son, en definitiva, las razones del Derecho: no la razón de ser del Derecho, sino las razones jurídicas que sirven de justificación para una determinada decisión?

Con el fin de sugerir algo parecido a una respuesta a algunos de los anteriores interrogantes (en algún caso, inevitablemente, la respuesta consistirá en abrir nuevos interrogantes), utilizaré como hilo conductor de mi exposición un caso jurídico reciente y que además ha suscitado -como no podía ser de otra forma- un enorme interés tanto dentro como fuera del mundo del Derecho: el problema planteado por la huelga de hambre de los presos del GRAPO.

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2. Un caso jurídico difícil: La huelga de hambre de los GRAPO

Los hechos del caso en cuestión -y que el lector sin duda recordará- son los siguientes. A finales de 1989, varios presos de los Grupos Antifascistas Primero de Octubre (GRAPO) se declararon en huelga de hambre como medida para conseguir determinadas mejoras en su situación carcelaria; básicamente, con ello trataban de presionar en favor de la reunificación en un mismo centro penitenciario de los miembros del grupo, lo que significaba modificar la política del Gobierno de dispersión de los presos por delito de terrorismo. Diversos jueces de vigilancia penitenciaria y varias Audiencias provinciales tuvieron que pronunciarse en los meses sucesivos acerca de si cabía o no autorizar la alimentación forzada de dichos reclusos cuando su salud estuviera amenazada, precisamente como consecuencia de la prolongación de la huelga de hambre. Los órganos jurisdiccionales -al igual que la opinión pública y la opinión «esclarecida» de juristas, filósofos, etc. -no llegaron a una misma conclusión, sino a las dos, o tres, siguientes e incompatibles entre sí.

La primera (expresada, por ejemplo, en autos del juez de vigilancia penitenciaria de Cádiz [de 24-1-90], de la sala primera de la Audiencia provincial de Zaragoza [de 14-2-90 y 16-2-90] o de la sala segunda de la Audiencia provincial de Madrid) [de 15-2-90] consistió en considerar que la Administración está autorizada a (lo que significa también, tiene la obligación de) alimentar a los presos por la fuerza, aun cuando éstos se encuentren en estado de plena consciencia y manifiesten, en consecuencia, su negativa al respecto. La segunda solución (que se puede encontrar en los autos de los jueces de vigilancia penitenciaria de Valladolid [de 9-1-90], de Zaragoza [de 25-1-90], No. 1 de Madrid [de 25-1-90], o de la Audiencia provincial de Zamora [de 30-3-90] y que parece contar también con un considerable apoyo en la doctrina penal española46) fue que la Administración sólo está autorizada a tomar este tipo de medidas cuando el preso ha perdido la consciencia. Finalmente, la tercera solución (defendida en algunos medios de opinión pública, pero que no ha sido suscrita por ningún órgano jurisdiccional, aunque sí cuente con algún respaldo en la doctrina penal) sería la de entender que la Administración

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no está autorizada a tomar tales medidas, ni siquiera en este último supuesto, es decir, cuando el preso ha perdido la consciencia47.

El caso se planteó también ante el Tribunal Constitucional en dos recursos de amparo que dieron lugar a otras tantas sentencias del tribunal (de 27 de junio de 1990 y de 19 de julio de 1990) en las que se defiende, precisamente, la primera de las soluciones antes indicadas. La argumentación del tribunal (tengo en cuenta únicamente la primera de esas sentencias, pues la segunda se basa exactamente en los mismos razonamientos) sigue, cabe decir, la siguiente estrategia. En el recurso de amparo se aducía que el auto de la sala segunda de la Audiencia provincial de Madrid en que se declaraba «el derecho-deber de la Administración penitenciaria de suministrar asistencia médica... a aquellos reclusos en huelga de hambre una vez que la vida de éstos corriera peligro» (es decir, la primera de la solución) suponía una vulneración de los artículos 1.1, 9.2, 10.1, 15, 16.1, 17.1, 18.1, 24.1 y 25.2 de la Constitución. El pleno del tribunal va descartando uno a uno los diversos motivos de impugnación y centra su

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argumentación en el derecho a la integridad física y moral garantizada por el artículo 15 de la Constitución. La alimentación forzada de los presos constituye para el tribunal, en efecto, una limitación de este derecho fundamental, pero que considera justificada por la necesidad de preservar el bien de la vida humana. Y aquí, a propósito del conflicto que surge entre el valor de la vida y el valor de la autonomía personal, el tribunal justifica su opción en favor del primero de ellos -en favor de la vida- basándose, esencialmente, en los tres argumentos siguientes.

El primero es que el derecho a la vida tiene un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte. La persona «puede fácticamente disponer sobre su propia muerte... la privación de la vida propia o la aceptación de la propia muerte es un acto que la ley no prohíbe», pero no constituye un «derecho subjetivo». En consecuencia, «no es posible admitir que la Constitución garantice en su artículo 15 el derecho a la propia muerte», y por tanto, «carece de apoyo constitucional la pretensión

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de que la asistencia médica coactiva es contraria a ese derecho constitucionalmente inexistente» [fundamento jurídico 7].

El segundo argumento es que los presos no usan de la libertad reconocida en el artículo 15 «para conseguir fines lícitos», sino «objetivos no amparados por la ley»: «la negativa a recibir asistencia médica sitúa al Estado, en forma arbitraria, ante el injusto de modificar una decisión, que es legítima mientras no sea judicialmente anulada, o contemplar pasivamente la muerte de personas que están bajo su custodia y cuya vida está legalmente obligado a preservar y proteger» [fundamento jurídico 7].

Y el tercer argumento -que es también al que más relevancia concede el tribunal- es que la «relación especial de sujeción «en que se encuentran los reclusos en relación con la Administración penitenciaria permite «en determinadas situaciones, imponer limitaciones a los derechos fundamentales de internos que se colocan en peligro de muerte a consecuencia de una huelga de hambre reivindicativa, que podrían resultar contrarias a esos derechos si se tratara de ciudadanos libres o incluso de internos que se encuentren en situaciones distintas» [fundamento jurídico 6]. La Administración, en virtud de esta situación de sujeción especial, «viene obligada a velar por la vida y la salud de los internos sometidos a su custodia; deber que le viene impuesto por el art. 3.4 de la L. O. G. P., que es la ley a la que se remite el art. 25.2 de la Constitución como la habilitada para establecer limitaciones a los derechos fundamentales de los reclusos, y que tiene por finalidad, en el caso debatido, proteger bienes constitucionalmente consagrados, como son la vida y la salud de las personas» [fundamento jurídico 8].

3. La teoría de la argumentación jurídica

La teoría de la argumentación jurídica -como cualquiera puede supo tiene como objeto de reflexión las argumentaciones que se producen en contextos jurídicos. En el Derecho existen básicamente tres contextos de argumentación: el de la producción o establecimiento de normas jurídicas; el de la aplicación de normas jurídicas a la resolución de casos; y el de la denominada «dogmática jurídica». Sin embargo, las

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teorías de la argumentación jurídica que se han venido desarrollando en los últimos años (desde los estudios pioneros de los años 50 de Viehweg48, Perelman49 y Toulmin50, hasta las recientes construcciones de MacCormick51 y Alexy52) no se han ocupado prácticamente del primero de estos contextos, seguramente por considerar que se trata de una argumentación más política que jurídica; se han centrado en el segundo, el de la argumentación que se lleva a cabo en la resolución de casos jurídicos; y han prestado alguna atención al tercero, el de la dogmática jurídica, en la medida en que la argumentación dogmática no difiere esencialmente de la que efectúa un órgano jurisdiccional. Simplificando un tanto las cosas, podría decirse que mientras que los órganos aplicadores tienen que resolver casos individuales (por ejemplo, si se les debe alimentar o no por la fuerza a los presos del GRAPO en huelga de hambre), el dogmático del Derecho se plantea más bien casos genéricos (por ejem, el problema de determinar cuáles son los límites entre el derecho a la vida y el derecho a la libertad personal y cuál de los dos derechos debe prevalecer en caso de conflicto). Pero, como hemos visto, la solución dada a esta última cuestión juega un papel muy importante -por no decir, determinante- en la resolución de la primera. O, dicho de otra manera, la dogmática jurídica es una actividad compleja que desarrolla diversas funciones: una de ellas es la de suministrar criterios -argumentos- para la aplicación del Derecho en las diversas instancias en que esto tiene lugar, y la de ordenar y sistematizar los diferentes sectores del ordenamiento jurídico.

Así pues, tanto la labor de los órganos jurisdiccionales y, en general, aplicadores del Derecho, como la de los dogmáticos, puede decirse que consiste en producir argumentos para la resolución de casos, bien sean individuales o genéricos, reales o ficticios. ¿Pero qué significa más exactamente argumentar?

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Qué significa argumentar

Desde el punto de vista de la lógica, un argumento es un encadenamiento de proposiciones, puestas de tal manera que de unas de ellas (las premisas) se sigue(n) otra(s) (la conclusión). El ejemplo tradicional y bien conocido es el silogismo que tiene a Sócrates como protagonista: Todos los hombres son mortales; Sócrates es un hombre; luego, Sócrates es mortal. Quien acepta la verdad de las primeras proposiciones (la mortalidad de los hombres y la humanidad de Sócrates) viene obligado a aceptar también la última, la conclusión de que Sócrates es mortal. También a propósito de la sentencia sobre los GRAPO podríamos decir que el tribunal en algún momento efectúa -explícita o, cuando menos, implícitamente- una inferencia de este tipo. Lo que el Tribunal Constitucional establece en dicha sentencia podríamos ponerlo, en efecto, en forma silogística o deductiva: [La Administración tiene la obligación de velar por la vida de los presos, incluso cuando estos, voluntariamente, la ponen en peligro; con su huelga de hambre, los presos del GRAPO están poniendo en peligro sus vidas; por lo tanto, la Administración tiene la obligación de velar por la vida de estos presos].

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Alguien podría decir que esa no es aún la conclusión a que llega el tribunal, pero una objeción semejante puede ser fácilmente contestada mediante otro silogismo u otra deducción: la obligación de la Administración de velar por la vida de los presos implica que cuando su salud corra grave riesgo como consecuencia de una huelga de hambre, debe alimentarles por la fuerza; la huelga de hambre de los presos del GRAPO les sitúa, en efecto, en una situación de riesgo grave para su salud; por lo tanto, la Administración debe alimentarles por la fuerza.

En estos dos últimos ejemplos -y dejadas al margen algunas cuestiones técnicas que no hacen aquí al caso- diríamos que la situación es la misma que en el silogismo a propósito de Sócrates. Las proposiciones son quizás más complejas, las conclusiones seguramente más interesantes (la mortalidad de Sócrates, al parecer, ni siquiera le importó demasiado a él mismo, quizás porque él fuera uno de los inventores de la teoría de la inmortalidad del alma; por el contrario, si se les debe o no alimentar por la fuerza a los presos del GRAPO es una cuestión discutida y discutible),

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pero respecto de los tres ejemplos podríamos decir lo mismo; si uno acepta las premisas, entonces parece que necesariamente debe aceptar también la conclusión.

Ahora bien, esto podríamos presentarlo también de otra forma. Podríamos decir que lo que justifica que afirmemos que Sócrates es mortal o que la Administración debe alimentar por la fuerza a los presos del GRAPO son las premisas respectivas de estos razonamientos. Las premisas son razones que sirven de justificación a la conclusión. Un argumento podríamos verlo entonces no simplemente como una cadena de proposiciones, sino como una acción que efectuamos por medio del lenguaje. El lenguaje, como sabemos, lo utilizamos para desarrollar funciones o usos distintos. Mediante el lenguaje puedo informar, prescribir, expresar emociones, preguntar, aburrir, insultar, alabar... y puedo también argumentar. El uso argumentativo del lenguaje significa que aquí las emisiones lingüísticas no consiguen sus propósitos directamente, sino que es necesario producir razones adicionales. Para conseguir insultar a alguien basta incluso con pronunciar una sola palabra. Pero no se argumenta simplemente con decir que Sócrates es mortal o que los presos del GRAPO deben ser alimentados por la fuerza. Para argumentar se necesita además producir razones en favor de lo que decimos, mostrar qué razones son pertinentes y por qué, rebatir otras razones que justificarían una conclusión distinta, etc. En definitiva, argumentar es una actividad que puede llegar a ser muy compleja. Piénsese, por ejemplo, a propósito del caso de los GRAPO, en la cantidad de razones en una u otra dirección que pueden encontrarse en las resoluciones de los diversos órganos jurisdiccionales, del ministerio fiscal, de los abogados, etc. Tales razones, en parte se solapan y en parte no; algunas nos parecen sumamente fuertes, otras equivocadas y otras quizás discutibles; unos argumentos son centrales con respecto al problema discutido, otros periféricos y otros sencillamente ornamentales; etc. Y algo parecido cabe decir en relación con el resultado que normalmente se persigue en las argumentaciones jurídicas: justificar determinadas decisiones. ¿Cómo es entonces posible que una tarea tan compleja como la de llegar a una decisión en un caso particularmente difícil como el de los GRAPO se resuelva simplemente con un silogismo, o con un par de ellos? ¿Es eso todo lo que queremos

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decir cuando hablamos de justificar o de argumentar en favor de una decisión? ¿Es, en definitiva, el método de

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la lógica -el método deductivo- el que debe seguir el jurista teórico o práctico para la resolución de los problemas jurídicos?

El papel de la lógica en la argumentación jurídica

Me parece que la mayor parte de los juristas -y no sólo de los juristas españoles- responderían negativamente a esta última cuestión. Unos traerían aquí probablemente a colación la famosa frase del juez Holmes de que «la vida del Derecho no ha sido lógica, sino experiencia53», o la crítica, en general, de los realistas americanos a la teoría del silogismo judicial. El juez -escribió, por ejemplo, Frank54- no parte de alguna regla o principio como su premisa mayor, toma luego los hechos del caso como premisa menor y llega a su resolución mediante un puro proceso de razonamiento. El juez -o los jurados- toman sus decisiones de forma irracional -o, por lo menos, arracional- y posteriormente las someten a un proceso de racionalización. La decisión, por tanto, no se basa en la lógica, sino en los impulsos del juez determinados por factores políticos, económicos y sociales, y, sobre todo, por su propia idiosincrasia. Otros recordarán probablemente a Viehweg y, con él, dirían que el método de la jurisprudencia no ha de ser -e históricamente no ha sido- el axiomático o deductivo de la lógica, sino el estilo -más bien que método- de la tópica. Que la clave del razonamiento jurídico no se encuentra en el paso de las premisas a la conclusión, sino en el establecimiento de las premisas. La tópica, en definitiva -nos dice Viehweg siguiendo una famosa distinción ciceroniana de origen estoico- no es un ars iudicandi, sino un ars inveniendi.

Este punto de vista crítico en relación con el papel que juega la lógica en el razonamiento jurídico apunta a algo que es cierto -la insuficiencia de la lógica para dar cuenta de todos los aspectos de la argumentación jurídica- pero es esencialmente erróneo en la medida en que pretende disociar y contraponer la lógica -la lógica deductiva- y la argumentación jurídica. El error consiste en no haber distinguido, por un lado, entre explicar y justificar una decisión y, por otro lado, dentro de la justificación,

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entre lo que hoy se suele llamar justificación interna y justificación externa55.

Explicar y justificar decisiones: contexto de descubrimiento y contexto de justificación

Para aclarar el primer par de conceptos, puede echarse mano de una distinción que procede de la filosofía de la ciencia, entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación de las teorías científicas. Así, por un lado está la actividad consistente en descubrir o enunciar una teoría y que, según opinión generalizada, no es susceptible de un análisis de tipo lógico; lo único que cabe aquí es mostrar cómo se genera y desarrolla el conocimiento científico, lo que constituye una tarea que compete al sociólogo y al historiador de la ciencia. Pero, por otro lado, está el procedimiento

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consistente en justificar o validar la teoría, esto es, en confrontarla con los hechos a fin de mostrar su validez; esta última tarea requiere un análisis de tipo lógico (aunque no sólo lógico) y está regida por las reglas del método científico (que, por tanto, no son de aplicación en el contexto de descubrimiento).

Pues bien, esta distinción se puede trasladar al campo de la argumentación en general, y al de la argumentación jurídica en particular. Así, una cosa es el procedimiento mediante el que se llega a establecer una determinada premisa o conclusión, y otra cosa el procedimiento consistente en justificar dicha premisa o conclusión. Si pensamos en el argumento que concluye afirmando que «a los presos del GRAPO se les debe alimentar por la fuerza», la distinción la podemos trazar entre los móviles psicológicos, el contexto social, las circunstancias ideológicas, etc., que llevaron a un determinado juez o tribunal a dictar esa resolución, y las razones que el órgano en cuestión ha dado para mostrar que su decisión es correcta o aceptable, esto es, que está justificada. Decir que el juez tomó esa decisión debido a sus fuertes creencias religiosas o a su identificación con la política penitenciaria del Gobierno significa enunciar una razón explicativa; decir que la decisión del juez se basó en una determinada

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nada interpretación del artículo 15 de la Constitución significa enunciar una razón justificativa. Los órganos jurisdiccionales o administrativos no tienen -al menos, por lo general- que explicar sus decisiones, sino que justificarlas.

Y si se tiene en cuenta esta distinción, es muy fácil ver cuál es el error en que incurren los realistas americanos y, en general, quienes sostienen que el proceso de toma de decisión de los órganos jurídicos no se efectúa de hecho según un modelo lógico. El error consiste, precisamente, en haber confundido el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación. Es muy posible que, de hecho, las decisiones se tomen precisamente como ellos sugieren, esto es, que el proceso mental del juez vaya de la conclusión a las premisas y no al revés, e incluso cabe pensar que la decisión (al menos, en algunos casos) es, sobre todo, fruto de prejuicios; pero ello no anula la necesidad de justificar la decisión, ni convierte tampoco a esta tarea en algo imposible. En otro caso, habría que negar también que se pueda dar el paso de las intuiciones a las teorías científicas, o que, por ejemplo, científicos que ocultan ciertos datos que se compadecen mal con sus teorías estén por ello privándolas de sentido.

Justificación interna y justificación externa

La otra distinción, a la que antes me refería, tiene lugar dentro del contexto de justificación y consiste en lo siguiente. Una vez que un juez o un tribunal ha llegado a establecer, por un lado, la premisa normativa: por ejemplo, la obligación de la Administración de velar por la vida de los presos implica que cuando la salud de éstos corra graves riesgos como consecuencia de una huelga de hambre, debe alimentarles por la fuerza; y, por otro lado, la premisa fáctica: la huelga de hambre de los presos del GRAPO les sitúa, en efecto, en una situación de riesgo grave para su salud; la justificación de la conclusión: a los presos del GRAPO se les debe alimentar por la fuerza, es sólo una cuestión de lógica. Justificar aquí significa que la inferencia en

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cuestión, esto es, el paso de las premisas a la conclusión es lógicamente -deductivamente- válido: quien acepte las premisas debe aceptar también la conclusión; o, dicho de otra manera, para quien acepte las premisas, la conclusión en cuestión está justificada. A este tipo de justificación, de la que obviamente no puede carecer ninguna decisión jurídica, se le suele llamar justificación interna.

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Ahora bien, este tipo de justificación sólo es suficiente cuando ni la norma o normas aplicables ni la comprobación de los hechos suscitan dudas razonables. Dicho de otra manera, la lógica deductiva resulta necesaria y suficiente como mecanismo de justificación para los casos jurídicos fáciles o rutinarios. Pero, naturalmente, en la vida jurídica no se dan únicamente este tipo de supuestos, sino que, con cierta frecuencia, surgen también casos difíciles (que es de los que se ocupa especialmente la teoría de la argumentación jurídica), esto es, supuestos en que el establecimiento de la premisa normativa y/o de la premisa fáctica resulta una cuestión problemática. En tales casos, es necesario presentar argumentos adicionales -razones- en favor de las premisas, que probablemente no serán ya argumentos puramente deductivos, aunque eso no quiera decir tampoco que la deducción no juegue aquí ningún papel. A este tipo de justificación que consiste en mostrar el carácter más o menos fundamentado de las premisas es a lo que se suele llamar justificación externa. En relación con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el caso de los GRAPO, la consideración del derecho a la vida como un derecho no disponible, la caracterización de la situación del preso como de sujeción especial con respecto a la Administración penitenciaria y la calificación de la huelga de hambre como actividad que persigue fines ilícitos son los argumentos que, de acuerdo con la opinión del tribunal, (o, más exactamente, de la mayoría de sus miembros), fundamentan una determinada interpretación de la Constitución y de la Ley Orgánica General Penitenciaria que funciona como premisa normativa del esquema de justificación interna. Esos argumentos constituyen básicamente -y suponiendo que mi reconstrucción de la argumentación del tribunal constitucional sea correcta- la justificación externa de su decisión. Por supuesto, en los casos difíciles la tarea de argumentar en favor de una decisión se centra precisamente en la justificación externa. La justificación interna sigue siendo necesaria, pero no es ya suficiente y pasa, por así decirlo, a un segundo plano de importancia.

4. Cómo se argumenta frente a un caso difícil

El proceso de argumentación jurídica frente a un caso difícil podría quizás reconducirse al siguiente esquema.

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En primer lugar, hay que identificar cuál es el problema a resolver, esto es, en qué sentido nos encontramos frente a un caso difícil. En general, cabría decir que existen

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cuatro tipos de problemas jurídicos56: 1) problemas de relevancia, cuando existen dudas sobre cuál sea la norma aplicable al caso; por ejemplo: ¿son aplicables, en relación con el recurso de amparo que resuelve el Tribunal Constitucional, diversas normas internacionales que supuestamente habría vulnerado el auto recurrido? [cfr. fundamento jurídico 3];

2) problemas de interpretación, cuando existen dudas sobre cómo ha de entenderse la norma o normas aplicables al caso; por ejemplo: ¿cómo debe interpretarse el art. 15 de la Constitución y, en particular, qué significa ahí derecho a la vida?;

3) problemas de prueba, cuando existen dudas sobre si un determinado hecho ha tenido lugar; por ejemplo: ¿fue realmente voluntaria la decisión de los presos del GRAPO al declararse en huelga de hambre?;

4) problemas de clasificación, cuando existen dudas sobre si un determinado hecho que no se discute cae o no bajo el campo de aplicación de un determinado concepto contenido en el supuesto de hecho de la norma; por ejemplo: ¿puede clasificarse la alimentación forzada de los presos del GRAPO como un caso de «tortura» o «trato inhumano o degradante», según el sentido que tienen estos términos en el art. 15 de la Constitución? [cfr. fundamento jurídico 9].

En segundo lugar, una vez determinado, por ejemplo, que se trata de un problema de interpretación, habría que ver si el mismo surge por una insuficiencia de información (esto es, la norma aplicable al caso es una norma particular que, en principio, no cubre el caso sometido a discusión) o por un exceso de información (la norma aplicable puede entenderse de varias maneras que resultan incompatibles entre sí).

En tercer lugar, hay que construir hipótesis de solución para el problema, esto es, hay que construir nuevas premisas. Si se trata de un

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problema interpretativo por insuficiencia de información, la nueva premisa será una interpretación de la norma suficientemente amplia como para abarcar el caso en cuestión. Si se trata de un problema interpreta por exceso de información, habrá que optar por una de entre las diversas interpretaciones posibles de la norma en cuestión, descartando todas las demás.

En cuarto lugar, hay que justificar las hipótesis formuladas, esto es, hay que presentar argumentos en favor de la interpretación propuesta. Si se trataba de un problema de insuficiencia de información, la argumentación podríamos llamarla -en sentido amplio- analógica (incluyendo aquí tanto los argumentos a pari o a simili como los argumentos a contrario y a fortiori). Si se trataba de un problema de exceso de información, la argumentación tendrá lugar según el esquema de la reductio ad absurdum: se trataría de mostrar, por ejemplo, que determinadas interpretaciones no son posibles porque llevarían a consecuencias -entendido este último término en un sentido muy amplio- inaceptables.

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En quinto y último lugar, hay que pasar de la nueva o nuevas premisas a la conclusión. Esto es, hay que justificar internamente, deductivamente, la conclusión.

5. Criterios de corrección de los argumentos jurídicos

Ahora bien, según lo que hemos visto hasta aquí, la teoría de la argumentación jurídica (que he tratado de presentar, naturalmente, en forma muy esquemática) cumpliría una función de reconstrucción racional. Suministra un entramado conceptual, un modelo que, convenientemente desarrollado, debería permitirnos analizar con una cierta profundidad -y supuesto que el modelo se considere aceptable- los procesos de argumentación jurídica -de justificación de las decisiones- que tienen lugar de hecho. Sin embargo, parece también que una teoría de la argumentación jurídica no debe perseguir únicamente una finalidad de tipo analítico o descriptivo, sino que debe cumplir también -al menos, hasta cierto punto- una función prescriptiva. No debe mostrar únicamente cómo argumentan de hecho los juristas, sino también cómo deben argumentar. El problema no es sólo el de aclarar que es un argumento o en qué consiste la actividad de argumentar, sino también cuándo un argumento (un argumento jurídico) es correcto o es más correcto que otro.

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Por lo pronto, si comparamos la argumentación jurídica con la argumentación que tiene lugar, por ejemplo, en la ciencia o en la filosofía, nos tropezamos inmediatamente con una peculiaridad de la argumentación jurídica que no siempre ha sido bien comprendida. Mientras que en la ciencia y en la filosofía -sobre todo, en la filosofía- las discusiones pueden proseguir indefinidamente, esto es, el proceso de argumentación es un proceso abierto, en el sentido de que no hay ninguna autoridad que tenga la última palabra, en el Derecho la argumentación está, en diversos sentidos, limitada y, en particular, existen instituciones -los órganos de última instancia- que ponen punto y final a la discusión. El que las cosas sean así se debe, naturalmente, a que las instituciones jurídicas -a diferencia de las científicas o filosóficas- no tiene como su función central la de aumentar nuestro conocimiento del mundo, sino la de resolver, mejor o peor, conflictos sociales; no persiguen básicamente una finalidad cognoscitiva, sino práctica. Para lograr esto, se establecen órganos -por ejemplo, el Tribunal Constitucional en nuestro país- que toman decisiones que, efectivamente, hemos de considerar como definitivas (al menos, en relación con un determinado caso). Pero que una decisión sea, en este sentido, definitiva, no quiere decir que sea infalible; ni siquiera que sea correcta. La sentencia del Tribunal Constitucional a propósito de la huelga de hambre de los GRAPO constituye, en mi opinión, un buen ejemplo de decisión última o definitiva, pero equivocada. ¿Y qué quiere decir esto?

No quiere decir, desde luego, que el tribunal haya cometido un error de tipo lógico, un error -podemos ahora decir con más exactitud- en la justificación interna de su decisión. Si se aceptan las premisas de las que parte el tribunal, entonces su decisión está justificada. Lo que ocurre es que esas premisas no parecen estar -o, al menos, así me lo parece a mí- bien fundamentadas. Lo que falla en la sentencia, en definitiva, es su justificación externa y, más exactamente, la fundamentación de la premisa normativa

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que establece la obligación de la Administración de velar por la vida de los presos, incluso cuando éstos, voluntariamente, la ponen en peligro. Como se recordará, el tribunal justificaba esta interpretación mediante tres argumentos: la no disponibilidad del derecho a la vida; la calificación de la huelga de hambre como actividad que persigue «objetivos no amparados por la ley»; y la caracterización de la situación del preso como de sujeción especial con respecto a la Administración penitenciaria.

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Ninguno de los tres argumentos me parece, sin embargo, que sea sólido.

Por lo que se refiere a la forma de entender el derecho a la vida -y aunque ésta sea una cuestión de enorme complejidad y que aquí sólo es posible rozar-, lo menos que puede decirse es que cabe otra interpretación distinta a la que hace el Tribunal Constitucional que, además, comete, en mi opinión, un cierto error conceptual que consiste en lo siguiente. El Tribunal Constitucional tiene razón al pensar que el derecho a la vida tiene un contenido de protección positiva y que, en ese sentido, no puede asimilarse a un derecho de libertad en el sentido clásico de una libertad negativa. En relación con el derecho a la vida, el Estado no puede limitarse a no poner en riesgo nuestras vidas (como ocurre, por ejemplo, con la libertad de expresión o con la libertad de propiedad, donde el Estado asume únicamente una posición de no intervención y de garantía frente a intromisiones de terceros), sino que además tiene deberes positivos, es decir, debe poner los medios para garantizarnos la vida (hospitales, asistencia médica adecuada, etc.). Pero eso no significa necesariamente que el derecho a la vida no sea disponible en el sentido en que no es disponible, por ejemplo, el derecho a la educación (el niño -o sus padres- no tienen libertad para decidir si aquél debe recibir o no educación). El derecho a la vida es, en mi opinión, un derecho de libre disposición en el sentido de que -a diferencia de lo que pasa, por ejemplo, con el derecho a la educación- se tiene derecho a vivir o a morir. Pero, naturalmente, de la vida no se puede disponer como se dispone de la propiedad, porque el derecho a la vida no puede configurarse como una libertad negativa. El propietario puede transmitir a otro su derecho sobre un determinado objeto, pero yo no puedo transmitir a otro mi derecho a vivir o a morir. En esto, el derecho a la vida se asemeja al derecho de voto o el derecho a elegir una determinada religión. Yo no puedo vender mi voto o hacer -válidamente- un contrato renunciando en el futuro a adherirme a un determinado credo religioso, pero sin embargo, soy libre de votar o de no votar (tal y como está configurado este derecho en nuestro ordenamiento) o de adherirme o no a una religión. En definitiva, el Tribunal Constitucional estaría olvidando que entre una libertad negativa y lo que suele llamarse un «derecho-deber», existen categorías intermedias donde cabría muy razonablemente incluir el derecho a la vida.

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El segundo argumento del tribunal, el de que conduzca la huelga de hambre los presos del GRAPO pretenden perseguir fines no lícitos, hace pensar que los magistrados del Tribunal Constitucional (o la mayoría de ellos) tienen una concepción de lo que

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significa poseer un derecho fundamental que sería más bien de temer si decidieran ser coherentes con ella. Pues tener un derecho fundamental parece que tiene que significar que, al menos en principio, ninguna directriz política ni objetivo social colectivo puede prevalecer frente a él57. El que el ejercicio de un derecho implique un obstáculo para llevar a cabo una determinada política gubernamental o que, incluso, sitúe al Gobierno ante un auténtico dilema no puede ser, por sí misma, una razón válida para limitar dicho derecho. En otro caso, habría que limitar también, y por las mismas razones, la libertad de expresión, de manifestación, etc., cuando con ellas se persigan «fines ilícitos».

En relación con el tercer argumento, la interpretación que en él se hace de la relación de sujeción especial parece verdaderamente insostenible. El internado en centro penitenciario goza -o ha de gozar- de los mismos derechos fundamentales que el ciudadano libre, en la medida en que éstos sean compatibles con el cumplimiento de la pena. Como argumenta en su voto particular uno de los magistrados discrepantes: «la obligación de la Administración penitenciaria de velar por la vida y la salud de los internos no puede ser entendida como justificativa del establecimiento de un límite adicional a los derechos fundamentales del penado, el cual, en relación a su vida y salud como enfermo, goza de los mismos derechos y libertad es que cualquier otro ciudadano, y por ello ha de reconocérsele el mismo grado de voluntariedad en relación con la asistencia médica y sanitaria».

La conclusión que cabe extraer de estos tres argumentos -o contraargumentos es que la respuesta correcta al problema que plantea la huelga de hambre de los GRAPO no es la contenida en la sentencia del Tribunal Constitucional. En mi opinión, tampoco lo sería la otra, la defendida por la juez de vigilancia de Madrid, según la cual sólo podía alimentarse a los presos una vez que éstos hubieran perdido la consciencia. Sino la tercera, la que sostiene que ni siquiera en este último supuesto se les pueda alimentar por la fuerza.

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6. Razones jurídicas y razón práctica

Pero ahora, la situación es ésta. Frente a un mismo problema tenemos más de una respuesta que pretende ser correcta. No cabe dudar de que los magistrados del Tribunal Constitucional no sólo son juristas competentes, sino que, además, han realizado un esfuerzo serio y sincero para alcanzar lo que ellos estiman la mejor solución del caso. Y tampoco hay por qué dudar de que quienes han defendido las otras soluciones están adornados también de las mismas virtudes. Pero entonces, ¿cuál es la correcta o la más correcta de las tres posibles soluciones? ¿Y por qué?

Quizás la única forma de contestar a esta pregunta sea recurriendo a una instancia que consideremos de alguna forma superior a la de los jueces y tribunales en cuestión. Por ejemplo, cabría apelar a la opinión pública o, quizás mejor, a la opinión de la comunidad jurídica, como quiera que haya de entenderse ésta. Sin embargo, en casos como el de los GRAPO -en general, frente a los casos difíciles-, la comunidad jurídica está profundamente dividida y, aunque no fuera así, nunca podríamos estar

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completamente seguros de que la opinión mayoritaria, o incluso unánime, de quienes integran la comunidad jurídica se haya formado de manera plenamente racional. En definitiva, al final tenemos que recurrir no a una instancia real, sino a una instancia ideal, como el espectador imparcial de Adam Smith58, el juez Hércules de Dworkin59, el auditorio universal de Perelman60, o la comunidad ideal de diálogo de Habermas61. Eso quiere decir que la respuesta cor recta sería aquella a la que llegaría un ser racional, o el conjunto de todos los seres racionales, o los seres humanos si respetasen las reglas del discurso racional.

Si ahora siguiéramos cuestionándonos sobre qué cabe entender aquí por racionalidad, por racionalidad práctica, nos encontraríamos con respuestas que difieren en diversos extremos entre sí, aunque todas ellas parecen apuntar a requisitos coincidentes en lo esencial. Así, muchos

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juristas estarían de acuerdo en aceptar que las exigencias que plantea la racionalidad práctica en la toma de decisiones jurídicas podrían reducirse al respecto de los siguientes principios62: el principio de universalidad o de justicia formal que establece que los casos iguales han de tratarse de la misma manera; el principio de consistencia, según el cual las decisiones han de basarse en premisas normativas y fácticas que no entren en contradicción con normas válidamente establecidas o con la información fáctica disponible; y el principio de coherencia, según el cual las normas deben poder subsumirse bajo principios generales o valores que resulten aceptables, en el sentido de que configuren una forma de vida satisfactoria (coherencia normativa), mientras que los hechos no comprobados mediante prueba directa deben resultar compatibles con los otros hechos aceptados como probados, y deben poder explicarse de acuerdo con los principios y leyes que rigen en el mundo fenoménico (coherencia narrativa).

Tales requisitos ponen sin duda límites a la hora de tomar una decisión racional, pero esos límites parecen ser todavía insuficientes, en el sentido de que su cumplimiento no determina necesariamente una única respuesta63. Bien pudiera ser que las argumentaciones en estos principios no posibilitan al decisor a discutir acerca del valor de sus propios puntos de partida ni a seleccionar en el espacio de respuestas coherentes con el sistema de normas aquella más valiosa desde el punto de vista de la ética colectiva. El proceso de construcción de la decisión es inseparable del de justificación de la misma, y esto es una cuestión fundamental de la argumentación jurídica, lo que nos llevaría a desarrollar una Teoría de la Argumentación Jurídica.

Argumentos interpretativos y postulado del legislador racional

Francisco Javier Ezquiaga64

1. Planteamiento

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La argumentación jurídica no se agota en la argumentación interpretativa.

Si damos por bueno -y, en mi opinión, es la construcción teórica más completa- el modelo teórico de la aplicación judicial del derecho elaborado por el profesor Wróblewski65, la argumentación jurídica estaría presente (o, al menos, debería estar) en todas las fases en las que se descompone dicho modelo: elección de la norma aplicable, determinación de su significado, prueba de los hechos, subsunción de los hechos en la norma y determinación de las consecuencias jurídicas de esos hechos para la norma elegida. La razón reside en la exigencia legal de motivación de las decisiones judiciales vigente en los sistemas jurídicos de nuestro entorno; obligación de motivar que sólo se entenderá cumplida cuando el aplicador presupone razones (argumento) que justifiquen cada una de las decisiones adoptadas en el proceso de aplicación del derecho a un caso concreto.

Sin embargo, la argumentación jurídica tampoco se agota en la argumentación judicial. Esta es la que se desarrolla únicamente en los momentos conflictuales, cuya resolución tienen encomendada los órganos, pero en las organizaciones jurídicas modernas intervienen otros agentes y operadores que trabajan en relación con el derecho y que deben motivar, justificar, argumentar o, en general, «dar razones»

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acerca de la forma en que manejan los materiales normativos. Muchos de los argumentos jurídicos invocados por los operadores jurídicos no judiciales son sustancialmente idénticos a los empleados por los jueces en la medida, sobre todo, en que desarrollan su actividad en relación con éstos: estoy pensando en abogados, fiscales, etc.

De los tres clásicos poderes del Estado moderno, no es, sin embargo, el poder judicial y su entorno el único que utiliza argumentos jurídicos en el ejercicio de sus funciones. También el poder legislativo y el ejecutivo lo hacen al ser tanto sujetos activos como pasivos en relación con el derecho; en efecto, ambos poderes deben, por un lado, adecuar su comportamiento a lo establecido por las normas jurídicas y, por otro, aplicar el derecho. Veámoslo.

En primer lugar, el poder legislativo. Además de que en el desarrollo de su función principal de productor de derecho, el Parlamento debe respetar las normas (casi siempre constitucionales) que regulan el procedimiento legislativo, todo acto normativo (de creación de normas) es un acto de aplicación del derecho, ya que implica, por un lado, aplicar (dándoles un significado concreto, es decir, interpretando) las normas constitucionales que regulan el procedimiento legislativo; y, por otro, aplicar (dándoles un significado concreto, es decir, interpretando) las normas constitucionales que regulan las materias que pueden verse afectadas por el acto legislativo.

Pues bien, lo que ahora nos interesa es que la decisión productora de derecho propia del legislador ha de ser una decisión justificada, ya que la producción de derecho se concibe en nuestra cultura jurídica como una actividad racional orientada hacia objetivos66. Ello obliga al legislador según Wróblewski, a:

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a) determinar la finalidad que se persigue;

b) determinar los medios adecuados para la finalidad perseguida;

c) determinar los medios jurídicos para la finalidad perseguida;

d) determinar una norma jurídica como instrumento para lograr la finalidad perseguida; y,

d) promulgar una regla jurídica.

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Como es obvio, no todas estas operaciones son susceptibles de un control jurídico para determinar si la decisión legislativa está o no justificada, ya que algunas de ellas son susceptibles únicamente de un control político. Sin embargo, en la medida en que se opta por el derecho como instrumento para lograr objetivos concretos, deben ser jurídicos, al menos parte de los argumentos utilizados para justificar la decisión del legislador. Además, al ser la Constitución el documento que marca las reglas (jurídicas) del juego político, pero, simultáneamente, el documento normativo que ocupa la cúspide del ordenamiento jurídico, incluso las decisiones políticas pueden ser medidas con el parámetro constitucional67.

Por tanto, y en general toda decisión del legislador susceptible de ser controlada por órganos judiciales (e incluso aquí la jurisdicción constitucional) deberá ser justificada a través de argumentos jurídicos: desde la finalidad perseguida con el acto legislativo manifestada, por ejemplo, a través de los debates parlamentarios, el preámbulo de las leyes o el conjunto de su articulado, hasta las reglas o enunciados elegidos para expresar las normas que se desean promulgar, para determinar su consistencia con los preceptos constitucionales.

La situación en cuanto al poder ejecutivo no ofrece particularidades relevantes en relación con lo dicho hasta ahora. Como se sabe, está compuesto por el Gobierno y la Administración. El primero, además de dirigir a ésta, participa de lo comentado acerca del poder legislativo por dos razones: primero, porque, en el parlamentarismo moderno, la inmensa mayoría de los actos legislativos de las Cámaras son iniciativa del Gobierno, que de esta forma ocupa un lugar privilegiado en el procedimiento legislativo; y segundo, porque tiene atribuida también una función normativa a través de la potestad reglamentaria y la legislativa delegada.

La Administración, por su parte, participa de algunas de las características señaladas de la actividad judicial: no sólo aplica permanente derecho, sino que resuelve, motivadamente en muchos casos, conflictos

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con los ciudadanos como instancia previa a la judicial. En esa medida, puesto que la actividad de la Administración debe ser motivada en su mayor parte, y puesto que esa motivación debe realizarse siempre por referencia a normas jurídicas, cabría hablar de una argumentación jurídico-administrativa, en parte similar pero en parte distinta, de la argumentación legislativa y de la argumentación judicial.

El objeto de trabajo es únicamente (y no es poco) la argumentación judicial, es decir, la realizada por los órganos judiciales en el ejercicio de su función (por tanto, resolviendo conflictos por medios jurídicos) con el objetivo de justificar sus decisiones y cumplir, con ello, la obligación de motivar las resoluciones judiciales.

Como sería imposible abordar en este espacio todos los problemas argumentativos que plantea la actividad judicial de aplicación de derecho, voy a limitar mi análisis a la argumentación interpretativa, es decir, a los instrumentos de justificación de las atribuciones de significado a los enunciados elegidos para resolver el caso.

En concreto, el núcleo de mi estudio se centrará en analizar algunos de los argumentos interpretativos más frecuentes en las motivaciones judiciales, con objeto de mostrar que todos ellos encuentran su justificación en lo que ha sido de nominado el postulado del legislador racional, construcción dogmática que entiendo central en el discurso jurídico en general y, particularmente, en los procesos de interpretación judicial.

La hipótesis que planteo e intentaré demostrar es que los argumentos que justifican la interpretación de los enunciados jurídicos se encuentran, a su vez justificados por la imagen ideal de un legislador racional, imagen que, por un lado, parece guiar las decisiones interpretativas pero, por otro, se mantiene porque los operadores judiciales actúan como si fuera real.

2. Los argumentos interpretativos68

Motivar una decisión judicial significa proporcionar argumentos que la sostengan69. Aparentemente, por tanto la obligación de justificar una

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decisión queda satisfecha simplemente presentando una sentencia en la que se recoja una fundamentación jurídica, un razonamiento que con a la decisión tomada.

A partir de ahí, para algunos la relación que liga a los argumentos que motivan la decisión con la decisión misma es sustancial, en el sentido de que ésta es efectivamente obtenida a partir de esos argumentos; para otros, sin embargo, esa relación es meramente formal, es decir, que la motivación ofrecida en la sentencia no tiene por qué ser necesariamente reconstrucción o expresión del razonamiento que efectivamente ha llevado a adoptar la decisión, sino, únicamente, una racionalización ex post para cumplir con la obligación de justificar las decisiones judiciales70.

Un estudio que pretenda analizar las decisiones de un órgano judicial podría, por tanto, abordarse a partir de dos materiales distintos. Por un lado, intentando reconstruir

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los procesos psicológicos que efectivamente han conducido al juez a su decisión; y, por otro, tomando como objeto de análisis el material decisional, es decir, los argumentos ofrecidos por el aplicador judicial en la motivación de su decisión71. Pero, en primer lugar, una investigación del primer tipo no tendría sentido como algo autónomo de la segunda para aquellos que aprecian una relación sustancial entre motivación y decisión, a no ser como un medio de confirmación de sus tesis. Y, en segundo lugar, el material psicológico es la mayoría de las veces inaccesible y difícil de analizar. En definitiva, el estudio del razonamiento justificativo partiendo de los argumentos ofrecidos en la sentencia puede o no coincidir con el proceso psicológico seguido por el juez para adoptar la decisión, pero, en cualquier caso, el decisional, además de ser el único material accesible, es el único que en estos momentos permite un control institucional sobre la labor del juez.

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En este sentido, habría que tener en presente que no todas las motivaciones son iguales (es decir, que no es lo mismo dar razones que dar «buenas razones», que no dar ninguna razón)72 y que no son irrelevantes los argumentos ofrecidos en un caso van a vincularle para casos sucesivos, entrando a formar parte (sobre todo si han sido formulados por el Tribunal jerárquicamente supremo de una organización judicial) tanto del discurso jurídico-práctico como del jurídico-teórico.

Por último, según enseña la filosofía de la ciencia, lo realmente relevante para el avance del conocimiento no son las circunstancias en las cuales se produce un descubrimiento -el contexto de descubrimiento- (en nuestro caso, el proceso psicológico), sino su explicación científica -el contexto de justificación- (en nuestro caso, la motivación)73.

2.1. La analogía:

Para los juristas, este argumento justifica trasladar la solución legalmente prevista para un caso, a otro caso distinto, no regulado por el ordenamiento jurídico, pero que es semejante al primero74.

En el derecho español, de forma similar a lo que sucede en los sistemas jurídicos de tradición romano-napoleónica, el art. 4.1. del Código Civil expresa esa misma concepción, al indicar que:

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Procederá la aplicación analógica de las normas cuando éstas no contemplen un supuesto específico, pero regulen otro semejante entre los que se aprecie identidad de razón.

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En definitiva, nos encontramos con cuatro elementos:

a) una norma N que regula un supuesto S1 al que aplica la consecuencia jurídica C;

b) otro supuesto S2 no regulado por ninguna norma;

c) los supuestos S1 y S2 son semejantes; y,

d) entre los supuestos S1 y S2 se aprecia identidad de razón.

En virtud de todo ello, y por medio del argumento analógico, se justifica la aplicación de la consecuencia C también al supuesto S2

Los problemas de aplicación del argumento son, fundamentalmente, los derivados de la determinación de la existencia de la laguna y de apreciar la semejanza e identidad de razón de los supuestos.

A) La existencia de la laguna:

Tradicionalmente se ha entendido, y de esa concepción es exponente la definición de analogía del art. 4.1 del Código Civil español, que este argumento es un instrumento de integración del ordenamiento, es decir el método por excelencia para solucionar las lagunas del ordenamiento y cumplir así el deber para los jueces de «resolver en todo caso los asuntos de los que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes establecidos» (según señala, por ejemplo, el art. 1.7 del Código Civil español; complementado por el art. 357 del Código Penal español que señala la pena de suspensión para el juez que «se negare a juzgar, so pretexto de oscuridad, insuficiencia o silencio de la Ley»).

Partiendo de esta concepción, la analogía parece que tiene que intervenir cuando se detecta una laguna en el ordenamiento y sólo en esos casos. Para esta noción tradicional de laguna75, sus notas más relevantes serían:

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a) sólo es posible comprender la noción de laguna partiendo de la idea de un ordenamiento completo76;

b) en un sistema tendencialmente completo, con vocación de regular todos los casos posibles, la aparición de una laguna es considerada un fallo, una deficiencia del sistema en la medida en que su plenitud no ha sido perfectamente explicitada77;

c) las lagunas que se detecten en el ordenamiento serán siempre lagunas aparentes o provisionales que el juez puede (y debe) solucionar por medio de los instrumentos que se ponen a su alcance (entre ellos, la analogía78).

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Pues bien, esta concepción que he denominado tradicional de la analogía, ligada necesariamente a la solución de las carencias del ordenamiento, creo que no da cuenta de otros usos de la misma.

En primer lugar, quien determina la existencia de la laguna -requisito previo para que entre en juego la analogía- es el juez, sin que el derecho le proporcione ningún tipo de regla para apreciarlo, remiténdole a la simple observación. Ello ocasiona que, en determinadas circunstancias, la laguna es creada por el propio juez: hablándose, entonces, de lagunas axiológicas. Estas serían las derivadas de la confrontación del sistema real con un sistema ideal, de tal modo que no se trata de que el juez carezca de solución para el caso, sino que se carece de una solución satisfactoria para el operador judicial79: entonces el juez proclama la laguna y la soluciona, saltando así por encima de la previsión legal.

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En segundo lugar, además de este carácter integrador del ordenamiento, la analogía puede ser un procedimiento interpretativo (lo que Lazzaro llama la explicación analógica)80, que consistiría en que «el juez explica una disposición de significado incierto, pero presente en el ordenamiento, a la luz de otra disposición no equívoca o menos equívoca, invocando no obstante la analogía de las dos previsiones».

B) La semejanza e identidad de razón:

Tampoco el derecho proporciona al juez ninguna pauta para determinar cuándo dos casos son semejantes o gozan de igual razón, de tal modo que se le permite apreciarlo de forma completamente libre. Ello trae consigo que sea aquí donde se concentre el nudo fundamental de los problemas derivados del argumento analógico, ya que el nexo que justifica la extensión de la regulación de un supuesto a otro distinto-precisamente,

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la similitud entre ellos- queda sin justificarse o, en el mejor de los casos, se justifica exclusivamente a partir de los valores propios del juez. Acabo de señalar que la semejanza entre dos supuestos es lo que justifica aplicar a uno de ellos la regulación prevista para el otro, pero ¿cuál es, a su vez, la justificación de esa aplicación analógica?

En mi opinión, la argumentación analógica descansa en el postulado del legislador racional en dos sentidos: por un lado, se asume que si el legislador (racional) ha regulado expresamente un supuesto de hecho, quiere reservar el mismo tratamiento para todos los supuestos esencialmente semejantes al primero81, por otro, como el legislador es racional, el fruto de su actividad es un sistema -el sistema jurídico-, y como tal requiere que las situaciones similares obtengan igual trato.

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La ficción en la que se incurre con esta justificación, basada en el silencio del legislador, es que al regular un supuesto ha regulado tácitamente todos los demás casos similares82.

Además de la analogía en sí, el postulado del legislador racional justifica igualmente la obligatoriedad de solucionar las lagunas que puedan producirse en el ordenamiento, ya que, por ser éste una obra perfectamente racional no puede padecer de insuficiencias. El legislador racional ha resuelto todos los casos jurídicamente relevantes, siendo tarea del juez descubrir su regulación entre los enunciados explícitamente dictados.

La función que desempeña el postulado del legislador racional en relación con el argumento analógico es eminentemente ideológica, en la medida en que camufla algunos de los puntos débiles de este modo de razonamiento:

a) en primer lugar, oculta la creación de normas implícitas en varios momentos del uso del argumento:

-primero, al declarar la existencia de la laguna: la ficción del ordenamiento completo permite la aparición de las lagunas axiológicas, de tal modo que el legislador racional justifica incluso traicionar la voluntad

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del legislador real, ya que el postulado no distingue entre lagunas reales y lagunas axiológicas, alcanzando su manto justificador a ambas.

- segundo, al apreciar la semejanza e identidad de razón: esta operación, eminentemente valorativa como ya he señalado, será siempre referida a la presunta intención del legislador racional; cualquier conexión entre supuestos será atribuida a esa hipotética voluntad, pero como el argumento descansa sobre una ficción, es incontrolable en la medida en que la ficción se reconstruirá en función de las necesidades del caso.

- tercero, la analogía tiene un tramo inductivo83 que lleva a elevar la regulación dada a un supuesto a principio válido para regular todos los demás casos similares; ese principio normativo será considerado una norma implícitamente promulgada por el legislador racional, de tal modo que, por mediación del postulado, desaparece cualquier rasgo creador de derecho de la actividad judicial.

b) En segundo lugar, el postulado del legislador racional oculta también la imposibilidad para el legislador real de prever todos los supuestos que van a necesitar una norma jurídica que los regule; incluso la regulación de los problemas jurídicos relacionados con los avances científicos o tecnológicos, imposibles de tener en cuenta por el legislador antes de que se produzcan, va a ser imputada al mismo por su carácter racional; de esa forma se alcanzan dos objetivos: innovar el ordenamiento conservando su estructura84 y mantener al juez como un mero aplicador de las normas que le proporciona el legislador que es el único que puede crear derecho.

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c) Por último, el postulado del legislador racional contribuye a ocultar que por medio de la analogía se otorga la misma solución jurídica a dos supuestos que, aunque similares, son diferentes85.

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2.2. El argumento a fortiori:

Como es conocido, este argumento es un procedimiento discursivo (la definición es de Tarello) por el que «dada una norma jurídica que predica una obligación u otra calificación normativa de un sujeto o de una clase de sujetos, se debe concluir que valga (que sea válida, que exista) otra norma que predique la misma calificación normativa de otro sujeto o clase de sujetos que se encuentran en situación tal que merecen, con mayor razón que el primer sujeto o clase de sujetos, la calificación que la norma dada establece para el primer sujeto o clase de sujetos86».

A pesar del confusionismo doctrina acerca de las relaciones y difierencias entre los argumentos analógico, a fortiori, a maiori ad minus y a minori ad maius87, la postura más simple, y, en mi opinión más acertada, es considerar que el argumento a fortiori se manifiesta bajo dos formas: a maiori ad minus y a minori ad maius, el primer caso sería «el argumento a fortiori aplicable a las calificaciones ventajosas, como por ejemplo los derechos o las autorizaciones», mientras que en el caso de la forma a minori ad maius sería «el argumento a fortiori aplicable a las calificaciones desventajosas, como por ejemplo los deberes88».

A partir de aquí pueden enumerarse las características o condiciones de utilización más relevantes del argumento:

a) El argumento a fortiori exige, como condición previa para su utilización, el silencio del legislador sobre la hipótesis dudosa. Cuando se aplica el argumento hay que contar con dos supuestos: el expresamente previsto por el legislador en un precepto y aquél al que se le debe dar una regulación jurídica por medio, precisamente, del argumento a fortiori.

b) El argumento a fortiori, más que un argumento interpretativo en sentido estricto, es un método de integración para llenar lagunas legales89,

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en definitiva un instrumento de la interpretación extensiva o analógica. Independientemente de la polémica aludida acerca de si el argumento a fortiori forma o no parte del argumento analógico, parece difícil negar, no sólo las conexiones o similitudes entre ambos argumentos, sino que por medio del argumento a fortiori se suprimen lagunas legales y, en cuanto al resultado, se obtiene u na interpretación extensiva.

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c) El argumento a fortiori se basa en la «mayor razón» y en la presunta voluntad del legislador90, es decir, se considera que la conclusión obtenida por medio del argumento refleja su voluntad (implícita). Por ello, no se entiende que estemos en presencia de una laguna, de una imprevisión del legislador, sino que éste ha querido llamar la atención sobre algunos casos más frecuentes o típicos típicos91 que son los mencionados, pero que implícitamente estaba teniendo en cuenta todos aquellos casos que merecen con mayor razón que los previstos, la regulación dictada.

d) Esta mayor razón constituye el núcleo del argumento a fortiori, ya que es lo que se presume que tuvo en cuenta el legislador para no incluir ciertas hipótesis en la previsión legal (el hecho de merecer con mayor razón que las previstas la consecuencia jurídica), y es también el elemento tenido en cuenta por el intérprete para extender la regulación leal a hipótesis no expresamente en el texto elaborado por el legislador92.

Como puede verse, la mayoría de las consideraciones que he realizado a propósito del papel desempeñado por el postulado del legislador

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racional en relación con el argumento analógico serían aplicables directamente al a fortiori: así, aquí también se asume que cuando el legislador ha regulado expresamente un supuesto de hecho, quiere reservar el mismo tratamiento para los supuestos que lo merezcan con mayor razón.

De todos modos, conviene precisar un par de aspectos.

En primer lugar, el postulado del legislador racional despliega su función justificadora en relación con el argumento a fortiori de forma, si es posible, aún más contundente que en relación con la analogía, ya que, la idea de laguna (ni tan siquiera provisional o aparente) casi nunca aparece asociada al argumento a fortiori. La voluntad del legislador racional, su coherencia, aparecen tan claras e incuestionables que se piensa, sin ningún género de duda, que ha querido incluir, implícitamente claro, en su regulación a todos los casos que la merezcan con mayor razón.

En segundo lugar, y la siguiente consideración sería igualmente válida para la analogía, la capacidad de justificación del postulado es tan fuerte, que se oculta sistemáticamente el hecho de que, al menos en algunas ocasiones, la aplicación del argumento a fortiori debe ir precedida de la interpretación del enunciado cuya regulación quiere extenderse. Además, esa atribución de significado al enunciado está mediatizada de tal forma por el objetivo final de poner en práctica un razonamiento a fortiori, que creo poder afirmar que la mayor razón se aprecia de forma intuitiva, a partir únicamente de los valores del aplicador.

2.3. El argumento a contrario:

Este es un argumento por el que «dado un enunciado normativo que predica una calificación normativa de un término perteneciente a un enunciado destinado a un sujeto o una clase de sujetos, se debe evitar extender el significado de aquel término de tal

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modo que comprenda a sujetos o clases de sujetos no estricta y literalmente incluidos en el término calificado por el primer enunciado normativo93».

Como puede verse, se basa en la presunción de que si el legislador ha regulado expresamente una hipótesis, entonces esa regulación se refiere

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a esa hipótesis y sólo a ella, rechazándose su aplicación a cualquier otro caso distinto al expresamente contemplado por el legislador.

Qué rasgos suelen citarse como característicos de esta forma de razonamiento.

a) En primer lugar, el argumento es considerado un instrumento de la interpretación literal, en dos sentidos: en cuanto que la actividad interpretativa llevada a cabo por medio de este argumento no se sale fuera del texto a interpretar, es decir, se trabaja exclusivamente en un nivel lingüístico; y en cuanto que supone el respeto de la letra, que se convierte en la única guía para la atribución de significado.

b) En segundo lugar, sirve para motivar interpretaciones restrictivas, entendidas como aquéllas que limitan los significados posibles de un texto, de tal modo que no todos los sugeridos por la redacción o por otros datos extratextuales son adoptados. Por ello puede afirmarse que el argumento a contrario es un instrumento de la interpretación literal que tiene como resultado la interpretación-producto restrictiva del texto94.

c) En tercer lugar, el argumento a contrario se basa en la voluntad del legislador racional. Su fuerza persuasiva la obtiene precisamente del hecho de ser fiel a la voluntad del autor del documento: a partir de lo redactado por el legislador para una especie concreta, se deduce por su carácter racional, que su voluntad ha sido excluir de esa regulación otra serie de supuestos del mismo género que prima facie hubieran podido considerarse incluidos95.

d) En cuarto lugar, el postulado del legislador racional oculta la debilidad de los resultados obtenidos por este procedimiento interpretativo. Recordemos que siempre que se hace intervenir el argumento nos encontramos ante un silencio del legislador, silencio que puede ser sustituido, apelando en ambos casos a la voluntad racional del legislador, tanto por medio del argumento a contrario como por medio del argumento analógico

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El hecho de optar por uno o por otro se justifica exclusivamente en base a una presunción: respetar la voluntad del legislador, voluntad que en ningún caso ha sido expresada ya que el texto a interpretar guarda silencio acerca de la hipótesis que plantea la duda interpretativa.

En definitiva, el argumento a contrario se justifica por uno de los caracteres del legislador racional -su capacidad de prever todos los casos que van a necesitar un

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tratamiento jurídico- origen, a su vez, del conocido dogma de la plenitud del ordenamiento. En esas circunstancias, las valoraciones del intérprete ocultas por el postulado serían: las que intervienen en la opción entre analogía o argumento a contrario, entre voluntad interpretativa extensiva o restrictiva, ya que la elegida por el intérprete será atribuida siempre a la voluntad del legislador racional; y, en segundo lugar, las que intervienen en la elección del enunciado que va ser interpretado a contrario para resolver el caso96.

Por último, y como ha quedado dicho, al basarse el argumento en el silencio del legislador, su utilización lleva a la creación de una norma «nueva» no expresamente dictada por el legislador, pero que es atribuida al mismo por entenderse que fue dictada implícitamente al promulgar expresamente una regulación particular para una especie del género de

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que se trata. En definitiva, se justifica alegando que el caso contemplado por el legislador constituye una excepción a una regla general contrario y sobreentendida.

2.4. El argumento a partir de los principios:

Como todos ustedes conocen, adentrarse en el problema de los principios en el Derecho es una tarea arriesgada. Todos los operadores jurídicos los invocan constantemente pero, paradójicamente, no es posible llegar a un acuerdo sobre qué son, cuáles son y cuál es su relación con las normas jurídicas.

No esperen ustedes que yo resuelva estas cuestiones, únicamente me interesa analizar una de sus facetas: su utilización como argumento para la integración e interpretación del derecho. Como ese análisis exige manejar un concepto, aunque sea aproximado, de «principios», tomaré prestada una enumeración de los usos que se han dado a la expresión «principios del derecho» realzada por Wróblewski97.

Como se sabe, el profesor polaco enumera tres tipos principales de principios-regla en el derecho:

-los principios positivos de derecho: que serían normas explícitamente promulgadas en una disposición o enunciado, o normas construidas con elementos pertenecientes a varias disposiciones, pero que son consideradas más importantes que las demás.

-los principios implícitos de derecho: que serían las premisas o consecuencias de normas, a través de una inducción en el primer caso y de una deducción en el segundo.

-los principios extrasistemáticos de derecho: que serían principios externos al sistema jurídico, que provienen básicamente o del derecho comparado o de reglas sociales aceptadas por la práctica judicial (moral, costumbres...).

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Cuando en la práctica judicial se argumenta invocando los principios se puede estar aludiendo a cualquiera de estos tres grandes tipos, con dos finalidades: integradora o interpretativa.

En primer lugar, los principios -de cualquiera de los tipos señalados utilizados para solucionar lagunas legales y su funcionamiento y los problemas que plantea son muy similares a los de la analogía: la diferencia estribaría en que, mientras en la analogía el implícito que queda cubierto por el postulado del legislador racional es la similitud e identidad de razón de los supuestos, en el caso de los principios es su propia enunciación la que, como diré inmediatamente, debe ser referida a la voluntad del legislador racional por la dificultad de justificarlo de otro modo.

En segundo lugar, los principios son también utilizados con una finalidad interpretativa: ante la pluralidad de significados de un enunciado, se optará por aquél que mejor se adecue a lo establecido por el principio. La razón es que el sistema jurídico elaborado por el legislador racional es coherente, no sólo en cuanto que sus preceptos son consistentes, sino, en un sentido más fuerte, en cuanto que sus normas responden a criterios (o principios) inspiradores comunes98.

De cualquier modo, como ya he anunciado antes, el problema fundamental que plantean los principios, en el que incide directamente la virtualidad justificativa del postulado del legislador racional, es el de su enunciación o reconocimiento. Para abordarlo es preciso distinguir los tres tipos de principios que hemos señalado al comienzo:

- los principios que, como Wróblewski, he llamado positivos de derechos son los que, a primera vista, plantean menos necesidad de justificación en la medida en que son normas positivas. Sin embargo, las cosas no son tan claras. En el caso de principios expresamente recogidos en un enunciado habrá que justificar por qué razón esa norma es más importante que otras para que sea elevada a la categoría de principio. En el caso de los principios-norma construidos a partir de varios enunciados, sería necesario justificar tanto el razonamiento constructivo del principio, como la elevación del resultado al nivel de principio. En ambos casos, la colaboración del postulado del legislador racional es intimidable

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ya que, por su intervención, el juez puede limitarse a declarar que ha constatado la existencia de un principio enunciado por el legislador, no ha hecho más que traducir la voluntad de éste.

- con los principios implícitos de derecho pasa algo parecido. Recordemos que podían ser tanto premisas como consecuencias de normas. Pues bien, las problemáticas operaciones de inferencia o deducción para obtener la norma y la no menos problemática cuestión del motivo por el que al resultado de la operación presuntamente lógica se le asigna la etiqueta de principio, quedan ocultas por el postulado del

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legislador racional: el juez no ha creado nada, sino que ha desvelado la lógica oculta del legislador.

- por último, los principios extrasistemáticos de derecho son los que, a primera vista, menos pueden ser conectados con la idea del legislador racional, ya que están fuera del ordenamiento jurídico. Sin embargo, también ellos pueden ser reconducidos a esta figura. Por un lado, los principios basados en reglas sociales (moral, buenas costumbres, etc.) plantean el problema de determinar en cada momento su contenido, pero pueden ser atribuidos genéricamente al legislador racional que ordenaría comportarse conforme a ellos. Por otro, los principios basados en la comparación de diversos ordenamientos pondrían de manifiesto la existencia de lo que podría denominarse un supralegislador racional o que no sólo articula un ordenamiento jurídico-positivo perfecto, sino que es capaz de crear grandes familias suprasistemáticas coherentes y racionales. En el momento en que un principio es atribuido a la voluntad de ese supralegislador su capacidad de justificación es todavía mayor, porque, se entiende, que ocupa un lugar jerárquicamente más elevado en el sistema de los principios jurídicos (basta pensar aquí en los principios del derecho natural o de los derechos humanos).

En definitiva, gracias al postulado del legislador racional, cuando el juez utiliza este argumento, en primer lugar, sólo constata principios que le son impuestos por el legislador, y, en segundo lugar, cuando los utiliza, está, o bien, colaborando a eliminar lagunas aparentes del ordenamiento y respetando la voluntad del legislador de dar solución a todos los casos

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jurídicamente relevantes, o bien, atribuyendo a los enunciados dudosos significados que coinciden con la voluntad del legislador y que ponen de manifiesto que el ordenamiento jurídico es un sistema coherente.

2.5. Los argumentos sistemáticos:

Con carácter general, la interpretación sistemática es aquella que intenta dotar a un enunciado de comprensión dudosa de un significado sugerido, o no impedido, por el sistema jurídico del que forma parte99. Por esta razón, el concepto de argumento sistemático reenvía automáticamente al concepto de sistema.

En las culturas jurídicas modernas el conjunto de preceptos que forman un ordenamiento jurídico concreto es concebido, no como una mera adición, sino como un sistema.

Por otro lado, en el ámbito jurídico se utiliza el término sistema en dos acepciones, que han sido denominadas extrínseca e intrínseca. Cuando se habla de sistema extrínseco se hace también en dos sentidos: como la sistematización del material normativo proporcionado por el legislador realizada por el dogmático, que no entraría en la interpretación operativa más que por la vía del argumento de autoridad; o como el modo en el que el legislador presenta su producción normativa, que puede ser invocado en apoyo en una interpretación, por traducir la voluntad del legislador, a través del argumento sedes materiae100.

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Cuando se apela al sistema intrínseco en el derecho, se está haciendo referencia al objeto de su conocimiento, es decir, al conjunto de preceptos dictados por el legislador y a sus relaciones. Esas «conexiones sistemáticas»101 justifican el empleo de los argumentos a coherencia y sistemático en sentido estricto.

Antes de entrar a ver, siquiera brevemente, la función justificativa del postulado del legislador racional en relación con estos argumentos que he denominado «sistemáticos», es preciso mencionar un problema previo. Hay quien mantiene que la interpretación debe ser sistemática

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porque el sistema jurídico tiene una lógica interna propia102, es decir, porque posee una coherencia intrínseca y objetiva que justificaría acudir a unos preceptos para aclarar el significado de otros dudosos103. No obstante, entiendo que, caso de que fuera posible construir un sistema jurídico, éste sería un resultado y no un presupuesto de la actividad interpretativa104.

La razón es simple: es difícil creer en la coherencia de un conjunto de normas nacidas bajo regímenes políticos diversos y, en consecuencia, portadoras de valores y fines en ocasiones contradictorios, de tal modo que el carácter sistemático no sería más que una construcción mental del sujeto que examina el conjunto de normas del ordenamiento.

Estas circunstancias provocan que la creencia en la sistematicidad objetiva e intrínseca del ordenamiento se convierta en una cuestión de fe en un legislador intemporal, «ministro -en palabras de Ost y Lenoble- un sistema jurídico anhistórico y armonioso»105, que, como toda cuestión de fe, es de difícil justificación.

La consecuencia más importante de caracterizar el ordenamiento jurídico como un sistema es la de que no pueden coexistir en su seno normas incompatibles, es decir, no cabe la posibilidad de antinomias. A pesar de que esa situación ideal es imposible de llevar a la práctica, ni tan siquiera con la ayuda de los medios informáticos actuales, el jurista, en lugar de reconocerlas buscará argumentos para ocultar su presencia106.

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Lo primero que hará es intentar conciliar las normas en principio incompatibles por medio de cualquier instrumento interpretativo, a fin de declarar que la contradicción era aparente.

Si esa interpretación conciliadora fracasa, la única forma de restaurar la coherencia del sistema y la racionalidad del legislador consistirá en aplicar una de las tres clásicas reglas para resolver las antinomias: los criterios jerárquico, cronológico y de la especialidad107 directamente inspirados por el postulado del legislador racional108. En efecto, si la norma superior prevalece sobre la inferior es porque el autor de la norma

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superior se le considera más racional que al autor de la norma inferior; si la norma posterior prima sobre la anterior es porque el legislador racional, que conoce todas las normas del ordenamiento, ha querido regular de nuevo la materia e, implícitamente, ha derogado la anterior; y si la ley especial deroga a la general es porque el legislador, al regular un aspecto particular, y sin olvidar la regla general que contempla una previsión distinta, ha querido dar un trato diferente a esta hipótesis especial.

Como es sabido, estos criterios no resuelven todos los casos de antinomia, pero como la incompatibilidad entre normas no puede ser tolerada, al impedirlo el carácter racional de legislador, se pondrá en práctica una argumentación a cohaerentia. Pero, además, como el ordenamiento es coherente gracias a la labor racionalizadora del legislador, para la interpretación será importante tener en cuenta el ordenamiento dado por el legislador a su discurso, pues es reflejo de su voluntad y garantía de coherencia, y las conexiones de las normas con las demás del ordenamiento, por ser éste un sistema. Surgen, así, los argumentos a cohaerentia, a rubrica, sedes materiae y sistemático en sentido estricto, que voy a analizar brevemente.

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A) El argumento a cohaerentia:

Es aquél por el que dos enunciados legales no pueden expresar dos normas incompatibles entre ellas109; por ello, sirve tanto para rechazar los significados de un enunciado que lo hagan incompatible con otras normas del sistema, como para atribuir directamente un significado a un enunciado, ya que el argumento justifica no sólo la atribución de significados no incompatibles y el rechazo de significados que impliquen incompatibilidad, sino la atribución de aquel significado que haga al enunciado lo más coherente posible con el resto del ordenamiento.

Analizando el funcionamiento del argumento se aprecia que la única fuente de la que puede surgir su capacidad de justificación de los rechazos o atribuciones de significado es la idea de un legislador racional. Se parte de que éste es ordenado, no se contradice y pretende dotar a toda su producción normativa de coherencia. Como se recurre a la ficción de que el legislador en el momento de promulgar una nueva norma ha tenido presente todas las normas existentes hasta ese momento, no pueden darse normas incompatibles. Todo significado de un enunciado que provoque su incompatibilidad con otros enunciados del sistema ha de entenderse que no es correcto, ya que no acataría la voluntad del legislador de respetar el sistema.

B) El argumento sedes materiae:

Es aquél que por la atribución de significado a un enunciado dudoso se realiza a partir del lugar que ocupa en el contexto normativo del que forma parte, ya que se piensa que la localización topográfica de una disposición proporciona información sobre su contenido.

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El fundamento y la persuasividad del argumento reside en la idea de que existe una sistematización racional de todas las disposiciones de un

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texto legal110 que no es casual sino expresión de la voluntad del legislador111 El razonamiento implícito que se lleva a cabo es doble: por un lado, se considera como un atributo del legislador racional su rigurosidad en la ordenación de los textos, que obedece a un criterio sistemático112; y, por otro, se piensa que esa sistemática, esa disposición lógica de las materias traduce la voluntad del legislador y es una información subsidiaria dirigida al intérprete113.

C) El argumento a rúbrica:

Consiste en atribuir a un enunciado un significado sugerido por el título o rúbrica que encabeza el grupo de artículos en el que aquél se encuentra. Su justificación es exactamente la misma que la del argumento sedes materiae: de la misma forma que se presume como un atributo del legislador racional que dispone lógicamente las materias tratadas, se presume asimismo que traduce correctamente sus intenciones en los títulos de las leyes y de las divisiones que realiza en su actividad legislativa114.

D) El argumento sistemático en sentido estricto:

Es aquél que para la atribución de significado a una disposición tiene en cuenta el contenido de otras normas, su contexto.

El fundamento de esta apelación y lo que justifica su empleo es, al igual que en el resto de los argumentos sistemáticos, la idea de que las

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normas forman un sistema que obtiene su coherencia del diseño racional realizado por el legislador y de los principios que, como consecuencia de ser un producto racional, lo gobiernan115.

Mucho más brevemente ahora, otros argumentos.

2.6. El argumento psicológico:

Sería aquél por el que se atribuye a una regla el significado que se corresponda con la voluntad del emisor o autor de la misma, es decir, del concreto legislador que históricamente la redactó.

A pesar de que esa voluntad puede estar exteriorizada en varias fuentes, como las exposiciones de motivos y preámbulos de las leyes, no cabe duda que los documentos que por excelencia se consideran expresión de la voluntad del legislador son los trabajos preparatorios.

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Quienes defienden la utilización interpretativa de los debates parlamentarios y de los trabajos preparatorios en general lo hacen porque presumen que traducen la voluntad del legislador116, que en el curso de la discusión de la ley ha podido expresarse de una forma más libre y amplia que en el texto aprobado117.

No es difícil ver, en esta postura, una directa presencia del legislador racional: su voluntad es un dato relevante para la atribución de significado por su carácter racional, ya que, a pesar de que el argumento psicológico parte de respetar la voluntad del autor del texto, se identifica, como pasa siempre que se apela al legislador racional, al legislador real con el legislador racional, y los atributos de éste son adjudicados a aquél.

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2.7. El argumento de la no redundancia:

Partiendo del principio de no redundancia en el ordenamiento jurídico, según el cual cada disposición legal debe tener una incidencia autónoma, un particular significado, y no constituir una mera repetición de otras disposiciones legales, el argumento de la no redundancia justifica que, entre dos (o más) significados posibles de un enunciado, sea rechazado aquél (o aquellos) que supongan una mera repetición de lo establecido por otra disposición del ordenamiento118.

El argumento no sirve para justificar la atribución de significado a un enunciado que plantea dudas interpretativas sino que su función es justificar el rechazo de un posible significado de ese enunciado, alegando que entendido de esa forma repetiría lo ya establecida por otro enunciado distinto, aunque indirectamente sirve para justificar la atribución de un significado, puesto que al rechazar una interpretación se está motivando aceptar otra.

El origen del argumento se encuentra en la idea de un legislador no redundante que al elaborar el derecho tiene en cuenta todo el ordenamiento jurídico en vigor119 y sigue criterios de economía y no repetición120. Esta imagen de un legislador económico, enmarcada dentro del postulado del legislador racional121, hace que se considere que el intérprete no debe poner de manifiesto la redundancia del legislador al atribuir significado a los enunciados normativos, puesto que hacerlo supondría ir en contra de la voluntad del legislador racional, que es siempre que cada disposición tenga su significado específico.

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En principio, la redundancia no tendría por qué ser problemática en el discurso jurídico, puesto que siendo eficaz y cumpliéndose uno de los enunciados redundantes, automáticamente lo serían los demás122. Pero como el postulado del legislador racional

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no permite reconocer repetición en su discurso, nunca se admiten y se consideran aparentes puesto que pueden ser solucionadas por medio de la interpretación.

2.8. El argumento pragmático:

Es un argumento consecuencialista123 que consiste en justificar un significado a partir de las consecuencias favorables que de él se derivan, o la inconveniencia de otro significado posible de un enunciado por las consecuencias desfavorables que de él se derivan.

El argumento pragmático justifica que cuando hay dos (o más) significados posibles de un mismo enunciado, de los cuales uno le da alguna efectividad mientras que el otro (o los demás) lo convierten en inútil, optar por el primero.

Lo característico de esta forma de razonar es que no se siente la necesidad de justificar ni la bondad de las consecuencias, ni el nexo que une la causa con las consecuencias. Ambos aspectos, ligados a la idea de lo razonable, quedan cubiertos por uno de los atributos del legislador racional: que no hace nada inútil.

2.9. El argumento teleológico:

Consiste en justificar la atribución de un significado apelando a la finalidad del precepto, por entender que la norma es un medio para un fin. El fundamento del argumento es, por tanto, la idea de que el legislador racional está provisto de unos fines de los que la norma es un

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medio, por lo que ésta deberá ser interpretada teniendo en cuenta esos fines124.

El problema del argumento es, por supuesto, determinar cuáles son esos fines, ya que parece que este modo de razonar se mueve en un círculo vicioso en la medida en que el fin sería, en todo caso, el resultado y no el presupuesto de la interpretación.

2.10. El argumento histórico:

Sirve para justificar atribuir a un enunciado un significado que sea acorde con la forma en que los distintos legisladores a lo largo de la historia han regulado la institución jurídica que el enunciado actual regula125.

Del argumento pueden realizarse dos usos, que llamo estático y dinámico. El uso estático es la forma tradicional de entender su funcionamiento: se presume que el legislador es conservador y aunque elabore normas nuevas, su intención es no apartarse del «espíritu» que tradicionalmente ha informado la «naturaleza» de la institución jurídica que actualmente ha regulado126; por ello, ante una duda acerca del significado de un enunciado, el juez justifica su solución alegando que ésta es la forma en que tradicionalmente se ha entendido la regulación sobre esa materia. El uso dinámico consiste en tomar la historia de las instituciones jurídicas como una tendencia hacia el futuro127, como un proceso de cambio continuo, o como un proceso irregular, con

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rupturas y cambios en las circunstancias que impiden entender las reglas actuales con los criterios proporcionados por regulaciones ya derogadas.

Para poder entender la capacidad justificativa del argumento histórico, en sus dos vertientes, es imprescindible referirse al legislador racional. Es decir, no a una asamblea colectiva e históricamente mutable, sino

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a una persona que se mantiene a lo largo del tiempo, que es la imagen que resume a todos los que han participado en el proceso de elaboración de todas las reglas que en algún período histórico han estado en vigor en un ordenamiento jurídico.

La ficción de la existencia de un legislador personificado, permanente y con una voluntad única128, que hace abstracción del hecho de que toda ley es fruto del compromiso entre varias voluntades o de la pugna entre fuerzas sociales opuestas, justifica, tanto que las legislaciones derogadas puedan ser alegadas como medio de interpretación de reglas actuales, como que se cambie la interpretación en relación a regulaciones anteriores, ya que al utilizar el argumento histórico en este caso no se tiene en cuenta el hecho de que el legislador ha cambiado sino, en todo caso, que han variado sus criterios.

2.11. El argumento por el absurdo:

Sería aquél que justifica rechazar un significado de un enunciado por las consecuencias absurdas a las que conduce129.

Naturalmente, el problema fundamental del argumento es establecer el parámetro que permita concluir en lo absurdo de las consecuencias a las que conduce el significado que es rechazado, y es aquí donde el postulado del legislador racional despliega toda su capacidad justificativa, resumen de lo dicho hasta ahora.

En principio, y por el papel que cumple en relación con el legislador racional, el razonamiento ad absurdum no puede considerarse un argumento autónomo, sino un esquema ad excludendum del que se vale el postulado para rechazar, mientras se utiliza otro argumento interpreta, toda atribución de significado que implique poner en cuestión la imagen de racionalidad del legislador; cualquier interpretación que conduzca a resquebrajar alguno de los atributos que se predican del legislador racional será considerada absurda y rechazada.

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3. Conclusión

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Así, resumiendo algunas cuestiones mencionadas en el análisis de los demás argumentos interpretativos, podrán ser rechazadas por absurdas todas aquellas atribuciones de significado que impliquen que

-el legislador ha regulado de forma diferente dos supuestos similares;

-el legislador no ha previsto regulación para un caso con relevancia jurídica;

-el legislador, regulado un supuesto, no extiende esa regulación a otros casos que la merecen con mayor razón;

- el legislador ha extendido una regulación a casos para los que no estaba pensada;

-el legislador enuncia principios contradictorios e incoherentes;

- el legislador ha dictado normas incompatibles;

-el legislador no conoce las normas del ordenamiento;

- el legislador no es ordenado;

-el legislador no tiene una voluntad única y coherente;

-el legislador se repite;

-el legislador dicta normas superfluas;

-el legislador no se marca objetivos claros;

- el legislador es mutable.

La decisión judicial y la información

Julia Barragán130

1. Introducción

Aunque pueda parecer lo contrario, no es exagerado afirmar que la calidad y los resultados de un sistema experto aplicado al derecho dependen de una manera directa de la respuesta que se dé a la pregunta acerca de qué es lo que puede ser considerado una argumentación aceptable en el campo de las decisiones judiciales. Lo crucial de esta relación no siempre ha sido suficientemente aceptado por quienes elaboran dichos sistemas expertos, y en la mayoría de los casos aún hoy es percibible la sorpresa que en ellos se produce ante la afirmación de que un sistema experto jurídico (sin que importe

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cuan refinadas sean las herramientas empleadas en el desarrollo computacional) llega tan lejos o tan cerca como se lo permite la teoría de la argumentación que lo sostiene.

En general es aceptado que el tema de la argumentación racional tiene una innegable importancia filosófica, y como tal ocupa destacado lugar en el ámbito de la discusión intelectual de nuestro tiempo131. Dicha relevancia se percibe como muy especial cuando el tema es referido a la justificación de políticas públicas o en general de los actos de gobierno producidos en un estado democrático. Esto se debe a que el concepto filosófico de democracia, que se concreta en numerosas formas contemporáneas

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de organización política, se apoya fundamentalmente en la publicidad y justificación racional de todos los actos que se ejecutan en el ejercicio del poder.

En el caso de los Tribunales Supremos, en razón del importante papel político que los mismos cumplen dentro de los estados democráticos, el tema es relevante no sólo desde el punto de vista filosófico, sino que adquiere una fuerza concreta muy singular que lo vincula directamente con la existencia y credibilidad del estado racional de derecho, como base fundamental de la dinámica social, política y económica de la vida democrática.

Asimismo, en el caso de los problemas de argumentación en los Tribunales Supremos ella se encuentra técnicamente asociada a las decisiones de dichos Tribunales, es decir que bajo tales circunstancias nos encontramos específicamente frente a un tipo especial de argumentación, que es aquélla que tiende a justificar racionalmente una decisión judicial. Esta asociación del argumento con la construcción de la decisión judicial tiene importantes efectos a la hora de evaluar los requisitos necesarios para su aceptabilidad; y es por otra parte el punto axial que vincula los modernos procesos de manejo de la información con el clásico problema de la argumentación.

Nuestro propósito es mostrar cómo el adecuado almacenamiento y recuperación de la información en el marco de la llamada inteligencia artificial puede contribuir a una mejor elaboración y justificación argumental de las decisiones judiciales. Pero dichos procesos a su vez no pueden llevarse a cabo sin el respaldo de una teoría de la argumentación jurídica. Con la finalidad señalada, se analizará el proceso de diseño de dos prototipos de sistemas expertos construidos para su ensayo en la Corte Suprema de Justicia de Venezuela, poniendo particular énfasis en las relaciones que los mismos han logrado establecer con temas fundamentales de la argumentación acerca de las decisiones judiciales, tales como son el de los métodos de refinamiento de dichas decisiones, y el de las condiciones de incertidumbre bajo las cuales se decide132.

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2. Los argumentos acerca de una decisión judicial

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De una manera general un argumento es una pieza de discurso (sea éste oral o escrito) mediante el cual alguien trata de evaluar y demostrar a otro o a sí mismo la procedencia de su demanda o punto de vista sobre un asunto, mediante la exhibición de razones suficientes. En el caso particular de los argumentos asociados a una decisión judicial, se presentan adicionalmente dos rasgos particulares: por una parte, las materias sobre las que normalmente versan los argumentos son controversiales, o bien hechos en disputa; y por la otra los argumentos se refieren siempre a decisiones (acciones) que afectan el resultado de tales controversias. Estos rasgos particulares de los argumentos acerca de las decisiones judiciales, van a delinear evidentemente los marcos de aceptabilidad de los mismos.

La construcción de una decisión es siempre un proceso complejo, en el que combinan la evaluación de diversas alternativas de acción (condenar/absolver, admitir/rechazar) con la evaluación de las situaciones del entorno que generalmente asumen también un carácter complejo. En el caso particular de las decisiones judiciales el entorno contiene tanto los elementos normativos (bajo todas sus formas), como los elementos fácticos (en toda su complejidad). De esta evaluación cruzada surge la decisión judicial, cuyas consecuencias se proyectan directamente al menos en dos esferas: primero, la del propio asunto resuelto mediante la decisión, y segundo la de la confianza pública en el estado racional de derecho. Esta última esfera posee una trascendencia política tal que difícilmente podría ser exagerada.

Por tratarse de una acción, que es seleccionada en virtud de reglas en concurrencia con evidencias fácticas, la decisión judicial siempre es elaborada y definida bajo condiciones de incertidumbre; el adecuado uso de la información actúa como corrector de la misma. En consecuencia, el terreno seguro de la sola validación deductiva parece quedar cerrado, y la racionalidad de la selección sólo puede ser evaluada a la luz del manejo que se efectúe de la información disponible.

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2.1. Aceptabilidad de los argumentos sobre las decisiones judiciales

El punto de vista que considera que la decisión judicial es siempre elaborada y tomada bajo incertidumbre ofrece una buena base para delinear de manera razonable los patrones de aceptabilidad de los argumentos sobre las decisiones judiciales; pero el punto de vista señalado puede entrar en conflicto con otros puntos de vista alternativos. Si sólo argumentáramos que el punto de vista de la incertidumbre es extremadamente fecundo para la construcción y desarrollo de los sistemas expertos, con toda razón nuestro argumento podría ser calificado de insuficiente. Por tal motivo, quizás resulte de utilidad hacer una breve revisión comparativa del mismo con un par de patrones alternativos de aceptabilidad de un argumento acerca de una decisión judicial que han ejercido y aún ejercen, importante influencia en el terreno de los sistemas expertos y la inteligencia artificial.

Las visiones alternativas que serán consideradas tienen el rasgo común de colocar un énfasis casi absoluto en la coherencia formal de la decisión y en la certidumbre de la

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misma. Este enfoque general presenta dos variantes; la más radical postula la existencia de un sistema de normas sin brecha alguna, dentro del cual todos los casos pueden lograr una decisión con la sola aplicación de las reglas apropiadas de deducción. En dicho sistema la norma de la ley aplicable al caso serviría como premisa mayor, la situación de hecho bajo consideración del decisor sería la premisa menor, y a partir de allí, siguiendo las reglas de derivación se alcanzaría la conclusión que a su vez produce una decisión cierta.

Como se ha señalado, este punto de partida y la subsiguiente aceptación de los correspondientes patrones de validación de los argumentos sobre decisiones judiciales tienen seguidores numerosos en el campo de los sistemas expertos aplicados al derecho. Esto no debe sorprender demasiado: por una parte las decisiones judiciales tienden a asumir una forma que en apariencia es estrictamente deductiva, y suelen dar la impresión de que partiendo de lo establecido en la ley se ha llegado por un camino directo e inequívoco a la decisión tomada. Desde luego que quienes efectivamente trabajan en la elaboración de las decisiones judiciales saben muy bien que a pesar de lo que se lea en las sentencias, esto no sucede de esa manera. La otra razón para que este enfoque goce de

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una popularidad superior a sus méritos, es que ofrece una base bastante improblemática para quienes trabajan los programas de computación básicamente como manipuladores de símbolos y que atribuyen a los aspectos sustantivos de los problemas sólo un carácter secundario. Creo que a esta manera de plantear el problema puede también atribuirse el carácter trivial de muchos desarrollos, y un cierto desaliento que se suele notar en los usuarios. En muchas oportunidades luego de un largo y minucioso trabajo de quienes han elaborado los programas, las soluciones que los mismos ofrecen son tan elementales a los avezados ojos del jurista, que éste prefiere continuar con los procedimientos tradicionales que le son familiares y le resultan más eficaces.

Una versión más moderada del enfoque señalado es la que considera que si bien los sistemas de normas no presentan brechas, es posible llegar coherentemente a soluciones no idénticas en virtud de que las condiciones establecidas por los sistemas son susceptibles de diversas interpretaciones por arte de los distintos decisores. Pero una vez producida dicha interpretación, lo que resta es aplicar las reglas de deducción correspondientes. En este grupo puede inscribirse el clásico trabajo de Schubert133, que corresponde a un estudio de las actitudes de los miembros de la Suprema Corte de los EE. UU., en la que ha determinado que los magistrados interpretan casi siempre las premisas establecidas conforme a su tendencia (liberal o conservadora), y sentencian coherentemente con dicho punto de vista. Para Schubert dicha coherencia hace que las decisiones sean previsibles, lo cual según su opinión es un valor de extrema importancia.

Sobre estos dos enfoques podrían efectuarse las siguientes observaciones: por un lado, excepto que se quiera supersimplificar la consideración del punto, el supuesto de que existen de manera espontánea los sistemas de normas con los rasgos señalados no parece plausible, con lo cual habrá que incluir como parte del esquema de la decisión,

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toda la actividad intelectual y material dirigida a la eliminación de las brechas que de hecho existen en tales sistemas134. Y en segundo lugar, la sola

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selección de las premisas relevantes al asunto bajo consideración es una instancia que queda fuera de la posibilidad de decisión en el sistema de normas, y que demanda un tipo especial de justificación que la sostenga. Desde luego que en estos enfoques se deja sin considerar el duro problema relativo al manejo de los elementos fácticos necesarios para la evaluación de la relevancia de la evidencia.

Tampoco parecen caer bajo consideración casos como los que son resueltos por analogía, en los cuales para incorporar la hipótesis que predica la existencia de una similitud entre el caso A y B (paso previo a la aplicación de las reglas de derivación correspondientes), es necesario superar múltiples dificultades prácticas, y no menos numerosas decisiones bajo incertidumbre.

Todo parece indicar que las teorías que tratan de fundamentar la aceptabilidad de un argumento acerca de las decisiones judiciales sólo sobre la base de la coherencia deductiva, dejan huérfanos de justificación aspectos demasiado importantes de la decisión como para ser ignorados; y como consecuencia de ello, dichos aspectos quedan potencialmente librados a evaluaciones de aceptabilidad extremadamente frágiles.

3. Argumentación, información y sistemas expertos

De lo expuesto puede inferirse que mediante la sola aplicación de las reglas de la deducción no somos capaces de capturar todos los factores que son necesarios para evaluar un argumento acerca de decisiones judiciales. Esto se debe por una parte a que los mismos trabajan y se expresan en lenguaje natural, y por la otra a que se refieren a decisiones tomadas bajo condiciones de incertidumbre. En el mejor de los casos dicho procedimiento de evaluación podría aplicarse a algún argumento de esta clase, después que todos los casos interesantes sobre interpretación de contenidos y verdad sustantiva hayan sido virtualmente resueltas mediante procedimientos no deductivos.

A este respecto hay que considerar que si bien en el terreno de los sistemas artificialmente contenidos, el planteamiento de los problemas

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es siempre claro, las respuestas perfectamente verdaderas son posibles y las pruebas rigurosas existen, en el campo de la argumentación real las cosas no se presentan de tal modo. Allí las premisas sólo parcialmente pueden ser garantizadas; una nueva información puede descalificar algo que ya creíamos seguro; y las analogías pueden muchas veces ser persuasivas pero no totalmente convincentes. Por todas estas razones en los sistemas artificiales es perfectamente legítimo hablar de validez/invalidez como una posibilidad de decisión cierta; mientras que esto carece de sentido en el terreno de la argumentación acerca de decisiones concretas.

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Esto tiene consecuencias notables en la elaboración de los sistemas expertos y en general en el campo del manejo automatizado de la información jurídica, ya que en este terreno con frecuencia se logran sólo soluciones triviales, en razón de que no se toma en consideración que antes de construir el sistema formal hay que ahondar en la naturaleza real del argumento jurídico, y aceptar que, en el caso concreto del de y el de las decisiones judiciales, se requieren bases más flexibles para el análisis de los argumentos, que las que nos proveen los sólos procedimientos deductivos. Sobre tales bases, no sólo la determinación de las premisas, sino también, la de las reglas de inferencia a utilizar deben ser establecidas con referencia específica al derecho, ya que los patrones para fundamentar una argumentación varían de una disciplina a otra135. Esto parece natural, ya que para evaluar las premisas de los argumentos necesitamos de información que sólo viene de la disciplina específica; y en consecuencia los juicios sobre los méritos de una inferencia determinada sólo pueden establecerse en el campo de la propia disciplina, porque es allí donde los patrones para la evaluación se desarrollan y se hacen inteligibles. No es en vano que los elementos esenciales del argumento acerca de una decisión (demanda, área, validación y respaldo) requieren de conocimientos específicos, junto a los conocimientos puramente deductivos.

La tendencia a considerar de una manera rígida que las solas herramientas deductivas son suficientes para evaluar la aceptabilidad de los argumentos, y la creencia en que los patrones de evaluación de la información tienen carácter universal, ha tenido como consecuencia que

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al producirse el manejo automatizado de la información muchos argumentos de indudable importancia jurídica resultan desechados por inválidos. Este resultado perverso ha generado dos tipos de reacciones: por una parte la de quienes aceptan pagar el alto precio de la trivialización de sus resultados con la finalidad de conservar la consistencia formal de sus elaboraciones; mientras que otros no se deciden a abandonar tales argumentos, y buscan de reconstruirlos mediante la incorporación de premisas, usando el viejo recurso de los entimemas.

En el terreno de la Inteligencia Artificial, los llamados procesos de refinamiento tratan de aprovechar los conocimientos que poseen los expertos en la materia, con el fin de caracterizar adecuadamente las premisas implícitas en un razonamiento. Aun cuando esta actividad es llevada a cabo por los juristas de manera casi automática, cuando se hace necesario un desglose analítico de los procesos de conocimiento que ello implica, se descubre que hay un gran número de elementos no deductivos que se aplican antes de utilizar la deducción. Y naturalmente también se torna claro que el uso de tales mecanismos no puede ser dejado sin patrones que regulen sus métodos de aceptación y de soporte136.

En el desarrollo del sistema para determinar la aplicabilidad de la Ley Penal Venezolana a un caso determinado (KBS), mediante una serie de procesos de refinamientos del sistema en los cuales intervinieron de manera directa los Magistrados, se logró capturar la experiencia de los mismos, mejorando notablemente el rendimiento inicial de KBS. Sin embargo, lo que juzgamos como la consecuencia más importante del desarrollo de KBS ha sido la de poner en evidencia muy tangible el modo en que se

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transforma una decisión en virtud del tratamiento argumental de que es objeto. En la Suprema Corte Venezolana la expresión «decisión bajo condiciones de incertidumbre» comenzó a interpretarse de un modo mucho menos prejuiciado. La incertidumbre se pone de relieve cuando se ve que es posible derivar una serie de consecuencias diferentes tanto a medida que se agregan nuevas consideraciones de hecho, como cuando se hacen jugar de distinta manera los elementos normativos. Asimismo, se ha tornado muy evidente el particular comportamiento de

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la argumentación en los asuntos altamente controversiales. En tales casos la consideración de las motivaciones estratégicas de determinadas premisas, puede ayudar mucho en la evaluación del argumento.

Por otra parte, como consecuencia del desarrollo de KBS la idea de que la validez y la incertidumbre son absolutamente incompatibles comenzó a repensarse, y se incorporaron elementos más sutiles mediante el uso del concepto de «soporte que un argumento puede exhibir». En este terreno es posible hablar de diferentes niveles de soporte de una decisión válida, lo cual permite mantener la idea de validez de la decisión y relacionarla a su vez con la de incertidumbre de la misma. Una decisión aunque sea válida es siempre tomada bajo condiciones de incertidumbre, y uno de los principios más saludables de la decisión judicial es que ella no se rige por reglas inmutables sino que es capaz de iluminar y trazar su propio camino.

A su vez, el hecho de que la decisión sea tomada bajo incertidumbre no excluye el uso de elementos de validación de origen deductivo, ya que aunque las Cortes no pueden emplear tales procedimientos para seleccionar sus premisas o fundamentar el uso de una determinada analogía, pueden y deben utilizarlos en la evaluación de la validez de sus argumentos. Esto no sólo posibilita un análisis crítico más claro y preciso, sino que hace más fácil someter las razones que justifican la decisión a una evaluación independiente.

Así las cosas, queda aún por considerar el problema de cuál es el momento en que opera la justificación de una decisión bajo condiciones de incertidumbre. Desdichadamente la afirmación en la que Jerome Frank sostiene que el juez generalmente comienza con la conclusión que considera adecuada, y sólo después busca racionalizar este resultado tratando de mostrar que el mismo deriva necesariamente de la regla legal relevante para el caso137, aunque fue efectuada en 1936 no ha perdido actualidad en nuestro tiempo. Una afirmación como ésta ignora completamente cuál es la estructura de justificación de una decisión racional. Este tipo de decisión no sólo se apoya en una argumentación formalmente convincente, sino que está determinada por el uso oportuno de toda

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la información como único método de corrección de las probabilidades subjetivas138.

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Por esta razón una característica fundamental de la justificación racional de dicho proceso de construcción de la decisión es que la misma no puede elaborarse fuera o separadamente de la propia construcción, sino que debe ir acompañando al proceso de definición de la decisión. Desde este punto de vista, aunque es perfectamente posible lograr una argumentación justificatoria coherente con algún principio para una decisión ya tomada, sólo tiene carácter de racional aquella que ha acompañado en su totalidad el proceso de construcción de la decisión y no aquélla que se refiere a un acto de decisión ya tomado.

Con la aceptación de este rasgo de la justificación de las decisiones racionales como punto de partida fue desarrollado el SECI (Sistema de Encapsulamiento y Consulta Inteligente). Este sistema considera los modos decisorios de un procedimiento en lo contencioso administrativo en la instancia de la Corte Suprema de Justicia y trata de ofrecer la información de manera oportuna en los diferentes momentos del proceso. De este modo, en cada momento procesal que ha sido previamente aceptado como no rutinario (es decir, como una auténtica instancia de elaboración de una decisión), se ofrecen los antecedentes jurisprudencia que puedan contribuir a la corrección de las probabilidades subjetivas del decisor. Esta información presenta la forma de una sentencia anterior o de un voto en disidencia sobre la materia.

El método de encapsulamiento y el de búsqueda han sido diseñados para facilitar la consulta en los momentos en que la probabilidad subjetiva puede efectivamente corregirse, lo cual da un gran dinamismo al manejo de la información, y la dota de un enorme sentido en el proceso de construcción de la decisión y de los argumentos acerca de la misma.

4. Conclusiones

Cuando un jurista frente a un desarrollo de inteligencia artificial aplicada al derecho, o ante un sistema de manejo automatizado de la información

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jurídica muestra escepticismo, suele provocar dos tipos de reacciones: la de quienes sostienen que dicho jurista no está suficientemente preparado para los avances tecnológicos de este siglo, o la de los que opinan que es la inteligencia artificial la que no logra ofrecer soluciones interesantes a los problemas jurídicos. Al margen de que para ciertos casos específicos alguna o ambas afirmaciones sean verdaderas, la aceptación general de las mismas puede dar lugar a una peligros a trivialización del problema.

En rigor, los sistemas elaborados con base en los desarrollos de la inteligencia artificial no son sino herramientas que cobran sentido y se hacen inteligibles en el marco de una determinada teoría acerca de la argumentación y de la información. Fuera de las mismas son la mayoría de las veces sólo un torpe y pretencioso artefacto tecnológico. Por el contrario, insertas activamente en el lenguaje sugerido por esas teorías, son capaces de generar no sólo buenas respuestas al problema concreto del manejo inteligente de la información jurídica, sino que constituyen un fluido vehículo de

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difusión entre los magistrados y los hombres de derecho, de los conceptos filosóficos que contribuyen a hacer más racional las argumentaciones acerca de las decisiones.

Desde este punto de partida, en el desarrollo de KBS y SECI, se ha tratado de insistir en el estímulo de un intercambio sistemático entre los miembros de la Corte y quienes construyeron los sistemas, como un modo de que estos últimos penetren en la naturaleza de un argumento real acerca de las decisiones judiciales concretas. Aunque los resultados prácticos de los sistemas han sido considerados excelentes por los usuarios, desde nuestro punto de vista, los hallazgos más importantes radican en haber podido concretar en programas de computación (que son algoritmos susceptibles de validación), el manejo dinámico de que es objeto la información en el mundo de las decisiones bajo incertidumbre.

Asimismo, consideramos muy importante el haber podido comprobar que la trivialidad de algunos sistemas expertos no es un problema cuya solución es imposible, sino que el mismo deriva fundamentalmente de que quienes desarrollan los sistemas son renuentes a aceptar que para lograr resultados interesantes desde el punto de vista del derecho, además de la teoría propia de la inteligencia artificial es necesaria la aplicación de una teoría apropiada de la argumentación jurídica. Esta aproximación parece ofrecer la perspectiva de un terreno mucho más fértil para los desarrollos que el que hemos tenido hasta el presente.

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