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Mostrando entradas con la etiqueta BRUCE OLSON. Mostrar todas las entradas Mostrando entradas con la etiqueta BRUCE OLSON. Mostrar todas las entradas viernes 3 de junio de 2011 UN MISIONERO EN LA JUNGLA Yo tenía catorce años cuando tuve mi primera conversación real con Jesús. Durante días, había estado pensando en Él, preguntándome repetidamente: ¿Quién es mi Dios? Entonces, decidí leer más del Nuevo Testamento. Comencé: "Jesús, he leído sobre cómo todos los que se encontraron contigo quedaron satisfechos. Ahora yo quiero esa misma satisfacción. Quiero paz y satisfacción como Pablo, Juan, Santiago y los otros discípulos. Quiero ser liberado de todos mis temores y...". En ese momento, sentí una presencia, una calma, en el cuarto. Era al mismo tiempo pequeña y calmada, inmensa y poderosa, que lo cubría todo. Enseguida, supe que algo estaba cambiando y que nunca quería que esa paz, esa calma, se fuera. La paz seguía ahí hasta dos años después, cuando asistí a mi primera

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viernes 3 de junio de 2011

UN MISIONERO EN LA JUNGLA

Yo tenía catorce años cuando tuve mi primera conversación real con Jesús. Durante días, había estado pensando en Él, preguntándome repetidamente: ¿Quién es mi Dios? Entonces, decidí leer más del Nuevo Testamento. Comencé: "Jesús, he leído sobre cómo todos los que se encontraron contigo quedaron satisfechos. Ahora yo quiero esa misma satisfacción. Quiero paz y satisfacción como Pablo, Juan, Santiago y los otros discípulos. Quiero ser liberado de todos mis temores y...". En ese momento, sentí una presencia, una calma, en el cuarto. Era al mismo tiempo pequeña y calmada, inmensa y poderosa, que lo cubría todo. Enseguida, supe que algo estaba cambiando y que nunca quería que esa paz, esa calma, se fuera.

La paz seguía ahí hasta dos años después, cuando asistí a mi primera conferencia misionera. El Sr. Rayburn, un hombre bajito que vestía una camisa de brillantes lunares verdes y gastados tenis, habló sobre las personas en Nueva Guinea que nunca habían oído del amor de Jesucristo. Aquello avivó algo dentro de mí. Por increíble que pareciera, Dios me estaba llamando a ser misionero. Debido a mi fascinación por los idiomas, yo había soñado con llegar a ser un profesor de lingüística; y así, durante los siguientes meses, resistí el llamado de Dios. Pero

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gradualmente, Él comenzó a cambiar mi corazón; y a medida que mi interés por otros países y culturas aumentó, me encontré a mí mismo atraído hacia Sudamérica y los pueblos nativos de dos países en particular: Colombia y Venezuela.

Esto explica cómo, en otros tres años y con las objeciones de mis padres, me encontré a mí mismo en un pequeño aeropuerto venezolano, un muchacho de diecinueve años y sin ningún amigo, sin conocimiento del idioma local, y solamente diecisiete dólares en efectivo. Mirando atrás, puedo ver por qué las personas pensaban que yo estaba loco. Sin embargo, desde aquel desfavorable comienzo, aunque yo no lo entendía entonces, Dios siguió guiándome hacia el siguiente paso correcto.

Dios me guió

Dios me guió a un médico que trataba a los indios a lo largo del río Orinoco. Él me guió a mi primera reunión con una tribu de indios, con los cuales me quedé durante tres semanas. Él me guió a mi primer empleo en Sudamérica, el cual era enseñar inglés a los estudiantes universitarios en Caracas. Y mediante el hombre que me contrató para enseñar, Él me mostró por qué me había llevado a Sudamérica.

"¿Has oído alguna vez de la tribu de los motilones?", me preguntó un día ese hombre, Miguel Nieto. Me explicó que el principal contacto entre la tribu de los motilones y la civilización vino en forma de flechas. Nadie había aprendido nunca nada del idioma de los motilones, ni tampoco nadie se había acercado a ellos lo suficiente como para describir su cultura física. Aquellos indios vivían en los bosques del Maracaibo, asentados en los Andes, en la frontera entre Venezuela y Colombia.

Sólo las importantes empresas petroleras habían parecido interesarse en esa región. Cada vez que sus empleados entraban en territorio de los motilones, les disparaban con flechas. Muchos habían sido heridos por las flechas; muchos habían muerto.

Habría tenido sentido olvidarse de los motilones, pero yo no pude. Una curiosidad que me remordía y me turbaba se apoderó de mí. Y no se iba, a pesar de lo persuasivo que era el argumento que utilicé contra ella.

Me pregunté: ¿Pero qué puedo hacer yo por un grupo de indios primitivos? No importaba lo que yo pensara que podía hacer. En lo más profundo de mi ser, de alguna manera sabía que Dios quería que yo fuera a ellos.

No pasó mucho tiempo antes de que hiciera mi equipaje con provisiones para una semana, fuera en autobús a una pequeña ciudad en las estribaciones de los Andes, comprara una mula, y partiera hacia la selva. Tenía buen ánimo, y estaba contento y emocionado por mi nueva aventura. Dos días después, me encontré con unas cuantas cabañas que formaban un poblado indio, y pensé que eran los motilones.

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Sin embargo, pronto descubrí que eran parte de otra tribu llamada yuko. Viví con aquellos indios durante meses, y aprendí cada vez más de su lenguaje y su cultura. Yo no conocía el modo de hacer las cosas en la jungla, pero por medio de los yukos gradualmente comencé a adquirir las capacidades necesarias para sobrevivir.

Finalmente, sentí que estaba preparado para perseguir la misión que Dios había puesto en mi corazón. Les pedí a los yukos

—Oh, no, no nos acercamos a ellos. Nos matarían—dijo uno de ellos. Yo insistí. —Bien—dijo el mismo—, hay una aldea yuko al sur de aquí. Quizá ellos te lleven. Puedes intentarlo allí.

Y así, viajé desde un poblado yuko hasta otro, tratando de encontrar a alguien que me llevara hasta los motilones. En julio de 1962, conocí a un fuerte joven indio que tenía la reputación de estar dispuesto a hacer cualquier cosa si podía obtener un beneficio de ello. Como a los yukos les gustaba lo brillante, lo convencí para que me llevara, al ofrecerle un collar hecho con la cremallera de mis desgastados pantalones.

Partimos con otros seis yukos al día siguiente, y mantuvimos un ritmo firme durante una semana. Finalmente, llegamos a una cadena montañosa que me dijeron que daba a un hogar de los motilones.

De repente, los yukos se detuvieron y elevaron sus cabezas como para oler el viento. Estuvieron quietos como estatuas. Yo no había oído ningún sonido, pero también me quedé quieto, y escuchaba cómo mi respiración se oía: con demasiado ruido, pensé. No oí nada más.

Entonces, como en un sólo movimiento, todos los yukos salieron corriendo por el mismo camino por el que habíamos llegado. Yo me quedé anonadado durante un momento. Luego fue que, torpemente, corrí tras ellos, y me preguntaba de qué exactamente estaba huyendo. Corrí hasta llegar directo a unas enredaderas. Me caí. Quedé de bruces, logré levantarme, y volví a quedar atrapado en las espesas enredaderas. De repente, sentí un agudo dolor en el muslo, y todo mi cuerpo quedó sin fuerzas.

Me había alcanzado una flecha. Finalmente, había encontrado a los motilones; o más bien, ellos me habían encontrado.

Los motilones no me mataron, pero fui su prisionero. Pasé un miserable mes confinado a una alfombra en su casa comunal, un alto montículo marrón de cañas y hojas de palmera y paja que se parecía a una colmena desde el exterior. Mi pierna estaba infectada por donde había entrado la flecha. Las glándulas de mi ingle estaban hinchadas. Estaba débil, y tenía diarrea.

Mis impresiones iniciales sobre los motilones no fueron favorables. En un principio, no me ofrecieron nada para comer. Las mujeres motilonas me ignoraban, y la mayoría de los hombres parecía cruel. Me pinchaban con flechas y se reían cuando yo saltaba. Solamente uno de los indios me mostró algo de bondad, un hombre con una risa fuerte y distintiva y una pequeña cicatriz al lado de su boca.

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Cada día que él regresaba de cazar, sonreía y me decía algo. A veces, me llevaba comida.

Mi estado empeoraba. La verdad fue que pensé que no sobreviviría sin ayuda médica, y, aquella noche, cuando los indios estaban dormidos, salí a hurtadillas de la casa, encontré un río y me dirigí corriente arriba hacia las montañas. Con fiebre, hambre y miedo, caminé durante días. Finalmente, cuando estaba casi listo para tirar la toalla, me crucé con un par de colonos que estaban talando un árbol. Supe que había cruzado la frontera y que ahora estaba en Colombia. Había escapado de la tribu de los motilones.

Me había alcanzado una flecha. Finalmente, había encontrado a los motilones; o más bien, ellos me habían encontrado.

Los motilones no me mataron, pero fui su prisionero. Pasé un miserable mes confinado a una alfombra en su casa comunal, un alto montículo marrón de cañas y hojas de palmera y paja que se parecía a una colmena desde el exterior. Mi pierna estaba infectada por donde había entrado la flecha. Las glándulas de mi ingle estaban hinchadas. Estaba débil, y tenía diarrea.

Mis impresiones iniciales sobre los motilones no fueron favorables. En un principio, no me ofrecieron nada para comer. Las mujeres motilonas me ignoraban, y la mayoría de los hombres parecía cruel. Me pinchaban con flechas y se reían cuando yo saltaba. Solamente uno de los indios me mostró algo de bondad, un hombre con una risa fuerte y distintiva y una pequeña cicatriz al lado de su boca. Cada día que él regresaba de cazar, sonreía y me decía algo. A veces, me llevaba comida.

Mi estado empeoraba. La verdad fue que pensé que no sobreviviría sin ayuda médica, y, aquella noche, cuando los indios estaban dormidos, salí a hurtadillas de la casa, encontré un río y me dirigí corriente arriba hacia las montañas. Con fiebre, hambre y miedo, caminé durante días. Finalmente, cuando estaba casi listo para tirar la toalla, me crucé con un par de colonos que estaban talando un árbol. Supe que había cruzado la frontera y que ahora estaba en Colombia. Había escapado de la tribu de los motilones.

Pero no estuve lejos por mucho tiempo. Comencé a recuperar mis fuerzas y finalmente emprendí mi camino hacia la capital de Colombia, Bogotá. Me gustó mucho Bogotá. Era maravilloso volver a poder hablar de modo inteligible con la gente. Sin embargo, cuando recuperé la salud, me encontré pensando cada vez más en los motilones. Cuando me preguntaban acerca de mis aventuras, yo describía al pueblo de los motilones y el modo en que vivían, en lugar de relatar lo que me había sucedido. No tenía sentido, en términos de lo que yo había pasado con ellos, pero me encantaba ese pueblo por quiénes eran ellos. Dios me había conducido allí, y comprendí que Dios me llevaría de regreso.

Pronto, conocí un ejecutivo de una empresa petrolera. Se ofreció a incluirme en un avión de la empresa que iría por el área de los motilones. Iba a la jungla.

Acampé en territorio motilón, y dejé regalos a lo largo de los senderos para

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mostrar que había llegado en son de paz. Los días se convirtieron en semanas. Después de dos meses de impaciente espera a que algo sucediera, los regalos desaparecieron. Se sustituyeron por cuatro largas flechas en el camino, como advertencia de los motilones de que debería huir para salvar mi vida.

Algo en mi interior se quebró. Dios podía hacer lo que Él quisiera con aquellos indios; ¡yo ya había tenido bastante! Corrí hacia mi campamento, agarré mi hacha y corrí hacia el río. Comencé a cortar un árbol de balsa. Haría una balsa y saldría de allí flotando.

Trabajé con frenesí. Pronto, el árbol se movió y cayó crujiendo al río. De inmediato, proseguí con un segundo árbol, metiendo profundamente el hacha en su tronco. También cayó. Me acerqué a un tercero.

Entonces levanté la vista. Allí estaban los motilones: eran seis, con las cuerdas de sus arcos tensadas y sus flechas que apuntaban directamente hacia mí. Sin pensarlo, dejé caer mi hacha y determiné ocultarme tras un árbol. Desde allí me asomaba para verlos. Ellos no parecían tener ninguna inclinación a hacerme mal. Sólo esperaban, con sus arcos preparados.

Salí de detrás del árbol. Levanté mis manos y mostré que estaban vacías. Mi enojo se había ido. Observé sus rostros para ver alguna señal, y mis manos temblaban ligeramente.

Lentamente, ellos relajaron sus arcos. Uno de ellos dio un paso adelante. Yo miré atentamente. Él tenía una pequeña cicatriz en un lado de su boca.

Le sonreí, y esperé que me reconociera, y él me devolvió la expresión. Sonreí más, y lo mismo hizo él. ¡Él me reconoció! Le dijo una palabra a los otros hombres, y ellos se relajaron. Luego, él comenzó a reírse muy fuerte. Era la clase de risa por la que yo lo había conocido al otro lado de las montañas. En mi primera "visita" a los motilones, él había sido la única persona amigable que había encontrado. Ahora, lo había vuelto a encontrar.

Parecía que Dios seguía teniendo un propósito en mente para mí allí.

Aquella vez fui aceptado en la comunidad de los motilones. Me permitieron usar una hamaca en la choza para dormir, y hasta me pusieron un nombre tribal, "Bruchko", que era lo más cerca que los indios podían llegar para pronunciar "Bruce Olson".

Mi perspectiva sobre los motilones cambió radicalmente con respecto a las opiniones que me había formado de ellos durante nuestra reunión inicial. Descubrí que era un pueblo alegre, que siempre hacían bromas entre ellos, cantaban o hablaban. Cada mañana, los hombres salían a cazar, mientras que las mujeres se quedaban para comenzar su trabajo del día. Los niños jugaban. Así era su vida en la jungla.

Pasaron los años. Lo cierto es que mientras muchos de mis viejos compañeros de clase en Minnesota experimentaban la emoción y la confusión del "flower power",

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el evento de Woodstock y las manifestaciones contra la guerra en los Estados Unidos, yo pasé el final de la década del sesenta y principio del setenta cazando, pescando y hablando sobre Jesús con nativos en una jungla de Sudamérica. Y me encantaba.

En 1971, establecimos dos centros de salud en la jungla. Los motilones aprendieron cómo tomar muestras de sangre, y teñirlas y probarlas para comprobar la malaria en un microscopio donado por una empresa farmacéutica. Debido a que los motilones pasaban hambre durante las épocas en que la caza era escasa, les enseñé a preparar la tierra para cosecharla. Los grandes campos eran susceptibles a las enfermedades y la erosión, así que nos centramos en pequeñas parcelas de terreno diseminadas en diferentes áreas de la jungla. Finalmente, cultivamos acres de cocoteros y bananos, y también maíz, frijoles, arroz, piñas y otros productos. Introdujimos ganadería—vacas y aves de corral—a fin de incrementar y garantizar el acceso a la carne y la leche.

Además, organizamos dos escuelas. Los motilones aprendieron no sólo su idioma nativo, sino también el español, a fin de que pudieran comunicarse y negociar con el mundo exterior. Los motilones llaman a su idioma barí, que es también el nombre con que se denominan a sí mismos. Literalmente significa "nosotros el pueblo".

Todos esos cambios se produjeron gradualmente y en consulta con los jefes tribales. Yo estaba muy contento, al ver que los avances mejoraban la calidad de vida para los motilones—o barí—de maneras que esencialmente preservaban sus valores tradicionales. Sin embargo, lo más satisfactorio de todo era ver cada vez más de mis amigos fortalecerse en Cristo. Publicado por vozqueclama en 6/03/2011 09:43:00 AM 0 comentarios Enlaces a esta entrada Enviar por correo electrónicoEscribe un blogCompartir con TwitterCompartir con Facebook Etiquetas: BRUCE OLSON, MISIONES, UN MISIONERO EN LA JUNGLA

LA HISTORIA DE BRUCE OLSON

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Bruce era un niño estudioso, del frío estado norteamericano de Minnesota. Sus papás no aprobaban el creciente interés que mostró en aprender de la Biblia y en pasar tiempo con creyentes cristianos fervorosos. ¡Pocos pequeños como él querían dominar idiomas antiguos como el griego y el latín! Se extrañaron todavía más cuando Bruce dejó la universidad a los diecinueve años de edad y salió en un viaje de aventura a Sudamérica. ¿Qué sería de ese muchacho tan especial?

Años después, Bruce ha llegado a ser hombre multifacético que habla más de quince idiomas, ha dado un discurso en las Naciones Unidas y es casi una leyenda en Colombia. Cuenta entre sus amigos a los máximos líderes del país y también a los indígenas más primitivos. Es casi increíble la historia de cómo él llegó en 1962 a la temible tribu de los motilones, un joven enfermo, herido, débil, y por esa razón lo cuidaron hasta que estuviera sano, cuando lo pensaban matar. Pero Dios tenía otros planos. Bruce logró escapar, sólo para llegar a ser más tarde el máximo amigo de los motilones en toda su historia, integrándose en su lengua y cultura.

Cuando Bruce fue tomado cautivo de los guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional (ELN) durante diez meses de 1988 y 1989, el mundo vio hasta qué grado habían sido cambiados los motilones. Se unieron con las tribus Barí, Cuiba, Guajibo, Sáliva, Yuko, Tunebo y otras del nororiente colombiano, algo imposible en el pasado, para hacer una campaña por su liberación. Publicaron cartas abiertas en los periódicos y muchos editoriales y noticieros de televisión se maravillaron ante lo que estaba pasando. Al final de su secuestro Bruce fue condenado a morir fusilado, pero el comandante a última hora cambió las balas por cartuchos vacíos y después lo dejó libre. Y todo el esfuerzo del ELN por desestabilizar Colombia se

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esfumó porque muchos de sus miembros se convirtieron a Cristo por haber tenido a Bruce como su prisionero.

Actualmente los motilones siguen siendo hombres de la selva, pero con una gran diferencia. Existen ahora más de 60 escuelas donde se enseña en 18 distintos idiomas tribales además del español. Bruce ha logrado la creación de una reserva de territorio en perpetuidad, 630,000 hectáreas cuadradas de tierra para los motilones Barí; ya no habrá invasores que traten de quitarles su lugar. Centenares de motilones se han graduado de escuelas profesionales pero han regresado a la tribu. Existen más de 50 centros de salud, 42 centros de agricultura, todo dentro de su región en la jungla. Y algunos de los indígenas hasta han logrado puestos políticos por primera vez en la historia de Colombia.

Lo que ha sucedido entre los motilones no tiene paralelo en la historia de ningún país. En una ocasión el presidente colombiano comentó con el indígena Arabadoyca: "Esto realmente es desarrollo en respuesta a las necesidades de la comunidad".

Pero Arabadoyca sabía que no era la medicina preventiva ni la agricultura tropical que había producido entendimiento y coexistencia entre las tribus. Respondió al presidente: "Es porque nuestra tribu camina ahora en las pisadas de un líder nuevo". Significaba que lo reconocían como máximo cacique.

El presidente dijo con una sonrisa: "Sí, de Bruce el misionero".

"No, no", aclaró Arabadoyca. "Es Saymaydodji-ibateraducura".

"¿Quién?"

"Jesucristo".

A final de cuentas, quien ha transformado estos colombianos no es un misionero rubio que actualmente sufre de tripanosomiasis cruzi crónica y que durante 38 años ha caminado al lado de los motilones, ayudándoles a construir centros para su progreso hasta que ellos mismos han visto la necesidad, dándoles la palabra de Dios en su propio idioma, demostrando frente a ellos una fe viva. Jesucristo es quien ha hecho todo.

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Andrew Murray Andrew Murray nació en Sudáfrica el 9 de mayo de 1828, en el seno de una familia escocesa. Su padre era un pastor vinculado a la Iglesia Presbiteriana de Escocia y a la Iglesia Reformada Holandesa, lo cual fue decisivo en la formación del fervoroso espíritu holandés de Murray.

Fue enviado por su padre a Escocia a los diez años de edad, para recibir una completa formación académica. En ese tiempo, un gran avivamiento espiritual estaba sacudiendo ese país. El hombre que Dios usó para llevarlo a cabo fue el joven ministro William C. Burns, quien llegó a tener una gran influencia sobre Andrew, ya que con él compartía largas veladas en casa del tío John Murray. Seis años más tarde, Andrew viajó a Holanda para completar sus estudios. Estando en Utrecht experimentó el nuevo nacimiento, a los 16 años de edad.

Tras diez años de ausencia, Andrew retornó a Sudáfrica como pastor y evangelista. Su disposición juvenil y juguetona era tan sobresaliente, que cautivó el corazón de sus hermanos pequeños, los cuales solían decir: “Nuestro hermano Andrew ¿es realmente un pastor? ¡Parece exactamente como uno de nosotros!”.

Cuando Murray tenía 28 años de edad contrajo matrimonio con Emma Rutherford, la hija menor de un pastor inglés de la Ciudad de El Cabo. Tuvieron 10 hijos. La ayuda de Emma fue vital en su ministerio, especialmente en su labor como escritor.

En 1860 vino un gran avivamiento sobre Sudáfrica, tal como un par de años antes había venido sobre Estados Unidos y Europa. Murray fue testigo de este avivamiento mientras pastoreaba en Worcester. En un comienzo, temiendo que se tratara de una simple oleada de emoción, Murray trató de detener su fuerza entre los jóvenes de su congregación, pero hubo de rendirse ante los sólidos frutos que comenzó a ver en la vida de muchos cristianos.

Sin duda, esta fue una experiencia que influyó por el resto de su vida y que lo sumergió en las profundidades del caminar en el Espíritu que había anhelado y por el cual tanto había orado. Desde entonces la predicación de

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Murray adquirió una calidad intangible tan sobrenatural que de verdad puede decirse que ministraba “en el poder del Espíritu”.

Sin embargo, Murray era poseído permanentemente por un sentimiento de insatisfacción respecto de su propio ministerio. Al mirar el estado espiritual de sus ovejas se echaba sobre sí la responsabilidad de su falta de edificación. A veces hasta llegaba a desanimarse. De ahí surgió la visión de enseñar acerca de cómo permanecer en Cristo para una vida espiritual más profunda. “Hay que conducir a los hijos de Dios al secreto de tener la posibilidad de una comunión ininterrumpida con Jesús de una manera personal” – decía.

En 1877, viajó por primera vez a los Estados Unidos y participó de muchas conferencias de santidad allí y en Europa. Su teología era conservadora, y se oponía francamente al liberalismo.

En la escuela del dolor

Andrew Murray aprendió sus más preciosas lecciones espirituales por medio de la “escuela del dolor”, principalmente después de que en 1879 lo aquejara una seria enfermedad a la garganta que lo dejó sin voz por casi dos años. Después de buscar al Señor en oración incesante, fue sanado en el Hogar “Bethshan”, en Londres, fundado por W.E. Boardman, autor del libro “El Señor tu Sanador”. Su sanidad fue tan completa que nunca más tuvo ningún problema con su garganta. A pesar del gran esfuerzo a que la sometía permanentemente, su voz mantuvo tal fuerza y musicalidad que asombraba a todos. Como resultado de esa experiencia, Murray vino a creer que los dones milagrosos del Espíritu Santo no se limitaban a la iglesia primitiva.

Su hija menor, Annie, quien fuera por largos años su secretaria privada, testificó así después de la enfermedad de su padre: “Fue después del ‘tiempo de silencio’ que Dios se acercó tanto a mi padre y que él vio más claramente el significado de una vida de completa entrega y de fe sencilla. Entonces empezó a mostrar en todas sus relaciones esa permanente ternura, esa serena benevolencia y esa consideración sin egoísmo hacia los demás. Todo esto fue lo que caracterizó su vida cada vez más y más. Poco a poco también se fue desarrollando en él esa maravillosa, sobria y bella humildad que nunca hubiera podido fingir, sino que solamente podía ser la obra del Espíritu que moraba en él, y que podían sentir inmediatamente todos los que llegaron a tener contacto con él”.

Otras experiencias dolorosas para Andrés Murray fueron dos accidentes que tuvo mientras viajaba en carro cuando realizaba sendas giras evangelísticas Como producto de la primera se fracturó un brazo, y en la segunda recibió una seria lesión en una pierna y en su columna vertebral. Las secuelas de

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estos accidentes fueron duraderas, pues desde entonces Murray cojeó al caminar. Para él, éste fue su Peniel, porque a partir de estas experiencias Murray se convirtió en un príncipe que persuadía a Dios en una forma mayor a través de la oración. Fue conducido hacia una vida de oración aún más profunda y aprendió lo que era realmente el poder de la intercesión. “Sus extraordinarios libros sobre la oración –escribió Annie– fueron todos escritos después de ese último accidente, y la influencia que han tenido no puede ser medida por hombre alguno. Dios se glorificó a sí mismo en su servidor, y a pesar de su cojera, vivió hasta completar una buena vejez.”

Keswick

En 1895, Andrew Murray fue invitado a la Convención de Keswick, en Inglaterra. Esta Convención, que se realizaba todos los años, era conocida en todo el mundo cristiano por promover una mayor intensidad espiritual. La enseñanza de Keswick enfatizaba la necesidad de que cada hijo de Dios fuera lleno y guiado permanentemente por el Espíritu Santo, lo cual lo capacitaría para vivir aquí en la tierra una vida agradable a Dios. También enfatizaba la limpieza completa de los pecados mediante la sangre preciosa de Jesús y la necesidad de una entrega más completa al Señor. Murray sintió desde el principio mucha afinidad con esta enseñanza, pues la había estado predicando desde antes de conocer el movimiento de Keswick. En aquella oportunidad, los mensajes de Murray estuvieron llenos de poder, a pesar de que su aspecto físico era débil. “Uno siente la presencia de Cristo todas las veces que uno está con él”, era el comentario corriente.

Al describir el efecto que Murray ejerció sobre los que le escucharon en Keswick, Evan H. Hopkins, el timonel de esa Convención, dijo: “Sus mensajes tocaron la cuerda sensible en muchas personas, con un poder poco común … parecía como si nadie fuera capaz de escapar, como si nadie pudiera escoger otra cosa que no fuera dejar que Cristo mismo, en el poder de Su Espíritu vivo, fuera el Único en vivir en nosotros, aunque el costo fuera que nos tocara morir por causa de él … Al tratar el Sr. Murray esto, profundizando cada vez a medida que transcurrían los días, algunos de nosotros recordamos los primeros días de Keswick, cuando un temor reverente hacia Dios descendió sobre toda la asamblea, en una forma tal que el autor no ha vuelto a ver otra cosa igual …”.

Durante los últimos 28 años de su vida, Murray fue considerado el padre del Movimiento Keswick en Sudáfrica. Los resultados de las conferencias anuales en Sudáfrica fueron perdurables en las iglesias de la región. Muchos de los obreros que sobresalieron en las distintas iglesias y misiones, recibieron su inspiración y entrenamiento espiritual en estas reuniones.

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Una de las características más sobresalientes de estas reuniones fue el gran número de personas que participaron en la experiencia específica de alcanzar la victoria y poder sobre el pecado.

El mensaje de Murray siempre era sencillo: “Venga a Jesús; permanezca en él; trabaje a través de él”. Repetidamente él hacía énfasis en la palabrita central “en”. “Las dos partes de la promesa: ‘Permaneced en mí y yo en vosotros’ encuentran su unión en esta palabrita tan significativa. No hay palabra más profunda en todas las Escrituras” – declaraba él.

Una noble vejez

A medida que Murray envejecía, su presencia causaba una fuerte impresión en todos quienes le conocían: “Como el árbol que produce más frutos se dobla cada vez más y casi se parte bajo el mismo peso, así entre más santo se volvía y entre más famoso se hacía, más humilde parecía y más se iluminaba su rostro con la gloria que estaba dentro de él.”

Cierta vez su hija le preguntó: “¿Qué haces ahí tan tranquilo, tomando el sol, padre?”. “Estoy pidiéndole a Dios que me muestre la necesidad de la iglesia y que me dé un mensaje para suplir esa necesidad” – contestó él.

Un amigo escribió: “Lo vi cinco meses antes de su muerte, y su venerable rostro brillaba como las montañas de los Alpes, que brillan con brillo del ocaso: tan radiante, tan benigno, con una pureza que salía de su interior”.

en su último cumpleaños se le preguntó si se sentía desilusionado porque Dios había permitido que su cojera y su sordera le impidieran llevar una vida más activa. “Es una decisión bondadosa de mi Padre –contestó tranquilamente–. Dios me ha excluido de la vida de actividad incesante en que yo me encontraba en los años anteriores, y me ha encerrado en una mayor quietud, en la que puedo dedicarle más tiempo a la meditación y a la oración. En la soledad y en el silencio, el Señor me da mensajes preciosos que trato de transmitir a los demás a través de mis escritos.”

Su exhortación a los que le acompañaron en su último cumpleaños –el número 88– fue: “Hijos de Dios, dejen que su Padre los conduzca. No piensen en lo que ustedes pueden hacer, sino en lo que Dios puede hacer en ustedes y a través de ustedes.”

Un generoso legado

Por creer en lo que Dios puede hacer por medio de la literatura, Andrew Murray escribió más de 250 libros e innumerables artículos. Su obra tocó y toca a la Iglesia en el mundo entero por medio de profundos escritos, entre los que destacan “El Espíritu de Cristo”, “El más Santo de todos”, “Con Cristo

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en la Escuela de la Oración”, “permaneced en Cristo”, “Criando sus Hijos para Cristo” y “Humildad”. Sus libros son considerados clásicos de la literatura cristiana. Sin embargo, pese a escribir tantos libros, nunca quiso escribir su autobiografía.

Murió el 18 de enero de 1917, tal como lo había anunciado: en su cama y rodeado de sus hijos. Su esposa había muerto doce años antes.

 

El hermano Andrés

Una aventura de fe tras la Cortina de Hierro, con consecuencias espirituales emocionantes, pero también con riesgos imprevisibles. Una misión en que la vida pende de un hilo, para creyentes con nervios de acero – o con una fe más grande de lo común.

Su llegada a Bulgaria fue mucho más agradable de lo que esperaba. Después de un viaje tan largo y accidentado, esperaba lo peor. Sin embargo, el inspector de la aduana le dio una cálida bienvenida, las carreteras eran buenas, y la gente alzaba sus manos afectuosamente al paso de su automóvil. Incluso, más adelante, cuando tomó un camino equivocado y se atoró en un lodazal, los parroquianos de una taberna cercana le dieron rápido socorro: sacaron el auto a empellones en un dos por tres y ¡hasta lo invitaron a celebrar con una cerveza!

Por supuesto, se sintió un poco incómodo con la invitación, pero tuvo que aceptar, de lo contrario habría desairado a sus salvadores.

Una extraña visita

Casi sin proponérselo, “el hermano Andrés” –como gustaba que lo llamaran– se había visto involucrado en este trabajo.

Proveniente de una piadosa familia cristiana holandesa, había vivido de niño los rigores de la 2ª Guerra Mundial, y después, siendo un joven, había tomado parte en la última guerra colonial de su país en Indonesia. De vuelta de la guerra, derrotado, con sentencia de invalidez por haber sido herido de bala en un pie, fastidiado de todo, y sin hallar sentido a su vida, encontró al Señor y se aferró con todo a él.

Al poco tiempo decidió preparase para el ministerio, en Escocia. En sus dos años de preparación en una institución no convencional, había tenido oportunidad de conocer a Dios como el Dios que sustenta con fidelidad a sus hijos.

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Cuando ya terminaba sus estudios, encontró una revista de divulgación marxista en que se invitaba a un Festival juvenil que se realizaría en Varsovia (Polonia) en el mes de julio de 1955. Sin saber exactamente por qué, Andrés decidió participar. Escribió a Varsovia y a los pocos días le llegó su identificación para el evento. Durante tres semanas pudo conocer la opresiva y triste realidad de las iglesias en ese país y hasta repartir tratados por las calles. En esos días se le abrió un horizonte de servicio espiritual que habría de consolidarse en los años siguientes.

Un feliz encuentro

Ahora corría el año 1959 y él tenía 31 años de edad. Hungría era el cuarto país tras la Cortina de Hierro que visitaba en su Volkswagen azul, con el propósito de introducir clandestinamente Biblias y repartirlas a las iglesias subterráneas. Había tenido algunas dificultades en Yugoslavia recientemente, lo que le había obligado a dar un gigantesco rodeo de 2400 kms. por Italia y Grecia para llegar a Bulgaria.

En su última noche en Yugoslavia había conocido a un cristiano que tenía un amigo de confianza –Petroff– en Bulgaria. Le insistió que lo visitara al llegar a Sofía, la capital. Ahora ya estaba en Sofía, pero ¿cómo encontraría la calle donde vivía Petroff sin despertar sospechas? El hermano yugoslavo le aconsejó que se moviera con cautela.

En el hotel pidió un plano de la ciudad, pero se lo negaron. Después de insistir y dar una buena razón para consultarlo, le permitieron ver uno hecho a mano, que sólo tenía el nombre de las calles principales. Pero ... ¡un momento! ¿No estaba ahí la calle que buscaba? Efectivamente, la única calle secundaria que tenía puesto el nombre ¡era precisamente la que buscaba!

Andrés tuvo la certeza en ese momento, como otras muchas veces en sus viajes anteriores, que todo había sido preparado desde muchísimo tiempo antes.

Al día siguiente se acercó caminando al lugar, y vio venir desde el otro extremo de la calle a un hombre que se detuvo en el mismo número. Era una gran casa de departamentos. Ambos entraron casi juntos y caminaron uno detrás del otro por el pasillo. En ese momento, Andrés miró al hombre de reojo y percibió que ése era el hombre que buscaba. El otro había entendido lo mismo. Sin decirse palabra, subieron las escaleras y llegaron a la habitación. El hombre sacó su llave, abrió la puerta, y entraron.

— Yo soy Andrés, de Holanda – dijo uno.

— Yo soy Petroff – dijo el otro.

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El saludo fue emotivo. Luego estuvieron los tres –con la esposa de Petroff– arrodillados dando gracias a Dios por haberlos reunido sin demora ni riesgos.

Charlaron algún rato. Andrés les dijo que estaba enterado de que en Bulgaria los cristianos necesitaban desesperadamente Biblias, ¿sería cierto?

Dos lágrimas

Por toda respuesta Petroff lo llevó a su escritorio, donde estaba copiando a máquina algunos libros de la Biblia. Hacía tres semanas que se había conseguido una Biblia por un bajo precio –sólo el equivalente a su pensión de un mes– pero le faltaba Génesis, Éxodo y Apocalipsis. Seguramente alguien había liado unos cigarrillos con sus finas hojas. Petroff esperaba terminar su trabajo de copiado en un mes más.

Luego, se la regalaría a una iglesia de campo que no tenía Biblia.

— ¿Ninguna Biblia en toda la iglesia? – saltó Andrés.

Petroff le contó que esa iglesia no era la única, sino que abundaban en toda Bulgaria, y también en Rusia.

Andrés salió y fue a su automóvil. Se aseguró que no hubiera nadie en las inmediaciones y sacó una caja con Biblias. Volvió al departamento con su cargamento, y, ante la sorpresa de sus anfitriones, puso una Biblia en las manos de Petroff y otra en las de su esposa. Cuando Petroff vio de qué se trataba, y supo que lo que había en la caja eran más Biblias, y que en el auto había varias cajas más, cerró los ojos, emocionado.

Dos lágrimas suyas cayeron sobre el precioso libro que tenía en sus manos.

Una fe pura

De inmediato Andrés y Petroff se pusieron en marcha para distribuir Biblias por toda Bulgaria en las iglesias donde había mayor necesidad. Petroff le contó a Andrés que la excusa que daba el gobierno para suprimir las Biblias era que estaban escritas en una ortografía muy antigua, lo cual retrasaría el progreso.

En esos días Andrés conoció a cristianos que le quedarían grabados en el corazón. Como el anciano Abraham y su esposa, por ejemplo, ambos de dulce mirada de niño, que irradiaban una profunda paz. Alguna vez ellos tuvieron tierras, y una hermosa casa, pero ahora habitaban una carpa hecha de cueros en la montaña, sosteniéndose con una mínima pensión estatal, comiendo frutas silvestres. Ello, porque Abraham había sido acusado de realizar labores “subversivas”. En realidad, lo que sucedía era que

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acostumbraba compartirle de su fe a los oficiales comunistas, y a los soldados, dondequiera los encontraba. A veces ellos se convertían; otras, él era encarcelado.

Una noche Andrés tuvo la oportunidad de participar de una reunión clandestina (sin luz, sin cantos) en un hogar. Como esa, viviría otras muchas jornadas después. Allí pudo comprobar la pureza de la fe, y el gozo –casi reverente– de los hermanos al recibir una única Biblia de regalo.

Al salir de Hungría luego de terminar su misión, “el hermano Andrés” pensaba que el gozo y gratitud de esos santos y fieles cristianos era paga suficiente para seguir arriesgando la vida en cada viaje a los países tras la Cortina de Hierro.

***

(Adaptado de “El contrabandista de Dios”, por el hermano Andrés, Edit. Vida, 1971.)

 

La hija del Sha

Una joven musulmana paquistaní, de noble cuna, es escogida por Dios como testigo de su poder y su amor. Su testimonio demuestra que la salvación de Dios en Jesucristo es tan amplia que también puede alcanzar más allá de las fronteras culturales y religiosas, al corazón mismo del Islam.

— Termina con esta maldición de la familia – dijo con fiereza Safdar Shah mientras le tendía la pistola a su hermano Alim Shah.

Éste tomó con resolución la pistola de doble tambor y en forma lenta le fue levantando hasta apuntar al rostro de su hermana Gulshan, sentada frente a ellos. Con una frialdad desconocida en él, dijo mirándola fijamente:

— ¿Por qué quieres morir? Todo lo que tienes que hacer es decir que no aceptas más a Jesucristo como el Hijo de Dios y que dejarás de ir a la iglesia. Entonces se te perdonará la vida, porque no quiero dispararte.

Desde niña, Gulshan había aprendido a respetar a sus hermanos, como toda musulmana; sin embargo, ahora sentía que por causa de Jesucristo, no podía obedecerles.

— ¿Pueden ustedes garantizarme que si no me disparan no moriré? – les dijo con voz firme —. Está escrito en el Corán que una vez que una persona nace,

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debe morir. Así que, adelante, disparen. No me importa morir en el nombre de Cristo. En mi Biblia está escrito: “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.” (Juan 11:25).

Alim Shah dudó; la pistola osciló en el aire y bajó.

Safdar Shah interrumpió el silencio, para decirle a su hermano:

— Tú no quieres matar a esta cristiana y ser culpable por ello. Ella ya es una maldición para nosotros. Échala.

Acto seguido, la empujaron fuera de la casa.

Una flor marchita

Gulshan Fátima era la hija menor de una familia musulmana Sayed, es decir, descendiente del profeta Mahoma. Era la menor entre cinco hermanos: dos varones y tres mujeres. Su padre era Aba-Jan, y como descendiente de Mahoma, era también un Sha. Aba-Jan era también un Pir, es decir, un líder religioso, y además, propietario de una gran fortuna en Pakistán.

El nombre “Gulshan” significaba en la lengua vernácula urdu “el lugar de las flores, jardín”, pero Gulshan distaba mucho de serlo, porque cuando tenía apenas seis meses quedó paralítica a raíz de la fiebre tifoidea. Desde entonces, su lado izquierdo colgaba sin vida. Poco después había muerto su madre. Sin embargo, por esto mismo, y por ser la menor, era la favorita de su padre.

Después de gastar grandes sumas de dinero en Pakistán buscando cura para su hija, Aba-Jan decidió llevarla a Inglaterra, a un reconocido médico. Corría el año 1966; Gulshan tenía 14 años.

El veredicto del médico fue lapidario:

— No hay medicina para esto; solamente la oración.

Decepcionado, Aba-Jan decidió probar la última opción que le quedaba: viajar a la Meca y esperar allí un milagro de Alá. Era el mes de la Hajj, es decir, de la peregrinación anual, en que los musulmanes del mundo se daban cita en su principal centro de adoración.

Aba-Jan, Gulshan y sus dos criadas, volaron hasta la ciudad de Jeddah, donde iniciaron un recorrido por los lugares sagrados de La Meca, Medina, Jerusalén y Karbala (Irak), en una peregrinación que duró un mes, en busca de sanidad, pero nada.Aba-Jan, que era un piadoso musulmán, se limitó a decir:

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— Dios te está probando y me está probando. No desesperemos. Puede ser que llegues a ser sanada en alguna otra etapa de tu vida.

El primer encuentro con Jesús

Dos años y ocho meses después Aba-Jan murió. Antes de partir, encargó a Gulshan a sus hermanos, y animó a su hija menor diciéndole que un día Dios la sanaría. Tras la muerte de su padre, la casa quedó vacía para Gulshan, pese a la gran cantidad de criados que le asistían. Todos sus hermanos se habían casado. Entonces, Gulshan decidió pedir a Dios que la llevara con su padre.

Una noche, como a las tres de la mañana, mientras barajaba pensamientos de suicidio, comenzó a decirle a Dios, con una espontaneidad inusitada:

— Quiero morir. No quiero vivir más. Esto es lo último.

Extrañamente, de alguna manera sintió que Dios la estaba oyendo, así que continuó:

— ¿Qué pecado terrible he cometido, que me has hecho vivir así? Apenas nací te llevaste a mi madre, luego me hiciste paralítica y ahora te llevas a mi padre. Dime, ¿por qué me has castigado tan duramente?

De pronto, en medio del silencio, escuchó una voz suave y amorosa:

— No te dejaré morir. Haré que vivas.

— ¿De qué servirá que yo viva? – preguntó – Soy inválida. Cuando mi padre estaba vivo podía compartir todo con él. Ahora cada minuto de mi vida es como cien años. Tú te llevaste a mi padre y me dejaste sin esperanza, sin nada por lo cual vivir.

La voz vino de nuevo, vibrante y suave:

— ¿Quién le dio ojos al ciego, y quién hizo sano al enfermo, y quién curó a los leprosos y quién resucitó al muerto? Yo soy Jesús, el hijo de María. Lee acerca de mí en el Corán, en el Sura Maryam.

Esa noche, buscó y leyó en el Corán el pasaje señalado: “Entonces los ángeles dijeron: “¡Oh María! En realidad, Dios te anuncia la buena noticia de su Verbo. Su nombres es el Mesías Jesús, hijo de María, considerado en este mundo y en el otro, y hasta por aquellos que están inmediatos a Dios. El hablará a los hombres, tanto a los que están en la cuna como en la edad madura. Y será del número de los justos ...” Y más adelante: “Con el permiso

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de Alá daré vista a los ciegos, sanaré al leproso, y resucitaré los muertos a la vida.”

Pese a que no entendía mucho lo que estaba sucediendo, una esperanza había brotado en su corazón. Desde entonces, Gulshan comenzó a orar así:

— Oh, Jesús, hijo de María, en el santo Corán dice que tú resucitaste a los muertos y curaste a los leprosos y que hiciste milagros. Entonces, sáname a mí también.

El milagro

Un día, pasados tres años de estar orando así, se sintió muy decepcionada. Pensó: “He hecho esto por tanto tiempo y todavía estoy paralítica”. Luego dijo:

— Mira que estás vivo en el cielo y el santo Corán dice que sanaste a las personas. Tú puedes sanarme, y sin embargo sigo estando paralítica. Jesús, si puedes hacerlo, sáname; de lo contrario, dímelo.

Entonces ocurrió algo totalmente inesperado. La habitación se llenó de una luz que sobrepasaba a la luz del día. Gulshan sintió mucho miedo. Pese a eso, alzó la vista y reconoció unas figuras con ropas largas de pie en medio de la luz, algunos metros más allá de su cama. Había 12 figuras en fila y la figura central, la número trece, era más grande y brillante que las otras.

— Oh Dios – clamó — ¿quiénes son esas personas y cómo han entrado aquí estando las ventanas y las puertas cerradas?

— Levántate – le dijo de pronto una voz – Este es el camino que has estado buscando. Yo soy Jesús, el hijo de María, a quien has estado orando y ahora estoy de pie delante de ti. Levántate y ven a mí.

Gulshan comenzó a llorar:

— Oh Jesús, estoy paralítica. No puedo levantarme.

— Levántate y ven – le dijo él – Yo soy Jesucristo.

Gulshan dudó, y él lo dijo por segunda vez. Luego, por causa de que ella dudaba, él le habló por tercera vez.

Entonces Gulshan, tras 19 años de estar tirada en cama, paralítica, sintió que una nueva fuerza fluía de sus piernas inútiles, y caminó algunos pasos, para luego caer a los pies de él.

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Jesús puso su mano sobre su cabeza y le dijo:

— Yo soy Jesucristo. Soy Emanuel. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Estoy vivo, y vengo pronto. Mira, desde hoy eres mi testigo. Lo que ahora viste con tus ojos debes llevarlo a mi pueblo. Mi pueblo es tu pueblo y debes permanecer fiel en llevárselo a mi pueblo. Ahora debes mantener inmaculadas esta túnica y tu cuerpo. Dondequiera que vayas estaré contigo y a partir de hoy orarás así ...

Y le citó el Padre nuestro. Luego le hizo repetir la oración. Al decir “Padre” Gulshan sintió que Dios cautivaba su corazón.

— Lee en el Corán – agregó –; yo estoy vivo y vengo otra vez.

Gulshan miró su pierna y su brazo izquierdos y vio que tenían carne; sin embargo, su mano no estaba perfecta. Entonces preguntó:

— ¿Por qué no la sanaste del todo?

La respuesta vino en tono cariñoso:

— Quiero que seas mi testigo.

Surgen las dificultades

Desde ese momento, Gulshan alcanzó la notoriedad propia de un milagro andante. Sus criados, su familia y sus vecinos acudieron a verla caminar. Ella a todos daba testimonio de que Jesús, el hijo de María, la había sanado.

Una semana más tarde, la familia hizo una fiesta para celebrar tan gran acontecimiento, pero allí surgieron los primeros problemas. Después de escuchar sus reiterados testimonios, Safdar Sha, su hermano mayor, le dijo:

— Te respetaríamos más si dijeras que Mahoma te sanó. Ese Jesucristo no es muy importante para nosotros.

— Pero es que no puedo decir que me sanó Mahoma – replicó Gulshan – Fue Jesucristo y él me dijo que lo contara.

— Jesucristo tiene su gente en Inglaterra, Estados Unidos y Canadá. Esos son países cristianos. No vas a ir allí a decirles acerca de cómo Jesucristo te sanó, y sería prudente que no divulgaras ese tipo de cosas a aquí – concluyó el hermano, con firmeza.

Gulshan le preguntó al Señor qué hacer. Su tía, entretanto, le dijo que todo lo que debía hacer era dar limosnas y olvidarse de Jesucristo.

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El Señor le dijo:

— Si te atemorizas por tu familia, no estaré contigo. Debes permanecer fiel a mí para poder ir a mi gente. Mi pueblo es tu pueblo. Debes llevarle mi mensaje a ellos.

Diez días después de su sanidad, la familia volvió al ataque, incluso amenazándola de muerte.

Gulshan oró al respecto, y la respuesta vino dos noches después. En una visión vio al Señor Jesucristo que le decía:

— Ven a mí.

Extendió su mano y la levantó hasta una planicie verde y fresca, llena de figuras de personas. Todas tenían coronas en la cabeza y estaban vestidas de una brillantez que hería sus ojos. Escuchó palabras que eran como una hermosa música. Las personas decían: “Santo” y “Aleluya”. “El es el Cordero inmolado. Él vive.” – decían, mientras miraban a Jesucristo.

De la multitud sobresalía el rostro de un hombre que estaba sentado. El Señor le dijo:

— Ve dieciséis kilómetros al norte y este hombre te dará una Biblia.

Sufriendo el vituperio

El hombre era el señor Major, quien con cierta desconfianza le entregó un ejemplar del Nuevo Testamento en urdu y uno de Los mártires de Cartago. Conseguir el Nuevo Testamento y leerlo fue una y sola cosa. Allí pudo comer y beber hasta saciarse. Su entendimiento fue iluminado y pudo confirmar que era Jesús quien se le había manifestado.

La palabra sobre el bautismo le habló específicamente, aunque también entendió lo que eso significaría. El señor Major le advirtió que podría perderlo todo. Pero Gulshan sabía que no tenía alternativa. Así que hizo los preparativos, y ordenó su casa.

El 15 de marzo de 1972, a los 20 años de edad, Gulshan Fátima, hija de una noble familia Sayed, dejó su casa paterna, su palacete, sus criados, su dinero, todo, para nunca más volver.

Un mes después se bautizó, y su segundo nombre “Fátima” fue trocado por “Esther”. Una nueva vida había comenzado para ella.

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¿Cuántas cosas habría de padecer por causa del Nombre? Gulshan Esther no lo sabía entonces, pero su fe y su decisión eran irreversibles.

Desde aquel día comenzó su peregrinar. Muchos sufrimientos habría de pasar en los próximos años; sin embargo, todos los afrontó con gozo. A su paso fue dejando una estela de bendición y de vida.

Desde entonces su testimonio ha bendecido a millares de personas, tanto en su país como fuera de él.

¡Dios verdaderamente se había glorificado en una desdichada muchacha musulmana paquistaní!

Adaptado de “El velo rasgado”, por Gulshan Esther y Thelma Sangster - Edit. Vida, 1991.

 

Margaret E. Barber

Una misionera casi abandonada en una aldea solitaria, sin sostenimiento ni ministerio aparente, es usada maravillosamente por Dios para instruir a una generación de jóvenes obreros en China.

Margaret E. Barber es un nombre bastante desconocido, no sólo en el mundo, sino también entre los cristianos.

Fue misionera, pero bien diferente de David Livingstone o Hudson Taylor, que realizaron grandes cosas por el Señor. El área de su obra estuvo restringida a sólo una pequeña aldea de la China. Ella escribió, mas no fue como Carlos Wesley o Isaac Watts, cuyos himnos aparecen en casi todos los himnarios. Ella amaba al Señor, pero aunque había alcanzado gran madurez espiritual, no fue como Madame Guyon, Andrés Murray o F.B. Meyer, que dejaron muchas publicaciones edificantes para las generaciones futuras. Se asemejaba a una pasajera solitaria, que entró a este mundo silenciosamente en 1869 en Peasenhall, Suffolk (Inglaterra), y que sesenta y un años más tarde partió también silenciosamente. En su vida, ella respondió al llamado del Señor dos veces, para dejar su familia, su tierra natal y viajar a China, un país bastante desconocido y atrasado en aquella época. Entregó silenciosamente el mejor período de su vida al Señor, y le fue fiel hasta la muerte.

No fue en vano

Cuando Miss Barber fue sepultada, un hermano citó la historia de María de Betania (Juan 12:1-8) diciendo que ella también había hecho todo cuanto

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pudo. Más tarde, el hermano Watchman Nee, que no estaba presente en el funeral, y que fue grandemente influenciado por ella en su vida espiritual, hizo la siguiente observación: “Ella realmente se desperdició para el Señor”.

Algunos hermanos jóvenes de China, que fueron muy ayudados por ella, se preocupaban por su actitud y se admiraban porque no salía a dirigir reuniones y a trabajar activamente en otros lugares. Por el contrario, vivía en aquella pequeña aldea donde nada acontecía. Aquello parecía realmente un derroche.

Hasta el mismo hermano Nee, que más tarde se ‘desperdició’ por aproximadamente veinte años en una prisión, en aquella época la visitaba y casi le gritaba: “Nadie conoce tanto al Señor como usted, y su conocimiento de la Biblia es también profundo y vivo. ¿Usted no ve las necesidades a su alrededor? ¿Por qué no hace algo? Usted parece que vive aquí sentada sin hacer nada; está gastando su tiempo, su energía, su dinero, todo en vano”. Hoy, muchos años después, podemos entender su actitud. Dios estaba plantando una semilla de vida en la China, una semilla solitaria, humilde y oculta. El Señor hizo que brotase y fructificase abundantemente. Pero lo más maravilloso es que Dios hizo que diese fruto más tarde, cuando ella no podía saberlo.

Una luz fuerte

Quienes están familiarizados con el libro “La vida cristiana normal”, de Watchman Nee, descubren que él frecuentemente se refiere a una hermana ya mayor que ejerció la influencia más grande en su vida. Se trata precisamente de la hermana Margaret E. Barber. Cuando supo que el Señor se la había llevado, él dijo: “Ella era una persona muy profunda en el Señor; su comunión con el Señor y su fidelidad a él, a mi modo de ver, son muy difíciles de hallar en el mundo”. Más tarde, en sus mensajes, en la comunión y en las conversaciones privadas, la mencionaba a menudo. La describía como “una cristiana brillante; cualquier persona que entraba en su cuarto, ya sentía la presencia de Dios.” En 1933, cuando el hermano Nee visitó Inglaterra y Estados Unidos, encontró muchos cristianos famosos. Con todo, después dijo: “Es difícil encontrar una persona como la hermana Margaret. Probablemente sólo un hermano pueda ser comparado con ella”. En 1936, cuando conversaba con un colega sobre el servicio y la obra de Dios, suspiró y dijo: “Si la hermana Margaret todavía estuviese aquí, nuestra situación sería muy diferente”.

Cuando el hermano Nee comenzó a trabajar para el Señor, resolvió que de cualquier manera tenía que obedecer la voluntad de Dios. Él pensaba que estaba obedeciendo la voluntad de Dios; sin embargo, todas las veces que se encontraba con la hermana Margaret y conversaba un poco, o leía un poco la Biblia con ella, descubría que estaba lejos del blanco. Cuando Miss

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Barber estaba viviendo en Pai Yan Tan, ella siempre hablaba con el Señor, pero el Señor no hablaba sólo a través de las palabras de ella, sino también a través de su persona. El hermano Nee dio una vez el siguiente testimonio: “Yo había oído muchas veces a personas hablar sobre la santidad, por eso resolví saber un poco más sobre esa doctrina. Tomé un Nuevo Testamento y encontré unos 200 versículos sobre el asunto. Los anoté y los clasifiqué, sin llegar todavía a saber lo que es la santidad. Me sentía vacío. Mas un día encontré una hermana mayor que era una persona santa. Desde aquel día mis ojos se abrieron y vi lo que era la santidad. Aquella luz era realmente fuerte. La luz aquella me hizo sufrir, y no pude dejar de ver lo que era la santidad.”

"Nada para mí"

En 1922, la hermana Margaret tenía más o menos 53 años, y el hermano Nee era muy joven, convertido hacía apenas dos años. Él tenía en su corazón muchos planes propios que esperaba que Dios aprobase. Pensaba cuán maravilloso sería si uno a uno se llegaran a realizar. Cuando él llevaba esos asuntos a la hermana Margaret, intentaba convencerla de que debían ser realizados. Pero después él daba testimonio: “Antes de abrir yo la boca para explicar mis planes, ella hablaba un poco y todo parecía demasiado para mí. La luz que de ella irradiaba me hacía sentir avergonzado. Descubrí que mi manera de hacer las cosas estaba llena de elementos naturales del hombre, y era muy carnal. Cuando la luz llegaba, algo sucedía y yo era llevado a una posición en que tenía que decir a Dios: “Señor, mi vida está concentrada en actividades carnales, mas aquí está una persona que no vive así. Ella sólo tiene un motivo y un deseo: vivir para Ti”. Miss Barber anotó estas palabras en una página: “Yo no quiero nada para mí misma; quiero todo para mi Señor”. Realmente toda la vida de Miss Barber estuvo de acuerdo con su oración.

Penurias e injusticias

La hermana Margaret fue enviada a China en 1899, y durante siete años enseñó en un colegio anglicano para niñas, al mismo tiempo que trabajaba para el Señor. Pero los colegas de trabajo se pusieron envidiosos de ella y la acusaron falsamente ante los líderes de la misión. Durante esta experiencia ella aprendió la lección de vivir silenciosamente bajo la sombra de la cruz. Prefirió sufrir la ofensa y no se defendió, hasta que el responsable de la misión la llamó de vuelta a Inglaterra y le dijo: “Yo te ordeno que no escondas nada”. Sólo entonces contó toda la verdad.

Ella reconoció haber sido muy ayudada espiritualmente por D.M. Panton, un hermano famoso por su conocimiento de profecía, quien influyó mucho sobre ella, al punto de llevarla a anhelar la venida del Señor. En aquella ocasión ella esperó tres años en Inglaterra, hasta que el Señor le abriese un nuevo

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camino para retornar a China. Pasó por grandes dificultades económicas. Ella dice que hasta para conseguir un pedazo de jabón necesitaba ejercitar su fe en el Señor.

Como a la edad de 42 años regresó a China, esta vez sin una misión que la sustentara. Aprendió, como Abraham, a esperar que Dios se responsabilizase de ella. Por causa del Señor, se fue al interior de la China. Casi llegó a desesperar por causa de las presiones, mas el Señor estuvo a su lado fortaleciéndola.

Cierta vez, en la mayor dificultad financiera, Miss Barber tenía su bolsa vacía y necesitaba pagar muchas cuentas. Entonces alguien le ofreció cierta cantidad para ayudarla, pero cuando le entregó la ofrenda, le aconsejó que no fuera fanática. Aunque realmente necesitaba mucho el dinero en aquel momento de angustia, lo rechazó. Se sentía responsable en ser fiel a Dios, y Dios tuvo que responsabilizarse de ella. Al día siguiente, sucedió una cosa maravillosa. El hermano Panton le envió desde Inglaterra una ofrenda urgente por telegrama. Miss Barber se comunicó con él, preguntándole por qué había enviado esa cantidad por telegrama. El respondió que no sabía, pero que durante la oración sintió que precisaba enviar aquella cantidad y que debía ser por telegrama.

Lecciones para jóvenes obreros

Realmente Miss Barber fue una persona de oración, que sabía mirar al Señor no sólo por sus necesidades cotidianas, sino que oraba también para que Dios abriese las puertas para su obra. El Señor le envió una compañera de trabajo y oración, veinte años más joven que ella, M.L.S. Ballord. Humanamente hablando, eran dos mujeres débiles que no tenían el fuerte sustento de una Misión. ¿Qué podían hacer por el Señor? Gracias a Dios, desde el punto de vista espiritual no eran de ningún modo débiles. Aunque en aquella época parecía muy difícil y remoto ganar la vasta China para Cristo, las dos misioneras sabían que para lograr esa meta era preciso que Dios levantase muchos hermanos jóvenes. Así que comenzaron a orar específicamente por eso durante 10 años, y el Señor realmente envió un gran avivamiento a un lugar cercano a donde ellas vivían y levantó a algunos hermanos jóvenes que amaban a Dios. Uno de ellos fue Watchman Nee.

Durante un año y medio, posiblemente en 1922, casi todos los sábados, el hermano Nee, junto con otros jóvenes, visitaban a Miss Barber para ser guiados por ella. Pero algunos fueron desistiendo porque ejercía la disciplina con tal seriedad, que no pudieron soportar su reprensión. El hermano Nee decía: “Ella reprende fuertemente y sin razón. Pero después de ser reprendido por ella, uno queda más aliviado.” Todas las veces que él iba a verla se preparaba para recibir una reprensión.

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Hubo una época en que siete jóvenes se encontraban todos los viernes. En la reunión, el hermano Nee y otro joven responsable discutían ardientemente. El otro era cinco años mayor que Nee. Cada uno de ellos pensaba que su idea era mejor y criticaba el punto de vista del otro. A veces el hermano Nee se enojaba y no confesaba su error. Entonces iba a ver a la hermana Margaret al día siguiente y le contaba lo sucedido, esperando que ella resolviese el problema corrigiendo al hermano. Ella, sin embargo, inesperadamente reprendía al propio Nee, basándose en que la Biblia dice que el hermano más joven debe respetar al mayor. Al oír esto, el hermano Nee se defendía, diciendo: “No puedo hacer eso. El cristiano debe hacer todas las cosas con una razón”. Entonces Miss Barber le decía que la cuestión no era la razón, sino lo que la Biblia enseña. “Los más jóvenes deben obedecer a los mayores”. A veces, después de una acalorada discusión, el hermano Nee no conseguía dormir y lloraba toda la noche. El sábado acudía donde Miss Barber para contarle el motivo de su tristeza, esperando que ella fuera a actuar con justicia. Pero, después de oírla, él volvía a la casa y lloraba nuevamente. Estaba triste y enojado por no haber nacido antes, pues así no tendría que haber obedecido a aquél hermano, y el hermano tendría que obedecerle a él.

Cierta vez durante una discusión, el hermano Nee concluyó que tenía mucha razón y procuró convencer a Miss Barber de que su compañero estaba errado. Esta vez él pensaba que iba a vencer. Pero después de oírlo, Miss Barber respondió: “Si el otro hermano está errado o en lo cierto, es otro asunto. ¿Usted halla que se parece a una persona que está cargando la cruz, acusando a su hermano delante de mí? ¿Usted se parece a un cordero haciendo así?”. El hermano Nee dijo después: “Estas pocas palabras me avergonzaban mucho y nunca me olvidé de ellas”. Él pensaba que durante ese año y medio recibió la lección más preciosa de su vida. Así es cómo Miss Barber orientaba a los jóvenes.

"Debe aceptar ser quebrantado"

Más tarde, cuando el hermano Nee decidió trabajar para el Señor, visitó a la hermana Barber. Ella le preguntó: “Usted quiere trabajar para el Señor, pero ¿qué es lo que el Señor quiere que usted haga?”. Él respondió: “Yo quiero trabajar para él”. Pero la hermana Barber le dijo: “Y si Dios no quiere que usted trabaje, ¿qué va a hacer?”. Él respondió: “Yo sé que el Señor quiere que yo trabaje para él.” Entonces Miss Barber leyó Mateo 15, sobre la multiplicación de los panes. Después le preguntó: “¿Qué piensa usted sobre esto?”. Él respondió: “En aquella ocasión cinco panes y dos peces fueron colocados en las manos del Señor, pero después de la bendición, aquella comida satisfizo a más de cuatro mil personas”. Entonces Miss Barber le dijo: “Todos los panes en las manos del Señor fueron partidos y distribuidos, y aquellos que no fueran partidos, no podían suplir vida a los otros. Hermano, acuérdese que frecuentemente somos como un pan, hablando así con el

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Señor: ‘Señor, yo me entrego a ti’. Pero tenemos un deseo escondido en el fondo de nuestro corazón, y como que estuviésemos diciendo: ‘Oh, Señor, entregar y entregar; ofrecimiento, ofrecimiento; pero no me quebrantes’. Siempre esperamos que el pan sea colocado al lado, intocable, sin ser movido, y esto es muy agradable a la vista. Pero todos los panes en las manos del Señor están destinados a ser partidos. Y si usted no quiere ser quebrantado, entonces no se coloque en las manos del Señor.”

Un día ella estaba orando con el hermano Nee en una montaña, y después de leer Ezequiel 44, dijo: “Hermanito, hace veinte años atrás yo leí este capítulo; después feché la Biblia, me arrodillé orando a Dios y dije: “Señor, no me dejes servir a la casa, sino a Ti”. La razón que la llevó a orar de esta forma es porque había una clase de levitas, conforme Ezequiel 44, que activamente servían en el templo, pero no servían al Señor.

Este tipo de consejos de Miss Barber, dado a muchos hermanos, era más eficaz que millares de conferencias y mensajes.

Dejó que Dios trabajase en ella

No podemos dejar de preguntar: ¿Por qué Dios usó a esta hermana? ¿Cuál era el secreto de su ministerio? ¿Por qué tantas personas recibieron ayuda de ella? Evidentemente, su ministerio estaba basado en su vida espiritual. Probablemente los siguientes lemas del hermano Nee pueden ofrecernos una explicación mejor: “Lo que Dios enfatiza es lo que somos, más que lo que hacemos”. “La verdadera obra es la que emana de la vida”. “El servicio que tiene valor es siempre la manifestación de la vida de Cristo”. “Consagrarse a Dios no es trabajar para Dios, sino ser trabajado por Dios”. “Aquellos que no permiten que Dios trabaje en ellos, nunca pueden trabajar para Dios.”

La razón de por qué ella podía trabajar para el Señor fue porque dejó que Dios trabajase en ella, e hiciese en ella su obra formativa. Su corazón era como el de María Magdalena, totalmente vuelto hacia el Señor. Algunos meses después de haberse ido a estar con el Señor, alguien envió un paquete que pertenecía a Miss Barber, para el hermano Nee. Dentro había una hoja con estas palabras: “Oh Dios, yo te doy gracias porque existe un mandamiento que dice así: ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mat.22:37).

De vez en cuando ella se enfrentaba con situaciones difíciles, y el precio requerido exigía todo lo que poseía, hasta su propia vida. Entonces levantaba su rostro bañado en lágrimas y decía al Señor: “Señor, para que yo pueda satisfacer todo tu corazón, quiero que mi propio corazón sea quebrantado”. Una vez el hermano Nee le preguntó: “¿Cuál es su experiencia en obedecer la voluntad de Dios?” Ella respondió: “Todas las

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veces que Dios demora en mostrar su voluntad, inmediatamente concluyo que dentro de mí todavía tengo un corazón que no desea obedecer su voluntad. Todavía tengo un deseo incorrecto dentro de mí. Esto puede ser comprobado a través de muchas experiencias”. Ella preguntaba muchas veces al hermano Nee: “¿Usted ama la voluntad de Dios?”. No preguntaba si él obedecía la voluntad de Dios.

Cierta vez ella argumentó con Dios respecto de cierto asunto. Sabía lo que Dios quería, y en su corazón ella también quería lo mismo, pero era muy difícil. Entonces el hermano Nee la oyó orar así: “Señor, yo confieso que no me gusta, pero por favor, no te rindas a mí. Espera un poco y ciertamente yo me rendiré a ti”. No quería que Dios se rindiese a ella, disminuyendo su exigencia. Nada era importante para ella, a no ser alegrar a su Maestro.

Muy acertadamente, dijo: “El secreto para entender la voluntad de Dios es: 95% querer obedecer a Dios y 5% entender”. Este acto revela que ella entendía profundamente la voluntad de Dios.

La casa se ha llenado de su perfume

Realmente Miss Barber se desperdició para el Señor, como el precioso ungüento mencionado en Juan 12:3. ¿Cuál fue el resultado? “...Y la casa se llenó del olor del perfume”. Que usted también pueda sentir la fragancia de ese perfume y ser atraído por el mismo Señor, a quien ella buscó y amó con todo su corazón, con toda su alma y con todo su entendimiento.