Línea del ecuador narrativa

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Línea del Ecuador (Antología de narrativa joven Ecuatoriana)

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Título: Línea del Ecuador - Antología de narrativa joven Ecuatoriana Autor: Varios País: Ecuador Tipo: Narrativa Año: 2009

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Línea del Ecuador (Antología de narrativa

joven Ecuatoriana)

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© Línea del Ecuador, 2009

© Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2009.

Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.

[email protected]

http://yerbamalacartonera.blogspot.com

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú),

Animita Cartonera (Chile), Ediciones la Cartonera (México), Santa Muerte

cartonera (México), Yiyi yambo (Paraguay), Dulcinéia Catadora (Brasil).

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Impreso en: Imprenta Villa Fátima

Derechos exclusivos en Bolivia

Hecho el depósito legal: 3-1-1101-09

Impreso en Bolivia

______________________________________________________

Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de los autores

em especial de Augutso Rodríguez y J. Luis Cáceres..

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NARRATIVA

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Jorge Luis Cáceres

SINFONÍA AGRIDULCE

…all is full of love

you just aint receiving…

BJÖRK

o bien,

...todo está lleno de amor

sólo que tú no lo estás recibiendo...

(I)

Puedo hacerlo, pensaba Ignacio mientras cruzaba el amplio

jardín serpenteando las flores bañadas por el rocío matinal. El

césped, crecido y ligeramente descuidado, se incrustaba en sus

botas de gamuza a cada paso. El sol emergía como un titán en

las alturas, no le guardaba rencor a Ignacio por lo que estaba a

punto de cometer.

(II)

Del otro lado de la ciudad, el joven Santiago, egresado de la

facultad de comunicación social, se alista para su primer día de

trabajo, su padre movió algunas palancas dentro de un banco,

propiedad de un amigo suyo, para que su primogénito entrara

con pie derecho al mundo laboral. A Santiago, la actitud de su

padre le molestó, pero, como es costumbre en las sociedades

patriarcales, no tuvo más remedio que resignarse y hacer feliz a

su progenitor. El desayuno no fue tan placentero como en

ocasiones anteriores, el pan no supo igual y el jugo de naranja le

provocó una vinagrera que cobraría su cuenta con el pasar de las

horas.

Ya en el trabajo, le asignaron una oficina, un computador,

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un escritorio y, vía memo, sus funciones. Se encargaría de

administrar la nómina de personal del edifico principal del

banco, ¡es una broma!, tantos años transcurridos en la facultad

aprendiendo a realizar reportajes y entrevistas, y ahora toda esa

educación no le serviría para un carajo. Las palancas de su padre

no sirvieron de mucho como para colocarlo en un lugar donde

podría explotar sus conocimientos. Lo único reconfortante era la

secretaria de su jefe, una mujer excepcionalmente hermosa de

los pies a la cabeza. Santiago se percató cómo ella lo miraba con

ojos golosos, y antes de encender el computador ya le había

hecho el amor por lo menos un par de veces.

(III)

Don Soto miraba, por la ventana de su habitación, el amanecer

glorioso de un nuevo día, un nuevo día que clamaba a gritos ser

descubierto y acariciado por los colores de las almas de la

ciudad. Pero una vez más se iba a perder este espectáculo.

Mirando los toros desde lejos, desde su ventana, ni siquiera se

atrevería a abrirla para capturar los pequeños rayos de sol que se

colaban por ella. Hace mucho dejó de hacerlo, desde aquel

fatal accidente que le cercenó las piernas, atándolo para siempre

a una silla de ruedas y a vivir en sus tinieblas. Con cada

amanecer moría, con cada amanecer recordaba lo feliz que fue

en el pasado, y le recordaba también su infeliz presente. Los

reproches eran su compañía más llevadera mientras admiraba la

felicidad de los niños jugando frente

a su ventana.

(I)

Puedo hacerlo, pensaba Ignacio, mientras cruzaba el jardín de

su casa. Llevaba varias semanas fuera de la ciudad debido a su

trabajo y ya era tiempo de poner fin a su tormento. Había vuelto

a consumir cocaína y el dealer, quien le suministraba antes de

su matrimonio, se sintió contento con la llamada que Ignacio le

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hiciera. La transacción la hizo lejos de su lugar de trabajo para

no levantar sospechas entre sus compañeros, quienes lo

consideraban un tipo serio y trabajador. Realmente, Ignacio no

quería volver a ser el mismo tipo sucio y problemático, que

causaba siempre malestar a los que lo rodeaban, pero no tuvo

otra salida. Regresó a su cruz. El reencuentro con la droga tuvo

lugar en la habitación donde se encontraba hospedado, sin

testigos, sin preámbulos, sólo una inhalación fuerte y precisa

para devolverlo donde empezó todo, antes de Celeste.

Las lágrimas se apoderaron de Ignacio, sentía rabia en contra de

sí mismo por convertirse en el paria que creyó haber superado,

pero la pérdida de Celeste, su esposa, fue un golpe duro para él.

Lo había preparado todo con anterioridad, contaba los días para

llegar a casa, abrazar a su mujer y contemplar el fruto de su

amor, el resultado de los días más felices en su vida. Pero, como

siempre, nada le duró. Todo lo que mis manos tocan se

convierte en polvo, en porquería, nuevamente lo he cagado todo,

pensaba mientras inhalaba otra línea de coca. En los días

anteriores, mientras esperaba regresar con desespero a casa,

recibió una noticia devastadora, su esposa había muerto en el

hospital, cuando daba a luz a su pequeña hija. No aguantó el

parto y murió casi al instante. Ignacio se tragó las lágrimas para

no levantar sospechas, no quería que sintieran lástima por él y

por lo sucedido; la pequeña fue a parar al cuidado de sus padres,

mientras él regresaba de su trabajo, para hacerse cargo de ella.

El día de regreso a casa, los hombres se encontraban fervorosos,

todos felicitaban a Ignacio por el nacimiento de su hija. Un

jugoso cheque le fue entregado en la oficina del jefe, quien no

desperdició la ocasión para congraciarse con el personal.

Ignacio no tuvo más remedio que hacer de tripas corazón para

no caer abatido por la pena.

Ya en el bus de regreso a casa, pensaba cómo iba a ser su vida

de ahora en adelante, sin Celeste para rescatarlo. Si dejo a la

niña con mi padre le hará lo mismo que a mí. Ese bastardo me

arruinó la vida y no permitiré que la historia se repita.

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(II)

Eran dos semanas las transcurridas desde su primer día de

trabajo, al pequeño Santiago se podía decir que le estaba yendo

bien, aparentemente, hasta el momento su jefe no le había

puteado, era una clara muestra de lo bien que le estaba yendo.

Con Francisca, la secretaria, las cosas se encontraban serenas,

habían entablado una relación amistosa, plagada de cordialidad.

De seguir así, pronto estará en mi cama, pensaba. Ella le

contaba lo bien que iba en sus estudios, había empezado a

estudiar leyes a distancia, el horario de trabajo no le dejaba el

suficiente tiempo como para darse el lujo de asistir a clases

presenciales, además tenía la aspiración de algún día llegar a

conformar parte del cuerpo de abogados del banco.

–¿Crees que lo logre Santiago?

–¡Lograr qué!

–¡Lo que te estoy contando!, llegar a formar parte del cuerpo de

abogados del banco, parece como si no hubieras escuchado nada

de lo que dije.

―¡Y cómo no vas a llegar!‖, pensaba Ignacio, con ese cuerpo

podrías llegar a presidenta del directorio si te lo propusieras.

Ignacio respondió afirmativamente y la invitó a almorzar. Hoy

daría su estocada, no podía pasar un segundo más sin sentir su

piel y probar su exquisita esencia. Pero su jefe se le adelantó.

–Señorita Francisca, a mi despacho.

–Sí doctor, respondió ella, sin antes dejar un beso en la mejilla

de Ignacio.

–Para otro día será lo del almuerzo. Hecho, respondió Ignacio

con una mirada de imbécil sublime.

(III)

Los niños, que jugaban frente al ventanal de Don Soto, uno por

uno, se fueron desvaneciendo como las horas incontrolables de

cada día. Nuevamente solo, nuevamente enfermo, con sus

pensamientos devastadores. Hoy no tengo ganas de caminar, de

recorrer las calles con mi mente. Hoy no.

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(I)

El camino se tornó más largo de lo normal. No debí hacerlo, no

debí haber probado esa porquería que ahora descansa en mi

maleta de viaje. ¡Y si la policía realizara una redada y

encontrase la maltita droga en mi maleta?, ¡seguramente me

detendrían!, ¡me echarían del trabajo! y mis padres, como

siempre, le darían la razón a los que me acusan, y Laura ¿qué

pasara con ella? Será mejor deshacerme de esa porquería.

–Me permites pasar para ir al baño.

–Por supuesto, Ignacio, pero sé breve, estoy cansado y quisiera

dormir.

–No demoraré, te lo prometo.

Ignacio se levantó con la determinación de tirar la coca por

el sanitario del bus, tomó la maleta del descanso superior de los

asientos y se dirigió rumbo al baño. Ya allí, abrió

apresuradamente su maleta, del fondo sacó una funda blanca

con una etiqueta imaginaria que decía: ―peligro, el exceso de

este polvo podría causar graves daños en su salud y perjudicar a

su familia‖. Tomó la funda de polvo como con pinzas, pero

antes de lanzarla al sanitario, sus manos traviesas formaron una

línea en su identificación laboral. Soy un fracaso pensó, ni para

esto sirvo. Una vez más armó la maleta, sin antes cerciorarse de

esconder la funda en el mismo lugar de donde la había tomado,

luego retornó a su asiento para esperar el arribo a la estación de

buses.

(II)

Un muchacho, más o menos de la edad de Santiago, tarareaba

una canción pegadiza mientras esperaba su almuerzo. El

restaurante, donde había escogido almorzar Santiago desde su

primer día de trabajo, por lo regular se encontraba lleno de

sujetos vestidos con trajes, algunos más elegantes que otros, de

señoras con vestidos vistosos y otras con uniformes de trabajo.

Notó que la sonrisa de aquel muchacho no era fingida como la

de los demás. Esa tarde almorzaría solo como siempre lo hacía,

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pero esta vez se dedicaría a observar a los demás comensales sin

preocuparse del tiempo.

La orden de comida, como de costumbre, tardó en llegar a su

mesa, todavía no era un hombre importante, al menos no tanto

para que la camarera se fijara en él, no le importó, esperó

pacientemente. En la mesa del frente, escuchó una conversación

acalorada sobre política, el opio de los pueblos, pensó. Dirigió

sus sentidos a un lugar más fresco. En la mesa de su izquierda,

un grupo de mujeres, algunas medianamente simpáticas,

hablaban de lo bien que estaba el tipo que cobra el dinero en la

caja y especulaban sobre cómo cogería. Las mojigatas se

sonrojaban miraban de reojo a Santiago e intentaban bajar el

tono de la voz para no ser escuchadas. Pero era demasiado tarde,

Santiago lo había escuchado todo: ¿será que cuando yo no me

siento cerca de ellas, hablan de mí? Se preguntarán qué tal

cogeré o si me habré cogido a alguien en mi vida. Santiago

sintió deseos de cambiar de lugar, pero, si lo hacía, seguro ellas

se darían cuenta de que él las había escuchado.

Han pasado como veinte minutos y la pendeja de la camarera ni

siquiera me ha notado. Pero por otro lado esto me viene bien

como para seguir observando la conducta de los otros. El

muchacho sigue allí, como pretendiendo no importarle el

mundo. De repente una mujer hermosa atraviesa la puerta del

restaurante, todos los hombres nos quedamos en suspenso,

inconclusos, seguro va donde el pendejo engominado, que

siempre se sienta solo, igual que yo, al parecer tiene dinero, se le

nota por su forma de vestir, o irá a buscar al de la caja, seguro

va donde él, ¡estoy seguro!, con la suerte que se gasta ese

cabrón para ligarse a todas. ¡No!, ni pensar donde el muchacho

despreocupado, sólo basta con mirar su ropa, para saber que

alguien así no podría aspirar a tanto. ¡No!,… ¡no lo puedo creer!

En la mesa de fondo, el muchacho se levanta y le da un beso

extremadamente acaramelado a la preciosa mujer. Ignacio no da

fe a lo sucedido, aunque, luego reflexiona y recuerda sus años

de facultad, con el pelo crecido, la barba de un par de días,

despreocupado, con intenciones de ser un gran escritor,

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posiblemente escribir teatro, o guiones de cine, con intenciones

de comerse al mundo. Tenía una novia que lo dejó el mismo día

en que su padre apareció con la gran noticia de su nuevo

empleo. Lo dejó para irse con un estudiante de teatro. ¡Tanto

cambié!, piensa, ¡o es el traje!, seguro me hace ver diferente. En

el trayecto al restaurante venía especulando sobre la posibilidad

de tirarse a la secretaria antes de lo pensado, ¡pero cómo

cambian las perspectivas al mirar la vida de los otros!, ahora

mientras se quemaba la boca con la sopa hirviendo que la

pendeja de la mesera colocó en su mesa sin advertirle del

contenido, medita sobre sus planes futuros.

(III)

Desde el día del accidente, Don Soto, no deja su casa,

únicamente una mujer lo ayuda con la limpieza y le prepara la

comida tres veces por semana, los demás días un restaurante

ubicado cerca de su casa le manda la comida vía servicio a

domicilio. No conoce bien a la persona que le ayuda a limpiar su

casa, ni desea hacerlo, recibe la comida por una pequeña

compuerta diseñada especialmente para que pase la bandeja de

comida y nada más. Don Soto, es un hombre de dinero, dueño

de uno de los bancos más prestigiosos de la ciudad, pero a raíz

del accidente que lo postró se aisló por completo del mundo.

Familia es lo que menos tiene debido a su soberbia. Cuando

todavía caminaba y era un hombre de negocios prestigiado, tuvo

la oportunidad de ayudar en más de una ocasión a los miembros

de su familia, pero no quiso hacerlo. No confiaba en nadie, ni

siquiera en su esposa. De amigos, ni hablar, los perdió a todos

debido a su ambición en los negocios, a más de uno dejó en la

calle o en bancarrota. No dudaba en hundir a sus adversarios

hasta verlos rendidos a sus pies. Esa era la filosofía del viejo,

ahora paga sus horas frente a un ventanal admirando la belleza

que antes no quiso ver. Pero siempre a través de un cristal que le

impide tocarla.

¡Me están robando!, estoy seguro de eso, o es la mucama o el

joven del servicio a domicilio, tal vez se han emparentado y

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planean asesinarme. Será mejor suspender el servicio a

domicilio y cambiar de mucama antes que den el golpe. Ni

crean que les va a ser fácil deshacerse de mí, he tomado mis

precauciones, ellos no saben que tengo un rifle y que siempre

está cargado. ¡Qué lo intenten! Al primero en atravesar esa

puerta le vuelo los sesos.

(I)

Ya en la estación de buses, Ignacio toma su maleta y se la

coloca sobre el hombro, va ligero de equipaje como es su

costumbre, no le gusta cargar con mucho peso, incluso en su

vida siempre ha sido así. La presión lo incomoda y ahora se

siente angustiado, incómodo con los abrazos y felicitaciones de

sus compañeros de trabajo. Cree que es un mal sueño y huye de

él para refugiarse en el baño de la estación de buses, rebusca

nuevamente en su maleta hasta dar con su condena. Una línea

más y todo habrá terminado.

(II)

Santiago, después de haber comido un almuerzo grandioso, se

dirige hacia la caja para cancelar lo consumido sin quitar los

ojos de encima del gran beso que aquel muchacho le está

robando a la hermosa mujer, siente envidia porque sus manos no

son las que rozan el trasero de la chica. ¡Tengo que salir de

aquí! o me volveré loco, tengo que ver a Francisca para coronar

la hazaña de estar con ella. En el camino rumbo a su oficina va

preparando el terreno para sorprender a Francisca, tengo

suficiente dinero como para invitarla a un buen lugar y beber

algunos tragos –piensa tocándose la billetera–, auto, ¡por

supuesto!, una mujer así, a pie ¡imposible! En el camino se

encuentra con un viejo amigo de la facultad, que le cuestiona

por haberse perdido por tanto tiempo. Ignacio pone como

pretexto al trabajo y su horario agotador. Y tú a qué te dedicas,

pregunta Ignacio, éste responde que acaba de entrar a trabajar

como guionista en una obra de teatro, Ignacio siente envidia. Yo

debería estar allí y no tú, yo tenía mejores notas en la facultad y

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soy mejor inventando historias. Para no permitir que su envidia

le gane a la poca cordura que aún le sobra, Ignacio pone la

excusa de ir tarde a una reunión importantísima en la oficina. Se

despide estrechando con fuerza la mano de su amigo y lo felicita

por su trabajo. A lo lejos lo observa con una media sonrisa

fingida, nunca creyó llegar a sentir envidia. Hasta ahora.

(III)

Don Soto realiza una llamada al gerente de su banco para

ordenarle que antes de terminar la semana busque nuevo

personal para su casa, de lo contrario, será él quien tenga que

buscar otro empleo. Lo hace enfadado, todavía le quedan

fuerzas para dar órdenes, aunque no para dar la cara. Por eso

nunca ha visto a la muchacha de servicio, no sabe su nombre, ni

dónde vive, ni le interesa, prefiere sumirse en sus pensamientos.

Recuerda cómo él era, con sus finos trajes planchados a la

perfección, el cabello muy bien peinado, con olor a éxito por

todas partes, los saludos cálidos y afectuosos del personal del

banco, siempre admirado, siempre envidiado por ser él, por ser

un Soto. No recuerda mucho a su mujer, quien, con el pasar de

los años, se volvió fría e indiferente, auque la recuerda como

una flor marchita que no podía lidiar con su éxito. Siempre tan

callada, tan ebria como para prestarme la atención que merecía,

por eso no tuve más remedio que aislarla de mí y de mis

negocios. La otra cara de la moneda era su hijo, el mayor,

Gonzalo. Destinado a ser el heredero de toda su fortuna, frío y

calculador como su padre, sin escrúpulos para los negocios y

para mantener engañada a su mujer con su secretaria, y a ésta

con otra amante que la tenía muy bien guardada. Don Soto

piensa ―mi hijo era un verdadero varón, digno de su padre‖. Al

recordarlo llora como un niño, yo he tenido la culpa, vuelven los

remordimientos, sufre por él y por su hijo, lo demás no le

interesa, su mujer ya estaba muerta antes del accidente y su hija

no servía para nada más que para abrir las piernas y añadir más

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herederos al pastel. Vuelca su vista al ventanal, reconoce el

sonido de una moto acercándose, es el muchacho del domicilio.

¡Ni que se atreva a entrar por esa puerta, por que le vuelo los

sesos!

(II)

Santiago, al llegar a su oficina, enciende el computador para

ponerse al tanto con los e-mail recibidos. La bandeja de entrada

está a punto de explotar.

No ha podido atender a todos los pedidos y hay dos tipos que se

las están dando de vivos, reportan en sus expedientes continuas

faltas al trabajo. No tiene otra salida y se ve en la obligación de

reportarlos. Seguro les harán llegar un memo llamándoles la

atención. Cada día me gano más enemigos en este puto banco.

Se ha percatado que Francisca no está en su puesto de trabajo, al

igual que su jefe. No presta importancia, total, su jefe nunca está

en su oficina, o está en alguna reunión o está tratando de ver la

manera de llenarse aún más sus bolsillos.

Da un clic al mouse del computador y abre el procesador de

palabras para preparar el memo que sentenciara a los dos tipos,

o son ellos o soy yo y mejor que sean ellos los que paguen las

consecuencias por no hacer bien su trabajo. Nunca hubiera

actuado así, pero el encierro y la falta de oxígeno de su oficina

han nublado su forma de actuar, la frialdad se está apoderando

de Santiago y él ni siquiera se ha dado cuenta. En las pequeñas

acciones es donde se hace más latente la frialdad, aunque no lo

piense o se haga de oídos sordos para escuchar a su conciencia,

el rato menos pensado Santiago volteará a mirar atrás y se dará

cuenta que se ha convertido en un tipo parecido a su jefe, o peor

aún al vegetal dueño de ese banco.

Los memos han llegado a su destinatario, el jefe de personal

agradece a Santiago por su eficiencia. Hay que castigar a estos

malos elementos, sólo con mano dura es como entienden estos

vagos. No quieren trabajar, no quieren progresar en la vida.

Santiago se extraña por la felicitación abrumadora del jefe de

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personal, mira los documentos de despido sobre su escritorio, no

era para tanto, piensa, no quise que pasara esto. Gracias a su

extrema eficiencia dos hombres a los que ni siquiera conoce se

han quedado sin empleo, sólo porque cometieron una falta. ¿Y

si tienen hijos o esposa?, ¿y si están enfermos?, ¿y si chocaron

el auto?, ¡y si!,…!y si!…, pero ya está hecho. Antes de

despedirse de Santiago, el jefe de personal le solicita hacer

firmar las cartas de despido al doctor Flores. Lo felicita

nuevamente y le desea éxitos profesionales.

(III)

Allí está el maldito del servicio a domicilio, y la mucama, lo

sabía, se conocen, son cómplices en este complot en mi contra,

¿quién los habrá mandado? seguramente alguno de mis ex

socios, estoy seguro, han sido ellos, o Flores, ese pelafustán,

nunca debí hacerlo gerente del banco. Por eso los colocó aquí,

para quedarse con todo. Pero lo tengo preparado, primero me

deshago del problema de los empleados y luego me deshago de

Flores, como a un perro, como en los viejos tiempos saldaba las

cuentas con mis adversarios. Don Soto, muchas veces actuó de

manera criminal; en el mundo de los negocios todo vale, nada es

extraño y oculto.

Así fue como gran parte de sus socios fueron a parar al fondo

del río o tres metros bajo tierra. No ha nacido la persona que

pueda robar a un Soto, aún no nace. Don Soto desconoce que su

propio hijo, su orgullo, fue el primero en desfalcarlo, digno hijo

de un Soto, y un as para los negocios, mediante movimientos

bancarios que su propio padre enseñó, empezó a engordar una

cuenta bancaria en el exterior con nombre ficticio, una cuenta a

la que sólo él tenía acceso. Gonzalo esperaba largarse un buen

día dejando todo atrás, incluso a su padre para rehacer su vida,

odiaba trabajar en el banco, pero le mentía al viejo haciéndole

creer que se encontraba a gusto trabajando a su lado.

De pronto, la puerta sonó. Son ellos, están preparados para

deshacerse de mí.

–¿Quién es?

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–Don Soto, es el muchacho del servicio del restaurante.

–Que deje la comida donde siempre y se largue pronto. A

propósito, cuando se vaya deje aldabada la puerta de calle, es

todo, puede retirarse.

–Está bien, Don Soto, así lo haré.

No se han ido, piensa el viejo, están esperando la noche para dar

el zarpazo, pero pronto se llevarán una sorpresa, ya lo verán,

estoy preparado.

(I)

El bus se retrasó más de la cuenta, ya casi va a amanecer. El

chofer del bus se justifica culpando a la lluvia. Ignacio sale del

baño de la estación de buses, sus compañeros ya han

desaparecido, a muchos los han venido a ver sus familias, sus

hijos los reciben con cariño. Ignacio aprovechó la visita al baño

para darse una ducha y mudarse de ropa, se ha puesto algo

cómodo, unos jeans, sus botas de gamuza (son sus preferidas), y

una camiseta blanca. Pese al frío, Ignacio prefiere estar cómodo

porque sabe que pronto saldrá el sol, quiere llegar a su casa

antes de que todos despierten y darles la sorpresa. ¡Qué

hermosas botas compañero!, dice uno de los empleados de la

estación de buses.

–Le gustan, son de gamuza.

–Pues están muy bonitas.

–¡Claro que son bonitas!

De niño, una tarde, el padre de Ignacio lo llevó a comprar

sus primeras botas. En aquellos tiempos la relación con su padre

era normal. Estaba muy contento, casi nunca estrenaba nada

nuevo. Su madre se había ido de viaje a visitar a la abuela, quien

se encontraba muy enferma. Al entrar, pudo observar al maestro

zapatero, él tenía en su mano una navaja muy efectiva para el

trabajo de cortar el cuero, aquel hombre los atendió con

amabilidad, el padre de Ignacio aprovechó el momento para

contarle que aquel viejo maestro le había confeccionado sus

primeras botas. A Ignacio le encantó verse rodeado de tantos

zapatos, había botas de todos los colores y tamaños, con

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diversos diseños y estampados. Mientras el viejo maestro le

tomaba las medidas y le preguntaba a Ignacio sobre sus gustos

para el diseño, el rostro de su padre fue cambiando, ya no era el

mismo con el que había entrado a la zapatería, su rostro se tornó

áspero, duro, rabioso. Ignacio no entendía aquel repentino

cambio de conducta. Ambos salieron de aquel lugar rumbo a

casa, sin antes dejar cancelada la totalidad del par de botas.

Ignacio se sentía feliz por el regalo, su padre no dijo nada

camino a casa. No quiso preguntar sobre su estado de ánimo

para no molestarlo. Al llegar a casa, el padre el Ignacio le

ordenó subir inmediatamente a su dormitorio. Al cabo de unas

cuantas horas, la puerta de su dormitorio se abrió y pudo

observar la silueta de su padre empapada en sudor, quien

sollozaba y respiraba angustiadamente. Ignacio lo escuchó pero

no quiso decir nada, simulaba estar dormido. El aliento de su

padre evidenciaba alcohol, había bebido. Perdóname, niño mío,

decía mientras lo tocaba por debajo de las sábanas.

–Señor, se encuentra bien, señor,…señor. Ignacio recordó lo que

tanto le costó olvidar. No le dijo nada al hombre de la estación

de buses y salió a la calle en busca de Laura.

(II)

A qué horas se dignará en aparecer el cabrón de mi jefe, pensaba

Santiago mientras miraba páginas prohibidas en Internet, si me

pescan, aquí se acaba todo, y luego a lidiar con mis padres. La

hora de salida ya había pasado y ni rastro de su jefe, ni de

Francisca. ¡Cinco minutos más y me voy!. La curiosidad lo

atormentaba y decidió verificar la hoja de vida de los

desdichados a los que había hecho despedir. A ver, a ver, sí,

aquí están, los dos padres de familia, ¡qué cagada! Siguió

leyendo el expediente, casados, sueldo, el indispensable para no

morirse de hambre en este país, profesión, no la tenían. Y ahora

dónde van a conseguir trabajo, quién los va a querer contratar si

no tienen profesión. Si a los que tenemos profesión nos resulta

imposible conseguir trabajo, peor a quienes no la tienen, el

remordimiento lo ató a su escritorio, los cinco minutos de espera

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se transformaron en horas, en días, sentado frente a la pantalla

del computador que decía en una de las páginas. ―Si quieres

agrandar tu pene para brindar más satisfacción a tu pareja ¡llama

YA! al número en pantalla‖.

(III)

La bandeja de comida cayó suavemente en la compuerta de la

habitación de Don Soto. Siguen allí, me vigilan y el huevón de

Flores no aparece para decirme las novedades del día y

desenmascarar a estos bribones. No diré nada, ni gracias, ni una

palabra. Que piensen que estoy dormido.

(I)

Ignacio tomó un taxi, para ir a casa.

–¿A donde señor?

–A los Altos del Valle, por favor.

La carrera del taxi no le saldría del todo barata, pero, con el

bono que ganó por ser padre primerizo podría sustentar los

gastos, un amigo que hacía las veces de prestamista le hizo el

favor de cambiarle el cheque para que no llegue con las manos

vacías. La bolsa con la coca aún seguía en su maleta, no se

atrevió a botarla, ni a dejar atrás sus recuerdos inconclusos. Una

lágrima brotó de sus ojos recordándole el aliento de su padre

inundando su piel. Su madre nunca supo lo sucedido, la muy

ingenua cree que el distanciamiento entre Ignacio y su padre se

debe a una pelea sin importancia.

Los recuerdos lo han llevado hasta Celeste. Si es niña se llamará

Laura, decía Celeste, cuando le contó a Ignacio que se

encontraba embarazada. ¿Y si es niño? –preguntó Ignacio.

Entonces se llamará como tú. Ignacio quiso explotar en llanto,

pero los ojos del conductor clavados en el espejo retrovisor

dieron marcha atrás a sus lágrimas. Cuando conoció a Celeste,

no fue amor a primera vista, tuvo que luchar muy duro para

conquistarla. Al principio ella tenía miedo, Ignacio tenía una

fama muy bien ganada en la Universidad, era el típico patán,

siempre metido en líos, de esos tipos que a

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la mayoría de mujeres les encanta. Celeste lo rescató, pintó de

celeste su vida, Ignacio cambiaría para bien junto a ella, se

regeneró, dejó de beber, dejó las drogas, se puso en paz con su

pasado, aunque sin perdonarlo del todo. Una sinfonía dulce tocó

su puerta, teniendo como principal solista a Celeste.

Al poco rato de conocerse se comprometieron en matrimonio y

se casaron. Las noches furtivas de amor desembocaron en un

precioso regalo. Ignacio quería que la niña se parezca a su

madre, con el cabello rubio, con los ojos buenos y sanos, con

bondad, no iba a permitir que nadie les hiciera daño, su historia

no se repetiría jamás. Se irían a vivir lejos para no estar junto a

la familia de Ignacio. Tenía todo bajo control, pero con la

noticia de la muerte de su esposa, el castillo que iba a proteger a

sus princesas se desmoronó como un castillo de naipes de

cristal.

–Llegamos señor, estamos en los Altos del Valle, quiere que

pase hasta su casa o lo dejo en la entrada.

–Aquí está bien, me vendrá bien estirar las piernas, dijo Ignacio

despidiéndose del gentil conductor.

El sol aún no aparecía en toda su magnitud, estaba cubierto

por unas pocas nubes juguetonas. Ignacio se colocó la maleta al

hombro y comenzó a transitar el último recorrido hacia Laura.

Se sentía descontrolado, nervioso, impreciso en sus ideas, ya no

podía pensar con claridad. Aprovechando la aparente oscuridad

que aún flotaba por los rincones, tomó la bolsa de polvo e inhaló

una línea más de coca. Sus palpitaciones volvieron a

estabilizarse. Al estar frente al portón de su casa, la decisión que

había tomado en el viaje ya no le parecía la adecuada, inhaló

otra línea, pensaba; si Celeste estuviera en mi lugar haría lo

mismo, no permitiría que nada malo le sucediera a Laura.

Puedo hacerlo, pensaba Ignacio mientras cruzaba el amplio

jardín.

(II)

Santiago guardó las carpetas con las hojas de vida de los

trabajadores despedidos antes de que alguien se diera cuenta que

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había tomado información confidencial. Pese a ser el encargado

de supervisar al personal del edificio, esa información estaba

restringida para él. Todavía hay tiempo, revisemos la hoja de

vida de Francisca. Buscó en la letra O, de Otero, Francisca

Otero, soltera, veintitrés años, instrucción secundaria, etcétera,

etcétera. Santiago aprovechó para anotar la dirección de su

domicilio y sus números de teléfono, pensó que si esta hoja de

vida le hiciera justicia, debería decir: medidas: 93, 60, 95, ojos

color miel, piel color canela y un cul… Pero así como en la

vida, la verdad muchas veces dicha no siempre es verdad y las

palabras lo disimulan todo, lo pintan todo color rosa o todo

color de hormiga, depende del humor del escritor de la historia.

Los cinco minutos se terminaron, ¡no esperó un segundo

más!, y, con respecto a Francisca, todavía había tiempo para

conquistarla. Santiago salió de su oficina, cerró la puerta

percatándose de que estuviese bien asegurada, caminó rumbo al

ascensor, pero éste, para variar, se encontraba averiado. Eran

veinte pisos hasta la planta baja. Si descubro quién dañó los

ascensores haré que lo despidan. Abrió la puerta para dirigirse a

las escaleras, al estar allí escuchó dos voces en la parte superior

de la azotea, alguien estaba gimiendo. Sigilosamente dirigió sus

pasos al origen de aquellos ruidos y ¡oh sorpresa!, Francisca

divirtiéndose con su jefe, el doctor Flores. Él la tenía contra la

pared y ella parecía disfrutar el momento. Ignacio no supo si

irrumpir en la escena e insultarla o tirarse por el barandal de las

escaleras, así llegaría más rápido hasta el lobby del edificio.

Sigilosamente, se quitó los zapatos, al bajar por las escaleras,

sintió deseos

de explotar. Los jefes siempre ganan, pensó. Adiós planes con

Francisca. La muy puta, me leyó la mente con respecto a lo de

utilizar mejor su cuerpo. ¡Debe ser eso!

Ya en el lobby, se calzó, se despidió del guardia y fue en

dirección de su auto. Aún el sol no se había ocultado, era tarde

pero había algo de luz en su sendero, no estaba perdido. No del

todo.

Page 21: Línea del ecuador narrativa

21

(III)

Todo está en silencio, se habrán ido o seguirán esperando que

me quede dormido para acabar conmigo, no lo lograrán. Ese

maldito de Flores, tiene los días contados en el banco, es un

inepto, si mi hijo estuviera a mi lado nada de esto habría pasado.

Pero no presté atención a las advertencias que él me hizo. No

debí manejar esa noche, soy el único responsable por haberlo

matado y por quedar postrado en esta silla de ruedas a merced

de aquellos bribones. Don Soto ha abandonado la pose eterna

frente al ventanal, los pájaros han dejado de trinar, las hojas

caen anunciando el otoño con el crujir de su llegada al piso.

Espera impaciente que la puerta se abra para acabar con la

incertidumbre que le produce el no controlar las acciones de su

propia vida, es el precio a pagar por haberse comportado como

un déspota. El rifle está cargado, hay suficientes balas para

todos. Su mente ya no lo proyecta a los campos llenos de flores

frescas que recorría en su niñez cuando aún no conocía el sabor

del dinero y los sinsabores de la ambición. El silencio lo

perturba, presiente que sus días están contados. La mucama y el

muchacho del servicio a domicilio son ajenos a lo que está

ocurriendo al interior de la habitación de Don Soto, hasta que

escuchan un ruido seco, y un lamento. Parece que el viejo se ha

caído de la silla de ruedas, comenta la mucama, solicitando la

ayuda del muchacho. Don Soto, en el interior de la habitación,

se lamenta por lo sucedido pero lamenta más la suerte del

desgraciado que se atreviese a entrar en su habitación. De

pronto, el manillar de la puerta gira, Don Soto toma su rifle y se

dispone a fusilar al primero que irrumpiera en la habitación. La

mucama desconoce las intenciones del viejo y es la primera en

entrar. Una ráfaga se dispara de improvisto, ella cae rendida en

el suelo, la ha matado de un solo disparo. Don Soto se siente

feliz por haber recuperado el control. El muchacho del

restaurante observa atónito y desconcertado lo ocurrido, sin

moverse del lugar para no ser visto por el viejo francotirador.

Page 22: Línea del ecuador narrativa

22

(I)

Eran como las seis de la mañana cuando Ignacio llegó a su casa,

depositó su maleta en el césped, crecido y ligeramente mojado.

Sin hacer ruido abrió la puerta principal, sus padres aún dormían

profundamente, dirigió sus pasos hacia la habitación en donde

ellos reposaban plácidamente, los observó por un momento sin

hacer el mínimo ruido, luego, caminó hasta la cocina, abrió uno

de los cajones y tomó un chucillo corto, se le vinieron a la

memoria las manos ágiles del maestro zapatero sujetando un

chucillo de similares características y el rostro frío y lúgubre de

su padre aquella lejana tarde. Caminó en dirección a la

habitación que con tanto esmero preparó para Laura, la había

pintado y decorado, con figuras de animales sonreídos, con

muñecos de felpa con los que luego, seguramente, ella jugaría.

Las paredes las pintó de celeste, su color preferido. La niña aún

dormía, parecía disfrutar de un sueño placentero y acogedor.

Ignacio tomó una silla y contempló a la niña por un momento,

se parece a Celeste. Se levantó muy pausadamente, las gotas de

sudor caían por su frente estilando su camiseta blanca. Sus ojos

sanguinolentos, producto de la cocaína, se reflejaron en la hoja

del cuchillo, por un momento, desconoció aquel rostro, le

pareció haber visto el rostro de su padre el día donde su

inocencia murió. Desconcertado, elevó el cuchillo por encima

de su cabeza y se preparó a dar fin al tormento que lo

acongojaba desde que conoció la noticia de la pérdida de

Celeste. No hay futuro para los dos, tarde o temprano esto iba a

suceder, pensaba justificando sus acciones y la decisión

irrevocable que había tomado. Laura se mostraba imperturbable

hasta que una gota de sudor del rostro de Ignacio cayó besando

su pequeña frente, despertándola. Pero antes que Laura

arrancase en llanto, Ignacio aceleró su mano en dirección a la

pequeña niña, atinando un golpe efectivo y mortal.

Puedo hacerlo, pensaba Ignacio mientras guardaba el cuchillo en

el fondo de su maleta. Tengo la seguridad que este día será un

misterio, incluso para mí.

Page 23: Línea del ecuador narrativa

23

(II)

La decepción del pequeño Santiago fue interrumpida por las

sirenas de los carros de policía, se dirigían rumbo a la casa del

viejo Soto. Seguro murió el viejo, pensó Santiago, es lo mejor

para todos, excepto para mí que me veré obligado a soportar al

pedante de Flores como máximo directivo del banco. Vaya

suerte he tenido este día. Santiago nunca fue adepto a las

aglomeraciones, lo único que esperan es el chisme. No tuvo

ganas de saber lo sucedido en la casa del viejo, aprovechó el

camino libre de tráfico vehicular y puso en marcha su auto.

Manejó rumbo a casa de sus padres, algún día no muy lejano

será suya, por ser hijo único. Aún aturdido por lo acontecido,

pensó deshacerse de aquellos sentimientos torpes que sentía por

Francisca llamando a algún amigo para tomar unos tragos.

Tomó su celular y comenzó a buscar amigos a los cuales podría

llamar para ahogar sus penas, no encontró a ninguno, pensó, a

mí tampoco, nunca, nadie me llama. Encendió su auto y tomó la

vía que siempre solía tomar tanto para ir al banco como para

retornar del mismo, encendió la radio y escuchó una noticia

perturbadora: un loco había matado a su hija recién nacida por la

mañana, se trataba de Ignacio Prado, reconoció el nombre al

instante, pues él mismo había hecho que lo despidieran esa

misma tarde. La noticia lo impactó. Decidió apagar la radio, no

estaba de humor para escuchar a algún locutor hablar sobre lo

feliz y justa que es la vida. Manejaba por el carril del centro, no

le gusta la velocidad, prefirió ir tranquilo. A medida que

avanzaba por la carretera, las nubes que cubrían al sol se

disiparon mostrando la grandiosidad de un final de tarde

multicolor, para qué música, con esta sinfonía dulce es

suficiente. Al llegar a casa tomaré mis cosas, saldré de allí y

comenzaré a mandar en mi vida, pensó Santiago mientras los

rayos de sol perforaban el parabrisas y le cacheteaban la cara

despertándolo de su letargo.

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24

Bolívar Lucio

EL SEÑOR ADRIÁN I

La pensión cierra todos los días a las doce de la noche y abre a

las seis de la mañana. Los inquilinos antiguos se ganan el

derecho a su propia llave y los nuevos tienen que timbrar

cuando llegan por la madrugada. Esa mañana —había abierto

cinco minutos antes— llegó una mujer, rubia, gafas oscuras,

algo pasada de peso. No traía equipaje, pero me preguntó si

tenía habitaciones disponibles para una estadía que podía durar

meses. Le dije que sí, que las tenía disponibles por el tiempo

que fuera; pero cuando saqué debajo del mostrador el libro de

registros y le alargué un esfero, me dijo que no era ella quien se

hospedaría sino un amigo que llegaría esa misma noche. He

vivido tantos casos que no me pareció extraño. Le dije que

guardaría para su amigo la habitación número siete. Ella sacó de

su cartera el dinero para pagarme un mes por adelantado y firmó

con su propio nombre el libro de registros.

Mi turno terminó a las siete de la noche. Comí y más tarde, con

unos amigos, fuimos a tomar unos tragos. Llegué pasada la una

y encontré al encargado dormitando, con la cabeza apoyada

sobre los antebrazos en el mostrador de recepción. Se despertó

cuando me sintió llegar. ―¿Todo bien?‖, le dije. Me contestó que

sí. Vi que la llave del siete seguía en su gancho y me fui a

dormir. Al día siguiente bajé al primer piso y encontré al

encargado, repuesto luego de un largo sueño. Vi que en el

gancho faltaba la llave del siete. Hay una puerta detrás del

mostrador que conduce a un baño, en el lavabo recogí agua para

la cafetera eléctrica, cambié el filtro de papel y abrí el periódico

del día.

Page 25: Línea del ecuador narrativa

25

Pregunté al encargado que recogía sus cosas para marcharse.

¾¿Quién esta quedándose en el siete?

¾Un tipo, un viejo que nunca habló.

¾¿Llegó?

¾A mitad de la madrugada, serían las tres. Me dio un susto

porque empezaba a quedarme dormido.

No dije nada.

—Oye, ¿podríamos cambiar de turno hoy? —preguntó—.

Vengo la tarde, me cubres la noche. Tengo una cita.

—Sí, no hay problema. ¿Vuelves en la tarde entonces?—, era

sábado.

–Listo.

Dije que ya no hay casos que me extrañen, pero la circunstancia

en la que había llegado el huésped del siete había despertado mi

curiosidad y la madrugada del viernes parecía una buena

oportunidad para encontrármelo. Le supuse hábitos nocturnos;

no tenía ninguna certeza, en ese punto era solo eso: curiosidad,

tampoco quería encontrármelo. Tomé previsiones. Trabajé hasta

que llegó de nuevo el encargado, almorcé a las tres de la tarde y

luego de dar un paseo por las calles del barrio sin fijarme en

nada, volví a mi habitación para intentar dormir y estar fresco

toda la noche. Dormí a saltos, soñando que forzaba las puertas

de la pensión. Me levanté, bajé las gradas y vi que el encargado

estaba listo para salir.

—Más tarde llegará una pareja de la Costa. Se quedan hasta el

domingo, les di la quince.

—¿Algo más?

—No, es todo. Parece que tendrás una velada tranquila. Y

gracias. Te veo mañana.

—Suerte.

Dos o tres llamadas —timbran ebrios y números equivocados—,

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26

tres tazas de café y la contabilidad atrasada de la pensión me

mantuvieron alerta. Esa noche, el inquilino del siete no apareció.

II

A la tercera semana llegó una carta. Reconocí en la dirección

del destinatario (no tenía remitente) la caligrafía, la misma de su

nombre en el libro de registros, la de la mujer; decía:

Señor Adrián Prado

Pensión Villers Oud

Habitación 7

Lo apropiado hubiese sido deslizar la carta debajo de la puerta;

pero algo se había confabulado en contra de mi curiosidad —en

veinte días no me había cruzado ni una vez con el huésped del

siete—, y saber su nombre no me pareció suficiente. Dejé de

pensar en la carta, la guardé entre las páginas del libro de

registros y me senté a esperar, convencido de cierto magnetismo

de la carta o de la mujer. Estaba al teléfono cuando apareció.

Era él, no podía equivocarme. Me sorprendió que fuese mucho

mayor de lo que había imaginado, tendría unos setenta años.

Entre su presencia en la pensión, la de la mujer el primer día y

la llegada de la carta, había una relación que comprendía menos.

Le hice un gesto, acercando el pulgar al índice, para que me

esperara un momento. Sin pensar en lo que hacía sino en él,

terminé de atender la llamada. Mi huésped vestía traje de paño,

oscuro, serio, demasiado abrigado para la estación, pero él daba

la impresión de haber caminado la noche de un otoño austral,

porque cuando me extendió la mano para saludarme, sentí su

piel de reptil, de intemperie.

—No puedo asegurárselo todavía pero pienso que me marcharé

al final de esta semana. Entiendo que todo está arreglado.

—Lo está. Su alojamiento está cubierto para la semana entrante

también —le dejaba hablar, sabía que la carta era la señal que

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27

necesitaba para confirmar su partida.

—Lo supuse, gracias —hizo el ademán de marcharse.

—Ah, ¿señor Prado? —mi voz sonaba artificial— esto llegó por

la mañana.

El hombre intuyó que, retrasando la entrega de la carta, había

intentado obtener más información de la que estaba dispuesto a

dar. Recibió la carta y la leyó ahí mismo. Dos pliegos, la misma

caligrafía holgada.

—Sí, me marcharé al final de la siguiente semana —dijo.

Guardó la carta de nuevo en el sobre, la rompió por la mitad dos

veces, arrugó los pedazos y se los guardó todos en el bolsillo.

Caminó en dirección de las gradas.

La campanilla de la puerta de acceso sonó y entró el encargado

de la noche. Disminuyó el ritmo de sus pasos al reconocer al

huésped del siete cuyos pies se habían clavado al piso y miraba

fijamente sin alcanzar a nadie. Dijo buenas noches al hombre

que, de pie en el rellano, no se decidía a nada aún. Conversamos

como si su presencia no nos importara mientras esperábamos

que el hombre hiciera algo. No transcurrieron dos minutos pero

el aire se había recargado. El puño que había apretado los trozos

de carta permanecía invisible y abultaba el bolsillo de su abrigo.

Cuando fue necesario romper la tensión, me despedí hablando

en voz alta. Como si fuera la señal que el anciano esperaba, giró

el cuerpo en dirección a la puerta y salió. Di alguna instrucción

final, tomé mi chaqueta y yo mismo salí a la calle, diciendo que

iba a buscar algo de comer.

Adrián Prado no había alcanzado la esquina y decidí caminar

hacia allá. Como si entreviera una intención que yo todavía no

formulaba, volvió a matar mi curiosidad. Despacio, empezó a

rehacer el camino, venía hacia mí. No dejé de caminar, nuestras

miradas se encontraron un instante. Nos cruzamos frente a un

café cercano, El Caracol, al que no pensaba entrar. Fingí que era

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28

mi destino. Le hice un saludo con la cabeza. No respondió.

III

La semana fue tediosa, pocos huéspedes, cuentas atrasadas,

llovió cada tarde. A diferencia de los primeros días, Adrián

Prado se dejaba ver con frecuencia, salía por unas horas y

llegaba con el traje de paño empapado. Volví a seguirlo en

varias ocasiones, pero era escurridizo y encontraba la manera de

despistarme cada vez. Empecé a preocuparme por él, a tenerle

una lástima como la que, de cuando en cuando, me tengo al

suponer que no hay otro sitio para ir que la pensión; solo que el

viejo parecía abatido por la partida. Me pareció que era de esos

hombres que tienen que vivir huyendo siempre, que no son por

completo responsables de los motivos de su huida pero tampoco

los evitan, o huyen porque no tienen de qué huir. Había

empezado a detestar a la mujer; la imaginaba cruel, mezquina,

responsable de todo. Adiviné que su carta fue breve y

decepcionante. Sospechaba también que ella tenía el poder de

alargar o suspender sus estadías.

Al principio, cuando no había visto al viejo y solo escuchaba sus

pasos sordos en el piso superior —sigiloso siempre, provocando

un silencio que no parecía el de un ser animado—, las pocas

palabras que crucé con la mujer fueron otra vuelta de tuerca a lo

desconocido que permanecería desconocido; pero ahora que lo

veía a diario y cada gesto suyo era una provocación o invitación

sutil para conocerlo, me atreví a pensar que la rubia no tenía

nada que ver con él. Era consciente de que empezaba a regalar

espacio a las elucubraciones y los puntos que no reconocía en la

realidad eran claros y palpables en la imaginación, de modo que

al tercer día de la última semana notaba, sin que pudiera

objetarlo, que el viejo aparecía en la recepción, abrigado, sin

paraguas, listo para salir a pasear a la hora que terminaba mi

turno.

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Había aprendido trucos de persecución. Si me mostraba

desinteresado o negligente, si caminaba cabizbajo y distraído a

El Caracol para tomar unas cervezas, el paseo del viejo tomaba

otro curso. Era una celada. Pasaba frente al café de la esquina

como invitándome, se exponía con una torpeza que le sabía

improbable. Nunca estuvo mejor la persecución como cuando

me dejé perseguir y Prado me daba pistas que —él lo supo— yo

interpretaría a su manera.

Hacia el quinto día —era viernes—, ya no tenía que buscarlo

con la mirada porque parecía que estaba en todas partes. Esa

noche, casi a la fuerza, sometiéndome a otra rutina, otra vez los

amigos, las mujeres itinerantes, lo vi cuando caminaba al Mr.

P.C. para encontrarme con una amiga. Un taxi redujo la

velocidad. No se detuvo pero fue como si la escena hubiese

estado preparada para que yo viese al viejo en el asiento de

atrás, sentado muy recto; su mirada muerta, como de estatua,

atravesaba el cabezal del asiento y la nuca del conductor. Más

tarde, en el Mr. P.C., aunque no le vi la cara, reconocí el traje de

paño oscurecido por la humedad. Mis amigos me preguntaban si

me ocurría algo, si esperaba o buscaba a alguien y yo decía que

no. Antes de contestar terminaba lo que fuera que haya tenido

en el vaso, pedía otro, repetía que no, no buscaba a nadie. Cerca

de la madrugada ya estaba borracho. En la penumbra confundía

situaciones, y en los intervalos en los que me encontraba

murmurando al oído de mi sorprendida y expuesta amiga, fijaba

con dificultad la vista en la esquina oscura donde, según yo,

Adrián bebía despacio, dilatando, como si ni siquiera

parpadeara, un instante. Luego, intenté olvidarme de él.

Salimos, caminé del brazo de mi amiga, ambos mareados y

expectantes. Estuve convencido de que nos siguió.

Llegamos a la pensión. Sé que mientras la desvestía, no escuché

que el viejo utilizara la llave que se había ganado por derecho

propio.

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30

IV

El encargado ya me esperaba impaciente a las seis y media de la

mañana. Todavía tenía gusto a cerveza y whisky en la boca, me

dolía la cabeza y el café no ayudó. La llave del siete estaba en

su sitio, el viejo estaría preparando su partida. Esperé, llegó el

medio día. A las dos sonó el teléfono. Era el viejo

preguntándome si necesitaban la habitación y si estaría bien que

la dejase por la noche. Las once de la mañana era la hora de

salida, pero estuve de acuerdo; no esperábamos huéspedes ese

domingo.

La jornada fue larga y los estragos de la resaca no me

abandonaron. El encargado creyó justo equiparar las cosas y no

llegó hasta un cuarto para las ocho. Del siete no salía nadie. Lo

hizo a las ocho en punto, nos saludó a ambos, agradeció por lo

agradable de su estadía. Estuvo buscando mi mirada, yo no

podía evitar sentirme avergonzando por algo que no comprendía

pero él sí. Corté la conversación de improviso, excusándome.

Subí a mi habitación, pensé en mi amiga, no recordaba a qué

hora se había marchado, pero su rastro permanecía en la cama.

Hablé con ella por teléfono, tomé una ducha que me recuperó.

Abajo no había nada que me preocupase.

Cuando abrí la puerta que daba al pasillo escuché las voces de

una conversación animada y la puerta de la pensión que se

abrió, pero no volvió a cerrarse. Creo que el encargado y el

viejo conversaban en el umbral como si fueran viejos amigos.

Estuve a punto de volver para entretenerme arreglando la cama,

ventilando la habitación, cualquier cosa que impidiera

encontrarme de nuevo con el viejo. Estuve en el umbral

esperando escuchar la campanilla y luego la puerta cerrándose.

En efecto, un minuto después, escuché que el encargado le

deseaba buen viaje.

—¿Adónde iba? —le pregunté cuando llegué a la recepción.

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31

—No me dijo. Buen tipo a fin de cuentas.

—Sí —contesté con vaguedad.

—¿Te vas a comer?

—Sí, no tardo. Estoy cansado y volveré pronto.

No esperaba encontrármelo y no lo vi por ninguna parte, ni en la

acera esperando un taxi ni al final de la cuadra ni en El Caracol,

donde tomé té y un sánduche; no tenía hambre. Había tomado

una revista del mostrador y la leí entera, como dando espacio

para que Adrián tuviese tiempo de desaparecer al otro extremo

de la ciudad. No retuve el contenido de ningún artículo ni las

fotografías ni los anuncios. Leí hasta que dieron las doce. Desde

mi asiento vi que la calle y las veredas estaban vacías, el

camarero vino a insistirme si deseaba algo más, esta vez con la

cuenta en la mano. Mientras buscaba dinero en mi billetera,

sentí que una silueta se recortaba en los ventanales del local;

cuando me fijé, no vi nada.

En la calle empezaba a llover ligero y me sentí a salvo. Pasé

frente a la pensión y vi que el encargado dormía con la cabeza

apoyada sobre el mostrador. La normalidad se instalaba de

nuevo. Pensé en mi amiga, aposté que estaría despierta y

esperándome. La tranquilidad de las calles me llevó a la

habilidad de Adrián quien parecía estar en todas partes, lo

extraño e improbable que parecía eso ahora. Seguía pensando en

ella, en cómo pudo haber sido su mañana. En la puerta del

edificio de mi amiga esperaba el viejo. La impresión me

mantuvo en silencio, ya no sentí curiosidad sino miedo. Timbré,

insistí, pero nadie contestó. Agarré al viejo por las solapas y lo

empujé hacia la pared del edificio.

—¿Dónde está?

El viejo, impasible, se liberó sin violencia, me tomó del brazo y

así caminamos hasta un parque cercano. Nos detuvimos a la

sombra de una arboleda. Adrián se veía complacido y sonreía

lacónicamente. Cruzó las manos por la espalda e hizo un

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movimiento con la cabeza para advertirme de algo que no había

visto. Quise que fuera ella, pero detrás de los troncos

aparecieron otros hombres tan viejos como él, caminando,

vistiendo y sonriendo de la misma manera, como si aquel fuese

un gesto universal. Molesto, encaré al viejo y estuve a punto de

hablarle para encontrar una respuesta satisfactoria. El segundo

que me tomó volverme para encararlo fue suficiente para que

los viejos me rodeasen por completo.

No solo sus ropas, también las caras parecían idénticas. Al final

del camino y de la espera, me veían amenazantes; avanzaron

despacio y algo les hizo saber que no iba a gritar.

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Eduardo Varas

LLAMAS

―Porque el hombre ha despertado,

y el fuego ha huido de su cárcel de ceniza

para quemar el mundo donde estuvo la tristeza‖

Manuel Scorza

Si he podido proteger este pedazo de papel es porque me lo metí

en el culo. Suena grotesco; lo sé, pero no tuve más remedio. Era

eso o él lo quemaba.

No lo pensé mucho, creo que fue un momento de clarividencia,

si es que tal cosa existe; porque, pongámonos de acuerdo, si

hubiese existido esa agudeza entre nosotros, el cretino no

estuviese sentado donde está, cual Gran Hermano. La

clarividencia es una tontería.

Sentarme es un suplicio, algo detestable. Debo hacer como si

nada pasara, como si no sintiera unas fuertes ganas de ir al baño.

Pero no quiero que queme este papel, es muy importante.

Tengo ese papel conmigo desde hace algunos meses.

Debo confesar que no me siento bien después de haberlo hecho,

pero no me quedó opción. A la larga, ese infeliz decide.

La violencia se manifiesta en muchas cosas, no sólo en los

golpes.

Tiene tanto poder, tanto, que me enferma. Me pone nervioso,

terriblemente nervioso.

No sé de dónde sacó eso de quemar lo que ve. Pero soy testigo

de que lo puede hacer sólo con el pensamiento. Nunca lo he

visto tomar una fosforera, un carbón encendido o algo por el

estilo.

Quema los papeles con el poder de su mente.

Eso lo hizo peligroso.

Ninguno de nosotros se anima a contradecirlo. No puede

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entender críticas u opiniones adversas. Por eso le tememos.

Sus deseos nos juegan en contra. No entiende de razones, por

eso decide quemar cualquier papel que caiga en sus manos, o en

las nuestras.

Lo peor es el silencio al que somos arrastrados. Rara vez

podemos exponer en público nuestra desesperación, y si lo

hacemos debemos correr con las consecuencias. Daphne lo sabe

muy bien, tiene las manos ampolladas por tratar de rescatar unas

fotos de su infancia.

Ese es el peor de los fuegos, el que no se puede detener y deja

marcas en los recuerdos.

No sé cómo deshacerme de este animal. Eso es lo que es, un

animal, no se me ocurre otra manera de llamarlo. Si tengo este

papel es porque he pensado en todo y no puedo atacar, sólo

defenderme.

La vida que me queda será puesta a disposición de la defensa de

este papelito.

No es una exageración de mi parte.

Él tiene esa capacidad con la que quizás nació, eso no puede

saberse. De un momento a otro empezaron a aparecer las cosas

quemadas.

Se me ocurre que fue descubriendo eso en él progresivamente y

poco a poco intentó ver hasta dónde podía llegar.

Empezó con cosas no combustibles, con las que podía

comprobar el daño que las llamas podían causar.

Las piedras se pusieron más negras de lo que eran. Las

superficie estaban quemadas, chamuscadas.

Éstas son elucubraciones. Nunca lo vi quemando rocas.

Pero me encontré con las pruebas. Puedo decir con certeza que

ese fue el camino que siguió.

Si en algún momento me callo es porque las cosas se están

saliendo de control y ya hay muertos. Sí, como lo escucha. Hay

muertos, cuatro en total. Todos calcinados.

Sospecho que él los mató antes de rociarles alguna cosa

inflamable y, ahí sí, los quemó para que no quedara nada.

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Lorenzo, Jorge, Marilyn y Claudio, en ese orden. No sé que

pasó en concreto entre ellos. Talvez dijeron algo que no le gustó

y decidió quemarlos como muñecos de papel.

No estoy elucubrando, sé que fue él.

La única prueba que tengo es la certeza. No me parece que algo

más haya pasado. Las seguridades en sus refugios no fueron

violentadas y no hay huellas de maltrato en los cuerpos. Quizás

les dio un veneno y las llamaradas fueron el golpe de gracia.

Por eso le tengo miedo, porque sé que si se entera que he

guardado este papel es capaz de cualquier cosa con tal de

tenerlo, leerlo y destruirlo.

Así ha procedido con nuestros libros, cartas y documentos

personales. Estamos al margen de todo orden legal porque a él

le ha dado la gana.

Creo que viene, lo oigo…

Quiere que lo acompañe pues tiene algo que discutir conmigo.

Sospecho que sabe lo del papel. No me lo ha dicho, pero me

puedo dar cuenta por la forma cómo me trató.

Si al menos supiera dónde encontrar nuestros uniformes de

asbesto.

Sé que los ha escondido. Cuando se enteró que Claudio los

tenía, lo encaró en nuestra presencia. Lo vio directamente a los

ojos y se retiró. A las pocas horas Claudio moría en el incendio

de su casa.

Fue él, por supuesto.

Los intentos para destruirlo quedaban en intentos, pues siempre

jugaban en nuestra contra. Si Lorenzo agarraba una silla para

echársela en la cabeza, la prendía en llamas. Si Daphne

alcanzaba un revolver y lo apuntaba, él lograba calentar el hierro

hasta fundirlo. Es imposible atacarlo, sólo queda defendernos.

Me estoy justificando, lo sé. No se me ocurre otra cosa.

Ya estoy acostumbrado a esta forma de vida, la soporto a pesar

de todo.

He pensado en escapar, pero tengo miedo. No sé que hay más

allá de esto. Eso me detiene.

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36

Clara salió de aquí hace mucho tiempo. Dijo que enviaría ayuda,

que buscaría la forma de sacarnos. Ya han pasado varios meses,

sólo me queda este papel que ella me entregó antes de salir.

Guardo su letra en mis entrañas.

Pienso en ella, mucho. Al menos ese no es un lugar donde él

pueda entrar a hacer cenizas la memoria.

Fue una catástrofe cuando Clara escapó. Estaba tan enojado que

quemó varias cuadras, teníamos que correr de un lado al otro

para evitar convertirnos en víctimas. La vida junto a él es

sobrevivir a las llamas.

Después de algunas semanas nos volvió a sacar. Esta vez había

más guardias de seguridad, pero nadie parecía darse cuenta de

que estábamos a merced de su mirada. Si algo no era de su

simpatía, al parecer, tenía más libertad para destruirlo.

Caminábamos normalmente y nos encontrábamos con nuestros

amigos.

A la tarde debíamos volver a casa.

Suena mi puerta, tengo que ir donde él…

-Toma asiento, por favor – dice. Bosteza casi sin darse cuenta.

La acción lo sorprende, no esperaba verlo cansado.

-¿En qué te puedo servir?

-Por lo pronto sentándote. No quiero verte de pie.

Toma asiento en la única silla que no tiene marcas de hacer sido

encendida con anterioridad.

-Dime…

-Sé que tienes algo que necesito.

-No sé de qué me hablas.

Sonríe, se rasca la cabeza y lo mira directamente a los ojos.

-¿Sabes? Yo no pedí hacer lo que hago. Un día me di cuenta de

que podía encender las cosas con mi voluntad, eso es todo.

Pudiste detenerme mientras pasaba días tratando de controlar

esto. Pero no lo hiciste. Sé que te diste cuenta de lo que me

estaba pasando.

-Debo vivir con eso.

-Pues sí, no tienes más remedio. Puedes condenarte a diario

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37

porque si bien fue mi decisión quemar las cosas de los otros, y

por añadidura a ellos también, tú tuviste la oportunidad de

evitarles y evitarte tanto sufrimiento.

Baja la cabeza, la única manera de soportar las palabras es no

observándolo a la cara. Sabe que tiene razón.

-¿Para eso me llamaste?

-No, no… De eso hablaremos en otra ocasión. Tienes algo que

necesito…

-Repito: no sé de qué me hablas.

-¡Lo tienes! – la temperatura del cuarto empieza a elevarse. Los

tapices que cubren las paredes vuelven a soportar las chispas en

su superficie. El fuego aparece alrededor-. Quiero saber dónde

está Clara.

No sabe qué responder, mira de reojo las llamas que se van

acercando. El sudor cae por su frente. De su respuesta vendrá la

posibilidad de continuar vivo, sin rastro de alguna quemadura en

su organismo.

-Está bien, te lo diré…

Tiene miedo, desconoce si en él existe la capacidad de

reconocer el chantaje, porque es eso, únicamente un chantaje

para sacarse el fuego de encima, para ganar tiempo hasta pensar

en algo para escapar. No tiene otra opción.

El fuego desaparece, un discreto alivio ingresa a la oficina.

-Perfecto, dime…

-Pe... pero no es tan sencillo – siente que se puede resbalar por

la silla y quedar pegado sobre el suelo.

-Me estás haciendo perder la paciencia – su risa se la puede

definir como nerviosa. Está en un punto en que no puede creer

tanta osadía -. No sé cómo te aguanto.

-Es que no sé dónde está, pero es fácil averiguarlo.

-Será mejor que tengas una buena razón para no quemarte –

quiere escuchar las palabras, una dirección para ir corriendo

hacia ella, tomarla de los brazos y pedirle disculpas. Se había

dejado llevar por lo que era capaz de hacer. Así ha conseguido

mandar, tener la voz adecuada, la última palabra. Siente que no

puede vivir sin ella, la necesita a su lado.

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38

-Ella y yo nos charlamos de vez en cuando.

-¿De qué mierda me hablas? ¿Cómo puede pasar eso en mis

narices?

-Pues no eres el único con poderes – eso no lo estaba esperando.

El instante le permite establecer una forma de supremacía sobre

él. Recuerda el papel que le dejó Clara, ahí está escrito todo.

Una dirección, un número telefónico y una frase: ‗Este es tu

boleto de salida‘. Luego fue el beso y el salto que ella dio hasta

desaparecer detrás del muro.

-Entonces hablas con ella.

-Sí, de vez en cuando. Clara es la que decide el momento, en

realidad.

-¿Y conoces la fecha del siguiente contacto?

-No, ella decide.

-Pues me deberás informar una vez que tengas el dato.

-No es tan fácil – este es el instante para jugarse la salida. Nunca

la ha tenido más cerca.

-¿No es tan fácil? ¿Quieres algo a cambio? Era de imaginarse.

Después de todo no somos tan distintos.

-Si tú lo dices…

Empieza la negociación, la lucha se centra en conseguir grandes

beneficios y un escaso margen de pérdida. Pero esta vez el

fuego está de más, él lo sabe. Podrá irse de ahí.

-Te doy la dirección exacta, pero déjame salir de aquí. Sin

impedimentos, ni nada parecido. Nunca más me vuelvo aparecer

por acá.

-¿Y si la dirección no es la correcta?

-Me quemas como te dé la gana – el miedo desaparece. El fuego

deja de ser un elemento que irradia temor. Se convierte en señal

de impaciencia, porque entiende que él necesita tener cerca a

Clara. Es la figura importante, si no está a su lado nada tiene

sentido para él. Todo lo hizo por ella, para estar a su altura. Se

muestra ante él de la manera más obvia, esta vez podría ganar.

-Está bien. Me esperas aquí, una vez que regrese con ella,

podrás salir.

-¡No! Esa no es la manera.

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39

-¿Me vas a decir cómo dirigir esto? – este es el instante en el

que se definen las posiciones, quién manda y quién obedece.

-Pues te daré la información que quieres. Creo, al menos, que yo

debiera consignar mi salida.

El deseo de quemar el salón es casi incontenible. Sus dedos

están temblando, las llamaradas intentan escapar, pero lucha por

contenerse. No ha podido soportar la ausencia de Clara, por más

que ha intentado vivir dentro de su ‗normalidad‘ y hacer como

si nada pasara. Todo ha pasado, quiere verla otra vez.

-Está bien. Dime cuáles son tus condiciones.

-Te doy la dirección. Sales a buscarla y si en no hay noticias de

ti en tres horas asumiré que la encontraste. Entonces salgo por la

puerta principal.

Se sienta. Bebe un poco de agua para calmar las ansias.

-Hecho. Si en tres horas no llamo, saldrás tranquilamente.

-Espero que los guardias estén al tanto de mi salida cuando me

toque.

-No te preocupes. Vete y tráeme la dirección…

Vuelve a su cuarto. Frente al espejo seca las gotas de sudor.

Nunca pensó que podía tener el coraje suficiente para

enfrentarlo de esa manera.

Hay días en los que me desconozco. Hoy, por ejemplo.

No sé de dónde salieron todas esas palabras o el arrojo para

decirlas. El hecho está en que tengo la salida en mis manos.

Clara es tan necesaria para él como para mí.

Ahí está mi pasaporte. En su ausencia.

Tengo el papel en la mano. Estoy sentado sobre la taza del baño,

donde creo que no soy observado. Pero eso no me preocupa.

He estado más de media hora memorizando el contenido del

papel.

Ya no me puede dar paz, ese tipo de utilidad quedó de lado. Por

las noches lo leía para volver a sentir esa caricia y ese beso con

el que se despidió de mí.

Luego de su huida no la he vuelto a ver y definitivamente la

extraño.

Ahora tengo las letras que escribió en mi cabeza: ―Tres horas,

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Secoyas, etapa 8, mz DL, villa 5. Este es tu boleto de salida‖.

Voy a esperar hasta mañana para dársela.

Lo que preocupa es que no cumpla su palabra, pero deberé

arriesgarme. No me queda de otra.

A la larga es esa disposición a que sus deseos sean catalogados

como perdidos y faltos de intensidad lo que puede hacer de esto

un acto fallido.

Me duele saber que no podré llevarme a nadie.

Es mejor salir que quedarme por el remordimiento. Quizás

desde afuera pueda hacer algo por ellos.

Ahora vuelve a sonar la música. Desde que ella se fue es así

cada noche.

No sé si lo hace para tranquilizarse o para sentir una nostalgia

mayor a la que pueda resistir.

El hecho es que ninguno de nosotros logra distinguir qué clase

de sonido es ese. La mezcla de trompetas y sollozos es única,

pero como todo está quemado no podemos leer ningún crédito

en la caja del disco.

Esta ignorancia es la que más atormenta.

¿O será que sabemos demasiado y nos cuesta hacer un esfuerzo

para reconocerlo?

Clara supo cómo salir de aquí. Sin duda es superior a nosotros.

Mañana estaré a su lado y se lo preguntaré. Pronto calmaré esas

ganas de verla, tocaré su mano y acariciaré sin temor su cabello

largo, castaño y suave.

Él está pensando lo mismo, cuando lo escucho gritar y controlar

esas ansias de fuego. Está tan desesperado como cualquiera.

Luego de esa conversación que tuvimos estoy empezando a

tenerle menos miedo.

Ahora es el mismo imbécil que conocí antes de que explotara en

él eso del fuego.

No hay nada distinto en sus actitudes. No se ha distanciado de lo

que sabíamos de él. La intolerancia continúa, pero no puede

hacer nada porque yo tengo la información que requiere. Si me

quema se queda sin Clara.

Es hora de que se dé cuenta quién está al mando.

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-¿Tienes la dirección?

-Sí.

-¡Dámela!

-Antes llama a los guardias y ordénales que me dejen salir.

Respira con más dificultad. Cada inhalación y exhalación hacen

que el oxígeno avive las llamas generadas alrededor de su

cuerpo. No está preparado para un tipo de negociación en la que

no tenga una potencial ganancia al cien por cien.

-¡Dame la dirección o eres hombre muerto!

-No me importaría. Cualquier cosa es mejor que estar acá. Si me

quemas me llevo la dirección.

Le da la razón al bajar la mirada. Toma el teléfono y avisa a los

guardias de la salida. Ya no hay papel que pueda ser leído. Ayer

por la noche, antes de salir del baño, lo encendió y dejó que las

cenizas cayeran por la tubería del servicio higiénico.

-¿Conforme?

-Sí. La dirección es Secoyas, etapa 8. En la manzana DL buscas

la quinta casa, la 05, esa es.

La anota en un pequeño pliego sin muestras de haber pasado por

fuegos espontáneos. Se dirige hasta la puerta, la abre.

-Ve a tu habitación. Gracias.

Llegar al vehículo es una manifestación más de la tragedia que

se avecina. En cada paso puede recordar las palabras de Clara, el

contacto de su mano con la electrizante piel blanca, el sabor de

sus labios. El fuego que se colmó en cada noche, el control de

deseos que estableció para no dejar que el presente se esfumara.

Su fuerza de voluntad al servicio de la alegría. Clara era la

mujer más feliz a su lado y él mismo proveyó el terrible final.

―¡No hay que jugar con fuego, bestia!‖, y se había quemado.

Enciende el auto y ordena que abran el garaje. Se aleja del

recinto.

Camina hasta su habitación. Las palabras de Clara se

arremolinan: ―Me voy, pero buscaré la forma de hacer de esto

un mejor lugar. Sé que suena ridículo, pero lo entenderás

pronto. Sí, te amo. Deberás ayudarme, guarda esto. En su

momento tendrá sentido. No puedo hacerlo cambiar, las llamas

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no entienden de razones‖. Se sienta en el borde de la cama. La

pared está desnuda, las marcas de lo que quedó de los afiches de

Los Beatles, el calendario y el fotograma imagen de ‗Blow up‘

son solo señas de ese pasado que no pudo combatir el fuego.

-Nos dormimos en los laureles – piensa. Pero en el fondo logra

darse ánimo al descubrir que Clara pudo darse el lujo de idear

una forma de escape, sin que nadie la entendiera del todo.

Mira el reloj repetidamente. Tiene miedo. Recoge la maleta y va

hasta la puerta de salida. Uno de los guardias lo observa. Sobre

el tablero descansa la orden: debe dejarlo salir. Aplasta tres

botones y la puerta central se abre. Algunos compañeros salen a

despedirse. ―No sé cómo lo hiciste, pero ayúdanos desde

afuera‖, repiten en voz baja. ―Veré qué puedo hacer‖. Se

abrazan. El guardia se acerca y los obliga a moverse. Está

vestido de saco y corbata, un sombrero pequeño le hace juego

sobre la cabeza. En la maleta lleva unas cuantas mudas de ropa.

Le acercan 200 dólares, los recibe con la mano extendida. ―Un

regalo del señor‖, le dicen. Guarda los billetes en uno de sus

bolsillos. El viento corre, debe sostener el sombrero para evitar

que salga volando. Gira, los amigos se despiden con un

movimiento exagerado de manos. Las puertas se cierran con

lentitud, los puede distinguir hasta que el último detalle de los

dedos extendidos se pierde cuando el metal se une. Está en la

calle, libre, sin el temor del fuego. Detiene un taxi. La dirección

está fresca en sus labios. Va en el asiento trasero, agarrando la

maleta, recostado y con los ojos cerradosEl auto está aparcado

afuera de la casa. Entra con cierto recelo. El pasillo está oscuro,

pero el olor a cigarrillo es una buena señal para seguir. Llega a

la sala, ahí está ella, sentada en un mueble, dándole la espalda.

-¿Clara?

-Hola, ¿llegaste bien?

Mira de un lado al otro, él no está. El deseo es inmenso, casi

incontenible. Quiere correr hasta su regazo, abrazarla, besar su

ombligo, repetirle cuánto la ama.

-¿Dónde está?

-En el baño; sigue por el pasillo, al fondo.

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La tina rebosa, su cuerpo flota ligeramente, pero sigue en el

interior del líquido. Una ligera sonrisa parece dibujada en su

cara. Nada está destruido, parece como si él mismo hubiera

decidido hacerlo. Se sienta sobre la taza, respira profundamente,

moja sus dedos en la tina y se refresca. La toalla está tirada en el

suelo, la levanta. Antes de colgarla se seca las manos. Cierra la

puerta del baño al salir.

-¿Qué pasó?

-¿No te das cuenta?

-Me doy cuenta, pero quiero saber si te hizo daño.

-Pues estoy mejor que él, ¿no lo crees?

Al darse vuelta descubre la quemadura en las manos, es

reciente. Tiene miedo de tocarlas.

-¿Cómo fue?

-Pues como lo planeé. Lo hiciste venir acá, me alegra que lo

hayas podido hacer.

-¿Lo estuviste esperando todo este tiempo?

-Sólo unos cuántos meses…

La abraza y besa en las mejillas. Ella no responde, continúa

fumando su cigarrillo.

-Arriba tienes una habitación. Sube y déjame sola.

La escucha. Asiente con la cabeza, toma la maleta y empieza a

subir escalón por escalón. Entra, ve una cama y una pequeña

cómoda, coloca la maleta a un lado y se sienta, con cuidado,

tratando de no arrugar la sábana. Suspira. Siente que algo se

acabó de manera definitive. El llanto llega hasta el cuarto con

fuerza y desconsuelo. Se levanta y cierra la puerta para no

escucharlo más. Algo se ha acabado y él no sabe qué va a pasar

luego. Observa la pared. Está desnuda, pero no tiene ganas de

pegar ningún afiche.

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Juan Pablo Mogrovejo

UNA VEZ MÁS…VIRGINIA

Imperceptible en lo cotidiano, pero permanente y letal, en los

días de los que te sufrimos, cuando te sufrimos. Siempre has

jugado con nuestras conciencias, entre un ir y venir sorpresivo y

continuo, juegas para mostrarnos tu grandeza, y yo, juego

contigo para mostrar mi debilidad de simple mortal, como si no

supiese que la batalla es injusta por la desigualdad de fuerzas.

Dos rosas, tres o decenas de ellas hinchando los ojos de quienes

inflaman su corazón por un amor y su correspondencia. Espinas,

espinas y miles más, para quienes sangran sus retinas buscando

poner un poco de color al lecho de su último adiós.

Muerte, estás en todo lado, inclusive dentro de la misma vida

como si lo controlases todo, cubres cada rincón, corres como

leopardo y perdonas como buitre, tirana de la luz… ¡Dime! ¿Si

eres tan necesaria, por qué debes doler tanto?, te lo pregunto,

como entre gritos de los que se quedan en la estación, viendo el

humo de un tren oscuro que viaja buscando huesos para su

hoguera, mientras llena sus vagones de almas.

En sí, lo triste de tu existir —para mí—, no es lo cruel y

macabro de tu presencia, sino el hecho de que cosas, con tu

misma naturaleza, me han parecido encantadoras, seductoras, y

esa es la razón de que en todo tu caos, yo te encuentro como la

dualidad perfecta, incisiva, y a la vez apacible, como el arrullo

de una madre que calma el llanto de su hijo. Y yo, soy esa hija

que llora la inclemencia de este mundo... Mundo, que no quiere

ser mi madre.

Y es desde niña, que he sentido la necesidad misteriosa y

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envolvente de que existas, aunque a todos nos duela, porque al

llegar, te llevas todo, incluyendo aquel dolor de la estación

mientras se iba el tren, dejándonos desde ese momento, la

escondida ansiedad de que vuelva por nosotros.

Muerte de sol, muerte de luna, muerte de muerte…, dualidad

absurda de mis sentimientos de espera y odio, ya que por ti,

también tengo un hastío. No ha dejado de ser cruel, el ver como

apagas los horizontes una por una las líneas de color de la luz —

amarillos naranjas, verdes para quedarte con el azul y volverlo

intensamente oscuro y triste. La negrura de la noche en pleno

día— y eso, me ha dado un odio por ti y la necesidad de ti, me

ha hecho que te desprecie y te busque…, no eres mi temor, temo

que no seas mi salvación.

Viajo de ida y vuelta, escribo desde el final hacia delante, o

como sea, para burlarme de ti escondiendo entre mis líneas el

momento preciso en el que aparecerás, y al menos dejarte por un

momento con la angustia de la incógnita, de cuándo serás mi

huésped.

Hilar historias, de tal forma, que no te sea fácil descubrir tu

momento, desde la infancia, ha sido para mí, un placer

exquisito; pero al ser tan parecidas tú y yo, estoy segura de que

no logro engañarte. Tú sabes que vas a estar, es un pacto de

nuestra sangre, —mis líneas, y nosotras.

Te he usado, te busco porque te necesito, y por que quiero saber,

que bajo tu manto hay otro lugar que será en donde olvide mi

nombre, calle los ecos, y enseñe a vivir a quienes se bañan con

las aguas terriblemente tibias.

Ayer (de seguro que me viste), paseé como colegiala por los

sitios donde suelen hacerlo ellas y, recordé que otrora ese lugar,

también fue mío, en donde pasaba horas pensando en el futuro o

dibujando caras con historias y perros, sentados frente o dentro

de sus tazas de café, y al momento de darme cuenta de que un

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futuro, (no el de mi mente, sino uno más cruel) ya estaba en mi

cuerpo, sentí tu presencia alejándome de la niña, la colegiala

que nunca existió, y tuve muchas ganas de llorar, pero me

comprometí a no hacerlo, para que ni tú, ni las voces de mundos

soñados, inacabados que me retuercen el pensamiento, me vean

débil, tampoco quería que la gente me viese herida…, empecé a

caminar, a jugar entre la gente, a saludar a los demás —que

siguen como antes— y me contagié, en verdad, de mucha paz.

Aunque fue por muy poco tiempo, valió la pena.

Paseando por el lugar, tuve la sonrisa sobre mis rostros (el que

llevo encima del pecho y, el que tengo dentro de él), me agitaba,

caminaba y exaltaba por la emoción de ver a la gente viva… Vi

como las parejas iban de un lado al otro tomándose de las

manos, y aunque por un momento me pareció hasta ridículo,

pensé:

—Son cosas del amor, del sentirse vivo.

Sean parejas de niños, de amantes o de dos mujeres haciéndose

el amor con locura, da igual, el vivir, pide: amar.

Todo era luz, pero mis mundos paralelos inacabados y sus

voces, me gritaban que los mate, las serpientes se enroscaban y

se devoraban entre si, en una lucha por acabar el camino del

otro, y un dragón inmenso marcaba el horizonte, dejando caer,

una a una sus líneas hasta quedarse con el azul. Corrí hacia mi

casa, y en mi cuarto, donde mi familia veía la mejor luz para

leer un libro, aproveché que habían salido, y ahí, lloré (ésto te lo

cuento, porque en mi hogar no permito que entres), con un

estruendo de corazón rasgado, como el cielo, por esa bestia,

estuve tan cerca de descubrir que movía mi cuerpo y mente, cual

era mi motor, pero esos ecos soplaron dentro de mi caja de

cartón.

Dentro de mí, las parejas, los niños, las cuentas de un rosario

eterno que no redime el alma aunque se hayan convertido en

lágrimas de tanto rezar. Dentro de mí yo, cuando hice el amor

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por primera vez, enloqueciendo como una fiera (aunque

siempre he temido enloquecer)…, pero dentro de mí…, yo, una

y otra vez..., yo con las tinieblas y la brisa delicada sobre las

cobardes cortinas lloré, lloré y grité, grité y me arrastré, me

arrastré y rasgué.

Mientras mis formas se arqueaban de manera esquizofrénica, me

aferraba a mi almohada, lanzaba todo lo que estaba a mi

alcance, y el corazón parecía que se hubiese multiplicado para

sonar como un tambor indio en la guerra, podía sentir, como las

cuentas del rosario escapaban de mis ojos rodando por mis

mejillas, como prisioneros capaces de romper cualquier muro

para salir y no volver jamás, porque veían hacia dentro mi

locura.

Jadeando, levanté mi cuerpo y estuve frente al espejo por varias

horas, observando como un cuerpo que no ha amado de verdad,

se seca al punto, que su imagen es la de una radiografía, donde

se puede distinguir partículas de sofismas, de alegría cubiertas

por la piel, pensé:

—¿Cómo una misma persona puede formar su propia

ambigüedad? Una cara, tan sólo se queda en su reflejo,

inmaterial pero con mucha información y la otra permanece

horas viéndose, sabiendo que al moverse, se va vacío.

Y fue cuando recordé mi paseo de horas atrás, y varios otros de

días lejanos…, cuando ésta imagen no tenía la misma furia, pero

sí llegó a los mismos estados de lágrimas…Muerte, esto te lo

cuento, tan sólo porque quiero dejar volar las palabras, ya que

sé, que estuviste ahí.

Un día estaba en la playa, sentada, quemando mi cigarrillo, con

el sol bronceando mis hombros y las ideas de poner letras sobre

una hoja, cuando vi que un grupo de niños iba acercándose por

la arena y otro grupo de gaviotas que revoloteaban sobre el mar.

¿Qué culpa tenían ellos de mis voces? ¿Qué culpa tiene la

alegría, si a sus espaldas carga con la otra cara de su hoguera? Y

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de pronto ante mis ojos, una de las gaviotas se acercó tanto al

sol, que sus plumas comenzaron a arder y en desesperación

buscó a la otras, pero ninguna se salvó del fuego y en círculos

inmensos, sus alas encendidas las consumían sin piedad, y los

niños llorando, no pudieron hacer más que alejarse… No sé

cuántos niños fueron, ojalá todos huyesen de estos cuadros.

Después de aquella experiencia con mi propio fluir, escribí

varias historias sobre la importancia de besar el mar y su

majestuosidad, la arena y su calor, y claro, sobre tu presencia en

todo, pero me sirvieron para estar feliz por unos días…, unos

días (pocos días).

En otra ocasión, salí tan sólo por unas cosas que yo misma quise

comprar, y no pretendí el que alguien se diese cuenta de lo que

había pensado hacer, en el trayecto: un bar reventando las

paredes con su música, una iglesia con campanas tímidas ante la

música, personas caminando de la mano, niños jugando, autos

pasando, luces por doquier, anuncios encandilando los sentidos

del sexo, la fantasía, la bohemia, la redención (cabarets, cines,

licorerías, templos) muy pocos refugios para un mundo tan

afligido. En eso, dos criaturas, que por unas monedas, aceptaron

intercambiar sus caramelos, por mis preguntas acerca de sus

vidas, y fue entonces cuando decidí, que ya no necesitaba

comprar lo que había tenido pensado para volver a morir, y con

la nostalgia, de regreso a casa pasé nuevamente entre miles de

monstruos descomunales con ventanas, luces, y calles con gente

entrando y saliendo, gente vendiendo, gente comprando, gente

bebiendo, gente viviendo, gente hablando, gente muriendo,

gente callando, gente, gente, gente, gente, gente, gente, gente,

gente, gente…., ¡voces dentro de mí! tropezando, como de

costumbre con los ecos que revientan mi vacío…, entré en mi

cuarto.

—¿Qué hice?,

—¡Bah! No quieras fingir que no te imaginas…

—¿Por qué no pude salir como tantos otros únicamente a

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comprar comida y regresar?

¡Pero no!, nuevamente el mundo debía cortar con sus afiladas

garras, mis ansias de sentir la vida, y volcarme en palabras y

frases que me hieren hasta lo más profundo.

Siempre llevé un grito de: ¡Ámame! y otro de: ¡Te amo!

Fui presa y cazador.

¿Hasta cuando las ironías dejan de quemar con el frío?

Volviéndome flor, suelo, lluvia, y todo lo que pueda tener un

contrario…, su enemigo, como me veas tú, ya sólo es cuestión

de lanzar la moneda sin rezar, para descubrir de qué lado cae…

¡No y no! absurdo espejo, no voy a cometer la estupidez y la

imprudencia de preguntarte: ¿quién es la más bonita?, porque sé,

que me vas a decir que quien está a mis espaldas lo es, y ya es

hora de dejar de verme, ya terminé de contarles mis secretos y

tú…, muerte, ven conmigo, que ya te dije, que en mi casa nunca

te he querido. Sal a caminar conmigo, nos fijaremos en cada

detalle de toda nuestra senda para que no se nos escape nada.

—¿Entiendes ahora por qué te dije todo lo que ha venido a mi

ser?

Hemos estado juntas todo este día, la presencia de cada una de

nosotras se ha hecho sentir, y como si fuésemos las mejores

amigas, nos han visto pasear por doquier, tomadas del brazo, y

estrechamente juntas, como si hubiéramos esperado por éste

paseo durante años. En éste tiempo, hasta hemos compartido el

mismo sentimiento: llegar a la estación, a esperar ese tren

oscuro.

¿Ya lo ves ahora? Paseamos por todas las calles, y escuchamos

todo tipo de música y bailamos las que se podían. Estuvimos en

infinidad de lugares que nos invitaron a pasar y a la hora de

irnos, todos ellos se redujeron a ti (una partida, un adiós, la

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nada), y a esto es a lo que me refería; vivimos gritándote que

nos dejes en paz, pero sabemos que debes estar, y por eso he

querido amarte, para sacar hermosura de donde has dejado leños

quemados, valorando el proceso previo a su carbonización, y de

esa manera, no tener el sabor de haber visto a las personas

simplemente pasar. Entramos en reuniones, pidiendo que

fingieran no vernos, porque ni siquiera nos sentimos con ganas

de aferrarnos a un sitio por más tiempo del que podamos

aguantar. Un tiempo que por lo menos yo, hubiera querido

entregarme.

Te he contado todo lo que he llevado en mis sombras. Has oído

de mi propia boca esa necesidad que tengo de no ver personas

caminando sin rostros o a las personas que están casi

completamente formados con caras, pero el globo de sus ojos es

enteramente blanco y sin brillo. Sin brillo, como me he visto yo

misma.

Ya me sentiste reír. Cuando lloré, quise únicamente contártelo

para retener tu duda en el espacio, y ahora que estamos aquí ya

solas, con la vereda al frente y de por medio el asfalto que,

empieza a abrir sus poros ante mis ojos, dejando salir

lentamente brotes de sangre que vienen con furia y formarán un

río de flujo rojo. No sé que quiere decir éste río que va

creciendo enfurecido con cada segundo, volviéndose más

imponente, más caudaloso y corre en una forma mística que no

me deja saber si va a envolver mi cuerpo con un abrazo o

ahogarme para morir…, definitivamente morir y descansar.

Flujo de sangre.

¿Eres vida o muerte?...

Ironías…

No sé cómo entrar en Ti, pese a la certeza de cómo redactar mi

epitafio...

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Juan Fernando Andrade

EL LUGAR DE LOS HECHOS

Fallé. Le prometí a Lucía que vendría entero. Esa era la

condición. Yo iba a llegar entero y ella iba a escuchar lo que yo

venía a decirle. Ella iba a volver. Yo iba a convencerla de que

vuelva. Quiero más. Me quiero perder. Me quiero ir al lado

oscuro y quedarme en el black out hasta próximo aviso. Ella no

iba a verme así porque yo no iba a estar así como estoy, para

atrás, mal. Yo iba a llegar seco. Yo iba.

Me levanto, voy hasta el congelador, directo al grano. Avanzo

hasta la caja, pago, doy vuelta a la tapa, veo el humo frío

subiendo por el cuello de la botella, recibo los veinte centavos

de cambio, los guardo en el bolsillo, calculo que puedo tomarme

otras cuatro cervezas y cuando regreso a donde estaba sentado,

descubro al tipo sospechoso ocupando mi lugar.

Paso de largo. El tipo sospechoso me mira. Su barba irregular,

su verruga color sangre en la mejilla izquierda, sus ojos

horizontales, su chompa de Los Angeles Raiders, sus uñas

largas y mugrientas. Todo él me sigue hasta que me siento en la

mesa de junto, dándole la espalda. Lucía va a decir que cómo

voy a luchar por ella si ni siquiera puedo luchar por una mesa.

Que se vaya a la mierda y que la lleve ése man que no ha

cumplido los treinta y maneja su propia empresa.

Bebo. Cierro los ojos. Bebo con los ojos cerrados y siento como

voy perdiendo señal, audio y video. Sé que mañana será peor y

no estoy seguro de si mañana tendré el dinero necesario para

calmar el temblor. Mañana es un problema del que me ocuparé

mañana, como corresponde. Por ahora tengo cosas más

importantes en qué pensar. Abro los ojos y el tipo sospechoso

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está sentado frente a mí. No me cabe la menor duda: es un

criminal o está a punto de convertirse en uno.

No se asuste. ¿Qué quiere? Quiero hacerle un favor. Silencio.

Esa mujer que está con usted es mala. Me pongo de pie, me

llevo la botella a la boca y vuelvo a mi mesa original. El tipo

sospechoso hace lo propio y un segundo después está, de nuevo,

en mis narices. Estaba oyendo todo, todito lo que le dijo, ella no

cree que usted pueda dejar el trago y por eso se va con el otro

gil. Sonrío. No es problema suyo. Mi mujer es igualita, me botó

de caleta y no me deja ver a mi pelado. Lo siento mucho, pero

qué quiere que haga. Déjeme darle un buen susto, ¿ya? Ya la

asusté bastante, al que habría que asustar es al otro gil. Usted y

yo sabemos que el otro no tiene la culpa, a la final las que

deciden son ellas. Vuelvo a sonreír, el tipo sospechoso es

gracioso después de todo. ¿Qué dice? Silencio ¿Un susto? Nada

más, se lo juro. Le digo veamos y el tipo sospechoso me

extiende la mano. Se la estrecho, su palma es rugosa, vieja,

tiesa. El tipo sospechoso me muestra una sonrisa a la que le

faltan tres dientes.

Se pone de pie y mira alrededor. Mira al mesero trapear el piso,

a la chica de la caja contar billetes y a Lucía salir del baño

acomodándose la falda. El tipo sospechoso saca un revolver del

bolsillo de la chompa y lo apunta directo a ella.

Se me quedan todos quietos o le meto un tiro. Lucía se pone

stop. El tipo sospechoso camina directo a ella. El mesero suelta

el trapeador, se acerca a la chica de la caja y la abraza. La chica

de la caja no suelta los billetes ni trata de esconderlos. El tipo

sospechoso toma a Lucía por el brazo, con fuerza, con rabia, le

pone el fierro en la sien. Lucía se rasca ambos muslos con

ambas manos. Conozco ese gesto, está a punto de quebrarse.

Quiero echarme otro trago pero elijo no delatarme y pongo cara

de terror y me aguanto las ganas de mear y cuando me acuerdo

del baño siento el sabor del vómito trepando por mis tuberías.

Inhalo. Exhalo. De vuelta en el mundo el tipo sospechoso le

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dice a la chica de la caja que le entregue los billetes a Lucía. El

cuadro se congela. Deme la plata o la mato. El tipo sospechoso

no grita, habla lento y claro, como dando un discurso. La chica

de la caja le acerca los billetes a Lucía y ella los aprieta.

El tipo sospechoso obliga a Lucía a ponerle los billetes en el

bolsillo. Ella obedece. Luego le pide que se quite la falda. Aquí

suceden los sollozos de Lucía. ¿No me escuchaste?, que te

quites la falda. La voz del tipo sospechoso es prácticamente un

susurro. Lucía se queda quieta, y muda, sus lágrimas se le caen

de la cara y revientan en el piso. ¿O quieres que te la quite yo?

Salud. Hace cinco minutos quería desaparecer, morirme, pero

tú, hermano, me has salvado, has hecho justicia y has hecho

dinero. Lo has hecho bien, mi pequeño salta montes.

O te quitas la falda o te la quito yo. Lucía tiene los brazos

pegados al cuerpo y las piernas juntas, juntas como nunca antes.

Lucía levanta la cabeza para mirarme y en sus ojos veo que está

cayendo y que no tiene de dónde agarrarse.

El mesero dice ya tiene la plata, no le haga nada, por favor. Lo

dice como rogando, cero dignidad. El tipo sospechoso le pide

que se acerque. El mesero sale de detrás de la caja, da cinco

pasos cortos y se detiene. El tipo sospechoso le dice no tengas

miedo, ven. El mesero marcha como un soldado de plomo hasta

quedar a diez centímetros de la verruga color sangre. El tipo

sospechoso lo golpea en la frente con la culata de la pistola. Eso

tiene que doler. El mesero cae al suelo. Lucía y la chica de la

caja gritan al mismo tiempo, como si lo hubiesen ensayado. El

tipo sospechoso mira el cuerpo retorciéndose en el piso y dice

nadie te pidió que hablaras.

La chica de la caja empieza a llorar. Lucía no se mueve. El

mesero, en el piso, está sangrando, poco, nada grave. El tipo

sospechoso lleva su mano a la cintura de Lucía y la posa sobre

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54

el cinturón. Te juro que va a ser mejor si lo haces tú.

Los dedos de Lucía actúan torpes sobre la hebilla. Tal vez lo

esté haciendo a propósito, tal vez esté quemando tiempo, tal vez

tenga un plan.

La falda cae al suelo y se arruga acorralando los tobillos de

Lucía. El calzón negro, diminuto, es un espectáculo aparte.

Seguro tenía pensado pasar una noche caliente con ese que ―si lo

conocieras de ley no dirías esas cosas, te caería bien‖ DIOS,

CÓMO PUEDES DECIRME QUE EL HIJO DE PUTA SERÍA

MI AMIGO SI NO TE LA ESTUVIESE CLAVANDO.

Se acabó. Por mí, que la mate.

El tipo sospechoso se arrodilla y hunde su nariz en el fondo del

delta que solía pertenecerme, justo entre los muslos, donde me

gustaba dormir. El tipo sospechoso huele, absorbe moviendo la

punta de su nariz como una rata hambrienta, escarba, rebusca,

revuelve, goza, recuerda a su mujer y a la venganza que le debe

a su mujer. Lucía encorva la espalda, abre la boca, un espeso y

burbujeante chorro de baba cae desde su labio inferior hasta la

cabeza del tipo sospechoso.

Ahí tienes, Lucía. Por decirme que coleccionar LP‘s no es un

trabajo. Por decirme que los grandes no se ponen Converse en

los matrimonios. Por decirme que Tom Waits canta horrible.

Por decirme que Bob Dylan es aburrido. Por decirme no te

puedes gastar mil dólares en una guitarra vieja. Por sugerirme

que mejor pague la primera cuota para comprar un carro. Por

demorarte diez horas en el baño antes de ir a trabajar para que

―mi amigo Gerardo‖ te vea luminosa. Por preguntarme si me

gusta más la blusa celeste o la blusa azul. Por contarme que a

―mi amigo Gerardo‖ le dieron un primer lugar en una bienal de

arquitectura en Polonia. Por aclararme que ―mi amigo Gerardo‖

es el único arquitecto ecuatoriano que ha construido en Tokio. Y

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por dejar las toallas en el piso del baño.

El tipo sospechoso sale de su coma, desciende, y se para. Le

dice a Lucía que por favor se suba la falda. Ella se agacha, se

sube la falda y ajusta la hebilla el cinturón. Aprieta hasta donde

puede.

Me acerco al congelador y agarro un six pack, la esperanza

repartida en seis ampollas. El tipo sospechoso camina hacia mí,

se detiene y me dice gracias. Todo en orden. Le ofrezco una

cerveza que no acepta. Estoy tratando de dejarlo. Suerte. A

usted también. Yo apuro un trago. El tipo sospechoso agarra una

barra de chocolate y abandona el lugar de los hechos. Afuera, se

guarda la pistola, rompe la envoltura del chocolate con los

dientes, se lo mete entero a la boca y se retira tranquilo, más

ligero de lo que llegó. Adentro, la chica de la caja se acerca al

mesero, le sostiene la cabeza, le pregunta ¿estás bien? y le dice

necesitas una ambulancia. El mesero dice que no hace falta, que

le traiga una funda de hielo y ya.

Lucía se acerca a un anaquel. Lucía me lanza frascos de

aceitunas. Lucía tiene mala puntería, fatal. Las aceitunas ruedan

sobre las baldosas recién trapeadas, verdes, negras, aceitunas

con pepas y aceitunas rellenas con cubos de pimiento. Lucía

quiere matarme, creo que nunca había sentido algo tan fuerte

por mí. Lucía y yo somos uno. Te deseo suerte, Lucía, y dolor,

que la pases mal, que te rompas, que no te alcance el alma para

tanto arrepentimiento. Lucía dice que va a llamar a la policía.

Lucía es una mujer hermosa y una perra desalmada haciendo

guardia en las puertas del infierno. Lucía, mi amor.

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José Hidalgo Pallares

MIEDO

Muy cerca de la dudosa frontera que separa a la conciencia del

sueño, las extravagantes imágenes que se proyectaban en su

mente fueron tomando sentido, acoplándose a una realidad

próxima y hasta entonces ignorada, anticipando el insomnio: un

hombre de aspecto inofensivo, una discusión como cualquier

otra, la sorpresiva aparición de un revólver, su desesperante

incapacidad de reacción, una mueca más apática que

sanguinaria, la primera descarga, su agonía suplicante, el

opuesto de la compasión, uno, dos, tres tiros más.

No se sobresaltó –al menos no como suelen hacerlo los actores

de cine o televisión cuando consiguen escapar de una pesadilla–,

sólo se limitó a abrir los ojos y a reconocerse a salvo en medio

de su dormitorio. La tibieza y el silencio momentáneo de la

noche lo tranquilizaron; a su lado, sintió la respiración regular y

apenas perceptible de su esposa, que le daba la espalda. Antes

de animarse a cerrar nuevamente los ojos, escuchó los gritos,

una imprecación masculina de una cercanía amenazante

intercalándose con la voz angustiosa de una mujer que

imploraba con desesperación; recién entonces comprendió que

ese triste escándalo, cuya procedencia no atinaba a definir, había

sido el causante de su repentino desvelo. Tratando de anular los

engaños del eco, contuvo la respiración y afinó el oído; inmóvil,

escuchó insultos y amenazas, pudo percibir el pánico de la

mujer en sus ruegos repetitivos y en su llanto entrecortado; sin

desviar la atención, construyó una escena que nunca conseguiría

constatar: el energúmeno de pie, tambaleándose por la habitual

borrachera, la camisa afuera del pantalón, la corbata corrida, el

pelo revuelto; a ella la imaginó arrodillada en el piso,

temblando, cubriéndose el pómulo hinchado con una mano y

con la otra haciendo lo posible por evitar un nuevo golpe.

Con la tensión bajándole violenta desde el cuello hasta las

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piernas, trató de asimilar lo que a ningún momento sospechó, de

encontrar una reacción apropiada para lo que ya era mucho más

que una paliza. La calma mentirosa que se adueñó de la noche

se vio bruscamente interrumpida por un segundo disparo.

Trastornado, se apoyó en uno de sus brazos y levantó la cabeza

para mirar a su esposa, que seguía durmiendo, impasible. Pensó

en llamar a la policía pero no hubiera sabido indicar el lugar

exacto donde todo había ocurrido, sólo estaba seguro de que

había sido cerca, demasiado cerca. Siempre había percibido a

ese extremo de la violencia como algo lejano, de películas o

periódicos, de nombres y rostros ajenos; pero ahora la sentía ahí,

en su mundo, y por eso tuvo miedo, un miedo intenso, como el

que puede invadir a un niño que, estando solo en la casa,

escucha pasos en el corredor o distingue sombras en la pared. Ni

siquiera se atrevió a encender la lámpara, no quería dar ninguna

señal que revelara su involuntaria intromisión en todo este

asunto.

Imaginó el cuerpo inerte de la mujer, la cara aterrada o deforme,

su sangre manchando la alfombra. El portazo y el chirrido de

llantas que escuchó instantes después aniquilaron toda

esperanza de que el hombre, consciente ya de su aberración,

sabiéndose incapaz de enmendarla, hubiera dirigido ese último

tiro contra sí mismo. El reloj del velador marcaba las cuatro y

treinta y cinco, aún faltaba más de una hora para poder lavarse

el espanto en el relativo amparo de la mañana.

El alba nunca se hizo esperar tanto. Por fin, con la habitación

bañada por un gris todavía opaco que no dejaba adivinar cómo

sería el día que recién empezaba, se viró hacia su esposa y la

sacudió suavemente para despertarla.

-¿Qué pasa? –rezongó ella sin moverse– ¿Qué horas son?

-Las seis –contestó él.

-¿Por qué me despiertas tan temprano? –reclamó la mujer.

-Es que pasó algo –comenzó a explicar, murmurando apenas–,

creo que en la casa gris de atrás, o en el edificio de al lado, no

estoy seguro.

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-¿De qué hablas?

-Que le mataron a una mujer, se oyó todo.

-Estás loco. –dijo ella en tono burlón– Debes haber estado

soñando.

-No estuve soñando –reclamó, indignado– No me creas tan

idiota. Me desperté con los gritos y luego oí los disparos. No me

pude volver a dormir hasta ahorita.

-¿Y por qué no me despertaste ese rato?

-No sé… ¿Para qué te iba a despertar?

-Yo creo que tuviste una pesadilla, siempre te pones nervioso

cuando vas a viajar.

No siguió insistiendo; su orgullo pesó más que sus ansias de

hablar sobre ese crimen que él estaba seguro de no haber

inventado.

-Siempre es lo mismo contigo –reclamó mientras se levantaba.

Una taza de café muy cargado fue todo su desayuno; las

súplicas de la mujer –que a la luz de los hechos adquirían un

sentido dramático–, el resonar de los disparos, y sobre todo, esa

penosa sensación de haber podido hacer algo, neutralizaron

cualquier indicio de apetito matinal. Otra vez en su habitación,

cuidadoso de no traspasar el límite de lo prudente, se acercó a la

ventana para espiar: un grupo de tórtolas paradas en los cables

de luz y un sol majestuoso, como indiferente a todo lo ocurrido,

fue lo único que descubrió. Salió hacia su oficina veinte minutos

más temprano de lo habitual; manejó muy despacio alrededor de

la cuadra, seguro de encontrar a la policía cercando el lugar del

crimen, a los reporteros de la prensa sensacionalista juntando

trozos de información, a los sobrecogidos vecinos multiplicando

rumores entre sí o con algún transeúnte entrometido. Pero nada.

Ya en el trabajo, no fue capaz de concentrarse en sus actividades

cotidianas; los recuerdos se repetían una y otra vez en su cabeza.

Por primera vez desde que estaba en su puesto actual, si la

memoria no le traicionaba, cambió la emisora en su equipo de

sonido y escuchó todos los noticieros que atinó a sintonizar. En

ninguno se hacía mención a ese terrible suceso del que no podía

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evitar sentirse parte. A la hora del almuerzo, movido por una

irreprimible necesidad de desahogo, comentó su vivencia con

dos empleados de su departamento, que lo escuchaban con esa

atención exagerada, propia de los subordinados que pretenden

hacerse apreciar; como forzado a decir algo, adoptando una

actitud casi solemne, uno de ellos lanzó un único comentario de

una ambigüedad insolente:

-Últimamente se oye cada cosa...

En la agonía de la tarde, cuando el sol ya se había ocultado pero

su luz aún conseguía pintar de un anaranjado pálido a las pocas

nubes que coronaban las montañas, salió de su oficina y regresó

a su casa para retirar la maleta que lo esperaba lista desde la

tranquila, y ahora tan lejana, noche anterior.

-¿Viste que no pasó nada? –le recriminó su mujer a manera de

saludo–. Ya se hubiera sabido algo. ¿Yo qué te dije?

Dispuesto a no caer en la provocación, él guardó silencio y

continuó en lo suyo: dejó el saco sobre el sillón y colgó la

corbata en el armario, entró al baño y cerró la puerta con llave.

Después de orinar y cepillarse los dientes, volvió a salir.

-¿Quieres que te lleve? –preguntó ella desde la cama, con un

evidente desgano flotando sobre sus palabras.

-No te preocupes –respondió él, mientras revisaba sus

documentos con detenimiento–, mejor me voy en taxi. Con el

tráfico que hay, te demorarías más de una hora en volver.

Sus despedidas ya no eran como en los primeros años, ahora

prescindían de besos y frases dulzonas. En la calle, con la

maleta a sus pies y el abrigo colgando de un brazo, tuvo que

esperar varios minutos hasta que pasara un taxi libre.

-Al aeropuerto –ordenó, después de cerrar la puerta–, pero, por

favor, vaya por donde crea que va a haber menos tráfico.

El trayecto se extendió mucho más de lo previsto; desesperado,

con la mirada oscilando entre su indolente reloj de pulsera y el

caos multicolor de adelante, sentía como si el tiempo estuviera a

punto de pasarle por encima. Cuando por fin llegó a la terminal,

se encontró con una fila que parecía traída de otro lugar, de un

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partido de fútbol o de una institución pública. Las ocho o nueve

personas que más tarde se ubicaron detrás de él, le infundieron

una esperanza modesta.

Una revista de farándula y los videos musicales que se

proyectaban en una pantalla cercana aliviaron en algo el tedio de

la espera. Una hora después, estando ya a pocos pasos del

counter, con el pasaje y el pasaporte en la mano, una de las

empleadas de la aerolínea anunció que el avión ya estaba

copado y, sin inmutarse, agregó que lo único que podían hacer

quienes se habían quedado sin puesto era asegurar uno para el

vuelo del día siguiente. De nada sirvieron los reclamos y las

amenazas –algunas muy subidas de tono– de toda la gente que

no se había podido embarcar.

En el taxi de regreso, tratando de encontrar algún consuelo para

su frustración, pensó que, con todo lo que había ocurrido en la

madrugada, quizás era mejor pasar esa noche con su mujer,

hacerse compañía. Llegó a su casa un cuarto de hora antes de las

once. Desde la calle abandonada pudo ver la luz encendida en su

habitación. Abrió la puerta principal tratando de no hacer ruido,

un buen susto serviría para compensar la humillación, el

menosprecio recurrente, casi ordinario. Dejó la maleta junto al

viejo piano y subió las escaleras muy despacio, haciendo lo

posible por ahogar el crujido, a esas horas escandaloso, de la

madera.

La luz que salía del dormitorio chocaba contra las paredes del

corredor, la gruesa alfombra amortiguaba el sonido de sus

pasos. En la sala de estar, mientras preparaba el grito en su

garganta, escuchó claramente la voz enfurecida de un hombre.

No se inquietó demasiado, debía tratarse de algún programa de

televisión; su esposa tenía esa odiosa costumbre de ver sus

estúpidas novelas con un volumen exagerado. Silencio. De

nuevo la voz del hombre, pero ahora la sintió ahí, moviéndose

de un lado a otro de la habitación, injuriando con vehemencia.

De golpe, todas las escenas que lo habían atormentado durante

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las horas de desvelo volvieron a inundar su mente: el espanto,

las súplicas inútiles, la sangre derramada. Corrió hacia el

estudio, encendió la lámpara del escritorio y retiró uno de los

cuadros de la pared; con las manos húmedas y temblorosas

luchó contra la caprichosa cerradura de la caja fuerte, que cedió

recién al tercer intento. Junto al cofre de joyas de su esposa,

dentro de un estuche plástico, aguardaba la pistola. Torpemente,

extrajo el cargador para comprobar que estuviera lleno.

Esforzándose por contener el ritmo de su respiración, caminó

nuevamente hacia la habitación. Se detuvo un instante con la

espalda pegada a la pared; por el sonido de su voz, pudo deducir

que el hombre estaba cerca del vestidor, a la derecha de la

ventana. Con un movimiento vertiginoso, se colocó debajo del

marco de la puerta y descargó un disparo certero. El teléfono

celular rebotó en el suelo y fue a parar junto a una de las patas

de la cama; con los ojos confundidos y la boca abierta, el

hombre se tanteó el pecho desnudo, teñido de rojo; el horror de

la mujer, cubierta con las sábanas sólo hasta la cintura, estalló

en un alarido desgarrado. En su afán, acaso instintivo, por

alcanzar el sillón donde estaba amontonada su ropa, el hombre

recibió tres balazos más que le perforaron el torso. Poseída por

la histeria, la mujer no dejaba de chillar. Entonces él volteó su

mirada hacia ella y la vio desnuda, entregada; mientras la

apuntaba con el arma, la imaginó lujuriosa, acariciándose el

cuello y los senos todavía jóvenes, provocando al extraño. Sólo

para vengar su honor, la dejó rogar, humillarse, aferrarse a una

esperanza ingenua; disfrutó insultándola, viéndola llorar,

escuchando sus promesas vanas, sus súplicas desesperadas.

Cuando ya tuvo suficiente, le abrió un agujero en el estómago,

justo encima del ombligo. Por unos segundos la dejó agonizar,

implorar en silencio, luego disparó por última vez.

Exhausto, empujó la ropa ajena al piso y se dejó caer sobre el

sillón. Mientras se reponía de tanta agitación, emprendió su

viaje de regreso desde ese otro mundo, ahora inaccesible; como

adormilado, empezó a vislumbrar la dimensión de sus acciones,

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sus enormes consecuencias. Cuando por fin volvió en sí, apenas

tuvo tiempo para arrepentirse, en lo único que pudo pensar fue

en escapar, en dejar atrás, lo más lejos posible, esa sangre y esos

cuerpos desplomados que encarnaban el extremo más feroz de

la violencia, ese que le provocaba un miedo intenso, que

siempre había percibido como algo tan lejano.

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63

Esteban Mayorga

HOC DURUS EST

Soy Livius Andrónicus, mi esposa se llama Piñufla Andrónicus

y somos muy infelices. No sé cuándo dejamos de ser felices

pero el caso es que ahora no nos hablamos ni nos reímos, mucho

menos hacemos el amor. Solamente traducimos a Homero una y

otra vez, una y otra vez todo recomienza, en círculo, todo es

traducir y traducir. Ahora mismo vamos por nuestra nonagésima

séptima traducción de La Odisea. Traducimos juntos porque nos

complementamos, y nos complementamos porque el latín de

Piñufla es mejor que el mío y mi griego, que no es gran cosa, es

mejor que el suyo. Por lo general lo hacemos por las noches,

después de bañarnos en el Tíberis y hacer la colada.

Los problemas con mi esposa empezaron precisamente cuando

empezamos a traducir a Homero hace ya casi trece años. Parece

mucho tiempo pero no lo es, o al menos parece no serlo porque

la traducción, como es bien sabido, es una actividad sumamente

entretenida aunque, hay que reconocerlo, muy mal pagada.

Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, Piñufla está

descansando y seguramente soñando con Laertes o con Patroclo

o con Antíloco o tal vez con alguna bagatela, quién sabe.

Estamos muy cerca del final, estamos tan cerca del final que

puedo olerlo y es un final que se asemeja al cadáver de un

soldado, es decir, a algo valiente pero falto de raciocinio, pero

sobre todo a la valentía que no se cuestiona nada. Ahora

estamos en el Canto XXIV. No lo podemos creer. Al menos yo

no lo puedo creer, en serio, no puedo creer que vayamos a

terminar nuestra nonagésima séptima traducción de La Odisea;

parece que voy a caer desmayado sobre la mesa y soñar con un

número o con los cantos de Homero. Y me pregunto:

¿Volveremos a ser felices? ¿Volveremos a hablarnos? ¿A libar

vino y sonreír? Tal vez volveremos a caminar por Roma en

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épocas festivas, cogidos de la mano mientras amanece de golpe

por el horizonte y las estrellas se van borrando. Sería regio todo.

Me pregunto también quién soy yo en realidad ¿Soy un esclavo?

Si es así ¿Soy un esclavo moderno? La modernidad, la

modernidad es el demonio. Me pregunto también ¿Cómo le va

con la tristeza a mi Piñufla? ¿Cuándo desaparecerá el dolor de

mi mano? ¡Bah! Divago. Es culpa de Homero y de

envejecimiento.

Tenemos dos hijas, Epéntesis y Cocoliche, son gemelas y, para

qué mentir, son propensas al engorde y la presunción. Pero son

nuestras hijas y las queremos tal y como son, al menos yo las

quiero tal y como son. Cocoliche tiene seis dedos en el pie

izquierdo motivo por el cual ha sido víctima de burlas, de

escarnios, de faltas a mi honor en ocasiones múltiples, más de

las que cualquier persona podría soportar, pero yo soy muy

pacífico e impávido, soy un pan de dulce, todo me da igual, todo

lo he soportado. Su pequeña imperfección en el pie izquierdo,

aunque parezca una cosa baladí, ha hecho que nadie tenga un

interés verdaderamente notorio en ella más que para burlarse

con estrépito y con maldad. Los romanos son seres viles a los

que les gusta convertir todo en chiste y anécdota por lo general a

costa de algún débil. Pero un policía imperial, ancho de

hombros, de pantorrillas pronunciadas y barba felpuda, se ha

interesado en ella. Estamos contentos, al menos yo estoy

contento, porque Cocoliche, por qué no decirlo, es una chica

difícil a la cual le cuesta la imaginación de vivir o más bien

dicho a la cual le cuesta durar con vida en la imaginación. He

olvidado el nombre de mi yerno pero es un hombre joven,

gordito, bueno gordazo en realidad, es un gordo perpetuo que no

cabe en la bañera y cuya desnudez a mí me da pavor, tiemblo

ahora mismo cuando me lo imagino desnudo. Yo doy igual,

pero no mi hija Cocoliche que ya está embarazada de cuatro

meses y su vientre ha empezado a hincharse, a inflarse de

manera tenue, parece que el feto está masajeando el útero de mi

Cocoliche con ímpetu y garra de tal forma que su panza es un

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globo, uno no puede darse cuenta de que se está inflando así

como se infla el sol en las mañanas de verano, pero todo es

curioso porque cuando uno la observa después de un mes de no

haberla observado, uno dice: ¡pater noster creatio ex nihilo!,

Cocoliche estás igual a tu esposo, te asemejas a una vaca, tu

vientre es una disciplina redonda. Estoy divagando. Otra vez. Es

la poesía homérica. Me duele la mano cada vez más, me cuesta

escribir cada vez más.

Epéntesis por otro lado, me daba miedo porque parecía una

fiera, es decir, se comportaba como tal desde los doce años

cuando la violó un carnicero sobre el tajadero. Según ella,

cuando el carnicero terminó de deshonrarla, le dijo: ¡Hoc durus

est, dum loquimur, fugerit invida aetas: carpe diem Epéntesis!; y

Epéntesis le respondió: cuídate infame, y vino a casa a

contarnos lo que le había acaecido y cuando hubo terminado de

contárnoslo se puso a cerrar las cortinas mientras la luz grisácea

del invierno se colaba por la ventana e iluminaba sus coturnos.

La luz que bañaba los coturnos coincidió con su vómito y llanto

inconsolables, con mocos y todo. (Entre paréntesis: el invierno

de 248 a.C. fue el más gris que he sufrido desde que vivo en

Roma). El carnicero, como era de esperarse, lo negó todo y, ora

por sus amistades, ora porque su carne es la de más prestigio y

sabor en Roma, perdimos el juicio acusatorio contra él. Malditas

palancas. Pero digo que mi hija Epéntesis me daba miedo

porque planeó en detalle su venganza y, un día como hoy, lo

mató a hachazos en su propia carnicería. Lo hizo mientras su

hija los miraba y no decía nada, aunque estoy convencido que la

hija del carnicero pensaba profundamente en algo porque el ser

humano siempre está pensando en algo, especialmente en las

edades tiernas que son el periodo en el cual el ser humano más

preguntas se hace, más piensa en mierda; desde preguntas muy

peregrinas como ¿por qué existe la esclavitud? Hasta preguntas

implícitas más complejas. Por ejemplo: ¿cómo explicamos la

pluralidad del entorno?, ¿cómo describimos la naturaleza

matemáticamente? Y la más difícil: ¿quién es usted?

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66

Después de eso, del asesinato con el hacha quiero decir, el único

camino que le quedó a mi hermosa Epéntesis fue el de la huida

y, según cuentan las lenguas viles, el de la prostitución para

sustentarse. Esto me llena de indignación, vergüenza, rubor, mas

no de tristeza porque por lo menos sigue viva, viajando y

bailando. Estoy seguro que está bailando porque su baile es una

descarga eléctrica que se desprende del cielo. Es un rayo. Y

ahora que lo pienso este hecho, el de la prostitución de mi hija,

fue tal vez el que me obligó a recluirme en el presidio de la

traducción o, más bien dicho, a sumergirme en las turbulentas y

eruditas aguas de la diégesis de Homero porque si a la voz

poética de Homero la comparamos con un río, no puede ser el

Tíberis nunca, jamás, sino que debe ser un río que por ahora no

existe o no lo conocemos, pero que existirá en el futuro y será

una mezcla entre el Danubius y el Borysthenes en sus partes

más caudalosas y agitadas, precisamente cuando una granizada

azota a ambos y los dos ríos se inundan, se desbordan y se

encuentran con una ola del tamaño del coliseo que nos ahoga.

Pero ¿qué pasará si mañana terminamos la nonagésima séptima

traducción de La Odisea? Qué pasará con mi vida o con la

inmediata vida que me rodea y, más importante, qué pasará con

el poema de Homero al cual le he dedicado mis mejores años,

años de vigilia y de combate, todos entretenidos. A este punto, a

mis 54 años de edad, ya un viejo carcamal, no espero mucho,

solamente quiero conocer a mi nieto cuando nazca y que lo

llamen Recto o Étimo y que sea feliz y que sea capaz de estudiar

para poder pensar porque pensar es, sin duda alguna, lo que

Recto o Étimo hará muy bien, será un pensador puro y honesto,

internacional, un mito de los más arraigados y la gente, cuando

Recto o Étimo pase, dirá: mira ahí va EL pensador, el pensador

actual, el que enseña las emociones, el que se burla de la muerte

con argucias y desempeña la función más difícil de todas, la de

pensar por ejemplo que el número cuatro se escapa por una

alcantarilla y desemboca en el culo del César, o la de pensar por

ejemplo que la lengua latina es una breve historia sibilante y que

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el resto son patrañas del tamaño de un elefante. Me salió un

verso sin esfuerzo.

Piñufla se ha despertado en este preciso instante, me he

percatado porque sus ronquidos se segregan de mi oído. No sabe

que me falta sólo un verso para terminar de traducir el Canto

XXIV, no sabe que ella y yo somos el uno para el otro a pesar

de que no nos hablamos ni nos reímos, mucho menos hacemos

el amor. Aaah, el amor. Aaaaahh, el dolor. El calambre en la

mano izquierda es insoportable ahora, lo cual es importante

porque que es la mano con la que escribo ya que, por si no lo

sabían, soy surdo. Este dolor es peor que un golpe de viuda, es

peor que cuando el escudo de un gladiador te cae en el dedo

meñique del pie, es peor que cuando el escudo de un gladiador

te cae en las pelotas. El dolor es tal que no me deja escribir con

deleite, mucho menos poner mi firma al final del Canto XXIV,

es un dolor espiritual como leer mala poesía, me hace daño, me

mata ¿Me mata?, bah qué exageración la mía. Pero si me mata

me muero feliz en esta noche de… noche de… iba a decir en

esta noche de luna pero me suena cursi a pesar de que sí es una

noche de luna, por lo cual voy a decir que es una noche de lunaS

nuevaS (ambas con ese) y que en ella hay un ángel, sí un ángel

asiático, y el ángel me dice: me has enseñado, has sido mi

maestro, si alguna vez vuelvo, te invito un café con una

cucharada de azúcar, una pizca de miel, tres cucharadas de leche

de cabra y lo pongo todo en una taza de cuero. Yo le respondo,

pero me dice; cállate pelafustán.

Mucha divagación.

Qué curioso, no he muerto, sigo en mi presidio con la

mano izquierda anquilosada. Veo el poema de Homero con

paciencia. Veo también la última letra del Canto XXIV

moverse. No es la última letra del Canto XXIV la que se mueve

sino una hormiga africana, seguramente proveniente de la

cabeza plátanos que compré ayer. He matado a la hormiga con

mis coturnos. Me saqué el coturno izquierdo y le di un

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coturnazo sin reparar en fronteras de violencia. La muy hija de

puta. Mis coturnos huelen. Me he percatado además que mis

coturnos están ya muy gastados. Debo comprar otros. He aquí la

lista de lo que debo comprar:

Coturnos de cuero

Café africano

Una cabeza de plátanos

Avena

Pan baguette

Carne de corzo

Una toga palmada

Es curioso todo. Piñufla se ha despertado pero, como ya

mencioné, no me habla. Vuelvo a atisbar el poema de Homero y

veo en él la huella de mi coturno y el cadáver de la hormiga

despachurrado. He arruinado la última página al matar a la puta

hormiga. He arruinado el Canto XXIV. Piñufla me va a matar

¿usará sus agujetas?, ¿usará la indiferencia? Bueno, como no

hablamos ni hacemos el amor, no hay mucho que pueda hacer

más que usar la indiferencia o ponerse fúrica por dentro y

comerse y tragarse el polvo de las iras. Y cuando las iras se le

pasen todo volverá a recomenzar. Traducir y traducir, escribir y

escribir, beber y beber, pelear y pelear, llorar y llorar. Nunca

más hablaremos ni nos reiremos, mucho menos haremos el

amor. ¿Tiene esto solución? ¿Tiene arreglo la infelicidad? Que

yo sepa solamente dos vías son satisfactorias, el suicidio o el

divorcio. Debo empezar los trámites ahora porque vamos de mal

en peor, llenos de asco y de manchas al honor, todos morimos y

todo lo que vemos es una ilusión.

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María Auxiliadora Balladares

PARRICIDIO

Andaba por la calle recogiendo basuritas para mi último

proyecto, ―Neurocollage o cerebro laminado‖, cuando me vino a

la mente la tarde de ayer, en la que conversaba con mis panas,

los valeverguistas. Los miraba y pensaba que Antonio había

hecho bien su trabajo. Me preguntaba si la actitud de ellos se

parecía a la de él, su mentor, y estaba a punto de llegar a la

conclusión de que son pequeñas réplicas suyas, hechas a su

imagen y semejanza, cuando, de repente, uno gritó: Me cago en

el parricidio; me cago en él porque mi papá me mantiene. Todos

comenzaron a reírse y lanzaron al aire el conchito de biela que a

cada uno le sobraba en sus botellas. Pidieron otra ronda para

brindar por sus padres y para reírse de todos los que, por ser

huérfanos de nacimiento, promovían el asesinato de sus

progenitores. Una gotita de lluvia me regresó a la realidad de la

calle y sus basuras. Debía apresurarme. No es lo mismo basura

que basura mojada, lamida de nube. No es lo mismo. Volví a mi

labor, al pedirle a una mujer embarazada, cuyo zapato negro

forrado de gamuza pisaba una blanca y sucia pluma de paloma,

que se moviera y me permitiera recogerla (imaginé una mano

haciendo que la pluma rozara los lóbulos del cerebro laminado

como la perfecta imagen de la excitación neuronal). Sin

responderme, miró al suelo, levantó el zapato, esperó que yo

recogiera la pluma y volvió a ponerlo en el mismo lugar. No

dejaba de mirar, entre atenta y nerviosa, los carros que pasaban.

Yo seguía caminando, en parábolas, en círculos, en paralelas,

regresando sobre mis pasos por si acaso se me hubiera pasado

alguna joya, algún poema hecho de desperdicios, de papel

muerto o de cáscaras de nuez o mandarina. De tacho en tacho,

fui conociendo los huecos y los desniveles de la vereda de la

avenida América. Y pensando en la tarde de ayer. De pronto, me

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encontré con lo que no había salido a buscar. La mujer

embarazada, que nerviosa no dejó nunca de mirar hacia la calle,

se lanzaba delante de un bus que venía a toda velocidad. No se

oyó un grito, sólo el frenazo a raya del chofer del bus. Viré la

cara. Apreté bien mis basuras contra el pecho, y los dientes

hasta que me dolió el cuello. Di media vuelta y corrí en

dirección hacia el ―Bar Aguas‖. Torpemente, tropecé contra un

tipo que trotaba, pero no caí. Ése fue el único momento en el

que viré la cabeza hacia la escena del suicidio. Volví a correr.

Pensé que en el bar encontraría a cualquiera de los

valeverguistas y le comentaría la escena. Me cansé corriendo.

Entré, pero, para ese momento, mis amigos no habían llegado

todavía, sólo el cantinero que estaba limpiando las mesas y la

barra. Sucio de vómito y de algo parecido a la sangre, su

delantal amarillo colgaba de su cuello casi como por arte de

magia: apenas unas hilachas lo sostenían. A este hombre, todos

lo llamaban Trópico. Trópico, ¿a qué hora llegan los valeverga?

Con cara de fumado, me miró, sonrió y no me respondió. Decidí

regresar a la avenida América. Mientras caminaba, pensé que yo

no era mejor que ellos, que los valeverguistas. Con toda la

naturalidad del mundo, huí, como asqueada, de la escena del

suicidio. No era común en mí. Pensé que Antonio me estaba

influyendo demasiado en los últimos tiempos. Estuve de vuelta

en la escena justo en el momento en el que llegaba la

ambulancia, cuya sirena no dejó de sonar incluso cuando ya se

había parqueado y los paramédicos habían descendido de ella.

Con agilidad de paramédicos, subieron a la mujer encinta a una

camilla y después al carromato. Y se la llevaron. Al parecer, no

estaba muerta.

El chofer del bus no huyó. Atolondrado, respondía a las

preguntas de la policía con monosílabos casi exclusivamente.

Dudé de nuevo entre quedarme o irme; pero, esta vez, preferí oír

el interrogatorio antes que enfrentarme a la cara de volado de

Trópico. Apretaba cada vez con más fuerza las basuras contra

mi pecho. A saber: una pluma de pecho de paloma, un vaso

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desechable, un libro cuyo título prefiero omitir, una máscara de

celular rota, un filtro de cafetera usado, y una hoja de periódico

fechada 7 de mayo de 1980. Yo tenía una duda incrustada en la

mitad de la cabeza, que hacía que se me pusieran de punta los

pelos: ¿Por qué una mujer encinta habría decidido matarse?

(Esto me llevó a pensar en un único cerebro controlando el

destino de dos cuerpos: dirigiéndolos hacia el mismo fin, al

mismo tiempo, con exactitud de relojero). Pensé en la mujer

encinta y en su falta de curiosidad. Los pensamientos y las

preguntas fluían incontenibles, pero las respuestas sólo venían

de la boca del busero.

¿No le habrá visto, pues, a la señora cruzar?

No.

¿Sabe a qué velocidad iba usted en el instante del

atropellamiento?

No.

Mire, según los testigos de la tragedia, usted circulaba a no

menos de 80 kilómetros por hora. ¿Por lo menos se bajó a

auxiliar a la víctima?

Sí.

¿Llamó usted a la ambulancia?

No.

Se ha metido en un grave problema, amigo. De ésta, no habrá

quién le saque. Mejor ruegue que la mujer no se muera,

porque…

Es mi mujer.

¿Cómo?

Es mi mujer.

El chofer no dejaba de ver el guardachoque, creo que la sangre

en el guardachoque. Y yo no dejaba de ver al chofer.

Engolosinada con su tragedia, tan angustiada que el pecho me

dolía. En ese momento, se concretó la lluvia y me obligó a

despertar de mi tragedia a costa de la tragedia de los otros.

Después de esa última respuesta, el policía no preguntó más.

Guardó su libreta en el bolsillo trasero de su pantalón. Esposó al

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hombre, lo empujó con cierta delicadeza hasta que éste entró a

la patrulla que se lo llevó. Pregunté a uno de los transeúntes a

qué hospital habían llevado a la mujer y me respondió que al

Eugenio Espejo. Entré al Colegio San Gabriel, para usar el

teléfono público. Tuve que dejar la basura en el piso para sacar

la tarjeta de la mochila y llamar a Antonio. Le dije que

necesitaba verlo. Me respondió que en ese momento estaba

yendo al ―Bar Aguas‖ con los valeverga, que topáramos allá. El

hombre de la limpieza del colegio quiso barrer mis pertenencias

del suelo y se lo impedí con el cuerpo. Se fue insultándome,

entre dientes. Al colgar, me dirigí al bar. Llegué antes que ellos,

la basura pegada a mi pecho. Antonio me vio y me abrazó

sonreído. Me preguntó qué me pasaba, mientras los valeverga,

uno a uno entraban al bar. Le mentí y le dije que me sentía mal

porque creía que estaba embarazada. Su rostro alegre empezó a

transformarse, aunque en ese momento no logré entender en

qué; pero antes de que me dijera algo, le confesé que era joda,

que no era verdad. Me miró achinando los ojos y, enseguida,

sonrió maliciosamente. Entró al bar gritando Voy a ser papá.

Todos -yo incluida- se cagaron de risa al unísono, a excepción

de Trópico que esbozó una sonrisa de dientes rotos en su cara.

Para celebrar el acontecimiento, pidió ronda de bielas. Club

verde, para de una vez pasar el chuchaqui. A mí me dijo vos no

tomas, que estás preñada. Trópico se acercó y, por atrás, lo

abrazó. Cuando ya me estaba yendo, Antonio me recordó que

las bromas las hacía él y nadie más. Y que, por cierto, hubiese

quedado como lagranputa porque él no puede tener hijos.

Salí del bar, como con pena, no sabía de qué, y me dirigí al

Eugenio Espejo. Todavía llovía, pero igual decidí caminar.

Después de todo, era posible que encontrara algo que me

sirviera. El agua en las canaletas corría con fuerza y se

acumulaba en los desniveles de la avenida América. Tres carros

que iban a toda me mojaron. La ciudad está llena de basura, en

buena hora, para mí, pensé. Cuando finalmente llegué a El

Ejido, lo rodeé; nada interesante. En las veredas de la Casa de la

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Cultura, nada. ¿Funciona de verdad el sistema de recolección de

basura del distrito metropuritano o, de repente, se me gastaron

los ojos, se llenaron de la neblina que me impide encontrar lo

que busco? Llegué al Eugenio Espejo y pensé en el hospital

como una mina de oro. La cantidad de desechos tóxicos que

habrá, me dije en voz alta. Podría, de seguro, conseguir algo

valioso (imaginé jeringas con sangre infectada –y esto no sería

un decir- inyectando el cerebro, lámina por lámina, para que

ninguna se salve). No pude no recordar, varias veces a lo largo

del camino, el insulto del que casi fui objeto: lagranputa. Pero

sobre todo, no podía no pensar en el hecho de que Antonio no

puede tener hijos. ¿Es estéril, Antonio? Chucha. La imagen

―hijodeAntonio‖ no existiría jamás, quizá en alguna escultura,

casi en una mentira. Llegué al hospital, habiendo identificado, al

parecer, el motivo de la pena. Lo cierto es que no tenía ganas de

llorar.

Haciendo las averiguaciones pertinentes, descubrí el nombre de

la mujer: Blanca Mendoza. Ingresó a quirófano apenas llegó al

hospital. Iba a decir que era su pariente, su hermana, su prima,

su cuñada; pero, en ese mismo orden, fui descartando todas las

mentiras y cuando al fin alguien me preguntó si es que yo tenía

alguna relación con la paciente, les dije me intereso por ella

porque presencié el accidente. Mi interlocutor, un médico que

parecía recién graduado, asintió con la cabeza y me dijo que

apenas supiera algo, me avisaría. Cuando me quedé sola, pensé

en el nombre de la mujer: Blanca (―ese nombre de seis letras

negras‖, repetía mi propio cerebro laminado) Mendoza; me

pregunté si tendría un segundo nombre. En mi caso, y en el de

todos con dos nombres, María vendría a ser sinónimo de

Auxiliadora. ¿Cuál sería el sinónimo de Blanca? Los tachos en

el pasillo del hospital no guardaban nada especialmente dañino

o contaminado. Tendría que meterme a alguna habitación o a

algún consultorio. Me paré frente a una puerta cuyo letrero

decía, escrito a mano: ―Curaciones‖. Toqué y nadie respondió,

así que me metí sin vergüenza delatora. Encontré el tacho de

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desechos contaminados, pero estaba vacío. Seguramente habrían

hecho la limpieza. Me escurrí hacia el pasillo y caminé hacia

una sala de espera abarrotada de gente donde esperé parada y

donde las voces se mezclaban y yo no podía evitar que me

tocaran. Cuando al fin se desocupó un asiento, me apuré y lo

gané. Coloqué mis basuras sobre mi falda y volví sobre los

objetos uno por uno. Estaba pensando en que había tenido

mucha suerte en encontrar un periódico tan viejo, cuando el

joven doctor salió a darme la noticia de que la mujer había

muerto. Noticia que se completaba con la noticia de que el niño

se había salvado.

Salí del hospital, como expulsada. Con las basuras trabadas en

el pecho y el cuello doliéndome de tanto presionar las

mandíbulas. Había dejado de llover, pero igual decidí tomar un

taxi. Le pedí que me llevara al ―Bar Aguas‖. El taxista me contó

que por ahí por donde queda el bar, hacía un rato, había

sucedido un accidente terrible: un bus había atropellado a una

mujer encinta. Lo contó por radio un compañero que había

presenciado la escena. Me quedé callada. Él no habló más en lo

que quedó de camino. Yo miraba por la ventana, cuando sentí

que algo se me incrustaba en el culo. Tanteé pero no había nada,

seguramente sería algún resorte malogrado del asiento. Siguió

molestándome el resto del camino, pero decidí no moverme de

ese puesto. Cuando llegamos al bar, le pagué al taxista, quien

me pidió perdón no era mi intención impresionarla, señorita,

disculpará no más. Cogí mi basura, le sonreí y me despedí.

Hola, Trópico. ¿Van a volver los valeverga?

Ya. Oye, ¿Antonio se fue cabreado?

Loco, suénate la nariz.

Trópico, mejor dame una biela, por favor.

Tomé mi biela. Lo hice muy mal. Me regué toda. El hijo de

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Blanca Mendoza estaría en una incubadora en ese momento. O,

a lo mejor, lo estarían operando para salvarle la vida. O, quizá,

haciéndole exámenes para asegurarse de que no sufriese ningún

tipo de derrame interno. Y el cuerpo de Blanca Mendoza,

novedad de anfiteatro, echado en alguna camilla. Un cuerpo

muerto había parido a un cuerpo vivo. En estricto sentido, ese

niño no tendría madre, y padre, al menos en el corto plazo,

tampoco. Ese niño había sido expulsado al mundo de un golpe,

el mismo golpe que había matado a su madre. A lo mejor nunca

sabría lo solo que tendría que ir por el mundo. O, a lo mejor, sí.

¿Me traes otra, Trópico?

("Neurocollage o cerebro laminado" empezaba a adquirir una

nueva dimensión en mi cabeza. Las láminas del cerebro serían

decisiones. Una lámina seguiría a otra: decisión tomada,

decisión postergada, decisión desacertada, decisión tomada,

decisión postergada, decisión desacertada. y entre ellas, la

basura respectiva).

Hola, Anto.

Hola.

Sabes, hoy vi un accidente horrible.

¿Qué pasó?

Una mujer encinta se lanzó a la calle y fue atropellada por un

bus. Al bus lo iba manejando su marido. Ella lo esperó algunos

minutos. Yo la vi porque estaba por la América recogiendo

basuras para ―Neurocollage‖ y la veía, como preocupada, como

nerviosa, pero no le paré mucha bola. Pensé que estaba

esperando su bus y que, con tremenda panza a cuestas, era

lógico el malestar. La mujer murió, pero el niño salvó la vida.

¿Y el marido?

Se lo llevaron preso.

Hijueputa. Oye, ¿me puedo robar esta historia para escribir un

cuento?

Dale. Total, yo no soy mejor que tú.

Eso ya lo sé.

Me sonreí y me fui. Con mis basuras pegadas al pecho, pero con

el cuello un poco más relajado. Al salir, entraron los valeverga.

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Uno me tomó del brazo y me dijo, bajito, muy bajo, al oído, que

dejara en paz a Antonio. No le respondí nada, salí hacia la calle.

Con destino a la Mariscal. Al Centro de Detención Provisional.

Pensé que ahí estaría el busero. Hubiese querido caminar, pero

quedaba muy lejos. Me quedé sin plata para taxi, así que tomé

un bus. El camino se hizo largo, era la hora del almuerzo y los

oficinistas salían en tropel. Tuve suerte; al llegar, era las tres de

la tarde y empezaba el segundo turno de visitas. Yo no sabía si

el busero estaba al tanto de la muerte de su esposa, pero igual

quería verlo. Entré y al tipo todavía lo tenían en la oficina; la

ventana estaba abierta y pude escuchar la parte final del

interrogatorio, antes de que le hicieran el alcohol check y lo

trasladaran a la celda de los hombres.

¿Tiene usted alguna sospecha de por qué su mujer decidió

lanzarse contra el vehículo que usted conducía?

Sí.

Si desea, puede declararla en este momento, quedará sentado en

el acta y es probable que juegue a su favor en el juicio.

Le tomó un poco de tiempo al hombre decidirse a cambiar los

monosílabos por oraciones largas, un tanto demasiado largas.

Hace cuatro meses, cuando me contó que estaba encinta, me

confesó que el niño no era mío. Yo no supe reaccionar, pero ella

sí y se fue de la casa. Yo no se lo pedí, pero igual se fue. Yo

pensé que se había ido con su amante, pero luego, por una

cuñada, me llegó la noticia de que la Blanca vivía sola y que no

andaba bien de la cabeza. Me dio pena. Le mandé con mi

cuñada unos zapatos negros, de gamuza, como sé que le gustan.

No la había vuelto a ver hasta hoy.

Al salir del CDP, vi cómo a un policía, al bajarse de la patrulla,

se le caía al suelo la libreta con las multas del día. No se dio

cuenta. Pude haberle avisado, pero ya en el suelo, pensé que era

basura y que, como tal, a mí me serviría más que a él. Subida en

el bus, revisé los nombres de los multados: ―Felipe Balladares‖

decía la papeleta número 346. Bien pensé qué suerte, mi papi

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Ediciones Yerba Mala Cartonera

Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las

propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la

cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

Otros títulos: Crispín Portugal, Almha, la vengadora

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