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SEMINARIO “LOS VALORES DEMOCRÁTICOS EN EL SISTEMA EDUCATIVO” ANTONIO BOLIVAR UNIVERSIDAD DE GRANADA PONENCIA: Los valores democráticos en el sistema educativo: ¿Cómo puede contribuir la Educación para la Ciudadanía? Sevilla, 4 de mayo de 2006

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SEMINARIO “LOS VALORES DEMOCRÁTICOS EN EL SISTEMA EDUCATIVO”

ANTONIO BOLIVAR

UNIVERSIDAD DE GRANADA

PONENCIA: Los valores democráticos en el sistema educativo: ¿Cómo puede contribuir la Educación para la Ciudadanía? Sevilla, 4 de mayo de 2006

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Los valores democráticos en el sistema educativo:

¿Cómo puede contribuir la Educación para la Ciudadanía?

Antonio Bolívar Universidad de Granada

Los valores democráticos en el sistema educativo pueden ser enfocados y analizados desde distintas preocupaciones. En mi caso, por lo que aduciré después, lo voy a hacer desde la educación para el ejercicio activo de la ciudadanía. En la escuela, como en la sociedad, no son las estructuras formales de una democracia las que le dan fuerza y sostenibilidad, sino las virtudes cívicas y participación activa de su público. Esto supone girar la cuestión de los valores a las virtudes cívicas, como hábitos que se deban aprender en el contexto educativo y social. Esta mirada me permitirá, por un lado conectar con una amplia línea de estudios sobre ciudadanía a nivel internacional, desde el “retorno del ciudadano” de que hablaran Kymlicka y Norman (1994); por otra, con una agenda actual de las reformas educativas en las últimas décadas en Europa, como el Informe Crick (1998) en Gran Bretaña, que se titulaba Educación para la ciudadanía y la enseñanza de la democracia en la escuela. España, dentro de este contexto, en la nueva Ley Orgánica de Educación crea un área y asignatura dedicada a la Educación para la Ciudadanía. Por último, conecta con un trabajo que llevo en los últimos años. Sobre esto último, una breve nota para situar desde dónde hablo. Llevo ya varias décadas implicado en cómo puede la formación cívica y moral contribuir a una educación democrática. Primero, en los ochenta, como profesor de ética para bachilleres en los Institutos de Bachillerato; segundo, como miembro del “Proyecto Cives” de la Liga de la Educación y la Cultura Popular a fines de los ochenta, donde planteamos una formación ética en la nueva ESO, no alternativa a la Religión; y tercero, en el Proyecto Atlántida de “Educación y Cultura Democráticas”, en los últimos ocho años, donde hemos elaborado un marco teórico y desarrollado múltiples experiencias en escuelas y municipios de diversas Comunidades Autónomas sobre educación para una “ciudadanía comunitaria y democrática”. En el último año, además, he formado parte del Comité Español del “2005. Año Europeo de la Ciudadanía a través de la Educación”, que se ha desarrollado bajo el eslogan “Aprender y vivir la democracia”. Fruto de estos intereses he publicado diversos trabajos en esta dimensión. En particular, en esta conferencia me basaré en algunas de las líneas que estamos desarrollando actualmente en el Proyecto Atlántida, en el que estoy ahora mismo más implicado. Nuestro proyecto se caracteriza por defender que un enfoque escolar o académico (asignatura) no basta si no está articulado con otros espacios. Por eso, subrayamos la importancia de la acción conjunta o institucional a nivel de centro escolar y, a su vez, conjuntada con su comunidad (familias, barrio, distrito, municipio). Así, hablamos de “ciudadanía comunitaria” y apostamos por recuperar la comunidad educativa, en un proyecto educativo ampliado, con una nueva articulación de la escuela y sociedad (Bolívar y Luengo, 2005).

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En lugar de delegar las nuevas demandas y problemas a los centros educativos, como hizo el discurso sobre la “educación en valores” en la década anterior; una de las señas de identidad del Proyecto Atlántida, desde sus inicios, ha sido la voluntad explícita de no limitarse a transferir responsabilidades educativas a las escuelas, incrementando la vulnerabilidad del profesorado al entorno social, al no poder asumirlas en exclusividad. Si se ha de reafirmar la función educativa de la escuela, ésta no es el único contexto de educación ni sus profesores y profesoras los únicos agentes, al menos la familia y los medios de comunicación desempeñan un importante papel educativo. Ante las nuevas formas de socialización y el poder adquirido por estos otros agentes en la conformación de la educación de los alumnos y alumnas, la acción educativa se ve obligada a reorientar su rol formativo con nuevos modos. Entre ellos, la colaboración con las familias y la inserción con la comunidad se tornan imprescindibles. En el contexto de cambios actuales, no es sólo en el currículum donde hay que centrar los esfuerzos de mejora, paralelamente hay que actuar en la comunidad. Una tradición secular, heredada de la modernidad ilustrada, continua empeñada en que la palanca clave del cambio es el currículum. Pero, en una sociedad informacional que divide, con contextos familiares desestructurados y con capitales culturales diferenciados del alumnado que accede a los centros escolares, es en los contextos locales donde hay que centrar los esfuerzos de mejora. Incrementar el capital social al servicio de la educación conjunta de la ciudadanía supone, en primer lugar, conexionarla con la acción familiar, pero también extender sus escenarios y campos de actuación al municipio o ciudad, como modo de hacer frente a los nuevos retos sociales. En el escenario educativo ampliado actual la escuela sola no puede satisfacer todas las necesidades de formación de los ciudadanos. El Proyecto Atlántida, en paralelo a otros movimientos de renovación como “comunidades de aprendizaje” (Elboj et al, 2002), se ha caracterizado por hacer una propuesta para extender la acción educativa y campos de actuación con las familias y el municipio o barrio. Desde una perspectiva actual, el asunto se liga a la tarea de revitalizar el tejido asociativo de la sociedad civil, para compartir de la educación de los ciudadanos en fórmulas mancomunadas. Escuela-Familia, servicios sociales y municipales están llamados a recorrer un camino compartido, en el que también conviene integrar a todos aquellos agentes o responsables que inciden en la conformación de los valores democráticos de la ciudadanía. Junto a lo anterior, en Atlántida hemos defendido que la educación democrática para el ejercicio de la ciudadanía debe ser entendida en un sentido amplio, no referido a alguna materia dedicada específicamente a ello, lo que no excluye su presencia en el currículum formal junto a otras acciones de acción tutorial. En lugar de restringirla al aprendizaje de determinados valores, comportamientos o actitudes, también educar para el ejercicio de la ciudadanía incluye, en primer lugar, garantizar que todo ciudadano posee aquel conjunto de saberes y competencias que posibilitan la participación activa en la vida pública, sin riesgo de verse excluido o con una ciudadanía negada; es decir una “educación democrática”. Por eso, cabe entenderla mejor como el “currículum básico” indispensable que todos los ciudadanos han de poseer al término de la escolaridad obligatoria (capital cultural mínimo y activo competencial necesario para moverse e integrarse en la vida colectiva), lo que comprende también –sin duda– los comportamientos y actitudes propios de una ciudadanía activa. Por último, cuando hablamos de los valores “democráticos” estamos dando por supuesto un conjunto unificado de lo que constituye el ejercicio democrático. Pero hay

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distintos modelos normativos de democracia (representativa, participativa, inclusiva, deliberativa), que reenfocan los valores que haya de promover, así como de tipos de ciudadano que la educación puede pretender (Westheimer y Kahne, 2004). Desde la perspectiva de una ciudadanía activa se prima una democracia participativa y deliberativa, como ha defendido el republicanismo cívico (Pettit, 1999). No voy a entrar, por eso, en una dilucidación de los valores que constituyen una democracia y daré por supuesto que la Educación para la Ciudadanía contribuye per se a la educación en el “ethos” democrático. Por eso puede parecer redundante que, por imposición de los representantes de un partido político, se le haya añadido a la propuesta inicial del MEC Educación para la Ciudadanía “y los Derechos Humanos”. 1. PLANTEARSE, DE NUEVO, LOS VALORES DEMOCRÁTICOS EN EL SISTEMA EDUCATIVO De entrada en este Seminario creo resulta pertinente plantearse ¿por qué volver hoy, de nuevo, a los valores democráticos en los sistemas educativos? y, en especial, ¿qué nuevas realidades obligan a resituar los planteamientos anteriores?. Creo que un conjunto de factores, surgidos en esta segunda modernidad, fuerzan a resignificar cómo el sistema educativo puede contribuir a los valores democráticos. Varados a orillas de un mundo globalizado, los dispositivos y nortes que guiaban la navegación han quedado obsoletos, por lo que faltan nuevas orientaciones que posibiliten acciones decididas. La pérdida del relato, que dice Zambrana (2006) en un reciente libro, ha motivado que los horizontes de sentido se oscurezcan, para quedar en la inmanencia de lo eficaz o lo rentable. Pensar el presente, trazar líneas de horizontes deseables y redefinir los valores son las tareas que, de modo ineludible, nos conciernen. Voy a trazar, sumariamente, una cierta fenomenología del escenario en que vivimos, describiendo algunos de los síntomas y causas que dibujan un cierto paisaje, destacando algunos de los principales lugares donde la escuela tiene que desarrollar su acción para una ciudadanía democrática. Este mapa, creemos, diseña los contextos sociales que resignifican actualmente la tarea de qué y cómo haya que situar la promoción de los valores democráticos en el sistema educativo. A) Des-institucionalización e individualización. La tesis de la sociología clásica (Parsons, Merton) de que el individuo, mediante la socialización, incorpora los valores del sistema social al tiempo que llega a ser autónomo, está viéndose cuestionada. La sociología francesa (Touraine, 2005; Dubet y Martuccelli, 2000; Dubet, 2006) ha puesto de manifiesto que, en una sociedad desinstitucionalizada, no se puede seguir manteniendo la socialización como un proceso de interiorización normativa y cultural. La desinstitucionalización o desocialización, como la llama Touraine, se refiere a “la desaparición de los roles, normas y valores sociales mediante los que se construía el mundo vivido”. Esto, además de la escuela, afecta –en primer lugar– a la capacidad educadora de la familia. Su progresiva merma, junto al de otras instituciones, provoca unos déficits en los procesos de socialización primaria, lo que torna más difícil la tradicional socialización secundaria de la escuela, que se ve obligada a asumir también la primera. Las instituciones habrían perdido la capacidad de marcar en parte las subjetividades, con la progresiva debilidad para regular las conductas; lo que –en el plano personal– se vive como una pérdida de apoyaturas que orientaban las conductas de los sujetos.

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Por su parte, la escuela alemana (Beck y Beck-Gernsheim, 2003) ha desarrollado la tesis de que, en la segunda modernidad, estamos ante la emergencia de una individualización, donde las personas tienden a verse como el centro de sus propios planes de vida, frente a preocupaciones por el grupo social, propias de la primera modernidad. Otros sociólogos hablaron de “la sociedad de los individuos” (Norbert Elias) o de la “sociedad individualizada” (Zygmunt Bauman). Esta individualización, resultado de que las instituciones clásicas (y, consiguientemente, los modelos de comportamiento externos) ya no marcan la vida de las gentes, fuerza a hacerse la propia vida al margen de pautas previas, con el riesgo de no tomar las decisiones acertadas. El impulso de la individualización, propio de la modernización reflexiva, motiva la necesidad de construirse la propia biografía individual, más allá de cánones institucionalizados. Mujer y hombre, en la segunda modernidad, experiencian una necesidad imperiosa de individualizarse, a través de una autodeterminación, en la búsqueda continua de autorrealización e identidad. B) Neoliberalismo y exclusión social en una sociedad dualizada. El pensamiento neoliberal, dominante en este tránsito de siglo, está conduciendo a una cierta mercantilización del espacio social y de los servicios públicos (Torres, 2001). Cuando la educación pública deja de ser un modo propio de educación de la ciudadanía, el asunto se torna en cómo proporcionar más eficientemente mejores servicios para atraer a los potenciales clientes. En estos casos, de una institución que contribuye a construir la identidad ciudadana se pasa a una institución “de servicios”, que ofrece a elección por los padres. A su vez, como dice Pablo Gentili (1997: 60), “se reconceptualiza la noción de ciudadanía mediante una revalorización de la acción del individuo en cuanto propietario que elige, opta, compite para acceder (comprar) un conjunto de propiedades-mercancías de diversa índole, siendo la educación una de ellas. El modelo de hombre neoliberal es el ciudadano privatizado, responsable, dinámico: el consumidor”. Las políticas neoliberales, unidas a la globalización económica, junto a los nuevos factores culturales o étnicos, están provocando –en los contextos más desfavorecidos– un incremento del fracaso y abandono escolar, reflejo a su vez de la exclusión social. Una nueva fractura, más allá del conflicto entre clases sociales, amenaza a la sociedad y centros escolares: el peligro de una nueva “dualización” o “fractura social” (Tézanos, 2001). Muchas escuelas tienen que lidiar con familias que tienen una precariedad en el trabajo, unido a la crisis urbana de concentración en barriadas marginales de dicha población “en riesgo” (que rozan el 18-20% en España y Europa). Nuestras sociedades están dando lugar a una doble clase de ciudadanos: unos, incluidos e integrados; y otros, excluidos, con un amplio grupo intermedio, expuestos a la “vulnerabilidad social”. Este último grupo, de no actuar por medio con políticas sociales y escolares agresivas con dispositivos de redistribución, se desliza progresivamente a la exclusión social. Un porcentaje de alumnos de la ESO, en algunas zonas andaluzas, se encuentra en esta situación. Por eso, me parece relevante que la propuesta a debate para elaborar una Ley dde Educación en Andalucía se haya centrado en cómo atajar el fracaso escolar. C) Multiculturalidad. Los cambios demográficos que están ocurriendo en los países occidentales, en especial baja natalidad y fuerte inmigración, están dando lugar a que nuestras sociedades crecientemente se estén convirtiendo en multiculturales, es decir, la presencia creciente en nuestras escuelas de grupos culturalmente heterogéneos, dependiente su cuantía de cada contexto escolar. A esto se une, en un contexto en que lo global ahoga y extinge la diversidad, bajo una mayor homogeneización cultural, la emergencia de un fuerte sentido de reafirmación de lo culturalmente propio, así como de las comunidades particulares de vida. Esto plantea, como ha visto bien David Tyack (2003), crecientes retos a la educación para la

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ciudadanía. La escuela pública –basada en una lógica cívica de cultura compartida–, cuando los Estados pierden la homogeneidad cultural, resitua el sentido de la educación pública, que pasa del imaginario de la ciudadanía “homogénea” a la ciudadanía “diferenciada”. La multiculturalidad y, paralelamente, la reivindicación de las identidades cuestionan el proyecto originario de la escuela pública de crear una ciudadanía común (Callan, 1997; Schnapper, 2001; Gimeno, 2001), conformada por un conjunto de valores y narrativas compartidas, para tener que reformularse en modos que incluyan las reivindicaciones identitarias y las demandas de reconocimiento cultural. Integrar lo común con lo diverso, es también uno de los propósitos de redefinición de la ciudadanía en la escuela pública en el actual momento, donde el principio de igualdad ha de ser compensado con el derecho a la diferencia, lo común conjugado con lo diverso (Feinberg, 1998; Tyack, 2003). Frente a una concepción comunitarista que aboca a una ciudadanía “diferenciada”, apostamos con Habermas (1999) por una noción de ciudadanía inclusiva de la diversidad étnica y cultural, de forma que no sea excluyente sino integrador, en una ciudadanía universal o cosmopolita (Bolívar, 2004). Dentro de las orientaciones teóricas predominantes actualmente en teoría social y política (liberalismo, comunitarismo y republicanismo cívico) en el proyecto Atlántida apostamos por un republicanismo cívico (Pettit, 1999), capaz de potenciar el ejercicio activo de la ciudadanía, entendida en sentido “ampliado” (McLaughlin, 2000). La ciudadanía ha de aprender a vivir con aquellas virtudes cívicas necesarias para asumir y profundizar la democracia (“aprender a vivir juntos”, como señalaba el Informe Delors). D) Sociedad de la información y nuevas tecnologías. La sociedad de la información, junto a las nuevas tecnologías y a la globalización, además de unos efectos sociales y culturales, está generando un “nuevo espacio educativo” y nuevo modo de mediación cultural (“cibercultura”). Nuestros alumnos viven en otro entorno que afecta al modo como se procesa en información y, especialmente, lo que hacen (circular, generar, crear, aplicar, compartir) con dicha información que les invade. Javier Echeverría (2002) defiende la tesis de que el derecho a la educación ha de ser ampliado al espacio electrónico, reinterpretando los valores nucleares de la educación pública en el nuevo espacio social. El tercer entorno, pues, exige una nueva política educativa, que es preciso redefinir, para hacer competente a la ciudadanía para usar y moverse (de modo ético) en este espacio, ampliando el derecho a la educación tradicional y la igualdad de oportunidades. Un espacio, no lo olvidemos, mayoritariamente privado, sometido a las fuerzas económicas y multinacionales. También aquí la escuela ha de luchar, en ocasiones, contra los valores trasmitidos por los medios. E) Hacerse cargo de los cambios en las familias. Numerosos informes sociológicos han ido dando cuenta de los cambios producidos en la familia en España el último cuarto de siglo. Junto a ellos, algunos factores, a riesgo de generalizar, han contribuido a una merma de la capacidad socializadora de la familia. Así, se ha ido eclipsando un sentido de identidad y comunidad sobre en qué normas educar: inestabilidad e inseguridad en la pautas de socialización a transmitir, ante diversidad y falta de claridad. Los adultos, según la interpretación de la crisis de la educación de Hanna Arendt, han perdido la seguridad y la capacidad de definir qué quieren ofrecer como modelo a las nuevas generaciones. Por último, los niños y niñas pasan largas horas fuera del espacio familiar, con otros agentes de socialización y –además– ha disminuido el contacto directo y convivencia con los padres y hermanos. Esta situación se agrava cuando se acumulan tareas que antes eran asumidas por la familia, llegando a pedir a la escuela lo que la familia ya no está en condiciones de dar (educación moral y cívica, orientación, afectividad). Hay una tendencia creciente de las familias a delegar la responsabilidad al centro educativo, dimitiendo –en parte– de sus

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funciones educativas primarias en este terreno (Bolívar, 2006). F) La participación de las familias: de cogestores o clientes. Estamos ante algunos cambios sustantivos en el modo como se planteaba y vivenciaba el problema de la participación a comienzos de los ochenta. De la reivindicación de una gestión democrática se está pasando a la preocupación por la calidad; de entender a los padres como cogestores del centro educativo a los padres como clientes. Cuando la educación pública deja de ser una cuestión ideológica, el asunto educativo se torna por qué modos – imitados de los privados (“new public management)– puedan hacerla funcionar mejor o hacerla más rentable. En fin, la lógica de eficiencia (calidad) en la gestión o en la imagen para los usuarios se impone sobre la antigua meta de integración de la ciudadanía. Después de más de una década incentivando la participación de las familias en el sistema educativo, con el neoliberalismo creciente y las demandas de calidad, así como los propios cambios en la subjetividad de la ciudadanía, las familias (particularmente las nuevas “clases medias”) empiezan a considerarse “clientes” de los servicios educativos, a los que ellas mismas demandan mayores funciones o, como suele decirse ahora, “calidad”. En lugar de ciudadanos activos que –en conjunción con el profesorado– contribuyen a configurar el centro público que quieren para sus hijos, un amplio conjunto de padres y madres se consideran clientes que –como tales– se limitan a exigir servicios y a elegir el centro que más satisface sus preferencias, a los que demandan mayores funciones, enfrentándose al propio profesorado cuando no se adecua a lo demandado. A esta lógica quiso responder la Ley de Calidad de la Educación, como puso de manifiesto, entre otros, Escudero (2002). G) Insuficiencias en nuestro modo de organizar la participación. Sucesivos informes e investigaciones sobre la participación de la comunidad escolar en los Consejos Escolares ponen de manifiesto, de modo reiterado (Fernández Enguita, 1993; Santos Guerra, 1997; San Fabián, 1997, Martín-Moreno, 2000), además de baja participación de los padres y madres, el papel más bien formal de estos órganos, tanto en lo que respecta a los contenidos como a los procedimientos de participación. La “gestión democrática” de la enseñanza, reivindicación al final de la dictadura y comienzos de la etapa democrática, se entendió en la LODE como una estructura formal de representación (Consejos Escolares) por estamentos (padres, alumnos, profesores y dirección), que la experiencia ha mostrado –y numerosos estudios y sucesivos Informes del Consejo Escolar del Estado– no promueve suficientemente la participación efectiva. Como dice un representante de los padres y madres (Martínez Cerón, 2005):

“Se puede decir con toda contundencia que los consejos escolares no han respondido y siguen sin responder a las expectativas que generaron en parte de la comunidad escolar. [...] Los consejos escolares como órganos de representación y participación de la comunidad educativa se pueden tildar de inoperantes e inútiles estando muy lejos de constituir los espacios de relación, encuentro y participación que la comunidad escolar necesita” (p. 118).

El modelo de participación en Consejos Escolares, traslación a su modo del elitismo democrático (representación por estamentos), progresivamente ha ido languideciendo, por lo que revitalizarlo supone un cambio de la “cultura organizativa de participación” en la vida cotidiana del centro. Para ello, son precisas nuevas formas de implicar a la comunidad educativa en la educación de la ciudadanía; sin limitarse a estar cubierta la representación formal o a celebrar las oportunas reuniones. Por una parte, la participación debe asociarse igualmente a las formas de trabajo colectivo a todos los niveles de la vida del centro. Por otra, cuando los problemas aumentan de modo que la escuela sola no puede con ellos, se impone –

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más que nunca– la colaboración mutua entre familias y centros educativos para la formación de la ciudadanía. Más allá de una democracia limitada a la representación (“definición mínima de la democracia”, la llama Bobbio, 1986), que provoca por sí misma apatía y desinterés (que atribuimos, en su lugar, al déficit de cultura participativa), otro tipo de democracia deliberativa en la que trabajar juntos es posible, abriendo nuevos espacios de interacción y experiencias compartidas (Dworkin et al., 2004). H) Desafección política y compromiso por lo colectivo. Determinados análisis sociológicos ponen de manifiesto la creciente “desafección política” en la juventud. Nos referimos con este último término a un sentimiento de falta de confianza en el proceso político y en los políticos, que motiva un distanciamiento, aunque no suponga cuestionar la legitimidad del régimen político democrático. Así lo ponen de manifiesto los análisis sociológicos (Encuesta del CIS sobre “Ciudadanía, participación y democracia” del año 2002) o, más recientemente, el estudio el Informe de la Fundación Santa María (González, 2006), titulado “Jóvenes Españoles 2005" y, más particularmente, el de 2005 patrocinado por la Fundación de Ayuda a la Drogadición sobre “Jóvenes y política. El compromiso con lo colectivo”. De acuerdo con este último estudio (Mejías, 2005), el 60 % de los jóvenes (de 15 a 24 años) no muestra interés por el compromiso político y social. Además de la baja participación en asociaciones políticas, tampoco un 73.3% participan en algún otro tipo de asociación y los que lo hacen son en asociaciones deportivas-recreativas. En el Informe de la Fundación Santa María el 81% no pertenece a ninguna organización. Además, la participación en tareas de voluntariado y solidaridad, en el conjunto de la población, es bastante baja. Esto, sin embargo, no supone cuestionar el sistema democrático (de hecho un 70 % considera que hay que votar). En lugar del compromiso por el cambio, preocupa más prepararse para el mercado laboral y aprovechar el presente. En conjunto, pues, desafectos pero demócratas, como los llama Mariano Torcal. Los jóvenes vienen a reflejar la cultura política de los países democráticos, donde en la actualidad coexisten un apoyo mayoritario a las instituciones y valores de la democracia y un extendido sentimiento de desconfianza hacia la política, los partidos y los políticos profesionales. La desconfianza ante los partidos políticos, fruto de una frustración ante los resultados que, en verdad, les importan a la juventud, conduce a la desafección política, como pérdida de confianza en las instituciones, un sentimiento de incapacidad de poder influir en el sistema y de que el sistema, a su vez, responda a las demandas de los ciudadanos.

*** En fin, este conjunto de factores, entre otros que podrían haberse aducido, hacen que el orden de prioridades de la escuela en los países occidentales a partir de los noventa haya cambiado, ante el déficit cívico o desafección política que acusan nuestras sociedades tardomodernas y, particularmente, los jóvenes. De ahí que la mayoría de currículos sitúen la educación cívica o en valores democráticos, así como la acción conjunta del centro, en un lugar que antes no preocupaba. No obstante, tampoco cabe otorgarle a la Educación para la Ciudadanía (EpC) el papel instrumental de antídoto, cuando el aprendizaje de la democracia y la participación se juega también en otros ámbitos no escolares en que se desenvuelve la vida de la juventud. Por eso, como defienden Biesta y Lawy (2006):

La educación para la ciudadanía, tal como está siendo concebida, no representa más que una respuesta parcial a la señalada “crisis” en la democracia. Se precisa un cambio de modelo en que se pase de la enseñanza de la ciudadanía a los diferentes modos en que los jóvenes aprenden la ciudadanía democrática. En lugar de enseñar ciudadanía es preciso entrar en las formas y modos de aprender la democracia en los contextos en que viven (pp. 64-65).

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Estamos lejos de esperar, como en un exceso de optimismo hacía el informe Crick en Gran Bretaña, que la introducción de la EpC pueda proponerse “un cambio en la cultura política del país” (“no less than a change in the political culture of this country”, afirmaba textualmente). Si no como antídoto contra estas tendencias, sí pretende –al menos – que no se incrementen. La participación política es una dimensión esencial de todas las democracias y un indicador significativo de su vitalidad. La escuela debe promover, como dice Eduardo Terrén (2003) un “reaprendizaje de la democracia” para un reforzamiento de una ciudadanía activa, ahora más compleja aún en un medio multicultural, lo que supone una renovación democrática de la educación. 2. EDUCACIÓN PARA UNA CIUDADANÍA DEMOCRÁTICA EN EL CURRÍCULUM La educación pública ha tenido entre sus propósitos fundamentales, al menos en el imaginario liberal, la creación de una ciudadanía por decirlo con las palabras del libro de Callan (1997), conformada por un conjunto de valores y narrativas compartidas. Por eso, formar a una ciudadanía capaz de convivir en el espacio público significaba hacerlo en una escuela y en un currículum común. Junto a lo anterior, la educación pública, hija del proceso de formación de los Estados nacionales modernos, ha tenido como misión fundamental la integración y socialización política de los individuos en una comunidad de ciudadanos (Schnapper, 2001). Si bien este proyecto imaginario nunca llegó a realizarse, como hemos señalado antes, actualmente se ve necesitado de reformulación para integrar las reivindicaciones identitarias y las demandas de reconocimiento cultural; precisamente porque, tanto desde el ángulo identitario como del neoliberal, se ciernen serias amenazas sobre el proyecto moderno de una educación común. La educación de la ciudadanía, entendida en sentido amplio, puede servir para estos propósitos, al tiempo que para seguir dando vigencia a la escuela pública (Gimeno, 2001). Continúa siendo un imperativo educar para una vida que permita –por una parte– la realización individual y responsable o, como decía Giner de los Rios, “en la capacidad de cada uno de dirigir su propia vida”; al tiempo que para poder participar activamente en los distintos ámbitos de la vida (económico, político, social y familiar, relaciones interpersonales públicas y privadas o desarrollo personal), colaborando en la construcción de una sociedad democrática. Una racionalidad autónoma como capacidad para disponer de sí mismo, contando con los otros y poniéndose en su lugar, desde la modernidad ilustrada en que surge la educación pública, es el objetivo máximo de la educación. En este sentido, el Informe Delors propone una EpC que debe “dar a cada persona la capacidad de participar activamente, durante toda la vida en un proyecto de sociedad”. La ciudadanía es, por eso, la capacidad real para participar en la cosa pública. Además de responsabilidad y capacidad para tomar decisiones, exige la existencia de un espacio público donde los individuos puedan tomar decisiones comunes. Educar para la ciudadanía implica, por eso, promover oportunidades de participación en los diversos ámbitos de la propia vida escolar. Un ciudadano debe estar capacitado para reflexionar de modo autónomo sobre la democracia y la justicia social, la mejora de la estructura social establecida, y promover los valores y hábitos cívicos. Mediando entre el liberalismo y los comunitarismos, la actual reivindicación del republicanismo cívico puede proporcionar una buena base para dicha reformulación. El ideal republicano de libertad como no dominación (en lugar del

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liberal de no interferencia), plasmado en un ordenamiento jurídico, precisa “el sostén de las normas cívicas -necesitan el sostén de una virtud ciudadana ampliamente difundida, de una civilidad ampliamente difundida-, si se quiere que sean mínimamente efectivas. La república legal necesita convertirse en una realidad cívica” (Pettit, 1999: 361). Cuando hablamos de “Educación para la Ciudadanía (EpC)” no nos referimos descriptivamente a la educación de los ciudadanos, sino que –más proactivamente– abogamos por una ciudadanía activa, es decir que –alejados de una posición “minimalista” de la ciudadanía– participa en la amplia esfera de lo público e institucional. Es por esto, por lo que hemos optado por plantear nuestra intervención en este Seminario sobre los valores democráticos en el sistema educativo como EpC. El lenguaje de los derechos ciudadanos, que ha dominado en el mundo occidental, tiene que complementarse con los deberes de implicarse y participar en los asuntos de la comunidad. Por eso, en las democracias occidentales estamos preocupados sobre el modo mejor como la educación puede contribuir a desarrollar el “capital social” (compromiso cívico, conocimientos, actitudes, relaciones sociales) de los jóvenes. Como señala Pedró (2005),

“La educación cívica es, además del eje de una determinada concepción republicana de la educación escolar, un conjunto de prácticas escolares que contribuyen eficazmente a consolidar los valores que cementan una sociedad democrática” (p. 236)

Desde una dimensión más descriptiva de lo que se hace en los sistemas educativos, un informe de Eurydice (2005) sobre la EpC en los países europeos la define como:

la educación escolar que pretende dotar a los jóvenes de la capacidad de contribuir al desarrollo y bienestar de la sociedad en la que viven, en tanto que ciudadanos activos y responsables. En el amplio campo de sus objetivos y contenidos, tres aspectos temáticos claves de la educación para la ciudadanía pueden ser destacados. Esta tiene normalmente por objeto desarrollar en los alumnos a) una cultura política, b) un pensamiento crítico así como ciertas actitudes y valores y c) una participación activa (p. 10).

Desde esta perspectiva, en último extremo, una educación para la ciudadanía se orienta a contribuir a formar ciudadanos más competentes cívicamente y comprometidos en las responsabilidades que entraña pensar y actuar teniendo presente la perspectivas de los otros (actuales o futuros). En ese sentido una educación moral se conjunta, como quería Freinet, con una educación cívica: cómo se ha de vivir en un mundo compartido con otros. El objetivo de toda educación cívica es capacitar a los sujetos con la “habilidad para ver cosas no sólo desde el punto de vista personal sino también según la perspectiva de todos los que están presentes” (Arendt, 1996, 233). Como dicen Camps y Giner (1998: 8-9), “el civismo viene a ser aquella ética mínima que debería suscribir cualquier ciudadano liberal y democrático. Mínima para que pueda ser aceptada por todos, sea cual fuere su religión, procedencia o ideología. Ética, porque sin normas morales es imposible convivir en paz y respetar la libertad de todos”. 2.1. La educación para una ciudadanía democrática en la agenda de las reformas

Podemos decir que en una sociedad democrática la “educación política” (el cultivo de las virtudes, el conocimiento y las habilidades necesarias para la participación política) tiene primacía moral sobre otros objetivos de la educación pública (Guttman, 2001, p. 351).

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La democracia, como ethos o forma de vida que reivindicaba Dewey y, en nuestro caso, Aranguren, exige la adhesión activa de la ciudadanía a los valores que le dan sustento. Son las virtudes cívicas de los ciudadanos las que dan vigor democrático a las instituciones y, a la larga, las hacen sostenibles. De ahí la importancia del cultivo de la educación para la ciudadanía tanto en la esfera de lo público institucional como, más básicamente, en los comportamientos intersubjetivos, a través de las virtudes cívicas (Cerezo, 2005). Conscientes de su relevancia, muchas políticas educativas, incluidos los organismos internacionales, crecientemente le dedican una amplia atención en sus orientaciones. La “Educación para una Ciudadanía” activa, responsable y democrática constituye hoy una preocupación común de los sistemas educativos europeos. La nueva agenda social de la Unión Europea para el año 2010, diseñada en la reunión de Lisboa, requiere entre sus objetivos estratégicos el ejercicio activo de la ciudadanía, con la cohesión e inclusión social de todos los ciudadanos. Así, explícitamente señala: “velar porque entre la comunidad escolar se promueva realmente el aprendizaje de los valores democráticos y de la participación democrática con el fin de preparar a los individuos a la ciudadanía activa”. De modo paralelo, la Conferencia Internacional de Educación de 2004, en su 47 reunión (“Una educación de calidad para todos los jóvenes: desafíos, tendencias y prioridades”) declaraba “la educación para una ciudadanía activa y responsable” como una prioridad para mejorar la educación de los jóvenes. La red Eurydice (2005) en un informe reciente describe la situación en 30 países: como materia curricular propia, integrada en otras o con un tratamiento transversal, ha incrementado sustancialmente su presencia en la mayoría de estos países en las últimas décadas. Por su parte, el Consejo de Europa, desde 1997, ha llevado a cabo un proyecto sobre “Educación para una ciudadanía democrática” (EDC), que ha implicado a investigadores y expertos de toda la Unión Europea, para definir los conceptos, elaborar las estrategias y reunir las buenas prácticas sobre dicho ámbito. Todo el conjunto de acciones desarrolladas han culminado en la declaración de 2005 como “Año Europeo de la Ciudadanía a través de la Educación”, en el que ha invitado a los Estados miembros a promover, a través del sistema educativo y social, un conjunto de acciones para una ciudadanía activa en una cultura democrática, bajo el eslogan “Aprender y vivir la democracia”. Por último, la Asociación Internacional para la Evaluación del rendimiento escolar (IEA) lleva diez años con un estudio a nivel internacional sobre la educación cívica (Civic Education Study) realizado en 28 países, lo que ha dado lugar a relevantes informes (Torney-Purta y otros, 2001) sobre el grado de civilidad en la juventud de los respectivos países. A nivel educativo, la Educación Para la Ciudadanía está en la agenda de las reformas curriculares de varios países de la Unión Europea. El referido Crick Report (1998) sentó las bases para el establecimiento de la “Citizenship education” en el “national curriculum” inglés, delimitando tres ámbitos prioritarios: la responsabilidad social y política, el compromiso con la comunidad, y los conocimientos políticos necesarios para desenvolverse en la vida pública. Por su parte, la llamada Comisión Thélot (2004), que ha dirigido el largo debate francés sobre el futuro de la escuela, ha considerado que la educación básica ha de centrarse en una base común (“socle comun des indispensables”), indispensable para poder moverse autónomamente en el mundo. En su Informe propone: dos pilares (lengua y matemáticas), dos competencias para el ciudadano del siglo XXI (lengua extranjera y utilizar las nuevas tecnologías) y la educación para la vida en común en una sociedad democrática. En España, la reciente Ley Orgánica de Educación (LOE), tras el documento a debate (MEC, 2004), ha propuesto la Educación para la Ciudadanía, como un objetivo educativo y área

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curricular nueva en la escolaridad obligatoria, a configurar en el Proyecto educativo y en conjunción con la comunidad. 2.2. Problemas para encontrar su lugar en el currículum en España No ha sido fácil, e incluso podemos decir que arrastramos un problema irresuelto, situar una formación ética y cívica en nuestro currículum. Si las materias escolares deben ser conocimientos legitimados públicamente, la pesada carga de nuestra historia anterior (entre otros, el papel ideológico de estas enseñanzas en el franquismo) ha impedido, a diferencia de otros países (Francia o Gran Bretaña), tener un consenso acerca de su necesidad, contenidos y profesorado. Entre otros, no se ha logrado implementar adecuadamente la enseñanza de la democracia o, en nuestro caso, de la Constitución (Ruiz-Huerta, 2004), pese a las diversas regulaciones (incluida la Ley 19/1979, de 3 de octubre), asignada –en su momento– como apéndices al área de Conocimiento del Medio, o a las materias de los Departamentos de Geografía e Historia y Filosofía. En otros casos, la formación cívica y ética ejerció el papel instrumental de alternativa a la enseñanza de la Religión (Bolívar, 1993). Posteriormente, durante las llamadas “experiencias de reforma” de las Enseñanzas Medias (curso 1983-84 a 1989-90) se experimentó la “Educación para la Convivencia” como materia común y obligatoria en el Primer Ciclo de la Enseñanza Secundaria. También en este caso, la asignatura se configuró como atípica tanto por su indefinición inicial como en su desarrollo (Fernández Enguita, 1987, 1991). Precisamente dicho fracaso motivó, en parte, que –finalmente– se decidiera, en la propuesta de Diseños Curriculares Base de la Reforma de 1989, asumirlos como educación en valores y actitudes en todo el currículum escolar (Bolívar, 1998). A pesar de haber sido un ámbito de innovación, donde se han realizado experiencias interesantes y contribuido decisivamente a sensibilizar a la comunidad educativa, los impulsos iniciales se han ido agotando tanto por no haber habilitado tiempos y espacios para ser llevada a cabo, como por no haber contado con los apoyos precisos (materiales, formación, familia y sociedad). Todas estas dificultades, unidos a los nuevos vientos de eficacia, calidad y énfasis en los resultados, hicieron que en la Ley de Calidad (LOCE) la educación en valores y los temas transversales quedaran prácticamente silenciados, con una salida en falso como eran las dos versiones (confesional y no confesional) de la asignatura “Sociedad, Cultura y Religión”. De este modo, la educación en valores ha podido ser percibida por el profesorado como una de tantas olas que pasan, con el grave peligro de dejar la tierra quemada, en lugar de barbecho presto para sembrar. Nos encontramos, pues, ante la necesidad de repensar qué y cómo la formación de los ciudadanos deba tener su lugar en el currículum escolar. La propuesta del MEC de apostar por la Educación para la Ciudadanía, planteando la posibilidad de una nueva área o asignatura, en conjunción con el proyecto de centro, ha destacado dentro de los temas a debate. No obstante, la tradición de que partimos ha motivado un debate ambiguo y contradictorio sobre la nueva materia y el mejor modo de impartirla (oposición del Consejo Escolar del Estado, presiones de los filósofos, críticas sobre las posibles orientaciones, salidas de tono como la comparación con la formación política en el franquismo, supresión de su impartición en Primaria en el Senado, etc.). No se ha entrado –sin embargo– en cuestiones más amplias del desarrollo curricular: acción conjunta en el centro escolar y vinculación con otras instancias sociales, especialmente las familias.

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El área/materia de Educación para la Ciudadanía en la redacción final de la Ley Orgánica de Educación ha quedado muy disminuida de las pretensiones iniciales. En 4º de la ESO (“Educación ético-cívica”) y en 1º de Bachillerato (“Filosofía y ciudadanía”) ha quedado asignada al Departamento de Filosofía, con unos contenidos y orientaciones propiamente filosóficas. En los restantes, ahora denominada “Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos”, se establece como un área de uno de los cursos del 3er Ciclo de Primaria y en uno de los tres primeros cursos de Secundaria. Por eso, además de lo que cabe hacer en estos espacios en el aula, conviene incidir en la labor conjunta del Centro, en la acción tutorial y en la actuación comunitaria con las familias y el municipio. La asignatura sola no puede cargar con la tarea, es preciso cuidar en extremo la integración y coordinación entre los diversos ámbitos de acción (centro, aula, tutoría, comunidad). Los espacios y tiempos de Educación para la Ciudadanía son diversos y concurrentes (proyecto educativo, tutorías y asambleas, actividades y relaciones cotidianas en los centros, programas específicos de mejora de la convivencia o de resolución de conflictos, asignaturas como Historia o Filosofía, contenidos transversales en las asignaturas, etc.), por lo que se requiere una coordinación y dinaminación a nivel de centro. Además, como hemos defendido desde el Proyecto Atlántida, un planteamiento de futuro debe partir de la corresponsabilidad entre los sectores y agentes educativos. Escuela, familia y servicios sociales y municipales del ámbito local, están llamados a recorrer un camino compartido. Es el momento de diseñar e implementar unos contenidos y actividades valiosos en cada una (además de prestar “especial atención a la igualdad de hombres y mujeres”, que dice la Ley) y, sobre todo, de inscribir la acción del área/materia, de modo conjuntado, con los otros ámbitos de EpC. Al respecto, se quiere acudir como base a los ocho dominios de competencias clave establecidos por la Unión Europea (2005), entre los que se sitúa las “competencias interpersonales, interculturales y sociales y competencia cívica”. El nuevo modo, por tanto, de trabajar la transversalidad será a partir de las dominios de competencias básicas que se establezcan en el currículo, que son las que marcarán la contribución de cada área o asignatura, en sus contenidos y tareas, para su adquisición. Por su parte el Proyecto DeSeCo (Rychen y Salganick, 2006), uno de los más serios en este ámbito, sitúa dos grandes grupos de competencias en este ámbito (interactuar en grupos socialmente heterogéneos y actuar con autonomía). En nuestro caso, si se toma en serio, significa que será preciso establecer cómo todas las áreas contribuyen a la adquisición de este dominio de competencias (así lo establece el MEC y aparece en la propuestas de la Junta de Andalucía, 2006). Un planteamiento coherente de la Educación para la Ciudadanía requiere ampliar los escenarios y campos de actuación, para extenderse –por ejemplo– al municipio o ciudad. El Proyecto educativo de Centro debe especificar qué entornos y contextos va a posibilitar para promover el ejercicio de ciudadanía en el centro escolar, como acción conjunta compartida, pero también –mediante su implicación– en la comunidad en la que se vive y educa. De modo paralelo, una dimensión de dicho Proyecto debe referirse a las acciones previsibles a llevar a cabo con las familias y con el entorno. Además de la representación formal en el Consejo Escolar, se deben indagar nuevas formas de implicar a la comunidad educativa en la educación de la ciudadanía, en nuevas formas de trabajo colectivo a todos los niveles de la vida del centro, incluido el trabajo en clase, haciendo del centro escolar una comunidad de aprendizaje. En cualquier caso, para nosotros, educar en los valores democráticos, es una tarea de

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la comunidad. Desde el Proyecto Atlántida desarrollamos en mayo pasado una campaña en toda España bajo el lema “Ciudadanía, algo más que una asignatura”, para subrayar que es preciso ir más allá de un planteamiento escolarizado para articularlo con esos otros espacios sociales. Cuando el currículo sigue estructura en torno a las disciplinas, la EpC no puede dejar de ser más que una disciplina más. Es entonces cuando muestra las graves deficiencias, porque justamente debe traspasar los límites disciplinares en su enseñanza y aprendizaje. En sentido amplio, todo el currículum se dirige a educar a la ciudadanía, a crear ciudadanos. Pero esto encajaría mejor en otra organización curricular, en torno a experiencias de aprendizaje. Ello fuerza a hacer un planteamiento conjunto, comunitario, en lugar de limitarlo a la sola acción escolar, pues confinarla al currículum y al profesorado no deja de ser una delegación. 3. LA ESCUELA COMO COMUNIDAD DEMOCRÁTICA DE APRENDIZAJE Podemos mantener, como hace Callan (1997), que sin democracia no hay ciudadanos, pero sin ciudadanos tampoco hay democracia. Dado que la ciudadanía no es una condición natural, sino una construcción cultural y social, ¿qué papel juega el currículum en la conformación de las nuevas generaciones para incorporar los valores democráticos?. En primer lugar, una EpC, adecuadamente orientada, es algo más que el aprendizaje de los hechos básicos relacionados con las instituciones y los procedimientos de la vida política, debe afectar a todo el sistema educativo, incluidas acciones paralelas en otras instancias sociales. Si bien precisa conocimientos, éstos no garantizan el ejercicio de una ciudadanía democrática. Por eso, formar ciudadanos, significa –entonces– no sólo enseñar un conjunto de valores propios de una comunidad democrática, sino estructurar el centro y la vida en el aula con procesos (diálogo, debate, toma de decisiones colegiada) en los que la participación activa, en la resolución de los problemas de la vida en común, contribuya a crear los correspondientes hábitos y virtudes cívicas. Es la configuración del centro escolar como un grupo que comparte normas y valores la que provoca una genuina educación cívica. En el sentido comprehensivo que venimos defendiendo, Pedró (2003) la define como

El conjunto de prácticas educativas que conducen al aprendizaje de la ciudadanía democrática, lo cual incluye tanto los conocimientos y las habilidades formales requeridas para el ejercicio de la ciudadanía en el sistema político como, en el terreno de los contenidos, los valores y las actitudes que fundamentan un comportamiento cívico sostenido en cualquier esfera de la vida social y política (p. 239).

Toda una larga generación de literatura (estudios e investigaciones) han subrayado que la educación cívica, como la educación moral, no puede consistir sólo en contenidos a aprender en una materia (es decir, en un aprendizaje conceptual), sino en un conjunto de prácticas pedagógicas y educativas que comprenden, al menos, tres componentes: conocimientos, habilidades y actitudes y valores. Como tales, exigen procesos de vivencia en el centro escolar y en la comunidad, que además precisan un cierto grado de consistencia entre ellos. Así en el estudio internacional en 28 países, promovido por la IEA (Asociación Internacional para la Evaluación del Rendimiento en Educación), se destaca que es preciso vivenciar la participación en la vida del centro y del aula de este modo:

Las prácticas educativas juegan un papel importante en la preparación de los estudiantes para la ciudadanía. Las escuelas que conforman valores democráticos, promoviendo un clima abierto para la discusión de temas e invitando a los alumnos a tomar parte en la configuración

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de la vida escolar son efectivas tanto en el conocimiento cívico como en la participación. En tres cuartas partes de los países encuestados, los alumnos que informaron haber tenido dichas experiencias en sus aulas mostraron un mayor conocimiento cívico y es más probable que, al llegar a adultos, participen más activamente en política que los que no las tuvieron (Torney-Purta et al., 2001, p. 8).

Esto significa tomar la ciudadanía más que como un resultado, que puede dar lugar al aprendizaje conjunto de derechos y deberes, tomarla como un práctica, que es aprendida en los contextos en que se mueven los jóvenes. En lugar de un estatus particular, que puede ser objeto de enseñanza-aprendizaje, se pone en primer plano el aprendizaje de la democracia, que no se limita a la acción escolar sino que acontece en todos los espacios y lugares de las vidas cotidianas de los estudiantes, así como en los procesos y prácticas sociales mediante los que aprenden los valores de la ciudadanía democrática. Al final, la ciudadanía se juega en los modos como se experiencia en la vida cotidiana. Señalan Lawy y Biesta (2006),

En lugar de ver la ciudadanía como el resultado de una trayectoria de aprendizaje, la ciudadanía-como-práctica sugiere que los jóvenes aprenden a ser ciudadanos como consecuencia de su participación en las prácticas cotidianas que marcan sus vidas, [por lo que] la dinámica del aprendizaje de la ciudadanía está relacionada con las vidas reales de los jóvenes. [...] El aprendizaje de la ciudadanía no puede ser entendido como un proceso unidimensional, sino que está basado en una compleja miríada de experiencias que son practicadas en las vidas cotidianas de la juventud (pp. 45-46).

Si bien la acción escolar, sea por una asignatura, por la acción conjunta o por la propia vida escolar es relevante, no se puede olvidar que –en último extremo– se juega en las experiencias cotidianas. Las prácticas democráticas han de tomarse como oportunidades de aprendizaje de los valores democráticos. Desengañados de que se puedan enseñar hábitos, actitudes y comportamientos por medio de sólo contenidos explícitos en el currículum escolar, menos aún porque exista una materia propia dedicada al tema, la educación para la ciudadanía, como queremos entenderla aquí, se juega en los modos mismos con los que se trabajan los saberes escolares y se construyen los conocimientos en clase. Una educación democrática, en el doble sentido de educar para la democracia y educar en la democracia debe ser constitutiva, como fin y como medio, de la educación pública. Por eso, una EpC debe cultivarse, con un lugar de primer orden, la participación en todos los ámbitos de la experiencia escolar. Siendo, pues, un valor irrenunciable, se encuentra necesitado de revitalización, más allá de las funciones representativas en los Consejos Escolares o en otros órganos, para extenderla a otros ámbitos cotidianos del mundo de la vida escolar y social. Por eso, educar a la ciudadanía (incluidas las propias familias) supone primar la participación en todos los ámbitos escolares, como una comunidad que comparte por igual un conjunto de derechos democráticos de participación y comunicación. La educación para la ciudadanía, como queremos entenderla aquí, se juega por eso también en los modos mismos cómo se trabajan los saberes escolares y se construyen los conocimientos en clase. Además de la representación y participación de los distintos sectores en los Consejos Escolares, el aprendizaje de la cultura democrática no acontece si no se dan otros procesos paralelos a generar desde el centro y la comunidad. Para nosotros hay dos vías privilegiadas para la educación de una ciudadanía democrática:

(a) Enseñar, con la metodología y contenidos propios de cada nivel, los valores propios de una cultura democrática. Esto exige, además del empleo de procesos deliberativos (reflexión crítica, aprendizaje cooperativo, etc.), una determinada reconstrucción del currículum por el centro. Y, para educar a los ciudadanos en y para una sociedad democrática,

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(b) La escuela debe estar organizada democráticamente de modo que permita la participación, toma de decisiones, compromiso y puesta en acción de los valores democráticos. No basta, como a veces se ha creído, que el centro tenga organizada formalmente la participación por representantes, es preciso vivir cotidianamente tales valores en la trama organizativa del centro.

Entre los diversos niveles de participación, compartimos la tesis defendida por Puig Rovira (2000: 61)) de que la mejor educación moral “es aquella que permite reflexionar y actuar sobre la misma convivencia del grupo-clase”. Las asambleas de clase son el primer y mejor ámbito de educación en valores democráticos en la medida en que permiten, de modo directo, la deliberación y decisión en asuntos comunes. Esto permite conectarla con uno de los más potentes modelos de educación moral: la “comunidad escolar justa” de Kohlberg (1985), que podemos ahora llamar “comunidad democrática de aprendizaje"), recogiendo ideas de Dewey. Como es conocido, el modelo de Kohlberg de educación moral que, en los primeros momentos, por su orientación cognitivo/formalista, sobrevaloró el papel de la discusión moral en clase por medio de dilemas morales, progresivamente fue confluyendo en que sólo cuando el Centro educativo se configura como una “comunidad democrática de aprendizaje”, que permita la participación activa en la toma de decisiones y oportunidades reales de ponerse en lugar del otro (role-taking opportunities), puede conformarse una educación moral, como nueva “atmósfera” moral del centro. Kohlberg postula que la participación activa y democrática de los alumnos en los asuntos de la escuela de índole moral estimula el desarrollo moral, al construir colegiadamente un ambiente justo, por el ejercicio de una democracia educativa. Todos tienen voz para promulgar los principios/normas por los que se va a regir la vida escolar y, al tiempo, se va a juzgar imparcialmente por todos su validez e incumplimiento. Elementos clave para reestructurar los Centros escolares de modo que promuevan una cultura moral de la escuela son (Power, Higgins y Kohlberg, 1989, 102):

(a) Discusiones abiertas, centradas en la justicia y la moralidad; (b) Estimulación del conflicto cognitivo por la posibilidad de conocer los diferentes puntos de vista y niveles más altos de razonamiento. (c) Participación en la toma de decisiones y en el ejercicio del poder y la responsabilidad; y (d) El desarrollo progresivo de un sentido de comunidad a niveles superiores.

Los objetivos de los centros educativos, organizados como "comunidad democrática de aprendizaje", se cifraban en: 1) el centro se llevaría democráticamente, teniendo profesores y alumnos cada uno un voto en la toma de decisiones escolares; 2) la comunidad escolar debía ser pequeña para permitir las reuniones y debates conjuntos; 3) profesores y alumnos trabajarían juntos para construir un espíritu de comunidad dentro del centro; y 4) todos los miembros definen y aceptan los derechos y responsabilidades. 3.2. Insatisfacción con la participación de las familias Una madre malagueña, cuando estaba votando en las elecciones a Consejos Escolares de enero de 2005, ante la escasez de asistentes, declaraba: “los padres no vendremos a votar, pero en protestar por todo sí somos los primeros”. Creo que viene a resumir bastante bien el

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cambio producido, al que hacíamos referencia al principio: los deberes de ciudadanos de muchas familias se han trasmutado en sus derechos como clientes. Por eso, siendo preciso impulsar la participación de las familias, también somos conscientes de que las condiciones actuales no son ya las mismas que hace veinte años, cuando se promulgó la LODE. Esto, creo, nos obliga a resituar el papel de las familias para girar la participación en la gestión, limitada a la participación en los órganos formales, a la contribución activa en el diseño de la escuela que desean, si no quieren resignarse al papel de consumidores del producto que más les guste. Tenemos –entonces– que repensar en qué medida esta representación por estamentos, y la sobrerregulación de sus funciones, al tiempo que transferir un modelo de representación política a un institución educativa, ha malogrado algunos propósitos e ilusiones. Y es que la democracia, como expuso magistralmente Dewey, es más un estilo moral y modo de vida comunitario. Haber limitado la democracia en los centros a los Consejos Escolares, ha dado lugar a olvidar estas otras dimensiones más fundamentales. Así, la implantación legislativa de una gestión democrática de los centros escolares en España no ha alterado sustancialmente la cultura organizativa de los centros, ni ha supuesto un mayor control de las condiciones laborales y curriculares por parte de los agentes educativos. Por eso se requiere, además de impulsar la participación en la representación en los órganos colegiados, establecer otras formas de democracia participativa, más allá de lo regulado. Un modelo de democracia que no es fruto de un esfuerzo por un trabajo compartido se convierte en burocrático y formalista. Si las funciones de los órganos colegiados se limitan a aprobar asuntos burocráticos o rutinarios, requeridos puntualmente por la Administración o dirección, la participación se diluye en reuniones formalistas, acabando por sentirse como una sobrecarga y pérdida de tiempo. Y es que –como señalaba– más que una estructura formal ya dada, es algo a aprender en las relaciones diarias y a fomentar en la vida cotidiana en el centro escolar y fuera de él. La participación, el diálogo y la deliberación sobre la mejora de la educación de alumnos e hijos, pasa por potenciar la dimensión dialógica en nuevos espacios y tiempos en las relaciones con las familias. Las escuelas, especialmente aquellas que están en contextos de desventaja, no pueden funcionar bien aisladas de las familias y de las comunidades respectivas. Es una evidencia establecida que, cuando las escuelas trabajan conjuntamente con las familias para apoyar el aprendizaje de los alumnos, estos suelen incrementar sus posibilidades de éxito. De ahí la apelación continua a formar redes de colaboración que involucren a los padres en las tareas educativas. El problema no es el objetivo sino cómo –salvando las barreras actuales y partiendo de la situación– llegar hasta él. Si bien la literatura (particularmente anglosajona) está repleta de experiencias que describen programas de implicación de las familias, actividades realizadas y resultados conseguidos, el problema –como siempre– es su carácter situado y, por ello, la escasa posibilidad de transferencia a otros contextos. Hay inicialmente, sin duda, un conjunto de obstáculos y barreras, más perceptivos que objetivos, que impiden la colaboración y el trabajo conjunto: el profesorado no siempre fomenta la implicación de las familias, en parte debido a la desconfianza –contra las evidencias– sobre lo que pueden aportar en la mejora de la educación; por su parte, los padres no siempre participan cuando son inducidos, debido –entre otros– al desconocimiento e inseguridad sobre lo que ellos pueden hacer. En los últimos tiempos, los profesores se quejan, en ocasiones con razón, de cómo ante determinadas situaciones conflictivas, la actitud más común de los padres es la de apoyar a sus hijos, en vez de colaborar. Es preciso romper las

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fronteras de territorios separados, cuando de lo que se trata es del objetivo común de educación de la ciudadanía. 3.1. Una apuesta comunitaria en los valores democráticos Educar para el ejercicio activo de la ciudadanía no concierne, pues, sólo a los educadores y profesorado, porque el objetivo de una ciudadanía educada es una meta de todos los agentes e instancias sociales. Siendo ya imposible, en el “espacio educativo ampliado” actual, mantener la acción educativa de los centros escolares recluida como una isla, se precisa conexionar las acciones educativas escolares con las que tienen lugar fuera del centro escolar y, muy especialmente, con las familias y el municipio. Una inhibición implícita de estas otras instancias sociales no puede servir de excusa para cargar a la escuela con obligaciones que también están fuera de ella. Recuperar un sentido comunitario de la educación supone apelar, como hacía Juan Carlos Tedesco (1995), a un “nuevo pacto educativo”, para asumir una responsabilidad compartida. En esta línea coincidimos con las propuestas y experiencias de comunidades de aprendizaje, que habla de la necesidad de establecer sociedades “dialógicas” para hacer frente a los retos de las sociedades de la información, donde la educación “da importancia al diálogo igualitario e integra las voces de toda la comunidad con el objetivo de desarrollar un proyecto plural y participativo en función del contexto social, histórico y cultural del alumnado” (Elboj y otr., 2002, 27). Así, pues, se trata de establecer consensos, acuerdos y alianzas entre todos los agentes, especialmente con las familias, mediante un diálogo igualitario, para llevar a cabo la tarea educativa con posibilidades de éxito, máxime si se trata de contextos desfavorecidos. Si la capacidad educadora y socializadora de la familia, progresivamente, se está eclipsando (Beck-Gernsheim, 2003; Bolívar, 2006), en lugar de delegar la responsabilidad al centro educativo, se precisa más que nunca la colaboración de las familias y de la “comunidad educativa” (barrios, municipios) con el centro educativo. Establecer redes intercentros, con las familias y otros actores de la comunidad fortalece el tejido social y facilita que la escuela pueda mejorar la educación de los alumnos, al tiempo que todos se hacen cargo conjuntamente de la responsabilidad de educar a la ciudadanía. Comunidades locales y los barrios de las grandes ciudades, las escuelas y el profesorado están llamados a establecer acuerdos y lazos para recorrer un camino compartido, buscando fórmulas mancomunadas para educar a la ciudadanía. Como dicen los teóricos del capital social, a los que nos referimos posteriormente, si no hay redes de participación, las posibilidades de la acción colectiva son escasas (Putnam, 2002). Familia, escuela y comunidad son tres esferas que, según el grado en que interseccionen y solapen, tendrán sus efectos en la educación de los alumnos. Pero el grado de conexión entre estos tres mundos depende de las actitudes, prácticas e interacciones, en muchos casos sobredeterminadas por la historia anterior. Nuestra propuesta comunitaria conecta con el sentido originario de ciudadanía. Como es sabido, en su origen latino, la agrupación de ciudadanos de ciudadanos (civis, cives) forma la ciudad. La ciudadanía (cívitas), además de un estatus civil de acuerdo con el derecho, es un nombre colectivo que significar convocar, agrupar, poner en marcha o movimiento (verbo cieo, civi, citum). A su vez conecta con la teoría moral y política del “republicanismo cívico”, inspirado en la libertad de los antiguos como participación activa y en las repúblicas italianas del Renacimiento, que se ha constituido en una alternativa al liberalismo y al comunitarismo

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(Pettit, 1999), al tiempo que aporta una noción más robusta de ciudadanía. Reconstruir las comunidades locales y los barrios de las grandes ciudades en un contexto de mundialización ha de plantearse de nuevos modos. No se trata sólo, aunque sea un primer paso, de lograr mayores cotas de colaboración de las familias o de la comunidad, sino de constituir comunidades locales con redes cívicas que puedan ser una alternativa a los procesos de globalización. Por decirlo de otro modo, se trata de hacer una globalización desde la base, solidaria o dialógica, constituida por redes estratégicas entre actores e instituciones en cada comunidad local. En una sociedad global del riesgo la acción local es una respuesta desde la base a la globalización. Beck (2004) ha empleado el constructo híbrido de “g-local” para indicar la necesidad de constituir comunidades locales de redes solidarias que construyan una globalización desde abajo. En cierta medida, la antigua conciencia de clase, propias de la sociedad industrial, se reemplazan por la “conciencia del lugar”, como el nuevo espacio público de construcción de la ciudadanía. Esto lo ha expresado bien Alberto Magnaghi y otros (2002):

“Una alternativa a esta globalización parte de un proyecto político que valora los recursos y las diferencias locales promoviendo procesos de autonomía –y de ciudadanía– consciente y responsable. Un desarrollo local que no significa ni cierre, ni defensa de fronteras, sino el desarrollo de redes cívicas, como alternativa a las redes globales, fundadas sobre la valorización de las diferencias y de las especificidades locales, así como sobre la cooperación no jerárquica o instrumental. He aquí lo que podría ser el punto de partida para una globalización a partir de la base, solidaria, constituida por una red estratégica entre comunidades locales”.

La ciudadanía, pues, ha de construirse, en primer lugar, localmente, construyendo espacios de participación y lugares donde trabajar conjuntamente. Por lo demás, el propio Magnaghi (2000), como urbanista, ha expuesto lo que puede significar hoy un “proyecto local”, que implica, entre otros, la participación activa de la ciudadanía en su construcción. Una perspectiva radical de la democracia, en el contexto actual, supone basarla en los contextos inmediatos. De ahí el auge actual del movimiento de nuevo “localismo”, como base privilegiada para desarrollar las políticas de bienestar, la educación y los vínculos comunitarios. En España tenemos escasa tradición de territorialización de la educación, frente a la municipalización de los países anglosajones aquí el papel de los municipios ha sido residual y periférico . Pero también estamos, en la mayoría de países occidentales, dentro de una tendencia general a la descentralización y la transferencia de competencias a nivel local. Los padres y madres deben intervenir en este ámbito a través de la participación en los Consejos Escolares Municipales o, en las grandes ciudades, Consejos Escolares de Distrito, así como en otros órganos de planificación estratégica de la comunidad, que ahora mismo están “letargados”. La reclamada “segunda” descentralización, debidamente situada para no abocar a una simple municipalización de la educación, con efectos discutibles, debiera incluir a la educación para la ciudadanía en su agenda. Al respecto, desde el Primer Congreso Internacional de Ciudades Educadoras celebrado en 1990 en Barcelona y la Declaración de “Carta de Ciudades Educadoras”, son cada vez más comunes las iniciativas de Ciudades Educadoras por parte de los Municipios, entendidas como ciudades que, siendo conscientes de su función educativa, planifican actividades para potenciar sus recursos culturales en beneficio de la educación de todos sus ciudadanos (Gómez-Granel, Vila y Vintró, 2001). Así, por ejemplo se están estableciendo

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Proyectos Educativos de Ciudad, entendidos como “el conjunto de opciones básicas, principios rectores, objetivos y líneas prioritarias de actuación que deben presidir y guiar la definición y puesta en práctica de políticas educativas en el ámbito de la ciudad dirigidas a enfrentarse con garantías de éxito y desde la perspectiva progresista a la nueva sociedad de la información, conocimiento y aprendizaje en este fin de siglo” (Coll, 1998). Estos proyectos son un compromiso para extender la educación más allá de las aulas, estableciendo nuevas relaciones entre escuela y comunidad. Dado que en el ámbito comunitario no sólo existen recursos formativos sino espacios y actores protagonistas de la educación, comenta Subirats (2005, 193-94),

“la escuela (junto con el resto de agentes formativos) ha de poder encontrar en la comunidad local, en la ciudad, el marco esencial en el que integrar su trabajo, proyectar toda su potencia formativa, aprovechando las grandes potencialidades educadoras del entorno local y comunitario, y corresponsabilizándose unos y otros de los problemas comunes y de sus posibles soluciones”.

En fin, es dentro de todo este amplio movimiento de “nuevo localismo” donde se inscriben las acciones promovidas por el Proyecto Atlántida. Los problemas educativos y, en sentido amplio, la educación de la ciudadanía, desbordan el ámbito escolar, requiriendo establecer acciones conjuntas con el entorno comunitario del centro. En el Proyecto Atlántida, en congruencia con algunas de las líneas más prometedoras para el cambio educativo, estamos proponiendo establecer redes, acuerdos o consorcios entre centros escolares, familias y municipios. Dependiendo de cada lugar, nuestras experiencias aportan un potencial inexplorado para la mejora de la educación. Las redes generan unas obligaciones y expectativas recíprocas de apoyo mutuo, al tiempo que un potencial de información y recursos, derivadas de la relación de confianza establecida. La acción educativa, de este modo, mejorará al tender puentes entre los diversos agentes e instituciones de la zona, contribuyendo a la incrementar el stock de capital social en sus respectivos contextos. Establecer confianza entre familias, centros y ciudadanos en general, promover el intercambio de información y consolidar dichos lazos en redes sociales, son formas de potenciar el tejido social y la sociedad civil. Conseguir una mejora de la educación para todos, en los tiempos actuales, es imposible si no se movilizan las capacidades sociales de la escuela. Como concluyen Putnam et al. (1994) su libro “construir capital social no es fácil, pero es la llave para hacer funcionar la democracia”. Enseñar y aprender el oficio de ciudadano requiere, más allá de la acción del centro escolar, la construcción de una comunidad educativa que pueda inducir un proceso de socialización congruente. Atlántida está invitando a crear Comités de Ciudadanía, en aquellos lugares donde tiene la oportunidad de compartir su discurso y su preocupación. A su vez, las acciones del Área de Ciudadanía deben inscribirse en las estructuras y órganos pedagógicos del centro, estableciendo una adecuada articulación con las familias y la comunidad más cercana. Para nosotros, hablar hoy de “ciudadanía” debe ser aprovechado como una plataforma para indagar el modelo de sociedad y de educación que es preciso reconstruir. A la vez, debiera conducirnos, a medio plazo, a la tarea pendiente de la última década: qué currículum, qué conocimientos serían los más adecuados para el tipo de sociedad que es preciso redefinir (Thélot, 2004; Guarro, 2002). Si la participación de padres y profesores promueve una profundización de la democracia escolar, también es preciso resaltar que se requiere pasar de una concepción de la democracia meramente representativa a una democracia deliberativa. Pero ello también

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supone, más ampliamente, la reconstrucción del espacio público para la participación ciudadana en una deliberación de los asuntos que le conciernen (Dworkin et al., 2004; Gutmann y Thompson, 1996). Cuando en lugar de una ciudadanía activa se incrementa el número de clientes que exigen mejores servicios educativos para sus hijos, el modelo participativo entra en grave crisis. Su revitalización pasa, entonces, por formas de participación auténtica que, en la formulación de Anderson (2002, 154), “debe ser resultado tanto del fortalecimiento de los hábitos de participación en formas de democracia directa y en el logro de mejores resultados de aprendizaje y justicia social para todos los participantes”.

CODA

La democracia es –entonces– un proceso, un modo de interacción entre los ciudadanos, una vida comunitaria en todos los ámbitos. Esto implica que debe darse una cierta congruencia entre el aprendizaje experiencial que el alumno/a tiene fuera de la escuela y la creación de comunidades democráticas en el centro escolar. La educación para una ciudadanía democrática no se puede reducir a la educación (e incluso vivencia en el centro escolar) de un conjunto de valores democráticos, también la propia educación ha de ser democrática en el sentido fuerte de garantizar a toda la población la adqusición de un currículum común o básico, sin el cual corre graves riesgos de ver negada su ciudadanía en determinadas formas de exclusión social. Así, en una zona en que los porcentajes de no obtención del graduado en educación secundaria ronda el medio centenar, el sistema educativo no practica una educación democrática de la ciudadanía. Los espacios y tiempos de la educación para una ciudadanía activa transcienden los contextos más inmediatos de interacción, aunque éstos sean el primer nivel, como la escuela, la familia o el grupo de iguales, para situarse –dentro de dicho espacio educativo ampliado– en todos aquellos contextos en que se puede construir y ejercer una ciudadanía activa. La enseñanza de un conjunto de conocimientos, competencias y valores, no es suficiente para el aprendizaje de la ciudadanía. Por eso, los “espacios”, como lugares habituados por sujetos, en que se juega la Educación para la Ciudadanía activa, es un trabajo a tres bandas, que deben interactuar entre sí: (a) Es en la acción conjunta del centro donde se han de vivir los valores que han de “impregnar” una cultura democrática en la vida escolar. Sin un planteamiento institucional de centro, como expresión de un compromiso colectivo, las acciones de cada asignatura quedarán episódicas y aisladas. Cuando lo que se hace dentro de cada aula, en el trabajo de la respectiva área, no se inscribe en la acción conjunta del Proyecto educativo de escuela, puede quedar diluido en los intereses y motivaciones propias de cada disciplina o maestro, desconexionado y –como, a veces, es normal– hasta en contradicción entre lo que se hace a primera hora de la mañana y después del recreo. (b) Cada campo o área de conocimiento ha de reflexionar qué responsabilidad predominante tiene en relación con la Educación para la Ciudadanía, recogiendo en sus proyectos curriculares y acción didáctica tanto esta dimensión socioeducativa como aplicando funcionalmente los conocimientos adquiridos a las realidades sociales. Reformular los objetivos y contenidos de las disciplinas es justo reenfocarlos para acoger estas dimensiones educativas. El diseño de un currículo desde la transversalidad de la Ciudadanía es un trabajo permanentemente abierto en función de las zonas y contextos en los que se desenvuelve la acción educadora, si bien será necesario partir de propuestas concretas, a las que Atlántida pretende sumar su experiencia y trabajo de investigación.

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(c) Acción comunitaria. Enseñar y aprender el oficio de ciudadano requiere, más allá del nivel micro o meso del centro escolar, la construcción de una comunidad educativa que pueda inducir un proceso de socialización congruente. Atlántida está invitando a crear “Comités de Ciudadanía” en algunas de las experiencias municipales que estamos haciendo, con la triangulación de ejes Escuela, Familia, y Agentes locales y municipales. Además, se deben promover, en este ámbito ampliado, acciones de implicación y participación social de los alumnos (voluntariado y servicios a la comunidad así como participación en las instituciones y organizaciones). En estas condiciones, reducirla a enseñar o vivenciar un conjunto de valores, que le serán negados fuera de la escuela (y, precisamente, por acción de la propia escuela) sólo puede conducir a lo que, como ejemplo, cuenta Alain Touraine (2005: 92) que un joven, sin trabajo fijo, a la pregunta de un encuestador sobre “¿cuál es la categoría social que más odia?”, dio la siguiente respuesta: “La policía, en primer lugar”, que podría ser comprensible. Pero, al preguntarle, “y después?”, respondió el joven: “Los enseñantes y los trabajadores sociales”. A lo que, extrañado el encuestador, preguntó de nuevo: “ y ¿por qué?, ¿acaso no tratan de ayudarles y no de explotarles?”. El joven respondió: “porque nos mienten, nos engañan. Nos llaman a integrarnos en una sociedad desintegrada”. El caso muestra a las claras que la ciudadanía no es sólo de la escuela, aún cuando la escuela se vea obligada a reclamar aquellos valores que no existen en la sociedad, pero –a la larga – no puede seguir predicando valores que socialmente no existen. Esta contradicción conduce a una rebelión. Debe hacer meditar que en los graves brotes de violencia callejera en Francia a fines de 2005, además de quemar coches se incendiaran también escuelas, como símbolo de aquello que no les había dado o que les había mentido. Se impone, pues, un trabajo a varias bandas que, debidamente articuladas, pueden contribuir a hacer de los alumnos ciudadanos personalmente responsables en primer lugar, participativos y, en último lugar, críticos de acuerdo con unos principios de justicia social. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS ANDERSON, G.L. (2002). Hacia una participación auténtica: Deconstrucción de los discursos de las

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