Martin Jose Luis - Manual de Historia de España - La España Medieval

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  • Manual de Historia de Espaa2. JLa Espaa medievalJos-Luis Martn

    historia 16

  • MANUAL DE HISTORIA DE ESPAA

    Dirigido por HISTORIA 16 y Javier Tusell

    Plan de la obra:

    1. Alfonso M OURE ROMANILLO, Juan SANTOS YANGUAS y Jos Manuel ROLDAN, Prehistoria e Historia A n tigua.

    2. Jos Luis M ARTIN, La Espaa medieval.

    3. Ricardo GARCIA CARCEL, Antonio Simn TARRES, Angel R O D RIG U EZ SANCHEZ y Jaime CONTRERAS, La Espaa moderna. Siglos X V I - X V I I .

    4. Roberto FERNANDEZ DIAZ y Ricardo GARCIA CARCEL, La Espaa mo

    derna. Siglo X V I I I .

    5. Angel MARTINEZ DE VEiLASCO, Rafael SANCHEZ MANTERO y Feliciano M ONTERO. Siglo XIX .

    6. Javier TUSELL. Siglo XX.

  • MANUAL DE HISTORIA DE ESPAA

    LA ESPAA MEDIEVALpor

    Jos Luis Martn

    historia 16

  • u b r ea c c e s o

    Jos-Luis Martn Rodrguez.

    I.S.B.N.: 84-7679-272-7

  • NDICE

    Pgs.

    P R E S E N T A C I N .................................................................................................... 7Aproximacin a la Historia medieval hispana .................................................... 11

    PRIM ERA PARTE: Germanos, hispanorromanos e hispanovisigodos (siglos V -V III ) ................................................................................................................. 69

    I. Entre Oriente e Hispania ............................................................................ 71II. El reino toledano ........................................................................................... 83

    III. Grupos sociales, economa y mentalidades .............................................. 109

    SEGUNDA PARTE: Musulmanes y cristianos (siglos VIII-XI) ..................... 141

    I. Entre el Islam y la Cristiandad ................................................................... 143II. El emirato andalus ....................................................................................... 159

    III. El califato cordobs....................................................................................... 183IV. Origen de los reinos y condados cristianos .............................................. 205V. Mundo urbano, y sociedad rural ................................................................. 231

    TERCERA PARTE: Hispanos, norteafricanos y europeos (siglos XI-XIII) 277

    I. El entorno europeo y norteafricano .......................................................... 279II. Taifas y parias ................................................................................................. 289

    III. Len, Castilla y Portugal ............................................................................. 305IV. Navarra, Aragn y Catalua ....................................................................... 329V. La gran expansin cristiana del siglo XIII ............................................... 349

    VI. Guerra, repoblacin y organizacin soc ia l............................................... 381

    CUARTA PARTE: Mediterrneos y atlnticos (siglos XIV-XV) ................... 475

    I. Europa; de la crisis a la expansin atlntica ........................................... 477II. Unin y diversidad en la Corona de Aragn .......................................... 499

    III. Castilla y Portugal, potencias atlnticas .................................................... 601

    CRO NO LO G A ....................................................................................................... 753ND ICE ONOM STICO ...................................................................................... 777

  • PRESENTACIN

    La divisin de la Historia en perodos (Antigua, M edia, M oderna y Contem pornea) es arb itraria y responde a esquemas mentales am pliam ente superados en la actualidad.

    Limitndonos a la Edad Media, su configuracin como un perodo determ inado de la Historia es obra de los hum anistas: im presionados por la cultura del m undo antiguo redescubierto en el siglo XV, no dudan en designar al perodo interm edio entre am bos m undos (el grecorrom ano y el hum anista) como la edad de las tinieblas, el perodo oscuro que separa, que est en medio de dos pocas de esplendor cultural.

    A esta prim era divisin, de carcter cultural, sigui una periodificacin que, basndose prcticam ente en las mismas consideraciones, prestaba m ayor atencin a los factores polticos: la Edad M edia se concretaba cronolgicamente, dejaba de ser el perodo m al definido situado entre el m undo clsico y sus adm iradores renacentistas, y se denomin con este nom bre a los aos que se extienden entre la rup tura de la unidad del m undo rom ano (com ienzos del siglo IV) y la ocupacin de Constantinopla por los turcos, la desaparicin del Imperio Romano de Oriente (1453).

    Con posterioridad, las fechas inicial y final de la Edad M edia han sufrido num erosas modificaciones y, en general, se ha prescindido de la referencia al Imperio para poner el acento en la historia nacional: se ha hecho iniciar la Edad M edia con las invasiones germ nicas que dieron lugar a la creacin de las prim eras nacionalidades europeas (comienzos del siglo v) y se ha sealado el fin de la poca medieval en el momento en que el Estado central se im pone a los seoros, es decir en el momento en que adquieren su forma definitiva estas m ismas nacionalidades (fines del siglo xv). Al dar preferencia al factor nacional, cada pas podr variar las fechas inicial y final de la Edad Media.

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    Cuando los factores econmicos com ienzan a ser considerados im portantes, el esquem a poltico-nacional pierde parte de su razn de ser y se intenta definir la Edad M edia como un perodo con unas caractersticas econmicas determ inadas: el cam bio econmico entre el m undo clsico y el medieval fue situado en los comienzos del siglo vin, es decir, en el momento en que, segn algunos historiadores, los m usulm anes ponen fin al comercio entre Oriente y Occidente al controlar las orillas y las islas del M editerrneo, y obligan a los occidentales a desarrollar su vida en una economa no comercial basada fundam entalm ente en la agricultura. La historia medieval, segn este esquem a econmico, sera la historia de la evolucin desde una economa agraria y de supervivencia hasta una economa en la que prevalecen los in tercam bios comerciales, que ya no tienen como lmite el M editerrneo sino que lo superan am pliam ente al establecerse relaciones econmicas con el m undo noreuropeo, asitico, africano y, desde 1492, am ericano. El descubrim iento de este continente m arcara pues el final de la Edad Media.

    Similares razonam ientos a los expuestos en el campo de la cultura, de la poltica o de la economa han sido hechos desde el punto de vasta social (la Edad M edia coincidira con el Feudalismo, con la etapa situada entre el Es- clavismo y el Capitalismo) o religioso: el perodo medieval se extendera desde la conversin del Cristianismo en religin oficial del Imperio Romano hasta la Reforma protestante...

    Hoy, cuando la Historia pretende ser total y tener en cuenta al mismo tiem po todos los factores, se prescinde de la fijacin cronolgica porque los historiadores saben que los cambios econmicos, sociales, mentales, religiosos, culturales, polticos... entre el m undo antiguo y el medieval o entre ste y el m oderno no son bruscos sino que se producen a veces a lo largo de siglos. Por otra parte, los cambios en estos campos no siguen el mismo ritmo, y un pas de economa m oderna puede ser religiosamente medieval.... Al aum entar el nm ero de factores que el historiador tiene en cuenta, resulta im posible situar el comienzo o el final de un perodo en fechas concretas y suele delim itarse la Edad M edia entre una larga fase inicial que se extiende desde el siglo n i al VIH y una etapa final entre los siglos xrv-xvi.

    Estas fechas, vlidas para el m undo europeo en el que ha surgido y al que es aplicable el concepto de Edad M edia, eurocentrista, sirven tam bin para el m bito hispnico aunque en este caso se observa una clara tendencia a sealar el comienzo en un ao concreto, 711, y el final en 1492, fechas con clara significacin poltica y religiosa al mismo tiempo que econmica: la p rim era recuerda la entrada en la Pennsula de los m usulm anes, y la segunda el descubrim iento de Am rica que coincide cronolgicamente con otros dos hechos que norm alm ente se tiende a olvidar: la expulsin de los judos y la desaparicin del ltimo de los reinos m usulm anes, el de Granada.

    En nuestro caso, iniciam os el estudio en el siglo IV y lo finalizam os en los ltimos aos del XV, y dentro de esta am plia poca distinguim os varios perodos cuyas caractersticas intentam os definir teniendo en cuenta todos los

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    factores que intervienen en el proceso histrico; unos y otros se interfieren y no es posible estudiarlos aisladam ente por lo que organizam os la exposicin en torno a la sociedad, a la organizacin social, alrededor de la cual estudiarem os los dem s aspectos, que p ara una mejor com prensin enm arcam os en el contexto poltico en el que se producen. El lector no encontrar en estas pginas una historia de reyes y de grandes batallas, aunque unos y otras aparezcan en el texto, sino una historia del modo de vida de nuestros antepasados: campesinos, artesanos, m ercaderes, eclesisticos, nobles y reyes, y de las relaciones de todo tipo establecidas entre ellos y que, de algn modo, ayudan a conocer y explicar nuestra situacin actual.

    El estudio va precedido de una breve visin de conjunto que, esperamos, perm ita com prender m ejor los hechos que se narran . Quien no desee o no disponga de tiempo para enfrentarse al texto puede tener una idea de la evolucin de nuestra Historia Medieval leyendo esta introduccin a cada una de las partes en que hemos dividido el estudio de la Edad Media: Germanos, hispanorrom anos e hispanovisigodos (Siglos v-vm), M usulm anes y cristia nos (Siglos viii-xi), H ispanos, norteafricanos y europeos (Siglos xi-xill) y M editerrneos y A tlnticos (Siglos xill-xv).

  • APROXIMACIN A LA HISTORIA MEDIEVAL HISPANA

    H spanla. V isig o d a

    Provincia del Im perio Occidental, H ispania pasa entre los siglos V al VIII por las m ismas situaciones que el resto de las tierras imperiales; en su suelo se asientan en el siglo v tribus germ nicas que luchan entre s y se enfrentan a las tropas im periales y a los indgenas para form ar sus propios reinos, y la Pennsula ser escenario en el siglo vi de las guerras prom ovidas desde Bizancio para desalojar a los pueblos germnicos y reconstruir la unidad del Imperio. El fracaso de las cam paas de Justiniano significar la rup tu ra definitiva de la unidad: la provincia de H ispania desaparece p a ra convertirse en un reino independiente en el que la antigua organizacin rom ana deja paso a un nuevo sistema econmico, social y cultural.

    Ruralizacin y servidum bre

    La fragm entacin poltica es slo el aspecto m s visible de los profundos cambios que se han operado en las tierras im periales y que podem os resum ir en dos: ruralizacin de la sociedad y paso de la esclavitud a la servidum bre a travs de un lento proceso cuyos orgenes pueden situarse en el siglo III, en el momento en que Roma es incapaz de extender sus fronteras y se ve en dificultades p ara m antenerse en las tierras ocupadas.

    El cese de las cam paas victoriosas pone fin al sistema bsico de aprovisionamiento de m ano de obra esclava, la guerra exterior, y obliga a replan tear la poltica im perial: la zona m s am enazada es la oriental y en ella se concentrarn los hom bres y los recursos del Imperio, cuyo centro pasar a

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    ser Constantinople. Privada de los productos de Oriente, Roma, la zona occidental, entra en un perodo de dificultades que se agravan al m ilitarizarse el Imperio en un doble sentido: imposicin de em peradores-soldados por las legiones, y dedicacin casi exclusiva de los ingresos del Estado a las necesidades militares.

    Las guerras entre quienes aspiran al cargo im perial dificultan los contactos entre las diversas partes del Im perio y provocan un descenso de la p ro duccin en el momento en que m s ingresos necesita el Estado para atender a la defensa de las fronteras, que exige cada vez mayores impuestos. Estos recaen sobre una poblacin agotada que busca eludir sus obligaciones fiscales por todos los medios: los pequeos propietarios de tierra la cedern a los grandes terratenientes, exentos del pago de impuestos y rodeados de grupos arm ados que garantizan su seguridad y la de los campesinos que se acogen a su proteccin tras hacerles entrega de tierras que vuelven a recibir en usu fructo con la obligacin de reconocer la autoridad del propietario, que acta en los momentos de inseguridad como funcionario, m s o menos oficioso, del Imperio.

    A los nuevos campesinos dependientes se unen los artesanos que, oprimidos por el fisco y con grandes dificultades p ara obtener las m aterias p rim as y los alimentos as como p ara dar salida a sus artculos en una sociedad en la que el escaso dinero existente se dedica al pago de los impuestos, aban donan la ciudad y ofrecen sus servicios a los terratenientes, se convierten en campesinos que sustituyen a la m ano de obra esclava o en m iem bros de las clientelas arm adas que aseguran al seor y a sus campesinos la defensa y seguridad que el Estado no puede proporcionar.

    Los altos dignatarios de las ciudades las abandonan y fijan su residencia en las villas y casas que poseen en el campo, con lo que la ciudad pierde im portancia o desaparece como centro econmico y adm inistrativo; los centros urbanos que subsisten se ruralizan para atender a la alim entacin de sus habitantes y, ante la m archa de los dirigentes tradicionales, los obispos actan como jefes de la com unidad. Al perder la ciudad su carcter de centro consum idor de m aterias prim as, productor de artculos m anufacturados y distribuidor de los mismos, la profesin de m ercader pierde inters, los riesgos aum entan por la inseguridad de los caminos y, en consecuencia, el comercio se rarifica y queda lim itado a los productos de alto precio que slo pueden adquirir los grandes propietarios laicos y eclesisticos.

    Los germanos aceleran este proceso de ruralizacin y de sustitucin del poder pblico por el de los grandes propietarios: en los prim eros momentos, sus ataques en busca de botn se dirigen principalm ente contra las ciudades, y cuando se asientan, la escasez de su nm ero y la dificultad de sobrevivir en la ciudad los lleva a instalarse preferentemente en el campo donde, a im itacin de la aristocracia de origen rom ano, se convierten en grandes propietarios dueos no slo de la tierra sino tam bin de los hom bres que las cultivan.

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    En esta sociedad, m al com unicada, en guerra perm anente y en la que la m oneda ha desaparecido del circuito comercial por falta de utilidad, la pro duccin se limita a lo necesario p ara sobrevivir. Sin la existencia de un p blico com prador y con pocas posibilidades de invertir el producto de la venta en la adquisicin de otros artculos, los grandes propietarios no tienen in ters en producir m s de lo que necesitan y, adem s, tampoco estn en condiciones de producir excedentes por carecer de la m ano de obra necesaria: a la m ortandad producida por la guerra se unen ham bres, epidem ias y catstrofes climticas que diezm an a la poblacin, los escasos supervivientes carecen de tiles adecuados e ignoran las tcnicas de cultivo por lo que todos los brazos disponibles deben dedicarse a la agricultura que norm alm ente no produce m s de dos o tres veces lo sembrado.

    Simultneamente al proceso de ruralizacin e ntim am ente unido a l se produce una regresin en todos los rdenes: se abandonan las vas rom anas, inservibles desde el momento en que no hay ni circulacin comercial ni una autoridad capaz de ordenar su reparacin y de utilizarlas con fines poltico- militares; desaparecen los talleres artesanos y la escasa produccin no agrcola se realiza en las grandes propiedades para atender a las necesidades del dominio; los sistemas de irrigacin caen en desuso; se olvida o se renuncia al trabajo en piedra y la m adera vuelve a ser el m aterial de construccin por excelencia; dadas las dificultades que presenta la extraccin, transporte y trabajo del hierro, ste se dedica exclusivamente a fines militares, y los tiles de labranza se construyen en m adera, con lo que pierden eficacia.

    El abandono de las ciudades por la aristocracia rom ana pone fin a las escuelas urbanas y la Iglesia se convierte en el depositario nico de la cultura que, en adelante, estar al servicio del Cristianismo aunque para ello sea preciso olvidar las obras clsicas o aceptar slo la parte de ellas que no se opone a la doctrina o sirve para reforzarla: se deforma as el pensam iento clsico, se incurre en anacronism os constantes, se plagia descaradam ente cuando conviene al fin perseguido y se reproducen citas separadas del contexto con lo que se les hace decir, a veces, lo contrario de lo que queran expresar, por lo que, sin que sea enteram ente vlida, puede aceptarse para estos prim eros siglos la descripcin de la Edad Media como la poca de oscuridad y tinieblas a la que se refirieron los hum anistas.

    El asentam iento visigodo

    Los aos transcurridos entre la penetracin de los germanos en la Pennsula (409-410) y la creacin del reino de Toledo (segunda m itad del siglo Vi) tienen como caracterstica poltica la inestabilidad. Tericamente, H ispania forma parte del Imperio pero, de hecho, grandes zonas estn controladas por alanos y vndalos y Galicia perm anece en manos de los suevos que se extienden por el Sur y por el Este en connivencia o en lucha con los vascones

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    y con los bagaudas, bandas de campesinos sublevados contra el orden social impuesto por Roma.

    Frente a bagaudas, vascones y suevos el Im perio enva, solamente en circunstancias graves, a los visigodos, que se han establecido desde el ao 418 en la regin de A quitania tras aceptar, a cambio de tierras, el papel de auxiliares m ilitares del Imperio. Como tales penetran en la Pennsula, destruyen a los alanos y obligan a los vndalos a cruzar el Estrecho en el ao 429 y m s tarde, 454, tom an posiciones frente a los territorios controlados por vascones y suevos. Tras la m uerte de Aecio, el ltimo gran general rom ano, los visigodos se consideran lo suficientemente fuertes como p ara actuar por su cuenta y extender su territorio hasta las frtiles y ricas tierras del litoral m editerrneo de la Galia, en las que actuarn con total independencia al desaparecer el Im perio de Occidente en el ao 476.

    Los visigodos dom inan las vertientes norte y sur de los Pirineos, desde el Atlntico hasta el M editerrneo en el Norte y desde las costas catalanas hasta las tierras gallegas controladas por los suevos. El resto de la Pennsula no reconoce a ningn poder: en el interior resurgen las divisiones tribales y en el litoral y zonas de intensa rom anizacin los grandes propietarios gobiernan sus dominios con absoluta independencia m ediante la ayuda de grupos arm ados cuyos m iembros reciben el nom bre de bucelarios; las ciudades son regidas por los obispos que, en m uchos casos, han logrado reunir en sus m anos los poderes civiles, m ilitares y eclesisticos, tras el abandono de las ciudades por sus antiguos dirigentes.

    Pasado de simple auxiliar de Roma a creador de un reino independiente, el pueblo visigodo inicia un lento proceso de fijacin en la tierra y de esta- talizacin interrum pido por los ataques francos que obligan a los visigodos a replegarse sobre la costa m editerrnea dejando el resto de las Galias en po der de francos y burgundios. Los xitos francos ponen fin al reino creado por los visigodos con capital en Toulouse, y p ara sobrevivir los visigodos tendrn que aceptar de nuevo el papel de auxiliares, esta vez del m onarca ostrogodo Teodorico el Grande de Italia a cuyo servicio y bajo cuyos generales ocuparn el litoral m editerrneo de la Pennsula en la prim era m itad del siglo vi: el papel de los visigodos se reduce ahora a m antener abiertas las comunicaciones entre Italia e Hispania; el poder poltico y adm inistrativo est en m anos del rey ostrogodo, que lo delega en fiincionarios pertenecientes a la aristocracia galorrom ana, y la fuerza m ilitar visigoda est controlada por jefes ostrogodos impuestos por Teodorico, que aspira a reconstruir la unidad del Imperio.

    Fracasado el intento im perial ostrogodo y fragm entado el m undo franco, el litoral m editerrneo francs pierde im portancia m ilitar y poltica, y los visigodos dedican cada vez mayor atencin a la Pennsula donde fortalecen el sistema defensivo creado frente a vascones y suevos al tiempo que ocupan nuevas zonas del litoral m editerrneo. Esta orientacin peninsular se vio reforzada por la intervencin de los bizantinos en Italia p a ra desalojar a los

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    ostrogodos: la vieja solidaridad goda funcion de nuevo y los visigodos p re tendieron ocupar el Norte de Africa conquistado por los bizantinos a los vndalos en el ao 534 p ara obligar a distraer parte de las fuerzas que am enazaban Italia. El ataque a Ceuta (542) fue precedido de cam paas contra la zona andaluza p ara facilitar la operacin norteafricana e im pedir un eventual desem barco bizantino en las costas bticas.

    Tras la aventura africana y la destruccin del reino ostrogodo por los b izantinos, los visigodos concentraron sus esfuerzos en la ocupacin efectiva del territorio peninsular cuyo dominio dar lugar a enfrentamientos entre los jefes m ilitares germnicos, uno de los cuales, Atanagildo, pedir ayuda a los bizantinos para hacer valer sus derechos (551). Desde este momento, la Pennsula est dividida en cinco regiones o territorios polticos: la Btica, desde la desem bocadura del J ca r a la del Guadalquivir, en m anos de los b izan tinos; Galicia y el Norte de Portugal bajo el poder de los suevos; las tribus de las m ontaas cntabrovascas no reconocen autoridad alguna; los visigodos, extendidos en un am plio crculo form ado por las guarniciones que contienen a vascos, suevos y bizantinos y defienden el litoral m editerrneo; en el interior las tribus ibricas se m antienen independientes aunque no dejan de sentir la influencia ejercida por las guarniciones m ilitares visigodas que las rodean.

    El reino de Toledo

    Proclam ado rey con la ayuda bizantina, Atanagildo tendr que enfrentarse a sus auxiliares, que se niegan a abandonar los territorios ocupados, y la guerra llevar a los visigodos a instalarse en la zona central de la Pennsula y a fijar la capital del reino en Toledo, cuya im portancia se acrecienta cuando el nuevo rey, Liuva, duque de Septimania, incapaz de hacer frente desde los Pirineos a la am enaza bizantina, asocia al trono a su herm ano Leo- vigildo (568-586) que ser quien fije de modo definitivo la capital en Toledo.

    El paso del centro de gravedad desde Septimania al centro de la Pennsula es consecuencia de la situacin m ilitar, pero va m ucho m s all: es p rueba de un deseo consciente de transform ar un pueblo guerrero en el soporte de un Estado que englobe a visigodos e hispanorrom anos. Para conseguir sus objetivos, el m onarca necesita m odificar la m entalidad de su pueblo, h a cer que vean en l no al jefe m ilitar aunque sus xitos guerreros, basados a su vez en las riquezas que posee, sean la base de su poder sino a un rey, a un jefe de Estado con poderes equiparables a los de los em peradores bizantinos a im itacin de los cuales adopta un ceremonial, acua m oneda con su nom bre, hace nom brar herederos a sus hijos y prom ulga leyes destinadas al conjunto de los sbditos: a visigodos e hispanorrom anos cuya cooperacin, la de los dirigentes al menos, es necesaria para m antener el orden interior y la paz exterior.

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    Leovigildo se propone dar cohesin a su pueblo dotndolo de una organizacin sim ilar a la b izantina y atraerse a la poblacin hispanorrom ana poniendo fin a las barreras religiosas y ju rd icas que la separaban de los germanos. Por conviccin o por error de clculo, quiso im plantar el Arrianism o como religin oficial del nuevo Estado y fracas ante la tenaz oposicin del alto clero catlico y del hijo del rey, Hermenegildo, que intent form ar una coalicin de los enemigos de Leovigildo para suplantarlo: los suevos, convertidos pocos aos antes al Catolicismo, los bizantinos y la ciudad de Sevilla apoyaron a Hermenegildo que esperaba la colaboracin de una parte de la nobleza germ ana y confiaba en que la aristocracia hispanorrom ana ab razara su causa por haberse convertido al Catolicismo. Nadie se movi a su favor en el interior del reino y la rebelin fue fcilmente sofocada porque la creacin del nuevo Estado no era un capricho personal del rey sino una necesidad sentida por todos.

    Poco m s tarde m ora Leovigildo despus de haber ocupado el reino suevo (585), sometido a diversas tribus del interior, puesto lmite a los avances vascones, recuperado parte de los dominios bizantinos y asegurado la sucesin en la persona de su hijo Recaredo a pesar de la oposicin de algunos nobles germanos partidarios del sistema electivo tradicional. La obra de Leovigildo ser com pletada por Recaredo durante cuyo reinado se produjo la fusin de la aristocracia hispanorrom ana y de la nobleza visigoda al aceptar sta, en el III Concilio de Toledo (589), el Catolicismo. La conversin tiene ms im portancia como smbolo que como realidad en s misma: es una p rueb a del reconocimiento de la superioridad cultural de los hispanorrom anos y es, al mismo tiempo, una seal del cambio operado en el modo de vida del pueblo visigodo. Anulado el peligro suevo, atenuado el bizantino no desaparecer hasta cuarenta aos despus y controlados los vascones, los guerreros visigodos se sedentarizan y buscan la cooperacin de los dirigentes hispanorrom anos cuyo modo de vida imitan: aceptan su religin, se avienen a colaborar con ellos en la creacin del nuevo Estado, y se convierten en propietarios de la tierra, que ser en adelante, jun to con el poder sobre los hom bres que la cultivan, la base de la riqueza, pasando la guerra a un segundo plano.

    El III Concilio sella la alianza: los visigodos garantizarn la seguridad del reino y los hispanorrom anos pondrn sus conocimientos al servicio del Estado y aceptarn al rey como jefe de la Iglesia; los germ anos tendrn el poder ejecutivo y los hispanos, los obispos, controlarn su aplicacin en los snodos provinciales que tendrn el doble carcter religioso-poltico que caracteriza a los concilios nacionales de la iglesia hispanovisigoda, celebrados en adelante en la corte, en Toledo.

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    La sucesin al trono

    Tericamente electiva, la m onarqua ha perm anecido en m anos de la m ism a familia desde la m uerte de Valia (418) hasta veinticuatro aos despus de la destruccin del reino de Toulouse (507). A p artir de este momento, ha sido elegido o se ha hecho proclam ar rey el noble visigodo que cuenta con ms riquezas y, consiguientemente, con m ayor nm ero de hom bres a su servicio, como Leovigildo, llegado al trono gracias a la fuerza m ilitar que le p ro porcionan las guarniciones de Toledo y a las riquezas que le aporta la viuda de Atanagildo, Godsvinta, a la que se une en matrimonio.

    Consciente del peligro de guerra civil que lleva implcito el sistema, Leovigildo, por inters fam iliar y por convenir a su creacin poltica, asocia al trono a sus hijos y obliga a la nobleza a aceptar los hechos despus de vencer a los rebeldes, pero no pudo evitar la sublevacin de Hermenegildo. In fluido por esta experiencia o por tem or a la reaccin nobiliaria, Recaredo no hizo aprobar por el III Concilio ninguna disposicin al respecto sino que sigui la poltica de hechos consum ados y asoci al trono a su hijo Liuva II, seguram ente con la com plicidad del estamento eclesistico partidario de la sucesin hereditaria, que sera avalada por la uncin sagrada, lo que no im pidi que Liuva y sus sucesores fueran depuestos por los nobles partidarios del sistema electivo, cada vez que las circunstancias les fueron favorables.

    En el IV Concilio (633) se busca una solucin que satisfaga a todos: los hispanorrom anos aceptan que la m onarqua sea electiva y los visigodos re nuncian a la violencia y aceptan com partir la eleccin con los obispos; posteriorm ente se precisar el sistema al reservar la eleccin a la nobleza pala tina y a los obispos y disponer que la eleccin se haga en Toledo o en el lu gar donde m uriera el rey, frm ula que deja la eleccin en m anos de un gru po muy reducido: no se fija plazo para la eleccin y procedern a realizarla, inm ediatam ente despus de fallecido el m onarca, los m s allegados, los que al acom paar al m onarca en todo momento se constituyen por este hecho en un grupo especial dentro de la nobleza... stas y otras disposiciones como las que reservan el trono a los germanos no pasan de ser frm ulas de redu cida o nula aplicacin y slo tres de los reyes posteriores al IV Concilio fueron elegidos, otros cuatro llegaron al trono m ediante la asociacin fam iliar y los dos restantes a travs de conjuras palatinas; Ervigio era de origen b izantino al igual que el duque Paulo, sublevado contra V am ba y aceptado como rey por una parte im portante de la nobleza...

    La ineficacia de la ley y el hecho probado de que slo pudieron m antenerse en el trono quienes disponan de bienes suficientes p ara dom inar econmicam ente y, en consecuencia, m ilitarm ente, a la nobleza, hizo que se p u siera en vigor un sistema considerado de mayor efectividad que el legal: el rey, al llegar al trono, utiliza su poder para reducir a los disconformes y confiscar sus bienes, una parte de los cuales sirve para pagar los servicios de los fieles. El sistema es eficaz hasta que los gardingos, la comitiva del rey,

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    se convierten en nobleza de prim era fila por los cargos que ocupan y por las propiedades que han recibido del m onarca, y al igual que los dem s nobles o los propios m onarcas pretenden disponer de los bienes y de los cargos para trasm itirlos a sus hijos.

    Esta aspiracin de los gardingos a convertir en hereditarios cargos y bienes es satisfecha en el V Concilio toledano por Chintila (636-639) p ara asegurar el apoyo de los fieles a su hijo Tulga, asociado al trono. La m edida es grave porque priva a la m onarqua de los bienes que necesita para pagar a sus colaboradores y organizar el reino: si los bienes concedidos por el desempeo de un servicio no se reservan p ara el cargo sino que se entregan a perpetuidad al que lo desem pea, cuando ste es sustituido, el sucesor carece de bienes y no tiene inters en servir al m onarca ni, si lo tuviera, podra cum plir sus obligaciones. El rey deber com pensar al sucesor de algn modo: entregndole bienes de la Corona, con lo que su fuerza se debilitar hasta ser inferior a la de algunas familias nobiliarias con las que tendr que pactar si quiere conservar el trono, o confiscando los bienes de otros nobles y pagando con ellos los servicios de los fieles, con lo que se llegar a la guerra civil endmica que rom per la unidad del reino y, a medio plazo, provocar su desaparicin. En estas condiciones, ni la m onarqua ni el reino podan subsistir; se mantuvo la ficcin de un poder m onrquico y de un reino organizado hasta que uno de los grupos, am enazado en sus propiedades y cargos, llam en su ayuda a un pueblo extrao a la Pennsula, a los m usulm anes, instalados en el Norte de Africa; una sola batalla fue suficiente para poner fin al reino que agonizaba, vctima de sus contradiciones internas.

    El carcter hereditario otorgado a las tierras que los funcionarios reciben en pago de sus servicios es slo un aspecto de la confusin entre propiedad pblica y privada, que se observa igualmente en la atribucin o usurpacin de los cargos pblicos por los propietarios. Esta segunda vertiente es la ms antigua y la m s im portante desde el punto de vista social: surge durante el Bajo Im perio y se mantiene a lo largo de los siglos v-vi gracias a la independencia de que gozan los propietarios hispanorrom anos hasta que Leovigildo intenta crear un Estado de Derecho. El fracaso de sus sucesores se tra duce en un resurgim iento de la independencia de los grandes propietarios a los que la m onarqua deber reconocer, en sus dominios, poderes judiciales, m ilitares y fiscales no siem pre utilizados en beneficio del Estado, soberano en teora y totalmente anulado y sometido en la prctica a la oligarqua de los terratenientes con o sin funciones pblicas. La fragm entacin del poder es total y la unidad slo pervive como una categora mental.

    Puesto que la tierra es la fuente casi nica de riqueza, la sociedad se organiza en torno a la tierra. El propietario dirige a sus esclavos en las expediciones m ilitares y dispone adem s de m esnadas de autnticos profesionales, de bucelarios, que aceptan el patrocinio del seor y reciben de l tierras que pueden trasm itir a sus herederos m ientras stos cum plan las obligaciones contraidas. Los simples libres no encom endados estn igualm ente suje

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    tos al poder del seor quien, como funcionario, puede obligarles a realizar prestaciones personales. La autoridad y el poder seoriales sobre esclavos y libertos es m ucho mayor; los prim eros son simples cosas que se pueden cam biar, d ar o vender y a las que se puede quitar la vida im punem ente. Carecen de personalidad ju rd ica y slo pueden declarar en juicio con autorizacin del dueo; en ningn caso su testimonio tiene validez frente a las declaraciones de los libres... Simples bienes, los esclavos tienen un valor econmico garantizado y protegido por las leyes que regulan m inuciosam ente los derechos de los seores sobre los esclavos y las relaciones de stos entre s y con las personas libres.

    Sin duda, las exhortaciones eclesisticas aceleraron el ritmo de las m anumisiones, pero la religin no era estmulo suficiente para hacer que se re nunciara a unos bienes de alto valor, y la propia Iglesia im pidi la liberacin de sus esclavos al ordenar que ningn obispo o abad se atreviera a enajen a r bienes o a m anum itir esclavos si antes no daba, de sus bienes personales, dos o tres veces el valor de las cosas perdidas por la Iglesia. La prdida era m enor, incluso poda transform arse en beneficio, cuando la liberacin era condicionada, es decir cuando el liberto segua obligado a cultivar las tierras de su antiguo dueo y a entregar a ste los censos correspondientes: los particulares solan otorgar la libertad a condicin de que el siervo re conociera su dependencia m ientras viviera el seor, clusula que no era aplicable a los libertos eclesisticos porque su pa trona no muere nunca segn recuerdan las actas conciliares.

    Siervos, libertos y hom bres libres acogidos al patrocinio de un seor form an su fa m ilia . Las leyes obligan a pertenecer a estas familias seoriales a los esclavos y a sus descendientes, y a los tiberios m ientras viva quien le concedi la libertad: los campesinos libres se ven obligados a integrarse en la familia p ara eludir las cargas fiscales, p a ra obtener proteccin, para hallar un medio de alim entarse o por imposicin del gran propietario provisto de poderes judiciales, adm inistrativos y militares. El m alestar y resentimiento de los grupos situados en la base de la sociedad es visible en los textos: num erosas leyes dedicadas a los esclavos fugitivos son prueba clara de la gravedad del problem a, y sabemos que Vam ba (672-680) fue depuesto, entre otras razones, porque se atrevi a dar cargos palatinos a esclavos y libertos quienes al verse iguales a sus seores... m aquinan... la m uerte de stos.

    La destruccin del reino

    Uno m s de los num erosos enfrentam ientos por el poder entre la m onarqua y la nobleza, entre grupos nobiliarios que apoyan o se oponen al rey, fue la causa prxim a de la desaparicin del reino visigodo. Como en otras ocasiones, los vencidos perdieron la vida y los bienes, que fueron distribuidos entre los vencedores m usulm anes y sus aliados hispanos, pero estos l

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    timos, a diferencia de lo ocurrido en casos semejantes, no pudieron disfrutar polticam ente su triunfo: se conform aron con m antener sus propiedades y su situacin de privilegio respecto a los simples libres, libertos y esclavos, y deja ro n el poder poltico a sus auxiliares que apenas encontraron resistencia porque la poblacin no tena motivos para preferir los nobles hispanovisigo- dos a los m usulmanes.

    Los esclavos, sometidos enteram ente a la autoridad del seor, los libertos, cuya suerte no era m ucho m ejor que la de los esclavos, y los campesinos encomendados, obligados a pagar tributo y a trabajar las tierras del seor, no haban intervenido en ningn momento en la poltica del reino salvo para sufrir sus consecuencias (guerras civiles, saqueos, destrucciones y ruina econmica) y no harn nada para defender el reino contra los m usulm anes, a los que aceptaron en m uchos casos como liberadores, igual que haban hecho sus antepasados cuando los germ anos am enazaban con destruir el Im perio y poner fin a su organizacin social.

    El clero, al menos la jera rqu a , haba renunciado m ucho antes de que el reino fuera destruido a disociar su labor religiosa del papel civil y actuaba de acuerdo con la nobleza laica cuya suerte comparti en todo momento; los partidarios de Rodrigo m urieron o se exilaron, los vitizanos se acom odaron a la nueva situacin y m antuvieron sus puestos bajo el poder m usulm n al que no se opondran sino en form a anrquica y desorganizada hasta cien aos m s tarde e incluso en este caso, la je ra rq u a seguir al lado del poder poltico frente a los m rtires m ozrabes, y sern los monjes a ellos se debe la m ayor parte de la actividad religiosa y cultural durante el dominio visigodo los nicos que m antengan el espritu religioso sin concesiones a la poltica.

    Junto a los catlicos, ms o menos convencidos de su fe, convive un cierto nm ero de judos, llegados como m ercaderes de productos orientales, en cuyas m anos queda la mayor parte del comercio interior. Tampoco ellos estarn interesados en defender el reino frente a los m usulm anes: tras la conversin visigoda son el elemento discordante en el aspecto religioso y tam bin en el aspecto econmico-social al no deber a la tierra, a las arm as o a la oracin, sus medios de subsistencia, y su diferencia los convertir en vctimas de la intolerancia de los eclesisticos, que olvidan fcilmente la poca en la que su religin no era oficial y reclam aban el derecho a m antenerla; y sern tam bin las vctimas predilectas de la m onarqua que disim ula su apetencia de las riquezas hebreas bajo el tinte del celo religioso. En los m om entos graves, los judos fingirn ceder y se som etern a llevar distintivos infam antes o a convertirse para no perder los bienes y la vida, p ara m s tarde servirse de la avaricia de nobles y eclesisticos para recuperar su posicin..., y jam s olvidarn las hum illaciones sufridas y ayudarn a los m usulm anes cuando stos intenten sustituir a los visigodos.

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    Pervivencia del modelo rom ano

    A partir del momento en que los visigodos se sedentarizan y la guerra de saqueo deja de ser su form a de vida, la riqueza depender fundam entalm ente de la tierra y de los derechos que, legal o ilegalmente, derivan de la p ro piedad. Para conseguirla, los nobles apoyarn a los m onarcas con la esperanza de recibir nuevas propiedades, con los hom bres correspondientes, o se opondrn a los reyes para recibir del sucesor el prem io adecuado.

    Esa vuelta a la tierra, esta ruralizacin, tiene en la Pennsula las mismas causas que en Europa, pero a ellas se aaden otras de ndole m ilitar y socio-religiosa: los m ercaderes de ultrapuertos que todava en los siglos v-vi vendan oro, plata, paos y vestidos y tenan sus propios jueces y leyes, se ven en dificultades al declararse la guerra entre bizantinos, de los que eran sbditos, y visigodos; y el comercio a larga distancia sufre nuevos quebran tos al convertirse el catolicismo en religin oficial del Estado y utilizar los obispos su poder p ara iniciar la persecucin contra los judos a los que, entre otras penas, se prohbe asistir al m ercado y com erciar con los cristianos.

    Finalizadas las cam paas de saqueo dirigidas contra elementos ajenos a la com unidad (suevos, vascones, tribus del interior) y reducidos a esclavitud o expulsados los judos, el reino visigodo vive de los recursos que le proporciona la tierra: los cereales son sin duda el producto m s im portante y la base de la alim entacin, que se completa con las hortalizas, el vino, la fruta y el aceite a los qu se aaden los productos ganaderos: carne, leche y miel cuya im portancia supera a la de los cereales en zonas m ontaosas como Galicia. Las norm as que regulan el pastoreo, el cuidado de las colmenas y las leyes que protegen las tierras de cereal, viedo y huerta son prueba suficiente de la base agrcola-ganadera de la economa visigoda, cuyos recursos se com plem entan con los procedentes de la caza y de la pesca.

    Aunque a lo largo de este perodo hay situaciones muy diferentes, es seguro que en el siglo vil predom inaba la gran propiedad que constaba de un edificio central rodeado de una zona de huertos y de tierras de labor o viedo poco o m al diferenciadas de las de pasto, segn se desprende de los textos que encarecen a los pastores la vigilancia para que sus rebaos no causen perjuicio a las mieses y segn atestiguan las norm as legales que mencionan campos cercados por setos de m adera y aluden a los daos causados por los rebaos en tierras sem bradas de cereal, en vias y en huertos. El cultivo est encom endado a esclavos y libertos que jun to con la libertad reciben una parcela de tierra por la que entregaran al dueo la dcim a parte de sus cosechas, ganados y frutos, es decir el mismo censo que pagan los cultivadores fibres, segn puede verse en los textos que nos ilustran sobre las ra zones por las que un hom bre libre se convierte en encomendado: como de da en d a cayera en la pobreza y vagara de un lado a otro buscando donde traba jar y no hallara nada, he recurrido a vuestra piedad y os pido me concedis el lugar de....

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    La industria se reduce a la transform acin de los productos agrarios: mol- turacin de cereales, elaboracin del vino, aceite y cera, textura y batanado de los paos de lana y lino... M encin especial merece el trabajo de los m etales realizado por los orfebres que fabrican las coronas de oro con cadenas que se exhiben en las iglesias y sirven para poner de relieve la riqueza y la piedad de los reyes que las m andan construir, halladas en los tesoros de G uarrazar y Torredonjimeno. Al lado de los orfebres y de los herreros que fabrican las espadas, lanzas y arm aduras y las piezas de hierro de los molinos, hallam os a los m onederos encargados de acuar los trientes o tremi- ses , las m onedas de oro visigodas que, desde la poca de Leovigildo, prescinden de los em peradores rom anos y llevan, como smbolo de la independencia del reino y de su organizacin estatal, el nom bre del m onarca reinante.

    La relativa im portancia de las acuaciones m onetarias no puede inducirnos a im aginar una economa m onetaria: sin duda, se bate m oneda para p a gar al ejrcito y los trientes pueden ser prestados e incluso se prev la posib ilidad de que el dinero sirva p ara hacer negocios, pero estos datos no pueden hacem os olvidar que las leyes sobre com pras, ventas, prstam os y em peos se refieren casi en su totalidad a bienes raices o a anim ales, y que era m ucho m s rentable el prstam o de artculos alimenticios que el de dinero. La frm ula de dote redactada en hexmetros, sin duda por y para personas de envidiable posicin, resum e claram ente la situacin econmica del reino visigodo: la desposada recibe diez esclavos y otras tantas esclavas, diez caballos e igual nm ero de mulos con sus arreos, los campesinos establecidos en los dominios del m arido, tierras de cereal, viedo y olivares, bosques y zonas de pasto, ganado, objetos de plata, bronce, oro y cerm ica, y paos de lino.

    A lejada por sus condiciones de vida del m undo rom ano clsico, la sociedad visigoda m antiene sin em bargo el ideal de vida romano: en las m anumisiones se declara al liberto ciudadano romano; se conserva la m oneda de oro, intil en transacciones comerciales de escasa im portancia, pero smbolo de prestigio; se m antienen las denom inaciones de los oficiales del Bajo Im perio aunque sus funciones hayan desaparecido o se hayan modificado; los germ anos adoptan nom bres rom anos, a pesar de ser el grupo dom inante....

    Este recurso a la Antigedad no es slo efecto de la atraccin ejercida por Roma, sino una m anifestacin m s de la bsqueda de seguridad em prendida por los hom bres medievales. En medio de una naturaleza hostil, el hom bre se siente inseguro y busca apoyo en la vinculacin a las com unidades naturales o artificiales y al mismo tiempo necesita puntos de referencia que slo puede hallar en la poca rom ana; las obras de Isidoro de Sevilla son la mejor prueba de esta inseguridad y de la bsqueda de asideros: en ellas no hay prcticam ente nada original; todo est refrendado por palabras de escritores conocidos y dignos de crdito que son los que dan valor a sus obras, por otra parte, las m s im portantes de este perodo.

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    Por ltimo, la inseguridad engendra en el hom bre un fuerte tem or a las fuerzas reales y a las ocultas a las que intenta aplacar de m il m aneras y con las que busca una comunicacin; surge as un intercam bio continuo de bienes, de obsequios hechos por los dependientes a los seores, por stos a sus clientelas arm adas, a sus iguales y a los reyes, por los m onarcas a los nobles y por todos a la Iglesia que se convierte en la beneficiaria de las ofrendas tradicionalm ente hechas a las antiguas divinidades. Rogativas, letanas, ayunos, oraciones y limosnas son utilizadas p ara conseguir cambios climticos, para ped ir la desaparicin de la peste, p ara obtener la salvacin o p a ra conseguir la derrota de los enemigos.

    Pese a todo, el Catolicismo slo est arraigado entre los dirigentes de la sociedad; los rsticos, los m iem bros de las clases inferiores son acusados de rendir culto a los muertos, de venerar fuentes, rboles y plantas, de utilizar frm ulas m gicas para lograr tejidos de mayor calidad, de hacer encantamientos... y ni siquiera los eclesisticos estn Ubres de la supersticin: hacia el ao 694 algunos obispos decan m isa de difuntos por personas vivas para que aquel por el cual ha sido ofrecido el ta l sacrificio incurra en trance de m uerte..., ejemplo claro de un cierto razonam iento lgico: si por los muertos se dice m isa de difuntos, diciendo sta por alguien se conseguir que m uera.

    Junto a los donativos a las fuerzas sobrenaturales y frecuentemente relacionados con ellos, definen a la sociedad visigoda los gastos de prestigio, de exhibicin: cuando los m usulm anes ocuparon la Pennsula haUaron en el p a lacio real de Toledo gran nm ero de diadem as, objetos de plata, de oro... entre los que destacaba la Uamada m esa de Salomn, hecha de oro puro, in crustado de perlas, rubes y esm eraldas y form ada gracias a que haba la costum bre de que cuando m ora un seor rico dejase una m anda a las iglesias, y con estos bienes hacan grandes utensilios de m esas y tronos, y otras cosas sem ejantes de oro y p la ta , en que sus sacerdotes y clrigos llevaban los libros de los Evangelios... pa ra darles m ayor esplendor con este aparato o adorno....

    A l -A n d a l u s , p r o v in c ia d e l isl a m

    La organizacin poltica visigoda no sobrevivi a los ataques m usulm anes pero s pervivieron las bases econmicas, sociales y eclesisticas. La desaparicin del reino fue el resultado de uno m s de los num erosos enfrentamientos nobiliarios, y los vencedores recibieron del nuevo m onarca , de los m usulm anes, garantas de que m antendran su preem inencia social y su situacin econmica a pesar de lo cual algunos no dudaron en aceptar el Islam m ientras otros se lim itan a firm ar acuerdos por los que se avienen a p a gar determ inados impuestos en su nom bre y en el de los que residen en las com arcas sometidas a su jurisdiccin. La organizacin eclesistica fue igual

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    mente respetada aunque sometida al poder superior de los jefes m usulm anes que sustituyen, tam bin en este campo, a los reyes visigodos.

    La ocupacin no destruy la organizacin visigoda pero a largo plazo la modific sustancialmente: los tesoros reunidos por m onarcas y eclesisticos fueron puestos en circulacin y la entrada de al-Andalus en la zona econm ica m usulm ana dio lugar a un extraordinario desarrollo de las ciudades, de la artesana y del comercio interior e internacional que contrasta con la situacin de las zonas no dom inadas por el Islam en las que predom ina la economa basada en la explotacin de la tierra y de sus cultivadores.

    Inferiores culturalm ente a los visigodos, los m usulm anes aceptan la cultura visigoda pero m ientras sta se anquilosa en m anos de los m ozrabes (cristianos que perm anecieron en las zonas dom inadas por los m usulm anes), las aportaciones orientales hicieron de al-Andalus el centro cultural ms im portante de Europa, que debe a los m usulm anes el conocimiento de la cultura clsica griega, iran, hind...

    Aunque toda la Pennsula est durante siglos bajo control m usulm n, la ocupacin slo fue efectiva en las com arcas del Sur, las m s rom anizadas y las m s frtiles y, tam bin, las mejor controladas por la nobleza hispanovi- sigoda. En el Norte, las tribus que haban obligado a Diocleciano a establecer tropas lim itneas y que haban resistido los ataques visigodos, m antuvieron su relativa independencia se lim itaron a pagar de cuando en cuando algunos tributos a los nuevos seores de H ispania que, por su parte, recordaban esta obligacin m ediante el envo de expediciones m ilitares y lentam ente fueron avanzando hacia el Sur, am pliando su territorio hasta convertirse en reinos en abierta competencia con los musulmanes.

    La historia de este perodo es pues la historia de la convivencia y del enfrentamiento entre dos modos de vida, entre dos sociedades, entre dos economas: la de al-Andalus, heredera en parte de la hispanovisigoda y revita- lizada por las aportaciones islmicas, y la de los reinos del Norte, no menos herederos de los visigodos y vinculados por su religin y por sus formas de vida al m undo europeo; oposicin y convivencia, por ltimo, de dos religiones: el Islam victorioso en las tierras del Sur y el catolicismo que im pregna y dirige las com arcas norteas gracias a la actividad de algunos clrigos europeos y de otros que se decidieron a abandonar las tierras ocupadas por los m usulm anes y pusieron sus conocimientos, no slo los religiosos, al servicio de las tribus insum isas de las que surgirn los reinos medievales hispnicos.

    rabes y m usulm anes

    La historia poltica de los ciento cincuenta prim eros aos de dominio m usulm n est dom inada por las luchas internas entre rabes del Norte y del Sur y de todos los rabes, sin distincin de procedencia, contra los berberes norteafricanos y contra los hispanos convertidos al Islam; las causas de estos

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    enfrentam ientos hay que buscarlas en la situacin heredada de la A rabia preislm ica y en los cambios sufridos por el Islam en su prim er siglo de existencia.

    En sus orgenes, los rabes del Sur (yemenes o kalbes) y los del Norte (qayses) se distinguen por la forma de vida: sedentarios-agricultores los yemenes y nm adas-pastores los qayses, los segundos atacan con frecuencia las caravanas de m ercaderes y saquean los campos de cultivo, dando lugar a enfrentamientos que la solidaridad tribal har hereditarios y traer hasta la Pennsula donde el califa utiliza la rivalidad para m antener el territorio bajo su control directo. En al-Andalus se suceden los gobernadores de uno y otro grupo con lo que se logra un cierto equilibrio, roto por frecuentes querellas que no adquieren mayor im portancia porque unos y otros son conscientes de que sus disensiones favorecen a los nuevos m usulm anes, a los berberes norteafricanos y a los conversos hispanos o m ulades, descontentos del trato recibido tras su adhesin al Islam.

    Para M ahom a, todos los creyentes son iguales, pero la salida de los territorios rabes y la ocupacin de nuevos pases se traduce en una solidaridad entre los conquistadores, que se diferencian por su modo de vida m ilitar de los conquistados, aun cuando stos acepten el Islam: la igualdad terica de los creyentes se traduce en la prctica en una superioridad real de los ra bes, que se consideran y actan como una aristocracia dentro del Islam. El descontento por el carcter cerrado y dom inante de la aristocracia rabe se une a las diferencias religiosas dentro del Islam y da lugar a continuas lu chas entre los rabes y los nuevos m usulm anes, que alcanzarn el triunfo en Oriente en el ao 750 y pondrn fin a la dinasta omeya instalada en Damasco, y la sustituirn por la abas que establece su capital en Bagdad.

    Los berberes norteafricanos que form aban el grueso del ejrcito m usulm n llegado en el 711 y aos posteriores recibieron las tierras de peor calidad: m ientras los rabes se asientan en las frtiles com arcas andaluzas y en el Valle del Ebro, los norteafricanos son relegados a la Meseta y a las zonas m ontaosas de Portugal y alejados de los puestos de gobierno. Su situacin de inferioridad es denunciada por los predicadores jariches para quienes el mrito ante Dios no lo dan la raza ni el origen sino la actitud m oral y religiosa, y en el ao 739 se produce la gran sublevacin de los berberes del Norte de Africa y de los asentados en la Pennsula, conincidiendo con uno de los enfrentam ientos entre rabes del Norte y del Sur, que un irn sus fuerzas para hacer frente a los nuevos m usulm anes. Vencedores, los rabes rom pern los vnculos con Oriente, pondrn fin al em irato dependiente de Damasco cuando acepten como jefe al omeya Abd al-Rahm n I, llegado de Oriente tras la derrota de su familia. Con la proclam acin del omeya se inicia el perodo que conocemos como em irato independiente (756-929) duran te el cual al-Andalus reconoce la autoridad religiosa del califa o jefe de los creyentes pero acta en lo poltico con total independencia.

    La pacificacin de los rabes y la desaparicin de los berberes como fuer

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    za m ilitar no puso fin a las guerras entre m usulmanes. Los hispanovisigodos convertidos al Islam, los m ulades, lucharn a lo largo de todo el siglo IX y comienzos del X por ver reconocida su igualdad con los rabes; estos enfrentam ientos tienen lugar en la capital de al-Andalus y en las ciudades fronterizas en las que predom ina la poblacin m ulad sobre la rabe. Los m ulades cordobeses se sienten postergados a los rabes y, en parte, a los cristianos uno de cuyos dirigentes, Rab, dirige la guardia personal del em ir integrada por m ercenarios, que ofrecen mayores garantas de fidelidad que los siem pre insumisos rabes.

    El pago de estas tropas se realiza con el dinero obtenido m ediante la im posicin de tributos no autorizados por el Islam y cobrados por funcionarios igualm ente dirigidos por el conde cristiano, contra el que se levantan los a l

    faques, los especialistas en derecho-religin islmico, quienes tras aos de conspiracin y agitaciones dirigen un m otn (828) que est a punto de apoderarse de la persona del em ir al-Hakam. Intervienen en la revuelta los m ercaderes y artesanos del arrabal de Crdoba, cuyos dirigentes fueron ejecutados, el arrabal convertido en campo de labranza y sus habitantes, a excepcin de los alfaques a los que preserva su condicin clerical, obligados a exi- larse. La tensin disminuye en el reinado de Abd al-Rahm n II (822-852) quien, como prim era m edida de gobierno, hizo ejecutar al conde cristiano y se congraci con los alfaques al m andar que fuera destruido el m ercado del vino existente en uno de los barrios de Crdoba.

    Mayor consistencia que el motn del arrabal de Crdoba tienen las sublevaciones de los m ulades fronterizos de M rida, Toledo y el Valle del Ebro, que se suceden desde los aos finales del siglo vm y alcanzan su apogeo en los ltimos aos del IX y comienzos del X cuando tanto Toledo como Mri- da-Badajoz o el Valle del Ebro ignoran la autoridad del em ir y llegan a po ner en peligro la capital del em irato. Los m ulades fronterizos actan en m uchos casos de acuerdo con los cristianos del Norte que pudieron, gracias a la cortina protectora de estos movimientos, consolidar y organizar sus dom inios, pero ninguno de los reinos y condados cristianos dispona de fuerza suficiente para inquietar a Crdoba y las revueltas m ulades fueron fcilmente sofocadas hasta que en la segunda m itad del siglo los omeya se vieron obligados a concentrar todas sus fuerzas en el sur p ara hacer frente a los m ulades andaluces m andados por U m ar ibn Hafsn y sus hijos que se m antuvieron en Bobastro desde el ao 882 hasta el 928 y llegaron en alguna ocasin a asediar la capital cordobesa.

    En los movimientos anteriores el m alestar social de los m ulades se une a los afanes de independencia poltica de los gobernadores y de la aristocracia local, rabe o m ulad, alejada de Crdoba; la revuelta andaluza tiene un carcter em inentemente social: es un movimiento de los pequeos cam pesinos y de los jornaleros m ulades que aspiran a sacudirse la tutela de los grandes propietarios rabes, o al menos eso hace creer U m ar cuando se dirige a las poblaciones m ulades con estas palabras: Desde hace dem asiado tiempo

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    habis tenido que soportar el yugo de este su ltn que os tom a vuestros bienes y os impone cargas aplastantes, m ientras los rabes os oprim en con sus humillaciones y os tra tan como esclavos. No aspiro sino a que os hagan ju stic ia y a sacaros de la esclavitud. La rebelin de Bobastro se relaciona y coincide en el tiempo con diversas sublevaciones m ulades en las m ontaas de Jan , en el sur de Portugal y en las ciudades de G ranada y Sevilla donde los hispanos, m ulades y cristianos, se enfrentan a los rabes. A las zonas independizadas de Crdoba se aade la ciudad comercial de Pechina, prxim a a Alm era, en la que se establece una confederacin o repblica de m arinos y m ercaderes que actan independientem ente de los emires hasta el ao 922.

    M usulm anes y cristianos

    Las com unidades cristianas, m ozrabes, que perm anecieron en las tierras ocupadas por los m usulm anes conservaron su organizacin poltica, ju rd ica y eclesistica y tuvieron sus propios jueces, recaudadores de impuestos, condes y obispos, aunque unos y otros fueran nom brados o confirmados en el cargo por los emires. La tolerancia m usulm ana se explica por la superioridad cultural de obispos y condes cristianos cuya colaboracin es necesaria para el gobierno de ciudades y distritos dado que rabes y berberes son ante todo m ilitares, carecen de preparacin y prefieren, en todas las zonas conquistadas, m antener el aparato adm inistrativo de pocas anteriores. Esta tolerancia hacia los cristianos se halla, adem s, expresam ente ordenada en el Corn y se ve favorecida por el inters de los m usulm anes en que no desaparezca la im portante fuente de ingresos que representan los impuestos territoriales y personales pagados por los no creyentes. Tolerados, los cristianos no disfrutan de los mismos derechos que los m usulm anes: se les pro- hiben las manifestaciones externas de culto, la construccin y reparacin de iglesias y monasterios y cuando es necesario, como en Crdoba, se les obliga a ceder la m itad de la iglesia de San Vicente para utilizarla como m ezquita.

    Pese a estas limitaciones, la Iglesia hispnica m antiene su unidad hasta fines del siglo vm , bajo la autoridad del m etropolitano de Toledo cuya au toridad sobrepasa los lmites de los dominios m usulm anes y se extiende a las com arcas asturianas y a la zona de Urgel, controlada por los carolingios. La reduccin de la autoridad toledana a los lmites polticos m usulm anes tiene motivos religiosos y causas polticas. En su deseo de hacer entender a los m usulm anes el dogm a trinitario, el monje Flix lleg a afirm ar que Jesucristo era hijo adoptivo de Dios en cuanto a la hum anidad, aunque no en cuanto a la divinidad, y, nom brado obispo de Urgel en el ao 782, Flix logr que sus teoras fueran aceptadas por los obispos m ozrabes reunidos en el concilio de Sevilla del ao 784. La decisin del Concilio no fue aceptada por el presbtero Beato de Libana y el obispo Eterio de Osma, en el reino astur,

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    ni por los eclesisticos francos dirigidos por Alcuino de York p ara quienes Cristo en cuanto a las dos naturalezas, divina y hum ana, es hijo nico y p ro pio de Dios.

    La oposicin religiosa encubre o se tie rpidam ente de motivaciones po lticas: Beato y Eterio son partidarios del pretendiente astur, Alfonso el Casto, que se opone a la poltica de sumisin a Crdoba m antenida por sus an tecesores. La rup tura de los lazos eclesisticos con al-Andalus responda al m alestar de los astures, sometidos por la incapacidad de sus reyes al pago de tributos a los m usulm anes, y la escisin eclesistica fue seguida de la subida al trono de Alfonso II y de la reanudacin de las hostilidades entre as- tures y m usulm anes. Flix de Urgel no cuenta, en cambio con el apoyo sino con la enemiga del poder poltico carolingio que le oblig a retractarse y lo conden a perm anecer lejos de su obispado, al que se enviaron monjes y clrigos francos que incorporaron el territorio religiosa y polticam ente a los dominios carolingios. En adelante, la ocupacin poltico-m ilitar de tierras por los cristianos ir siempre acom paada de la incorporacin de sus iglesias o sedes a la organizacin eclesistica del conquistador, y la autoridad del a rzobispo toledano quedar reducida a los dominios m usulm anes. En la Edad M edia no hay independencia poltica sin independencia eclesistica.

    La prdida de la influencia religioso-poltica de la je ra rq u a eclesistica fuera de las tierras dom inadas por el Islam, la fijacin del derecho-religin islmicos ocurrida por los mismos aos y el afianzam iento del dom inio m usulm n no dejaron de repercutir en la situacin de los m ozrabes, que aban donan en gran nm ero el cristianismo, especialmente en el campo. Es posible que la tolerancia de los emires dism inuyera por esta poca a instigacin de los alfaques y por la colaboracin m ilitar existente entre los rebeldes de M rida (m ulades y cristianos) y Alfonso II de Asturias. Al mismo tiempo, los servicios de los cristianos como adm inistradores cada vez son menos necesarios al reanudarse los contactos del Islam hispano con Oriente, de donde llegan personas cultural y tcnicamente m s preparadas, que ejercen una destacada influencia sobre los m usulm anes y sobre los mismos m ozrabes.

    Contra esta dependencia y sumisin cultural, contra la islam izacin creciente en el vestido, en las costumbres e incluso en la religin, reaccionan los m ozrabes intransigentes dirigidos por Eulogio y Alvaro de Crdoba que incitan a sus correligionarios a hacer profesin pblica de su fe y a com batir la religin islmica, lo que lleva consigo la pena de muerte. Abd al-Rahm n II (822-852) intenta evitar por todos los medios la extensin del conflicto, pero los m artirios voluntarios continuaron y el em ir recurri a la convocatoria de un concilio en el que se hizo representar por el cristiano Gmez, re caudador de impuestos. En este concibo (Toledo, 852) los obispos, con la excepcin del cordobs Sal, prohibieron a los cristianos buscar el m artirio por cuanto equivala al suicidio, pero ni la decisin conciliar ni la postura pacificadora del nuevo em ir im pidieron que continuaran las manifestaciones p- bbcas de protesta dirigidas siempre por Eulogio, elegido arzobispo por los

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    toledanos. Slo con la destruccin del monasterio de Tbanos, centro del m ovimiento m ozrabe, y la ejecucin de Eulogio (859) finaliz la exaltacin m stica que haba puesto en peligro la convivencia entre cristianos y m usulm anes de al-Andalus. De estos aos data la afluencia masiva de clrigos y m onjes m ozrabes a los reinos cristianos del Norte, que les debern su organizacin poltica y cultural segn el modelo visigodo.

    Los reinos y condados del Norte

    La ocupacin de la Pennsula no fue total: los m usulm anes, reducidos en nm ero, se asientan en las zonas m s frtiles y en las dem s establecen guarniciones o envan espordicam ente grupos arm ados cuya misin es recordar la necesidad de pagar los impuestos y prevenir cualquier intento de em ancipacin. La resistencia a los m usulm anes la inician las tribus del Norte mal dom inadas por los visigodos, y sern los astures quienes consigan la prim era victoria conocida frente a uno de estos grupos militares. Esta victoria ser m s tarde m itificada por los cronistas cristianos que convierten Covadonga en una gran batalla de la que hacen partir la reconquista cristiana cuando en realidad no fue sino una simple escaram uza ignorada por los m usulm anes, que no sern inquietados seriamente hasta fines del siglo viii.

    La derrota de los berberes y una prolongada sequa en la Meseta du rante los aos 750-753 redujeron m ucho la poblacin de esta zona e hicieron posibles los avances de astures y cntabros cuyo rey, Alfonso I, desm antel las guarniciones m usulm anas del valle del Duero y traslad a los cristianos de esta regin a las zonas m ontaosas; entre m usulm anes y cristianos se extiende en adelante una am plia zona de nadie que slo ser ocupada por los ltimos cuando el aum ento de la poblacin lo perm ita y lo haga necesario, a m ediados del siglo EX. Si hasta ahora hemos hablado de astures y cntabros al referirnos a la poblacin del Norte no sometida a los m usulm anes, la incorporacin de los hispanovisigodos del Duero modifica la situacin: las tribus m ontaosas sern sustituidas por un reino, el astur, en el que predom inan poltica y culturalm ente los visigodos; la guerra de los hom bres de la m ontaa contra los del llano ser sustituida paulatinam ente por la lu cha entre cristianos y musulmanes.

    En los ltimos aos de su reinado, Abd al-Rahm n I logr la sumisin de los reyes asturianos que, sin duda, se sometieron al pago de tributos hasta que se produjo la escisin adopcionista y subi al trono astur Alfonso II (791-842) en cuyo reinado se sita la leyenda, con base real, de las cien doncellas que los cntabroastures estaban obligados a dar cada ao a los cordobeses hasta que el apstol Santiago derrot a los m usulm anes en la legendaria batalla de Clavijo. La leyenda se hace eco de la progresiva independencia astur, facilitada por las sublevaciones m ulades de M rida cuyo jefe, M ahm ud, tuvo el apoyo astur tal como lo tendrn en el siglo EX y en los p ri

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    meros aos del x los rebeldes de M rida, Toledo y el Valle del Ebro cuyas acciones m ilitares im piden a Crdoba hacer frente a los avances territoriales de Alfonso II y de sus sucesores que extienden sus dominios hacia Galicia, el Valle del Duero y el valle del alto Ebro donde se incorporan al reino los vascos occidentales. Si las sublevaciones m ulades se hallan en la base de la expansin territorial, la reaccin contra los m ozrabes y la llegada masiva de monjes y clrigos al Norte m odifican profundam ente el carcter del reino cristiano, cuyos dirigentes com ienzan a considerarse sucesores de los visigodos y pretenden, bajo la influencia m ozrabe, restaurar en sus dominios la organizacin visigoda y reconstruir la unidad del territorio antiguam ente dom inado por los reyes germanos.

    Los m ontaeses occidentales han podido organizarse y avanzar hacia el Sur con relativa facilidad gracias a las sublevaciones berberes y m ulades, al escaso inters de Crdoba por estos territorios, a la reducida poblacin m usulm ana asentada en el Valle del Duero y a la aportacin dem ogrfica y cultural de los m ozrabes. La situacin es distinta en la zona pirenaica donde a los m ontaeses se opone una poblacin m usulm ana im portante establecida en el Valle del Ebro. La poblacin de los valles pirenaicos, sometida al pago de tributos como nico smbolo de su dependencia respecto a los m usulm anes, se halla reducida a sus propias fuerzas hasta, que los carolingios logran ocupar el reino de A quitania y la regin narbonesa (la Septimania visigoda, dom inada por los m usulm anes) entre los aos 759 y 768.

    Para evitar el peligro de nuevas penetraciones m usulm anas en estos territorios, Carlomagno necesitaba controlar los pasos pirenaicos y una am plia franja en el sur que sirviera de freno a los ataques islam itas y perm itiera organizar la defensa de las tierras situadas al norte; el prim er intento fracas al ser derrotadas las tropas carolingias en Roncesvalles, pero el prestigio del em perador y la existencia de im portantes ncleos de hispani (visigodos) en su reino harn que los habitantes de Gerona y de Urgel, sublevados contra el em ir, soliciten la ayuda franca a la que responden los cordobeses con el envo de tropas que saquearon las com arcas francas situadas entre Toulouse y N arbona (793). La reaccin m usulm ana puso de manifiesto una vez m s la necesidad de dom inar los Pirineos cuyas guarniciones sern sistem ticamente atacadas por los carolingios, que a principios del siglo IX controlan los Pirineos desde N avarra hasta Catalua y crean diversos condados de los que slo los orientales, los catalanes, se m antendrn bajo el dominio franco; en Aragn y Pam plona, los condes carolingios sern rpidam ente expulsados con ayuda de los m ulades del Valle del Ebro y se crear un condado y un reino independientes de Crdoba y del m undo carolingio.

    La alianza Pam plona-m ulades est dirigida tanto contra los cordobeses como contra los carolingios y se m antiene m ientras el Imperio es una am enaza; desorganizado ste a la m uerte de Carlomagno y de su hijo Luis el Piadoso y acrecentada en exceso la fuerza m ulad, la afianza desaparece y se inicia un perodo de intervencin astur cuyos reyes apoyan a Pam plona con

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    tra los m ulades o se alian a stos contra los cordobeses buscando en todo m om ento que en el Valle del Ebro haya un a fuerza insuficiente p a ra in qu ietar al reino astu r pero capaz de hacer frente a los ataques cordobeses contra el reino, realizados desde el Valle del Ebro desde el m om ento en que fueron desm anteladas las guarniciones de la M eseta po r Alfonso I y el Valle del Duero se convirti en un desierto estratgico en el que era difcil av ituallar a los ejrcitos en cam paa. D urante las grandes sublevaciones m ulades de fines del siglo IX y com ienzos del x los reyes astures apoyan a los rebeldes del Ebro frente a C rdoba y cuando stos se m uestran in ca paces de restau ra r el antiguo reino m ulad, Alfonso III refuerza sus a lian zas con Pam plona donde consigue im poner una nueva d inasta, la de los Jim eno, cuyo p rim er rey, Sancho Garcs (905-925) abandona la poltica defensiva de los A rista y, seguro del apoyo astu riano por el oeste, adelan ta sus fronteras hac ia el sur, frente a los rabes, y hacia el este, cerrando el paso a los aragoneses que se vern obligados a acep tar la proteccin de Pam plona.

    En las com arcas catalanas, la presencia carolingia fue ms duradera y su historia durante el siglo IX est directam ente relacionada con la del Im perio Carolingio. Los condes, sean francos o hispanos, tienden a hacer hereditarios los cargos, intervienen en las guerras provocadas por el reparto del reino entre los hijos de Luis el Piadoso y, finalmente, actuarn con total independencia desde fines del siglo, al igual que el conde de Flandes, los duques de Borgoa o A quitania y el m arqus de Toulouse. El nm ero de condados catalanes vara continuam ente en funcin de la acum ulacin de condados hecha por los reyes p ara prem iar a sus fieles o p ara facilitar la defensa del territorio contra los m usulm anes, y en funcin igualm ente de las divisiones hechas por los condes entre sus hijos: en el ao 812, Roselln, Urgel-Cerdaa, A m purias, Gerona y Barcelona tienen su propio conde; tres aos ms tarde, Barcelona-Gerona y Roselln-Ampurias estn unidos; a su m uerte, en el ao 897, Vifredo divide entre sus hijos los condados de Urgel, Cerdaa-Besal, Barcelona-Gerona-Vic..., y las divisiones y acum ulaciones continuarn en el siglo X aunque se m antiene la unin Barcelona-Gerona-Vic que ser el centro de la futura Catalua. De la m ism a form a que Vifredo busca desvincularse de la iglesia franca, cada conde aspira a tener su propia sede episcopal porque sin controlar al clero no hay independencia, y cuando no es posible crear nuevos obispados se construyen monasterios como el de Eixalada-Cuix que hacen las veces de sede episcopal.

    M ientras los cristianos se m antienen en las zonas m ontaosas del Norte, los m usulm anes se lim itan a enviar contra ellos expediciones que se reducen a exigir el pago de tributos o, en el peor de los casos, a destruir cosechas y apoderarse del ganado, pero en ningn caso intentan poner fin a la existencia de estos ncleos cristianos que, al am paro de las sublevaciones m ulades, adelantan sus fronteras y consolidan sus dominios m ediante la instalacin de pobladores en las tierras conquistadas. La colaboracin entre cristianos

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    del Norte y m ulades y la alianza astur-pam plonesa agravan el peligro para Crdoba y Abd al-Rahm n III (912-961) se opondr por todos los medios a la consolidacin de las nuevas fronteras que por el lado astur-leons sobrepasan el Duero y por el navarro se extienden hasta el ro Aragn y la Rioja Alta. Sin em bargo, antes de llevar a cabo cualquier accin decisiva contra los cristianos el em ir cordobs deber controlar A ndaluca, agitada por las revueltas de m ozrabes y m ulades, dom inar las sublevaciones fronterizas y hacer frente a los fatimes que, desde el Norte de Africa, am enazan el comercio andaluz y pretenden sustituir a los omeyas al frente de al-Andalus.

    Abd al-Rahm n dedica los prim eros aos a poner fin a la sublevacin de Bobastro y a reincorporar Pechina, Sevilla y G ranada; slo despus podr derrotar en V aldejunquera (920) a los leoneses (la capital se ha trasladado a Len a comienzos del siglo x) y navarros. Pacificado al-Andalus y controlados los ncleos cristianos, el em ir podr concentrar sus fuerzas en la lucha contra los fatimes cuya presencia en el Norte de Africa era extrem adam ente peligrosa: su fuerza poltico-m ilitar puede paralizar el comercio omeya y en una segunda fase destruir el emirato; sus doctrinas religiosas, en cuanto igualitarias, pueden provocar nuevas sublevaciones m ulades y en cuanto niegan la legitim idad del poder de todo aquel que no descienda de Ftim a, la hija del Profeta, y de su m arido Al, suplantado por el prim er omeya, atacan directamente a la dinasta hispana.

    La naturaleza del peligro hace que Abd al-Rahm n lo com bata por m edios religiosos y militares: en el prim er sentido hay que interpretar el desenterram iento de los cadveres de ibn Hafsn y de su hijo Chafar, convertidos al cristianism o, y su traslado a Crdoba para ser expuestos pblicam ente y ultrajados por la plebe. La m edida es doblemente poltica: pone de manifiesto la suerte que espera a los sublevdos y satisface a los alfaques, que pueden descargar su odio sobre los renegados y, al mismo tiempo, adm irar la religiosidad del emir. Frente a los fatimes, que han negado la legitim idad del poder omeya y se han titulado califas, sucesores del Profeta y jefes de todos los creyentes, Abd al-Rahm n adopta el ttulo de califa (929) que realza su autoridad frente a los que discuten su poder en la Pennsula y fuera de ella, y rom pe los vnculos que todava unan al-Andalus con Oriente. Simultneam ente a estas operaciones de prestigio, las tropas cordobesas conquistan Ceuta y M elilla (927-931).

    La eleccin de Ceuta como centro de las operaciones contra los fatimes se debe a su im portancia estratgica y econmica; es el lugar apropiado para iniciar un desembarco en la Pennsula y uno de los puntos term inales de las caravanas que, desde el centro de frica, llevan el oro sudans hasta el Mediterrneo. Una vez dificultado el posible desembarco fatim y asegurada la continuidad del comercio andaluz, el califa omeya no tiene inters ni, quiz, fuerzas m ilitares suficientes para com batir directam ente a los fatimes y se lim ita a pagar los servicios de los berberes opuestos a los fatimes y a comp ra r la defeccin de sus aliados. Al-Andalus pone los medios econmicos y

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    los combatientes son berberes que extienden el dominio omeya a las com arcas situadas entre Argel y el Atlntico desde el ao 931 al 953. La reaccin fatim puso fin a estas conquistas pero no consigui apoderarse de Ceuta y cuando los xitos fatimes en Egipto (969) los alejaron del Atlntico, los ome- yas recuperaron el control poltico y econmico del Norte de frica donde reclutaran m ercenarios berberes que jun to a los esclavos procedentes del Centro de Europa form arn el grueso del ejrcito utilizado por los califas para asentar su autoridad en al-Andalus y com batir a los cristianos del Norte.

    La ocupacin de Ceuta coincidi con la reanudacin de las cam paas contra los leoneses cuyo m onarca Ramiro I haba realizado espectaculares avances y llegara a derrotar a los m usulm anes jun to a Simancas en el ao 939. Los problem as de Crdoba en el Norte de frica y las dificultades leonesas en Castilla, cuyo conde pretenda actuar con total independencia, obligaron a dism inuir la actividad m ilitar en la frontera cristiano-m usulm ana. Resueltos los problem as norteafricanos la rivalidad entre castellanos y leoneses, en la que se ven m ezclados los navarros, fue utilizada por Crdoba para afianza r su hegem ona en todo el territorio peninsular.

    Desde mediados del siglo, los califas actuaron como rbitros en las disputas entre cristianos ayudando a nom brar y deponer reyes, m anteniendo tropas en las zonas del Norte y exigiendo el pago de sus servicios, pero la sumisin cristiana no fue total: en algunos momentos los castellanos atacan las fronteras m usulm anas e incluso llegan a form ar una coalicin de leoneses, castellanos, navarros y catalanes contra al-Hakam II, pero a Crdoba seguirn llegando em bajadores cristianos (rebeldes en busca de apoyo y p rn cipes reinantes que quieren dejar constancia de su aceptacin del poder cordobs) que entregan al califa, entre otros presentes, gran nm ero de esclavos en reconocimiento de su dependencia y de la superior autoridad califal.

    Durante los aos de A lm anzor la situacin se m antiene estable, pero la sumisin no garantiza la tranquilidad: el caudillo rabe, llegado al poder tras una serie de intrigas que le crean numerosos enemigos en Crdoba, culm ina su ascenso con la anulacin poltica del califa Hisham II, lo que puede aadir al grupo de sus enemigos la fuerza nada desdeable de los alfaques, de los dirigentes religiosos. Contra los prim eros, contra sus enemigos polticos, aum enta el nm ero de los mercenarios norteafricanos y esclavos europeos y modifica la organizacin m ilitar de la aristocracia rabe para prevenir cualquier sublevacin, y contentar a los alfaques suprim iendo la libe- ralizacin intelectual y religiosa iniciada por al-Hakam y dando nuevo im pulso a la guerra contra los cristianos, que servir igualm ente para obtener botn con el que pagar a los mercenarios. Ninguno de los reinos y condados cristianos se libr de los ataques de A lm anzor cuyas tropas fueron ayudadas en num erosas ocasiones por condes y reyes cristianos, que alternan la sum isin y el apoyo a los cordobeses con la defensa de sus territorios, solos o aliados a otros cristianos o a rebeldes m usulmanes.

    La ilegitim idad poltica de A lm anzor es determ inante en sus cam paas

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    m ilitares contra los cristianos y m ientras stas son victoriosas, resulta fcil m antener el equilibrio entre rabes, berberes y eslavos o esclavos, pero bastar una derrota o la adopcin de m edidas im polticas p ara desorganizar el sistema andalus, rom per la arm ona interna y provocar la guerra civil en al- Andalus, guerra que se inicia en el ao 1009 tras haber sido derrotados los ejrcitos de Abd al-Malik, hijo de Alm anzor, y haberse hecho proclam ar heredero del califa el segundo de los hijos del caudillo rabe. Esta m edida, dado el carcter religioso del cargo califal le opone a los alfaques, le enajena el apoyo popular y polticamente suscita el descontento de la aristocracia rabe con cuya sublevacin se inicia un largo perodo de inseguridad que culm inar en la desaparicin del califato (1031) al instalarse en Crdoba un gobierno dirigido por los notables de la ciudad y estar dividido el territorio entre los jefes m ilitares rabes, berberes y eslavos o esclavos.

    El Im perio de los clrigos leoneses

    Para los clrigos m ozrabes refugiados en Len, el m onarca leons, en cuanto sucesor de los reyes visigodos, era el nico rey legtimo de la Pennsula, y su prim era obligacin consista en ocupar las tierras dom inadas por los m usulm anes, en reconquistar los dominios visigodos que incluyen no slo las tierras de al-Andalus sino tam bin las ocupadas por los cristianos, cuyos dirigentes han de estar sometidos a la autoridad leonesa-visigoda, sim bolizada en el ttulo de em perador concedido por los clrigos a Alfonso III (866-910).

    La designacin im perial y el concepto unitario que conlleva no pasan de ser un sueo de los clrigos m ozrabes, y la preem inencia leonesa slo tuvo consecuencias en el cam po eclesistico: en el reino leons se hallaba la sede apostca de Santiago y cuando a m ediados del siglo x un monje cataln, el abad Cesreo de M ontserrat, pretende restaurar la archidicesis de Tarragona pedir la investidura no a Roma sino a Santiago, a los obispos leoneses, que aceptaron complacidos este reconocimiento de su superioridad m ientras los obispos y condes catalanes, celosos de su independencia, se negaron a reconocer validez al nom bram iento de Cesreo.

    La unidad y hegem ona leonesa deseada por los clrigos contrasta con la realidad poltica: los avances hacia el Sur se detienen al poner fin Abd al- Rahm n a las revueltas m ulades, y los sucesores de Alfonso III tienen que hacer frente a las tentativas independentistas de gallegos, asturianos y castellanos. Las tendencias disgregadoras adquieren mayor fuerza a m ediados del siglo cuando se unifican los condados de Castilla y aum enta la fuerza del conde Fernn Gonzlez bajo cuyo m andato Castilla se independiza de Len aun que en teora siga reconociendo la superior autoridad del rey de Len sobre el conde castellano.

    A la independencia castellana se aaden las intervenciones de los m o

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    narcas navarros cuya colaboracin es necesaria p ara hacer frente a los ata ques m usulm anes desde el Valle del Ebro. A los navarros deben parte de su autoridad Ordoo II y Ramiro II, ltimo m onarca que mantuvo la unidad del reino y logr algunos xitos frente a los m usulm anes; a la reina Toda de N avarra deben el trono Sancho I o Ramiro III, aunque en estos casos la in tervencin navarra queda eclipsada por la presencia de tropas m usulm anas que actan como rbitros en las querellas entre leoneses, castellanos y na varros y estim ulan, al mismo tiempo, la independencia de los condes leoneses y gallegos. Tributario de A lm anzor fue Vermudo II (982-999) lo que no im pidi que fueran atacados Len, Astorga y Compostela por tropas m usulm anas apoyadas por condes leoneses y gallegos; Abd al-M alik, hijo de Alm anzor, decidira la tutela de Alfonso V de Len a favor del conde gallego M enendo Gonzlez en contra del castellano Sancho Garca... Desintegrado el califato de Crdoba en el prim er tercio del siglo xi, Sancho el Mayor de N avarra intervendr de nuevo en Len y ser su hijo, Fernando I de Castilla, quien ponga fin al reino leons en 1037 y lo incorpore al ahora ya Reino de Castilla.

    La independencia de Castilla se debe a una serie de factores entre los que hay que citar su carcter fronterizo y la form a de ser de sus pobladores. Los castellanos son el baluarte defensivo del reino frente a los m usulm anes del Ebro y de Crdoba, cuyos ataques a Len siguen el Valle del Ebro, y este hecho explica la unificacin de los condados castellanos p ara facilitar y coord inar la defensa. A .m edida que la guerra se aleja de Len, aum entan las diferencias entre los pobladores del reino y los del condado castellano: en Len, la relativa seguridad del territorio perm ite la instalacin de un clero y de una nobleza fuertes que am plan y concentran sus propiedades e increm entan su influencia sobre los campesinos al restaurar, por influencia de los clrigos m ozrabes, la organizacin visigoda que nunca desapareci del todo; los po bladores de Castilla proceden en su m ayora de zonas poco rom anizadas-vi- sigotizadas, de las m ontaas cantbricas y vascas en las que predom ina la libertad personal y la pequea propiedad, y la situacin fronteriza del condado no anim a a instalarse en l ni a los m iem bros de la nobleza palatina ni a la je ra rq u a eclesistica y, en consecuencia, no se produce con la m isma intensidad que en Len la dependencia de los campesinos. Las diferencias culturales y econmico-sociales justifican o estim ulan los afanes de independencia del conde castellano quien, al igual que los altos funcionarios del Im perio Carolingio cincuenta aos antes, conseguir hacer hereditarios e independientes sus dominios bajo el m andato de Fernn Gonzlez y de sus sucesores Garca Fernndez y Sancho Garca, tan pronto aliados a navarros, leoneses o m usulm anes como enfrentados a unos y otros cuando la independencia del condado as lo aconseja.

    El difcil equilibrio castellano entre N avarra y Len se m antiene durante la m inora de Garca (1017-1029) asistido por un consejo en el que predom inan los partidarios de la colaboracin con N avarra y prom etido en m atri

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    monio a la leonesa Sancha. El asesinato de Garca antes de contraer m atrimonio convirti a Sancho III de Navarra, casado con una herm ana de Garca, en heredero de Castilla no sin antes comprometerse a m antener separadas Castilla y Navarra. En virtud de este acuerdo, el condado sera regido por el segundo de los hijos de Sancho, Fem ando, que sera el prim er rey castellano a la m uerte de su padre en 1035.

    La presencia navarra en Castilla es el resultado de un largo proceso expansivo iniciado a comienzos del siglo X con la colaboracin, segn hemos indicado, de los m ulades del Ebro y del reino astur, interesados unos y otro en fortalecer a Pam plona frente a los cordobeses. El apoyo leons y la debilidad del em ir cordobs perm itieron los avances navarros hacia el Sur (Rioja Alta) y hacia el Este donde el condado de Aragn perder toda posibilidad de extenderse a costa de los m usulm anes al ser ocupado el sur de Aragn por Navarra; el enlace m atrim onial de los herederos navarro y aragons (Garca I y Andregoto Galndez) incorporara Aragn al reino aunque el condado m antenga su personalidad y su unidad adm inistrativa bajo el gobierno de nobles aragoneses.

    Sometido al igual que los dem s reinos cristianos a la tutela cordobesa y a los ataques de A lm anzor durante los reinados de Sancho II y Garca II, el reino adquiere su mayor im portancia en poca de Sancho III el Mayor (1005-1035) que puede ser considerado el prim er m onarca europeo de la Pennsula sobre cuya parte cristiana ejerci un autntico protectorado: como defensor y cuado del infante Garca de Castilla interviene en este condado y se enfrenta al m onarca leons; acta como rbitro en las disputas internas de los condados catalanes; ocupa las tierras de Sobrarbe y Ribagorza, y obtiene el vasallaje del conde de Gascua por lo que ha podido afirmarse que su reino se extenda desde Zam ora a Barcelona.

    Sancho es el protector de las nuevas corrientes eclesisticas representadas por Cluny, cuya observancia introduce en el monasterio aragons de San Ju an de la Pea y en el navarro de Leire desde los que se realiza una im portante labor de cristianizacin de navarros y vascos. A Sancho se debe la repara cin y modificacin de los caminos seguidos por los peregrinos que se dirigan a Santiago de Compostela y que introducen en la Pennsula las ideas feudales que llevarn al m onarca a dividir sus dominios entre sus hijos G arca (desde N avarra tendra un cierto poder sobre los dem s), Fem ando (Castilla), Ramiro (Aragn) y Gonzalo (Sobrarbe-Rib