MÁS ALLÁ DE LA MIRADA - sancheztostado.com · Cierto día un anciano de Castillo de Locubín,...

23

Transcript of MÁS ALLÁ DE LA MIRADA - sancheztostado.com · Cierto día un anciano de Castillo de Locubín,...

MÁS ALLÁ DE LA MIRADA

Luis Miguel Sánchez Tostado

MÁS ALLÁ DE LAMIRADA

© Luis Miguel Sánchez Tostado Primera edición, julio 2011

Portada: ComposiciónFoto 1: Sin título. Amador F. Q. 2010.Foto 2: Mirada. www.fondosgratis.com

© Editorial: El Olivo de Papel de Andalucía, S.L. C/ Herrería, 33 23650 Torredonjimeno (Jaén)Tlf.: 953 57 20 40e-mail: [email protected]

Depósito Legal: J-980-2011ISBN: 978-84-937468-4-1

Imprime: Gráfi cas “La Paz de Torredonjimeno”, S.L. www.grafi caslapaz.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográfi cos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A mis hijas Sonia y Virginia.

A PilarPalazón Palazón, mi querida profesora de Lengua y Literatura

quien, 36 años después, aún corrige los textos a su alumno.

Esta novela está basada en una historia real que acaecióen las provincias de Jaén y Granada entre 1898 y 1901.

“Vi subir del mar un monstruo que tenía siete cabezas y diez cuernos. En cada cuerno tenía una corona, y en las cabezas tenía nombres ofensivos contra Dios...” (Apocalipsis 13:1)

– 13 –

1

Gotas de agua se precipitan del techo de la gruta emitien-do notas sepulcrales sobre los charcos. Determinan, en su mu-sical perseverancia, espacios de honda quietud y silencio. Una fi gura torva avanza por el pasadizo alumbrando sus pasos con una tea. Observa con atención las paredes de la caverna y se sitúa en el punto preciso. Desplaza un peñasco que posee una marca discreta, casi imperceptible. Introduce la mano en la cavidad oculta y extrae un pequeño zurrón. Con parsimo-nia, libera el cordón que lo ata. Un revólver Webley calibre 38, una caja con munición y un cuchillo. Acaricia el arma y la examina con detalle por ambos lados, desde las cachas hasta el punto de mira. La sitúa a la altura de los ojos, encañona un objetivo invisible y aprieta el gatillo. El chasquido metálico resuena por la galería. Descubre el tambor giratorio y, con so-brecogedora serenidad, introduce las balas en sus seis huecos. Después centra su atención en el puñal arrebatándose en su deslumbrante brillo. Filo, contrafi lo y punta. Con solemnidad desliza la yema del índice por la afi lada hoja. Brota una gota oscura. Contempla absorto el hilo de sangre antes de introdu-cir el dedo en la boca. Sin perder de vista el fulgor metálico, como si de un espejo se tratara, observa a través de él sus la-bios manchados de sangre. Busca sus ojos ladinos en el refl ejo del acero y en su imagen se deleita. Penetrantes, de ojeada

– 14 –

poseída y gélida. El mal se encontraba al otro lado del brillo, instalado en la mirada de aquel refl ejo maldito que no dejaba resquicio para la compasión. Tras unos segundos cautivos por cavilaciones inconfesables, oculta las armas entre sus ropajes, apaga la tea y desaparece por donde la luz ciega el mundo de las tinieblas.

Se supo, por las jácaras de los viejos, que en aquel cubil infecto la bestia planeó sus añagazas. Fue allí donde aguardó paciente el momento de abalanzarse sobre su presa y donde tomaron cuerpo las sombras de la tragedia. Corría el año de gracia de 1898.

– 15 –

2

Fui todo el viaje abstraído, intentando poner rostro al an-ciano que iba a visitar. Por teléfono su voz era quejumbrosa, quebrada por los años, pero seductora y erudita. En nuestras conversaciones telefónicas siempre dosifi caba sus palabras cuidando de obviar datos comprometidos. A fi n de cuentas yo no era más que un extraño. Su nombre era Virgilio. Me re-servaré sus apellidos, aunque no ha de tardar el lector en en-tender los motivos. Don Virgilio, como gustaba ser llamado, mostró en ciernes una áspera cortesía trufada con refl exivos y prolongados silencios que sugerían una actitud más reticente para hablar que para prestar oído. Eran precisamente aquellos silencios los que delataban su conocimiento sobre el caso en el que me encontraba trabajando desde hacía tiempo. Estaba convencido de que conocía mucho más de lo que me dio a entender.

Sobre aquella vieja historia conseguí localizar, tras meses de intensa búsqueda en archivos y hemerotecas de Jaén, Grana-da y Madrid, algunas crónicas de periódicos de la época. Tuvo un importante impacto mediático. En cambio, la documenta-ción judicial había desparecido como por ensalmo. Siempre se dijo que alguna mano interesada sustrajo aquel comprometi-do sumario. Pero había fl ecos que se me escapaban, episodios que no conseguía documentar debido al tiempo transcurrido,

– 16 –

nada menos que ciento trece años. No era la primera vez que caía víctima de mi obstinación, aunque reconozco que, entre los ensayos históricos que realicé, de los episodios históricos que estudié, sin duda con éste sufrí el subyugante abuso de la pertinancia. Tal vez porque no lograba hilvanar respuestas a tan misterioso suceso y esto, qué duda cabe, producía en mí una fascinación creciente.

Cierto día un anciano de Castillo de Locubín, municipio de la provincia de Jaén donde aconteció la historia que pre-tendo exponer, me recomendó contactar con él. Tenía ochenta y nueve años y andaba delicado de salud. No me lo pensé dos veces. Reservé un billete de tren y me dispuse a viajar a Madrid para entrevistarle. ¿Qué podía perder? Por mal que se diera la entrevista, nunca es tiempo perdido la conversación con un octogenario. De fracasar en mi empeño bien podría aprovechar el viaje para indagar en los viejos rotativos madri-leños de la Hemeroteca Nacional.

Las notas musicales de la megafonía me situaron en el tiempo y en el espacio preciso. Una voz enlatada anunció que el AVE 2281 Sevilla-Madrid iba a efectuar su entrada por vía dos. Un vahído grasiento y húmedo atrapaba el aire de la estación de Atocha. El reloj marcaba las diez horas y cuaren-ta y cinco minutos. Entregué al taxista la dirección a la que debía conducirme y, durante el trayecto, repasé la documen-tación que había fotocopiado para la ocasión asegurándome de no olvidar nada. También llevaba en el maletín uno de mis libros. Tenía por costumbre obsequiar a los entrevista-dos con algún ejemplar de mis obras en atención a su cola-boración. Solían agradecer la dedicatoria con afabilidad y, en no pocas ocasiones, la estrategia me abrió puertas y disolvió recelos. Elegí para la ocasión un ensayo sobre los maquis en Jaén que incluía la biografía de un legendario jefe guerrillero al que apodaban “Cencerro”, natural del mismo municipio

– 17 –

que don Virgilio, a quien muy posiblemente debió conocer en su juventud.

– Siete cincuenta y cinco, por favor –solicitó el taxista.– Un edifi cio antiguo – dije observando la fachada mo-

dernista.Dicen que en otro tiempo vivía en esta calle la fl or y nata

de la sociedad madrileña. Gente con perras –añadió el taxista frotando el pulgar y el índice.

Ante el frontispicio, una amplia escalinata de piedra gas-tada a la que habían adosado, en un lateral, una deslucida prótesis en forma de rampa metálica para disminuidos. En la parte superior de la inmensa puerta de hierro fundido, engar-zada en caprichosos ornamentos de forja carcomidos por la herrumbre, podía leerse el año de construcción: 1902. El ma-jestuoso edifi cio aún conservaba la impronta de la infl uyente burguesía madrileña de principios del XX. Hermosos ajime-ces y caprichosas balconadas inspiradas en las corrientes eu-ropeas del Art Nouveau, por entonces un arte costoso por la profusión de elementos decorativos. Hoy en día los residentes de estas viejas fi ncas son familias de clase media-baja, la ma-yoría inquilinos de rentas antiguas por el pésimo estado de los inmuebles, algunos de los cuales llevan decenas de años sin rehabilitarse. No era el caso de don Virgilio, uno de los pocos propietarios que heredó de sus padres la vivienda en la que llevaba residiendo más de sesenta años.

El portero automático sonó estrepitoso.– ¿Bueno? –contestó una mujer con acento hispano.– ¿Vive aquí don Virgilio?– ¿Quién es?– Soy Luis Miguel Sánchez. Hablé con él por teléfono hace

un par de días y...

– 18 –

– Aguarde un momento -interrumpió.Tras interminables segundos la puerta automática se

abrió.– Pase. Es el prinsipal izquierda.Abrí la pesada verja acristalada y me adentré en la atmós-

fera rancia de un viejo zaguán en el que levitaban efl uvios de avecrem y puchero caliente. El portal, embaldosado en aje-drez, presentaba buena parte de sus casillas desportilladas. Un ascensor de mecanismo digital sustituyó al viejo elevador de cadenas y contrapesos que antaño se ubicaba en el hueco de la escalera. Lo supe porque aún se conservaba, junto al pa-samanos, la jaula metálica original. La escalinata, en forma de espiral, ascendía hacia los rellanos a través de gastados mam-perlanes de madera. Dos pisos por planta.

Una mujer de piel atezada y blanca sonrisa, entrada en años y mestiza para más señas, me hizo pasar a un vestíbulo gigantesco. Era un piso palaciego, amplísimo, de los que sólo pueden encontrarse en predios construidos en tiempos en los que la especulación urbanística aún no se había conjurado en deliberado contubernio. La mujer me condujo por un pasi-llo kilométrico en cuyas paredes pendían lienzos con temas clásicos y apliques de lágrimas de cristal de los que sobresa-lían, de forma aparatosa, bombillas de bajo consumo. Al fi n la empleada abrió la puerta de la estancia. Allí estaba él, detrás de la mesa de su antiguo despacho, embutido en su batín de franela, sentado en una silla de ruedas eléctrica. Su aspec-to era desmedrado, famélico. La tez cadavérica. Calzaba un gesto grave, una dentadura sospechosamente perfecta y una mirada penetrante y escrutadora. Era enjuto, bigardo, como los gentilhombres del Greco. Su impronta sugería una silueta esbelta, incluso fornida en otro tiempo. Rostro aguileño, na-riz fi na, ojos encapotados, concentrada pupila, carácter vivaz,

– 19 –

talento ágil. Sus labios delgados le otorgaban una expresión seca a su fi sonomía, y su cabello blanco, sedoso y fi no, pare-cía una tela de araña cuidadosamente peinada hacia atrás. No obstante su aspecto, aunque lánguido por su salud precaria, era pulcro y cuidado. El bigotito de lápiz, geométrico, su pro-longada perilla cana, como de chivo, y un pañuelo de seda en torno al cuello les conferían una distinción quijotesca, como si tratase de compensar su disminuida situación con la callada pretensión de su meritoria trayectoria. Me saludó con afabi-lidad sardónica y estreché su mano fi na, de buena crianza, aunque gélida y sarmentosa. Olía a after shave mentolado y a naftalina. La impresión fue la de un fantasma meditabundo que vivía sumido en un pasado de tristeza muda. Pasaba la mayor parte del día en aquel viejo despacho en el cual, duran-te muchos años, ejerció la abogacía de forma brillante pues llegó a ser, según supe, uno de los letrados más solicitados de la tecnocracia madrileña.

El amplio despacho de nogal, que deduje herencia de sus ancestros, era de madera tallada con yelmos y arcabuces. Te-nía entendido que el padre de don Virgilio fue un reputado letrado quien, tras años de ejercicio en el turno de ofi cio en Jaén y Granada, se afi ncó en Madrid donde prosperó con bri-llantes defensas en procesos que dieron mucho que hablar en su tiempo.

Tras la mesa había un sillón semejante a un trono pero lo habían relegado no hacía mucho tiempo dejando espacio para la silla de ruedas. Delante, dos butacones de estilo isa-belino tapizados en terciopelo granate. Encima de la mesa un bades con las esquinas oxidadas sobre el que descansaba un ejemplar del ABC con mailing adhesivo de suscripción, una historiada escribanía moteada por el paso del tiempo, un vie-jo teléfono y una pila de libros amarillentos con multitud de papelitos a modo de señaladores. Sobre ellos un pisapapeles

– 20 –

de conchas marinas. Tal era la amplitud de la estancia que aún quedaba espacio generoso para un viejo sofá de piel, una mesita de cristal y un antiguo tablero de ajedrez con piezas de marfi l, juego al que, según supe más tarde, don Virgilio tenía gran afi ción.

Dos paredes estaban cubiertas por librerías con anaqueles colmados en los que dormitaban viejos volúmenes, la mayo-ría de un ambarino pajizo entre los que abundaban obras de derecho y compendios legislativos que ya no rigen designio alguno. En otra pared un vistoso bargueño de taracea. Sobre él un antiguo reloj de péndulo y varios títulos descoloridos en un sepia añoso. A la derecha, en punto elevado, un crucifi jo. Bajo él, fotografías enmarcadas entre las que distinguí algunos personajes del tardofranquismo. En una de ellas identifi qué a Antonio María de Oriol y Urquijo, ministro de Justicia a fi na-les de los sesenta. En otra a Laureano López Rodó, abogado y catedrático, nombrado ministro de Asuntos Exteriores por Carrero Blanco a principios de los setenta. Ambos, por sepa-rado y juntos, posaban junto a un grupo de abogados y jueces con toga entre los que distinguí a un don Virgilio cuarentón, sin duda en la cima de su éxito profesional.

En aquel vetusto despacho madrileño el aire era espeso, inundado por un rancio aroma a papel en reposo que sugería años de documentos acumulados y libros que envejecían a la misma velocidad que su dueño. La vieja máquina de escribir Underwood de teclas desgastadas, aún prestaba sus servicios escapando a la usura del tiempo. Era lo más moderno del des-pacho a excepción, claro está, de su silla de ruedas eléctrica pues, hasta el teléfono, un Western Electric de baquelita negra, aún prestaba servicio. Los ancianos no suelen desprenderse del mundo que tuvieron de jóvenes, les evoca tiempos idos de proyectos y vitalidad, de hijos y trabajo, de perspectivas y sueños. Por eso viven anclados en el pasado, cautivos de sus

– 21 –

recuerdos a los que se aferran con vehemencia. Tal vez sea ese el pábulo de sus miradas otoñales.

– Usted dirá a qué debo su inesperada visita –dijo invi-tándome a tomar asiento-. Aunque si pretende insistir sobre aquella historia, ya le advertí por teléfono que no sé más de lo que conté.

– Tenía que hacer algunas gestiones en Madrid y apro-veché para saludarle. Sentía verdadero interés en conocerle personalmente –dije tratando de otorgar a mi excusa alguna credibilidad.

– Le hablaré claro -receló con fi rmeza esbozando una mue-ca ladina-. No me agradan los halagadores circunstanciales. Soy viejo pero no idiota, así que deje de endilgarme fútiles za-lamerías. Usted ha venido, con cara de no haber roto un plato, a sonsacarme información sobre aquella historia olvidada.

Su sinceridad era demoledora. Se tramó un silencio espe-so en el que juraría que hasta la criada escuchó la estridencia de mis latidos. Me observaba con fi jeza canina y sentí que, si no me ganaba su confi anza en aquel mismo instante, habría perdido mi oportunidad y no tardaría en despacharme con viento fresco.

– Lleva razón ¿Para qué voy a mentir? –asentí ruborizado al verme descubierto por su mirada condenatoria-. He viaja-do desde Jaén exclusivamente para hablar con usted porque me consta que conoce bien aquel suceso. Debe disculpar mi obstinación, pero he perdido demasiado tiempo en archivos y hemerotecas. Tuve noticias del caso por boca de la desapare-cida Purifi cación Quesada, una paisana suya. Me lo refi rió de pasada cuando la entrevistaba para un trabajo sobre la guerra civil. Desde entonces he indagado en los archivos de Castillo, Moclín, Iznalloz y Jaén, pero no he tenido demasiada suer-te. También busqué en los fondos de la Real Chancillería de

– 22 –

Granada y en el archivo de la Casa de los Tiros. Sólo localicé un documento fechado en 1901 en un viejo libro de sentencias de la Chancillería y lo que la prensa publicó en su momento. Los testimonios orales que he recogido me aportan versiones contradictorias poco creíbles. En defi nitiva, que me encuentro en un callejón sin salida porque no logro encajar las piezas de este puzzle que, sin duda, hubiera aclarado la documentación judicial, pero ha desaparecido misteriosamente. Estoy a punto de arrojar la toalla y es usted mi última baza. Pero si no está dispuesto me marcho por donde he venido y no le molestaré más.

– Mejor así. En román paladino –sentenció despejando su ceño.

Asentí agradecido. Hizo una pausa meditada tras la cual irrumpió con una pregunta desconcertante.

– ¿Sabe jugar al ajedrez? –preguntó analizando mi desorientación.

– No. Lo siento –mentí sospechando que me arrastraría hasta el tablero para humillarme sin contemplación, pero no estaba dispuesto a perder el tiempo en pugnas ajedrecísticas.

– Una pena –se lamentó-. ¿Quién le habló de mí?– Francisco Olmo, un jubilado de Castillo de Locubín.– ¡El viejo Quico! Siempre hablando más de la cuenta. Lo

tuve a mis órdenes en la guerra. Era un chiquillo. Un buen soldado, pero su boca le perdía, y aún le pierde –se lamentó esbozando una mueca en la que me pareció adivinar un ama-go de sonrisa.

– Me consta que en su época se habló mucho de aquel su-ceso y, según dicen, usted dedicó años a su estudio.

Entornó la mirada y la perdió, sin parpadear, en un punto inconcreto del espacio, como si buscase algo en el aire.

– 23 –

– Aquello ocurrió hace mucho tiempo. En 1898. El año que perdimos Cuba. Veinticuatro años después nací yo, por lo que no puedo aportarle información de primera mano. Cier-to es que aquella historia conmocionó al pueblo y la noticia prendió como el fuego en la hojarasca. Varias generaciones heredamos la memoria de aquel suceso que poco a poco se fue perdiendo en el desván del tiempo. De universitario, los años de máxima inconsciencia, emulé el interés de mi padre años atrás y quise conocer más. No sabe cuánto me irritaba que a los castilleros nos conocieran sólo por aquel triste episodio. Poco a poco el tiempo, ese amigo fi el que todo remedia, cubrió aquella historia con el espeso manto del olvido y con los años dejó de hablarse del asunto.

– Sé que tuvo una gran trascendencia. He traído conmigo algunas noticias de la época aunque no tienen buena calidad. Son fotocopias de microfi lm. Me gustaría que le echara un vis-tazo –comenté aproximándole la documentación intuyendo que aquel anciano tenía más ganas de conversar que la fi ngi-da reticencia con la que intentaba mantenerme a raya.

Don Virgilio se ajustó las gafas en su nariz aguileña y du-rante unos segundos observó displicente las copias que ex-tendí en su escritorio. Después trazó en su boca una mueca indiferente y provocó un prolongado silencio durante el cual no me atreví ni a respirar. Más tarde comprendí que fue du-rante aquellos segundos cuando el anciano sopesó si merecía la pena prestarme su colaboración. Al cabo, alzó la mirada y me observó con sus penetrantes ojos grises.

– ¿Es todo lo que ha conseguido? –musitó esbozando una cáustica sonrisa.

Asentí en silencio.– Por favor abra el segundo cajón de aquel archivador. Al

fondo encontrará una carpeta con el título Castillo de Locubín 1898. Cójala.

– 24 –

Tomé la voluminosa carpeta y la deposité en la mesa. Contenía un buen número de periódicos antiguos descolori-dos. Había ejemplares de El Liberal, El Heraldo Granadino, El Defensor de Granada, El Popular y La Publicidad. Eran pu-blicaciones originales impresas a dos caras en grandes plie-gos de papel plegado a cuatro páginas. Más de la mitad de su espacio se dedicaba a horarios de diligencias y tartanas, servicios religiosos, ascensos, esquelas mortuorias y anuncios publicitarios. Don Virgilio los extendió en la mesa y yo tomé un ejemplar de El Defensor de Granada fechado en 1900. En seguida llamó mi atención los pequeños pregones publicita-rios de la contraportada en los que el tipógrafo exhibía sus artes con fl oreadas orlas y fi ligranas litográfi cas. Dolores de cabeza ¿sabéis cómo podréis hacer que se eviten y calmen? Con una fricción en la frente de Agua de Colonia de Orive, de venta en Farmacias y Perfumerías. Más abajo se anunciaba un tónico milagroso. Sedlitz Charles Chanteaud, el mejor de los purgantes, notable contra la constipación, la gota, los reumas, las enfermedades del hígado y estómago… Sonreía saltando de anuncio en anuncio. Almacenes San José, en surtidos para la estación se ha recibido una gran colección en piqués, batis-tas, céfi ros, brillantinas, muselinas y ricas telas bordadas para blusas, batas y matinées… Al cabo de unos minutos, tiempo que tardó don Virgilio en clasifi car periódicos y catalogar re-cuerdos, reparó en mi interés.

– Muchos cambios en cien años ¿verdad? –Ya lo creo –respondí cerrando el periódico sin dejar de

sonreír.– Aquí está casi todo. Me costó lo mío conseguir la prensa

original. Las noticias del caso están marcadas en rojo –indicó.– ¿Puedo fotografi ar?– Puede –aseveró percatándose de mi contenido asombro.

– 25 –

Mientras ajustaba el macro y disparaba el fl ash sobre cada uno de los periódicos el anciano giró su silla de ruedas para aproximarse al bargueño. Del cajón extrajo un librito antiguo de pastas descoloridas. Era una vieja novela de bolsillo de pe-queño formato, un opúsculo de no más de setenta páginas. Estaba ilustrada con litografías que recreaban algunas escenas de la historia. El monstruo de Locubín era su título.

– Se editó en Madrid en 1928 y formó parte de la popular colección La Novela Vivida –añadió don Virgilio-. Como puede ver en los años veinte aún coleaba aquel caso hasta el punto de incluirse junto a otros tan famosos como el crimen de la calle Fuencarral, el asesinato de Canalejas, el misterio de la muerte de Vicente Verdier o Jack el destripador.

– Desconocía que se hubiera escrito sobre el tema –apunté.

– No la encontrará en bibliotecas. Han pasado más de ochenta años y los folletines mediocres tienen una vida efíme-ra. La colección estaba destinada a un público ávido de impre-siones por su contenido sensacionalista. No vale gran cosa. El suceso se relata al uso de la época. Le sobra beaterío.

Tomé el libro y lo hojee con interés. Pasé suavemente las yemas de mis dedos por sus pequeñas páginas deteniéndome en sus ingenuas ilustraciones. Estaba deteriorado y sucio, sin duda pasó de mano en mano.

– ¿Por qué no fi gura el nombre del autor? –pregunté intrigado.

– Por entonces algunas editoriales pagaban miserable-mente a los escritores y se apropiaban de su trabajo hasta el punto de obviarlos incluso en la misma obra.

– ¿Es todo lo que se ha editado sobre el caso?– Creo que Emilia Pardo Bazán, espantada por el suceso,

lo refi rió en una de sus obras. También hace unos años, en

– 26 –

2002 creo recordar, un tal César Girón publicó un libro titula-do Crónica negra de Granada. Debo tenerlo por ahí –espetó don Virgilio señalando su librería-. Dedicó un pequeño capítulo a este caso, pero sólo es un breve resumen de los ecos de pren-sa, sin más profundidades. A parte de esto nadie se ocupó de ahondar en el asunto.

– Nadie no –le corregí-. Se ocupó usted.– Pero yo no publiqué nada, y cuando pude hacerlo me

tembló la mano. Mi familia tenía intereses económicos en Cas-tillo de Locubín. Por entonces había descendientes y no me atreví a remover el tema. El mismo dilema sufrió mi padre años antes. La gente quería olvidar. Además –insistió- a mi padre le afectó tanto aquel caso, que no quiso saber nada del turno de ofi cio. No fue el mismo desde entonces.

Mientras hojeaba la pequeña novela, don Virgilio, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás para leer a través de las lentes que resbalaban sobre su nariz, repasó en silencio los viejos rotativos. Durante un tiempo quedó meditabundo, sumido en evocaciones desengañadas. Podía intuirse en la forma que dibujaban sus fi nísimos labios apretados que for-maban línea cóncava en cuyos extremos las comisuras forza-ban pliegues de piel fl ácida.

– Aquellos fueron días oscuros –musitó quitándose las ga-fas-. Durante un tiempo el caso llegó a obsesionarme. Segura-mente porque mi familia lo vivió de cerca. El suceso suscitó una enorme consternación y tuvo una gran repercusión públi-ca. Durante muchos años, demasiados diría yo, fue el principal tema de conversación hasta que, de puro hartazgo, el subcons-ciente colectivo dijo basta y se empezó a olvidar el asunto. Pen-sé que nadie volvería a interesarse por esta historia.

Aquel día descubrí a un ser humano excepcional. Bajo una crisálida de amargura que emponzoñaba un corazón picado

– 27 –

por el sordo estigma de la soledad, existía un ser entrañable, sarcástico, sensible, socarrón y, sobre todo, sabio. Don Virgi-lio, que poco a poco se fue desprendiendo de su reticencia ini-cial, exhibió de forma progresiva asomos de afable hablador y, a medida que nuestra conversación avanzaba, se asentó su confi anza mostrando cada vez con menor reserva aspectos re-cónditos de su vida. Respecto al asunto que me llevó a entre-vistarle no sólo denotaba un profundo conocimiento, gozaba además de una memoria de elefante y una fascinante reten-tiva en el plano de lo concreto. Nuestro encuentro en aquel vetusto despacho madrileño supuso una gran ayuda para mi trabajo, pero sobre todo, lo más importante, su magisterio me proporcionó notables enseñanzas sobre aspectos que, deriva-dos de aquel terrible episodio, aún permanecen vigentes en la sociedad actual.

– Dígame…. –soslayó enarcando una ceja y esbozando una mirada de alta intriga- ¿Cree usted en los monstruos?

– 28 –

Don Virgilio me mostró distintas publicaciones de 1898 y 1901en las que se recogían el caso.