Melissa Good Un Viaje de Almas Gemelas 03 - El h

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El hogar está donde está el corazón Melissa Good Renuncia estándar: Estos personajes, en su mayoría, pertenecen a Universal y a Renaissance Pictures, y a cualquier otra persona que tenga intereses económicos en Xena, la Princesa Guerrera. Esto está escrito por diversión y no se pretende infringir ningún derecho de autor. Avisos específicos sobre la historia: Violencia: Hay cierta violencia. Si no, Xena se aburre y se pone a jugar con el chakram y ya sabéis lo peligroso que puede ser eso. También se hace referencia, aunque no se describe gráficamente, a malos tratos familiares. Si esto os inquieta, quedáis advertidos. Subtexto: Esta historia se basa en la premisa de que trata de dos mujeres muy enamoradas la una de la otra. Aunque no aparecen escenas gráficas, el tema está presente en toda la historia y si os molesta, haced clic en Atrás y pasad a leer otra cosa. Además, lo digo de nuevo, si el amor os ofende, mandadme unas líneas con vuestra dirección de correo normal. Esta vez he decidido enviar brownies, porque me dais mucha pena. Hasta les pondré virutas de chocolate, pero si vivís en Florida, venid a verme. Os mancharéis menos. Esto es una secuela directa de A distancia y empieza justo donde termina esa historia. Siempre se agradecen comentarios de todo tipo. Melissa Good Título original: Home Is Where the Heart Is. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2006 1 Un viento fresco soplaba entre los altos árboles que rodeaban el aislado campamento, levantaba suavemente la crin de color crema del caballo que pastaba la hierba y lanzaba caprichosamente alguna que otra chispa a la tierra prensada que rodeaba la hoguera. Tirada sobre una gruesa piel negra, una mujer rubia trabajaba esforzadamente, garabateando dubitativa en una serie de pergaminos extendidos ante ella. —Maldición. No puedo hacerlo —suspiró Gabrielle—. Es que no puedo. — Mordisqueó el extremo de la pluma que estaba usando y de repente ladeó la cabeza—.

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tercera parte de la saga

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El hogar está dondeestá el corazón

Melissa Good

Renuncia estándar: Estos personajes, en su mayoría, pertenecen a Universal y aRenaissance Pictures, y a cualquier otra persona que tenga intereses económicos enXena, la Princesa Guerrera. Esto está escrito por diversión y no se pretende infringirningún derecho de autor.Avisos específicos sobre la historia:Violencia: Hay cierta violencia. Si no, Xena se aburre y se pone a jugar con el chakramy ya sabéis lo peligroso que puede ser eso. También se hace referencia, aunque no sedescribe gráficamente, a malos tratos familiares. Si esto os inquieta, quedáis advertidos.Subtexto: Esta historia se basa en la premisa de que trata de dos mujeres muyenamoradas la una de la otra. Aunque no aparecen escenas gráficas, el tema está presenteen toda la historia y si os molesta, haced clic en Atrás y pasad a leer otra cosa. Además,lo digo de nuevo, si el amor os ofende, mandadme unas líneas con vuestra dirección decorreo normal. Esta vez he decidido enviar brownies, porque me dais mucha pena. Hastales pondré virutas de chocolate, pero si vivís en Florida, venid a verme. Os mancharéismenos. Esto es una secuela directa de A distancia y empieza justo donde termina esahistoria.Siempre se agradecen comentarios de todo tipo. Melissa Good

Título original: Home Is Where the Heart Is. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2006

1

Un viento fresco soplaba entre los altos árboles que rodeaban el aislado campamento,

levantaba suavemente la crin de color crema del caballo que pastaba la hierba y lanzaba

caprichosamente alguna que otra chispa a la tierra prensada que rodeaba la hoguera.

Tirada sobre una gruesa piel negra, una mujer rubia trabajaba esforzadamente,

garabateando dubitativa en una serie de pergaminos extendidos ante ella.

—Maldición. No puedo hacerlo —suspiró Gabrielle—. Es que no puedo. —

Mordisqueó el extremo de la pluma que estaba usando y de repente ladeó la cabeza—.

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Oye. —En su cara apareció una gran sonrisa—. Ya no puedes acercarte a mí por

sorpresa. —Se volvió de lado y observó a una alta figura de pelo oscuro que pasó por

encima del tronco y se acomodó en la piel al lado de la bardo. Un revoltoso lobezno

correteó tras ella y trató de saltar por encima del tronco, sin el menor éxito.

—¡Ruu! —protestó, hasta que la guerrera lo cogió y lo depositó en las pieles, donde

se hizo un ovillo todo contento.

—¿Quién ha dicho que lo estuviera intentando? —preguntó Xena, escurriéndose el

agua del pelo—. ¿Mmm?

—Oh, pequeños detalles, como que caminabas de puntillas fuera de mi campo visual

—contestó la bardo con una sonrisa pícara—. Ya no funciona... te he sentido. —Sus

ojos soltaban destellos alegres.

—Ya —respondió Xena—. En realidad, el río está por ahí, ¿y cuándo fue la última

vez que entré en el campamento haciendo ruido?

Gabrielle la miró.

—Mm... cierto —reconoció, riendo—. Vale, está bien. —Alargó la mano y la puso en

la rodilla de la guerrera—. Caray... has estado nadando. Brr.

Xena le dio un golpecito con la toalla.

—Sí. —Se deslizó hacia abajo y apoyó la cabeza en un codo—. ¿Qué tal va la

historia?

La bardo tiró la pluma con asco.

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—No puedo hacerlo, Xena. —Miró cohibida a Xena—. No puedo escribir una

historia sobre mí misma. Es que no puedo. —Apartó los pergaminos y se puso boca

abajo, apoyando la barbilla en las manos.

Xena la miró pensativa.

—¿Por qué? —preguntó, alargando la mano y rascando la cercana espalda de la

bardo—. Esas cosas las hiciste de verdad.

—Ya lo sé —fue la respuesta—. Es que... no sé, Xena. Es que no me salen las

palabras. —Miró a la guerrera—. No como cuando escribo sobre ti.

Xena entrecerró los ojos concentrada.

—Prueba a escribir sobre la reina amazona como si fuera otra persona —propuso,

inclinando la cabeza para mirar a la bardo—. Haz como que es alguien que no conoces.

Gabrielle se lo pensó un rato.

—Mmm... tal vez —murmuró—. Sí... eso podría funcionar. —Sus ojos verdes se

posaron en Xena—. ¿Cómo se te ha ocurrido? —preguntó, con curiosidad.

Xena enarcó las cejas y en su cara se formó una sonrisa guasona.

—Porque eso es lo que tengo que hacer yo cuando escucho lo que escribes sobre mí.

—Se echó a reír al ver la expresión de la bardo y le revolvió el pelo claro—. Finjo que

estás hablando de otra persona. —Se encogió de hombros—. Claro, que los argumentos

me suenan un poco...

Y entonces Gabrielle también se echó a reír. Meneó la cabeza.

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—Otra lección de la Princesa Guerrera. —Luego suspiró—. Una de tantas. —Pero

sonrió a Xena—. Deja que guarde todo esto. Estoy muy cansada y mañana llegaremos a

Potedaia. —Una mueca—. Creo que esta noche me va a hacer falta dormir.

Xena la observó mientras recogía sus cosas de escribir y las guardaba en su zurrón.

Estaba un poco preocupada por su compañera y no sabía muy bien por qué. La bardo

había guardado un silencio más que inusitado en el corto viaje desde Anfípolis y parecía

retraída a medida que se acercaban a su aldea natal, pero esquivaba las preguntas

diciendo que no le apetecía enfrentarse a los momentos sin duda desagradables que las

aguardaban. Lo cual podría ser cierto, pensó la guerrera. Pero ya se ha enfrentado a

muchas cosas desagradables y normalmente lo hace con mucho ánimo. Tal vez es

porque es... más personal esta vez.

Se planteó el problema seriamente, mientras Gabrielle guardaba sus cosas, tras lo

cual regresó a la piel de dormir, se sentó de nuevo y se quedó contemplando el fuego

con los brazos alrededor de las rodillas.

Xena suspiró por dentro y también se sentó, colocándose con las piernas cruzadas al

lado de la bardo, y esperó. Por fin, Gabrielle notó su intensa mirada y volvió la cabeza

para mirarla a su vez.

—Hola —dijo la mujer más joven suavemente.

—Hola —respondió Xena, echándose un poco hacia delante—. Escucha, esto no es

lo que se me da mejor, pero cuando quieras hablar de lo que te tiene preocupada, ya

sabes dónde encontrarme, ¿vale? Soy esa morena alta que lleva espada.

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—¡Xena! —Gabrielle soltó una carcajada. Entonces cometió el error de mirar de

cerca a esos ojos azules. Acabaron con su resolución como si fueran una ola del mar y

ella un castillo de arena en la orilla—. Cuando estuve en casa... la última vez... —Posó

la mirada en la piel y la toqueteó distraída—. Después de... bueno, ya sabes. —Pérdicas

—. Tuve una pelea tremenda con ellos.

Xena enarcó las cejas.

—¿Sobre? —Sobre mí, probablemente. Suspiró por dentro.

—Lo que estaba haciendo —contestó Gabrielle escuetamente—. Querían que me

quedara allí, que superara lo de Pérdicas. Papá iba a acordar... otra cosa. —Al

mencionar a su difunto marido hizo una mínima pausa, pero sin dolor aparente.

—¿Tú crees que esto se trata de esa "otra cosa"? —supuso Xena, con tono tranquilo.

Muy propio de su padre. No me cae muy bien. Pero por otro lado, ellos me odian, así

que no soy quién para juzgar.

Gabrielle asintió.

—Eso creo. —Posó la mirada en el fuego, sonrojándose un poco—. Creo que está

decidido a obtener...

Xena asintió bruscamente.

—La dote que te corresponde —dijo, con tono práctico—. ¿Cuánto quiere?

La pregunta sorprendió a la bardo.

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—Mm... no tengo... ni idea —dijo con la voz algo ronca—. De eso nunca ha hablado

con nosotras. —Hizo una pausa—. Con mi madre o con Lila o conmigo.

La guerrera estrechó los ojos, pensativa.

—¿Qué haría si me ofreciera yo a pagarla? —dijo despacio, dejando asomar una

sonrisa taimada. Vio que la expresión de Gabrielle pasaba de la preocupación a la

sorpresa, de ahí a la esperanza y por fin a la severidad.

—No le vas a dar ni un cuarto de dinar, Xena —susurró la bardo, agarrándole el

brazo—. No voy a ser comprada. —Entonces se le pusieron los ojos tímidos—. No es

que... o sea... mm... lo que quiero decir es que... —Miró a Xena—. No hay nadie...

Xena se apiadó de ella y sonrió.

—Vale... vale... tranquila. Escucha, puedes ocuparte de esto como quieras, bardo mía,

pero si crees que me voy a quedar a un lado y dejar que te casen contra tu voluntad... —

Movió las cejas—. Es que te has dado demasiadas veces en la cabeza entrenando con la

vara.

Gabrielle sonrió.

—Eso ya lo sé —dijo, riendo por lo bajo—. Supongo que me gustaría arreglarlo todo

y poder seguir considerándolos. —Se encogió ligeramente de hombros—. Y será

agradable volver a ver a Lila. A lo mejor esta vez consigo convencerla para que te diga

algo de verdad. —Miró cohibida a la guerrera—. Siento no poder decir que mi familia

vaya a ser tan simpática contigo como la tuya conmigo.

La guerrera la miró.

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—No pasa nada. Estoy acostumbrada —comentó, echándose hacia atrás y estirando

las piernas—. Intentaré no asustar a nadie. —Una pausa—. Demasiado —se corrigió—.

Ven aquí. —Abrió el brazo y Gabrielle obedeció de buen grado y se pegó a ella. Xena

alcanzó una manta y la echó por encima de las dos, sonriendo cuando la bardo se arrimó

aún más a ella y le pasó un brazo por el estómago. Tras haberlo hablado muy a fondo,

tenían una norma aquí fuera, en plena naturaleza, donde los sentidos sobrenaturales de

Xena las protegían e impedían que sufrieran daño, sentidos que no podían permitirse

embotar de ninguna manera, y eso quería decir que no podían mantener relaciones

íntimas. Era demasiado peligroso.

Pero la naturaleza física de su relación permitía darse muchos mimos y eso lo hacían

siempre que no estaban ocupadas con sus tareas o con las necesidades resultantes de

vivir al aire libre. Eso creaba un lugar cálido donde refugiarse, mientras el viento frío

cruzaba su campamento y avivaba el fuego bajo.

—Mmm —murmuró Gabrielle—. No van a poder aceptar esto. —Sus ojos se alzaron

pesarosos hacia los de Xena.

—Me lo he imaginado —dijo la guerrera pensativa—. ¿Es por ser quien soy, o por

ser lo que soy? —preguntó, mirando a la bardo con curiosidad.

Gabrielle guardó silencio un buen rato, pensándoselo. Oía los latidos regulares del

corazón de Xena bajo su oído y el ritmo apacible no había cambiado, por lo que sabía

que la pregunta no preocupaba demasiado a su compañera, pero quería hallar una

respuesta que al menos tuviera sentido.

—Pues... —dijo por fin—. Son muy tradicionales. Así que... lo que eres no les haría

gracia. —Sus labios esbozaron una sonrisa—. Pero creo que acabarían aceptándolo, si

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no fuera porque eres... mm... quien eres. —No pudo contener una risita—. Lo siento. Es

que te tienen mucho miedo.

—Bien. —Xena bostezó—. Entonces, si la cosa se desmanda, sólo tengo que hacer

esto. —Levantó la barbilla de la bardo, bajó la cabeza y la besó—. Así se distraerán el

tiempo suficiente para que escapemos a lomos de Argo.

La bardo volvió a reír.

—Oh, dioses... me estoy imaginando su cara. —Bajó de nuevo la cabeza y suspiró—.

No va a ser nada divertido. —Y cerró los ojos con firmeza.

Al día siguiente pasaron por las onduladas colinas, cruzaron antiguos bosques de tala

y se adentraron en una zona más domesticada, a las afueras de Potedaia. Xena echó un

vistazo al sol y llevó a Argo hasta un lugar sombreado, tiró de una alforja y se volvió

para mirar a Gabrielle, que contemplaba pensativa el camino, rodeando la vara con las

manos.

—Eh —la llamó la guerrera, al tiempo que sacaba pan de viaje, queso y carne

ahumada de la alforja y desataba la bolsa donde viajaba Ares, que olisqueaba muy

entusiasmado—. Venga, chico. Baja ya. —Dejó al lobezno en el suelo y le dio un

empujoncito—. Ve a llamarla.

Ares la miró, luego contempló parpadeando el lugar que le señalaba, vio a la bardo y

se puso en marcha a trompicones, muy decidido. Llegó donde estaba Gabrielle y le

clavó los dientes en la bota, tirando con fuerza.

—¡Grr!

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—¡Ares! —exclamó la bardo riendo, al bajar la mirada y ver a su atacante. Se agachó

y lo cogió—. ¿Te han enviado a buscarme? —Se volvió para mirar a Xena, que estaba

tranquilamente apoyada en Argo, mirándola—. Eso parece. —Se acercó y aceptó el

bocadillo bien hecho que le ofrecía Xena—. Gracias.

Se sentaron a la sombra la una al lado de la otra y Ares se tumbó en el regazo de

Xena, donde podía alcanzar los trocitos que le daba de su bocadillo.

—Grr. —La empujó con el morro y recibió un trozo de carne.

Gabrielle le sonrió con aire ufano.

—Lo tienes absolutamente mimado, que lo sepas —comentó—. Te tiene atrapada en

sus lindas zarpitas. —Miró a Xena, quien la miró a su vez enarcando una expresiva ceja.

—Parece que tiendo a tener ese problema —contestó la guerrera con humor—. ¿Te

dedicas a darle lecciones cuando estoy entrenando con la espada por las noches?

—¿Quién, yo? —contestó Gabrielle, con aire inocente—. ¿De qué hablas? —Miró a

Xena parpadeando, con aire de apacible curiosidad.

—Ya —fue la intencionada respuesta y entonces la bardo se agitó intentando escapar,

cuando Xena alargó la mano y se puso a hacerle cosquillas—. No sabes de qué hablo,

¿eh?

—¡Xena! —rezongó Gabrielle entre risas—. Está bien... está bien... me rindo... —

Suspiró y aguantó la respiración cuando Xena dejó de torturarla y siguió comiéndose su

bocadillo—. Algún día aprenderé.

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—Qué va —farfulló Xena con la boca llena. Bajó la mirada y le dio al expectante

Ares otro trozo de carne.

Gabrielle se rió en silencio y se acercó más, apoyando la cabeza en el hombro de la

guerrera.

—Ni te cuento la de veces que quise hacer esto cuando estaba con las amazonas. —

Suspiró, cerró los ojos y sonrió.

—¿El qué, lo de las cosquillas? —preguntó Xena, pero su tono era tierno y apoyó la

mejilla en la cabeza de Gabrielle—. Es broma. —Una pausa—. Yo también —confesó,

dejando que la oleada de calor le dibujara una sonrisa en la cara.

Se quedaron sentadas en silencio un rato cuando terminaron de comer, contemplando

el valle y dejando que la fresca brisa de la tarde las acariciara apaciblemente. Por fin,

Xena volvió a su ser con un pequeño respingo y le dio un empujoncito a su compañera.

—¿Lista? —preguntó y se fijó en la expresión distante de los brumosos ojos verdes

que se volvieron hacia los suyos—. ¿Gabrielle?

—Sí —respondió la bardo—. Lo siento... me he quedado un poco traspuesta. —Se

sacudió las manos, se levantó y se estiró, pasándose los dedos por el pelo—. Vamos. —

Se volvió y le ofreció una mano a la guerrera aún sentada—. ¿Te ayudo? —Y vio el

tierno brillo risueño de esos ojos azules, sabiendo que su compañera no sólo podía

levantarse sin ayuda, sino que seguramente sería capaz de pegar un salto y pasar por

encima de su cabeza desde donde estaba cómodamente sentada.

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—Claro —dijo Xena con tono de guasa y cogió la mano tendida, dejándose levantar

de un tirón—. Gracias. —Cogió al lobezno y lo llevó a la alforja de Argo, donde volvió

a quedar instalado y a salvo—. Bueno, tú decides. ¿Quieres llegar a caballo o a pie?

La bardo ladeó la rubia cabeza y se lo pensó.

—Aunque deteste decirlo, a caballo —confesó, con una sonrisa irónica.

—Tú misma —respondió Xena, que se montó en la silla de Argo y le ofreció la mano

—. Vamos.

Gabrielle se agarró al brazo que se le ofrecía y fue izada y colocada sobre el alto

lomo de Argo con desenvoltura. Se rió por lo bajo y pasó los dedos por la espalda y los

hombros de Xena.

—Los has ejercitado en casa, ¿verdad?

Xena sofocó una risa con un resoplido.

—O eso, o tú pesas menos. Sí... creo que sí. —Se encogió de hombros para colocarse

bien la armadura—. Ya he tenido que ajustar dos veces las hombreras.

La bardo se echó a reír.

—Tiene que ser eso, porque después de los tiernos cuidados de tu madre, te aseguro

que no peso menos. —Deslizó las dos manos alrededor de la cintura de la guerrera—.

Ya que estamos en ello, creo que hasta ha conseguido cebarte a ti un poco —bromeó,

estrujándola y dándole una palmadita en la tripa.

Xena resopló.

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—Más que un poco —reconoció—. Tampoco es que tú me hayas ayudado mucho. —

Dirigió una mirada risueña a la bardo.

Y oyó una risa sofocada como respuesta.

—Sí, ya lo sé. Pero a las dos nos hacía falta y no te ha hecho ningún mal.

La guerrera se encogió de hombros.

—Eso es cierto. Además, con todo lo que nos movemos aquí fuera, no durará mucho.

Gabrielle suspiró.

—Tienes razón. ¿Cuántas veces conseguimos descansar dos semanas seguidas?

Xena no contestó, sino que puso a Argo al trote y emprendieron la bajada al valle,

cruzando un riachuelo hasta entrar en un camino bien transitado y polvoriento entre

largas parcelas de campos de cultivo. Vieron a los trabajadores de los campos que

volvían a casa y que se detenían para mirarlas y luego volvían la cabeza. Se me había

olvidado cuánto me gusta Potedaia. Xena suspiró por dentro. Y cuánto le gusto yo a

ella.

—¿Estás bien? —miró por encima del hombro—. ¿Oye?

Gabrielle dejó de contemplar los campos y pegó la mejilla a la espalda de la guerrera.

—Estoy bien. —Intentaba no hacer caso del martilleo de su corazón y de la sensación

de náusea en la boca del estómago—. En serio. —Maldición, pensó al notar que los

dedos de Xena le tocaban la muñeca y advertir que Argo aflojaba el paso.

Xena se volvió a medias en la silla y miró a su compañera a los ojos.

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—Gabrielle, sea lo que sea lo que esté pasando, podemos con ello —dijo, muy seria.

—Sí. —La bardo soltó un largo suspiro—. Tú puedes con cualquier cosa.

Xena se quedó quieta y ladeó la cabeza.

—Nosotras, Gabrielle. Eres más que capaz de hacer frente a lo que plantee esta

situación. Lo sabes. Acabas de vencer a una amazona el doble de grande que tú a fuerza

de personalidad. Estoy convencida de que puedes con cualquier cosa. Gabrielle se

quedó mirándola. Tiene razón. ¿Por qué estoy tan asustada por esto? La costumbre,

supongo.

—Lo siento. Es... es una larga historia. —Sonrió a Xena—. Pero gracias... necesitaba

oír eso. —Una pausa—. De ti.

Y recibió a cambio una larga e profunda mirada. Por fin, Xena asintió.

—Está bien. Pero vas a tener que sacar tiempo, pronto, para contarme esa larga

historia, ¿vale?

—Trato hecho —asintió la bardo, suspirando de alivio cuando Argo emprendió la

marcha de nuevo. No... no va a ser pronto, Xena. Esta historia es mejor dejarla donde

está. En la oscuridad.

Xena refrenó a la yegua de nuevo cuando se acercaron a los primeros edificios de la

pequeña aldea. Las miradas huidizas se hicieron ahora más directas y notó que iba

adoptando su personalidad pública, pensada para transmitir el grado máximo de fría

amenaza. Funcionaba, la mayoría de las veces. Dirigió a Argo hacia la granja de la

familia de Gabrielle y no hizo caso de las miradas. Cuando ya casi habían llegado, los

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oídos de Xena captaron una voz vagamente conocida y volvió la cabeza, apretándole el

brazo a Gabrielle.

—Lila —dijo por lo bajo y en ese momento apareció la hermana de Gabrielle, que

echó a correr hacia ellas.

La bardo aflojó los brazos y soltó a Xena y la mujer más alta echó la pierna por

encima del cuello de Argo, saltó al suelo, se volvió y estuvo a punto de coger a

Gabrielle por la cintura y bajarla. Ahora tengo que andarme con cuidado con eso, pensó

desconcertada. Se ha convertido en costumbre. Y eso cuesta mucho superarlo de un

momento para otro.

Gabrielle se dio cuenta y le dirigió una fugaz sonrisa, luego saltó al suelo y salió

trotando para reunirse con su hermana.

—¡Lila! —exclamó cuando la muchacha morena la abrazó—. Cómo me alegro de

verte. —La abrazó a su vez con entusiasmo.

Lila asintió, se echó hacia atrás, agarró a su hermana por los hombros y la miró

atentamente.

—Yo también me alegro de verte, Bri. —Miró con desconfianza por encima del

hombro de Gabrielle—. Hola, Xena.

Xena contestó suavizando el tono de forma consciente.

—Hola, Lila. Tienes buen aspecto. —Y hasta consiguió medio sonreír a la hermana

más alta y morena de su compañera. Ni siquiera parecen tener los mismos padres,

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pensó, como siempre hacía. A lo mejor a Gab la cambiaron por otro bebé. La idea le

iluminó la cara con una sonrisa auténtica.

Lila le dirigió una larga mirada de aprensión.

—Gracias. —Luego se volvió de nuevo hacia su hermana—. Bri, habíamos oído que

estabas cerca. —Otra mirada a Xena.

Gabrielle asintió.

—Estábamos en Anfípolis. —Dirigió una mirada a su granja—. ¿Está él ahí?

Lila negó con la cabeza.

—En el mercado. Volverá antes de que se ponga el sol.

La bardo soltó aliento.

—Vale... pues entonces...

—Escuchad —interrumpió Xena, captando la mirada de Gabrielle y guiñándole

apenas un ojo—. Yo voy a instalar a Argo en las cuadras cerca de la posada. ¿Qué tal si

vosotras os quedáis charlando?

Gabrielle sonrió.

—Buena idea. —Intercambió una cálida mirada con ella—. Nos vemos aquí más

tarde.

La guerrera las saludó agitando la mano y se llevó a la yegua hacia el centro de la

aldea, donde había visto unas cuadras públicas. Podía, pensó, ver si los padres de

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Gabrielle querrían alojarlas a ella y a la yegua... y al pensarlo sonrió con sorna. No,

supongo que no.

Lila se volvió hacia Gabrielle en cuanto pensó que la guerrera ya no podía oírla.

—No se va a quedar, ¿verdad, Bri? —dijo con voz tensa—. Tú no...

Gabrielle retrocedió un paso y la miró fijamente.

—Sí que se va a quedar —contestó en voz baja—. ¿Qué está pasando, Lila? —La

cogió del codo y empezó a conducirla hacia la casa.

—Dioses —bufó Lila—. A padre le va a dar un ataque. —Miró hacia atrás—. No lo

comprendes.

La bardo se encogió de hombros.

—Padre envió una nota pidiéndole que me trajera aquí. No pensarás que me va a

dejar y marcharse sin más, ¿no? —¿Pero qué le pasa?—. Además, yo no me voy a

quedar.

Lila se detuvo en seco y la agarró del brazo.

—No digas eso. —Miró a su alrededor—. Tienes que quedarte, Bri, por favor.

—Está bien. ¿Qué está pasando aquí? —La voz de Gabrielle adoptó un tono drástico

que se le había pegado sin darse cuenta de su compañera—. Suéltalo. —Clavó la mirada

en su hermana y se cruzó de brazos.

Lila titubeó y tomó aliento.

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—Vamos. Creo que te vendría bien un baño caliente. —Era su antiguo código para

indicar un lugar privado donde hablar, donde sabían que nadie las oiría.

—Está bien —cedió Gabrielle—. Pero primero deja que salude a madre. —La tensión

de Lila le estaba dando dolor de cabeza por los nervios y se dijo mentalmente que debía

relajarse. Una voz entró flotando de repente en su mente. Estoy convencida de que

puedes con cualquier cosa. Oh, Xena... ¿sabías lo importante que era para mí oírte

decir eso? ¿Sobre todo ahora? Siguió a Lila hasta el pequeño porche y entró por la

puerta.

Su casa. Sintió una oleada de rabia. Contempló los familiares muebles de madera y

las polvorientas cortinas y alfombras de colores. Obra de su madre. La pequeña

habitación, con su chimenea incorporada. La mesa de madera donde había comido todos

los días de su infancia. Sillas, hechas por su padre. El hueco de la derecha que llevaba a

la habitación minúscula que habían compartido Lila y ella. Su casa. Sintió la extrañeza,

que eclipsaba a la familiaridad. Igual que en su último viaje a casa, cuando se dio cuenta

de que ya no tenía nada que ver con Potedaia.

Un ruido a la derecha. Se volvió para mirar y vio a su madre en la puerta que daba a

la cocina.

—Gabrielle —dijo la mujer mayor, despacio. Y fue hasta ella.

—Hola, madre —contestó la bardo con tono apagado y aceptó el abrazo algo rígido.

Intentó no comparar este saludo con el recibimiento que le había hecho Cirene.

Hécuba la soltó y la miró con aire crítico.

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—Ve a lavarte antes de que llegue tu padre. Y ponte ropa decente. —Una mirada

malhumorada a Lila—. ¿Has fregado ya?

—Sí, madre —contestó Lila y cogió a Gabrielle del brazo—. Vamos, Bri. —Echó a

andar y se paró en seco porque su hermana ni se movió. Se volvió y vio las primeras

chispas de rabia en los ojos de Gabrielle—. Ahora no —dijo por lo bajo y le tiró de la

falda—. ¿Por favor?

La bardo se calmó y se puso en jarras.

—Voy a bañarme, Lila, pero ésta es la ropa que uso. —Dejó que sus ojos se posaran

en los de Hécuba—. Estoy segura de que lo entenderá.

Hécuba hizo una mueca de disgusto.

—Ya veo que tu actitud no ha cambiado. —Meneó la cabeza y le dio la espalda—.

Habrá que ocuparse de eso. —Y entró de nuevo en la cocina.

—¿Quieres dejarlo? —dijo Lila con rabia, agarrándola del brazo—. ¡Vamos! —

Entonces se detuvo y se fijó en su hermana. En los músculos fuertes y tensos que tenía

bajo los dedos. En los firmes ojos verdes. La miró de verdad. Entonces...—. Puede que

tu actitud no haya cambiado —dijo, en voz baja—. Pero tú sí, ¿verdad?

—Sí —dijo la bardo suavemente—. Yo sí. —Y por fin se dejó llevar a la habitación

del baño. Lo que espero es haber cambiado lo suficiente.

Lila no dejó de parlotear alegremente mientras llenaban la gran bañera de agua que

habían puesto a calentar, comentándole más que nada los cotilleos del pueblo y cosas

así.

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Gabrielle le correspondía con cosas que había visto al llegar y en Anfípolis, que

estaba lo bastante cerca para que Lila pudiera encontrar elementos en común. Probó el

agua con un dedo y sonrió.

—Qué gusto me va a dar. —Y se quitó la ropa del viaje, se agarró al borde, saltó por

encima y se metió en el agua con un suspiro. Lila la siguió más despacio y se metió en

el otro lado, lanzando una mirada rápida a su hermana.

—Estás... distinta —dijo Lila, observándola—. Has perdido mucho peso.

Gabrielle bostezó y se miró.

—Tendrías que haberme visto hace quince días —dijo riendo—. Esto es después de

haberme atiborrado con los platos de la madre de Xena. Cocina genial. —Miró a Lila y

captó su inquietud—. Tranquila. No estoy enferma ni nada. —Se encogió de hombros

—. Es lo que pasa, supongo, cuando haces lo que hacemos nosotras.

Lila se permitió relajarse un poco. Gabrielle empezaba a sonar más como la hermana

que recordaba.

—Pareces... —Hizo una pausa—. Más fuerte —dijo sin mirarse a sí misma, a las

amplias curvas que tenía donde Gabrielle tenía sobre todo músculos perfectamente

definidos.

—Mmm... bueno, eso forma parte de ello —reconoció la bardo, girando un brazo y

contemplándoselo—. La verdad es que nunca lo he pensado. —Sonrió un poco—.

Supongo que es todo ese entrenamiento. —Una visión repentina—. Deberías ver a

Xena. Eso sí que son músculos. —Al ver la mueca de Lila, suspiró—. Vamos, Lila, dale

una oportunidad, ¿quieres?

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—Lo siento, Bri. —Lila se acercó un poco y le miró el cuello—. Es que no me cae

bien y lo sabes. —Alargó una mano y tocó la cicatriz que tenía la bardo en el cuello—.

No puedo perdonarla por apartarte de mí. Y casi te pierdo.

La bardo echó la cabeza hacia atrás y contempló el techo. Esta conversación ya la

habían tenido la última vez.

—Lila, por última vez, ella no me arrastró a ninguna parte. Yo... la seguí. Y no quise

dejar de seguirla. Seguro que la saqué de quicio durante mucho tiempo hasta que se

acostumbró. —Bajó de nuevo la cabeza y miró a Lila a los ojos—. Y pareces olvidar

que las dos seríamos esclavas, o estaríamos muertas, de no haber sido por ella, para

empezar.

Lila se echó hacia atrás, con aire perplejo.

—Ya lo sé, Bri. Es que no entiendo por qué lo haces. Sí, querías irte, pero fue ella la

que te sacó de aquí. ¿Qué Hades sigues haciendo con alguien como ella? ¿Es que te

sientes obligada porque acabó con esos soldados, incluso después de tanto tiempo?

Por qué, efectivamente, pensó la bardo, mientras se relajaba en el agua caliente. ¿Qué

le puedo decir a mi hermana que tenga sentido para ella? ¿Puedo hablarle de estar

tumbadas bajo las estrellas por la noche, descubriendo cerdos y ovejas en ellas?

¿Puedo hablarle de una persona a la que le puedo contar cualquier cosa? ¿Que

siempre me escucha? ¿Cuya sonrisa me calienta de la cabeza a los pies? No. No puedo.

—Es lo que siempre he soñado, Lila. Tú lo sabes. Quería contar historias, ver el

mundo. Pues eso es lo que estoy haciendo. —Se incorporó—. He conocido a reyes y

príncipes y héroes... ¿sabías que conozco a Hércules?

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—¿De verdad? —preguntó Lila, intrigada a su pesar.

—Sí... Iolaus y él son buenos amigos nuestros —confirmó Gabrielle—. Cuento

historias a toda clase de gente. Hasta participo un poco en las historias, a veces, porque

siempre ocurren cosas cuando Xena anda cerca.

—Eso ya lo sé —dijo Lila, poniéndose seria—. Ése es el meollo de todo esto. —Se

echó hacia delante—. Metrus, ¿te acuerdas de él?

La bardo asintió despacio.

—El comerciante. Sí, un poco pirata, en plan jovial.

—Ése es —confirmó Lila—. Te quiere. Porque cuentas historias. Cree que puede

ganar muchos dinares gracias a eso. —Bajó los ojos—. Padre ha aceptado.

Gabrielle la miró parpadeando y se incorporó del todo.

—¿¿Qué?? —Soltó un resoplido—. Debe de estar chiflado si se cree que voy a

aceptarlo.

Lila se acercó más y la agarró del brazo.

—¡No tienes más remedio, Bri! Está en su derecho, ¿recuerdas? Se ha quedado sin

dinero por... ya sabes. —Hizo una pausa—. Y... ha dicho... que no queda nada para mí

—terminó con un susurro—. Y el hermano de Metrus... estamos... —Sus ojos se

encontraron con los de Gabrielle, que se habían puesto muy fríos—. Dijo que me

aceptaría como parte del trato. Es mi única oportunidad. —Tenía los ojos desolados—.

Yo no soy guapa, como tú. Y no soy lista.

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Gabrielle se obligó a mantener la calma, a respirar hondo y a no reaccionar por lo que

decía Lila. Por un lado, quería saltar indignada de la bañera, y por otro, sentía una

profunda compasión por su hermana. Conocía, qué bien conocía, la desesperación por

salir de esta casa. Céntrate, Gabrielle. No pierdas la calma. Tiene que haber una forma

de solucionar esto, para las dos.

Dobló las rodillas despacio y se las rodeó con los brazos. Luego miró a Lila.

—No puede obligarme a hacer esto —dijo con firmeza—. Tiene que haber otro

modo.

Lila pegó una palmada rabiosa en el agua.

—¿Pero qué te pasa? Metrus te dejaría contar tus malditas historias y te mantendría

muy bien. No puedes decirme que prefieres vagabundear por ahí fuera y que

probablemente te maten, siguiendo a esa loca por todas partes. ¿Qué te pasa? Ni que

fueras una amazona o algo así.

Gabrielle no pudo evitar la sonrisa que le inundó la cara.

—Bueno, podríamos decir... —empezó y entonces sintió un cálido placer cuyo origen

conocía—. Verás, es que...

—Es la reina de las amazonas —dijo la voz grave y risueña detrás de ellas. El rostro

de Lila se nubló de rabia y sorpresa cuando Xena entró, todavía con la armadura

completa, y apoyó los brazales en el borde de la bañera—. ¿No es cierto, majestad?

—¿En serio? —bufó Lila, sin creérselo.

Gabrielle se encogió de hombros.

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—Sí —confirmó—. Es cierto. —Dejó que su hermana se debatiera con eso y volcó su

atención en su compañera, sacando un brazo del agua y apoyándolo

despreocupadamente en el brazal de la guerrera—. Bueno... ¿Argo está bien?

—Mmm... sí —asintió Xena—. Acabo de hablar con tu padre. —Dirigió una mirada a

Lila—. No se alegra nada de verme.

—Ni nadie —soltó Lila, trasladándose al otro extremo de la bañera.

—¿Y? —preguntó Gabrielle, dándose el lujo de contemplar esos ojos azules y flotar

en esa mirada un largo momento.

—Pues, resumiendo, le dije que me iba a quedar por aquí hasta que tú me dijeras que

me marchara —respondió la guerrera con calma.

Recordó la escena, en la habitación principal de esta casa. Anochecía y la casa estaba

iluminada por el fuego y las antorchas. Entró, sorprendiéndolo. Él se volvió y se

enfureció.

—¿Qué haces aquí? —le gruñó—. Podías dejar a mi hija y marcharte. No te

queremos aquí.

Xena siguió avanzando hasta pegar la nariz a la de él. Y él se dio cuenta de que tenía

que levantar un poco la cabeza para poder mirarla a los ojos. Era su mejor pose de

señora glacial de la guerra.

—Tú me enviaste una invitación. —Se sacó la misiva del brazal—. Y me importa un

soberano bledo lo que quieras.

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—Lárgate —gruñó—. Ya le has hecho bastante. —Retrocedió un poco—. Nosotros

podemos cuidar ahora de ella, Xena. Es mi hija y por fin le he encontrado un buen sitio,

después de que mataran a su anterior marido por tu culpa.

Y eso la dejó helada, porque era cierto.

—Te voy a decir una cosa —dijo—. Si consigues que Gabrielle me diga que me

marche, lo haré. —Una pausa—. Y te garantizo que jamás volveréis a verme.

Él la miró largamente y luego se echó a reír.

—¿Eso es lo único que hace falta? Muy bien. Lo tendrás. Ahora sal de mi casa.

Gabrielle resopló.

—No hay muchas posibilidades de que eso vaya a suceder —sonrió a Xena—. A

menos que primero aceptes llevarme contigo —dijo sin hacer caso de Lila, porque

percibió, de repente, que Xena estaba más alterada de lo que parecía. Había un ligero

brillo atormentado en esos ojos transparentes que dejó a la bardo muy inquieta. ¿Qué

puede haber dicho...? Oh. Pérdicas. Ya. Se me olvida que se culpa a sí misma por eso. Y

así, sabiendo que su hermana las observaba con inquieta fascinación, bajó la mano por

el brazal de Xena, hasta que sus manos se tocaron, y miró profundamente a la guerrera a

los ojos—. Jamás. —Una palabra. Una promesa. Y su recompensa fue ver cómo la

expresión atormentada desaparecía poco a poco, sustituida por un tierno afecto.

Soltando la mano de Xena, le contó lo que le había explicado Lila.

—Así que... —terminó, sacando un poco las manos del agua, sin hacer caso de las

miradas furiosas de su hermana. Con ese pequeño gesto dejó el problema en las capaces

manos de Xena, sabiendo que la guerrera aplicaría su experiencia a la búsqueda de una

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solución. Ah... ahí estaba ese ceño ligeramente fruncido, esa inclinación de la morena

cabeza, esa mirada atenta volcada de repente hacia dentro.

—Lila... —Gabrielle se volvió hacia su hermana, que estaba acurrucada al otro lado

de la bañera, clavándole cuchillos con la mirada.

Xena le dio un golpecito en el hombro.

—Me voy a instalar en la posada, antes de que tu padre se dé cuenta de que no me he

ido. —Clavó en la bardo una mirada directa—. ¿Vas a estar bien?

Gabrielle asintió.

—Sí, más o menos. Duerme un poco —añadió, dándole un empujón a la mujer más

alta.

—Tú también —dijo Xena medio riendo, revolviéndole el pelo—. Y sal de ahí antes

de que te disuelvas. —Levantó la mirada de golpe cuando Lila se levantó y salió del

agua, con movimientos bruscos y espasmódicos. Entonces su pie pisó una parte mojada

del suelo, cuando estaba a medio salir, y se resbaló de tal forma que su cabeza habría

entrado en doloroso contacto con el borde de la bañera.

La reacción de Xena fue puramente instintiva al saltar hacia delante y agarrar a la

muchacha morena por los hombros, deteniendo su caída. Luego la sujetó bien, la

levantó y colocó a Lila sobre sus dos pies.

—Ten cuidado —dijo la guerrera, apaciblemente, al tiempo que le daba a la pasmada

Lila una toalla de lino. Y eso la sorprendió de tal modo que se encontró con la intensa

mirada de Xena, muy de cerca.

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—Gracias —logró decir Lila cuando consiguió apartar los ojos de los de Xena. Se

envolvió despacio con la toalla y miró a Gabrielle, que suspiró, se levantó y salió del

agua, atrapando la toalla que le lanzó Xena.

—Adiós —dijo Xena, saludándolas con la mano de pasada, y salió por la puerta

fundiéndose con la oscuridad.

Gabrielle se secó esmeradamente y luego miró a su hermana, que tenía una expresión

rara. La bardo reflexionó, luego sonrió de repente, fue hasta Lila y se apoyó en la pared

a su lado, cruzándose de brazos. Había tomado una decisión muy rápida y esperaba

contra toda esperanza no equivocarse.

Lila alzó los ojos y se miraron un momento.

—Son de un azul increíble, ¿verdad? —preguntó Gabrielle, arreglándoselas para que

no se le viera la picardía en sus propios ojos.

Lila se puso colorada como un tomate.

—No sé de qué hablas —dijo con desdén, pero parecía que se le había pasado el

enfado.

Justo en el blanco. Dioses, Gabrielle, pero qué buena eres.

—Ya —dijo, sofocando la risa—. Mira, Lila... —Se puso seria—. Ya se nos ocurrirá

algo. —Se acercó más y se abrió un poco a esta mujer, con la que había crecido y a la

que había dejado atrás—. Haré lo que pueda por ti, eso ya lo sabes. —Alargó la mano y

tocó el brazo de Lila, donde se veía un viejo cardenal que ya estaba desapareciendo—.

Ya veo que sigue como siempre. —Ahora su expresión era muy severa.

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Lila bajó la vista y luego volvió a mirarla.

—Tropecé cuando le estaba sirviendo un plato. Fue culpa mía. —Se le hundieron los

hombros—. Yo me lo busqué.

Ahora, en la mente de Gabrielle surgió una infancia entera sometida a ese mismo

convencimiento y sintió la antigua y conocida náusea en el estómago. Basta. No soy esa

persona. Durante dos años me han enseñado que no soy esa persona.

—¿Madre ayuda en algo? —Sabía la respuesta antes incluso de hacer la pregunta.

Lila se encogió de hombros.

—Lo intenta, ya sabes. Intenta tenerlo todo lo contento que puede. —Miró abatida a

Gabrielle—. Últimamente está peor. Más cerveza, supongo. —Bajó los ojos.

—Lila, lo siento —dijo la bardo, en voz muy baja, y la rodeó con el brazo—.

Intentaré sacarte de aquí. Tendría que haberlo hecho antes.

Su hermana la miró de modo apagado.

—Sólo puedes hacer una cosa y... —Sus ojos oscuros contemplaron los verdes de

Gabrielle—. Eso no lo vas a hacer. —Su mirada se posó en el umbral vacío.

—No la odies —fue la suave súplica—. Por favor, Lila, me haces daño cuando la

odias.

Su hermana la miró largamente.

—No te lo prometo, Bri. No te prometo nada. Pero lo intentaré.

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Gabrielle asintió despacio.

—Está bien —replicó—. Será mejor que vaya a hablar con él. Para quitármelo de

encima. —Se sujetó bien la toalla y cogió su ropa.

—Ten cuidado —dijo Lila, poniéndole una mano en el brazo—. ¿Por favor, Bri? Ya

sabes cómo se pone.

La bardo se mordisqueó el labio pensativa.

—Lo sé. Tendré cuidado.

Entraron en el cuartito que las dos habían compartido de pequeñas y Gabrielle sonrió

cuando vio sus morrales pulcramente colocados encima de la cama libre. Sacó ropa

limpia y se la puso rápidamente.

—¿Cómo ha...? —empezó Lila y entonces se detuvo, al establecer la evidente

conexión. Contempló pensativa a su hermana, pero no dijo nada.

Gabrielle le sonrió para tranquilizarla, luego se pasó los dedos por el pelo aún mojado

y se dirigió a la zona principal de la casa. Cruzó por el umbral y vio a su padre sentado a

la mesa, inclinado sobre su plato.

Herodoto era un hombre grande, cuyo pelo canoso podría haber sido en otra época de

la misma tonalidad dorada rojiza que el suyo y cuyos ojos recordaban a los de ella, sólo

que eran más turbios de color. Levantó la vista cuando se acercó, la miró de arriba abajo

y meneó la cabeza.

—Siéntate —murmuró, empujando un poco la silla que tenía enfrente.

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La bardo sacó la silla y se sentó, cruzó las manos encima de la mesa y esperó en

silencio. Recordó que así se hacían las cosas aquí. En casa de su padre. Miró hacia la

izquierda de reojo cuando su madre salió de la cocina y le puso un plato delante,

posando un momento la mano ajada en el hombro de Gabrielle. La bardo la miró y

consiguió sonreír.

—Gracias —dijo apagadamente. La mano le apretó el hombro un instante, luego

Hécuba dirigió una mirada a su marido y volvió a entrar en la cocina.

Herodoto dio un bocado al pan, masticó y luego la miró.

—Quiero que vayas a decirle a esa mujer que se marche —dio la orden sin levantar la

voz y se aseguró de sostenerle la mirada mientras hablaba—. Te he conseguido una

colocación muy buena aquí y ya es hora de que vuelvas y ocupes el lugar que te

corresponde en esta familia. —Tragó un sorbo de cerveza—. Ésa es peligrosa y no

quiero problemas con ella. Ha dicho que con tu palabra bastaría. Así que hazlo.

Gabrielle respiró hondo, contemplando el plato que no había tocado.

—¿Qué dijo exactamente? —preguntó, mirándolo.

—¿Y eso qué importa? —preguntó Herodoto, secamente.

—Importa —replicó la bardo. Xena era siempre muy precisa con sus palabras y eso

podría indicarle si la guerrera se estaba marcando un farol o...

—Está bien. —Su padre se encogió de hombros—. Dijo... —Entrecerró los ojos. Su

memoria era tan buena como la de ella, aunque la usaba para otros fines—. Te voy a

decir una cosa. Consigue que Gabrielle me diga que me marche. Te garantizo que jamás

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volveréis a verme. —Abrió los ojos y la miró—. ¿Satisfecha? Ahora ve. —Bajó la

mirada y cogió un poco de verdura, que se metió en la boca.

Así pues, no era un farol. Era la pura verdad.

—No lo voy a hacer —contestó, controlando el viejo y conocido temor nervioso que

sentía en el estómago. Jamás, le he dicho. Que me ahorquen si voy a romper esa

promesa.

Herodoto dejó de masticar y la miró con frialdad.

—No, ¿eh? —Asintió—. Ya veremos. —Volvió a su cena—. Metrus, el comerciante,

te ha ofrecido un lugar. Cree que le conseguirás una bonita suma con tus... —Una pausa

—. Historietas. —Le dirigió una mirada divertida—. Y hasta se ha ofrecido a aceptar a

Lila para su hermano Lennat. No tengo dote para ella, así que es la mejor oportunidad

que va a tener, y parece un buen muchacho. —Le clavó la mirada—. Eso haría muy

feliz a Lila. Tú quieres verla feliz, ¿verdad, Gabrielle? Sé que eres buena chica.

Gabrielle suspiró. Conocía todos sus resortes. Sabía que su mayor debilidad era su

carácter bondadoso y siempre lo había usado para presionarla.

—Sabes que quiero verla feliz —contestó, con tranquilidad—. Pero no a ese precio.

Su padre se quedó mirándola.

—No pareces entender que no te queda más remedio, hija mía. —Se rió ligeramente

—. Hemos hecho un contrato y lo he firmado. Tú eres mi garantía. Es definitivo. —

Señaló su plato con el tenedor—. Come. No quiero que Metrus piense que estás

enferma.

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La bardo posó la mirada en su plato.

—No, gracias —contestó apagadamente—. No tengo hambre. —Se levantó y rodeó

la mesa hacia la puerta—. Buenas noches.

Herodoto se levantó con pesada rapidez y quiso agarrarla del brazo, sorprendido

cuando falló.

—Espera un momento, niña. No he terminado. —Se irguió ante ella—. Te vas a

comportar como es debido. Te vas a alejar de esa maldita mujer, si no quieres decirle

que se vaya, y te vas a poner ropa decente. O... —La miró estrechando los ojos—.

Bueno, no hace falta que entremos en detalles, ¿verdad?

Gabrielle se puso derecha y controló el impulso de apartarse de él. Acudió a ese

núcleo de seguridad en sí misma que llevaba dos años esforzándose por construir y

respiró hondo, sabiendo que a él le faltaba muy poco para ponerse de ese humor.

—Escucha —dijo, manteniendo un tono tranquilo—. No soy la misma persona que se

fue de aquí hace dos años. Y tú no eres mi dueño. —Se echó hacia delante y le sostuvo

la mirada. Rezando—. A lo mejor podemos encontrar una forma para que los dos

consigamos lo que queremos, padre. No quiero pelearme contigo... ni con madre, ni

hacer daño a Lila. —Dejó asomar a los ojos parte de su angustia y vio el levísimo

cambio en los de él cuando lo captó.

Herodoto se quedó mirándola pensativo. Su irritación ante su terquedad tapaba, en

realidad, un diminuto asomo de orgullo por ésta que era era su hija primogénita. Y que

por fin daba muestras de coraje, en el momento más inoportuno. Bueno, había más de

un modo de curtir el cuero.

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—Está bien, Bri —dijo, relajándose un poco—. Mañana hablamos de ello. —La

despidió con un gesto—. Ve a descansar. Y Bri. —La señaló con la mano—. Por favor.

No puedes ir por ahí medio desnuda.

Gabrielle se detuvo y luego hizo un leve gesto con la cabeza.

—Vale —asintió. Bueno, eso es mejor, al menos—. Veré qué puedo hacer. —Regresó

por el corto pasillo a la habitación de Lila donde ésta esperaba su hermana, abrazada a sí

misma—. Bueno, ya está —suspiró la bardo, tirándose en la cama y frotándose las

sienes—. Pero no ha terminado. Ahora se está haciendo el comprensivo.

Lila soltó un resoplido y se sentó en su cama.

—Bueno, eso es algo mejor. —Alargó la mano y tocó la rodilla de Gabrielle—. No

me puedo creer que le hayas plantado cara. —Sonrió levemente a su hermana, con

picardía—. Sí que has cambiado.

Gabrielle hizo una mueca.

—Los he visto peores que él. —Sonrió tensa a Lila—. Y te olvidas de que viajo con

una persona que es una maestra en el tema de la intimidación. —Soltó una breve

carcajada—. No has visto nada hasta que ves a Xena achantar con la mirada a un

monstruo de dos metros con colmillos y espada. —Miró un momento a Lila, al no oír la

habitual andanada de ataques contra su compañera, y se sonrió por dentro—. Me ha

enseñado muchas cosas.

Entonces se incorporó en la cama y cogió sus morrales.

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—Mira, te voy a enseñar algunas de las cosas que guardo como recuerdo. —Y se

puso a sacarlas. Lila se relajó, sonriendo, y fue a sentarse a su lado.

—Oooh... ¿qué es esto? —dijo la muchacha morena, cogiendo un objeto pequeño y

sosteniéndolo a la luz—. Qué bonito es.

Gabrielle se echó a reír.

—Es ámbar. —Hurgó en su colección—. Y esto es una concha de la playa que hay

justo fuera de Atenas. —Se la pasó.

—¿Esto qué es? —preguntó Lila, mostrándole un sello.

—Mi sello —replicó Gabrielle, reprimiendo una sonrisa—. Para eso de las amazonas.

Lila se la quedó mirando.

—¿De verdad eres...?

Su hermana asintió.

—Sí. De verdad soy. —Se encogió de hombros—. De hecho, casi acabamos de venir

de ahí. Estuve más de un mes trabajando en unos tratados con los centauros y las aldeas

de alrededor.

—Entonces... ¿por qué no te quedas con ellas, si eres la reina? —preguntó Lila,

arrugando el entrejo, consternada—. No lo entiendo.

Gabrielle suspiró.

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—Es complicado. Tiene mucho que ver con lo que es mejor para ellas y lo que es

mejor para mí. —Se quedó pensando—. Tenemos puntos de vista totalmente distintos,

así que sólo podemos aguantarnos a pequeñas dosis.

—Ah —replicó Lila—. Bueno, da igual. —Toqueteó un pergamino—. ¿Estos son tus

pergaminos?

—Pues sí —confirmó la bardo—. Ahora estoy trabajando en unos cuantos. Me gusta

escribir las cosas justo cuando... —Oh. De repente comprendió mejor por qué Xena le

pedía que suavizara las historias para su familia—. Justo cuando acaban de ocurrir —

terminó.

—Cuéntame una historia —le pidió Lila, cogiendo un pergamino—. ¿Me cuentas

ésta? Echo de menos tus historias, Bri.

Ah, ésa. Gabrielle la cogió de entre sus dedos y la desenrolló.

—Vale, pues estábamos... —Y se lanzó.

Lila escuchó, hechizada mientras su hermana se zambullía en una de sus aventuras

más recientes y tejía el relato. Observó el rostro de Gabrielle cuando ésta se dejó

arrastrar por la narración y empezó a reaccionar a los acontencimientos que estaban en

su propia memoria y no sólo en el pergamino. Había estado allí de verdad, pensó Lila.

Había visto a Poseidón de verdad. Había conocido a Cecrops de verdad. Había

naufragado de verdad y el Marinero Errante la había recogido. Se identificó con su

horror por el marinero que saltó por la borda. Se rió con ella por Aldric y su

encandilamiento. Se le pusieron los ojos como platos cuando Gabrielle habló de los

tesoros de Cecrops y de que había visto la legendaria estatua de Atenea. Y observó

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cómo su rostro adquiría un resplandor interno al describir la determinación irresistible e

imparable de Xena de llegar a ese barco, a sabiendas de quién era dicho barco, sólo por

estar con su amiga.

—Eso sí que debió de ser un salto —comentó Lila en voz baja, observando los ojos

de Gabrielle, iluminados por los recuerdos.

—Oh, ya lo creo. —Su hermana se echó a reír—. Lo fue. Todos pensaron que estaba

loca por saltar así desde el acantilado y lograr aterrizar en el barco —dijo, rememorando

—. A Cecrops casi le da algo.

Lila sonrió.

—¿Qué le dijo ella?

—Mmm... que no estaba dispuesta a dejar que se marchara con su mejor amiga —

contestó Gabrielle, mirando a su hermana directamente a los ojos—. Pero es que ella es

así.

Se quedaron mirándose en silencio. Por fin, Lila suspiró.

—Así que... no te quedas con ella sólo por las historias, ¿verdad?

Gabrielle tardó bastante en contestar. ¿Le va a dar algo? Seguramente. Pero creo que

de todas formas ya medio se lo imagina. Por fin, soltó el aliento que había estado

aguantando.

—No. —Le daba miedo, porque de toda su familia, Lila era a la que más echaba de

menos. A la que más quería. Y odiaba a Xena y todo lo que ésta representaba.

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Lila fue hasta la pequeña ventana y miró fuera. Habló sin volverse.

—¿Alguna vez te ha hecho daño, Gabrielle?

La bardo se atragantó.

—¿Qué? —Sacudió la cabeza—. Jamás.

Lila se volvió y se abrazó a sí misma.

—¿Jamás? ¿Nunca se ha enfadado contigo y te ha pegado? ¿No te ha dado una

paliza? ¿No te ha golpeado en sitios que no se ven?

Gabrielle tomó aliento varias veces antes de poder hablar. Nunca se me ha ocurrido

una cosa así. En todo el tiempo que llevamos viajando juntas, eso ni se me ha pasado

por la mente.

—No, Lila. Entrenamos, claro. Practicamos lucha libre juntas y creo que una vez,

bajo la influencia de Ares, me dio un tortazo, pero yo le pegué un golpe con un bieldo,

así que supongo que estamos en paz. —Meneó la cabeza—. No. De hecho, cuando

entrenamos, ella se lleva muchos más golpes que yo, porque frena sus golpes y me da

un toquecito y yo no sé hacer eso. A veces le doy le lo lindo.

Lila asintió. Y miró al suelo. Y volvió a mirar a su hermana.

—¿Te fías de ella?

—Le confiaría mi vida —fue la respuesta instantánea—. Y lo he hecho. Muchas

veces.

Lila se dio la vuelta, se acercó a ella y le agarró los hombros con las manos.

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—Te envidio. —Tomó aliento temblorosa—. Antes creía que estabas loca por tener

tantas ganas de salir de aquí. Ahora lo comprendo. Y no puedo irme a ninguna parte.

—Oh, Lila —susurró la bardo y la abrazó.

Xena se había escabullido de la granja y regresó en silencio a la posada, todavía

vagamente intranquila por Gabrielle. La bardo parecía estar bien, pero la guerrera

percibía una corriente soterrada que no era... Le recordaba a cómo era Gabrielle cuando

empezaron a viajar juntas. A veces toda alegre, a veces temerosa del más mínimo ruido.

Notaba una molestia en la boca del estómago que estaba convencida de que no tenía

nada que ver con ella, puesto que el único motivo de preocupación que tenía era que en

Potedaia no caía bien. Xena resopló por lo bajo. Hacía falta una aldea más grande y más

desagradable que la pequeña Potedaia para asustar a ex señora de la guerra como ella.

Giró por el sendero y se dirigió a las cuadras comunes. Tal vez se calmaría cepillando a

Argo... Abrió la puerta de un empujón y se encontró con cuatro chicos del pueblo que

rodeaban a una bolita peluda que gruñía.

Pinchaban a Ares con las púas de un bieldo y se reían. El lobezno les mostraba los

colmillitos y gruñía haciendo un esfuerzo infantil y patético por parecer feroz. Xena

echó la mano hacia atrás y agarró la herramienta más próxima, un rastrillo para

estiércol. El siguiente chico que pinchó al lobezno acabó recibiendo un golpe en el

trasero que lo lanzó por encima del animal para aterrizar en la paja cenagosa.

—¿Os apetece meteros con alguien de vuestro tamaño? —se oyó esa voz que era

terciopelo sobre acero. Se colocó en medio del grupo ahora silencioso y miró a Ares—.

¿Estás bien, chico?

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—¡Ruu! —contestó el animal, que se acercó trotando y se sentó encima de su bota,

mirando a los que lo habían atormentado—. ¡Ruu!

—¿Y bien? —preguntó Xena, recorriendo con los ojos el círculo petrificado. La luz

de las antorchas destacaba los tonos cobrizos de su armadura y hacía que sus ojos claros

soltaran destellos al ir girando para mirarlos a todos—. ¿Alguien me quiere pinchar a mí

con un bieldo? —Una pausa—. ¿No? Pues largaos. No me gusta compartir aire limpio

con una panda de cobardicas. —Entornó los ojos y avanzó un paso hacia el más cercano

de ellos.

Despidiendo paja en todas direcciones, salieron corriendo sin mirar atrás. Xena

suspiró y meneó la cabeza. Luego se quedó rígida, al darse cuenta de que no estaba sola.

Sus ojos se movieron hacia el rincón más oscuro del establo y se posaron allí,

inmóviles, hasta que un roce de paja indicó que el que observaba sabía que estaba

siendo observado. Unos cuantos segundos más de tensión y entonces de la oscuridad

salió una figura pequeña y renqueante, que se acercó con cautela, hasta que la luz de las

antorchas reveló sus rasgos.

Era un chico, supuso Xena, de pelo rubio, abundante y revuelto, y hombros

encorvados. Se acercó cojeando y entonces Xena supo por qué, al descubrir la

deformidad de su espalda. Enarcó una ceja ligeramente. Ares gruñó.

—¿Es tuyo? —preguntó el chico, deteniéndose fuera del alcance del rastrillo que

sostenía ella, según advirtió. Indicó al lobezno con la cabeza.

—Sí —contestó Xena, bajando un largo brazo y recogiendo a Ares, tras lo cual se dio

la vuelta y dejó el rastrillo apoyado en la pared donde lo había encontrado.

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—¿Cómo se llama? —se oyó la pregunta curiosa, al tiempo que el chico se acercaba

renqueando, ahora que ella ya no sujetaba la herramienta.

—¿Cómo te llamas tú? —contraatacó Xena, girándose ágilmente con el lobezno en el

pliegue del brazo y mirándolo interrogante.

—Alain —contestó el chico, sin ofenderse, y ahora ya estaba lo bastante cerca como

para tocar. Miró a Xena pidiendo permiso.

La guerrera asintió y alargó un poco el brazo.

—Pon primero los dedos, para que te los huela —le aconsejó—. Se llama Ares. —

Observó divertida cómo reaccionaba sobresaltado.

—Igual que... —susurró Alain, dejando que el cachorro le olisqueara los dedos—.

¿Eso no es peligroso?

Xena se encogió de hombros.

—No le ha importado.

Entonces el chico se quedó paralizado y la miró asombrado y con los ojos como

platos. Al cabo de un momento, parpadeó y sus labios se curvaron con una sonrisa.

—Tú eres Xena, ¿a que sí? —Rascó distraído a Ares debajo de la barbilla.

La guerrera se rió suavemente.

—¿Cómo lo has sabido? —Enarcó las cejas con gesto interrogante.

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—Pues... —dijo Alain con timidez—. Eres guerrera, eso es evidente, y una señora...

—Sus propios labios sonrieron al ver la expresión sardónica de Xena ante ese

comentario—. Bueno, da igual. Y encajas con la descripción. —Otra mirada irónica—.

Y has llamado a tu perro como al dios de la guerra. —Se encogió de hombros

desigualmente—. Son pistas muy grandes. —Le lanzó una mirada rápida, sin posar los

ojos mucho rato en ningún punto, intentando que no pareciera que la estaba mirando.

Jo... Xena. Aquí mismo, en mi establo... pensó. Era... más alta de lo que se esperaba,

aunque él mismo no era alto. Y sus ojos... decían que tenía los ojos muy azules, pero eso

no los describía ni de cerca. Y hasta tenía algo de agradable. Eso no lo decían nunca.

—Ya —replicó Xena, aguantando con paciencia el escrutinio—. Bueno, Alain. ¿Tú

vives aquí?

—Mm. Sí —contestó, agachando la cabeza—. Trabajo por la manutención. —Se giró

con dificultad e hizo un gesto—. Limpiando, quitando estiércol, ya sabes. —Levantó la

mirada—. ¿Esa yegua dorada es tuya? —Se le iluminaron los ojos—. Es preciosa. —Y

se quedó embelesado por la sonrisa que obtuvo a cambio.

—Gracias. Se llama Argo —replicó Xena y echó a andar hacia la yegua, que había

vuelto la cabeza para mirarlos—. ¿Quiénes eran esos chicos tan encantadores? —

Observó cómo intentaba apartar la cara—. ¿También se meten contigo? —preguntó con

un tono mucho más amable. Calculaba que era un poco más joven que Gabrielle y se le

ocurrió pensar que tal vez aquí podría obtener algunas respuestas sobre lo que le ocurría

a su compañera. Era un pueblo pequeño y se habrían criado al mismo tiempo.

Alain agachó la cabeza como asintiendo.

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—A veces. A la gente de aquí no le gustan los diversos. —Levantó la mirada hacia

ella—. No creo que tú les gustes mucho. —Se encogió de hombros como para

disculparse—. Eres muy diversa.

Xena prestó atención a la palabra que usaba.

—¿Diversa? —preguntó, mientras sacaba la almohaza y el cepillo de Argo—. Sí,

supongo que lo soy. Y no, no les gusto nada. —Se acercó a él—. ¿Tú no les gustas por

esto? —Sus dedos rozaron su espalda deforme. Él se encogió, pero se quedó quieto,

mirándola a los ojos. Los suyos eran de un gris sorprendentemente profundo, casi

morado a la luz de las antorchas—. Eso no es culpa tuya.

—No —suspiró Alain—. Pero da igual. —Cogió la almohaza que se le ofrecía y se

puso a trabajar en las patas delanteras de Argo con pases cortos y suaves—. Es diverso.

Xena asintió en silencio.

—Yo tengo una amiga, Alain, que creció aquí. Puede que la conozcas. Se llama

Gabrielle. —Vio cómo levantaba la cabeza de golpe y se quedaba mirándola

sorprendido—. Parece que sí. —Sonrió levemente.

—Oh... Bri. Sí, me acuerdo de ella —reconoció el chico, curioso—. Se marchó.

—¿Ella era diversa, Alain? —preguntó Xena, con aparente indiferencia, mientras

peinaba la crin de Argo. Levantó los ojos azules para atrapar los grises de él.

Alain tomó aliento y asintió despacio.

—Sí. —Se le entristeció la mirada—. Pero era diversa por dentro. Al cabo de un

tiempo, empezó a ocultar lo diverso.

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En la mente de Xena se empezó a formar una difusa teoría.

—Mmm... ¿cómo? ¿Cómo era diversa?

El chico se encogió un poco de hombros.

—Veía imágenes por dentro. Y se inventaba historias sobre ellas. —Le sonrió—. Eran

historias muy buenas.

Xena le sonrió a su vez.

—Seguro que sí.

Alain se puso serio.

—Pero a su padre no le gustaban. La zurraba con el cinturón, sabes, cuando la pillaba

haciéndolo. —Frunció el ceño—. Así que dejó de contárnoslas, al cabo de un tiempo.

Después de que una vez, me acuerdo muy bien, le diera con la hebilla hasta que la hizo

sangrar. —Meneó la cabeza rubia—. Estuvo muy mal. Pero... aunque dejó de

contárnoslas, no creo que dejara de ver las imágenes. —Ahora, por fin, miró a Xena,

percibiendo su inmovilidad silenciosa.

Y se apartó de Argo, dejando caer la almohaza al ver su expresión. Aferraba la crin de

la yegua con las manos y sus ojos eran como bloques de hielo al mirarlo.

—No fui yo. Yo no lo hice. No fui yo —balbuceó, levantando las manos atemorizado.

Xena dejó caer la cabeza sobre el lomo de Argo y aspiró una bocanada de aire

prolongada y temblorosa. Obligándose a calmarse. Haciéndose con el control de la furia

que le erizaba los pelos de la nuca y hacía que le temblaran los brazos como reacción.

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Eso explicaba... tantas cosas. Era una pieza crucial del rompecabezas que era su

compañera y no sabía si se alegraba o no de haberla conseguido. Esto era algo que

Gabrielle habría preferido contarle, a su ritmo, a su manera. Como ella había revelado lo

de Solan. Y lo de Toris. Y toda una serie de cosas sobre su propio pasado que le había

contado a Gabrielle.

Despacio, alzó la cabeza y miró al asustado muchacho.

—Tranquilo, Alain. Ya sé que tú no tuviste nada que ver con esto. Lo sé. Siento

haberte asustado. Es que Gabrielle es muy buena amiga mía y me da mucha rabia que le

pegaran por contar historias.

Alain se relajó y se acercó de nuevo, sonriéndole levemente.

—Vale... vale... te entiendo. —Recogió la almohaza y se puso a cepillar a la yegua

otra vez—. Sé que le habría gustado tener una amiga como tú en aquella época. Cuando

era diversa. —Estuvo cepillando un ratito en silencio y luego dijo—: ¿Qué hace ahora?

Se marchó, hace dos estaciones.

Xena le sonrió, relegando la rabia y la angustia al fondo de su mente para estudiarlas

más tarde.

—Cuenta historias, Alain. Muy buenas.

Él sonrió de oreja a oreja, muy contento.

—¿En serio? Así que yo tenía razón... no llegó a perder las imágenes. —Arrugó el

entrecejo—. ¿Pero por qué ha vuelto? Aquí sigue siendo diversa. Su padre no le va a

dejar que siga creando imágenes.

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Xena dejó lo que estaba haciendo y cubrió delicadamente las manos del chico con las

suyas. Se apoyó en el lomo de Argo y lo miró a los ojos.

—Te prometo, Alain, que mientras yo esté cerca, nadie le va a impedir crear

imágenes. —Una pausa—. Nadie.

Se la quedó mirando.

—Te creo —susurró. Hubo una larga pausa—. Ojalá yo tuviera una amiga como tú.

—Se le quebró la voz—. Es duro ser diverso.

—Lo sé —dijo Xena, con expresión compasiva—. Hay que ser muy fuerte.

Alain asintió.

—Sí. Bri no lo era. Lloraba mucho. —Se le pusieron los ojos muy tristes—. Le dolía.

A mí me daba mucha pena... a veces nos íbamos a buscar moras juntos y yo intentaba

que me contara sus historias. A veces lo hacía, pero siempre tenía miedo. —Miró a Xena

a la cara y vio la tristeza reflejada en ella—. Me caía bien. Me alegré de que se

escapara. —Echó la cabeza a un lado—. ¡Te la llevaste tú, a que sí! Ahora me acuerdo...

les diste una paliza a los tratantes de esclavos y luego ella desapareció. ¡Se fue contigo!

—Sí —dijo Xena, tragando con dificultad. Yo no encajo aquí, ¿no fue eso lo que me

dijo? Oh, Gabrielle...—. Se fue conmigo.

—Me alegro un montón —dijo Alain, con una dulce sonrisa—. Seguro que eres una

buena amiga.

Xena le dio una palmadita en la mano.

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—Yo también me alegro un montón, Alain. —Ahora tengo que enterrar ese

conocimiento en lo más hondo, hasta que esté preparada para contármelo. Menos mal

que guardar secretos se me da mejor a mí que a ella. Maldición. Maldición, Gabrielle,

¿por qué no me lo dijiste? Su mente se burló de ella: Porque, Xena, si te lo hubiera

dicho, habrías entrado en esa casa y le habrías cortado la cabeza a ese hombre por

ponerle la mano encima. Reconócelo. Sin dudarlo un momento. Sí. Así soy yo, señora

de la guerra hasta la médula, y ella lo sabe. Me conoce, demasiado bien—. Gracias por

contarme todo esto, Alain. Necesitaba saberlo. —Sonrió levemente al chico.

Alain la miró.

—Sigues enfadada. Es un buen enfado. —Asintió con la cabeza—. No dejarás que le

vuelvan a hacer daño.

—Así no, Alain. No —dijo Xena, terminando con la crin de Argo—. Con eso puedes

contar.

Tras despertarse al día siguiente, Xena salió temprano y se desentumeció con una

larga carrera y unos buenos ejercicios con la espada, luego regresó y desayunó

tranquilamente en la sala común de la posada. Bajo la mirada desaprobadora del

posadero y las miradas inquietas de su mujer. Empezó a sentir una creciente irritación,

en parte por la información que había obtenido la noche anterior y en parte por el puro

sentido común que dictaba que uno no debía ofender a los clientes de pago. Madre

jamás cometería esta clase de error, advirtió su mente distraída, mientras jugueteaba

con la comida algo sosa que le habían servido. Y creo que madre me ha tenido muy

mimada, se burló de sí misma. Vamos, Xena, cómetelo de una vez. Con un poco de

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suerte, no estará envenenado. Se terminó lo que tenía en el plato, luego subió a su

pequeña habitación, que odiaba cordialmente, y se sentó apoyada en la pared debajo de

la ventana, para reparar una hebilla atascada de su armadura.

Sus sentidos la avisaron mucho antes de que oyera el leve crujido de las tablas de las

escaleras, y dejó la armadura y se levantó, en el momento en que se abría la puerta y

entraba Gabrielle. Xena la observó, fijándose en la túnica de lino con una ceja enarcada.

Los ojos de la bardo se encontraron con los suyos.

—Buenos días —dijo con tono apagado—. Espero que hayas dormido mejor que yo.

Xena se acercó despacio hasta ella y le cogió la barbilla delicadamente con una

mano, luego la rodeó con los brazos y se la acercó.

—Me parece que necesitas un abrazo —dijo y notó que a Gabrielle se le entrecortaba

la respiración. Siempre se le pone esta expresión perdida en los ojos cuando necesita

esto, fácil de reconocer, cuando por fin me enteré, pensó, mientras se quedaban allí

abrazadas en un silencio atemporal.

—Has acertado —dijo Gabrielle por fin, pero sin soltarla—. Sabes, podría quedarme

así para siempre. —En el rico calor dorado que siempre sentía a su alrededor y que se

daba cuenta de que era parte de la conexión que tenían la una con la otra—. Creo que

anoche le pegué un buen susto a Lila. —Ladeó la cabeza y miró a Xena a los ojos.

—¿La misma historia de siempre? —preguntó Xena, frotándole la espalda

ligeramente.

La bardo hizo un gesto negativo con la cabeza.

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—No... no, ésta era una muy antigua. De antes de que te conociera. Supongo que el

entorno la sacó a la luz. —Sonrió fugazmente a la guerrera—. Cosas del pasado.

Xena tomó aliento y entrelazó los dedos por detrás de la cabeza de Gabrielle,

apoyando los antebrazos en los hombros de la bardo.

—Sabes que estás haciendo que me suba por las paredes, ¿verdad?

—¿Yo? —preguntó Gabrielle, observando su rostro—. ¿Por qué?

Xena soltó una mano, retrocedió un paso, bajó la mano y la puso sobre el estómago

de Gabrielle.

—Porque lo que sientes aquí... —Se dio unos golpecitos en el pecho—. Lo siento yo

también. Y no sé por qué, y no saberlo me está desquiciando. —Sonrió a Gabrielle de

medio lado—. Ya sabes lo que me encanta sentirme descontrolada e impotente,

¿verdad?

La bardo bajó la mirada y suspiró.

—Me están presionando mucho —reconoció—. Y más que nada... es Lila. —Se dejó

caer de nuevo hacia delante sobre el pecho de Xena—. Quiere a Lennat de verdad,

Xena. —Su pecho se alzó y bajó con un largo suspiro—. Y necesita salir de ahí. —Una

pausa—. Y Xena, padre dice que puede hacerlo, legalmente. ¿Eso es cierto? —Sus ojos

se clavaron en el rostro de la guerrera—. ¿De verdad le pertenezco, de esa forma?

—Mmm... en circunstancias normales, sí —contestó Xena, que se sentía un poquito

ufana. Se había pasado la mitad de la noche investigando ese mismo tema—. Pero en tu

caso, no. —Acarició la mejilla de Gabrielle con ternura—. Así que no te preocupes,

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bardo mía. Aunque tenga que sacarte de aquí sobre los cuartos traseros de Argo, la ley

no te perseguirá. —Llevó a Gabrielle hasta una silla junto a la mesita de la habitación e

hizo que se sentara—. Mira. —Cogió un pergamino y se inclinó sobre la mesa,

apoyando encima los codos—. El derecho consuetudinario establece que un labriego

libre, como lo es tu padre, tiene derecho a casar a sus hijas como le parezca adecuado,

por el precio que considere adecuado.

Gabrielle miró el pergamino y luego a Xena.

—Entonces... —Se le cayó el alma a los pies.

—Ah —interrumpió Xena—. Pero mira aquí. —Sacó otro pergamino y señaló una

línea con un fuerte dedo—. Un padre no puede decidir cómo disponer de su hija si se

cumple una condición: que haya una reclamación previa por parte de un poder soberano.

—Sonrió al ver la cara confusa de Gabrielle—. Tú eres la reina de las amazonas,

Gabrielle. Son una nación soberana y tienen precedencia legal sobre lo que diga un

labriego.

Gabrielle soltó una risa breve.

—Oh. —Miró a Xena con respeto—. ¿Cómo lo has encontrado?

—Buscando —contestó Xena, encogiéndose de hombros.

—No... quiero decir, ¿cómo has sabido dónde encontrarlo? —insistió la bardo,

posando una mano sobre el cálido antebrazo apoyado en la mesa a su lado.

—Otra de las muchas cosas que sé hacer —sonrió la guerrera—. En realidad, los

señores de la guerra tienen que mantenerse al día con las leyes, Gabrielle, aunque sólo

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sea para saber cuáles estamos violando. —Ooh... mira qué graciosa, Xena. ¿Estamos

llegando al punto en que podemos incluso hacer chistes?

La bardo se echó a reír, mirando a Xena mientras meneaba la cabeza.

—¿Sabes una cosa? —Sus ojos observaron el rostro de la guerrera atentamente.

—No, ¿qué? —respondió Xena, notando que el nudo tenso que tenía en el estómago

se aflojaba un poco. Vio que la expresión de los ojos de la bardo se suavizaba hasta

adquirir una apacible intensidad. Supo que los suyos respondían de igual modo, cuando

sus almas estaban en contacto como ahora.

—Que te quiero —fue la dulce respuesta, al tiempo que Gabrielle subía con la mano

y tocaba la sonrisa que se iba formando en el rostro de Xena—. No es que sea un gran

secreto, ¿verdad? Creo que hasta Lila lo ha captado.

Xena se echó a reír.

—¿En serio? —Se echó hacia delante y besó a la bardo—. ¿Cómo se ha enterado?

Gabrielle le deslizó un brazo alrededor del cuello y Xena se enderezó, tirando de la

bardo hasta abrazarla.

—Mmm... —Se rió suavemente, cuando se separaron—. Pues anoche me convenció

para que le contara algunas historias y dijo que era evidente por la... —Se detuvo y soltó

una risita—. Perdona, esto lo dijo ella, no yo. Por la cara de boba que se me ponía cada

vez que mencionaba tu nombre. —Miró a Xena, que se estaba riendo por lo bajo—.

Cosa que ocurría muy a menudo, supongo, dado que las historias trataban de ti.

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—Ah. Ya —respondió Xena y luego sonrió cohibida a la bardo—. Si te sirve de

consuelo, mi madre dijo lo mismo de mí.

Gabrielle se echó a reír.

—¿En serio? —Dejó que sus dedos siguieran el leve rubor que subía por el cuello de

Xena hasta su cara—. Entonces, así es como lo averiguó.

—Sí. —Xena se encogió de hombros—. Nunca me lo ha comentado nadie más, así

que a lo mejor es porque es mi familia.

La bardo contuvo una carcajada.

—Xena, ¿quién en este mundo aparte de tu madre se atrevería a decirte una cosa así?

—Sus ojos chispeaban de risa reprimida.

Xena reflexionó un momento. Entonces se echó a reír.

—En eso tienes razón —reconoció, luego volvió a estrechar a Gabrielle entre sus

brazos y se permitió recrearse en otro largo beso, al final del cual notó que el corazón de

la bardo empezaba a acelerarse y que ella misma estaba un poco jadeante. Se apartaron

lo suficiente para mirarse a los ojos—. Sabes, cualquiera que tenga dos dedos de frente

podría imaginarse dónde estás —comentó Xena, con la respiración entrecortada.

—Que lo hagan —replicó la bardo, con una sonrisa. Y le bajó la cabeza—. Les he

dicho que no volvería hasta la hora de comer. —Soltó una carcajada profunda—. Se

supone que estoy comprando ropa adecuada. —Se encogió ligeramente de hombros—.

Me han dicho que no puedo ir por ahí medio desnuda, como una salvaje.

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—Mmmm... —comentó Xena—, a mí me gusta la ropa que llevas. —Bajó los brazos

y levantó a la mujer más menuda, acunándola como a una niña, y fue hasta la cama—.

Diles que se vayan a paseo y si no les gusta, que vengan a mí a quejarse.

Gabrielle soltó una risita.

—Oh, eso sí que causaría escándalo. —Entonces se entregó con ganas a la tarea más

inmediata.

—Bueno —dijo Xena con indolencia, un rato después—. ¿Qué consideran ellos ropa

adecuada? —Miró a la bardo, que estaba pegada a ella tan contenta, con los ojos medio

cerrados—. No me digas que son esas faldas largas.

Gabrielle soltó un gorgoteo desde el fondo de la garganta.

—Probablemente. —Suspiró y echó la cabeza hacia atrás para mirar a su compañera

—. Parece que a ti no te gusta ese estilo, ¿eh?

La guerrera se encogió levemente de hombros.

—No te sienta nada bien. —Entonces sus labios se curvaron con una sonrisa—. A lo

mejor deberías enviar a buscar a una delegación de amazonas como asistentes. Eso sí

que sería interesante de ver.

La bardo reprimió una carcajada.

—¡Xena! —Meneó la cabeza y luego se puso seria—. No tiene gracia, la verdad.

Siento que... —Se detuvo—. Que están intentando hacerme encajar aquí de nuevo.

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Xena vaciló, debatiéndose entre la necesidad de responder a la tensión que notaba

que volvía al cuerpo de Gabrielle y la necesidad de fingir que no conocía la causa.

—¿Tú quieres volver a encajar aquí? —preguntó por fin, con tono despreocupado y

tranquilo.

Gabrielle guardó silencio un buen rato, pensando. En cierta época, habría dado lo

que fuera con tal de encajar aquí. Y estuve a punto de hacerlo. Ahora...

—No creo que pueda, Xena —reconoció—. ¿Pero cómo puedo hacerle eso a Lila?

No puedo... dejarla aquí. —Notó que se le encogía la garganta—. Haría cualquier cosa

por ayudarla. —Entonces se dio cuenta de lo que había dicho y se le cortó la

respiración. ¿Cualquier cosa? ¿Podría renunciar a esto y convertirme en una hija

obediente, irme sin rechistar con este comerciante y ver a Lila feliz con alguien a quien

quiere? Podría cambiar su vida. Igual que Xena ha cambiado la mía. ¿Eso es justo? Se

le encogió el corazón. ¿Qué precio estoy dispuesta a pagar por mi hermana?

Sus ojos se alzaron, se posaron en los de Xena y reconoció el sutil velo de

retraimiento sombrío que había tras el familiar color azul, un retraimiento que ahora

identificaba como el intento instintivo de la guerra de levantar una barrera contra algo

que sabía que le iba a doler. Una barrera que era fragilísima a la hora de protegerla de

esta terrible vulnerabilidad a la que se había abierto voluntariamente. Era una expresión

que Gabrielle vio por primera vez, sin reconocerla, la noche en que se casó con

Pérdicas.

Y Gabrielle sintió un fuerte y doloroso impacto al verla, en un punto tan hondo de su

interior que no lograba ver el fondo, y supo que si se trataba de elegir entre lo que su

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corazón abnegado anhelaba darle a Lila y lo que su alma exigía como propio, la

elección ya estaba hecha.

—Es decir, casi cualquier cosa —se corrigió en voz baja, con una sonrisa fugaz,

estrechando a Xena con el brazo con que rodeaba a la guerrera, y tuvo la satisfacción de

ver una sonrisa como respuesta que llenaba de calor la frialdad inquieta de su mirada—.

Pero tiene que haber algo que pueda hacer. —Y su expresión se hizo implorante al mirar

a Xena a la cara. ¿No prometí que no iba a volver a hacer esto? ¿A depositar tantas

esperanzas en ella? Para que lo arregle todo... pero yo estoy demasiado implicada en

esto. No veo una salida. A lo mejor ella sí.

—Mmm... —murmuró Xena—. Podríamos llevárnosla de aquí, llevarla a Anfípolis, o

con las amazonas —comentó, tanteando el terreno.

—No querrá irse sin Lennat. —La bardo suspiró, dejando asomar una sonrisa

desganada—. Tampoco es que yo tenga base moral alguna para discutir con ella —

reconoció, regodeándose en el bienestar cálido en el que estaba acurrucada. Sus dedos

trazaron distraídos una cicatriz desvaída que tenía Xena en el tórax, una que tenía una

textura desigual. Una flecha, supuso—. Y él está contratado como aprendiz para cinco

años más. —Hizo una pausa—. E incluso después, no creo que quisiera marcharse de

aquí. Está a gusto y su hermano lo mantiene.

—Mm —respondió Xena. ¿Cómo salimos de ésta, aparte de la manera obvia?

Podría presentarme allí y... sí, por los dioses, y después de lo de anoche, menudas

ganas tengo. Pero eso no resuelve el problema. Simplemente hace que yo me sienta

mejor. ¿Hay alguna solución para esto sin que corra la sangre? Esos ojos que me

miran... no se le ocurre una salida y confía en mí para que la encuentre. Bueno. Pues

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supongo que la encontraré—. A ver qué se me ocurre —añadió la guerrera, acariciando

suavemente el pelo de Gabrielle, y la bardo la recompensó con una mirada de fe

absoluta. Por los dioses. Ojalá fuera un cuarto de la persona que ve cuando me mira

así.

—Por cierto. —Gabrielle la miró parpadeando—. ¿Por qué te enfadaste tanto

anoche?

Xena sintió que se le paralizaba el cerebro.

—Mm. ¿Qué? —Maldición. Se me había olvidado. No estoy acostumbrada...—. Ah...

es que entré a cepillar a Argo y me encontré a unos chicos del pueblo pinchando a Ares

con un palo. —Se encogió de hombros—. Me afectó, supongo.

Gabrielle se incorporó sobre un codo, preocupada.

—¿Está bien? —En su voz se advertía la rabia—. ¿Cómo han podido hacerle eso a un

cachorrito inofensivo?

—Era div...ferente. —Le tembló la voz en mitad de la palabra y volvió a oír la voz

suave de Alain—. No creo que aquí vean mucho de eso. —Observó antentamente el

rostro de Gabrielle—. Supongo que por eso yo no les hago mucha gracia, aparte de lo

que ocurrió en el pasado —dijo con tono ecuánime—. No soy... la típica chica de

pueblo.

La bardo la miró a la cara largamente y luego sonrió.

—No, no lo eres.

Xena asintió.

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—Y tú tampoco, bardo mía. —Tocó la nariz de Gabrielle con la punta del dedo—. No

lo olvides.

Gabrielle notó que una sonrisa tonta se apoderaba de su rostro y no pudo hacer nada

para impedirlo. Cuando estaba a punto de contestar, los ojos de Xena se pusieron alerta

y su cabeza se ladeó con un aire de estar a la escucha que la bardo conocía muy bien.

Esperó en silencio, mientras Xena entornaba los ojos concentrándose. Vio que alzaba

una ceja y que en el rostro de la guerrera aparecía una expresión vagamente risueña.

—Tu hermana viene para acá —le informó Xena—. A lo mejor te convendría...

Gabrielle soltó una risita.

—Ah, sí. —Y volvió a ponerse la túnica, captando ahora de forma muy débil el ruido

de alguien que subía las escaleras. Se pasó los dedos por el pelo y se sentó en una

esquina de la mesa pequeña que había en la habitación. La guerrera, tras vestirse a su

vez, se quedó tumbada, con las piernas cruzadas y las manos detrás de la cabeza.

Alguien llamó a la puerta con un golpe ligero e inseguro.

—Sí —contestó Xena, adoptando un tono grave y ronco.

La puerta se abrió con cuidado y Lila asomó la cabeza, mirando primero a Xena y

luego a Gabrielle con algo cercano al alivio.

—Bri, tienes que venir deprisa. Quiere que vayas —dijo, un poco jadeante—. Metrus

está casa y quiere verte.

La expresión de Gabrielle se hizo cauta.

—¿Por qué? —preguntó, cruzándose de brazos.

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Lila abrió la puerta del todo y entró en la habitación, fue hasta Gabrielle y la agarró

del brazo.

—Escucha... no hagas que se enfade, Bri. No me ha explicado por qué, sólo me ha

enviado a buscarte. —Lanzó una mirada a Xena y luego volvió a concentrarse en su

hermana—. Estaba vociferando y hoy ha empezado a darle a la cerveza un poco

temprano. Así que, por el amor de los dioses, ve de una vez.

Gabrielle notó que se le acaloraba la cara y era consciente de la intensa mirada de

Xena por el rabillo del ojo.

—Está bien —replicó y se bajó de la mesa y, cuando apenas había avanzado un paso

hacia la puerta, algo les bloqueó el paso a Lila y a ella.

Lila parpadeó, pues ni había visto a Xena pasar de su postura relajada en la cama a

aparecer plantada como ahora, delante de ellas, con una mano en alto para detenerlas.

—Un momento. —Miró directamente a Gabrielle—. No suena muy amable.

La bardo avanzó, alzando su propia mano para tocar la de Xena.

—No pasa nada. Es que... se pone un poco... —Bajó la mirada al suelo y luego volvió

a levantarla—. Ya sabes. —Recordó de repente la última conversación que había tenido

con Xena sobre ese tema precisamente. Ah, vamos, Xena, ¿no puedes soltarte la melena

por una vez? Animándola a sobrepasar los límites que se había impuesto a sí misma.

No, replicó la guerrera, con la misma mirada directa que ahora. Piensa en lo que soy,

Gabrielle. Piénsalo bien. Ahora, ¿de verdad quieres que eso se descontrole? Eso la

detuvo en seco. Y Xena vio que la comprensión se apoderaba de su rostro. Exacto.

Cuanto más fuerte eres, más responsable tienes que ser. No es divertido, Gabrielle. No

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soy amable cuando me emborracho. Podría morir gente. Algunos ya lo han hecho. Y la

bardo le pidió disculpas en voz baja y reflexionó sobre lo que le había pedido. Y luego,

durante largo rato, estuvo pensando en por qué se lo había pedido.

—¿Hay algún problema? —preguntó Xena, en voz baja.

Lila se agitó.

—Lo habrá si no se da prisa —dijo, con tono apremiante—. Madre la está buscando

por el resto del pueblo. Yo he venido directa aquí. —Lanzó una mirada inquieta a Xena

—. Por favor...

Xena no le hizo ni caso.

—¿Hay algún problema? —preguntó de nuevo, bajando un poco más la voz y

acercándose más a la bardo.

Gabrielle suspiró.

—No lo sé. No creo. Todo debería ir bien. Seguro que sólo quiere lucir la... —Hizo

una leve mueca—. La mercancía. —Notó el temblor de rabia que sacudía el cuerpo de

Xena a través de sus dedos en contacto—. No pasará nada.

La larga y penetrante mirada de esos ojos azules la dejó algo temblorosa e intentó con

todas sus fuerzas tranquilizar su mente y no dejar que la idea de enfrentarse a su padre,

en esa casa, con una buena dosis de cerveza en el cuerpo, y a su posible marido le

produjera un miedo muy irracional e infantil.

Le entraron unas ganas casi abrumadoras de dejarse caer de nuevo en ese sitio cálido

y contarle a Xena... todo. Y mirarla y decir: No quiero que siga haciéndome daño.

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Porque sabía que eso era lo único que haría falta y sería tan fácil... y por un mero

instante, le temblaron las palabras en los labios. Pero entonces la vieja culpabilidad

acalló su voz y se sintió incapaz de traicionarlo. Incluso ante alguien que compartía su

alma.

Tiene miedo. Xena lo captó sin intentarlo siquiera. Y está tratando de que yo no me

dé cuenta. Supongo que le seguiré la corriente por ahora, y confío y espero que si de

verdad ocurre algo, pueda llegar a tiempo de intervenir antes de que ocurra

demasiado.

—Está bien —respondió Xena a regañadientes, al tiempo que se echaba hacia atrás y

se apartaba—. Pero...

—Lo sé —confirmó Gabrielle—. Lo sé. —Salió por la puerta detrás de Lila y bajó

las escaleras, volviendo la mirada cuando llegó al rellano, y vio la cara tensa de

preocupación de la guerrera. Le dio un poco de calor en medio del frío que se había

apoderado de su pecho y logró saludarla agitando levemente la mano mientras

terminaban de bajar las escaleras para dirigirse a la puerta de la posada.

Lila miraba nerviosa de un lado a otro mientras caminaban.

—Tenemos que darnos prisa. —Luego lanzó una mirada a Gabrielle—. No le has

contado nada de... él. De nosotras. Lo que sea. ¿Verdad?

La bardo hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No.

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—¿Por qué? —preguntó Lila con curiosidad—. Se supone que es amiga tuya.

Menuda amiga, si no puedes contarle algo que te angustia tanto. Hasta yo me doy

cuenta, Bri.

Gabrielle se paró en medio de la calle y agarró a su hermana del brazo, deteniéndola

de un tirón.

—Escúchame bien —dijo, con la voz ronca de rabia—. Puedo contarle lo que sea. Lo

que sea, Lila. Cosas que no podría contarte a ti, ni a madre, ni a nadie más, a ella se las

he contado. —Una pausa—. Pero esto no puedo contárselo.

Lila se quedó mirándola.

—¿Por lo que pensaría?

La bardo cerró los ojos y soltó aliento con fuerza.

—Por lo que haría.

—Tenía entendido que ya no hacía esas cosas. ¿No es eso lo que me dijiste, Bri? —

contraatacó Lila—. ¿O es sólo lo que a ti te gustaría creer?

Gabrielle la miró a los ojos.

—No, no lo es, y efectivamente, ya no lo hace. Pero esto es distinto. —Echó a andar

de nuevo—. Porque se trata de mí.

Lila guardó silencio y adaptó su paso al de ella mientras subían por el camino que

llevaba a la granja. Se detuvieron en la puerta y Gabrielle le puso una mano en el brazo

a Lila.

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—Tú no tienes por qué entrar —dijo en voz baja—. No tiene sentido que las dos

pasemos por esto.

Lila la miró, asustada.

—Por favor, ten cuidado, Bri —susurró—. ¿Por favor? Hoy está fatal.

La bardo irguió los hombros y asintió.

—Lo tendré. —Y posó la mano sobre el cerrojo para abrir la puerta y lo echó a un

lado.

Herodoto levantó la mirada cuando se abrió la puerta y dejó de golpe la copa en la

mesa.

—¡Ya era hora! —gruñó—. ¿Dónde Hades te habías metido? —Esperó a que

Gabrielle se volviera y cerrara la puerta y luego se volviera de nuevo hacia él. No

contestó—. Ven, ha venido a verte tu futuro marido. —Indicó con la mano a una figura

repantingada en la silla frente a él.

Metrus, como recordó Gabrielle de repente, siempre le había recordado a un animal

de granja. Su estatura era superior a la media y era muy rechoncho. Llevaba el pelo, de

un tono pajizo desvaído, muy corto, lo cual acentuaba la forma cuadrada de su cabeza y

su rostro.

Gabrielle cruzó la estancia y se detuvo fuera del alcance de su padre, mirándolos a los

dos. Sintió que ese miedo antiguo crecía en su interior y respiró hondo varias veces para

calmarse, intentando ahuyentar el pánico de su mente. Y del vínculo que tenía con

Xena. Sus ojos se encontraron con los de Metrus, que le sonrió con indolencia.

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—Vaya, vaya. La pequeña Bri. Deja que te vea. —Se echó hacia delante y la miró—.

Nada mal, pero que nada mal, Herodoto. Creo que me la quedaría aunque no se le

dieran bien las historias. —Se echó a reír mirando a la bardo—. Tú y yo nos vamos a

conocer muy bien, niña.

Dioses, dadme fuerzas para hacer esto, rezó mentalmente a toda prisa.

—Metrus. Hacía tiempo que no te veía. —Respiró hondo—. Y es una lástima, pero

no voy a poder cumplir el contrato que tiene mi padre contigo. —Oyó la tos atragantada

de Herodoto.

—No digas tonterías, niña. No es decisión tuya. Es mía —dijo su padre, farfullando

un poco—. ¿O es que has olvidado la ley?

—No —respondió apagadamente. Y le citó la ley que le otorgaba jurisdicción sobre

ella.

—De tus propios labios —dijo Metrus, encantado—. Y qué labios tan bonitos son. —

Se echó a reír y se levantó, rodeó la mesa y se acercó a ella. Le sujetó la mandíbula con

la mano y le volvió la cara de un lado a otro—. Una preciosidad, Herodoto. No pensé

que fueras capaz. ¿Estás seguro de que es tuya?

Su padre soltó una risotada desagradable.

—Oh, sí. Estoy seguro. —Bebió un gran trago de cerveza y bajó la copa de golpe—.

¡Hécuba! ¡Más cerveza!

Tranquila, Gabrielle. Tranquila. Puedes hacerlo. Puedes con esto. Xena ha dicho

que puedes. Y ella es la autoridad máxima al respecto.

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—Existe otra ley que puedo citar que me exime de esta... obligación —dijo con tono

apagado, pero frío. Y la citó.

Y los dos hombres se quedaron en silencio.

—¿Cómo que un poder soberano? ¿Es que alguien ha muerto y te ha hecho reina? —

Metrus estalló en carcajadas, por fin.

—Pues sí, la reina Melosa de las amazonas, de hecho. —La declaración de Gabrielle

cayó en otro frío silencio—. Así que lo siento, pero no. No puedo seguir adelante con

esto. Tengo otras obligaciones. —Y vio los ojos horrorizados de su madre al otro lado

de la habitación.

Metrus se echó hacia atrás y se quedó mirándola.

—¿Dices que eres reina de las amazonas? —Alzó las cejas y sus labios esbozaron

una ligera sonrisa.

—No —respondió Gabrielle—. Lo dicen ellas. —Sintió que se le aceleraba el

corazón cuando su padre echó la silla hacia atrás y se levantó. Sintió la sensación

enervante del aire frío al acariciarle el cuello y se le erizó el pelo de la nuca como

respuesta a una amenaza que no se veía ni se oía.

—Es culpa suya —dijo Herodoto con dificultad—. De esa maldita mujer antinatural.

—De repente, se lanzó hacia delante y golpeó a Gabrielle en la cara con los nudillos de

la mano izquierda.

Ella lo había visto venir, le había indicado su intención de un modo que ahora era

capaz de interpretar sin dificultad, pero el cuerpo se le quedó paralizado y se negó a

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apartarse. En cambio, empezó a meterse hacia dentro, a encerrarse, para no estar ahí.

Como en otra época. En otro tiempo, cuando ésa era la única manera que tenía de

superar estos incidentes. Era consciente de que la estaba levantando y golpeando en el

estómago, ese viejo truco para que no se vieran las marcas. Una vez, y otra, y ahora la

tiró contra la pared y ella cayó al suelo, sin resistirse, esforzándose aún por no estar ahí.

Por hacerse pequeña, y a lo mejor, si se hacía lo bastante pequeña, se olvidaría de ella y

pasaría a otra cosa.

Y entonces su mano se deslizó a un lado y se posó sobre un trozo de madera redondo.

Una firmeza lisa que su cuerpo conocía, aunque su mente le estuviera diciendo que no

se moviera, que no rechistara. Que no estuviera ahí. Oyó sus pasos y supo que lo

siguiente sería una patada. Quería quedarse allí tumbada. En serio, lo quería... pero su

cuerpo la traicionó y cobró vida de repente, como si lo animara un espíritu que no era el

suyo.

Él se acercó a trompicones, buscando un blanco, y cuando lo tuvo casi encima, se

levantó del suelo y le golpeó la cabeza con la vara, con un crujido que resonó por la

pequeña estancia. Y él se desplomó con estrépito y entonces ella volvió a su ser y se

quedó mirando la vara como si nunca la hubiera visto.

Metrus se apartó de ella y alzó las manos.

—Está bien, bonita. Tranquilízate.

Gabrielle tomó aliento jadeante y se apoyó en la pared, temblando. Su madre se

adelantó corriendo y se arrodilló al lado de su marido, tocándole la cabeza con cuidado.

Entonces se volvió y miró a su hija.

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Fue demasiado. Soltó la vara y fue tropezando hasta la puerta, consiguió abrir el

cerrojo y bajó al camino, aunque las piernas apenas lograban sostenerla. Cuando apenas

había dado diez pasos, se chocó con alguien que se movía a toda velocidad, alguien a

quien su cuerpo reconoció y con el que se fundió con un alivio total.

—Oh, dioses —soltó con un susurro ronco—. Creo que lo he matado.

Xena se quedó paralizada y notó que se le aceleraba el corazón. Dioses, no... Levantó

la mirada al oír que Lila llegaba a la carrera, con la cara blanca como una sábana. Si lo

ha hecho, será mejor que lo averigüe ahora.

—Gabrielle —dijo suavemente, agarrándola por los hombros—. Quédate aquí un

momento. Siéntate. —La bardo se dejó llevar hasta una peña que había al borde del

camino y se sentó allí, muda de horror—. Lila, quédate con ella —dijo la guerrera

roncamente—. Ahora mismo vuelvo.

Lila asintió y puso una mano sobre el hombro de Gabrielle. La bardo ni siquiera

levantó la vista y siquió contemplando el vacío.

—¿Bri? —dijo la mujer morena suavemente—. ¿Bri? ¿Qué ha pasado? —No hubo

respuesta.

Xena subió a largas zancadas por el camino y abrió la puerta de un tirón, pasando al

interior. Metrus se colocó delante de ella, con los brazos extendidos, pero lo apartó con

impaciencia de un empujón.

—Quita —le gruñó y luego se arrodilló junto a la figura tirada en el suelo, sin hacer

caso de las frenéticas protestas de Hécuba. Examinó al hombre y advirtió que aún

respiraba, aunque con un poco de dificultad.

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Le puso los dedos en el punto del pulso y notó unos latidos firmes, si bien algo

acelerados. Le colocó la cabeza de lado y examinó la herida sangrante, donde la vara lo

había golpeado con fuerza suficiente para romper la piel del cráneo. Palpó suavemente

con dedos conocedores y notó sólo un leve hundimiento del hueso que había debajo. Y

sintió una acometida de alivio tan intensa que casi se mareó. Miró a Hécuba, que se

había quedado sin protestas.

—Es una ligera fractura —dijo, con tono tranquilo y seguro—. Si lo acuestas,

mantenle la cabeza en alto y que no se agite. Seguro que se recupera.

Hécuba se quedó mirándola largamente estrechando los ojos.

—¿Eres sanadora? —preguntó por fin, con tono incrédulo.

Xena se levantó y de repente se sintió muy harta de este lugar y de esta gente.

—Sí. Me viene bien, dado mi trabajo. —Se volvió hacia la puerta, pero Metrus la

detuvo en seco—. Quita de en medio —le gruñó.

—Espera un momento, Xena —protestó Metrus—. Tenemos que dar aviso al

alguacil. Yo soy testigo... la chica se ha puesto como loca y lo ha atacado. —Se le puso

cara de satisfacción—. No podemos permitir que una persona así de... inestable... ande

por ahí suelta, seguro que lo comprendes.

La guerrera se dejó arrebatar por una ola de frío gélido.

—He visto las marcas que tiene en la cara, Metrus.

—Bueno —ronroneó el comerciante—. Aquí todo el mundo dirá otra cosa. —Sonrió

—. Y si está loca, no tiene derechos... pero yo estoy dispuesto a hacerme cargo de la

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pobrecilla... —Su voz se ahogó de golpe por una mano que lo agarró de la garganta y le

cortó la respiración, al tiempo que lo levantaba por el aire y lo estampaba contra el

suelo.

—Ah, no —dijo una voz grave y ronca—. Ni mucho menos, Metrus. —Xena apretó

más y se arrodilló sobre su pecho—. Verás, Gabrielle... es buena persona. Incluso

provocada por alguien que quería hacerle daño, no ha sido capaz de darle un golpe

mortal. Ni por asomo. Físicamente, es capaz de ello, ¿pero mentalmente...? No.

Gabrielle no.

Al hombre se le estaba poniendo la cara morada y tenía los ojos desorbitados.

—Pero yo sí, Metrus. La verdad es que yo no soy buena persona. Y para proteger a

Gabrielle, soy capaz de hacer prácticamente cualquier cosa. —Su voz se convirtió en un

ronroneo ronco—. Podría matarte con tal facilidad... —Volvió a apretar la mano y él

empezó a ahogarse. Se inclinó más sobre él—. Ése tiene suerte de que fuera ella la que

tenía la vara y no yo. Tiene suerte de que yo no haya visto cómo la golpeaba, porque si

no, estaríais recogiendo sus pedazos por toda la habitación.

Entonces aflojó un poco la mano y le permitió aspirar aire unas cuantas veces

entrecortadamente.

—Así que piénsatelo muy bien antes de seguir por ese camino, amigo. Cerciórate de

que comprendes las consecuencias que eso tendría. —Una pausa—. ¿Me entiendes?

Metrus se quedó mirándola, intentando permanecer totalmente inmóvil. Ella seguía

con la mano tensa alrededor de su cuello, oprimiéndole el pecho con su peso, y cuando

la miró a los ojos, no le cupo duda alguna de que una sola palabra equivocada, un solo

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gesto equivocado por su parte sería lo último que haría en su vida. De modo que ésta era

la Xena de las leyendas. No estaba tan enterrada, después de todo.

—Sí —graznó.

—Bien —replicó Xena suavemente, y lo soltó. Y al levantarse y volverse, se encontró

con los ojos de Hécuba y en ellos descubrió una inesperada calidez. Se quedaron

mirándose largos instantes. Y entonces:

—Mantenle la cabeza en alto —le aconsejó Xena, tras lo cual se dirigió hacia la

puerta, deteniéndose sólo para recoger la vara tirada de Gabrielle y llevársela consigo.

El sol bajo de la tarde la deslumbró un momento y cuando se le despejó la vista,

distinguió a Lila, claramente agitada, que tenía agarrada a Gabrielle por los hombros y

la zarandeaba. Entonces los ojos de Xena se posaron sobre la figura inmóvil sentada en

la roca y se olvidó de todo lo demás. Había visto a Gabrielle con toda clase de humores,

presa de numerosas emociones, tanto buenas como malas, pero nunca había visto así a

la bardo. Había una expresión terrible de horror vacío en sus ojos, una expresión perdida

que golpeó a Xena de lleno en el estómago e hizo que se le cayera el alma a los pies.

Porque esa expresión ya la había visto en otras ocasiones. En las aldeas que su

ejército había arrasado. En los ojos de los supervivientes que habían perdido parte de su

humanidad por su culpa. Recorrió los últimos metros medio aturdida, sin oír la pregunta

repetida de Lila, consciente tan sólo de esos mortecinos ojos verdes que no se posaban

en los suyos.

Xena se arrodilló y con mucho cuidado cubrió las manos apretadas de Gabrielle con

las suyas. Y esperó. Hasta que la cabeza rubia se alzó mínimamente y, como de muy

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lejos, apareció una chispa diminuta que parecía reconocer el rostro impasible que la

miraba.

—Gabrielle —dijo, suavemente, al ver aquello—. No pasa nada. Se pondrá bien.

Gabrielle había seguido sin estar ahí todo el tiempo que Xena había estado lejos de

ella, hundiéndose cada vez más dentro de sí misma, tanto para escapar del dolor que le

machacaba la cabeza como para huir del vívido recuerdo de lo que había sentido cuando

su vara golpeó a su padre en la cabeza. Lila la había zarandeado y le había hablado, pero

su mente se negaba a oír las palabras o a reaccionar al zarandeo. Simplemente... no

estaba ahí. Era más apacible. Más fácil simplemente... ser.

Pero ahora, había unas manos encima de las suyas, un tacto que reconocía, y sentía

un tirón cálido contra el que sus desesperados intentos de escapar no surtían efecto. Era

una cuerda salvavidas y, por mucho que intentara no hacer caso, la cuerda se enrolló

alrededor de su alma y la atrajo de nuevo al aquí y ahora, donde unos conocidos ojos

azules esperaban para reunirse con los suyos. Entonces las palabras hicieron mella en su

entendimiento y Gabrielle sintió que se le quitaba de encima una losa que la había

estado aplastando.

—¿No he...? —Su voz sonaba ronca, incluso para ella misma.

—No —fue la tranquila respuesta, acompañada de una sonrisa, una sonrisa que se

metió dentro de ella y le capturó el corazón y la apartó aún más del entumecimiento que

amenazaba con apoderarse de nuevo de ella—. Le va a doler mucho la cabeza durante

unos días, pero eso es todo. —Xena hizo una pausa—. Te lo prometo.

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Gabrielle dejó caer la cabeza y posó la vista en el suelo, dejándose arrastrar por una

ola de alivio intranquilo. Todavía se sentía a punto de desmoronarse, pero notaba que se

estaba calmando y enfrentándose al presente. No muy bien, pensó, pero era un

comienzo. Levantó los ojos y se encontró con los de Xena, llenos de una intensa

preocupación.

—Gracias. —Incluso consiguió amagar apenas una sonrisa, que le fue correspondida

de inmediato.

Xena le soltó las manos y echó la cabeza de la bardo a un lado con delicadeza,

examinándole la cara.

—Hay que ponerte unos paños fríos ahí —comentó, reprimiendo la rabia hirviente

que no paraba de amenazar con lanzarla de nuevo por ese camino para entrar en la casa,

aunque el hombre estuviera inconsciente—. Vamos. —Se levantó y le ofreció la mano a

Gabrielle, quien la cogió y dejó que la guerrera la pusiera en pie.

—Lila... —dijo la bardo, volviendo la cabeza—. ¿Podrías...?

Su hermana asintió despacio.

—Te llevo tus cosas. —Sin preguntas, sin comentarios, así sin más.

—Le dije... —Gabrielle tomó aliento y notó que Xena le estrechaba la mano—. Le

dije que no me iba a ir con Metrus. Le dije por qué no tenía obligación de hacerlo. —

Dirigió una mirada atormentada a Xena—. Dijo... te echó a ti la culpa. —Un largo

silencio—. Y entonces... —Dejó de hablar y se quedó mirando el vacío—. No sé qué me

pasó —continuó por fin, con tono apagado y desconcertado—. Sólo intentaba... escapar.

Y entonces... —Sus ojos se posaron en la vara que estaba tirada en el suelo donde la

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había dejado Xena—. Supongo que me caí encima de eso... y de repente la tenía en las

manos... y... —Se calló de nuevo y esta vez no continuó.

—Y entonces hiciste lo que tu cuerpo está entrenado para hacer cuando alguien lo

ataca —dijo Xena, con tono pragmático.

—No... no... no era eso... él no estaba... —La bardo dudó y entonces se volvió a

callar.

—Vamos —suspiró Xena, pasando la mano al hombro de Gabrielle. Miró a Lila, que

tenía la vista clavada en el suelo—. A tu madre seguro que le vendría bien ver una cara

amiga —dijo, en voz baja—. Yo me ocupo de tu hermana.

Lila la miró, por una vez sin rencor. En sus oscuros ojos garzos sólo había cansancio.

—Lo sé —contestó con tono apagado—. Más tarde os llevo sus cosas. —Inclinó

levemente la cabeza, luego se dio la vuelta y subió despacio por el camino hacia la

granja.

Xena dejó la mano apoyada en la espalda de Gabrielle durante el silencioso trayecto

de vuelta a la posada, manteniendo el contacto con la bardo, cuyo rostro había adoptado

una expresión impasible. No hicieron caso de las miradas de la gente que almorzaba en

la posada, subieron las escaleras y cerraron la puerta de la pequeña habitación al pasar.

Una vez dentro, Xena dejó la vara que aún llevaba apoyada en la pared y se quedó

mirando con ojos preocupados a Gabrielle, que bajó la mirada al recibir el saludo

entusiasta del encantado Ares. La bardo se agachó despacio, cogió al lobezno, lo acunó

entre sus brazos y hundió la cara en su pelo suave.

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—¿Ruu? —gorjeó él, mordisqueándole la oreja que tenía a tiro.

—Oh, Ares... —susurró ella entrecortadamente—. Con lo dulce y cariñoso que eres...

¿cómo ha podido alguien hacerte daño?

A Xena se le cortó el aliento. Maldición... ¿qué le digo? ¿Qué podría decir nadie?

Esto no es... una de las muchas cosas que sé hacer y me siento perdida.

—¿Gabrielle? —dijo por fin, titubeando. La bardo la miró con ojos ensombrecidos—.

Mm... deja que te vea ese arañazo. —Hurgó en una alforja en busca de su botiquín,

consciente de que Gabrielle se había acercado y ahora estaba parada junto a su hombro.

Levantó la vista hacia la bardo y trató de sonreírle tranquilizadora.

—Te lo tendría que haber contado —murmuró Gabrielle, con ojos torturados—.

Tendría que... quería hacerlo... oh, dioses... —Se le doblaron las rodillas y Xena la

agarró, acunándola y deslizándose por la pared hasta que las dos acabaron en el suelo y

la guerrera abrazó estrechamente a su compañera, cuyo cuerpo se estremecía presa de

sollozos incontrolables e histéricos.

Xena cerró los ojos y aguantó. Maldición... ¿qué hago? Vale... vale... cálmate, Xena.

Vas a poner las cosas peor. Respira y relájate, respira... eso es...

—Te tengo —susurró—. Gabrielle, tranquila. Te tengo.

Por fin el llanto de la bardo se fue calmando y cerró los ojos y se quedó tranquila en

brazos de Xena. Seguro que la he medio matado del susto, pensó vagamente la mente

cansada de Gabrielle. Odia esta clase de cosas... pero me hacía falta... y no podía

acudir a nadie más. Ni querría, a decir verdad. No puedo creer que haya sido capaz de

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hacerle eso, a él. Miró a Xena a la cara, iluminada a medias por el sol de la tarde que

entraba por el ventanuco.

—Te he mojado toda —dijo, con una mueca por la ronquera de su voz.

Xena la miró y sonrió levemente.

—No pasa nada —comentó, al tiempo que soltaba una mano y hurgaba en su

botiquín, que se había caído cuando agarró a la bardo. Sacó un trapo de lino y le secó

con cuidado las lágrimas de la cara—. ¿Mejor? —preguntó, y sonrió más a Gabrielle

cuando la bardo asintió.

—Sí. —Gabrielle carraspeó—. Ay.

La guerrera sintió una acometida de alivio. Gabrielle estaba muy alterada, sí, pero esa

expresión de horror tenso y distante había desaparecido y parecía más en su ser.

—Aguanta —contestó y alargó la mano hacia la pequeña chimenea, puso la olla de

agua a calentar, luego sacó un par de frasquitos de su botiquín y agarró una taza de la

mesa situada por encima de su morena cabeza.

Gabrielle observaba distraída, demasiado cansada para moverse o hablar, mientras

Xena mezclaba eficazmente los ingredientes en la taza y los cubría con el agua ya

caliente. Un agradable y vaporoso aroma se elevó de la taza y la bardo sonrió.

—Mmm... tus remedios deberían oler así más a menudo —bromeó suavemente

mientras la guerrera le pasaba la taza con una sonrisa. Metió casi la nariz en el líquido y

dejó que el dulce aroma a menta le invadiera los pulmones—. ¿De verdad es bueno para

mí? No me lo puedo creer. —Miró rápidamente a Xena, que se limitó a asentir. Bebió

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un sorbito, lo dejó caer por la garganta dolorida con placer y luego volvió a apoyar la

cabeza en el pecho de la guerrera—. Es maravilloso —suspiró.

—Para que te mejore la cabeza —replicó Xena, apartándole delicadamente el pelo de

los ojos—. Y... he pensado que también te vendrían bien unos mimos por dentro.

Gabrielle se sonrió y bebió un gran sorbo de su taza.

—Tienes razón —reconoció—. Y también sobre lo de que me duele la cabeza. —

Apoyó la cabeza en el brazo de Xena y se puso seria de nuevo—. Lo siento.

Xena arrugó en entrecejo.

—¿El qué?

La bardo cerró los ojos y se encogió de hombros.

—Esto... todo. Arrastrarte hasta aquí. —Abrió los ojos parpadeando y miró por la

ventana—. Sé que odias esta clase de cosas. Tendría que haberte convencido para que

fueras a la fiesta.

—Gabrielle. —El tono de Xena, frío y directo, detuvo el discurso inconexo de la

bardo—. Corta ese rollo, ahora mismo.

Gabrielle se paró en seco y la miró sorprendida.

—No, en serio... creo que...

—Basta —fue la firme respuesta—. Lo digo en serio. No hay otro lugar donde quiera

estar en estos momentos más que éste. —Clavó en Gabrielle su mirada más intensa—.

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No te vas a disculpar por esto. No ha sido culpa tuya. Nada de todo ello. Tú no has

hecho nada para que ocurra esto, ¿está claro?

—Algo debo de haber hecho —fue la lúgubre respuesta. Tenía los ojos desenfocados

—. Siempre intentaba averiguar qué era lo que había hecho... para no volver a hacerlo.

Con el tiempo, perdí la cuenta. —Se le quebró la voz—. Había tantas razones... —

Levantó la mirada y vio la expresión angustiada de Xena. Notó la rabia rebosante que

bullía bajo la superficie, rabia que no era contra ella, sino por ella.

Mi protectora... Sintió un calor que le empezó en la boca del estómago y se fue

extendiendo hacia fuera. ¿Es consciente de la sensación tan maravillosa que es en estos

momentos? No... seguro que no... a lo mejor ya va siendo hora de decírselo... y de

decirle por qué esta aldeana tan irritantemente terca se pegó a ella como una

garrapata para seguirla por media Grecia.

—Xena...

—¿Sí? —fue la respuesta levemente ronca.

Gabrielle tomó una profunda bocanada de aire.

—¿Tú siempre has querido ser guerrera?

Xena la miró sorprendida un momento.

—Sí. Creo que sí. —Se rió un poco por lo bajo—. Liceus y yo... jugábamos con palos

como si fueran espadas y hacíamos como que librábamos batallas desde que tengo uso

de memoria.

La bardo asintió despacio.

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—Eso pensaba. ¿A tu madre le gustaba?

La guerrera se lo pensó un momento.

—Bueno, estoy segura de que habría preferido que me dedicara a un oficio más

apacible, pero nunca me dijo que no podía hacerlo.

—¿Alguna vez te lo dijo alguien? —insistió Gabrielle, satisfaciendo de paso una

curiosidad que sentía desde hacía mucho tiempo.

—No —fue la previsible respuesta—. No, nunca. Mm... bueno, una persona lo

intentó. Una vez.

—¿Y?

—Que le di una paliza. —La respuesta abochornada de Xena hizo reír a la bardo.

Gabrielle suspiró.

—¿Qué habrías hecho si alguien... a quien quisieras... hubiera intentado impedir que

fueras guerrera? —Ahora su mirada era seria y al levantarla, vio que la de Xena también

lo era, pues había entendido por dónde iba la conversación.

Xena dudó largo rato antes de contestar, porque sabía dónde quería ir a parar

Gabrielle y porque su respuesta revelaría mucho sobre su forma de ser.

—¿Qué habría hecho? —Una pausa, porque se detuvo a mirar en su interior, y dio

una respuesta sincera—. No lo habría dejado. Forma parte de mí de tal manera... que no

lo habría dejado. Me habría opuesto.

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—Eso es lo que pensaba —contestó la bardo suavemente—. Porque es una de las

cosas que más quiero de ti. Nunca lo dejas. —Sonrió a su compañera con dulzura—.

Siempre me dices cómo te inspiro para hacer las cosas... Me pregunto si te das cuenta de

hasta qué punto es mutuo.

Observó el rostro de Xena, vio su expresión de sorpresa y su mente de bardo se puso

de inmediato a buscar formas de describir ese momento, de describir el sol dorado que

iluminaba la mitad de su perfil y dejaba la otra mitad en sombra, salvo por el brillo

reluciente de sus ojos.

—Yo siempre he sido capaz de inventarme historias —empezó, apartando los ojos de

los de Xena y posándolos en la cabeza peluda de Ares, acurrucado junto al muslo de

Xena—. Me encantaba hacerlo... y se las contaba a todo el mundo. Incluso las que eran

una tontería.

Apoyó la cabeza sobre el hombro de la guerrera silenciosa.

—Mis primeros recuerdos de mi padre eran... Me sentaba sobre su rodilla para

hacerme botar, cuando era muy pequeña. Iba a los sitios con él. —Miró a Xena—. Él

era mi mundo.

Un largo silencio esta vez, mientras volvía a armarse de valor.

—No sé cuándo cambió aquello... pero fue como si un día simplemente... —Cerró los

ojos—. Se enfadó. Y se quedó así. —Respiró hondo—. A lo mejor sólo era la cerveza, a

lo mejor era... que en realidad quería un hijo. No lo sé. —Se frotó los ojos—. Cuando

me quedaba con mis tíos, era estupendo. Podía jugar por todas partes, ya sabes, y contar

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historias y ser... normal, supongo. —Tragó con dificultad. Y casi perdió la serenidad

cuando Xena se echó hacia delante y la besó suavemente en la frente.

—No tienes que... —empezó a decir la guerrera, pero se detuvo cuando Gabrielle le

posó ligeramente los dedos en los labios.

—Sí... tengo que hacerlo. Quiero que lo sepas. —Sonrió sin ganas—. En casa, era

otra cosa. No le gustaba que contara historias, decía que era un juego estúpido y... —

Hizo una pausa—. Y con el tiempo, cuando me pillaba, me... —Un largo silencio—.

Hacía algo para convencerme de que no lo volviera a hacer. —Se le cortó el aliento—.

Recuerdo la primera vez que lo hizo... yo... yo... —Se le apagó la voz y se quedó

inmóvil, tragando e intentando no venirse abajo. Entonces los brazos de Xena la ciñeron

con fuerza, llenándola de una sensación de seguridad que le permitió recuperar la

serenidad después de tomar aliento estremecida varias veces.

—Bueno, el caso es —prosiguió por fin—, que al cabo de un tiempo, me resultó

mucho más fácil... olvidarme de las historias. Me dolía demasiado... y me tenían muy

ocupada, convirtiéndome en la aldeana modelo, lista para el matrimonio. —Sus ojos se

encontraron con los de Xena y leyeron en ellos la mezcla de tristeza y dolor y rabia

absoluta—. Me sentía como si me estuvieran embutiendo en una caja. Y no tenía forma

de salir. Cada ejemplo que recibía era para ilustrar su manera de hacer las cosas. La

chicas no pueden ser bardos. Las chicas no pueden ser fuertes. Sólo podía quedarme ahí

sentada, en silencio, haciendo las tareas que debía hacer. —Se le puso la voz un poco

ronca—. Y lo hacía. Porque no veía otra posibilidad. Pero sufría. —Cerró los ojos un

momento—. Y me sentía tan... perdida.

Bebió un sorbo de la infusión ya fría de su taza.

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—Y entonces, un día, bajé al río con mi hermana y las demás chicas del pueblo para

recoger agua. —Se le empezó a formar una leve sonrisa en la cara—. Nos detuvieron

unos tratantes de esclavos. Recuerdo que pensé: "Oye, Gabrielle, fíjate. Éste es el

momento en que, en una de tus historias, aparece el héroe y nos salva". —Bajó la voz

—. Pero yo sabía que en la vida real no había héroes y que no me iban a salvar y... no sé

si me habría importado. —Se quedó mirando por la ventana, recordando aquel día, que

había empezado mal, con una paliza después del desayuno, cuando rompió un plato ante

sus ojos críticos, y que fue a peor, cuando las atacaron los tratantes.

Entonces su sonrisa se hizo más amplia, al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás y

miraba a Xena, cuyo rostro estaba ahora casi totalmente envuelto en sombras. Salvo los

ojos, que reflejaban los tenues destellos del sol.

—Entonces me llevé la sorpresa de mi vida. —Meneó la cabeza—. Apareció una

heroína que nos salvó. Igualito que en una historia. Y no sólo eras una heroína, sino que

hiciste añicos todas las normas que me habían enseñado sobre lo que es la gente y lo

que se puede ser. Xena, ahí estabas plantada, sin armas, sin miedo, y machacaste a

aquellos soldados como si no fueran nada. Eras más fuerte que ellos y más inteligente

que ellos y, lo que es más, te daba igual quién lo supiera. —Cerró los ojos y dio una

palmadita a la guerrera en la tripa—. Ese día cambiaste todo mi mundo.

Xena seguía en silencio, escuchando, observando, adquiriendo un punto de vista

sobre Gabrielle que nunca se había esperado. Una explicación, por fin, de por qué se

había marchado de casa, dejado a su familia, abandonado todo lo que conocía para

seguir a una ex señora de la guerra medio loca y adentrarse en la intemperie, directa a

las penalidades y a una probable muerte prematura.

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—Decidí, en ese mismo momento, que ésta era mi única oportunidad. Te iba a seguir,

tanto si querías como si no, hasta donde tuviera que llegar porque tenía esta única

posibilidad de ser más de lo que Potedaia me iba a permitir ser —continuó Gabrielle,

tomando aliento de nuevo—. Y eso hice. Y rezaba todas las noches a los dioses para que

no me enviaras de vuelta antes de que hubiera aprendido lo suficiente de ti para poder

valerme por mí misma. —Sonrió levemente—. Entonces, un día, me di cuenta de que

había empezado a rezar para que no me enviaras de vuelta en cualquier caso, porque...

no quería dejarte.

Se miraron en momentáneo silencio.

—Entonces pensé que eso era muy egoísta por mi parte. Y traté... de volver a casa...

porque pensaba que debías de estar harta de mí —continuó Gabrielle, mirando hacia la

ventana—. Y porque no creía que... bueno, da igual.

—No me soprendió en absoluto que te marcharas —intervino Xena por primera vez

desde hacía mucho rato—. Sólo que no me esperaba para nada que fueras a volver. Yo...

nunca comprendí muy bien por qué lo hiciste... bueno, tardé mucho. Pensaba que había

sitios mucho mejores en los que podías estar, en lugar de estar conmigo. —Había una

dulce tristeza en sus ojos que conmovió a Gabrielle profundamente.

—Sé que eso pensabas —susurró la bardo—. Pero entonces, durante mi noche de

bodas, me quedé tumbada en la oscuridad. Pérdicas estaba dormido, pero yo no podía...

sólo podía pensar en ti y en lo que había visto en tus ojos cuando nos dijimos adiós. —

Levantó la vista—. Porque era un adiós, ¿verdad? Nunca te habría vuelto a ver, ¿no?

Xena tomó aire una vez, y luego otra. Y tragó saliva.

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—Habría sido un adiós. Yo... Gabrielle, lo que te dije, lo dije en serio, pero es que...

no podía. —Ya tenías mi corazon, amiga mía, y la idea de perder tu amistad hizo que

esa noche fuera la peor que había pasado desde hacía mucho tiempo. Sólo que la noche

siguiente fue peor, cuando pensé que había perdido tu alma por Calisto después de todo

lo demás.

—Lo sabía —respondió Gabrielle—. Lo noté... y eso me causó tal dolor que casi no

podía respirar. —Suspiró—. Pero tenía la esperanza de que, al hacer eso, podría hacer

por madre y por Lila lo que tú habías hecho por mí. Marcar una diferencia. —Meneó la

cabeza—. Pero no habría sido así. No estaba preparada para eso, Xena. No tengo tu

fuerza.

Apuró la taza casi vacía y se quedó mirándola.

—No me gustaba quién era yo en aquel entonces, Xena. —Miró a la guerrera

directamente a los ojos—. Pero sí que me gusta quién soy ahora. Y jamás me habría

convertido en esa persona si tú no me hubieras mostrado el camino. —Una pausa—. Así

que, incluso si no estuviera... —sonrió dulcemente—, perdidamente enamorada de ti, e

incluso si no fuéramos amigas íntimas... seguirías siendo la persona más importante de

mi vida. Porque me devolviste mis sueños.

Suspiró y apoyó la cabeza en el pecho de Xena, notando los fuertes brazos que la

estrechaban con una intensidad fiera, y oyó que la guerrera tragaba varias veces sin

intentar hablar.

—Llevo mucho tiempo queriendo decírtelo —murmuró—. Pero mi padre... es que...

no podía... lo siento, Xena. Siento haber... querido intentar ayudarlas.

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—Sshh. No pasa nada —dijo la guerrera, con voz ronca—. No pasa nada.

—No —replicó Gabrielle—. Sí que pasa. —Sus manos aferraron convulsas la túnica

de cuero de Xena—. Tendría que haber... Pérdicas me amaba, eso lo sé. Y, en cierto

modo, yo también lo quería a él. Era bueno y me necesitaba y... —Se quedó callada un

momento—. Pero lo que sentía por ti era muchísimo más profundo, y tocaba puntos que

él ni siquiera podía imaginar y mucho menos intentar alcanzar. Y esa noche me quedé

allí tumbada y lo supe y sentí un gran dolor... y me di cuenta de que uno de los motivos

por los que de verdad estaba haciendo esto era... que creía que si volvía a casa y era

buena, a lo mejor... a lo mejor mi padre me sonreiría. —Se le empezaron a llenar los

ojos de lágrimas de nuevo—. Xena, no puedo evitarlo. Es mi padre y lo quiero. Aunque

él no... —No pudo terminar esa idea—. Y... deseaba tanto recuperar su aprobación que

casi... no, sin casi... sacrifiqué lo más importante de mi vida. —Tragó con dificultad—.

A la persona más importante. Y me siento tan... me odio cuando lo pienso.

—Oh, Gabrielle —susurró Xena, acariciéndole el pelo con ternura, al ver las lágrimas

que oscurecían más su túnica de cuero—. No es culpa tuya.

—Sí que lo es —dijo la bardo con voz ronca—. Es culpa mía que Pérdicas muriera.

Es culpa mía.

—No —fue la rápida y firme respuesta—. No, mírame. —Xena soltó una mano y

obligó a Gabrielle a levantar la cabeza, mirándola a los ojos. Intentó dejar de lado sus

propias emociones casi descontroladas cuando vio la necesidad desesperada que había

en ellos—. Escúchame, bardo mía... eso no fue culpa tuya. —Gabrielle guardó silencio,

mirándola a la cara—. La única que tiene la culpa de aquello es Calisto, Gabrielle. No

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tú, no yo. —He tardado lo mío en aceptarlo, ¿no?—. Y... yo no te culpo por haber

decidido vivir con él. De verdad que tenías mi bendición... quiero que lo creas.

La bardo la miró parpadeando.

—Dime que aquello no te hizo daño —fue el leve susurro, con el rostro paralizado.

Xena tomó aliento y se quedó mirándola. Supo al ver que Gabrielle cerraba de golpe

los ojos que su respuesta era evidente incluso antes de hablar.

—No puedo decirte eso —confesó—. Sabes que no puedo... —Dejó de hablar cuando

el doloroso recuerdo de todo aquello se volcó sobre su consciencia—. Sí, me hizo daño

—dijo por fin, encontrándose con la mirada torturada de la bardo—. Dejarte allí fue...

fue duro para mí. —Hizo una pausa—. Pero habría merecido la pena, para mí, por verte

feliz. Y, Gabrielle, ésa es la única verdad que importa.

Gabrielle tragó convulsivamente.

—No se debería hacer daño a las personas que se quiere, Xena. No está bien. —Su

mirada se dirigió hacia la ventana—. Así que supongo que mi padre... Ojalá supiera qué

he hecho para que me odie tanto.

Y ahí estaba el problema central, pensó Xena, porque no lograba imaginar cómo

alguien... cómo nadie... podía hacer daño a una persona como... Vale... vale... respira

hondo, Xena. No puedes ayudarla si te hundes. Está hecha trizas... depende de ti para

encontrar sentido a todo esto. Por los dioses. ¿Qué le digo? Me imagino como se debía

de sentir, tan pequeña, tan inocente, y que alguien... ¿cómo consiguió confiar en nadie

después de eso?

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Lo consiguió... La idea llegó inexorable a su conclusión lógica, mientras ella

susurraba palabras tranquilizadoras a la figura callada e inmóvil. Lo consiguió porque

su necesidad de querer y ser querida es más fuerte que su necesidad de odiar y eso

tiene el poder suficiente. Es a lo que se agarra. Por los dioses. Y conozco la respuesta a

por lo menos una pregunta que tiene.

—Gabrielle —Xena dio un tono grave y urgente a su voz, lo cual hizo que la bardo

levantara la vista—. Quiero que me escuches.

Gabrielle echó la cabeza a un lado y la miró, esperando.

—Aquí estoy —dijo, con voz cansada.

—Bien —contestó Xena—. Creo que te das cuenta de que estoy muy alterada, ¿no?

—Sí —replicó la bardo.

—Vale. No puedo... Gabrielle, apenas me comprendo a mí misma, y mucho menos a

otras personas, pero sí que sé esto... y quiero que tú lo sepas: cuando alguien hace daño

a otra persona, a alguien como tú, que no le ha hecho nada malo a nadie, pues... esa

persona no te odia, Gabrielle. Esa persona odia algo de sí misma. Y... es esa parte de sí

misma a la que ataca. No a ti. Jamás a ti... tú sólo eras una niña, Gabrielle. Sólo eras una

niña pequeña y preciosa, que veía cosas que otros no veían. Tú nunca hiciste nada.

Gabrielle se quedó mirándola largos instantes. Mirándola a la cara. Respirando.

—Eso no puede ser cierto —susurró por fin, pero su tono rogaba a Xena que la

convenciera.

La guerrera le puso una mano en la mejilla y sonrió con tristeza.

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—Es cierto, bardo mía. —Hizo una pausa y observó los pensamientos que cruzaban

por esos ojos verdes—. No soy yo quién para dar definiciones del bien y del mal, pero

para mí... para mí, Gabrielle, tú eres todo lo que es bueno. —Vaciló—. Porque yo sé lo

que es odiarte a ti misma, tanto que lo pagas con cualquiera. Con todo el mundo.

Quieres que sufran tanto como sufres tú.

La bardo se lo pensó largamente, apoyada allí apaciblemente, mientras el vivo ocaso

carmesí se derramaba dentro de la habitación, tiñéndola de una luz que cubría casi todo

su cuerpo y parte del de Xena. Escuchaba los ruidos sordos del martillo del herrero allí

fuera. Olía el aroma a madera polvorienta de la habitación y las repentinas vaharadas de

carne asada procedentes del interior de la posada. Notaba la cuna firme y segura de los

brazos de Xena y el leve cosquilleo de la respiración regular de la guerrera sobre la

oreja, mientras ella apoyaba la cabeza en un ancho hombro.

—Voy a... tardar un tiempo en asimilar esa idea —dijo por fin, enunciando despacio,

como si saboreara las palabras—. Voy a tardar. —Y alzó los ojos hacia los de Xena,

inquisitiva.

Xena se encogió de hombros y sonrió.

—Tenemos una vida entera.

Por fin, obtuvo una sonrisa auténtica de la joven.

—Sigue recordándomelo, ¿vale? —contestó Gabrielle suavemente, alargando la

mano y frotando el brazo de Xena. Poco a poco, muy despacio, su mundo volvía a

enderezarse, afirmado por el calor que notaba a su alrededor. Creo... que voy a estar

bien, se dijo a sí misma.

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—Además, no es posible que hubieras renunciado a tus sueños tan deprisa, bardo mía

—añadió Xena, ladeando la cabeza y mirando hacia abajo—. Te ofreciste a ti misma en

lugar de Lila, si mal no recuerdo... es lo primero que me llamó la atención. —En su cara

se formó una lenta sonrisa—. Me quedé impresionada por el heroísmo de esta aldeana

enfrentada a todos esos tratantes de esclavos.

Gabrielle se echó a reír suavemente.

—Fue una idiotez. —Se sonrojó ligeramente—. ¿De verdad te quedaste

impresionada?

—Pues sí —reconoció Xena, abrazándola con más fuerza—. De verdad. —Se puso

seria—. Estaba a punto de rendirme, Gabrielle. Estaba harta de luchar... pero tú me

recordaste que siempre hay algo por lo que vale la pena luchar.

La bardo no contestó, pero sus ojos recuperaron parte de su brillo natural y en sus

labios se dibujó una pequeña sonrisa. Xena bajó la cabeza y miró la taza que seguía

sujetando.

—¿Eso está vacío?

—Mm... sí —contestó Gabrielle, levantando la mirada.

—Ah, bien —replicó Xena y la miró a los ojos—. Porque quería decirte que te quiero

y la última vez me mojaste entera.

Gabrielle no pudo reprimir una breve carcajada.

—Ay. —Hizo una mueva de dolor—. No me hagas reír.

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La preocupación asomó a los ojos de Xena.

—¿Por qué? ¿Es que te ha...? —Su mano tocó la parte superior del pecho de la bardo

y ésta se encogió—. Maldición —soltó—. Aguanta. —Dicho lo cual, se levantó,

levantando a la vez a Gabrielle, fue hasta la cama y depositó a la bardo con delicadeza

—. Tendrías que habérmelo dicho...

—¿Y perderme cómo me decías que me quieres? —Gabrielle sonrió con cansancio

—. Ni hablar. —Se relajó mientras Xena le abría la túnica y la tocaba con mucho

cuidado con la yema de los dedos—. Ay —bufó la bardo cuando le tocó un punto

especialmente dolorido.

—Perdona —murmuró Xena—. Has tenido suerte. Sólo son contusiones, creo. No

tienes nada roto. —Miró a Gabrielle a la cara—. Te voy a vendar, luego te vas a tomar

una cosa y vas a dormir un rato.

—Me parece buena idea —reconoció la bardo—. Ni te imaginas el dolor de cabeza

que tengo.

Xena le apartó el pelo dorado rojizo de los ojos.

—Sí, lo sé. —Suspiró disgustada—. Lo sé. —Fue a su botiquín y regresó con unos

vendajes de lino, que extendió con cuidado y untó con aceite de un tarro que también

había sacado. Luego ayudó a la bardo a sentarse, le puso los vendajes con pericia y se

los ató con un ligero tirón—. Hala.

—Oye... da calor —comentó Gabrielle, tocando la tela—. ¿Qué es eso?

Xena cogió el aceite que quedaba y lo miró.

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—Es una mezcla de aceites... hace que circule la sangre cuando estás lesionada.

Ayuda a que te cures más rápido.

—¿En serio? —preguntó Gabrielle, intrigada a su pesar—. ¿Ése es tu secreto? —Le

dio un leve codazo a la guerrera.

Xena se rió por lo bajo.

—No, lo mío es natural. Pero nunca viene mal usarlo. —Volvió a la mesa, preparó

otra mezcla en la taza olvidada de Gabrielle, dudó, luego meneó la cabeza y añadió

algunos ingredientes más que no solía incluir en esta mezcla. Echó el agua caliente, lo

removió un poco y luego lo llevó donde la bardo aguardaba en silencio—. Toma —dijo

y se lo pasó—. Bébetelo todo.

Gabrielle asintió y bebió un sorbito.

—Espera... ¿dos veces en un mismo día me das algo que sabe bien sacado de esa

bolsa? Debo de estar soñando. —Miró a Xena con falsa expresión de pasmo.

—Sí —dijo Xena, perdiendo el aire de buen humor—. Supongo que he querido

mejorar un poco un día muy malo. —Se volvió hacia la mesa, pero notó una mano que

salía disparada y le agarraba la túnica de cuero, y se detuvo. E intentó controlar sus

emociones antes de volverse de nuevo.

Lo consiguió sólo en parte, a juzgar por la reacción de los ojos verdes de Gabrielle.

La bardo dejó la taza en la mesilla de noche, se levantó de la cama y rodeó a la mujer

más alta con los brazos de un solo movimiento repentino. Notó que la guerrera le

devolvía el abrazo, aunque con más delicadeza.

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—Gracias —dijo con sencillez.

Xena tomó aliento entrecortadamente.

—Verte herida y no poder... hacer algo con... me cuesta mucho, Gabrielle —logró

decir.

La bardo asintió contra su pecho.

—Lo sé. Pero... me alegro mucho de que estés aquí. Te... te necesito. —Una sencilla

verdad.

Se quedaron así un rato más, luego Xena alzó la cabeza y soltó un largo suspiro.

—Vale, a la cama otra vez —aconsejó, soltando a la bardo, que se sentó, levantó las

piernas y volvió a tumbarse con un suspiro.

Xena le pasó la taza, con una ceja enarcada, y vigiló severa hasta que se lo terminó

todo y le devolvió la taza.

—No tenías por qué vigilar —comentó la bardo con humor—. Estaba bueno. —Se le

cerraron los ojos—. Oye.

—Sí. Oye —dijo Xena riendo y la empujó hacia la almohada—. A dormir, majestad.

La bardo intentó enfocarla con la mirada, pero renunció al esfuerzo y dejó que se le

cerraran los ojos. Xena se quedó mirándola hasta que los músculos tensos de su cuerpo

se relajaron y su respiración se hizo más lenta y profunda, y entonces alargó una mano y

tocó con delicadeza la mejilla de la bardo, en la que los moratones marcaban un fuerte

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contraste con su piel clara. Luego dejó caer la mano al costado y fue hasta la mesa, se

desplomó en la silla y apoyó los codos en las rodillas.

Oh, dioses... La rabia y la frustración eran casi excesivas para soportarlas. Pero lo

hizo, se recostó en la silla y echó la cabeza hacia atrás para contemplar el techo largo

rato. Luchó contra su ira por la injusticia, el horror que se había prolongado a lo largo

de los años y había afectado a su compañera. Quiso dar marcha atrás y estar allí, en esa

época, en este lugar, para protegerla y evitar que sucediera en absoluto. No se merecía

esto. De todas las personas que he conocido a lo largo de mi vida, ella es la única que

menos se lo merecía. Se imaginó a la dulce niña que debió de ser Gabrielle, toda rubia y

con grandes ojos verdes. Contando sus historias a sus amigos, todos con los ojos tan

redondos como ella. Y recibiendo palizas por ello. Era demasiado. Xena hundió la cara

entre las manos y rechinó los dientes. Maldito sea. Se le escapó un gruñido grave desde

el fondo del pecho y, como en contrapunto, Ares contestó, acercándose a su bota y

mirándola con ojos parpadeantes.

Xena lo miró, a este animal al que había salvado de las garras de una pantera. Y luego

miró a su compañera dormida, que, con los últimos rayos moribundos del ocaso, apenas

parecía mayor que una niña. Tal vez... Poco a poco se le fue formando la idea, hasta

surgir irresistible en su consciencia. Tal vez el mundo sí que necesita a gente como yo.

Como soy yo ahora. Dispuesta a proteger a gente como ella. Y a animalitos como él.

Me pregunto... Notó que la ira se iba disolviendo despacio, dejando a cambio un

agotamiento emocional.

Cogió al lobezno y, tras recostarse y echarse hacia atrás en la silla, se lo colocó

encima del pecho, donde se acomodó con un suspiro de felicidad.

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—Hola, chico —murmuró, acariciando su suave pelaje—. Estás creciendo, ¿verdad?

—Cogió una pata y la examinó, enarcando una ceja. Iba a ser grande, eso sin duda. La

guerrera apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos, agotada mentalmente.

Se despertó de golpe, unos horas más tardes, en la oscuridad casi total de la

habitación, con la forma dormida de Ares aún acurrucada sobre sus costillas.

—Dioses. —Hizo una mueca, frotándose el cuello—. Qué estupidez. —Se quitó al

lobezno dormido del pecho y lo dejó en el suelo, se levantó y se estiró bostezando—.

Será mejor que encienda alguna luz —le murmuró bajito al lobezno, que la miró

ladeando la cabeza. Atizó el fuego y encendió las dos antorchas de la habitación, que la

bañaron en un suave resplandor anaranjado, y se acercó para mirar a Gabrielle, que

seguía durmiendo.

Satisfecha, echó un vistazo por la habitación, luego recogió su botiquín y cuando se

preparaba para bajar a buscar algo de cenar, detectó una voz vagamente conocida que

subía por las escaleras.

—Oh, genial —dijo en voz alta y Ares la miró. Xena suspiró y volvió a sentarse en la

silla, apoyando una bota en la chimenea. Se oyó un golpe suave en la puerta—. Adelante

—dijo, sin subir la voz. La puerta se abrió y apareció la cabeza de Lila, que parpadeó a

la escasa luz y por fin la vio junto a la mesa. Se retiró, luego la puerta se abrió de nuevo

y entró, seguida de Hécuba.

Las dos se quedaron mirándola largamente. Ella las miró a su vez, sin resultar

acogedora ni amenazadora. Por fin, Lila rompió el cuadro y se adentró en la habitación,

alzando los zurrones que llevaba y mirando a Xena con una pregunta tácita.

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—Ahí —contestó Xena, indicando el sitio donde estaban amontonadas todas sus

demás cosas. Un movimiento le llamó la atención y volvió la cabeza para ver cómo

Hécuba se acercaba en silencio a la cama y se quedaba contemplando a su hija. Alargó

una mano hacia la bardo dormida y se detuvo en seco al oír un gruñido a sus pies.

Bajó la mirada y vio a un lobezno despatarrado delante de ella, mostrando los dientes

con infantil amenaza. Se quedó mirando al animal sorprendida, luego volvió la cabeza

para mirar a Xena. Y en sus ojos, algo se descongeló.

—Ya veo que tiene más de un protector —comentó la mujer mayor.

Eso hizo sonreír a medias a Xena.

—Sí. Los colecciona. —La guerrera advirtió que los hombros de Lila se relajaban

ligeramente—. Siéntate, Lila. —Le indicó a la chica una silla frente a la suya—. Ha sido

un día muy largo. —No puedo cambiar el pasado, pero si consigo que su familia me

hable, eso debería animarla, ¿no?

—Sí que lo ha sido —contestó Lila, que aceptó la silla que se le ofrecía y se sentó,

observando a la mujer morena que tenía delante.

—Ven aquí, chico —llamó Xena y el lobezno corrió hasta ella—. Adelante. —Le

hizo a Hécuba un gesto con la cabeza, indicando a Gabrielle.

Hécuba asintió, se volvió de nuevo hacia su hija y le apartó el pelo de la cara,

observando a la figura inmóvil en silencio.

—¿Cómo se llama? —preguntó Lila, mirando al lobezno por debajo de la mesa—. Es

una monada. —Sonrió dubitativa a Xena.

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Xena suspiró y se encogió de hombros un poco cohibida.

—Ares. —Y alzó las manos al ver la cara de pasmo de Lila—. Lo sé, lo sé. Mala

idea.

Lila sonrió de verdad.

—Seguro que se enfadaría si lo supiera.

Xena enarcó una ceja.

—Lo sabe. No pasa nada. Si hubiera sido un perro, bueno... me la podría haber

cargado. Pero...

La muchacha morena soltó una brusca carcajada.

—¿Lo dices en serio? —preguntó, inclinándose hacia delante—. ¿De verdad lo

conoces?

La guerrera asintió.

—Y Gabrielle también. —Ahora contaba con la atención de Hécuba—. También

conoce a Cupido y a Afrodita.

Hécuba se acercó y se sentó en la tercera silla, más cerca de Xena que de su hija.

Observó a la guerrera despacio, de la cabeza a los pies con una lenta y estudiada mirada.

—Metrus está que trina —dijo por fin, con cautela—. No le hace gracia que lo

tumben como a un ternero en el campo. —Hizo una pausa—. ¿De verdad habrías

matado a mi marido, si hubieras llegado cuando le estaba pegando? —Sus ojos

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apagados se clavaron en los de Xena con urgente intensidad—. Es su padre. A pesar de

todo.

Xena tomó aliento y bajó la barbilla, reflexionando.

—No —contestó en voz baja—. Porque es su padre. Y ella no podría soportarlo. —

Sus ojos soltaron un destello a la luz del fuego—. Pero habría hecho que lamentara

haberla tocado. Eso sí.

Hécuba asintió despacio.

—Hace tanto tiempo que nadie defiende a una de nosotras, que se me había olvidado

la sensación. —Se levantó con cansancio y, vacilante, posó una mano en el musculoso

antebrazo de Xena que estaba apoyado en la mesa—. Me... alegro de que Gabrielle haya

encontrado a alguien dispuesto a hacer eso por ella. —Entonces recuperó su talante

brusco e hizo un gesto con la cabeza indicando la cesta que había dejado encima de la

mesa—. Le he traído algo de cena.

Xena sonrió.

—Lo agradecerá.

Hécuba gruñó y fue hacia la puerta, luego se volvió para mirar a la guerrera.

—Hay de sobra, si te apetece. —Y salió por la puerta, sin ver la ceja que Xena enarcó

al instante.

Lila suspiró.

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—Le ha costado hacerse a la idea —comentó, como si le resultara comodísimo hablar

con Xena—. Creo que es una oferta de paz.

—Ya —respondió Xena, permitiéndose relajarse un poco y sonriendo ligeramente a

Lila—. ¿Estamos en paz, pues?

Lila posó la mirada en la mesa y luega la volvió a alzar.

—No paraba de hablar de cómo habías puesto en su sitio a Metrus. Y el sanador del

pueblo vino y dijo prácticamente lo mismo que le habías dicho tú y entonces no dejó de

hablar de eso durante un rato. —Se encogió de hombros—. Así que, sí, creo que

estamos en paz. —Carraspeó—. Escucha...

—Tranquila —dijo Xena, alzando una mano—. Lo sé.

Lila asintió, como si fuera normal decir una cosa así.

—¿Cómo está? —preguntó bajando la voz y dirigió la mirada hacia su hermana—.

¿Está...?

Xena suspiró.

—Está bien. Un poco magullada, pero bien por lo demás. —Sus ojos se encontraron

con los de Lila—. Le ha hecho más daño aquí —se dio un golpecito en la frente—, que

en cualquier otra parte, creo.

—Sí —susurró la chica—. Es lo que pasa.

Xena la miró compasiva.

—Lila... lamento que hayáis tenido que pasar por... eso.

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La muchacha morena la miró.

—Para ella era peor que para mí. —Otra mirada a Gabrielle—. Era la mayor. Padre

pensaba que tenía que ser más práctica... no pasarse el tiempo inventándose cosas. —Se

encogió de hombros—. Yo sólo quería hacerme mayor, casarme, tener hijos, ya sabes.

Lo normal. —Levantó la mirada—. Lennat y yo... hemos hablado de fugarnos. Él no

quiere, en realidad. —Hizo una pausa—. Yo tampoco quiero. Pero...

—Será duro para tu madre —comentó Xena. Mira quién fue a hablar, ¿eh?

Lila asintió abatida.

—Lo sé. —Apoyó las manos en la mesa y empujó para levantarse—. Al menos la

noche será tranquila —comentó—. Da igual el motivo. —Indicó la cesta con la cabeza

—. Ahí hay de sobra. Me pasaré mañana a verla.

Xena agitó la mano levemente.

—Le diré que habéis venido. Ten cuidado ahora al volver.

Lila dejó que se le formara una sonrisa en los labios, al permitirse ver por primera

vez a la compañera de su hermana como algo más que una señora de la guerra sedienta

de sangre.

—Gracias —contestó—. Sabes, no eres tan mala, Xena.

La reacción fue una ceja enarcada.

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—Puedo ser muy mala si es necesario —replicó la guerrera, pero añadió una fugaz

sonrisa, que restó seriedad al comentario—. Pero intento ser buena, por darle gusto a tu

hermana.

—No me digas —dijo Lila, intentando no reírse—. Así que eso de que sacrificas

bebés...

—Sólo en los meses de tres lunas llenas —le aseguró Xena, dejando que la sonrisa

subiera hasta sus ojos y mirando a los de Lila—. A menos que Gabrielle se quede sin

material para historias. Ya sabes. —Y guiñó un ojo.

—Ya. —Las dos se quedaron mirándose un instante y luego se echaron a reír. Creo...

que podría estar empezando a ver lo que Bri ve en ella, pensó Lila en silencio. Entonces

una idea se le pasó de refilón por la mente. Y Bri tiene razón: son de un color azul

impresionante—. Bueno, me voy. —Pero seguía sonriendo al bajar las escaleras y

dirigirse hacia su casa.

Xena se quedó mirando la puerta ahora cerrada con cierta diversión. Luego se

levantó, se estiró y fue a la ventana, donde se quedó un rato, mirando pensativa y

disfrutando de la fresca noche iluminada por la luna. Por fin, volvió a la mesa y levantó

distraída la servilleta que cubría la cesta para examinar el contenido. Aguantará hasta

mañana, decidió, y echó un vistazo a la bardo dormida. Debería salir a ejercitarme un

poco. Sí, debería. Ya. Justo, se burló de sí misma. Salvo que no me apetece hacer nada

más que meterme en esa cama con ella. Por los dioses... qué blandengue estoy hecha.

Sonrió con sorna y luego suspiró. Por otro lado, la verdad es que no quiero que se

despierte sola. Sí, buena excusa, Xena. Al menos es cierta, ¿no? Pues eso.

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Riendo por lo bajo, se puso una larga camisa de lino y guardó su armadura con

cuidado. Luego apagó las dos antorchas y se metió en la cama sin hacer ruido junto a

Gabrielle. Pero incluso profundamente dormida, parecía que la bardo notaba su

presencia, porque poco después de que Xena se acomodara con cuidado a su lado, los

brumosos ojos verdes de Gabrielle se abrieron adormilados y la miraron.

—Hola. —Los labios de la bardo esbozaron una sonrisa.

—No quería despertarte —se disculpó Xena, devolviéndole la sonrisa.

—No importa. Me alegro —fue la respuesta, levemente indistinta.

Xena se rió ligeramente.

—¿Cómo te encuentras?

Gabrielle tuvo que pensárselo un momento.

—Cansada —confesó, volviéndose con dificultad y pegándose al cuerpo de la

guerrera—. Dolorida. —Y soltó un suspiro de satisfacción cuando Xena la rodeó con

sus largos brazos—. Mmmm... así está mucho mejor.

—¿Sí? —inquirió Xena—. Han venido tu madre y tu hermana.

Gabrielle la miró parpadeando atontada.

—¿Ah, sí? ¿Están bien?

—Sí —le aseguró la guerrera—. Tu madre ha dejado algo de cena para... nosotras, la

verdad.

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Luchando con los efectos de las hierbas, la bardo abrió ahora los ojos del todo y se

quedó mirando atónita a Xena.

—¿Mi madre te ha traído la cena?

Xena asintió.

—Y tu hermana ha dicho que no soy tan mala, a fin de cuentas.

Gabrielle echó la cabeza un poco hacia atrás y levantó despacio una mano,

enganchando los dedos en la camisa de Xena.

—¿Y has dejado que siguiera durmiendo mientras ocurría todo eso?

—Lo siento —sonrió la guerrera—. No estaba planeado.

—Te voy a dar —amenazó Gabrielle, con un murmullo adormilado, dejándose caer

en el delicioso calor de su vínculo—. Luego.

El dolor seguía allí, pero se estaba desvaneciendo, hundiéndose en los rincones

oscuros donde solía vivir. No tenía nada que hacer contra la dulce paz de este

sentimiento que compartían, pensó Gabrielle, y permitió que su corazón se abriera a él.

—Mmmm —murmuró, dejando que la emoción la embargara, acompañada del olor a

lino secado al sol, cuero y la esencia indefinible de la propia Xena. Tomó aliento

profundamente y lo soltó—. Mucho mejor. —Y los labios de Xena, al rozar los suyos

con la levedad de un fantasma, relajaron su alma atormentada—. Me siento a salvo —

suspiró, y volvió a quedarse dormida.

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Xena sonrió, notando que el sueño también tironeaba de ella, pero se dio cuenta de

que sentía la paz con la misma fuerza y dedicó un momento a regodearse en ella. Una

calidez vertiginosa se apoderó de ella, provocándole una sonrisa que no pudo controlar.

Pase lo que pase, a ella, a nosotras... me alegro de haber tenido la oportunidad de

conocer esto, decidió, en la oscuridad, lanzando por fin sus últimas reservas a los cuatro

vientos. Jessan, tenías razón después de todo. Esto es un regalo que no tiene precio. Y

con esta idea, se quedó dormida.

2

—Por los dioses —dijo Gabrielle, con la boca llena de bizcocho—. Ha traído

suficiente para media docena de personas. —Le lanzó un bizcocho a Xena—. Toma. —

Luego se recostó y sonrió a la guerrera, que estaba recostada en la silla de enfrente,

arreglando una bisagra de la armadura a la luz de la mañana ya avanzada.

Xena examinó el bizcocho que había atrapado en el aire y, encogiéndose de hombros,

le dio un bocado.

—Mejor que lo que sirven aquí, eso seguro. —Volvió a concentrarse en la armadura,

mirando ceñuda la bisagra—. Creo que voy a tener que decirle al herrero que me arregle

esto —refunfuñó. Y levantó la mirada, al darse cuenta de que los ojos de Gabrielle

estaban clavados en ella—. ¿Qué?

La bardo se rió por lo bajo.

—Nada. —Se tocó las costillas con cuidado—. No está mal. —Luego se echó hacia

delante y le tocó el brazo a Xena—. Xena...

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—¿Mmm? —contestó la guerrera, levantando la vista—. ¿Qué pasa?

—Me gustaría... —dudó—. ¿Querrías entrenar un poco conmigo, hoy?

Xena dejó la armadura en la mesa y observó su rostro.

—¿Estás segura?

Gabrielle tomó aliento y la miró de frente a los ojos.

—Estoy segura. —Y es cierto. Lo que ocurrió ayer... voy a tardar mucho tiempo en...

asimilarlo. Pero no puedo permitirme tener miedo de utilizar un instrumento que acaba

salvándome la vida en ocasiones.

—Vale —asintió la guerrera apaciblemente—. Pero con cuidado, no quiero que se te

pongan peor esas contusiones. —Fiuu. Tenía miedo de que tuviera problemas con la

vara durante un tiempo... supongo que no tenía por qué preocuparme—. Voy a

ocuparme ahora de esto. ¿Te vas a quedar aquí holgazaneando? —Sonrió burlona a la

bardo.

—Mira quién fue a hablar —contestó Gabrielle, tirando de la manga de la camisa de

dormir de Xena—. Y ni siquiera he tenido que engatusarte para que te quedaras

durmiendo hasta tarde. —Aunque no se quejaba, ojo. Despertarse bajo la suave luz del

sol con Xena todavía profundamente dormida abrazada a ella había sido estupendo,

muchas gracias. Había aprovechado la rara oportunidad de despertar a su compañera de

la forma más tierna posible, con un beso, lo cual funcionó estupendamente, pero hizo

que Xena la besara a su vez y eso desembocó en una larga y cauta exploración, durante

la cual Xena tuvo mucho cuidado de no hacerle daño en el magullado tórax. Luego se

quedaron descansando apaciblemente la una en brazos de la otra durante un rato, hasta

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que Gabrielle decidió, pues no había comido el día anterior, que tenía hambre. De ahí la

actual conversación.

—Ya, bueno —suspiró Xena—. Es que me desperté y decidí... que no quería

despertarme. —Y eso era más o menos lo que había ocurrido de verdad, lo cual le

resultaba mortificante. Antes tenía más fuerza de voluntad—. Ya he dicho que eres una

mala influencia. —Se levantó y fue hasta sus cosas—. Vamos a entretener a los nativos.

—Podías probar con el mismo truco que usaste en Anfípolis —comentó Gabrielle,

dando unos golpecitos en la pieza de armadura—. No te pongas esto.

—Mmm... la situación es distinta, Gabrielle. —Xena dudó—. Pero... por Hades.

Merece la pena intentarlo. ¿Verdad, Ares?

—Ruu —asintió el lobezno, apartando la mirada del trozo de desayuno de Xena que

se estaba comiendo—. Grr —añadió y volvió a lo suyo.

Xena sofocó la risa y se puso una sencilla túnica, con cinturón, y se sentó para

ponerse las botas mientras Gabrielle se levantaba y se colocaba detrás del respaldo de su

silla, para rodearle el cuello a Xena con los brazos y apoyar la cabeza en la de la

guerrera. Sin decir nada.

Xena terminó de ponerse la segunda bota y luego apoyó la cabeza en el pecho de

Gabrielle, dedicando un momento a permitir que esa cálida sensación volviera a

inundarla. Oh oh... creo que me estoy haciendo adicta a esto... me pregunto si será

peligroso... pero, ¿me importa? No, me parece que no... Por los dioses, qué gusto da

esto... Cerró los ojos y sonrió cuando la bardo le mordisqueó juguetona el borde de la

oreja. Vamos, vamos, Xena... tienes cosas que hacer, gente a la que intimidar... Pero a su

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cuerpo perezosamente rebelde le gustaba mucho el lugar donde se encontraba, por lo

que volvió la cabeza para atrapar los labios de la bardo y pasó unos apacibles minutos

besándola.

Por fin, carraspeó.

—Bueno, ¿qué planes tienes? —le preguntó a Gabrielle por encima del hombro.

—¿Mmm? ¿Es que tengo que tener un plan? —replicó la bardo, con voz soñadora—.

Oh. Vale... Mm... Creo que voy a ver si puedo contar alguna historia aquí en la posada.

—No es mala idea —murmuró Xena—. ¿Vas a pasarte por...?

—No —contestó Gabrielle con tono apagado—. Hoy no.

Xena asintió aceptándolo.

—¿Me haces un favor?

La bardo sonrió con indolencia.

—¿Que me limite a Hércules? —Se echó a reír al ver la expresión cohibida de la

guerrera—. Ni hablar, Princesa Guerrera.

Xena suspiró melodramáticamente, pero por dentro estaba muy contenta por las

bromas.

—Lo que tengo que aguantar —masculló, levantándose—. Ten cuidado o cuento

nuestra última aventurilla. —Vio el destello de sorpresa en los ojos de Gabrielle—. Se te

había olvidado, ¿eh?

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La bardo le sacó la lengua.

—No vale. Eso no está bien.

—Ya —asintió Xena alegremente—. Adiós. —Se encaminó hacia la puerta, se volvió

al abrirla, captó algo en la expresión de Gabrielle y regresó—. Oye. —Le puso una

mano a la bardo en el hombro—. ¿Estás bien? —La miró atentamente.

Gabrielle sacudió la cabeza como para despejársela y asintió.

—Sí... sí... estoy bien. —Vamos, Gabrielle, ya no eres una cría. Contrólate—. Estoy

bien.

Xena la observó con atención.

—Estás mintiendo. —Enarcó ambas cejas y aguardó una explicación.

La bardo torció el gesto.

—Xena, de verdad... es que estoy... es que... no...

—¿No quieres estar sola? —terminó la guerrera suavemente, dulcificando la

expresión y el tono—. Gabrielle, ayer te ocurrió algo muy traumático. Se tarda en

superar una cosa asi. No pasa nada. Te espero.

Gabrielle la miró, sonriendo sin ganas.

—Gracias. Pero... vete. Si cedo ante esto, la cosa jamás terminará. Estaré bien...

Hablaré con el posadero y luego me reuniré contigo en la plaza del mercado. ¿Vale?

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—Mmm... está bien —asintió Xena a regañadientes, apretándole el hombro—.

Tómatelo con calma. —Soltó a la bardo y volvió a la puerta, abriéndola esta vez y

cruzándola, no sin echar un último vistazo atrás, moviendo una ceja.

Gabrielle sonrió y meneó un poco la cabeza.

—Además, te tengo a ti, Ares, ¿verdad? —le dijo al atento lobezno, que estaba hecho

un ovillo en la estera delante de la pequeña chimenea.

—Grr —contestó Ares, con un bostezo. Gabrielle se sentó a su lado y jugó un buen

rato con él, tranquilizándose con el suave tacto de su pelo, y sus payasadas infantiles la

hicieron sonreír espontáneamente. Por fin, se levantó, se estiró con cuidado y se planteó

cómo quería vestirse.

Acabó tomando una decisión y se cambió de ropa, guardó la otra en su zurrón y

eligió una túnica blanca sin mangas que había adquirido en Anfípolis. Con las vendas,

pensó, su atuendo habitual sería una declaración que no estaba segura de querer hacer.

Contempló su imagen en el espejo y alzó una mano por instinto para tocarse las

contusiones de la cara.

—Maldición —suspiró—. No me ha dicho que tengo aspecto de que me haya

atropellado un carro. —Pero por supuesto, Xena no le diría eso, pensó.

Distraída, cogió la camisa de dormir pulcramente doblada de la guerrera y la

examinó, lo cual la hizo sonreír. Era la misma que se había puesto ella durante el mes

que pasó en la aldea amazona. ¿La ha escogido al azar? Su mente se echó a reír. ¿Al

azar? Xena no elegía ni una cuchara al azar. Se abrazó a la camisa y percibió el olor

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familiar que la impregnaba. Es tan... pragmática y... directa... y luego, sin venir a

cuento, tiene estos pequeños detalles... me encanta.

Más alegre, guardó la camisa, acarició a Ares y dedicó un momento a serenarse.

Cuando estaba a punto de dirigirse hacia la puerta, se oyó un golpe que resonó por la

habitación.

Cautelosa, se movió hasta tener la vara al alcance de la mano.

—Adelante —dijo, cruzándose de brazos con aire indiferente.

La puerta se abrió hacia dentro y el posadero asomó la cabeza canosa. La miró y

luego asintió para sí mismo.

—Tu... amiga me ha dicho que ahora eres bardo —afirmó, entrando más en la

habitación.

—Así es —dijo Gabrielle, con más cordialidad, y se relajó un poco—. ¿Necesitas que

te escriba algo? —Muy propio de Xena no dejar nada al azar.

El posadero hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No. ¿Podrías venir, más o menos durante la cena, y contar algunas historias

buenas? —contestó, con cierta brusquedad—. Puedes quedarte con los donativos. Es

que lo necesito para el negocio. —Sus ojos grises la recorrieron veloces y luego se

pasearon por la habitación. Volvieron a ella y luego se fijaron en las armas y la

armadura cuidadosamente apiladas.

Gabrielle parpadeó sorprendida.

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—Claro —contestó, con una sonrisa—. Te lo iba a preguntar yo misma.

—Bien —respondió el hombre y luego retrocedió por la puerta—. Esta noche,

entonces. —Y ella oyó cómo sus pasos se apagaban escaleras abajo.

La bardo se rió por lo bajo.

—Pues qué fácil —comentó y fue a la ventana, para asomarse. Divisó a Xena

inmediatamente, conversando con un hombre alto y fornido que llevaba delantal de

herrero, y observó desde su atalaya la forma en que la gente del pueblo encontraba

lugares poco llamativos donde pararse a mirar a la guerrera.

La verdad es que tenía su gracia. No es que Xena no fuera digna de recibir largas

miradas, pensó, contemplando a su compañera desde el otro lado del patio. Incluso sin

armadura, se movía con un aire ágil y peligroso que hacía que se le abriera camino sin

comentarios, una ligereza musculosa que ya era una advertencia de por sí, junto con una

seguridad en sí misma que portaba como un buen manto. Si a eso se unía su estatura y

su llamativa belleza, pues... se había acostumbrado a que la gente la mirara, o eso decía.

Gabrielle pensaba en privado que su compañera se quedaba a menudo un poco

desconcertada por las reacciones que provocaba en la gente. A la bardo no le

desconcertaba en absoluto, desde hacía mucho tiempo.

Llamaron de nuevo a la puerta y se volvió de cara a ella.

—¿Sí? —dijo y vio cómo aparecía la cabeza de su hermana en el umbral—. Lila —

dijo, sonriendo—. Hola.

—Hola, tú —dijo su hermana, cruzando la habitación para mirarla de cerca—. Ay.

Eso debe de doler —comentó, haciendo una mueca al ver las contusiones de Gabrielle.

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La bardo se encogió de hombros.

—No demasiado. ¿Cómo van las cosas allí? —No en casa. Ya no—. ¿Madre está

bien?

Lila asintió.

—Mamá está bien. —Hizo una pausa—. Él está bien, maldiciendo de lo lindo. Pero

Metrus... —Bajó la vista al suelo—. Ha dicho que no quiere saber nada de ti.

Gabrielle pareció aliviada.

—Supongo que le di un susto —rezongó, poniendo los ojos en blanco.

—Mm. —Lila hizo otra mueca—. Bueno, la verdad, creo que fue Xena. —Se echó a

reír al ver la cara de Gabrielle—. Ah... eso no te lo ha contado, ¿verdad?

—Mmm... no hablamos mucho... mm... o sea... sobre eso —explicó Gabrielle,

intentando no hacer caso del rubor que sabía que le estaba subiendo por el cuello—.

¿Qué hizo?

Lila la cogió del brazo.

—Te lo cuento mientras nos ponemos en marcha. Hoy ha llegado una nueva caravana

de comerciantes. —Echó un vistazo a la corta túnica de Gabrielle—. ¿Crees que podrías

haber elegido algo un poco menos atrevido?

Gabrielle la miró parpadeando con inocencia.

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—Claro. Podría haberme puesto mi ropa ceremonial de amazona. —Gozó de la cara

de exasperación de Lila—. Escucha... esto lo llevaba en Anfípolis, de hecho, me lo

compré allí, y nadie se escandalizaba, así que haz el favor de calmarte.

Lila suspiró.

—Bueno, así luces el bronceado. —Apartó la manga y enarcó una ceja—. ¿Me

conviene saber si tienes alguna marca blanca? —Vaciló. Se fijó en el repentino y

evidente rubor de Gabrielle—. Mm... me parece que no.

Bajaron juntas las escaleras y salieron por la puerta de la posada. Gabrielle se volvió

hacia ella cuando se alejaban del edificio y la agarró suavemente del brazo.

—¿Qué pasa contigo y con Lennat?

Lila se quedó mirando a lo lejos y siguió caminando. Por fin, miró a su hermana.

—No lo sé. Todavía no hemos decidido qué hacer. —Suspiró—. Y después de lo de

ayer...

—Oh, sí. ¿Qué pasó? —preguntó la bardo.

—Mamá dice... que estaba diciendo cosas como que iba a denunciarte al alguacil —

dijo Lila, hablando en voz baja.

Gabrielle se quedó mirándola.

—Por... pero...

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—Lo sé... lo sé... —dijo Lila, con tono tranquilizador—. Bueno, mamá dice que soltó

como una frase al respecto y luego... no puedo creerlo... Metrus es enorme... pero... ella

dice que Xena lo agarró del cuello y lo tiró al suelo y... se arrodilló encima de él.

—Créetelo —susurró Gabrielle—. Es... tan fuerte que... a veces da verdadero miedo.

—Captó la mirada sobresaltada de Lila—. No te haces idea.

—¿En serio? —preguntó la muchacha morena, intrigada—. Bueno, el caso es que

mamá dice que le vino a decir a Metrus que si hacía algo para fastidiarte, lo iba a matar.

—Tragó saliva—. Y dijo que habían tenido suerte de que la vara estuviera en tus manos

y no en las suyas, y que si hubiera visto a papá pegándote, lo habría hecho pedazos.

Gabrielle se encogió.

—Ah... —Reconoció que todo eso era cierto—. Ahora ves por qué no quería

contárselo, supongo —contestó con tono apagado. Pero no pudo evitar sentir un calor en

la boca del estómago, a pesar de todo.

—Sí —asintió Lila—. ¿Tienes miedo de ella, Bri?

—No —respondió Gabrielle distraída, sin tener que pensárselo siquiera—. En

absoluto.

Se quedaron calladas mientras se dirigían hacia el gentío congregado en torno a la

caravana de comerciantes.

Xena había salido de la habitación de relativo buen humor y ni siquiera le importó la

dosis habitual de miradas hostiles cuando cruzó el crujiente suelo de madera de la

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posada. Me apetece... enredar. Con este sitio. Sacudir un poco a esta gente, tan estrecha

de miras. Con esa idea, se detuvo en medio de la posada, giró en redondo y buscó al

posadero.

Lo vio al lado de los grandes barriles de cerveza, mirándola con cara de pocos

amigos. Sonrió.

—Tú —dijo con indolencia, acercándose a él—. ¿Qué tal va el negocio?

El posadero se quedó mirándola.

—Mal —respondió de malos modos, con tono hostil—. ¿A ti qué te importa?

Xena apoyó los antebrazos en el mostrador tras el cual se encontraba él y lo miró un

momento en silencio.

—Sólo intento ayudar —ronroneó—. Sabes, podrías animar este local por las noches

con un poco de entretenimiento.

El posadero bajó la vista y escupió a un rincón.

—Ya. Puedo hacer que mi mujer baile la danza de los siete velos.

Xena rememoró a su mujer, que hacía de cocinera de la posada. Se encogió por

dentro ante la imagen mental.

—Mmm... no. Pero un buen bardo estaría bien —sugirió, mirándolo con una ceja

enarcada.

El posadero volvió a escupir.

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—Claro. Silbaré para llamar a uno. —La miró a regañadientes—. Aunque no es mala

idea.

Xena asintió bruscamente.

—Pues hay una arriba, en mi habitación. Ve a pedírselo.

—Ah. La pequeña Bri, ¿no? —preguntó el posadero, con desconfianza—. Me he

enterado de lo que ha ocurrido.

—Ésa es —confirmó Xena—. Bardos peores podrás encontrar.

El posadero gruñó.

—Gracias. —Miró hacia las escaleras—. Tal vez lo haga.

—Bien —afirmó Xena—. Hazlo. —Lo miró por última vez, luego se volvió y se

dirigió hacia la puerta.

Una vez fuera, se sonrió y fue hacia las cuadras para comprobar rápidamente cómo

estaba Argo. Cuando ya casi había llegado, oyó unas voces jóvenes y se detuvo a

escuchar. Se le nubló la cara, se deslizó por la puerta entreabierta del gran edificio y

cruzó en silencio la paja esparcida por el suelo.

Una rápida señal con la mano a Argo, para acallar el relincho de bienvenida de la

yegua, y luego atravesó el espacio nublado de polvo y se acercó a las voces. Jóvenes,

pensó. Tal vez cuatro, no, cinco en total. Rodeó la pared de la última caballeriza y se

quedó inmóvil, observando.

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Cinco chicos, efectivamente, aldeanos, vestidos con camisas de tejido tosco y

calzones metidos por dentro de las pesadas botas de trabajo. Rodeaban al patético y

asustado Alain, que se tapaba la cabeza con los brazos para protegerse. Los chicos se

turnaban para acercarse por todas partes y pellizcar y abofetear al chico rubio y,

mientras observaba, le tocó al más grande, que le dio un fuerte golpe a Alain en el

hombro contrahecho, tirando al chico de lado contra la pared de la caballeriza.

Xena cruzó por la paja a tal velocidad que ni siquiera la vio venir. No vio el puño que

lo estampó contra la pared de enfrente. Se puso de pie a toda prisa, enjugándose un hilo

de sangre de la comisura de la boca, y la miró furibundo.

—Vamos, tío duro —dijo Xena, deteniéndose a pocos pasos de él y clavándole una

mirada—. A ver si tienes agallas.

Las tuvo. Se abalanzó sobre ella, lanzando un puñetazo a lo loco que le dio en el

pecho, y resbaló cuando ella le devolvió el golpe y lo envió volando por el aire hasta

que se estrelló de nuevo con la pared de madera. Luego se tiró sobre él, lo levantó por la

culera de los pantalones y el cuello y, tomando aliento, lo levantó y lo lanzó por encima

de la pared, para que cayera en la pila de estiércol del otro lado.

Se hizo un silencio, pues sus compinches se quedaron paralizados, demasiado

asustados para huir o atacar. Xena los miró a todos con asco, luego fue hasta donde

estaba acurrucado Alain, que la miraba, y le ofreció una mano para levantarlo.

—Hola —dijo, como si tal cosa.

Alain la miró con una dulce sonrisa.

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—Hola, Xena. —Cogió su mano y ella lo izó, quitándole un poco el polvo. Luego le

revolvió el pelo y se volvió hacia los chicos que quedaban.

—¿Pero qué os pasa? —les gruñó, con el tono más amenazador que pudo—. ¿Es que

no tenéis cosa mejor que hacer que portaros como una panda de cobardes medio

enanos? —Les clavó una mirada gélida—. Dejad que os diga algo sobre los matones,

niños. —Se acercó a ellos, con cara de desprecio—. Siempre... siempre hay alguien más

grande y más duro y más malintencionado que vosotros. —Bajó el tono hasta

convertirlo en un ronroneo aterciopelado—. Y ese alguien se presentará, tal y como

acabo de hacer yo, y os aplastará como a un bicho. —Recalcó lo que decía lanzando una

mano y atizándole un buen golpe al más cercano, que se dobló por la mitad y acabó

tirado en la paja—. Así que seguid mi consejo, niños. Sed buenos.

Echó un vistazo hacia atrás a Alain, que observaba fascinado.

—Sed buenos especialmente con mi amigo Alain. —Volvió a su lado y le pasó un

brazo por los hombros desiguales—. Porque ya ha tenido que demostrar más valor en su

vida del que tendréis todos vosotros jamás. —Una larga pausa, mientras contemplaba

sus rostros inseguros—. ¿Me entendéis? Dejadlo en paz, o vuelvo y os corto a todos en

pedazos. —Esto último fue un gruñido grave y vibrante que le hizo retumbar el pecho y

reverberó por el establo, de repente demasiado pequeño—. Así que sacad a vuestro

amigo de esa pila y largaos de aquí. Antes de que me... enfade. —Entrecerró los ojos—.

No querréis que ocurra eso, ¿verdad?

Silencio.

—¿Verdad?

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Un coro de gestos negativos.

—Bien. Pues no sois todos idiotas. Moveos —terminó, bruscamente, y tuvo la

satisfacción de ver cómo salían a trompicones, dirigiéndole miradas de terror.

Meneando la cabeza, miró a Alain y lo observó atentamente—. ¿Estás bien?

—Oh, sí —dijo Alain con voz aguda—. Caray.

Los dos se volvieron al oír un quejido grave y Alain soltó una exclamación y se dejó

caer de rodillas en la paja junto a una figura tumbada.

—Oye... ¡oye! —insistió, muy preocupado.

Xena se arrodilló en la paja a su lado y dio la vuelta a la esbelta figura con cuidado.

Tenía un gran chichón en la cabeza, pero por lo demás parecía ileso.

—¿Quién es éste? —le preguntó Xena a Alain, que estaba muy alterado.

—Lennat —gimió Alain—. Es... un amigo. Mío, supongo.

Vaya, pensó Xena. Éste era Lennat, que había decidido ser amigo de un paria como

Alain. Subió un punto en su estima. Alto y rubio como Alain, tampoco era nada feo, y la

estima de Xena por Lila subió también un punto. Le dio palmaditas en la cara.

—Eh.

Otro quejido y entonces sus ojos se abrieron parpadeando y se posaron confusos

primero en Alain y luego en ella.

—Aah... —Se estremeció cuando su mirada se posó en los vívidos ojos azules de

Xena—. Qu...

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—Tranquilo. —Xena alzó una mano para detenerlo—. No te voy a hacer daño. —

Puesto que todo el mundo daba por supuesto que lo iba a hacer, pensó con dureza, y este

chico ya debía de haber oído lo ocurrido el día anterior de boca de su hermano. Le tocó

con cuidado el chichón que tenía en la cabeza—. Te pondrás bien, sólo te va a doler la

cabeza. —Y se volvió hacia Alain—. ¿Qué ha pasado?

Alain torció el gesto.

—Intentó detenerlos. —Fulminó a su amigo con la mirada—. Te dije que no lo

hicieras.

—¿Qué... cómo he...? —farfulló Lennat, volviendo la cabeza con una mueca de dolor

y mirando a su alrededor—. ¿Dónde...?

—Ella los ha detenido —le informó Alain, mirando a Xena con admiración—. Y

bien. ¡Bam bam! Y ha tirado a Agtes a la pila de boñigas.

Xena lo miró risueña.

—Se lo merecían. —Les sonrió de medio lado—. Alain, ¿puedes traerle un poco de

agua a tu amigo? Parece que lo necesita.

—Claro. —Alain se levantó deprisa y se alejó corriendo.

Xena y Lennat se quedaron mirándose.

—Así que... tú eres lo que le dio tal susto a mi hermano que tuvo que emborracharse

para dormir por primera vez desde hace una década —comentó Lennat, pensativo—.

Por lo que cuenta, se diría que tienes dos cabezas.

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Xena se rió por lo bajo.

—Tienes sentido del humor. Eso es buena señal. —Se levantó y le ofreció una mano

para ayudarlo—. Te prometo que no te lanzaré a la... ¿cómo la ha llamado? La pila de

boñigas.

Lennat le agarró la mano y se puso en pie con muy poco esfuerzo por su parte. La

miró con respeto.

—Lila me ha hablado de ti.

Xena enarcó una ceja.

—¿Y así y todo me has cogido la mano? Eres un valiente.

Lennat se rió un poco, con timidez.

—No, no... me ha hablado de... Bri y todo eso. Y de ti.

—Ya —dijo la guerrera despacio—. ¿Qué vais a hacer vosotros dos?

Lennat suspiró y se contempló los pies.

—Nada, probablemente. Ella está atada aquí, yo también estoy atado, ya sabes cómo

son las cosas. Metrus no la va a aceptar, aunque sólo sea por despecho, y yo estoy sujeto

a él como aprendiz para otros cinco malditos años. Aunque nunca seré comerciante... Lo

que tiene es mano de obra gratis, más que nada.

Xena lo miró pensativa. Creo que este chico me cae bien. Pero tiene problemas.

—¿No te gusta su oficio?

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El chico se encogió de hombros.

—No se me da bien.

—¿Qué se te da bien? —preguntó Xena.

Como respuesta, él sacó una intrincada pieza de forja, creada con el martillo y las

herramientas finas de un herrero. Era parte de la quijera para un caballo y Xena enarcó

las cejas.

—¿Lo has hecho tú?

Él asintió y se lo pasó.

—Sí, para lo que me vale.

La guerrera examinó la pieza.

—¿Por qué no eres aprendiz del herrero? —preguntó, confusa.

—Una vieja historia —dijo Lennat, secamente—. Nuestra madre, de Metrus y mía,

dejó a nuestro padre cuando yo era pequeño. Se fue con el herrero.

—Ah —dijo Xena, haciendo una mueca de compasión.

—Murió. Al dar a luz a un hijo suyo, que iba a ser su aprendiz. Ya sabes. —La miró,

con secretos ocultos tras sus ojos de color gris pizarra.

Y Xena, al contemplar esos ojos, supo la respuesta.

—Alain —murmuró, comprendiendo—. Es tu hermano.

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—Él no lo sabe —dijo Lennat en voz baja, cuando Alain volvió a entrar corriendo y

le pasó una taza de madera llena de agua—. Gracias, Ali.

Alain le sonrió y luego sonrió a Xena.

—Gracias. No te las he dado antes.

—Ha sido un placer, Alain —dijo Xena, suavemente—. Creo que te dejarán en paz, al

menos durante un tiempo.

El chico asintió.

—Creo que sí.

Los dejó hablando del emocionante enfrentamiento y fue hasta Argo, pasando los

dedos por la despeinada crin de la yegua.

—Luego tengo que sacarte a correr un rato, chica —dijo distraída, mientras

reflexionaba sobre la situación cuya solución tenía el encargo de encontrar. Maldición,

esto se está complicando. Pero... todas las piezas estaban ahí... sólo tenía que encontrar

una forma de colocarlas en su sitio. Yo llegué a dominar la mitad de Grecia, suspiró

mentalmente. Tendría que ser capaz de arreglar un problemilla como éste, por mi

mejor amiga, ¿no? La parte difícil... sí. Y mejor no le digo a Gabrielle lo que estoy

haciendo... se pondrá furiosa conmigo. Y además sólo ha dicho... sí. Creo que puedo

hacerlo... Sé que puedo hacerlo.

Argo le soltó un relincho, empujándola con el suave hocico.

—Sí, he dicho que luego te saco a correr, chica, después de cenar. ¿Qué te parece? —

Acarició el hombro dorado—. ¿O te estás volviendo tan holgazana como yo? ¿Eh? —Se

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rió por lo bajo y fue hacia la puerta de las cuadras, planificando su estrategia. Primero,

el herrero.

—Bueno, ¿vas a contar historias en la posada esta noche? —preguntó Lila cuando se

acercaban a la caravana, algo sorprendida.

—Pues sí —confirmó Gabrielle, observando a los recién llegados con el entrecejo

fruncido—. Discúlpame un momento, Lila. —Y se acercó a uno de los comerciantes,

que la miraba a su vez con una dulce sonrisa—. ¿Johan?

—Hola, muchacha. —Sus ojos se arrugaron risueños—. No te esperabas verme aquí,

¿verdad? —La observó atentamente, fijándose en sus contusiones al tiempo que la

expresión jovial de su cara se iba disipando—. ¿Qué te ha pasado?

Gabrielle aspiró una bocanada de aire, luego otra.

—Primero, dime tú por qué estás aquí —contraatacó, mirándolo a la cara, intentando

inventarse algo que decirle.

Johan sonrió abochornado.

—Pues es que... se trata de Cirene, muchacha. Creo que le has gustado. —Sus ojos

chispearon risueños—. Y no ha tenido descanso hasta que me ha enviado aquí para

cerciorarse... bueno, de que todo iba bien. —Se le pusieron entonces el tono y la cara

serios—. Y me parece a mí que no.

La bardo suspiró y asintió ligeramente.

—Ahora va mejor —le aseguró—. Es... complicado. Pero Xena se está ocupando.

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Como si esto lo contestara todo. Y para Johan, al parecer, así fue, porque se relajó y

le dio una palmadita en el hombro.

—Bien, entonces, muchacha. —Levantó la mirada—. ¿Y dónde la puedo encontrar?

Cirene ha enviado unos paquetes para las dos.

Lila se había acercado y escuchaba la conversación con interés. No tenía ni idea de

quién era el comerciante, aunque le sonaba un poco, pero era evidente que su hermana

lo conocía bien. Pero, ¿quién era Cirene y por qué enviaba unos paquetes?

—Mmm... seguro que anda por la herrería —contestó Gabrielle, con una sonrisa—.

¿Puedo adivinar lo que hay en esos paquetes? —Le chispearon los ojos—. Seguro que

puedo. —Se volvió hacia Lila—. Lila, éste es Johan. Ayuda a la madre de Xena en

Anfípolis.

Lila le sonrió con timidez.

—Hola. —Y le preguntó a Gabrielle—: ¿Ésa es Cirene? ¿La madre de Xena?

Tanto Johan como Gabrielle asintieron a la vez.

—Seguro que ha enviado empanadas —predijo Gabrielle, con ojos risueños—.

¿Tengo razón?

Johan se echó a reír.

—Claro que la tienes, muchacha. Y lamento encontrarte aquí, porque me las habría

comido yo todas si ya te hubieras ido. —Se volvió hacia su montura—. Ah, bueno, deja

que descargue la mercancía. —Miró a Gabrielle sorprendido—. Ah, ¿no sabías que yo

era comerciante antes de plantar las botas en Anfípolis? No iba a desperdiciar un viaje

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por la ruta comercial, no, señora. Les dije a tres o cuatro de los artesanos que metieran

cosas en los paquetes para vender y eso es lo que pretendo hacer. —Le dio unas

palmaditas en la mejilla—. Os encontraré a las dos más tarde, no temas.

Gabrielle lo abrazó y se echó a reír.

—Más te vale —le advirtió y lo dejó descargando mientras Lila y ella seguían

adelante—. Bueno, qué sorpresa —dijo, despacio, pero llena de una cálida gratitud.

—No lo entiendo, Bri. ¿Qué hace aquí? ¿Es comerciante o no? Creía que lo era, pero

por lo que ha dicho... —Lila parecía confusa.

Su hermana soltó una risita.

—Mm... no lo es. La verdad es que Cirene lo ha enviado aquí para asegurarse de que

estábamos bien. Vio... la nota que envió padre. —Miró a Lila de reojo—. Es un encanto.

—Se le pasó una idea sin control por la mente. Ella nunca habría permitido... no,

Gabrielle, no pienses eso. Es agua más que pasada y no puedes cambiarlo. Pero la

triste idea persistió—. Lo pasé muy bien cuando estuvimos allí. Fue agradable —

añadió, obligándose a sonreír de cara a Lila—. Cocina estupendamente... y... —Levantó

un poco las manos—. Me acogió totalmente, supongo... me considera parte de su

familia.

Lila se lo pensó largamente.

—Caray —comentó, a punto de añadir algo más, pero entonces levantó la mirada y

vio a Lennat, que se acercaba a ellas—. ¡Lennat! —exclamó, sobresaltada al ver el

estado lamentable de su ropa—. ¿Qué te ha pasado? —Tomó aliento bruscamente

cuando se fijó en el chichón que tenía en la cabeza.

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El alto chico rubio se pasó los dedos por el pelo e hizo una mueca de dolor al rozarse

el chichón sin querer.

—Agtes y su panda —murmuró, dirigiéndole una mirada—. Lo de siempre.

Gabrielle los observó en silencio. Lennat le traía recuerdos de... de una tarde lluviosa

en las cuadras... y ella contando al círculo de sus amigos la cosa más reciente que se le

había ocurrido. Aún oía el tamborileo de las gotas y olía la humedad del aire si se

empeñaba. Pero no lo hizo, porque ese recuerdo siempre acababa con el golpe seco de la

puerta de la cuadra al abrirse y la cara furiosa de su padre mirándola desde arriba. Con

una mano que bajaba y la levantaba de un tirón y la estampaba contra las paredes de

tablas y aún notaba las astillas de la madera basta clavándosele en la espalda... No.

Cortó el pensamiento y se obligó a prestar atención a lo que decía Lennat.

—No, porque Agtes me pegó en la cabeza con el mango del bieldo. —Suspiró—. Y

me caí redondo. —Miró a Gabrielle con una leve sonrisa—. Lo siguiente que sé es que

abrí los ojos y vi a Alain y a Xena arrodillados a mi lado. —Le guiñó un ojo a Gabrielle

—. Debo decir, Bri... que es única.

—Sí que lo es —respondió la bardo, con una risa forzada—. ¿Ahuyentó a Agtes y

compañía? —Agtes. Otro mal recuerdo.

—Yo no lo vi —dijo Lennat, pesaroso—. Pero Alain, cuando logré que hablara con

coherencia, dijo que le dio una zurra a Agtes y lo tiró a la pila del estiércol. —Se echó a

reír—. Luego insultó a los demás y los hizo huir.

Gabrielle se echó a reír sin poder remediarlo.

—Oh, habría pagado por verlo.

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—Sí, Alain asegura que les dijo a todos que era amigo suyo y que si volvían a

incordiarlo, volvería y los cortaría a todos en pedacitos —terminó, riendo—. Yo ni

siquiera sabía que se conocían.

La bardo se quedó pensando.

—Yo tampoco, pero es muy propio de Xena. —Alain. Su amigo de infancia, que,

según había pensado ella siempre, estaba peor que la propia Gabrielle. Que era objeto de

burlas y golpes a causa de un defecto que no podía controlar. Al menos, yo podía

callarme, pensó. Alain no—. Me pregunto... ah, todavía trabaja en las cuadras, ¿no?

Argo. Ahora lo entiendo. —Ahora entendía cómo Xena conocía... Y se quedó

paralizada. Alain sabía... todo. Todo lo que le había pasado a ella, y era un chico

sencillo, afable a pesar de la dura vida que tenía, y con tendencia a confiar en la gente.

¿Se lo ha contado a Xena? ¿Se lo habrá preguntado ella, al saber que me ocurría

algo...? Sí, se lo habrá preguntado.

Ese frío estallido de ira, la otra noche. Su mente se concentró de golpe y recordó.

Habían estado torturando a Ares, me dijo, pero... no. Ares no fue la causa de eso.

Gabrielle sintió que se le caía el alma a los pies. Fui yo. Lo sabía... y en lugar de ir a

buscarme para interrogarme, se lo guardó todo dentro y esperó a que yo se lo contara.

Por los dioses. La he subestimado. Qué error más estúpido. Y ahora seguro que piensa

que no he confiado lo suficiente en ella para contárselo...

¿Qué habría hecho yo? Soltó un leve resoplido interno, dejando que la conversación

de Lila y Lennat pasara por encima de ella sin prestarle atención. Le habría echado una

bronca inmensa por no contarme lo que estaba pasando. Sí, eso habría hecho... y ella

me habría echado esa mirada tolerante y habría puesto los ojos en blanco y tal vez se

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habría disculpado. Tal vez. ¿Acaso tengo derecho a saberlo todo acerca de ella? Qué

hipócrita soy.

—¿Bri? —La voz de Lila interrumpió sus reflexiones—. Oye, ¿estás ahí?

Gabrielle les sonrió fugazmente.

—Sí, estoy aquí. Es que estoy pensando... en las historias que voy a contar esta

noche.

Lennat se echó a reír.

—Bri y sus historias. Será divertido. Iremos, ¿verdad, Lila?

Lila dudó.

—Lo intentaré. —Miró a Gabrielle como disculpándose—. O mamá o yo...

tendremos que quedarnos en casa. —Se encogió de hombros ligeramente—. Me

gustaría que ella tuviera la oportunidad de escucharte.

Gabrielle bajó la mirada y se cruzó de brazos.

—¿Cómo está? —preguntó con tono apagado.

Su hermana se encogió de hombros.

—Como dijo Xena. Le duele mucho la cabeza, pero finge que está peor. Creo... —

Sus labios se curvaron ligeramente—. Creo que le da vergüenza reconocer que lo

tumbaste tú. Dice que tropezó y se golpeó la cabeza con un banco.

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—A veces es más fácil creer una mentira —contestó la bardo. Sí, ¿verdad?—. Bueno,

¿vamos a ver qué tienen los comerciantes o qué? —Con firmeza, agarró a Lila del brazo

y echó a andar.

La forja del herrero se encontraba en un edificio con tres esquinas, cuya parte frontal

estaba abierta para dejar salir el calor al aire. En la parte de detrás estaba la gran

chimenea, donde ardía el fuego noche y día, y delante estaban los yunques, en los que se

apoyaban pilas de herramientas forjadas. Tectdus, el herrero, estaba detrás del yunque

más grande, golpeando una punta de arado, cuando notó unos ojos posados en su

espalda.

Se volvió y vio a una mujer alta y morena apoyada en la pared, cruzada de brazos,

mirándolo. Incluso sin armas o su característica armadura, supo que sólo podía tratarse

de una persona y dejó el martillo y se secó las manos en el delantal antes de acercarse a

ella.

Las dos personas, taciturnas por naturaleza, intercambiaron miradas y se tomaron la

medida, en un silencio roto únicamente por el roce de las llamas en la chimenea.

—Tú eres Xena —dijo Tectdus por fin, ofreciéndole el antebrazo—. Mi hijo me ha

hablado de ti.

Xena aceptó el brazo y se lo estrechó.

—Es un buen chico —reconoció—. No se merece esa tortura.

Tectdus gruñó.

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—No hay forma de evitarlo. —Le soltó el brazo e indicó su zona de trabajo—. ¿Te

puedo ofrecer agua fresca? —Paseó la mirada por la estancia—. Aquí hace calor. —Sus

ojos se posaron inquietos en su cara y luego se escabulleron.

Xena se miró a sí misma y dejó asomar una leve sonrisa a los labios.

—No, gracias. He venido a ver si podías arreglarme esto. —Le pasó la bisagra de la

armadura y observó mientras él la examinaba. Era un hombre de mediana edad, alto,

con la recia constitución de un herrero, pero en sus movimientos se percibía el

comienzo de la vejez, el dolor de las articulaciones al moverse que convertía en una

agonía el hecho de pasarse horas de pie ante el yunque. Se compadeció de él en silencio.

—Se puede hacer —gruñó Tectdus y se trasladó al yunque más pequeño, seleccionó

unas tenazas, agarró la pieza con ellas y luego metió ambas cosas en la chimenea llena

de cenizas. Fue hasta su banco de trabajo y cogió un martillo mucho más fino que el que

había estado usando para la pieza del arado y se sentó un momento, esperando a que se

calentara el metal.

—¿No tienes ayudante? —preguntó Xena como quien no quiere la cosa, apoyándose

en la pared y mirándolo con apacible interés.

El herrero hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Alain no puede. A nadie más le interesa. —Se calló y giró un poco las tenazas, para

calentar el metal por igual.

Xena tomó aliento y se lanzó a esta batalla con la misma habilidad con que lo hacía

con la espada.

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—A su hermano sí —dijo, simplemente—. Y tiene talento para ello.

Tectdus la miró fijamente.

—Medio hermano —dijo roncamente, tras lo cual sacó de un tirón las tenazas del

fuego y pasó al yunque, más cerca de ella—. Ahí hay mala sangre.

La guerrera se apartó de la pared y se acercó al yunque donde él acababa de colocar

la pieza, capturando sus ojos casi incoloros con los suyos.

—Eso no es culpa suya. —Mostró un poco de su rabia contenida—. Dime, Tectdus,

¿por qué toda la gente de este pueblo carga la culpa de las cosas sobre los hombros de

sus hijos?

El herrero no respondió, sino que bajó la cabeza para concentrarse en su trabajo,

golpeando con cuidado el metal caliente con mano hábil. Terminó el delicado ajuste y

metió las tenazas en el cubo de agua que estaba junto al yunque, donde sisearon

soltando vapor, emanando jirones de humo que se interpusieron entre él y los ojos de

color azul celeste que no se apartaban de su cara. Por fin, la miró.

—¿Qué quieres de mí?

—¿Qué quiero? —dijo Xena, acercándose más a él, pero hablando sin amenaza—.

No quiero nada. Éste no es mi pueblo y tú no eres asunto mío. —Hizo una pausa y

suavizó su expresión—. Sólo intento hacer algo por una amiga.

Tectdus la miró atentamente, esta vez sin desviar los ojos.

—La pequeña Bri... ¿entonces es amiga tuya, de verdad? —preguntó—. Era buena

amiga de Alain, cuando eran pequeños.

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—Lo sé —respondió Xena—. Y sí, de verdad es amiga mía. —Una larga pausa—.

Una amiga que tiene un problema... que yo estoy haciendo todo lo posible por resolver.

—Cogió su martillo y lo examinó, probando su peso.

Tectdus le agarró la mano con delicadeza y le dio la vuelta, examinándole el brazo.

—Tú también podrías tener talento para esto, con esas muñecas —dijo con calma,

encontrándose con su mirada con franco candor.

—No —suspiró Xena—. Yo no hago cosas, Tectdus. Éstas se han creado gracias a

una espada. —Lo miró ladeando la cabeza—. Pero Lennat sí hace cosas. Los dos

sabemos... que el talento para la forja es muy, muy poco común... ¿es justo

desperdiciarlo? —Alargó la mano y cogió la de él y le dio la vuelta—. ¿Cuánto te

queda, Tectdus? ¿Hasta que ya no puedas enseñar a nadie? —Sus dedos siguieron la

articulación hinchada con el tacto experto de una sanadora.

El herrero cerró los ojos reconociéndolo.

—No importa, Xena. Le quedan cinco años más. Para entonces... —Meneó la cabeza

—. El oficio muere aquí y espera a que llegue otro como yo.

Los ojos azules se clavaron en los suyos, borrando por un momento el calor que

emanaba de la chimenea.

—Si fuera libre, ¿lo aceptarías?

Tectdus dudó.

—Pero está... —Era incapaz de apartar los ojos de ella.

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—Si no estuviera —repitió Xena, bajando más la voz, haciéndola más profunda.

—Sí —dijo el herrero, con apacible convicción—. Lo haría. —Suspiró—. Lo cierto,

Xena, es que lo intenté, hace años. Pero Metrus no quiso saber nada de mí. Me tiene

mucho rencor, por su madre.

Xena asintió despacio.

—Eso me parecía.

—¿Qué vas a hacer? —susurró Tectdus, convencido de que podía hacer cualquier

cosa.

La guerrera sacó su pieza de armadura del cubo de enfriar y soltó las tenazas con

mano experta.

—Lo que pueda. —Y dejó una moneda en el yunque—. Gracias.

Xena dejó la forja del herrero, recorrió con la mirada la ajetreada plaza del mercado y

tuvo que rastrear un momento hasta que divisó a Gabrielle con Lila y Lennat cerca de

un pequeño cobertizo. Los tres estaban comiendo algo y la guerrera meneó la cabeza

riendo por lo bajo. Muy propio de Gabrielle encontrar comida en algún sitio. Avanzó

hacia ellos, sin dejar de observar el rostro de Gabrielle con cierta curiosidad. ¿Notará

que me acerco?

Vio que la bardo, cuando se acercaba a ellos, se erguía y volvía la cabeza para ver

cómo llegaba Xena y saludaba a la guerrera con una sonrisa.

—Hola —dijo Gabrielle—. ¿Te han arreglado la armadura?

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Xena le mostró la pieza en cuestión.

—Sí. —Saludó a Lila y a Lennat con una amable inclinación de cabeza.

Gabrielle dio otro bocado a su kebab y señaló en una dirección con la barbilla.

—¿Has visto quién está ahí? —Sus ojos chispeaban risueños.

La guerrera se volvió para mirar, vio a la persona de quien hablaba la bardo y soltó

una breve carcajada.

—Jo. ¿Qué hace aquí? No me digas... —Miró a Gabrielle—. No es posible. —Mi

madre. Durante diez años, no quiso hablar conmigo. Y ahora...

La bardo sonrió.

—Sí que lo es. Pero nos ha traído empanadas. Así que la perdono.

—Ya —suspiró Xena, poniendo los ojos en blanco. Luego se echó a reír—. Me lo

tendría que haber imaginado. —Miró a Lennat—. ¿Cómo va esa cabeza? —Lo observó

con frialdad. Advirtió el vacilante lenguaje corporal entre Lila y él y el frecuente

intercambio de miradas y caricias entre los dos, y sonrió por dentro al reconocerse en

ellos.

El chico meneó la mano.

—Así, así. Me duele.

—Oye. —Gabrielle le dio un codazo—. ¿Quieres uno de estos? Están muy buenos.

—Indicó lo que estaba comiendo.

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Xena la miró enarcando una ceja.

—No, gracias. He desayunado mucho. —Aunque, de hecho, había desayunado

menos que la bardo y encima le había dado parte a Ares—. ¿Qué es?

Como respuesta, Gabrielle le ofreció el último trozo y, sin pararse a pensar en lo que

hacía, Xena se lo cogió hábilmente de los dedos con los dientes, lo masticó y se lo tragó

antes de darse cuenta de lo que había hecho.

—No está mal —logró decir, observando el rubor que teñía el cuello de Gabrielle al

tiempo que advertía la mirada sorprendida de que era objeto por parte de Lila y Lennat

—. ¿Hay algo que merezca la pena en los carros de los comerciantes? —Volcó la

atención sobre Lila, dirigiendo una mirada inquisitiva a la muchacha morena. Eso es,

Xena... haz como si no hubiera pasado nada, ¿vale? Totalmente normal. Las amigas

íntimas siempre se dan de comer con la mano. ¿No? Pues claro.

—Aahm... —Lila carraspeó y dirigió la mirada hacia los carros—. Bueno, la verdad

es que tenían unas telas muy bonitas. Y el ollero tenía unas cazuelas con muy buena

pinta. —Echó a andar de nuevo hacia los comerciantes—. Y he visto un cuero precioso

donde el zapatero...

Intercambiaron miradas risueñas y la siguieron, Lennat adelantándose unos pasos

para alcanzar a Lila, y Xena y Gabrielle siguiéndolos a paso más lento.

—Lo siento —murmuró Gabrielle, lanzando una mirada hacia el rostro de Xena, que

lucía una expresión de moderado interés mientras contemplaba la plaza—. Ni me lo he

pensado... o sea... —Suspiró—. Dioses.

Xena le dio unas palmaditas en la espalda.

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—Tranquila. De todas formas, has dicho que tu hermana prácticamente lo ha

adivinado, ¿no? —Se echó a reír suavemente—. Además, yo tampoco he caído en la

cuenta, hasta que he visto cómo te has puesto colorada. —Miró a la silenciosa bardo con

una sonrisa—. Y en cualquier caso, lo cierto es que, si buscan señales de ese tipo, ya

estamos marcadas. Observa a Lila y Lennat.

Se quedaron mirando un momento a la pareja que iba por delante de ellas.

—¿Ves lo pegados que caminan? —preguntó Xena, en voz baja.

—Sí —contestó la bardo, alargando la palabra.

—¿Y ves cómo se tocan todo el rato? Fíjate... ¿lo ves? Ahora observa cómo se miran.

Ahí está —siguió Xena, con tono didáctico.

—Aah... sí —replicó Gabrielle, que ya veía por dónde iban los tiros—. Todo eso me

suena.

—Efectivamente —asintió Xena con sorna, observando su cara para ver la reacción.

Gabrielle se lo pensó un momento antes de responder a la pregunta implícita. Pensó

en su familia y en las tradiciones de este pueblo y en cómo se había esperado siempre de

ella que diera ejemplo a Lila y a las niñas más pequeñas, pues había pocas chicas de su

edad cuando era más jovencita. Sonrió.

—Pues espero que tengan celos. Ephiny dijo que yo era la envidia de la aldea. —Se

acercó más a Xena y le dio un codazo.

—Ah, eso dijo, ¿eh? —fue la sorprendida respuesta.

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La bardo la miró con cariñosa exasperación.

—Vamos, Xena... —Se interrumpió porque habían llegado al puesto del zapatero,

donde Lila estaba toqueteando una pieza de cuero de un precioso y vivo color rojizo—.

Caray... ¡qué bonito!

Lila las miró entristecida.

—Ya lo creo. —Intercambió una mirada apesadumbrada con Lennat—. Este año no.

—Suspiró—. El dinero extra de la cosecha ha sido para... —vaciló—, otras cosas.

Cerveza, lo más probable, pensó Xena, y se acercó para examinar el cuero teñido.

Enarcó las cejas y llamó la atención del zapatero.

—Esto parece obra de Beldan —comentó, acariciando el fino cuero con las yemas de

sus dedos expertos.

El comerciante la saludó respetuoso inclinando la rubia cabeza.

—Lo es, efectivamente, señora. Y es muy buen cuero. —La miró con interés y ella lo

miró a su vez y le hizo un leve guiño. Él sonrió levemente como respuesta e inclinó la

cabeza ligeramente hacia ella. Si todo sale como yo quiero, será un buen regalo de

bodas, pensó Xena. Y que me ahorquen si no consigo que todo salga bien.

Lila suspiró de nuevo y dirigió la mirada hacia su casa.

—Tengo que irme —dijo, mirándolos a todos con aire de disculpa—. Bri, intentaré

pasarme esta noche un ratito, pero madre sí que estará. —Apretó el brazo de Gabrielle

—. Cuenta alguna buena, ¿vale?

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La bardo la abrazó rápidamente.

—Lo haré. A lo mejor me paso después y te cuento algunas en exclusiva. —Es decir,

si consigo cruzar esa puerta. Ya veremos—. Lennat, espero que se te mejore la cabeza.

El chico rubio le hizo un gesto para restarle importancia.

—Estoy bien. Tómatelo con calma, Bri. Te veo esta noche. —Saludó amablemente a

Xena con la cabeza y cogió a Lila del brazo para acompañarla hasta casa.

Se quedaron mirando cómo se alejaban en silencio. Luego...

—Bueno. Así que vas a contar historias esta noche, ¿eh? —preguntó Xena, con una

sonrisa.

—Sí —fue la respuesta—. Mi amiga superprotectora... ¿es que tenías que asustar al

posadero? —Gabrielle echó a andar hacia la posada—. Me prometiste entrenar con la

vara, si mal no recuerdo. —Hizo una pausa—. Y, ya que parece que te apetece andar

enredando, ¿qué has estado haciendo hoy?

Xena la miró ofendida.

—¿Yo?

Gabrielle le clavó un dedo en las costillas.

—No creas que no me he fijado en esa mirada que has intercambiado con el zapatero,

oh taimada Princesa Guerrera. ¿Qué estás tramando?

—Sólo hago lo me pediste, majestad —replicó Xena, mirando alrededor—. Intentar

encontrar una solución para este problema tan complejo.

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—¿Y? —insistió la bardo.

—Que estoy en ello —fue la fría respuesta.

Cuando Gabrielle se disponía a lanzar su siguiente ataque, el recuerdo del secreto que

había guardado inundó su consciencia. Cerró los labios de golpe y siguió caminando.

—¿Te parece que deberíamos buscar a Johan? —preguntó, mirando a Xena—. Creo

que está por ahí.

—No —fue la suave respuesta—. Vamos a recoger tu vara. Te lo he prometido —le

recordó Xena, dirigiéndose a la posada. Había notado el súbito cambio de humor y se

preguntaba cuál sería la causa—. Venga.

Subieron las escaleras, entraron en la habitación y Xena cerró la puerta al pasar.

—Oye.

—¿Sí? —contestó Gabrielle, acercándose a la vara y agarrándola con manos

repentinamente vacilantes. Miró a Xena al ver que la guerrera no respondía.

—Escucha... el plan sólo está a medias. —La mujer más alta suspiró—. Es

complicado.

La bardo se acercó a ella y le puso una mano en el pecho.

—No pasa nada. No necesito saberlo. —Puedo practicar lo que predico. Además,

normalmente es mejor no saber lo que hace. Porque me asusto. O me enfado. O las dos

cosas—. Te he pedido que... busques una manera de salir de esto. Tengo... que dejarte

hacer lo que tengas que hacer.

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—Gabrielle. —Había una profunda preocupación en esa voz grave.

—No. No pasa nada —fue la respuesta, acompañada de un gran suspiro, que se cortó

de repente cuando las manos de Xena le sujetaron la cara con delicadeza y sus ojos se

encontraron. Y su resolución se tambaleó al ver el desconcierto que había en ellos—.

Has... hablado con Alain.

—Sí —replicó Xena, empezando a comprender—. Hace dos noches. Lo sabía. —

Confiaba en mí. Y yo le he mentido sobre lo que sabía. Maldición—. Lo siento,

Gabrielle. Yo... tendría que habértelo dicho. A lo mejor lo que pasó con tu padre no

habría... Sólo quería darte la oportunidad de...

—No. —Gabrielle enganchó las manos en la túnica de Xena y tiró con fuerza—. No

te atrevas a disculparte por eso. —Tragó con dificultad—. Tenía miedo de decírtelo.

Xena bajó la mirada al suelo y soltó las manos, que dejó caer y se quedó mirándolas.

—Sí. Lo entiendo. Las tengo llenas de sangre —dijo, burlándose de sí misma y

soltándose de las manos de Gabrielle—. Ya me parecía que era eso.

La bardo notó el dolor que llevaba dentro. La siguió mientras retrocedía y agarró a

Xena de las manos, tirando hasta detenerla. Se las levantó y las rozó con los labios, sin

apartar los ojos de los de la guerrera.

—Perdóname —dijo, al ver la tristeza que tenía delante—. ¿Por favor? —Dioses...

quitad esa expresión de sus ojos... no puedo haber causado eso... no... por favor...—.

¿Xena? —Se le aceleró la respiración y notó que se le acumulaban las lágrimas.

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—No pasa nada —fue la respuesta en voz baja—. No hace falta que te disculpes.

Tenías motivos para tener miedo. —Xena cerró los ojos, reconociéndolo con cansancio

—. Una persona puede cambiar hasta cierto punto, Gabrielle. —Y yo sólo puedo

engañarme a mí misma durante cierto tiempo, o hasta cierto punto. Incluso por ella.

Notó el tacto vacilante de la bardo sobre ella y no respondió, intentando tapar los

agujeros sangrantes que se le habían formado al darse cuenta de la falta de confianza de

Gabrielle hacia ella.

—No me dejes fuera. —La voz estaba tan tensa que casi era irreconocible—. Por

favor...

Y Xena supo que no podía pasar por alto ese ruego. Abrió los ojos y respiró hondo.

Reprimió profundamente su propia agonía, para otro momento, otro lugar, y se

concentró en los ojos verdes llenos de lágrimas que la miraban

—Nunca. —Abrió los brazos y estrechó a Gabrielle entre ellos, notando cómo se iba

relajando el tenso cuerpo de la bardo—. Tranquila.

Gabrielle tomó aliento varias veces sin hablar y luego suspiró.

—Lo siento. —Se pegó más a ella y abrazó a Xena con una intensidad casi

desesperada—. No sé qué me daba más miedo, Xena —medio susurró—. Lo que harías

tú o el hecho de que yo... quería de verdad que lo hicieras.

Xena sintió un estremeciemiento de espanto al oír eso y abrazó a la bardo con más

fuerza. ¿Lo quería? Por los dioses. Aquí hay algo muy profundo que no entiendo.

Espero no empeorar las cosas.

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—Gabrielle... lo estás pasando mal, lo sé. —Notó que tragaba con fuerza—. Estás

furiosa con tu padre por hacerte daño, y también a Lila... y a tu madre... Sé que lo estás.

—Sí —fue la apagada respuesta.

—Pero también lo quieres —continuó la guerrera suavemente—. Y no harías nada a

propósito para hacerle daño. Eso lo sé.

—¿Cómo lo sabes? —contestó Gabrielle, levantando la cabeza para mirarla.

Xena sonrió fugazmente.

—Porque te conozco. Igual que tú me conoces a mí.

Gabrielle se quedó mirándola largos instantes. Luego asintió ligeramente. Y supo, en

lo más profundo de su corazón, que Xena tenía razón.

—Estoy... —Volvió a apoyar la cabeza en el hombro de Xena y suspiró—. Gracias.

Xena sonrió. Debo de estar mejorando con estas cosas, pensó.

—Mm... ¿sabías que Lennat tiene talento para ser herrero? —le preguntó a la bardo,

al tiempo que retrocedía dos pasos, trasladando a la bardo consigo, y se sentaba en la

cama, apoyándose en el cabecero.

Gabrielle la miró parpadeando.

—No... no lo sabía. ¿Es cierto?

—Pues sí —dijo Xena despacio—. ¿Sabías que Alain y él son medio hermanos?

La bardo volvió la cabeza y se quedó mirando a su compañera.

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—¿Qué? ¿De verdad?

—Sí. ¿Sabías que Tectdus está muy necesitado de un aprendiz y que aceptaría a

Lennat si Metrus lo dejara libre? —Xena sonrió tiernamente a la bardo.

La bardo arrugó la frente muy concentrada.

—Entonces... si Lennat fuera aprendiz del herrero, podría... —Sus ojos se

encontraron veloces con los de Xena.

—Tomar a Lila como esposa, sí —dijo Xena, con tono tranquilo—. Y lo haría.

A Gabrielle se le iluminaron los ojos.

—Sabía que encontrarías una solución.

Xena alzó una mano.

—Todavía hay que convencer a Metrus. Él es la parte difícil. Tiene un gran rencor a

Tectdus y no es probable que coopere conmigo. —Sonrió y acarició suavemente la

mejilla de Gabrielle—. Pero estoy trabajando en eso.

—Gracias por contármelo —respondió la bardo, con una sonrisa—. ¿Cómo has

averiguado todo eso en una sola mañana?

—Preguntando. —Xena se encogió de hombros—. En realidad, tampoco es tan

increíb... —Y se detuvo, porque Gabrielle le tapó la boca con la mano—. ¿Mmm?

—No me lo digas —susurró la bardo—. A veces me gusta pensar que las cosas que

haces son una especie de magia. —Sonrió con timidez—. Una vez, escribí un poema

sobre eso. Pero nunca se lo he leído a nadie.

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—¿Por qué? —preguntó Xena, maravillada.

—Era... no sé... demasiado... era para ti. Y para mí era muy personal. —Hizo una

pausa, pensativa—. Fue la noche en que me... me paré a pensar de verdad y me confesé

a mí misma que estaba enamorada de ti.

—Ah —replicó Xena, con un ligero rubor—. ¿Me lo leerás más tarde?

Gabrielle se rió suavemente.

—No me hace falta leerlo. Me lo sé de memoria desde hace mucho tiempo. Pero sí...

lo haré. —Le dio a la guerrera un leve codazo en las costillas—. Después de entrenar

con la vara. Vamos, tú. —Tal vez, con eso, pueda... librarme de esta sensación... Por los

dioses... es como si me ahogara.

—Vale, vale —asintió Xena, pero no le gustó lo que vio en el rostro de la bardo—.

¿Estás segura de que...? —empezó y entonces vio cómo desaparecía la máscara de buen

humor deliberado—. No lo estás.

Gabrielle notó que volvía a perder el control y hundió la cara, irritada y confusa, en el

hombro cubierto de lino de Xena.

—Dioses... lo siento mucho... no sé qué me pasa...

—Sshh. No te disculpes. Me tienes aquí —la tranquilizó Xena, frotándole la espalda.

¿Es eso cierto? Ella es la cosa más estable de mi vida desde hace ya mucho tiempo, y

ahora está hecha trizas. Me adentro en terreno peligroso... para las dos—. ¿Quieres...

quieres decirme qué te preocupa?

La bardo se quedó callada un rato, ordenando sus ideas.

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—Pues... no lo sé. Creo que nunca me había planteado lo que haría... lo que he hecho.

Y eso ha cambiado mi forma de... verme a mí misma. —Su mano jugueteó distraída con

el cinturón de la túnica de Xena—. Y... no quiero pensar que podría... atacar de esa

manera sin más... me da miedo. Mucho. Temo... —Se calló.

Xena se encontró de repente cara a cara con su peor miedo. Sabía, desde hacía mucho

tiempo, que Gabrielle surtía un efecto sobre ella, y en momentos especialmente oscuros,

se preguntaba si ella estaba surtiendo algún efecto a su vez. Esperaba con todas sus

fuerzas que no fuera así. Pero había que hacer la pregunta.

—¿Temes estar... convirtiéndote en alguien como yo? —Y si la respuesta es sí, Xena,

esto acaba aquí. No va a ir más lejos, cueste lo que cueste. No voy a pagar ese precio.

Esperó, respirando acompasadamente, intentando no mostrar la desesperación con que

necesitaba oír la respuesta. Notó la repentina presión de la mano de Gabrielle sobre su

estómago, al darle una palmadita tranquilizadora.

—No —fue la respuesta, con voz ronca—. Temo estar convirtiéndome... en alguien

como él... y... me da un miedo espantoso, Xena. ¿Cuánto de mi ser... procede de él?

Xena soltó aliento, pensándoselo.

—No creo que tengas mucho motivo de preocupación —comentó, con tono tranquilo

—. Creo... que todos somos responsables de lo que hacemos, Gabrielle. Yo no puedo...

no voy a echarle la culpa a... nadie... por lo que soy. —Notó que Gabrielle se quedaba

absolutamente inmóvil, esperando a que terminara—. No deberías dejar que otros se

lleven el mérito... —y sonrió dulcemente—, de lo que tú eres. Y lo que tú eres, amiga

mía, es una de las personas más buenas, más generosas que he conocido en mi vida. No

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eres como tu padre. No atacas movida por la rabia... si vamos a eso, te enfadas más

contigo misma que con nadie. Eso es cierto, ¿no?

Hubo un larguísimo silencio mientras Gabrielle permitía poco a poco que esa idea

calara en la terca resistencia que había levantado con los años, planteándose la

posibilidad de un punto de vista sobre sí misma que nunca hasta ahora había tenido en

cuenta.

—Sabes... eso es cierto —reconoció por fin, con tono maravillado, sintiendo que su

mundo empezaba a recuperar de nuevo una forma conocida—. Una vez sí que pegué

una paliza a un árbol. Pero no creo que eso cuente, ¿verdad?

Notó la risa sorprendida de Xena.

—No me acuerdo de eso.

La bardo sonrió un poco y movió la cabeza para mirarla.

—No, no podrías acordarte. —Contempló el rostro de Xena—. Gracias... de nuevo.

Siento haber estado tan... rara.

—Es un proceso curativo —replicó la guerrera, sintiendo que se le aflojaba la

opresión del pecho—. Me alegro de que lo que te he dicho te haya ayudado en algo. —

Dejó que sus dedos trazaran el contorno de los pómulos de la bardo y le secaran las

lágrimas de la cara. Caray. He vuelto a tener suerte.

Gabrielle cerró los ojos y se pegó a la caricia.

—Gracias por estar aquí. —Sonrió vacilante—. No sé qué habría hecho si no

estuvieras.

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—¿Te sientes ya mejor? —preguntó Xena, apartándole el pelo—. Me parece recordar

que alguien me pidió entrenar.

La bardo respiró hondo y asintió.

—Sí. Estoy mejor... aunque si estoy o no en condiciones de enfrentarme a la Princesa

Guerrera es otro tema —dijo sonriendo a Xena, que enarcó ambas cejas.

—Oh, yo no me preocuparía por eso, bardo mía. Entre mi falta de ambición

últimamente y el grado de holgazanería que pareces infundirme, no deberías tener

ningún problema —fue la guasona respuesta.

Gabrielle se echó a reír.

—Oh, sí, seguro que noto una gran diferencia. —Hizo una pausa—. Como que a lo

mejor aguanto tres bloqueos en lugar de dos antes de acabar de posaderas en el suelo. —

Se incorporó sobre un codo y miró a Xena—. Y no te atrevas a dejar que te alcance sólo

para impresionar a la gente. —Vio la sonrisa de Xena—. ¡Ajá!

Xena se echó a reír.

—Me has pillado. —Alzó las manos rindiéndose—. Está bien, pues vamos. —Se

levantó y se sacudió la túnica—. Tengo que recoger mi vara de las cuadras —comentó,

esperando a que Gabrielle se uniera a ella.

La sesión de entrenamiento atrajo a más gente de la que ninguna de las dos se

esperaba, pensó Xena ásperamente, gente en su mayoría hostil, pero captó algunas

sonrisas, más que nada del sector más joven.

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—Ojo ahora —advirtió la guerrera—. Dime si las defensas por alto te hacen daño en

las costillas, ¿vale? —Vigilaba atentamente las reacciones de la bardo, pues sabía que su

compañera tenía ganas de exigirse más de lo que debía debido a su inesperado público.

—Estoy bien —insistió Gabrielle. A lo mejor esa combinación doble funciona... está

algo distraída. Y lo intentó, atacando con un extremo de la vara al nivel de las rodillas y

levantando luego el extremo superior contra la cabeza de Xena. La guerrera bloqueó

ambos ataques, pero sonrió.

—Muy bien. —Asintió con aprobación—. La próxima vez, intenta apuntar un poco

más alto. —A pesar de la advertencia de la bardo en sentido contrario, sus propios

ataques eran ligeros, lo suficiente para que se notara el contacto en las manos, pero sin

sus habituales tácticas agresivas. Hasta que vio, por encima del hombro de Gabrielle, un

par de turbios ojos verdosos que no se apartaban de la figura esbelta de la bardo.

—Está bien... vamos a hacer una cosa un poco más complicada —dijo Xena, con

calma, y guió a la bardo por una serie creciente de ataques y contraataques,

manteniendo un sentido del ritmo dentro de las capacidades de Gabrielle. El ritmo se

fue acelerando y advirtió esa pequeña sonrisa de concentración que asomaba al rostro de

la bardo, lo cual quería decir que estaba totalmente metida en el ejercicio, sonrisa que

ella misma reflejó, mientras hacía delicados equilibrios entre dar un espectáculo

verdaderamente impresionante y evitar el peligro de que cualquiera de las dos perdiera

el control.

Vio el gesto de dolor, cuando Gabrielle se estiró para bloquear uno de sus ataques por

lo alto, y se dejó caer sobre una rodilla, para continuar el ejercicio con experta precisión,

pero desde un ángulo más bajo.

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—Vamos, vamos... —dijo, instando a su compañera a realizar la serie final del

intercambio de golpes, que dejó sus varas cruzadas, a meros centímetros la una de la

otra.

Las dos sonrieron.

—Muy bien —repitió Xena, cuando retrocedieron y ella se irguió del todo, alargando

la mano y dándole una palmadita en el costado—. Me habría encantado ver cómo

combatías con Eponin y ver la cara que se le ponía. —Sus ojos relucían de orgullo—.

Eres buenísima.

Gabrielle sonrió muy contenta, absorbiendo la inesperada alabanza.

—¿Aunque no me has forzado? —bromeó, dándole a Xena un golpecito en el

hombro con el extremo de la vara—. Creía que te había dicho que no lo hicieras.

—Mmm... —Xena meneó la mano de lado a lado—. Quería asegurarme de que no te

hacía daño. He visto cómo te encogías con algunos de los movimientos de extensión. —

Le dirigió una mirada—. Y yo creía que te había dicho que me lo dijeras si te dolía algo.

—Vio la expresión de culpabilidad—. Así que estamos en paz. —Se acercó más y

agachó la cabeza—. Además... tu padre estaba mirando.

Gabrielle abrió mucho los ojos y se puso rígida como reacción, observando el rostro

de Xena atentamente.

—¿Ha visto...? —Vio el gesto de asentimiento—. ¿Sigue aquí? —Un gesto negativo

—. Bien —dijo, con una sonrisa arisca—. Me alegro de que no me lo dijeras antes. Sé

que me habría dado en la cabeza de haber sabido que estaba ahí. —Se relajó un poco—.

¿Ha... mirado?

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Xena frunció los labios pensativa. ¿Cómo interpreto la mirada que le estaba

echando?

—Ha mirado. —En esos ojos había visto una mezcla de desaprobación, miedo y una

extraña e incómoda fascinación. Hasta que acabó el ejercicio y ella se irguió y se

encontró con sus ojos por encima de la cabeza de la bardo. Entonces la expresión se

transformó en odio y la de ella en puro hielo—. No creo que todo esto haya hecho que

le caiga mejor —comentó Xena, sonriendo a la bardo con sorna.

—Eh, vosotras. —Lennat les sonrió vacilante—. Menudo espectáculo. —Se acercó

más, seguido de un pequeño grupo de jóvenes del pueblo, la mayoría de los cuales

saludaron a Gabrielle con simpatía. Ella correspondió a los saludos con una sonrisa y les

presentó a Xena, que consiguió responder con cierta amabilidad.

—Bri, ¿dónde has aprendido a hacer eso? —preguntó una chica delgada y morena

que a Xena le recordaba vagamente a Lila—. ¿De...? —Sus ojos se posaron fugazmente

en Xena y se retiraron.

—En su mayor parte —confirmó Gabrielle, sonriendo a Xena—. Pero empecé a

aprender con las amazonas.

La chica le dio un codazo al chico que estaba a su lado.

—¿Lo ves? Ya te dije que era cierto. —Sonrió a Gabrielle—. ¿Es cierto que las

diriges tú?

La bardo se echó a reír.

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—Bueno, más o menos. No es exactamente así... —Y se lanzó a dar una breve

explicación, lo cual la llevó a contar toda la historia al fascinado grupo.

Xena se mantenía aparte, apoyada en su vara, y observaba a Gabrielle mientras ésta

se apoderaba de ellos con su talento, presa de una intensa sensación de placer mientras

observaba. Captó un leve movimiento por el rabillo del ojo, se volvió y vio a Alain entre

las sombras del edificio, escuchando embelesado.

—Eh... ven aquí —lo llamó la guerrera en voz baja—. Oirás mejor.

El chico se acercó despacio, hasta pegarse casi a la alta figura de Xena, dirigiéndole

una mirada de agradecimiento y disponiéndose a absorber el relato.

—Qué historia tan buena —le susurró, hacia la mitad.

—Mmm —asintió Xena, con una sonrisa irónica—. Es cierta, que lo sepas.

—¿De verdad? —susurró Alain, con los ojos relucientes—. Oye... ¡está hablando de

ti! —exclamó al caer en la cuenta.

Xena se encogió de hombros.

—Ya.

—Jo. —Se rió por lo bajo, concentrándose en la clara enunciación de la bardo.

—Espera, Bri —interrumpió Lennat, agitando una mano—. ¿Cómo que tenías que

luchar a muerte con alguien? —Todos intercambiaron miradas.

Gabrielle sonrió.

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—Bueno, así es como funciona el desafío —respondió—. Pero no, no tuve que

hacerlo, porque las normas también dicen que puedo nombrar a una campeona, para que

luche en mi lugar. —Se volvió y miró a Xena, y todos hicieron lo mismo—. Y tuve

suerte, porque resulta que mi mejor amiga es también la mejor guerrera que existe.

Xena le lanzó una risueña mirada de exasperación y meneó la cabeza, pero guardó

silencio, mientras la bardo continuaba su historia.

Le pidieron otra clamorosamente cuando terminó y ella les dijo que no riendo.

—Me voy a quedar sin voz antes de que llegue la noche si sigo así —explicó—. Y

tengo que lavarme y cenar algo antes. —Retrocedió y fue donde estaba Xena apoyada

en la pared de la cuadra—. Hola, Alain —dijo Gabrielle, sonriéndole—. ¿Te ha gustado

la historia?

El chico asintió enérgicamente.

—Sí, ya lo creo. —Bajó la mirada con timidez—. Me alegro de verte, Bri.

Gabrielle le dio un rápido abrazo.

—Y yo de verte a ti.

Él se sonrojó.

—Me tengo que ir —farfulló y se escabulló, después de echar una última mirada a

Xena con los ojos muy redondos, y desapareció en la oscuridad de la cuadra.

Se miraron la una a la otra durante unos instantes.

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—Creo que te ha gustado contar esa historia —comentó Xena, advirtiendo el brillo

chispeante de sus ojos. Ah... hacía días que no veía eso. Me alegro de volver a verlo.

—Pues sí —confesó la bardo, con una sonrisa—. Lo siento si te he puesto incómoda.

Xena se echó a reír.

—No, no lo sientes. Te encanta hacerlo. —Se apartó de la cuadra y echó a andar

hacia la posada, atrapando a la bardo con un brazo y tirando de ella—. Vamos... me ha

parecido oírte decir algo sobre un baño y la cena...

Gabrielle se sonrió y le pasó el brazo a Xena por la cintura.

—Tienes razón. Me encanta hacer eso —reconoció alegremente—. Y lo mejor es que,

contigo, nunca tengo que exagerar los detalles. Sólo tengo que contar lo que ocurrió. —

Estrujó un poco a la guerrera—. Haces que ser bardo resulte facilísimo.

—Ah, ¿no me digas? —respondió Xena—. Bueno, cualquier cosa con tal de hacerte

la vida más fácil, majestad.

La bardo le dirigió una mirada.

—Corta el rollo o te doy —gruñó con tono amenazador.

—Bueno —dijo Xena con tono de guasa y los ojos chispeantes de picardía—. Puedes

intentarlo.

—¿Eso es una promesa? —contestó Gabrielle, absorbiendo las familiares bromas

como una esponja.

—¿Eso es una amenaza? —fue la esperada respuesta.

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Se echaron a reír y entraron en la posada y cuando ya habían alcanzado las escaleras,

el posadero se adelantó apresuradamente para detenerlas.

—Ah... —dijo, saludando a Xena con una brusca inclinación de cabeza—. Sólo

quería decir... que parece que esta noche va estar esto muy lleno, Bri. Se ha corrido la

voz... parece que la gente te quiere ver.

La bardo enarcó las cejas.

—Me alegro de oírlo —dijo, un poco desconcertada—. Espero que eso anime el

negocio.

El hombre soltó una breve risotada.

—Seguro que sí. —Dudó y luego dijo—: Me llamo Boreneus, por cierto. —Le

ofreció el antebrazo a Xena—. Siento haber estado un poco antipático esta mañana.

Xena aceptó el brazo que se le ofrecía y lo estrechó.

—No te preocupes —le dijo con un gesto afable—. Vamos a apoderarnos de tu

habitación del baño ahora que podemos.

El hombre asintió.

—Pues os enviaré a alguien para que os eche una mano con los cubos. —Se volvió

hacia Gabrielle—. A mí también me apetece mucho oír unas buenas historias, Bri.

Las saludó con la mano y se alejó, dejando que continuaran escaleras arriba.

—Bueno. Qué diferencia —murmuró Gabrielle, meneando la cabeza con

desconcierto.

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Xena le sonrió de medio lado, pero guardó silencio, pensando que Gabrielle todavía

no estaba acostumbrada a que la gente alabara su indudable talento. Recogieron jabón y

toallas de su cuarto y se metieron en la habitación del baño.

Gabrielle comprobó el agua de la gran bañera, con una sonrisa.

—Perfecto —declaró, y se quitó la túnica, que dejó a un lado, y empezó a quitarse las

vendas que todavía le envolvían el pecho.

—Espera, deja que lo haga yo —dijo Xena, que se acercó a ella y desenrolló la tela

con pericia—. Hala. —Examinó los moratones de las costillas de la bardo y meneó la

cabeza—. Has tenido suerte.

Gabrielle se tocó un moratón con dedos cautos y suspiró.

—Supongo.

La guerrera le cogió la barbilla con una mano y la miró.

—No lo pienses —dijo, con tono dulce en el que de todas formas se advertía una nota

de hierro—. Adentro —añadió, levantando a la bardo en brazos, izándola por encima del

borde de la bañera y depositándola en el agua.

—Mmmm —suspiró Gabrielle, cuando el agua la cubrió—. Por los dioses, qué gusto.

—Levantó la mirada y sonrió—. Gracias por el transporte.

—De nada —dijo Xena riendo, y se metió al lado de la bardo sumergida. La bañera

era lo bastante grande para que las dos pudieran sentarse la una al lado de la otra, cosa

que hicieron, y era lo bastante larga para que hasta Xena pudiera estirar las piernas del

todo—. Oye, eso me recuerda... ¿te puedo hacer una pregunta?

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Gabrielle volvió la cabeza y se quedó mirándola.

—Nunca me habías preguntado una cosa así. ¿Debería tener miedo?

Xena puso los ojos en blanco.

—No. —Salpicó de agua la cara de Gabrielle—. La forma en que te llaman los de

aquí... ¿te gusta? —Por la cara de mortificación de la bardo, adivinó la respuesta—. No,

¿eh? —Ya me parecía a mí que no... y, jo, cómo me alegro. Gabrielle me gusta

muchísimo más.

—Pues... no —suspiró Gabrielle, haciendo una mueca—. La verdad es que no. Me he

acostumbrado a que no me llamen... así. Es... No. No me gusta.

—Fiuu. —Xena se echó a reír aliviada—. A mí tampoco me gusta mucho y tenía

miedo de que quisieras que empezara a llamarte así.

Gabrielle la salpicó.

—Ni se te ocurra. —Hizo una pausa—. Me gusta mucho cómo me llamas, gracias.

Xena echó la cabeza a un lado y la observó.

—¿No me digas, bardo mía?

—Sí —contestó Gabrielle, acercándose más y acurrucándose al lado de Xena en el

agua caliente—. Me gustan las dos partes de ese apelativo —añadió y notó que el brazo

de la guerrera se deslizaba a su alrededor como respuesta. Sonrió, cogió el jabón y se

frotó a sí misma y a Xena indiscriminadamente, intentando escapar de los intentos de la

guerrera de hacerle cosquillas—. Para ya o te hago una aguadilla —advirtió. La

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respuesta fue una profunda risotada—. Lo digo en serio. —Le puso a Xena un

montoncito de jabón en la nariz y soltó una risita al ver el resultado. Y yo que pensaba

que no tenía sentido del humor. Se rió por dentro. Y me preocupaba que si cedíamos a

lo que sentíamos la una por la otra, nuestra amistad se echara a perder. Qué

equivocada estaba... sólo se ha hecho mucho más fuerte... más de lo que me podría

haber imaginado.

Xena puso los ojos en blanco y metió la cabeza en el agua hasta sumergirse del todo,

luego volvió a aparecer y parpadeó para quitarse el agua de los ojos.

—Vamos, mete la cabeza. Te lavo el pelo —se ofreció y se quedó mirando mientras

la bardo desaparecía bajo el agua y volvía a aparecer espurreando—. No te ahogues,

¿vale?

La bardo tosió.

—Sí... jo. —Aspiró aire profundamente y carraspeó—. Mejor —murmuró. Xena

meneó la cabeza y se puso a frotar el pelo de la bardo con el jabón, sonriendo al notar

que Gabrielle se relajaba y se apoyaba en sus manos.

—No te quedes dormida, majestad —dijo, echándose hacia delante y susurrándole a

la bardo en el oído poco tiempo después.

—¿Eh? —Gabrielle pegó un respingo y la miró cohibida por encima del hombro—.

Mm... vale. —Parpadeó y metió la cabeza debajo del agua para aclararse el jabón—. Lo

siento —murmuró al emerger.

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—Ya —comentó Xena, que se recostó, estiró los brazos por el borde de la bañera y se

relajó. Sonrió a la bardo, quien de inmediato se pegó a ella y apoyó la cabeza en el

hombro de la guerrera.

—Bueno. ¿Qué historias vas a contar esta noche? —preguntó la guerrera distraída,

apoyando la cabeza en la pared inclinada.

Gabrielle bostezó.

—Mmm... un par sobre ti, un par de antiguas leyendas...

—Tienes que contar por lo menos una de Herc. ¿No lo pone en alguna parte de

nuestro contrato? —preguntó la guerrera, dándole un leve codazo.

—Ay. Para ya. Sí... supongo. —Salpicó ligeramente a Xena—. Si cuento una en la

que aparecéis los dos, ¿eso vale?

—No. —Xena la salpicó a su vez.

La bardo suspiró.

—Oh, bueno, pues supongo que ya se me ocurrirá algo que soltar sobre ese pobre

hombre. —Sonrió—. A ver cómo me pongo de espectacular contigo... —Se

interrrumpió porque Xena se inclinó y la besó de repente y ella cerró los ojos y

correspondió, deslizando las manos por el cuerpo de la guerrera y acercándosela más—.

Oye... —murmuró, cuando Xena se detuvo, y abrió los ojos para descubrir a la mujer

más alta sonriéndole—. ¿Por qué has parado?

Xena la miró con sorna.

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—Es que se me ha ocurrido darte la oportunidad de decidir en qué clase de situación

comprometida querías estar cuando entrara tu hermana. —Indicó la puerta con la

cabeza.

Gabrielle suspiró.

—Le estaría bien empleado por aparecer sin avisar. —Sonrió fugazmente—. Si con

eso pretendías que esta noche no me pase con tus historias... no ha funcionado. —De

mala gana, se soltó y se apartó un poco. Pero no mucho.

—Qué va —replicó Xena, recostándose y cruzando las piernas en el momento en que

empezaba a abrirse la puerta—. Es que estabas tan mona que no me he podido resistir.

—Vio cómo se sonrojaba la bardo justo cuando Lila asomaba la cabeza con prudencia

—. Hola, Lila —dijo la guerrera con indiferencia, haciéndole un gesto para que entrara.

Observó cómo la muchacha morena intentaba encontrar un punto donde posar los ojos

sin quedarse mirándolas. Los ojos de Xena se encontraron con el verde brumoso de los

de la bardo y las dos intercambiaron un solemne guiño risueño.

—¿Qué hay, Lila? —preguntó Gabrielle, haciendo un gran esfuerzo para no sonreír.

Oh... quiere a Lennat, sí... pero, ¿quién sabe mejor que yo lo difícil que es apartar los

ojos de mi mejor amiga?, se dijo la bardo por dentro. Recordó la primera vez que vio así

a Xena, después de nadar hacia la puesta del sol, cuando la guerrera salió del lago a la

luz dorada, toda elegancia poderosa y fuego, junto con el hielo de sus ojos. La afectó de

lleno con una reacción repentina y primitiva que cambió para siempre lo que sus ojos

consideraban bello. Volvió a sentirlo ahora, sólo de pensarlo.

—Mm... —contestó Lila, que por fin encontró un equilibrio dejando la mirada

clavada en el rostro de Gabrielle—. Sólo quería pasarme para decirte... que el pueblo

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entero habla de... —dudó—, vosotras. —Con una rápida mirada a Xena, que alzó las

cejas.

Se miraron, a sabiendas de que sus pensamientos seguían los mismos derroteros.

—Esa demostración con las varas... —aclaró Lila, desconcertada por su falta de

reacción.

—Ah... eso —dijeron las dos a la vez. Intercambiaron una mirada cómplice y se

echaron a reír.

—Sí, eso. —Lila frunció el ceño—. ¿De qué creíais que estaba hablando...? —Se

calló y luego se ruborizó—. Oh.

—Bueno, pues será mejor que nos pongamos en marcha —comentó Xena, que salió

del agua haciendo fuerza con los brazos estirados y pasó las piernas por el borde de la

bañera. Fue donde habían dejado sus toallas, cogió una con indiferencia y le lanzó la

otra a Gabrielle, que se había puesto de pie—. Toma.

La bardo atrapó la toalla en el aire y sonrió, observando a su hermana por el rabillo

del ojo. Sí... no puede apartar los ojos.

—Gracias. —Se echó la toalla sobre los hombros y cuando se disponía a salir, Xena

fue hasta ella, con el cuerpo envuelto en su propia toalla.

—Cuidado —advirtió la guerrera—. Te puedes resbalar. —Alargó la mano, agarró a

Gabrielle del brazo, la sostuvo mientras ella saltaba por encima del borde de las altas

paredes de la bañera y esperó a que estuviera bien plantada antes de soltarla y recoger su

túnica—. Voy a ver cómo está Argo.

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Gabrielle asintió y la saludó agitando la mano ligeramente, mientras se secaba, y se

volvió hacia Lila.

—Así que hemos causado impresión, ¿eh? —Sonrió a su hermana—. Pues eso era yo

a pleno rendimiento y Xena durmiendo. —Se echó a reír—. Aunque ella diga lo

contrario.

Lila se rió un poco.

—Las dos parecéis llevaros bien. —Suspiró—. Hablando de lo cual, papá te ha visto

hoy cuando estabas en eso y no le ha hecho gracia.

Gabrielle se encogió de hombros.

—Lila, estoy harta de fingir. Por él, por ti... por Potedaia. —Se envolvió en la toalla

metiéndose un extremo por dentro y se volvió de cara a su hermana—. Así es como soy

y eso es lo que hago. Ese entrenamiento con vara es importante, me puede salvar la

vida.

Su hermana miró al suelo.

—Lo sé, Bri. —Le puso a Gabrielle una mano en el brazo—. Lo sé. Pero él piensa

que ella te ha convertido en... no sé qué.

—¿Porque le he plantado cara? —preguntó Gabrielle, con tono apagado y frío.

Lila asintió.

—Sí.

Gabrielle se mordisqueó el labio un momento.

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—Tiene razón —reconoció—. Ella ha tenido mucho que ver con los cambios que

ves... los cambios que yo misma me noto. —Sonrió—. La diferencia es que él los ve

como algo malo y yo los veo como algo bueno.

Lila le apretó el brazo.

—Yo también creo que son buenos —dijo apagadamente—. Me alegro, Bri. Me

alegro de que estés viendo todos esos sitios y conociendo a todas esas personas. —Hizo

una pausa, bajó los ojos y luego volvió a mirar a su hermana—. Y me alegro de que

hayas encontrado a alguien que cuidará muy, muy bien de ti. Eso lo veo... ahora.

La bardo se quedó mirándola largamente, asimilándolo.

—Lila... —dijo por fin—. Gracias. Para mí es muy importante oírte decir eso. —Se

acercó más y miró a su hermana a los ojos—. Encontrará una solución también para

Lennat y para ti. Tienes que creerlo.

Lila tomó aliento una vez y luego otra.

—No alimentes mi esperanza, Gabrielle. No es justo —susurró, abrazándose a sí

misma.

La bardo la agarró por los hombros.

—Si hay un modo, lo encontrará. Créeme, Lila... será así.

—Tengo que ir a preparar la cena —fue la respuesta—. Buena suerte para esta noche.

—Lila amagó una sonrisa—. A lo mejor te veo más tarde.

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Gabrielle la vio marchar y suspiró profundamente. Luego recogió sus cosas y bajó

por el pasillo hasta la pequeña habitación que compartían. Al abrir la puerta, se

sorprendió un poco de ver a Xena ante la ventana, contemplando la plaza teñida por la

luz del ocaso, vestida con su túnica de cuero.

—¿No ibas a ver cómo estaba Argo? —comentó, colocándose detrás de la guerrera y

apoyando la mejilla en el hombro de Xena.

—¿Mmm? —Xena pegó un respingo y bajó la mirada hacia ella—. Vaya. Lo siento...

estaba un poco distraída. —Otra vez con la cabeza en las nubes. Esto empieza a ser

ridículo—. ¿Lila está bien?

La bardo suspiró.

—No mucho. —Levantó la mirada—. ¿De verdad piensas que puedes arreglar todo

esto? —Ya estoy otra vez... ¿por qué no la presionas un poco más, Gabrielle?—.

Déjalo... olvida que he hecho esa pregunta.

Xena se volvió de cara a ella, apoyando los antebrazos en los hombros de Gabrielle.

—Sí, lo pienso —replicó, mirando a la bardo a los ojos fijamente—. Así que no te

preocupes. —Vio el resplandor de la fe que brotaba en esos brumosos ojos verdes, al

tiempo que la joven rodeaba la cintura de Xena con los brazos y se apoyaba en ella.

Notó que sus propios brazos estrechaban a su vez a la bardo, sin su permiso consciente

—. Las dos tenemos cosas que hacer —comentó, justo antes de que sus labios se

juntaran y entonces se hizo un largo silencio, mientras se perdían la una en la otra. En el

dorado resplandor de su vínculo que las envolvió a las dos con una paz sensual.

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Por fin, de mala gana, Xena se echó hacia atrás, tomó aliento con fuerza y le apartó a

Gabrielle de los ojos el fino pelo que se iba secando.

—Tienes que comer algo y prepararte para contar historias, bardo mía.

Le respondió una sonrisa indolente.

—Y supongo que tú de verdad tienes que ir a ver cómo está Argo. —Le clavó un

dedo en el estómago a la guerrera con mucha delicadeza—. Y también cenar algo.

¿Verdad?

Xena asintió.

—Verdad. —Bajó la mirada—. ¿Verdad, Ares?

—Ruu —contestó el lobezno, muy serio, acercándose a trompicones, y se puso a roer

la bota de Xena—. Ruu —repitió, mirándola con un trocito de cuero en la boca.

Xena se echó a reír, se agachó, le revolvió el pelo y lo hizo rodar.

—Sí, puedes comerte parte de mi cena, como siempre. —Le hizo cosquillas en la

tripa y él agitó las cuatro patitas en el aire.

—Grrr.

—Está bien —suspiró Xena—. Ahora sí que me tengo que ir. —Se irguió y le dio a la

bardo una palmadita en la mejilla—. Te veo en la taberna dentro de poco.

Gabrielle sonrió.

—Vale. Saluda a Argo de mi parte.

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—Lo haré. —La guerrera hizo una pausa—. Le prometí dar un paseo, así que puede

que tarde un poco. —Inclinó la cabeza de golpe y salió por la puerta, seguida por los

ojos de la bardo.

La brisa fresca de fuera era agradable, pensó Xena mientras cruzaba el patio y

entraba por las anchas puertas dobles de las cuadras. Dentro, por una vez, nadie era

objeto de burlas y el gran espacio estaba inmerso en el silencio, interrumpido de vez en

cuando por una pezuña que removía la paja y el crujido leve y constante del heno al ser

masticado.

Argo la oyó acercarse y alzó la cabeza, mirándola con apacible interés, sin dejar de

mover las quijadas.

—Hola, chica —dijo Xena suavemente, al llegar al lado de la yegua, y alargó una

mano para rascarle las orejas—. Te han puesto una buena bolsa de pienso, ¿eh? —

Sonrió cuando Argo resopló y le dio un empujón en la tripa, al notar el calor del aliento

de la yegua a través del cuero—. Sí, sí... ya lo sé, te prometí salir a correr. ¿Estás lista?

—El caballo la empujó de nuevo—. Vale... vale... no me lo restriegues. Vamos, pues.

Le pasó a Argo la brida por la cabeza y ajustó las hebillas, metiendo el bocado por la

quijada de la yegua, que seguía masticando.

—Creo que hoy vamos a ir a pelo, chica, no tiene sentido ponerte todos los arreos. —

Argo relinchó con aparente aprobación y siguió a Xena de buen grado hasta las puertas

de la cuadra, mordisqueando el pelo oscuro de la guerrera por el camino—. Oye, para ya

—riñó al caballo, y esperó hasta que las dos salieron por la puerta para montar de un

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salto a lomos de la yegua y colocar las rodillas con firmeza tras los cálidos hombros

dorados.

—Vamos —dijo Xena, apretando las rodillas para hacer avanzar a la yegua. Salieron

despacio del patio y bajaron por un largo sendero que Xena sabía que corría paralelo al

río. Y pasaron ante cierto claro conocido, donde detuvo el rápido trote de Argo—. Alto,

chica. —Se quedó sentada en silencio sobre la yegua, absorbiendo la puesta del sol, que

lanzaba flechas rojas por la hierba y teñía las hojas, y aspirando el olor a pino del aire

que en este atardecer fresco también olía un poco a la dulzura del jazmín.

Y se sumió largo rato en los recuerdos de aquel día, hacía ya más de dos años, en que

enterró sus armas y entró en este claro, en la que era una de las peores épocas de su

vida. Y aquí encontró una razón para seguir adelante, en lo que consideraba uno de los

lugares más inverosímiles, con la gente más inverosímil.

—El lugar adecuado en el momento adecuado, Argo. —Suspiró, dando unas

palmadas a la yegua en el cuello cubierto de sedoso pelaje—. Vámonos.

Puso al caballo al galope para bajar por el sendero del río, saltando por encima de

algún que otro tronco caído y haciendo que los pequeños animales corrieran a refugiarse

bajo los arbustos. Luego subió con la yegua por los despejados campos en barbecho

hasta el camino y dio un rodeo para regresar al pueblo, inclinada sobre el lomo dorado y

dejando que su poderoso galope devorara la distancia. Sentía que su cuerpo se movía a

un ritmo perfecto y en perfecto equilibrio con la veloz yegua y en su cara brotó una

sonrisa feroz.

Entonces pasó la última curva del camino, ya casi a la altura de los primeros edificios

del pueblo, y fue frenando a la sudorosa Argo hasta ponerla a trote corto.

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—Tranquila —murmuró, acariciando el húmedo cuello—. Mira cómo te cuesta

respirar. Tenemos que hacer esto más a menudo, chica. —Oyó un resoplido como

respuesta—. ¿Madre te ha estado mimando a ti también? Seguro que llevaba siempre los

bolsillos llenos de zanahorias, ¿eh? —Un relincho jadeante. Xena se rió por lo bajo y la

puso al paso tirando de las riendas cuando entraron en el patio. La guerrera elevó la

vista hacia el cielo del ocaso y reflexionó—. Vamos bien de tiempo, Argo. Me voy a

ocupar de ti y luego tengo que hacer una visita.

Alain asomó la cabeza por la puerta cuando se acercó y le sonrió encantado.

—Hola, Xena. —Salió trotando y agarró delicadamente la brida de Argo, sujetándola

mientras Xena echaba la pierna por encima del cuello de la yegua y se dejaba caer de su

lomo.

—Muy buenas, Alain —sonrió la guerrera—. Gracias. —Alargó la mano para coger

las riendas de la yegua, pero se detuvo al ver que el chico hacía un gesto negativo con la

cabeza—. ¿Algún problema?

—No... —Alain le sonrió dulcemente—. Yo me ocupo de ella, ¿te parece bien? —Dio

unas palmaditas en el cuello de la yegua—. Le caigo bien, creo. —Y efectivamente,

Argo volvió la gran cabeza y le resopló en la cara, echándole el pelo liso y rubio hacia

atrás y apartándoselo de los ojos grises.

Xena sonrió de medio lado.

—Pues yo te lo agradecería mucho, y ella también.

Alain asintió.

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—Le voy a dar unas friegas y a caminar con ella para que se enfríe. —Echó a andar

hacia el pequeño patio que había fuera de la cuadra, animando con voz suave a la yegua,

que seguía sin dificultad su paso desigual.

Xena asintió por dentro, luego entró en la cuadra, fue hasta las cosas de Argo y abrió

un compartimento del faldón de la silla de montar.

—Ha llegado el momento de cumplir esa promesa —se dijo a sí misma, al tiempo

que sacaba una bolsita y volvía a cerrar el compartimento.

Volvió a la puerta, salió y echó a andar en dirección opuesta a la posada. Fue hacia el

centro del pueblo y pasó ante de la casa de la familia de Gabrielle. Pasó por delante de

la forja del herrero. Y llegó a una pequeña cabaña cuya situación se había cerciorado de

averiguar esa mañana, una casucha con una antorcha encendida fuera y la seguridad

danzarina de la luz del fuego dentro. Se detuvo en la oscuridad ya casi total y se quedó

inmóvil y en silencio mientras se abría la puerta y salía una figura rubia y desgarbada,

que irradiaba rabia. Lennat, pensó, y no está contento. Apuesto a que Metrus le ha

estado echando la bronca porque quiere ir a la posada.

Esperó hasta que pasó a su lado sin percatarse de su presencia y luego fue a la puerta,

con cuidado de no hacer el menor ruido para no alertar al hombre que sabía que estaba

dentro. Una vez en la puerta, se detuvo. No llevo armas, efectivamente... pero, ¿a quién

quiero engañar? Si de verdad quisiera encontrar un modo directo de ocuparme de

este... problema... soy capaz de hacerlo sin nada salvo las manos. La idea le produjo un

escalofrío por todo el cuerpo que le puso de punta los pelos de la nuca y toda la piel de

gallina. Ya está ahí de nuevo ese viejo lobo... Se sonrió. No, no... Xena... tienes que

hacerlo con diplomacia. Respiró hondo, se preparó y luego se detuvo. Pero un poco de

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lobo nunca viene mal... Y dejó conscientemente que su lado más oscuro asomara un

poco, notando cómo la inundaba el cosquilleo de energía nerviosa. Consciente de que se

notaba en sus movimientos, en la expresión de su cara y el brillo de sus ojos.

Metrus no levantó la mirada hasta que entró en la estancia y se plantó ante su mesa.

Simplemente mirándolo. Se puso pálido y retrocedió, tirando la silla en la que estaba

sentado y apartándose de ella a trompicones. Colocó las manos por delante con cautela.

—Hola, Metrus. —Su voz grave cruzó la superficie de la mesa hasta él—. ¿Te

importa si me siento? —No esperó a que respondiera, sino que sacó la silla situada

frente a la de él, se sentó, recostándose con aire relajado, y esperó a que él recuperara la

serenidad.

—Te dije que no crearía problemas —dijo Metrus por fin, con voz ronca, palpando a

ciegas por detrás en busca de la silla, para no apartar los ojos de ella—. Lo dije en serio.

—Tranquilo —dijo Xena con indolencia, colocando una bota en la silla de al lado y

apoyando el antebrazo en la rodilla—. Sólo quiero hablar.

—Hablar —afirmó Metrus sin expresión—. ¿De qué? —Se sentó despacio en la silla

ya enderezada y colocó con cuidado los brazos encima de la mesa—. ¿De qué tenemos

que hablar?

Xena hizo una pausa y lo observó. Debe de haber salido al padre, pensó, porque no

se parece nada a Lennat, y Lennat y Alain sí que tienen un aire.

—Lennat es buen chico —comentó, observando cómo sus ojos se llenaban de

recelosa desconfianza.

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—No está mal —asintió Metrus, ásperamente—. ¿Y a ti qué te importa? —Sus ojos

soltaron un destello repentino—. ¿Estás disponible? Creía que ya tenías a alguien que te

limpie las botas. —Lo lamentó cuando vio el fuego frío que de repente le iluminó los

ojos—. Está bien... está bien... olvídalo. —Se echó hacia atrás, ahora más seguro de sí

mismo. Quiere algo. Pues muy bien... soy un hombre de negocios—. ¿Qué es lo que

quieres, Xena? —Vamos a ir al grano.

—¿Qué es lo que quiero? —replicó la guerrera—. No sé. A lo mejor es que siento

curiosidad. —Se echó hacia delante y apoyó la barbilla en una mano, observándolo—.

¿Por qué lo has tomado de aprendiz, Metrus? No sirve para comerciante.

El rechoncho aldeano se encogió de hombros.

—Sirve para trabajar... es de mi sangre... tiene que ganarse la vida de algún modo.

Considéralo caridad por mi parte.

—O mano de obra gratuita, teniendo en cuenta que no le estás enseñando nada —

contraatacó Xena, con una sonrisa fiera—. Dime, Metrus, ¿odias a ese chico?

Metrus frunció el ceño.

—¿Estás tonta? Es mi hermano.

—¿Y? —Xena se encogió de hombros—. Por lo que he visto en este pueblo... ¿eso

qué más da? —Lo miró meneando despacio la cabeza—. Aquí he visto más intolerancia

y odio que en los ejércitos de algunos señores de la guerra.

El hombre la miró furioso.

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—Nos gustan nuestras tradiciones. No nos gusta que llegue alguien y las pisotee,

Xena, y menos alguien como tú.

—¿Como yo? —repitió la guerrera, acercándose más—. ¿Como yo en qué sentido?

¿Qué es lo que te resulta ofensivo, Metrus? ¿Que soy más alta que tú? ¿Que te puedo

dar una paliza? ¿El qué?

Él no contestó la pregunta, pero se quedó mirándola largamente.

—¿Qué quieres? —preguntó, con la voz algo ronca.

Xena se echó hacia atrás de nuevo y lo miró con los ojos medio cerrados.

—¿Cuánto vale tu hermano para ti?

Sus ojos soltaron un destello de comprensión.

—¿Lo quieres comprar? —Se le relajó la cara—. Tampoco es que me extrañe... es un

chico guapo. Y tú... —Hizo un mohín con los labios—. En fin. Está sujeto a un contrato

conmigo como aprendiz. No sé si me apetece venderlo.

Ella se movió tan deprisa que a él no le dio tiempo de respirar, de pensar, de moverse.

Estaba recostada en la silla frente a él y de repente, lo había levantado por el aire,

sacándolo de su silla, y lo había estampado contra la pared con tal fuerza que las vigas

se estremecieron.

Se hizo el silencio, interrumpido por el jadeo áspero de su respiración. Xena estaba

inmóvil como una estatua tallada en piedra, aferrándole la túnica con las manos,

sosteniéndolo por encima del suelo con una facilidad que le congeló la sangre,

clavándole la mirada de esos ojos azules más fríos que el invierno.

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—Vamos a dejar sentadas unas normas básicas, Metrus. —Su voz adquirió un tono

feroz que le provocó escalofríos por la espalda—. Podemos hablar de esto

civilizadamente y yo puedo conseguir lo que quiero. O puedo arrancarte la columna por

el cuello y matarte a golpes con ella. Y conseguir lo que quiero. Tú eliges. —Obligó a

sus brazos con decisión a no temblar por el esfuerzo de levantar su gordo cuerpo y

sostenerlo en vilo.

—Es... es... está bien —resolló él, balbuceando. Y sofocó un grito cuando ella lo

levantó en volandas, se giró y lo depositó de golpe en su silla con tal fuerza que le hizo

daño. Intentó reprimir el miedo irracional que le tenía, pues sabía que lo que acababa de

sentir era algo más que humano. Se quedó mirándola mientras rodeaba la mesa y volvía

a instalarse en su silla, colocando ambos antebrazos sobre la mesa y entrelazando los

dedos.

—¿Cuánto vale para ti? —repitió su pregunta con tono tajante.

Él dijo el precio del contrato, lo normal para un aprendiz. Con ella no valía intentar

obtener algo de más.

Ahora sólo se oía el crepitar del fuego y los delicados ruidos nocturnos fuera de la

ventana, mientras él veía cómo lo observaba ella con ojos pensativos. Entonces se

movió rápida como el rayo y se oyó un apagado ruido metálico de monedas cuando una

pequeña bolsa aterrizó delante de él. Tragando con dificultad, alargó una mano vacilante

y abrió la bolsa con cuidado, derramando el contenido. Era su precio y un poco más.

—Bueno, a mí no me sirve como aprendiz, en eso tienes razón. No tiene sentido

alimentarlo por nada. Acepto. —Soltó un suspiro de alivio—. Aunque confieso que voy

a echarlo de menos.

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Xena se echó a reír por lo bajo y vio que Metrus se quedaba blanco al oírla.

—No va a ir a ninguna parte, Metrus. No soy tratante de esclavos.

El hombre la miró confuso.

—¿Por qué? Ya he aceptado, Xena... no puedo volverme atrás, pero también... estoy

pensando que tú no eres así. ¿Por qué?

La guerrera se echó hacia atrás y se encogió de hombros.

—¿Acaso importa? —Dejó que una lenta sonrisa le asomara a la cara—. Podría

decirte que lo hago para cumplir una promesa que le he hecho a una amiga, pero nunca

te lo creerías. Así que... digamos que... es un capricho mío. —Se levantó y le ofreció el

brazo—. Séllalo.

Él dudó, luchando contra el miedo irracional que le tenía. Se levantó despacio y, por

fin, se obligó a estrecharle el brazo. Se sorprendió al notar la cálida suavidad de su piel,

que cubría la flexible tensión de los músculos que notaba bajo los dedos. Como

terciopelo sobre acero, pensó.

—Está sellado —dijo, mirándola a los ojos de refilón—. Pero, ¿por qué lo vas a dejar

aquí? —De repente, abrió mucho los ojos—. Esa chica.

Xena sonrió.

—Ella también es buena chica. —No le soltó el brazo—. Y él será un buen herrero.

Metrus se quedó boquiabierto.

—Pero... eres...

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—Ahh... cuidado, Metrus —dijo la guerrera riendo—. Soy una cruel y despiadada

señora de la guerra, ¿recuerdas? —Apretó los dedos y vio el sobresalto en sus ojos—.

Déjalos en paz, ¿me oyes?

—Hay mala sangre entre nosotros, maldita seas —bufó, con la cara enrojecida de

rabia—. No, no lo voy a tolerar. Ese maldito... —Se calló de golpe cuando una sacudida

de dolor le atravesó el brazo.

Xena endureció la expresión y ahora sus ojos brillaban de rabia.

—La cosa acaba aquí, Metrus. Lo que ocurrió no es culpa de Lennat. Tiene un don y

se merece la oportunidad de perfeccionarlo. —Sus ojos se dilataron de golpe—. Es todo

cuestión de elegir, Metrus: todos tenemos derecho a elegir cómo queremos vivir... y por

eso todos vosotros odiáis tanto a la gente como yo, ¿verdad? —Le soltó el brazo, pero

se echó hacia delante y atrapó sus ojos con los suyos—. Metéis a vuestros hijos en cajas,

Metrus... nunca les dais la oportunidad de crecer... si dan muestras de algo diferente...

los volvéis a meter en la caja a base de golpes, ¿verdad?

No hubo respuesta. Metrus se limitó a mirarla. Por fin...

—Nuestras tradiciones son la piedra angular de nuestra vida, Xena. Si nos las quitan,

no nos queda nada. Si se deja que esas tradiciones sean destruidas, sólo se tiene... una

serie de personas. Sin nada que las una. ¿Es eso lo que quieres?

La guerrera suspiró.

—Tenemos puntos de vista diferentes, Metrus. Tú deja a esos chicos en paz.

El comerciante asintió con rigidez.

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—Cumpliré el trato que he hecho. Pero no me gusta. No será bien recibido aquí si va

a ese... sitio.

Xena tomó aliento.

—No dejes de decírselo, Metrus. Para que elija libremente —dijo, con suavidad. Y se

volvió en redondo, deseosa de salir de ese lugar cerrado y alejarse de esa mente cerrada.

Bajo las estrellas, donde levantó la mirada y aspiró el aire limpio con una sensación de

alivio y dejó escapar la rabia y la frustración.

Y se encontró cara a cara con Lennat, que estaba allí plantado, mirándola con

expresión inescrutable, el pelo rubio incoloro bajo la luz de la luna creciente.

—Ella dijo que hacías magia —susurró el chico, con los ojos relucientes.

Xena resopló.

—No es magia, Lennat. Lo he amenazado y luego lo he comprado. Ni magia, ni ideas

románticas, ni nada. Simple negocio. Ahora tú cumple con tu parte del trato. —Hizo una

pausa—. ¿Lo has oído?

Lennat asintió.

—Cada palabra.

—Eso ahorrará tiempo —comentó Xena—. ¿Qué vas a hacer?

El chico sonrió.

—Hacerme herrero. Y casarme con Lila. —Se mordió el labio—. No necesariamente

en ese orden. —Y se puso serio—. Y siempre... siempre... caer de rodillas y dar gracias

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a los dioses por haberte enviado. —Tomó aliento—. Y te devolveré hasta el último dinar

que le has dado, te lo juro.

Xena lo miró, debatiéndose entre el bochorno y la admiración a su pesar.

—No te molestes... estará bien conocer a un buen herrero por esta zona. —Le sonrió

de medio lado—. Y no ha sido por ti. Así que no pienses que estas cosas se me ocurren a

menudo.

Lennat le sonrió.

—Lo sé... No te preocupes, tu reputación está a salvo conmigo.

—Bueno, pues está bien —dijo Xena, mirándolo de hito en hito—. A ver si nos

entendemos. —Le dio una palmada en el hombro y echó a andar hacia la posada—.

Tienes que ver a algunas personas, creo. Te dejo a ello.

—Xena —la llamó, pero sin levantar la voz.

—¿Sí? —contestó ella, deteniéndose y volviéndose para mirarlo.

Se acercó a ella y le tocó el brazo.

—Gracias. —En voz muy baja. Y mostrando en sus ojos grises todo lo que sentía su

alma.

Xena tomó aliento para hablar, con la intención de quitarle importancia, pero había

algo en su tono que se lo impidió.

—De nada —contestó por fin, alzando una mano y dándole una palmadita en el

hombro—. Ahora vete.

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Él asintió y sonrió.

—¿A quién veo primero? A Metrus, creo. Luego... a Tectdus... y luego... —su voz se

llenó de alegría—, a Lila. —Se mordió el labio, luego se dio la vuelta y se encaminó

hacia la cabaña mal iluminada de donde había salido ella.

La guerrera soltó un profundo suspiro y meneó la cabeza. Jo... qué chochez me está

entrando. Reflexionando sobre su reciente sentimentalismo, cruzó la plaza del mercado

y se detuvo ante la forja del herrero. Bueno, ya que esta noche estoy tan blanda, ¿por

qué no llevarlo hasta el final? ¿No? Pues eso, Xena. Entró en la forja y la cruzó hasta la

pequeña choza que había detrás, donde la luz brillante de las velas salía por las

ventanas. Llamó ligeramente a la puerta y dentro oyó el roce de una silla al echarse

hacia atrás y unos pasos pesados que se acercaban a ella.

—¿Y quién llama a la puerta a esta...? Oh. Xena, hola. —La voz áspera de Tectdus se

suavizó al ver quién era su visitante—. ¿Ocurre algo? ¿Se ha roto la pieza o...?

—No —dijo la guerrera con una sonrisa—. El trabajo está muy bien. ¿Está Alain?

Tectdus la miró ladeando la cabeza.

—Sí —dijo alargando la palabra, evidentemente desconcertado—. ¿Se trata del

caballo, pues?

—No —dijo Xena de nuevo—. Tranquilo, Tectdus. No es nada malo. Es que me ha

dado la sensación de que le gustaría ver cómo su antigua compañera de juegos cuenta

unas historias. Y... he pensado que se meterían menos con él si entraba conmigo.

El herrero se quedó algo boquiabierto, pero sonrió.

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—Ah... eso es muy amable. Quería ir, sí... pero yo...

Xena asintió.

—Lo sé.

Tectdus gruñó como respuesta.

—¡Alain! —llamó—. Tienes visita.

—¿Yo? —se oyó la voz sorprendida del chico, al tiempo que rodeaba cojeando el

marco de la puerta y veía la alta figura de Xena—. Caray. ¡Hola! —Se le iluminaron los

ojos.

—Hola, tú —dijo Xena con humor—. ¿Quieres venir a oír unas buenas historias?

Alain sonrió radiante y miró a Tectdus, quien asintió solemnemente.

—Gracias, papá... —gorjeó el chico y salió apresurado por la puerta para unirse a la

guerrera—. Gracias —le dijo a ella, en voz más baja.

Chochez pura, se burló de sí misma.

—Vamos. —Se dio la vuelta, pero luego se volvió de nuevo hacia Tectdus—. Ah... sí.

No te sorprendas si esta noche recibes otra visita —le dijo, con un brillo risueño en los

ojos que él captó.

Se quedó mirándola desconcertado, luego vio su leve sonrisa y sintió curiosidad. Pero

antes de poder preguntar, ya se había ido, llevándose a Alain a la posada.

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—Pero bueno, ¿qué estará tramando? —se dijo a sí mismo—. Ésta sí que tiene mar

de fondo, ya lo creo. —Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, oyó pasos dentro de

la forja y volvió a asomar la cabeza. Y se quedó mirando a la figura alta y delgada cuyo

pelo reflejaba la luz de la luna—. ¿Lennat? —Y entonces se acordó del brillo risueño de

esos ojos tan azules. Que me ahorquen... entonces, ¿lo ha hecho?

—Maestro Tectdus... —dijo Lennat, pasando de la luz de la luna a la de las velas de

su umbral—. Me he enterado de que necesitas un aprendiz.

El herrero se echó a reír y meneó la cabeza.

—Pasa, muchacho. —Y cerró la puerta cuando entraron.

3

Xena guió a Alain por el patio hacia la posada, riendo por lo bajo. Cuando estaban a

punto de pasar por la puerta, vio a una figura conocida que salía de la cuadra.

—Johan —llamó—. Aquí.

—Ah, muchacha. —El hombre mayor la saludó agitando la mano, al tiempo que

agarraba mejor un paquete que llevaba sujeto bajo el otro brazo—. Ahí estás. —Fue

hasta ellos y le entregó el paquete a Xena—. Esto es para ti, y para Gabrielle, por

supuesto. —Le sonrió con picardía.

Xena lo miró risueña al coger el paquete.

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—¿Madre te ha enviado para ver cómo estábamos? —En su tono había un amago de

fastidio, pero siguió sonriendo—. Me podría sentir insultada.

Johan la miró chasqueando la lengua.

—Vamos... tiene buena intención, tú lo sabes. —Sonrió y señaló la puerta con la

barbilla—. ¿Vas a entrar? ¿Y quién es éste? —Miró inquisitivo al silencioso Alain.

—Oh. Perdona —replicó Xena—. Alain, éste es Johan.

—Hola —dijo el chico, casi susurrando.

—Hola, muchacho —contestó el comerciante, con una sonrisa—. Hay empanadas en

el paquete. —Dirigió una mirada intencionada a la guerrera—. Tu madre ha dicho que

no dejes de compartir.

Xena puso los ojos en blanco con fingida exasperación.

—¿Que yo no deje de compartir? Vamos. —Suspiró y abrió la puerta.

Dentro estaba todo agradablemente iluminado y muy lleno. Xena, que iba en cabeza,

notó que los ojos se posaban en ella en cuanto pasó por el umbral y no hizo el menor

caso, mientras cruzaba la estancia hacia su mesa preferida, en el rincón del fondo.

Vio a Gabrielle sentada al lado de su madre, con una cara de tensión que se relajó

cuando alzó los ojos y se encontró con la mirada sonriente de Xena. La bardo sonrió a

su vez y hasta Hécuba, que se volvió para ver cuál era la causa de la reacción de su hija,

amagó una sonrisa hacia la guerrera.

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Lo cual, pensó Xena, era agradable, porque las miradas que recibía del resto de la

gente sólo se podían describir como... hostiles. Como si no pasara nada, recorrió la

estancia con los ojos y devolvió las miradas más desagradables con una de las suyas,

inyectando un aire de amenaza tensa en la superficie de sus pensamientos, a sabiendas

de que eso también se dejaría notar en su porte. Las miradas se apartaron de ella de

repente, cuando sus dueños encontraron otras cosas que mirar. Cosas menos peligrosas,

sonrió Xena por dentro, y llevó a sus acompañantes a través del gentío hasta la mesa

vacía, donde ella misma ocupó el asiento más retirado, de espaldas a la pared.

Uno de los mozos de la posada se acercó con cautela, pues ya estaba acostumbrado a

Xena tras varios días de estar expuesto a ella. La guerrera lo miró enarcando una ceja y

meneó la cabeza.

—¿Acaso llevo armas encima? ¿Es que parece que me voy a liar a puñetazos con la

gente? —se quejó a Johan—. ¿Qué es lo que me pasa?

Johan se echó hacia atrás en la silla y la contempló con seriedad. Estaba sentada en

una postura relajada, sí, con una bota apoyada en el soporte de la mesa y los antebrazos

en la rodilla. Sin armadura, pero la túnica de cuero que llevaba era oscura y delineaba su

figura esbelta y musculosa de una forma que dejaba poco juego a la imaginación. Su

pelo oscuro estaba echado hacia atrás, dejando que la luz de las velas dibujara fuertes

sombras sobre su rostro de rasgos cincelados. Y luego estaban los ojos, que recogían

incluso esta luz floja y la reflejaban con destellos de fuego pálido.

—Bueno, muchacha... —Le sonrió con ironía—. Llamas la atención, eso sin duda. —

Levantó la vista hacia el camarero—. Cerveza para mí, muchacho. Y para aquí la

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señora. —Señaló con la barbilla a Xena, que alzó una ceja sardónica al oír el apelativo

—. ¿Qué servís de comer?

El camarero miró nervioso a Xena y de nuevo a Johan.

—Guiso en tajadas.

Johan miró a Xena, quien se encogió de hombros sin comprometerse.

—Trae tres —dijo—. Y una cerveza pequeña para él. —Indicó a Alain, que estaba

sentado en su silla muy callado, mirando a su alrededor con ojos brillantes.

—Bueno —dijo Johan, en voz baja, cuando el camarero se marchó—. ¿Me vas a

contar qué ha ocurrido? ¿O tengo que volver con Cirene con las manos vacías? —

Alargó la mano y la posó sobre la muñeca de Xena—. He visto las marcas que tiene en

la cara.

Xena respiró hondo y se lo contó. La historia completa, y vio la rabia que iba

llenando sus ojos, como le había ocurrido a ella. Era consciente de que Alain escuchaba

atentamente, con los ojos redondos al oír lo que su padre sólo le había contado al vecino

en susurros.

—Perro —bufó Johan, cuando terminó—. Mira que pegar a una como ella... ¡por los

dioses, Xena!

Xena meneó la cabeza y le tocó la mano para hacerlo callar al ver que Gabrielle se

dirigía hacia ellos. La guerrera sonrió cuando la bardo llegó a la mesa y apoyó las

manos en ella.

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—Hola, Johan. Alain... —los saludó Gabrielle—. Hola —añadió, mirando a Xena a

los ojos. Y se perdió en ellos por un largo instante que la llenó de un calor creciente.

—Bonito atuendo —dijo Xena con indolencia, dejando asomar a los labios una

sonrisa de aprecio—. Siempre me ha gustado ese color.

La bardo iba vestida con una túnica de seda de color verde claro, que hacía un bonito

contraste con su pelo dorado rojizo y era casi del color de sus ojos. A juego con un

collar de plata con una piedra que sí que era del mismo color.

—Gracias —contestó alegremente—. Creo que ya va siendo hora de que empiece.

¿Tienes... —sonrió a Xena suavemente—, alguna petición especial?

Xena se rió por lo bajo. Pedirle que no cuente ninguna historia mía no me va a servir

de nada, ¿verdad? No.

—Me gustan todas, Gabrielle. Tú lo sabes.

La bardo sonrió.

—Lo sé. —Y vio la calidez que inundaba los ojos azules del otro lado de la mesa—.

Deséame suerte —bromeó y su mirada quedó capturada de repente por la de Xena, que

la atrajo al interior de su vínculo con una fuerza casi física.

—No necesitas suerte, bardo mía —dijo la voz suave, que llenó sus oídos y se

convirtió, por un instante, en el único sonido que oía—. Así de buena eres. Ahora

demuéstraselo.

Gabrielle asintió y les sonrió a todos ligeramente, luego se volvió y se dirigió a la

parte delantera de la estancia, planeando ya con qué historias iba a empezar, para

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romper el hielo de la sala de modo que sus relatos más intensos pudieran causar

impresión.

Empezó con una historia ligera y divertida sobre un estropicio causado por las flechas

de Cupido, lo cual les llamó la atención e hizo que se concentraran en ella, y el humor

desmoronó su fachada de desaprobación, dando paso a una aprobación a regañadientes.

Tengo que conseguir que se olviden de que la que está aquí soy yo. Sólo soy una

bardo... no soy de Potedaia...

A continuación, la historia clásica de Helena de Troya... dejando fuera su punto de

vista personal, pensó sonriendo por dentro. Ahora los estaba atrapando y empezaban a

prestar más atención a la historia que a quien la estaba contando. Estupendo. Un vistazo

rápido al fondo de la sala, donde una sonrisa correspondió a la suya. Concéntrate en la

historia, Gabrielle... Pero su cara devolvió la sonrisa.

Xena paseó la mirada por la sala, observando las expresiones embelesadas de los

aldeanos que concentraban su atención sobre la bardo. Vio que sus rostros perdían la

hostilidad y se relajaban con absorto interés mientras Gabrielle tejía sus relatos a su

alrededor. Y de vez en cuando, la bardo la miraba, por un instante, un simple y rápido

intercambio de calor entre las dos.

Se dejó absorber por las historias, incluso cuando la siguiente que empezó Gabrielle

resultó que trataba de ella, y sólo se dio cuenta periféricamente de las cabezas que se

volvían y de las miradas ahora interesadas y no tan hostiles que se posaban sobre ella. A

veces, pensó con seriedad, oigo estas historias y de verdad es como si trataran de otra

persona... algunas de las cosas que le oigo decir... no es posible que yo haya hecho

eso... ¿verdad? Parece tan imposible.

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Gabrielle terminó esa última historia y bebió un largo sorbo de agua, observando a su

público. Ahora estaban totalmente metidos en el asunto, se volvían y susurraban entre sí

mientras ella reposaba la garganta y lanzaban miradas disimuladas al fondo de la sala

donde Xena estaba apoyada en la pared, bebiendo su cerveza y observando a la gente

con los ojos entornados.

Era el momento de contar una más, decidió Gabrielle, puesto que la que tenía en

mente era bastante larga. De modo que tomó aliento y empezó un relato sobre una reina

amazona que intentó llevar la paz a su nación, enfrentándose a una dura oposición... A

los pocos minutos, se atrevió a mirar hacia la mesa del fondo y se encontró con los

atónitos ojos azules y la sonrisa de medio lado que la aguardaban allí. Sorpresa, rió su

mente en un plano distinto a aquel desde el que contaba la historia. Ooh... cómo te he

sorprendido, amiga mía.

Xena escuchó, sonriendo cada vez más mientras Gabrielle tejía la intrincada historia

en torno a sus oyentes, sin revelar en ningún momento que la reina amazona a quien les

estaba enseñando a conocer era ella misma. Sólo lo sabían Johan y ella, puesto que

Johan había oído la historia original en la mesa de su madre aquel día en Anfípolis. Le

tocó el brazo y la miró a los ojos cuando ella lo miró. Ella asintió y luego meneó la

cabeza.

Y la gente se fue echando hacia delante cada vez más, a medida que el peligro se

hacía más evidente, hasta que los tuvo sujetos en las delicadas garras de sus palabras y

los condujo hasta un claro azotado por la lluvia y una ballesta centaura que disparaba

contra un corazón indefenso pero valeroso.

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Hasta Xena, que tenía excelentes motivos para saber la respuesta a la pregunta que

pendía en el aire, se descubrió aguantando la respiración. Mira que eres tonta, Xena. Tú

sabes lo que ocurre a continuación. Deberías... puesto que fue tu puñetera mano la que

atrapó esa flecha.

Y cuando Gabrielle continuó y relató aquel rescate en el último momento, todos los

presentes en la sala se volvieron y miraron a Xena durante un largo y silencioso

instante.

—¿Cómo lo hiciste? —gorjeó Alain suavemente, tirándole de la mano—. Eso es

cierto, ¿verdad?

Xena apartó los ojos de los de Gabrielle y agachó la cabeza hacia Alain.

—Sí. Es cierto.

—Caray —susurró él, volviendo a prestar atención a Gabrielle.

Ésta terminó la historia y ahora la gente era suya y empezaron las aclamaciones.

Gabrielle pasó un rato deambulando por la sala, hablando con la gente y contestando

varias preguntas sobre las historias.

Hécuba le dirigió una sonrisa tensa y orgullosa cuando llegó a la mesa donde estaba

sentada su madre.

—Qué historias tan bonitas, Gabrielle —dijo la mujer mayor—. Y las cuentas de una

forma maravillosa.

La bardo sonrió y se arrodilló junto a la mesa.

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—Gracias. Tengo mucha práctica. —Sus ojos se iluminaron suavemente—. Y ahí

atrás tengo una amiga que me inspira. —Sus ojos flotaron hasta los de Xena y su sonrisa

aumentó, luego volvió a mirar a Hécuba.

—Esa última historia... —dijo Hécuba, bajando la voz—. ¿De verdad estuviste allí,

durante todo eso? ¿Lo viste todo?

Gabrielle hizo un gran esfuerzo, pero no pudo controlar la sonrisa irónica que se le

formó.

—Mm... sí. Podríamos decir que sí.

Hécuba estaba a punto de seguir presionándola, pero un movimiento les llamó la

atención y cuando se volvieron, vieron a Lila y a Lennat que entraban en la posada, con

aire emocionado.

—Mm... —murmuró Gabrielle—. ¿Qué les pasará?

Xena observaba atentamente desde el otro lado de la sala y entonces vio a Lila

avanzando muy decidida hacia la mesa donde estaban hablando su madre y su hermana.

Lennat iba detrás de ella, con una gran sonrisa en la cara. Ahh... La guerrera se rió por

dentro. He aquí mi recompensa por toda esta tediosa manipulación. Clavó los ojos en el

rostro de Gabrielle y esperó.

Se fijó en las mejillas arreboladas de Lila y en las miradas que lanzaba a Lennat, que

se sentó a la mesa y explicó las cosas con timidez, usando las manos para expresarse.

Lila le puso la mano en el hombro y lo miró con adoración. Luego él alzó su mano,

cogió la de ella, la miró a los ojos y dijo algo que hizo que ella se ruborizara.

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Algo que hizo que Hécuba se llevara las manos a las mejillas encantada. Y que hizo

que Gabrielle se pusiera de pie, primero para abrazar a Lila, luego para apoyar las

manos en la mesa y volver la cabeza despacio y encontrarse con los ojos a la espera de

Xena.

Xena notó una sonrisa que le inundaba la cara sin control, mientras absorbía la

mirada indescriptible de adoración y gratitud que veía en los brumosos ojos verdes de la

bardo. Sintió calor por todas partes. Eso... ha hecho que todo el esfuerzo valga la

pena... esa expresión de sus ojos... Haría... dioses... lo que fuera por eso. Por ella. Y

examinó esa inesperada idea con cuidado, descubriendo que era la verdad. Por los

dioses... estoy colada perdida, ¿verdad? Y se rió de sí misma.

Vio que Gabrielle abrazaba a Lila de nuevo, luego hacía un comentario, se volvía y se

encaminaba hacia la mesa de Xena, apartando las manos ansiosas que intentaban

cortarle el paso. Hasta que llegó a la mesa.

—Parece que hemos tenido una noche llena de actividad —comentó, clavando la

mirada en el rostro de Xena—. Lennat ha llegado a un acuerdo de aprendizaje con

Tectdus y le ha pedido a Lila que se case con él.

—Vaya, qué buena noticia —dijo Xena con guasa, sonriendo a la bardo con

indolencia—. ¿Y ella ha aceptado?

Gabrielle se limitó a sonreírle.

Johan se levantó y alargó la mano hacia Alain por encima de la mesa.

—Ven, muchacho, vamos a buscar más cerveza, ¿eh?

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—Vale —respondió Alain alegremente, paseando la mirada entre Gabrielle y Xena—.

Tengo sed. —Se levantó, cogió la mano de Johan y lo siguió hacia la parte delantera de

la posada, donde había grupitos de aldeanos congregados, charlando.

—Qué sutil es —sonrió Gabrielle, al tiempo que rodeaba la mesa y se acuclillaba

junto a la silla de Xena, colocando una mano en el muslo de la guerrera para sujetarse.

Durante unos momentos, observó en silencio el rostro de la mujer más alta. Luego—:

Gracias —dijo suavemente.

Xena levantó la mano que tenía apoyada en el brazo de la silla y rozó con los dedos la

mejilla de la bardo.

—Me alegro de que todo haya salido bien —fue su respuesta tranquila y como sin

darle importancia—. La verdad es que no he hecho gran cosa —añadió, encogiéndose

ligeramente de hombros.

—No —respondió Gabrielle, mirándola con sorprendente intensidad—. No... no

digas eso... Xena... acabas de cambiarles la vida... de un modo que es importantísimo

para ellos. —Hizo una pausa y alzó la mano, entrelazando los dedos con los de Xena—.

Y más que importantísimo para mí.

Sus ojos se encontraron y por un instante, la sala desapareció, dejándolas aisladas la

una en la otra.

—No sé cómo te voy a compensar por esto —dijo Gabrielle medio en broma, luego

se calló cuando la mano de Xena le tocó los labios, deteniéndolos.

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—Oh, no, bardo mía —La voz de Xena se hizo más suave y profunda—. Lo he hecho

libremente, eso ya lo sabes. Entre tú y yo, no se habla de deudas ni pagos, ni ahora ni

nunca.

Gabrielle cerró los ojos y sonrió y dejó que sus labios rozaran suavemente los dedos

de la guerrera.

—Lo sé.

Xena soltó aliento.

—Bonitas historias, por cierto. La última me ha encantado. —Sus ojos soltaron un

destello risueño—. Menuda sorpresa... no sabía que la habías terminado.

—Seguí tu idea... ¿tú crees que alguien se habrá dado cuenta? —preguntó la bardo,

riendo ligeramente—. Ha funcionado muy bien... ¿te fijaste en sus caras cuando les

conté lo de la flecha?

—Mm... sí —respondió Xena con una sonrisa sardónica—. Me fijé en sus caras,

porque todos se volvieron para mirarme. —Apretó los dedos que seguían entrelazados

con los suyos—. Buen trabajo, Gabrielle. Creo que los has conmovido.

Gabrielle asintió levemente.

—Sí... creo que sí... me ha dado mucho gusto. —Se le quebró un poco la voz y

carraspeó con una mueca—. Aunque creo que me va a pasar factura... ay. Normalmente

intento utilizar la respiración cuando tengo que hablar así, pero... —Hizo una ligera

mueca de dolor y se tocó las costillas con la mano—. Todavía me duele un poco,

supongo.

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—Oh... creo que puedo prepararte algo para eso —rió Xena—. Me parece recordar

que el otro día te gustó esa mezcla de menta y miel. —Y añadió con más seriedad—: Y

te volveré a vendar esas costillas. —Posó una mano cálida en el costado de la bardo.

—Mmm... —asintió la bardo—. Vale... estoy de acuerdo. Deja que vaya a hablar un

rato con madre y Lila... de hecho, ven, creo que Lila quería hablar contigo. —Sus ojos

soltaron chispas risueñas—. ¿Prometes no poner caras raras si te abraza?

La respuesta fue una ceja bruscamente enarcada.

—Veré qué puedo hacer. —Su tono era levemente burlón, pero se levantó, izando a

Gabrielle con ella aprovechando que tenían las manos entrelazadas—. Vamos.

Fueron donde Gabrielle había dejado a su familia y Xena fue objeto de miradas de

desconfianza, aunque no totalmente hostiles, mientras cruzaban la sala. Era una mejora,

pensó, apoyando un antebrazo en el hombro de Gabrielle con informalidad cuando se

detuvieron junto a la mesa.

—Tengo entendido que hay que felicitar a alguien —dijo con guasa, sonriendo a Lila

ligeramente.

La muchacha morena le sonrió a su vez, pensativa. Lila había estado observando a

Gabrielle por el rabillo del ojo desde que su hermana se dirigió al fondo de la sala,

después de que ella impartiera su feliz noticia y viera la mirada que Gabrielle lanzó a la

guerrera. Encontrará un modo, ¿no fue eso lo que dijo su hermana?

Lila meneó la cabeza por dentro. Gabrielle no había albergado la más mínima duda...

y ahora aquí estaba ella, prometida a Lennat y él a punto de convertirse en herrero. Ha

sido magia, pensó, tal y como dijo Lennat cuando entró en su casa y, con seriedad, con

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cortesía, cayó sobre una rodilla con gesto humilde y la pidió a su padre en matrimonio.

Qué romántico... Lila suspiró.

Su padre se negó de malos modos a darle una dote... y la respuesta de Lennat fue

perfecta... ¡perfecta! Nada salvo su camisa, señor, dijo, y con eso no tiene precio. Y

Herodoto asintió despacio con la cabeza, dando su acuerdo. Nunca había sentido un

momento de dulzura mayor, y ahora contemplaba a la persona que, por medios que ella

no comprendía, le había dado ese momento.

Sin esperar nada a cambio, dada la hostilidad que la rodeaba y que mantenía a raya

con el escudo de su mirada distante y fría que ahora los observaba a todos.

Impulsivamente, Lila rodeó el borde de la mesa y la abrazó, esperando al hacerlo no

estar a punto de recibir un golpe que la lanzara al otro lado de la sala. Medio se lo

esperaba, en realidad, y se tensó preparándose para ello... pero Xena, con aire divertido,

la rodeó con sus largos brazos y le devolvió el abrazo.

No se parecía en nada a lo que se esperaba, pensó Lila más tarde. Era como ser una

niña y que alguien mucho más grande y muchísimo más fuerte la sostuviera en sus

brazos. Era esa clase de sensación, que la inundó con una acometida de calor que la

atravesó de parte a parte, hasta que la guerrera le dio una palmadita y la soltó.

—Sé lo que has hecho —logró susurrar Lila, antes de apartarse—. Jamás lo olvidaré.

La respuesta fue una sonrisa de medio lado y un ligero encogimiento de hombros.

—De nada —replicó Xena, intercambiando una breve mirada cómplice con Gabrielle

—. Nos vemos dentro de nada —añadió, saludándolos a todos con la cabeza, tras lo cual

se dirigió a las escaleras del fondo, deslizándose a través del gentío con sinuosa

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agilidad, y subió las escaleras con un destello de cuero oscuro y hombros musculosos.

Consciente, sin duda, de que los ojos de toda la sala la estaban mirando.

No era nada evidente, pensó entonces Lila, lo que indicaba el afecto entre su hermana

y Xena. Pero sí eran los pequeños detalles: la forma en que los ojos de Gabrielle la

seguían casi inconscientemente, y el levísimo movimiento de sus labios cuando sus

miradas se cruzaban, y las caricias casuales entre ellas que parecían totalmente normales

entre dos amigas íntimas, hasta que uno advertía que Xena no permitía que nadie más,

por muy bien que le cayera, insinuara siquiera tomarse semejantes libertades con su

persona. O hasta que uno se fijaba en lo pegadas que estaban siempre la una a la otra, en

marcado contraste con la distancia que ambas mantenían con el resto del mundo. No

había barreras entre ellas, y Lila, que acababa de reconocer eso mismo en su propia

relación con Lennat, se sonrió por dentro. Por los dioses... no me lo puedo creer... están

enamoradas la una de la otra, igual que nosotros. Observó el rostro de Gabrielle y se

fijó en el suave resplandor de sus brumosos ojos verdes. Por Zeus... ¿ése es el aspecto

que tengo yo cuando miro a Lennat?

—Lila, tenemos que organizar muchas cosas —comentó Hécuba, visiblemente

encantada. Miró a Gabrielle, que estaba apoyada en la mesa—. Gabrielle... ¿te vas a

quedar para la boda? —En sus ojos había una expresión esperanzada, contra la cual su

hija no tenía defensa alguna.

—Tienes que hacerlo. —Lila la agarró del brazo con entusiasmo—. Tienes que ser mi

dama de honor... por favor, Gabrielle, di que sí.

La bardo las miró con una sonrisa desconcertada. ¿Y cuándo he pasado de ser

alguien a quien se le decía lo que tenía que hacer a alguien a quien se le piden las

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cosas con cortesía? El repentino respeto le parecía fuera de lugar, viniendo de unas

personas de las que había llegado a esperar mucho menos.

—Claro que me quedo, Lila. ¿Cómo me iba a perder tu boda?

Hécuba se levantó y le dio a Gabrielle una palmadita en el brazo.

—Me ha gustado mucho escucharte, hija. —Sus ojos observaron su rostro con

repentina severidad—. Pareces cansada, lo cual no me extraña después de esa actuación.

Ve a descansar un poco.

—Sí —prometió Gabrielle—. Os veo mañana —añadió, tras lo cual los abrazó a los

tres y subió a su habitación.

Xena estaba echando agua caliente en las aromáticas hierbas cuando ella abrió la

puerta y eso inundó la estancia de un olor maravilloso, que Gabrielle aspiró con un

suspiro de aprecio.

—Por los dioses, eso huele fantástico —comentó la bardo, esperando a que la

guerrera terminara de echar el agua y dejara la tetera, momento en el que se acercó y

rodeó a la mujer más alta con los brazos, apretando con todas sus fuerzas.

—Oye... —rió Xena—. ¿A qué viene esto?

—Por nada... por todo... —Se le quebró la voz—. Porque sí.

—Oh —replicó Xena, suavemente, acercándosela aún más, hasta que las dos notaron

sus cuerpos totalmente pegados el uno al otro—. ¿Mejor?

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—Sí —fue la apagada respuesta—. Si se nos ocurriera un modo de embotellar esta

sensación... nos podríamos retirar a un palacio, ¿sabes?

Xena miró a la bardo con cariño.

—Esto no se puede comprar ni con todos los dinares del mundo, Gabrielle. —Oh... y

además vale hasta el último de ellos—. Pero tú tienes que meterte esto por la garganta,

o mañana lo vas a lamentar.

De mala gana, la bardo la soltó y se sentó a la mesa, rodeando con las manos la taza

que había preparado Xena.

—Mm... vale. Al menos sabe bien. —Sonrió a Xena con aire ladino—. Hablando de

lo cual, me he fijado en que no has tocado la cena. —Posó en Xena una mirada

acusadora.

—Pues no —confirmó la guerrera—. Le he dado un poquito a Ares. —Señaló al

lobezno dormido—. A él parece que le ha gustado, pero yo lo probé... —Hizo una

mueca—. Malísimo. —Entonces sonrió—. Sin embargo...

—¿Sí? —la instó Gabrielle, ladeando la cabeza.

Un ligero gesto indicó el paquete depositado en un extremo de la mesa.

—Eso podría resultar más comestible.

Con una sonrisa, la bardo se acercó el paquete envuelto, deshizo el envoltorio con

cuidado y se echó a reír al ver el contenido.

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—Oh, sí —asintió al instante, sacando una gran empanada y pasándosela a Xena—.

La cena. Come. —Luego cogió una para sí misma y se recostó en la silla con expresión

satisfecha.

—Bueno... —farfulló Xena con la boca llena. Oh, dioses... qué rico está... será mejor

que esconda el resto de lo que hay en ese paquete o voy a tener serios problemas—.

Desde luego, está mejor que ese guiso.

—Ya —asintió Gabrielle, alternando bocados con sorbos de su infusión—. Toma. —

Le pasó a Xena una segunda empanada y cogió otra para sí misma. Miró a la guerrera

con severidad al ver que dudaba—. Escucha, da la casualidad de que sé que lo único que

has comido hoy para almorzar es un bocado de una empanadilla de carne y que la mayor

parte de tu desayuno ha sido para esa maquinita de comer con patas que está ahí abajo.

—Advirtió la sonrisa divertida de Xena que solía indicar que había ganado una

discusión—. Y si yo no cuido de ti, ¿quién lo va a hacer?

Xena se limitó a sonreír y se comió la segunda empanada. Tiene razón. Además, no

me puedo resistir a estas malditas cosas y ella lo sabe. Se limpió los dedos cuando

terminó y luego miró a la bardo enarcando una ceja.

—Deja que me ocupe de esas costillas, ¿vale?

Gabrielle asintió, se levantó, se quitó la túnica, que dejó encima de la silla, y se puso

una amplia camisa de dormir que se dejó desabrochada, luego se volvió de cara a Xena

mientras ésta sacaba un tarrito de aceite de su botiquín y lo abría.

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—Maldición —suspiró la guerrera, frotando delicadamente con el aceite las

contusiones que contrastaban llamativamente con la piel bronceada de la bardo—. Te

debe de doler.

Gabrielle le sonrió.

—No cuando haces eso —comentó y la respuesta fue una ceja enarcada con

indolencia.

—Ah, ¿en serio? —fue la risueña pregunta.

—Sí, en serio —contestó la bardo, acercándose más y moviendo las manos

ligeramente por la figura cubierta de tela de Xena.

—Fíjate qué cosas... —Tras una profunda carcajada que Gabrielle notó en la yema de

los dedos.

—Sí, sabes... —El murmullo de su respuesta quedó interrumpido eficazmente por los

labios de Xena—. Olvídalo... —añadió con la respiración entrecortada, y volvió por

más. Sintió que la levantaban en brazos como a una niña y entonces se acurrucó con

Xena encima del blando edredón que cubría la cama, con las manos libres para explorar.

Gabrielle se permitió cobrar consciencia poco a poco, pasando del sueño a la cálida

seguridad del abrazo de Xena con una sensación de placer exuberante. Mmm... no me

extraña que últimamente no me haya importado despertarme. ¿A quién le importaría

despertarse con esto? A mí no... para nada... no... bardo feliz. Siguió con los ojos

cerrados y se quedó flotando un rato. Bueno... así que Lila se va a casar, reflexionó su

mente adormilada. Es estupendo... ¿cuánto faltará para que me convierta en tía? Sonrió

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por dentro. Seguro que no mucho... Lila siempre ha querido hijos. Su buen humor se

disipó. Maldita sea... me quiero quedar para su boda... pero... no sé si puedo... tendré

que entrar en esa casa y volver a verlo... y no creo que...

Se estremeció sin querer y notó que los brazos de Xena la estrechaban al instante,

pegándolas más la una a la otra. Gabrielle abrió los ojos y se encontró con la mirada

bien despierta de la guerrera.

—Hola... —dijo, parpadeando—. ¿Llevas mucho despierta? —preguntó, con una

sonrisa burlona.

Xena asintió y sonrió a su vez.

—Sí —dijo riendo—. Despierta y recreándome en un vergonzoso ataque de pura

holgazanería, de hecho.

—Oh —respondió la bardo—. Podrías haberme despertado... no me habría

importado.

Xena se encogió de hombros.

—Qué va... estabas muy dormida... pero, ¿y ese estremecimiento de ahora? Sé que

para eso tenías que estar despierta. —Sus ojos se endurecieron y se fijaron atentos en el

rostro de Gabrielle.

Gabrielle bajó la mirada y se concentró en cambio en la clavícula de Xena, dejando

que sus dedos dibujaran distraídos la amplia distancia de un hombro a otro.

—Le prometí a Lila que me quedaría para la boda. —Suspiró. Y vio cómo los gruesos

músculos de ambos lados del cuello de Xena se encogían levemente.

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—Eso ya me lo imaginaba, Gabrielle. Así que, ¿cuál es el problema? —retumbó la

voz de Xena en sus oídos.

La bardo guardó silencio largo rato, intentando encontrar una forma de expresar lo

que sentía. Por fin, miró a Xena, que aguardaba pacientemente.

—Cada vez que pienso en... verlo... o hablar con él... Xena, me... —Tragó con

dificultad—. No puedo. —Hundió la cara en el hombro de Xena—. Me entra una...

sensación horrible y asquerosa cuando lo pienso.

Xena soltó aliento al tiempo que fruncía el ceño pensativa.

—¿Tienes... tienes miedo de que te vaya a volver a hacer daño? —preguntó, con

cuidado, tanteando el terreno.

Un largo silencio.

—Pues... no... no sé de qué tengo miedo, Xena. Sólo que lo tengo —susurró por fin

—. Quiero esconderme de él.

—Ya le has hecho frente —dijo Xena, despacio, dando vueltas a mil ideas.

—Sí, lo sé —fue la respuesta—. Pero ahora... me siento como cuando era pequeña...

tal vez cuando él... no sé... me lo hizo recordar todo... Xena, he prometido ser la dama

de honor de Lila... y no sé si puedo hacerlo. —Empezó a temblar—. Lo sssssiento —

balbuceó—. No quería cargarte con todo esto. Ya has movido una montaña para llegar

hasta aquí.

Xena le acarició el pelo con ternura.

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—Gabrielle, no me estás cargando con nada. Si tienes un problema... pues también es

mi problema. ¿Te enteras?

—Sí —fue la respuesta apagada y apenas audible.

—¿Quieres que vaya allí... a la casa... contigo? —preguntó la guerrera.

Gabrielle alzó la cabeza y la movió negativamente.

—No... no... Xena... te odia... te...

Xena cogió la cara de la bardo entre sus manos y la miró a los ojos.

—¿Qué haría, Gabrielle? ¿Qué podría hacerme a mí? —Una mirada intensa—. A mí,

Gabrielle... recuerda quién soy, ¿vale?

Los brumosos ojos verdes la miraron parpadeando confusos. Las pesadillas de una

niña combatían con su lógica de adulta mientras los crudos recuerdos de una figura alta

y amenazadora que se cernía sobre ella empezaban a inundarle la mente.

—Es... tan fuerte... y... te hará... te hará daño... no puedo...

—No. —La voz de Xena encerraba una fuerte convicción—. Gabrielle... escúchame.

Escucha —repitió—. Tú eras sólo una niña entonces... ahora mismo lo estás viendo a

través de los ojos de una niña. —Una pausa—. No puede hacerme daño, Gabrielle... tú

lo sabes. Me conoces. —Poco a poco, el raciocinio regresaba a los ojos de la bardo—. Y

no voy a permitir... no voy a permitir que te haga daño. ¿Me oyes?

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Por un instante, los ojos que la miraban fueron los de una niña pequeña y asustada,

luego Gabrielle respiró hondo, cerró y volvió a abrir los párpados, al parecer con un

gran esfuerzo, y tragó con dificultad.

—Te oigo... —respondió con tono apagado—. Dioses. Lo siento...

—Deja de disculparte —replicó Xena—. No es culpa tuya, Gabrielle. —Notó que su

corazón empezaba a recuperar su ritmo normal tras el doloroso galope que había

experimentado—. Todo va a ir bien. Te lo prometo...

Gabrielle soltó un largo suspiro.

—Gracias —replicó, apoyando de nuevo la cabeza en el hombro de Xena y rodeando

una vez más a la guerrera con el brazo—. Lo siento... uuy... quiero decir... ni siquiera te

he preguntado si querías quedarte para esto de la boda... —Dudó y siguió adelante—:

Puedes... marcharte... si quieres.

Xena soltó un resoplido.

—¿Y perderme una gran fiesta donde nadie me soporta? Jamás en la vida, bardo mía.

Aquí me tienes pegada y vas a tener que aguantarte.

La bardo la miró y sonrió un poquito.

—¿Te apetece una comida campestre?

Xena se la quedó mirando desconcertada.

—¿Cómo dices?

Gabrielle bajó la mirada y la volvió a levantar.

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—Me gustaría... ir al claro donde nos encontraron los tratantes de esclavos... y

recordar ese día. Y me gustaría hacerlo contigo. Así que... ¿te apetece una comida

campestre?

—Oh —fue la respuesta—. Claro... me encantaría.

Se miraron y sonrieron.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —suspiró Xena, azuzándose a sí misma

—. ¿Cuándo es esta boda, por cierto?

—Ahhhh... —La bardo frunció el ceño—. Mm... dentro de tres días. Con la luna de la

cosecha.

—Un buen augurio —rió Xena—. Lila quiere hijos, ¿eh?

Lila se pasó por allí cuando ya se habían vestido y comido algo que Xena le compró a

un vendedor del mercado después de examinar lo que se estaba preparando en la cocina

de la posada.

—Ni se te ocurra entrar allí —le comentó a Gabrielle con un murmullo, cuando

volvió a entrar por la ventana y sorprendió a la bardo con un par de empanadillas de

carne de las que se había estado comiendo ella el día anterior.

—¿Y tú qué? —preguntó Gabrielle, dando golpecitos con un pie y frunciendo el

ceño.

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—Ya he comido lo mío —replicó Xena, con una sonrisa—. He traído esto para Ares

—añadió, sentándose en el suelo con las piernas cruzadas, y le dio al ansioso lobezno un

puñado de tiras de carne cruda.

—¡Ruu! —chilló él muy contento, y se puso a comer con entusiasmo.

Xena se rió y se quedó mirándolo un momento, y luego miró a Gabrielle.

—¿Qué? —preguntó, al ver la cara seria de la bardo.

—Nada —respondió Gabrielle, sentándose a la mesa, donde se terminó las

empanadillas de carne sin decir nada más, observando distraída mientras Xena jugaba

con Ares.

Lila llamó a la puerta poco después y asomó la cabeza, con la cara más animada que

de costumbre.

—¡Buenos días! —les sonrió.

Ellas le sonrieron a su vez.

—Supongo que lo son —dijo Xena con guasa, desde el suelo, donde estaba

relajadamente estirada al lado del lobezno.

—Siéntate. —Gabrielle le indicó una silla y luego siguió escribiendo en un

pergamino que tenía delante—. ¿Cómo van los planes?

Lila se sentó y suspiró.

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—Bueno, van bien... padre se puso furioso al enterarse de que te había pedido que

seas mi dama de honor. —Las dos hermanas se miraron—. Pero madre consiguió

calmarlo por fin. —Echó un vistazo a Xena—. No he tenido agallas para preguntarle...

La guerrera la miró enarcando una ceja.

—Da igual... —contestó con seriedad—. Si Gabrielle va, ahí estaré.

—Se va a... —Lila se calló y miró a Xena ladeando la cabeza—. En fin, le va a dar un

ataque, pero tampoco es que te pueda hacer gran cosa, ¿no? —dijo pensativa—. Yo

quiero que estés —terminó, mirando a la guerrera de frente.

Xena la observó con cierta diversión. Vaya cambio, se dijo. Miró de refilón a

Gabrielle, que guardaba silencio y había dejado de escribir por el momento. Mientras

Xena la miraba, se recompuso visiblemente y, respirando hondo, continuó escribiendo.

La guerrera sintió una súbita acometida de compasión por ella.

—Gracias por invitarme —le dijo a Lila.

Gabrielle intentaba conseguir que lo que decía Lila le resbalara y no escuchar.

Respiró hondo y siguió anotando sus ideas sobre su última aventura, usando las palabras

para mantener a raya su miedo intranquilo. Cuando se esforzaba por encontrar los

términos descriptivos adecuados, sintió que la inundaba una sensación de calor. Volvió

la cabeza, vio los ojos azules de Xena clavados en ella y cayó en la cuenta de dónde

procedía ese calor. Caray... dijo su mente, distrayéndose. Eso funciona de verdad...

Increíble...

—Bueno —decía Lila—. Tienes que conseguir algo adecuado... no me mires así,

Bri... recuerda que es una boda. Algo adecuado que ponerte... madre dice que te

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acompañará a la costurera esta mañana. —Hizo una pausa—. Tenemos algunos de tus

antiguos vestidos... pero te los van a tener que adaptar —dijo, con un brillo risueño en

los ojos.

Gabrielle soltó un leve suspiro. Maldición... Odio que me tomen medidas para

hacerme vestidos. Ella lo sabe... Seguro que Xena me está mirando con sorna. Echó un

vistazo. Pues sí.

—Deja de sonreír —advirtió y dirigió una mirada aviesa a Lila—. Sólo por ti, Lila...

quiero que lo sepas.

La muchacha morena sonrió.

—Sabía que podía contar contigo.

La bardo sonrió de repente con picardía.

—Oye... —Se volvió y miró a Xena con ojos traviesos—. Puedes acompañarnos.

Al oír eso, ambas cejas se alzaron de golpe.

—¿Para que la costurera se ponga tan nerviosa que te pinche por todas partes con los

alfileres? —fue la respuesta—. No me parece buena idea.

—¿Por favor? —dijo la bardo, inclinando la cabeza. Vio el ligero mohín que hacía

Xena con la boca y que significaba que estaba a punto de ceder—. Si vas tú... seguro

que no me echan un sermón.

Ahora el mohín se transformó en una sonrisa plena.

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—Bueno, está bien —contestó Xena con humor—. Venga... en marcha. —Se puso en

pie con un movimiento ágil, se sacudió el polvo y fue hacia la puerta. Gabrielle y Lila se

miraron y la siguieron.

Hécuba se quedó... sorprendida por la persona que se había añadido a su expedición

de compras, pero no dijo nada y se limitó a saludar a Xena con la cabeza.

—Vamos pues —dijo—. Lila, tienes que ocuparte de...

—Ya lo sé —suspiró Lila, y las saludó agitando la mano—. Os veo más tarde.

Caminaron en silencio unos minutos y luego Hécuba indicó la tela que llevaba

doblada sobre el brazo izquierdo.

—He elegido dos que me parece recordar que te gustaban.

Gabrielle examinó lo que había elegido y suspiró por dentro. En realidad no le

gustaba ninguno de los dos... pero por otro lado, ninguno de los otros habría sido mejor.

—Me sorprende que los hayas guardado —comentó, riendo ligeramente.

—No conviene nunca tirar las cosas —replicó su madre—. Siempre hemos pensado...

—Dejó de hablar y miró a Gabrielle de reojo—. Yo siempre he tenido la esperanza de

que volvieras —terminó, posando los ojos en el horizonte.

La bardo suspiró.

—Lo sé —contestó y notó un levísimo roce de dedos en la espalda que la tranquilizó

un poco—. Os echo de menos a ti y a Lila... pero... —Sonrió a Hécuba—. Me...

encanta... la vida que llevo... —Y la persona que la comparte—. Y también las cosas

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que veo y hago... —Y eso lo dijo tanto para la figura silenciosa que caminaba a su lado

como para su madre—. Soy muy feliz.

Hécuba frunció los labios y dirigió una sonrisa irónica a su hija.

—Eso ya lo veo, Gabrielle. —Y ahora su mirada las abarcó a las dos—. No

comprendo mucho de cómo es vuestra vida, pero... se me alegra el corazón al ver la

felicidad que te produce. —Tomó aliento—. Ya hemos llegado —comentó, cuando

llegaron a la casita que tenían delante—. ¿Hay alguno que prefieras...? —Le mostró la

tela a Gabrielle.

La bardo dudó, estudiando los dos colores. Entonces una voz grave le hizo cosquillas

en la oreja.

—El gris —fue el consejo de Xena, en un tono tan bajo que ni siquiera Hécuba logró

oírlo.

—Mmm... éste, creo —contestó Gabrielle, eligiendo el vestido de color gris oscuro

en lugar del lavanda—. Seguro que hay que ajustarlo menos. Me estaba bastante

estrecho antes de que me fuera. —Y recordó la última vez que se lo puso... el baile de la

cosecha, cuando Agtes la llevó a la fuerza detrás del granero grande y Pérdicas los

encontró. Lucharon... Gabrielle hizo una mueca al recordar la paliza que se llevó el

bondadoso Pérdicas por ella. No se había puesto el vestido desde entonces... pero le

quedaba bien, en aquella época, y tal vez ya iba siendo hora.

Hécuba asintió mostrando su acuerdo.

—Eso es cierto —dijo y abrió la puerta, haciéndoles un gesto para que pasaran

delante de ella.

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La costurera, una mujer bajita y nerviosa de pelo rojo y tristes ojos azules, se puso a

hablar sin parar desde el momento en que entraron, aunque sí se detuvo varios segundos

para mirar parpadeando a Xena, quien la miró a su vez y se puso cómoda en un pequeño

banco del fondo de la estancia.

—Oh, cielos —comentó—. Pero qué chica tan grande, ¿no? —Lo cual hizo reír a

Gabrielle y resoplar con sorna a la guerrera.

Gabrielle seguía riendo por lo bajo por el comentario cuando se puso el vestido por

encima de la cabeza y dejó que los pliegues cayeran a su alrededor, tras lo cual enarcó

una ceja al ver cómo le quedaba.

—Vaya, vaya... —refunfuñó la costurera, juntando la tela que sobraba—. Vamos a

tener que meter por aquí, ya lo creo, y también por aquí.

La bardo se miró sin entusiasmo en el espejo e intentó pensar en otras cosas mientras

las dos mujeres toqueteaban y se ajetreaban con la tela, hasta que por fin se quedaron

satisfechas con el arreglo. Bueno... no está mal, pensó suspirando por dentro al observar

el resultado en el espejo. El gris del vestido hacía un bonito contraste con el dorado

rojizo de su pelo, al menos, y el corte bajo del escote estaba... bien, pero... Suspiró y

volvió a mirarse en el espejo y esta vez vio en el reflejo la sonrisa encantada de Xena y

la expresión de placer de sus relucientes ojos azules.

Y sonrió, sintiendo el inicio de un rubor sobre el que no tenía el menor control. Por

suerte, su madre y la costurera seguían demasiado ocupadas con los alfileres para

advertirlo. Con timidez, levantó la mirada y se encontró con los ojos de Xena y sintió

que se animaba al asimilar la admiración de esa mirada.

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—Así está bien —le dijo a la costurera, que aguardaba expectante—. Está estupendo.

Hécuba asintió.

—Servirá —afirmó y ayudó a su hija a quitarse la prenda con cuidado para no hacer

saltar todos los alfileres de hueso por la casa—. Bueno, no ha sido para tanto, ¿verdad?

—Examinó a su hija mientras ésta se abrochaba la túnica.

—No —contestó Gabrielle, riendo un poco—. En absoluto. —Para empezar, mi

actitud hacia ese vestido ha cambiado por completo, reflexionó, con una sonrisa.

—Te va a quedar muy bien. —Hécuba se volvió y miró a Xena—. ¿No te parece?

Los labios de Xena esbozaron una sonrisa.

—Muy bien —asintió solemnemente, al tiempo que se levantaba y se acercaba donde

estaba Gabrielle, dirigiendo una mirada divertida a la costurera, que se apartó nerviosa

de su camino.

Hécuba se unió a la menuda mujer junto al banco de trabajo y las dos se pusieron a

cuchichear, mientras Xena y Gabrielle se quedaban la una al lado de la otra esperando.

—Sabes... —dijo Xena con tono de guasa, en voz baja—. Lila se va a enfadar mucho

contigo.

Gabrielle arrugó el entrecejo y se volvió para mirar a su compañera.

—¿Qué? —susurró, lanzando una mirada rápida a su madre.

—Sí... no está bien que la dama de honor eclipse a la novia. Es de mal gusto —fue la

risueña respuesta.

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—Oh, venga ya, Xena —resopló la bardo, dándole un manotazo en el estómago—.

Haz el favor.

Xena se quedó callada y la miró largamente.

—Hazte un favor a ti misma, Gabrielle. Yo no hago cumplidos a la ligera. Estás

preciosa con ese vestido.

Gabrielle tomó aire para responder, luego lo volvió a tomar y por fin cerró la boca y

se quedó mirando al suelo, con, estaba segura, la sonrisa más estúpida del mundo en la

cara.

Xena se echó a reír suavemente y le revolvió el pelo.

—Bueno, aquí ya hemos terminado —dijo Hécuba, con un suspiro, y se reunió con

ellas—. Gabrielle, ¿estás bien?

—Bien, bien, gracias. Sí —dijo la bardo, asintiendo con la cabeza—. Vámonos.

Una vez fuera, Hécuba se sacudió las manos y asintió con energía.

—Eso ya está hecho. Ahora tengo que ocuparme de otras cosas... —Se quedó callada

y las tres vieron a Herodoto, que venía en su dirección.

Gabrielle sintió que se le ponía un nudo conocido en el estómago, al ver los tics de

rabia en su rostro. Se le aceleró el corazón, con una reacción irracional que hizo que le

temblaran las piernas y le faltara el aliento. Por los dioses... gritó su mente, al borde del

pánico.

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Y entonces ocurrieron dos cosas al mismo tiempo. Una mano se posó sobre su

hombro y trajo consigo una sensación de seguridad que empezó a deshacer su pánico.

Luego sus ojos, clavados en el rostro de su padre, vieron en él algo increíble. Miedo.

Durante unos segundos de pasmo, lo miró parpadeando. ¿Qué...? ¿De qué puede tener

miedo? ¿Qué ha...?

—Ven —gruñó Herodoto, a varios pasos de distancia, haciéndole un gesto seco y

furioso a Hécuba. Pero sus ojos se apartaron de ellas y no se volvió a mirar cuando

cruzaron la plaza, mientras aferraba con la mano el brazo de Hécuba.

—¿Estás bien? —murmuró Xena, mirándola a la cara con cierta preocupación.

—Sí —respondió la bardo, un poco desconcertada—. Estoy... ¿Pero por qué tenía esa

cara? —Siguió el leve tirón de Xena hacia la plaza—. Nunca he visto... ¿qué...? ¿Tú has

visto qué era lo que estaba mirando?

Xena dudó y luego se encogió de hombros.

—A mí. —Menos mal, probablemente, que tampoco ha visto bien mi cara. Seguro

que no era muy agradable.

—¿A ti? —respondió Gabrielle pensativa, sintiendo que su miedo se iba disipando.

Xena. Claro que tenía miedo de ella. ¿No se lo tiene todo el mundo? ¿Por qué iba a ser

mi padre una excepción...?

—Sí —confirmó Xena—. Escucha, voy a ver cómo está Argo. ¿Tú vas a conseguir...

—sonrió—, provisiones para la comida campestre?

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—Por supuesto —respondió la bardo con un brillo risueño en los ojos—. Te veo en la

cuadra. —Se encaminó hacia la zona del mercado, elaborando una pequeña lista mental

de las cosas que quería.

No tardó mucho, sólo tres paradas, y ya tenía lo que quería, todo bien empaquetado

en un fardo que llevaba debajo del brazo. De algo sirve pasar todos los días durante

dos años con una persona, pensó. Desde luego, aprendes lo que le gusta y lo que no. Y

los gustos de Xena y de ella eran sorprendentemente parecidos, en realidad. Lo cual,

pensó con humor, venía muy bien, o el tema de las comidas habría podido ser espinoso.

Rodeó el último edificio del borde de la plaza, de camino a la cuadra. Y se detuvo, al

ver lo que tenía delante. Agtes y sus amigos. Sonrientes.

—Vaya, vaya... ¿qué tenemos aquí? Es la pequeña Bri —dijo Agtes con una sonrisa

burlona.

—Hola, Agtes —contestó Gabrielle, con tono apagado. ¿Y ahora qué? Por los

dioses... Pero Agtes no era su padre... y a cosas peores se había tenido que enfrentar en

sus viajes. Ahora no sentía pánico... sólo una rabia en lenta ebullición que notaba cómo

iba en aumento—. Disculpa —dijo, pasando a su lado.

—Ah... no tan rápido —dijo Agtes riendo y la agarró del brazo—. Hace tiempo que

no te veo, Bri... Tengo entendido que has estado dando tumbos por ahí con esa ex señora

de la guerra... amiga... tuya. —Se acercó más a ella—. ¿Te hace... feliz... Bri? —Sus

amigos se echaron a reír.

Gabrielle consideró y descartó una serie de opciones distintas antes de decidirse por

una respuesta.

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—Mucho —dijo despacio, sonriéndole de forma inesperada—. Ahora, si me

disculpas. —Gozó de su cara de pasmo cuando se escurrió a su lado y siguió

caminando.

—Oye... —gruñó él y se lanzó sobre ella, agarrándola del hombro y dándole un tirón

para volverla de cara a él.

La bardo dejó que el impulso le diera la vuelta del todo y entonces le atizó en la

mandíbula con el codo, notó el impacto del contacto y vio cómo se le iba la cabeza

hacia atrás. Él se tambaleó, parpadeando, y ella continuó con una patada en la

entrepierna, que lo derribó con un grito brusco.

Se hizo el silencio, mientras los demás chicos la miraban. Ella los miró a su vez y se

sacudió el polvo.

—Bueno, lo digo de nuevo. Si me disculpáis. —Pasó a su lado, luego se detuvo y se

volvió—. ¿Es que no tenéis nada mejor que hacer que incordiar a la gente? A ver si os

buscáis un trabajo. —Y siguió caminando, meneando la cabeza—. Cretinos.

Abrió la puerta de la cuadra y se detuvo, al oír un murmullo de voces dentro.

Entonces alguien la llamó por su nombre y se adentró en el edificio mal iluminado,

donde vio a Xena al lado de Argo hablando con Lila.

—¿Qué ocurre? —preguntó, al ver el rostro surcado de lágrimas de Lila y la ceñuda

expresión de Xena.

—Oh... Bri... —exclamó Lila, alargando una mano hacia ella—. Es madre... le ha...

Xena le cogió el paquete a la bardo y lo dejó a un lado.

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—Parece ser que le ha hecho pagar a tu madre parte de su frustración, Gabrielle —

explicó la guerrera, con rabia contenida.

—Le ha hecho daño, Bri... y no permite que entre el sanador —gimió Lila,

desplomándose casi en brazos de Gabrielle.

Xena fue muy decidida a las alforjas de Argo y sacó un pequeño paquete.

—Vosotras quedaos aquí —dijo con tono tajante.

—Espera un momento, Xena —protestó Gabrielle con aspereza—. Ni hablar. Yo voy

contigo.

La guerrera se giró y fue hasta Gabrielle, atrapando sus ojos con una intensa mirada.

—No, Gabrielle. Lo digo en serio. La cosa ya se va a poner suficientemente tensa sin

que tú estés ahí. —Hazme caso, sólo por esta vez, Gabrielle. No tengo tiempo para

convencerte... por favor—. Confía en mí, ¿vale? —Y sintió el escozor que todavía le

producían esas palabras, en este lugar.

Gabrielle dudó, avergonzada de la sensación de alivio que la estaba inundando. Pero

tenía que hacer honor a esa petición.

—Vale. Pero ten cuidado, ¿por favor? —susurró, liberando una mano del abrazo

frenético de Lila y entrelazando los dedos con los de Xena.

Sintió un apretón en los dedos.

—No te preocupes —fue la respuesta—. Entraré y saldré de allí antes de que te des

cuenta. Tú ocúpate aquí de Lila. Creo que le vendría bien beber un poco de agua.

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Y entonces Xena se fue y ella ayudó a Lila a sentarse en la paja.

—Espera, deja que te traiga un poco de agua. —Observó mientras Lila tomaba un

largo trago del cazo que le pasó—. Bueno... ¿qué ha pasado exactamente?

La grava crujía bajo las botas de Xena mientras subía por el sendero hacia la casa de

la familia de Gabrielle. Allí delante, oía el vocerío de una discusión y cuando dobló la

curva del camino, vio a Herodoto gritándole a un hombre más bajo y de constitución

delgada. Al verlo, sintió que una ola de emoción brotaba de algún punto muy oscuro y

muy profundo de su interior. Le costó aplacarla más de lo que pensaba, antes de que él

levantara la vista y viera lo que ella sabía perfectamente que asomaba a su rostro.

—He dicho que te largues de aquí —gruñó Herodoto, empujando al hombre.

—Deja al menos que... —protestó el hombre, alzando las manos con gesto de súplica

—. Herodoto, por favor...

Los dos se volvieron al oír los pasos que se acercaban y vieron a Xena que venía

hacia ellos. El sanador parpadeó sorprendido.

—Cielos —murmuró, sin saber qué pensar de ella.

—Maldita sea —gruñó Herodoto—. Vete de aquí —le gritó a la guerrera cada vez

más próxima.

La cual no aflojó el paso en absoluto y siguió adelante, subió los escalones hasta el

porche y se plantó ante ellos.

—Quita de en medio —ordenó Xena—. O te quito yo.

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Por una fracción de segundo, pensó... deseó... quiso que Herodoto intentara detenerla.

Oh, cómo lo deseó... porque entonces podría entregarse a su ansia desesperada de

hacerlo picadillo. Con que le pusiera un dedo encima bastaría. Vamos, Herodoto... dame

una razón que pueda justificar ante tu hija... por favor... vamos... sabes que quieres.

Pégame. Una sola vez. Eso es todo.

—He dicho que te apartes. —Su voz se había transformado en un profundo gruñido y

notó que la rabia hirviente que bullía bajo la superficie estaba a punto... prácticamente a

punto de apoderarse de ella.

Pero no era estúpido.

—Haré que la ley caiga sobre ti, Xena —fue su fría respuesta, al tiempo que se

apartaba con rigidez.

Xena se acercó más a él, con una expresión violenta y fiera en los ojos.

—Vete de aquí —dijo en un susurro—. O te haré lamentar todos y cada uno de los

golpes que les hayas dado en tu vida.

—Eso no es asunto tuyo —dijo Herodoto con una apagada mueca de desdén—. La

ley está de mi parte, pedazo de basura arrogante, y no puedes hacerme nada.

El lobo salió a la superficie y Xena se lo permitió. Vio cómo se le dilataban los ojos

cuando se dio cuenta del cambio.

—Ohh... qué equivocado estás. —Se le escapó una carcajada grave y cruel—.

Gabrielle es asunto mío... y en el nombre de Ares, pedazo de cerdo... si alguna vez, una

sola vez... —su voz se deslizó por las palabras como una serpiente por la hierba—, la

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vuelves a tocar, te... oh, sí... te haré sufrir tal agonía que lo único que desearás es que te

hubiera matado.

Entonces abrió la puerta de un empujón y entró en la casa pobremente iluminada. Se

detuvo dentro y se quedó totalmente inmóvil y en silencio largo rato, para dejar que se

le apagara el fuego de las entrañas y que su cuerpo dejara de temblar. Había faltado...

muy poco. Poquísimo. Por fin, respiró hondo y avanzó por la casa, escuchando

atentamente.

Un leve gimoteo la condujo hasta la cocina, donde se detuvo y se quedó así un

momento. Luego, meneando la cabeza, cruzó el espacio y se arrodilló al lado de

Hécuba.

—Tranquila... tranquila... —dijo suavemente, cuando la mujer se acurrucó más hecha

un ovillo—. No pasa nada... tranquila.

Bajó las manos, agarró a la mujer por los hombros y la puso boca arriba con

delicadeza, encontrándose con los ojos llenos de dolor.

—Tranquila... —Vio cómo la expresión de horror vacío se disipaba levemente y

surgía una chispa de reconocimiento—. Sí, eso es... me conoces... relájate, no te voy a

hacer daño.

—Mmmi brazo —balbuceó Hécuba, con los ojos clavados en la cara medio en

sombras que se cernía sobre ella.

—Ya veo —dijo Xena, moviendo los ojos rápidamente al tiempo que sus manos

desenvolvían los objetos de su botiquín—. Vale... te lo tengo que colocar. —Su mirada

se posó en el rostro de Hécuba—. Te lo voy a bloquear con un punto de presión, ¿vale?

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Un gesto temeroso de asentimiento.

—Bien —dijo Xena, y apretó con dos dedos la unión del cuello y el hombro y oyó un

brusco jadeo—. Vale... no pasa nada. —Le puso una mano a la mujer en el hombro—.

No mires.

Y agarró el codo con una mano fuerte y la muñeca con la otra y rotó el brazo roto

hasta alinearlo. Notó que el hueso se rozaba al alinearse correctamente y se encogió un

poco al ver la palidez de la cara de la mujer mayor.

—Vale... ya casi está. —Xena entablilló y envolvió firmemente el brazo con vendas

de lino que anudó bien antes de soltar el punto de presión.

Hécuba gimió cuando regresó el dolor, pero no tan fuerte como antes.

—Duele, lo sé.

—Mejor —jadeó Hécuba—. Oh, dioses... ¿cómo has sabido...?

Xena le dio una palmadita en el hombro.

—Lila vino a buscarme. —Pasó un brazo por detrás de los hombros de la mujer—.

Aguanta. —Le levantó las rodillas con el otro brazo, se puso de pie y transportó a la

mujer desde la cocina hasta la zona de dormir, donde la depositó en un camastro cerca

de la puerta—. Ya estás —dijo, acuclillándose al lado de la mujer mayor—. Te va a

doler toda la noche, pero para mañana por la noche, debería empezar a mejorar.

Hécuba se quedó mirándola.

—No te entiendo.

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Xena suspiró.

—Es lo habitual.

—¿Gabrielle lo sabe? —fue la débil respuesta.

La guerrera asintió.

—No dejes que venga aquí —advirtió Hécuba, parpadeando al intentar mantenerse

despierta.

—Deja que yo me preocupe por Gabrielle —respondió Xena, poniéndole una mano

en el hombro—. Tú descansa.

La mujer mayor cerró los ojos y asintió levemente.

—Está en buenas manos.

Xena se sonrió con ironía y se miró las manos. Mucha gente estaría en desacuerdo,

Hécuba. Tu marido, para empezar. Y después de lo cerca que he estado de cometer un

asesinato a sangre fría en tu porche, tal vez yo también estaría en desacuerdo.

Suspirando, se levantó, fue en silencio hasta la puerta y pasó a la zona de estar. No había

señales de Herodoto, advirtió. A lo mejor se ha ido a buscar al alguacil. Eso podría

resultar interesante.

Sin hacer ruido, abrió la puerta de entrada, salió y echó a andar por el camino de

vuelta.

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Herodoto se alejó de su porche, rumbo al centro del pueblo, en busca del alguacil.

Tampoco es que ese maldito idiota vaya a hacer nada, pero... pensó. Pero al pasar ante

la puerta de la cuadra, oyó un murmullo de voces. Voces que reconoció, y se detuvo y se

quedó allí, pensando, un buen rato.

Entonces sonrió y entró por la puerta de la cuadra.

Lila sofocó un grito cuando reconoció la alta figura delineada en el umbral y su mano

aferró la de Gabrielle con desesperada intensidad.

—Dioses —susurró.

La bardo tomó aliento temblorosa y se levantó, colocándose entre Lila y su padre. Se

le aceleró el corazón, a pesar de sus intentos de calmarlo. Puedo hacerlo. Puedo con

esto. Me lo ha dicho Xena, repetía su mente sin parar. Puedo. Y entonces su corazón

escuchó y detuvo su galope desbocado, y ella lo miró con tensa expectación.

—Vamos, vamos... Bri —dijo Herodoto, con tono tranquilizador, alzando las manos

para demostrar que las tenía vacías—. No te precipites, chica. ¿Tan horrible es que un

padre quiera hablar con su hija?

Gabrielle observó su cara en silencio.

—¿Es que no hablaste suficiente la otra noche? —preguntó por fin, con tono

apagado. Dioses... ¿qué hago ahora? Esto no es lo que me esperaba. No... no sé si

puedo luchar contra esto—. ¿Qué más tienes que decir?

Su padre meneó la cabeza canosa con gesto solemne.

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—Eso fue antes de que me diera cuenta de lo madura que te has vuelto, Gabrielle. —

A la bardo no le pasó desapercibido su uso de su nombre completo—. Tú y yo...

tenemos cosas de que hablar. No te pido mucho, sólo que te sientes a hablar conmigo,

en la posada. Eso puedes hacerlo, ¿verdad? ¿Qué mal hay en hablar?

Qué mal, efectivamente. Gabrielle notó que la idea se introducía en su consciencia.

Yo soy de las que hablan, sí... él sólo quiere hablar. Sé... sé que no debería hacerlo...

pero...

—Está bien —replicó, notando que Lila le clavaba las uñas en el brazo.

—No lo hagas —murmuró Lila, mirándola con desesperación—. Bri...

—Tengo que hacerlo —contestó la bardo, con la voz ronca—. No puedo... Lila, tengo

que hacerlo. Deja que vaya. —Y notó cómo Lila le quitaba la mano de encima, al

tiempo que ella avanzaba un paso. Hacia él—. Vamos. —Se quedó mirándolo cuando se

dio la vuelta y echó a andar delante de ella, hasta que los dos salieron por la puerta y

entonces refrenó el paso para caminar a su lado.

Guardaron silencio mientras cruzaban el pequeño patio y siguieron callados cuando

él alargó la mano y le sostuvo la puerta abierta, indicándole con gesto amable que

pasara. Sus ojos se encontraron y él esbozó una leve sonrisa, que despertó sus recuerdos

como un atizador al rojo vivo. Recuerdos de sí misma, cuando era muy pequeña, cerca

de la chimenea en invierno... y de él... contándole historias. La imagen llenó su mente y

le bloqueó la garganta, y sintió el escozor de las lágrimas contenidas en los ojos. Se me

había olvidado. Los recuerdos le hablaban en susurros. Oh, padre...

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Herodoto la llevó hasta una mesa, apartó una silla para ella y esperó a que tomara

asiento antes de ocupar la silla de enfrente.

—Bueno, no es tan difícil, ¿no?

—No —respondió Gabrielle, con la vista clavada en las manos, que había juntado

encima de la mesa delante de ella. Ya no soy una niña. Y... a pesar de los buenos

recuerdos que tengo de él... eso no cambia lo malo. ¿Verdad?—. ¿Qué quieres de mí?

—preguntó suavemente, al tiempo que levantaba los ojos para encontrarse con los

suyos.

Herodoto se encogió ligeramente de hombros y jugueteó con una irregularidad de la

superficie de la mesa.

—Sé... que estás muy enfadada, Gabrielle, por cómo te he hecho volver y lo que

ocurrió el otro día. No voy a disculparme por eso... no tendría sentido. Quería hacerlo y

lo hice... porque pienso que tu auténtico sitio está aquí, con nosotros. ¿Lo comprendes?

Gabrielle se quedó mirándolo.

—Comprendo lo que tú quieres. ¿Comprendes tú que yo no quiero eso?

—Bueno... —dijo, riendo un poco—. Eso lo has dejado muy claro, ¿no? —La miró

ladeando la cabeza—. Pero he cometido un grave error, Gabrielle: te he tratado como a

una niña, y ya no eres una niña. Eres una mujer fuerte y valiente, ¿verdad?

La bardo se lo pensó.

—No soy la misma persona que se marchó de aquí, si es a eso a lo que te refieres.

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Herodoto asintió.

—Exacto... y por eso necesito hablar contigo... porque, verás, Gabrielle, Lila se

marcha ahora. Va a emprender su propia vida... y eso... plantea un problema.

—¿Por qué? —fue la sencilla pregunta.

Su padre se miró las manos.

—Porque yo tengo un problema, Gabrielle. Como estoy seguro de que te das cuenta.

No puedo... controlar lo que hago. Eso lo sabes, ¿verdad? Que en realidad nunca he

querido hacerle daño a nadie... es algo que ocurre y no lo puedo evitar.

¿Era cierto? La mente de la bardo se torturó con esa idea.

—Así que, ahora que Lila se va, tengo un problema... porque nos quedamos solos tu

madre y yo... y tu madre y yo... pues, nos peleamos.

—¿Como acabáis de hacer? —Gabrielle no reconoció su propia voz.

Él asintió despacio.

—Lila nunca podría detenerme... pero tú sí, Bri. Tú sabes que puedes. —Alargó la

mano y le tocó la barbilla y ella se quedó demasiado atónita para impedírselo—. Sí...

eres mi hija... ¿verdad? —La miró a los ojos—. Tú puedes conseguir que las cosas

vayan mejor para tu madre, Gabrielle... ¿no le debes eso, al menos?

Gabrielle sintió que se le quedaba la mente paralizada. ¿Le debía esto a su familia?

Porque sabía que, por encima de cualquier otra cosa, lo que él había dicho era cierto.

Pero había otra verdad que la ataba con tanta fuerza como sus lazos de sangre con este

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hombre y esa mujer. Y romper eso... Gabrielle sintió que algo estaba a punto de hacerse

añicos en el delicado equilibrio que tanto esfuerzo estaba haciendo por mantener.

—Tendré que pensármelo —dijo, con tono tenso y cortante.

—Está bien, Bri —dijo él, amablemente—. Piénsatelo... y... Bri... me gustaría... oír

algunas de tus historias, ¿de acuerdo?

Un seco gesto de asentimiento como respuesta y él le dio una palmadita en la mano y

se levantó para marcharse, poniéndole la mano un momento en la cabeza.

—Eres una buena hija. —Le sonrió con cariño y luego fue hasta la puerta y salió.

Xena había escuchado en silencio las noticias que Lila le susurró frenéticamente, y le

puso una mano en el hombro.

—Lila... —dijo, intentando no hacer caso de la intranquilidad que le revolvía el

estómago—. No hará nada en la posada... demasiado público. Y... Gabrielle puede

cuidar de sí misma.

—No —insistió Lila, tirando a Xena de la manga—. Tienes... está tramando algo,

Xena. Algo... que a ninguno de nosotros nos va a gustar, lo sé... lo noto. Está...

obsesionado con Gabrielle... quiere que se quede aquí. Es lo que más desea.

Xena suspiró.

—¿Por qué? —Una simple pregunta.

Lila meneó la cabeza.

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—Sabrá Hades... pero, Xena... —Sus ojos se encontraron con los de la guerrera—.

Ella quiere creerlo.

—Lo sé —fue la apagada respuesta—. Escucha... Lila, vete a casa. Tu madre dormirá

un rato... le he colocado bien el brazo. Yo esperaré aquí a Gabrielle y veré qué está

pasando.

Lila asintió sin mucho convencimiento.

—Está bien... pero, Xena, no le dejes hacer algo que vaya a lamentar, ¿de acuerdo?

—Sus ojos castaños se encontraron con los azules de Xena.

Xena logró encogerse de hombros.

—Lila, éste es su hogar.

—No. —La muchacha morena meneó la cabeza y sonrió a Xena con timidez—. No...

éste no es su hogar. —Se volvió y fue hacia la puerta, se detuvo en el umbral y miró

hacia atrás—. Lo eres tú. —Y se marchó.

Xena fue despacio a la pared y se dejó caer sobre una bala de heno cerca de la puerta,

apoyando los codos en las rodillas y contemplando el suelo entre sus botas. Bueno... ya

estamos otra vez, ¿no? Elecciones... por los dioses, cómo las detesto. Detesto...

Maldición. Está bien... corta el rollo, Xena. Tienes que dominar esto. Sí. Meneó la

cabeza en silencio. Sabía que me arriesgaba a esto cuando tomé la decisión de seguir

adelante, ¿no? Sabía que no iba a ser... para siempre. Ni siquiera... por mucho tiempo...

así que... ¿por qué...? Dejó de pensar y se quedó ahí sentada, mirándose las manos,

estudiando las cicatrices que tenía en ellas como si no las hubiera visto nunca.

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Aspiró una larga bocanada de aire y luego otra. Está bien... ya sabes cómo funciona

la cosa. Es decisión suya... no mía... dioses... nunca mía, y no lo ha sido desde... Hubo

un ruido en la puerta, levantó la mirada y vio a Gabrielle en el umbral, mirándola.

La bardo cruzó despacio el suelo cubierto de baja y se arrodilló delante de Xena,

poniéndole una mano en la rodilla.

—Necesito hablar contigo. —Los ojos verdes se encontraron tranquilos con los suyos

—. ¿Podemos dar un paseo... tal vez hasta el río? —Vio la barreras perfectamente

delineadas que se alzaban en los inescrutables ojos azules. Oh... sí, Xena, por favor...

levántalas todas—. ¿Por favor?

—Claro —fue la tranquila respuesta, al tiempo que Xena se levantaba e indicaba la

puerta con la cabeza, sin dar la menor señal de que le temblaban tanto las piernas que

casi no podía andar.

Gabrielle recogió las provisiones para la comida campestre y las miró, tras lo cual se

las puso debajo del brazo.

—Podemos aprovechar —dijo, con un intento de despreocupación.

—Sí —asintió Xena.

Bajaron la una al lado de la otra por el sendero del río, en silencio, escuchando

simplemente los ruidos que las rodeaban... los grillos y el gorgoteo del río, y el

movimiento de las hojas que salían disparadas bajo sus rítmicas pisadas.

Y cerca del río, Gabrielle se apartó del sendero, se sentó en un repecho de pizarra y se

quedó contemplando el agua mientras Xena se sentaba despacio en la hierba a su lado.

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—Bueno —dijo la guerrera con cautela—. ¿Qué pasa? —Hizo acopio de todas sus

emociones y las empujó hasta el fondo todo lo que pudo.

Gabrielle no la miró, pero habló con tono tranquilo y le contó lo que había dicho su

padre.

—Xena... —dijo, cuando terminó—. Necesito hacerte unas preguntas... y... tengo que

hacértelas a ti porque sé que tú no... me mentirás. —Sus ojos se posaron en los de la

guerrera por un instante y luego se apartaron por lo que vio en ellos. Oh, dioses...

¿cómo puedo hacerle esto?

—Está bien —contestó Xena, esperando—. Pregúntame.

—¿Podría detenerlo? —fue la primera pregunta.

—Sí —replicó la voz tranquila de Xena.

—¿Puedo cambiar las cosas, para ella? —A Gabrielle le tembló la voz.

—Sí. —Xena se contempló las manos y no levantó la mirada, aunque sabía que

Gabrielle estaba esperando a que lo hiciera. Lo siento... amiga mía... verías

demasiado... y me juré a mí misma que jamás influiría en tus decisiones. No cuando se

trata de esto. ¿No? Pero, ¿puedo dejar que...? Oh, por los dioses del Olimpo... no creo

que pueda...

—Xena, ¿debería quedarme aquí? —A Gabrielle se le quebró la voz. Ahora... me

dice lo de siempre, gritó su mente. "Sigue lo que te dicte el corazón, Gabrielle... tienes

que hacer lo que tú creas correcto". Lo he oído ya media docena de veces. No sé ni por

qué se lo pregunto...

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—No. —Una sola y tajante palabra—. No lo hagas. —Esta vez con un tono más

suave, más gutural.

Y un largo momento de silencio entre las dos.

—¿Estás diciendo...? —Una pregunta suave y maravillada por parte de la bardo.

—Sí. —Un largo suspiro—. Juré que jamás... —Una pausa—. Pero no puedo...

fingir... que lo que decidas... no me afecta a mí. —Xena tragó saliva y por fin levantó la

mirada—. Porque sí que me afecta. —Adiós a mis promesas—. Lo siento. Sé que no es

la respuesta que buscabas.

Gabrielle cerró los ojos y dejó que la apacible ola dorada cayera sobre ella.

—Es justamente la respuesta que buscaba —replicó—. Es la misma respuesta que me

he dado yo... supongo que sólo quería asegurarme de que no estaba siendo... egoísta.

Se miraron un rato, en silencio.

—Escucha —dijo Gabrielle por fin, tomando aliento—. Sé... que siempre quieres que

haga cosas que tú crees que van a ser buenas para mí.

—Sí —logró decir Xena—. Me preocupa que estés aquí fuera... en esta... luchando

todo el tiempo... resultando herida... yo...

—Lo sé. —Gabrielle se bajó resbalando de la roca de pizarra y aterrizó al lado de

Xena en la hierba—. Y yo quiero que tú estés en paz y seas feliz... y que no tengas que

pasarte la vida en una batalla tras otra. —Hizo una pausa—. Pero, sabes... me da igual lo

que hagas o dónde estés... quiero estar ahí. —Un largo silencio—. Necesito estar ahí.

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Xena se quedó mirándola y notó que las bandas de hierro que le oprimían el pecho se

aflojaban, tan deprisa que tuvo un momento de vértigo.

—Yo necesito que estés ahí. —Y fue así de sencillo, pensó Xena más tarde. ¿Por qué

había tardado tanto en decirlo? Porque... al decirlo, he cruzado esa última línea... y he

derribado esa última barrera... ahora ya no hay vuelta atrás. Y eso era a la vez la cosa

más terrorífica y más estimulante imaginable.

—No sabes lo que significa para mí oír eso —confesó Gabrielle con tono bajo.

Se quedaron sentadas en silencio un ratito, luego Xena se acercó más y le puso una

mano a la bardo en la pantorrilla.

—No quiero que...

—Lo sé... —contestó Gabrielle, al final de un suspiro—. Lo... hice. Durante unos

minutos, mientras me hablaba... quise creerlo. Pero luego, cuando se marchó, me quedé

pensando en lo que había dicho y, sabes, Xena... me acordé de lo que dijiste sobre

Pérdicas... y Calisto... y nosotras. —Hizo una pausa—. Que las personas tienen que

responsabilizarse de sí mismas, no de todas las demás.

Un largo silencio.

—No puedo arreglarlo, Xena. Tienes razón... y eso también lo he pensado: podría

estar ahí y ser una especie de... no sé... barrera, supongo. —Hizo una pausa y tomó

aliento—. Y podría mejorar las cosas, a veces, durante un tiempo. Pero eso no cambiará

su forma de ser... ni lo que ha hecho... a madre... o a Lila. —Hizo una pausa—. O a mí.

Se miró las manos, entrelazadas y blancas de tensión.

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—Cuando empezó a hablar conmigo... pensé en lo estupendo... que sería volver a

como eran las cosas antes... al principio, cuando yo era pequeña. Quería recuperar esa

sensación. —Tragó saliva y miró a Xena—. Pero... eso no va a ocurrir nunca, porque yo

soy quien soy ahora, no la niña que era. —Sus dedos se entrelazaron con los de Xena—.

Es sólo que he tardado un poco en recordarlo.

Xena la rodeó con un brazo y se la acercó.

—Sabía que lo harías —murmuró.

—Con un poco de ayuda de mi mejor amiga —fue la respuesta, acompañada de una

dulce sonrisa—. Sabes... ha sido un poco extraño... pero al verlo así de amable... de

repente, dejé de tener miedo y empecé a sentir lástima por él. —Miró a la guerrera—.

¿Eso tiene sentido?

—Un poco —replicó Xena, pensativa—. Es... muy propio de ti. —Se le dibujó una

mínima sonrisa en la cara.

Gabrielle soltó una leve carcajada.

—Supongo que sí. —Luego suspiró—. Pero tengo miedo por mi madre, Xena. Yo le

he plantado cara y me ha dado mucho gusto. —Una fugaz sonrisa—. Pero no sé si

puedo enseñarle a ella a hacer eso... después de tanto tiempo.

Xena reflexionó un momento.

—Mmmm... yo tampoco creo que puedas.

La bardo suspiró y se le hundieron los hombros.

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—Pero... —continuó Xena, con una sonrisa cada vez más grande—. Creo que

conozco a alguien que podría.

Los claros ojos verdes se encontraron interrogantes con los suyos.

—¿Mmm?

—Mi madre. —Un destello pícaro en esos ojos azulísimos.

—Oh... sí... —murmuró Gabrielle, tras tomar aire—. Pero, ¿estaría dispuesta...? O

sea, Xena...

Xena se recostó contra la roca donde había estado sentada la bardo y estiró las

piernas.

—Mmm... sí, estaría. —Se mordió el labio para controlar la risa.

—Jo... lástima que Johan se haya marchado esta mañana —suspiró Gabrielle.

—Sí... menos mal que le di una nota antes de que se marchara —dijo Xena, como sin

darle importancia, mirando a la bardo con su aire más inocente.

Que no lo era mucho, la verdad.

—¡Xena! —rió Gabrielle, y le dio un manotazo en el hombro—. Ay... tengo que

acordarme de no hacer eso... hoy estás llena de sorpresas, ¿no?

La guerrera se encogió de hombros ligeramente.

—Hago lo que puedo. —Cerró los ojos un momento por el sordo martilleo que tenía

en la cabeza. Me alegro de que esto haya terminado...—. Sólo intento ayudar. —Y

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espero no tener que volver a pasar por ello nunca más... me ha dejado más agotada que

pasarme un día entero luchando en un campo de batalla. Dioses. No estoy equipada

para esto.

Y levantó la mirada para descubrir que Gabrielle la miraba atentamente.

—¿Estás bien? —preguntó la bardo, leyendo las pequeñas indicaciones de su cara

que ahora ya sabía que querían decir que a su compañera le dolía algo.

Xena se planteó por un momento no hacer caso de la pregunta, pero luego se detuvo

y reflexionó en serio sobre el tema.

—Mmm... tengo un dolor de cabeza espantoso —confesó, sonriendo ligeramente a la

bardo—. Nada grave.

Gabrielle le puso una mano en la nuca y palpó con cuidado.

—Jo... estás hecha un nudo... —murmuró, viendo cómo Xena cerraba los ojos al

tocarla. Yo he sido la causa, reconoció sombríamente. Me pregunto cuántas veces lo he

hecho y ella no lo ha reconocido. Muchas, probablemente—. Ven. —Se apartó un poco

y se dio una palmadita en el regazo—. Échate.

La guerrera dudó y luego obedeció. Se encontró contemplando el dosel de árboles,

mientras notaba la blandura desigual del suelo debajo de ella y las fuertes manos de

Gabrielle que le iban quitando la rigidez del cuello. Era... estupendo, y se entregó a la

experiencia, cerró los ojos y dejó que la tensión fuera desapareciendo por completo de

su cuerpo.

—¿Mejor? —preguntó Gabrielle.

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—Sí —fue la satisfecha respuesta, al tiempo que Xena volvía la cabeza ligeramente y

abría los ojos para mirarla—. Gracias.

—De nada —replicó la bardo, con una sonrisa encantada—. ¿Tienes hambre?

Xena se lo pensó.

—Sí —contestó y empezó a incorporarse, pero la bardo la agarró del hombro.

—Oye... quédate ahí. Ya saco yo las cosas. —La bardo rió alegremente—. Vamos...

no tengo esta oportunidad muy a menudo.

¿Debería? Jo... voy a tener problemas como siga así... pero... por Hades... ahora

mismo me da igual.

—Vale. —Y se tumbó de nuevo, recolocando la cabeza con una sonrisa indolente—.

Me vas a echar a perder. —Cosa que como mucho era una protesta poco convincente.

—Sí —asintió la bardo tan contenta—. Así que relájate y disfruta. —Sacó las cosas

que había comprado por la mañana y se puso a preparar bocados, que entregaba por

pares, uno para sí misma y otro para Xena, quien aceptó que le diera de comer a mano

con risueña benevolencia, con las manos recogidas sobre el estómago y el cuerpo

estirado con un suspiro satisfecho.

—La vegetación ha crecido, pero este sitio no ha cambiado mucho, ¿verdad? —

comentó Gabrielle, mirando a su alrededor—. Y estamos más o menos donde estaba

yo... cuando vimos a los tratantes.

—Yo estaba detrás de esos árboles —replicó Xena, sin mirar—. A la derecha. —

Aceptó una empanadilla de carne de los dedos de Gabrielle y masticó, tragando antes de

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continuar—. Acababa de enterrar mi armadura y mis armas... No sé qué me llevó a

decidir bajar por este sendero del río, pero lo hice.

La bardo asintió despacio.

—Cuando te vi aparecer y atacarlos... sentí algo. —Su tono se volvió pensativo—.

Siempre lo he achacado a la emoción del momento... a fin de cuentas, algo así no se ve

con frecuencia, cuando se es de una aldea como lo era yo.

Xena reflexionó sobre esto, cerrando los ojos para recordar, y luego los abrió con una

expresión curiosa.

—Yo también... ahora que lo pienso. En el momento... —Meneó la cabeza—. Estaba

muy... confusa. No lo registré. —Pero ahora sí que registraba ese momento en que todo

fue como si... se detuviera, cuando sus ojos se encontraron por primera vez. Eso la

distrajo...—. Sí. Lo recuerdo.

Se miraron fijamente.

—Estoy empezando a pensar que te habría seguido en cualquier caso, sabes —dijo

Gabrielle despacio, con una lenta sonrisa—. Aunque aquí hubiera tenido una vida

perfecta.

Xena se quedó mirándola.

—Yo estoy empezando a pensar que habría acabado en ese sendero del río con

independencia de lo que hubiera ocurrido con mi ejército.

—A veces las cosas suceden porque tienen que suceder —observó Gabrielle,

ofreciéndole otra empanadilla de carne.

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—A veces es así —asintió la guerrera, agarrando el bocado entre los dientes, luego

hizo un movimiento brusco con la cabeza, lanzó la empanadilla por el aire y la atrapó en

la boca—. Qué comida tan buena, oh bardo mía.

Gabrielle soltó una risita.

—¿Es ésa una de las muchas cosas que sabes hacer?

—Tal vez —sonrió Xena. Echó un vistazo al cielo—. Se está haciendo tarde... —El

tono era levemente apesadumbrado.

—¿Es que tienes que ir a algún sitio? —preguntó Gabrielle, enarcando una ceja.

—Oh... gente que ver, sitios donde ir... bardos a las que hacer cosquillas —murmuró

Xena con aire indiferente, y levantó el cuerpo de repente y con agilidad y se volvió de

lado para agarrar bien a la sorprendida Gabrielle.

—¡¡Oye!! —gritó, retorciéndose en vano—. ¡Ay! —La guerrera era implacable y al

poco la tenía hecha un guiñapo estremecido por la risa—. ¡¡Aaahhh!! —chilló, y logró

incorporarse y escapar, maldiciendo cuando Xena se levantó de la blanda hierba para

perseguirla—. Oh, por Hades... —Y echó a correr y hasta consiguió una ventaja de

varios pasos sobre la risueña guerrera, hasta que Xena alargó la zancada y la alcanzó,

levantó a la bardo con delicadeza y la tiró sobre unas matas de vara de oro, lo cual lanzó

una nube de polen por todas partes.

—¡¡Aah!! —rió Gabrielle, parpadeando para quitarse el polvo dorado de los ojos—.

Te voy a pillar... —Y lo hizo, pues se levantó y corrió hacia Xena a toda velocidad, sin

ver la pendiente sobre cuyo borde estaba la guerrera. Se lanzó por el aire a un cuerpo de

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distancia de su risueña compañera y la alcanzó de lleno de forma tal que pilló

desprevenidos incluso los reflejos de Xena.

—¡Eeh! —gritó Xena, con los ojos como platos cuando la bardo se abalanzó sobre

ella. Alzó los brazos y preparó su cuerpo para el impacto. Atrapó a Gabrielle, como la

bardo sabía sin duda, pero notó que perdía pie—. Ay, madre —murmuró, en el momento

en que el impulso de Gabrielle las lanzó a las dos hacia atrás y cayeron por la empinada

pendiente de hierba.

Rodaron colina abajo, riendo. Xena afirmó los brazos para evitar que Gabrielle

sufriera la parte peor de los golpes, al tiempo que notaba la risa descontrolada de la

bardo que le sacudía todo el cuerpo. Pasaron por encima de un último montículo y

entonces Xena sintió que caía y abrazó a Gabrielle con fuerza, envolviendo a su

compañera con los brazos y las piernas para evitarle el impacto final.

Que fue encima de una bandada de patos. Que montaron una algarabía que era como

la llamada de un ejército a la batalla, pensó Xena, atontada, protegiéndose con un brazo

de una nube de plumas y alas en movimiento.

—Aah... —dijo y estalló en carcajadas—. Dioses.

Gabrielle se bajó rodando de su pecho y se sentó, mirando a Xena, que estaba tirada

boca arriba, con los brazos abiertos, en medio de un círculo de patos furiosos. Se cayó

de lado por el ataque de risa, sujetándose el estómago.

Xena levantó la mirada.

—Cuac —protestó un ánade real, volviendo la cabeza para mirarla avieso.

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Xena logró dejar de reír y fulminó a su vez al pato con la mirada.

—Grr —gruñó.

—Cuac —repitió el pato, cambiando el peso de un pie palmeado al otro—. Cuac.

Xena entrecerró los ojos y gruñó de nuevo.

—Podrías ser la cena, si no te andas con ojo —advirtió, con tono amenazador.

—¡Cuac! —El pato captó el mensaje y se sentó, agitando las plumas de la cola muy

preocupado.

—Pip.

Xena levantó la vista de golpe al oír este sonido diferente. Echó una mirada a

Gabrielle. Oh... por favor... que no mire ahora...

—Pip. —El patito diminuto se subió a su pierna de un salto y subió torpemente por

su cuerpo hasta su pecho, donde se quedó parpadeando—. Pip.

Xena alzó la cabeza y lo miró ceñuda.

—Largo.

Gabrielle se volvió para mirar y se arrastró hasta donde estaba Xena tumbada.

—Sabes... la pena de esto, Xena...

Fue objeto de una mirada de fingida indignación.

—Como le cuentes esto a alguien, bardo, te convierto en cordones para botas.

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—Es que nadie me creería —dijo Gabrielle, que consiguió mantener la cara seria

durante unos segundos antes de que le diera un ataque de risa.

—Pip —comentó el patito, y se sentó agitando la colita.

—Cállate —le gruñó Xena.

—¡Cuac! —la regañó el ánade real.

Xena suspiró y dejó caer la cabeza hacia atrás.

Gabrielle consiguió por fin dejar de reír y se pegó al costado derecho de Xena para

recuperar el aliento.

—Juujjuu —exclamó—. No me reía así desde... ni me acuerdo. —Dejó caer la cabeza

sobre el brazo estirado de Xena y sonrió cuando el brazo se contrajo y la estrechó. Creo

que es posible que haya conseguido que supere su manía a los abrazos. Al menos

conmigo, pensó su mente distraída para entretenerse. Y eso está muy bien, porque ahora

tendría que cortarme las manos para evitar ponérselas encima. Y... creo... que puede

que para ella sea igual. ¿Qué sensación le produce? Seguro que le resulta muy raro.

—Sí —reconoció Xena, con un profundo suspiro—. Me ha sentado muy bien...

incluso con todos esos botes. —Le clavó un dedo a la bardo—. ¿Y ese salto por los

aires, eh? ¿Y si te hubiera dejado caer o algo así? —Pero su cara se relajó con esa

sonrisa plena que rara vez se veía en ella, que le iluminó los ojos mientras observaba el

perfil de Gabrielle.

—Qué va —fue la respuesta inmediata de Gabrielle, al tiempo que se volvía a medias

y deslizaba la mano por el brazo de Xena, trazando con los dedos los músculos bien

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definidos—. No es posible —declaró, mirando a la guerrera con picardía—. Eso no me

preocupaba en absoluto.

—Ah, ¿en serio? —dijo Xena, enarcando una ceja—. Eso va a acabar metiéndote en

un lío un día de estos. —Sus labios sonrieron de repente—. Amor mío.

Vio la sonrisa correspondiente y el repentino rubor que inundaron el rostro de

Gabrielle.

Me encanta cómo suena eso, pensó la bardo llena de felicidad, y agachó la cabeza y

rozó con los labios el punto donde se unían el cuello y el hombro de Xena, aspirando el

rico y cálido olor de la hierba aplastada, mezclado con el olor a lino y piel limpia. Creo

que ahora soy más sensible a toda ella, pensó, sonriendo por dentro.

Tomó una profunda bocanada de aire, llena de contento, miró a los cercanos ojos

azules y una vez más se vio atrapada en el inconfundible calor de su conexión, al que se

abandonó de buen grado, deslizando la mano por el cuello de Xena y deteniéndose

encima del punto del pulso, donde advirtió que los fuertes latidos se aceleraban bajo su

tierna caricia. Mmmm... parece que las dos somos más sensibles la una a la otra.

Cerró los ojos por la reacción inmediata de su cuerpo al calor repentino de la mano de

Xena sobre su costado. Ahhh... ya lo creo. Una dulce sonrisa iluminó el rostro de la

bardo, al tiempo que se pegaba más al contacto y saboreaba la sensación del encuentro

de sus labios, que le produjo un hormigueo por todo el cuerpo y le extrajo una ronca

carcajada desde lo más hondo de su ser.

—Eso te gusta, ¿eh? —dijo Xena con indolencia, dejando que sus manos se movieran

despacio por el pecho de la bardo, que se agitaba entrecortadamente por las caricias.

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Oyó el murmullo incoherente de la respuesta, que se derramó en torrente por encima de

las débiles protestas de sus instintos defensivos.

Espera... espera... Xena, idiota, es pleno día, en medio de un campo... ¿es que has

perdido el poco sentido común que te queda?, protestó su parte racional, pero su cuerpo

la traicionó alegremente al responder a las tiernas manos de Gabrielle con sensual

entrega. No... no... esto tiene que parar... basta... lo digo en serio... La bardo descendió

besándola y le metió una mano por dentro de la túnica. No... mm... oh, por Hades.

Bueno, de todas formas cualquiera que nos ataque va a tener que pasar por entre esos

malditos patos... Y dejó de pensar en todo salvo en el calor del sol y la dulzura de la

brisa y las gratas caricias de su alma gemela.

—Eh —susurró Xena, bastante después, posando la mirada en el cuerpo totalmente

lacio de Gabrielle tumbado encima del suyo.

—Mmm —fue la perezosa respuesta, al tiempo que la bardo se acurrucaba mejor

sobre su hombro—. Sshh... vas a despertar a los patos —murmuró, notando la risa

consiguiente debajo del brazo con que la rodeaba.

—Son buenos centinelas —comentó la guerrera, con una ceja enarcada, echando un

vistazo a las aves, que seguían más o menos agrupadas en torno a ellas, mirándolas a las

dos de vez en cuando con ojillos malévolos. No me puedo creer que acabe de hacer

esto. Su mente hizo un gesto de renuncia riendo disgustada. Miró a su alrededor. Bueno,

la hierba es muy alta... y esa pendiente ofrece un aviso, más o menos, y... Vamos, Xena.

Corta el rollo... reconoce que has perdido la cabeza por completo. Que ya no tienes el

menor control sobre nada. Cerró los ojos, absorbió el sol que ahora empezaba a bajar

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hacia el oeste y dejó simplemente que la sensación de paz la inundara durante largos

instantes. Y ni siquiera puedo fingir que querría cambiar esto... me está curando unas

heridas que ni siquiera recordaba tener.

—Se está haciendo tarde —suspiró por fin, frotando la espalda de Gabrielle

ligeramente con la yema de los dedos—. Vamos, dormilona.

Gabrielle echó la cabeza hacia atrás y miró a Xena a la cara.

—Sí. Supongo que será mejor que volvamos antes de que envíen una partida de

búsqueda. —Sonrió con aire pícaro—. Bueno... ¿lo de la comida campestre ha sido

buena idea?

Ambas cejas se alzaron al oír eso.

—Una de las mejores que has tenido, creo. Tenemos que volver a hacerlo —dijo con

la cara muy seria—. Vamos —añadió, desenredándose de la bardo y poniéndose en pie.

—¡Cuac! —protestaron los patos, alarmados, al tiempo que desplegaban las alas y se

alejaban caminando torpemente.

Xena se puso en jarras y los contempló, con cara de pocos amigos. Entonces, de

repente, dejó caer los brazos y soltó un salvaje alarido de combate, que lanzó plumas y

patos y patitos en todas direcciones con un rugido atronador de alas, graznidos y gritos

mientras toda la bandada elevaba el vuelo con esfuerzo por encima del río.

Se hizo el silencio. Xena sonrió, se cruzó de brazos, se dio la vuelta y miró a

Gabrielle con satisfacción.

—Así está mejor. —Ofreció una mano a la bardo, que seguía sentada—. ¿Vamos?

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Gabrielle meneó la cabeza y se echó a reír.

—Mira que eres mala. —Hizo una pausa—. Pero ha tenido su gracia, en plan

malvado. O a lo mejor ha sido una maldad en plan gracioso... o... —Se vio agarrada de

la mano y levantada de un tirón—. O a lo mejor no —terminó, alegremente, al tiempo

que abrochaba el cinturón de la túnica de Xena mientras la guerrera le sacudía algunos

hierbajos de las mangas—. A ver si convencemos a Lila y a Lennat para que cenen con

nosotras.

Xena se echó a reír.

—¿Ya estás pensando en la cena?

—Nunca es demasiado temprano para empezar —fue la ufana respuesta, y

emprendieron el camino por el sendero de regreso al pueblo.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó Lennat, inclinándose por encima de la mesa y

cogiendo la mano de Lila—. ¿Se encuentra algo mejor? —La miró a la cara y vio su

expresión preocupada.

Lila suspiró.

—Esta vez, tiene el brazo roto. Xena... se ha ocupado de ello. —Frotó los dedos de

Lennat con los suyos—. Ahora le duele menos. Ha dormido un rato. Pero le sigue

doliendo. —Miró hacia la puerta por enésima vez—. ¿Dónde Hades están? —masculló,

pero se interrumpió cuando se abrió la puerta y entró Gabrielle.

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—Hola —dijo su hermana mayor, al tiempo que tomaba asiento frente a ellos, dando

vueltas distraída a algo entre los dedos—. ¿Qué hay? ¿Cómo está madre?

—Bien —contestó Lila distraída—. ¿Qué es eso? —Señaló el objeto que giraba—.

¿Dónde has estado? —No esperó respuesta—. ¿Dónde está Xena?

Gabrielle se echó hacia atrás y sonrió.

—Una pluma de pato, en el río y en la cuadra visitando a Argo.

Lennat se echó hacia delante y ladeó la cabeza.

—¿Una pluma de pato?

—Sí —contestó la bardo—. Un recuerdo. Los colecciono.

Se quedaron mirándola.

Ella los miró a su vez.

—¿Qué?

—Estate quieta, Argo —murmuró Xena mientras examinaba las pezuñas de la yegua

—. Muy bien —dijo con aprobación, dejando caer la última y dándole al caballo una

palmada en los cuartos traseros—. Esta vez han hecho un buen trabajo, chica. —Pasó al

otro lado del animal y le rascó debajo de la quijada.

Y notó, en la atmósfera cerrada y caliente del establo, el leve movimiento de una

brisa de fuera, y un cosquilleo en los sentidos que le puso de punta los pelos de la nuca.

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Su relajado buen humor desapareció y se quedó en estado supremo de alerta,

examinando la zona que tenía detrás atenta al más mínimo ruido.

Roce de paja. Crujido de una tabla de la pared. Caballos respirando, moviéndose. En

el rincón, un ratón que mordisqueaba el borde de su nido.

El sonido inconfundible de la respiración de otro ser humano. El roce de su ropa al

moverse con sigilo. Y el agudo y débil quejido de una cuerda de tripa trenzada al

tensarse mientras alguien colocaba una flecha en un arco.

Xena cerró los ojos y esperó, con una sonrisa fiera en la cara.

Oyó cómo cesaba el quejido y el leve crujido de la madera que protestaba cuando el

arco alcanzó su extensión plena y se mantuvo en esa posición. Un arco largo, pensó.

Aquí hay alguien que no quiere dejar nada al azar.

Entonces el tañido de la cuerda al disparar, que envió vibraciones por el aire que ella

sintió literalmente, y el roce del aire sobre las plumas recortadas mientras la flecha

volaba hacia ella. Se relajó, dejó que sus instintos se hicieran con el control y observó

casi con indolencia cuando su cuerpo se giró y su mano derecha se alzó y se cerró

alrededor del astil de la flecha en el momento en que la alcanzaba.

La dejó caer y salió disparada hacia el punto donde sabía que estaba el arquero y vio

el destello de luz cuando la puerta de detrás se abrió para dejarlo escapar.

Oyó el repentino movimiento atronador por encima de su cabeza cuando llegó a ese

punto y tuvo el tiempo justo de protegerse la cabeza con los brazos cuando el pesebre se

desplomó encima de ella. Con una mueca de dolor, notó como las pesadas vigas le

golpeaban los brazos y se apartó rodando de ellas, hacia la parte interna de la cuadra.

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Se hizo el silencio, con un crujido inquietante de la madera que protestaba.

Xena salió despacio de debajo de algunos de los soportes más ligeros, apartándoselos

del cuerpo y rodando por encima. Maldición, suspiró su mente. Se dio un rápido repaso

y se descubrió relativamente ilesa. Suerte... mucha suerte. Eso... Echó un vistazo al

pesado pesebre de hierro. Podría haberme hecho mucho daño.

Y cualquier pista sobre su atacante invisible estaba ahora sepultada bajo montones de

paja, metal y trozos de madera. Sus ojos volvieron donde Argo la miraba nerviosa.

—Salvo esto —murmuró, poniéndose en pie y acercándose a ese punto, donde

recogió la flecha que había tirado y la examinó.

La puerta de fuera se abrió y unas pisadas rápidas se transformaron en las manos de

Gabrielle sobre su brazo y unos ojos verdes que examinaban su rostro con

preocupación.

—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?

—Sí —replicó Xena, mostrándole la flecha—. Pero alguien se ha tomado muchas

molestias para tratar de darme un susto. —Su rostro se relajó con una sonrisa, más por

Gabrielle que por otra cosa—. Van a tener que esforzarse mucho más. —Alzó los ojos

por encima del hombro de la bardo y se encontró con los de Lennat—. ¿Es de alguien

que conozcas?

Lennat cogió la flecha con cara lúgubre y la examinó, echando un vistazo a Lila, en

cuyo rostro había una expresión de horror.

—No —suspiró—. Es una flecha normal y corriente. Creo que de los campos de tiro.

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—Da igual —intervino de repente la voz de Gabrielle, cortando el silencio que se

había hecho—. Aquí no hay mucha gente que... —Se calló y miró a Xena a la cara, que

se había quedado inmóvil e inexpresiva. Lo sabe, se dijo la bardo—. Tengo que ir a

ocuparme de una cosa —terminó.

—Gabrielle... —La voz de Xena le causó un escalofrío por la espalda—. Si ahora se

trata de flechas... —La advertencia estaba clara—. Voy contigo.

La bardo se debatió consigo misma.

—Antes tienes que darme la oportunidad de decir lo que necesito decir, a solas. —

Alzó una mano y detuvo las protestas de Xena posando la punta de los dedos sobre los

labios de la guerrera—. Pero si estuvieras justo fuera de la puerta, me sentiría mucho

mejor al hacerlo.

4

Xena observó el rostro de Gabrielle atentamente, advirtiendo la fría dureza que

embargaba su cara normalmente abierta y confiada.

—Hablaremos de esto más tarde —dijo la guerrera, en voz baja, y luego se dio la

vuelta, fue hasta los restos del pesebre y se agachó sobre una rodilla—. Parece que han

cortado los soportes —murmuró, levantando el extremo de uno y examinándolo.

Lennat se unió a ella, asintiendo.

—Sí, mira eso —afirmó, pasando un dedo por la madera mal cortada—. Y además,

con prisas. —Una rápida mirada de reojo al rostro atento de Xena—. Estás... O sea...

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Sus ojos se encontraron con los de él y enarcó un poco una ceja.

—¿Qué? —preguntó.

El chico le sonrió de medio lado.

—Bueno, lo que quiero decir es que evidentemente estás bien... ¿no?

Xena volvió la cabeza del todo para mirarlo.

—Estoy bien —repitió. ¿Qué pasa aquí?—. Menudo estruendo debe de haber hecho,

¿eh? —Indicó el pesebre de hierro.

Un largo momento de silencio.

—No... bueno, no sé —replicó él—. Nosotros no lo hemos oído. —No ha sido un

ruido lo que nos ha traído hasta aquí a la carrera, Xena. Pero no tengo ni idea de cómo

explicar qué ha sido.

—Ah —fue la apagada respuesta, con una ligera sonrisa y una mirada por encima del

hombro a Gabrielle, que perdió su expresión pétrea cuando sus ojos se tocaron y avanzó

para agacharse al lado de Xena, sujetándose con una mano a la espalda de la guerrera—.

¿Has...? —Xena titubeó, curiosa—. ¿Qué te ha...?

Una sonrisa curiosa iluminó el rostro de la bardo.

—Sí... he... —contestó meditabunda—. Ha sido... muy raro. —Estoy ahí sentada

hablando y, de repente, tengo que estar... aquí—. Así que... supongo que funciona en

ambos sentidos. —Me preguntaba si sería así... tenía la esperanza de que sí.

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—¿Alguna de las dos me quiere explicar qué está pasando? —intervino Lila por fin,

con tono evidentemente preocupado—. Lo único que sé es que, de repente, Bri se

levanta de un salto como si le hubiera mordido algo y sale disparada por la puerta. —

Hizo un gesto señalando los restos—. Y entramos y nos encontramos con esto. Y a ti...

y...

—Luego —le dijo Xena con un gesto y siguió estudiando los restos—. Lennat,

échame una mano con esto. —Se levantó, agarró el pesebre de hierro y esperó a que él

hiciera lo mismo—. Hay que ponerlo allí. —Indicó la pared del fondo con la cabeza—.

¿Listo?

—Aahh... sí... —Lennat hizo una mueca, intentando agarrar bien el metal—. Claro,

pero no sé... —Si tengo la más mínima posibilidad de levantar esto... ay, madre.

—Adelante —dijo Xena e irguió la espalda, soportando el peso del pesebre con las

piernas y los hombros, y se trasladó con ello hacia la pared. Oh... jo. Ahora tampoco lo

puedo soltar, porque quedaré como una idiota. Xena... a veces... Pero sus músculos

aguantaron, ante su sorpresa. Parece que un mes de ejercicio en casa me ha servido de

algo.

Lennat sintió el peso en los brazos que amenazaba con arrancárselos de los hombros

y rezó para no dejar caer el extremo que llevaba antes de trasladarlo del todo. Por Zeus,

maldijo su mente, al ver que Xena cargaba con su parte sin demasiado esfuerzo

aparente. ¿Cómo lo hace?

—A ver... deja que te ayude —sonrió Gabrielle, que cargó con parte de su extremo, al

ver los tendones hinchados de su cuello. Consiguieron mover el enorme armatoste y se

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quedaron en silencio mientras Xena regresaba por la paja y volvía a agacharse para

examinar el suelo.

—Eso pensaba —murmuró y les mostró un pequeño objeto. Se apiñaron corriendo a

su alrededor y se quedaron mirando. Era una moneda de oro—. Me alegro de saber lo

que valgo —dijo Xena con seco humor.

—¡Eh! —exclamó una voz débil, detrás de ellos—. ¿Qué ha pasado? —Alain entró

en el espacio abierto que rodeaba a las caballerizas con los ojos como platos.

—Hola, Alain. —La voz de Xena impidió que los demás intervinieran—. Ha habido

un pequeño accidente... me alegro que de no de haya pillado a ti.

El chico se acercó y se detuvo junto a su hombro.

—Yo también. —Bajó la mirada—. Ohh... ¡estás sangrando! —exclamó angustiado.

—Sólo es un arañazo —le aseguró Xena—. Bueno... ¿dónde has ido esta tarde?

Alain miraba dubitativo lo que Xena había descrito como un arañazo y ahora

Gabrielle se unió a él, observó con más atención y cerró los ojos como reacción.

—Xena, hay que curarte eso. —Su tono era suave, pero inflexible—. Tú y tus

arañazos.

—Luego —gruñó Xena—. ¿Alain?

—Oh... mm... me fui a casa —afirmó el mozo de cuadra, agachándose a su lado y

mirándola a los ojos—. Alguien me dijo que papá me estaba buscando, así que fui allí.

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Pero no era cierto. —El chico rubio se encogió de hombros—. Me han vuelto a tomar el

pelo, supongo.

Lennat miró a Alain ladeando la cabeza.

—¿Quién te dijo que fueras a casa?

Alain se encogió de hombros.

—Uno de ellos... ya sabes. Pasaba por aquí y gritó. —Volvió a posar sus ojos grises

en la cara de Xena—. Oye... ¿puedo sacar a Argo a dar una vuelta? Le gusto... —dijo,

un poco sin aliento—. ¿Por favor?

Xena lo miró y sus labios se curvaron con una pequeña sonrisa.

—Claro... le gustará. —Alzó los ojos y contempló a la yegua—. Además, le vendrá

bien. Adelante.

Alain sonrió, se levantó, fue cojeando hasta Argo, que los observaba, y acarició el

alto hombro de la yegua.

—Vamos... te voy a enseñar los nuevos terneros... a lo mejor vemos patos... —le dijo

al caballo, mientras le pasaba la brida por la cabeza.

Gabrielle sofocó una risita y al levantar la mirada, se encontró con los ojos de Xena.

—¿Quién ha hecho esto? —preguntó la bardo, ya sin humor—. ¿De verdad

querían...?

Xena se encogió de hombros.

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—Asustarme, más que nada, creo... a fin de cuentas... —Sus ojos soltaron un destello

—. Te has asegurado de que toda la aldea sepa muy bien que soy capaz de atrapar

flechas al vuelo cuando me hace falta. —Miró a su alrededor—. Pero no necesito decirte

que estoy empezando a estar más que harta de todo esto.

—Yo también —fue la inesperada respuesta de Gabrielle—. Ahora, vamos a

ocuparnos de esos... mm... arañazos tuyos, ¿vale?

Lo cual quiere decir, pensó Xena, que son más que arañazos, y seguro que tiene

razón, porque me duelen como el Hades.

—Está bien —asintió de mala gana y luego se detuvo—. Oye... —Al ver la expresión

desenfocada de los ojos de Gabrielle—. ¿Gabrielle?

Una de esas vigas le debe de haber caído justo encima, se estremeció la mente de la

bardo. Si mi padre ha... organizado... esto... Se detuvo y se lo pensó bien. Madre. Lila.

Yo... Siento una... especie de rabia sorda... tristeza... Su mente se centró, despejada y

aguda. Pero ahora ha intentado hacer daño a algo que significa... más que la vida para

mí. ¿Y ahora qué? ¿Por qué ahora es tan distinto, de repente? Noto... que es más que

rabia... es una especie de ira. Qué miedo.

—Sí —contestó la bardo, meneando un poco la cabeza—. Lo siento... estaba

pensando. —Suspiró—. Supongo que será mejor que me quite de encima mi

conversación con él.

Lennat negó con la cabeza despacio.

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—Esta noche no, Bri. —Todos lo miraron—. Metrus y él estaban antes en la posada...

Supongo que no los viste, Bri. Estaban muy borrachos. —La miró encogiéndose de

hombros como pidiéndole disculpas.

Lila asintió.

—Pues estará así toda la noche. Tengo una idea... —Miró a Xena y a Gabrielle—.

Venid a casa a cenar. Sé... —En sus ojos apareció un pequeño brillo risueño—. Que os

encanta la comida de la posada, pero... —Alargó la mano y tocó el brazo de Gabrielle

—. ¿Por favor, Bri? A madre le dará una alegría... Sé que quiere verte.

—Me parece buena idea —dijo Xena con calma. Gabrielle la miró algo sorprendida,

pero asintió sin decir nada—. Gracias. Si no, iba a tener que salir a cazar algo para cenar

—comentó la guerrera, con una sonrisa guasona que hizo reír a los otros tres—. A lo

mejor hasta podemos convencer a Gabrielle para que nos ofrezca una actuación privada.

La bardo soltó un resoplido.

—Oh, sí... seguro que quieren oír más historias. —Pero sus ojos y su sonrisa para

Xena relucían de silencioso agradecimiento—. Te vas a enterar... voy a contar algunas

de las tuyas más locas.

Lila se echó a reír.

—Pues va a ser una velada divertida, ya lo creo. Voy a adelantarme para empezar a

preparar las cosas. ¿Al anochecer, entonces? —Se volvió hacia Lennat—. Tú también

vienes, por supuesto.

El rubio se rió suavemente.

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—Como que me lo iba a perder. Seguro. —Le guiñó un ojo a Gabrielle—. Además,

me perdí las historias de anoche... estaba un poco... —una gran sonrisa—, ocupado. —

Cogió a Lila del brazo y la llevó hacia la puerta, saludándolas con la mano—. Hasta

luego —dijo por encima del hombro.

Se hizo el silencio y las dos se miraron.

—Bueno... ¿qué ha pasado en realidad? —preguntó Gabrielle, acercándose y

abrazando a la guerrera, como había querido hacer desde que entró por la puerta—.

Dioses... qué sensación tan extraña... era como si algo tirara de mí hacia aquí.

Xena estuvo un rato sin contestar, limitándose a devolverle el abrazo a Gabrielle en

silencio. Luego suspiró, le pasó a la bardo el brazo por los hombros y fue hasta donde

había estado el pesebre.

—Yo estaba al lado de Argo, comprobando las herraduras que había encargado que le

pusieran hoy. —Carraspeó—. Oí... a alguien que tensaba un arco. Así que... hice lo de

siempre. —Se encogió de hombros, restándole importancia—. Luego intenté

alcanzarlo... y cuando llegué ahí... —Señaló con el brazo—. Los soportes se vencieron y

se cayó todo encima de mí. —Una mueca—. Tuve el tiempo justo de taparme la cabeza

con los brazos y apartarme rodando. Los más pequeños me rozaron los hombros.

—Por poco —susurró Gabrielle, controlando férreamente su repentina furia—. No

creo que pueda perdonárselo.

Xena se quedó mirándola.

—Vamos, Gabrielle. No sabemos si él ha tenido algo que ver, para empezar... y... ha

sido un ataque muy poco serio, teniendo todo en cuenta.

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—Podrías haber resultado gravemente herida, Xena —espetó la bardo, sintiendo que

una rabia inusual crecía en su interior—. No puedo... ¡tú nunca le has hecho nada, Xena!

—Tú tampoco —fue la respuesta en voz baja, controlada, al tiempo que Xena se

volvía y atrapaba su mirada.

—Es distinto —contestó Gabrielle, alzando la voz—. No tiene motivo...

—Lo tiene —la interrumpió Xena.

Una larga pausa.

—¿A qué te refieres? —respondió la bardo, observando su cara—. Tú no has hecho

nad... —Vio en el rostro de Xena que aquello no era cierto—. ¿Qué... has...?

Xena tenía la cara en sombras, por la luz cada vez más débil de fuera, pero bastaba

para que Gabrielle viera en ella el recuerdo de su furia.

—Verás, Gabrielle —dijo Xena, despacio—. Le eché la bronca por lo que le había

hecho a tu madre.

No hubo respuesta por parte de Gabrielle, sólo una mirada intensa y atenta que

parecía atravesarla de parte a parte.

—Él dijo que eso no era asunto mío —continuó la guerrera.

—Eso dijo, ¿eh? —fue la respuesta, en un susurro.

—Sí. Y yo le dije que tú... eras asunto mío. —Gabrielle cerró los ojos y sus labios

amagaron apenas una sonrisa—. Y entonces le dije que si alguna vez... una sola vez...

volvía a tocarte... —Xena alargó las palabras, con un gruñido grave, controlado—. Le

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haría tanto daño que sólo desearía que lo hubiera matado. —Miró a la bardo fijamente

—. Mejor que piense que soy una amenaza, Gabrielle... Prefiero sufrir ataques tontos

como éste que saber que te puede ocurrir algo a ti.

De repente, Gabrielle sonrió, al tiempo que notaba cómo se le pasaba la rabia.

—Bueno... eso lo debe de haber fastidiado. —Su voz volvía a tener un tono más

normal—. Me parece que seguramente le gustó más cómo lo planteó Lennat, pero... —

Detesto reconocerlo... incluso ante mí misma... pero tiene razón.

Xena se quedó pensando en lo que había dicho.

Maldición... prácticamente la reclamé como mía. Al menos, eso habrá pensado él. Se

echó a reír.

—Supongo que podría haberlo interpretado así. —Miró a Gabrielle—. ¿Te importa

que haya hablado por ti? —preguntó, y observó mientras la bardo daba vueltas a la

pregunta.

—Dioses, no —rió Gabrielle—. O sea... —Se sonrojó y bajó los ojos. Y notó la mano

de Xena en la barbilla, que le levantó la mirada para encontrarse con la suya—. De

verdad que no me importa. —Tanto cacarear que me dejara librar mis propias batallas,

que no se implicara en mis problemas y que me dejara enfrentarme a mi familia a mi

modo. ¿Y sabes qué? Me encanta. Debería avergonzarme totalmente de mí misma.

Pero... ahora hay algo dentro de mí que sólo quiere... entregarlo todo... a ella. Tengo

que luchar contra esto... no es justo. Pero algunas cosas... algunas cosas creo que

puede que esté bien si... las dejo correr...

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—Escucha, sé que te lo tendría que haber dicho... —empezó Xena vacilante—. Pero

ocurrió antes de que nos fuéramos al río y... —Un leve encogimiento de hombros—.

Nos distrajimos un poco.

—No... no pasa nada —sonrió Gabrielle—. Me alegro de que lo hicieras... hace que

me sienta... muy bien.

—¿De verdad? —preguntó Xena. Vaya cambio... normalmente detesta que haga eso.

—Sí, de verdad —fue la respuesta—. Venga... vamos a curarte eso y a cenar. Me

muero de hambre. —Cogió a Xena del brazo y se dirigió a la puerta de la cuadra—.

Oye... ¿estás segura de que Alain está bien con Argo? Creía que odiaba a otros jinetes.

Xena se rió suavemente.

—Está bien... le gusta. Igual que le gustas tú, oh bardo mía. —Le dio a Gabrielle un

ligero codazo—. Y le vendrá bien el ejercicio. Últimamente he tenido todo eso muy

abandonado. —Hizo una pausa—. De hecho, creo que después de cenar puede que me

dé el gusto de hacer unos ejercicios con la espada, que falta me hacen.

Gabrielle la miró.

—¿En el bosque?

—No. —La cara de Xena se iluminó con una sonrisa taimada—. Aquí en el patio. —

Sus ojos azules soltaron un destello—. Por si a alguien se le ocurre volver a probar

conmigo... me gustaría que supiera la que lo espera.

—Ohhh... —suspiró la bardo—. Entonces voy a ver un auténtico espectáculo.

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Xena se echó a reír.

—Estate quieta, ¿quieres? —Gabrielle puso los ojos en blanco y reprimió un suspiro

—. No es culpa mía que se te haya clavado media cuadra en la espalda. Lo hago con

todo el cuidado que puedo. —Sacó una astilla más de madera rota de la piel bronceada

que cubría los omóplatos de Xena.

—Lo siento —murmuró Xena, cerrando los puños por el dolor. Se obligó a quedarse

inmóvil bajo las manos de la bardo, sin duda delicadas, se apoyó en las rodillas y cerró

los ojos, esperando a que Gabrielle terminara su tarea.

Gabrielle se encogió al ver la siguiente astilla, de fácilmente cinco centímetros de

longitud, la mitad de los cuales estaban debajo de la piel.

—Oh, Xena... ésta te va a doler —advirtió, posando una mano compasiva en el tenso

hombro que tenía al lado—. Pero es la última. Aguanta ahí.

La guerrera asintió levemente y alargó las manos para agarrar dos de los soportes

verticales de la silla que tenía al lado.

—Adelante —dijo, con calma.

La bardo respiró hondo, agarró bien la astilla y luego tiró de forma continua y

regular. Xena no hizo el menor ruido, pero se sobresaltó al oír un fuerte crujido y casi se

le cayeron la astilla y las pinzas que sujetaba. Bajó la mirada y vio a Xena, con aire un

poco cohibido, examinando los soportes de la silla, que acababa de romper con las

manos como si fueran trozos de leña menuda.

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—Caray. Menuda fuerza tienes en las manos.

Xena sofocó una leve carcajada.

—Sí, a veces me sorprendo yo misma —reconoció, meneando la cabeza.

Gabrielle le dio una palmadita en el hombro desnudo.

—Deja que te ponga un poco de desinfectante aquí. No hay nada profundo, pero son

muchas... y aquí tienes un gran golpe. —Sus dedos trazaron una línea por el omóplato

izquierdo de Xena, que se movió cuando la guerrera probó a doblar el brazo. La bardo

sonrió en silencio al notar los músculos que se movían bajo su mano—. Eso no me

facilita las cosas —bromeó, captando el destello de una sonrisa equivalente en la cara

medio vuelta de Xena—. Así está mejor —dijo cuando cesó el movimiento y pudo

terminar su trabajo en paz, limpiando las heridas con un desinfectante, tras lo cual les

aplicó una mezcla calmante de áloe.

Xena se echó hacia atrás cuando acabó y respiró hondo. Tenía toda la espalda como

en llamas y suspiró al tiempo que iniciaba el truco mental de convencerse a sí misma

para no hacer caso, concentrándose hasta que el dolor pasó al plano de fondo de su

consciencia y pudo pensar en otras cosas.

—Gracias. —Sonrió a Gabrielle fugazmente, se levantó, cogió la túnica limpia que

había sacado y se la puso.

Gabrielle hizo una mueca.

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—Diría que cuando quieras, pero preferiría no tener que hacerlo. ¿No te hartas de

esto? —Meneó la rubia cabeza y volvió a meter los útiles médicos en el botiquín de

Xena, sin ver que las manos de la guerrera se detenían y su rostro se ponía serio.

—A veces —contestó Xena con un profundo suspiro—. Me harto de estar llena de

dolores todo el tiempo, sí. —Oye... oye... que sólo era un comentario de pasada, Xena...

no le des esa clase de respuesta, pensó al ver la repentina expresión de preocupación

atemorizada de la bardo—. Pero se me pasa —se corrigió, dejando asomar una sonrisa.

Y le guiñó un ojo a Gabrielle, acompañado de una palmada en el hombro, y se vio

recompensada con la cara de alivio de su compañera. Así está mejor. Además, pedazo de

idiota, tú elegiste esta vida, ¿recuerdas? Sabías cómo iba a ser... ¿te acuerdas de los

golpes cuando entrenabas? Dioses... parece que fue hace muchísimo tiempo—. Ya casi

no me duele. —Y, ante su desconcierto, era verdad: ya fuera por los cuidados de la

bardo o por el ágil trabajo de su mente, el dolor se había desvanecido hasta ser un mero

cosquilleo del que apenas era consciente.

—¡Ruu! —Ares le tiró de la bota con entusiasmo—. ¡Grr! —añadió, y ella se rió y se

sentó delante de él con las piernas cruzadas.

—Está bien... está bien. —Alzó la vista hacia Gabrielle, que la observaba en silencio,

con las manos apoyadas en el botiquín, iluminada por la luz de la puesta del sol que

bruñía su pelo con la intensidad del fuego y hacía que sus ojos casi relucieran desde

dentro—. ¿Te interesa entrenar un poco con la vara esta noche, por cierto? —Sus ojos

adoptaron una expresión socarrona—. He notado que últimamente has estado

vagueando.

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—¿Vas a estar en condiciones? —preguntó Gabrielle, atenta a la mirada con ceja

enarcada que se esperaba y que obtuvo—. No quiero que te exijas demasiado esfuerzo

ni nada. —Vio aparecer el inconfundible brillo competitivo, lo cual le quitó cierta

pesadumbre. Oh oh... creo que me acabo de meter en un lío... y tiene razón. He estado

vagueando... y seguro que esta noche lo noto. Se rió de sí misma. Es que he estado un

poco... distraída, supongo.

—Vaya, vaya... pues tendremos que verlo, ¿no? —fue la guasona respuesta, mientras

Xena jugaba con Ares y le frotaba la tripa al lobezno, usando un trozo de cuero sobrante

como juguete para tironear—. Vamos, Ares... que puedes hacerlo mejor.

Gabrielle se sonrió, se puso una túnica limpia y aspiró aire profundamente para

probar.

—Oye... ya casi no me duele —comentó, con cara complacida—. A lo mejor hasta

consigo ponértelo difícil esta noche. —Esperó un instante, a que Xena levantara la vista

—. Aguantando más de... bueno... tres bloqueos, en cualquier caso. —Con una mirada

pícara.

—Podría ser —replicó Xena, tirando una última vez del trozo de cuero, tras lo cual se

puso en pie, se sacudió la ropa y fue donde la bardo estaba cepillándose el pelo

rápidamente—. Ahh... ¿por eso me has tenido toda la tarde holgazaneando y dándome

de comer? Es todo un plan, ya lo veo... para tener ventaja al entrenar.

Gabrielle se echó a reír.

—Oh... por supuesto... alguna ventaja tengo que tener. —Se levantó y le dio un

empujón a Xena en broma—. Venga... vamos a cenar. Me muero de hambre.

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—Todo está listo para la boda —dijo Hécuba, mientras Lila y ella trabajaban juntas

en la pequeña cocina—. Ojalá...

Lila suspiró.

—Lo sé... ojalá no hubiera tanta tensión... ojalá papá no estuviera tan... —Miró a su

madre—. Pero a estas alturas... simplemente me alegro de que se vaya a hacer. —Tomó

aliento temblorosamente—. Nunca pensé que... yo...

Hécuba la abrazó torpemente con un solo brazo.

—Te voy a echar de menos, Lila —confesó la mujer mayor, con un suspiro—.

Ojalá... —Mejor ni mencionarlo—. Me alegro de que todo se haya solucionado solo. Es

curioso cómo se ha arreglado todo... deben de ser las lunas. —Soltó una ligera risa—.

Ahora, si consiguiéramos que tu hermana se asiente. Ya sé que le gusta su vida errante,

pero...

Lila cortó las verduras que tenía delante y las puso sin pensar en el plato. A lo mejor

podía devolverle a Gabrielle el favor... estaba segura de que su hermana mayor no

quería tener que oír este sermón durante los próximos años, cuando para Lila era

evidente que Gabrielle se había asentado exactamente como quería.

—Bueno, en realidad, madre —empezó Lila—, no se ha... solucionado solo.

Hécuba dejó de luchar con una mano con el gran queso que intentaba cortar y miró

confusa a Lila.

—¿Cómo dices?

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Lila empezó con otra tanda de verduras y las añadió al guiso que borboteaba en el

fuego.

—La primera noche que Gabrielle pasó aquí... en cuanto se enteró de lo que la

esperaba, se lo contó a Xena. Y... —Sus ojos se posaron rápidamente en el perfil de

Hécuba—. Dijo, después, que Xena encontraría un modo... una forma... de arreglarlo

todo. —Ahora volvió la cabeza hacia su madre y dejó de cortar—. Y lo ha hecho,

madre. No sé cómo lo ha hecho, pero lo ha hecho.

Hécuba respiró hondo y se sentó en una esquina de la mesa de preparaciones.

—Vino... aquí. Esta mañana, y me ayudó. —Jugueteó distraída con el cuchillo del

queso que tenía en la mano—. Es una persona muy extraña, muy violenta. Tengo miedo

por Gabrielle, viajando así con ella. A pesar de lo que ha hecho por mí... y lo bien que

parece cuidar de tu hermana. —Meneó la cabeza canosa—. Sigo queriendo que se

quede en casa, Lila. Me niego a creer que no podamos encontrar la manera de que sea

feliz aquí.

—Se quieren, mamá —dijo Lila, sin mirarla.

—Claro que no, Lila —la riñó Hécuba—. No te dejes llevar por tu imaginación

romántica. Menuda tontería. Sé que a Gabrielle le preocupa la seguridad de Xena, y sé

que Xena intenta asegurarse de que Gabrielle esté bien, pero eso es de esperar. Llevan

viajando juntas bastante tiempo ya. Sin duda se han hecho... amigas... por mucho que

me cueste creerlo.

—Mamá. —Lila dejó de trabajar y se encaró con Hécuba, posando las manos sobre

los hombros de su madre—. Se quieren. Igual que nos queremos Lennat y yo. —Se fijó

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en la cara de incredulidad de su madre—. Yo he pasado tiempo con ellas en los últimos

días, tú no.

La mujer mayor se quedó mirándola, luego se abrazó a sí misma y bajó los ojos.

—No me lo puedo creer. —Levantó la vista—. No me lo quiero creer. Lo siento,

Lila... eso no es algo que yo pueda aceptar con la facilidad con que pareces hacerlo tú.

—Carraspeó—. Le voy a pedir que se quede aquí, esta vez.

Lila cerró los ojos.

—Mamá, no lo hagas. Por favor —susurró, alargando una mano hacia la mujer mayor

—. Escucha, yo pensaba lo mismo que tú... hace unos días. —Se volvió y se retorció las

manos—. La odiaba... por llevarse a Gabrielle. Por mantenerla ahí fuera... con todo ese

peligro... creía que no le importaba lo que le ocurriera.

—¿Y ya no lo piensas? —preguntó Hécuba, con escepticismo.

—No —contestó Lila, con una sonrisa—. Le importa.

Su madre la miró con expresión fría.

—Creo que te equivocas, Lila. Creo que Gabrielle es una compañera de viajes

agradable. Es muy graciosa, y cuenta historias, y se ocupa de las cosas... y creo que

puede tener una vida mejor.

Lila siguió cortando verduras. Bueno, lo he intentado. Dioses... como si eso no

hubiera sido tan difícil.

—Tal vez... pero no creo que ella piense lo mismo.

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El ocaso había caído sobre el pueblo, trayendo consigo una bruma morada que creaba

sombras bajo los aleros de las casitas y apagaba los colores hasta hacerlos grisáceos. El

humo flotante de los fuegos de la noche se mezclaba con una suave neblina fresca, que

olía a madera quemada y al rico aroma de los pinos húmedos mientras Xena y Gabrielle

caminaban hacia la casa de la familia de ésta. Era un momento apacible y ninguna de las

dos habló mucho hasta que estuvieron a punto de llegar.

—Bonita noche —comentó Xena, elevando los ojos hacia la esfera apenas visible que

asomaba por encima de los árboles—. Hay luna llena.

Gabrielle asintió y se acercó más, cogiéndose del brazo de Xena y sonriéndole.

—Tu madre todavía no se fía de mí, sabes —añadió Xena, con una sonrisa irónica,

alargando la mano y cogiendo la de Gabrielle.

La bardo ladeó la cabeza.

—Lo sé —suspiró—. Intentaré hablar con ella.

—Tal vez debería hacerlo yo —bromeó Xena, con una sonrisa de medio lado—. Ese

tema se me está dando muy bien últimamente.

Gabrielle sofocó una risa y en ese momento llegaron al porche y subieron los

escalones, moviendo las botas al unísono.

—Puede que tengas razón. —Alargó la mano y empujó la puerta para abrirla—.

Mucho mejor que a mí, de hecho —murmuró por lo bajo.

Hécuba levantó la vista cuando entraron y les sonrió.

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—Pasad... pasad —dijo con un gesto y vio que Xena iba directamente a ella,

moviéndose con ese poder antinatural que ponía nerviosa a la mujer mayor. Tomó

aliento cuando la guerrera se detuvo a un paso de ella y la miró enarcando una ceja.

—¿Qué tal el brazo? —preguntó, con esa voz profunda que parecía atravesarla de

parte a parte.

Hécuba le mostró la extremidad en cuestión.

—Me... duele. Como dijiste tú. Pero... se pondrá bien. —Hizo un gesto señalando la

mesa, donde Lila y Lennat ya estaban sentados, cuchicheando—. Por favor... sentaos. —

Abrazó a Gabrielle—. Me alegro de que hayas venido —le dijo a su hija, con una

sonrisa—. A lo mejor te podemos sacar una historia o dos.

La cena transcurrió sin incidentes y durante la misma Hécuba hizo muchas preguntas

diversas sobre las historias que había oído la noche anterior.

—Pero, querida, ¿de verdad estuviste en esa aldea centaura? Eso fue muy peligroso

para ti... ¿no podrías haber conseguido descripciones de... alguien? —Su tono no dejaba

lugar a dudas sobre quién era ese alguien.

Xena se recostó, contempló a su compañera y decidió que ya estaba harta.

—Bueno, Hécuba —dijo despacio—. La cosa es que... puede que yo sea una guerrera

loca. Pero... —Sus dientes soltaron destellos con una sonrisa fiera—. No hay muchas

personas por las que estaría dispuesta a lanzar mi cuerpo delante de una flecha. —Se

detuvo, vio la cara de resignación de Gabrielle y sonrió por dentro—. La reina amazona

que mi bardo describe tan bien es ella misma. Ella fue la heroína de esa historia.

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Un silencio mortal en la habitación, mientras todos se quedaban mirando a Gabrielle,

quien miró a Xena con cariñosa exasperación.

—Esto me lo vas a pagar.

—Gabrielle... —susurró su madre—. ¿Eso es cierto? ¿Eras tú?

—Sí —contestó la bardo, como sin darle importancia—. Claro que sí. Y chica, cómo

me alegré de ver a Xena, deja que te diga. —Sí, cómo. Tanto que la besé delante de una

tribu entera de centauros y la mitad de la Nación Amazona, lo cual hizo que nos

adentráramos en aguas desconocidas. Menos mal que nadar es algo que las dos

sabemos hacer. Sus labios esbozaron una sonrisa.

—Por los dioses —susurró Lila—. No tenía ni idea... debió de ser terrorífico... ¿eso

es lo peor a lo que te has tenido que enfrentar?

—No —contestó Gabrielle, con tono apagado—. Pero eso otro... salió bien. —Sintió

unos dedos que se entrelazaban con los suyos debajo de la mesa. Y los apretó a su vez

agradecida.

—Que salió bien —repitió Hécuba—. Gabrielle, podrías haber muerto.

—Podría —asintió la bardo—. Pero no fue así. —Vio la furia en los ojos de su madre

—. Las amazonas son responsabilidad mía, madre. Y yo misma me metí en un lío allí...

pero por suerte, como siempre, pude contar con Xena para que me sacara de él. —

Dirigió a su compañera una mirada llena de agradecimiento—. Nada de qué

preocuparse.

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Hécuba se levantó y se trasladó a la cocina, con movimientos envarados y furiosos.

Se volvió en la puerta y miró a Xena directamente.

—¿Y a ti te parece bien dejar que mi hija arriesgue la vida? Es criminal...

Gabrielle se levantó y sintió que en su interior crecía una furia que rara vez había

sentido.

—No te... —espetó con un tono claramente cortante, pero una mano la agarró del

brazo y tiró de ella para sentarla, obligándola a detenerse en plena frase. Se volvió y

miró furiosa a Xena, quien hizo frente a su mirada con tierna comprensión. Enarcó una

ceja, le sonrió un poquito y ella sintió que su rabia se cortaba, se aplacaba y se

suavizaba al caer en la cuenta de algo con humor. Ah, sí... supongo que puede cuidar de

sí misma. ¿No? Pues sí.

Xena se volvió para mirar a Hécuba, que seguía en la puerta de la cocina.

—No. No me parece bien en absoluto —dijo, con un suspiro—. Pero es lo que ella

elige hacer. —Y yo soy la persona con quien elige hacerlo. Aunque a mí me parezca

imposible—. La vida es peligrosa, Hécuba. —Miró intencionadamente el brazo de la

mujer—. Aquí, ahí fuera... ¿quién está de verdad a salvo?

Un largo silencio, y Hécuba regresó despacio a la mesa, se sentó y colocó las manos

delante de ella.

—Tengo miedo por ella —dijo, como si Gabrielle no estuviera siquiera en la

habitación. Se lo dijo a esta persona extrañísima y desconocida que, al parecer, había

asumido la responsabilidad de su hija. Que, por increíble que le pareciera, era

indudablemente una amiga, pues hasta Hécuba era capaz de percibir eso entre las dos.

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Xena se echó hacia delante y le sonrió con tristeza.

—Yo también. —Echó un vistazo a Gabrielle, que guardaba silencio por el momento

—. Pero créeme cuando te digo que su seguridad en mi mayor prioridad. —Una

prioridad mucho mayor que la mía... me pregunto si ella se ha llegado a dar cuenta.

—¡Eh! —ladró Gabrielle de repente—. Un momento. ¿Es que creéis que yo soy la

única que se mete en todos los líos? —Esperó a que se centraran en ella. Tengo que

rebajar esta tensión... se supone que lo estamos pasando bien—. ¿Un par de amazonas?

Ja... dejadme que os cuente algunos de los líos en los que se mete Xena.

Y se lanzó a contar sus aventuras, y al cabo de tres o cuatro, consiguió que todos se

concentraran en lo que estaba contando. Y por fin logró hacerlos reír a todos, de modo

que se trasladaron de la mesa a la pequeña zona de la chimenea y se sentaron en las

esteras de colores para seguir escuchando. Lennat se apoyó en la pared y dio unas

palmaditas en el suelo a su lado, donde Lila se acomodó de buen grado y se apoyó en su

hombro.

Xena se estiró cuan larga era cerca de la chimenea, cruzándose de brazos y apoyando

la cabeza en la piedra. Observaba la cara de Gabrielle mientras hablaba y cómo la luz

del fuego destacaba los tonos claros de su pelo y delineaba sus gráciles manos cuando

las usaba para describir la acción de la historia. Xena sentía que sus ojos se veían

atraídos irresistiblemente por el perfil de la bardo, y sus labios esbozaron una dulce

sonrisa mientras dejaba que las palabras de la historia pasaran por encima de ella sin

oírlas.

Hécuba pudo por fin dejarse llevar por la voz de su hija y dejó de angustiarse por la

vida que iba siendo descrita con relatos a veces divertidos, a veces serios. Al cabo de un

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rato, se dio cuenta de que Xena no estaba prestando atención en realidad a las historias,

de modo que la observó, por el rabillo del ojo. Bueno, desde luego, ya las ha oído... las

ha vivido... y por cómo habla Gabrielle de ella, se diría que es una especie de...

heroína.

La mujer mayor suspiró. Entonces se fijó en que la expresión de esos ojos claros y

fieros cambiaba, haciéndose mucho más tierna, y que una sonrisa equivalente

transformaba su cara, pasando de la dura vigilancia a una súbita y sorprendente

adoración. Y Hécuba cayó en la cuenta de qué era lo que miraban esos ojos, y cerró los

suyos ante la verdad que había descubierto. No... estoy equivocada, tengo que estarlo.

Abrió los ojos, a tiempo de ver que su hija se volvía a medias, al notar la mirada de la

guerrera, y le devolvía la sonrisa con una calidez sincera que en poco contribuyó a

apaciguar su sensibilidad. Oh, por Hera, gimió Hécuba por dentro. ¿Cómo no me he

dado cuenta antes? Me temo... que Lila tenía razón. Cielos.

Su mente se adaptó poco a poco y ahora observó a Xena con disimulo y ojos que

empezaban a comprender. Y vio, por primera vez, cualidades que por alguna razón... se

le habían escapado hasta entonces. Como el cálido humor de su sonrisa. Y la chispa

amistosa de sus ojos cuando intercambiaba miradas con Lennat y Lila. Y su expresión

exasperada cuando Gabrielle se explayaba con extravagancia sobre alguna cosa que ella

había hecho.

Hécuba sonrió de mala gana. Bueno. Sigue sin gustarme... es demasiado peligroso.

Suspiró por dentro con resignación. Pero ya veo que no voy a convencerla de eso.

Xena alzó una mano e hizo parar a Gabrielle cuando oyó el principio de ronquera en

la voz de su compañera.

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—Oye... que mañana vas a estar afónica si sigues así —comentó con indolencia,

advirtiendo el leve y rígido gesto de asentimiento por parte de Hécuba. Vaya, vaya...

mamá da su aprobación... interesante.

—Ja —sonrió Gabrielle—. Lo dices sólo porque sabes qué historia voy a contar

ahora. —Lo cual le valió una sonrisa relajada—. Te he pillado. —Pero notaba el

esfuerzo y sabía que Xena seguramente tenía razón—. Pero me parece que sí. —Sofocó

un bostezo—. Ha sido un día muy largo. —Se encogió de hombros pidiendo disculpas

—. Gracias por la invitación.

—Me alegro de que hayáis venido —replicó Hécuba, con una sonrisa humorística—.

Las dos —añadió, lo cual le valió una ceja enarcada y el amago de una sonrisa por parte

de Xena.

Me preguntó qué hecho para conseguir ese pequeño sello de aprobación, pensó

Xena, al tiempo que se levantaba y le ofrecía una mano a Gabrielle, que seguía sentada

y la agarró tan contenta, dejándose levantar del suelo.

Dieron las buenas noches a la familia de Gabrielle y salieron al fresco aire de la

noche, en el que aún se percibía bien el olor a humo de leña y guisos y que las rozó con

un frío que agradecieron después del calor cerrado de la casa.

—Mmmm... —bostezó Gabrielle—. Qué gusto. Estaba un poco viciado ahí dentro.

—Miró a su compañera—. Ha ido bien... después de lo del principio. Y al menos la cena

ha sido decente. —Se rió suavemente—. Aunque no tan buena como la de tu madre.

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—Ya —contestó Xena, observando pensativa el sendero que tenían por delante—. No

ha estado mal. —Una rápida mirada a Gabrielle, que seguía bostezando—. Oye... me

prometiste entrenar con la vara, dormilona.

Gabrielle gimió y lanzó una mirada a Xena.

—Dioses... ¿de verdad? Fíjate qué tonta. —Un vistazo de reojo para calibrar el

humor de la mirada de la que era objeto—. Vale... vale... Vamos... era broma. —

Dioses... esta mujer tiene un nivel de energía que no se agota nunca... ¿cómo lo hace?

Es inacabable... a veces me canso sólo con mirarla.

Gabrielle se acercó donde estaba Xena, que tenía la túnica medio quitada.

—Deja que te ponga un poco de áloe en esas heridas, ya que estás. —Tiró del codo

de Xena—. Siéntate un momento.

Con aire levemente divertido, Xena obedeció.

—Claro... claro —supiró, dejando que la tela le resbalara por los hombros y

relajándose mientras la bardo le volvía a aplicar el ungüento calmante en la espalda

lacerada—. Gracias... da mucho gusto —reconoció, sonriendo a Gabrielle de medio

lado. Aunque no sabía muy bien qué le daba más gusto, el ungüento en la espalda o el

hecho de que Gabrielle hubiera tenido el detalle de aplicárselo. Mm... al cincuenta por

ciento, decidió sonriendo por dentro, y cerró los ojos, notando las manos de la bardo

sobre su piel con una sensación de dulce placer.

—Las tienes muy irritadas —le dijo la bardo—. ¿Estás segura de que quieres...? O

sea, no es que esté intentando librarme de entrenar contigo... pero... —Hizo una mueca

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al examinar una de las peores heridas—. Saltarte una noche no sería mala idea. Me

duele a mí sólo de verlas. —Al notar la tensión de los hombros de la guerrera, masajeó

suavemente los músculos del cuello de Xena y notó cómo se relajaban al tiempo que la

guerrera se apoyaba en ella—. ¿Mmm? ¿Estás segura de que quieres hacerlo?

—No... no estoy segura —replicó Xena, sonriendo con desgana—. Pero lo voy a

hacer de todas formas. Tú has tenido un día muy largo. —Le dio una palmadita a

Gabrielle en la pierna y echó la cabeza hacia atrás, observando el conflicto de

emociones en la cara de la bardo—. En serio. Antes sólo te estaba tomando el pelo.

Gabrielle suspiró.

—No... si tú vas, yo voy. —Sus labios esbozaron una sonrisa—. Además, tenías

razón. Últimamente he estado ganduleando en ese sentido... y lo voy a acabar pagando

de un modo u otro. —Se agachó y rozó la nariz de Xena con la suya, y se echó a reír

cuando la guerrera le mordisqueó el pelo, atrapándolo entre los dientes—. ¡Oye! ¡Ay!

Vale... vale... venga, vamos a empezar. —Se soltó el pelo de los dientes de Xena, fue

hasta su zurrón para sacar su atuendo habitual de viaje y se lo puso—. A lo mejor

consigo convencerte para que te des un baño caliente conmigo después, ¿mmm? —

Levantó la vista al oír la respuesta en forma de risa—. ¿Te parece un buen plan?

—Ya lo creo —asintió Xena, abrochándose las hebillas de la loriga acolchada que se

ponía para entrenar con la espada—. Pero no tienes por qué esperar. Voy a estar un buen

rato con esto. —Se pasó la mano por encima de la cabeza y se enganchó la vaina a las

correas de la prenda, sabiendo perfectamente que la bardo insistiría en esperarla de

todas formas.

Gabrielle se encogió de hombros y cogió su estuche de pergaminos.

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—Qué va... trabajaré en unas cosas hasta que termines... Tengo dos historias que

necesito pasar a limpio. —Se colgó el estuche del hombro, fue hasta la puerta, la

sostuvo abierta para que pasara Xena y luego salió tras ella y la siguió escaleras abajo.

—¿Te sigue molestando el estómago? —preguntó Xena, deteniendo el ataque y

observando el rostro de su compañera con cierta preocupación.

—Un poco —reconoció Gabrielle, retrocediendo e intentando recuperar el aliento—.

Creo que se debe más a que últimamente no he practicado esto mucho. —Hizo una

mueca de disculpa—. Nunca hasta ahora había entendido tu insistencia en el

entrenamiento constante... no me daba cuenta de lo deprisa que se pierde si no se usa. —

Hizo una pausa, se apartó el pelo de la frente y se preparó—. Vale... vamos. —Avanzó,

levantó la vara en posición de defensa y bloqueó el siguiente ataque de Xena—. Deja de

mimarme, Xena —gruñó, al notar la clara falta de escozor en el contacto.

La guerrera se rió.

—A lo mejor me estoy mimando a mí misma... Lo noto en la espalda cada vez que

me das. —Pero la chispa de sus ojos desmentía el comentario y movió su vara hacia

delante, le quitó a Gabrielle la vara de las manos y la mandó por el aire—. Uuy. Perdón.

—Sí, claro —fue la cáustica respuesta, al tiempo que Gabrielle salía trotando para

recuperar la vara—. Eso me enseñará a mantener la boca cerrada.

—Jamás —comentó Xena alegremente, y bloqueó un decidido ataque de la bardo—.

Eso es, así está mejor —dijo con aprobación, cuando el extremo de la vara de Gabrielle

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superó sus defensas y le acertó en el antebrazo—. Bien. Tienes que intentar inutilizarme

ese brazo, porque así me resulta mucho más difícil hacer esto. —Clac—. ¿Lo ves?

Gabrielle asintió y tomó aire con satisfacción. No alcanzaba a Xena con frecuencia.

Llevaban en ello un buen rato, suficiente para que las antorchas colocadas fuera de la

cuadra se hubieran consumido bastante, y empezaba a cansarse.

—Vale... —Vamos a probar con esto... Hizo acopio de fuerza y se lanzó hacia

delante, mordiéndose el labio muy concentrada, y utilizó un movimiento de revés que

acababa pasando en un ángulo bajo, lo cual solía funcionarle con Xena por su diferencia

de estatura.

Y funcionó, esta vez: superó el bloqueo de Xena y golpeó a la guerrera con fuerza en

la parte alta del muslo. Las dos se encogieron de dolor, Xena por el golpe, Gabrielle por

el impacto cuando su vara rebotó y le hizo perder el equilibrio.

—Jo, Xena —bufó la bardo, dejando caer la vara y sacudiendo las manos—. Creo

que preferiría no haberte alcanzado... me habría dolido menos.

—A mí también —respondió Xena, sacudiendo la pierna y examinándose la marca

roja que le había dejado la vara de la bardo—. Pero ha estado bien.

Gabrielle resopló.

—Sí, ha sido como golpear un árbol. —Recogió la vara y se apoyó en ella, notando

un agradable cansancio—. Ya he tenido bastante, creo.

Xena la miró un momento y asintió.

—Sí, descansa un poco. Yo voy a beber agua y a trabajar un poco con la espada.

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Gabrielle cogió su estuche de pergaminos y se acomodó en una bala de heno que se

habían dejado olvidada fuera de la cuadra. Sacó sus pergaminos, cogió una pluma y la

afiló distraída mientras observaba a Xena, que estaba haciendo algunos de sus ejercicios

de calentamiento. Hace mucho tiempo que no la veo hacer esto... normalmente trabajo

en mis historias mientras ella está ahí fuera... Oh, caray..., pensó cuando Xena terminó

sus ejercicios preliminares y se lanzó directamente a una serie de maniobras de alta

velocidad, con la espada desdibujada en el aire por delante del cuerpo.

Luego se movió en círculo y empezó a combinar las estocadas de ataque y defensa

con saltos, y Gabrielle se quedó ahí sentada, embelesada, olvidándose de la pluma.

Mientras las antorchas se iban consumiendo y las sombras aumentaban por el patio, la

luz caprichosa provocaba destellos de mercurio en la espada de Xena. Oh, caray...

caray... se me había olvidado lo fantástica que es con esto. El talento de la bardo

empezó a tantear palabras para describirla... ¿un poema, tal vez?

Bueno, pensó Xena, al emprender otra serie de volteretas. Al menos tengo un público

atento... Pues veía las caras pegadas a la ventana de la posada, indistintas por la

penumbra que llenaba el patio y que también ocultaba a los observadores silenciosos de

fuera del edificio. Se agachó totalmente, luego saltó y salió disparada hacia el cielo,

sorprendiéndose a sí misma por la altura del salto, y se giró perezosamente de lado al

tiempo que lanzaba la espada por el aire y la volvía a atrapar. Bueno... eso sí que es puro

lucimiento, se regañó a sí misma, mirando un momento hacia atrás y fijándose en los

ojos redondos y fascinados de Gabrielle. Por otro lado... dijo que quería ver un

espectáculo. Se le extendió una sonrisa por la cara. A ver si le gusta esto. Y lanzó la

espada hacia el cielo, lanzó su cuerpo en la otra dirección y luego saltó hacia atrás hasta

el centro del patio, sin usar las manos. En el punto más alto del salto hacia atrás, atrapó

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la espada y aterrizó, botando un poco, y luego hizo girar la espada por encima del brazo

y se la volvió a pasar por debajo.

Echó un vistazo a la cara atónita de Gabrielle y se rió por dentro. No está mal... pero

que nada mal. Comprobó sus reservas y descubrió que tenía el cuerpo relajado y listo

para seguir. Qué sensación tan buena... La perdí durante un tiempo... me alegro de

haberla recuperado. Se puso a practicar patadas con saltos y fue avanzando hasta que

consiguió alcanzar objetivos que le quedaban por encima de la cabeza. Por fin, corrió

para darse impulso, saltó hacia una rama que sobresalía del gran árbol situado fuera de

la posada, se agarró e izó el cuerpo a base de fuerza hasta subirse a la rama. Envainó la

espada, se puso de pie y empezó a botar ligeramente, contemplando el suelo que le

quedaba a cierta distancia.

Gabrielle la miró, meneando un poco la cabeza, y luego se le pusieron los ojos como

platos al ver que Xena saltaba de la rama, atrapaba otra, más flexible, se subía a ella y se

dejaba caer propulsada hacia el suelo a una velocidad de miedo. ¡Aaay!, gritó su mente,

cuando la guerrera golpeó el suelo con una fuerza espantosa, rodó dos veces, luego saltó

dando una voltereta por el aire y aterrizó a su lado encima de la bala.

—Hola —fue el alegre saludo, con sonrisa burlona incluida—. ¿Te ha gustado el

espectáculo?

—Das asco —afirmó Gabrielle, cruzándose de brazos—. Ni siquiera jadeas. —

Meneó ligeramente la cabeza—. Sí, me ha gustado el espectáculo... como a todo el

mundo, creo. —Sonrió—. ¿Es porque hacía mucho tiempo que no te veía hacer eso...

o...? Has estado increíble... no es que tú no lo sepas ya, pero... no recuerdo que

alcanzaras esa altura en los saltos como acabas de hacer. ¿Es sólo mi impresión?

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Xena suspiró y se recostó, encogiéndose un poco cuando los cortes se apoyaron en la

áspera madera.

—No... ya me había dado cuenta... —Se encogió de hombros y se miró las manos—.

De que últimamente había perdido algo de ritmo. No sé... tal vez fue la última vez que

resulté herida. —Que murió, en realidad, pero eso nunca lo decía delante de Gabrielle.

Era demasiado... doloroso. Todavía—. Pero después, no me sentía bien del todo. Era

como si estuviera cansada todo el tiempo. —Paseó la mirada por el patio—. Tenía que

hacer un esfuerzo enorme... para hacer cosas que antes no me costaban. —Le resultaba

difícil admitirlo, pues sabía cuánto dependía la bardo de ella para que la protegiera.

—La verdad es que no tuviste ocasión de recuperarte después de aquello —replicó

Gabrielle, pensativa—. Pensé en tomarnos unos días libres... pero surgieron cosas. —

Siempre les surgían cosas. Era parte integral de la vida que llevaban juntas—. Estaba...

un poco preocupada por ti. —Más bien muy preocupada. Pero estaba tan contenta de

ver tu sonrisa cada mañana que...

—Sí... lo sé. —Xena se rió ligeramente—. Ya me di cuenta de que durante un tiempo

después de aquello estabas siempre muy pegada a mí. —Vio que Gabrielle bajaba los

ojos y que un leve rubor le teñía la cara—. No... lo agradecía. Me alegraba de que lo

hicieras. —Suspiró—. Pero el caso es que, durante el mes que pasé en casa, pude dormir

mucho por primera vez desde... dioses... hacía una vida... y me sentó...

maravillosamente. —Sonrió a la bardo un poco cohibida—. Y por supuesto, madre me

cebaba como a un cerdo de feria... así que entre las dos cosas, empecé a sentirme mucho

mejor y a salir por las noches para reconstruir muchas cosas. Ahora me encuentro

genial. —Una pausa—. Mejor de lo que estado en mucho tiempo.

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—Se nota —sonrió Gabrielle—. Pareces mucho más relajada. —Y mucho más

dispuesta a... contarme esta clase de cosas. Creo que eso me gusta mucho.

—Mmm —asintió Xena, con una ligera sonrisa—. Aunque no sé si eso tiene algo que

ver con mi capacidad para dar saltos mortales. —Volvió la cabeza y miró fijamente a

Gabrielle, que se sonrojó—. ¿Has acabado tus historias?

La bardo resopló.

—Ni... una sola palabra, y lo sabes. —Le clavó un dedo a Xena en las costillas—.

¿Con esa clase de espectáculo delante? ¿Qué clase de bardo sería si me quedara aquí

como una sosa haciendo labores de copista? —Sus ojos soltaron un leve destello—. No

diré que no estuviera ocupada componiendo... aah... un poema... tal vez.

—Ah, ¿en serio? —preguntó Xena, mirándola interrogante—. ¿Sobre?

Una sonrisa diabólica por parte de Gabrielle.

—Mi tema preferido, y la imposibilidad de lo que acababa de ver, y este patio oscuro

iluminado por las antorchas, y los destellos de fuego y luna que despedía tu espada, y tú.

Xena sofocó una carcajada.

—Gabrielle, ¿cómo es posible que puedas convertir en poético un entrenamiento con

espada?

La bardo meneó la cabeza despacio, alargó una mano y metió los dedos por el pelo

negro como la medianoche que cubría el hombro de Xena.

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—No puedo... pero tú sí. Te mueves y es poesía. —Observó divertida el parpadeo

sorprendido de los claros ojos azules—. ¿Es que nunca te has dado cuenta de lo mágica

que eres? Xena... podría pasarme el resto de mi vida intentando describirlo y no te haría

justicia.

Silencio... y luego un suspiro.

—No... tú eres la que tiene la magia, bardo mía. Yo sólo soy una vieja guerrera

machacada. —Xena le sonrió de medio lado—. A dinar la docena, de tantos que somos.

La cara de Gabrielle se puso seria y la mano que descansaba sobre el hombro de

Xena lo apretó con fuerza.

—Lo que tú eres... para mí... no tiene precio. —Una pausa—. Y la luz dorada con que

llenas mi alma vale más para mí que todas las riquezas del Monte Olimpo.

Xena no contestó, pero se quedó sentada ahí en silencio, mirándola durante lo que

pareció una eternidad, a la luz neblinosa de la luna, entre las sombras de una antorcha

que se consumía, con el olor húmedo de la tierra que se alzaba a su alrededor y el

levísimo aroma de los tiernos brotes de jazmín en el aire.

Por fin, sacudió la cabeza y rozó la cara de Gabrielle con los dedos.

—Sabes... —dijo, en voz muy baja—. Tú eres lo único de mi vida que no lamento. —

Vio cómo la bardo cerraba los ojos y las lágrimas dulces y silenciosas que humedecían

la suave pelusilla de sus mejillas—. Oye... —Le pasó a Gabrielle un brazo por los

hombros y se dio una palmadita en la manga acolchada—. Mira... mira qué tela tan

suave.

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La bardo se arrimó de buen grado, abrazándose a la figura reclinada de Xena, y

hundió la cabeza en el cálido hombro de la guerrera.

—Sabes, seguro que nos está mirando todo el mundo —comentó Xena, apoyando la

barbilla en la cabeza de Gabrielle y cerrando los ojos.

—Pues que miren —murmuró la bardo—. Me da igual.

Xena enarcó una ceja, se lo pensó un momento y luego se encogió ligeramente de

hombros.

—Pues vale. —Se rió suavemente—. Me parece recordar que mencionaste algo sobre

un baño caliente... —Le frotó un poco la espalda con las yemas de los dedos—. ¿Mmm?

—Eso quiere decir que me tengo que mover —protestó Gabrielle, abrazándola con

más fuerza.

La guerrera se sonrió en silencio.

—Qué va —susurró, luego se mordió el labio para reprimir la risa, rodeó a la bardo

con los brazos y se levantó, acunándola.

—Aah —protestó Gabrielle—. Xena... ¿qué haces?

—Tú agárrate —fue la respuesta—. Has dicho que no te querías mover, ¿no? —

Retrocedió y estudió lo que la rodeaba. Estoy chiflada por intentar esto. Ya es oficial.

Ex señora de la guerra pierde la cabeza, intenta hacer numeritos estúpidos sin el menor

motivo... ah. Divisó una pila de cajas justo fuera de la posada y fue hasta ellas,

acelerando a medida que se acercaba, y pegó un salto, aterrizando en la primera con un

pequeño bote.

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—¡Oye! —bufó Gabrielle, agarrándose con fuerza al cuello de Xena—. ¿Qué diantre

estás haciendo?

Xena sonrió.

—Es que subir por esas escaleritas de dentro no va a funcionar... así que se me ha

ocurrido probar por la ventana. —Levantó la mirada hacia la ventana del primer piso—.

Agárrate bien.

—Xena... bájame... puedo andar... lo decía en broma —dijo la bardo, que empezó a

soltarse.

La guerrera la miró.

—¿Es que no te fías de mí? —preguntó con tono de guasa y sin soltarla.

Los ojos verdes se clavaron en los suyos.

—No seas tonta. Sabes que sí... pero no hace falta que...

—Pues agárrate —la interrumpió Xena—. Y cállate un momento. —Planificó su ruta

y pasó ágilmente de una caja a otra. Si pierdo el equilibrio y me caigo, esto va a pasar a

la historia como una de las mayores estupideces que habré intentado en mi vida. Saltó

de la pila de cajas al tejadillo y notó cómo la recia madera se combaba bajo su peso. El

tejado de arriba que llevaba a la ventana estaba a un cuerpo, el suyo, de distancia, y

como a la mitad de esa altura. Se le ocurrió una idea totalmente demencial, fruto de la

sensación flexible de la madera bajo sus botas.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Gabrielle, soltando una mano y subiéndola para

apartale el pelo oscuro de los ojos—. Se te ha puesto una cara muy rara.

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Xena notó que empezaba a sonreír sin control.

—Bueno... un último salto, bardo mía... agárrate muy bien. —Y notó que las manos

de Gabrielle la aferraban con fuerza—. Eso es.

Dio dos largas zancadas, luego saltó hacia arriba y volvió a caer agachándose más,

para aprovechar toda la flexibilidad de la madera. Entonces saltó catapultada del

tejadillo del porche y las dos salieron despedidas hacia delante y hacia arriba con toda la

fuerza de sus fornidísimas piernas.

—¡Uuaaah! —exclamó Gabrielle, con los ojos como platos cuando Xena dobló el

cuerpo y rodó, haciendo que las dos dieran una lenta voltereta por el aire. Se le escapó

una carcajada de los labios al ver cómo el mundo giraba borroso debajo de ella y

entonces volvió a ponerse del derecho al tiempo que las botas de Xena alcanzaban el

tejado y la guerrera se erguía—. ¡Caray! —suspiró—. ¡Ha sido genial!

Xena sonrió y avanzó, pasó por la ventana y se dejó caer en el interior de la

habitación.

—Te ha gustado, ¿eh? —Irracionalmente satisfecha de sí misma, saltó a la cama, sin

dejar de sujetar a la bardo, y medio cayó, medio se tiró boca arriba, soltándola por fin.

—Ya lo creo —dijo Gabrielle, riendo encantada—. No tenía ni idea de que daba esa

sensación... no me extraña que te guste practicarlo. —Hizo una pausa—. Pero ha sido

un poco una locura... ¿no?

—Sí —reconoció Xena, sonriéndole cohibida—. Es que... no sé qué me ha dado. —Y

sintió una cálida e inesperada sensación de felicidad. Sí que lo sé... es esto tan

absolutamente imposible, maravilloso, totalmente entontecedor de estar enamorada.

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Por los dioses. No puedo creer que me sienta así... como una cría. Y encima me

comporto igual.

Gabrielle sonrió despacio, colocó la cabeza sobre la tripa de la guerrera y dejó que

sus dedos juguetearan con las hebillas cosidas a la tela.

—Me ha encantado. —Cerró los ojos y sonrió—. Te quiero. —Sintió que le venía un

bostezo y lo aceptó relajadamente, se estiró y pasó los brazos con firmeza alrededor de

Xena.

La atenta guerrera soltó una suave carcajada.

—Yo también te quiero. —Xena suspiró, enredando los dedos en el sedoso pelo

dorado rojizo que le cubría el pecho—. ¿Te apetece darte un buen baño caliente

conmigo?

Gabrielle notaba que el sueño tironeaba de ella y se lo pensó un momento.

—Sólo si no dejas que me quede dormida ahí dentro. —Sonrió—. Estoy un poco

cansada. —Otro bostezo—. Mmm... qué buena almohada. —Hizo botar la cabeza

ligeramente sobre la superficie plana—. Aunque un poco dura.

Xena se rió.

—Vamos... ¿o también tengo que llevarte en brazos hasta ahí? —Su cara se relajó con

una sonrisa natural.

—Ya voy... —suspiró la bardo, rodando hasta que se puso en pie, luego se pasó la

mano por el pelo mientras se acercaba a sus cosas y sacó un par de toallas de lino. Se

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volvió y le pasó una a Xena, que se había puesto detrás de ella y tenía los antebrazos

apoyados en los hombros de Gabrielle—. Vamos...

Bajaron por el pasillo, tratando de no hacer ruido por lo tarde de la hora, cuando sólo

se oían unos ruidos mínimos de la parte de abajo de la posada: un crujido de la madera

de una mesa al dilatarse, el correteo de los ratones, el distante tintineo de la loza que

lavaban los pinches mientras recogían tras una larga noche de trabajo.

—Sshh —advirtió Xena, que levantó la pértiga de los cubos y sacó dos cubos llenos

de agua caliente de la cisterna, que estaba pegada a la chimenea y conservaba el agua

caliente. Los trasladó y Gabrielle los echó sin hacer ruido en la bañera. Repitieron esta

operación varias veces, hasta el nivel estuvo lo bastante alto para cubrirlas a las dos.

Gabrielle sonrió, se quitó la falda y el corpiño y se acercó al agua, pero la detuvo

Xena, que sonreía con indolencia.

—Ah... con cuidado. No quiero que te escurras —fue el risueño comentario, al

tiempo que levantaba a la bardo en brazos y la depositaba con delicadeza dentro del

agua, deteniéndose a la mitad para besar sus labios largamente.

—Ay, madre —murmuró Gabrielle cuando se separaron, y Xena retrocedió para

quitarse la loriga acolchada. Se le extendió una sonrisa por la cara al ver cómo la

guerrera apoyaba las manos tranquilamente en el borde de la bañera, alzaba el cuerpo

hasta el otro lado y se metía en el agua justo detrás de donde estaba Gabrielle sentada—.

Cómo te gusta lucirte, ¿eh? —dijo riendo.

—¿A quién... a mí? —fue la perpleja respuesta—. ¿De qué hablas? —Y el fuerte y

fresco olor a hierbas del jabón flotó por encima del hombro de Gabrielle en el momento

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en que sentía las manos de Xena deslizándose por su espalda—. Sólo me estaba

metiendo en el agua, Gabrielle... ¿preferirías que me tirara de cabeza?

La bardo soltó un resoplido de risa.

—Menudo daño. —Sonrió y se relajó bajo los efectos del agua caliente, el limpio

olor de las hierbas y la presencia de Xena. Sintió el tacto delicado de un dedo que subía

por su nuca, lo cual le produjo escalofríos por la espalda. Cerró los ojos y se recostó

contra el cuerpo caliente de Xena, riendo por las ligeras cosquillas que le hizo la

guerrera cuando deslizó los brazos alrededor de Gabrielle y se la acercó—. Mmm... —

gruñó, echando la cabeza hacia atrás y dejando que los labios de Xena saborearan los

suyos.

Alternaron peleas de agua acalladas a toda prisa con largos momentos de exploración,

por lo que tardaron muchísimo en estar las dos por fin limpias. Xena se levantó, saltó

por encima del borde de la bañera y se sacudió con entusiasmo, luego se volvió de cara

a la bardo, con los brazos en jarras.

—¿Y bien? ¿Quieres intentar saltar por encima o quieres que me luzca otro poco?

Gabrielle se puso de pie y apoyó las manos ligeramente en el borde de la bañera,

contemplando a su compañera con franca admiración.

—Oh, lúcete, por favor —contestó alegremente. Salir de esta bañera cuando se mide

lo que yo sería bochornoso en el mejor de los casos, y ella lo sabe.

—Ya —asintió Xena con sorna—. Ya me parecía a mí. —Se acercó y esperó a que

Gabrielle levantara los brazos y los apoyara en los anchos hombros de la guerrera.

Entonces agarró a la bardo por la cintura, retrocedió y la levantó de un solo movimiento,

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pasándola por encima del alto borde al otro lado y dejándola en el suelo delicadamente

—. Ya estás. —Le pasó una toalla de lino—. A ver... —Cogió el extremo y le secó a la

bardo con cuidado las orejas y la cabeza—. No quiero que te enfríes.

Bueno... se dijo Gabrielle soñadoramente. Si otra persona me hablara con tanta

condescendencia, le... sí... entonces, ¿por qué me derrito cuando lo hace ella? Antes me

enfadaba con ella cuando me trataba como a una cría... ahora... oh, dioses... ¿es

posible sentir tanto por algo... por alguien... y sobrevivir? Eso espero.

—Gracias, mamá —bromeó, con los ojos verdes chispeantes. Y obtuvo una ceja

enarcada y un dedo clavado en la tripa. Soltó una risita.

—Mucho ojito, bardo —fue el gruñido de advertencia. Con un ligero azote con la

toalla para recalcarlo. Las dos se rieron y, tras envolverse en el lino, regresaron en

silencio a la habitación.

—Ruu —fanfarroneó Ares en cuanto las vio, y se acercó y agarró el extremo de la

toalla de lino de Gabrielle, tirando de ella con fuerza.

—¡Oye! —protestó la bardo, riendo—. Esto ya es bastante pequeño, ¡Ares, basta!

Xena los miró con una sonrisa, mientras se cambiaba la toalla por una camisa suave,

y se acercó distraída a la ventana, por la que se asomó. Vio a dos figuras en sombras que

observaban la ventana y se quedó muy quieta, al darse cuenta de que estaba delineada

por la escasa luz del interior de la habitación. Maldición... Sus ojos lucharon con la

creciente oscuridad, intentando distinguir algún detalle de los dos silenciosos

observadores. Hombres, sí... de estatura media, algo mayores por el porte de sus

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cuerpos... cayó en la cuenta de que uno era Metrus, al hacer casar su rollizo contorno

con su recuerdo. El otro... entornó los ojos. Herodoto.

—¿Qué? —sonó la voz de Gabrielle detrás de ella, y alargó un brazo

automáticamente para impedir que la bardo se acercara a la ventana—. ¿Xena?

—Atrás —murmuró Xena, en voz baja—. Tenemos unos testigos interesados. —Se

irguió y apoyó una mano indolente en el alféizar, devolviéndoles la mirada como si tal

cosa—. Metrus y tu padre —informó a la bardo. Notó una mano ligera en la espalda,

pues Gabrielle no hizo caso del brazo que la advertía y se unió a ella ante el hueco de la

ventana, colocándose al lado de Xena y rodeándola con el brazo. Xena dudó, luego dejó

que sus labios se curvaran en una sonrisa y rodeó los hombros de Gabrielle,

acercándosela—. ¿Eso es lo que querías que vieran? —susurró, mientras las dos veían

cómo los hombres se daban la vuelta y se fundían con la oscuridad.

—Sí —fue la respuesta de Gabrielle, apaciblemente satisfecha.

—Eso no va a facilitar las cosas mañana —comentó Xena, con la frente arrugada por

un leve ceño de preocupación.

—Ya lo sé —contestó la bardo, escuetamente—. Xena... he... he decidido que no me

gusta tener miedo. —Observó el rostro en sombras que se cernía por encima de ella—.

Me produce algo... puaj... por dentro que no quiero aguantar.

—Todos tenemos miedo, a veces, Gabrielle —respondió Xena, mirándola a su vez.

—Así no —fue la seria respuesta—. No de este tipo, que te hace olvidar quién eres y

lo que has hecho. No me gusta. No quiero que forme parte de mí. Llevo dos años

huyendo de esto, Xena. No voy a huir más.

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Xena la observó unos instantes más. Luego asintió despacio.

—Está bien. Ya veo lo que quieres decir, Gabrielle. —Sonrió a la bardo—. Te

apoyaré en todo. —Una pausa—. Tu valor siempre me deja atónita, bardo mía.

Entonces Gabrielle sonrió y se rió un poco.

—No debería... sale de ti. —Empujó un poco a la sorprendida Xena—. Vamos... estoy

a punto de desmayarme de lo cansada que estoy.

Pero tardó mucho en conciliar el sueño esa noche, y durante una eternidad se quedó

descansando en brazos de Xena, notando los firmes latidos bajo la oreja y el dulce calor

de su respiración encima de la cabeza. Todos tenemos que dar ese paso final en alguna

ocasión, reflexionó. Cuando dejamos de ser niños y nos convertimos en adultos... las

cosas cambian. Yo he tenido mucho tiempo para prepararme para esto... a fin de

cuentas, ¿cuándo se enfrentó Xena a esto? Cuando tenía... ¿qué... quince años? No

creo que yo hubiera podido hacer lo que hizo ella. No... sé que no habría podido. No

entonces... porque aún no la había conocido... y no me había enseñado a dominar lo

que llevo dentro. Ahora... lo ha hecho. Y es un regalo que jamás sospecharía que me ha

hecho. Con pereza, abrió los ojos y contempló los rasgos cincelados que estaban por

encima de ella. Entonces sonrió y rozó la bronceada mandíbula con los labios. Gracias,

amiga mía. Por todo lo que eres. Y todo lo que me has ayudado a ser. Entonces cerró los

ojos, respiró hondo y se quedó profundamente dormida.

Sin ver el reflejo de la escasa luz de la vela en un par de ojos azules que se posaron

sobre su firgura dormida con tierna comprensión. Y luego se cerraron para dormir a su

vez.

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Xena abrió un ojo e hizo una rápida comprobación del cuarto. Silencio. Eso era

bueno. Oscuridad. Aún mejor, porque eso quería decir que no tenía motivo alguno para

moverse, todavía. Calor. Al menos ella lo tenía, a pesar de la brisa fresca que entraba

por la ventana abierta, puesto que tenía a Gabrielle pegada a ella como una lapa. En

total, una buena forma de despertarse. Ya que estoy convencida de que ahora me voy a

levantar de verdad... sí, justo, se burló un poco su mente. Ah, no... no podría

despegarme de sus brazos ni aunque hubiera un incendio en la habitación de al lado.

Mi cuerpo ha decidido que esto le gusta demasiado.

Estiró la espalda un poco y notó que Ares se acurrucaba hecho un ovillo detrás de sus

rodillas. No me estás ayudando, le gruñó mentalmente al lobezno, que levantó la

cabeza, la miró parpadeando soñoliento y bostezó, luego se estiró y volvió a

acurrucarse, soltando un cálido suspiro que le hizo cosquillas en la parte de detrás de la

pierna y obligó a la guerrera a morderse el labio para no echarse a reír.

—¿Qué tiene tanta gracia? —se oyó en forma de murmullo adormilado justo debajo

de su mandíbula.

Xena bajó la mirada y se encontró con los ojos verdes medio abiertos que la miraban

a su vez.

—Oh... hola. Lo siento... no es nada. Es que estaba... —Se calló al sentir que la mano

de Gabrielle se metía por su camisa y se posaba sobre su piel—. Mmm.

—He notado que te reías —comentó la bardo, clavándole un dedo ligeramente.

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—Ares... ha puesto una cara. Estaba muy mono —replicó la guerrera con

indiferencia.

Al oír su nombre, el lobezno se despertó de nuevo, alzó la cabeza y las miró.

—¿Ruu? —preguntó, luego bajó la cabeza otra vez y olisqueó la pierna de Xena por

detrás.

Oh, dioses... Reprimió con fuerza la sensación de cosquillas, obligándose a seguir

relajada y no reaccionar. Entonces sintió que empezaba a lamerla y suspiró.

—Ares, para.

Gabrielle se incorporó sobre un codo para ver mejor al animal.

—Oooh... qué cosa tan rica... —Soltó una risita, entonces vio los músculos de la

pierna de Xena que se estremecían y la miró a la cara—. Oyeeee... ¡te está haciendo

cosquillas, a que sí! —Se le pasó una sonrisa demoníaca por la cara—. Lo sabía... —Y

oyó la palabrota que soltó Xena por lo bajo y que respondió por sí misma.

—Jeee... —rió Gabrielle, y deslizó la mano por la pierna de Xena hasta que estuvo en

posición de sustituir a la industriosa lengua de Ares.

—Gabrielle. —Xena enarcó una ceja de advertencia—. Cuidado con lo que

empiezas...

—Vale... lo tendré —sonrió la bardo, y empezó con una caricia ligerísima que hizo

graznar a su compañera y fue progresando hasta que Xena se empezó a estremecer de

risa y no pudo aguantarlo más, por lo que sacó un largo brazo para devolverle la pelota

—. ¡Aah! —exclamó Gabrielle, intentando escabullirse. Acabaron hechas un ovillo

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jadeante, enredadas entre sí mientras intentaban impedir que cada una alcanzara los

puntos sensibles de la otra.

—Dioses —suspiró Xena por fin, apartándose rodando y echándose boca arriba, con

los brazos estirados—. Un buen método para despertarse. —Pero totalmente asqueada,

advirtió que su cuerpo se rebelaba ante la idea, pues prefería quedarse donde estaba y

deseaba la cálida presencia de la bardo a su lado.

—¿Nos vamos a levantar? —preguntó Gabrielle, con aire inocente, al tiempo que se

arrebujaba, ponía la cabeza sobre el hombro de Xena, pegaba su cuerpo al costado de la

guerrera y empezaba a trazar dibujos relajantes sobre su tripa—. Todavía está oscuro

fuera... no se ve nada en realidad... —Notó que Xena respiraba hondo y soltaba el aire

despacio, tras lo cual, los músculos que tenía bajo la mano se relajaron—. Aquí estamos

tan cómodas y calentitas... —Echó un vistazo a la cara de su compañera y se quedó

encantada al ver que ya tenía los ojos medio cerrados—. Ahh... eso está mejor. —Cerró

los ojos y siguió acariciándola delicadamente—. Esto de verdad te hace dormir como a

un bebé, ¿verdad?

Xena asintió soñolienta.

—Mmm —murmuró—. Igual... —Se le apagó la voz cuando se rindió y se dejó

arrebatar por el sueño.

Gabrielle se rió por dentro y volvió a cerrar los ojos.

—¿Estás lista? —preguntó Xena, apartando la vista del brazal que se estaba

ajustando y observando pensativa la tensa cara de Gabrielle—. ¿Gabrielle?

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—¿Mmm? —La bardo levantó la mirada y sonrió rápidamente a Xena—. Ah... sí.

Estoy lista.

Xena ladeó la cabeza y se acercó un poco más.

—¿Estás bien?

—Sí... ningún problema —contestó Gabrielle, levantándose de la silla y respirando

hondo.

—Ya. Estás mintiendo —fue la conocedora respuesta, lo cual le fastidió.

—Oye... he dicho que estoy bien... no te aproveches de esto del vínculo, ¿vale? —

dijo, como broma, pero lo dijo, y se dio cuenta demasiado tarde de cómo sonaba—.

Dioses... Perdona... No quería decir eso.

Xena la miró fijamente un momento y se sintió un poco triste.

—Lo cierto, Gabrielle, es que he hecho esa afirmación basándome en el hecho de que

no has tocado el desayuno —contestó, con tono apagado—. Lo siento.

—No. —La bardo apoyó la cabeza en el alto hombro de Xena—. Tienes razón. Estoy

medio muerta de miedo. No debería intentar ocultártelo, precisamente a ti. —Y notó que

Xena le daba un beso en la cabeza y le frotaba la espalda con energía.

—Cuesta acostumbrarse —reconoció la guerrera—. Tengo muchas ganas de

preguntarle a Jessan algunas cosas acerca de todo esto... en lugar de descubrirlo a

trancas y barrancas.

Gabrielle asintió.

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—Sí... pero mientras, yo tengo trabajo. Así que... será mejor que me lo quite de

encima. —Irguió los hombros y miró a Xena a los ojos. Unos ojos que... realmente...

pensó por enésima vez, eran del color azul más bonito del mundo. Vuelve a la tierra,

Gabrielle. Haz el favor. A ver si bajas de las nubes—. ¿Me acompañas?

Xena enarcó una ceja muy expresiva.

—Te acompaño y me quedo esperando fuera, amiga mía. —Le puso una mano a

Gabrielle en el hombro y la llevó hacia la puerta.

—Oh... —sonrió la bardo—. ¿Por eso nos hemos puesto en plan de intimidación

total? —Echó un vistazo a la túnica de cuero y la armadura de Xena y al conjunto

completo de armas que se había puesto—. Tu madre tenía razón... sí que pareces más

grande con todo eso encima. —Contempló a la guerrera—. Pareces incluso más alta.

Ambas cejas se alzaron al oír eso.

—Si tú lo dices.

Bajaron las escaleras, salieron por la puerta de la posada, cruzaron el patio y

emprendieron la marcha por el camino en silencio.

Herodoto contemplaba de pésimo humor el cuenco de cereales que tenía delante, en

el que hundió la cuchara y luchó por meterse otra porción en un estómago que se

rebelaba lleno de náuseas. Eso era lo peor de beber... y la razón por la que a menudo

empalmaba una larga noche con un desayuno líquido. Pero se habían quedado sin nada

que beber... de modo que se tenía que aguantar con el dolor de cabeza y este cuenco.

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La casa estaba en silencio. Hécuba sabía que no le convenía andar trajinando cuando

él se sentía así. Sus labios esbozaron una sonrisa irónica. Lo conocía muy bien... y sobre

todo después de la breve visita de Agtes, que le devolvió los dinares y le dijo que ni

hablar, que no estaba dispuesto a volver a intentar asustar a una mujer capaz de hacer lo

que hacía esa mujer. Ni hablar.

Y después de apoyar la cabeza enturbiada por el alcohol en la áspera pared de la

posada y quedarse mirando por los cristales de la ventana anoche... ni siquiera se

animaba a despreciar a Agtes. Maldición. Y había perdido a su hija por ella... eso estaba

repugnantemente claro, aunque Metrus y él no hubieran visto el abrazo tan deliberado

que se dieron, bien enmarcadas por la ventana. Maldición.

La odiaba. Odiaba lo que tenía ella y él no.

Alzó la cabeza al oír pasos fuera. Unos más ligeros, otros más pesados. Los más

pesados se detuvieron fuera y los más ligeros subieron los escalones y se detuvieron

ante la puerta.

Esperó y vio que la puerta se abría despacio, dejando pasar un rayo cegador de sol

dentro de la habitación, que quedó tapado por un cuerpo al entrar y luego desapareció

cuando se cerró la puerta. Parpadeó para quitarse el deslumbramiento de los ojos y

esperó hasta que la figura indistinta que avanzaba hacia él se transformó en su hija

mayor.

Por Hera, pensó. Cómo ha madurado, ¿no? Había una gracia y una seguridad en sus

movimientos que no tenían nada de niña, y su corto corpiño y su falda dejaban muy

poca cosa libre a la imaginación, mostrando una flexibilidad musculosa que lo

sorprendió, ahora que la veía desde otro punto de vista.

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Gabrielle cruzó la habitación y se detuvo cuando llegó a la mesa, apoyó los

antebrazos en el respaldo de la silla más cercana y se quedó mirándolo.

—¿Has dejado a tu mascota fuera? —preguntó él, con un tono levemente

humorístico. Esperó su reacción. Y lo sorprendió.

Ella sonrió y meneó la cabeza.

—Seguro que está hablando con madre. —Una pausa, y luego, suavemente—: Para

ver cómo tiene el brazo.

Él estrechó los ojos ligeramente.

—Por tu bonita exhibición de anoche, debo suponer que has decidido abandonarnos.

¿Tengo razón?

Gabrielle sacó la silla que tenía delante, se sentó, doblando los brazos sobre la mesa,

y lo miró fijamente.

—¿Has tenido algo que ver con lo que ocurrió en el establo? —Directa y fría, y sus

ojos se clavaron en los de él con incómoda intensidad.

Herodoto se encogió de hombros y se recostó.

—Quería que estuvieras libre de su influencia a la hora de tomar tu... decisión. —

Jugueteó un poco con la cuchara—. Una pérdida de tiempo, por lo que veo.

—No quiero estar libre de su influencia —contestó Gabrielle, luego tomó aliento y

bajó la mirada—. Lo siento, papá. No puedo cambiar lo que eres. Y no me voy a quedar

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aquí para ser otro... —Hizo una larga pausa—. Blanco. —Su voz se puso áspera al

pronunciar la palabra—. Eres tú el que tiene que tomar la decisión... de ser diferente.

Se quedaron mirándose largo rato, mientras los leves sonidos de la casa flotaban a su

alrededor, al ritmo de las motas de polvo que flotaban en la clara luz del sol que entraba

por los cristales de las ventanas.

—Después de la boda de mañana —dijo Herodoto por fin, con tono frío y seco—,

quiero que tú y tu... amiga... os vayáis de aquí. No te conozco. No eres mi hija. —Hizo

una pausa, vio que sus palabras la golpeaban como si fueran piedras y disfrutó al verlo

—. Aquí no eres bien recibida. Ya no es tu hogar. —Y se levantó, empujando la silla

hacia atrás, y salió de la estancia.

Gabrielle se quedó sentada, mirándose las manos durante lo que le pareció una

eternidad, reprimiendo las oleadas de llanto que amenazaban con ahogarla, decidida a

no hundirse. Ha sido decisión mía... sabía que podía ocurrir esto, ¿no? Pues sí. Oh,

dioses.

Levantó la mirada cuando entró su madre, con paso vacilante.

—¿Eso también va por ti? —se obligó a decir, con un control férreo de la voz. Mejor

saber ya lo peor.

Hécuba suspiró y se dejó caer en la silla que estaba al lado de la suya, alargó una

mano cálida y la posó sobre los puños rígidamente cerrados de su hija.

—Es su casa, y él dicta las normas. —Tocó suavemente la mejilla de Gabrielle—.

Pero tú siempre serás mi hija... pase lo que pase.

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Gabrielle tragó con dificultad.

—Gracias —susurró, sin levantar los ojos.

Hécuba se quedó callada largo rato y luego suspiró. Pensó en la conversación que

acababa de tener fuera y en lo que había visto la noche anterior.

—Gabrielle, ¿de verdad ella merece...?

—No puedo vivir sin ella —fue la apagada respuesta—. Eso me haría pedazos de tal

manera que nunca... —Cerró los ojos y dejó caer la cabeza entre las manos—. No

querrías ver lo que quedaría.

Hécuba la miró reflexionando en silencio.

—Yo sentí eso mismo, una vez —comentó, observando sus manos mientras jugaba

distraída con la cuchara que había dejado Herodoto—. Cuando era muy joven. —

Suspiró—. Pero mis padres tenían otros planes para mí. Y los suyos para él. —Hizo una

pausa, pensando—. A menudo he... la vida nos trata mal, Gabrielle... tienes que

aprovechar las cosas buenas cuando las encuentras. Tu hermana y tú... habéis sido cosas

buenas para mí. El resto... —Se encogió de hombros.

—¿Lo quieres? —Gabrielle apoyó la barbilla en los puños y miró a Hécuba a los

ojos.

—Sí —fue la escueta respuesta—. Pero no como habría sido con Berran. O como es

para ti. —Se echó hacia delante—. No renuncies a eso, Gabrielle.

Gabrielle se levantó y apoyó las manos en la mesa.

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—Jamás. —Más allá de la muerte, más allá del buen juicio, más allá de la

comprensión—. Tengo que salir de aquí. —Intentó no hacer caso del doloroso martilleo

que tenía en la cabeza y que cada vez estaba peor—. Dile a Lila...

—Le diré que vaya a hablar contigo —le aseguró Hécuba, dándole una palmadita en

el brazo—. Ve a que te dé el aire... estás blanca como una sábana.

Gabrielle asintió y cruzó la habitación, abrió la puerta y se encogió por la luz

deslumbrante tras el interior en penumbra. Tuvo que parpadear unos segundos para que

se le acostumbrara la vista y para entonces una presencia familiar estaba ya a su lado.

—¿Lo has oído? —preguntó la bardo.

—Sí —contestó Xena, con un suspiro.

—¿Todo? —fue la suave respuesta, pues conocía la agudeza de su oído.

—Sí. —Una respuesta casi inaudible.

—Bien. —Y Gabrielle respiró hondo e irguió los hombros—. Podemos irnos... donde

sea. Tengo la cabeza a punto de estallar.

—Gabrielle... —empezó Xena, pero se detuvo cuando la bardo se volvió y le puso

una mano en los labios.

—No, ¿vale? —Se echó hacia delante, plantó las manos sobre el peto metálico de

Xena y la miró a los ojos—. Esto dejó de ser mi hogar hace dos años.

Xena tomó aliento y le dio una palmadita en la mejilla.

—Está bien. Vamos... a ver si puedo devolverte el favor que me hiciste tú ayer.

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—Sshh... con cuidado —dijo Xena, posando una mano tranquilizadora sobre la

cabeza de Gabrielle—. Tienes una migraña, Gabrielle. Es un tipo de dolor de cabeza

espantoso.

Había empezado cuando de repente se le empezó a poner visión de túnel, en el

camino de regreso a la posada, y con náuseas, que acabaron con un ataque de arcadas en

seco que la dejó temblando en brazos de Xena.

—Oh, dioses... —gimió—. Esto es peor que estar mareada.

—Mm... sí, la verdad... creo que sí —asintió la guerrera con lástima—. Menos mal

que al final no has desayunado.

—Gracias —fue la sarcástica respuesta—. Cómo me consuelas.

Xena se apoyó en la pared y se colocó a la bardo en el regazo, acunándola sobre su

hombro. Metió un paño de lino en un cubo de agua fría y lo escurrió hasta secarlo casi

del todo, luego se lo puso a Gabrielle en la cabeza y notó que la bardo se relajaba

encima de ella.

—No lo decía en serio —murmuró Gabrielle, cerrando los ojos.

—¿El qué? —preguntó Xena, cambiando un poco de postura.

—Que no me consuelas —replicó—. Si me tengo que sentir como en el Hades, aquí

es donde quiero hacerlo.

La guerrera sonrió y volvió a mojar el paño.

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—Preferiría que no te sintieras así.

—Aajj —resopló Gabrielle—. ¿Te pasa a ti alguna vez? —Siguió con los ojos

cerrados mientras se llevaba a los labios la taza que había preparado Xena y bebía un

sorbo—. Puajj... Xena, esto es horrible.

—Sé que es horrible —suspiró Xena—. Y sí, me pasa... de vez en cuando.

Gabrielle se bebió el resto del mejunje con una mueca.

—Nunca has dicho... —Ladeó la cabeza y miró a su compañera—. Sigues adelante.

Como siempre.

Xena se encogió de hombros y volvió a colocarle el paño frío.

—Es eso típico de los señores de la guerra de parecer más duro que nadie y no

reconocer nunca que te duele algo, supongo. —Y que tengo el sentido común suficiente

de tragarme el maldito brebaje sin poner caras.

Gabrielle cerró los ojos y notó que se le formaba una sonrisa débil cuando el dolor

cedió un poco, acompañado de una acometida de sueño.

—Sea lo que sea, está funcionando... —murmuró, dejando la taza y notando que le

desaparecía la tensión del cuerpo, momento en que se derrumbó sobre el pecho cubierto

de armadura de Xena.

La guerrera esperó unos minutos, apartando distraída el pelo de los ojos cerrados de

la bardo, luego la levantó en brazos, fue hasta la cama y la tumbó con cuidado. Y se

quedó de pie a su lado, no supo cuánto tiempo, observando su respiración regular. Le ha

dicho a su madre... que no puede vivir sin mí. Yo pensaba... sé lo que siento... pero

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nunca pensé... no me lo merezco. Acarició tiernamente la suave mejilla de la bardo y en

la cara dormida apareció una leve sonrisa. En la cara de Xena se dibujó la misma

sonrisa, luego suspiró y retrocedió, echando una colcha ligera sobre el cuerpo de su

compañera. Y por un largo instante, estuvo a punto de unirse a ella. Xena, basta ya. Ella

tiene una excusa, tú no. Así que ponte en marcha y haz lo que tienes que hacer.

Y así, se fue al establo y a los resoplidos de reproche de Argo. Sacó a la yegua para

dar un largo y completo paseo, por campos pelados y por la linde del antiguo bosque

que bordeaba a Potedaia, y la hizo galopar hasta que se cubrió de sudor, luego aflojó el

paso por el valle del río, hasta detenerse en la colina que daba al río, donde se relajó en

la silla.

Disfrutó de la brisa fresca que le apartaba el pelo oscuro de la frente y agitaba la crin

de Argo, que le daba azotes punzantes en los brazos, apoyados en el arzón. El viento le

trajo el olor del río y de los fértiles campos empapados de sol de ambos lados, y, a lo

lejos, un indicio de humo de leña.

—Oye, chica —le murmuró a la yegua, que pastaba con entusiasmo, gozando de la

fresca hierba del río tras los días de pienso seco del establo—. Eso te gusta, ¿eh?

Apoyó las manos en el arzón y saltó de la silla, dejando caer las riendas de Argo

mientras paseaba por la hierba que le llegaba hasta media pantorrilla, luego se sentó en

el suelo cerca de la orilla del agua en movimiento, se rodeó las rodillas con los brazos y

dejó que el apacible gorgoteo resonara a su alrededor, a juego con las ondas de calor que

salían de su interior, mientras pensaba en lo mucho que había cambiado su vida en dos

cortos años. En la diferencia que había supuesto una sola persona. Puedo quedarme

aquí sentada... y disfrutar simplemente contemplando este valle... y por primera vez

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desde que apenas tenía edad para pensar siquiera, empiezo a imaginar un... mañana.

Aunque todos mis instintos me dicen que es mala idea... no puedo evitarlo... maldita

sea... quiero que haya un mañana. Se sonrió, cogió una piedrecilla que estaba cerca de

su bota, examinó un poco su superficie plana y lanzó la piedra para que botara

limpiamente por la superficie del agua, hasta que por fin se hundió con un chapuzón.

Parece que ésa sigue siendo una de las muchas cosas que sé hacer, pensó, probando a

burlarse un poco de sí misma. Eso es, Xena... aprende a tomarte a ti misma un poco

menos en serio. Sonrió abiertamente y cuando estaba a punto de coger otra piedra, sus

oídos captaron una pisada suelta detrás de ella.

Se quedó inmóvil, concentró sus sentidos en esa dirección y ahora oyó el sonido de

una respiración laboriosa, y manos que rompían hojas, pies que aplastaban la maleza, lo

cual quería decir que quienquiera que fuese seguro que no era capaz ni de sorprender a

un conejo muerto, y mucho menos a ella. Esperó y observó con interés cuando el pelo

claro de sus brazos se erizó como reacción a la detección del peligro por parte de su

cuerpo.

Ahora ya estaba más cerca, al borde de los árboles, y entonces el que la acechaba se

detuvo y miró hacia donde estaba sentada.

Oyó el inconfundible crujido del mecanismo de una ballesta y soltó una ristra de

palabrotas por lo bajo, al tiempo que se levantaba y se volvía de un solo movimiento

para encararse con su atacante, con los brazos en jarras y poniendo su mejor ceño.

—Herodoto. Qué sorpresa. —Suspiró y vio que el otro se quedaba paralizado al ver

que lo estaba mirando—. Adelante. A ver qué bien lo haces. —Abrió los brazos de par

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en par y esperó—. ¿O es que sólo puedes pegar a los niños y disparar a la gente por la

espalda? —Su voz había adoptado un tono de profundo desprecio.

Herodoto se quedó mirándola largamente, luego levantó la parte frontal de la ballesta

y la sostuvo entre los brazos.

—Vete al Tártaro —dijo, en voz baja.

—Ya lo he hecho. Lo conozco —contestó Xena, bajando los brazos y avanzando

unos pasos. Hasta que consiguió distinguir su rostro, entre las sombras de los árboles. Y

vio, por un instante breve y estremecido, el destello de un recuerdo que coincidía con la

expresión de sus ojos. De una Gabrielle muy distinta, en una realidad donde ella no

había detenido a esos tratantes de esclavos, con una expresión de odio resentido que ella

sabía... que iba dirigido tanto hacia dentro como hacia fuera—. ¿Es que no has hecho ya

suficiente daño por hoy?

—¿Qué sabes tú de eso, maldita seas? —dijó él, acercándose—. ¿Crees que me ha

gustado hacer eso? Pues no. Pero era lo único que se me ha ocurrido que podría... podría

obligarla a enfocar todo esto correctamente y hacer lo que debe.

Xena lo miró pensativa.

—¿Qué te hace pensar que no lo ha hecho?

—Vas a conseguir que la maten. ¿Es eso lo que quieres? —dijo el hombre mayor—.

Sabes que es cierto, Xena. Ya la han herido... ¿por qué no la dejas en paz? ¿Qué hace

falta? ¿Necesitas dinero, caballos... qué?

Vaya. Le gusta hablar, como a ella. Ahora sé de dónde le viene.

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—Y tengo que creerme que haces esto porque la quieres, ¿verdad? —Xena notó que

su rabia iba en aumento—. Dime, ¿cómo? ¿Cómo la quieres cuando le has estado

pegando desde que era una niña? Explícame por qué una niña alegre e inocente tuvo que

pasar por eso y entonces, a lo mejor podemos hablar de la clase de peligro que corre

conmigo. —Sus ojos soltaban destellos y lo sabía, pues los días que llevaba viendo

sufrir a su alma gemela empezaban a apoderarse de su mente.

Herodoto se quedó mirándola un buen rato, con odio.

—Porque ella tenía algo que yo ya no podía tener. Y no estaba dispuesto a verlo. —

Se sorprendió a sí mismo al dar una respuesta sincera.

Xena lo miró con súbita comprensión.

—Tú eres narrador.

Los mortecinos ojos verdes la miraron a su vez.

—Soy granjero —fue la tajante respuesta—. Antes veía imágenes, sí. Como ella.

Entonces pensé que si bebía lo suficiente, acabarían por desaparecer. —Hizo una pausa

—. Y así fue.

—Eso es lo que le habría ocurrido a ella —replicó Xena, apagadamente—. ¿Es eso lo

que quieres de verdad?

El hombre soltó una carcajada triste.

—¿Lo que quiero? Quiero que alguien cuide de mí, que se asegure de que no acabo

con la cabeza en el suelo al final de la noche y que me distraiga para no pegar a mi

mujer. ¿Qué quieres tú de ella? ¿Es que cocina bien?

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Xena perdió los estribos y antes de que pudiera volver a tomar aliento, se echó

encima de él, lo sacudió como a un perro y le quitó la ballesta de un puñetazo.

—Te voy a enseñar lo que es ser un niño pequeño, cabrón. —Lo levantó por la

pechera de la túnica y lo sostuvo contra el árbol—. ¿Eso te gusta? —Su voz era suave

como la seda—. ¿Qué tal esto? —Y le pegó un bofetón como había hecho él con

Gabrielle—. O esto. —Lo alzó en vilo y lo lanzó a varios metros, donde se estrelló con

el tocón de un árbol.

Se le pusieron los ojos vidriosos y se quedó donde estaba, con la espalda apoyada en

el tocón.

—No... vete —balbuceó, alzando una mano para protegerse la cara.

—Ah, ¿ya has tenido bastante? —dijo Xena iracunda—. Tiene gracia que los

mayores cobardes sean capaces de zurrar de lo lindo, pero nunca puedan aguantarlo

cuando les toca a ellos. —Se agachó por encima de él, lo agarró por la mandíbula y lo

obligó a mirarla a los ojos—. Escucha bien. Tu hija tiene más valor en una sola mano

que todo este pueblo junto, ¿te enteras? Es buena, es inteligente, es una bardo

estupenda, es fuerte y tiene derecho a decidir lo que va a hacer con su vida. —Sus ojos

se clavaron en los de Herodoto—. Aunque esa vida sea dura y peligrosa y pueda acabar

matándola. —Bajó la voz—. Pero más te vale entender que yo moriría de buen grado

con tal de evitar tal cosa.

Se miraron a los ojos largo rato, hasta que por fin Xena aflojó la mano, se levantó, le

dio la espalda y se encaminó hacia Argo. Sintió más que oyó el movimiento detrás de

ella. La vibración del aire contra la cuerda, del aire sobre las plumas, el tañido siseante

de una flecha de ballesta al vuelo.

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Se volvió a media zancada, dejó reaccionar a su cuerpo y sus manos subieron y

atraparon las flechas... y luego las tiraron con desdén. Dejó que sus ojos se llenaran de

frialdad. Dejó salir al lobo y volvió hacia él, que estaba acurrucado contra el tocón.

Mirándola fijamente.

Se quedó mirando mientras la alta guerrera caminaba hacia él, pasando del sol a la

sombra con un movimiento salpicado de luz que derramaba destellos por encima de ella

y se reflejaba en su armadura, hasta que se detuvo sólo cuando se agachó y le sonrió con

ferocidad.

—Deberías dar gracias a los dioses por tu hija, Herodoto —dijo, envolviéndolo con

su voz—. Porque de no ser por ella, ahora mismo estarías hecho pedazos. —Y cogió la

ballesta, la miró, lo miró a él, luego colocó las manos en cada extremo, se movió y el

arma se partió en dos.

Se levantó en silencio y regresó a la paciente yegua dorada, y esta vez se montó sin

incidentes. Una última mirada al hombre. Bueno, en realidad no le he hecho daño. En

exceso, suspiró su mente. Adiós a la idea de dar un relajante paseo.

—Vamos, chica. En marcha. —Tocó el costado de Argo con una rodilla cuidadosa y

la yegua regresó obedientemente a través del bosque.

—Qué casualidad encontrarte aquí —sonrió Lila, cuando Xena y ella se cruzaron

poco después, delante del taller de la costurera—. ¿Cómo está? —añadió en voz más

baja, con tono compasivo y preocupado.

Xena se encogió de hombros ligeramente.

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—Tenía un dolor de cabeza muy fuerte cuando volvió. Le di algo para calmarlo...

ahora está durmiendo. —Una pausa—. Parece que está bien.

Lila suspiró.

—Maldito sea. —Se apartó de los ojos algunos mechos de pelo castaño oscuro—.

Entonces, me pasaré a verla más tarde. —Le mostró un paquete que llevaba—. ¿Te

importa darle esto? Es el vestido... ha quedado muy bien. —Sus labios sonrieron a

regañadientes—. Mejor que el mío, en cualquier caso.

—Claro —replicó Xena, cogiéndole el paquete y colocándoselo con cuidado debajo

del brazo—. ¿Cómo está Lennat? —Se volvió para mirar hacia la herrería, donde vio las

sombras indistintas de dos hombres altos inclinados sobre la forja principal.

Lila le sonrió ampliamente.

—Está encantado. —Meneó la cabeza y se echó a reír—. Se pasa todo el día

golpeando metal caliente, no sé... pero vuelve a casa y habla de ello como si fuera la

cosa más maravillosa del mundo. —Bajó la mirada—. Dijo que iba a hablar con

Gabrielle más tarde... sabes que Metrus le ha hecho a él lo mismo que...

—Lo sé —replicó Xena, apagadamente.

—Bueno... —Ahora los ojos garzos subieron un instante para encontrarse con los de

Xena—. Supongo que tenemos algo en común.

—Mmm... —asintió Xena, con un amago de sonrisa—. Podría ser. ¿Lennat lo

lamenta?

Una carcajada.

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—Dioses, no. —Entonces Lila se puso seria y la miró fijamente—. No más que

Gabrielle.

Xena se encogió de hombros.

—Eso no lo sé.

—Yo sí —fue la segura respuesta—. Xena, es mi hermana. La conozco de toda la

vida. —Lila miró rápidamente a su alrededor y bajó la voz—. Ella nunca... —Una pausa

y un suspiro—. ¿Cómo puedo decirlo...? Nunca dejaba que nadie llegara... hasta el

fondo de su corazón. Ya sabes cómo es... siempre haciendo favores a la gente, gastando

bromas, contando historias, intentado solucionar los problemas... es mi hermana

mayor... siempre intentaba consolarme, cuidar de mí... intentaba ayudar a madre,

quitarle parte de la tensión... ahora que miro atrás, estaba muy necesitada de alguien que

se pusiera manos a la obra e hiciera eso mismo por ella en ocasiones. Pero la verdad es

que no había nadie. Así que mantenía a todo el mundo a distancia. —Otra pausa—. Se

sentía responsable de nosotras.

—Bueno —comentó Xena con humor—, sí que tiene esa tendencia.

Lila meneó la cabeza.

—Cierto. Pero... no sé qué creí que estaba pensando cuando salió corriendo detrás de

ti hace dos años. Pensé que estaba loca, francamente.

—Y yo —fue la respuesta, afectuosamente risueña.

—Mmm... seguro —rió Lila—. La había oído hablar del famoso árbol. —Se puso

seria de nuevo—. Pero... esta vez, ahora que he tenido la oportunidad de pasar más

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tiempo con ella... he visto indicios de una parte de mi hermana que... no había visto

nunca. —Bajó la mirada—. Tú has visto un lado de ella que yo nunca he visto... y por

eso me he dado cuenta de que ha... encontrado a alguien a quien puede... y quiere...

dejar llegar hasta el fondo.

Un largo silencio entre las dos.

—Y me alegro mucho —continuó Lila por fin—. Siento que hayamos empezado tan

mal.

Una mano le agarró el hombro.

—Tenías motivos —fue la respuesta tranquila y resignada de Xena—. Es tu hermana

y yo doy bastante miedo.

Lila se echó a reír.

—Mm... no iba a decir eso. —Pero miró a Xena y vio su sonrisa—. Pero... sí. Lo das,

un poco.

Una ceja enarcada. Y otra.

—¿Un poco? —Con un brillo risueño en los ojos.

—Aah... vale. Mucho —confesó Lila—. De hecho, eres la persona más terrorífica

que creo que he conocido en mi vida. Tampoco es que haya conocido a muchas, ojo.

—Bueno, eso está mejor —replicó Xena, con la cara muy seria—. Tengo que

mantener mi reputación, ya sabes.

Las dos se miraron y se echaron a reír.

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—Será mejor que vuelva —dijo Xena riendo y mostrando una cesta—. Aquí llevo la

comida y ya conoces a Gabrielle.

—Te acompaño un poco —se ofreció Lila y las dos echaron a andar—. Eso me

recuerda, ¿es que no le das de comer ahí fuera? No es más que piel y huesos.

Xena resopló conteniendo una carcajada.

—Oh, por favor... tu hermana come fácilmente tanto como yo y probablemente más.

Es que lo quema todo... seguro que por hablar tanto.

Lila se echó a reír.

—Me alegro de ver que algunas cosas no han cambiado. Siempre ha sido así.

Xena subió las escaleras, riendo aún, abrió la puerta con cuidado y entró sin hacer

ruido. Dejó la cesta en la mesa, depositó el paquete en la silla y se quedó de pie en

silencio junto al poste de la cama, mirando a la bardo, que seguía profundamente

dormida. Ahora la veía con una perspectiva ligeramente distinta, gracias a Lila. Siempre

me he dado cuenta... de lo que me costaba abrirme a ella. Dioses... debo de haberla

desquiciado por completo en más de una ocasión... nunca se me ocurrió pensar que

ella también se estaba abriendo. Siempre parecía salirle una forma tan natural... pero...

Su mente retrocedió al pasado. No lo era. Corría un riesgo... igual que yo, pensó,

mientras se soltaba la armadura, se la quitaba por encima de la cabeza y la colocaba

sobre una silla.

Intentando hacer el menor ruido posible, cedió al impulso y se echó junto a su

compañera, se acurrucó pegada a su espalda y le pasó un brazo por la cintura. Notó que

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el indicio de tensión desaparecía del cuerpo de la bardo y que una mano agarraba la

suya al tiempo que Gabrielle se pegaba a ella con un suave suspiro. Y dejó que el ritmo

regular de la respiración de la bardo la sumiera en un estado de duermevela, hundida en

una bruma cálida y reconfortante que descubrió que le gustaba mucho.

Gabrielle mantuvo los ojos cerrados y dejó que sus otros sentidos pasaran poco a

poco del sueño a la vigilia. Captó el limpio olor a hierbas del lino y el cálido olor a

madera gastada del suelo de la habitación. Oyó el crujido de las tablas del suelo al

dilatarse y sintió una presencia conocida y caliente a su espalda. Se le fue extendiendo

una sonrisa por la cara cuando su mano reconoció el fuerte brazo que la rodeaba

protector y se hundió desvergonzadamente en la maravillosa sensación de seguridad que

le provocaba.

Se regodeó en ello un rato, luego se estiró y se dio la vuelta, se acurrucó bajo la

barbilla de Xena con un murmullo satisfecho y la miró parpadeando con una sonrisa

indolente. Se encontró con un par de risueños ojos azules cuya calidez aumentó cuando

sus miradas se tocaron.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Xena, apoyando la cabeza en una mano.

—Muchísimo mejor —respondió la bardo, tocándose la cabeza—. Y... aliviada. —De

que hubiera terminado... De que la presión que había sentido desde que llegó aquí

hubiera... desaparecido—. Y triste. —Una apagada y sincera confesión—. Bueno... ¿tú

también has estado aquí dormitando, todo este tiempo? —preguntó, con una sonrisa

burlona, incapaz de evitar que sus manos se pasearan por la figura enfundada en cuero

de Xena, moviendo los dedos por la caja torácica que se movía regularmente y notando

cómo se le cortaba la respiración a su compañera por la ligera caricia.

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—No —fue la respuesta—. He salido a hacer ejercicio con Argo, me he encontrado a

tu hermana y te he traído el vestido para mañana, he arreglado una pieza del arnés y te

he traído comida. —Una pausa—. Luego he venido aquí y parecías tan a gusto que

decidí echarme contigo un rato.

—¿Comida? —sonrió la bardo, centrándose en lo esencial—. Me muero de hambre.

—Te debes de sentir mejor —rió la guerrera.

—Pues sí —contestó Gabrielle—. Qué raro... debería sentirme fatal... por lo que ha

pasado y lo que ha dicho él y todo... pero... —Aspiró y soltó una profunda bocanada de

aire—. Me da tanto gusto no sentir ya esa presión... Sé que luego me sentiré mal, pero

ahora mismo, siento más alivio que otra cosa. —Hizo una pausa—. Bueno... ¿qué decías

de comida?

—Por los dioses, Gabrielle —contestó Xena, meneando la cabeza con fingido

asombro. Rodó hacia un lado, agarró el poste de la cama, se izó cabeza abajo, luego se

dejó caer dando la vuelta y fue a la mesa donde estaba la cesta—. Toma. —Se volvió y

regresó a la cama—. La comida.

Gabrielle exploró la cesta y dio unas palmaditas en el borde de la cama a su lado.

—¿Comes conmigo? —ofreció, con la boca llena. Entonces, aunque intentó no hacer

caso, la voz de su padre resonó en su mente y dejó de comer. No debería importarme.

Me ha hecho cosas horribles, y a madre, y a Lila. Cerró los ojos. Pero me importa.

—Claro. —Xena se sentó, sacó un trozo de pan de la cesta, arrancó un poco y se

quedó mirándolo largamente, luego se lo metió en la boca y masticó despacio. Entonces

levantó la mirada y se fijó en la cara de Gabrielle, y quitó la cesta de en medio—. Oye...

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—Se acercó más, le puso a la bardo una mano en el hombro y le quitó el bocadillo de

los dedos repentinamente inertes.

—No debería sentirme mal —susurró Gabrielle, mirando por la ventana—. Sabía que

lo más seguro era que hiciera eso. —Tomó aire temblorosamente—. Sé que ha hecho

cosas... malas. Contra nosotras. —Se contempló las manos—. Pero así y todo, me duele.

—A ciegas, alargó la mano y enganchó los dedos en la túnica de cuero de Xena, se

acercó y hundió la cara en el familiar olor ahumado del cuero, dejando caer sus

defensas, y por fin se echó a llorar.

—Debe de ser horrible tener que quitar todas estas manchas de agua del cuero —dijo

por fin con voz ronca, un rato después, y sintió la mano de Xena que le acariciaba el

pelo como respuesta—. Creo que después de esto te voy a deber una túnica nueva. Me

alegro de que no tengas puesta la armadura... me pasaría una vida quitándole la

herrumbre. —Levantó la vista y soltó el aliento que llevaba largo tiempo conteniendo

—. Gracias... por enésima vez desde que estoy aquí, creo. Siento no parar de llorar

encima de ti.

¿Debería contarle mi pequeño encuentro con su padre? Xena se debatió consigo

misma. ¿Hace falta que lo oiga? Probablemente no. ¿Necesito contárselo?

Probablemente no. Pero esta... conexión... me dificulta mucho ocultarle cosas y puede

que no sea bueno. Suspiró.

—Cuando... salí a montar con Argo, me... tu padre me siguió.

Los ojos de Gabrielle se endurecieron y levantó la cabeza del pecho de Xena, para

mirarla a la cara atentamente.

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—¿Qué pasó?

Y se lo contó, hasta el último detalle y el último movimiento, con un tono frío y

distante. Vio que la mirada de la bardo se hacía introspectiva y esperó una respuesta que

tardó mucho en llegar.

—Creo que acabo de descubrir algo horrible sobre mí misma, Xena —susurró

Gabrielle por fin, abrazándose a sí misma.

La guerrera le puso una mano vacilante en el hombro y notó el estremecimiento

cuando la tocó. Sin decir nada, dejó caer la mano, sin hacer caso de la dolorosa

puñalada que sintió en el corazón por esa reacción.

—¿Qué...? —Y tuvo que parar para carraspear.

—Quería que hicieras eso —contestó la bardo, con tono distante—. Quería ver cómo

le dabas una paliza y hacías que se sintiera...

—¿Como te sentías tú? —El tono de Xena era suave—. ¿Como se sentían tu madre y

Lila? Gabrielle, es normal sentir eso. —Por los dioses... ya sabía yo que no se lo tenía

que haber contado.

—Para mí no —fue la triste respuesta—. Romper el ciclo del odio, ¿recuerdas, Xena?

Ahora yo soy parte de ese ciclo.

—No. —Un gruñido bajo y retumbante que hizo que Ares se agazapara en el rincón,

mirándola con ojos parpadeantes—. No lo eres, Gabrielle, ¿me oyes? —Se levantó de la

cama y se dejó caer sobre una rodilla, cogió la cara de Gabrielle entre las manos y la

obligó a mirarla a los ojos—. No digas eso jamás. Fuiste maltratada... dioses, por él,

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Gabrielle... tienes todo el derecho... toda la... necesidad... de desear que sienta lo que

sentías tú. —Su voz se hizo más profunda—. Tú no sientes odio, Gabrielle, no lo llevas

dentro... porque yo lo conozco mucho mejor de lo que lo conocerás tú nunca... y

reconocería el menor indicio... y no lo encuentro en ninguna parte de tu corazón. —Hizo

una pausa y miró fijamente a los ojos verdes clavados en su rostro—. Te conozco... en

algunos sentidos mejor de lo que me conozco a mí misma. Confiaría en tu corazón para

cualquier cosa... con cualquiera... porque eres la persona más amorosa, más compasiva

y más bella que he conocido en mi vida. —Una pausa más larga—. No lo dudes jamás.

¿Cuántas veces me has dicho que es mi fe en ti lo que te mantiene intacta, Xena? Su

mente repasó las palabras, saboreándolas con agridulce intensidad. Y yo más o menos lo

sabía. Pero nunca pensé que iba a necesitar tu fe en mí tanto como ahora. Aflojó los

brazos con que se rodeaba a sí misma, alzó las manos, aferró los dedos de Xena con los

suyos y tiró de sus manos para colocarlas entre las dos. Se las llevó a los labios y cerró

los ojos mientras las besaba. Y se entregó a la fe de Xena, sintiendo que la culpa oscura

y pesada se iba disipando poco a poco bajo esa firme mirada azul.

Se hizo un largo silencio, interrumpido únicamente cuando Xena volvió a sentarse en

la cama y abrazó a la bardo, y luego únicamente por el sonido de su respiración casi

inaudible y los crujidos de las tablas de madera que las rodeaban.

Gabrielle se había sumido en un duermevela soñador cuando notó que Xena se ponía

rígida y sintió una descarga casi física que la atravesaba.

—¿Qué? —preguntó, levantando la cabeza.

Xena se llevó un dedo a los labios y ladeó la cabeza. A lo lejos, un trueno débil y

apagado.

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—Caballos —contestó, concentrándose—. Se mueven deprisa y vienen hacia aquí. —

Entonces oyó los ásperos gritos y se levantó, alcanzando su armadura—. Guerreros...

probablemente una banda de forajidos. —Y los primeros alaridos de las afueras—.

Problemas.

Con dos tirones rápidos, se abrochó la armadura, y con un tercero fijó la vaina a sus

correas.

—Muy oportuno —suspiró, mientras se dirigía hacia la ventana—. Te veo abajo. —

Ni se planteó que Gabrielle se quedara atrás... hacía ya tiempo que eso no se planteaba.

—Bien —afirmó la bardo, agarrando su vara, y se quedó mirando mientras su

compañera saltaba por la ventana, sobre el tejadillo del porche, luego daba una voltereta

en el aire y caía hacia el suelo—. No me podría inventar a nadie más asombroso que ella

—le murmuró a Ares, al tiempo que abría la puerta y corría escaleras abajo.

Xena aterrizó en el suelo justo en el momento en que los primeros jinetes entraban a

la carga en la aldea, blandiendo antorchas encendidas, directos hacia los aldeanos con

lanzas y picas de hierro. Eran la típica banda, pensó la guerrera mientras se dirigía hacia

el primero de ellos a la carrera, espada en ristre.

El primero de los asaltantes bajó la pica y no alcanzó por los pelos a la mujer que

corría. Levantó la vista justo cuando un cuerpo enfundado en cuero se le tiraba encima y

lo hacía caer del caballo, y ambos rodaron por el suelo. Empezó a levantarse,

blandiendo aún la pica con una mano, pero Xena bloqueó el ataque, se montó de un

salto en el resollante caballo y dirigió al animal con las rodillas hacia la avalancha de

asaltantes.

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Eran como una docena y media y tres de ellos cayeron bajo su espada antes de que

los demás se dieran cuenta de que en este pueblecito había algo más de lo que se

esperaban. Con un grito salvaje, Xena cargó contra ellos, alternando las estocadas

brutales de su espada con golpes demoledores que atravesaban su media armadura como

si estuviera hecha de tela.

Una choza estaba en llamas. Maldiciendo, Xena frenó a su montura y miró a su

alrededor y vio a Gabrielle, que ya se dirigía al edificio.

—¡Yo me ocupo! —le gritó la bardo, haciéndole un gesto para que se fuera, y blandió

la vara con fuerza en redondo para eliminar a un asaltante que había desmontado, al que

alcanzó limpiamente en la cabeza y que se desplomó en el suelo sin el menor ruido.

—Bonito... —se dijo Xena, luego se bajó del lomo del caballo y se puso a atacar a los

asaltantes a pie. El más alto de ellos consiguió agarrarla y le estampó el antebrazo en la

cabeza. Ella rodó con el golpe y se levantó inmediatamente, avanzó y lo alcanzó en la

cara con un buen codazo. Él la miró un momento, atónito, y luego cayó deslizándose

por su cuerpo hasta la tierra removida del patio.

Oyó cascos de caballo que se acercaban y al levantar la mirada, vio a un lancero a

caballo que cargaba contra ella, con los ojos entornados tras el visor de cuero duro.

Xena sonrió y esperó a que la punta estuviera a un milímetro de distancia de su cara,

entonces se echó a un lado y agarró la lanza, plantó ambos pies con fuerza en la tierra y

aguantó el tirón.

Desmontó al jinete y utilizó el extremo de la lanza para darle un golpe brutal en la

cara que lo mató al instante.

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Ahora oyó unos cascos más pesados y cuando esta vez levantó la mirada, se le heló la

sangre en las venas. Un jinete cargaba no contra ella, sino contra una figura solitaria que

estaba en medio del camino que llevaba a una casa conocida.

El animal era inmenso, casi del doble de tamaño que Argo, y el jinete... A Xena se le

congeló la mente. Más alto que un hombre, con cabeza y cuello de toro.

—Un minotauro —murmuró y sintió que se le aceleraba el corazón. Y Herodoto

estaba plantado justo delante de él.

El tiempo se hizo más lento, como siempre le sucedía en momentos como éste. Y

tuvo un único y mero instante para comprender que podía no hacer nada y dejar que este

hombre, que había hecho daño a su familia, que le había hecho tanto daño a su

Gabrielle, se llevara su merecido. A manos de un enemigo que ella sabía que tenía pocas

posibilidades de vencer.

—Maldición. —Y echó a correr, propulsando su cuerpo con largas y poderosas

zancadas que devoraban la distancia cada vez a mayor velocidad, al tiempo que

envainaba la espada y se lanzaba hacia el caballo galopante, el minotauro y Herodoto.

El minotauro alzó el garrote para asestar el golpe mortal, soltando un rugido

resollante que estremeció el suelo con su furia. Bajó el brazo, pero el garrote quedó

bloqueado de repente por una figura que volaba por el aire, que giró en pleno salto y que

recibió el fuerte golpe en las placas de bronce de su armadura.

Ay. Xena hizo una mueca de dolor cuando el garrote se estrelló en su armadura, pero

eso no le impidió enganchar las manos en el arnés de cuero, aprovechando el impulso

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para dejarse caer por el otro lado del caballo con la esperanza de que su peso bastara

para hacerlo caer con ella.

Y así fue, aunque por los pelos, y los dos cayeron y se estamparon con el tronco del

árbol contra el que estaba arrinconado Herodoto. Xena sintió que le bailaba el cerebro

por el impacto, pero no hizo caso de la desagradable sensación y se apartó del tronco de

un salto y se puso en pie, encarándose al minotauro. Oh... madre mía. Qué peligro.

—Vete de aquí —le gruñó a Herodoto—. ¡Vamos!

Él obedeció, pero no se alejó mucho, sólo se puso fuera del alcance de su espada y

del minotauro resollante y babeante.

—Vas a morir —dijo ásperamente el medio hombre, medio bestia, abalanzándose

contra ella.

—Eso ya lo he hecho —respondió Xena, parando el golpe con el brazal y dándole

uno a su vez, que hizo que la bestia se tambaleara, sorprendida. ¿Qué era eso que me

decía Gabrielle? ¿Que me convenzo a mí misma de que puedo hacer las cosas? Pues

muy bien... a ver si puedo convencerme de que puedo derrotar a... esto.

El minotauro sacó la espada y la atacó, ella respondió y se pusieron a intercambiar

golpes que hacían saltar chispas de sus espadas y lanzaban un siseo etéreo por el camino

cuando las armas se rozaban entre sí.

La atacó de nuevo, empujando la espada con fuerza contra la suya y aprovechando su

mayor tamaño para intentar clavarla al árbol, pero Xena se movió de lado, desvió la

fuerza de la estocada y le hundió la empuñadura de su espada en el costado, lo cual le

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hizo soltar un gruñido de dolor y corresponder con un golpe que le dejó la cabeza como

si la tuviera llena de campanas repicando.

Sabía que la había dejado aturdida y soltó un bramido de triunfo al tiempo que le

rodeaba el cuello con las manos, y ella no pudo impedírselo.

El mundo empezó a apagarse bajo la presión de sus manos agarrotadas y sintió un

leve zumbido que le iba llenando los oídos. Ahora estaba todo en silencio, salvo por el

zumbido, y se estaba poniendo todo oscuro, y su cuerpo estaba demasiado cansado para

obedecer sus órdenes instintivas de luchar.

No puedo... Su mente flotaba en una bruma gris. No puedo marcharme... tengo algo...

que hacer. Alguien... a quien ver. Y una lanza descarnada y vívida de terror atravesó la

oscuridad y desterró el zumbido, al tiempo que ella volvía a hacerse con el control de su

cuerpo, levantaba las manos y le aferraba los brazos peludos. Con esto, o me salvo o me

mato, proclamó su mente con calma.

Y dobló el cuerpo hacia arriba, apoyó las botas en su pecho y empujó con toda la

fuerza que fue capaz de darles a sus piernas. Se le tendría que haber roto el cuello, pero

en cambio, consiguió que soltara las manos y que se estampara contra el árbol. Y el

mismo impulso la lanzó hacia atrás por el aire, dando una voltereta que su cuerpo logró

controlar de algún modo, y aterrizó en el polvo, donde llenó los pulmones de aire con

bocanadas inmensas.

Vio que se lanzaba hacia ella, con los brazos abiertos, demasiado rabioso para

recordar quién era ella o lo que tenía en la mano. Se agachó y luego se levantó de golpe

en el momento en que él saltaba, su espada le atravesó la armadura y se hundió en su

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inmenso pecho al tiempo que la estocada hacia arriba detenía su caída y lo lanzaba hacia

atrás, con la espada de Xena hundida hasta la recia empuñadura en el cuerpo.

Los dos cayeron al suelo y Xena se apartó de él rodando, se sujetó sobre una rodilla,

apoyándose en la otra, y esperó a que le dejara de temblar el cuerpo y el mundo dejara

de dar vueltas.

Oyó pasos a la carrera cuyo sonido le resultaba familiar y cuya presencia no despertó

alarmas en sus maltrechas defensas. Sacó fuerzas de algún lado para ponerse en pie con

un esfuerzo, justo a tiempo de frenar la carrera desbocada de Gabrielle hacia ella y

estrechar a la bardo entre sus brazos aún temblorosos.

—Sshh... tranquila.

—Por los dioses... creí... casi te... —jadeó la bardo, palpando el cuello magullado de

Xena—. Oh... Xena.

—Tranquila, Gabrielle. Estoy bien. Tú... ve a ver cómo está tu madre... yo estaré

bien. Sólo necesito recuperar el aliento —le aseguró la guerrera, estrechándola para

recalcar lo que decía—. Ve.

Los ojos verdes se clavaron en los suyos durante largos instantes.

—Ahora mismo vuelvo —prometió la bardo—. Luego voy a ocuparme de ti, porque

no tienes aspecto de "estar bien". ¿De acuerdo?

Xena le sonrió con cansancio.

—Trato hecho.

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Y se alejó por el camino, mirando apenas a su padre al pasar.

Xena observó la cara de éste, que la seguía con la mirada, y luego se encontró con sus

ojos cuando se volvió hacia ella. Y captó, por un brevísimo instante, un atisbo de un

chiquillo de ojos desorbitados cuyo espíritu le resultó muy familiar.

Luego desapareció y sus ojos volvieron a enturbiarse.

—¿Por cuál de los dos apostabas? —fue la tranquila pregunta de Xena, al tiempo que

sentía que recuperaba su nivel de energía y su fuerza. Fue hasta la figura tirada del

minotauro, le puso una bota en el pecho, agarró su espada con las dos manos y pegó un

buen tirón que le arrancó el arma del pecho.

Herodoto se quedó mirándola largamente.

—No lo sé. —Hizo una pausa—. ¿Por qué no has dejado que me matara? No habrías

perdido nada.

Xena apartó la mirada de su espada, que estaba limpiando en los calzones del

minotauro, y lo miró fijamente.

—Ya tengo mucha sangre en las manos. No quiero la tuya. —Envainó la espada y

avanzó hacia él—. Lamento decepcionarte.

—Pero no habrían sido tus manos, ¿no? —preguntó apagadamente.

—Ah, sí, claro que lo habrían sido —replicó la guerrera—. Sabía que podía impedir

que te matara. —Hizo una pausa y luego meneó la cabeza—. Lo que no sabía era si

podía impedir que me matara a mí.

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—No te entiendo —replicó Herodoto—. ¿Qué motivo podrías tener para arriesgar tu

vida por mí?

Xena llegó hasta él, obligándolo a levantar la cabeza para mirarla, y se quedó callada

durante largos instantes. Luego suspiró.

—Que ella te quiere.

Herodoto la miró fijamente.

—¿Así de simple?

—Así de simple —fue la respuesta. Fue girando para examinar el pueblo, que estaba

recuperando algo parecido al orden. Las bandas de asaltantes eran algo corriente, en esta

parte del mundo. Suspiró de nuevo y echó a andar hacia la posada.

—Xena —la siguió la voz de Herodoto.

—¿Sí? —Se volvió para mirarlo.

—Apostaba por ti. —Y por un mero instante, el chiquillo de ojos desorbitados volvió

por sus fueros. Luego desapareció y un hombre ya mayor deshecho durante demasiados

años emprendió el camino de regreso a su casa.

Xena meneó despacio la cabeza y se rió por lo bajo, luego se dio la vuelta y se dirigió

de nuevo a la posada, pasando por entre grupos de aldeanos que la miraban con ojos

atentos. Bueno... al menos no lo hacen con franca hostilidad, pensó. Hemos mejorado.

Se detuvo cuando una de las niñas se le acercó y le ofreció un odre de agua.

—Gracias. —Aceptó el odre y sonrió a la niña a cambio.

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Con timidez, la chiquilla rubia sonrió a su vez y agachó la cabeza mientras regresaba

donde su madre, según parecía, la estaba esperando. Dioses... ¿alguna vez he sido tan

joven? Xena suspiró, quitó el tapón del odre y echó un buen trago. Y continuó

caminando, desviándose para entrar en la cuadra y visitar un momento a Argo para

asegurarse de que estaba bien.

—Te has perdido un buen espectáculo, chica —informó a la yegua, que la miró

masticando heno apaciblemente—. No te habría gustado nada ese minotauro. —Puso

los brazos sobre el alto lomo de la yegua y apoyó la cabeza en el hombro dorado—. Ha

faltado menos de lo que a mí me gusta, Argo —murmuró en el pelo del caballo—. Por

un momento... —Tomó aliento y se irguió, rechazando la idea. No ha ocurrido. Eso es

todo.

Se dio la vuelta, se apoyó en la yegua y bebió otro largo trago de agua, haciendo una

mueca por el sabor metálico a sangre, y se dio cuenta de que con ese último golpe del

minotauro se había mordido la mejilla por dentro. Oh... cómo me va a doler. Suspiró,

movió la cabeza de lado a lado para aflojar los músculos del cuello y oyó el crujido de

las vértebras maltratadas. Con todo, comentó una voz muy ufana y satisfecha en su

interior, no había estado nada mal, teniendo en cuenta que había acabado con la mayor

parte de los asaltantes y había matado a un minotauro en combate singular. Me parece

que aún no estoy del todo como para jubilarme.

La puerta se abrió y levantó la mirada cuando entró Gabrielle, que cerró la puerta al

pasar y cruzó el suelo cubierto de paja con paso decidido.

—Hola —dijo, cuando llegó al lado de Argo.

—Hola, tú —replicó Xena, ofreciéndole el odre de agua.

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—Gracias. —Lo cogió y bebió. Luego observó atentamente el rostro de Xena—.

Menudo susto. —Se acercó más y alzó una mano para tocar las marcas amoratadas que

tenía la guerrera en el cuello—. No me... Por un momento, he pasado muchísimo miedo.

Xena la envolvió entre sus largos brazos.

—Yo también —confesó, cerrando los ojos y hundiendo la cara en el pelo claro de

Gabrielle durante largos instantes. No podía dejar esto... ahora no. Todavía no—.

Bueno, supongo que puedo tachar al minotauro de mi lista de desafíos, ¿no?

Notó que la bardo se reía.

—Sí, supongo. —Echó la cabeza hacia atrás y miró a su compañera—. ¿De verdad

tienes una lista?

Xena sonrió.

—Claro, ¿no la tiene todo el mundo? —Estrujó a la bardo—. Ah... y por cierto,

hazme un favor y cuéntale a Hércules la historieta del minotauro y yo la próxima vez

que nos los encontremos, ¿vale?

Gabrielle se soltó y la miró perpleja.

—Espera un momento. ¿Es que te has dado un golpe en la cabeza? Me ha parecido

oírte... ¿me estás pidiendo que le cuente a alguien una historia sobre ti?

—Pues sí —confirmó Xena, pasándole a Gabrielle un brazo por los hombros y

llevándola hacia la puerta—. Nos hemos apostado cincuenta dinares a que no soy capaz

de derrotar a un minotauro en un combate cuerpo a cuerpo.

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La bardo se echó a reír.

—¿Cincuenta dinares? ¿Pero estáis chalados? ¿Qué otras cosas os habéis...? Oh...

espera. Olvida la pregunta. ¿Él puede derrotar a un minotauro?

—Seguro que sí... —respondió Xena—. Recuerda que es un semidiós.

—Mmm. —Gabrielle se lo pensó un momento—. ¿Alguna vez apostáis el uno contra

el otro? —preguntó, con curiosidad—. O sea, ¿tú contra él?

—Gabrielle... que es hijo de Zeus —dijo la guerrera riendo—. Y la última vez que lo

comprobé... —Se palpó un lado de la mandíbula e hizo una mueca de dolor—. Yo soy

mortal. No tendría muchas posibilidades.

Cruzaron el patio ahora vacío, de donde ya se habían llevado los cuerpos y que estaba

pintado por las bandas carmesí de la puesta de sol. Ya estaban casi en la puerta de la

posada cuando Gabrielle rompió el silencio.

—Yo apostaría por ti.

—¿Qué? —preguntó Xena, y casi se le resbaló la mano en el picaporte al volverse

para mirar a su compañera.

—He dicho que si te enfrentaras a él, yo apostaría por ti —repitió la bardo con calma

—. Ahora, ¿me vas a dejar que eche un vistazo a esas marcas? —Alzó las cejas al mirar

a Xena, que estaba ahí plantada sujetando la puerta abierta con un leve ceño.

—Estoy bien, Gabrielle, no es más que... —Se fijó en la expresión de esos ojos

verdes—. Vale... vale... sí, te dejo. —Y consiguió no sonreír con un gran esfuerzo—.

Adelante, majestad.

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Pensándolo bien, reflexionó Xena, no mucho después, no ha sido tan mala idea

después de todo. Estaba tumbada en la cama, con Gabrielle sentada con las piernas

cruzadas a su lado, y la bardo le aplicaba concienzudamente un aceite curativo en las

magulladuras causadas por los asaltantes y el minotauro.

—Dioses... eso te tiene que haber dolido —comentó la bardo con una mueca, tocando

el punto donde había recibido el golpe que era para Herodoto. Extendió el aceite con

dedos delicados, luego levantó la mirada y se encontró con los ojos azules tiernamente

risueños que la observaban. Al verlo, se le extendió una sonrisa por la cara, que le fue

correspondida inmediatamente—. Sabes... cuando vi a esa cosa que iba derecha hacia

él... me di cuenta de que tenías razón, Xena. No lo odio.

—Ya lo sabía —fue la tranquila respuesta.

—Sí... es cierto... eché a correr hacia él... aunque sabrán los dioses qué pensaba que

iba a hacer cuando llegara allí. —Miró a Xena con sorna—. Entonces me adelantaste

como si me hubiera quedado parada... y no sé si estaba más muerta de miedo por ti o

aliviada por él. Qué raro. —Hizo una pausa, luego sonrió de nuevo y le dio una

palmadita a Xena en el muslo—. Hay que ver cómo te mueves cuando quieres.

—Me defiendo —contestó Xena, con modestia—. Y si te sirve de consuelo, la verdad

es que yo tampoco tenía ningún plan sobre lo que iba a hacer cuando llegara allí.

Gabrielle se quedó mirándola y soltó una risita.

—¿En serio?

Xena le puso una mano distraída en la rodilla.

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—En serio... no tengo un plan de prevención para minotauros.

—Ojalá hubiera podido hacer algo para ayudar —suspiró la bardo, contemplándose

las manos—. En lugar de quedarme ahí plantada muerta de miedo.

La mano que descansaba sobre su rodilla la agarró y levantó la vista, sobresaltada,

para mirar a los ojos ahora serios de Xena.

—¿Qué? Oh... ya sabes lo que quiero decir, Xena... sólo estaba...

—Esta mañana le dijiste una cosa a tu madre. —El tono de la guerrera era muy

apagado.

Le dije muchas co... oh.

—Sí, es cierto. —Pues sabía casi con toda seguridad a qué se refería—. Y es la

verdad. —Es la verdad que no podría vivir sin ti... sin esto... ya no... Se me había

olvidado que lo había oído. Sonrió por dentro. Pero me alegro de que lo oyera, aunque

seguro que le dio un poco de corte... Es decir, primero esto del vínculo vital, luego...

Xena asintió despacio.

—Creo que sabes que es mutuo. ¿Verdad?

Gabrielle sintió que se ruborizaba.

—Pues... mm... —Respira, Gabrielle, respira...—. No, no lo sabía —terminó, con un

susurro casi inaudible.

—Quería... asegurarme de que lo supieras. —Xena respiró hondo—. Porque... cuando

esta tarde el minotauro estaba estrangulándome... lo único que me hizo seguir... —Se

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calló, alargó la mano y agarró los dedos inmóviles de la bardo—. Fue saber que tenía

una razón para no morir. —Esperó a que los ojos verdes se posaran en los suyos, como

así hicieron—. Sentí tu miedo... y eso me dio la fuerza de voluntad necesaria para

soltarme, Gabrielle. Así que... no te quedes ahí diciéndome que no hiciste nada. —Una

breve pausa—. Porque sí que lo hiciste.

Gabrielle tomó aliento varias veces para decir algo, pero al final levantó sus manos

unidas y apretó la mejilla sobre los nudillos de Xena, cerrando los ojos y sonriendo. Y

confiando en que el vínculo que las unía hablara por ella. Para ser bardo, tengo una

tendencia nefasta a permitir que me deje sin palabras. Qué... bochorno. Pero creo que

capta el mensaje.

Y efectivamente, habló por ella, pues sintió un tirón hacia abajo y se dejó caer en

brazos de Xena, hundiéndose en la poza de luz carmesí que se derramaba sobre las dos.

—Oye —murmuró Gabrielle, bastante después—. Vi cómo te golpeaba... ¿qué tal la

cabeza? No tienes conmoción, ¿verdad?

—Mmm. —Xena abrió los ojos de mala gana y pensó en la pregunta—. No... no

creo. Normalmente tengo una... sensación como de niebla justo después, cuando me

ocurre. Esta vez no. —Levantó la mano con indolencia y se dio unos golpecitos en la

cabeza—. Bien dura.

La bardo ladeó la cabeza para mirar a Xena.

—¿Te ocurre tan a menudo? Sabes que no es nada bueno. —Arrugó la frente con

preocupación. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? Por los dioses, Gabrielle, ¿cómo

puedes estar tan ciega?

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—Un par de veces. —Xena se encogió de hombros—. Intento evitarlo, amor. No me

apetece que se me revuelvan los sesos. —Y sonrió en silencio al darse cuenta de la

naturalidad con que se le había escapado ese término cariñoso. Incluso con Marcus,

había tenido que hacer un esfuerzo consciente para emplear palabras como ésa. Con

Gabrielle no. Simplemente... le salían. Advirtió que Gabrielle no decía nada, pero

tampoco podía disimular el brillo de sus ojos.

—No, supongo que no —contestó Gabrielle, más animada. Miró por la ventana—.

Bonita puesta de sol. —Guiñó los ojos y se quedó mirando la luz rojiza, notando el

calor en la cara—. Echo de menos contemplarlas ahí fuera.

—¿Sí? —preguntó Xena con curiosidad—. Creía que preferías estar bajo techo. —No

como yo, por ejemplo.

La bardo hizo un gesto negativo con la cabeza y se puso boca arriba, por lo que se

quedó mirando el techo manchado de carbón.

—No... echo de menos mirar las estrellas contigo —contestó con tono soñador—. O

imaginar formas en las nubes... o contemplar la puesta del sol. Escuchar cómo cambian

los ruidos de los animales del día a la noche. Oír las cascadas que tan bien se te da

encontrar para que acampemos cerca. —Hizo una pausa—. Me alegro de que nos

marchemos mañana.

Xena se lo pensó.

—Yo también. —Se rió suavemente—. Y tenemos mucho viaje por delante hasta

llegar a Cirron.

—Mmm —asintió Gabrielle—. Va a estar bien volver a ver a Jess.

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—Ya lo creo. —La guerrera suspiró—. Verás la que me va a montar.

La bardo ladeó la cabeza.

—¿Por qué? Oh... por... —Sus ojos pasaron de la una a la otra.

—Sí —dijo Xena con aire mortificado.

Gabrielle soltó una risita.

—¿Todos esos comentarios insidiosos eran por eso?

La respuesta fue un suspiro.

—No te preocupes. —Le dio unas palmaditas a Xena en el hombro—. Yo te protejo.

Le diré que te deje en paz o me invento una historia sobre él y se la cuento a todos sus

amigos.

Le respondió una gran sonrisa deslumbrante.

—Ven aquí.

—¿Eh? ¿Qué...? Oh. —Gabrielle cerró los ojos y disfrutó del beso, dejando que su

calor se derramara a través de ella como el vino especiado en una noche fría—. ¿Te he

comentado alguna vez lo bien que haces eso? —murmuró, cuando hicieron una pausa

para respirar.

—Pues sí —fue la guasona respuesta—. Pero nunca viene mal practicar.

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—No —replicó la bardo—. Además... —Deslizó una mano por las costillas de Xena

y notó cómo se agitaban los músculos bajo sus dedos—. Hay que tener mucho cuidado

con eso de que te han dado en la cabeza. Será mejor que no duermas durante un rato.

—Oh... ésa sí que es buena —dijo Xena riendo—. Me gusta. —Colocó a Gabrielle en

una postura más cómoda y le pasó una mano por la parte frontal del cuerpo, sonriendo

cuando se le cortó la respiración—. Voy a tener que conseguir que me den en la cabeza

más a menudo. —Entonces dejó de hablar y se limitó a reaccionar.

—¿Xena? —Gabrielle, cómodamente tumbada encima de Xena, levantó la cabeza

para mirar atontada a la guerrera medio dormida. Mucho más tarde.

—¿Mmm? —Xena abrió un ojo azul y la miró con benévolo cariño.

—¿Está bien... o sea, estás cómoda así? ¿Dejando... que te use como una gran

almohada? —Se sonrojó. Ya era hora de que se lo preguntaras, ¿no te parece?—. O

sea... con sinceridad. —Es decir, ¿puedes respirar con todo este peso encima de las

costillas, por ejemplo?

Xena arrugó el entrecejo y se rió en silencio, con un temblor interno que Gabrielle

notó.

—Claro que sí, Gabrielle. Éste es tu sitio. —Le revolvió el pelo a la bardo y le frotó

la espalda suavemente—. A mí... me gusta.

Palabras dichas como si tal cosa..., pensó Gabrielle, mientras se deslizaban por su

alma y le atenazaban el corazón con un brusco espasmo. Éste es mi sitio. En su interior

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prendió un grito de alegría que se extendió por su cuerpo y salió a la superficie en forma

de sonrisa descontrolada y una inmensa inhalación.

—Me alegro —suspiró, y volvió a bajar la cabeza y a relajarse.

Je... algo he dicho bien. Xena miró a la bardo con curiosidad, notando la reacción en

su cuerpo y a través del vínculo que las conectaba. Entonces se acordó... la imagen de

una escena ocurrida hacía ya más de dos años. "Éste no es mi sitio", había dicho la

joven aldeana rubia. Y Xena percibió la verdad de sus palabras, incluso entonces. Pero

esto no te lo esperabas, ¿verdad?, rió su mente. Las dos habían estado buscando algo. Y

pensar que lo hemos encontrado la una en la otra. ¿Qué probabilidades había de que

eso ocurriera?

Se quedaron tumbadas un rato en silencio, las dos ensimismadas. Por la ventana se

colaban los ruidos apagados de la actividad del patio y la brisa que entraba traía el olor a

humo de leña.

—Se deben de estar preparando para la boda de mañana —comentó Xena, a lo que la

bardo asintió.

—Sí... —Gabrielle bostezó y levantó la cabeza, apoyando la barbilla en el hombro de

Xena—. No creo que ahora mi padre vaya a decir nada si estás presente. —Sus labios se

curvaron con una sonrisa—. Pero podrías ser amable y no aparecer con armadura.

Xena la miró enarcando una ceja.

—Ya veremos —comentó—. No has comido en todo el día. ¿Tienes hambre?

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—Un poco. —Gabrielle la miró con ojos soñadores—. Pero no lo suficiente para

moverme o hacer nada al respecto. —Sus ojos se posaron en el cuello de Xena, a pocos

centímetros de distancia—. Ya están desapareciendo. —Meneó la cabeza y levantó una

mano para tocar delicadamente las marcas del cuello—. Increíble.

Xena echó de repente la cabeza a un lado, en actitud de escucha. Cascos de caballos,

de nuevo, pero esta vez más lentos, más decorosos.

—¿Qué? —preguntó Gabrielle suavemente, al percibir el cambio en ella y ver cómo

se le ponían los ojos distantes mientras concentraba sus otros sentidos.

—Caballos, son dos —contestó Xena, esbozando una leve sonrisa, cuando los cascos

se detuvieron en el patio y el callado murmullo de voces llegó hasta ellas flotando en la

brisa—. Será mejor que nos vistamos.

—¿Quién es? —susurró la bardo, echando una mirada hacia la ventana y observando

luego su cara. No debe de ser muy grave, está sonriendo.

—Madre y... —Se concentró y luego sofocó una ligera carcajada—. Toris.

Gabrielle sonrió muy contenta.

—¡Genial! —Hizo una pausa—. ¿Te parece bien que les cuente lo del minotauro?

Xena se encogió de hombros.

—No tiene sentido que no se lo cuentes... de todas formas, se lo van a oír a todo el

mundo. —Rodó hacia un lado y se levantó, llevándose a Gabrielle de paso, y depositó a

la bardo limpiamente sobre los pies—. Ya estás.

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—Gracias. —La bardo le dio una palmadita en el costado—. Toma. —Le pasó una

túnica del morral que estaba cerca de la cama y sacó una para sí misma—. Cuidado,

Ares. —Rodeó al lobezno, que ahora estaba totalmente despierto, y se puso la prenda, se

la ciñó y cogió una fruta de la cesta que estaba encima de la mesa—. ¿Hay alguna

posibilidad de que tu madre les dé algunos consejos de cocina? —bromeó, mordiendo la

manzana que tenía en la mano y volviéndose de cara a Xena.

Y se encontró con que unos dientes blancos, precisos y delicados, le quitaban el trozo

de manzana de la boca y lo sustituían por un beso.

—Uuh —gorjeó, masticando apresuradamente lo poco que le quedaba y tragando—.

¿Podemos hacerlo otra vez?

—Luego —rió Xena, guiñándole un ojo, al tiempo que sujetaba la puerta abierta—.

Primero vamos a saludar.

Llegaron al pie de las escaleras justo cuando Cirene y Toris estaban hablando en voz

baja con el posadero. Quien levantó la vista al oír sus pasos en las escaleras y luego

parpadeó, paseando la mirada entre Xena y los dos recién llegados.

—Vaya, vaya... qué casualidad verte aquí —sonrió Toris, quien rodeó al posadero

para darle un abrazo de oso a su hermana, que le fue correspondido con cierto

entusiasmo. Se separaron y él se quedó mirando a Gabrielle un momento.

La bardo captó su vacilación y le sonrió afectuosamente.

—Hola, Toris. —Y se acercó a él para abrazarlo. Él sonrió ampliamente y

correspondió, con mucha más delicadeza que al saludar a Xena.

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—Madre —dijo Xena, al tiempo que Cirene la abrazaba con energía—. Gracias por

venir hasta aquí.

Cirene la miró enarcando una ceja.

—Cuando Johan me dijo... —Meneó la cabeza y bajó los ojos—. Luego hablamos. —

Se volvió hacia Gabrielle con una sonrisa radiante y estrechó a la bardo entre sus

brazos, luego la apartó sosteniéndola para mirarla largamente.

—Hola, mamá —dijo Gabrielle, con una sonrisa pícara—. No esperaba volver a verte

tan pronto.

Xena se quedó mirando un momento y luego se volvió hacia el posadero, que los

estaba mirando a todos fijamente.

—¿Algún problema? —le dijo, enarcando una ceja.

—Mm... ¿amigos tuyos, guerrera? —preguntó el hombre, vacilante.

—Familia —respondió Xena, saboreando la palabra en la boca, dándole vueltas y

gozando de la sensación.

—Les daré la mejor habitación que tenga disponible —prometió el posadero,

sonriéndole nervioso.

—¿Estás bien, hija? —le preguntó Cirene a Gabrielle en voz baja, mirándola

preocupada a los ojos.

La bardo soltó aliento y asintió con la cabeza.

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—Sí... ahora. —Sus ojos se posaron inconscientemente en la alta figura de Xena y

luego volvieron a ella—. He estado en buenas manos.

Cirene le dio una palmadita en la mejilla.

—De eso estaba segura. —Se volvió hacia Xena—. ¿Nos sentamos a hablar? —

Indicó las mesas, que dado lo tarde que era, sólo estaban ocupadas a medias.

—Claro —dijo Xena, y le puso una mano en la espalda a Toris para hacerlo avanzar

—. Mientras no comamos nada de lo que sirven aquí —dijo susurrando apenas, sólo

para que lo oyera Cirene.

Su madre se detuvo y la miró pensativa.

—Ahora mismo me reúno con vosotros. —Y se dirigió muy decidida a la cocina de la

posada.

Xena sonrió y le guiñó un ojo a Toris. Quien le guiñó un ojo a su vez, con el

entendimiento propio de los hermanos. Se sentaron a una mesa vacía, bebiendo las

jarras de cerveza que les había traído el posadero.

—Bueno... —dijo Toris, recostándose y apoyando una bota en el soporte de la mesa

—. ¿Qué os contáis?

Oyeron un estrépito en la cocina.

—Cirene, la Posadera Guerrera —murmuró Xena y salió disparada de la silla hacia la

puerta, saltando por encima de dos mesas que le bloqueaban el camino.

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Toris y Gabrielle se miraron el uno al otro durante un largo instante de pasmo y luego

estallaron en carcajadas.

—Oh, dioses... —suspiró Gabrielle—. Qué falta me hacía. —Bebió un largo trago de

la cerveza que tenía delante. Luego levantó la vista y se encontró con los ojos de Toris,

que la miraban preocupados. Qué sensación más rara, pensó, ver los ojos de ella en la

cara de él.

Toris se echó hacia delante, titubeó y luego habló.

—Escucha... no sé cómo decirte lo mal que me sentí cuando Johan nos lo contó. —

Miró a su alrededor y luego volvió a centrarse en ella—. Eres como una segunda

hermana para mí, Gabrielle...

Los ojos verdes lo miraron atentamente.

—No sabes lo que significa para mí... que hayáis venido los dos. —Se fijó en el leve

rubor que le tiñó el rostro—. Gracias, Toris. Sois un encanto. —Hizo una pausa y ahora

fue ella la que bajó los ojos—. El mero hecho de saber que tenía... —Se calló y notó el

calor de su mano cuando se posó sobre la suya, que estaba encima de la mesa—. Y si tu

hermana no hubiera estado aquí... no sé... qué habría hecho.

Toris sonrió.

—Eres de la familia, eso ya lo sabes —le aseguró—. Y... no tuve oportunidad de

decírtelo... antes de que os marcharais... pero me alegro muchísimo de que lo seas. —

Sus ojos brillaban suavemente—. Me alegro por las dos. —Levantó la vista cuando se

abrió la puerta y devolvió la mirada curiosa del hombre alto y rubio que apareció en el

umbral.

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Gabrielle se volvió para ver a quién estaba mirando y sonrió.

—Hola, Lennat.

Lennat se acercó, sin dejar de mirar al hombre moreno de ojos azules que estaba

sentado con ella.

—Hola. Mm...

—Oh... perdona —dijo la bardo, cayendo en la cuenta—. Mm... Lennat, éste es Toris.

Es el hermano de Xena. Toris, éste es el prometido de mi hermana, Lennat.

Los dos hombres se miraron y entonces Toris sonrió afablemente y le ofreció el

antebrazo.

—Encantado de conocer a un nuevo miembro de mi familia extendida —dijo

despacio.

Lennat le estrechó el brazo.

—Mm... —Por su cara, era evidente que nunca se había planteado tal cosa—.

Supongo que tienes razón... —Con cierto tono de sorpresa y placer—. Encantado

también de conocerte.

Se sentó al lado de Gabrielle y se quedó callado unos minutos, asimilando a todas

luces este nuevo cambio en su vida.

—Mis amigos me estaban haciendo la vida imposible —dijo por fin, como para

justificar su presencia en este lugar a estas horas.

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Todos levantaron la mirada cuando la puerta se abrió de nuevo y Lila, bostezando,

asomó la cabeza en la sala.

—Ah, bien —dijo, al ver la conocida figura de su hermana. Entró del todo en la

posada, arrebujándose en el chal para abrigarse—. Madre... —Entonces levantó los ojos

y se dio cuenta de que había un desconocido en la mesa—. Oh... perdón... —Arrugó el

entrecejo cuando se le acostumbraron los ojos a la luz y su mente intentó averiguar de

qué le sonaba el hombre moreno sentado al lado de su hermana.

—Deja de intentar recordar de qué me conoces —suspiró Toris, poniendo los ojos en

blanco—. Me llamo Toris, no me conoces de nada, pero sí que conoces a mi hermana.

—¿A tu hermana? —preguntó Lila, mirándolo con la cabeza ladeada.

Toris la miró enarcando una expresiva ceja.

—¡Oh! —Lila se echó a reír—. No sabía que...

—Nadie lo sabe —dijeron Gabrielle y Toris exactamente a la vez.

La puerta de la cocina escogió ese momento para abrirse y Xena condujo a la

sonriente Cirene hacia ellos, pero se detuvo un instante al ver a los recién llegados.

Vaya... mira qué fiestecita se ha montado, rió su mente.

—Hola, Lennat, Lila —los saludó, inclinando la cabeza—. Saludad a mi madre,

Cirene. —Miró al otro lado de la mesa—. Ya veo que habéis conocido a Toris. —Se

sentó al lado de éste y se recostó, echando un brazo por el respaldo de su silla—. Es mi

hermano.

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—Jamás lo habríamos adivinado —lograron decir Lennat y Lila a la vez, entonces se

miraron y se echaron a reír.

—¿Ha habido suerte? —le preguntó Gabrielle a Cirene, que soltó un resoplido.

—Yo diría... —comentó Xena, tras beber un largo trago de cerveza—, que las

probabilidades de que nadie resulte envenenado mañana en la boda de tu hermana han

aumentado de forma significativa.

—Bueno... ¿y qué ha sido ese ruido? —insistió la bardo, metiendo la mano por

debajo de la mesa y haciéndole cosquillas a su compañera detrás de la rodilla. Lo cual le

valió una ceja enarcada bruscamente y una sonrisa feroz. Se mordió el labio para no

echarse a reír.

Cirene suspiró.

—Yo sólo intentaba...

—Madre ha puesto pegas al sistema de almacenaje que usan aquí —murmuró Xena,

dirigiendo una mirada a Toris.

Éste hizo una mueca.

—Ah.

—Pavoroso —replicó ella—. Mucho.

Lila y Lennat se acomodaron y todos escucharon mientras Gabrielle relataba la

historia del ataque de esa tarde. Xena dejó que se le relajaran los hombros mientras

escuchaba el relato y observaba cómo los demás observaban a Gabrielle. Vio cómo se

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encogía su familia con la gráfica descripción que hacía la bardo de la lucha con el

minotauro y respondió encogiéndose de hombros.

Lila y Lennat se levantaron cuando terminó y les desearon a todos buenas noches

afectuosamente.

—La verdad es que madre me había enviado aquí para ver si todo iba bien —le

murmuró Lila a Gabrielle cuando se abrazaron.

Gabrielle la miró extrañada.

—Pero si fui a verla cuando terminó todo... así que...

Lila sonrió y le apretó la mano.

—Estaba preocupada por Xena —susurró con aire conspirador.

—Ah. —La bardo sonrió—. Está bien. —Pero se le alegró el corazón por el detalle.

Hasta eso se está arreglando, pensó—. Gracias por preguntar.

Lennat estuvo callado durante el corto trayecto de vuelta a casa, pero por fin suspiró,

mientras avanzaban por el camino iluminado por la luna.

—Bueno... ¿qué opinas? —le preguntó por fin, deteniéndola y sentándose en una roca

cercana. Dio una palmadita en la roca a su lado y ella se sentó, pegándose a él para

calentarse.

—¿Qué opino de qué? —preguntó Lila, aunque se hacía ya una idea de a qué se

refería.

—De todo esto —replicó Lennat.

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—¿Con todo esto te refieres a la familia de Xena, o te refieres a mi hermana y ella,

o...? —le tomó el pelo Lila, cariñosamente—. Vamos, Lennat, ¿qué me estás

preguntando?

—Toris dijo que ahora éramos parte de su familia extendida —dijo Lennat,

esquivando la pregunta—. Considera... supongo... no sé...

Lila se lo pensó.

—Considera a Gabrielle hermana suya —dijo pensativa—. Así que... supongo que yo

también lo soy... y tú... bueno, tú vas a ser mi marido, así que... —Lo miró—. ¿Te

molesta? —Dime la verdad, Lennat. Sabes que puedes.

—Es que... —Lennat suspiró—. Parece que se lo toma tan... como si fuera natural. —

Sus ojos se posaron desazonados en los de ella—. Y para mí no es natural. Tú y yo... eso

sí es natural.

Lila lo miró en silencio.

—¿Tú crees que se quieren menos que nosotros? —preguntó suavemente.

El rubio se quedó contemplando el bosque oscuro largamente. Por fin, posó la vista

en sus manos y luego la miró de nuevo.

—No. —Hizo un mohín con los labios—. No lo creo.

—¿Entonces? —preguntó Lila—. Mira... yo tardé un poco en asimilar la idea... pero

cuando lo hice, Lennat... cuando lo hice... dioses... ¿quiénes somos nosotros para decir

qué está bien y qué está mal? Eso no puede estar mal... el amor no puede estar mal,

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Lennat... no cuando es así... es lo que tú y yo sentimos en estos momentos. ¿Cómo

podrías negarle esa sensación a nadie?

Lennat se quedó mirándola.

—No puedo. —Soltó un largo suspiro—. No puedo y no quiero, y... ahora que he

tenido la oportunidad de hacerme a la idea, para mí también va a ser natural. —Sus ojos

sonrieron—. Y serán de nuestra familia, tuya, mía y de nuestros hijos. —Agitó las cejas

—. Y además... —Empezó a sonreír—. En el mundo en que vivimos, se me ocurre gente

mucho peor con la que estar emparentados.

Lila le puso una mano amorosa en la mejilla.

—Gracias, mi amor. —Levantó la vista—. Ahora, será mejor que vayamos a casa y

descansemos. Me da la sensación de que mañana va a ser... un día muy largo.

Lennat se echó a reír.

—Me parece que tienes razón. —Se levantó y le ofreció el brazo—. ¿Mi señora? —

dijo, recordando los juegos de príncipes y princesas a los que jugaban de niños. Lila

sonrió y posó la mano en su brazo.

—Mi señor... —replicó, y echaron a andar por el camino iluminado por la luna.

Hoy no podemos dormir hasta tarde, pensó Xena, observando distraída cómo el cielo

de fuera adquiría una tenue tonalidad de coral. Ya oía los ruidos de actividad fuera de la

posada: los primeros tintineos apagados de los animales sujetos a los arneses, el eco del

leve golpeteo del martillo ligero del herrero, la protesta lejana de una cabra... todo ello

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transportado por una brisa fría que también le traía el olor acre de las brasas de carbón y

el suculento aroma de un asado en plena elaboración.

Deberíamos levantarnos... hay mucho que hacer ahí fuera. Miró a Gabrielle cuando

ésta se movió, doblando las manos y arrebujándose más contra ella, tras lo cual se relajó

de nuevo con un suspiro satisfecho. A Xena se le pasó una sonrisa por la cara mientras

contemplaba a su compañera dormida. Bueno... tal vez unos minutos más. En realidad

no tenía valor para despertarla... no con ese aspecto tan apacible. No cuando el hecho de

estar pegadas era evidente que le provocaba esa sonrisita de deleite, que conmovía a

Xena y disolvía su resolución como el hielo del río en una mañana de primavera. Me

tiene vencida como si fuera una cría chocha de amor... eso debería molestarme. Se rió

de sí misma. Salvo que lo disfruto tanto como ella.

Era agradable ver que Gabrielle parecía olvidar sus pesadillas cuando dormían así, y

eso le ocurría desde hacía ya tiempo. Y las mías... Los ojos de Xena se endurecieron.

Menos frecuentes que las de la bardo, pero más tenebrosas y violentas. Las dos dormían

ahora toda la noche de un tirón... y eso también contribuía a que su relación durante el

día fuera más cómoda. Se pone irritable cuando no duerme. Y yo me pongo de mal

humor. No es una buena mezcla. Esto... ha sido bueno para las dos. Se le empezaron a

cerrar los ojos de nuevo contra su voluntad, y suspiró, obligándose a abrirlos. No, no...

Vamos ya, tenemos que hacer cosas hoy.

No debería haberme quedado levantada anoche hasta tan tarde con madre y Toris...

menuda tontería. Sus labios esbozaron una sonrisa. Cirene se mostró cariñosa y amable

con Gabrielle mientras ésta estuvo con ellos abajo, pero en cuanto la bardo les dio las

buenas noches a su pesar y subió, su madre se pasó un buen rato despotricando

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indignada. Contra los padres de Gabrielle. Contra Potedaia. Contra la propia Xena,

cuando cayó en la cuenta de que su hija había arriesgado la vida por "ese hombre".

Luego la obligó a subir, mencionando el combate y diciéndole que descansara. Xena

meneó la cabeza, intercambió miradas significativas con su hermano y obedeció la

sugerencia, acurrucándose con alegre placer al lado de su compañera en la habitación a

oscuras.

Se le empezaron a cerrar los ojos otra vez y se lo permitió durante unos minutos,

luego volvió a despertarse a la fuerza. Esto no funciona, se reconoció a sí misma.

Gabrielle se movió de nuevo y esta vez sus ojos se fueron abriendo despacio y sonrió

a Xena.

—Buenos días. —Se estiró con placer sensual y aferró a la guerrera con más fuerza,

estrujándola con un entusiasta abrazo.

—Buenos días a ti también —rió Xena—. ¿Y eso a cuento de qué viene?

—Porque puedo —fue la risueña respuesta, junto con otro achuchón. Miró hacia la

ventana y luego de nuevo a los ojos indulgentes de Xena—. Porras. Ya es de día. —Un

suspiro de fingida pesadumbre—. Supongo que tenemos que salir a ayudar, ¿no? —Y

recorrió el costado de Xena con los dedos, sonriendo al ver la ceja enarcada que obtuvo

como respuesta.

Xena asintió y pasó los dedos por el pelo de Gabrielle.

—Pues sí. —Tocó con delicadeza el borde externo de la oreja de la bardo y vio cómo

se le aceleraba el pulso en el cuello.

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La bardo se planteó por un momento la idea de convencer a Xena para que siguiera

descansando, a sabiendas de que podía... pero reconoció que seguramente a su madre le

vendría bien la ayuda. Y el apoyo. Se echó a reír de repente.

—Oh, dioses...

—¿Qué? —preguntó Xena, mirándola.

—Mi madre se va a volver loca cuando conozca a la tuya. —Rodó hacia un lado, sin

parar de reír—. Va a ser digno de verse. ¿Te fijaste en cómo la miraba Lila por el rabillo

del ojo? Cirene, la Posadera Guerrera. Dioses, Xena... casi me da algo por el ataque de

risa.

Xena se apoyó en un codo y sonrió.

—Bueno, es que lo es. Dejó aterrorizada a esa pobre cocinera.

La bardo la miró y sonrió satisfecha.

—Entonces, supongo que te viene de herencia, ¿eh?

La guerrera la fulminó con la mirada y luego se echó a reír.

—Sí... tal vez sí —reconoció un poco cohibida.

Gabrielle contempló con afecto los familiares rasgos de su cara y siguió los rayos del

sol por su cuello y por la amplia anchura de sus hombros. Y suspiró.

—Tenemos que ir a ayudar, ¿no? —Con pena. Entonces se distrajo de repente por la

intensidad de los ojos azules que la miraban y que le produjo un calor sutil que se

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empezó a extender hacia fuera desde sus entrañas. Aahhh... a lo mejor podemos

retrasarlo un poquito.

—Supongo que sí —contestó Xena, pero no parecía ser capaz de apartar los ojos de

los de Gabrielle y descubrió que su mano se movía por su cuenta para acariciarle la

cara. Sintió una sacudida sensual cuando la bardo le cogió la mano y le besó la palma,

lo cual le aceleró el pulso. Me parece que esas tareas se van a quedar esperando un

rato, rió su mente, al tiempo que se echaba hacia delante y notaba cómo las manos de

Gabrielle se deslizaban por debajo de la tela de su camisa y emprendían una provocativa

exploración, mientras sus labios se juntaban y el mundo desaparecía durante un rato.

—Sabes, podría acostumbrarme a esto del amanecer —dijo Gabrielle con guasa, un

poco después, mientras subía mordisqueando la tripa destapada de Xena, para acabar

acurrucada debajo de su barbilla y cómodamente instalada entre sus brazos—. Debería

intentar despertarme así más a menudo. —Y notó que Xena tomaba aire profundamente

y lo soltaba despacio, calentándole la parte posterior de la cabeza y lanzando una leve

corriente por su cuello. Gabrielle sonrió... le daba gusto. Y también la risa grave que

hubo a continuación y que le produjo pequeñas vibraciones por toda la columna. En

realidad, eso me ha dado más que gusto. Cerró los ojos llena de contento.

—Tendré que recordarlo —comentó Xena, dirigiendo ahora una mirada abochornada

a la ventana iluminada plenamente por la luz del día—. De verdad será mejor que

vayamos a echar una mano o se nos va a caer el pelo.

—Mmm —suspiró Gabrielle—. Supongo que no puedo mandar la boda al Hades,

¿verdad?

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—Gabrielle... —Un tono de advertencia, pero acompañado de risa.

—Tienes que ayudarme a ponerme ese vestido. Hay que abrochar varias docenas de

cositas. Es peor que tu armadura —añadió la bardo, con tono de fastidio, y Xena la

abrazó, luego la soltó, salió rodando de la cama y se puso en pie—. Está bien... está

bien. —Saltó de la cama, se acercó donde Xena estaba hurgando en sus zurrones y

acarició con las manos la espalda desnuda de la guerrera—. ¿Alguna vez te han dicho

que tienes una espalda muy bonita?

Xena se dio la vuelta y se puso en jarras.

—Sólo tú, pero en varias ocasiones —contestó riendo con humor—. Vístete,

Gabrielle. —Hizo una pausa y paseó los ojos por la figura de la bardo, que sonreía

impenitente—. O no me hago responsable de explicar por qué te has perdido la boda de

tu hermana.

Gabrielle cerró los ojos y respiró hondo.

—Será mejor que te vistas tú primero, o me va a dar igual perderme la boda de mi

hermana. —Por los dioses... ¿qué me ha entrado hoy? Algo debía de tener la cerveza

de anoche. Se sonrojó y oyó la risa de Xena—. Lo siento.

Sintió unas manos que le cogían la cara delicadamente y abrió los ojos para

encontrarse con la sonrisa deslumbrante de Xena, que la miraba.

—Jamás te disculpes por eso, Gabrielle. —Y la besó muy a fondo.

—¿Es que tenías que hacer eso? —gorgoteó la bardo, cuando se separaron, y Xena le

pasó una túnica riendo—. Te voy a matar.

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—Claro, claro. Amenazas —rezongó la guerrera, mientras se abrochaba las correas

de su túnica de cuero—. Qué miedo me da. —Se pasó un peine por el pelo oscuro y se

lo recogió apartado de la cara.

—¡Ruu!

Las dos miraron hacia abajo y vieron a Ares sentado sobre las ancas, apoyado en las

patas delanteras, mirándolas primero a una y luego a la otra.

—Oh... —Xena se agachó y lo empujó, frotándole la tripa—. ¿Tú también quieres

participar? Está bien... puedes venir de caza conmigo. ¿Qué te parece? —Se levantó,

cogiendo al lobezno, y lo llevó en brazos mientras bajaban las escaleras.

Cirene paseaba fuera del pequeño templo, asintiendo vigorosamente por dentro.

Había tenido una mañana productiva y tenía muy buenos motivos para estar satisfecha

de sí misma. Había eliminado el banquete que proponía la posada y cuando protestaron

diciendo que no tenían otra cosa que ofrecer... su hija, bendito fuera su talento para la

caza, apareció como si tal cosa con un ciervo gigantesco y lo depositó a los pies del

posadero con esa sonrisa encantadoramente ufana que tenía. Cirene sonrió de oreja a

oreja sólo de pensarlo.

De modo que eso había salido bien y por fin había conseguido establecer una relación

de trabajo con la cocinera de la posada... cuando pudo convencer a la mujer de que de

verdad sabía lo que se hacía en la cocina. Y le dejó probar algunos ejemplos. Cirene se

rió por lo bajo.

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Luego estaba el tema del templo: había enviado a Toris para ayudar a decorarlo con

guirnaldas de flores y ahora entró para echar un vistazo. Vio a un puñado de chicas del

pueblo trabajando en el proyecto y a Toris ayudando, pero era evidente que estaba

distraído por una figura que trabajaba en silencio un poco alejada de las otras.

Gabrielle, y con una cara muy seria. Cirene se quedó ahí un momento y observó

mientras la bardo terminaba lo que estaba haciendo y luego salía por la puerta trasera

del templo. Advirtió las miradas incómodas con que la seguían las aldeanas y la

expresión preocupada de su hijo. Toris la vio y se acercó a ella, la cogió del brazo y la

llevó fuera.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella, en voz baja.

Toris miró a su alrededor y luego a ella.

—Es Gabrielle... ¿sabes lo que ocurrió la última vez que vino a casa?

—No —susurró Cirene—. Pero tú me lo vas a contar, ¿verdad, querido?

Y se lo contó, pues había oído diversas versiones de las chicas del pueblo a las que

había estado ayudando. Pérdicas, Calisto y su propia boda.

—Por los dioses —suspiró Cirene—. Muy propio de Xena no comentar nada de esto.

—Le dio una palmadita en el brazo—. Tú quédate aquí a ayudar. Yo voy a ver si la

encuentro.

—Prueba en el cementerio —replicó Toris, en voz baja, y luego inclinó la cabeza y

regresó al templo. Las chicas lo miraban con disimulo cuando se acercó a ellas y cogió

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otra guirnalda, y se rió irónicamente por dentro. Me parece que ha llegado el momento

de impartir una pequeña lección.

—Bueno —dijo la mayor de todas, mirándolo por el rabillo del ojo—. ¿Qué tal se

lleva eso de ser hermano de Xena? —La más joven soltó una risita—. ¿Puede contigo?

Toris se echó a reír.

—Claro. —Advirtió sus miradas sorprendidas—. Puede con cualquiera. Viene muy

bien, como descubristeis vosotros ayer. —Hizo una pausa—. Siento que nos

perdiéramos todo el jaleo. Pero nos ha dado mucha alegría poder venir y tener la

oportunidad de conocer al resto de la familia de Gabrielle. —Le costó seguir con la cara

seria—. Ahora que ella también es una hermana para mí.

La chica mayor se detuvo y lo miró ladeando la cabeza.

—¿Consideras a Gabrielle parte de tu familia? —Todas lo miraban con disimulo,

prestando apenas atención a las flores que estaban colocando.

—Por supuesto —replicó Toris, saltando sobre un banco de piedra y lanzando un

extremo de la guirnalda que tenía en las manos por encima de la viga de madera que

estaba en lo alto—. Todos la consideramos así... y tendríais que haber visto la gran fiesta

de cumpleaños que le hicimos cuando vino... —Dudó un momento—. A casa. —Y

durante un corto tiempo, había sido su casa. Y, le dijo un sentido interno, podría volver a

serlo algún día. Sonrió—. La queremos. Es estupenda.

Lo miraron sin decir nada y luego se miraron entre sí.

Toris sonrió y siguió decorando.

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Cirene bajó por el solitario camino, acompañada únicamente del ruido que las suelas

de sus botas producían al aplastar la grava del suelo. El bosque ralo que la rodeaba

parecía yermo, pues el invierno se había abatido sobre la región, y se sentía... helada.

Dobló el último recodo antes de llegar al cementerio y se detuvo, a la sombra de un

viejo roble, con una mano apoyada en la áspera corteza. Ante ella se extendía el

cementerio y en el centro de numerosas lápidas, se alzaba una figura solitaria.

Gabrielle estaba en silencio, contemplando la tumba bien cuidada que tenía a los pies.

Hola, Pérdicas. Suspiró. Espero que estés en algún lugar de los Campos Elíseos. Con

mucha gente con quien hablar y muchas cosas que hacer. Se contempló las botas un

momento. Sé que puedes oír mis pensamientos... y sé que sabes lo que me ha pasado

desde que te... fuiste. Una larga pausa. Lo siento, Pérdicas. No sabes cuánto lo siento.

Siento que tuvieras que interponerte en su camino. Siento que celebráramos nuestra

boda. Siento no haberte podido dar lo único que me pedías. Se le nublaron los ojos.

Porque eso ya lo había entregado en otra parte antes de que nos volviéramos a

encontrar. Y creo... que en el fondo de tu corazón... tú lo sabías. Se abrazó a sí misma.

Yo sí. Y seguí delante de todas formas, y nunca, jamás me perdonaré a mí misma por

eso. Aunque tú lo hagas. Aunque... aunque ella me lo perdona libremente. Yo no. Jamás.

Una mirada al cielo azul despejado. Tienen razón, Pérdicas. Éste no es mi hogar, ya

no. Tal vez es que soy gafe. Siempre me echaban la culpa por las malas cosechas, ¿te

acuerdas? En fin. Sé que ahora estás en paz. Algún día, nos sentaremos a hablar,

¿vale? Y no te enfades con Xena... nada de esto fue culpa suya, Pérdicas. No lo fue.

Calisto nos pilló desprevenidas... pensamos que iría por mí. Ni se nos ocurrió que

pudiera ir por ti. Si Xena hubiera podido detenerla, lo habría hecho... aunque... ahora

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sé... que habría sido algo terrible para las dos. Para todos nosotros. Porque ella es la

otra mitad de mi alma, y por mucho que sepa que tú me querías... eso se habría

interpuesto entre nosotros.

Rezó por mí, Pérdicas... nunca pide nada a los dioses, pero se hincó de rodillas y

ofreció su espada y rezó por mi alma. Y, sabes... ésa es una imagen que llevo en el

corazón... siempre. Usó la manga para enjugarse los ojos. Tengo que ir a vestirme y ver

cómo se casa mi hermana, viejo amigo. Estoy rezando para que su vida con Lennat sea

larga, sin peligros y fructífera. Están hechos el uno para el otro... alégrate por ellos. Yo

me alegro. Con cuidado, se arrodilló, cogió un puñado de flores de las guirnaldas de la

boda y las esparció sobre su tumba. Luego se levantó y se quedó con una última flor, a

la que dio vueltas entre los dedos. Descansa en paz, viejo amigo. Entonces respiró

hondo, se dio la vuelta y regresó por el sendero, entre las hileras de muertos antiguos y

recientes.

Cuando llegó al camino, se dio cuenta de que Cirene estaba entre las sombras,

observándola.

—Hola, mamá —dijo, con tono apagado, cuando alcanzó a la mujer mayor.

Cirene se adelantó y la abrazó.

—Lo siento, Gabrielle —murmuró al oído de la bardo—. Siento que te ocurriera todo

eso. No te mereces tantas desgracias.

Gabrielle le devolvió el abrazo, luego se apartó un paso y miró a Cirene.

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—He llegado a una... conclusión sobre todo eso. —Su boca esbozó una sonrisa

cansada—. A veces, las cosas tienen que suceder. Y... parece horrible cuando suceden.

Pero luego miras atrás y ves que... bueno, que tenían que suceder. Eso es todo.

—¿Así es como vives con ello, hija? —susurró la mujer mayor, espantada.

—Tengo que hacerlo —susurró la bardo a su vez—. Porque sé... en el fondo de mi

corazón, que si él hubiera vivido, me habría... Fue una equivocación, mamá... y yo sabía

que lo era. —Cerró los ojos y se le hundieron los hombros—. Y lo hice de todas formas.

Así que esto tenía que suceder. —Hizo una pausa—. Porque si no... —De repente, se

imaginó lo que habría sido... la lenta muerte de sus sueños y el inexorable vacío de su

interior que había averiguado que sólo podía llenarse con una persona. Que había

empezado a sentir, incluso esa noche en que Pérdicas y ella estuvieron juntos. Se había

dicho a sí misma que acabaría pasando, con el tiempo. Pero ahora... sabiendo lo que

sabía... Se estremeció—. Pero tomé una decisión equivocada. Y todos acabamos

pagando por ello.

—Oh, Gabrielle. —Cirene la abrazó de nuevo—. ¿Es eso lo que piensa mi hija

también?

La bardo sorbió y apoyó la cabeza en el hombro de Cirene.

—No... ella dice que lo que ocurrió fue culpa de Calisto y que ninguna de nosotras

tiene la culpa.

—Tiene razón, que lo sepas —dijo Cirene, dándole suaves palmaditas en la espalda

—. Fíjate, mi hija con sentido común.

Eso hizo reír ligeramente a Gabrielle.

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—Oye... —protestó—, que tiene mucho sentido común. —Se dio cuenta de lo que

estaba haciendo Cirene y se alegró por ello—. A veces ve las cosas con mucha más

claridad que yo. —Defender a Xena era un reflejo inconsciente para ella... incluso con

su madre. Aunque sabía que Cirene sólo intentaba distraerla.

—Mmm... —Cirene la rodeó con el brazo y la condujo camino arriba—. Debe de ser

la estatura. Ve mejor. —Pero por dentro, le dolía el corazón, por esta joven bardo, y

también por su hija—. ¿Ella fue testigo, en tu boda, querida?

Gabrielle asintió. Y cerró los ojos por un instante para no recordar aquel adiós.

—Y también dio su bendición, me imagino —insistió la mujer mayor.

La bardo asintió de nuevo. Ojalá hubiera sido capaz entonces de saber lo que estaba

pensando como lo soy ahora. Lo habría sabido. No me habría engañado ni por un

segundo, dado cómo le latía el corazón. Lo noté, cuando me abrazó. El mío latía igual.

Cirene suspiró.

—Qué idiota es a veces.

Gabrielle sofocó una carcajada de sorpresa.

—No, no lo es. —Entonces se le cerró la garganta y casi no pudo hablar—. Sólo hizo

lo que pensaba que era mejor para mí. —Hizo una pausa—. Siempre lo hace. Aunque no

sea lo mejor para ella.

Cirene le estrechó los hombros.

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—Ésa es una de las definiciones del amor más sinceras que he oído en mi vida,

Gabrielle.

La bardo sonrió.

—Lo sé. —Siguieron caminando en silencio durante un rato. Luego—: Gracias,

mamá.

—De nada, querida. Hablando de lo cual, ¿cuándo me vas a presentar a tu madre? Se

lo pediría a Xena, pero ya sabes cómo suele salir eso.

Se miraron y se echaron a reír.

—La verdad es que ha estado... mm... muy diplomática todo este tiempo —afirmó

Gabrielle, con una sonrisa—. Salvo por alguna que otra amenaza y alguna que otra

persona que ha acabado en la pila del estiércol. —Suspiró—. Vamos. Haré los honores.

Oh... qué divertido ha sido, pensó Gabrielle, mientras subía las escaleras hacia su

habitación, después de hacer las presentaciones en casa de su familia. Siento que Xena

se lo haya perdido. Le habría encantado. Lila, desde luego, lo ha pasado en grande.

Abrió la puerta y miró a su alrededor. A Xena no se la veía por ninguna parte, pero había

estado allí.

Gabrielle recorrió la habitación y sonrió. Su vestido estaba fuera del paquete y

cuidadosamente colgado, con todas las cintas y los cierres derechos y ordenados con

precisión. En la mesa estaba su equipo y la bolsa donde guardaba sus joyas. Al lado de

una cesta con pan, queso y fruta, con una nota encima. Cogió la nota, escrita con una

caligrafía firme y conocida.

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Come algo o te caerás redonda durante la ceremonia. Lo digo en serio. X.

Se llevó la nota a los labios y la besó. Dioses, cómo la quiero, rió su mente. La vaga

depresión que sentía desde que había estado decorando el templo desapareció mientras

obedecía, sentada en el borde de la mesa, y elegía una gruesa rebanada de pan que

completó con un buen pedazo de queso blanco y cremoso.

Cuando ya se había comido la mitad, la puerta se abrió sin hacer ruido. Levantó la

mirada y se encontró con los ojos de Xena, y le sonrió afectuosamente.

—Hola. —Su mano indicó la habitación—. Gracias.

La guerrera sonrió y se encogió de hombros con modestia.

—Pensé que te vendría bien un poco de ayuda.

Gabrielle se quedó mirándola y dejó el pan.

—Lo único que me vendría bien ahora eres tú. —Las palabras se le escaparon antes

de que pudiera detenerlas.

Xena dejó el paquete que llevaba y fue hasta ella.

—Toris me ha dicho que estabas disgustada... aunque tampoco me hacía falta su

informe. Ven aquí. —Abrió los brazos y estrechó a Gabrielle entre ellos, pegando a la

bardo a su cuerpo.

La bardo se sumergió agradecida en el fuerte abrazo.

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—Por los dioses... qué gusto —murmuró en el hombro de Xena, aspirando el

agradable olor a jabón de hierbas, cuero y alma gemela—. Creía que lo tenía todo

bastante controlado... me había olvidado del templo. Me hizo recordar todo.

—Sí. A mí también —fue la inesperada respuesta—. No tengo... recuerdos agradables

de ese sitio. —Esquivó los ojos desolados de Gabrielle—. A lo mejor la boda de hoy los

borra todos. —Y consiguió sonreír a su compañera—. Escucha, si quieres quedarte un

poco después de la ceremonia...

—No. —Inmediato y tajante—. Estoy harta de este lugar. Quiero pasar la noche bajo

las estrellas. Sola, con la excepción de un lobo, un caballo y tú.

Xena sonrió sin que la viera.

—Nuestras cosas ya están recogidas —replicó—. Yo también lo estoy deseando. —

Dioses... y cómo. Basta de mentes cerradas, pueblos cerrados e intrigas miserables—.

Mamá tiene todo controlado aquí... se va a quedar unos días, para ponerle las cosas

claras a Hécuba. —Sus labios amagaron una sonrisa—. Qué gracia me ha hecho ver a

esas dos juntas.

Soltó por fin a Gabrielle, que se apartó lo suficiente para mirarla.

—Eres maravillosa.

Xena le sonrió con sorna.

—Qué va.

Gabrielle enganchó las manos en el cuero suave que la cubría y tiró con fuerza.

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—Sí.

—Ve a lavarte —dijo Xena, cambiando de tema—. Y vamos a ponerte ese vestido,

para que puedas asistir a esta boda. —Hizo una pausa—. En marcha.

—Vale, mamá —bromeó Gabrielle, acercándose otra vez para darle otro abrazo.

—Verás como te pille, renacuajo —amenazó Xena, rodeándole la cintura con un

brazo y levantándola—. Ya te tengo.

—¡Xena! —rió la bardo—. ¡Bájame!

—Ni hablar. —La guerrera meneó la cabeza—. Así te quedas. Te voy a llevar así a la

ceremonia. —Echó a andar hacia la puerta—. Hasta puede que haga esto. —Y pasó a

hacerle cosquillas, cosa que hizo vociferar indignada a la bardo, que se reía demasiado

para ofrecer mucha resistencia.

—Ohh... ¡Ay! Para ya... —Intentó agarrar a Xena, pero la guerrera hizo caso omiso

de sus intentos y siguió caminando, salió por la puerta y bajó por el pasillo rumbo a la

habitación del baño—. ¡¡¡Xena!!!

—¿Has oído algo? —preguntó Xena sin dirigirse a nadie en concreto—. Me debo de

estar imaginando cosas. —Abrió la puerta empujándola con la bota, la cerró de una

patada al pasar, agarró las rodillas de Gabrielle y la levantó hasta sujetarla acunándola

entre los brazos—. Suéltate la túnica.

Gabrielle soltó un resoplido, pero obedeció.

—¿Qué haces? Xena, que va a estar frío... oh. Caray —exclamó al sumergirse en la

bañera a la espera, llena de agua caliente perfumada—. Caray. —Xena agarró la túnica

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suelta y se la quitó, dejándola libre para flotar—. Caray. —Suspiró y aspiró

profundamente el olor a jazmín del agua humeante. Y dirigió a Xena una mirada de

adoración pura—. Eres tan mona.

Xena se detuvo, mientras doblaba la túnica de la bardo, posó las manos en el borde de

la bañera, enarcó ambas cejas y bufó.

—¿Mona?

—Sí. —Gabrielle se mordió el labio inferior haciendo un esfuerzo por no sonreír.

Salpicó de agua a su compañera—. No te preocupes, no le voy a decir a nadie lo dulce y

lo mona que eres. Y simpática. Te lo prometo.

Xena se puso colorada. Lo cual hizo reír con deleite a Gabrielle. La guerrera torció el

gesto.

—Sólo pensaba...

Una mano salió de la bañera y se posó sobre la suya y la cara de la bardo se puso

seria.

—Lo sé. Y... dioses... gracias. Por todo. Xena, lo digo en serio.

Xena se sentó en un taburete bajo al lado de la bañera y apoyó la barbilla sobre los

brazos doblados encima del borde.

—Aquí lo has pasado muy mal, Gabrielle. Yo... yo te lo habría ahorrado, si hubiera

podido. —Sus ojos azules estaban llenos de una dolorosa tristeza.

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—Ha sido un cambio justo, Xena —susurró la bardo, tocando la mejilla de Xena con

la yema de los dedos—. Lila, madre, Lennat... Tectdus, Alain... ha merecido la pena.

—Sabía que dirías eso —fue la apacible respuesta—. Venga, deja que te lave el

pelo... se nos echa el tiempo encima.

Gabrielle estaba delante del espejo, contemplando ceñuda su reflejo.

—La verdad es que no...

—Sshh —dijo Xena, ajustándole la manga—. Estás preciosa. —Y era cierto: el

vestido, que caía en capas que iban del gris claro al gris pizarra, resaltaba su colorido y

prácticamente hacía relucir su piel bronceada y su pelo dorado rojizo.

—No. —Gabrielle se volvió y la miró—. Yo estoy correcta. Tú, por otro lado, estás

despampanante. —Contempló la larga túnica de rica seda bordada color vino que

llevaba Xena—. Pero claro, podrías ponerte una toalla y seguir teniendo este aspecto,

así que...

—Cuestión de opiniones —rezongó Xena, ajustándose el cuello alto de su vestimenta

y pasándose las manos por el pelo para colocárselo bien. La túnica iba cayendo en

disminución y resaltaba su musculosa figura con elegante precisión, acompañando sus

movimientos y ajustándose a su cuerpo en los sitios perfectos. No está mal, admitió a

regañadientes. Bueno... si se van a quedar mirando, bien puedo darles algo que mirar.

Sonrió a su imagen y se colocó las pulseras intrincadamente labradas en las muñecas—.

Al menos me tapa casi todas las cicatrices. —Pero sus ojos chispeaban alegres.

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Gabrielle echó un vistazo al espejo y se quedó prendada de la imagen de las dos, la

una al lado de la otra a la cálida luz del sol que entraba por la ventana.

—La verdad... —Miró a Xena de reojo y se ruborizó—. Es que hacemos todo un

cuadro. —Indicó el reflejo con la cabeza.

—Mmm. —La miró enarcando una ceja—. Supongo que sí, efectivamente. —Rodeó

a la bardo con los brazos y observó el resultado en el espejo. Todo un cuadro, sí, señor.

Se miraron y sonrieron.

—Bueno... será mejor que vayamos —dijo Gabrielle por fin, dando un último retoque

a su vestido.

—Mmm... —fue la respuesta—. Oh... un último detallito. —Xena cogió la mano de

Gabrielle como si tal cosa y le puso con delicadeza un anillo en el dedo, gozando

intensamente de la cara de pasmo de la bardo—. He pensado que es más fácil de llevar

que ese maldito puñal —intentó decir con indiferencia, pero se le quebró la voz y se

sonrojó. Estaba más nerviosa por esto de lo que pensaba.

Gabrielle abrió la boca para hablar, pero no le salió nada. De modo que se quedó

contemplando el anillo: era una versión más pequeña del propio sello de Xena, con su

escudo grabado, y una trenza de oro debajo.

—Es... es precioso —susurró por fin. Oh... dioses. Es perfecto—. Pero... o sea... no

tenías por qué... sé que tú... —Una ligera pausa—. Oh, Xena —dijo, con el tono más

dulce que poseía.

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—Mm. —Xena parecía atípicamente insegura de sí misma—. Escucha... la

ceremonia de hoy es... una especie de contrato legal. Y... las amazonas tienen una

ceremonia que... proporciona un... contrato social. —Alzó los ojos y se encontró con los

de Gabrielle—. Yo no creo que ninguna de las dos... abarque de verdad... lo que tú eres

para mí.

Vio cómo la bardo apretaba la mandíbula y movía la garganta al tragar con fuerza.

—Así que he tenido que improvisar. —Hizo una pausa—. Como siempre... así que

sólo... bueno, se me ha ocurrido... quería darte algo que... —Tomó aliento. Por los

dioses... esto es más difícil de lo que pensaba—. Algo que... bueno, que indique hasta...

qué punto eres parte de mí. —Ya está. Dioses. He librado batallas enteras en menos

tiempo y con mucho menos esfuerzo. Y para esto hasta había ensayado... Bajó la mirada

y terminó en voz baja—: Porque eres una parte esencial de mi vida, Gabrielle. Y no

puedo... expresarte lo feliz que eso me ha hecho.

¿Puedo congelar este momento? Gabrielle se abrazó a sí misma. Quiero que dure

para siempre, para poder sacarlo, en los momentos más oscuros, y recordarlo, y eso

ahuyentará la oscuridad y me tranquilizará el alma. Quiero memorizar cada ruido,

cada olor... para que el trino de los pájaros de ahí fuera y el tintineo del martillo del

herrero y el aroma de las velas de cera recién puestas y el color de su túnica y la

expresión de sus ojos... todo... me recuerde este instante de mi vida.

—Si hubiera palabras para expresar lo que siento en este momento... las diría —dijo

la bardo suavemente—. Pero no las hay, así que sólo te digo que tú eres mi vida. —Hizo

una pausa, sin apartar los ojos de los de Xena—. Y mi hogar. Y que siempre lo serás.

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Se quedaron quietas absorbiendo el silencio del momento, a la cálida luz del sol que

se derramaba sobre sus manos unidas y se reflejaba danzarina en el espejo, y dejaron

que las emociones se apaciguaran dentro de ellas.

Por fin, Gabrielle sonrió pensativa.

—He visto escritos que celebran la unión de dos vidas... de dos corazones... Xena,

pero ninguno de ellos describe lo que es estar en el centro de la unión de dos almas... —

Meneó ligeramente la cabeza—. ¿Por qué no?

—No lo sé —dijo Xena, levantándole la mano y rozándole los dedos con los labios

—. Probablemente porque tú no lo has escrito todavía. —Sus ojos resplandecieron—.

Ahora supongo que lo harás.

—Pues supongo que sí —fue la respuesta, dulcemente risueña—. Vamos... si llego

tarde a esto, me la voy a cargar.

Xena le ofreció el brazo y enarcó las cejas. Gabrielle enlazó su brazo al de la guerrera

y se dirigieron al templo.

—¿Todo listo? —preguntó Cirene, posando una mano afable sobre el brazo de

Hécuba—. ¿Hécuba?

—¿Mmm? —replicó la distraída mujer—. Oh... cielos. Sí, perdona, Cirene. Has sido

como un regalo de los dioses. Gracias. —Miró un momento a la mujer morena, tratando

aún de hacerse a la idea de que la extrañísima y violenta Xena tenía... ni más ni menos

que una madre. Y encima, una madre muy agradable que había intervenido con calma y

se había hecho cargo de muchos de los detalles que su mente aturullada no tenía energía

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suficiente para acometer. La mujer era absolutamente... competente. Y decía cosas muy

bonitas de Gabrielle, quien se había limitado a entrar en la cocina horas antes y decir:

—Madre, ésta es Cirene.

Y ella apartó la mirada de sus preparativos y se quedó muy sorprendida al ver a una

mujer ya madura de corta estatura y ojos penetrantes al lado de su hija mayor.

Y le cayó bien, mucho. Tenían mucho de que hablar... la vida en un pueblo, los

cultivos, el trato con los comerciantes. Sus labios amagaron una sonrisa. Las hijas.

Había averiguado muchas cosas sobre la persona con quien Gabrielle había decidido

hacer su vida... y ahora que se había resignado a ese hecho, le resultaba más fácil ver a

Xena como algo más que una ex señora de la guerra. Pero seguía teniendo miedo por su

hija. Y había descubierto que Cirene sentía lo mismo.

Ahora estaban en el templo, esperando. Hécuba miró a su alrededor con aprobación.

—Han hecho una labor estupenda con las flores, ¿no crees?

Cirene asintió y observó mientras los aldeanos empezaban a congregarse en el

templo, apiñados en grupitos y hablando unos con otros. La puerta se abrió un poco y

entró Gabrielle, que vio a su hermana cerca del altar y se dirigió hacia ella.

—Oh, cielos... pero qué guapa está —comentó Hécuba, con una sonrisa sorprendida.

Cirene se rió con admiración.

—Muy guapa —asintió. Y la rubia bardo estaba preciosa de verdad: las diferentes

tonalidades de gris de su vestido le destacaban el pelo y hacían que sus vívidos ojos

verdes resaltaran muchísimo. Además... se movía con un aire de seguridad en sí

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misma... y tenía un resplandor interno que no se parecía en nada a la callada tristeza que

Cirene había visto antes. Ha pasado algo... y conociendo a mi hija, seguro que la causa

ha sido ella, predijo la posadera.

—¡Gabrielle! —la llamó Hécuba, haciéndole un gesto para que se acercara. La bardo

cambió de dirección a media zancada y fue hasta ellas—. ¡Pero qué guapa estás!

—Gracias —sonrió Gabrielle—. Han hecho un buen trabajo con el vestido. —Bajó la

mirada y se encogió levemente de hombros.

Se oyó un silbido detrás de ellas y entonces Toris asomó la cabeza entre Gabrielle y

Cirene.

—Caray... estás estupenda, Gabrielle. —Le guiñó un brillante ojo azul y ella le sonrió

afectuosamente.

La bardo le tiró de la manga y se echó un momento hacia atrás para mirarlo.

—Tú también estás muy guapo, Toris. Ese color te sienta genial.

Toris se sonrojó, lo cual creó un fuerte contraste con el azul profundo de su túnica,

varios tonos más oscuro que sus ojos.

—Aah... gracias.

Hécuba acercó más la cabeza a su hija y suspiró.

—Y qué collar tan bonito. —Hizo que Gabrielle se volviera un poco hacia la luz—.

Un color maravilloso.

—Lo dice todo el mundo —replicó Gabrielle, con una sonrisa pícara.

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Cirene se echó a reír y en ese momento miró hacia abajo, al captar un leve

movimiento por el rabillo del ojo. Gabrielle estaba moviendo un poco la mano, jugando

inconscientemente con un anillo desconocido que llevaba en el dedo. Entonces se

detuvo un instante. El tiempo suficiente para que Cirene viera bien la joya. ¡Pero qué

bribona!, rió su mente. ¡No me puedo creer que no me haya dicho que iba a hacer eso!

—Bueno, Lila me está llamando... me tengo que ir —comentó la bardo, abrazando a

su madre—. Luego os veo.

Se dio la vuelta, fue hasta donde estaba Lila y abrazó también a su hermana pequeña.

Lila le tiró de la manga gris y dijo algo que debió de ser sarcástico, porque Gabrielle

abrió las manos y se encogió de hombros.

—Por los dioses —exclamó Toris con tono chillón, lo cual alarmó a Cirene.

—¿Qué? —quiso saber, volviéndose hacia él, y se dio cuenta de que tenía la vista

clavada en el otro lado de la estancia. Se volvió en redondo, vio lo que él estaba

mirando y alzó las cejas. Cielos...

Xena había entrado sin hacer ruido por una puerta lateral y avanzaba por el templo

hacia ellos, atravesando las vivas franjas de sol que entraban por las ventanas y que se

posaban sobre los pliegues sedosos de la rica túnica roja que llevaba y provocaban

reflejos en las pulseras labradas que lucía en las muñecas. Se movía con una fuerza

inconsciente que la ajustada tela no disimulaba en absoluto.

Sin duda..., pensó Cirene. Sin duda se da cuenta de que los ojos de todos los

presentes están clavados en ella. Y un rápido movimiento de cabeza se lo confirmó... y

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le permitió ver cómo Lila le clavaba un dedo a su hermana, que sonrió ufana. Y sintió

una oleada de orgullo materno.

—Hola —dijo Xena, mirando primero a su madre y luego a su hermano—. ¿Pasa

algo?

—Jo... deja que te diga... que si no fueras mi hermana... —gruñó Toris, acercándose a

ella y deslizando los dedos por la suave tela.

—Harías... ¿qué? ¿Toris? —replicó Xena, añadiendo una sonrisa feroz—. ¿Mmm?

—Mmm... algo que sin duda me llevaría directo a la choza del sanador —respondió

su hermano, meneando las cejas—. Estás guapísima, hermanita.

Xena sonrió abiertamente.

—Gracias. Tú también estás muy guapo. —Le dio una palmadita en el costado—. Y

tú también, madre.

Cirene resopló.

—Mmf. Las dos personas más guapas de todo el templo y fíjate. Soy su madre.

—¡Mamá! —suspiraron los dos a la vez.

Cirene sonrió ampliamente.

—Por la gran Hera, Gabrielle... estás fantástica. Mucho mejor que yo —bromeó Lila,

cuando su hermana llegó donde estaba ella cerca del altar—. ¿Cuándo te has puesto tan

guapa?

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—¡Lila! —rezongó su hermana—. Haz el favor. —Miró a su alrededor y respiró

hondo. Y alejó con firmeza sus recuerdos de este lugar, para otro momento. Éste era el

día de Lila y se negaba a pensar en cosas tristes mientras se desarrollaba—. Además, tú

también estás estupenda.

—No, en serio —protestó Lila, girándola hacia la luz—. No bromeo —añadió con un

tono más suave—. Estás... estás como distinta.

—Pues no —sonrió la bardo alegremente—. Soy la misma de siempre. —Miró a su

alrededor—. ¿Dónde está Lennat?

Lila puso los ojos en blanco.

—Recibiendo las últimas instrucciones de nuestro padre y de Tectdus.

—Mmm... ¿eso es bueno? —preguntó Gabrielle, cruzándose de brazos y enarcando

las cejas.

—Bueno, Lennat es muy terco... —Soltó una risita—. Y Tectdus es un encanto, así

que... —Dejó de hablar y alargó la mano para coger la de su hermana y apartársela del

pecho—. ¡¡¡Gabrielle!!!

—Oye... qué... oh. —La bardo dejó que le cogiera la mano, intentando no sonrojarse

—. Sí... mm...

—Es precioso —gorjeó Lila, examinando el sello—. ¿Es...? —Miró a Gabrielle a la

cara—. Debe de serlo. —Sonrió, se calló y se miraron—. Espero... dioses, espero que

mi vida con Lennat me haga tener la mitad de la expresión que tienes tú ahora mismo en

la cara.

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Gabrielle cerró los ojos y dejó que el rico calor la inundara de nuevo. Luego abrió los

ojos despacio y miró a su hermana.

—Yo también lo espero.

—Bueno, no... por los dioses, Bri. —A Lila se le pusieron los ojos como platos y le

clavó un dedo con fuerza a su hermana en las costillas—. Caray...

Sí, caray. Gabrielle tomó aliento. Eso es mío. Entonces los ojos azules atravesaron el

templo, atraparon los suyos y le hicieron un guiño cómplice. Y ella se dio cuenta de que

tenía una sonrisa asombrosamente estúpida en la cara por el repentino brillo risueño de

los ojos de Xena y el destello de su propia sonrisa deslumbrante.

—No está mal cuando se arregla, ¿verdad? —le comentó a Lila, recuperando un poco

el control de la cara.

Lila le lanzó una mirada y luego se echó a reír.

—En fin, eso ha dejado atontada a la mitad del pueblo. Entre Toris y ella, te las has

apañado para tenerlo todo cubierto.

Gabrielle se echó a reír y observó mientras Xena se reunía con su familia a un lado de

donde estaba ella.

—Sí... menudo par. —Y captó otro guiño de su compañera, que ella le devolvió, con

una sonrisa.

Entonces se abrió la puerta y Lennat avanzó por el tosco suelo de piedra, seguido de

Tectdus, Metrus y Herodoto. Los aldeanos se fueron callando y se congregaron

alrededor del altar donde esperaba el sacerdote.

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Lennat se colocó al lado de Lila, le cogió la mano, se la llevó a los labios y la besó.

Se volvieron de cara al altar y el sacerdote se reunió con ellos, les pasó unas aromáticas

guirnaldas de flores por la cabeza y los roció de hierbas.

Alain, con los ojos muy redondos, estaba al lado de Lennat, todo él hecho un manojo

de nervios, asombro y sonrosada piel recién lavada.

—¡Mi hermano! —susurró sin dirigirse a nadie en concreto, pues se lo acababan de

decir—. Caray. —Levantó la vista hacia donde estaba Xena y le sonrió.

Ella le guiñó un ojo. Eso le llenó la cara de alegría y suspiró muy contento. Las

historias que siempre le habían gustado más eran las que siempre contaba Bri en las que

aparecían héroes. Botó un par de veces sobre los pies. Ahora él mismo conocía a una

heroína. Ahora... tenía una imagen... suya propia... que guardaba para cuando se

acostara por las noches y pudiera recordar...

Herodoto era una presencia silenciosa y lúgubre detrás de su hija y Lennat. Tenía el

rostro inmóvil e impasible, sin mostrar la menor reacción, incluso cuando sus ojos se

apartaron del altar y pasaron por encima de Gabrielle... Y no fueron más allá, porque

sabía que si seguía... si dejaba que sus ojos fueran más allá de su elegante figura, tendría

que enfrentarse a un par de ojos azules como el hielo cuya intensidad había descubierto

que le resultaba demasiado difícil de soportar.

Maldita sea, gruñó su mente. Quiero odiarla. Oh... cómo lo deseo. Pero su mente no

paraba de volver una y otra vez al día anterior, sin darle descanso. No había solaz, ni

siquiera con bebida suficiente para hundirlo en el olvido: aún veía la cara salpicada de

espuma de aquel maldito minotauro que se lanzaba hacia él, blandiendo ese maldito

garrote... y sabía que se acercaba su muerte.

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Y entonces esa maldita mujer... esa maldita mujer. Se interpuso delante de ese

minotauro y recibió el golpe que era para él. Lo vio... vio su cara de agonía cuando la

alcanzó... por mucho que luego intentara quitarle importancia. Oyó el horrible crujido

cuando los dos se estrellaron con el árbol a cuyo lado estaba él. Vio cómo de algún

modo... de algún modo... se recuperaba y... Jamás se había imaginado cómo sería ser

guerrero... jamás había ido más allá de las espadas relucientes y los triunfos... jamás se

había imaginado cómo sería lanzar el cuerpo día tras día, vez tras vez, contra unos

enemigos que, en algunos casos, eran más grandes y más rápidos y más fuertes que tú.

Se había enfrentado a la bestia sin importarle, sabiendo sólo que ella era lo que se

interponía entre aquello... y él. Había antepuesto la vida de él a la suya propia. Y ahora

su mente sólo admitía una única definición para ella.

Estaba furioso. Consigo mismo. Con ella. Con las malditas imágenes que le había

plantado en la mente y que, después de todos estos años de miseria, estaban despertando

algo en él que deseaba desesperadamente mantener enterrado. Olvidar. La parte de sí

mismo que reconocía con tan desgarradora claridad en su hija mayor. Que los dioses te

maldigan, Xena. No vas a despertar esa voz dentro de mí, ahora no. Otra vez no.

Pero ahí estaba. Susurrándole. Qué ganas había tenido de entregarse a ella. Hécuba le

preguntó qué había pasado cuando volvió a casa justo después... y él se mordió el labio

casi de parte a parte de las ganas que tenía. De la necesidad de pintar con palabras las

imágenes incrustadas ahora tan vívidamente en su cerebro. La necesidad que creían

haberle quitado a base de golpes, tantos años atrás, y que mucho después él mismo se

había ocupado de matar a base de amargura y alcohol.

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Resueltamente, eliminó aquello de sus pensamientos. Y volvió a prestar atención al

sacerdote y a la ceremonia que se desarrollaba delante de él. Desaparecería al cabo de

un tiempo. Siempre ocurría. Pero maldita fuera esa mujer.

—¿A que parece que se ha tragado una boñiga de vaca? —murmuró Cirene de forma

casi inaudible, a sabiendas de que Xena la oiría.

—Mmm —fue la respuesta, ligeramente más alta.

—No lo soporto, Xena. No puedo. Puedo hablar con Hécuba, pero... —continuó, sin

apartar los ojos de la ceremonia que se estaba desarrollando—. Él no va a cambiar.

Notó una mano repentina en el hombro y sintió el calor cuando Xena se acercó a su

oído.

—Cualquiera puede cambiar.

Volvió la cabeza ligeramente y se encontró con la seria mirada de su hija. Que era la

prueba viviente de tal afirmación. Su mente se agitó. ¿O no? ¿Había cambiado en los

dos últimos años... o simplemente había vuelto a despertar una parte de sí misma largo

tiempo enterrada? Cirene se acordó de la pequeña empeñada en proteger agresivamente

a los chuchos de la aldea, y sonrió por dentro.

—Es imposible, Xena.

—Consigue que te cuente una historia —fue el susurro de respuesta. Entonces Xena

se echó hacia atrás y su hombro chocó con el de Toris, que estaba escuchando

atentamente el intercambio de votos. Toris la miró y de repente le pasó un brazo por los

hombros.

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La reacción fue una ceja enarcada.

—Porque puedo, sin que me rompas las costillas —respondió él, con una expresión

muy ufana. Entonces se encogió cuando notó que ella se movía.

—Tranquilo —dijo, sofocando una risa, y le devolvió el gesto, pasándole un brazo

por la cintura—. No te voy a dejar tumbado en el suelo en medio de una boda.

Se miraron y se sonrieron y luego se volvieron para seguir mirando, en el momento

en que Lennat quitaba las guirnaldas que ambos llevaban al cuello y las enrollaba

alrededor de sus manos unidas delante de los dos, y Xena vio que a Gabrielle se le

estremecían apenas los hombros y sintió una fuerte punzada de compasión. Aguanta

ahí, amor. Ya casi ha terminado.

Vio que la bardo respiraba hondo y erguía los hombros, y que levantaba la cabeza con

ese gesto que Xena conocía bien. Eso es, sonrió su mente.

Entonces la ceremonia acabó y se pusieron a lanzar pétalos de flores encima de la

nueva pareja, bendiciendo la unión con símbolos de la fertilidad de la tierra. Lennat y

Lila alzaron los brazos para protegerse de la lluvia y corrieron hacia la puerta, riendo.

Y cuando cruzaron el umbral, saludando con la mano, Xena revivió una de sus

propias pesadillas privadas. Incluso después de todo este tiempo y con la relación que

tenía ahora con Gabrielle... seguía doliéndole. Esa sensación de abandono que le dejó tal

vacío dentro que... aquella noche, por un momento interminable, casi... casi... Cerró los

ojos y dejó que aquello siguiera su curso. Maldición... qué noche más larga fue aquella.

Y no lloraba así desde... Liceus. Respiró hondo y notó una mano preocupada en el

brazo.

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—¿Xena? —El tono de Cirene era muy bajo, mientras observaba la expresión perdida

de su hija—. ¿Querida?

—Estoy bien. Unos malos recuerdos —replicó Xena, dejando que la pesadilla se

volviera a disolver en los recovecos de su mente—. Bonita ceremonia, ¿verdad?

Cirene se obligó a sonreír, pues se imaginaba qué recuerdos atormentaban a Xena.

—Preciosa. —Suspiró. ¿Debía insistir para que su hija le dijera lo que estaba

pensando? No... no hacía falta sacar esa imagen a la luz del día—. Oye... —Le clavó un

dedo en la tripa—. Bonito anillo el que lleva Gabrielle.

—Uuf —tosió Xena en broma por el dedo, luego se sonrojó un poco y miró al suelo

de piedra—. Sí, bueno...

—¿He oído mencionar mi nombre? —intervino la voz tranquila de Gabrielle cuando

se colocó al lado de Xena y se apoyó en su hombro—. ¿De qué se me echa la culpa esta

vez?

—¿A ti? —Xena soltó un resoplido de risa, notando que recuperaba el buen humor

poco a poco—. ¿Pero a ti quién te echa nunca la culpa de nada? Ahora... a mí, en

cambio...

Se sonrieron y Xena notó el suave y reconfortante movimiento de la mano de la

bardo sobre su espalda. Supongo que ha percibido eso, hace un minuto. Suspiró por

dentro. Déjalo correr, Xena. Es el pasado. Esto es el ahora.

—Si las dos estáis decididas a marcharos —dijo Cirene, pero con amabilidad—, será

mejor que antes comáis algo.

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—Mamá, me gustan tus prioridades —contestó Gabrielle, con una sonrisa

irrefrenable—. Sobre todo si tú has tenido algo que ver con la cocina.

Cirene se rió.

—Puede que sí... ¿vamos? —Les hizo un gesto hacia la puerta y agarró a Toris del

brazo y se lo llevó, dejando que Xena y Gabrielle caminaran unos pasos por detrás.

Se miraron.

—Muy sutil. —A la vez.

Fueron hacia la puerta, entonces Gabrielle aflojó el paso y detuvo a Xena, más o

menos, pensó Xena, en el punto donde se habían dicho adiós la última vez.

Gabrielle esperó, evidentemente organizando sus ideas, y luego tomó aliento para

hablar. Miró a Xena a los ojos durante largos instantes y luego suspiró.

—Lo siento. —Cerró los ojos y agachó la cabeza—. Lo siento —repitió, esta vez con

un susurro.

—No. —Xena alzó las manos y cogió con cuidado la cara de Gabrielle, levantándole

la cabeza—. Yo tendría que haber dicho algo entonces.

Los ojos verdes se fundieron con los suyos.

—¿Es que había algo que decir? —Un apacible tono maravillado en su voz.

Xena asintió, esbozando una leve sonrisa.

—Desde hacía ya mucho tiempo.

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A Gabrielle se le cortó la respiración.

—¿Cuánto?

Ahora la sonrisa se hizo más amplia.

—Desde el primer momento en que te vi.

La bardo se echó hacia delante y apoyó la cabeza en el pecho de Xena.

—Ahora ya no me siento tan mal. —Suspiró—. Yo también.

Xena la abrazó y se quedaron un rato en silencio.

Por fin, Gabrielle echó la cabeza hacia atrás y miró risueña a Xena.

—Venga... vamos a comer algo, a beber algo fuertecito y a largarnos de aquí. Ya no lo

aguanto más.

Xena se rió y salieron cogidas del brazo.

—Bueno, cuidaos —les advirtió Cirene más tarde, mientras colgaba una alforja más

en la silla de Argo—. Eso es la cena.

—Madre... —rió Xena y luego meneó la cabeza—. Gracias. —Abrazó a Cirene—.

Procuraremos. Queremos ir a ver a las amazonas después de bajar a la costa... a lo mejor

nos pasamos por casa.

Cirene se puso en jarras.

—¿A lo mejor?

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Toris se rió y le dio un puñetazo en el hombro.

—Lo estaré deseando. —Y recibió un abrazo de su hermana, cosa que lo sorprendió

un poco—. Oye... ¿te me estás ablandando? —El abrazo se convirtió en una tenaza que

lo levantó por completo del suelo—. Aaj. Perdón. Olvídalo. —Tosió cuando ella se

compadeció y lo bajó.

Xena suspiró.

—Cuídate, Toris. Tened cuidado cuando volváis a casa... no me gusta la idea de que

haya bandas de asaltantes merodeando por ahí fuera.

Toris sonrió ampliamente.

—Pues tendrás que quedarte cerca para asegurarte de que estamos bien, ¿no?

—Toris... —Un gruñido de advertencia.

Él le dio una palmadita en la mejilla.

—Era broma.

Xena puso los ojos en blanco y terminó de sujetar las alforjas de más sobre Argo. Se

agachó, cogió a Ares y lo metió en la bolsa donde lo transportaba.

—Ya casi eres lo bastante grande para correr sin quedarte atrás, ¿eh, chico? —le

comentó al lobo.

—¡Ruu! —protestó éste y se puso a mordisquearle el pulgar. Ella atisbó por encima

del alto lomo de Argo, vigilando al pequeño grupo de personas que rodeaban a

Gabrielle. Su familia, de la que Xena ya se había despedido con cierta cordialidad.

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—Ten cuidado, ¿de acuerdo, Bri? —Lila le agarró las manos y la miró con

preocupación—. ¿Me lo prometes?

La bardo sonrió apaciblemente.

—Te lo prometo. —Abrazó a Lila y luego a su madre—. Cuídate, madre —dijo, con

silenciosa tristeza, pues sabía cuánto tiempo podía pasar hasta que volviera a Potedaia.

—Cuídate tú también, hija —replicó Hécuba, con un suspiro—. Mantente a salvo.

Gabrielle asintió y se volvió para reunirse con Xena. Y se encontró cara a cara con su

padre. Alzó la cabeza y se quedó mirándolo, a la espera. Y vio, por encima de su

hombro, un agudo par de ojos azules que observaban con atención. La sensación de

seguridad cayó sobre ella como una suave lluvia de verano. No puede hacerme daño. Ya

no.

—Padre —dijo, con frialdad.

—Gabrielle —contestó él, observando su cara. Se vio a sí mismo en la fuerte

estructura de sus huesos—. Cuídate. —Una pausa—. Vamos, te acompaño hasta tu

amiga. —No hubo retintín en el tono. Ni la menor indicación de lo que sentía al

respecto.

Ella asintió y se volvieron y echaron a andar.

—A veces se dicen cosas... precipitadas... que uno llega a lamentar —comentó

Herodoto, poniéndose las manos a la espalda y mirando a todas partes menos a

Gabrielle. O a los ojos de Xena, que cada vez estaban más cerca.

—A veces —asintió Gabrielle, observando su rostro.

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—Puede que yo lo haya hecho —dijo su padre, tomando aliento—. ¿Querrías...?

Gabrielle se paró y lo miró.

—Yo no he oído nada.

Herodoto asintió.

—Muy bien.

Se detuvieron delante de Argo y Herodoto acabó mirando por encima del lomo del

caballo directamente a los ojos firmes de Xena. Parpadeó. Ella no.

—No me gustas —dijo, sin rodeos.

Xena enarcó una ceja.

—Tú tampoco me gustas mucho, Herodoto.

Él asintió, despacio. Luego rodeó a Argo y se encaró con ella, recorriéndola con los

ojos de la cabeza a los pies.

Y le ofreció el antebrazo, que la sorprendida guerrera aceptó.

—Bueno, mientras eso quede claro. —Le soltó el brazo, retrocedió, miró a Gabrielle

por última vez y luego se dio la vuelta y regresó a la fiesta de la boda. Sin mirar atrás

una sola vez.

Ellas se miraron con cauteloso desconcierto.

—¿De qué iba eso? —se preguntó Gabrielle.

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Xena se encogió de hombros.

—No quiero saberlo. —Se subió de un salto a lomos de Argo y esperó, mientras

Gabrielle abrazaba con fuerza a Cirene y a Toris.

—Gracias por venir —susurró al oído de Cirene—. Ha significado muchísimo para

mí.

Cirene le dio palmaditas en la espalda.

—No me lo habría perdido por nada.

La bardo asintió y volvió al lado de Argo, mirando hacia arriba.

Xena sonrió, alargó el brazo e izó a Gabrielle para colocarla detrás de ella.

Saludaron agitando la mano, Xena puso a Argo a galope corto y vieron cómo la aldea

se transformaba en campos de cultivo y luego en campo salvaje.

—Bueno. ¿Alguna vez te has planteado hacer carrera como diplomática? —preguntó

Gabrielle, con tono tranquilo.

—¿Qué? —Xena se volvió a medias en la silla y se quedó mirándola—. Oh... sí... yo

de diplomática, justo. Eh, señor consejero, o cancelas tu guerra o te rompo el brazo.

Pues sí que...

—No, en serio... creo que serías genial. Podrías viajar con un gran séquito de

ayudantes y enviar comunicados diplomáticos por todas partes.

—¡Gabrielle!

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—No, ¿eh?

—No.

La bardo suspiró.

—¿Qué tal asesora de moda? Ese atuendo que llevabas era genial...

—Gabrielle... —Esta vez, un gruñido amenazador—. Me gusta lo que hago.

Gabrielle sonrió ampliamente.

—Bien. —Se echó hacia delante y rozó la espalda de Xena con los labios—. A mí

también me gusta lo que haces.

Su risa quedó flotando tras ellas cuando Xena puso a Argo a galope tendido y espantó

a una bandada indignada de patos que estaban en el prado delante de ellas.

FIN