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LIBROS MENTE Y CEREBRO 92 N. O 99 - 2019 Bases biológicas de los trastornos mentales Un proyecto frustrado L a inquietud de saber no encuentra descanso en nuestro mundo académico y profesional hasta que no se da con las causas y mecanismos experimen- talmente contrastados del fenómeno en cuestión, sea físico, químico, geológico o biológico. La contrastación empírica pide cuantificación, no mera descripción cua- litativa. En el mundo de la medicina, la explicación es fisiológica, clínica; en la especialidad psiquiátrica, neu- rológica. La terapia de las enfermedades psiquiátricas ha sido la búsqueda de los mecanismos biológicos subya- centes que permitieran acotar mejor la creación del fármaco adecuado para tal diana. Mind fixers relata la historia de la búsqueda, en psi- quiatría, de las bases biológicas de las enfermedades mentales y plantea la cuestión del camino a tomar en el futuro. Su autora, Anne Harrington, prominente histo- riadora de neurociencia, conocida por otras dos obras de reconocida solvencia en el campo, Reenchanted science y de e cure within, enseña esa materia en la Universidad Harvard. La búsqueda de la que se habla está salpicada de tropiezos en los que se apoyaron freu- dianos y sociólogos para ponderar sus métodos especí- ficos, mejores, decían, a la hora de analizar conductas y apuntalar las bases de los trastornos mentales. Se reco- gen aquí decenios de idas y venidas del fervor biológico en laboratorio y en clínica, que, no obstante, tuvo que compartir protagonismo con un repertorio amalgama- do de factores sociales (inmigración, guerras, activismo asambleario y prejuicios sobre raza y género). Se suma- ron, además, programas gubernamentales de adminis- tración de hospitales psiquiátricos públicos, enconadas rivalidades entre escuelas, lucro industrial y medios de comunicación. En su concepción, no es esta una histo- ria aséptica de médicos, psicólogos y científicos, sino la historia permanente de un segmento importante de la humanidad. Como todo libro innovador, aunque muy aplaudido, se ha visto rodeado de cierto conato de polémica. En las páginas de Nature, la reseñante del libro subrayaba la fragilidad de la epistemología de la psiquiatría, de su sistematización conceptual. Y también allí se apelaba a la historia. En enero de 1973, la revista Science publicó un artículo titulado «Estar sano en lugares insanos», firmado por David Rosenhan, donde se exponía que él y otras personas sanas habían acudido a una docena de hospitales psiquiátricos, pues habían oído voces obsole- tas y extrañas, un síntoma que no se recogía en la biblio- grafía especializada. Cada uno de ellos fue diagnosticado de esquizofrenia o de psicosis maníaco-depresiva e in- gresaron en los centros, hasta que confesaron la impos- tura. Cierto hospital dedicado a la investigación y a la enseñanza, tras enterarse del simulacro, declaró que a su equipo no le hubieran engañado. Retó a Rosenhan a re- mitirle pseudopacientes. Aceptó este el envite, pero no envió a nadie. Sin embargo, el hospital sostuvo que había identificado a 41 de ellos. La moraleja era obvia: los hospitales psiquiátricos no podrían reconocer ni las personas sanas ni las personas con enfermedades men- tales. Y, en consecuencia, la psiquiatría del siglo xx daba palos de ciego. El libro se organiza en tres partes, encabezadas por epígrafes significativos: relatos de médicos, relatos de enfermedades e historias (clínicas) inacabadas, unidas por un hilo conductor preeminentemente geográfico, la psiquiatría norteamericana. La parte I ofrece una expo- sición sintética del esfuerzo desarrollado a lo largo de más de un siglo, esfuerzo baldío, por definir su misión biológica. Unos esfuerzos trufados de racismo y sesgo de género en extensas partes de ese intervalo temporal. Las figuras de finales del xix (eodor Meynert y Emil Krae- pelin) que se celebran ahora como precursores de la re- volución biológica presentaban un enfoque biologicista que la autora califica de estigmatizador. Los psiquiatras consideraban a los pacientes a su cuidado meros objetos de inquisición científica; en realidad, solo parecía impor- tarles analizar su cerebro post mortem. Ese proyecto fracasó, no por los cantos de sirena del psicoanálisis, sino por la incapacidad de aportar luz alguna. En sus tanteos, iban del electrochoque a la esterilización o la cirugía. El psicoanálisis freudiano habría surgido como una crítica explícita a las teorías biológicas de la mente, a la eugene- sia de comienzos del siglo xx, a las terapias éticamente MIND FIXERS PSYCHIATRY´S TROUBLED SEARCH FOR THE BIOLOGY OF MENTAL ILLNESS Por Anne Harrington W.W. Norton and Company, New York, 2019

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M E N T E Y C E R E B R O 92 N . O 9 9 - 2 0 1 9

Bases biológicas de los trastornos mentalesUn proyecto frustrado

La inquietud de saber no encuentra descanso en nuestro mundo académico y profesional hasta que no se da con las causas y mecanismos experimen-

talmente contrastados del fenómeno en cuestión, sea físico, químico, geológico o biológico. La contrastación empírica pide cuantificación, no mera descripción cua-litativa. En el mundo de la medicina, la explicación es fisiológica, clínica; en la especialidad psiquiátrica, neu-rológica. La terapia de las enfermedades psiquiátricas ha sido la búsqueda de los mecanismos biológicos subya-centes que permitieran acotar mejor la creación del fármaco adecuado para tal diana.

Mind fixers relata la historia de la búsqueda, en psi-quiatría, de las bases biológicas de las enfermedades mentales y plantea la cuestión del camino a tomar en el futuro. Su autora, Anne Harrington, prominente histo-riadora de neurociencia, conocida por otras dos obras de reconocida solvencia en el campo, Reenchanted science y de The cure within, enseña esa materia en la Universidad Harvard. La búsqueda de la que se habla está salpicada de tropiezos en los que se apoyaron freu-dianos y sociólogos para ponderar sus métodos especí-ficos, mejores, decían, a la hora de analizar conductas y apuntalar las bases de los trastornos mentales. Se reco-gen aquí decenios de idas y venidas del fervor biológico en laboratorio y en clínica, que, no obstante, tuvo que compartir protagonismo con un repertorio amalgama-do de factores sociales (inmigración, guerras, activismo asambleario y prejuicios sobre raza y género). Se suma-ron, además, programas gubernamentales de adminis-tración de hospitales psiquiátricos públicos, enconadas rivalidades entre escuelas, lucro industrial y medios de comunicación. En su concepción, no es esta una histo-ria aséptica de médicos, psicólogos y científicos, sino la historia permanente de un segmento importante de la humanidad.

Como todo libro innovador, aunque muy aplaudido, se ha visto rodeado de cierto conato de polémica. En las páginas de Nature, la reseñante del libro subrayaba la

fragilidad de la epistemología de la psiquiatría, de su sistematización conceptual. Y también allí se apelaba a la historia. En enero de 1973, la revista Science publicó un artículo titulado «Estar sano en lugares insanos», firmado por David Rosenhan, donde se exponía que él y otras personas sanas habían acudido a una docena de hospitales psiquiátricos, pues habían oído voces obsole-tas y extrañas, un síntoma que no se recogía en la biblio-grafía especializada. Cada uno de ellos fue diagnosticado de esquizofrenia o de psicosis maníaco-depresiva e in-gresaron en los centros, hasta que confesaron la impos-tura. Cierto hospital dedicado a la investigación y a la enseñanza, tras enterarse del simulacro, declaró que a su equipo no le hubieran engañado. Retó a Rosenhan a re-mitirle pseudopacientes. Aceptó este el envite, pero no envió a nadie. Sin embargo, el hospital sostuvo que había identificado a 41 de ellos. La moraleja era obvia: los hospitales psiquiátricos no podrían reconocer ni las personas sanas ni las personas con enfermedades men-tales. Y, en consecuencia, la psiquiatría del siglo xx daba palos de ciego.

El libro se organiza en tres partes, encabezadas por epígrafes significativos: relatos de médicos, relatos de enfermedades e historias (clínicas) inacabadas, unidas por un hilo conductor preeminentemente geográfico, la psiquiatría norteamericana. La parte I ofrece una expo-sición sintética del esfuerzo desarrollado a lo largo de más de un siglo, esfuerzo baldío, por definir su misión biológica. Unos esfuerzos trufados de racismo y sesgo de género en extensas partes de ese intervalo temporal. Las figuras de finales del xix (Theodor Meynert y Emil Krae-pelin) que se celebran ahora como precursores de la re-volución biológica presentaban un enfoque biologicista que la autora califica de estigmatizador. Los psiquiatras consideraban a los pacientes a su cuidado meros objetos de inquisición científica; en realidad, solo parecía impor-tarles analizar su cerebro post mortem. Ese proyecto fracasó, no por los cantos de sirena del psicoanálisis, sino por la incapacidad de aportar luz alguna. En sus tanteos, iban del electrochoque a la esterilización o la cirugía. El psicoanálisis freudiano habría surgido como una crítica explícita a las teorías biológicas de la mente, a la eugene-sia de comienzos del siglo xx, a las terapias éticamente

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cuestionables de las enfermedades neurológicas y al valor concedido al medio.

Durante cuatro o más decenios, en la psiquiatría esta-dounidense, los enfoques biológicos coexistieron con los no biológicos, una situación incómoda aunque apacible, merced al liderazgo del psicobiólogo hoy olvidado Adolf Meyer. A lo largo de los setenta del siglo xx, apareció un movimiento que acusó a los freudianos de connivencia con causas políticas inmorales, racismo, sexismo y, sobre todo, de falta de rigor. Los miembros de la facción bioló-gica aprovecharon la coyuntura para presentarse como exponentes del rigor, el sentido común y la compasión. Y reivindicaron el papel de la ciencia experimental en el estudio y tratamiento de las patologías mentales.

La segunda parte del libro ofrece una segunda etapa en la batalla de la psiquiatría por descubrir una base biológica de las enfermedades mentales, observadas este tiempo a través de tres enfermedades específicas y en sus raíces biológicas: esquizofrenia, depresión y trastorno bipolar (maníaco-depresivo). Sin embargo, la pretensión científica quedó a menudo condicionada por el interés meramente lucrativo de las industrias farmacéuticas, que desempeñaron un papel desmesurado en la determinación de la enfermedad mental. (Pensemos en los antidepresi-vos). La tercera parte explora el desentrañamiento, en los años noventa y nuevo milenio, de la psiquiatría biológi-ca optimista.

La consolidación de los enfoques biológicos fue de la mano de la investigación farmacológica y del avance técnico. En los años setenta, la tomografía axial compu-tarizada (TAC) había permitido a los investigadores disponer de imágenes del cerebro in vivo. En 1976, Eve Johnstone abrió la técnica a las enfermedades mentales cuando la aplicó a los ventrículos del cerebro de esqui-zofrénicos y comprobó que tales pacientes poseían cavi-dades mayores que los individuos exentos. Andando el tiempo se fueron agregando nuevas técnicas de imagen, así la tomografía por emisión de positrones (PET) y la resonancia magnética (RM), que no se limitaron a pro-ducir representaciones estáticas del cerebro, sino que facilitaron a los investigadores crear imágenes coloristas de los distintos niveles de excitación del cerebro, una suerte de instantáneas del cerebro en plena actividad. Pronto, se decía, el psiquiatra miraría el comportamiento del cerebro igual que el cardiólogo se vale de angiogramas para identificar los coágulos en el torrente sanguíneo. Pero no se produjo el gran salto esperado en el cono-cimiento del mecanismo de las enfermedades mentales. Hubo multitud de estudios, pero difícilmente podían repetirse los ensayos.

La psiquiatría terminó por perder la fe en el DSM, el famoso Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, cuya primera edición actualizada se remonta a 1994, y en 2013 se publicó la quinta de esa nueva gene-

ración. La confianza de los psiquiatras reside ahora en la genética. Pero tardaremos mucho en ver cómo la inves-tigación de la esquizofrenia logra nuevos fármacos. En psiquiatría, menos que en cualquier otra ciencia, no podemos hablar de un progreso lineal. Se abrieron muchas sendas que no llevaban a ninguna parte; se administraron fármacos que en su momento parecieron obrar milagros pero resultaron aberrantes, y se tomaron medidas regu-ladoras administrativas que, en vez de resultar beneficio-sas, se vieron abocadas al desastre.

—Luis Alonso

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Inconsciente y creatividadContenido semántico de las redes neurales

El cerebro humano es producto de miríadas de interacciones moleculares y genéticas. Nuestro órgano más complejo constituye la raíz de reper-

torios cognitivos y conductuales que nos singulariza como especie única. Su desarrollo es un proceso sutil y muy refinado que se apoya en una función precisa de sucesos moleculares y celulares cuyo soporte se en-cuentra en una cabal regulación espaciotemporal. Sin embargo, no es un proceso acabado, pues aunque el volumen cerebral crece muy poco después de la infan-cia, hay pequeños cambios estructurales que prosiguen, así la mielinización y la poda sináptica. Redes locales que caracterizan a la juventud se funden en redes ma-yores y funcionalmente distintas con la madurez. No todas las partes del cerebro cambian a la misma velo-cidad. Hay ciertas regiones más dinámicas que guardan correlación con la cognición, la conciencia o el sentido del yo.

Con ese trasfondo hemos de acercarnos al libro de Paul Thagard, Brain- mind. From neurons to consciousness and creativity, parte de una trilogía que consta, además, de dos obras precedentes: Mind-society: From brains to social sciences and professions y Natural philosophy: From Social brains to knowledge, reality, morality, and beauty. Aunque cada uno puede leerse independientemente, la trilogía constituye un tratado sobre mente y sociedad que aporta una visión global y unificada de la neurociencia, la filosofía de la cognición y las ciencias sociales. Avalado por su sólida formación y experiencia académica, Thagard presenta una teoría de la cognición y de la emoción, basada en el cerebro y aplicada al pensamiento y sus clases, la consciencia y la creatividad.

La ciencia cognitiva comenzó a rodar en los años cincuenta del siglo pasado con la propuesta de que las nuevas ideas sobre la computación podían sugerir que el pensamiento operaba a la manera de un mecanismo recursivo. Una idea que constituyó un gran paso adelan-te sobre analogías precedentes, que hablaban de meca-nismos de relojería, cuerdas vibratorias y centralita de teléfonos. Nacieron enfoques inéditos en psicología. Pero en el dominio de la inteligencia artificial persistían pro-blemas que se resistían, tales como de qué forma los

símbolos puramente computacionales podrían tener relaciones significativas en el mundo.

En los años ochenta, surgió un movimiento alternati-vo, llamado conexionismo. Proponía que las ideas sobre redes neurales ofrecían una interpretación del funcio-namiento de la mente más ajustada a la realidad. En las redes neurales, las representaciones no se parecían a los símbolos del lenguaje natural ni a los programas infor-máticos porque estaban distribuidas a través de muchas entidades del tipo de neuronas individuales que interac-cionan con otras muchas. El procesamiento era en para-lelo, lo que requería la excitación simultánea de muchas neuronas, nada que ver con la activación en serie, como las inferencias paso a paso que ocurre en las argumenta-ciones lingüísticas y en la mayoría de los programas in-formáticos. El conexionismo generó muchas ideas sobre los procesos psicológicos, como la aplicación del concep-to, pero tuvo dificultades a la hora de explicar el razo-namiento simbólico de alto nivel que forma también parte de la inteligencia.

En la explicación fisicalista del autor se recurre a me-canismos neuronales para dar cuenta de las operaciones mentales, a la creación cerebral de la mente. De ese modo, la psicología cognitiva bascula sobre la neurociencia que, a su vez, se apoya en la biología molecular. La excitación de las neuronas viene determinada por reacciones quí-micas internas. Para desarrollar su enfoque, sigue la de-nominada arquitectura del marcado semántico de Chris Eliasmith, neurocientífico de la Universidad de Waterloo, en Canadá, quien lanzó su propuesta a comienzos del segundo decenio de nuestro siglo en How to build a brain. El libro de Eliasmith aportó la primera síntesis plausible del movimiento simbólico y del movimiento conexionista en el concepto de cognición. Thagard mues-tra que los distintos aspectos de la mente, desde la per-cepción y otros procesos de niveles inferiores hasta los niveles superiores de cognición (lenguaje, raciocinio y demás) pueden interpretarse a través de un conjunto de principios unificados basados en mecanismos neurales. Para Eliasmith y Thagard, hay que empezar por identifi-car el problema de la neurosemántica, es decir, la forma en que adquieren significado las representaciones neu-robiológicas.

Las cuestiones relativas a la representación y a su contenido han sido un tema recurrente de la filosofía

BRAIN-MINDFROM NEURONS TO CONSCIOUSNESS AND CREATIVITYPor Paul ThagardOxford University Press, Oxford, 2019

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occidental desde los tiempos de Aristóteles. Esas mismas preguntas se las plantean ahora los neurocientíficos, que han desarrollado nuevas técnicas y nuevos modelos teóricos para aproximarse al funcionamiento del cerebro, sede de la representación neurobiológica. En última instancia, ello nos remite al permanente debate entre reduccionistas y antirreduccionistas: ¿puede la función mental reducirse a una función neuronal? Pero no es un conflicto entre neurocientíficos y filósofos. Hay filósofos que opinan que la neurociencia es la única capaz de ex-plicar con propiedad la función mental, así Patricia Churchland. Y hay neurocientíficos que sostienen que la neurociencia no será nunca capaz de explicar determi-nados aspectos de la función mental, como el premio Nobel John Carew Eccles. Una posición pretendidamen-te intermedia ocupa Eliasmith, al conceder a la neuro-ciencia una importancia determinante de la función mental.

Las neuronas, por sí solas y en su individualidad, no pueden hacer mucho; en cambio, agrupadas en redes pueden alcanzar tipos de representación mental muy robustos, conceptos incluidos, imágenes y reglas. La red unificada de arquitectura de marcado semántico, ideada por Eliasmith, se distingue de otros proyectos de simu-lación del cerebro como el Proyecto Blue Brain, porque

produce comportamientos complejos con pocas neuro-nas. Contiene unos dos millones y medio de neuronas virtuales, cifra muy inferior a los 86.000 millones de neuronas reales de un cerebro humano, si bien suficien-tes para reconocer series numéricas, realizar operaciones aritméticas elementales o solucionar problemas de ra-zonamiento. Esa red unificada es una simulación de computador: remeda la fisiología de cada una de sus neuronas, desde las espigas hasta los neurotransmisores. Las células de computación se dividen en grupos, corres-pondientes a partes específicas del cerebro que procesan imágenes, controlan movimientos y almacenan recuer-dos a corto plazo. Esas regiones están cableadas de una forma realista e incluso responden a estímulos que imitan la acción de los neurotransmisores. A medida que una red unificada observa una serie de números, va extra-yendo rasgos visuales, de suerte que pueda así reconocer los dígitos. Puede luego realizar una serie de al menos ocho tareas diferentes, desde tan elementales como copiar una imagen hasta otras más complejas, similares a las presentadas en los tests de cociente intelectual (por ejem-plo, descubrir el siguiente número de la serie). Al ter-minar, escribe la respuesta con un brazo físicamente modelado.

—Luis Alonso

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