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Mutaciones a la carta. Edición digital D.R. © 2020 Arturo Núñez Alday

D.R. Para esta edición © 2018 Lengua de Diablo EditorialAntiguo Barrio de La Carolina, Cuernavaca, Morelos, Méxicohttp://www.lenguadediablo.com http://www.twitter.com/lenguadediablo http://www.facebook.com/lenguadediablo

Primera edición abril 2020 en plena pandemia por el Covid19.

Ex-livris: Jacobus de Teramo - El Demonio ante las Puertas del Infierno, del libro “Das Buch Belial”; publicado en Augs-burgo, 1473.

Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional (CC BY-NC-ND 4.0)Usted es libre de: Compartir — copiar y redistribuir el mate-rial en cualquier medio o formato. La licenciante no puede revocar estas libertades en tanto usted siga los términos de la licencia. Bajo los siguientes términos:Atribución — Usted debe dar crédito de manera adecuada, brindar un enlace a la licencia, e indicar si se han realizado cambios. Puede hacerlo en cualquier forma razonable, pero no de forma tal que sugiera que usted o su uso tienen el apoyo de la licenciante.NoComercial — Usted no puede hacer uso del material con propósitos comerciales.SinDerivadas — Si remezcla, transforma o crea a partir del material, no podrá distribuir el material modificado.Todos los derechos reservados, incluida la reproducción en cualquier forma. All rights reserved, including the right to re-produce this book, or portions thereof, in any form.Impreso y hecho en México. Printed and made in Mexico.

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MUTACIONES A LA CARTA

ARTURO NÚÑEZ ALDAY

LENGUA DE DIABLO EDITORIAL

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Para Tere, Helue y Emiliano,terceto amoroso de rimas consonantes...

y mutantes.

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Aguamanía

Hoy casi soy feliz y me da gusto meter el aire en mis pulmones. Como pocas veces, logré dibujar una levísima sonrisa en mi cara. Lo sé porque también me animé a verme en el espejo después de mucho tiempo. Es porque han iniciado las lluvias y el agua que corre por mi calle me insufla tantas ganas de vivir, que mis células ríen enloquecidas en espera de que salga a empaparme y bailar bajo el aguacero. Las personas ya no se extrañan al verme; se han acostumbrado a esta rareza mía y a las demás. Saben que me gusta convertirme en charco, en planta, en rayo y hasta en una nube que corre por la azotea con mi madre persiguiéndome detrás.

Cuando era niño mi locura era pequeña y me bastaba con volverme el agua de una tinaja o un yerbajo cualquiera dentro del patio de la casa. Pero crecí y los lunáticos tenemos derecho a que crezcan nuestros desvaríos. Ahora soy un loco maduro al que le gusta exhibirse en la herrería del balcón, convertido en planta trepadora entre los fierros, mientras la lluvia cae o mi madre me moja desde atrás con una regadera.

Lo confieso, a mí es el agua la que me vuelve un orate con ganas de estar vivo. Sobre todo son las grandes tormentas las que me desquician, así como a otros el dinero, las mujeres y el poder. Yo elegí una chifladura que no hace daño a nadie. Si acaso perturbo un poco a mi madre, porque debe pagar las medicinas que curan mis resfriados. Y también secar mis ropas;

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innecesariamente, claro, porque tengo la suficiente desvergüenza para andar siempre desnudo como me encantaba de chiquillo.

Cuando no puedo ser feliz es durante el estío. No nací para el sol ni él para mí. Detesto a los niños corriendo en el parque en las tardes soleadas; no soporto sus risas ni los besos de los enamorados que se sientan en las bancas. Desde que soy mayor de edad tomé la decisión de no salir de casa si no nubla, y cuando la luz del día es intensa me la paso durmiendo dentro del closet. Si mi tristeza no es grande, juego solo al ajedrez debajo de la mesa, cubierta siempre por un mantel que llega al piso. Mi padre jugaba conmigo mientras fui niño, pero crecí y se volvió cruel, como el sol. En el fondo pienso que me odia, ya que nunca pudo ganarme una partida y porque escribí un libro de poesía que nunca ha leído ni leerá.

Ayer vi llorar a mi madre; dijo que era por mí. Me puse feliz, las lágrimas son como gotas de lluvia. Sería inmensamente dichoso si todas las personas lloraran. Saldría a las calles aunque hubiera sol intenso y las abrazaría. Estoy convencido hasta la locura de que las personas que lloran son buenas; todo lo que nos humedece es bueno.

Hoy amanecí esperanzado. Aunque escucho a la gente lamentarse del alto costo del dólar y los combustibles, a mí el futuro inmediato me depara grandes cosas, porque encerrado en mi recámara escuché que el cielo bramó anunciando un buen temporal.

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Alondra

LunesPara Alondra, abrir los ojos es remontar una ladera escarpada, huir del sueño que aún arrastra la modorra del domingo. Sin embargo, no hay alternativa. Levantarse, enfrentar la frialdad del refrigerador, la sordidez de la cocina donde pasea una cucaracha ebria, el maullido obstinado del gato que reclama el alimento que lo ha engordado como un cerdo. Por fortuna no se encuentra él. Los días lunes por la mañana, Alondra se siente insoportable para el mundo entero, especialmente para su esposo, quien a esa hora, casi las diez, debe estar revisando documentos aburridos, o coqueteando con la secretaria de pelo rizado y labios de bistec; los hijos seguro caminan por los pasillos de la prepa o escuchan peroratas de profesores aspirantes a maestros. La soledad matutina del lunes tiene una extraña mezcla de nostalgia y dulce vacío; nunca el café expreso se disfruta tanto. Sorber el líquido caliente mientras su pie desnudo acaricia el pelambre del gato sibarita, son mínimas acciones que le abren la puerta a un efímero paraíso. Cierra los ojos y viaja hasta una playa desierta, le nacen alas de gaviota. Se desnuda en el centro de una caprichosa formación de rocas que la cubren de posibles miradas, se entromete en el eterno idilio del agua y la arena que la envuelven con sus brazos de sal y granito. Caliente de sol y café, con una mariposa revoloteando en su entrepierna al contacto con el agua, apenas alcanza

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a escuchar el sonido del teléfono. Antes de que agonice la esperanza que la llama desde algún lugar, la gaviota logra volver y tocar la pantalla digital.

—¿Qué pasó, Beto? —de sus labios caen granos de arena sobre la superficie lisa del aparato.

—¿Cómo estás, mamita?, ¿está rico el cafecito? —los diminutivos se clavan en el vientre de Alondra y le retuercen los intestinos.

—¿Qué quieres, Roberto? Estoy ocupadísima.—Saber cómo estás. ¿Te pasa algo? —si llevara un

registro, se contarían en cientos las veces que le hizo esta pregunta por teléfono, casi siempre en lunes.

—¿Qué me va a pasar? ¡Estoy feliz! Felicísima. Me muero de ganas por echar a andar la lavadora, ponerme a cocinar, levantar la caca del perro y respirar el delicioso aroma del desinfectante del baño.

—Estás de malas. Después te llamo.—Llámame dentro de trescientos años, amor, o antes

si sabes de algún meteorito que vaya a chocar con la Tierra… ¿Vendrás a comer? ¿Roberto...?

El café se ha entibiado, su imaginación también. La dulce nostalgia trocó en una pequeña rabia que, sin hacerla explotar, le dibuja una omega en el entrecejo. Al tomar la escoba mira como cuervo al pequeño cielo que la rodea, cercado de paredes blancas y naranjas y de un techo que reduce el horizonte de su mirada. Le nacen alas negras en el momento de comenzar a barrer. Vuela por el aire casi inamovible de la casa. Grazna al posar sus garras recién nacidas sobre el respaldo del sofá, desde el

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que mira hacia afuera por el enorme ventanal de la sala. Las lágrimas de un cuervo son negras, por eso el mueble acumula tantas manchas indelebles.

MartesSi Alondra tuviera la potestad de hacerlo, eliminaría el día martes. Le sabe precisamente a guerra y ella se siente una guerrera, como el dios latino en cuyo honor se nombra este día. Hay que salir de casa a liarse a golpes con el mundo, enfrentar el insufrible tránsito vehicular y las cada vez más frecuentes marchas de maestros, obreros, campesinos o estudiantes. Hoy le toca padecer una de médicos y trabajadores de la salud. Es el día que ha elegido para hacer pagos, compras de diferente índole y llenar hasta el tope el carrito del supermercado.

Al regresar a casa se cree una heroína que ha contribuido enormidades al progreso de la nación, que activa la economía del país gastando con relativa prudencia el dinero que le permite su condición de esposa de un funcionario medio y repartiendo monedas al cerillito, al franelero, a los niños del semáforo y a cuanto mendicante encuentra a su paso. Sin preocuparse por la comida porque los martes toca pizza, sushi o hamburguesas, se sirve una porción generosa de tequila con sangrita mientras escucha música de los ochenta. Una copa tiene el efecto mágico de aligerarla hasta convertirla en gacela que salta y gira incansable al ritmo de Stayin’ Alive, de los Bee Gees. De pronto, de la puerta del baño sale un John Travolta vaporoso y la

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invita a bailar; no puede hacerlo como gacela y muta a su cuerpo. La sala es una pista de baile multicolor hasta que el sonido del teléfono rompe el encanto.

—Dime, Beto —alcanza a mandarle un beso al bailarín copetudo antes de que se desvanezca.

—Hola, amor. No iré a comer hoy. Ya sabes, tengo…—Junta de trabajo con el jefe. Ya me sé la historia. ¿A

qué hora vuelves?—Tarde. Te llamo cuando vaya hacia la casa, no quiero

sorprenderte con algún amante.—¡Payaso!La idea del amante la inquieta, le ha cruzado por la

cabeza en los últimos meses en los que ha sentido que la rutina la aplasta. El efecto mágico del alcohol de agave se ha desvanecido. Se convierte en un osezno tierno. Ante la falta de una mano que acaricie su pelo suave, busca consuelo acurrucándose en el sofá. En ese momento llegan sus hijos, le dan un beso insípido y un hola, má apurado; raudos, abren sus alas de gavilán y vuelan a su cielo en el segundo piso. Los mira escapar mientras una lágrima de tequila aniña su mirada de oso triste. Y duerme.

MiércolesLe gustan los miércoles porque está Inocencia en casa. Sus aires de señora alcanzan desplantes peliculeros ante la muchacha, a quien ordena limpiar meticulosamente hasta el último centímetro cuadrado de los vidrios de las ventanas. Cuando Roberto era un simple empleado

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con sueldo mediocre, sólo se daba el gusto de tener doméstica los miércoles; ahora la tiene también los sábados. Mientras Ino viene y va como hormiga por toda la casa, ella aprovecha para poner en orden las finanzas del hogar. Con un fervor de contador dedica al menos dos horas a registrar hasta el más pequeño gasto, hace un balance perfecto de egresos e ingresos. Llega al extremo de anotar incluso las propinas y limosnas que ha ofrecido en la calle y en las tiendas departamentales. Se siente importante, la administradora ideal. Roberto la premia invitándola al cine.

Ella se viste como para una fiesta de noche, estira el cuello como cisne cuando va del brazo de su hombre, tan varonil peinando canas, de ojos moriscos, cuerpo espigado. Entre el estacionamiento y la taquilla, ejecuta una danza que asombra a quienes la ven. Baila alrededor de él mientras lo mira arrobada, es como un ritual para anunciar a las hembras que merodean que hay un sólo plumaje para esas manos masculinas: el suyo. Al regresar a casa hacen el amor como cada miércoles. La mujer cisne, vencida, desplumada, húmeda y dueña de una certeza amorosa que durará unas horas, duerme y sueña plácida con una alberca de agua azulada. Amanece, el sol va calentando las cobijas húmedas que la arropan. Suena el celular.

—Buenos días, pajarita.—Hola, amor.—Levántate, floja. Iré a comer contigo.—¿Beto… me quieres? —vuelve a entrar al agua

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tibia, para escuchar la respuesta que la tendrá nadando plácida el resto de la mañana.

JuevesAlondra está convencida de que ninguna gran historia se ha vivido en jueves; siempre le ha parecido gris, por eso se queda en casa. La tarde de este día contiene la desesperación acumulada de cuatro jornadas de trabajo, pero también se filtra una muda algarabía por la inminente llegada del viernes. Ha elegido el jueves por la tarde para ilustrarse leyendo alguna novela o la vida de personajes de la historia o del arte.

Después de comer, pide a sus hijos y a Roberto, si están en casa, que no la molesten. Vuela por los escenarios que ve pasar en las páginas del libro. Para animarse juega con la sensación de ser una golondrina, se posa en el hombro de los personajes y desde ahí mira todo lo que ellos ven. La experiencia la agota, muchas veces con llanto, otras con alegría. En ocasiones se inspira y escribe un poema. Jamás se lo enseña a Roberto, porque una vez que lo hizo se burló de su sensibilidad. Ya entrada la noche, sus alas están cansadas. Al cerrar el libro guarda sus emociones y fantasías dentro. La pesadez que la inunda la convierte en una tortuga escondida en su coraza. Rasca con sus patas en el mullido colchón hasta que se entierra por completo, cubierta por cobijas. Quiere dormir un siglo en una sola noche, pero el teléfono interrumpe:

—Amor, llamo para recordarte que es jueves. Estaré un rato en el bar con los cuates.

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—Ya lo sé, Beto —dice somnolienta, lejana desde su letargo y retrayendo la cabeza hasta desaparecerla en su coraza blanda.

—No me esperes despierta, no tardo.De pronto, la tortuga abre los ojos en su cueva, la

obliga a hacerlo el recuerdo de la secretaria con labios de bistec capaces de engullirse por completo a Roberto. Una emoción lindante en celos y rabia la hace despabilarse unos segundos, pero la bendita pesadez la vence. Tal vez en el sueño sus garras le desfloren los labios a la mujer que la inquieta.

ViernesPor fin en la casa se escuchan los trinos del ave que naturalmente ella es, una alondra. No sabe exactamente qué tienen los viernes, pero los ama. Roberto llegará temprano a casa, tal vez salgan a tomar una copa y ella, parlanchina, aletee con alas nuevas alrededor de la mesa en el bar. Si él decide quedarse en casa con sus hijos, como a menudo sucede, ella tiene luz verde para ir a revolotear con sus amigas, ponerse al tanto de los acontecimientos de la semana y gozar de los chismes más recientes. El viernes anterior una golondrina amiga suya le confesó que tiene un amante, un parlanchín zorzal alirrojo que hace gala de un canto y un plumaje hermosos, tan diferente del cuervo sombrío que soporta en casa. Alondra se identifica más con otra amiga, una elegante paloma torcaz que levanta su ánimo y sabe cómo inyectar energía a sus alas; la admira más que a

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nadie, pues parece tan feliz en su matrimonio con un milano negro exitoso en los negocios.

Canta mientras cocina. Si algún vecino distraído no recuerda qué día de la semana es, sabrá de inmediato que es viernes si escucha cantar a Alondra. Los viernes sus hijos la quieren de manera especial porque saben que es feliz, tan distinta al resto de la semana. Les place escuchar su silbo cuando regresan al hogar. El teléfono interrumpe el concierto.

—Buena tarde, pajarita. Hoy me quedaré en casa. ¿Saldrás con tus amigas?

—Prrrriii, frrrriiiiiiii, fuit, fuit….—De acuerdo, amor. Llego en unas tres horas. Espero

encontrarte todavía en casa. Besos.Al regresar esa noche, encendido de rojo su plumaje,

Alondra encuentra a Roberto dormitando en su cama con el televisor encendido. Extiende sus alas y sin darle oportunidad de escapar lo cubre por completo. En breve, un concierto amoroso ruboriza las paredes.

SábadoCuánta ilusión genera abrir los ojos tarde en la cama, extender el brazo y encontrar a la persona amada. Todas las metamorfosis son innecesarias en un día así. Alondra es por completo. Su casa es un templo para ejercer la fe, un camino con horizonte abierto y claro. Su canto es absoluto. Incluso la llegada de sus suegros no medra su entusiasmo. Alondra no tiene dudas, la inquietud del candidato a amante que le hace un guiño entre semana

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se hace humo con el brazo de su hombre rodeándole la cintura. Por la tarde asisten a una fiesta y el mundo le parece un jolgorio inacabable.

Entonces se pregunta por qué duda de continuo, cómo puede dolerse tanto por haber abandonado su profesión a cambio de un buen matrimonio; por qué la inquietan demasiado el escote y los labios de la secretaria de Roberto, si ella aún tiene la carne trémula y la firmeza de un amor pactado ante un juez de paz. Le encanta que un sábado de fiesta se coma sus incertidumbres y ella las pisotee sobre una pista de baile. Esta vez no hay llamada telefónica que le esconda realidades o la saque de sus ensueños. El sábado es para beber esperanza al lado de Roberto.

En la noche hacen el amor otra vez. Tres veces lo hicieron esta semana; no siempre es así. Alondra canta durante el sueño cuando es feliz. Roberto despierta al escuchar su silbo y la contempla tiernamente. En esos momentos sabe que la quiere como a nadie, experimenta algo de culpa por compartir ocasionalmente sus ganas con la secretaria. Lamenta que Alondra nunca podrá saber cuánto la ama, que todos los días no sean sábados, que ni las terapias a las que ella se sometió durante largos periodos le dieran certeza y equilibrio. Odia los lunes porque ella muta a su peor versión.

Antes del amanecer su mujer despierta llorando. Alguna pesadilla enturbia su sueño. La abraza y ella se convierte en un petirrojo que anida bajo su axila.

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DomingoLa sensación al despertar en domingo es siempre la misma: su corazón tiene sobresalto, experimenta una absoluta necesidad de buscar a Dios en algún templo, o al menos en el pecho de Roberto. Pagaría por evitar la nostalgia que la invade ese día. Sabe que a esa hora su marido corre por el parque acompañado de Teofilus, el perro; sin embargo, lo llama por teléfono.

—Hola, amor. No me diste un beso antes de irte.—No lo sentiste, pajarita, dormías como un gandul.—Regresa pronto, por favor. Roberto… ¿cuánto me

quieres?—Multiplica tus fantasías por un millón. Así te quiero.—Prrrriii, frrrriiiiiiii, fuit, fuit….Sus hijos están en casa, preparan el desayuno porque

saben que su madre sufrirá ese día todas las mutaciones posibles y eso le impide procurarse su alimento. La ven bajar después de las once convertida en una pequeña rosella cabizbaja. La alojan en su jaula junto a la mesa, la acarician con ternura esperando que cante, pero calla. Apenas prueba un poco de alpiste. Al volver Roberto, sus ojos recuperan el brillo, se convierte en una ninfa que vuela hasta posarse en el hombro de su esposo. Él la toma dulcemente en sus manos y Alondra regresa entre sus brazos. Sus dos hijos terminan de almorzar y se retiran cada uno a sus asuntos: partido de futbol, citas amorosas o con amigos, cine o tarde de asueto en casa. Roberto entiende que el resto del día Alondra lo necesita junto a ella. Nadie, además de sus hijos, sabe

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que los domingos por la tarde él también sufre una metamorfosis: se convierte en un gorrión, que junto a su calandria entona canciones alegres y tristes, llenando de notas musicales el vacío.

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La carrera

Calienta los músculos y las articulaciones. No quiere esguinces ni fracturas; su pasado está lleno de heridas. Se acomoda al frente, entre los buenos corredores, nunca más con los malos. Mientras espera el tiro de salida, su mente enumera las cadenas a las que creció aferrado: una madre dominadora y fría; el padre, un retintín de monedas, ausencia punzante, indiferencia; antros y sexo fácil, comprado siempre; amigos vanos (sólo rescata a su perro); la escuela, un tugurio de raíces cuadradas y reglas gramaticales prostitutas: las penetras y te regalan números en un certificado. Truena la pistola. Se arroja tras la meta. Los trancos iniciales son firmes, como queriendo sacudirse fantasmas e imágenes dolorosas: una mesa con líneas de coca, la universidad abandonada, la primera traición, la segunda, todas; la chica linda que decía amarlo, a la que cambió por otra con maestría en putería fina y que lo dejó flaco, vacío, sin alma. Lo alienta recorrer el primer kilómetro, hay fe en sus piernas, en sus ojos que no miran atrás. Durante el segundo, las gotas de sudor destilan retazos de su niñez: hay una nana que lo quiere y lo acaricia; aumenta la velocidad al recordarla. En el tercero suda la adolescencia, la marihuana precoz que le embotó la imaginación, llevándosela lejos de los cuentos infantiles. Transpira matemáticas absurdas, clases de español desangeladas, los rostros de loro y cacatúa de las mises del colegio Eton. Todo ello lo carcome durante

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el cuarto y quinto tramo. En el sexto kilómetro se siente ligeramente rezagado, lo atormenta la imagen del padre huyendo con su amante a un paraíso fiscal; la madre llora sin su mecenas inmerecido. Un dolor le punza en las rodillas en el séptimo, en los ojos salados le duele la imagen de su progenitora, su vida fatua: shoppings, amigas estúpidas, amantes jóvenes comprados con dinero corroído. Durante el octavo la desesperación lo rezaga, ha perdido de vista a los líderes de la carrera, se siente solo como siempre, hijo único vomitado al mundo por un caos. Si su padre pudiera verlo en este esfuerzo que por primera vez en su vida lo saca a flote, enfrentando al sol de frente. Casi llora durante el noveno kilómetro, le falta aire, amor. Sara lo quería, hasta que lo encontró en su departamento fornicando con la doctora en sexo que lo dejó seco. El aire entra con dificultad en sus pulmones al arribar a los últimos mil metros, su corazón late a 180 por minuto. Ha perdido la fe: no cree en la universidad, en el dinero, en Dios, en recobrar a Sara. Apenas trota cuando está a cuatrocientos metros del término. Nadie lo preparó para esta carrera, ni para vivir. Intenta llegar y acelera. La desesperación lo empuja en los últimos doscientos. El corazón está en su límite y revienta a escasos cincuenta metros de la meta. Al caer de rodillas, mira a la vida llamándolo a través de cientos de manos congregadas cerca de la línea final, pero sus ojos desorbitados y el dolor en el pecho le anuncian que faltó poco para lograrlo. Los demás corredores pasan a su lado. Ya no alcanza a mirar a su padre, quien por

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primera vez en su vida lo espera detrás de la meta, con un amor arrepentido entre sus manos que también murió de infarto fulminante.

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El insomnio de la iguana

Sigiloso, casi reptando, el hombre avanza con fusil en mano. Apunta: en su mira está una iguana enamorada de un rayo que se cuela entre la fronda, veleidosa en su rama.

Dispara; la bala da en el cuello. La bestia prehistórica se precipita apaleando el follaje en su desplome. Al golpear el suelo, sintiéndose maltrecha, corre veloz colina arriba. Gana un buen tramo en la maleza y sus garras buscan las alturas de un gran árbol. Al poco tiempo se encumbra sobre la rama más alta; se camufla en la espesura. Su corazón desacelera poco a poco.

Mueve la cabeza; no hay dolor. Olfatea; no hay sangre. Cae la noche, la cubre. Todo comienza a dormir; ella

no. Sus ojos quedan fijos atravesando las sombras, se niega a cerrarlos, a soñar otra vez que se convierte en un hombre cazador de iguanas.

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De hambre y de luna

Salió a la calle. Por la noche, como siempre. La luz solar nunca le ha parecido adecuada para su ánimo. Siempre prefirió la luminiscencia cauta de la luna, más propicia para su hambre.

En la primera esquina degustó la nostalgia de un organillero. Ofreció una moneda y una sonrisa para el artista, quien, sonriente, agradeció el milagro de su atenta escucha. Fueron dos ríos entrelazándose, que siguieron después cada uno por su cauce, sin la consciencia de que juntos eran manantiales.

Continuó por una calle con faroles desmayados. Como de costumbre, ella lo perseguía, celosa, avizora,

irónicamente circunspecta. Él se percató de su presencia cuando la vio levantar su vestido blanco para seguirlo, ignorando nubes impertinentes o vientos alados que ofuscaban su sonrisa. ¿Sonrisa?

Dos calles adelante un hombre vendía versos. Compró una aliteración mullida: Bella lluvia de avellanas, ¿tú me llamas?; una rima nutritiva: Quita mi hambre y embelesa, la belleza; y un pequeño calambur digestivo: Yo, lejos y a su lado, y azul hado, y azulado, bebo café con fantasía. Quiso pagar, pero el poeta le pidió que huyera robándose los versos; era un romántico como él.

Ella, cada vez más pálida, lo seguía con absoluta consternación. El hombre no le daba la importancia de otros tiempos. En una dama sola, también el hambre hace merma. Siempre tan húmeda, ella, tan nocturna,

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perpetuamente dispuesta a las conspiraciones de su hombre. Él la miraba como a una mujer querida a través de un tiempo dilatado, sin los explosivos primeros instantes amorosos, paréntesis ocultos en la memoria para la infinitud del sentimiento.

Calle abajo encontró a dos hombres haciendo fuego para enfrentar el frío. Les ofreció de combustible un discurso improvisado, a cambio de las llamas necesarias para calentar el hambre de esa noche. Dijo, entre otras cosas: El fuego sagrado no quema, ilumina. Te convierte en cenizas y viento. Entre las cenizas nace el ave fénix; el viento eleva sus alas. Absortos, los hombres se miraron sin entender, felizmente ignorantes con las manos al fuego.

Demasiada búsqueda para una noche. Ella, sin dejarlo en paz, lo siguió rumbo a casa.

Súbitamente fastidiado, apresuró el paso; ella también. Le dio la espalda por completo. Había dedicado casi toda su vida a venerarla, pero esta noche necesitaba nuevos filones para su hambre. Ignoró sus reclamos que inesperadamente le pincharon la nuca, después el hombro izquierdo hasta llegar al pecho. Agitado, tembloroso, hambriento de aire, quiso dar mayor velocidad a su zancada. No pudo. Se detuvo, angustiado, con un rictus de dolor dibujado en el rostro. Intentó voltear para mirarla. Ya no lo hizo.

Ofendida, rabiosa y roja, se abalanzó sobre él. Con precisión de cirujano, asestó el golpe por la espalda. La herida sin sangre cruzó en su camino el corazón.

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Al otro día, un diario que nadie compraba, porque no existía, gritó en silencio la noticia: luna asesina apuñala por la espalda a un hombre, quien sólo robaba por las noches la belleza.

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Crimen en papel

Despertó agitado y sudoroso. Eran las cinco quince de la madrugada, apenas. Supo que no dormiría más aunque lo deseara. Un torbellino en su mente lo atrapó al abrir los ojos como sucedió las dos noches anteriores. Su cuerpo se resistió a dejar las sábanas, pero fue inútil que intentara conciliar con la almohada, pues a los pocos segundos una turba de imágenes, palabras y frases tenía a todas sus neuronas en pleno ejercicio matutino: “Hay que terminar el maldito informe de la Comisión de Educación, debe presentarse ante el pleno del Congreso”. Recibiría a un grupo de líderes magisteriales para escuchar sus demandas, tan radicales como el cansancio de su cuerpo en los últimos días. Estaba también el asunto del chantaje anónimo del cual era víctima, al hacerle llegar en un sobre varias fotos suyas besándose con una sensual dama de su equipo de asesores, en un restaurante ubicado al sur de la ciudad. Por si fuera poco, estaba en el centro del escándalo por supuestos sobornos a los miembros de la comisión que presidía, para aprobar sin mayor discusión el proyecto de reforma educativa enviada por el Presidente.

Café bien cargado, un baño de agua tibia y gotas de nafazolina en los ojos le dieron una tenue sensación de energía, redujeron el ligero temblor en su mano diestra y el hormigueo paralizante en el lado izquierdo de la cara, al que se acostumbró durante las últimas semanas. Como último recurso, quedaba el polvo blanco que su

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amante le conseguía, perfectamente dosificado para los momentos difíciles; decidió prescindir de la droga por ahora.

Se despidió de su esposa en punto de las siete, tiernamente, como lo hacía en cada capítulo de la farsa que representaba a diario. Salió de su casa estilo californiano junto con sus hijos: la nena veinte y el junior diecisiete. Le indicó al chófer la ruta a seguir después de dejarlos en la universidad privada donde los chicos estudiaban.

Durante el trayecto escuchó otra vez el extraño ruido en el interior del oído derecho, tenue, apenas perceptible entre claxonazos y rugido de motores. Más que ruido, era una especie de sensación táctil que venía desde adentro, como si unos dedos milimétricos tocaran pequeños tamborcillos alojados en el fondo de los túneles auditivos. Parecían llevar un ritmo, dirigido por un microscópico director de orquesta con rostro de neurona. Pensó que tendría que visitar al otorrinolaringólogo, pero otro día, claro; primero lo urgente y después lo importante.

A la nueve y cinco bebía más café con otro miembro de la flamante Comisión de Educación. Trataban temas cruciales para el futuro del país, al menos del pequeño país donde ellos se encerraban: “Nos tienen que aprobar el presupuesto para el bono, cabrón. Justo ahora se les ocurre a los pinches medios hacer escándalo sobre eso, hermano, cuando está que arde el asunto de los estudiantes muertos”. “Serán muertos o desaparecidos, pero lo del bono es otro pedo, güey; de que nos llega, nos

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llega. ¿Cómo va la bronca de tus fotitos con la Lucre?, ¿ya lo arreglaste?... Dales un billete o una madriza, cabrón, pero debes actuar ya”. “Lo que me saco por andar de pito ardiente. Es que esta vieja tiene un culo, güey. Si como lo mueve moviera el cerebro, no sería mi asesora, sino del mero ejecutivo”. “Perdonen, diputados, ya están aquí los maestros de Oaxaca”. “Danos diez minutos y empezamos, Toñita. ¿Llegaron las diputadas Blanquita y Ludmila?” “Ya están aquí, licenciado”. “Que no te pisen la sombra estos cabrones maestritos, acuérdate de la instrucción: hay que “maicearlos”; ya está hablado con todos los coordinadores de las bancadas”.

El ruido melodía en el oído derecho resurgió ligeramente más intenso. Ahora experimentaba una presión que podría ubicar con exactitud si fuera posible señalarla dentro. La sensación fue más aguda cuando la puerta se abrió para dejar pasar a los aguerridos maestros oaxaqueños, con la ele de lucha dibujada en la frente y escrita en la mirada. El hormigueo en el cachete izquierdo afloró de nuevo, semiparalizando músculos faciales y labios. “¡Puta madre! Ahora sí necesito el polvo”. Su asesora amante, abre piernas, culo fácil, prostituta VIP, descerebrada, se acercó por detrás restregando sus pechos talla 38 C sobre su hombro derecho. “¿Se siente bien, licenciado?” Claro que no se sentía bien. Eran las nueve treinta y ya estaba convocando a los ángeles blancos para que lo elevaran hasta la megalomanía y pudiera poner en su lugar a estos rijosos, prietos, indios, huarachudos mixtecos que le estaban amargando la mañana.

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La reunión terminó a las once y veinte. Fracaso rotundo para las señoras y los señores diputados. “Acompáñeme a la oficina, licenciada Lucrecia, necesitamos revisar el informe”. La ilusa aspirante a hetaira, moviendo el trasero al compás de las circunstancias, caminó delante de él. En la oficina le proporcionó de inmediato su ración de polvo; sabía cuánto lo necesitaba.

A la una y media de la tarde dejó la oficina, despachados dos o tres asuntos más; claro, se retiraron él y su asesora de lujo. Hacía hambre. La sinfonía en el oído aumentó de intensidad una vez que el levantón propiciado por la coca terminó. Distinguía con claridad cada golpe en el interior del laberinto, como dedos sobre teclas de un piano desafinado. Una carne arrachera, los labios de bistec de su acompañante y tres wiskis escoceses, amortiguaron bastante las desagradables sensaciones. “Necesito descansar, Lucre. Llama a Toñita, dile que estamos en una comida de trabajo con quien chingados se te ocurra, que no vamos a regresar hoy. Llama también al pendejo de Landeros. Dile que le hablo en la noche”.

A las cuatro cuarenta y cinco, Lucrecia llevaba dos orgasmos cuando él se detuvo, no por falta de erección, pues el sildenafil de cincuenta miligramos le daba la potencia necesaria para aguantarle el paso a su asesora de veintiocho años. Simplemente, no soportaba más el crepitar de teclas en sus oídos, en los dos ahora. Ya no había nada que pareciera musical, pues incluso sintió o imaginó dolor, como punzadas desordenadas en diminutos puntos de su órgano auditivo. “Estás muy

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estresado, chiquito, eso es todo, relájate. ¿Quieres que te haga algo especial, papi? Pídeme lo que quieras, como lo quieras mi rey diputado, mi futuro senador”. “Déjame ir al baño, Lucrecia. Mientras regreso prepárame una dosis, ya no aguanto estos pinches ruidos”.

La coca cumplió su función en el prócer, quien volvió a la cabalgata sexual con mayores ímpetus. “¡Ay, papi! Estás enorme, enorme”. Al tomarla por la cintura y arremeter contra ella recuperaba la sensación de grandeza. La poseía como bestia, para liberarse de la animalidad que lo distraía de sus compromisos superiores con la nación. ¡Qué rol de sacrificio el de Lucrecia! Habría que grabar sus gemidos, hacérselos escuchar a los púberos en la escuela secundaria, esculpir el busto de ésta y muchas otras heroínas de cama, para exhibirlos junto con el de Josefa Ortiz de Domínguez, quien también sabía extinguir los fuegos carnales del gran Ignacio Allende, a espaldas del Corregidor, por supuesto. ¡Qué injusticia! Miren que recordarla sólo por la decencia de su chongo y su labor de espía. Las perturbaciones, claras y contundentes ahora, regresaron a los oídos del hombre. Eran como manos que teclean. Pensó que no lo soportaría más. El efecto de la coca fue adverso, pues la sensación nítida de un tac tac tac aniquilante lo llevó a la desesperación, enclavándolo en una irrealidad no experimentada jamás.

Quiso aferrarse al cuerpo de Lucrecia para escapar de las desagradables impresiones, pero el rostro de la mujer se desvanecía, se volvió una nebulosa, al tiempo

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que su cintura se deshacía entre sus manos. Lucrecia se esfumó como un personaje borrado abruptamente de la trama de una novela. Miró su propio cuerpo desnudo y sintió que flotaba, sin peso, sin densidad. Cerró fuerte los ojos intentando despertar de la onírica trastada que le jugaba el polvo blanco. Al hacerlo, cruzaron frente a él las imágenes de su esposa y sus hijos; se extendían, se deformaban, al final desaparecieron en las luces de un horizonte psicodélico. En unos segundos vio desfilar en una secuencia de imágenes todo lo que había sido su vida. Después, una infinita soledad y el tac tac tac que no cesaba.

Abrió los ojos y pudo ver a quien, segundos después, supo que era su verdugo, su creador: el escritor tecleaba ante él su historia, rabioso y cejijunto. Supo desde dónde llegaba el concierto de su tormenta. Quiso hablar, tomar la tribuna, enarbolar un discurso sobre su derecho constitucional a la vida. Sin embargo, no tenía voz, ni movimiento, sólo una angustia parecida a la de un hombre arrojado al exilio.

El violento tac tac tac cesó repentinamente cuando las manos del escritor se quedaron quietas, se alejaron del teclado y cayeron, vencidas, en ambos lados del cuerpo. Desaparecieron todas las sensaciones, la vida. El personaje sólo registró la idea de haberse convertido en dos ojos invisibles perdidos en la llanura blanca del papel; miraban al escritor derrotado. ¡Qué terrible! Nunca más sería padre, esposo, amante, diputado, ni llegaría a ser senador; ni siquiera el personaje de una

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historia en un libro archivado en el estante, al que un amable lector pudiera darle vida de vez en cuando.

El escritor se puso en pie, molesto. Retiró la hoja de la máquina eléctrica de escribir, tomó las ya escritas y, furioso, las rompió en pedazos arrojándolas al cesto de basura.

Al poco tiempo, una minúscula hormiga pasó corriendo sobre la zona de la página en la que dos ojos, invisibles y secos, se cerraban para siempre.

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Suicidas en la niebla

Así lo encontré cuando lo vi en el puente, blanco como el papel en que escribo. Su mirada telescópica parecía seleccionar abajo el punto exacto en donde acabaría su viaje de setenta metros por el aire, para el cual no compró boleto y del que no informó a nadie, cuando menos en la típica nota necrológica que un decente muerto en vida deja en el buró; corrijo, en este caso sería en el escritorio, porque el aspirante a suicida se dedicaba a escribir, y se dedica aún.

Lo primero que experimenté fue rabia, porque ese día era el que yo había escogido, ese lugar y esa hora. Y miren que yo no era un aficionado, pude haberme muerto un día antes de un balazo en la sien o tragando veneno. Sin embargo, siempre me ha molestado la sangre, incluso la que utilizo en el escenario cuando me toca interpretar un personaje trágico; y reconozco ser cobarde para soportar el dolor que me produciría el veneno y sentirme morir poco a poco como un perro ladrón. No, el día anterior fui sólo a escoger la roca en la que rebotaría mi cabeza haciéndose papilla sobre ella inmediatamente; una explosión instantánea y ya. Que resulte claro que no me arrojé por falta de valor, sino que lo pospuse para el día siguiente porque no había escrito mi despedida, mi legado final. Yo sí quise actuar con la elegancia mínima ante un acto de tal trascendencia. Si le costó trabajo a mi madre traerme al mundo, por lo menos también se quebrarían el seso un rato mis colegas y mis maestros,

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tratando de comprender las razones superiores de mi muerte; y los amigos fundamentales, las mujeres que me dieron goce y llanto, los hijos que no sé si tuve.

Tanto me molesté, que lo primero que me vino a la cabeza fue acercarme por detrás y empujarlo, y después inmolarme yo con toda la solemnidad del caso. Gran error hubiera sido, me quitaría la gloria; o, en todo caso, los periódicos hablarían de los dos suicidas que se sacrificaron juntos, e inventarían no sé qué sarta de historias que robarían por completo la dignidad a mi vida de esfuerzos y a mi muerte que pretendía ser memorable. Hubieran inventado que éramos amantes y decidimos terminar al mismo tiempo porque uno de los dos tenía cáncer y el otro no viviría sin él; o que nuestro amor era imposible por alguna razón telenovelesca.

Pensarlo me dio horror.Actué con inteligencia, respiré hondo y decidí que

intentaría disuadirlo, hablarle de lo hermoso que es estar vivo a pesar de todo y del profundo sentido que un ser humano puede darle a la existencia. Claro, tendría que interpretar magistralmente mi papel, empeñarme en ello, porque justamente si de algo ya no quería saber era de la existencia. A fin de cuentas era yo un actor. Y tenía un punto más a mi favor para lograrlo: la palidez de su rostro me decía lo difícil que le era tomar la decisión; estaba acobardado. Además, temblaba evidentemente por el viento frío que corría en la cañada esa mañana.

Me acerqué con cautela y escogí para mi rostro la expresión de un padre amoroso. Aunque el tipo no

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parecía mucho menor que yo, siete u ocho años a lo sumo, me ayudaba mi barba entrecana y la calva prematura.

—¿No te parece que es una mañana poco apta para terminar? Si te arrojas y no caes en el lugar elegido corres el riesgo de que la creciente del río se lleve tu cuerpo, después de sufrir por ahogamiento, claro. Tal vez no te guste la idea.

Volteó a verme como si yo fuera un fantasma. Su mirada me transparentó en unos segundos y sin decir nada la volvió a la profundidad. Continuó temblando y con los pies clavados en el piso.

—Bueno, supongamos que aciertas y das en piedra firme. Puede suceder que la neblina y las condiciones del tiempo hagan difícil encontrarte, a menos que te arrojes de inmediato ahora que tienes un testigo —enfaticé esto último convencido de que no lo haría.

—Déjame en paz —dijo sin voltear a verme.—Realmente no deseas morir; lo presiento al verte.—¿Qué sabes tú de lo que deseo o no? ¿Quién te crees

para suponer que no quiero morir o que me falta valor para arrojarme? —lo dijo viéndome a la cara y con cierta furia por mi intromisión.

—Te das cuenta, aún eres capaz del furor. Cuando se está en la antesala de la muerte ya no hay emociones; por eso decidimos acabar. Estás demasiado vivo todavía y tu cuerpo tiembla porque añora el calor de una chimenea.

Por fin logré que me volteara a ver con algún interés, o que viera al personaje que interpretaba para lograr arrancarlo de ahí antes de que yo también anhelara el

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calor de una fogata, el aroma de una taza de café o el regocijo pobre de los recuerdos. Sus ojos destilaban una tristeza densa y su voz el consuelo de una duda que lo volvió a anclar al mundo.

—¿Alguna vez también se te ha ocurrido… terminar?Su pregunta casi me ofendió, porque con ella me

estaba comparando con él, un simple diletante de la muerte. Lo mío era mucho más que una desesperación ante la soledad, más que una depresión repentina o la sucia reacción de un hombre al que su mujer lo abandona por otro. Yo estaba plenamente convencido de la trascendencia que tenía mi vida y mi paso por los escenarios, de cuantas emociones logré reventar en miles de pechos y gargantas, del placer intenso al que supe llevar a tantas mujeres, de las cuales recuerdo más su olor que su rostro o sus conversaciones. Llené a plenitud cuarenta y nueve años con viajes, libros, excelentes vinos y platillos, actos de caridad y grandes conciertos musicales. No, lo mío no era el simple exabrupto corriente de alguien que está muerto en vida y anda buscando el valor en un cuchillo afilado, en un frasco de barbitúricos o sobre el puente de una carretera poco transitada.

—Alguna vez…cuando era muy joven —le dije sin saber por qué, sólo por buscar una salida.

—Sus ojos brillaron y algo se movió dentro de él, porque la palidez de su cara ganó rubores de vida. Me asusté, ya que en ese momento no quería seguir actuando, ni estaba dispuesto a desviarme de lo mío sintiendo

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conmiseración por alguien. Lo único que deseaba era que se marchara arrepentido de sus intenciones. A pocos kilómetros había un buen restaurante con chimenea en el que podía calentar su arrepentimiento o enamorarse de la mesera linda que ahí atiende. Ya podría suicidarse después cuando quisiera. Porque ese día era el mío, el de mi muerte; no estaba yo como para desperdiciarlo por un sentimentalismo inoportuno.

—También quise hacerlo cuando era muy joven, tanto, que me faltó fuerza para cortar con energía —me dijo, mostrándome su mano izquierda una cicatriz vieja—. Después, ella regresó y agradecí que aquella ocasión la navaja tuviera poco filo. Ahora… se ha ido nuevamente.

No soporté más. La causa de su intento de suicidio era una mujer que lo abandonaba. Sentí indignación y me quité la careta; no más el actor.

—¿Cómo es que deseas morir por una mujer? Tu desilusión es demasiado ruin. Mujeres hay muchas y los sentimientos son un engaño —mi ímpetu lo sorprendió.

—Ella no era una ninfa común paseando por el bosque. Su cuerpo era el río, su risa el canto; mi tinta su palabra. Y era el libro más amado, la inspiración.

Mi pavor creció: era un poeta. Me abrí de capa, tratando de controlar ese movimiento de emociones que no estaban previstas en el guion de mi suicidio.

—Escúchame, émulo de Bécquer o de algún otro desesperado, si estoy aquí intercambiando un diálogo absurdo contigo, es porque éste era el día, el lugar y la hora que yo había elegido para morir con la misma

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dignidad con que viví, sin dudas ni sentimentalismos absurdos como los que tú manejas. Date cuenta que le estás quitando toda la elegancia y verdad a la más grande y última escena de mi vida —lo dije de tal manera, que en ese momento me percaté de que mi plan estaba definitivamente muerto.

Sus ojos quedaron tan asombrados como los míos. La vida había vuelto a los dos, incisiva, glotona. Se apoderó de nuevo de ambos, y de tal modo, que sentí un afecto inesperado por el poeta al ver humedecidos sus ojos ante el espectáculo de un hombre que reclamaba airoso su cadalso, su puente, su piedra.

—¿Vendrías conmigo a hablar de cómo morir con dignidad, mientras tomamos un trago? —me preguntó casi en súplica.

Nunca pensé que el hipotético día de mi muerte terminaría yo cómodamente arrellanado en un restaurante en el que atiende una chica linda, disfrutando el calor de una chimenea y filosofando sobre la vida con un poeta desahuciado, mientras veíamos espléndidos paisajes por entre los ventanales. Bebimos una botella completa de un escocés de su preferencia que yo jamás había degustado, tan maravilloso que nos provocó unas malditas e inoportunas ganas de vivir, para mi mala suerte. Me regaló un ejemplar de su último libro de poemas, el más querido; pensaba llevarlo consigo en su viaje de setenta metros hacia la eternidad. La embriaguez lo llevó a la cursilería de dedicármelo, detalle que confirmó lo rotundo de nuestra derrota.

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Ambos pospusimos nuestro suicidio por tiempo indefinido.

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Después del futuro

Exterminaron al último de los hombres cuando desarrollaron la facultad de auto reproducirse. Era un hermoso ejemplar, cruza de todas las razas, seráfico, dócil, con un falo inmenso que terminó fastidiando a las últimas hembras que lo apetecían, primitivas ellas, huellas vivientes de una época antigua, cuando no vivían bajo tierra, y en la que gemir y ser penetrada era una de sus mayores búsquedas. Guardaron su cuerpo a modo de reliquia y modelo, remplazando su sangre con sustancias conservantes, fijadores y germicidas; y con la destreza tanoestética que logra mantener el color y el aspecto idénticos a los del cuerpo vivo. Tal vez algún día reprodujeran algunos ejemplares si resurgiera en ellas el instinto.

Era la hora de salir otra vez a la superficie. La radiación había dejado de causar su efecto dañino. En todo caso, si aún quedaran restos de radiactividad, sabrían cómo enfrentarla sin causarse daño; siglos de civilización subterránea las empoderaron científica y espiritualmente. Prepararon a las primeras mujeres que ascenderían, lideradas por Egba, la más noble, inteligente, carismática y hermosa de todas, elevada a nivel de Diosa por las hordas femíneas que entonaron cánticos cuando llegó el gran día.

Enfrentar al sol. Escuchar la melodía de un río. Recibir el golpe de color que había renacido en la tierra después de la hecatombe. Descubrir la nitidez del azul en la

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comba celeste. Mirar deslizarse a pequeños organismos que también renacían de entre piedras, cortezas y rajaduras en la superficie. Sentir reventarse sus pechos por emociones que estaban muertas; y los surcos de lágrimas en sus rostros; y una inquietud prácticamente desconocida en lo más bajo de sus vientres, cuando los vieron.

Ellos bajaron de la nave que los trajo hace poco al planeta, atraídos por las oleadas de energía que sus radares descubrieron, bullendo bajo tierra en ese territorio, volcanes de progesterona a punto de explosión. Eran hermosos como ellas, pero alados, consecuencia de algún experimento afortunado en algún lugar del cosmos.

Inevitablemente se cruzaron los rayos de luz que emanaban de sus ojos en ambas direcciones, escaneándose. Se examinaron mutuamente y supieron quiénes eran. No pudieron hacer nada, sus defensas cayeron y se enfrentaron con la misma arma que habían usado desde el principio de los tiempos. El amor refundaba un nuevo inicio juntos.

Habría enemigos de la vida que iniciarían otra vez las guerras inevitables, pero a ellos, nuevos rebeldes, no les importó. En pareja se expandieron por las llanuras que estaban al alcance de sus ojos. Egba fue la primera en elegir a Akdan, y los primeros en perderse por el camino nuevo que fundaron sus pies.

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Like, luego existo

Me armé de valor y decidí emprender una de las empresas más difíciles para un joven como yo, veinteañero metido en esta encrucijada de saber qué hacer con mi vida, mi calentura sexual y mis estudios universitarios: retirarme un mes de Facebook. No lo podía posponer más, dos mil cincuenta y siete amigos virtuales han hecho de mi vida una batahola de datos, imágenes y noticias que me han llevado a la obsesión. No me dejan concentrarme en lo importante (mi padre lo definió así: “Importante es aquello que importa”, qué chingón, me sacó de mi ignorancia existencial y me metió en otra. Mi madre, más lúcida como siempre, me trajo la luz: “Importante, hijo, es aquello que te hace bien, sólo define qué es”), en lo esencial, en volver a advertir al mundo real.

Así que manos a la obra, si mis padres que no tienen Facebook han podido sobrevivir toda su vida sin él, ¿por qué no he de poder hacerlo durante un mes?

Informé a mi novia, que lloró como si le anunciara que me iba a estudiar a Europa. Me aterró su reacción, como si mi alma perteneciera a ese espacio virtual en el que ahora todo confluye. Mis cuates de verdad, esos de carne y hueso con los que tomo cervezas los viernes, se rieron de lo lindo, mi decisión les pareció una soberbia jalada.

De todos mis contactos me despedí con fingida ligereza: “No me verán en la red por un tiempo, andaré fuera de circulación. No se preocupen, todo bien.”

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El primer día el whatsapp se saturó: “¿Te pasa algo, René?”, “¿andas en la depre?”, “ya sé, tronaste con la Rebeca, ¿verdad?”, “no mames, cabrón, ¿qué puntadas son esas?” Y así por el estilo. Yo, estoico. Soporté como el alcohólico que establece su meta sólo por veinticuatro horas. Mis manos experimentaron comezón al terminar de hablar por teléfono con la Rebe antes de dormir, se cruzó por mi mente la idea de asomarme a la red unos segundos y salirme antes de que me detectaran demasiados contactos. Respiré profundo; desistí. Sin gran dificultad entré en el sueño y al despertar al otro día me sentí como el corredor de una maratón que ha logrado sus primeros cinco kilómetros sin contratiempos. Cuando vi a mi novia por la tarde, me abrazó y me besó como a un Lázaro resucitado.

Los primeros síntomas de la abstinencia aparecieron en la noche del quinto día: sentí comezón en manos y brazos y la ansiedad entrecortaba mi respiración. Tardé más de una hora en conciliar el sueño. Estuve a punto de entrar en la red a la una de la madrugada de ese miércoles, aprovechando que a esa hora la mayoría duerme y si acaso los viejitos jubilados, o los poetas, o los ninis, son quienes se aventuraban a merodear por Facebook; de ésos tenía, si acaso, unos cincuenta en mis contactos. Sudaba frío, la comezón se extendió hasta los hombros y la espalda. Pero resistí. Cuando al fin logré dormir, la maldita “f” se burlaba de mí en el sueño con voz de mujer, que de pronto se volvió caliente

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y seductora: “Entra en mí, René, no me abandones, te necesito”. Experimenté una potente erección cuando la “f” convirtió a la pequeña línea horizontal que la cruza en una minifalda. Bailaba a ritmo de samba y, cuando la prenda se alzó por el movimiento, me dejó ver un pubis exquisito de mujer. Eyaculé justo al abrir los ojos. Me sentí estúpido, una maldita “f” prostituta me estaba volviendo loco. Ese día anduve como alienado, viendo efes por todas partes. Para colmo, mi madre hizo sopa de letras y casi vomito al verla.

No creía lo que me estaba sucediendo, pensé que sólo era cuestión de echar mano de una pequeña dosis de voluntad, como quien decide no comer postre por un tiempo. Nunca imaginé que se tratara de una verdadera lucha contra una adicción. A los diez días, Rebeca estaba molesta conmigo, me exigió volver a Facebook: “Añoro tus palabras por el chat, tus besos, imaginar que me extrañas mientras dialogo contigo y a la vez con otras cinco personas. Entiéndelo, por teléfono no es lo mismo, ni por whatsapp; me siento desconectada de tu mundo, ignorada. Además, todos se burlan de mí, me dicen que soy novia de un inadaptado. ¿Te das cuenta?”

Para estas alturas el dilema era grande y los síntomas más graves. El treceavo día me dolían las articulaciones de los dedos, tenía los ojos secos todo el tiempo y comencé a sufrir estreñimiento. Estúpidamente, algunos compañeros se alejaban de mí y discutí con dos profesores que sólo aceptaban las tareas enviadas vía Facebook.

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Empecé a meditar. La luz de la casa, mi madre, me convenció de que eso ayudaría: “Todo resulta de la sensación de vacío existencial, hijo. Eso le pasa a la personas hoy en día, han perdido la posibilidad de estar consigo mismas, de dialogar con su propio cuerpo y con su ser interior. Cuando descubras que estás conectado con el Universo sin necesidad de ningún mecanismo externo a ti, experimentarás la comunión perfecta, no este sueño falaz de la vida moderna.”

No sirvieron las sesiones de meditación. La señorita “f” no me dejaba en paz y el estreñimiento era cada vez peor. A los dieciocho días me desconocí en el espejo, así como me desconoció Rebeca el día anterior. Ojeroso, con tres kilos menos y erosiones en la piel por tanta rascadera, me enfrenté al reto de negarme a dar clic en la “f”. Fui vencido, mi mano se alzó automáticamente y un dedo índice que ya no era mío, sino de la humanidad entera, presionó la tecla. Mis ojos se humedecieron ante este acto de valerosa cobardía.

A la mañana siguiente mi novia recuperó su dulzura. Me abrazó con una pasión que me hizo sospechar que pronto pasaría algo más candente entre los dos. Como por arte de magia, cesó el estreñimiento. Entendí por qué: me estaba negando a soltarme al mundo y mi cuerpo lo hizo evidente.

¡Maldita sea! Cuando sea grande te derrotaré, señorita “f”.

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Borracho con casta

Un corcho, eternamente borracho, anhelaba morir en su cava en posición horizontal, como siempre había vivido. Fue su casa una botella de vino tinto traída hace diez años desde “La ruta del Merlot”, en Venecia. Perdido siempre en los aromas de grosella negra y confitura de bayas rojas y violeta, deliraba gozoso en su paraíso de taninos ligeros.

Una tarde de fiesta, bodas de plata del matrimonio Ricardí, aletargado, oyó pasos en la escalera. Al poco tiempo, una mano recorrió las botellas empolvadas; eligió al azar. Se sintió levantado en el aire sin poder protestar. Minutos después un taladro perforó sus entrañas. Fue violentamente arrancado del edén y arrojado a una cestilla. Nadie escuchó su llanto seco.

La sirvienta lo rescató al siguiente día, le secó sus lágrimas y lo hundió luego en la boca de una botella de mezcal oaxaqueño. Los nuevos aromas lo ofendieron; alcurnia maltratada. Pero la embriaguez volvió: la vida.

Condenado a vivir en posición vertical sobre una modesta alacena, sin la lúbrica humedad de antaño, murió tiempo después, seco y perforado por agujas de viento.

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Fraternidad

Esa vez decidí no anunciar a Enrique mi visita; estaba seguro de encontrarlo, pues la preparación de los ceremoniales de Semana Santa le impediría alejarse de su parroquia durante esos días. La bóveda del templo fue un consuelo fresco ante el sol bochornoso. Teníamos mucho para conversar toda la tarde, por eso hice antesala en una de las bancas de la entrada y puse en orden mis ideas antes de encontrarme con él; una palabra equívoca o una intención velada en la manera de decirla harían riesgosa la comunicación. En previsión de que fuese una charla extensa, dije a mi esposa que probablemente regresaría a la ciudad la mañana siguiente. No pareció preocuparse demasiado por eso, estaba consciente de la profunda relación que había entre Enrique y yo desde que estuvimos juntos en el seminario.

Después de diez minutos escuché la voz de José Refugio, el sacristán:

—¡Qué sorpresa, don Adolfo! ¿Qué hace usted en el templo, tan solo?

—¿Cómo estás, José? Quise paliar el calor antes de buscar a Enrique. ¿Dónde está él?

—¡Uy!, se me hace que ahora sí va a tardar. Tuvo que ir a oficiar misa de boda en San Andrés y otra más en Petaquillas —al notar cierta consternación en mi rostro, agregó, comedido—: Pásele, venga conmigo a la casa parroquial. Juanita ya se retiró, pero nos dejó preparado un molecito verde que está de rechupete.

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Durante la comida percibí inquieto a José Refugio, normalmente parlanchín y bromista, con esa energía y entusiasmo que otorga una treintena de años. Después de consumir el delicioso platillo que amainó mi desespero, el sacristán extrajo de la alacena una botella de anís con toronjil, el digestivo preferido de Enrique. Degustamos una copa cómodamente instalados en los equipales del corredor interior. El murmullo relajante del agua en la fuentecilla del patio y una segunda ración de licor enrojecieron el rostro de mi acompañante, quien por fin soltó la lengua y con ella la zozobra que lo inundaba:

—Don Adolfo, me ha de perdonar, pero ahora que la casualidad nos ha puesto frente a frente quiero hablarle de algo importante, antes de que se me vaya el valor. Se preguntará por qué quiero confiarle un asunto que me quema por dentro. Es fácil de entender: nadie conoce mejor al padre Enrique, sé de la profunda amistad y del cariño fraterno que los une. Aunque usted abandonó el seminario y la carrera sacerdotal, lo comprende como nadie y… —el sacristán calló, imposibilitado para seguir por la emoción que lo embargó; yo estaba en ascuas. Una vez recuperado, prosiguió, casi en sordina—: Usted sabe la simpatía que el padre despierta en todos los feligreses, no hay nadie que reniegue de él, es tan bueno, tan… dulce. En mí también fue despertando sentimientos que nunca había experimentado antes. Empecé a quererlo, no como a un padre, sino como a un hermano. Llevo a su lado más de cinco años y desde hace poco menos de

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uno, él y yo… somos más que hermanos, somos…, no sé cómo decirlo…

Una ola de estupor, rabia e indignación me agitó las vísceras y me enervó hasta la desesperación. José lo percibió. Hice un esfuerzo brutal por controlarme. Le pedí seguir adelante.

—¡Yo lo quiero, señor Adolfo! Lo quiero como hermano, como mi preceptor, pero también como… Sé que esto le sonará escandaloso, pero además de Dios, sólo usted puede comprender esta pasión que siento por él. Hice esfuerzos enormes por anular mis sentimientos, incluso quise adelantar la boda con mi novia; pero fue inútil resistir, y no fui capaz porque él me ha correspondido. Más que eso, Enrique fue quien se acercó primero. No pude hacer nada por evitarlo, no pudimos. Cuando me confesó su amor, entró en mi corazón como a un templo donde se le veneraba desde mucho antes, y… cuando entró en mi cuerpo y yo en el suyo la idea del pecado se había desvanecido por completo. ¿Qué pecado puede haber en el amor? A estas alturas debió habérselo confesado a usted, me dijo que lo haría. De cualquier modo, ya me encargué de hacerlo. Le pido, don Adolfo, a nombre del gran cariño que le tiene a Enrique, que no lo juzgue con severidad.

Lloré por dentro, pero simulé mi tormenta interior con una simple máscara de pesar. Me contuve para escuchar más.

—Sé que le costará trabajo entenderlo; sin embargo, quiero solicitar su ayuda. Le he pedido dejar el sacerdocio,

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pero se niega. Sería la única manera de llevar adelante lo nuestro y así lo entiende, mas hay algo que lo detiene y que no alcanzo a descifrar, no se atreve a sincerarse del todo. Tal vez usted, que lo aprecia tanto, pueda…

No lo dejé terminar; era demasiado. Me puse de pie intempestivamente y le di la espalda, no quise que viera mis ojos enjugando lágrimas. Fingí perderme en el gorjeo del agua en la fuente. Guardó silencio, anhelante, mientras esperaba alguna palabra mía.

—No ha sido fácil escucharte, pero tienes razón, lo que siento por Enrique es muy hondo. Tal vez pueda hacer algo por ustedes.

—¡Gracias! ¡Mil gracias! Estaba seguro de que usted comprendería.

Quiso abrazarme como muestra de agradecimiento. Lo detuve con un gesto frío.

—Necesito otro trago, pero esta vez de algo más fuerte. ¿Queda aún un poco del tequila que les traje el mes pasado?

Mientras el sacristán servía mi copa, admiré fugazmente sus espaldas anchas, sus glúteos firmes y alzados, su espigada figura y esos brazos largos y fibrosos que envolvieron la soledad de Enrique durante el último año.

El golpe con el candelabro en la nuca fue certero y seco. Se desplomó sin entender que eso era todo lo que podía hacer por ellos y por mí. Un pequeño chorro de sangre y la ausencia de pulso fueron las evidencias de que el amor de mi vida estaba a salvo.

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Limpié mis huellas en el candelabro, desvalijé el baúl del dinero, destrocé lo que pude y bebí la copa de tequila, agradecido con José Refugio por el último acto servicial de su vida.

Antes de retirarme, recogí los fragmentos de mi corazón convulsionado y pasé por la parroquia: me incliné ante el cristo sangrante que todo lo perdona. Me alejé con la cara de Enrique ondeando mi tristeza.

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Alunizaje

El chiquillo entró a mi casa dando traspiés, casi arrastrando media de docena de juguetes.

—¿Y mi amigo…? ¿Dónde está mi amigo?Buscaba con la mirada a Carlitos, mi sobrino. —La mamá de Carlitos pasó por él hace poco, después

de salir de trabajar —le dije.—Pero… hace un rato jugamos y… me dijo que viniera

cuando acabara de comer.—Él no sabía que su mamá vendría pronto. Mañana

estará aquí y jugarán toda la mañana.—Pero… son vacaciones y… podemos jugar todo el día

—la ansiedad lo devoraba.—Tienes razón, pero recuerda que Carlitos no vive

aquí, sólo cuidamos de él por unas horas. En este momento está en su casa.

—Es que… yo me aburro… ¿Con quién juego si estoy solo?

—¡Ernesto! Ya no des lata a los vecinos —la voz de su madre tronó desde la calle.

Cabizbajo, cargando su tropilla de soldados galácticos, su avión supersónico, un astronauta de la NASA y una nave espacial tipo platillo volador, mi vecinito caminó hacia su hogar con la tristeza de un hombre perdido en el desierto lunar.

Seguí en mis asuntos. Estaba de vacaciones y me tocaba preparar la comida. Dos horas después, ya con mi esposa en casa, me dispuse a pasear al perro. Al salir

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encontré a Ernesto sentado en su puerta con expresión de desánimo, se aburría de lo lindo en el calor de la tarde.

—¿Por qué estás triste, Ernestito? —Porque en esta calle no tengo amigos para jugar…

¿Ya vino Carlitos?—No, mañana —bajó el rostro; no pude resistir su

agobio—. Yo seré tu amigo… si quieres.—¿Y… jugarás conmigo? —su pregunta me desarmó,

pero debía responderle. —¡Claro…! ¿Qué te parece si lo hacemos después

de que regrese de pasear a Rino?Pensé en un juego de mesa. Aunque Ernesto tenía

cinco años me ilusionó la idea de enseñarle ajedrez. Al regresar, mi sorpresa fue mayúscula, junto a él había dos cajas repletas de juguetes y tenía puesta una máscara de luchador. Al verme, tomó una de Blue Demon para mí.

—Póntela —me dijo—. ¿Jugamos en tu casa o en la mía?

Titubee, miré hacia los lados sin colocarme el disfraz. Me sentí un adulto tonto.

—¿No prefieres mejor un… juego de mesa? En mi casa tengo varios que…

—Dijiste que jugaríamos. Si no te gusta esa máscara, te presto la mía; es del Santo.

No podía defraudarlo. Sin importar si alguien me observaba me convertí en un demonio azul, cargué las cajas repletas de juguetes y me dirigí a la entrada de mi hogar, seguido de mi nuevo amigo. Antes de ingresar,

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dos señoras que pasaban me saludaron entre risillas y bisbiseos.

—Buenos días, profesor.Fui feliz esa tarde. Convertidos en héroes

enmascarados, Ernestito y yo viajamos a la luna, luchamos contra los malos del universo, recorrimos distancias infinitas en su nave espacial y vencimos a gigantes interestelares que se hacían pasar por molinos de viento.

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Filo de plata

En este momento quisiera estar en casa, lavarme la cara con agua fría, comer mi dotación diaria de arándanos y acariciármela un rato para mitigar la ansiedad, sin pensar en ella, sino en cualquier otra. Se me antoja una pelirroja para alucinar este viernes, de caderas a la europea, estrechas, y que no hable ni pío de español; una suiza, checa o danesa, que me ayude a olvidar su pelo negro ondulado, sus caderas infinitas, su piel olorosa a canela.

Después del alucine y de los buenos oficios de mi mano adiestrada, escaparme un rato en el sueño; luego despertar y pasear a mi perro. Volver a casa y decidirme a hacerlo. Tomar los cerillos, subir a la recámara y arrancar del guardarropa sus vestidos, jeans, blusas y playeras; sus pantaletas y sostenes de copa breve; sus huellas, aromas y presencias; sus risas escondidas en los cajones, los jadeos que dejó repitiéndose en eco eterno entre el colchón y las sábanas; sus retratos y los muchos pares de zapatillas de punta que le gustaba usar cuando lo hacíamos. Arrojar todo por la ventana hacia el patio. Hacer una pila en el centro y encenderla. Escuchar el crepitar de lo que ella fue cuando estaba conmigo, convirtiéndose ahora en humo, mientras mi perro, asustado, huye de las llamas y se esconde en su propia tristeza, porque él también la amaba con su olfato excelso, y los olores que reventarán en el fuego lo harán llorar y quejarse lastimero. Después de varios minutos

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incendiados y del río de lágrimas que evaporará el calor en mi cara, recoger las cenizas en un cofrecillo que colocaría en el centro de la sala para hacer la velación de su memoria reducida a polvo finísimo. Platicaríamos durante la madrugada entera, ella hablándome desde el cofre con esa voz que le salía del vientre, rasposa y cálida aun en las pláticas más simples. “Tu mujer tiene voz de ramera”, decía mi madre. Y sí, concedo, su voz era de puta fina, la misma con la que se debió presentar Afrodita ante el Olimpo. Al amanecer, llevar las cenizas de su recuerdo hasta el río que cruza la ciudad y arrojarlas para que viajen hacia el mar. Despedirnos de ese modo y borrar las últimas imágenes de ella que laceran mi mente.

Todo eso y más quisiera hacer, pero los barrotes son fuertes. Queda soñar que soy un ave pequeña escapando

por la ventana que filtra rayos tristes de luz a mi celda. Resta seguir escuchando sus ruegos, sus perdones por abandonarme, sus “déjame volver contigo y convertirme en tu perra arrepentida”. Me queda el olor de la cama en la qué volví a recibirla, sucia y ensalivada de otro, pero nuevamente mía.

Suplico que alguien me regale un cuchillo para acallar el reclamo de mis venas, el mismo con hermosa luz plateada con el que alguien que también la amaba la mató, en mi propio lecho y al despuntar un alba roja; alguien que volvió tras los aromas que su falda repartía en el aire. Queda, en esta celda que no me pertenece, uno que no soy, aunque respiro; uno que ha muerto.

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CONTENIDO

7. Aguamanía9. Alondra

16. La carrera18. El insomnio de la iguana

19. De hambre y de luna21. Crimen en papel

25. Suicidas en la niebla29. Después del futuro

31. Like, luego existo34. Borracho con casta

35. Fraternidad38. Alunizaje

40. Filo de plata

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EL AUTOR

Arturo Núñez Alday es Licenciado en Psicología por la UAEM y estudió la Carrera de Actuación en la escuela de Teatro “Seki Sano”. Ha participado en una gran cantidad de cursos y talleres, además de varios diplomados, todos ellos vinculados a su formación en las áreas psicopedagógica, teatral y literaria. Actualmente participa en el taller permanente de narrativa del escritor Francisco Rebolledo. Se ha desempeñado en el ámbito docente a lo largo de 25 años, veinte de ellos en el COBAEM. Fue Coordinador Académico y Director del Plantel 02. Como actor, participó en buena cantidad de montajes con diversas compañías teatrales desde 1988 hasta el año 2002, cuando abandona el quehacer actoral. Premio Nacional de Cuento “Beatriz Espejo” 2015, otorgado por la Secretaría de Cultura de Yucatán. Primer lugar en el Concurso Nacional de Cuento Corto “Las Lunas de Octubre”, Cuautla, Mor, octubre de 2016. Finalista en el Concurso Internacional de Cuento “Todos somos inmigrantes”, convocado por Editorial Benma, en marzo de 2018. Tiene tres libros de cuentos publicados. Obra suya se encuentra en varias antologías de cuento, dos de ellas con Lengua del Diablo Editorial, y en las revistas “La voz de la Tribu” y “Nueva vía”. El presente volumen de cuentos, Mutaciones a la carta, fue finalista del primer concurso de publicación para obra inédita de la editorial Lengua de Diablo.

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Mutaciones a la carta de Arturo Núñez Alday

se compartió libremente en abril de 2020, durante la crisis por la pandemia del Covid-19.

desde el antiguo barrio de La Carolina, Cuernavaca, Morelos.

Derechos reservados el autor y Lengua de Diablo Editorial.