osa MaRtha Jasso - revistaelbuho.com€¦ · Casi esperaba que se echara a andar. Era el santo...

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confabulario 35 35 El Búho Ricardo Martínez Para René Avilés Fabila L a tarde es pasmosa y el humo del cigarro deja ver apenas los zapatos sin lustrar avanzando sobre el pavimento. Un sol mercurial se refleja sobre las ventanas que pasan una a una, mostrando su asimetría por encima de sus hombros. No mira la calle porque se la sabe de memoria. Las viejas casonas lóbregas, las escalinatas, los portones majestuosos con sus aldabones de bronce que nadie hace retumbar. El murmullo de la calle que se ahoga como un eco que no encuentra respuesta. Es Damián, un hombre de mediana edad, de tez blanca y complexión atlética. Sus paseos son diarios cuando el sol se aleja y él ha garabateado los últimos poemas. Lo hace len- tamente, paso a paso, sin esperar nada. Sin embargo hoy, en el trans- currir somnoliento de su tránsito, de reojo algo ha llamado su aten- ción. Cosa extraña. Él domina todo el paisaje y podría dibujarlo en una hoja sin perder detalle. Y otra vez. Disminuye la marcha y se rebela todo. Los solares de las casas. La ROSA MARTHA JASSO confabulario

Transcript of osa MaRtha Jasso - revistaelbuho.com€¦ · Casi esperaba que se echara a andar. Era el santo...

confabulario 35 35 El BúhoRicardo Martínez

Para René Avilés Fabila

La tarde es pasmosa y el humo del cigarro deja ver apenas los zapatos

sin lustrar avanzando sobre el pavimento. Un sol mercurial se refleja

sobre las ventanas que pasan una a una, mostrando su asimetría

por encima de sus hombros. No mira la calle porque se la sabe de memoria.

Las viejas casonas lóbregas, las escalinatas, los portones majestuosos con

sus aldabones de bronce que nadie hace retumbar. El murmullo de la calle

que se ahoga como un eco que no

encuentra respuesta. Es Damián,

un hombre de mediana edad, de

tez blanca y complexión atlética.

Sus paseos son diarios cuando el

sol se aleja y él ha garabateado

los últimos poemas. Lo hace len-

tamente, paso a paso, sin esperar

nada. Sin embargo hoy, en el trans-

currir somnoliento de su tránsito,

de reojo algo ha llamado su aten-

ción. Cosa extraña. Él domina todo

el paisaje y podría dibujarlo en una

hoja sin perder detalle. Y otra vez.

Disminuye la marcha y se rebela

todo. Los solares de las casas. La

Rosa MaRtha Jasso

confabulario

36 El Búho

pátina gris de las paredes y el templo, tan viejo y de-

rruido como el resto. Por primera vez advierte algo

nuevo. La avenida angosta que conduce a la en-

trada está cubierta de una hierba crecida. Al fondo

el portón semiabierto y detrás las tinieblas. Jamás

había advertido la entrada y menos experimentado

el sobresalto que precede a un inminente deseo de

introducirse a eso, tan ignoto, tan inasible como lo

sacro. Duda un segundo, pero antes de decidirse ya

atravesó el primer tramo, un segundo después su

mano empuja con suavidad la hoja abatible. Se de-

tiene. Lo reciben la oscuridad y una densa atmósfe-

ra de incienso. Con dificultad empieza a distinguir

lo que ante él se ofrece. El interior del templo. Dos

hileras de bancas de solidez beata. Dos confesiona-

rios. Un coro labrado y mudo a sus espaldas. Irresis-

tiblemente avanza. Todo está desierto. Un parapeto

de mármol lo detiene. Innumerables velas coloca-

das de mayor a menor, iluminan fugazmente el reta-

blo principal. Sus flamas tintinean mientras escurre

la cera e impiden ver con claridad. Levanta el rostro

y ahí está. Damián se estremece. Jamás un rostro

Teódulo Rómulo

confabulario 37

podría ser más conmovedor. Los ojos humedecidos.

La pequeña boca a punto de decir algo. Las manos

enjutas y enervadas de sufrimiento. Los pies humil-

demente desnudos y la piel, forjada de una pasta

casi humana, tibia, que podía palparse. Damián se

concentró en el pecho porque parecía verdad que

latía su corazón. Casi esperaba que se echara a

andar. Era el santo patrón. Cosa notable. Todavía

aletargado sacudió la cabeza y recordó que debía

regresar a casa. Recorrió con rapidez el camino de

regreso y aplastando los yerbajos retomó la calle.

Esa noche no pudo conciliar el sueño y lo inquietó la

perturbadora imagen del santo. Ya casi al amanecer

logró dormir con el pecho agitado. A partir de ese

día la vida de Damián cambió. Desayunaba y comía

de forma precipitada para bosquejar cualquier línea

sobre el papel deseando que pasaran las horas, que

se apagaran las risas en la cocina y llegara la tarde.

Que declinara el sol para dirigirse con vehemencia

al templo y postrarse ante la imagen del santo. Se

introducía sigiloso, ocultándose tras las columnas

si había alguien y esperando angustiosamente que

lo dejaran solo. Se colocaba delante y escudriñaba

cada detalle. Los sinuosos pliegues de la túnica, la

delicadeza de los dedos delgados, los cabellos casi

naturales. Clavaba la mirada en sus ojos cristalinos,

profundos, anhelantes. Parecíale escucharle a veces

musitar algo suavemente. Baja, le decía, ven con-

migo, con la certeza de que casi podía advertir su

respiración. Las visitas de Damián pasaron de una

tarde diariamente a casi todo el día frente al santo.

Se alimentaba frugalmente y ya no se aseaba. Con

el pelo enmarañado y la ropa sucia y desordena-

da vivía apenas para sí. El sacristán lo impelía con

jaloneos para que abandonara la iglesia y llegó a

pasar la noche sobre la banqueta esperando a que

volvieran a abrir. Hoy es casi de noche. El sacristán

comienza a apagar todas las ceras. Como de cos-

tumbre la figura de un hombre está extasiada frente

al santo, habrá que echarlo. Antes de que lo alcan-

ce éste emprende el camino. Abandona el templo

cruzando las beatas bancas, pasa bajo el coro. Sale

por la puerta dejándola entornada. Siente bajo las

plantas el contacto frío de la hierba. Se yergue. Se

erige ante él la reja principal. La cruza. Aspira una

bocanada de aire. El viento frío de la noche eriza su

piel tersa y suave de pasta blanca. Sus piernas de-

licadas avanzan sobre los pies descalzos. Sus ojos

húmedos centellean de vida. Extiende las manos de

dedos delgados antes enjutas y crispadas. Su pe-

queña boca balbucea algo ininteligible. Avanza por

las calles desconocidas. Deja tras de sí las viejas ca-

sonas con su pátina gris y se sumerge en el murmu-

llo mundano. En el templo se han apagado todas las

velas. El sacristán vuelve la espalda y se retira. Tras

el altar. En lo alto del retablo, se erige una figura.

Inmóvil, con las manos enjutas, el pelo enmaraña-

do. Cubierto de ropa sucia y desordenada. Los za-

patos sin lustrar. Con los ojos conmovedoramente

húmedos y los labios como queriendo musitar algo,

Damián se pierde envuelto en la profundidad de la

noche.

38 El Búho

Así es, así ha sido, mi psiquiatrico plástico, como

tanto le he repetido, esta vida de loco tan dura

que he llevado me fue tirando cada vez más fuera

de lo sentimental, es decir, me lanzó a ser un tipo cada día

más hijoeputa. No lo niego. Pero alabado debo ser porque

sé reconocerlo y asumirlo en público si fuera preciso. Bue-

no... lo que deseo que entienda: a nadie se le puede exigir

que sea consciente de lo que es inconsciente de nacimiento,

¿me explico?..., luego le presto si quiere el libro de donde

se puede colegir este dicho... por esta razón ustedes los co-

munistas cubanos de hoy día fracasan con tanto estrépito

en ese acápite de la “crítica constructiva”: aspiran a que el

criticado, el pobre, sea consciente de su inconsciencia, es

decir, langostino, lo culpan de ser inconsciente de lo que

no es consciente, ¡y lo imposible, amiguito!: que mejore su

hacer según el modelo que ustedes intentan gestar, en vano,

desde ahora se lo dictamino, de un ser cubano, hombre o

mujer, perfecto, limpio, puro... ¡nada más y nada menos que

de un ser cubano!, oiga, compañerito... la raza más escurri-

Félix luis VieRa

Soid Pastrana

confabulario 39

diza, esquiva y maleable que pueda existir. Y aún peor,

gato blanco: la autocrítica... la autocrítica... la autocrí-

tica integral como la que alguna vez le solicitaron a Le-

ticia aquí mismo en este hospital... ja ja ja ja... ustedes

provocan mucha risa... ¿Sabe usted de alguien que con-

fiese todo su inventario del mal?, ¿creerían los jefes que

Leticia Suárez del Villar Fernández Calienes, o cualquier

otro de ustedes de este hospital o de donde fuere de

esta tierra cubana..., que ella les contaría sus oscurida-

des, sus tripas?... ja ja ja ja, claro que no, mi hermano,

eso no lo hace nadie..., mas ustedes pretenden hacer

realidad ese jueguito de niños que les ha metido en la

testa mi Comandante en Jefe Fidel Castro, ay, carajo,

¿quién ha visto que un hijoeputa se pare frente al mun-

do y diga: “yo soy un hijoeputa”? Qué va, hermanito, en

este caso cada ser humano posee los argumentos para

su defensa, muchísimos argumentos. Solo un loco o un

medio loco, y de los sinceros, sabe, que no todos lo son,

lo reconocerá. Como el que suscribe: yo soy un hijoe-

puta. Ya ve, me desdigo de lo que antes le expresé: no

nací hijoeputa. Tanto parecía que no había heredado la

indigencia humana de mis ancestros...: fui un ser sen-

timental, tierno, amador del orbe todo, quien, antes y

después del botazo en el pecho que me diera mi padre,

gustaba de ver el vuelo iluminado de los cocuyos, o esas

estelas blanquecinas en las noches azuladas o el parito-

rio múltiple de ciertas flores lilas de la sabana. Pero esta

recia vida de loco me fue convirtiendo en un hijoeputa.

Yo soy un hijoeputa. Puede usted ponerlo en mi historia

clínica. Y decírselo a todo el que no le pregunte. Soy un

hijoeputa. Lo digo. Y lo sostengo.

26

Y así como tal, doctorcito, como un hijoeputa calibre

45, como un objeto, cual un loco-máquina, ya le con-

taba, actué en el momento fatal de esa noche del úl-

timo carnaval con disfraces de la isla de Cuba. Justo,

justo: Leticia unos quince o veinte pasos a mi dere-

cha, en ese callejón lateral de la Catedral, que usted

me asegura conocer y ubicar perfectamente, estaría

dándose un enganche letal con el disfrazado de ele-

fante. El pobre elefante: se sentiría seguro de que iba

a desfogar dentro de esa mujer disfrazada de Muerte,

a quien tanto se había arrimado y conversado a ras

de oreja allí en la acera del Parque mientras contem-

plábamos pasar las comparsas, creo que como doce

y más de la mitad explayando congas exponentes de

estribillos que dicen somos comunistas, palante y pa-

lante y al que no le guste que tome purgante, o, Fidel,

seguro, a los yanquis dales duro, etcétera. Sin imagi-

nar ese elefante que únicamente podría lanzar su le-

che encendida al vacío, al suelo del callejón. Hay que

aprovechar, se escuchaba aquí y allá… que éste es el

último carnaval con disfraces. Leticia, de voz prome-

dio, de voz promedio de mujer digo, no la fingía como,

sabía yo desde mi niñez, lo hacía la total mayoría de

los disfrazados en los carnavales, el elefante sí: simu-

laba una voz honda, carrasposa, quizás como de ele-

fante real, mascaritas, veía yo pasar por allí en la calle

que corta al callejón de la Catedral a tantos mascaritas

disfrazados a quienes se los estaría comiendo esa ve-

hemencia esa euforia esa angustia agónica de ser los

últimos disfrazados en los carnavales de Cuba socia-

40 El Búho

lista puesto que el gobierno de mi Comandante en Jefe

nuestro glorioso Partido Comunista de Cuba estaban

clarísimos como siempre en cuanto a la batalla revo-

lucionaria por la emancipación de nuestro pueblo de

que el disfraz podía esconder a un enemigo de nues-

tra libertad de nuestro luminoso porvenir un agente de

la CIA un enviado del imperialismo yanqui que llevase

en su negra entraña una bomba que hiciese explotar

en medio del vasto público pues esas personas incle-

mentes enemigas mortales de la emancipación de los

pueblos como ya habían demostrado en no pocas oca-

siones de nuestra naciente revolución de los humildes

y para los humildes estaban aptos y activos para sonar

una bomba en medio de la multitud sin que les impor-

tase que se reventaran en sangre niños niñas mujeres

viejos perros perritos y pájaros y volaran por los aires

hechas trizas las muletas y dientes postizos de los vie-

jos o la única pelotica de un niño o el único blúmer

de una compañera la pieza musical más de moda era

Pastilla de menta y allí la interpretaban en una tari-

ma como a diez metros de mí en la calle que cortaba

el callejón y oh vino a mi mente cuánto me gustaban

las pastillas de menta ya desaparecidas debido al blo-

queo imperialista gracias a Dios mi psiquiatrico que

uno tiene en la memoria el recuerdo del sabor y yo de

vez en cuando desde hacía tiempo traía el recuerdo de

las pastillas y era casi o igual o un ochenta por ciento

como si las estuviera realmente chupando ah la men-

ta riquísima fenomenal solamente la gente cretina que

no ha leído ni pasado en la vida la carencia capitalista

y ahora la socialista que he pasado yo sufren con el

recuerdo de un manjar perdido gente imbécil que bus-

can y sacan de su memoria olores y sabores para sufrir

no para gozar disfrutar reproduciéndolo como sé ha-

cer yo lechazo blanco el olor vivificante de la menta sí

hombre efectivamente como ya le repetí esa noche de

nuevo Leticia no se había lavado sus partes este tonto

y onanista que le habla no pudo sacar ni una cubeta

de la cisterna en la mañana porque el nivel del agua

estaba muy bajo y tenía yo instrucciones de no hacerlo

en el caso de que debiera inclinarme en exceso para

llenar la cubeta y mire guayabito blanco que a veces

quise violar esta orden de Leticia y dejarme caer hacia

el fondo de la cisterna y terminar esta jodedera que es

vivir y salir de esto de la jodedera del vivir le digo ya

de una vez salir de esta trampa que es la vida como

decían los poetas románticos y varias veces me había

dicho la misma Leticia estar vivo es una frivolidad pero

ella como tantos mortales promedio le cogió el gusto

a esta trampa de la vida que en fin de cuentas te invita

a singar follar jalar coger piravear cachar templar pisar

es la libido lo dijeron y tenían razón aquel de Austria

y aquel de Suiza la que te impulsa a sembrar una flor

para en definitiva sembrar no más que un coito por

venir el pétalo quemado en un acoplamiento por ve-

nir la libido psiquiátrico mediocrísimo que potencia lo

mismo el pedal del acelerador de un camionero que la

lupa de un filatelista que afina el ojo de un astrónomo

quien indaga por la estrella inencontrada ¿compren-

des mortal? sin lavarse el bollo eso es mi psiquiatra

estrella estrella fugaz apagada mustia y perdida en el

hastío de este cosmos antillano de croquetas revolu-

confabulario 41

cionarias de pasta de sebo Libreta de Racionamiento y

discursos monologantes y congas revolucionarias no

alcanzo yo tampoco me dijo ella cuando intentó con

la cubeta y así salimos sin bañarnos ella sin siquiera

lavarse la vulva quise decir el bollo el chumino la pa-

nocha el bizcocho la papaya la concha el coño el bollo

lo más sagrado que posee una mujer y lo más sagrado

que puede recibir un hombre de todo lo que pueda re-

cibir en esta tierra como solía decir aquel canalla de

las Chinches Perdidas Urbano Ronsard lo que demues-

tra que éste era un hombre de ley alejado de esa onda

machista que tanto daño nos ha hecho según sabemos

y según en campaña mi Comandante en Jefe por todas

sus emisoras de radio y televisión que son todas las

que hay hoy en Cuba y todos sus periódicos

que son todos los que hay hoy en Cuba...

27

Si bien entonces ya tenía conciencia de que

no estaba loco, puesto que pensaba en frío,

como un hijoeputa, ya lo he dicho, un prag-

mático, un político, un comunista, no no, un

comunista no, perdón, me lo reafirmé esa

noche del último carnaval con disfraces de

la isla de Cuba, cuando regresábamos al Par-

que Central, el elefante y Leticia, la Muerte,

delante, y yo, disfrazado de loco, detrás de

ellos..., y tuve un pálpito.

Ha quedado comprobado que los enfer-

mos mentales, ni aun quienes lo están a me-

dias, los leves, se hallan aptos para sentir un

pálpito.

Algo, de pronto, me iluminó, o mejor dicho se

iluminó frente a mí, cordones de lucecitas en la ace-

ra, sus bordes, en medio, en el empalme de la pared

con la acera. “En unos minutos nos van a descojo-

nar”, pensé, o no, no lo pensé por deducción, sino

que este sentir se escribió en mi pensamiento; es decir,

un pálpito.

De modo que cuando llegamos al Parque y el ele-

fante fue directamente hacia cuatro tipos no disfraza-

dos que estaban en el desemboque de la calle, y nos

señaló, como si nos entregara a Leticia y a mí a es-

tos cuatro, y de inmediato despareció, más bien grité:

“¡Efectivamente...!, ¡nos jodimos!”.

Sebastián

42 El Búho

Adrianella

No hay ningún lugar, al menos en nuestro futuro cercano,

al que nuestra especie podría migrar.

Visitar, si, establecerse, aún no.

KARL SAGAN

Tal y como estaba programado, Adria-

nella comenzó a volver en sí después

de doscientos cincuenta días de hiber-

nación inducida -tiempo requerido para llegar a

Marte en la primera misión enviada desde la Tie-

rra para la exploración y colonización de este pla-

neta- transcurridos en la más profunda e inson-

dable inconsciencia, encerrada en una cápsula de

titanio.

Regresar de un letargo tan prolongado, un

sueño sin sueños, sin imágenes ni fantasías de

ninguna especie; resurgir de tan enorme oscuri-

dad ajena a toda realidad, no era cosa fácil. Pero

la astronauta había sido concienzudamente en-

leopoldo sánchez duaRte

Adolfo Mexiac

confabulario 43

trenada para ello, así que empezó a retomar concien-

cia de manera paulatina. Casi sin sentirlo entreabrió

los ojos resguardados por grandes lentes especiales

que le protegían de la tenue luminosidad que empeza-

ba a invadir la cápsula donde se encontraba, e inició

el elaborado procedimiento previsto para reactivar sus

músculos, su mente, sus órganos, su naturaleza toda,

siguiendo las indicaciones que recibía de una voz im-

personal tan distante y a la vez tan presente, también

grabada muchísimo tiempo atrás.

Conforme esto ocurría, la cápsula que la albergaba

se erguía, se enderezaba lenta, suavemente. Adriane-

lla apenas lo percibía ocupada como estaba en seguir

las instrucciones de la voz desconocida y si bien cada

vez se encontraba más alerta, más consciente, la pasa-

jera sideral todavía no recuperaba mayor sensibilidad

en su cuerpo. Apenas comenzaba a mover ligeramente

los dedos de ambas extremidades, mientras el resto de

su organismo, excepto los ojos que ya se encontraban

completamente abiertos y con mejor visibilidad, per-

manecía adormecido, aletargado, lo cual no dejaba de

preocuparle. Ella no lo sabía, pero habían transcurrido

veinticuatro horas a partir del momento en que su pro-

ceso de recuperación física y mental se había iniciado.

Así las cosas, el procedimiento de reanimación

continuó durante dos días más en los que la viajera fue

recuperando sensibilidad y conciencia de manera lenta

pero continuada, hasta que fue capaz de accionar algu-

nos de los dispositivos del interior de la cápsula pro-

gramados para desconectarla de la fuente de vida -una

serie de refinados conductos, tubos, sondas y delicados

aparatos acoplados a su cuerpo a través de la piel y de

sus conductos naturales, para alimentarle, hidratarle,

dotarle de oxígeno y monitorear sus signos vitales por

pausados que fueran, al igual que sus funciones corpo-

rales, indispensables para mantenerla con vida durante

el tan prolongado periodo de hibernación al que había

sido sometida, pero sobre todo recobrar el funciona-

miento de su cerebro, la memoria, el pensamiento y la

conciencia de su identidad.

La misión se componía de tres personas más: dos hom-

bres y otra mujer

Finalmente, el proceso de recuperación llegó a 511 cul-

minación y Adrianella, libre ya de sus ataduras con la

cápsula que la alojara durante tan largo tiempo, ahora

colocada de manera vertical, perfectamente consciente

de lo que ocurría, se preparó para abandonarla. Al efec-

to, accionó el mecanismo de apertura de la portezue-

la de salida, no sin antes asegurarse de que el interior

de la nave donde se encontraba contaba con oxígeno

presurizado suficiente para su supervivencia y la de sus

colegas -la misión se componía de tres personas más:

dos hombres y otra mujer- quienes seguramente, al

igual que ella, estaban a punto de abandonar sus res-

pectivas cápsulas, si no es que ya lo habían hecho y la

estaban esperando, se dijo animada. El corazón le latía

furioso, apresurado, moría de ganas por reencontrar-

se con otros seres humanos, verlos, saludados, hablar

con ellos, intercambiar impresiones; integrarse con los

demás de manera única, indisoluble; reiniciar con ellos

el consumo de agua y alimentos de manera gradual y

44 El Búho

en las proporciones previstas por los científicos que los

capacitaron para el viaje y, en fin, prepararse adecua-

damente para llevar al cabo su delicada misión en el

planeta rojo.

Adrianella percibía que algo extraordinario le espe-

raba; se sabía parte de un todo enigmático, desconoci-

do. Su mente, su memoria trabajaban aceleradamente

buscando una explicación a este desasosiego, este pre-

sentimiento que tanto le inquietaba. Una vez abierta la

portezuela, aspiró con profundidad comprobando que

la atmósfera en el interior de la nave era respirable; a

continuación, se despojó de la mascarilla para sujetarse

con ambas manos de la salida, asomarse al exterior y

pasear la mirada buscando a sus compañeros. No había

nadie. Las cápsulas restantes permanecían cerradas.

Pensó que tal vez sus colegas se le habían adelantado y

los llamó a voces. Ninguno respondió. Extrañada, pro-

cedió a abandonar la cápsula, lo cual hizo con gran di-

ficultad; se sentía agotada, sumamente cansada, débil,

muy débil, a grado tal que sus piernas temblorosas res-

pondían con enorme dificultad a su voluntad. Ella sabía

-sus instructores se lo advirtieron en repetidas ocasio-

nes- que esto muy seguramente ocurriría después de

doscientos cincuenta días de vida en suspensión. Era

mucho tiempo, sí, pero nunca esperó que el agotamien-

to, la debilidad que ahora experimentaba llegara a tales

extremos. Tomó asiento en un escalón y esperó a re-

cuperar el aliento para levantarse y caminar, vacilante,

tambaleándose, hacia los receptáculos que ocupaban

sus colegas. Cuando llegó al más próximo su sorpresa

fue mayúscula: tras el empañado cristal de la ventanilla

pudo vislumbrar el rostro borroso del primero de ellos:

tenía el aspecto amarillento y reseco de una momia con

la piel pegada al cráneo, los ojos desmesuradamente

abiertos y la boca desdentada y congelada en una mue-

ca de impotencia, casi de terror: Estaba muerto. Estre-

mecida, Adrianella retrocedió, se cubrió la cara con las

manos y, temblando, sacudida por la impresión, suma-

mente angustiada, se dirigió a las cápsulas restantes

para encontrarse con el mismo cuadro: para su congo-

ja, todos sus colegas habían perecido ¿Cómo? ¿Por qué?

¿Cuándo? Imposible saberlo, pero habían fallecido.

Se encontraba sola en el planeta Marte, sin posibilida-

des de regresar

Cuando la ingeniero y piloto aviador Adrianella Da Bo-

tto fue seleccionada y aceptó formar parte de la misión

colonizadora a Marte, lo hizo perfectamente consciente

de los riesgos y peligros que ésta entrañaba; sabía per-

fectamente que muy probablemente no regresaría a su

hogar en su natal Palermo ni volvería a ver a su amada

familia por mucho tiempo, sí, pero nunca imaginó un

final tan inusitado, tan impactante como el que aho-

ra vivía. La situación era verdaderamente desesperada.

Todo parecía indicar que se encontraba sola en el pla-

neta Marte a más de cincuenta millones de kilómetros

de la casa de sus mayores, de la Tierra, de sus amigos y

de sus seres queridos, sin posibilidades de regresar y lo

más trágico: no había nada que ella pudiera hacer para

remediarlo.

Sacudida por los sollozos, tiritando de miedo, la

mujer tomó asiento de nuevo, encorvada, en posición

confabulario 45

fetal, abrazada a sus rodillas, procurando calmarse y

tratando de pensar con claridad sobre tan inesperada

situación. Por lo pronto, siguiendo el procedimiento

aprendido de sus instructores, bebió unos sorbos de

agua e ingirió una tableta preparada con los nutrientes

adecuados y en las proporciones previstas, que tomó de

los bastimentos almacenados en la nave. Hubiera dado

cualquier cosa por una taza de café -se decía, resigna-

da- pero este primer alimento la hizo sentirse mejor, lo

cual ya era algo dadas las circunstancias.

Una vez repuesta del susto; ya más sosegada, Adria-

nella se dirigió a la gruesa ventanilla de la escotilla prin-

cipal de la nave para echar un vistazo al exterior. Lo que

vio la sorprendió muchísimo: si bien agreste y desolado,

el paisaje no estaba desprovisto de vegetación, a la dis-

tancia le pareció distinguir la silueta de algunas plantas

y arbustos chaparros, incluso se apreciaba un cielo azul

pálido y algo que parecían nubes, lo cual no coincidía

con las imágenes que numerosos satélites y sondas in-

terplanetarias habían recogido del planeta rojo; algo

andaba mal, pensó mortificada, de manera que ahora

se dio media vuelta para colocarse ante el módulo de

mando de la nave el cual continuaba encendido, con un

zumbido sordo que contrastaba con el impresionante

Martha Chapa

46 El Búho

silencio de su interior, a fin de cotejar la información

consignada en sus sistemas sobre la trayectoria, dura-

ción del viaje, distancia recorrida y lo más importante:

su ubicación final en el planeta Rojo.

¡Suspendida en el espacio, orbitando la Tierra du-

rante veinte años!

Habiendo obtenido información al detalle sobre

lo acontecido con la nave durante el tiempo que

permaneció en ella, la mujer, asombrada, concluyó

que definitivamente no estaba en Marte; pero, en-

tonces... ¿dónde se encontraba? ¿Qué había falla-

do? Después de cotejar una y otra vez los registros

sobre lo ocurrido, no le quedó la menor duda: los

primeros quinientos veinte días de vuelo espacial,

ésta había recorrido el doble de la distancia pre-

vista para llegar al planeta rojo, lo cual significaba

que efectivamente había viajado hasta Marte, para

entonces retomar la trayectoria programada para

su regreso a la tierra y permanecer suspendida en

el espacio orbitando el planeta durante... ¡nada

menos que veinte años! -de 2023 a 2042-. ¿Veinte

años?, se preguntaba incrédula al tiempo que re-

visaba una y otra vez la información y confirmaba

que, en efecto, habían transcurrido dos décadas,

después de las cuales, por razones inexplicables,

el artefacto descendió y aterrizó por sí solo don-

de ahora se encontraba: en el corazón del desierto

mexicano de Altar, Sonora, al norte de ese país.

Adrianella no lo podía creer.

Al fin mujer, se aproximó a un espejo y vio la

imagen de una señora madura -tenía treinta y seis

años cuando partió al espacio---, sorprendida,

Juan Román del Prado

confabulario 47

mortificada, se encontró ajada, marchita, envejecida.

De su otrora frondosa cabellera castaña, no quedaban

más que unos largos y no muy abundantes mechones

rojizos, grises, opacos; sus grandes ojos verde aceituna

se habían empequeñecido circundados por innumera-

bles arrugas y perdido su brillo de antaño; las comisu-

ras de los labios, las líneas de la frente y la incipiente

flacidez de su cuello y de sus mejillas, las cuantiosas

pecas en la cara y en las manos y la pérdida de estatura,

de peso y de sus redondeces -el traje espacial le venía

sumamente holgado-, como todo lo demás, acusaban

claramente su edad, y si bien éste su nuevo aspecto no

le agradó en absoluto, optó por tomársela con calma,

resignarse a ello y no permitir que le afectara todavía

más. Después de todo, no había nada que pudiera ha-

cer para remediado, se dijo, apaciguada. Sin embargo,

no pudo dejar de pensar en cuál habría sido la vida que

no vivió de no haberse alistado para la misión a Marte;

¿Estaría casada? Muy probablemente, y a esas alturas

con hijos y hasta con nietos, seguramente. Ella creía

en la familia y siempre le gustaron los niños -razonaba

con nostalgia- pero ya era demasiado tarde, lo sabía.

Los recuerdos de su vida anterior al viaje se agolparon

en su mente, agudizando un sentimiento de profunda

soledad que la llenaba de temor, de angustia y de tris-

teza. Sin embargo -se decía tratando de sobreponerse-,

muy posiblemente reencontraría con vida a algunos de

sus colegas y amigos, a sus hermanos y hermanas y

otros parientes; tal vez hasta conocería a sus sobrinos

y a los hijos de estos y eso la hizo sentirse mejor, más

confortada.

Después de confirmar una y otra vez que la atmós-

fera exterior era respirable, Adrianella salió de la nave

que había sido su hogar durante los últimos treinta

años; agitada, conmovida, descendió por la escalerilla,

se postró de hinojos, besó la tierra agrietada y seca del

desierto y suspirando agradecida con Dios, levantó la

vista al firmamento que resplandecía en el horizonte

dándole la bienvenida. Estaba viva, de nuevo en casa y

eso era lo más importante.

La Humanidad se había destruido, había desaparecido,

se había aniquilado a sí misma

Lo que ella ignoraba era que después de tantos conflic-

tos y guerras libradas por los hombres de todas las épo-

cas a lo largo de su historia milenaria; conflagraciones

absurdas en las que viejos intolerantes, caprichosos y

soberbios enviaron al combate, al sacrificio inútil, a mi-

llones de jóvenes limpios y buenos, siempre en nombre

de la democracia, de la libertad y de la paz, finalmente,

no obstante el enorme, el fabuloso progreso científico y

tecnológico alcanzado en su pasado reciente, la natura-

leza y la condición humana no cambiaron un ápice, y la

maldad, el egoísmo, la violencia prevalecieron sobre la

razón y la conciencia de los hombres justos; la humani-

dad había logrado su objetivo: se había destruido, había

desaparecido, se había aniquilado a sí misma a resultas

de un enorme, formidable, monstruoso y por demás es-

túpido conflicto nuclear ocurrido poco después de su

partida. Adrianella era, pues, la última de su especie.

48 El Búho

Un secuestro más

¡Oh, libertad, gran tesoro! Porque no hay buenaprisión, aunque fuese en grillos de oro

LOPE DE VEGA

Cuando el ingeniero Santiago de la Barrera -un prós-

pero, importante y adinerado empresario de la cons-

trucción- despertó con un terrible dolor de cabeza, no

tenía la menor idea de dónde se encontraba. No podía

ver nada. Intentó ponerse de pie, pero le fue imposi-

ble; azorado, con gran alarma, descubrió que estaba

inmovilizado, atado de manos y pies, sujeto a una silla,

amordazado y con una venda en los ojos. Sintió miedo,

mucho miedo. Lo último que recordaba era que Anahí

-así dijo llamarse aquella morena soberbia, de físico es-

pectacular, ojos almendrados, nariz afilada, labios car-

nosos, busto generoso, talle breve y piernas largas, per-

fectas-, que conoció en el canta-bar cercano al edificio

de su propiedad, por la avenida Insurgentes Sur donde

tenía las oficinas de su empresa, y quien, después de

una farra animadísima que se prolongó hasta las tres

de la madrugada, hora en que cerraba el establecimien-

to, lo invitara, sugerente, sensual, hablándole con voz

ronca y mordisqueándole al oído, a "tomar una última

copa" en su departamento.

-No te arrepentirás, papacito... me haces un regali-

to y yo te llevo al paraíso... ya verás.

El ingeniero, quien se había tomado unas copas de

más y la estaba pasando muy bien, no tuvo inconve-

niente en pasarla todavía mejor con aquella mujer tan

guapa, tan cachonda, de manera que aceptó su pro-

puesta y, después de pagar la cuenta, le dio un gene-

roso anticipo que ella guardó en su seno. Más tarde,

recordaba vagamente, salieron del lugar para abordar

su lujoso Mercedes, que ella condujo, trasladarse a un

edificio de la colonia Del Valle, cuya ubicación tampoco

recordaba, y subir al departamento de la mujer, quien,

abriéndose el escote con descaro y picardía, tomándole

las manos para que le acariciara los espléndidos senos,

sobándole, lasciva, los genitales, besándolo con ardor y

pericia, le aflojó la corbata, le desabrochó la camisa, le

quitó los zapatos y lo hizo acomodarse en un mullido

sofá de piel para servirle un vodka tónic más, que el

hombre bebió con avidez, excitado como se encontraba

por la expectativa de una noche de lujuria con su her-

mosa y apetecible anfitriona.

No sería la primera vez que faltaba a su casa; lo

hacía con frecuencia, y Hortensia, su abnegada y tole-

rante esposa, estaba acostumbrada a sus escapadas.

Después, se hizo la más completa oscuridad. Anahí le

había suministrado un fuerte somnífero.

No sabía cuánto tiempo había transcurrido y tam-

poco tenía la menor idea de dónde se encontraba. Lo

que era evidente, concluía sumamente consternado,

era que había sido secuestrado, pero... ¿por quién, o

por quiénes? Esa mujer, Anahí, que lo había llevado

con engaños a su departamento y lo había drogado,

seguramente tenía socios, cómplices, profesionales del

secuestro; tal vez eran policías, como solía ocurrir en

estos casos, y él, incauto, ¡pendejo!, ¡muy pendejo!, ha-

bía caído en la trampa, apenas lo podía creer... ¡Haberse

dejado engatusar de esa manera!, se repetía anonada-

do, incrédulo, arrepentido y mucho muy preocupado.

confabulario 49

¿Qué onda, ingeniero, cómo se siente el hombre?

De un día para otro, tontamente, había perdido su li-

bertad, la que jamás había valorado como ahora. Pero

si esto lo inquietaba, también tenía claro que podía per-

der la vida. Y ahora... ¿qué?, se preguntaba inquieto, in-

cómodo, adolorido por las ataduras que le lastimaban

tobillos y muñecas y la mordaza que le impedía respirar

libremente, cuando, de pronto, escuchó voces apagadas

y el ruido de una puerta al abrirse. Alguien, un hombre

oloroso a lavanda, sudor y cigarrillo le arrancó la venda

y le desprendió la mordaza de un tirón para enfocarlo

a la cara con una gran linterna de mano. Deslumbrado,

encandilado, el prisionero apenas alcanzó a vislumbrar

dos personas más en la habitación, mu-

jer una de ellas, seguramente se trata de

la puta ésa, la tal Anahí, pensó irritado.

-Qué onda, ingeniero, ¿cómo se

siente el hombre? -inquirió el alto y cor-

pulento sujeto de la linterna quien, al

igual que sus acompañantes, se cubría el

rostro con un pasamontañas.

- ¿Ya está despierto? Vamos, tome

un poco de agua -la mujer se aproximó

y le dio de beber-, le va a caer bien para

la pinche cruda... más tarde, si se porta

como Dios manda, lo voy a desamarrar

para que pueda comer algo, no quere-

mos que se nos muera, al menos no to-

davía; eso depende de usted y solamente

de usted, de nadie más, como se puede

imaginar...

A punto del llanto, con voz quebrada, agitado, des-

colorido, el ingeniero Santiago de la Barrera alcanzó a

preguntar.

- ¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde estoy? ¿Qué quie-

ren de mí? Yo soy un hombre respetable, un hombre de

trabajo, un hombre de familia y, que yo sepa, no tengo

enemigos, ni problemas con la justicia... seguramente

se trata de una confusión, un lamentable malentendido,

yo soy una persona honesta...

- No esperará usted que le demos nuestros nom-

bres, nuestra dirección, referencias de trabajo y le mos-

tremos nuestros rostros para que los coteje con nues-

tras credenciales de elector, ¿verdad, señor ingeniero?

Aída Emart

50 El Búho

-interrumpió burlón, el hombre-. Porque si así fuera,

además de viejo incauto, rabo verde y pendejo, es usted

un ingenuo... ¿Estamos? ¿Quiere saber quiénes somos?

Hasta la pregunta es necia: somos sus secuestradores

y punto. En cambio, nosotros sí sabemos quién es us-

ted. Lo hemos investigado a fondo. Durante las últimas

semanas nos hemos informado al detalle sobre todas

y cada una de sus actividades, socios, amistades, su

esposa, sus hijos, sus escuelas, su domicilio, los res-

taurantes y lugares que frecuenta, como el canta-bar

donde estaba tan contento y galán anoche tomando

y fajándole aquí a la señora -se dirigía a la mujer que

le miraba sonriendo, displicente- que lo acompañaba,

y lo más importante: sabemos de sus autos de lujo, sus

residencias en el Pedregal, en Cuernavaca, Acapulco y

en San Diego, California; también estamos enterados

Hugo Navarro

confabulario 51

de sus abultadas cuentas bancarias, sus cuantiosas in-

versiones en la bolsa y en las Islas Caimán, así como de

los contratos millonarios de su constructora; sabemos,

pues, que usted vale mucho dinero; que el ingeniero

Santiago de la Barrera es un hombre rico, muy rico...

Queremos su dinero, porque usted tiene demasiado y

nosotros nada

-Como le decía -continuó el encapuchado-, contestan-

do a su pregunta, somos sus secuestradores... nada

más y nada menos y, evidentemente, lo que queremos

de usted, no es otra cosa que su dinero, porque usted,

viejo cabrón, tiene demasiado y nosotros nada o casi

nada, lo que en nuestra opinión es sumamente inequi-

tativo, ¿verdad? Se trata pues de un asunto de justicia

social; todo lo que pretendemos, como dirían algunos

politiquillos demagogos, de esos buenos para discur-

sear y para robar, es una mejor y más justa distribución

de la riqueza... ¿Qué le parece? El sujeto se expresaba

con propiedad; su vocabulario correspondía a una per-

sona instruida.

-Ahora, lo voy a desatar para que se tranquilice, coma

algo, se relaje un poco y platiquemos con calma sobre las

condiciones y el monto de su rescate. ¿Le parece bien?

El hombre procedió a liberarlo de las ligaduras, le

colocó una esposa en la muñeca izquierda sujeta por

una cadena soldada a la cabecera de una vetusta cama

que se encontraba adosada a la pared de la modesta,

reducida y húmeda habitación desprovista de ventanas

donde se encontraba; seguramente el sótano de una

vieja casa pensó el cautivo.

La mujer le ofreció un emparedado y una cerveza

que el ingeniero devoró y bebió con avidez; la cerveza

lo reanimó bastante.

-Antes que nada, quiero decirle que por ahora su

vida no corre peligro siempre y cuando cumpla con to-

das y cada una de mis instrucciones y, sobre todo, no

se le ocurra mentimos y no trate de pasarse de listo y

menos aún de fugarse, porque, entonces... ¡No respon-

do, le rompo la madre sin pensarlo dos veces! ¿Le que-

da claro? Para su información esta casa se encuentra

donde menos se imagina y tengo dos hombres de mi

absoluta confianza en la habitación contigua con ór-

denes de vigilarlo, alimentarlo y atender sus necesida-

des más elementales. Éste no es un hotel de lujo, como

usted comprenderá, pero nada le faltará, incluidas sus

medicinas, pues sabemos que usted es hipertenso. Aquí

lo tendremos hasta que su familia pague el rescate, no

importa el tiempo que esperemos, siempre y cuando no

sea demasiado -agregó el enmascarado-. Esta mañana

nos hemos comunicado con su mujer para enterarla de

la situación. Al principio la vieja pendeja creyó que se

trataba de una broma, pero acabó por creernos cuan-

do le describí su ropa y la cicatriz de su operación del

apéndice; también le ofrecí que usted hablaría con ella

y le advertí claramente que no se le ocurriera hablar a

la policía si quiere verlo de nuevo, porque si lo hiciera

nosotros nos vamos a enterar, puede estar seguro, tene-

mos contactos, y entonces, como comprenderá, ya no

habrá negociación y usted... don Santiago, puede darse

por muerto.

52 El Búho

Haz lo que te digan estas personas y no llames a la

policía...

Sudando, muy alarmado, De la Barrera asentía vigoro-

samente a las amenazas del encapuchado, quien conti-

nuaba enfocándolo con la linterna de mano.

-Sí, sí... ¡por supuesto! ¡Entiendo¡ ¡Entiendo! Le ase-

guro, le... le juro que cumpliré con sus órdenes al pie de

la letra... ¡Lo que usted mande, lo que usted quiera, se-

ñor! Sólo dígame qué debo decirle a mi mujer. ¿Cuánto

quieren ustedes? ¿Cuándo y dónde debemos pagar? ¿De

qué tiempo disponemos para reunir el dinero?

-Con calma y nos amanecemos, ingeniero, no coma

ansias -continuó el hombre del pasamontañas entre-

gándole un teléfono celular de prepago que destruiría

una vez concluida la llamada-; por lo pronto, aquí tie-

ne, comuníquese con su pinche vieja y dígale que, en

efecto, está usted secuestrado; que por ningún motivo

llame a la policía y siga todas y cada una de nuestras

instrucciones al pie de la letra. Dígale también que so-

lamente trataremos con ella, con ninguna otra persona

y que no recurra al consejo o a la ayuda de nadie, pero

absolutamente de nadie, en especial de los abogados,

esos cabrones todo lo enredan... ¡Ah!, Y sea breve, no

hable más de lo indispensable y no diga nada distinto a

lo que le he ordenado, ¿OK?

-¡Sí... sí... sí... señor! -tartamudeó De la Barrera to-

mando el celular para marcar a su casa-. ¿Hortensia?,

sí, habla Santiago, sí... es verdad... me secuestraron...

sí, pero estoy bien, ahora escucha: ¡cálmate mujer, trata

de controlarte, nada ganamos con llorar! Haz lo que te

digan estas personas y, sobre todo, no llames a la po-

licía ni lo comentes con nadie, pero con nadie, ni con

los muchachos, ¿entendido? -se refería a sus dos vás-

tagos-. Y, por favor, hazme caso, está en juego mi vida,

esto va en serio. Ellos se pondrán en contacto conti-

go. Espera su llamada. Voy a colgar porque se acabó el

tiempo. Cuídate. Hasta pronto. Federico devolvió el ce-

lular a su captor, quien lo apagó para guardárselo; más

tarde lo destruiría; era el primero de varios que tenía

preparados, adquiridos en otro extremo de la ciudad e

imposibles de rastrear pues sólo utilizaría uno cada vez

que lo requiriera.

Transcurrieron varios días y los secuestradores no

se comunicaban. La señora Hortensia De la Barrera in-

formó a sus hijos que su padre había salido de viaje y

no sabía cuándo regresaría, misma versión que dio a

todas las personas, amigos y colegas que llamaron pre-

guntando por él.

Con nadie comentó lo ocurrido a su marido y, si-

guiendo las instrucciones de los secuestradores, no

llamó a las autoridades, si bien ganas no le faltaron.

Cuando más desesperada se encontraba haciendo guar-

dia junto al teléfono, finalmente recibió una llamada en

la que se escuchaba una voz de hombre, distante, dis-

torsionada por algún dispositivo electrónico.

-Ponga atención, vieja taruga, porque no voy a re-

petir lo que tengo que decirle. Sabemos que usted no

ha llamado a la policía y ha hecho muy bien porque de

otra manera no estaríamos en contacto con usted y su

marido habría pasado a mejor vida, se lo aseguro. El in-

geniero se encuentra perfectamente. Incluso le hemos

proporcionado su medicina para la hipertensión, como

confabulario 53

le ofrecí; a nosotros nos sirve más vivo que muerto, de

manera que por eso no se preocupe. ¿OK? Ahora escu-

che: tiene usted cuarenta y ocho horas para reunir dos

millones de dólares americanos en billetes de veinte y

cincuenta, y no me venga con el cabrón cuento de que

no los tiene o no puede disponer de ellos, porque sabe-

mos perfectamente que ustedes cuentan con esa canti-

dad y más, en las cajas de seguridad de sus ban-

cos, a las cuales usted también tiene acceso; el

culero de su marido, que está cagado de miedo,

nos lo ha confirmado, así que no pierda tiempo

en pendejadas, ni trate de tomarnos el pelo si lo

quiere volver a ver con vida; cuarenta y ocho ho-

ras, ni un minuto más, ¿entendido? Entonces re-

cibirá instrucciones para la entrega del rescate -y

sin darle oportunidad a replicar, el hombre colgó.

¡Más le vale, vieja bruja, de lo contrario, ya

sabe lo que puede ocurrirle a su marido!

Transcurrió de nuevo una semana sin noti-

cias. Hortensia ya no pudo ocultar a sus hijos lo

que ocurría, y los chamacos, asustados, opina-

ron que debían llamar a la policía, pero ella no

estuvo de acuerdo: era mejor reunir el dinero del

rescate, esperar la llamada y pedirles que lo pu-

sieran de nuevo al celular para comprobar que

seguía con vida; entonces decidirían qué hacer,

de manera que uno de ellos, el mayor de sólo

quince años, la acompañó a tres bancos distin-

tos para retirar el dinero de las cajas de seguri-

dad, en tanto que el otro se quedó en casa junto

al teléfono por si entraba la tan esperada llamada de

los secuestradores, lo que no ocurrió hasta la mañana

siguiente.

-Escúcheme bien, ¡vieja babosa! -dijo la voz distor-

sionada y lejana-. Sabemos que ayer visitó tres sucursa-

les bancarias acompañada por su hijo, lo que significa

que ya tiene nuestro dinero, eso está muy bien; sin em-

Carlos Reyes de la Cruz

54 El Búho

bargo, nos preocupa que sus hijos cometan una indis-

creción. La semana pasada le advertí que no comentara

con nadie sobre el secuestro de su marido, ni siquiera

con ellos y usted... ¡vieja estúpida, hija de su putísima

madre!, desobedeció mis órdenes poniendo en riesgo la

vida del maricón de su marido. Si alguno de sus chama-

cos comete la pendejada de avisar a la policía, ya puede

ir preparando el funeral del pinche ingeniero, y de paso

le advierto que también le rompo la madre a usted y a

los chamacos... ¡se lo garantizo!

-Pero es que no pude hacer otra cosa -respondió

Hortensia atribulada-; estaban tan preocupados por la

ausencia y falta de noticias de su padre que me vi obli-

gada a informarles la verdad para evitar que acudieran

a las autoridades. Le aseguro que mis hijos están de

acuerdo en pagar el rescate y no lo van a comentar con

nadie. Me lo han prometido, y le garantizo, le juro que

son incapaces de desobedecerme. ¡Créame, por Dios!

-la señora se tomó un respiro-, así que por favor díga-

me cuándo, dónde y a quién le entrego el dinero...

David Leonardo

confabulario 55

- ¡Pues más les vale, vieja bruja!, porque de lo con-

trario ya sabe lo que puede ocurrirle a su marido. Por

esta sola ocasión voy a confiar en usted y en sus hijos,

aunque sean unos chiquillos babosos, pero asegúrese

de que le harán caso, si no... ya sabe. ¡También a ellos

nos los cargamos! ¿Está claro? Ahora, escuche: ponga

ese dinero en bolsas negras de las que se utilizan para

la basura y mañana espere mi llamada para decirle qué

hacer.

Al día siguiente, el sujeto llamó en la madrugada.

Hortensia, quien a duras penas había podido conciliar

el sueño, se despertó sobresaltada. Era la misma voz

distorsionada...

-Tiene usted treinta minutos para levantarse, ves-

tirse, subir el dinero a su carro sola; no quiero acom-

pañantes, recuerde que la estamos vigilando. Tome el

periférico, entra y se estaciona en la Plaza Perisur, a la

derecha frente a Sears, cerca de la salida a Insurgentes;

espere en su auto hasta que un Jetta negro sin placas,

conducido por una mujer con lentes oscuros, que se va

a estacionar atrás de usted, le haga un breve cambio de

luces, entonces, sólo entonces, sin voltear a ver y sin

descender de su vehículo, baja usted las bolsas, las deja

sobre el piso y se retira de inmediato y sin apresurarse

por la salida de Insurgentes hacia la derecha. ¿Le queda

claro? ¡Y no se le vaya a ocurrir hacer una pendejada,

pinche vieja, porque no respondo!

-Bueno, sí... sí, está bien, de acuerdo, haré lo que us-

ted me ordena, pero... ¿Y mi marido? ¿Cuándo lo dejan en

libertad? ¿Está enterado? ¿Qué va a pasar con él? ¿Cómo

sé que se encuentra bien, que no le han hecho daño,

que está con vida? Quiero... necesito hablar con él -in-

quirió desconfiada, insistente, Hortensia De la Barrera.

Si usted cumple y sigue mis instrucciones, mañana lo

soltamos...

- ¡Con una chingada! ¿Pues qué no entiende? Soy yo

quien pone las condiciones, no usted, no lo olvide...

¡Bájele, vieja taruga!, ¡modere su tono! -respondió el

hombre, muy molesto, levantando la voz-. Ya le dije que

el ingeniero está bien y si usted cumple con su parte

y sigue mis instrucciones, mañana mismo lo soltamos,

tiene mi palabra; sin embargo, por esta vez no me crea

a mí, ahora se lo paso -concedió el hombre de la voz

distorsionada-; pero por esta última ocasión y sólo por

un momento, ¿de acuerdo?

La señora pudo hablar brevemente con Santiago,

su marido, quien le confirmó el dicho de sus captores y

le rogó, le suplicó con voz entrecortada, muy asustado,

que cumpliera estrictamente con sus exigencias y que

por ningún motivo diera parte a la policía.

Ella hizo lo que le ordenaron y permaneció en su

auto estacionada en Perisur, frente a Sears por más de

tres horas pero nadie acudió al lugar, de manera que

regresó a su domicilio a esperar que le llamaran nueva-

mente. No podía hacer otra cosa.

Los plagiarios dejaron pasar otra semana. El hom-

bre se comunicó. Le dio nuevas instrucciones, muy si-

milares a las anteriores, esta vez la hicieron desplazarse

hasta Plaza Galerías en Cuernavaca. Hortensia De la

Barrera cumplió estricta, puntualmente lo que le orde-

naron, pero, para su consternación nuevamente la de-

jaron plantada. La señora no sabía qué pensar, ni qué

56 El Búho

hacer. Al día siguiente, el sujeto de la voz distorsionada,

llamó de nuevo. Ahora lo hizo tarde por la noche.

-Ponga atención a lo que le voy a decir porque no

lo voy a repetir ¡Vieja estúpida! Cambie de inmediato el

dinero a una maleta clara con un listón amarillo en el

asa y sin identificación; si la maleta tiene ruedas, mejor,

para que usted misma la pueda llevar; váyase al aero-

puerto a la terminal uno; colóquese en la sala de espera

de vuelos nacionales, párese ante la escalera automá-

tica que está frente a la sala, la que sube al estaciona-

miento, ponga la maleta en el piso a un costado recar-

gada sobre la pared de la escalera y, sin voltear para

nada, camine rumbo a los sanitarios, pase al baño de

mujeres y espere cuando menos quince minutos ence-

rrada en un retrete.

-Después, sin prisas, puede regresar a su casa, ¿en-

tendió?... y no quiero retrasos, a esta hora no puede

haberlos -aclaró el hombre-, actúe de manera normal,

natural, sin vacilaciones, no hable con nadie y no haga

pendejadas. ¡Recuerde que la estamos vigilando a usted

y a sus hijos, y que podemos romperles la madre!... ¡ No

lo olvide!

Hortensia hizo lo que le ordenaron. Cuando sa-

lió de los sanitarios, donde Anahí se encontraba vi-

gilándola sin que ella se percatara, la maleta había

desaparecido.

Harta de su marido, decidió liberarse de él

Después de varios días de inútil espera, Hortensia De la

Barrera, quien estaba haciendo preparativos para tras-

ladarse a San Diego con sus hijos menores, finalmente

tuvo noticias de su marido: lo habían encontrado en el

mirador de la carretera federal a Cuernavaca, recostado

sobre el volante de su flamante Mercedes con un balazo

en la nuca y un montón de periódicos arrugados en el

asiento derecho del vehículo.

Puesta de acuerdo con el inspector comandante Se-

veriano Martínez, quien fue el encargado de darle tan

infausta noticia y con quien sostuvo una larga, produc-

tiva entrevista, Hortensia, ahora viuda de De la Barrera,

vestida de negro, bañada en lágrimas, triste, muy afligi-

da, se apersonó ante el ministerio público para presen-

tar una denuncia de hechos en la que relató con lujo

de detalles, paso a paso, todo lo acontecido a partir de

la infortunada desaparición de su marido, incluida la

entrega del rescate en el aeropuerto. Lo que la santa se-

ñora se guardó muy bien de informar fue que la maleta

en cuestión no contenía dinero, sólo papel periódico,

circunstancia de la cual el comandante Severiano esta-

ba al tanto pues había recibido una generosa cantidad a

cambio de su complicidad, de su silencio.

La verdad era que Hortensia, harta de su marido,

de sus descaradas infidelidades, de sus borracheras,

sus insultos, sus vulgaridades, groserías, golpes y ma-

los tratos; de sus horribles ronquidos que no la dejaban

dormir; su aliento avinagrado, sus hediondas flatulen-

cias, su ácido, repulsivo olor a viejo, la insufrible arro-

gancia y el enorme desprecio de que hacía gala hacia su

persona y todo lo que se relacionara con ella, después

de muchos años de abnegación, tolerancia y paciencia,

consideró que ya había tenido suficiente y decidió libe-

rarse de él. Por eso lo mataron.

confabulario 57

Entra 2-Conejo cantando briago. Sostiene una

pequeña barrica de pulque

Conejo:

“Agua de las verdes matas

Tú me tumbas, tú me matas

Agua de las verdes matas

Tú me haces andar a gatas”

Ejem…! Buenas tardes, digerido… distinguido pú-

blico. Mi señor Quetzalcóatl, el Dador de Vida, me ha

encargado, que para que no acaben sus cantos, les rela-

te las aventuras de un servilleta cuando me la hicieron

gacha en el Reino de los Muertos. Yo soy Dos Conejo:

Ometochtli: dios conejo ebrio, jefe de los Centzon To-

tochtin; también soy “los cuatrocientos conejos”. Uste-

des saben, los gastos de representación: si hay güeyes

que dicen que varios son los cuatrocientos pueblos…

¿por qué yo no voy a ser los 400 conejos? Una fiesta

muy importante, la de Toxcatl, se celebraba en honor a

la diosa Mayahuel y a otros dioses, y en ese día había

héctoR nezahualcóyotl luna Ruiz

Jesús Anaya

58 El Búho

una gran ingesta de pulque, o séase, una borrache-

ra de Huehuetéotl y señor mío. El consumo de pulque

en los 364 días restantes estaba reservado sólo a los

viejos; si, por ejemplo, un joven noble era encontrado

borracho en el Calmecac, se le ejecutaba de inmediato.

Yo, debo confesar a sus mercedes, no estoy exento del

escándalo y el barullo que ocasiona la tomadera.

Sí ya saben, vinieron con el chisme acá. Estába-

mos descansando allá en Teotihuacán, echándonos

unos jicarazos meramente rituales, cuando de pronto

llega ni más ni menos que el mero mero de las profun-

didades. Le dice el señor del inframundo, Mictlantecu-

htli, bien encabronado a mi señor Quetzalcóatl: “No,

que tu pinche conejo vino de gandalla a partírselas a los

400 huitznáhuas; me los dejó como zapotes maduros

y luego cómo se los voy a mandar para que hagan el

numerito diario a mi señor Huitzilopochtli, porque vas

a ver que se va a enojar un montón y chiquita y no te la

acabas con ese vato”. Y mi señor Quetzalcóatl nomás

se quedaba todo trabado trabado, con la mandíbula

apretada y echándome unos ojos acá

como de venado loco. “¿Ya ves en lo

que nos metiste, pedacito de… cone-

jo?”, dijo por fin mi señor de pluma

de quetzal, haciéndose el disimulado

porque ya lo sabía, y pues le tuve que

decir la verdad: “todo empezó por no

saberme moderar”.

“Dómino memento me

Y a mis tripas encomiendo

Este licorcito

licorcito de maguey””.

No están ustedes para saberlo

ni yo para contárselos, pero les juro

que es cierto: mi señor Quetzalcóatl

es más o menos como mi papá; no

precisamente, pero les voy a explicar

cómo estuvo la cosa. Pasaba muy ga-

lán acá, como partiendo plaza con su

advocación, el avatar pues, de Ehé-

Alejandro Villanova

confabulario 59

catl, o séase dios del viento, cuando ve a mi señora

Mayahuel, con un huipil de esos quezque “totalmente

Palacio”, y no, pos se le puso muy duro el porvenir.

Luego luego que: “No, mamacita, que las abejitas, que

las florecitas, que si tú y que yo, y esto y aquello, y que

en tu cuerpito de violoncello, quisiera tocar esto y aque-

llo”… Ya saben cómo son esas cosas. El caso es que

ella acepta bajar al mundo terrenal deslizándose sobre

la espalda del viento; ahí venían cayendo; al llegar, se

unieron y se transformaron en un árbol de dos ramas.

Estaban de lo más a gusto, cuando llegó su abuela la

Coatlicue, que al no encontrar a Mayahuel y nomás el

árbol, arranca las ramas y se las da de comer a sus nie-

tas las Tzitzime, que tan sólo dejaron las astillas. Ahí sí

le pudo mucho a mi señor Quetzalcóatl; andaba como

pajarito mojado chille y chille, llore y llore, hasta que

se le ocurrió recoger y enterrar las astillas y nació una

planta a la que le pusieron “maguey”. A lo mejor para

que rimara con “Mayahuel”. (Doctoral) Los botánicos

dicen que los huesos de Mayahuel son una alusión a

los rizomas subterráneos de la planta madre, ya que,

aún cosechada, surgen de ella nuevos vástagos.

“¡Ay, Diosito!

Si borracho te ofendo

con la pura cruda

me sales debiendo”.

¿Cuál es la relación de los conejos con el pulque?

Se preguntarán ustedes. ¡Aaaaaah! Pues yo se los voy a

decir: un día estaba acá, de lo más quitado de la pena,

cuando me dio un chorro de sed… ¿Han comido pi-

nole? Bueno, hagan de cuenta así estaba yo, pero con

pura tierra, qué esperanzas que siquiera fuera maíz

con piloncillo. Andaba todo toxcatl, así (jadeo), con la

boca seca, cuando vi un magueyzote y su base se veía

tiernita, toda verde y me puse a roerla. “Pues ya qué”,

me dije, “igual y se me quita la sed con la savia fres-

quita”. ¡Y cuaaaaaal! Tenía una leche acá, toda blanca

blanca, que se había formado en la panza de la planta

cuando se estaba echando a perder el aguamiel, y por

su alto contenido en glucosa, y…. ¡Vóytelas! (Docto-

ral) Se comienza con un estado de excitación y euforia,

acompañado de locuacidad, apareciendo alteraciones

tanto psicomotrices como psicológicas; se llama abu-

so cuando lo que se bebe resulta perjudicial para el

organismo y se manifiesta en la aparición de ciertas

alteraciones gastrointestinales o neurológicas. Mu-

chos de los que abusan se convierten en unos años

en bebedores com-pul-si-vos: este ascenso en el nivel

de la gravedad dependerá de unos datos objetivos; la

cantidad y años de consumo, pero también las diferen-

cias individuales de las personas. Los que tengan una

mayor vulnerabilidad biológica o psicológica corren

mayor riesgo de transformarse en alcohólicos. (Mutis)

Los antiguos decían que si uno tomaba, digamos, un

vaso de pulque, estaba con “diez conejos”; dos, “vein-

te conejos”, “tres, sesenta conejos”… Si te avientas

más de diez vasos, pues ya te cayó encima la pinche

conejera…

“Vino bendito, dulce tormento

¿que haces afuera?

VAMOS PA DENTRO!!.”

60 El Búho

Y lo del Mictlán estuvo así: ¿Sí saben qué es eso?

¡Pues el inframundo! mi señor Quetzalcóatl quería ir

al infierno ¿no? Andaba respondiendo a las habladas y

bravatas del Mictlantecuhtli: “No, que tú me la persignas

durísimo; que me la Pérez Prado con música de viento”

y no sé qué tanto y mi señor serpiente emplumada que

llama a su gemelo Xólotl, para ir juntos al Mictlán y

ahí vamos los tres. “¿Y yo por qué?”, dirán ustedes re-

medando el clásico. Pos quesque soy avatar, a mi vez,

de Xólotl; ya saben cómo es un relajo esto de la teo-

gonía mexica o azteca. El caso es que llegué, o sea los

tres llegamos, uno tras otro, pero juntos, bueno, con

las dos calacas: Mictlantecuhtli y Mictlantecíhuatl, que

son rete cábulas, y se ponen a presumirnos: “mira qué

chalchihuites tan cucos que me regalaron en Otumba;

estos son bezotes de Xochicalco divis divis; por acá hay

unos yugos de Tolantongo que no te claves”. Cuando de

pronto vi (vimos) que descuidaron los huesos de los

primeros hombres que buscaba mi señor… ¡y que se

los pepena! (pepenamos). Pero estaba (estábamos) con

la cruda de pulque de un día antes y… ¡Riata! Que me

caigo (nos caemos) y se desparraman todos los huesi-

tos, me pongo (nos ponemos) a juntarlos y ahí vienen

detrás de nosotros los guaruras de Huitzilopochtli, a

partirme (partirnos) mi (nuestra) mandarina en ga-

jos. Pero con eso de que la ingesta de alcohol eleva la

tensión arterial y la frecuencia cardiaca, me puse (nos

pusimos) como león (leones) de melena negra, y nos

devolvemos estilo Nicolás Romero y se armaron los te-

jocotazos… ¡Pero gacho! Yo soltaba madrazos a dies-

tra, siniestra y ambidiestra (¡zoc! ¡cuaz! ¡ándele! ¡bif!);

los pobrecitos huitznahuas nomás decían: “yo no juí,

yo no juí”…. ¡Pobres compañeritos! Hasta que acabó

mi (nuestra) furia vengadora… Salimos con nuestros

huesitos del inframundo.

“El agua es para los bueyes

y el vino, para los reyes.

Y me dice mi señor Quetzalcóatl: “¿Y por qué me

puse (nos pusimos) así de loco si ni había (habíamos)

bebido?”; ¿No? ¡No queriendo! Le digo. Lo malo del

pulque (o cerveza, mezcal, alcohol, pues) es el abu-

so. (Doctoral) “Cuando un gran número de personas se

abandona al vicio de la embriaguez hasta el grado de

producirse degeneraciones orgánicas hereditarias, el

mal sobrepasa la órbita de la vida individual para con-

vertirse en un daño social que se manifiesta en lesiones

de la economía, de la cultura, de la vitalidad misma de

la sociedad de que se trate”. Y me contesta mi divino

señor: “¡Con razón! ¡Andas bebiendo en horas de traba-

jo! ¿te echaste tus jicarazos antes de irte (irnos) al Mic-

tlán?”. Sólo la caminera, le contesté, pero él se puso

todo encanijado: “Y qué tal si en ese momento llegan

los inspectores de Tonatiuh? ¿Cómo respondes? ¿Así

pagas la confianza? ¡No se bebe en horas de trabajo!

¿Sabes lo que es responsabilidad? ¿De qué manera pue-

des responder así si se necesita todo tu conocimiento,

sobriedad y concentración?”. Y así se siguió, bajándo-

me todita la autoestima y el amor propio de todo bo-

rracho que se respete. ¿Qué se le va a hacer?

“El señor es nuestro Dios

confabulario 61

y nosotros sus muchachos

¡Si él nos quiso borrachos,

hágase su voluntad!”

¿Cuál es el problema de tomar mucho? Primero

viene la hipertensión, junto con la insuficiencia cardia-

ca; luego produce alteraciones en el tracto gastroin-

testinal; primero se producen sólo irritaciones e in-

flamaciones en la mucosa del tracto, pero después se

convierten en verdaderas úlceras. Dolores muy fuertes

en el estómago. El alcohol también produce várices,

así que si ven gorditas que se quejen de várices denles

el mejor consejo: “deja de abusar del alcohol y asunto

arreglado”. También produce diabetes… ¿por qué? Mi-

ren (doctoral): el etanol destruye las células de los islo-

tes del páncreas, lo que provoca pancreatitis alcohólica

crónica, y que a la larga ocasiona diabetes mellitus o

una hiperglucemia. Se sube el azúcar, se orina mucho,

se toma mucha agua, se pierde peso y hay cansancio

y dolores en todo el cuerpo todo el tiempo. Te afecta

la memoria, te afecta la vista y, ¡lo peor: impotencia!

Cuando tomen, digamos, una caguama diaria, pueden

escoger la opción que más les guste de cáncer que les

va a dar: de lengua, de boca, de laringe, de faringe,

esófago y de hígado. Las enfermedades infecciosas es-

tán a la orden del día y son comunes la neumonía y la

tuberculosis, pero también la meningitis bacteriana, la

peritonitis, la colangitis ascendente y la sinusitis cró-

nica. Hay enfermedades para todos.

“El que a este mundo vino

Y no tomó vino

¿A qué chingados vino?”

Bueno, pues ya les lloré, les platiqué y algo me

consolé; chance y llegando a la casa me haga un buen

pozole. El gran problema de ser borracho es que llega

un momento en que hay que aceptarlo, ni modo, hay

vehemencia por el alcohol; existe ansiedad y no hay

manera de borrar eso fácilmente. Se sabe, por ejemplo,

que el alcoholismo es un correlato de la esclavitud eco-

nómica y un obstáculo para el desarrollo social y cultu-

ral, pero su consumo está firmemente arraigado en la

religión católica. La religión católica a su vez sostiene

importantes fiestas y tradiciones de las comunidades

indígenas, donde el alcohol es anfitrión… ¿anfitrión de

qué? de la amistad, del reencuentro, del acuerdo y del

perdón. ¿A ver, quítenles sus usos y costumbres? (Se

sienta) Y con toda la demás sociedad mestiza es igual,

no se hagan: no se sienten contentos si no toman…

¿por qué no se sienten contentos si se moderan? (se

recuesta en el suelo) ¡De veras! Eso es lo que yo iba a

preguntar: ¿por qué no hay el mismo entusiasmo en

las buenas costumbres? A fin de cuentas, borrachos

somos y empinando el codo andamos (Se duerme).

Estos borrachos ya se enojaron

Porque su pulque se lo acabaron

Se hacen chiquitos, se hacen grandotes

Y nunca pasan de monigotes

TELÓN *De Historia apócrifa de las drogas”, obra de teatro en cinco actos coes-

crita con Juan Manuel Vargas

62 El Búho

La psicóloga Alice Tarcovnicu miraba curiosa la panta-

lla del ordenador portátil, leyendo el correo electróni-

co de María, su hija adoptiva. La adolescente olvidaba

cerrar el correo electrónico de su ordenador.

La mujer estaba contenta de poder conocer más sobre

su hija adoptiva, la persona que había cambiado por com-

pleto su vida de familia, sin su existencia habría arruinado su

vida, incluso su comportamiento con los alumnos líderes de

la ensenanza del colegio en el que ella trabajaba desde hacía

muchos años.

María parecía ser un enigma indescifrable, no solo para

ella como psicóloga, sino también para otros adultos.

- “!Dios!, Senor !que palabras pornográficas! –Exclamó la

mujer sorprendida-. ¿Dónde habrá mi hija aprendido a hablar

así? De hecho yo no lo hago, en nuestra familia no utilizamos

esas palabras, ni yo, ni mi marido, ni mis hijos. Su madre bio-

lógica, era una prostituta, que frecuentaba a muchos hom-

bres, le hicieron los hijos cada uno de estos hombres, vivía en

un ambiente promiscuo. Sin duda, la mujer había tenido un

comportamiento indecente y un lenguaje vulgar. Pero yo críe

a María bien, le había enseñado lo mejor que podía. ¿Qué influencia increíble te-

nía el factor hereditario? El dicho “la manzana no cae lejos del árbol” demostraba

en este caso, como una venganza. ¿Qué imágenes había enviado a los hombres

coRnelia păun heinzel

Luis Alberto Ruiz

confabulario 63

con los que ella hablaba en internet? Yo creía que ella

solo se desnudaba y caminaba así frente a mis hijos y

a mi marido. ¿Qué diría un sacerdote sobre esto? Po-

bre Ilie, me dije cuando pensaba en las posiciones de

María. “Protégeme Senor del pecado”.

“Pero, ¿qué hace María cuando no estoy en casa?,

si ella se desnuda y envía fotos en distintas posturas a

los hombre por internet y ella les dice las cosas que he

leído. ¿Qué harán los hombres de mi familia en casa?

Cuando la adopté, sabía que su madre era una mujer

frívola que iba con muchos hombres, todos sus hijos,

tienen un padre distinto. Pensé que si ella se criaba en

un ambiente diferente, educado, religioso y amante de

la paz, como el nuestro, el resultado sería positivo. El

silencio en el seno de nuestra familia desapareció, con

la llegada a casa de María. En este caso, se demues-

tra claramente la herencia, los rasgos heredados son

decisivos; el medio ambiente no tuvo ningún efecto

sobre ella –dijo la mujer enfadada.

-!María, ven aquí! ¿Qué significan estos mensajes

y estas fotos? –gritó Alice-. Pensé que eras seria, hice

todo lo que querías, te he comprado todo lo que has

querido, sin importar lo caro que era. Mis hijos son

mayores y nunca hablaron así, nunca han causado

problemas pero tú…

-¿Qué haces con mi correo electrónico? –Gritó la

adolescente con tono acusador-, has violado mi priva-

cidad. ¿Qué si mi padre es un sacerdote tiene que usar

pañuelos y besa reliquias?

No soy vieja como tú. Soy joven y tengo que dis-

frutar y entretenerme con los hombres. No tienes ni

idea de cuántos fans tengo en internet y por supuesto

en la casa. Estás obsoleta, no tienes ni idea de lo que

les gusta a los hombres, no sabes en absoluto cómo

dibujar a los hombres.

La señora Tarcovnic había pasado de los cuarenta

años, pero seguía siendo una mujer bella, rubia oxige-

nada con la nariz y los labios finos, con el rostro con

un tono oliva y un cuerpo equilibrado. Parecía incluso

más joven que cualquier mujer de su edad. Nadie tuvo

ante ella esa crueldad. Con esa afirmación, María tocó

un punto sensible. “¿Tanto he envejecido? –preguntó

de pronto ella.

Alice quería asesorar a la chica y de repente, ella

era la única que necesitaba ser consolada. “Si María

lo dice, quizá lo sea” “Puede que Ilie cuando mira a

María, se olvide de las cosas sagradas, cuando María

está caminando completamente desnuda por la casa y

realizando unas posturas increíbles que revelaban sus

más íntimas y profundas regiones. Entonces la chica

empezó a reír histéricamente, como si fuera a ven-

garse de alguien. Pensó en la posición preferida de la

adolescente, con una pierna bajo la parte inferior, pos-

tura que le permitía mostrar sin pudor sus intimidades

en la que se hizo numerosas fotografías, que había

expuesto descaradamente en Internet. “Me pregunto,

¿quién le ensenó esto? La chica llevaba el pelo color

rosa, mira lo que le pasó en su cabeza, !y les gustaba a

todos los hombres! Aunque no hubiera visto eso, pero

lo que escribía, hacía volverse completamente locos a

los hombres.

* Parte I del libro El laberinto de los enigmas

64 El Búho

luis FeRnando escalona

La grieta en el suelo del desierto le recordó el

semblante de su abuelo.

Julián se encontraba en cuclillas, obser-

vando la materia que se desprendía de la tierra, como

si fuera la piel de una gran callosidad. Por un momen-

to, aferró ese pedazo de mundo entre sus dedos. Sintió

la textura rasposa. Su olor era el aroma viejo de la sed.

¿Cómo habría sido el mundo que conoció el abuelo?

Sus historias parecen deseos de recuperar un lugar que

se le perdió.

Julián tenía doce años. Era un niño moreno, de piel

reseca y cabello negro, cubierto con una capa gruesa

de polvo y arena. Era flaco y la mayor parte del tiempo

se la pasaba en silencio, observando.

Dice que el mundo estaba hecho de ciudades. Había

ríos, lagos y océanos, pero yo nunca he visto nada de

eso. ¿Dónde están? ¿Cómo desaparecieron? ¿Quién se

los robó?

Carmen Parra

confabulario 65

El niño abrió sus dedos y el viento le arran-

có aquel residuo de vida. Julián miró hacia ade-

lante y se encontró con el sol. Frunció el ceño.

Puso su mano de manera horizontal sobre su

frente y enfocó la vista. Ahí, delante de él, esta-

ba un mundo extenso, seco y roto; aquello que

los suyos llamaban Danuí, el Gran Desierto.

Dice que el sol y los hombres se acabaron el

agua del mundo y por eso las tribus pelean. Pero

llueve para todos, ¿por qué pelean? ¿Qué objeto

tiene caminar buscando la lluvia?

—¡Julián!

Era la voz dulce de una mujer. Julián miró en

esa dirección y corrió hasta donde estaba ella,

una joven de unos veinticinco años. Era delgada

y musculosa, su piel era dorada y el cabello le

caía hasta mitad de la espalda, en un tono rubio

sucio y ondulado. Vestía un trozo raído de tela

color café que sugería unos senos pequeños y

dejaba al descubierto su abdomen plano. Abajo,

traía una especie de falda corta que resaltaba

sus piernas y unas botas de piel que cubrían los

pies.

—Prepara tus cosas —dijo ella—. Nos

vamos.

—¿Tan pronto?

—Los viejos dicen que después de las du-

nas, el cielo promete lluvia. Hay que movilizar-

nos para que no nos ganen terreno. Apresúrate.

—Sí, Marla —respondió el niño, y cuando

comenzaba a alejarse, ella lo llamó.

—¡Julián! —se acercó hacia él. En su rostro

había una sonrisa triste—. ¿Cuándo será el día

que puedas decirme mamá?

Julián bajó el rostro.

Ya sé, pero es que todavía la extraño.

Marla lo observó un momento y suspiró.

—Oye —Julián alzó la cara, avergonzado—.

No estoy enojada, ¿de acuerdo?

Él movió la cabeza para afirmar.

—Anda, apresúrate.

Julián echó a andar.

¿Por qué se quieren ir? Aquí está bien. Hay

bisontes grandes alrededor para todos y la lluvia

puede venir a nosotros. No entiendo por qué di-

cen los viejos que hay que buscarla, que no todo

Danuí ve llover.

Julián entró a una de las tiendas de campa-

ña, tomó un bolso de piel y comenzó a guar-

dar sus cosas. En realidad, no tenía mucho: una

muda de ropa, una navaja, algunas semillas y

una cáscara de nuez fosilizada que había perte-

necido a su madre.

Siempre lo mismo. Ya que me siento a gusto

en un lugar nos tenemos que ir. O porque augu-

ran lluvia en otro sitio o porque vienen invaso-

res. ¿Por qué siempre llueve en otro lugar y no en

nuestro lugar? El cielo es igual en todos lados.

Cuando salió de la tienda, cargó su bolso

por la espalda y se acercó adonde estaba la chi-

ca. A su alrededor, la gente del grupo comenza-

ba a desmontar el campamento.

66 El Búho

Marla se encontraba amarrando unas bol-

sas de cuero junto a la silla de Alanis, el abuelo

de Julián. El anciano tenía un rostro sereno, la

piel rojiza y profundas líneas en la frente y al-

rededor de los ojos. Su cabello era blanco y lo

tenía amarrado en dos pequeñas trenzas que le

caían delante de los oídos.

Al ver al niño, Alanis sonrió y estiró los bra-

zos hacia él. Julián corrió a su encuentro.

Alanis rió mientras lo abrazaba y Julián se

aferró a él.

—No seas malo con Marla —le susurró—.

Ella trata de ayudar.

Sin soltar al anciano, Julián dirigió una mi-

rada de reproche a la mujer, quien en ese mo-

mento, llevaba las bolsas a uno de sus compa-

ñeros para que las pusiera con las demás.

—Marla no me ha dicho nada, yo me doy

cuenta de las cosas —dijo Alanis. Julián se sor-

prendió y suavemente soltó a su abuelo.

—¿Y cómo sabes esas cosas?

—El tiempo te deja leer en los ojos lo que no

dicen los labios.

—¿Así como lees el desierto?

—¿A qué te refieres? —preguntó Alanis in-

teresado.

—Marla dijo que los ancianos creen que

después de las dunas, el cielo promete llover.

Alanis sonrió.

—¿Ves esas nubes rotas a lo lejos?

—Sí —respondió Julián.

—Cuando las nubes se quiebran, hay que

observar si se mueven. Ahora lo hacen, acer-

cándose unas a otras. Las más juntas tienen un

color gris oscuro. Por eso uno supone que ha-

brá lluvia.

En ese momento, Sarkán se acercó. Era un

hombre corpulento y de espesa barba negra, la

cual sugería ya algunas canas.

—Estamos listos, Alanis.

—Lleva a tus hombres en forma de círculo.

—¿De círculo? —preguntó Sarkán—. Hace

mucho que no usamos esa formación.

—Por eso —dijo Alanis—. Si hay otros gru-

pos cercanos, se confundirán.

Sarkán sonrió.

—Bien. Entonces, andando.

El líder de la tribu hizo una señal y dos hom-

bres se acercaron a la silla de Alanis. Julián re-

trocedió.

—Es momento de partir —dijo el anciano.

Los dos hombres tomaron los extremos de-

lanteros y posteriores de la silla. La levantaron.

Al momento, llegaron otros dos y sirvieron de

apoyo a sus compañeros. Al cabo de unos mi-

nutos, el grupo entero iniciaba otra vez la mar-

cha sobre Danuí.

*****

—Este desierto era el mar —le dijo Alanis a

Julián.

confabulario 67

En ese momento, el grupo cruzaba cerca

de donde se extendía un enorme esqueleto que

sugería la forma de un pez. Alanis le dijo que

se trataba quizá de algo llamado ballena y que

aquéllos habían sido sus dominios.

—Pero eso fue mucho antes de que este lu-

gar se secara.

—¿Todo el mar se murió?

—Todo —dijo Alanis con la vista fija en la

distancia.

El cielo estaba nublado y la temperatura ha-

bía descendido; al parecer, los viejos acertaron.

Pronto, en algún lugar comenzaría a llover; o al

menos era lo que esperaban.

Siguieron la vereda por la cual se había es-

condido el sol. Pasó un rato sin novedad alguna.

De repente, se escuchó la voz de un hombre.

—¡Llueve!

Todo el grupo se detuvo. Algunos miraron

hacia arriba. Otros guardaron silencio, como

queriendo reconocer el canto de las nubes.

Sarkán y otros se acercaron con el sujeto.

—Me cayó una gota —les dijo.

—¡Por acá también llueve! —exclamó otra

voz.

Los miembros del grupo fueron sintiendo

los suspiros húmedos del cielo cayendo sobre

ellos: en algún brazo, en el rostro, en el cabello.

Luis Garzón

68 El Búho

Poco a poco, la lluvia incrementó su fuerza has-

ta que cubrió el lugar.

—¡Preparen los orbes! —ordenó Sarkán, re-

firiéndose a unos recipientes alargados donde

recolectaban el agua. Momentos después, co-

locaron las vasijas sobre el suelo del desierto y

comenzaron a cantar y a danzar. Incluso Julián

se sintió contento. Ver la lluvia cayendo sobre

los orbes era un augurio de prosperidad para el

grupo y al menos así, aseguraban que tendrían

agua fresca durante unos días más para beber.

Mientras, aprovechaban para jugar y bañarse.

De pronto, escucharon una voz de alarma.

—¡Arwos!

Se escucharon gritos de terror entre el gru-

po de Sarkán cuando los vieron descender so-

bre las dunas y precipitarse, a toda velocidad,

sobre ellos. Mujeres y niños comenzaron a co-

rrer despavoridos para buscar escon-

dite. Algunos hombres prepararon las

armas y otros intentaron poner el agua

recolectada bajo protección.

Los ancianos como Alanis, que no

podían caminar, fueron puestos cerca

de algunas formaciones rocosas que los

pudieran proteger mientras el peligro

pasaba. Ahí mismo, aprovecharon algu-

nas mujeres con bebés en brazos para

guarecerse. Mientras, en la zona abierta

del desierto, la lucha comenzó.

Los Arwos superaban en número a

los Gulmiks, nombre de la tribu de Sar-

kán. Pronto se vieron acorralados por

los invasores, pero aún así opusieron

resistencia.

Los Gulmiks se defendieron con ha-

chas y dagas, pero los Arwos habían de-

sarrollado lanzas, espadas y resorteras

reforzadas con cuerdas, donde coloca-

ban piedras que arrojaban al enemigo.

José Juárez

confabulario 69

Marla tomó de la mano a Julián y corrieron

juntos a ocultarse bajo una formación rocosa.

Ahí, miraban entre los huecos de la piedra. Mar-

la sacó un cuchillo largo y esperó.

—No hagas ruido —le dijo. Pero Julián no

tenía la menor intención de moverse o decir

algo; no podía ni pensar.

En pocos minutos, los Gulmiks fueron

aplastados. Algunos guerreros lograron escapar

y esconderse bajo grandes rocas. Los que cus-

todiaron los orbes cayeron también y los Arwos

se hicieron de sus abastecimientos de agua.

Algunas mujeres fueron tomadas prisioneras y

con ellas, los niños. Marla y Julián no podían

ver con claridad. Los gritos de los rehenes fue-

ron alejados con fuerza hasta desaparecer.

Pasado un rato, cuando estuvieron seguros

de que los Arwos se habían ido, Marla y Julián

salieron de su escondite. El silencio se precipi-

taba sobre el susurro de la lluvia.

Abuelo, ¿dónde estás? ¿Dónde estás, abuelo?

¡Aparece, por favor!

Marla y Julián buscaron sobrevivientes, pero

todo a su alrededor era el desierto y cuerpos

caídos acribillados por el agua de la lluvia.

Julián aferró la mano de la chica. Habían

sido afortunados. Aquél era el fin de los Gul-

miks.

Tengo miedo de preguntar, pero necesito

hacerlo. Necesito que Marla me diga algo. Aquí

adentro me siento solo.

—¿Dónde está mi abuelo?

Marla no respondió, pero se dio cuenta de

que Julián iba a llamarlo en voz alta.

—Aún no, Julián. Podría haber Arwos cerca

de aquí y si nos escuchan, nos tomarán prisio-

neros. Busquemos detrás de las rocas.

Conforme avanzaban y daban vueltas a la

zona, se dieron cuenta de que la lucha se ha-

bía extendido en buena parte del área. Cada vez

que se alejaban del punto central, era menor el

número de muertos que encontraban; parecían

más bien aquellos que habían intentado esca-

par y se hubieran encontrado con algún invasor.

Entonces, mirando en todas direcciones, Ju-

lián se encontró una formación rocosa que pa-

recía estar quebrada por varias de sus partes. Al

otro lado, vio un pedazo de madera que tenía

forma circular. Le pareció conocido. Temeroso,

Julián se soltó de la mano de Marla y se acer-

có. Marla corrió hacia él, repitiendo su nombre

una y otra vez. Cuando estuvo a su lado vio la

silla del abuelo: estaba destruida. Al ver lo que

quedaba de Alanis, abrazó con fuerza al niño y

lloró.

*****

El calor de la fogata dentro de la cueva los con-

fortó.

Habían caminado cuando todavía llovía so-

bre Danuí y se alejaron hacia el lado contrario

70 El Búho

que habían tomado los Arwos. Habían encon-

trado a Sarkán agonizando en algún lugar del

desierto, y antes de morir, les dijo que los Arwos

roban el agua y la acumulan para su gente.

“También la venden en la ciudad de Jabar”,

les había dicho.

—¿Has escuchado sobre Jabar? —le pre-

guntó de pronto Marla a Julián, al otro lado de

la fogata.

El niño se mantuvo en silencio.

—A mí también me duele lo de Alanis, pero

necesitamos resolver qué hacer y hacia dónde ir.

Julián mantenía agachada su cabeza. En los

ojos de Marla había súplica y comenzaron a lle-

narse de lágrimas.

—Julián, por favor…

El único sonido fue el crepitar de las llamas.

Más tarde, cuando Marla dormía, Julián

contempló la cáscara de nuez que había per-

tenecido a su madre. Las llamas de la fogata la

hacían ver de color dorado.

Parece la arena del desierto reunida en un

instante. Es como si tuviera a Danuí sobre mis

manos.

Julián levantó el rostro y desafío al fuego

con sus ojos, perdiéndose en su interior.

Mi abuelo siempre quiso que le devolvieran

su mundo y se le cayó de las manos. ¿Habrá sido

cierto que el mundo tenía agua, que había ríos,

mares y lagunas? ¿Será verdad que la gente usa-

ba el agua y que había lugares llamados casas?

Si fuera o no cierto, ése no es mi mundo. Mi

mundo es aquí con Marla, en este gran desier-

to llamado Danuí. Me gustaría decírselo a ella,

pero no sé cómo. Cuando lo pienso parece muy

fácil, pero cuando quiero decirle se me atoran

las palabras. Como si quisieran salir todas de

golpe por la boca y chocaran entre sí. Y entonces

me las trago y no digo nada.

Mi mundo es aquí. Danuí es mi mundo. Mar-

la es parte de mi mundo. ¿Para qué buscar el

mar si ya no está? Mamá ya no está. Ni el abue-

lo. Ese mundo se desmoronó.

Y entonces, Julián arrojó la cáscara de nuez

al interior del fuego y comenzó a expulsar un

olor diferente que no supo nombrar.

Así se cayó el mundo de agua. Pero llueve.

Llueve sobre Danuí. Ése es nuestro mundo.

Las horas pasaron. La noche se fue y Julián

se quedó ahí sentado hasta que el fuego se con-

sumió a sí mismo. Afuera, el sol comenzó a bri-

llar sobre el desierto.

*****

Marla despertó y vio al niño sentado en la boca

de la cueva. Estaba mirando hacia el exterior.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, sentándose a

su lado.

Julián suspiró.

—Mi abuelo me dijo que la ciudad de Jabar

no se movía como la lluvia.

confabulario 71

Marla lo miró esperanzada.

—¿Será cierto?

—No sé.

Si su mundo ya no está…

—Si su mundo ya no está y conocemos el

desierto, ¿por qué no ir a ese lugar? —preguntó

Julián.

—Podría funcionar.

—Sí, podría —dijo el niño. Y la abrazó. Mar-

la correspondió el gesto. Estaba sonriendo.

—¿Sabes cómo llegar?

Al lado contrario de donde camina el sol.

—Al lado contrario de donde camina el sol

—respondió el niño.

—¡Vayamos pues!

Marla y Julián destruyeron los residuos de

la fogata, tomaron sus cosas y salieron de la

cueva.

Buscaron la ruta del sol.

—Podría llover.

Marla lo miró con intriga.

—Quizá.

Miraron un momento hacia el frente y

suspiraron.

—Estoy contento de que estés aquí —dijo

el niño.

—Yo también —respondió ella, sonriendo.

—Te quiero, mamá.

Sin dejar de sonreír, Marla se enjugó las lá-

grimas y Julián tomó su mano. Entonces, co-

menzaron a andar.

Lilia Luján