Otoño ruso

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ANTONIO CASTELLOTE

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Antonio Castellote

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ANTONIO CASTELLOTE

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1. Un poco de sangre

Si no se ha curado del todo, piensa Bernardo, mejor no salir. El domingo pasado

el podenco se acercó más de lo debido a una cerda con crías. Bernardo se mantuvo a

distancia, pero los vientos le venían al perro y tampoco hubo manera de pararlo. El

animal se acercó ladrando, apenas pudo esquivar la embestida del jabalí. Bernardo

disparó entonces a una de las crías. Marró el tiro, pero la cerda no se cebó con el

podenco, y huyó.

Después, en Alfambra, en la casa de sus padres, que ya solo sirve para guardar el

perro y curar los jamones, Bernardo cosió al podenco con cuidado, una raja de seis

centímetros de larga que por lo menos no había interesado las entrañas. Ya es la tercera

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dentellada que tiene que coserle. El perro tiene demasiada sangre, si le vienen los

vientos no se sabe sujetar.

Bernardo apaga los faros del jeep junto a la puerta de la casa, en lo que durante

décadas fue el final del pueblo. Ahora las casas llegan hasta más allá de la piscina y más

allá de la estación en ruinas, hasta el silo, en la carretera de Teruel. Cuando Bernardo

era niño esa casa era nueva. Oye ladrar al podenco tras la tapia del corral, y a cuatro o

cinco perros del contorno que se despiertan. Todavía es de noche. A Bernardo le gusta

salir temprano de Teruel, antes de que se haga de día, y preparar el fuego para que

cuando vuelva del campo se pueda estar en la cocina.

El podenco rasca con la pata en la puerta del corral. Aunque la casa lleva

muchos años deshabitada y daría lo mismo que el perro pudiera entrar, Bernardo suele

cerrar mucho siempre todo, como si hubiese algo de valor o una familia errante pudiera

instalarse sin su permiso. El perro está despierto y muy nervioso, caracolea entre las

piernas de Bernardo mientras él comprueba si ha mermado la tolva del pienso y el agua

no está helada. Dentro, en la pocilga donde duerme, encima de algunas pajas, Bernardo

enfoca con la linterna y busca rastros de sangre fresca. Pero el perro parece haber

cicatrizado bien. Ya sabe lo que le toca si se arranca los puntos, así que la herida está

sucia de barro y de paja pero parece que no está infectada. Bernardo vuelve a rociarla

con un spray cicatrizante de color violeta.

El perro está bien. Bernardo entra en la cocina para cambiarse. Nadie de su

familia va nunca por allí, pero todos le regalan para su cumpleaños alguna prenda de

caza que compran en el Corte Inglés cuando bajan a Valencia y de algún modo le exigen

que se la ponga. Bernardo sale del jeep disfrazado de cazador, pero entra en la cocina y

cambia el Barbour por un tabardo, y las botas Geox por unas chirucas corrientes, y el

chaleco enguatado verde por un jersey de lana con cremallera. Bernardo prefiere pasar

por el camerino antes que encontrarse a alguien del pueblo mientras caza. Si pudiera

cambiar el jeep por el cuatro latas viejo que guarda en el corral, también lo cambiaría.

Bernardo conduce hasta un altozano desde donde se ven las faldas de los Montes

de Camañas. El día nace despejado. El terreno avanza en pequeñas lomas, la carretera

sube y baja por bancales en barbecho y oteros llenos de piedras. Hasta casi Sierra

Palomera no se divisa el gran valle amarillo del Jiloca. De momento, todo está lleno de

horizontes cercanos que se sobrepasan y se desdibujan. Bernardo conoce el terreno, pero

prefiere dejar el jeep donde lo pueda ver. Saca al perro de la jaula rodante y la escopeta

de la funda de cuero repujado, que cambia por una de loneta verde. También saca el

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almuerzo de una especie de neceser de Ralph Lauren y lo mete en el morral de cuero

que llevaba su abuelo cuando era pastor, bastante cerca de allí, en las lindes de Camañas

con Alfambra. Después comprueba que el jeep queda cerrado y echa a caminar. Pronto

se oye sólo el crujir de las botas sobre los rastrojos.

Bernardo no espera que la mañana se dé bien o mal. La mañana es escuchar sus

pasos sobre los terrones de tierra recién labrada y los cañutos de cebada seca, caminar

hasta los pinos de Camañas y allí debajo fumarse un cigarro, recorrer un par de veces

una ruta paseable y si sale una perdiz o un conejo apuntar y no darle casi nunca.

Bernardo empezó cazando solo porque casi nunca cazaba nada, y luego, cuando

aprendió las distancias y apuntaba justo al encuentro, dejó de interesarse por el hecho de

cazar, pero no por el de ir de caza. Juzga las piezas antes de dispararles. Aun así, de vez

en cuando, caza una perdiz despistada, o el perro le vuela una parva de codornices ante

las que lo milagroso habría sido no acertar ninguna.

El podenco suele ir a su lado, aunque a veces se adelanta y corre hasta más allá

de la siguiente loma, y por unos momentos desaparece. Cuando Bernardo corona el

repecho, el perro ya está allí, avanzando en círculos hasta que llegue su amo. Mientras

la mañana se mantiene quieta puede soportarse el frío, pero a eso de las diez se gira un

cierzo recio que desviaría los perdigones. Como no remite, y Bernardo empieza a sentir

en la cara los alfilerazos de la matacabra, decide volver al pueblo cuanto antes. En vez

de jornada de caza, habrá jornada de hogar. Llama al perro pero el viento también se le

lleva la voz. Después de silbar en vano varias veces, Bernardo aprieta el paso hasta la

siguiente loma, pero salva el repecho y el perro no aparece, ni en esa vaguada ni por las

crestas blandas que se dibujan por detrás como los niños dibujan las montañas. Es

posible que alguna de esas ráfagas de cierzo le haya llegado con toda la violencia del

instinto y haya ido a parar otra vez al amín del jabato. Las cerdas recién paridas son

muy peligrosas, aquella vez Bernardo se acercó más de lo debido, más allá de la línea

del miedo, en la jurisdicción del bicho, supo el riesgo que corría pero siguió caminando,

la carne de los jabatos no es jasca como la de los animales adultos.

Es inútil seguir llamando al animal con esta ventolera. Bernardo se refugia junto

a una sabina petrificada, que sin embargo creció hacia el sur, no porque buscara el sol

sino empujada casi cada día por el cierzo. Tampoco es bueno que camine mucho. Lo

mejor sería quedarse allí hasta que el podenco regresase, con los vientos así de cruzados

es fácil que el animal se desoriente. Desde la sabina se ve la masada de Palomera. Son

cuatro paredes rellenas de escombros que se hunden del tejado, Bernardo tiene muchas

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fotos de esa masía, casi todas hechas por la tarde, cuando el sol tiñe de naranja meloso,

de un tono amarillo cadmio, tostado de bermellón, los bancales que todavía guardan sin

recoger rulos de paja. Lo que más le impresionó de aquella ruina la primera vez que

entró fue lo grande que era la casa y lo pequeño que era todo, las ventanas diminutas

para protegerse del frío, el hogar estrecho sin respiración, o los cubiles que aún no se

han desmoronado del piso de arriba, que Bernardo ve desde la escalera porque piensa

que las vigas podridas y el suelo de cañizo y barro ya no podrían soportar el peso de una

persona. A veces ha pensado en la posibilidad de alquilar una grúa para meterse sin

peligro en aquellos dormitorios diminutos que durante el invierno sólo recibían el

abrigo de las cuadras, los vahos de las bestias y de las ovejas que subían por los

intersticios de las tablas, el aroma del fiemo.

Bernardo aprieta el paso porque la matacabra está degenerando en ventisquero.

Estamos a últimos de octubre. Hay un cobertizo en la pared oeste de la casa levantado

con ladrillo y cubierto con vigas de madera reciente y tejas nuevas que no amenaza

ruina. Si arrecia la tormenta, se puede refugiar allí sin que le caigan encima los cascotes.

Bernardo intenta silbar pero el cierzo suena mucho más potente que su voz.

La masía está en las faldas de la sierra que flanquea el valle del Jiloca, a treinta

kilómetros de Teruel, encima de uno de sus últimos montículos, por los que serpentea,

de este a sur, el barranco de la Cañada Seca. La sierra dibuja un entrante, una especie de

ensenada fluvial en un enorme cauce vacío que sirve como abrigo de los vientos. Está

muy bien situada, pero el frío y el viento en esta época del año es igual allí que en

Patagallina, en la misma cresta de la sierra.

Bernardo sube la cuesta que separa el camino de la masía. La visión de la casa se

esconde y poco a poco reaparece mientras el frío y el sofoco le van cortando la piel.

Nota cómo se le secan los labios y le pican y la piel es más tirante, cuando se pasa la

lengua por ellos es como pasarla por una herida. Cuando sube al alto, que en realidad es

una especie de era, la matacabra es una nube de humo que se arremolina y entra y sale

por los muros derruidos del corral y por la puerta oscura. Pero entre el ruido de órgano

de la ventisca escucha un ladrido. Bernardo asoma con cuidado la cabeza por la puerta,

empieza a llover de firme y el ladrido no parece haber salido desde dentro. Vuelve a

escucharse otro ladrido, que Bernardo no sabe si es ladrido o gañido, demasiado agudo,

como un brote de aullido, y suena en la parte de atrás de la casa. Bernardo da la vuelta,

pasa por delante del cobertizo, que está cerrado con una cadena, y se asoma por el

murete del corral. Y allí ve al podenco, clavado a una hermosa perra blanca.

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Los perros ya han copulado y miran en sentidos opuestos, pero llevan unidos los

cuartos traseros, el tejido cavernoso que los ata no se ha desinflado aún. Pero los perros

no pueden moverse coordinadamente y les está cayendo la lluvia encima, un chaparrón

con litines que arañan en la cara. La perra es más alta que el podenco y eso hace que

esté como encogida, como en la posición de acometer un brinco. Parece una perra de

raza, como una galga peluda de hocico largo y acarnerado, más alta y más robusta que

los galgos.

Lo primero que siente Bernardo es un fastidio mezclado de temor. Esa perra tan

rara es de caza sin ninguna duda y los dueños de las hembras son los que deciden

cuándo las quieren montar. No debería representar ningún problema, también el

podenco es de raza, pero hablamos de hombres que van armados. Están en mitad de una

ventisca, en las faldas de un inmenso valle vacío, escondidos en el esqueleto de una

casa. Los perros miran cada uno por su lado, aún están enganchados y miran como

cuando saben que por detrás les va a venir un castigo, cuando acude el amo después de

haberlos hecho parar con malos modos, con voz demasiado aguda, o demasiado bronca.

Miran con ese no mirar al ser temido que se acerca. Y sin embargo el podenco lo

llamaba.

Bernardo se está empapando. La gorrilla de la Caja Rural que se puso en lugar

del gorro Barbour está calada y el tabardo no lleva capucha. Junto a la pared no les cae

toda la lluvia, pero a veces el viento se vuelve hacia ellos y la lluvia estalla contra el

muro. Sabe que no hay nada que hacer, ni siquiera refugiarse en el cobertizo, y mucho

menos dentro de la casa. La lluvia cambia de intensidad por momentos, es una lluvia

convulsiva que arrecia con la misma frecuencia que la ventolera. Bernardo decide

buscar un abrigo más eficaz y dejar solos los perros, pero entonces es la perra la que

ladra, un ladrido que Bernardo no sabe si es ladrido o gañido o brote de aullido, un

ladrido raro que se parece a todos los ladridos pero él no ha escuchado jamás, y también

aparece, ascendiendo por la cara norte de la loma, un enorme paraguas negro que

camina hacia la casa contra el viento y que tapa el torso y la cabeza de la figura pero no

las piernas. Son piernas de anciano que caminan firmes pero lentas, como más atentas a

no caerse que a caminar deprisa. Las piernas tienen el andar trabajoso de las caderas

descoyuntadas. Bernardo no ve colgando junto al muslo la culata de la escopeta.

A pocos metros de los perros, que tirando el uno del otro se han salido hacia la

era y la lluvia les está cayendo de lleno, el individuo levanta el paraguas y en efecto ve a

un anciano con chaquetón de cuero negro, grandes bigotes de moco y una gorra como

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de marinero. De la cintura lleva colgada una liebre. Bernardo no ve asomar por ningún

hombro el cañón de la escopeta. El viejo sonríe y señala a los perros y se acerca a

Bernardo. Gesticula mucho pero no habla nada. Bernardo sabe por su forma de vestir y

por sus gestos que es un anciano de pueblo, pero no de este pueblo. Bernardo se queda

quieto al arrimo de la tapia, y el anciano hace lo posible por caminar más rápido. Llega

a la altura de Bernardo y lo cubre con el paraguas y se ríe. Es una risa como todas las

risas pero es una risa en otro idioma. El anciano dice ¡frío! varias veces y se ríe. Por la

manera de decir ¡frío! Bernardo deduce que el anciano es eslavo. El anciano, sin dejar

de reírse, con esa risa con la que nos enfrentamos a la lluvia, como si fuera una tragedia

divertida, se aleja de Bernardo y acude al lado de los perros, y llama desde allí a

Bernardo con una palabra eslava que entre el viento suena como pishki. Bernardo acude

a refugiarse en el paraguas, junto a los perros que no se han terminado de soltar. El

anciano acaricia la cara de la perra, la limpia de bolisas, y Bernardo se siente un poco en

la obligación de hacer lo mismo, de modo que se vuelve de espaldas al anciano por un

momento y se agacha sin salirse del paraguas, y al acariciar al podenco por la barriga

nota que la herida está fresca, y al mirarse ve que lleva un poco de sangre en la mano.

El anciano eslavo de largos bigotes de moco se percata. De inmediato le ofrece a

Bernardo el mango del paraguas para que lo coja con la mano limpia. Se agacha y

acerca sus ojos muy pequeños a la herida, con esa solicitud de las personas que no saben

cómo agradar hasta que de pronto sucede algo en lo que son especialistas. Al agacharse

se ha salido del paraguas, la lluvia cae sobre su espalda. Bernardo lo cubre y da la vuelta

para estar los dos al mismo lado del podenco, y se agacha también un poco, y ve cómo

el anciano recoge lluvia con el hueco de la mano para limpiar la sangre de la herida. De

vez en cuando levanta la cabeza hacia Bernardo, parece que sonríe. Una de las veces se

mete la mano en el bolsillo interior del chaquetón y saca un bote parecido al bote donde

se vendía el ungüento Cañizares, de letras negras sobre fondo rojo. Es una especie de

pomada marrón brillante que el viejo rebaña con un dedo y aplica en la cicatriz abierta

del podenco. El perro acude a lamerse pero el olor de la pomada le repele.

El viejo se incorpora. Quiere decir algo mientras guarda la pomada pero sólo le

salen gestos y risas, amén de una palabra que Bernardo identifica como pietsch. Han

cedido las ventoleras. Ahora es solo lluvia fina lo que cae. La perra se inquieta y afirma

en el suelo las patas traseras. El podenco no colabora, se deja incluso arrastrar y ambos

salen fuera del refugio del paraguas. Bernardo y el viejo los miran porque tampoco

tienen nada mejor que hacer. A unos metros, en medio de la lluvia, la perra consigue

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arrancarse y galopa unos metros, como si todavía le quedase viva la intención del susto,

o del mismo pudor.

Entonces Bernardo indica con un gesto al viejo que ate a la perra y vayan al

coche. El gesto de atar a la perra, el de llevar el volante de un coche. Juntos bajan con

sus perros por la vereda. Ya en las inmediaciones del jeep, Bernardo dice Alfambra

varias veces. El viejo asiente y sonríe. Pero antes de subirse al coche saca una navaja

cabritera de un bolsillo del pantalón y luego descuelga el conejo que lleva en la canana.

El cuchillo lo coge por el filo, como cortan el queso los pastores, y de un tajo limpio le

abre la piel al conejo. Después, con señas, indica que ese conejo es para Bernardo. El

viejo señala a la perra y luego el conejo y finalmente a Bernardo, y sonríe. Bernardo no

sabe con qué gestos no aceptar. El viejo lo ha dado por hecho, sería un desaire, hace frío

y Bernardo quiere volver a Alfambra cuanto antes. El viejo limpia la sangre en la hierba

y le arranca la piel al conejo. Bernardo ve los hilos blancos de las telillas despegarse con

la piel. El viejo, con el mismo cuchillo, le saca un ojo al conejo y lo sostiene para que le

caigan las últimas gotas de sangre.

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2. Conejo desollado

Julia está estudiando en su cuarto. Mañana tienen el examen de matemáticas de

la primera evaluación, y pasado mañana el de literatura. Su madre y su tía le han

repetido ya cincuenta veces que el bachiller no es lo mismo que la ESO, que en la ESO

puedes hacer el vago y sacar muy buenas notas, pero que en el bachiller tienes ya que

ser la primera y coger carrerilla para la universidad y luego para las oposiciones a

notarías. Todo el verano han estado refregándole por los morros a Pototo cuando

estaban tomando el sol en la piscina de la Moratilla, mira Pototo, mira cómo sin darse

cuenta ya es fiscal, mira el coche que tiene en la puerta y la vida que le espera. La tía

Angelita dijo que aunque fuese a estudiar derecho la niña tenía que escoger matemáticas

porque luego, si resulta que no alcanzaba para notarías, siempre podía estudiar

Económicas.

Pero a Julia las matemáticas le aburren. No es que no las entienda, porque el

profesor explica muy bien, pero le irritan un poco. Esa frialdad sin comas de las

matemáticas, ese nulo margen para la ilusión, para que las cosas no sean como está

escrito que sean, es lo que a Julia le irrita un poco. Lleva toda la mañana del domingo

sentada encima de los apuntes con el pelo rubio recogido, mira los diagramas y las

ecuaciones; repite algún problema, y cuando lo resuelve levanta la cabeza y deposita la

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mirada en una chincheta que hay clavada en el corcho, la que sujeta una foto de Julia

monísima en Menorca junto a un perro que iba por la calle. A veces también desparrama

la vista hacia la ventana que tiene a su derecha. Su cuarto da al Polígono Sur, lo que

antiguamente era la Cuesta de los Gitanos, una rambla entre peñascos de cal llenos de

aliagas. En las lomas de enfrente ya están parcelando las viviendas nuevas. Julia lleva

viendo ese paisaje yerto, con las vías del tren allá abajo, desde que hacía los deberes de

la escuela. Justo debajo de su ventana hay un túnel que pasa por debajo de la vía del

tren. Es demasiado estrecho para que quepan dos coches y todos los que suben y todos

los que bajan tocan el claxon cuando pasan por ahí. Una mañana de domingo que no le

apetecía estudiar contó los pitidos: cuarenta y siete, y porque no era un día laborable.

Forman una especie de reloj de tiempo discontinuo que sin embargo, con el paso de los

años, a Julia le ayuda a perder el sentido del tiempo real.

Julia oye cerrarse la puerta de la entrada. Su instinto es volver a los ejercicios,

coger el lápiz en posición de escribir, y repasar mentalmente la situación, no sea que se

haya dejado abierta la novela de para por las noches, y que Julia ha estado leyendo hasta

media hora antes de que pudiera venir su madre y su tía y entrar en su cuarto de

sopetón. Pero el modo de cerrar la puerta la tranquiliza. Sólo así cierra la puerta su

padre, con extremo cuidado, de modo que sólo se oiga el metal de la cerradura, no el

retumbar de la madera. Julia sale a saludarlo. El libro está cerrado en la mesita de

noche. Se titula Emma, y está en inglés.

Bernardo va vestido de cazador y sostiene una bolsa de plástico de Mercadona

en cuyo fondo se han acumulado unas gotas de líquido negro, como si viniera de

comprar sepia. Julia se acerca a darle un beso y le pregunta qué lleva en la bolsa.

-Un conejo –dice Bernardo.

-¿Y eso? –dice Julia, pero antes de que su padre conteste se da cuenta de que la

bolsa de Mercadona está goteando sobre la tarima flotante-. Corre -le dice-, déjalo en la

cocina mientras limpio esto.

Bernardo se mete en la cocina y saca un plato de Duralex transparente. Es un

plato viejo de borde lanceolado que ya solo se usa para la harina. Allí coloca Bernardo,

encima de la tabla de cortar, el conejo desollado que le regaló aquel pastor ruso, o lo

que fuera.

Julia mira con un poco de aprensión. El conejo no cabe en el plato y hay que

ponerlo en posición fetal, sin manos y sin pies, encogido y con el cuello y parte de la

cabeza destrozados y sanguinolentos, y no tiene ojos. Su piel es tan sonrosada y tan

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tersa que, descontando la cabeza, bien podría ser un feto. Se le marcan las costillas y al

encogerse se le hunde la parte de las tripas en un gesto que es como el de meter

estómago, Julia siente un leve hormigueo en el abdomen cuando se le ocurre la

comparación.

Bernardo se lava las manos y sale a cambiarse. Su ropa de cazador huele a recién

planchada cuando pasa por delante de su hija. Julia se queda mirando al conejo, sus

muslos de atleta, el gesto de los muñones junto a la cara, como cuando los niños se

protegen del frío. Pero Bernardo vuelve otra vez a la cocina con la cámara de fotos que

le regaló la tía Angelita para Reyes y saca unas cuantas fotos del conejo, unas con flash

y otras sin flash. Julia se ofrece.

-¿Quieres que te haga una foto con él?

-No –dice Bernardo, y añade-: ¿qué tal te ha ido?

-Bien –contesta Julia, aliviada porque la conversación no salga de lo habitual-.

Las matemáticas ya me las sé –dice-. Esta tarde tengo que estudiar literatura.

-¿Conoces a Antonio López? –dice Bernardo, que ha subido un poco más la

persiana de la cocina para retratar al conejo con luz natural.

-No –dice Julia -. ¿Quién es?

-Un pintor –dice Bernardo, y apaga la cámara de fotos. Luego se queda mirando

el conejo y dice:- Me lo ha regalado un anciano que me encontré en el monte. Está

cazado al diente, sin escopeta. Le ha quitado la piel y me lo ha dado.

Lo ha dicho en un tono neutro, de información sin segundas, puramente

denotativa, como dice el de Lengua. Julia no sabe qué pensar, pero en ese momento le

viene a la mente como un fogonazo su incredulidad primera. Conoce a su padre, sabe

que le está tomando el pelo. Han dado tantas veces por hecho que no es capaz de acertar

a una perdiz que él ahora se venga tirando de guasa. A esa conducta la tía Angelita la

llama ser un somordo.

-¿No lo has cazado tú? –dice Julia, y finge incredulidad lo mejor que puede,

pone todo su corazón en que parezca que cree que su padre puede cazar un conejo con

semejante equipo de camuflaje.

-No –contesta Bernardo-, pero a tu madre y a la tía Angelita les voy a decir que

sí. De momento, lo hemos despellejado entre tú y yo y luego hemos tirado la piel al

contenedor de San Pablo, ¿entendido?

-Bueno.

Julia piensa un momento.

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-¿Y a mamá tampoco le dices la verdad?

-Tu madre no sabe mentir –dice Bernardo, mientras coloca un poco el cráneo,

para que no se salga del plato.

A Julia le da un poco de pereza interpretar las palabras de su padre. Puede que

sea una broma, un secreto como los de los regalos de Navidad.

-¿Me puedo meter un rato en el ordenador? –dice Julia, que quiere marcharse.

Julia tiene quince años para dieciséis y su madre le tasa las horas de ordenador. Le tiene

dicho que si alguna vez se la salta, y ella lo ve, se darán de baja en la conexión. Matilde,

su madre, tiene miedo de que Julia pierda el tiempo.

El padre asiente con la cabeza sin apartar la mirada del conejo. Julia se mete en

su cuarto y conecta la red, y teclea en Google el nombre de Antonio López. La puerta de

la entrada vuelve a abrirse y a cerrarse pero desde antes ya se oían en el descansillo las

voces de su madre y la tía Angelita, que vienen a comer. La voz de la tía Angelita ya

dentro de la casa es como si las dimensiones cambiaran y todo lo anegase un ciclón de

voces y de perfumes.

-¡Qué vergüenza!, ¡qué barbaridad!, con dos criaturas y todo. Que te lo tengo

dicho, Matilde, que son todos unos perros –es lo primero que oye Julia desde su cuarto

mientras mira una reproducción del Conejo desollado de Antonio López, pero la tía

cambia de inmediato de conversación:- ¿Aún no se ha levantado Julita?

Julia arrastra la silla de inmediato y ya de pie mata con el ratón todas las

ventanas del conejo, y sale a saludar a su tía. Su tía tiene setenta y cinco años y muy

buena salud. Lleva vestidos cerrados y abrigos de visón y peinados arriba España.

Utiliza un perfume que huele a iglesia. Está gorda. Julia se acerca a besarla y la tía

Angelita la abraza y le dirige entre besos y arrumacos y confesiones casi al oído la

siguiente alocución:

-Julita, hija mía, seguro que ya estabas otra vez con los auriculares y no nos has

oído entrar. Dame un beso. ¿Has dormido bien? Tienes mala cara. Te tenías que haber

venido con nosotras. Nos hemos comido una ración de sepia en el bar Pepe con Rodolfo

Marqués y su sobrino Pototo. ¿Te acuerdas de Pototo, que ya es fiscal? ¿Cómo van los

estudios, hija mía? Te tenías que haber venido porque hoy el sermón de don Florencio

ha sido una cosa fuera de serie, a mí se me arrasaban los ojos, qué razón tiene, hija mía,

cuánta maldad y cuanta destrucción, Julia, hija mía, tú estudia mucho que esto se está

poniendo feo. Tú sigue siendo siempre una mujer cabal, y no enseñes las bragas por la

calle, como esas guarras que veníamos viendo ahora, ¿verdad Matilde?, con el frío que

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hace. Tú, hija mía, no olvides lo que has aprendido en tu casa, no hagas a un lado tu fe y

tus principios, y sé una mujer valiente. Mira Soraya Sáenz de Santa María, anda, jódela,

abogada del estado, que más o menos es lo mismo que fiscal.

La tía Angelita suelta la pieza y Julia deja salir la respiración largo tiempo

contenida sin que nadie lo note. No le gusta el perfume de su tía. Su madre ha entrado

en la cocina sin dejar el abrigo para ver si todo estaba bien. Cuando se fue por la

mañana a llevar a la tía Angelita al cementerio e ir después las dos a misa a Santa

Emerenciana se dejó sin fregar los platos de anoche, y le dijo a Julia: “Julia, por favor,

recógeme la cocina, que si viene la tía y empieza a decir impertinencias me disgustaré”.

Julia había recogido la cocina, es lo primero que hizo, minuciosamente, cuando

su madre se marchó de casa. Pero ahí estaba el conejo.

-¿Y este conejo?

Julia ha entrado detrás de su madre en la cocina porque si huía rumbo a su

dormitorio corría el riesgo de que su tía la persiguiese.

-Lo ha cazado papá.

-¿Y lo ha cazado ya sin piel?

-No. Le hemos quitado la piel y la hemos tirado en el contenedor de San Pablo.

Qué asco.

-Ya empezamos.

Matilde se ha puesto nerviosa. Su hija Julia lo ha visto en que después de decir

“ya empezamos” ha expulsado el aire por la nariz, no por la boca, y se ha oído. Los

tacones de la tía Angelita se asoman al umbral de la cocina.

-¿Qué tenemos para comeeer? –dice la tía Angelita, en tono cantarín.

Matilde ya está poniéndose un mandil. La tía Angelita, con los brazos levantados

para no mancharse, se acerca al banco de la cocina y coge una oliva. Mientras separa

con los dientes la carne del hueso, dice:

-¡Uh! –dice la tía Angelita. Es un uh que Julia odia, es el uh que dice la Choni,

su compañera de curso, que es una maruja y achina los ojos cuando escucha-. Tú,

Matide –dice la tía- dirás lo que quieras pero a mí me sirven un conejo así en una

carnicería y no me lo llevo. Mira qué desechura en la cabeza, y toda esta sangre y los

pelos y todo, y los huesos, míralos, que parece que los han partido con la mano. Se te

clava un huesecico de esos en el esternón y te juegas la vida. Mira lo que le pasó a Luisa

Sala.

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-Lo he cazado yo –dice Bernardo, desde la puerta; las tres mujeres se giran a

mirarlo. Julia decide que no va a decir nada. Matilde quisiera decir algo pero no se

decide. La tía está terminando de chupetear la oliva. El hueso sale pintado de carmín.

-¿Y ya lo has llevado al veterinario? –dice la tía Angelita.

-No, no me ha dado tiempo.

-Te lo digo porque el otro día me contaba Mercedes la viuda de Lorenzo

Santamaría que ahora en todo eso de Alfambra y por ahí ya no se comen la caza porque

han echado tanto abono que las fuentes donde beben los bichos están envenenadas con

sulfato.

-Bueno, pero… -dice Matilde, que no sabe qué decir. No sabe si decir “bueno,

pero por un conejo guisado no creo que nos vaya a pasar nada”, o bien “bueno, pero

además ahora ya tengo en un taper toda la fritanga de la paella y solo tengo que echar el

arroz”. Mariluz le dejó hecho el viernes todo en la nevera con sepia y langostinos y de

todo. Tampoco es cuestión de mezclar un conejo de monte con el pescado. Finalmente

dice:

-Bueno, pero de todas formas estos conejos de monte tardan en cocerse una

barbaridad. Mejor lo guiso esta tarde o lo empiezo a guisar ahora mismo y nos lo

comemos esta noche o mañana.

-Tiene razón la tía –dice Bernardo, que se ha puesto la chaqueta de punto

estiraceada y las pantuflas de paño escocés-. Lo he traído para hacerle fotos, pero estos

bichos son muy jascos. Hay que quitarles bien las vísceras y dejarlos por lo menos una

semana que se vayan pudriendo un poco y se les ablanden los nervios. Luego se cuece

bien para que se vaya el olor de la putrefacción y están exquisitos. Los franceses comen

así. El domingo que viene os haré una receta que he visto en internet. ¿Eh, tía?

-Ah, pues mira –dice la tía, que se ha metido otra oliva en la boca-, mira qué

buena idea. Oye, Matilde, esto es un chollo, tienes por la mañana un hombre que sale a

cazar y por la tarde un chef francés… -dice la tía, y abre los ojos y cierra la boca para

seguir despellejando la oliva.

Matilde ha sacado ya la fiambrera de la paella de marisco que le dejó Mariluz y

lo está echando todo en la paella.

-¿Abro una botella de vino? –dice Matilde.

-He traído un vinillo de Alfambra estupendo.

-¿En Alfambra hay vino?

-Hay poco, pero hay, claro que hay.

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Bernardo saca de la nevera una botella de plástico de litro y medio con algún

girón de la etiqueta de agua sin gas que no pudieron quitar del todo. En la botella se

notan los dedazos. Dentro hay un líquido como cobrizo, amistelado, avinagrado, pero

no rojo.

-Ay, no, yo no, gracias, Bernardo, que enseguida se me sube a la cabeza. Mejor

me pones un bitter kas sin alcohol.

-¿Y tú, Julia?

-Nada, no tengo sed. Voy a recoger un poco mi habitación –dice Julia.

Matilde arranca una tira de papel de plata con la que cubre el conejo y remete los

bordes de papel bajo los lanceolos de Duralex. Mete el plato en la nevera y, antes de

cerrarla, se saca una cerveza para ella.

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3. La lengua de las matemáticas

Nikolái Mijáilovich Breshkovski está aprendiendo el castellano sin querer, pero

no se lo ha dicho a nadie. En España la gente habla sin descanso, y cuando alguien se

queda callado suelen preguntarle si se encuentra enfermo. Pero Nikolái, Kolia, tiene una

excusa, que no se entera de nada. Mira al profesor y copia mecánicamente, para

disimular, las palabras que escribe en la pizarra, pero no las entiende ni tiene el más

mínimo interés por comprenderlas. Kolia está bien. Hace mucho calor en el aula, pero el

sonido de la voz del profesor, sus eses y sus erres, le resulta gratificante.

En realidad no hay posibilidades de hablar con nadie, al menos con nadie con

quien a Kolia le apetezca hablar. Tan sólo un par de profesores se han acercado a él, le

pusieron la mano en el hombro y le dijeron frases incomprensibles. Pero él ya se ha

acostumbrado a ser un extranjero, a que su condición de individuo quede diluida en la

de alguien a quien se obvia. Teruel es una ciudad muy pequeña y a cada paso hay gente

que se ha parado a charlar. Kolia cruza el puente, un puente grande, de treinta metros de

ojo, y atraviesa esos grupos sin que nadie gire la cara por si el muchacho es otro

conocido, alguien a quien habría que saludar o preguntarle por sus familiares enfermos.

Aunque dos personas no se saluden, en sus andares y en su manera de pasar uno al lado

del otro es evidente que ambos saben de quién se trata el otro, que lo han identificado y

después decidido si lo iban a saludar. Eso en Irkutsk también sucede. En todas las

ciudades pequeñas pasa lo mismo.

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Pero la actitud de los transeúntes que se paran a charlar en lo alto de un puente

resulta distinta cuando al lado pasa un extranjero, porque entonces no se puede

distinguir ni el más mínimo gesto, ni el menor cambio de postura, nada en su posición

ni en su manera de mirar da esa sensación de conocer a quien pasa, o de mirarlo, o de

decidir el grado de vencindad que los une. Los extranjeros pasan como si no hubiesen

pasado, igual que pasan los turistas en una ciudad acostumbrada al turismo, igual que un

vecino de toda la vida del centro de Venecia miraría a unos turistas holandeses. Sólo un

extranjero siente esa negación absoluta. Pero esa condición de fantasma es para Kolia la

paz absoluta de su espíritu, lo mejor que le pudo suceder desde que llegaron a España, el

fin de todos sus miedos y contradicciones. Su sensación era la de quien, en una

situación incómoda, desea que se lo trague la tierra, y la tierra se lo traga, y lo escupe en

un lugar donde no tiene la suficiente entidad social como para ser uno de los que

atraviesan el puente con la certeza de que antes de abandonarlo habrán saludado a un

semejante.

En estas circunstancias, Kolia sólo disfruta en la clase de matemáticas. Las

matemáticas se escriben igual en ruso que en español. Sin embargo, las dos veces que el

profesor, Javier Santacruz, un tipo serio que le cae bastante bien, le preguntó con

palabras y gestos si había entendido algo, Kolia no expresó nada, bajó la mirada y miró

la superficie del pupitre, en un azoramiento absolutamente fingido que de inmediato

hacía que el profesor no insistiese, sobre todo porque detrás de Kolia se oían risas

aisladas.

Kolia nunca ha dicho que sí, que lo entiende todo, ni tampoco lo puede decir

ahora, porque sólo habría conseguido devaluar el efecto de su estrategia. Si ahora, con

su nulo castellano, demuestra sus conocimientos en matemáticas, quizá la gente dejara

de reírse, quizá pensasen que, aunque no se entera de nada, tampoco es tonto del todo.

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Hay que tener un poco de paciencia, seguir mirando la pizarra sin emitir ningún mensaje

con los músculos del rostro, seguir observando la pizarra con las manos boca abajo,

simétricas sobre la superficie vacía de la mesa. Hay que dejar que las risas se

acrecienten, y luego cortarlas en seco.

De algo le tendría que servir a Kolia la herencia rusa. El general Kutúzov ganó a

Napoleón porque, de entre todos los altos mandos, incluido el Emperador, fue el único

que supo decir que no a las fáciles victorias. Mientras todos veían con claridad lo que

ocurría en una posición determinada, en un momento concreto, el general Kutúzov veía

pasar la realidad, sabía cómo atenerse a su ritmo y a su sentido general, y calculaba el

sacrificio necesario para ser después recompensado con holgura.

Desde su asiento, en su condición de fantasma, Kolia puede ver al resto de los

alumnos de un modo, digamos, más limpio. No hay deseos ni rencores en sus ojos

porque no hay nada que esperar de ellos. Las chicas atractivas pueden ser contempladas

como si no estuvieran vivas del todo, con distancia, con desapasionamiento. El resto de

chicos no se comporta con naturalidad cuando habla con ellas. La misma confianza es

una muestra de falta de naturalidad. Ahora es evidente cómo, aparte de ser amigos, o

compañeros, o nada, hay entre ellos una compleja trama de gestos diminutos,

inconscientes, que revelan pudor o exceso de confianza, amor, odio u ostentosa

indiferencia. Kolia los ve, sobre todo a las chicas, como lo que son, seres intangibles

que se comportan en su presencia como si él no estuviese.

En la escuela de Irkutsk, su profesor de matemáticas era un antiguo capitán del

ejército soviético. Siempre se había dedicado al entrenamiento deportivo, y sus métodos

eran muy constantes y rigurosos. Desde el principio, desde que les enseñó a sumar,

empleó la misma táctica. Primero escribía en la pizarra la operación que los alumnos

tenían que resolver. Después de cinco minutos, la borraba. Los alumnos, entonces,

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tenían que estar en silencio media hora, al cabo de los cuales el capitán Vsevolodivich

les daba un papel en blanco. Aún les quedaban cinco minutos para escribir de nuevo el

enunciado de la operación y su resultado, y entregarlo cuando Vsevolodivich diera una

seca, sonora palmada. Eso lo hizo, respetando el mismo tiempo, con la operación 2 + 2

y, años después, con complejos cálculos infinitesimales.

Para Kolia es una costumbre, algo que nunca le costó demasiado esfuerzo, entre

otras razones porque durante el invierno, como no se podía salir al patio, la ración de

matemáticas era doble. O triple. No, muchos de aquellos alumnos no guardan buen

recuerdo de aquel sistema. Vsevolodivich organizaba una especie de competición, una

lista con cien de ejercicios por la que había que ir escalando a lo largo del curso. Si

llegabas a 70, en vez de un 7, como ocurre aquí, eras nombrado capitán. Vsevolodivich

siempre fue muy honesto consigo mismo.

La sorpresa de Kolia nada más llegar a España fue que lo que se exigía para

sacar un 10 era aproximadamente lo que su maestro pedía para ser cabo (en Irkutsk sólo

aprobabas si llegabas a teniente), así que ha decidido homenajear al capitán el día del

primer examen. Todo es, sobre el papel, muy fácil. El profesor les ha dado un folio con

tres ejercicios muy sencillos de cálculo diferencial. Kolia procede como siempre, como

desde que era niño, memorizando los enunciados. Ya sabe que es inútil. Puede ver el

enunciado durante todo el examen, durante mucho más tiempo que los exiguos cinco

minutos a que estaban adiestrados en Irkutsk. Pero, afortunadamente para él, se da

cuenta de inmediato de que si trata de sacar provecho de la ventaja no será capaz de

resolver el ejercicio. Sí, acostumbrado a un mismo método durante toda su vida, ahora,

de pronto, de golpe, en el día señalado, decide utilizar otro (no se trata de que sea más o

menos ventajoso, sino de que es otro), seguramente la parte no racional de su cerebro,

las células emotivas, se apoderarán de su lógica sin que Kolia pueda hacer nada para

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remediarlo. De modo que, después de cinco minutos exactos de mirar el folio que le ha

dado el profesor, Kolia lo dobla y se lo guarda en el bolsillo del pantalón, y se pone a

mirar al papel en blanco.

¡Todo el mundo se ha enterado! De pronto, sin apartar la vista del papel, sin ver

a quien, sin mirarle, le da por pensar en él, Kolia siente una especie de escozor en el

cuello, agravado por el hecho de que no puede rascarse. Rascarse el cuello durante un

examen de matemáticas puede ser una información muy valiosa. Sus vísceras, sobre

todo su corazón y sus intestinos, reaccionan de inmediato a semejante catarata de

pensamientos diminutos que se ciernen sobre él. Es como si todo el mundo, cuando,

después de leer sus enunciados, procede a cambiar de postura, a recogerse el pelo, a

sacar la calculadora, contemplase ahora cómo Kolia da el asunto por concluido. No les

habrá llamado la atención que dejara el enunciado sobre la mesa, pero sí que se lo haya

guardado. Es un momento. Nadie, salvo el profesor, le dedica al asunto más de un

segundo, y la culpa ha sido de Kolia, porque ha hecho sin ningún disimulo el gesto que

muchos otros harán ahora con todas las precauciones, pero no para meterse un papel al

bolsillo sino para sacarlo.

Sólo ha habido una persona que permanece mirándolo. Los demás han pensado

en él por primera vez en sus vidas, pero ya se les habrá olvidado. Se han reído los que se

ríen siempre que un profesor le pregunta a Kolia si ha entendido algo, pero los demás

vuelven a sus puestos. Las chicas se esconden en sus cabelleras y los chicos se encorvan

sobre los papeles o empiezan a dibujar monigotes, o tratan de copiar. Pero una chica

sigue mirándolo, no exactamente la más bella, no la chica guapa (una de las varias

chicas guapas) que Kolia ve con la distancia de quien no tiene nada que hacer, sino una

chica en la que él tampoco se había fijado, a pesar de que la ha visto subir al autobús de

Alfambra en el que viene por las mañanas, pero que también ha sido hasta ahora un

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fantasma para él, una chica que le ha pasado desapercibida precisamente porque su

aspecto le parecía del todo vulgar, es decir, ruso, y que con el tiempo ha descubierto que

entre sus compañeros es lo que se suele decir una chica rara.

No es rusa, es de Alfambra, y se llamaba Esther. Y tampoco habla con nadie.

Está clarísimo que esa chica trata de solidarizarse con Kolia, o bien que Kolia para ella

es más normal que sus propios paisanos, quién sabe. Es posible que el hecho de coger

los dos el autobús en la parada de Alfambra haya despertado en ella sentimientos

compasivos. Tiene la piel muy blanca y el pelo lacio y muy negro. Sus labios son

oscuros y sus ojos grandes y azules. Le recuerda, ahora que por primera vez la está

mirando, a una compañera de la escuela, Luzmila Fyodorovna, que le caía bastante mal.

Mientras mira el papel en blanco se le pasa varias veces por la cabeza el rostro de

Luzmila. A medida que, con la minuciosa técnica de siempre, va resolviendo los

ejercicios, Kolia vuelve a ver a Luzmila en situaciones que antes, cuando las estaba

presenciando, no había visto. De pronto se siente culpable por no haberle hecho más

caso a Luzmila. Siempre ha sido muy amable con él. Kolia se acuerda, por ejemplo, de

algo que había desaparecido al momento de suceder, cuando murió su hermano Sergei y

Luzmila se acercó y trató de charlar con él, y Kolia no le hizo ni caso.

El conocimiento, la empatía, los corpúsculos de afecto que viajan de un cuerpo a

otro antes incluso de conocerse, y que entran antes por las vísceras que por el cerebro, le

despistan todo el rato, a pesar de que Esther ya está resolviendo su examen (aunque

cada cierto tiempo lo mire) y Kolia no aparte la vista del papel en blanco. De pronto se

le ocurre, influido seguramente por alguno de aquellos corpúsculos, que si él lleva a

término su plan las consecuencias no serán del todo felices. Hasta ahora, todo el mundo

piensa que Kolia es un extranjero que no se entera de nada. A partir de ahora, será un

extranjero que no se entera de nada pero es muy inteligente. Todo el mundo contará la

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hazaña, nadie reparará en que se trata de una costumbre, y que de un modo normal y

corriente, como ellos, acaso no habría sabido resolverlo. Es posible que, dado el nivel

tan mediocre de matemáticas que hay en el instituto, intenten, a su modo, captarlo para

concursos de ciencias. También es posible que a partir de entonces lo consideren

peligroso, la típica mente venida del hielo. Pero lo peor es que no ve en la clase a nadie

capaz de sentir por ello simpatía hacia él sino admiración, y no la admiración de quien

envidia determinadas aptitudes del otro, sino la de quien considera que ciertas

capacidades son propias de los locos.

El pesimismo ensombrece la página. Ve en el reloj que faltan cinco minutos para

entregarlo, el tiempo que necesita para reproducir con exactitud los enunciados y todos

los pasos que ha tenido que dar hasta llegar a la solución exacta. Entonces vuelve a

meterse la mano en el pantalón. El asiento de la silla rechina y todo el mundo a la vez

levanta la vista. Kolia estaba de medio lado, con una mano en el bolsillo. Es como si lo

hubiesen pillado. Está muy serio y la gente se ríe. Pero estalla en una carcajada general,

Esther incluida, cuando saca del bolsillo un lápiz de Ikea. En su casa hay muchos

lápices de Ikea, de madera, muy cortos, apenas para usarlos con las puntas de los dedos.

El profesor apaga las risas y se pone muy serio. Todo el mundo calla. Él sigue hablando,

al principio muy tenso, pero pronto mucho más relajado. Kolia no entiende nada, pero

de pronto capta la palabra NASA, y también entiende la palabra Gagarin, que es un

apellido ruso, el apellido del astronauta que subió al espacio con un lápiz. La anécdota

se la contó mil veces el capitán Vsevolodivich. La humanidad entera sabe que, mientras

en la NASA investigaban en una tinta que escribiera sin gravedad, los rusos usaban

lápices. El final de la anécdota coincide con el timbre que anuncia el cambio de clase.

No le queda tiempo. Tan sólo, en el centro, Kolia escribe el resultado.

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Pero no lo entrega al profesor. Lo dobla en cuatro partes, se levanta de su

asiento, confundido entre todos los que están entregando también su examen. Se

acuerda de Luzmila. Qué feliz se habría sentido Luzmila, aquella chica tan transparente

a la que nadie hacía caso, si Kolia le hubiese mostrado alguna forma de agradecimiento

cuando lo consoló en el entierro de su hermano. Así que hace no lo que habría hecho el

capitán Vsevolodivich, sino lo que habría hecho él mismo si no hubiese tenido que

marcharse de su país: acercarse a Esther, la chica de Alfambra, que corría para terminar

su examen, y dejar el papel sobre su mesa.

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4. Los hombres que se van con extranjeras.

Las cuatro amigas ya se han bebido sus cortados descafeinados de máquina pero

siguen charlando. Están en el Expresso, un amplio café retro con aspecto de franquicia,

las paredes de piedra artificial y muchas fotos antiguas. Lo habitual es que se reúnan a

las diez o diez y media, a esa primera hora de asueto entre obligaciones. Ya están los

niños en el colegio y los maridos se han evaporado y ha llegado la asistenta y se han

hecho las diez, y se van a tomar un café. No son todas de la misma edad. Matilde es la

más joven de todas. Matilde pasa generosamente los cuarenta, y Virginia y Remedios

también, pero María Dolores es aún más generosa con los cincuenta. Matilde está harta

de que hablen siempre de lo mismo. Dos de ellas vienen con la tertulia radiofónica de

Federico Jiménez Losantos todavía fresca en las entrañas, las otras dos hablan menos de

política.

De entre las políticas, una lo es porque su marido fue candidato del Partido

Popular en las últimas elecciones. En ella se suma la ideología con los deberes

maritales. Se llama María Dolores. La otra, Virginia, es más liberal. Le apasionan los

adulterios, le brillan los ojos cuando alguien pronuncia la palabra amante. De los actos

sociales sólo le interesa la nómina VIP, y la verdad es que siempre anima los soliloquios

de María Dolores con alguna frivolidad que a María Dolores, que es del Opus, le sienta

como un tiro. Estas escenas divierten a Matilde, ella misma pregunta cosas a Virginia

cuando a la política eclesiástica se le escapa un segundo de silencio y puede meter baza.

La otra no política, Remedios, que fue al colegio con Matilde, intenta traer la

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conversación a cuestiones más profundas, pero sólo Matilde le sigue la corriente, porque

María Dolores está en campaña permanente y Virginia se limita a tener salidas graciosas

pero no acapara la conversación.

Si Matilde o Remedios llegan las primeras, aún pueden hablar unos minutos del

hastío vital o de lo bueno que está el camarero cubano. Si luego llega Virginia, ya sólo

pueden hablar del camarero cubano, y para cuando aparece María Dolores la

conversación se empantana en el problema de la emigración. En todas las otras posibles

combinaciones de recién llegados, el locutor de la COPE Federico Jiménez Losantos

aparece antes de lo que Matilde quisiera, y es muy difícil echarlo.

Matilde va por Remedios, y en más de una ocasión ha estado por decirle que se

cambien de bar, o de horario. Remedios se siente más cercana a Matilde que a las otras

dos, y no sólo en cuestiones políticas. Remedios cree que con Matilde tiene más cosas

que hablar que con las otras. Le gustaría hablar con ella de cine por ejemplo, o de las

vicisitudes del amor maduro, que la tienen muy intrigada. Pero Matilde se toma el

cortado descafeinado de máquina y se va. María Dolores se portó muy bien con el padre

de Matilde cuando su marido consiguió que le recalificaran un terreno, y Matilde se

siente obligada. Si dejase de aparecer por el Expresso a las diez o diez y media sería un

desaire. Hoy la primera en llegar ha sido Virginia, de modo que cuando llegó Matilde ya

estaban las tres acodadas en el velador y hablando bajo.

Veinte minutos después siguen hablando de que el marido de Esperanza Beltrán

se ha liado con una extranjera veinte años más joven que él. Toma la palabra María

Dolores, después de que Virginia haya terminado con los detalles escabrosos.

-Mira, Matilde, me lo decía el domingo en misa tu tía Angelita, me decía mira,

María Dolores, siempre que llegan los rojos al poder pasa lo mismo, que todo el monte

es orégano. Porque yo no sé a ver por qué motivo tenemos que tener tanto roce con

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ellos. Estas chicas rumanas no porque el jefe las lleva muy rectas, pero es que vas a

otros bares donde hay niños y todo y te las ves en la barra con las tetas fuera, y eso no

puede ser. Y estas pájaras mulatas mucho menos, que mucho amol y mucho meneo y

cuando te quieres dar cuenta te lo han cogido y ya no lo sueltan. Porque a ver, ¿qué

quieren, qué quiere esa moza con el marido de Esperanza Beltrán, a ver? Pues qué va a

querer, las perras. ¿Adónde va a sacar esa tía un partido como el marido de Esperanza

Beltrán, la pobre, que no para de llorar?

La camarera rumana trae dos cortados descafeinados de máquina y un vaso de

agua. Remedios no puede quedarse callada.

-Quién sabe, dice. El marido de Esperanza Beltrán no es idiota, algo le dará.

-Seso, seso y nada más que seso –dice María Dolores.

-Es que si no les das sexo no te duran nada –tercia Virginia.

-Virginia, no digas tonterías –la reconviene María Dolores.

-Yo por lo pronto a mi Paco lo tengo contento –zanja Virginia. Matilde se ríe, a

Remedios se le suben los colores.

-¿Pero cómo puedes decir eso? –dice Remedios.

-Ay, hija, pues como lo has oído. Tú como eres medio de izquierdas crees en el

pan y la cebolla, pero yo no.

-¡Pues es una postura muy elástica! –dice María Dolores, para María Dolores la

palabra elástica significa inmoral, no relajado, del mismo modo que la palabra estúpida

significa creída, no idiota. No obstante, añade:- ¡Y no le veo yo tampoco mucho espíritu

cristiano, Virginia, la verdad!

-Yo lo único que sé de los hombres es que todos quieren lo mismo. Y tú luego lo

pintas como te dé la gana. Yo estoy casada con mi Paco y lo hacemos sin condón, así

que cristiana más que ninguna. Pero una cosa es ser cristiana y otra ser un cardo.

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-¡Oye, guapa! ¡Estás hablando de Esperanza Beltrán! –tercia María Dolores

indignadísima.

-¡Pues tampoco le iría muy bien a Esperanza Beltrán! Que, en fin, para qué

hablar –se defiende Virginia.

-Eso –se mete Remedios-, para qué hablar. Pero no sé, yo creo que eso ha

pasado siempre. Siempre ha habido gente que se va con otro. Es lo más normal del

mundo.

-Pero ahora hay más. Ahora se ponen más a tiro –dice María Dolores-. Yo

porque he tenido una suerte bárbara con mi marido, pero yo si fuese otra vez joven, yo

si fuese joven ahora, a ver cómo vas a elegir novio, a ver cómo compites.

-Es la globalización del amor –dice, de pronto, Matilde, y después de decirlo se

queda callada. Es como si hubiera enunciado el título de su parlamento y luego no

hubiera sabido qué decir. Hay un par de segundos de silencio espeso, hasta que Virginia

desdramatiza.

-¿Cualo?

-Sí –dice Matilde, que no estaba segura de si ha dicho esas palabras o sólo las ha

pensado-. Aquí es que hemos sido siempre pocos. Todas nos hemos casado más o

menos con el que nos tocaba. Ninguna hemos vivido mucho tiempo en otra parte.

Hemos crecido con nuestra generación. Tarde o temprano, nos vamos apañando entre

nosotros. Pero de pronto crece la ciudad y las mujeres no son las tres o cuatro

compañeras de trabajo y las amigas de toda la vida. Surgen otras posibilidades.

Matilde ha dicho eso como si lo estuviera recordando. A sus tres amigas les ha

parecido un poco extemporáneo, con la mirada un poco perdida del desengaño, como

cuando acaban de enterarse de que sus maridos las traicionan y aún no les ha dado

tiempo a reaccionar y hartarse de llorar, o jurar venganza. Matilde lo ha dicho con

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resignación y con rencor. Nada indica que estuviese hablando de sí misma, pero sus

amigas así lo perciben, sobre todo Remedios y Virginia, sobre todo Virginia.

-¡Pues estás tú como el día! –dice Virginia.

Matilde no sabe por qué ha dicho todo eso. Quizás haya sido un resumen mental

que se le ha escapado. Ella es muy reservada e incluso en conversaciones sobre

Federico Jiménez Losantos sabe situarse en un lado, lubricar la conversación con sus

preguntas y sus pequeñas aportaciones pero no acapararla por completo. Va allí para

escuchar. Quizá sigue yendo allí porque a esas horas no tiene nada mejor que hacer.

Pero no quería ser tan solemne, ni tan íntima, ni tan nada. Las palabras han salido por su

boca y a medida que las iba escuchando entendía lo que la tiene tan inquieta

últimamente.

-Pues a Bernardo no le pega nada largarse con una dominicana, Matilde, así que

tú tranquila –dice Virginia.

-No, Bernardo es más sobrio. A Bernardo no le gusta bailar ni bajarse a la playa,

así que ya hay un continente menos –dice Matilde, con la media sonrisa de quien está

contando un chiste.

Las amigas se ríen. Las amigas saben ver cuándo alguien ha intentado contar un

chiste. Es su oportunidad para demostrarse unas a otras que son amigas y se apoyan.

-Ay qué gracia –dice Virginia.

María Dolores y Remedios pespuntean el comentario con risas flojas. María

Dolores centra de nuevo la conversación.

-Pues Esperanza Beltrán es una chica majísima que no se merecía esto. Con dos

hijos y todo que tienen, que el mayor está ya terminando medicina y la pequeña está en

el curso de Julita, ¿no, Matilde?

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A Matilde se le había ido el santo al cielo. Ella está junto a Virginia de cara a la

puerta. Las tres mesas corridas de los ventanales están ocupadas por un señor mayor que

lee el Diario de Teruel acodado sobre el velador, por una pareja de novios con gafas de

sol y por cuatro muchachas que andarán por los treinta y que tienen la misma postura

que ellas y el mismo aspecto de estar chafardeando. También, como ellas, tienen todo

hecho y se bajan a tomar un cortado descafeinado de máquina. Entre la mesa de Matilde

y la de aquellas chicas media un mínimo de quince años pero la imagen es la misma.

Todas tienen todo hecho, el futuro es un lento cortado descafeinado de máquina.

Matilde está un poco depre esta mañana, pero se despabila enseguida porque en

ese momento se descorren las puertas de cristal del bar y hace su entrada Esperanza

Beltrán. Matilde se siente azorada porque María Dolores está diciendo en ese momento

que se rumorea que fue ella la que los pilló en la cama. Es Virginia la que sin abrir

mucho los labios las informa de que acaba de llegar Esperanza, y es entonces María

Dolores la que gira todo su cuerpo y saluda con la mano y hace sonar la esclava de oro.

Esperanza se acerca hasta ellas. Va elegantísima. Lleva un chaquetón de cuero

negro con solapas y unos pantalones negros ajustadísimos (Esperanza tiene muy buen

tipo). María Dolores le dice a Remedios que se corra un poco para que quepa una silla

más para Esperanza. Cuando se sienta, las cuatro amigas perciben el perfume de

Esperanza, fragancia suave de Clinique, y la saludan y le preguntan por todo menos por

lo que le querrían preguntar.

Matilde, instintivamente, busca el dolor en los rasgos bien maquillados de

Esperanza. Le parece ver un rastro de ojera que se ha tapado con el maquillaje.

Aparentemente se la ve muy desenvuelta y sin ninguna muestra de sufrimiento, pero las

cuatro amigas piensan que la procesión va por dentro.

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Pero todo se nota un poco. María Dolores está más amable que de costumbre y

Virginia más risueña y a Remedios le tiembla un poco el labio inferior. También

Esperanza, que siempre fue una chica un poco triste, mueve mucho las manos para

hablar y abre mucho los ojos, y Matilde no sabe si es que se ha vuelto muy expresiva o

es que trata de vengarse de su marido aparentando que es feliz.

Esperanza les está contando que va así de arreglada porque se va a ir a Valencia

a ver la exposición de Joaquín Sorolla sobre los pueblos de España que le han dicho que

es una preciosidad. Matilde siente un pisotón en el pie izquierdo y poco después un leve

pellizco en el michelín. Virginia está tratando de decirle algo. En efecto, el marido de

Esperanza Beltrán acaba de entrar en el café Expreso con una mujer bastante más joven

que él. Virginia se ha quedado de piedra. Lo primero que piensa Matilde es que va a

meter la pata, que no va a ser capaz de hacer como que no lo ha visto.

Al principio a Matilde también se le suben un poco los colores y siente una

opresión en la boca del estómago. Rechaza cualquier posibilidad de asistir a una escena

de celos, no quiere contemplar cómo Esperanza Beltrán tiene que pasar por el trago de

que su marido se pasee con su amante por los sitios por donde va ella. Matilde no juzga

a nadie, pero un poco de discreción no habría estado mal.

Lo que más le llama la atención, sin embargo, es la actitud de Virginia, que muy

lejos de meter la pata empieza a contarles un chisme.

-¿Pero habéis leído hoy el Diario de Teruel? Me estaba acordando de ti,

Esperanza, esta mañana cuando lo leía. Dice que los jardincillos de los Paúles, esos tan

monos que hay donde la Casa del Barco, que los van a llenar todos de cemento y van a

cortar los pocos árboles que quedan. ¡Me da una pena!

-No se paran ante nada –dice María Dolores.

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-¿Y eso por qué? ¡Eso…! ¡Bueno! ¡Eso no puede ser! –dice Esperanza Beltrán, y

Matilde percibe que le está dando demasiado énfasis, como si en el fondo le importase

un pimiento pero quisiera entrar de lleno en la conversación y compartir las penas de

sus amigas.

-Nos están quitando los paisajes –dice, tristemente, Matilde.

-Chica di que sí –dice Virginia-. En esos jardincillos le di a Paco el primer beso.

No se veía ni torta.

Pero el marido de Esperanza Beltrán no se ha ido. Está hablando con la chica

joven, que no es fea ni guapa, al menos en la distancia. Se acercan para cuchichear con

firmeza, como si estuvieran decidiendo el destino de las vacaciones o el modelo de

lavadora que se van a comprar. Matilde ve en ellos la conversación apasionada de

quienes están empezando a vivir juntos. Y ante ella ve a Esperanza Beltrán, que ha

empezado a recordar cuando estudiaban en las Teresianas y por las tardes iban a jugar a

esos jardines.

El camarero cubano se acerca y Esperanza le pide un cortado descafeinado de

máquina. Cuando se va, María Dolores se gira para pedirle también un vaso de agua y

es entonces cuando ve al marido de Esperanza con su amante. Su cuerpo da un bote en

el asiento y se queda como paralizada, con los labios prietos, buscando cómplices por

toda la mesa. La situación de María Dolores es difícil porque quisiera volverse a fisgar

pero también, según las instrucciones oculares de Virginia, comprende que debe hacer

como que no se ha dado cuenta. De momento hace como que está enfadada, y se levanta

un momento al baño. Cuando vuelva podrá mirar lo que le dé la gana.

Y entonces Esperanza Beltrán mira el reloj y se vuelve hacia la barra y los ve,

pero en lugar de volverse hacia sus amigas corre la silla, se levanta y se encamina muy

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tiesa hacia ellos. Remedios se vuelve. Todo está pasando mientras María Dolores está

en el baño. No se lo perdonará en la vida.

Las otras tres amigas ven cómo Esperanza se acerca hasta los amantes y con

toda la naturalidad del mundo va y le da dos besos a ella, a la otra, y otros dos a él, a su

marido, y sonríe mientras les dice algo y se hurga en el bolso. Matilde cree ver que la

otra chica está un poco cortada, aunque también sonríe. El marido está de espaldas. Al

marido no pueden verle la cara. Esperanza le da algo a su marido y siguen sonriendo

unos instantes, explicándose algo, señalando la residencia del Padre Piquer, que está

detrás de la cafetería. El marido lleva ropa de espor, y ella, la otra, va muy sencilla con

unos vaqueros desgastados y unos zapatos blancos de tacón.

-Necesito agua –dice Virginia, pero no redondea el comentario porque ya han

terminado de hablar y el marido de Esperanza y su amante saludan al jefe del café y se

marchan por las puertas de cristal batiente sin mirar al corro donde están ellas.

Esperanza vuelve como terminando de sonreír, se sienta y hurga otra vez en el bolso.

-Llevo un lío de llaves que no me aclaro. Me pidió Fernando las llaves del

apartamento de Menorca y a poco las encuentro esta mañana.

Esperanza saca por fin el paquete de Philip Morris y el encendedor.

-La verdad es que nos llevamos estupendamente desde que nos hemos separado.

Y la chica es muy maja. Yo decía ya verás, con lo desastre que es Fernando, pero no, es

una chica muy sensata y muy maja.

En eso llega María Dolores y Esperanza se enciende un cigarro. Lleva mala cara

porque cuando salió del baño ya no estaban los amantes. Una lástima.

-Pues no –dice María Dolores, reanudando la conversación-. No hay derecho a

que nos quiten los paisajes.

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-Pues no –dice Esperanza, soltando el humo, y sujeta con dos dedos el cigarrillo,

que tiembla como una hoja.

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5. Una buena pieza

El edificio de Fomento es un caserón rodeado de abetos con grandes ventanas de

medio punto y arcadas de piedra que lleva casi un siglo clavado a la entrada del

viaducto nuevo, en el arranque de la Avenida de Sagunto. Este viaducto corre paralelo a

otro antiguo por el que ya no se permite la circulación rodada. Ambos puentes conectan

el casco antiguo, un islote de cales y arcillas sobre el que se arracima la ciudad

medieval, con el principio del Ensanche, una zona que en los años 30 quiso expandirse

con mansiones de recreo pero pronto le fueron creciendo edificios de pisos. Fomento

está en la acera de la izquierda, y después de él, al cruzar el callejón por donde se

accede al aparcamiento, ya hay un edificio grisáceo de tres plantas con ventanas de pvc,

una fachada con retales de piedra y una puerta de aluminio cortante y cristales viselados

y un telefonillo que todavía conserva los nombres de los vecinos escritos con Dymo, esa

cinta de plástico duro sobre la que se grababan en blanco las palabras. Una de ellas, la

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del primero derecha, verde oscura que repinga por los bordes, lleva escritas las iniciales

I.G.N.

Bernardo se siente a gusto en esa especie de exilio. No tiene que tratar con todo

el personal de la consejería de Fomento, ni tampoco puede recibir visitas por sorpresa.

Todo el que quiera algo de su departamento tiene que pulsar el telefonillo.

A Bernardo todavía le quedan muchos años de vida laboral. Se diría que hace

mucho que partió pero el destino aún queda lejos. El preferiría seguir en este puesto

fantasma, solo, entregado a una labor que lo entusiasma. El Servicio Geográfico

Nacional tiene mapas de toda España a una escala 1:25.000, pero sólo unas pocas

comunidades han desarrollado un compendio de mapas 1: 10.000, e incluso esas dejaron

de desarrollarlo cuando irrumpió en nuestra vida el Google Earth. El programa

informático Sigpac del Ministerio de Agricultura tiene un zoom de mapas que llegan al

1:25.000 y de ahí pasan ya a la foto catastral, así que no es necesario dibujar mapas que

se corresponden con las fotos y que ya no aportan más topónimos.

Bernardo, sin embargo, trabaja a la antigua usanza. Parte de los mapas que hay y

los recorre palmo a palmo, mide sus lindes, sus alturas y sus accidentes, e indaga en el

catastro las denominaciones de los bancales, sus dueños o sus nombres. Es como un

buscador de setas ni venenosas ni comestibles. Cuando él deje de hacer eso ya nadie lo

hará, o se limitarán a reproducir imágenes digitales. Todo en su vida laboral está en

proceso de extinción, su cargo y su trabajo, sus métodos y sus conocimientos. Bernardo

ya tiene rescatados y puestos en la nueva versión cartográfica de la comarca 157

nombres nuevos. En su situación podría dedicar las mañanas a leer el periódico o los

Episodios Nacionales de Galdós, o a bucear sin control por la red o suscribirse a páginas

prohibidas. El único hilo que lo une a la administración es que a final de mes le ingresan

una nómina. Sin embargo, Bernardo suele hacer más horas de las que le corresponden

porque el tiempo vuela cuando se trata de ir trazando curvas de nivel, antes de dibujarlas

con el programa del ordenador. Dos veces por semana, y con su propio vehículo (teme

que al usar coche oficial el jefe repare en su presencia), Bernardo recorre parajes del

barranco de Sollavientos y las crestas de Patagallina, toma fotografías, anota la situación

y luego, en la oficina, trata de buscar los nombres de los lugares.

Hoy está un poco descentrado. Lleva toda la mañana delimitando la masía de

Palomeras, donde ayer Bernardo se encontró mientras cazaba con aquel anciano eslavo

que le despellejó el conejo. Ayer las indirectas se sucedieron durante la comida con la

tía Angelita y los padres de Matilde y su hermana Mariló, que al final se apuntó también

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y vino con el marido y los niños. Se quedaron cortos de comida y hubo que sacar

chuletas de ternasco del arcón congelador, donde metieron el conejo envuelto en la

bolsa de Mercadona.

Bernardo no se enfadó, le parece pueril enfadarse por eso, y por otra parte hace

años que se cansó de ser orgulloso. Pero sucede que el hecho de no haberse comido el

conejo le remite constantemente al anciano que se lo regaló, es como si no pudiera

olvidar su sonrisa desdentada, su rostro curtido de miles de arrugas finas, sus bigotazos

de cosaco y su gorra de campesino. Bernardo retira los bártulos del mapa y clava una

chincheta verde en la Caseta de los Bartolos, al pie de sierra Palomera. Son las once y

media, es de esperar que ya se hayan marchado todos los que cruzan a almorzar al bar

Pegaso desde la Consejería de Fomento. Habrán vuelto los jubilados ociosos a beber el

último descafeinado y el primer clarete con casera. Son circunstancias más propicias

para leer el periódico. Hoy no es el día de perros que fue ayer pero el cielo está cubierto

de nimbos pálidos y se ha girado un viento que todavía no es cierzo pero no permite

salir a cuerpo a la calle.

La televisión del bar Pegaso está puesta con un programa para viejos sobre

enfermedades, en el suelo hay serrín esparcido. Bernardo se sienta en la esquina, con la

espalda en la pared, de modo que no sólo controla la puerta de entrada del bar Pegaso

sino los arcos de ladrillo que dan a la terraza vacía. Allí hojea el Diario de Teruel, y hay

una noticia que llama su atención. No es nada nuevo. Van a remodelar dos plazas más

de la ciudad, una en el casco histórico y otra en esta parte del viaducto: la Plaza de los

Amantes, junto al mausoleo donde se guardan sus cadáveres y la torre de San Pedro, y

otra en el viejo Ensanche, unos jardincillos junto a la iglesia de los Padres Paúles. Todo

suena a lo mismo. Presentan la cosa como un gesto de modernidad, se ponen en manos

de las cementeras y se cargan todo rastro de vida vegetal. En eso entra Mingo por la

puerta.

Hace tiempo que se habló de pasar a Bernardo a la sección de Urbanismo, pero

allí está todo cubierto y la próxima baja por jubilación aún tardará unos cuantos años.

Mingo es el titular de ese destino. A veces coinciden en el bar Pegaso y hablan de caza.

Mingo no sabe lo que el jefe del servicio de Urbanismo le comentó a Bernardo, que a

Mingo no lo pueden tirar aunque sea un vago, pero que, con lo que le da a la bebida, es

posible que enferme o se muera antes de la edad reglamentaria, y entonces Bernardo

podrá optar a su plaza. Cuando se encuentran en el bar Pegaso, Bernardo siempre saca a

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relucir algún amigo muerto de cirrosis, a ver si consigue que Mingo morigere sus

costumbres

Mingo es un hombre delgado, entre fibroso y esquelético, de nariz larga y

mandíbulas afiladas, siempre muy peinado para atrás. Cuando habla deja caer los

párpados como quien cuenta un chiste por lo bajo, pero cuando da un trago a la copa de

ginebra los ojos se les salen de las cuencas, en un instante batracio que es lo que dura

meterse la copa en el cuerpo. Luego vuelve a su media sonrisa ladeada, su mentón muy

afeitado y muy pálido, un poco céreo, y esa manera de mover los largos dedos de la

mano cuando habla, manos de dibujante, se diría, que a pesar de todo mantienen un

pulso firme. Conserva giros de un acento cordobés que debió perder cuando era niño,

cuando a su padre lo trasladaron a Teruel como castigo por su comportamiento disoluto.

En los años cuarenta y cincuenta eran frecuentes estos destierros administrativos. A los

que se iban con la bebida los mandaban a lugares fríos, a que se despejasen. Mingo

nació en Córdoba pero el bachillerato lo acabó en Teruel. Es posible que su afición al

alpiste sea una cuestión genética. Su padre también era dibujante y le gustaba cazar.

Mingo dice que el pulso se lo mantiene la escopeta.

-Qué tal ayer –dice, mientras arrastra con un dedo la copa vacía encima de la

barra.

-Un conejo en Palomeras –dice Bernardo, que ha plegado el Diario de Teruel y

lo vuelve a poner medio desbarajado junto al teléfono público.

-Yo ayer no salí. Con este frío no me gusta salir. Yo si cazo, cazo, pero yo no

entro en reyerta con los elementos –dice Mingo.

Bernardo reposa la vista en una fuente de boquerones en vinagre y otra de

salchichas desangeladas que quedan en la barra después de que se haya ido todo el

personal de los almuerzos. A Bernardo se le ocurre una idea.

-¿Tú sabes cómo se guisan los conejos de monte?

Mingo da un trago y abre mucho los ojos.

-Guísalos en vino y verás que rico. Además el vino les quita el olor fuerte y les

rompe los tendones de la carne sin necesidad de esperar a que se pudran.

Aún hablan un rato más, cinco minutos más, hasta que Bernardo se mira el reloj

y dice que se le está haciendo tarde. Mingo pide una última copa y la cuenta, dice que

también tiene mucha faena. Pero Bernardo no vuelve a la oficina sino a su casa. Julia

está en el instituto y Matilde tenía que pasarse la mañana en el notario con la tía

Angelita. Siguiendo las instrucciones de Mingo y las de una receta campestre que

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encontró en la red, Bernardo guisa el conejo en la olla express, dos horas durante las que

permanece cerrado en la cocina y con la ventana de par en par para que el olor a monte

no invada la casa. Por la ventana de la cocina se ven las lomas pardas del Polígono Sur.

Las máquinas están trazando calles y todo es tierra lisa y removida, de un color más

sonrosado que la piel llena de matojos, más parecido a la carne. Todo está lleno de

puntales y líneas de cal que marcan las calles. Una de las grandes preocupaciones de los

padres de Matilde es que utilicen esa nueva urbanización para realojar a los gitanos.

Todavía son las dos. Bernardo limpia minuciosamente los cacharros y mete el

conejo guisado en una fiambrera azul. No pasa nada por salir de la oficina, marcharse a

casa y guisar un conejo. Es posible que Matilde incluso se lo agradeciese, pero a

Bernardo le gusta que las cosas queden como están. El secreto como límite de tiempo es

algo que le fascina desde niño: hacer cosas a toda prisa para que nadie se entere de que

las ha hecho. Al conejo le ha salido una salsa negra y densa que sin embargo a Bernardo

le ha sabido buena. También se comió un par de trozos y a pesar de que la carne

quemaba le pareció muy gustosa.

El coche de Bernardo viaja por la nacional 420. A su izquierda se suceden las

lomas calizas y las estaciones de tren abandonadas, y a su derecha las choperas del río

Alfambra, que han empezado a cambiar de color. Los chopos más viejos ya están

amarillos en las copas. La mayoría siguen enteros. Las últimas lluvias los han

mantenido con las hojas tersas, pero ya son de un verde viejo y cansado. Los chopos

jóvenes, en cambio, se pelan desde el tronco. Bernardo no sabe bien qué hacer con el

conejo. En el lenguaje particular de sus manías, con cumplir el cometido del obsequio,

ser guisado y consumido, ya es más que suficiente. La realidad alcanza una simetría

entonces que lo tranquiliza. Da igual cómo se cumplan los propósitos. El caso es que se

cumplan. Por un momento, mientras escuchaba a Mingo, pensó en buscar a la familia

del anciano eslavo y devolverles el conejo ya guisado. Eso sí sería una forma de

cumplimiento, algo más que un cumplido. Buenas, buenas, vengo a traerles el conejo

que me regaló su anciano padre, que mi esposa, con todo el cariño del mundo, ha

guisado para que ustedes lo compartan con nosotros. Matilde da siempre mucho la

paliza con que hay que ser coherentes con nuestro destino en el mundo.

Pero también le da miedo, ese miedo diminuto que no parece ser más que

pereza. Resultó que Mingo sabía quién es ese anciano. Mingo caza mucho por

Palomeras. Según le contó a Bernardo, el viejo ya ha salido con Mingo y su cuadrilla

alguna que otra vez. “Tiene una perra finísima, y el viejo la gobierna que da gusto”.

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También le contó que vive con su familia en la masada de los Cirujanos, en la carretera

de Camañas. Antes iban mejor las cosas y trabajaban en Teruel, pero la cosa se ha

puesto jodida y se marcharon a vivir a Alfambra. “No te creas tampoco que el viejo es

tonto. Cada uno le tenemos que pagar cinco euros si queremos que nos acompañe”.

La tierra roja de Alfambra se despliega después de las tierras blancas de

Villalba. Bernardo para en la gasolinera que hay antes de llegar al silo. Mientras repone

carburante mira el Cristo de piedra que preside el pueblo desde un alto y recuerda las

palabras de Mingo. “Esos rusos no se pierden, no. Una vez que han metido aquí ya la

cabeza, ya verás que pronto para ellos no hay crisis ni nada. Para nosotros sí, que no

estamos tan despabilados. Ya verás, ya”.

Bernardo se detiene en su casa, a la entrada del pueblo. Acaba de descubrir que

el corazón le late con demasiada fuerza. En la bolsa de Mercadona se ven gotas de

condensación, el jeep entero, a pesar de la fiambrera, huele a conejo guisado que

trasciende. Bernardo piensa si olerá también su casa, si cuando llegue Matilde sabrá que

ha estado toda la mañana guisando un conejo.

Las palabras de Mingo mientras pedía otra copa de ginebra resuenan en el

cerebro de Bernardo. Cinco euros. Ochenta años. La idea inicial es presentarse en la

masía de los Cirujanos. El conejo es su coartada. Como vosotros lo despreciasteis, se lo

llevé al que me lo regaló. Y añadiría: y me lo regaló para quitárselo del plato a su

familia, que conste. Pero está nervioso. Necesita entrar en la casa vieja y echarle de

comer al perro antes de seguir adelante. No se trata de ser o no ser solidario. Se trata de

no meterse en líos. Uno se hace el simpático y luego se te cuelgan del cuello. Bernardo

se anima mascullando insensateces.

El perro está perfectamente curado. La herida de colmillo de jabalí en la barriga

es una huella sonrosada y sin pelo que sólo parece un rasguño. Bernardo deja correr por

las eras al podenco, que se sube hasta la paridera y le da la vuelta y baja por el barranco

rojo y se pierde por la cañada. Hace fresco. Huele a la banasta de membrillos que trajo

la semana pasada para perfumar la casa. El perro ya está gimiendo en la puerta del

corral. Otras veces se pasa un par de horas por el monte y luego vuelve hambriento y

exhausto, pero esta vez ha venido enseguida al amín de la fiambrera. Las palabras

etílicas de Mingo suenan de vez en cuando. Bernardo no quiere que el anciano mujik

ruso lo tome por uno de esos señoritos que le dan cinco euros para que les acompañe. Es

suficiente pensamiento para sacar la fiambrera de la bolsa y dedicar un rato a deshuesar

el conejo para dárselo al podenco.

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Mientras lo ve comer se siente mejor. Le han bajado los nervios. Ha estado a

punto pero no lo ha hecho. La barra de hierro se ha tensado pero ha vuelto a situación de

reposo. Cuando sube al coche las palabras de Mingo quedan envueltas en la niebla que

recorre el río abajo hasta Teruel: “El viejo es un cazador cojonudo”, le dijo Mingo,

“pero a la que no te puedes perder es a la hija, Bernardo. Yo, si no fuese porque no voy

a llegar ni a la jubilación, te prometo que le tiraba cañamones. Nunca he visto una mujer

tan guapa ni tan interesante. Bueno, no es la clase de belleza que aquí se acostumbra,

pero está como un pan. Un día fuimos toda la cuadrilla a dejar al abuelo y estaba ella. Se

nos caía la baba a todos. Joder, Bernardo, esa sí que es una buena pieza”.

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6. Algo más que un recalcón

Matilde y la tía Angelita suben por la calle de San Juan hacia la Plaza del Torico.

Acaban de remodelar la plaza y precisamente la tía Angelita dice que no le gusta nada,

que cada vez esa plaza es menos plaza. No va nada a cuando antiguamente, que la plaza

era de adoquines que formaban cenefas y ondas y aguas en torno a la fuente, y era como

las plazas de Roma que ha visto ella cuando van los veranos a ver al Papa. Matilde

piensa que la tía Angelita se lo está inventando. Matilde siempre vio esa plaza cubierta

de asfalto, pero la tía Angelita es de las que necesita redecorar la memoria para surtir las

conversaciones. Han puesto unas losas chinas negras y tubos de neón encastrados en el

suelo, que conforme cae la tarde se van despabilando con sus luces frías. Está

anocheciendo. La tía Angelita tenía que hacer unas visitas y sola no quiere salir de casa.

Las amigas de la parroquia se han ido a un encuentro en Valencia con el padre

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Feliciano, pero a la tía Angelita esos viajes le parecen como los viajes del Inserso. No es

lo mismo estar con sus amigas en misa que en un autobús, que todas empiezan a reírse y

a decir tontadas, y luego les dan un pañuelo verde para que se lo cuelguen al cuello y las

pastorean por la ciudad como si fueran cabras. Para ver al Papa en Roma no necesita

pañuelos verdes. De modo que se ha quedado sola porque las amigas volverán luego por

la noche muy tarde. A esas horas la tía Angelita no pinta nada por la calle, y no quiere

molestar a sus sobrinos para que la vengan a recoger al autobús porque sabe que para

ellos es un sacrificio y a lo mejor un día incluso le dan un desaire y le dicen que no, que

se venga andando, pero entonces ese día ellos saben que la tía Angelita en cinco

minutos está en el despacho de Ataúlfo, el notario, el tío de Pototo, que acaba de

hacerse fiscal, y cambia el testamento y los deja a todos sin una puta perra.

-Uh, qué mareo –dice la tía Angelita nada más vislumbrar las luces de neón

como un montón de palillos que hubiesen tirado por el suelo. Las casas están iluminadas

desde los alares con tubos de neón amarillentos, de modo que los peatones se pasean

como sombras y les brilla el blanco de los ojos.

-No veo nada. Esto es una barbaridad. Que alguien dé la luz.

-Bueno, mujer –dice Matilde-, dicen que es única. Habrá que acostumbrarse.

-Ya lo creo que es única. Menuda cataplasma. ¿A dónde van a querer esto? Me

supongo que por lo menos cuando lleguen las procesiones apagarán las luces y

encenderán las farolas, porque esto parece un baile.

-La verdad es que no se ve nada –dice Matilde, que lleva a su tía agarrada del

brazo. La tía Angelita, su rostro severo, pone los ojos en blanco y sube un poco el pecho

como si le dieran arcadas.

-Me va a dar un cólico –dice la tía Angelita-. Vamos un momento ahí a los

porches y nos damos la vuelta, hija mía, que no me encuentro bien.

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Matilde da media vuelta y se dirige a los porches.

-¿Quieres que entremos a la farmacia?

-No, vamos, vamos a casa, que no lo puedo soportar.

Matilde entonces siente cómo se le cae de su brazo el brazo de la tía Angelita. Al

volverse ve cómo su tía termina de caer al suelo, antes de que sus brazos lleguen a

socorrerla.

-¡Tía, tía!

Matilde piensa que la tía se ha desmayado, pero en el momento en que termina

de caer al suelo da un grito que reverbera entre los porches.

-¡Ay, ay!

No ha sido un desmayo porque además de gritar habla.

-¡Ay madre mía qué mal me he hecho! ¡Ay, ay!

-Ven, tía –dice Matilde, que se arrodilla y la abraza sin saber cómo va a ser

capaz de levantarla. En eso un muchachote negro se acerca y la coge por las axilas.

-¡Dejarme, dejarme!, ¡que no me puedo levantar!, ¡ay Dios mío, que me he roto

un hueso!, ¡ay, ay, bájame la falda, Matilde, ay! ¡Déjeme, déjeme, no me toque!

Algunas mujeres muy dispuestas y un señor con gafas se arremolinan junto a la

columna del kiosko.

-¿Puede moverse? –dice una de las mujeres.

-¡No! ¡Qué me he partido un hueso, que lo sé que me duele mucho!

Las luces de varios teléfonos móviles iluminan un poco la escena. Están

llamando a las asistencias. Alguien ha dicho que lo mejor es no moverla, que llamen a

una ambulancia y así se darán cuenta las autoridades de una vez por todas de que las

aceras no pueden estar así, con esos bordillos que no se distinguen, que ya son muchas

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las caídas y varias las ancianas que se han partido una cadera, y un día alguna se partirá

la crisma.

El tema prende en el corrillo mientras Matilde, arrodillada detrás de su tía, la

sujeta incorporada y aspira el olor de la laca. Matilde reza para que no se haya roto nada

su tía. Aspira el olor de la laca y piensa en la que se le puede venir encima. Pronto se

ven las luces amarillas giratorias del furgón medicalizado que se aproxima por la calle

de San Juan abriéndose camino con la sirena entre los paseantes. La tía Angelita

mantiene los ojos cerrados en todo el trajín de inmovilizarla y subirla a la camilla y

después al furgón. Ella se ve a sí misma con los ojos cerrados entre la gente asustada

que se pregunta si no habrá sido algo terrible. A ese mínimo placer dramático se le

suma, una vez dentro del furgón, las manos que le toman el pulso y el tacto suave de los

tubos del gotero, el casi gustirrinín de los preparativos antes de que le claven la aguja,

que incluso, en ese ambiente de absoluto protagonismo, tiene un punto de importancia

paralelo al dolor difuso de la cadera. La tía Angelita no mueve un músculo de la cara

cuando la aguja le entra por una de las venas gordas de la mano. De pronto se acuerda

de la última vez que le pusieron un gotero. La aguja tardó más en clavarse, y le dolió

mucho más. Hace ya tiempo de eso.

Muy al contrario de asustarse, la tía Angelita sosiega a Matilde, que está

nerviosísima, y le dice que no se preocupe de nada. En sus palabras hay olor de

santidad.

-Yo sólo rezo, hija mía, por no daros ningún quebradero de cabeza. Sólo lamento

quedarme privada en una silla por la extorsión que os iba a hacer a todos. ¿Llevas el

teléfono?

-Sí, tía.

-Pues llama a Paquita que estará muy preocupada.

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-¿Y ella qué sabe, tía? Déjala estar, ya se enterará.

-¡Ya se enterará, ya se enterará! ¡A ver si me van a tener que ingresar y me

quedo sola en la clínica!

-No digas eso, tía, por favor.

-Llama por lo menos al padre Feliciano.

-El padre Feliciano se ha ido a los ejercicios espirituales, tía.

-Ay, es verdad.

Las puertas de urgencias se abren y un aluvión de batas blancas sale al encuentro

de la tía, no todas juntas sino una detrás de otra. A la tía le produce un cierto alivio que

no la tengan en la sala de espera. Incluso descompone un poco el rictus para que no

quepa duda de que la tienen que pasar adentro inmediatamente. A la primera enfermera

que la atiende después del camillero la coge del brazo y le pregunta por don Gervasio.

Don Gervasio es su médico de confianza.

-Llamen a don Gervasio, dígale que doña Ángeles Moragriega está en urgencias.

Una médico joven trata de tranquilizarla, la reconoce y da órdenes para que le

sean renovados los goteros con medicación y sea conducida a la sala de rayos. Ya va

por el pasillo como una mártir Angelita cuando por detrás de ella un tumulto de

enfermeros adelanta su camilla a toda prisa y se mete en la sala de rayos. La tía Angelita

ve pasar entre los cuerpos y los tubos de los goteros un hombre joven con un rictus de

dolor y un débil gemido que llega nítido a los oídos de Angelita, quien de pronto piensa

que ese gemido no es español y recuerda el rostro atormentado que acaba de pasar ante

ella y decide que tampoco es un rostro español, y cuando los enfermeros retroceden otra

vez con su camilla a la sala de observación, un amplio pabellón con camas a los dos

lados, la tía Angelita empieza a ponerse de mal genio.

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-¿Y no había una habitación individual donde meterme? ¿Es que todavía no ha

venido don Gervasio? Y María Lourdes. María Lourdes es la jefa de todas las

enfermeras, que me lo dijo su tía Iluminada. Dile a María Lourdes que venga y me lleve

a una habitación individual. Mira ese tío, con el culo al aire. Esto parece la beneficencia.

Ponme por lo menos esos biombos, y descorre las cortinas. Virgen Santa, qué peste echa

ese tío. ¡Pues muy gordo tenía que ser lo que le pasaba al extranjero ese, porque desde

luego no hay derecho, que vienes al borde de la muerte y te dejan en la sala de espera!

La tía Angelita ha subido la voz y Matilde siente una profunda vergüenza.

-Tía, por favor, que nos están oyendo todos.

-¡Claro, si ni siquiera se puede hablar! Pues para esto, hija mía, me llevas

directamente a la Residencia del Padre Piquer y terminamos antes. Tú no te preocupes

que allí me darán una habitación individual y me cuidarán cuando me pase algo.

Matilde está escuchando lo que dicen al otro lado del biombo.

-Lo ha reventado –escucha. También escucha algo de unas obras en el Arrabal y

de un corrimiento de tierra. Ha desconectado por completo de lo que dice su tía.

-¿Pero es que no has llamado ni a tu marido siquiera, chica?

-Sí, tía, sí –reacciona Matilde-. Ahora llamo a todo el mundo.

“Se ha corrido una columna y lo ha reventado”, resuena en los oídos de Matilde

mientras busca en la agenda del teléfono el número de su marido.

Bernardo siente una vibración en el bolsillo izquierdo de los pantalones.

-Lo siento –dice a la mujer con quien está hablando-. Tengo que marcharme a

Teruel. Una tía mía está ingresada en el hospital.

Bernardo se azora un poco. La mujer, alta, de facciones muy afiladas y ojos

grandes y azules, muestra su preocupación con un leve frunce de labios.

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-Mañana podemos hablar de esto –dice Bernardo, y se mete la mano en el

bolsillo interior del Barbour-. Tome mi tarjeta. Llámeme si quiere a este teléfono. Es el

de la oficina. No suelo llevar el móvil, pero allí me localizará por la mañana.

Bernardo se arrepiente de lo que está diciendo casi al tiempo de decirlo,

conforme van saliendo las palabras. A su mujer le ha dicho que estaba en el Polígono,

cambiándole el aceite al jeep. En medio de su nerviosismo ha sido una respuesta

inteligente, piensa Bernardo, porque para volver de Alfambra a Teruel necesita por lo

menos veinte minutos, media hora para atravesar la ciudad y llegar al hospital, lo mismo

que pueden tardar en darle los mecánicos la factura del aceite.

Cuando llega a urgencias la tía ya está escayolada. Ya la han subido a planta,

habitación 218. Entre unas cosas y otras ha tardado en volver de Alfambra casi tres

cuartos de hora. Lloviznaba y del río estaba subiendo un banco de niebla. Ha tenido que

ir muy despacio. Pasillo adelante ya ve caras conocidas a la puerta de una habitación.

Julia está apoyada en la pared, mandando mensajes por el móvil, y el padre de Matilde

pasea con la cabeza baja. Bernardo está nervioso. Lo único que le preocupa es la cara

que pondrá Matilde.

-Lo siento –dice nada más entrar-. ¿Qué ha pasado?

-Nada –dice la tía Angelita, con los tubos del oxígeno en la nariz, porque dijo

que le faltaba el aire cuando se los quitaron en urgencias-. Ya no ha pasado nada. Ya ha

podido pasar todo. ¿Ya te han cambiado el aceite?

Matilde no quiere entrar en reyerta.

-Pues la cadera por tres sitios –dice, y no dice nada más, y su silencio

pespunteado por los suspiros de la tía Angelita se le agarra al estómago con una úlcera

culpable.

-Ya me quedo yo esta noche –acierta a decir Bernardo.

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-No digas tonterías –dice Matilde, que necesitaba una pequeña excusa para

condensar la ira y el miedo que la corroe.

La tía ya ha dispuesto los turnos de cenas porque vino Manolita que vive ahí en

la Avenida América también y les dijo que nada, que nada, que no fuesen a casa a

preparar cenas que ella lo preparaba todo, y más ahora que estaban a punto de venir los

primos de Valencia. Matilde está a punto de llorar. Su tía le ha hecho llamar al padre

Feliciano y a su amiga Iluminada y a todos los primos del pueblo. Matilde sale al pasillo

antes de que se le salten las lágrimas. Entra su padre, que se sienta junto a la madre de

Matilde, en la cabecera de la cama. Bernardo sale también al pasillo. A Matilde ya se le

han saltado las lágrimas.

-Y ahora qué hago –dice.

-Pues decirles a todos que se vuelvan a su casa o que se vayan a un hotel.

Matilde necesita un cigarrillo.

-No me refiero a eso –dice.

Julia está detrás de Matilde, con el móvil. Matilde no la ve, pero Bernardo sí. Le

cae un mechón de pelo en la cara y tiene un pie apoyado encima del otro.

-No pasa nada. Es una fractura.

-Bernardo -dice Matilde, mirándolo a los ojos-, yo no voy a cuidarla. Lo siento

mucho pero de ninguna manera voy a cuidarla. Me da lo mismo que me desherede o que

haga lo que le dé la gana, pero ella está pensando en instalarse en casa, y más vale que

se quede aquí unos cuantos días porque es una idea que no puedo soportar.

-¿Cuándo le darán el alta?

-Pues no lo sé, pero más de una semana no creo que la tengan. Es vieja pero está

como un roble.

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Por el pasillo asoma un cura con sotana seguido de una comitiva de ancianas con

pañuelos verdes anudados al cuello. El cura va mirando hacia arriba y tiene la boca

entre abierta, como el que está esperando llegar a territorio audible para decir lo que va

a decir. Detrás las mujeres abren mucho los ojos y se paran y se giran a responderse.

Pero por el otro lado un grupo de enfermeros que sostienen los goteros trasladan

la camilla del joven reventado rumbo a la UCI. Dos de ellos se adelantan y sin

demasiadas contemplaciones apartan a la gente y le piden que se meta en las

habitaciones. Matilde ve pasar al muchacho que llegó a urgencias al mismo tiempo que

ellas. Lleva la mirada perdida y una sonrisa involuntaria que nace de la flaccidez del

labio. Tiene rasgos eslavos, o rumanos, no sabe. Es como cuando una vez, de pequeña,

vio a un hombre enfermo del tétanos. Temblaba y parecía sonreír, y tenía las horas

contadas.

A Bernardo le da un vuelco el corazón. Tatiana Illínichna, la hija del anciano

que le regaló el conejo, la mujer con la que estaba hablando cuando lo llamó Matilde,

también tiene un marido que trabaja en las obras del Arrabal.

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7. El abrigo del campesino

Esther ha resuelto ya tres veces en su casa los problemas del examen, y el

resultado es siempre el mismo, el que le pasó aquel chico tan callado en un papel. Hace

poco que ha llegado a clase, vino a principios de octubre, es ruso y no se entera de nada.

El chico, que se llama Kolia, también vive en Alfambra, pero nunca va por el bar ni

pasea por la carretera. Alguna vez lo ha visto subirse en el autobús que los trae a Teruel

por las mañanas. El chico siempre se sienta detrás del todo, junto a la ventanilla, y baja

la cabeza. Suele llegar muy a punto a la parada, pero siempre se queda fumándose un

cigarro al otro lado de la carretera, junto a la estación en ruinas.

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Todo eso va a cambiar. Mañana por la mañana, cuando cojan el autobús, Esther

se va a sentar al lado de Kolia y le va a dar las gracias por pasarle los resultados del

examen, pero también le va a decir que no le hicieron falta, y que si le vuelve a pasar

una chuleta es posible que los suspendan a los dos, aunque a él parece que le da lo

mismo.

Esther se ha subido a su cuarto, al palomar que su padre lució y arregló el tejado

y puso calefacción para que subiese la chica a estudiar. El cuarto abuhardillado está

lleno de carteles de las películas de Tim Burton y algún otro suelto de grupos emo como

My Chemical Romance o 30 Seconds to Mars. A Esther no le gusta que la llamen

exactamente emo. Le gusta su estética pero detesta la ñoñez de grupos como Pannic at

the Disco. De los emos disfruta la tranquilidad y la pasión, las subidas y bajadas de las

canciones, ese aire de casa encantada que tienen los cantantes, su amor por lo viejo y su

aprecio por la naturaleza, pero no le gusta la tontería, que en los grupos góticos no es

tan empalagosa, aunque estos son más amigos de la violencia y del vicio. Los emos son

una mezcla de siniestros de toda la vida con los straight age, aquellos punkis de los 90

que no bebían, no se drogaban y no follaban si no era por amor, pero con peor gusto

musical si cabe y mucho más ñoños. Es, en general, lo que Esther se pone en el MP3 y

lo que escucha desde que sube al palomar hasta que baja a preparar la cena.

Esther elige su ropa para dar las gracias al extranjero mudo. Se va a presentar

como chica emo, entre post-harcore y pop-punk. Prepara sus vaqueros enormes a mitad

de culo y las bragas boxer con dibujos del horóscopo, la camiseta de presidiario y la

rebeca negra de gancho que heredó de su abuela y que ella adorna con rosarios

enroscados en las muñecas y mitones de blonda. Llevará las zapatillas viejas de

baloncesto y el muñequito vudú con cruces en los ojos para colgar en la mochila. Irá

con peinado de almohada, o bien lamido de vaca, ya lo pensará, pero se pintará de negro

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el cerco de los ojos y los labios de morado, y un aspa de genna en cada mano, a la

espera de que su padre le dé permiso para tatuarse un retrato de la maga Circe en la

paletilla. Le ha dicho que si aprueba este curso que se tatúe lo que le dé la gana, pero

que sea en un sitio donde no lo vea él.

A la mañana siguiente, Esther llega puntual al autobús. Kolia está junto al ribazo

de la estación antigua, y lleva una abrigo casi hasta los pies que en la mañana brumosa

de octubre parece el de un mariscal de campo de las guerras de Napoleón. Esther ve la

silueta de un abrigo y de un muchacho pálido junto a la ruina. Ya había decidido

sentarse con él en el autobús, pero esta imagen, y sobre todo ese abrigo, le dan las

fuerzas que pensó no tener mientras se vestía.

Esther se las arregla para subir la última, y recorre el pasillo apoyándose en los

asientos, detrás de Kolia, cuyo abrigo va tropezando en los reposabrazos. Es como de

paño entre gris y negro, y lleva un cuello de piel rizada, la piel del abrigo de piel de la

madre de Esther, que hace ya mucho que no se pone. Kolia se sienta y en el mismo

movimiento coloca su mochila bajo la cabeza, cruza las piernas, recoge el vuelo del

abrigo y cierra los ojos como si fuese a dormir. Sólo por un momento ve Esther, cuando

está poniendo la mochila como almohada, sus ojos profundos y azules, su mirada de

lobezno entre la nieve, su pelo muy rubio y muy fino, su tez pálida y los pómulos muy

rojos, como si se le hubiesen roto los capilares por el frío, o como si se hubiera puesto

colorado. Pero Esther no aguarda un solo instante. Lleva la colonia Gotta, la favorita de

los emos, y además es una decisión que hace muchas horas que tomó.

-Hola –dice Esther-. Me gusta mucho tu abrigo.

Kolia abre los ojos y se incorpora. Sólo ha entendido la palabra hola y la palabra

gusta. Supone que es por lo sucedido ayer en el examen, de modo que ensaya una media

sonrisa y menea la cabeza como quitándole importancia. Kolia no puede decir nada en

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español, pero aunque pudiera no sería capaz porque un estremecimiento general del

pericardio se lo impediría. No le saldría la voz y temblaría, aun callado trata de esconder

las manos bajo el abrigo por si ya han perdido el pulso. Ayer fue un arrebato de orgullo

el que le hizo demostrar a todos que no era idiota, que sabía matemáticas igual o más

que ellos, y Esther le recordaba a Luzmila, que lo vino a consolar cuando lo de su

hermano. Pero ahora Esther, vestida de ese modo, importante y atractiva, cuyo perfil

llevaba viendo Kolia en el autobús desde hacía ya unos cuantos días, es un ser de carne

y hueso pintado de negro que se dirige a él. Kolia no sabe qué decir. Habría hilado unos

cuantos sustantivos que se ha aprendido para salir del paso, pero de ningún modo podría

decir en castellano lo que siente, así que lo dice en ruso:

-Lo hice porque me caes bien –dice, y Esther no entiende una palabra, pero le

gusta el sonido y cierta sonrisa involuntaria cuando habla Kolia, como si de ningún

modo ese gesto pudiese haber sido una mala contestación.

-Me gusta tu abrigo –repite Esther. Le toca el faldón para que se dé cuenta, y

repite: a-bri-go.

-Ah, abrigo –dice Kolia, en ruso.

-Sí, eso será. Me gusta mucho.

Kolia le ha cogido el gusto y piensa incluso contarle en ruso por qué lleva ese

abrigo. Piensa decirle que gracias a ella, gracias a que a ella le gusta ese abrigo, el día le

ha salido bien. Ponérselo ha sido un acto de desobediencia. Es el abrigo de su abuelo, el

que su abuelo ha llevado en Siberia para salir al campo durante los últimos cincuenta o

sesenta años. Al padre de Kolia no le gusta que el abuelo vaya por ahí con prendas

folklóricas. “Cuélguese también si quiere un retrato de Lenin y vaya por las tardes al

café”, le dijo su padre. Pero su madre, que es la hija del abuelo, defendió el derecho de

su padre a vestir como le diese la gana, y entonces su padre entró en uno de esos

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enfados llenos de lloriqueos y desesperanzas que al final consiguen lo que quiere. Al

final su madre, harta de discutir por cualquier cosa cada día, le pidió a su padre que se

cambiara el abrigo de mujik por un plumífero negro que le compraron en el Aldi.

Tampoco habría sido capaz de explicar todo eso, ni siquiera en ruso. Kolia cogió

el abrigo de la percha de su abuelo y sin que nadie se enterase salió con él puesto esta

mañana. Su familia todavía no sabe que va a pasearse por el instituto Vega del Turia

con el abrigo de campesino siberiano de su abuelo. Cómo decirle a Esther que gracias a

ella no tiene sensación de culpa.

Esther ya no sabe qué más decir. Le hablaría en inglés, pero en inglés Esther

nunca pasa del cuatro setenta y cinco. Toda la puta vida estudiando inglés y ahora que

lo necesita resulta que no sabe decir nada. Ni siquiera sabe cómo coño se dice la palabra

abrigo. Pasan por Peralejos entre paredes calizas desmigajadas y los chopos amarillos

que asoman por encima de la niebla. El autobús huele a plástico frío.

Kolia lleva unos instantes decidido a decir algo. A decir gracias, que a él le sale

algo así como guerasias. Preferiría decirlo en inglés. Pero también le parece que su

inglés acartonado debe resultar ininteligible. Kolia aprendió mucho inglés por escrito y

ha escuchado miles de canciones y emisoras en habla inglesa, pero no lo ha practicado

nunca. En la escuela de Irkutsk todos los ejercicios eran por escrito. Para Kolia, hablar

inglés es como hablar latín. Aun así lo intenta.

-It’s my grandfather’s overcoat.

Esther piensa que Kolia sigue hablando en ruso. El muchacho habla con la boca

medio cerrada y es como si los labios se le enganchasen. Pero cuando Kolia dice thank

you, rebobina y se da cuenta y contesta.

-Mai neim is Esther –dice Esther, y se queda un instante parada y luego se

acerca a dar dos besos a Kolia, que apenas mueve los párpados mientras es besado.

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Kolia siente primero el cosquilleo de un mechón de pelo negro y el tacto del hilo del

auricular del MP3 antes de que su piel entre en contacto por primera vez con los labios

morados de Esther. Esther no sabe decir mucho más en inglés pero cree que ya tiene

controlada la situación porque Kolia se ha vuelto a poner colorado e intenta estirar todo

lo que puede esos labios, casi le ha salido una sonrisa. Así que no se da por vencida.

-Ai laik veri mach yuur, yuur, yuur…

-Overcoat.

-Eso, yur ovecóu.

Al pasar por Villalba Baja ya han hilado media docena de frases más. El hablar

de Kolia es sintáctica y léxicamente irreprochable, pero es como si hablase un

sintetizador, y quizá por eso Esther, para su asombro, lo entiende mejor que las listening

comprehension que les pone en clase Pilar Bravo. Kolia tiene bastante con sonreír y

entender lo que intenta decirle la chica, con que en ningún momento parezca todo lo

soso y callado que es. La chica no deja de sonreír y alarga cada palabra mientras se

acuerda de la siguiente.

-Ai am... lísen... music... emo. Ah, no, imo, no emo, imo, de imosional jarcore.

Du yu laik? –dice Esther, cuando están bajando ya por la carretera de Alcañiz, y le

ofrece a Kolia uno de sus auriculares para que se lo ponga. Kolia no ha oído esa música

en su vida. Suena como el reactor de la central que tenían en el pueblo, a veces se para y

otras estalla con gritos desaforados y acordes de rock duro, algo que a Kolia le suena

mucho más familiar. Pero no se trata de juzgarlos. Sólo lamenta no saber cómo se

llaman.

-Certy seconds tu Mars –dice Esther. Kolia no sabe si es el nombre del grupo o

su estilo musical, o el tiempo que les queda.

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Qué bien se siente Esther bajando al instituto por la calle del Salvador, vestida

de fiesta y con semejante abrigo a su lado. Quizá por el hecho de que viva en Alfambra,

Esther se ha sentido siempre en el instituto un poco desplazada. Cuando los otros

quedan por las tardes ella está en el pueblo con sus amigos. Hace un par de años, en 3º

de la ESO, una pija imbécil, Julita Villar, le preguntó si en su casa tenían vacas, y toda

la clase se echó a reír. Nadie le dio importancia, pero Esther fue asumiendo que la única

manera de reivindicarse era por medio de la diferencia. El primer día que se puso el

uniforme emo sintió que la respetaban más, y también que Julita Villar la despreciaba

sin disimulo. La estética emo realzaba su nariz larga y sus encías sonrosadas, su tez

pecotosa y pálida, y esa mata de pelo lacio que hasta los catorce años llevó recogido en

una larga coleta. Aquel peinado sí que resaltaba la nariz.

La presencia de Kolia, su imponente abrigo, tan romántico, su rostro extranjero,

su condición marginal hacen sentirse a Esther más dueña de su mundo y más diferente a

los pijos como Julia, que no sólo serían incapaces de vestirse como ella sino que jamás

irían por la calle con un inmigrante, ni siquiera lo saludarían ni mucho menos tratarían

de ser sus compañeros. La mañana húmeda llena los pulmones de Esther cuando baja

por la escalinata modernista como si estuviera rodando un vídeo musical de happy

punk. La sensación es tan gratificante que la llena por varios sitios. Se siente solidaria y

compañera de los débiles, se siente moderna y se siente más lista que Julia Villar.

Y la verdad es que Kolia no le ha parecido en ningún momento extranjero, a

pesar de que sea imposible entenderse con él. Sus gestos le son reconocibles, su cara es

verosímil, es cómodo andar a su lado y no hay prisa por hablar. Pueden ser amigos con

paciencia. A fin de cuentas son del mismo pueblo.

Kolia se deja llevar como un cordero con abrigo largo. El abrigo le da calor y si

ahora Esther desapareciese le daría un ataque de vergüenza. El abrigo lo ha hecho

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visible, como si al envolver su cuerpo transparente hubiera empezado a existir. Caminar

con Esther es como ir a clase con Luzmila. La pequeña estación de piedra de rodeno y

los castaños amarillentos que flanquean la escalinata son como bajar al jardín donde

pasean los vivos. Por primera vez le gusta la fachada curva del instituto, sus letras de

hierro y el túnel de acceso al patio. Es la primera vez, entrando con Esther, que las

pareces cobran cuerpo y los pasillos argumento. Hasta ahora se había sentido muy

cómodo en su aislamiento extremo, pero ahora es como si hubiera salido a la

intemperie. A pesar del calor que da el abrigo, por dentro se siente un poco frío, y por si

acaso camina con las manos en los bolsillos, como un general.

No ha hecho falta que se preguntasen nada. Los dos han ido a sentarse junto a la

ventana. Esther ha corrido su mesa ostentosamente para que Kolia pusiese al lado la

suya, y Kolia se ha comportado en todo momento como un operario de guardamuebles.

A Esther no le pasa por alto que, cuando el profesor de matemáticas entra en clase, a

escape se percata de la nueva situación, y pese a que no dice nada su forma de estar

serio parece agradablemente sorprendida.

Hoy tienen que decir qué trabajos piensan preparar para este trimestre. Esther

escribe notas en su inglés de cuatro setenta y cinco con las que intenta explicar a Kolia

lo que está diciendo Javier Santacruz. Notas como “We have to make a work”, o bien

“do you want make a work of a watch of sun?”, que Kolia lee y a las que asiente muy

serio con la cabeza, aunque no termina de entenderlas. A Esther le hace mucha gracia lo

obediente y lo majo que es este chico. Le hace gracia darse cuenta de que el otro no

sabe qué hacer para caerle bien, y mira sus manos sobre la mesa, recogidas como las de

un niño.

Esther está lanzadísima esta mañana. Ni siquiera espera a ver qué van a hacer los

otros. Ella es la primera que levanta la voz y lo dice.

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-Yo iba a hacerlo sobre el reloj analemático que hay en mi pueblo.

-Buena idea –dice Javier Santacruz-. A ver si descubres el fallo que tiene.

Javier Santacruz empieza su explicación sobre qué es un reloj analemático.

Cuando acaba, Esther se vuelve a lanzar.

-Lo vamos a hacer los dos –dice, señalando a Kolia.

Al profesor le parece muy bien. Daniel Salvador dice que él lo va a hacer sobre

el principio de Eulen con Sara Morales y José Antonio Lahoz. Alguno más responde y

se van estableciendo grupos de tres en tres. Laura Barrachina dice que como ella va a

estudiar arquitectura le gustaría medir el viaducto con fotos digitales. Se da por sentado

que María Eugenia Valterra y Julia Villar entran en el mismo grupo. Al final se quedan

sin grupo Manolo Perales y la Choni, los dos juntos son impares. Manolo Perales, con

ese buen conformar que tiene con todo, dice que por él no se preocupe porque no lo va a

hacer, y la Choni dice que bueno cuando Javier Santacruz le pregunta si quiere trabajar

sobre el reloj analemático. La Choni dice alemanático.

Todo el mundo se ríe menos Julia, que lleva la clase entera intentando decir

algo. La entrada triunfal de Esther y el rusito le ha dado una envidia rara. Qué de pronto

tan modernos, qué vidas tan libres. De modo que, siempre tan educada ella, levanta la

mano y Javier enseguida le hace caso.

-Si a Choni le da lo mismo, yo prefiero hacerlo sobre el reloj.

Javier Santacruz abre mucho los ojos y mira a Esther buscando su aprobación.

Esther se pone colorada y se encoge de hombros y dice que bueno. Luego, mientras

siguen buscándole acomodo a la Choni, Esther siente cómo el cuerpo se le vacía de

entusiasmo. Julia es la que mejor habla inglés de toda la clase. Su papá le paga todos los

veranos un colegio en Inglaterra.

Kolia sonríe. No se está enterando de nada.

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8. Recuerdos del sovjoz

A Mijaíl Denísovich Breshkovski todavía le tiemblan las manos. Viaja en una

furgoneta con algunos compañeros polacos y búlgaros que viven en Orrios. Ninguno vio

el accidente tan de cerca como él. En realidad pudo haberle pasado a él, que también

estaba desescombrando con una pala entre las columnas de ladrillo. Mijaíl todavía

escucha los ruidos del corrimiento, cómo se desplazó la casa entera. Columnas de barro

podrido iban quedando a la intemperie mientras los operarios sacaban cascotes arañados

por la excavadora. Fue entonces cuando un ruido seco, el primero, como un gigantesco

gozne que se abriera, como un robusto tronco que hubiera empezado a descuajarse,

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estremeció el corazón de Mijaíl, que observó estupefacto cómo nadie, aparte de los

operarios que estaban al lado, hacía demasiado caso. La casa estaba ya en el aire, como

si la hubieran posado en un suelo fangoso sobre cuatro patas delgadas. Un chico

rumano, Ilia, se había metido entre una de las columnas y la mediana de la casa

contigua. Mijaíl quiso avisarle, él, el único ruso de toda la obra, que todavía no ha

logrado entender una sola frase en español, y mucho menos en rumano. Recuerda la

cara de Ilia mirándolo como si tratase de entenderlo pero el sol estuviera dándole en la

cara. Mijaíl se acercó hasta él, pero poco después cayó una cortina de polvo delante del

chico rumano y un segundo ronquido de piedras y tierra, lo que sería una réplica en un

terremoto, hizo retroceder a Mijaíl. En medio del tumulto de cascotes y de gritos, por

debajo del susurro de las piedras, Mijaíl escuchó un sonido distinto que no tenía que ver

con ninguno otro y al mismo tiempo era el más nítido. Fue un leve crujido, el que surge

de chafar un saco de paja, justo antes del brevísimo alarido descompuesto que dejó salir

el muchacho. Hubo que sacar un poco de tierra para liberar a Ilia. Una pierna se le había

quedado entre la columna y el talud de tierra removida. Pero el hombre no gritaba.

Mijaíl estaba seguro de que no había sido solo el tobillo, él mismo trataba de disuadir a

quienes estiraban del tronco de Ilia para liberarlo. Ilia empleaba todas sus fuerzas en

respirar. Luego vino la ambulancia y se lo llevaron.

Estos días están desescombrando una casa vieja del Arrabal, el barrio que hay

debajo de los puentes paralelos. Ya por la mañana, mientras almorzaba un bocadillo de

rebollones fritos con el resto de compañeros, Mijaíl empezó a sentir esa congoja que

ahora, en la furgoneta, camino de Alfambra, casi no puede soportar. Todos llevan las

manos blancas de aljez y las uñas partidas, viajan en silencio pero de vez en cuando

alguno dice una frase. Por lo que oye al conductor, que es polaco y a Mijaíl le suena un

poco más familiar, más bien por el tono sombrío de sus frases, por sus meneos de

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cabeza y su rostro de lástima y resignación, Mijaíl supone que están hablando del

accidente, o de las medidas de seguridad, o de la necesidad de sindicarse. Si Mijaíl

supiese decir algo inteligible hablaría de la necesidad de sindicarse, del peligro terrible

que los acecha, de la necesidad de volver a la patria. Pero aquí nadie sabe ruso, ni Rusia

es la patria de nadie.

El miedo le está haciendo efecto. Apenas puede sujetar las manos, lleva una

desagradable opresión en el estómago. Por las curvas de Peralejos siente que se marea.

Necesita que lo dejen en el cruce de Alfambra y caminar hasta su casa, y cuando ya esté

fuera del pueblo pero aún no haya llegado a la masía, cuando nadie pueda verlo ni

escucharlo, gritar y desahogarse hasta que le dejen de temblar las manos. El instinto

defensivo le hace mascullar barbaridades contra su miserable destino y las ganas que

tiene de marcharse de este lugar inhóspito y regresar a su querida Rusia. “Si nos han de

matar como a bestias de carga, mejor que lo hagan en nuestra propia casa”, se dice una

y otra vez mientras ve pasar los chopos amarillos. No son abedules pero se parecen

mucho. Si solo mira el cuadro que delimita la ventanilla, si prescinde del coche donde

viaja y de los obreros que le acompañan, esos chopos podrían ser abedules, y las lomas

pardas se parecen a la estepa, y los rastrojos dejados crecer y los barbechos. Mijaíl se ha

negado a salir del cuadro transparente de la ventanilla y de su hogar en medio de la

nada. Sólo allí las cosas vuelven a estar en su sitio, y puede hablar y la vida de pronto

parece tener sentido. Pero ya son muchos meses de silencio absoluto fuera de su familia.

Acarrea cascotes en silencio y almuerza en el bar del Poli en silencio y viaja de regreso

en el silencio exhausto de sus compañeros. A veces, con la risa nerviosa de quien trata

de ser cínico consigo mismo, echa la culpa a su tatarabuelo Timoféi, desterrado a

Siberia antes de la Revolución, quien después de cumplir veinte años de castigo junto a

su mujer, que lo acompañaba en el exilio, ya nunca quiso volver a San Petersburgo. Eso

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es él, Mijaíl, el vástago de una especie desterrada. Pero en Siberia, al menos, todo el

mundo habla ruso.

La misma serie de broncos lamentos de siempre vuelve a encadenarse en su

cerebro: por qué nos teníamos que marchar, estábamos solo en una mala época, pronto

cambiarían las cosas, qué insensatez era esa de convertirse en ciudadanos europeos,

¿para qué?, somos rusos, no somos europeos, hemos soportado casi un siglo de

comunismo y ahora nos asustamos porque cierra una central lechera. Mijaíl ha bajado

del coche en el cruce de Alfambra y recorre a paso ligero el camino que le separa de la

Masía de los Cirujanos, la casa que tiene alquilada con su familia, a un par de verstas

del pueblo por la carretera de Camañas.

Pero tiene que pararse varias veces en el camino. Lleva el pecho oprimido,

aparentemente sólo berrea y da patadas a las piedras pero lleva el corazón en un puño.

Se siente capaz de defender cualquier causa, con ánimo para llegar a casa y ordenar a su

familia que haga las maletas antes de que una columna mal protegida lo aplaste

cualquier mañana. En Irkutsk no les iba bien, en la central lechera ya llevaban cuatro

meses sin cobrar, pero eran rusos.

Mijaíl piensa que todo es producto del pánico. Desde la tragedia de su hijo

Serguéi, Mijaíl siente la muerte como una compañera que observa nuestros pasos y

sonríe cuando se acerca una piedra en la que podemos tropezar. Mira hacia arriba

cuando pasa por esas calles tan estrechas que hay en Teruel, por si alguno de aquellos

vetustos tejados se le desploma en la cabeza. Sufre cuando viaja con sus compañeros en

la camioneta, la mayoría derrengados de trabajar, mientras cae la tarde y en la última luz

los faros del coche todavía no alumbran nada pero el camino ya es una sombra borrosa.

Un par de meses atrás, con las últimas tormentas del verano, recién instalados en Teruel,

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cada vez que descargaba una tronada Mijaíl tenía que hacer verdaderos esfuerzos para

que su hijo no lo viera temblar.

Lo primero que ve, a lo lejos, es la figura de su suegro Rodión Íllich sentado en

el poyete de la puerta, fumándose una pipa con su abrigo de mujik y su gorra de

bolchevique. Mijaíl detesta ese abrigo. Ya cuando se lo trajeron de la aldea para vivir

todos juntos en el pisito de Irkutsk, a Mijaíl le avergonzaba que su suegro se paseara por

las calles de la ciudad con ese abrigo de otros tiempos, esa prenda de siervo que ya

nadie quería llevar con orgullo. Precisamente era la prenda que los marcaba como

perdedores, como aquellos que después de la gran grieta se quedaron al lado de la

miseria. Todo el mundo la asociaba con los campesinos del sovjoz, con los guardas de

la central lechera, con los viejos que saludan a los tractoristas. Cualquiera sabía que era

un ejemplo más de cómo los ancianos eran arrancados de sus tierras y acababan su

existencia en un piso de treinta metros con paredes de papel.

Pero Mijaíl saluda lacónico al viejo y entra en casa. En la cocina, junto a la

ventana, Kolia está escribiendo sus ejercicios de castellano. Mijaíl se acerca, cuando

entra en casa se relaja. Le gusta el aroma del samovar y el sabor de una lata de kvass

bien fría. Mijaíl intenta ser amable. Su familia no tiene la culpa. El método de español

para extranjeros, un libro sobado y con la tapa rota que les prestó Irina Jaritovna, la otra

familia rusa que hay en Teruel, es como un pellizco en la conciencia de Mijaíl. Se

supone que ahora, después de haber visto cómo un compañero era aplastado por una

columna, debería él también ponerse a estudiar. Todos están aprendiendo castellano. Su

mujer es tan previsora que casi lo hablaba ya antes de salir de Irkutsk. Hasta el abuelo se

pasea por el pueblo y se ha echado un amigo de su edad que se llama Venón. El otro día

incluso lo llevaron a casa unos cazadores. Al abuelo le da lo mismo estar en Siberia que

en Alfambra. Se trajo una perra recién nacida debajo de ese abrigo mugriento hasta los

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pies y con ella pasa el día caminando por el monte. Si llegan a pillarlo le habrían

obligado a matarla en una frontera o se habrían llevado a la perra y a ellos los habrían

devuelto a Rusia o metido en la cárcel, pero nadie se enteró de nada hasta que llegaron a

Teruel.

Tatiana Illínichna sale de la cocina y se acerca para besar a Mijaíl Denísovich.

-¿Estás bien? –le dice, como si hubiese notado algo raro en el tacto de sus labios

o en su forma de mirarla.

Mijaíl no se ha sentado aún, como todas las tardes, frente a una televisión que no

entiende a beber su lata de kvass. Camina de un lado a otro, no deja de rascarse la nuca.

El abuelo entra y se sienta junto al samovar. Es un trasto de hierro que Rodión Íllich, el

padre de Tatiana Illínichna, fabricó nada más llegar a la masía con una estufa vieja que

se encontró en el corral. Cuando está en casa, el viejo no hace otra cosa que echar

palitos al fuego y tocar la tetera de porcelana para ver si quema. La casa entera podría

estar en la aldea de Plíshkino donde vivía el viejo, junto a la central lechera. Al lado de

los iconos hay sin embargo un calendario del que Mijaíl solo entiende los números.

Mijaíl toma aliento y cuenta lo sucedido en la obra. Tiene una sensación

contradictoria. De momento se ha limitado a exponer los hechos, pero necesita llegar a

las conclusiones: se está jugando la vida inútilmente, si llega a saber esto no sale de

Siberia, cuando una columna lo aplaste le darán a su viuda una propina y se olvidarán

de él. Tan sólo necesitaría una de las típicas frases de Tatiana, vamos a trabajar hasta

que acabe Kolia el instituto, para soltar toda la ira que se acumula entre sus sienes y las

presiona con la fuerza con que aquella columna presionó el cuerpo de su compañero.

Pero Tatiana no dice aquella frase perfecta, impermeable, irrebatible gracias a la

palabra Kolia, sino algo mucho más inesperado.

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-Me han ofrecido un trabajo en Teruel. Me ofrecen 700 euros y la comida. Puedo

ahorrarlo casi todo porque también me ofrecen alojamiento. Es para cuidar a una señora

que se acaba de partir una cadera. Pasaría todo el tiempo en su casa y me dan un día

libre.

-Tiene buena pinta –dice Mijaíl-. Esperemos que no te caiga el techo en la

cabeza. A mí van a matarme cualquier día y cobro menos dinero.

Mijaíl está más tranquilo. Ha sabido contener su ira, sus ganas de salir corriendo,

ese fatalismo que avanza en cosquilleos por los huesos y que tantas veces amenaza con

convertirlo en un monstruo malherido. Tatiana, sin embargo, lo mira entre sorprendida y

decepcionada.

-El trabajo es de interna. Os tendréis que hacer la comida.

Mijaíl reacciona.

-¿También estará prohibido que nos veamos todos los días, o que hablemos por

teléfono?

-No –dice Tatiana-. Sólo estará prohibido que vivamos juntos.

-Bueno, pues no lo cojas. Aquí en el campo se está bien. ¿Cuánto te pagan en el

ambulatorio?

-Cuatrocientos.

-No está mal –dice Mijaíl, que va a la nevera a por otra lata de kvass. Al abrirla

ve también asomar el papel con el precinto todavía puesto de la botella de vodka-. Con

eso y con las labores de intendencia puede equipararse a mi trabajo en la obra, ¿eh,

Rodión Íllich? Además, tú estás cuidando a tu padre y educando a tu hijo.

Mijaíl está francamente satisfecho. Ha sabido reconducir la situación. La sangre

todavía le hierve pero no se ha despeñado por la locura del miedo y de la angustia. Se ha

dado cuenta a tiempo de que Tatiana está pidiéndole que diga lo que está diciendo. Que

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no se meta interna con una vieja, que no permita que separe a la familia. Tatiana sigue

mirándolo de frente, con los ojos muy abiertos, mientras Mijaíl va diciendo sus frases

como si las estuviera buscando en el suelo.

-Déjalo así, Tatiana. Quédate en casa. Pronto dominarás el español y te saldrá un

trabajo de traductora.

Mijaíl lleva las manos enlazadas en la espalda y los dedos le bailotean. Kolia,

sentado en la mesa, junto a la ventana, reconoce la postura de su padre. La verdad es

que todos la reconocen, y quizá por eso el silencio es más denso que de costumbre. Pero

Mijaíl ha hecho un esfuerzo supremo y conseguido pasar por encima de los reproches

antes de arrojárselos a su familia como un poseído y abrir la nevera y sacar la botella de

vodka. Es muy importante ahora para Mijaíl, mientras Tatiana se mete otra vez en la

cocina y él abre su tercera lata de kvass, refrescar su mente con propósitos positivos.

Así decide que mañana, por ejemplo, no va a ir a trabajar. Pero también sabe que los

estridentes gallos españoles lo volverán a despertar a las cinco de la mañana y se

colocará la correa en el pecho, como los sirgadores del Volga. Al menos aquí pagan, no

como en la central lechera.

-Voy a aceptarlo –dice Tatiana Illínichna desde la cocina-. Kolia, por favor, pon

la mesa.

El muchacho cierra el libro, lo deja a un lado y se mete en la cocina. El anciano

Rodión mira el samovar. Mijaíl se siente tambalear por dentro. Creía que había ya

superado la crisis de ira. Hace un momento le seducía la idea de que Tatiana estuviera

encerrada con una vieja por 700 euros mientras él holgazaneaba buscando algún trabajo

más descansado, pero ahora que esa idea cobra cuerpo y parece evidente que Tatiana va

a aceptarlo, algún órgano no controlado de Mijaíl supura un agrio sabor a celos.

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-Da igual, Tatiana. Creo que me ha impresionado el accidente. He pasado miedo.

Últimamente no dejo de pasar miedo. Pero debemos estar juntos. Es mejor que sigas

estudiando castellano y pintando muñecas rusas para venderlas en el mercadillo. Es

mejor que sigas fregando el Ambulatorio Comarcal. Mañana terminan los

desescombros. Hoy mismo pondrán columnas nuevas para que no se caiga el edificio.

Tatiana deja salir muy lentamente la respiración y dice:

-Es una buena oportunidad. Seguramente allí también podré seguir pintando

muñecas y estudiando castellano. Todos los días tendré que salir de casa por alguna

razón. Podremos vernos a diario, Mijaíl Denísovich. Tú, en cambio, deberías quedarte

en el pueblo. Kolia y mi padre no necesitan ayuda. Mi padre sigue saliendo a cazar con

Rushka, cuida las gallinas y el huerto. Apenas gastamos en comida.

Los tres hombres se sientan a la mesa. Mijaíl no habla. La angustia degeneró

primero en ira y después en turbación, luego en celos y ahora, con tres kvass en el

estómago, en una paz desabrida. Frente a él tiene al abuelo, que lleva puesto el abrigo.

Todo ha pasado. Mañana, simplemente, no va a volver a la obra.

Tatiana pone entonces delante de Mijaíl un plato de rebollones fritos. Hasta

ahora Mijaíl había sido capaz de medir sus palabras, de no dejarse llevar por el

sarcasmo ni la desesperación, pero ahora, de pronto, inconteniblemente, es una troika de

caballos desbocados la que corre por su garganta.

-¡Tatiana Illínichna, estoy de rebollones hasta los huevos! –dice-.

-Los ha traído mi padre –contesta Tatiana.

-¡Ya sé que tu padre nos da de comer, no hace falta que me lo repitas!

-Mijaíl, déjalo.

-¡Ya sé que tu padre se pasea con ese abrigo de siervo y nos da de comer!

-Te pongo otra cosa.

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-¡No! ¡Dame rebollones! ¡Todos deberíamos llevar ese abrigo! ¡Podríamos

montar un puesto de souvenirs soviéticos! ¡Familia Breshkovski, recuerdos del sovjoz!

¡Cuélguese también si quiere un retrato de Lenin y vaya por las tardes al café!

Todos quedan callados. A Mijaíl Denísovich Breshkovski todavía le tiemblan las

manos. Ha sido como la réplica de un terremoto. Ha sido poco, pero ha sido. El abuelo,

que no quiere líos, se quita el abrigo.

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9. Viva los novios

A la tía Angelita ya le han puesto la prótesis en la cadera. Ha de andar desde el

primer día porque si no el médico dice que se encasquilla, pero aún deberá estar toda

esta semana en el hospital. Bernardo y Matilde han decidido tenerlo todo preparado para

que cuando salga de la clínica no sea extorsión para nadie. Bernardo no mintió, dijo que

un compañero de Fomento, Mingo, conocía a una extranjera con experiencia en cuidar

ancianas, una mujer, como se suele decir, con buenas referencias. Tan sólo había que

entrevistarse con ella a ver si nos cuadra o no nos cuadra, y si acaso, para que no se les

escapase, empezar a pagarle cuando antes, de modo que ya esté en casa cuando suelten

a la tía. Hubo también una pequeña discusión a propósito de la entrevista. ¿Qué se le

pregunta en estos casos? ¿Cómo saber que sabe cuidar ancianas, si nosotros ni nos

atreveríamos con ella?

-No te preocupes, Matilde –dijo Bernardo-. Yo me ocupo de todo. Si algo sale

mal, siempre me puedes echar las culpas.

Para Bernardo fue un alivio que Matilde dejara todo en sus manos. Había

conocido a Tatiana el mismo día que guisó el conejo con la excusa de hacerle un

obsequio al anciano mujik. Al final el conejo se lo comió el perro, pero al salir de casa,

cuando ya estaba metiendo las llaves en el jeep para volverse a Teruel, el anciano pasó

por la puerta con su hija y al reconocer a Bernardo se deshizo en parabienes y zalemas.

El hombre sólo decía palabras sueltas que Bernardo no estaba seguro de si estaban

dichas en ruso o en castellano, pero a la hija se la entendía perfectamente.

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Mingo llevaba razón. Era una imponente mujer de unos cuarenta años. Alta,

flamenca, guapetona. Nadie habló en aquel momento de cuidar ancianas. Tan sólo

rememoraron el encuentro en el monte y Bernardo preguntó si la perra estaba preñada.

El anciano dijo que era pronto aún para saberlo, y la hija lo tradujo. Bernardo estuvo

muy cohibido. Esperaba una mujer gorda, coloradota y con un pañuelo en la cabeza, de

estas que gesticulan mucho ante la cámara cuando las sacan en el telediario porque ha

habido una fuga radiactiva. Pero encontró una mujer pálida de rasgos muy marcados,

con los labios muy oscuros y una sombra morada en el contorno de los ojos. Bernardo

no tiene mucho arranque y no sabía muy bien qué decirles. La belleza le cohibía. Se

limitó a preguntarles qué tal les iba en el pueblo, y la mujer dijo que aún no lo sabía.

-Queremos arreglar papeles para natsionalidad, pero…

Y la mujer gesticuló un poco como las del telediario y negó con la cabeza

porque no encontraba las palabras. Es posible que si entonces Bernardo hubiera tenido

las manos quietas nada de lo que aquí se cuenta hubiera llegado a pasar. Tampoco

merece la pena juzgar por qué lo hizo, por qué se metió la mano en ese momento al

bolsillo interior del Barbour y sacó una tarjeta del Instituto Geográfico Nacional que él

mismo diseñó hace algún tiempo con su nombre y el número y la dirección de su oficina

en la Avenida de Sagunto. Las letras y los números están impresos sobre un fondo de

curvas de nivel, a Bernardo le pareció un detalle bonito. Hasta entonces había dado su

tarjeta en un congreso de cartografía y en la boda de la hermana de Pototo, que se casó

con un ingeniero de montes. Se la había dado también a un vendedor de guías de

senderismo que se pasó por la oficina, a Mingo, a Juan Antonio, un amigo cazador y

ecologista de Alfambra que forma parte del colectivo Sollavientos, y a nadie más.

Bernardo, más que tímido o reservado, es un poco güino. Selecciona los depositarios de

su tarjeta que pueden granjearle algún discreto beneficio, pero se cuida muy mucho, por

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ejemplo, de que circule por el edificio de Fomento, no le vayan a mandar faena, por

listo.

Es difícil saber si Bernardo se comportó entonces movido por los nervios, por no

saber qué decir, por coger una tarjeta del bolsillo como el que coge sin darse cuenta un

cigarrillo o un pañuelo con el que quitarse el sudor que le corre por las sienes, o si el

acto de sacar la tarjeta no fue más reflejo que el de su instinto desenfundador. Para

Bernardo, incluso, el movimiento instintivo no fue ni tímido ni depredador, sino

naturalmente solidario. Bernardo se ofreció a preguntar los pasos que tenía que dar

Tatiana Illínichna por la Administración, pero la verdad es que cuando se ofreció no

había sacado aún la tarjeta del bolsillo interior del Barbour.

Lo que verdaderamente desencadenó el acto reflejo fue la vibración del móvil

que Bernardo sintió en la ingle cuando estaba saludando a Tatiana Illínichna y a Rodión

Íllich, el viejo mujik. Era la llamada de Matilde. Bernardo se puso tan nervioso que las

manos le actuaron por su cuenta, como si el cuerpo hubiese adquirido comportamientos

oníricos mientras la mente se mantenía lúcida. Tampoco es para confundir las causas

con las culpas. Bastante tiene la pobre Matilde como para que encima le echemos las

culpas. Lo más seguro es que la culpa fuese del móvil.

El caso es que Matilde, la pobre, además de llamarlo por teléfono en el momento

más inoportuno, también ha puesto en sus manos el trabajo de seleccionar a una

extranjera que aguante día y noche a su tía Angelita. De modo que cuando, al día

siguiente de aquel encuentro en Alfambra, por la mañana temprano, nada más llegar

Bernardo a la oficina, Tatiana Illínichna llama por teléfono para decir que es su día libre

y puede bajar a Teruel a arreglar los papeles, las causas y las culpas y las tarjetas se

sustancian en que Tatiana puede pulsar el timbre del telefonillo en cualquier momento y

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eso perturba a Bernardo hasta el punto de que no es capaz de ponerse a trabajar en toda

la mañana.

Tras largas horas de angustia y de hacer el tonto, suena el timbre del telefonillo.

Son casi las tres de la tarde. Julia se ha ido con el instituto a visitar la Central

Hidroeléctrica del Carburo y después la Escuela de Capacitación Agraria de San Blas.

Irán andando y comerán en el río. Matilde se ha quedado a comer en la clínica porque su

madre le cambia el turno a las dos de la tarde, después de que Matilde haya intentado

dormir un poco por la mañana. Cuando Bernardo contesta por el interfono, no escucha

la voz de Tatiana sino la de Purificación, la limpiadora.

Bernardo no contaba con esta contingencia de última hora. No es en absoluto

recomendable mantener una entrevista con una mujer como Tatiana delante de

Purificación Peláez, obsesionada con reordenar la vida según el argumento de las

telenovelas y contarlo luego a todo el mundo. Por eso Bernardo hace lo de cualquier día,

finge que se le ha pasado la mañana volando, tira el lápiz encima del mapa, se recuesta

en la silla, pone las manos en el cogote y, mientras se despereza, saluda a Purificación

Peláez, Puri. Luego se pone el Barbour y sale a la calle. A esas horas todo el mundo está

comiendo. El edificio de Fomento ya está vacío. En el colegio de las Anejas que hay

enfrente ya no hay niños ni madres ni padres que esperan a los niños. Bernardo se queda

solo, el día está plomizo, hace un poco de cierzo, puede que llueva esta tarde.

Ya está a punto de marcharse cuando ve subir desde la fuente de Torán la figura

de Tatiana. Camina muy deprisa, con pasos algo caballunos, la tarjeta de Bernardo en

una mano y en la otra un portafolios que a Bernardo, a lo lejos, le parece anticuado,

como de eskay. Tatiana lleva un traje chaqueta gris con un anorak negro un dedo más

corto que la chaqueta. Desde la otra acera Bernardo piensa que Tatiana se ha vestido

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con la ropa de los domingos para bajar a Teruel. Matilde tiene un traje chaqueta

parecido, pero es de Dolce & Gabanna.

Tatiana se disculpa, va colorada de cruzar el puente a toda prisa. Ha estado toda

la mañana tratando de solucionar los papeles, quería dejarlo hoy todo arreglado pero al

final está como al principio. Bernardo tiene la sensación de que Tatiana está

disculpándose por no haber sabido solucionar las cosas sin necesidad de pedirayuda.

-La oficina está cerrada –dice Bernardo-. Si quiere podemos ir a algún sitio y me

enseña esos papeles.

Lo ha dicho tranquilo, otra vez dueño de la situación. Hace mucho la hora y el

que no haya nadie por ninguna parte, de modo que caminan juntos sin que Bernardo

tenga decidido dónde. De momento no cruza de acera porque en el Pegaso seguro que

está Mingo tomándose la última copa, antes de irse a comer. También pasa de largo el

hotel Oriente, donde de vez en cuando se dejan caer los maridos de las amigas de

Matilde, y el bar Los Amantes y el Café Central y el Mudéjar, llenos de hombres

conocidos que cogen sitio para echar el guiñote, ni tampoco la cafetería de Muñoz, llena

de mujeres conocidas que cogen sitio para echar el cortado descafeinado de máquina.

Hablan de vaguedades, de formalidades previas, del día, del tiempo, del frío de

Teruel y el frío de Siberia, de su anciano padre. Bernardo se deja ir hasta que tuercen

por la avenida de Aragón y decide entrar con Tatiana Illínichna en el Rincón del

Cazador, un lugar donde no van las amigas de Matilde ni sus maridos ni sus hijos ni sus

amistades. Es un bar grande, de olor característico, un poco fétido, olor de mugre

detenida en las muescas de las mesas de madera, olor de millones de farias y miles de

hombres que jugaron al guiñote. Dentro hay un restaurante bastante apañado, los días

que se queda solo Bernardo suele ir allí. Dan bien de comer y no hay gente conocida.

Los clientes son aves de paso, especies de otro ecosistema. No tiene nada de particular

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que invite a comer a una persona a la que va a resolver unos asuntos y proponerle un

trabajo, pero él se ha puesto la venda antes de la herida. Si Tatiana Illínichna fuese

como esas mujeres del telediario que agitan los brazos y tienen el rostro curtido de

trabajar en una central lechera postsoviética las cosas serían algo distintas. Pero Tatiana

es, a ojos de Bernardo, una mujer muy llamativa, una mujer bandera, podríamos decir.

El comedor está hoy dividido en dos. Hay una mitad llena de mesas donde

comen los clientes del menú, y la otra mitad está formada por una mesa larga corrida

con el servicio puesto para una celebración. Bernardo iba buscando discreción y se ha

metido en una boda, pero ya han pedido los macarrones con tomate y el sanjacobo. Los

invitados no han llegado aún. Tatiana lleva debajo de la chaqueta una camisa blanca.

Bernardo calcula sin querer, mientras coge las vinajeras, el volumen de su pecho.

Pero Bernardo no es grosero ni da pasos en falso. Ha adoptado una postura de

seriedad cordial. Ha decidido parapetarse en la educación extrema. No quiere que se le

escapen sonrisas ni torcimientos de boca que en un momento dado pudieran

malinterpretarse por parte de Tatiana o de cualquiera otro de los comensales o

camareros o invitados de la mini boda. Además, si no fuese porque Tatiana es

inmigrante, se sentiría un poco acomplejado, avergonzado de haber llevado a semejante

tía a un local de diez euros el menú y una boda cutre de acompañamiento. Pero la va a

contratar para un trabajo de 700 euros. Es como si eso equilibrara un poco las cosas. En

cualquier otro restaurante de Teruel se sentiría más incómodo, más observado.

Tatiana habla con firmeza, la barbilla alta y los ojos bien abiertos. A Bernardo le

sorprende lo bien que habla el castellano. Tiene un acento un poco tieso, como si

hablase de memoria.

-En la nueva Ley de la Memoria Histórica dice que los brigadistas extranjeros

que lucharon a favor de la República tienen derecho a la nacionalidad española –dice

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Tatiana Illínichna-. Yo no quiero nada que no me corresponda. No quiero nada que no

diga la ley, pero quiero todo lo que la ley me ofrezca. Yo no sé si la nacionalidad

española de mi padre puede hacer que nosotros seamos no ya ciudadanos españoles,

sino miembros de la Comunidad Económica Europea, con libertad para trabajar, por

ejemplo, en Polonia, porque una hermana mía vive allí, pero no como rusos sino como

europeos. Y yo sólo quiero saberlo. Sólo quiero que me informen, pero no lo consigo.

Han empezado a llegar los invitados a la boda. Sólo ha llegado la mesa

presidencial, por cuanto son los que ocupan los cuatro puestos de la cabecera de la

mesa, los de los novios y los de los padrinos. La chica es una muchacha de aspecto

sudamericano. Va acompañada por otra chica que se le parece bastante, algo más alta

que ella pero también de rasgos andinos, y también parece andina la señora mayor que

se sienta en un extremo de la cabecera. El novio es un hombre de cuarenta y tantos años,

alto y colorado, un hombre de cualquier pueblo de la provincia que se dedica a las

labores del campo. Tras ellos llegan dos jóvenes y un niño. Bernardo ve a los novios por

detrás del rostro de Tatiana, un poco desenfocados.

-Yo voy a llamar a un amigo abogado para que me explique el modo de agilizar

los trámites –dice Bernardo, que se ha dejado la mitad de los macarrones. Conforme

escuchaba hablar a Tatiana se estaba arrepintiendo de no haberla llevado a comer a La

Menta, su restaurante favorito, aunque estuviese allí comiendo la familia entera de

María Dolores. Se arrepiente porque sus miedos y sus secretas intenciones se han

fundido en un mismo tono admirativo. Le agrada comer con una mujer tan interesante,

querría dar lo mejor de sí mismo. No se siente atraído ni furtivo sino encantado y a

disposición de lo que Tatiana Illínichna le quiera mandar. Por supuesto que ha dejado

atrás la idea de contratar a Tatiana para que sepa lo desagradables que podemos llegar a

ser los españoles. Le interesa mucho más que le cuente en qué batalla estuvo su padre,

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se frota las manos de pensar que puede remover archivos o adelantar pesquisas para

algo más interesante y más útil de lo que hace todas las mañanas y casi todas las tardes

de su vida.

-Es que mi padre no habla mucho de esto. También estuvo en Leningrado y en

Smolensk y en un montón de sitios más. Él tenía dieciocho o diecinueve años. A veces

dice cosas, pero…

-Pero tiene documentación que lo acredite.

-Sí sí sí. Tengo un certificado de ejército ruso que allí dice que luchó con general

Stern en frente de Teruel –Tatiana, de pronto, había empezado a comerse alguna que

otra palabra.

-Pero necesitará una traducción jurada. ¿Tiene copias? Déme una. De la

traducción me encargo yo, no se preocupe. Mañana por la mañana preguntaré a un

compañero que trabaja en Extranjería y a un amigo que es fiscal. Teruel lo bueno que

tiene es eso –dice Bernardo, mientras trata de comerse el sanjacobo.

La boda sigue sin invitados. La presidencia lleva una hora impertérrita y sin

dirigirse la palabra, la silla del novio está vacía, los jóvenes se han comido los

panecillos y se han bebido el vino. Un niño aburrido cruza su mirada con la de

Bernardo. Un camarero empieza a sacarles el cóctel de gambas. Bernardo sale al baño.

De pronto, enfrascado como estaba en la Segunda Guerra Mundial, se le ha olvidado

comprobar si lleva el móvil bloqueado.

Bernardo sale al bar y allí ve al novio, hablando por el móvil, agitando los

brazos y pasándose la mano por el pelo.

-¡Pero venga, hombre, venir, joder, venir, que ya está la comida en la mesa, no

me hagáis esto, pero hostia, pero me cago en la puta, pero, pero…!

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Bernardo escucha los gritos del novio viejo mientras mea. Cuando sale del baño,

el novio ha dejado de hablar. Está acodado en la barra, se ha quitado la corbata y está

refregándose la cara con la palma de la mano. Al camarero le pide un cubalibre. Uno de

los escasos invitados a la boda triste sale entonces del comedor. El novio termina el

lingotazo y sale a despedirlo. “¿Has comido bien?”, le pregunta el novio, y le dice adiós.

De vuelta a la mesa, Bernardo se encuentra con que hay una gran fuente de

langostinos entre los dos platos con restos de sanjacobo. Tatiana no los ha tocado.

Bernardo la ve que sonríe y se ruboriza un poco. Tiene los dientes grandes, un poco

estragados por los partos, por el poco hierro que deja que el tiempo devore las encías. A

Matilde le pasó lo mismo, pero Matilde se reconstruyó la encía. También, en las

junturas de los dientes de Tatiana, quedan rastros de nicotina. Matilde también fumaba,

pero se blanqueó la dentadura.

-Dice camarero que han sobrao –dice Tatiana, en esa mezcla de sintaxis

encorsetada y pronunciación popular que usan los extranjeros cuando van a otro país a

trabajar, y señala la mesa vacía que tiene a su espalda, la mesa presidencial, que sigue,

más que atónita, impertérrita, como conteniendo la respiración para que no se apague la

llamita de dignidad que todavía los alumbra.

Bernardo coge un langostino con los dedos y celebra la situación. Toda la mitad

del restaurante de mesas individuales está comiendo langostinos. Todos miran la mesa

desangelada y la hierática presidencia. Unos se ríen y otros disimulan, pero todo el

mundo se está poniendo tibio de langostinos. Tatiana coge otro, lo pela con sumo

cuidado. Sus uñas rojas no muy largas se meten bajo la cáscara del langostino con

delicadeza. Pero sólo come uno. Su parlamento aún no ha terminado.

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-Igual es mucho pedir, pero me haría usted un gran favor si conociese a alguien

que precisa señora para cuidar a personas mayores. Ahora mismo tengo trabajo en el

Ambulatorio de Alfambra, pero estoy buscando algo un poco mejor pagado.

Tatiana ha vuelto a hablar con exquisita corrección, sin imperfecciones ni

vulgarismos, como si también se lo supiese de memoria, o hubiese ya pronunciado esta

mañana la misma frase unas cuantas veces. Bernardo tiene ganas de gritar viva los

novios, es lo mínimo que se merecen.

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10. Ninfas del Carburo

Julia se está poniendo negra. La clase de primero de Bachillerato A, con el

profesor Javier Santacruz, ha salido de excursión por el camino de la Guea. Han visitado

la Escuela de Capacitación Agraria de San Blas y, ya de vuelta, entrarán a ver la Central

Hidroeléctrica del Carburo. También va con ellos la profesora de Comunicación

Audiovisual, Aurora Cruzado, que va a aprovechar la excursión para que los alumnos

saquen fotos del otoño y aprendan después a retocarlas con el Photoshop. Todos tenían

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que traerse la cámara, tirar fotos que no fuesen chorradas, y captar, como dijo la

profesora, la esencia del otoño en una foto. Ahora el campo está precioso, algunos

chopos ya están desnudos. A lo largo del río corre un tapiz de ramas encrespadas que se

difuminan entre el gris claro de la corteza y el gris oscuro del cielo.

Le podía haber pedido a su padre el equipo de fotografía, el maletín de plástico

negro donde guarda los teleobjetivos, pero Julia se decidió por la cámara compacta de

bolsillo, que se lleva colgada de la muñeca y no hace falta enfocar ni nada. No es que a

Julia no le guste la fotografía (de hecho es ella la que elige las fotos que Bernardo envía

luego a los concursos de la Sociedad Fotográfica Turolense) sino que le parecía mal

llevarse la supercámara de su padre. Se estaba imaginando que María Eugenia se traería

un pedazo de cámara con un teleobjetivo de dos palmos, y que luego estaría toda la

excursión diciendo que le pesa mucho y colgándosela del hombro a Manolo Perales.

Hoy María Eugenia ha estado más comedida y sólo se ha traído la cámara pero

no el teleobjetivo. Todo el mundo sabe que es la cámara más cara, pero casi todos llevan

cámaras buenas que tienen poco que envidiar. En ese terreno María Eugenia tenía poco

margen. Pero Laurita Villar no. Laurita es lo más. Laurita, nada más salir del instituto,

cuando estaban todavía cruzando las vías del tren, sacó su flamante iPhone, áifon, como

dice ella, que se lo acaba de regalar su prima Almudena. Y ha sido como si se hubiese

llevado la play-station. Uno por uno, Laurita se lo ha ido enseñando a todo el mundo,

por si querían jugar, o pone la música a tope o de pronto se baja una teleserie mientras

camina entre las hojas secas junto al río. Aurora le pide por favor que sólo lo utilice para

las fotos.

Julia va naturalmente con ellas dos. Son su grupo, las tres pijas de Primero A,

gente que tiene buena relación con el resto de la clase pero siempre las tres juntas,

nunca con chicos como los de clase, con esa voz aguda y nasal de María Eugenia. Julia

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va con ellas pero con la excusa de la fotografía se ha retrasado bastante. Camina con la

cabeza baja y hace fotos a los pájaros, pero en realidad lo que quería era un buen punto

de observación. Aparte de alejarse un poco de las pesadas de sus amigas, que llevan

diciendo tonterías desde por la mañana, quiere saber si Esther y el ruso hablan o solo

van juntos, si ya son amigos o están enrollados o solo son los dos alumnos marginales

que se han juntado, algo así como la pareja que forman Manolo Perales y la Choni, que

se ha traído una cámara de usar y tirar. Quiere saber Julia si ese chico tan delgado deja

de ser una esfinge cuando tiene amigos. Quiere verlo sonreír, ver si sonríe.

El otro día, en clase de Javier Santacruz, Julia se apuntó con ellos para el trabajo

del reloj analemático de Alfambra pero todavía no han hablado. Es como si no se diesen

por enterados. Esther no ha venido a decirle qué hacemos, cómo nos organizamos, y

ella, Julia, tampoco les ha preguntado nada. Desde que los dos van de un emo subido,

ella con los ojos góticos y él con ese abrigo de excombatiente, a Julia le da corte hablar

con ellos, o sea ser ella la primera que dé ese paso. Esther puede pensar que va a

quitarle al ruso, o que ahora le ha dado por ser moderna, o incluso que se quiere mofar

de ellos como más de una vez, desde tercero de la ESO, Julia se ha mofado de Esther.

Lo de las vacas, lo de preguntar un día en medio de la clase si en Alfambra tenían vacas,

con la juerga que se montó y lo mal que lo pasó la chica, le salió sin querer. Julia es así

de inocente a veces. Julia no quiso llamarla paleta ni nada de eso, pero claro, si dices

una tontería sin querer y María Eugenia estalla en una carcajada tan escandalosa, y toda

la clase se parte de risa después, pues entonces es normal. Y luego, además, un par de

veces, como entre ellas había ya mal rollo, algunos comentarios de Julia es posible que

también hayan podido ofenderla. Una vez, en Conocimiento del Medio, el profesor

estaba explicando el sistema hidrológico de la comarca de Teruel y, cuando dijo

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Alfambra, a Julia, sin querer, le salió Alfambrá, y María Eugenia se partió de risa. Por

eso no se ha llevado la cámara estupenda de su padre, para no ofenderla sin querer.

El grupo de estudiantes camina desperdigado por los márgenes del río. Huele a

rastrojos quemados, a hojas podridas y a melsa de pescar cangrejos. A la izquierda del

camino se extienden los bancales de maíz segado, las hojas largas grises retorcidas en

las cañas, los ribazos con yerbas de color de humo. A la derecha, la ribera cuajada de

sargas y nogueras, la playeta de arenas muy rojas, el cauce turbio. Los alumnos tiran

fotos a las cucharetas o a los pescadores que dejan caer los reteles con cuidado. Buscan

composiciones de hojarascas y troncos partidos.

Esther y el ruso no están en lo que están. Julia ve cómo en vez de ir buscando

encuadres bonitos y juegos de luz, en vez de mirar la cámara para ajustar el diafragma,

están tirando las fotos de cualquier manera. Se van pasando una cámara de bolsillo y

tiran fotos sin mirar, a lo que salga, y celebran ese no hacer lo que se debe que a Julia

también la está poniendo negra. Están disfrutando. Ella, Esther, está encantada, eso se

ve clarísimamente. Se ve en la manera de escuchar cuando el otro habla, siempre con

esa sonrisa boba, y se ve también en que cuando ella habla se apasiona mucho y a veces

se acerca y lo coge del brazo y miran con las cabezas muy juntas la pantalla digital de

ella y la cámara pequeña de él.

Laurita se ha puesto un vídeo de James Blunt en el iPhone. Javier Santacruz, que

va pastoreando al grupo, le llama la atención, y Julia se rebota con ella.

-¡A ver si dejas de montar el numerito de una vez! –le dice Julia a Laurita

cuando Javier Santacruz ha vuelto a la cabecera de la excursión. Laurita finge que se

enfada y dice que le duelen los pies.

Pero Julia ha aprovechado el roce para adelantarse unos metros. La verdad es

que lo hace un poco complicado, porque se mete a la derecha del camino en un bancal

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con intenciones de salir otra vez al camino después de un recodo que gira otra vez a la

derecha, y cuando está a mitad, sacándole fotos a las masías que divisan en las crestas

de las lomas, se da cuenta de que se ha metido en un campo recién labrado. Las

zapatillas se le hunden y se le meten grumos y esquirlas en los calcetines. Conforme

trata de salir al camino pisa por el barro y el estiércol, pero al final, después de saltar

una acequia con todo el lecho recién quemado, y de tiznarse las manos y las rodillas,

sale al camino unos metros antes que Esther y el ruso, que vienen por detrás, tirando

fotos sin apuntar.

Julia se queda parada sacando una foto de la masía de Artigot, que parece un

castillo con paredes de yeso blanco, y termina de hacerla cuando Esther y el ruso ya

están a su altura. Julia, entonce, se lanza:

-A ver si quedamos para el trabajo...

-¿Qué trabajo? –contesta Esther, entre seca y despistada.

-El del reloj analemático.

-Ah... –dice Esther, que vuelve a mirar una foto que ha tirado mientras hablaba

Julia.

Es el momento para Julia de decir: “oye, si no quieres que haga contigo el

trabajo lo dices y en paz”, o bien “oye, yo a ti qué te he hecho, si se puede saber”, pero

Julia sabe que cualquier respuesta normal obra en favor de Esther, que la está

provocando al tirar más fotos mientras ella habla.

-¿Cuándo vais a ir a verlo? –pregunta Julia.

-No sé –responde Esther, con una sonrisa de otra gracia, con la sonrisa de ver la

pantalla de su cámara, no de oír lo que ha dicho Esther-. Nosotros es que vivimos en el

pueblo, podemos ir en cualquier momento.

-Yo también puedo ir cuando sea. Yo también tengo casa en el pueblo.

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Ese también ha sido excesivo. Ha sido como lo de las vacas del pueblo y como

lo de Alfambrá, ha sido como el lo dices y en paz o el yo a ti qué te he hecho. Pero

Esther para estas cosas es un poco tímida. Aun en circunstancias tan favorables, le

cuesta un mundo mandar a alguien a la mierda. No es convicción ni urbanidad. Es que

le da mucho apuro. Sin embargo, no está dispuesta a dejar así como así que Julia se

meta en el grupo. No es que quiera estar a solas con Kolia, sino que teme que las salidas

de tono de Julia puedan ofenderlo y llevarlo de rebote a enemistarse con ella. Las dos

están como en el juego del pañuelo. Las dos esperan que sea la otra la que se merezca

una mala contestación.

-El trabajo lo tenemos ya casi hecho. Es que en la página web de mi pueblo está

colgada toda la información.

-Pero Javier dijo que teníais que comprobarlo porque había un fallo. Podemos ir

allí y comprobarlo –dice Julia.

Esther no tiene muchas más excusas. Kolia está sacándoles fotos desde muy

cerca y sin mirar por el visor con su máquina pequeña. Julia se da cuenta de que es una

máquina como la que tenía su tía Angelita, una especie de petaca negra con los bordes

de metal y un objetivo en medio. Su padre la guarda en el estudio, con otras antiguallas

de la fotografía. Julia se vuelve a Kolia y le dice, con su mejor sonrisa, la más fresca, la

más clara:

-¡Qué camara tan chula!

Kolia no está seguro de haber entendido bien, casi por instinto se vuelve a

Esther, a que se lo traduzca. Pero Esther vacila y se queda callada. Se queda con los ojos

muy abiertos y callada. Y Julia, entonces, remata el punto:

-¡What a nice cam!

Kolia entiende y sonríe. Luego se la ofrece a Julia.

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-¿Do you want to try?

El único contacto que Kolia ha tenido antes con Julia fue un día, en clase de

Historia, que él estaba leyendo un cuento de Léskov en ruso por encima del libro de

texto y casi no podía evitar la risa. Se había dejado caer el flequillo y llevaba las manos

en la frente, como haciéndose visera. Pero Julia lo vio leer. Cuando terminó la clase,

Julia se acercó hasta él y le preguntó qué leía, con su mejor sonrisa. Kolia sólo vio una

chica de piel bronceada y melena rubia cogida con una diadema que le preguntaba algo.

Ahora, por fin, la había entendido.

Julia coge la cámara y apunta a Kolia.

-Tienes que apuntar a la altura de la cadera y sin mirar por el visor –dice Esther.

Están parados entre dos nogueras enormes que flanquean el camino. Julia no ha

entendido. Los alumnos pasan a su lado. Y también pasan Laurita y María Eugenia.

-¡Uy qué cámara, Julia, cómo mola! ¡Es la cámara de los Alcántara total! –dice

María Eugenia.

Quienes la han oído, casi todos, se echan a reír.

-Míralo, pero si es verdad, es monísima. Es de irse a Benidorm con el

Seiscientos de mi abuelo. ¿Es tuya?

María Eugenia va a manosear la cámara pero Julia se la devuelve a Kolia.

-¡Pero si es del ruso! ¡Pues entonces es la cámara de los Alcantarovich!

¡Crónicas de un pueblo de la estepa siberiana!

Julia estrangularía allí mismo a su amiga, despedazaría su cuerpo y se lo echaría

a las truchas en ese mismo momento, pero es Javier Santacruz, que iba cerrando el

grupo, el que llega hasta ellos y reconduce la conversación.

-¡Una Lomo! ¡Pero si es una Lomo! ¿Es tuya, Nikolái?

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Las voces de Javier Santacruz han llamado la atención de algunos chicos del

grupo, que pronto se arremolinan en torno a su cabeza explicativa.

-Esto es una joya, chicos. Es una cámara soviética de principios de los 80. Los

militares rusos se la copiaron al ejército japonés. En los últimos años de la era

comunista todo el mundo la tenía en su casa. Luego se dejaron de fabricar, pero

entonces las descubrieron en la parte occidental de Europa y se pusieron de moda. Son

muy curiosas. Sacan los bordes negros y los colores muy saturados. Puedes hacer fotos

en movimiento, no hay que enfocar... Salen fotos muy espontáneas, como en los carteles

de cine antiguos. Y hay millones de fans de las Lomo. Organizan lomoembajadas, se

juntan en un sitio y disparan a todo lo que se mueve, y luego encuentras verdaderas

obras de arte. Mira, Laura, esta cámara te gustaría. Tú que estás siempre con las fotos

del móvil, con esta te ibas a divertir. Aquí lo importante es acercarse mucho y no

encuadrar.

-Esa me tengo que comprar yo –dice la Choni.

-Pues aún ahora son difíciles de conseguir –interviene Aurora, que los mira con

las manos en la espalda y la barbilla levantada-. Creo que Putin ha vuelto a fabricarlas,

¿no, Nikolái? A ver si así bajan un poco de precio por lo menos...

Julia ha estado traduciendo simultáneamente al inglés la explicación de Javier

Santacruz y la pregunta de Aurora Cruzado. Se ha puesto al lado de Kolia y en voz baja

se lo ha traducido todo como las traductoras de los grandes dignatarios cuando los

entrevistan en el telediario. Esther espera unos pasos más allá. Laura Villar, que no se

ha tomado muy bien las palabras del profesor, también se retira un poco, muy seria, y se

pone a mirar su iPhone.

Cuando el grupo se disuelve, Julia y Nikolái siguen hablando en inglés. Esther,

al lado de ellos, apenas los entiende.

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-Bueno, chicos, vamos a meternos por aquí para llegar al Carburo –dice Aurora.

Atardece. Los profesores alertan del sumo cuidado con el que hay que manejarse

entre las ruinas. El Carburo es una especie de tobogán de cemento podrido que

desciende hasta el camino, pero que en su parte superior, oculto entre un bosque de

ailantos, conserva una estructura de principios del XX verdaderamente singular.

Ha habido que dar un rodeo. El grupo tiene que subir hasta las casas del Jorgito,

descender por un barranco lleno de basuras y trepar con cuidado entre los restos de unas

escaleras anegados por las zarzas, hasta que llegan al puente y a la maquinaria que abre

las compuertas, tres grandes ruedas de hierro cuyos dientes ya se han fundido con el

engranaje donde los dejaron clavados la última vez.

Delante iba Esther, y detrás, hablando en inglés, Julia y Nikolái. Ahora Nikolái

está explicándole a Julia el funcionamiento de un reloj analemático. Desde arriba se ven

hilos verdes del agua que discurre todavía por la rampa. Después van bajando con

precaución junto a un talud desmigajado hasta un hermoso bosque de columnas

diagonales, cada una de cuyas muchas perspectivas es una impactante composición de

líneas curvas y grietas enmohecidas.

-Mirad –dice Javier Santacruz-. Hasta los túneles de los desagües tienen bóveda

de catenaria.

La garita de la máquinas está sostenida por un juego de contrafuertes curvos que

conservan el aire de cuento de los cimborrios modernistas, como son, en los tebeos, esos

templos de aire precolombino, escondidos en la selva, cuyas ventanas parecen los ojos

de una calavera por donde salen y entran las culebras. Esther ve ahora cómo todos

callan para escuchar las explicaciones de Aurora. Las perspectivas rectas, las que cruzan

el edificio, componen juegos concéntricos de líneas cuya belleza, según Aurora,

contrasta con el albañal en que se pudren. Los muros de cemento siguen descarnándose,

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los enrejados a flor de piel están ya medio derretidos por el óxido, hay goteras

permanentes que pandean la pileta, incluso las barras finas de hierro por las que pasaba

el agua para cribarla de ramas están juntándose unas con otras, y el moho y el orín les

crecen como si estuvieran vivas.

El grupo se dispersa para buscar su foto. Julia y Nikolái están jugando con la

Lomo. Esther busca sólo a Nikolái, pero es difícil que Julia no aparezca por delante.

James Blunt suena en el iPhone de Laurita. Esther cosigue sacarle una foto a Kolia entre

varias filas de columnas que forman otros tantos arcos invertidos, cada uno con la

abertura más estrecha. A Esther le hace gracia. Kolia y su kaftán ruso a las puertas de

una inmensa vagina de cemento gris por cuyos labios corren gotas de agua detenida.

Julia ha desaparecido del cuadro. Esther tira la foto, y va a tirar una segunda pero

escucha la voz de Julia, que habla en español.

-Déjame la cámara, Esther. Ponte con Kolia, que os voy a sacar una foto.

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11. Ven, mujer

-Y ahora dice que no quiere estudiar derecho ni opositar a notarías ni nada. ¡Si por

lo menos se quedase a estudiar psicología...! Falta le haría aquí a su madre, que, en fin,

para qué hablar, padre Florencio, para qué hablar. ¡Ay, Virgen del Perpetuo Socorro!

-¡Pero si era una criatura tan buena y tan formal! ¿Verdad, Iluminada? ¡Que me

acuerdo yo que venía por la parroquia con esas trenzas rubias como el sol y la guitarra

que era más grande que ella! Pero tú no te preocupes, Angelita. ¡Castillos más grandes

han caído! Lo que pasa es que los jóvenes, ahora...

-Ahora y siempre. Porque mira su madre, que cada vez que me acuerdo me entran

ganas de llorar. Mira que he ido siempre con ella que no le faltase de nada, y chorrea

que te chorrea, que si ahora el viaje a Londres de la niña, que si después resulta que ha

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salido un teléfono moderno. Pues nada. Ahora, nada. El otro día vino a verme porque la

obligaron sus padres (porque si no no viene) y le dije ¿quiéres que la tía te compre el

teléfono ese nuevo que le han comprado a Laurita Villar? Y no te creas que se escoscó

en decir pues mira no, tía, ahora no que no lo necesito. ¡De eso nada! Dice yo no llevo

teléfonos tan caros. Anda, ahíjatela. A buenas horas, mangas verdes. ¡Pues me lo podría

haber dicho antes, que me habría excusado tres o cuatro teléfonos móviles! ¿Quieres

una almojábana, Iluminada, que me las han traído esta mañana del horno de Santa

Cristina?

-Ay pues sí.

-Ay pues mira, yo también.

-¡Tatiana! Ay, padre Florencio, yo me estoy consumiendo. Nunca sé lo que hace, ni

dónde está, ni si está fregando o está llamando a Rusia por teléfono a escondidas. La

llamo y no viene. Me trae una comida que será la comida que comían en la Unión

Soviética, porque madre mía, yo no sé dónde mete el dinero que le damos para que vaya

al supermercado. Mi sobrina dice que le trae todas las facturas, pero es que ayer me

siento a comer, padre, ¡y me pone un plato de remolacha! Dice que es que en su pueblo

era un plato especial. ¡¡Tatiana!! Menos mal que venís a hacerme compañía, porque yo,

yo...

-Venga, Angelita, venga, vamos a hacernos al ánimo. Otras cosas peores nos

mandará el señor.

-¿Peor que esta? ¡¡¡Tatiana!!! Ah, ya estás aquí. Trae las almojábanas que has

comprado esta mañana. ¡Y no las toques con las manos! Es que hay que decírselo todo,

padre, absolutamente todo. Es que el otro día me asomo por la cocina, eh, Iluminada,

que tú sabes que yo soy en la cocina una mujer muy pulcra, y me la veo pelando los

langostinos con las uñas. ¡Ay qué asco, por favor! Mira, me acuerdo y es que me dan

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arcadas. Coger una almojabana, ya verás qué ricas están. Esperemos que no le haya

echado eneldo, ¿a esto no le has echado eneldo, verdad que no? Porque es que oye,

como tenga con el dinero la mano tan larga que tiene con el eneldo, esta me despluma.

Trae un poco más de leche también, que se ha quedado fría. Ya te puedes retirar.

-Pues eso no es nada, porque Asun me contó el otro día (que estuvimos en el vivero

a ver si habían salido las flores de Todos los Santos), me contó que la rumana que tiene

ella le mete a un hijo pequeño en casa y todo. Con el achaque de que no había escuela o

no sé qué, allí que le metió al zagal.

-No, no nos mire así, don Florencio, que no hay derecho. Iluminada tiene razón. Les

das la mano y te cogen el pie. Vienen aquí porque en su país pasan necesidad y

enseguida te reclaman el oro y el moro. Lo que decía el otro día María Dolores, la hija

de Alejandro Mechón, sí, chica, Iluminada, ¿estás tonta o qué? ¿Alejandro el que se

casó con Catalina, la hija de los Marín? Pues una hija suya, esa que está casada con

Remigio, que estaba de muchacho en Sindicatos y ahora lo han hecho presidente de los

empresarios.

-Ah, ya caigo. La hermana de Paulita, la ginecóloga del hospital.

-La mujer del candidato del PP.

-Eso, padre, tiene usted razón, así nos habríamos aclarado antes. Pues eso, lo que

decía María Dolores, que lo estábamos hablando que coincidimos el domingo en misa.

Me decía: Angelita (ella me llama siempre Angelita, tenemos mucha confianza), lo que

no puede ser es que porque seas inmigrante, por eso de que estás en el paro, te unten

todo los meses un sueldazo y mientras tanto nosotros los nacionales aquí, sufriendo la

crisis económica. ¡Esta leche está hervida! ¡Te he dicho caliente, no hervida! Mírala,

trae por lo menos una cucharilla que le quite la nata. Ay, padre, ¡me siento tan

impotente!

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-No seas así, mujer. Lo que pasa es que tú has sido siempre muy activa y ahora pues

claro, se te llevan los demonios.

-No diga eso, padre.

-Mujer, es un decir. Pero tú, Angelita, tú siempre tienes que pensar en positivo. No

centres tu pensamiento en lo doloroso de la situación. Piensa que, en el fondo, estás

haciendo una buena obra.

-¡Estaría bueno, con setecientos y pico euros y la seguridad social pagada, que

encima se me quejase!

-Ha sonado el timbre, ¿verdad, Iluminada? ¡Tatiana! Mírala, ya ha abierto sin venir

antes a preguntar. Un día me meterá aquí a cualquiera de esos que viven por la calle y

yo qué sé lo que va a pasar. Ah, es Matilde. Tatiana, te he dicho mil veces que antes de

abrir preguntes.

-Hola, don Florencio. Cómo estás, Iluminada.

-Hola, Matilde, maja. Pues aquí estoy, con mis achaques y mis cosas, pero qué le

vamos a hacer.

-Pues mira, ahora mismo estábamos hablando de Julita. Estará hecha ya una

mocetona. ¡Hace ya que no la veo...!

-Con dieciséis años para diecisiete, pues imagínese, don Florencio.

-No tenemos que dejar que la juventud pierda su esencia.

-No la pierde, padre, no. Usted no se preocupe que la juventud no pierde su esencia.

-Anda, Matilde, hazme el favor, mira a ver las facturas de esta tía, que yo no lo veo

nada claro, porque aquí no como más que remolacha, como las mulas.

-No te preocupes, tía. Vamos a la cocina, Tatiana, y me enseñas las facturas.

-Eso, y dile de paso cómo se friega el techo, que esta parece que no ha fregado un

techo en su vida. ¡Ay, Dios mío, padre, qué pruebas nos manda el Señor! Y yo que ya

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estoy viendo que me voy a quedar privada en una silla de ruedas, porque esta prótesis, el

médico dirá lo que quiera, pero a mí se me encasquilla. Y esta chica, Matilde, por

mucho que tú te empeñes a mí no me sabe llevar. ¡Ay, no sé yo lo que va a ser esto!

-Vamos a la cocina, Tatiana.

-Tira, hija, tira. Mira a ver qué me está haciendo...

...

-Ven, Tatiana, entra, cierra la puerta, anda, que no nos oigan. Lo del techo ni en

broma, ¿eh, Tatiana? ¡Pero ni en broma! Tienes que tener un poco de paciencia. En el

fondo no es mala. Ya verás cómo en el fondo no es mala.

-No se preocupe. Sólo hace que hablar y hablar. Pero yo no le puse remolacha sola,

le puse un grosz.

-¿Un qué?

-Un grosz. Es en Rusia como aquí el cocido.

-Seguro que está riquísimo. Tú no te preocupes por eso. Déjala que lo suelte todo

por la boca. ¿Ha venido Bernardo esta mañana?

-No. Bueno, si no ha venido cuando yo bajé a comprar el pan...

-¿Y ayer vino?

-Tampoco.

-Es que dijo que iba a venir...

-Las facturas son estas. Ha venido también el recibo del Ocaso.

-¿Tienes fuego? Me voy a fumar un cigarro contigo. Lo había vuelto a dejar, pero es

que... ¿Y cuándo vino entonces?

-Esta mañana. He dejado el recibo en la consolita.

-No, me refiero a Bernardo.

-Bernardo no ha venido por aquí. Yo no lo he visto.

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-Pero sí que te dio los papeles de la nacionalidad, ¿no?

-No. Me los trajo usted.

-Ay, es verdad, qué tonta. Perdona, Tatiana, es que llevo un día horroroso. Qué digo

un día. Es que Bernardo, como se lleva tan mal con mi tía, pues yo casi prefiero que no

venga, ¿sabes? Por eso te pregunto. Venga, vamos a hacernos un café. Yo lo hago. ¿Qué

tal va lo de la nacionalidad?

-Estamos esperando la traducción jurada.

-Bueno, ya sabes que las cosas de palacio van despacio… ¿Te gusta esta cocina? A

mí me encanta. Yo hacía de pequeña los deberes aquí, en esta silla, al lado de esta

ventana. Había un hule con las provincias de España. Y esta imagen. Este paseo del

Óvalo era antes más bonito. Entonces había unos árboles enormes que en verano te

entraban por las ventanas. Aquí paraban los autobuses, y yo me pasaba las horas

muertas mirando subir y bajar a los viajeros, aquí, sentada en la mesa. Luego me

sentaba en la silla y ya sólo veía el Pinar, y aquel edificio. Aquel, ¿lo ves?

-Sí.

-Es una residencia para niños con problemas. De pequeña me pasaba las horas

mirándola. Luego, cuando estaba embarazada de Julia, fue una verdadera pesadilla. Ya

ves, qué boba, y eso que me hicieron la miocentesis. Yo me puse hace poco nueva la

cocina en casa y no me gusta nada. ¿Y sabes por qué no me gusta? Por que a mí la

cocina que me gusta es esta. Mis padres vivieron aquí hasta que murió mi abuelo y mi

tía se quedó con el piso. Me siento aquí y estoy como en mi casa. ¿Cuántas cucharadas

de azúcar quieres?

-Ninguna, gracias. Así está bien.

-¿Cómo está tu marido?

-Bien. Buscando trabajo.

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-¿Y el chico aquel del accidente?

-Está en el hospital. Pero está muy mal.

-Vaya, lo siento. ¿Erais amigos suyos?

-Bueno, fuimos a verlo algunas veces.

-Tengo que decirle a Bernardo que mire a ver si encuentra algo por ahí para tu

marido. ¿Y tu hijo?

-Bien, al principio no quería nada de la escuela, pero ahora ya habla más español.

-¿Lo ves mucho?

-Sí, a veces puedo salir a la compra a las once, cuando sale al recreo. Él sube por la

escalinata y me espera en el súper. Otras veces, si yo no puedo salir, se sienta en un

banco y yo puedo verlo desde esa silla que está usted sentada.

-No me llames de usted, Tatiana, por favor.

-Bueno.

-Deja, deja las tazas, Tatiana, ya recogeré yo. Tatiana... Escucha. ¿Tú...? ¿Te gusta

leer?

-¡Sí, claro!

-¿Y tienes tiempo para leer aquí?

-Sí. Por las mañanas, mientras su, digo, tu tía escucha la radio. En todo ese rato

nunca me manda nada.

-¿Y te gusta Dostoievsky?

-¡A todos los rusos nos gusta Dostoievsky! ¡Dostoievski es el alma rusa! ¿A ti

también te gusta?

-Sí, bueno. Por casa hay varios libros suyos. ¿Y música, qué música te gusta? Me

refiero a qué música rusa te gusta.

-¡Es que hay mucha...!

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-Sí, pero tu favorita, la que tú más..., no sé, la más especial para ti.

-Me gusta mucho Schedrín. Es un compositor que...

-¿Cómo se escribe? Toma, Tatiana, escríbemelo en este papel.

-Bueno, el alfabeto latino no lo domino mucho y...

-¡Joder!

-¿Te ocurre algo, Matilde?

-No, nada, es que se me había olvidado una cosa.

-¿Estás bien, Matilde? Te has puesto pálida.

-Sí, estoy bien, no te preocupes. Es que, no sé, me vienen unos calores... Estoy un

poco pachucha últimamente.

-¿Quieres un poquito de kvass, que es muy fortaleciente?

-Tatiana, ¿tú estás segura de que Bernardo no ha venido por aquí?

-No..., de verdad que no ha venido.

-¿Me estás diciendo la verdad? O sea, quiero decir, es que mi tía me dice que no

viene a verla y yo de ella no me fío y entonces... Da igual. ¿Cuál es el libro de

Dostoievky que más te gusta?

-Uf, ¡son todos tan buenos! Pues... Quién sabe. El idiota, sí. Esa es la que más me

gusta. Es de un hombre que... Pero Matilde, ¿por qué lloras? ¿Te he dicho algo...?

-Nada, nada...

-¿Te preparo un té? Oh, pero...¿Pero qué ha pasado? ¿He dicho algo? ¿Pero por qué

lloras así?

-...

-Ven, mujer. Ven conmigo, llora aquí, así, así no te oirán.

-Perdona, Tatiana.

-Sssssss. Tranquila, tranquila.

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-Ya está. Ven, límpiate los ojos. ¿Pero...? ¿Pero he dicho algo yo?

-No eres tú, Tatiana, no eres tú. Es que... Yo debía estar aquí, en tu lugar, haciendo

esto, escuchando a Federico Jiménez Losantos, poniéndole las almojábanas al cura, yo

qué se... Debería soportar a mi tía, pagarle por todo lo que ha hecho por nosotros, por

todo el dinero adelantado, ¿sabes? Pero no podía, no podía. Y Dios me ha castigado.

-¿Y eso qué tiene que ver con Dostoievski?

-Espera, que viene alguien. Dame ese pañuelo.

-¡Mira qué bien estáis aquí las dos tomando un cafecico!

-Pasa, Iluminada, pasa.

-Me vengo aquí un ratico que es que la va a confesar don Florencio a tu tía. No te

levantes, hija mía, no te levantes, que yo me siento aquí en este taburetico. Ay, por

Dios, qué paz. Tatiana, hijica mía, te estás ganando el cielo, corazón. Yo vengo todos

los ratos que puedo pero es que Matilde está que no hay Cristo que la baraje. Y esta

pobre muchacha, ay, Dios mío de mi vida, lo que tendrás que oír por esa boca. Tú,

Tatiana, hija mía, haz lo mismo que yo. Tú como el que oye llover, que luego todos se

olvidan de lo que han dicho pero al que lo ha oído se le queda aquí dentro clavado. Ay,

hijas mías, qué descanso. ¿Te queda un poco de café?

-Bueno, señoras, yo ya me iba...

-Uy, padre, ¿pero ya ha terminado?

-Sí, Iluminada, sí. ¿Cómo quieres que tenga pecados Angelita, si no sale de casa?

¡Uy qué bien huele ese café!

-¡¡¡Tatiana!!!

-Tira, tira, Tatiana, mira a ver lo que quiere, que yo me tomo este cafecico y me voy

enseguida, que tengo cosas que hacer en la parroquia.

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12. ¿Y eso qué tiene que ver con

Dostoievski?

Matilde se tira a la piscina. Le gusta, a esas horas de la mañana, antes de que

vengan los grupos de ancianos para el cursillo, nadar unos largos ella sola. En verano

apenas nada. En verano, cuando se baja con Julia a la Moratilla, se limitan a tomar el sol

o a charlar a la sombra de los plátanos con Virginia o con Remedios Villar o con alguna

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amiga. Pero ahora ya han cerrado las piscinas. Julia y sus amigas tomarán apuntes en el

instituto, Virginia y Remedios habrán pedido en el Espresso un cortado descafeinado de

máquina, y su marido, Bernardo, está en la oficina del Instituto Geográfico. Antes de

entrar en la piscina cubierta del Pinilla Matilde llamó a Bernardo a la oficina, para ver si

estaba. ¿Se tomarán ahora apuntes en el instituto?, piensa Matilde, y es el último

pensamiento que le pasa por la mente antes de que su cuerpo se sumerja en el agua.

Y allí dentro del agua su mente se enfría como una sartén bajo el grifo, casi

puede oír el chisporroteo de los pensamientos, que suceden al murmullo de los primeros

bañistas y se zambullen en el rumor blando del agua, ese sonido de sordos, plano, suave

y sin matices que a Matilde le parece como la música de las placentas. Esto es lo que

escuchamos cuando fuera no hay nada que escuchar, cuando nuestra intervención en el

mundo cesa y se nos abre una tregua porque de nada más nos podríamos enterar hasta

dentro de unas horas. No es la misma sensación que tiene cuando Bernardo deja el libro

en la mesita y apaga la luz. Entonces la cabeza le estalla, lo repasa todo y los más

absurdos detalles, de tanto pensar en ellos, cobran consistencia narrativa, y la torturan.

Pero aquí dentro del agua el ritmo de los brazos impide que se cuelen los pensamientos.

Pensar altera el ritmo de los brazos. Pensar cansa. Por eso Matilde suele tararear alguna

cancioncilla monótona, a veces sólo una estrofa o un fragmento de melodía, algo que se

repite con la cadencia de las brazadas y con la expulsión del aire cuando, al acabar el

largo, se agarra al bordillo y hace veinte respiraciones antes de continuar.

Otras veces esto funciona, pero ni toda el agua de la piscina puede ahora enfriar

su mente, entre otras razones porque la cancioncilla que lleva pegada a los oídos desde

hace unos días son los gorgoritos de una soprano, una cosa un poco rara, gritos como

salvajes en una ópera clásica, que Bernardo estaba escuchando ayer. Esta misma

mañana, mientras terminaban de desayunar, cuando Bernardo aún estaba en la ducha, se

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ha puesto los auriculares del MP3 de Bernardo y la loca esa ha vuelto a salir a toda

castaña.

Eso ha sido ya el colmo. Bernardo lleva unos días ajeno a todo. Está como sin

estar. Matilde se siente cohibida porque los comentarios habituales en las comidas y en

las cenas, los episodios de la vida cotidiana que Matilde saca a la conversación, lo que

le ha pasado esta mañana con Virginia mientras tomaba café en el Espresso, por

ejemplo, a Bernardo le importan un pimiento. No hace ni puto caso y Matilde no se

siente legitimada para reprocharle falta de atención porque sospecha que quizá no la

merece. Tanto Bernardo como Julia prefieren ver los Simpson antes de escucharla a

ella. Es previsible, irrelevante. Soy previsible, irrelevante, previsible, irrelevante, va

nadando Matilde y cierra los ojos cuando saca la boca para respirar.

Sus sospechas empezaron el día en que Bernardo dejó de leer por las noches a

Benito Pérez Galdós. De pronto se puso a leer un libraco que a Matilde, cuando pasaba

el polvo, le llamaba la atención por el título, El don apacible. Una noche, mientras se

estaba desnudando, le preguntó de qué iba. Bernardo no levantó la vista del libro y dijo:

“de cosacos”, como si esa fuera la mínima formulación posible para quitársela de

encima. Matilde trata de recordar si esa contestación fue antes o después de que su tía se

partiese la cadera. Este dato es muy importante, porque si no no se lo explica. No es

probable que Bernardo conociera a la rusa antes de que la tía se partiese la cadera. ¿Y

por qué no es probable? ¿Acaso no lleva Bernardo saliendo a cazar todos los domingos

desde que se abrió la veda, y todos los domingos iba a Alfambra? ¿Había conocido a

Tatiana antes o después de decirle a Matilde que la había conocido? Cuando su amigo

Mingo, ese borrachuzo con el que también a veces va a cazar, le dijo que tenía buenas

referencias de una mujer que vivía en Alfambra, ¿había empezado ya Bernardo a leer

Guerra y paz? ¿Había ya en casa discos de Mussorgski, de Shostakóvich o de Schedrín?

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¡Pero cómo va a ser una coincidencia que le diese por la literatura rusa antes de conocer

a una rusa! Matilde está muy cansada. No lleva el ritmo en ningún momento, le cuesta

un mundo llegar a la otra orilla, su cuerpo no se desliza en el agua, tiene que arrastrarlo

dando brazadas que parecen manotazos y agitando mucho los pies con las piernas

descontroladas.

Porque, además, se diría que Bernardo vive dentro de esos libros tan gordos que

lee últimamente. Fuera de ellos no se le escuchan dos frases seguidas. Parece que se los

lleva puestos cuando sale de casa. El sábado quedaron unos cuantos matrimonios a

cenar algo de picoteo en el Poli y estaban echando por la tele el Osasuna-Sporting de

Gijón, y en el lado de los hombres todos estaban con la cabeza levantada mirando la tele

como sapos y Bernardo tenía la mirada plácida y perdida. No le importa ni el Sporting

de Gijón. Por las noches ya no se pone en los auriculares el Larguero sino esa música

estridente rusa. Por las noches, cuando Matilde se desnuda, ve que el semblante de

absorto lector le va cambiando y que jamás desparrama la vista. Con El don apacible

era el semblante de un niño que se abotona mucho el pijama y se hunde en las

almohadas para leer una novela de aventuras. Luego, cuando empezó Guerra y paz, su

cara ya era de admiración madura. Matilde está segurísima de que aquella mirada de

entrega absoluta sólo podía producirse en los fragmentos que hablan de Natacha.

Matilde no ha leído Guerra y paz pero lo ha visto en una serie por televisión en la que

Natacha era la protagonista y salía siempre. Alguna vez ha pensado que le gustaría que

mirase su cuerpo en esos momentos con la misma mezcla de admiración y de placer, de

respeto y de deseo con que Bernardo miraba las páginas de Guerra y paz.

Hasta entonces Matilde no había notado nada raro, pero es que Bernardo cogió

después Los hermanos Karamázov, y se le puso entonces una cara mientras lee que ya

no se le ha quitado y que a Matilde la saca de sus casillas. A veces se siente incluso

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avergonzada de desnudarse delante de él mientras lee, aunque no la esté mirando. Es

como si Bernardo mirase algún desastre irreversible, como si se regodease con el

espectáculo de una derrota. A Matilde le parece la media sonrisa cínica y los ojos

encendidos de quienes ya no creen en nada y viven con un constante rictus de estar

dándose cuenta de que el mundo es una mierda. En ocasiones, incluso, le parece una

mirada salaz, como un regodeo en el fango, tumbadazo en las almohadas,

despechorrado, con un pie fuera y las sábanas revueltas, como si estuviera enfermo de

tuberculosis o llevase años sin salir de la cama, y en su retiro voluntario se diese cuenta

en cada instante de que el mundo es absurdo, de que no hay nada que merezca la pena.

Eso ya sí sucedió después de contratar a Tatiana. Bernardo siguió comprando

libros y discos de autores rusos, pero esa cara era ya la habitual y siempre tenía puesto

lo mismo en el MP3 y en el tocadiscos del salón cuando no se iba a Alfambra a dar una

vuelta al perro, embutido en unos cascos enormes y con un tomo de Dostoievski entre

las manos, los gritos desatados, los gorgoritos silvestres de una ópera de Schedrín que

compró por internet.

Lo de ir a Alfambra tantas tardes no la preocupa mucho porque Tatiana está

interna en casa de su tía y su tía la controla mucho, pero a este paso se va a terminar las

obras completas de Dostoievski y va a rayar el disco de Schedrín, y lo peor es que ese

rostro cínico que le marcaba la cara como una cicatriz de desilusión se ha ido

convirtiendo, casi de un día para otro, en una mirada mucho más parecida a la que tenía

cuando estaba leyendo Guerra y paz. No tiene explicación que esté leyendo un tochazo

que se titula El idiota y ponga cara de amor, y se haya vuelto a colocar bien en la cama,

como si quisiera estar presentable para las páginas, no para Matilde, los cambios de

cuyo rostro no han merecido el más mínimo comentario por parte de Bernardo.

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Y Matilde se machaca todas las mañanas en la piscina cubierta y por las tardes

va al gimnasio de la avenida de Sagunto, y ve los cuerpos de sus amigas y cree que ella,

por el momento, aún se ha salvado del derrumbamiento general, todavía no tiene que

elegir entre la cara y el culo. Las cremas todavía mantienen lo que algunas de sus

amigas ya sólo consiguen con inyecciones de bottox en las arrugas. Virginia se lo pone

todo. Pero Matilde no pasa de la crema, del de vez en cuando. Si su marido deja en paz

una noche a Dostoievski y salen a cenar por ahí, una loción de botulina sí, pero más no.

Por eso se sacrifica todas las mañanas en la piscina, hasta que le duelen los brazos,

además de la cabeza, y se tiene que salir.

Nada más dejar el vestuario, con la cabeza mojada, Matilde llama a Bernardo al

teléfono de la oficina, y a su tía. Tatiana ha sido una buena adquisición. Es admirable la

entereza con que la trajina. Es como si hubiese decidido dejar que la tía Angelita intente

por todos los medios ponerla nerviosa, hasta que se le terminen los recursos. Pero su tía

tiene muchos recursos. Todo el mundo sin embargo está muy contento con Tatiana, de

modo que cantaría demasiado quejarse de ella o pedirle a Bernardo que buscase otra. Lo

mejor de todo es que, mientras esté con la tía, es casi imposible que Bernardo pueda

verla.

Tatiana no tiene necesidad de bottox. Estos rusos tienen un cutis tan fino como

resistente. Las dos serán de la misma edad, y Tatiana lleva las encías muy estropeadas, y

le cuelga un poquitín de papada cuando dice que sí a algo y los párpados los tiene más

oscuros y arrugados que los de Matilde. Patas de gallo, las mismas. Pero hay una

naturalidad en los rasgos de Tatiana, una lozanía de crema hidratante monda y lironda

que Matilde no ve en ella ni mucho menos en Virginia, que se lo pone todo.

De camino a casa va pensando en ello. Mira esa mujer, se dice, ha perdido un

hijo y se ha marchado al otro lado del mundo. Ha trabajado a la intemperie, sabe

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ordeñar las vacas. Pero también es culta y ha aprendido castellano a una velocidad casi

increíble. Hace un par de años, como se aburría por las mañanas, Matilde se apuntó a un

curso de inglés pero aquello era más lento que aprender latín, y lo fue dejando y lo

abandonó. Pero a esta mujer sólo ha habido que corregirle que, como escucha todas las

mañanas a Jiménez Losantos con la tía Angelita, empezó a no pronunciar la erre bien.

Matilde se lo dijo, y ahora casi se arrepiente, porque aquella erre con frenillo la

desdramatizaba un poco, la hacía menos impactante, menos mujerona.

Matilde deja la comida hecha y se pasa al centro a ver a su tía. Tampoco ha

solucionado los dolores de conciencia que le provoca no haberla llevado a su casa. Pero

le consuela pensar que tampoco hubiese querido. La tía vive en la calle Las Murallas, la

calle de los médicos de toda la vida, en la falda oriental de la ciudad. Son casas de

techos altos y ascensores de forja, casas con pasillos y con patios, con dependencias que

ya nadie usa, al menos por ese nombre, con chambra y recocina y cuarto del servicio,

los suelos antiguos de baldosa hidráulica con dibujos de flores y cenefas que delimitan

la distribución original de la vivienda. Por las tardes entra el sol de lleno en las paredes

verdes. En invierno da gusto estar en la salita de la galería.

Matilde está más nerviosa que nunca. Ahora ya teme que se le note su punto de

desconfianza, su comecome dostoievskiano. Necesita salir de dudas, ¿pero de qué

dudas? ¿Cómo se puede preguntar indirectamente una cosa que directamente sería algo

así como decir oye, ¿tú te acuestas con mi marido?? Mientras cruza el viaducto viejo

por la línea central que marca la reja del desagüe (Matilde tiene vértigo) trata de hacer

cálculos con su conducta. Piensa que lo mejor es entablar conversación con ella en un

momento de descuido, meterse con ella en la cocina y tratar de hacerse amiga suya. No

sabe por qué, pero en el caso de que aquí pueda librarse una batalla, está segura de que

poniéndose histérica tiene todas las de perder. Para ella es una obligación moral visitar

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un momento todas las mañanas a su tía y de paso aligerar la carga de Tatiana, pero no

hasta el punto de quedarse con su tía mientras Tatiana aprovecha para salir

intempestivamente de la casa, a saber dónde.

De modo que cuando, después de una breve conversación amable, una charrada

de cosas domésticas, un tono bajo y rápido de confianza, de mujer a mujer, de no me

llames de usted, cuando después de eso Matilde se pone melancólica y nasaliza un poco

la voz para recordar los tiempos de cuando era niña y vuelve a sentirse un poco

acomplejada por la tersura silvestre del cutis de Tatiana, entonces Matilde se lanza y le

pregunta, como si fuera un juego de nada, algo como qué tal tiempo hace en tu país,

Matilde le pregunta a Tatiana si le gusta leer. Y Tatiana se lo toma como una ofensa. No

menea un músculo y en su respuesta es muy amable pero Matilde se da cuenta de que ha

metido la pata, de que preguntarle a una persona mayor si le gusta leer es como

preguntarle si es analfabeta. La reacción franca y enérgica de Tatiana, su firme

proclamación de que los rusos leen mucho, ha sido algo excesivo para el carácter

apocado de Matilde. “Chica, no te pongas así, ha estado a punto de decirle”, y sin

embargo Tatiana, en vez de molestarse o contestar mal, a pesar de que en los ojos se le

veía brillar la indignación ha recurrido a exhibir lo mucho que leen los rusos y los

muchos autores rusos que tienen para leer, ha mantenido sus rasgos sobrios, casi

hieráticos, y una firmeza que a Matilde la acompleja un poco. Matilde, al escucharla, se

ha imaginado si ella también presumiría de tradición lectora en el caso de que la vida les

fuese mal y tuvieran que emigrar.

Su flojera, su miedo a ofender, el rubor que le sube mientras a Tatiana se le

hinchan un poco al hablar las aletas de la nariz, actúan en el interior Matilde como un

disolvente cuando Tatiana nombra El idiota, pero sobre todo cuando Matilde le pide que

escriba el nombre de su compositor ruso favorito, y Matilde ve escribir en una servilleta

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de papel a Tatiana el nombre de Schedrín, y ve sus manos esmeradas de haber fregado

sin guantes -pero de una llamativa perfección, de dedos largos y uñas cortas muy

cuidadas-, delinear con suaves y elegantes líneas el nombre del compositor.

“¡Joder!”, dice entonces Matilde, y no tanto porque encaje lo que ella piensa que

son pruebas, sino porque en esa mano cree ver todo lo que a ella le falta. Allí mismo

empieza a obsesionarse con que no es sólo la belleza firme de Tatiana lo que ha

seducido a Bernardo, algo que no se arregla yendo a la piscina todas las mañanas, ni

siquiera con las dosis de bottox que se mete Virginia. Una inseguridad colosal le deja

los pies colgando en la silla donde se sentaba cuando era pequeña, un malestar y un

desconsuelo más poderosos que sus modales le suben a los ojos y se deja llevar cuando

ya no puede reprimir las lágrimas.

Tatiana la consuela pero Matilde siente que se ha quitado un peso de encima.

No, no es ella, no es necesariamente ella, es cualquiera que pueda exhibir una mano

como esa, o figurar en un libro como los que Bernardo lee. Ella está casada y tiene un

hijo y un padre, y bastante tiene con gobernar a distancia su casa. Matilde siente un

poco de vergüenza cuando Tatiana le dice “ven, mujer”, y la abraza para que llore.

Por la tarde, después de comer, Virginia la llama por si quiere que paseen en

bicicleta por la carretera de Cuenca, debajo de los olmos que están quedándose sin hojas

y está muy bonito. Matilde se queda en casa. Cuando llegan los deportes al telediario

recoge la mesa. Bernardo ha terminado de comer y se ha sentado en su sillón a ver los

deportes, pero cuando Matilde termina de fregar los platos y vuelve al salón Bernardo

ya está liado con su lectura. Matilde se mete en el estudio de Bernardo, sale con un libro

y se sienta en el sofá, y empieza a leer Guerra y paz. Bernardo, que está leyendo Crimen

y castigo con cara de angustia, levanta de pronto la mirada.

-¿Qué tal la piscina? –le pregunta.

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13. Serrana negra

Hace unos días Bernardo llegó a las tres y cinco a comer, como todos los días, y

Matilde le contó que el marido de Tatiana se había quedado sin trabajo. “Tenemos que

hacer algo por ella”, le dijo. “Mira a ver si le encuentras algo”. Lo hizo con el

entusiasmo suplementario de pensar que así Bernardo, en el caso de que las sospechas

de Matilde se sustanciasen, sufriría problemas de conciencia. No se puede traicionar a

quien te ayuda, pensó Matilde. Tatiana no me puede traicionar, y Bernardo tampoco

puede aprovecharse del marido de Tatiana, pensaba. Bernardo tiene que saber

constantemente que Tatiana está casada, que tiene un padre y un hijo, aparte de un

marido cuyo carácter se inventó Matilde para la ocasión.

-Dice Tatiana que como no tiene trabajo está muy nervioso –dejó caer Matilde, y

pensó que, como Bernardo siempre ha sido un poco cobardica, con esto bastaría para

quitarle los pájaros de la cabeza, pero aun así añadió:- Estos rusos deben de ser todos un

poco violentos.

Bernardo se tomó a pecho el encargo. Los papeleos de la nacionalidad no están

saliendo bien. Quién le habrá metido en la cabeza a esa pobre mujer que la nacionalidad

es hereditaria, piensa Bernardo. En todo caso, y después de muchos esfuerzos,

conseguirán la nacionalidad para su padre, que es el que, dice, combatió en Teruel

durante la Guerra Civil. Todavía no ha llegado la traducción jurada (que Bernardo, sin

decírselo a Matilde, ha pagado ya de su bolsillo) del documento del ejército ruso que

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acredita su alistamiento. Y falta que, cuando llegue, si es que llega, sea suficiente con

eso.

A Bernardo le gustaría explicárselo todo tranquilamente a Tatiana pero es

imposible. Cometió un error al proponerle que cuidase a su tía. Ahora Tatiana está

vigilada día y noche por la tía y de vez en cuando le pasa revista su mujer. Bernardo no

va nunca a ver a la tía, finge que es porque no se acuerda, pero en realidad no quiere

porque se pondría nervioso. Su mujer es muy larga, y la tía más. El mero hecho de que

Matilde se haya puesto a leer Guerra y paz, ella que solo lee revistas de sala de espera,

ya es un indicio de que está un poco mosca. Los ritmos habituales se han acelerado un

poco, la frecuencia de las sonrisas y el tono de las preguntas. Matilde está celosa. Con lo

obsesiva que puede llegar a ser, cabe plantearse si está más celosa porque Bernardo

nunca vea a Tatiana en casa de su tía o porque pudiera estar con ella en alguna de las

habitaciones de nombre peculiar de la casa de la calle Las Murallas. Sea como fuere,

Matilde está celosa, su imaginación ha enfermado, piensa Bernardo, y desbarra un poco.

Por lo demás, la actitud de Matilde es muy cariñosa pero ha vuelto a emplear la palabra

cari, una cosa que a Bernardo le pone enfermo.

Bernardo trata de ser solícito con ella pero sin pasarse, que tampoco es bueno.

Cuando Matilde le pidió que buscara un trabajo para el marido de Tatiana (“y si es

posible aquí en Teruel, para que pueda estar junta toda la familia”), Bernardo llamó a

Ramón, un amigo que tiene en la Cámara de Comercio. Los dos son del colectivo

Sollavientos y habían hablado hace tiempo de Avigaster, una empresa dedicada, entre

otras cosas, a la recuperación de la gallina serrana negra de Teruel. Bernardo expuso la

situación sin ambages. Fue suficiente que dijera que se trataba de un compromiso para

que su amigo Ramón llamase a Rodríguez el de la Caja Rural, que está también metido

en Avigaster.

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A media mañana ya tenía el teléfono de un ganadero de Escorihuela que formaba

parte de la red de criadores de gallina serrana negra y necesitaba un empleado. Bernardo

llamó de inmediato a Matilde, le dijo tan sólo que era una empresa avícola que se

llamaba Avigaster. Matilde, a su vez, llamó a su tía y cuando se puso Tatiana le dijo que

ya tenía trabajo para su marido, sin más. De lo de las gallinas se enteraron luego, y

Matilde también, que además se ofreció a llevarlos en el Mini a Tatiana y a su marido y

servir de traductora en el caso de que Tatiana no entendiese algún extremo legal. Hay

que decir que Matilde estuvo a punto de decirle a Bernardo que viniera también, porque

tenía curiosidad por saber cómo se comportan Tatiana y él cuando están juntos. Pero no

se atrevió. Matilde conduce el Mini hasta la piscina de la Moratilla y para ir por la

ciudad, pero la carretera le da un poco de respeto porque siempre conduce Bernardo. A

ir a Escorihuela, sin embargo, sí se atreve.

De modo que han ido los tres por la carretera de Alfambra. Mijaíl Denísovich

Breshkovski iba sentado detrás, y veía los perfiles de las dos mujeres hablar en una

lengua de la que no entendía una palabra. Días atrás, después del accidente del Arrabal

y de que a la cuadrilla de polacos y búlgaros (y un ruso) se le acabase la faena, Mijaíl

entró en un estado de postración que alarmó a toda la familia. Llamase Tatiana a la hora

que llamase, Mijaíl estaba en la cama. No se levantaba ni para comer, pero tampoco

quería que llamasen a ningún médico. Kolia y el abuelo se hacían la comida y le subían

un plato a su dormitorio.

Todo esto sucedió en ausencia de Tatiana, que ya estaba interna en Teruel, y más

bien porque ni Kolia ni el viejo Rodión querían asustarla. Pero el primer sábado que

subió a verlos vio la casa arreglada y a su marido en la cama, mirando al techo,

sudoroso y como consumido por la fiebre. Su primera reacción fue reprenderlos a todos

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porque no habían llamado al médico. Sólo tenía unas décimas de fiebre, pero llevaba

varios días sin probar bocado, con los labios blancos de sed y los ojos irritados de llorar.

El mismo día que se quedó sin trabajo había estado viendo a Ilia, el compañero

rumano que se accidentó en el Arrabal. Había salido ya de la UCI. Su familia le daba en

rumano una explicaciones esperanzadas de las que Mijaíl sólo entendió los gestos, pero

Mijaíl vio los enormes moratones que le anegaban el costado, casi una única mancha

negruzca desde las axilas hasta la rodilla, y percibió un hedor extraño, algo que no tenía

que ver con el aseo personal de nadie ni con los rastros de suspiros y medicamentos que

se huelen en los hospitales. La mujer seguía muy asustada, pero ya parecía haberse

repuesto un poco de la primera impresión. Al parecer, según dedujo Mijaíl, sólo tenía

una pierna rota y todo el cuerpo magullado. Pero Mijaíl ya conocía ese olor extraño, y

supo que aunque Ilia siguiese gimiendo y pidiendo agua, su cuerpo ya había empezado a

morir.

Cuando regresó a su casa se metió a la cama sin cenar. Estaba muy

impresionado. No se podía quitar de la cabeza la mirada de susto y de esperanza de la

mujer y el infinito desconsuelo que había en los ojos de Ilia. Pero ya no era un miedo

como el que, estos días atrás, llevó a Mijaíl a cometer un error del que se arrepentirá

toda su vida. El día del accidente se puso tan nervioso que le levantó la voz a Tatiana y

habló en tono sarcástico del abrigo de su suegro. Mijaíl Denísovich supo parar a tiempo

la embestida del furor, la botella de vodka se quedó sin abrir. El abuelo Rodión hizo

como que no escuchaba mientras metía palitos en el samovar, y Tatiana se limitó a

decirle después, cuando subieron a la habitación, unas palabras muy duras: “Es mi

padre”, le dijo, e inició un silencio casi involuntario, trufado de mensajes de

intendencia, un haberse roto algo dentro que se prolongó hasta que, en efecto, aceptó el

trabajo que le habían ofrecido en Teruel.

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Desde entonces Mijaíl trató de hacer lo posible para reconducir la situación. En

el último momento, y por culpa de un jodido abrigo, la separación de Tatiana era más

que una cuestión laboral. El mismo día que visitó al compañero rumano había intentado

verla, pero Tatiana siempre pone la excusa de que no puede dejar a la vieja ni tampoco

admitir a nadie en casa. Le dice que venga a las once si puede, cuando Kolia sale al

recreo y pueden hablar desde el balcón. Pero Mijaíl a las once solía estar subiendo

ladrillos, acarreando escombros. Sólo hace los trabajos que no requieren dar

explicaciones. Acarrear escombros se explica con dos gestos de la mano.

Mijaíl sintió a Tatiana cada vez más lejos, pero eso no fue lo peor. Al día

siguiente de levantar la voz en presencia de Rodión por culpa de aquellos malditos

rebollones, su hijo Kolia se había puesto el abrigo de su abuelo para ir al instituto.

Mijaíl lo tomó como un desafío, como la señal inconfundible de cuáles son los bandos

en la casa, o por lo menos de con quién estará Kolia en cualquier circunstancia. Desde

que murió Serguéi, siente que su otro hijo le ha perdido el respeto. Fue él, Mijaíl, el que

se empeñó en que Serguéi se alistara en el ejército. Fue él, por encima de las quejas de

Tatiana, el que habló de la grandeza de Rusia, y quien lo abrazó emocionado cuando

Serguéi, con diecinueve años, anunció que se iba a enrolar en la Flota del Norte, y que

se marchaba a unas maniobras en el mar de Barents. Nikolái todavía era un niño. Y

ahora, ocho años después, había estallado la rabia que encendió sus ojos en aquellas

horas de angustia en Vidiáevo, la ciudadela de la Marina rusa donde los familiares

aguardaban noticias del Kursk. No, no era solo defender a su madre ni a su abuelo.

Había sido, para Mijaíl, como un acto de repudio, si es que un hijo puede repudiar a su

padre. Un repudio largamente deseado.

Es y será imposible quitarse aquella tragedia de la cabeza. Mijaíl se empeñó en

dejar el pueblo para irse a Irkusk y en dejar Irkusk para irse a España. Han emprendido

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un éxodo para borrar las infinitas circunstancias que volvían a traer a cada momento no

ya la memoria de Serguéi sino el rencor hacia las autoridades rusas, como si lo hubiesen

dejado morir dentro de aquel submarino por un exceso de soberbia, por ese mismo

excesivo patriotismo que llenó de orgullo a Mijaíl cuando vio a su hijo mayor vestido

con el uniforme del Ejército Ruso.

Pero todo ha salido mal. En el fondo, Mijaíl se quedó en la cama porque llegó a

la conclusión de que era el sitio donde menos daño podía hacerse a sí mismo y a los

demás. No puede buscar solo un trabajo porque nadie lo entiende ni él entiende a nadie.

Debe compartir mantel con familiares que lo desprecian, pero lo peor sigue siendo que

no puede pedir perdón a Tatiana. Además de que no pueda verla, sería cínico pedirle

perdón, pero aun así lo intenta. Por ejemplo, cuando Tatiana lo encontró postrado,

deshecho, dispuesto a dejarse morir.

-No puedo más, Tatiana. Necesito que me perdones –le dijo entonces.

-No hay nada que perdonar –le contestó Tatiana-. Lo que tienes que hacer es

darte una ducha y afeitarte. He encontrado un trabajo para ti. Será sólo unas horas, muy

cerca de Alfambra, un trabajo sencillo al aire libre. Pagan 400 euros y no es todo el día.

Mijaíl estuvo a punto de decirle que por ese sueldo se podía haber quedado en la

central lechera del sovjoz, pero le amparó la lucidez. Obedecer a Tatiana es la única

posibilidad de salvación. Él se mete en el asiento de atrás del Mini y escucha sin

entender lo que habla Tatiana con esa mujer tan ostentosa. Ni tampoco dice nada

cuando llegan al pueblo y hablan con un hombre gordo, colorado y sin cuello que lleva

un palillo en la boca y sonríe mucho. Tatiana, de vez en cuando, le traduce algo.

-Es para cuidar gallinas. Son gallinas de denominación de origen.

Los cuatro llegan a un corral a las afueras del pueblo. Las gallinas, unas

cincuenta, están en una de las dos mitades en que está dividido el corral. El hombre da

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instrucciones que Tatiana va traduciendo a Mijaíl. El trabajo es sencillo. Hay que vigilar

a los gallos y dejarlas picotear sólo un lado del corral para que en el otro crezca la

hierba. El hombre tampoco da muchas más explicaciones. Parece un tipo afable que lo

da todo por hecho, que no considera que el lenguaje sea ningún problema. Ya nos

entenderemos, viene a decir con su sonrisa bonachona.

Las dos mujeres se vuelven con el Mini a Teruel. Mijaíl se queda en el gallinero,

lleva la ropa de los domingos. No sabe qué es lo que tiene que hacer, pero se arremanga

un poco los pantalones y deja la chaqueta plegada encima de una piedra. No hace frío.

Aquí todo el mundo va con abrigo pero no hace nada de frío. Mijaíl está dispuesto a

demostrar que sabe llevar un gallinero sin que se lo explique nadie. Si son gallinas con

denominación de origen, piensa, habrá que tratarlas bien, así que entra en el cobertizo y

mira las tolvas de pienso, el tipo de grano, la limpieza de los nidos, el troj lleno de paja

fresca. Y la verdad es que son gallinas muy lustrosas que pasean a su aire, picotean en el

suelo y tienen una postura incluso autosuficiente cuando levantan la cabeza para tragar.

-Titas, titas –escucha Mijaíl decir al ganadero, y lo entiende a la primera.

Cuando sale dispuesto a entender lo que sea, convencido de que las gallinas tienen

menos peligro que las columnas y de que allí por lo menos podrá vivir tranquilo, el

ganadero le hace una seña.

-Ven un momentico, maño, ven un momentico.

Mijaíl entiende que tiene que seguirle. Salen del corral y se suben a una

camioneta que lleva una gallina pintada en la puerta. Mijaíl supone que el jefe le va a

enseñar una jornada de trabajo. Es posible que el trabajo consista también en conducir.

Por momentos se siente más fuerte, dispuesto a empezar de nuevo.

Pronto llegan a una nave. Está a unas dos verstas y media del pueblo, calcula

Mijaíl Denísovich. El día está plomizo. El camino ha sido un constante subir y bajar

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lomas pardas con la camioneta, campos de tierra blanquecina, mucho más blanca que la

tierra roja del otro lado del río. En un recodo, al borde de una rambla, ve la nave de

bloques grises sin ventanas y techo de uralita. El ganadero baja de la camioneta y se

dirige con su andar rechoncho a la enorme puerta de hierro pintado de minio. Mijaíl le

sigue. Cuando el hombre la descorre, una pestilente bofetada de calor está a punto de

tirarlo al suelo. El ganadero, más acostumbrado, baja la palanca del generador y se

encienden unos focos potentísimos, y miles de gallinas enjauladas empiezan a chillar y

a cloquear, torres de jaulas de seis pisos donde se hacinan las gallinas desplumadas. Un

reguero de excrementos va cayéndoles desde las jaulas del sexto piso, las que están

debajo de las uralitas, de modo que no sólo no pueden moverse sino que son

permanentemente rociadas por la mierda del piso de arriba. El aire es un fluido denso de

plumas y moscas. Mijaíl pisa una capa de varios dedos de mierda incrustada con los

zapatos de los domingos y trata de contener las náuseas. El ganadero va revisando las

jaulas una por una. Mete el brazo por arriba y saca cogidas de un ala las gallinas que se

han muerto, las que no podían girar a la vez con todas en la jaula para moverse un poco,

y se quedaron en un rincón y las otras gallinas empezaron a picotearlas o murieron de

calor. Algunas salen completamente peladas y medio devoradas, y el ganadero las va

echando en el pasillo que media entre las jaulas. Cuando termina las primeras filas, coge

una escalera y hace lo propio con las de arriba.

En medio del ensordecedor griterío, bajo el calor sofocante y las luces excesivas,

Mijaíl oye cómo ruedan los huevos por la jaula y se van depositando en una canal de

alambre junto a los comederos. El ganadero baja de la jaula y mira sonriente a Mijaíl.

-Cinco mil huevos –dice, y lo repite dando gritos por si no lo ha entendido

Mijaíl. Mijaíl está pálido, la fiebre y el asco han vuelto a envolver su cuerpo. El

ganadero coge una pala cuadrada y escribe encima del detritus, con letras grandes y

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desiguales: 5000 HUEVOS. Cuando termina la escritura, le da la pala a Mijaíl, y le

señala con el dedo un carretillo que hay al lado de la puerta, junto a un enorme rimero

de cajas de huevos vacías. Después salen de la nave y el ganadero le señala un lugar, a

unos doscientos metros, donde se arremolinan los buitres. Luego se sube a la camioneta

y se va.

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14. De la memoria histórica

Nada más fichar por la mañana en la oficina, Bernardo se pone el barbour y se

pasa al centro. Cruza el viaducto viejo y sube una pequeña pendiente junto a la Glorieta

que lo deja en la Plaza de San Juan, una plaza con soportales de estilo Regiones

Devastadas donde se reúnen buena parte de las dependencias administrativas. Bernardo

se toma un café y un bizcocho con mistela en la Cafetera y cruza la plaza de losas grises

hasta la Subdelegación del Gobierno, que está en la fachada sur.

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Allí no saben nada, pero un poco más allá, en la ala oeste, está el Juzgado, donde

una chica joven, rubia, con gafas, extremadamente amable, aclara un poco las cosas a

Bernardo. Es una de estas personas que cuando se embalan dando explicaciones

entornan un poco los párpados y hablan por un lado de la boca.

-Quién le habrá metido en la cabeza a esa pobre mujer que la nacionalidad es

hereditaria –dice-. Es verdad que en el artículo 20 de la Ley de Memoria histórica dice

que los voluntarios de las Brigadas Internacionales tienen derecho a la nacionalidad sin

menoscabo de la suya propia. En realidad esto parte de un Real Decreto de 1996 que

presentó Izquierda Unida en el que también pedían una prestación económica

equivalente a la que estuvieron cobrando en su país. Pero tenga en cuenta que el

apartado dos de la ley dice que el Gobierno determinará los requisitos. Y, que yo sepa,

aún no los ha determinado. De todas formas, supongo que lo primero que tendrá que

hacer será acreditar que estuvo aquí.

-Tiene un certificado del Ejército Ruso. Hemos encargado una traducción jurada

por si… Aquí dice que estuvo a las órdenes de Gregorovich, el General de División

Gregori Mijáilovich Stern…

-Ya, ya –dice la muchacha, como para que Bernardo no se esfuerce-, pero, aun

en el caso de que lo consiga, sus hijos podrían tener derecho a la residencia, pero no a la

nacionalidad. Fíjese lo que ocurre con las reagrupaciones familiares: la familia tiene

derecho a la residencia, pero ni siquiera derecho a trabajar.

-O sea, que está jodido –dice Bernardo.

-Es que ese es el error. Pero si ni siquiera son españoles los hijos de extranjeros

nacidos en España, porque primero los tienen que dar de alta en su país y luego solicitar

su inscripción aquí. Yo cada vez que veo a una mujer embarazada que arriesga su vida

en una patera me pongo mala, porque es que no sirve de nada.

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-¿Y si se casan?

-¿El abuelo?

-No, un hijo, o una hija. Una hija por ejemplo que se casase con un español –

dice Bernardo.

-Pues tampoco se convertiría en española. Tiene que pasar un año y luego dos de

convivencia. Es más complicado de lo que parece.

-Bueno, bueno, muchas gracias, muy amable –dice Bernardo.

-Espere un momento. Le voy a pasar copia de toda la documentación que suele

exigirse para tramitar la nacionalidad. Le paso también las leyes y un par de direcciones

electrónicas donde puede usted informarse mejor.

Sale Bernardo del Juzgado y baja por las escaleras de uno de los vomitorios de la

plaza, el que da a la calle de las Murallas. La información ha sido tan abundante como

desesperanzadora. Pronto van a terminarse los favores. Bernardo cruza la calle y llama

en el telefonillo de un portal.

-¿Sí?, suena una voz aguda y borrosa.

-Tatiana, soy Bernardo.

-Abro.

-Oye, oye, Tatiana.

-¿Sí?

-¿Puedes bajar un momento al patio? Es que tengo algo que decirte, pero no

quiero que…

-¿Ahora? ¿No puede ser luego?

-Bueno, Tatiana, yo estoy en horas de oficina…

-Ahora bajo.

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Bernardo se mete en el patio con ascensor de forja y enciende un pitillo. En lo

alto se oyen los ecos de una puerta que se abre. Bernardo tira el pitillo. Baja Tatiana.

Está muy acalorada.

-Perdona, Tatiana, es que vengo del Juzgado y…

-Le he dicho a tu tía que era el recibo del Ocaso.

-Bien hecho. Mira, yo le pasaré estos papeles a Matilde para que te los dé ella,

pero quería decirte que sería bueno redactar una declaración jurada para que tu padre

acredite que estuvo en la guerra. Yo mismo puedo tomar los datos, si tú me haces de

traductora.

-Bueno, pero, ¿y cuándo? –dice Tatiana, que ya ha empezado a subir otra vez las

escaleras.

-Tú tienes el martes libre. Puedo ir a vuestra casa.

-No, a mi casa no. Mi marido está allí, no tiene trabajo.

-No te preocupes por eso. He hablado con un amigo. Tú sólo dile a Matilde

cuando venga que tu marido no tiene trabajo. Ella me lo dirá a mí. Podría empezar a

trabajar esta misma semana, así que el martes que viene puedo ir.

-Bernardo –dice Tatiana-, esto está siendo demasiado difícil. Yo…

-No, no, no. No te preocupes. Es que, bueno, ya te he dicho lo celosa que es

Matilde. Si hago esto a ojos vistas, no te quiero ni contar la que me espera.

-Pero ella también trata de ayudarme. Y me pregunta todo el rato si has venido.

-Es que esta mujer es la pera –dice Bernardo.

Tatiana vuelve a subir las escaleras. Se ha oído el chirriar de un gozne por los

pisos de arriba. Bernardo sale del portal y Tatiana saca del bolsillo el recibo del Ocaso

que llegó ayer pero la tía Angelita no se enteró porque estaba dormida. Cada vez que

llega un recibo y está dormida, Tatiana se lo guarda para sisarle unos minutos a la vieja.

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Pero ahora le ha venido fatal. Son las once y cuarto y Kolia estaba contándole por el

balcón de la fachada posterior, el que da al paseo del Óvalo, cómo sigue su padre.

El martes siguiente por la mañana Bernardo recibe una llamada de Tatiana.

-Estoy dando un paseo por el campo con mi padre. ¿Quieres venir ahora?

Bernardo deja un comedero de buitres que hay junto a la paridera de

Valdelacabra, en el barranco del Tolmo, cuyo nombre estaba intentando averiguar, y se

pone el barbour y coge las llaves del coche. Quedan en el cruce de Alfambra. El abuelo,

vestido con un plumífero negro, y Tatiana, con una trenka roja, le esperan junto al

puentecillo donde arranca el desvío. A Bernardo le gustan estos días fríos y serenos,

anuncio de los primeros hielos.

-Mi padre dice que ha encontrado el sitio donde estuvo cuando la guerra. Dice

que es por aquí.

Bernardo nota un poco nerviosa a Tatiana, pero imagina que es por lo

comprometido de la situación. Por si las moscas, Bernardo no pierde nunca la

compostura más inofensiva. Saluda muy cordial al viejo Rodión e intercambian frases

que no entienden pero desprenden afabilidad. Luego se dirige a Tatiana.

-¿Qué tal tu marido? Matilde dice que se quedó aquel mismo día ya en la granja.

-Sí –dice Tatiana-. Está muy contento. Yo lo veo mucho más recuperado. Sólo

lleva unos días, pero lo veo más feliz.

-Eso está bien. ¿Vamos?

Los tres se meten en el jeep de Bernardo. El abuelo va delante, para indicar el

camino, y Tatiana detrás. Bernardo está muy contento. En los últimos días ha revisado

todos los mapas y libros de historia militar que guarda en casa. Según sus cálculos, si es

verdad que el viejo Rodión estaba a las órdenes del general Gregorovich, tuvo que sufrir

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la maniobra envolvente de Sierra Palomera, el implacable bombardeo de la 5ª División

hasta orillas del río Alfambra y el avance de la caballería del general Monasterio, que

arrasó el Campo de Visiedo sin apenas oposición. De lo que le diga el viejo seguro que

Bernardo puede redactar un buen artículo para la revista Muletón. Ya quedan pocos

combatientes vivos. Después del libro de Frazer sobre la historia oral de la Guerra Civil,

los aficionados y los especialistas van buscando testimonios de ancianos que ya pasan

de los 90 años. Es como cazar especies a punto de extinguirse, disecar sus palabras

antes de que aliento se les congele.

Sin embargo el viejo no le indica que tire por la carretera de Camañas, hacia la

Sierra Palomera y la masía en ruinas donde Bernardo lo vio por primera vez. No van al

desastre de Sierra Palomera sino a la margen izquierda del río. En principio le

sorprende, pero también entra dentro de lo razonable. Posiblemente el viejo perteneciese

a la 11 División del Ejército Republicano, la que tuvo que huir de Alfambra y Peralejos,

bordeando el río, hasta el pico Muletón, si bien esa retirada también se produjo en la

margen derecha. Quizá, piensa Bernardo, era un soldado más del XXII Cuerpo del

ejército, y podía estar por toda la zona de Sollavientos hasta el mismo Corbalán, y

entonces descendió por esta parte hasta topar con los nacionales en el pico Mansueto.

Bernardo lleva el MP3 para grabar lo que diga el viejo y lo que su hija Tatiana le

traduzca. Podría ir tomando notas, pero prefiere escucharlo luego tranquilamente en la

oficina. Toman la carretera de Corbalán y a unos cuatro kilómetros del cruce, en las

faldas del Cabezo Enebroso, Rodión indica un camino a la izquierda.

El camino termina un kilómetro más allá. Allí se bajan los tres y el abuelo

empieza a hablar en ruso y señalar el valle. Con la mano derecha señala las lomas que

van a dar a Esorihuela y su dedo sarmentoso va trazando una línea que llega casi hasta

la carretera. Bernardo escucha con la boca abierta, como si entendiese. La verdad es que

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le fascina el sonido de sus palabras, el perfil afilado y el bigotazo, y los ojos pequeños,

ya casi cerrados, tan sólo dos mínimos brillos bajo la visera, como si a su vida le

quedase lo mismo que a sus ojos para cerrarse por completo. Aunque, de momento, con

una vista excelente, porque ahora señala con ambos brazos y todo tiene pinta de un duro

enfrentamiento, de una trágica huida. Cuando termina, se sube los pantalones muy

sonriente e invita a Tatiana a que lo traduzca. Tatiana lo mira como abrumada por la

información, pero se gira hacia Bernardo, se encoge de hombros, y dice:

-Dice que ahí mató una liebre así de grande.

-¿Una liebre? ¿Ahora, estos días?

-No. Entonces. Dice que se quedaron sin alimento y los caballos los perseguían,

así que se escondieron en estos árboles. Tenían hambre y pasó una liebre. Mi padre le

acertó con el fusil.

-¿Y fue a buscarla?

-Claro -dijo Tatiana.

-Pero vamos a ver. Si tenían a la caballería del general Monasterio pisándoles los

talones, ¿cómo se le ocurre disparar un fusil?

-No lo sé. Tendrían hambre, supongo –dice Tatiana.

-¿Y qué pasó después?

Tatiana bisbisea unas palabras a su padre. El padre niega mientras contesta.

-Dice que aquí ya no se acuerda de más.

El viejo Rodión vuelve a decir algo, y esta vez se acompaña con el dedo y señala

al noroeste, si es que Bernardo aún no se ha desorientado.

-Dice que hay otro sitio allí.

Ya en el coche, Bernardo recita los hechos históricos para que Tatiana los

traduzca, a ver si alguno le suena a su padre. De Gregorovich, por ejemplo, sólo se

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acuerda de que lo fusiló Stalin, pero no es capaz de dar detalles sobre posiciones. A

medida que Tatiana le pregunta va frunciendo el ceño, los ojos se le van cerrando, y al

final mueve a un lado y a otro la cabeza con energía, como si se hubiera cansado de

buscar en su memoria. El viejo parece un poco apurado por la poca consistencia de su

recuerdo, así que Bernardo deja de preguntarle.

-Lo siento –se disculpa con Tatiana-. Es que estos temas me fascinan. Yo pensé

que… De todas formas, él sí se acordaba de Alfambra, ¿no?

-Sí. Él se acordaba de Alfambra. Dijo que conocía bien la tierra. La tierra la

conoce, de la tierra se acuerda.

En efecto, y para paliar un poco su escasa memoria histórica, el abuelo va

describiendo valles y barrancos antes de que los atraviesen, aunque las lomas son las

mismas aquí y en Stalingrado, piensa Bernardo, y por otra parte el abuelo siempre está

en el monte. Pudo haber estado ayer mismo, preparando la visita turística. Por un

momento Bernardo piensa que le están tomando el pelo, pero entonces el abuelo agita

otra vez las manos, abre la ventanilla y señala un punto con el dedo, y dice algo. Tatiana

lo traduce.

-Dice que en esa paridera estuvo una noche. Dice que se comieron un cordero.

Dice que aquí también hay jabalíes, pero que no pudo matar ninguno porque las líneas

enemigas estaban muy cerca. En la paridera había muchas pulgas.

Acaban de llegar hasta casi Corbalán para esto. Bernardo lo deja por imposible y

les propone regresar a casa. A mitad de camino, sin embargo, el abuelo vuelve a señalar

otro camino, esta vez con exagerada insistencia. El camino está lleno de roderas y de

piedras, pero el jeep aguanta bien. Al descender una loma, ven una nave industrial de

bloques grises levantada en un pequeño bancal ganado al barranco. Es un sitio curioso.

Es una nave normal para guardar ganado pero las paredes están todas pintadas con el

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número 5000. Es como si alguien hubiese querido pintar el número en todos los

tamaños, formas y orientaciones posibles, pero está hecho con pintura desleída, muy

deprisa, y las gotas de blanco lo embadurnan todo, como si los números se derritiesen.

En un alto, antes de llegar a la nave, Bernardo detiene la marcha. Mientras saca

la cámara de fotos, ve por el retrovisor cómo Tatiana no deja de mirar el reloj.

Bernardo, muy atento, espera a que su padre termine las largas y entusiastas

explicaciones cirílicas para proponerle a Tatiana que regresen.

-Bueno, vamos –se adelanta a decir Bernardo-. Ya es un poco tarde.

Tatiana, sin embargo, empieza a traducirle muy deprisa, como si se le terminara

el tiempo.

-Dice mi padre que ahí donde esa casa está ahora que había un refugio. Dice que

cayeron muchas bombas, y que el refugio se hundió. Dice que se hundió y encima cayó

la tierra de la montaña. Se hundieron todos y no podían ver ni casi respirar, y así

estuvieron unos días, sin ver la luz, y se caían los techos y nadie vino a recogerlos, y a

uno le cayó una pared encima, que llevaba todo el cuerpo negro porque lo reventó por

dentro. Era español, ese al que le cayó la pared era español. Y supieron que se había

muerto porque empezó a oler mal, pero todavía estaba respirando. Y mi padre al final

hizo un agujero y se salvó.

Bernardo sabe que Tatiana se lo está inventando en ese mismo momento, que no

traduce las palabras de su padre. El abuelo no puede haber dicho eso, el abuelo no habla

así. Tatiana ha dicho todo esto en un español mucho peor que el que suele. Se estaba

frotando las manos constantemente, se atascaba, miraba a todos lados al hablar. A

Bernardo le parece una de esas personas que no mueven la cabeza para que no les duela,

y entornan los ojos como si les diera el sol. Después levanta la cabeza y mira a

Bernardo.

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-¿Será bastante con esto?

-Sí sí -dice Bernardo- con esto ya puede valer.

El viejo la mira traducir subiéndose mucho los pantalones, orgulloso de la

hazaña que acaba de contar. Se está girando un poco de viento, el cielo sigue nublado.

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15. Humo

Matilde y Bernardo están haciendo el amor. Bueno, ya han terminado. Cada cual

ocupa ya su lado de la cama y los dos miran al techo. No se han cubierto con el edredón

porque la calefacción de la finca está a todo meter. Sólo se oyen los rescoldos de la

respiración. Matilde gira su cuerpo y apoya la cabeza sobre las costillas de Bernardo,

que a su vez pasa el brazo izquierdo por debajo del cuello de Matilde. Matilde rasca con

las uñas finas la pelambre del tórax de Bernardo. Bernardo acaricia la columna vertebral

de Matilde.

-Cari…

Bernardo emite un sonido con la glotis medio cerrada. Matilde lo ha escuchado

retumbar dentro de su pecho con el oído izquierdo. También escucha los latidos de su

corazón, que aún siguen agitados, retumbantes y levemente discontinuos, como si

estuvieran respirando con dificultad.

-Tenemos que hablar con Julia –dice Matilde.

Matilde ha tardado en decirlo porque aún no se había repuesto del orgasmo y

porque antes de hablar quería tener bien cogido el corazón de Bernardo, percibir los

cambios de intensidad, las aceleraciones y los apaciguamientos. También ha pasado su

pierna derecha por encima de Bernardo, de modo que la cara interior del muslo de

Matilde cubre y presiona el pene de Bernardo, todavía erecto. Primero Matilde sólo

siente calor pegajoso y la silueta presionante de un cilindro, pero también espera a que

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los procesos de la deflacción sean perceptibles. Eso le da cierto placer añadido, como el

ver cómo baja el telón después de una función teatral.

Bernardo está boca arriba y las palabras le salen como si tuviera tapada la nariz.

Pasa lentamente la yema del dedo corazón por las cervicales de Matilde, hasta que se

encuentra con el nacimiento del cabello, y entonces vuelve a descender.

-Qué le pasa a Julia.

-Que nos miente.

Las mentiras de Julia no provocan alteración alguna del ritmo cardiaco de

Bernardo, que sigue sosegándose tras el esfuerzo. En momentos como este Bernardo se

acuerda de que tiene que pasar por el médico para hacerse unos análisis, a ver qué tal

lleva el colesterol. Como están desnudos y en la cama, las respuestas pueden espaciarse

sin que tenga que ser porque el otro se ha quedado sin palabras.

-Matilde, le dijiste que podía venir a las doce. Todavía no son las doce.

-¡Pues sólo faltaría, que encima no viniese a la hora que le decimos! No. Es otra

cosa. Ha dejado a sus amigas.

-¿Qué amigas?

“¿Es que todavía no sabes las amigas que tiene tu hija?” –está a punto de decir

Matilde, y le dan ganas de incorporarse para soltárselo a la cara, pero entonces perderá

la posición auricular, de modo que decide no mostrar su indignación.

-Pues sus amigas. Laurita y María Eugenia, sus amigas de toda la vida. Me lo ha

dicho Remedios, la madre de Laurita.

-¿Pero no había ido precisamente hoy al cumpleaños de Laurita?

-Eso es lo que nos ha dicho. Pero allí no está. Esta tarde allí no estaba, así que tú

verás, si eso es engañar o no es engañar.

-En todo caso las engañará a ellas –dice Bernardo.

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-Bernardo, son sus amigas. Son las amigas de toda la vida –insiste Matilde-. No

puede dejarlas así tiradas. María Eugenia dice Remedios que lleva un disgusto

tremendo. Laurita un poco menos, porque a Laurita le da todo lo mismo, pero la otra

pobre, tantos años…

-La María Eugenia esa es más tonta que hecha de encargo, Matilde –dice

Bernardo, que se remueve un poco en el sitio para encontrar un mejor acomodo bajo el

muslo de Remedios. Matilde aparta la pierna, pero no la cabeza.

-Y qué. Si a todos los tontos hubiese que dejarlos tirados…

Bernardo intenta estrechar el cuerpo de Matilde. En su posición, lo único que

consigue es posar la palma de la mano a la altura del hígado de Matilde, y presionar un

poco. Matilde no sabe cómo interpretar ese apretón tan cariñoso. Está un poco

susceptible Matilde.

-Pero eso no es lo peor –dice Matilde.

El corazón ni se inmuta. Matilde espera que Bernardo le dé pie a seguir

hablando, pero Bernardo no dice nada. Ha cerrado los ojos y no dice nada. De modo que

Matilde continúa.

-Va con uno. Ha dejado a sus amigas porque va con uno.

Ese uno tampoco altera el ritmo cardíaco de su marido. A Matilde la palabra uno

le habría sonado a individuo desaprensivo, un señor mayor que abusa de las niñas.

-Pues hija, si con dieciséis años para diecisiete no se echa algún noviete…

Matilde remueve un poco la cabeza para ajustar bien el fonendoscopio. Quiere

saber la reacción de Bernardo cuando diga lo que viene ahora.

-Es un inmigrante.

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Matilde cree percibir una palpitación algo más acelerada. Muy poco, pero algo

más. El corazón de Bernardo se está poniendo interesante. Pero él también se da cuenta,

y no espera a que el pericardio le juegue ninguna mala pasada.

-Ya lo sé.

Matilde se incorpora como un resorte. Ni corazón ni leches.

-¡Pero cómo que ya lo sabes! ¿Te lo ha dicho a ti?

-No, Matilde. Ni me lo ha dicho ni me lo ha dejado de decir. Me trajo un carrete

de fotografías para que lo revelase, y en ellas aparecen no un chico, sino muchos chicos.

Son sus compañeros de clase, y hay uno que tiene más fotos, pero es que la cámara era

suya. Por cierto, que son bien chulas.

-Enséñame esas fotos.

-Ahora no, Matilde.

-Es que quiero ver una cosa.

Matilde vuelve a recostar la cabeza un poco más arriba de los ijares de Bernardo,

en las costillas falsas. Ha sabido controlarse y ahora está segura de que viene la prueba

definitiva, algo así como la máquina de la verdad. Bernardo no contesta nada. Su

corazón, no obstante, está más agitado que antes de que Matilde se incorporase. No es

que tenga taquicardia pero cualquiera notaría que se le ha desatado un poco el pulso.

Entonces Matilde hace la pregunta.

-Quiero ver si es el hijo de Tatiana. En su clase hay tres o cuatro inmigrantes

pero dos son marroquíes y uno es sudamericano. Y el otro es del Este. Y el otro que es

del este es el hijo de Tatiana. Si fueses alguna vez a preguntar por Julia al instituto

habrías podido ver las listas, que están colgadas en la puerta.

-Tendría gracia –dice Bernardo.

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Matilde vuelve a levantar la cabeza. No hay ningún azoramiento en las palabras

de Bernardo ni en sus vísceras. El nombre de Tatiana no lo ha puesto nervioso.

-Pues yo no le veo la gracia.

Bernardo abre los ojos, se incorpora y se apoya sobre los antebrazos.

-A qué no le ves la gracia, Matilde, a que tenga novio, a que tenga amigos o a

que sus novios o sus amigos sean extranjeros.

-Oye rico, a mí no me vaciles –dice Matilde, de muy mala uva-. Tú entretente

con tus pozos de Caudé y tus revistas de la guerra pero a mí nadie me va a llenar la casa

de inmigrantes. Me da igual cómo te lo tomes.

Matilde ya se ha disparado. A Bernardo le sorprende este arranque, en este

momento. Apoyado en los antebrazos mira el torso desnudo de Matilde y detrás la

cómoda con el espejo, y reflejado en él el crucifijo que preside el dormitorio, con las

fotos de la boda. A Bernardo le viene la respuesta como si le repitiera la cena. Bernardo

también se dispara un poco.

-¿Qué pasa –dice-, que tú también la guardas para aparearla con el Pototo ese de

los huevos?

Matilde abre mucho los ojos y despliega los labios para decir algo que ni

siquiera llega a pronunciar. Lo mira como si hubiera visto algo dentro de su cabeza, un

tumor del sentimiento, un pájaro imposible.

-Me está engañando ella y me estás engañando tú –dice, y se pone a llorar. Con

una mano se tapa los ojos y con la otra se cubre el pecho. Bernardo no puede soportar

esa imagen y la abraza. Están abrazados alrededor de treinta segundos.

-Pero Matilde, ¿por qué dices eso? –dice Bernardo con los labios pegados al

oído de Matilde. Le habla al mismo tiempo que la besa. Matilde se separa. Lleva los

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ojos brillantes, pero las lágrimas han empezado a secarse. En la penumbra iluminada

solo por la luna y la farola de la Avenida América las lágrimas brillan pero no corren.

-¡Cómo es posible que te dé lo mismo saber dónde está Julia!

-No me da lo mismo, pero tampoco me pongo histérico. Está con sus amigos, y

si el hijo de Tatiana es amigo suyo, pues mira, tan ricamente. Señal de que tiene menos

prejuicios que nosotros.

Las yemas de los dedos de Bernardo acarician ahora las clavículas de su mujer.

Matilde, con el calor que hace, tiene carne de gallina. A Bernardo le gusta recorrer una

por una con el dedo las erupciones de la piel.

-Tú tampoco tienes prejuicios, ¿verdad? –dice Matilde, que desearía estar otra

vez apoyada sobre el pecho de Bernardo. Bernardo nota un tufo raro en sus palabras.

Bernardo se ha vuelto y está sacando un pitillo del paquete de Ducados. Matilde

no quiere que fume en la habitación, así que Bernardo saca el precinto del paquete para

echar la ceniza. Cuando se gira de nuevo, dobla el almohadón y se vuelve a recostar.

-Vamos a ver, Matilde. Podemos educarla bien y darle de todo, pero a sus

amigos los escoge ella. Ya se han pasado los tiempos en que esto parecía el corro de la

bola y todos nos íbamos haciendo novios entre los amigos de la infancia.

-Como tú y como yo, quieres decir.

-No. Tú y yo no somos amigos de la infancia. Nos hicimos amigos de jóvenes.

-¿Y entonces qué pasa, que ya no había otra? ¿Te casaste porque te tocó

conmigo en el corro de la bola?

-Pues más o menos. Igual que tú, ¿no te parece?

-O sea que si Virginia no se llega a liar con Paco te habrías liado tú, o yo con

Paco, o con Martín, o tú con Esperanza, o yo con Teté. ¿Es eso lo que quieres decir?

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Bernardo se levanta para buscar el cenicero porque ya ha quemado el plástico

del precinto. El fuego abre un agujero en el papel que huele a rueda quemada.

-Ponte algo por lo menos, no vaya a llegar tu hija. Si es que viene…

Bernardo se pone la bata y sale a buscar un cenicero. Mientras se anuda el

cinturón, dice:

-No te quejes. A nosotros nos ha ido bien. Mira Esperanza Beltrán.

-No seas cínico, Bernardo.

Bernardo regresa con el cenicero y se sienta en la cama. Está encorvado hacia

delante. Parece un hombre cansado, o alguien que está en el momento justo de decir lo

inevitable. Pero en ese momento suena el teléfono, que también está en el lado de

Bernardo, junto al Idiota de Dostoievski. Matilde se abalanza por detrás y lo coge.

-Ay, Dios mío, algo le ha pasado... –dice mientras descuelga el teléfono y ladea

la cabeza para que el auricular quepa debajo de la melena.

Bernardo había levantado la mano para cogerlo y la deja suspendida en el aire.

-¿¡Qué ha pasado!? –dice Matilde.

-…

-Por Dios, qué susto. ¿Pero cómo llamas tan tarde, mujer?

Se produce un silencio. A Bernardo la bata le está dando calor. La habitación

está a treinta grados por lo menos. El qué ha pasado de Matilde le ha alterado el pulso.

Su propensión a la tragedia le va a provocar un día de estos un infarto, porque tampoco

se ha vuelto para calmarlo con la mirada. Ella solo mira fijamente la base del teléfono.

-Pero…, pero… -dice Matilde, que intenta hablar varias veces pero al final, sin

volver la cabeza, le da el teléfono a Bernardo-. Toma –dice Matilde-, es para ti.

Bernardo aplasta el cigarro y coge el auricular. El cordón espiral le pasa ahora a

Matilde por debajo del pecho.

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-¿Sí?

-…

-Hola, tía. ¿Ha ocurrido algo?

-…

Matilde pasa la cabeza por debajo del cordón y se levanta de la cama. Está

poniéndose la bata de casa. Luego se gira y mira desde arriba la conversación.

-Pues no sé, dígame… -continua Bernardo.

-…

-No, no. Sólo tengo al perro –dice Bernardo, que se gira hacia Matilde y se

encoge de hombros, como si no supiese a qué viene todo esto.

-…

-Pero tía, ¿y tú para qué la quieres?

Bernardo se pasa de oído el auricular porque le ha dado la impresión de que le

temblaba la mano.

-…

Bernardo cuelga el teléfono y se enciende otro ducados.

-Dice que le alquile la casa, que se va a vivir a Alfambra –dice, y echa el humo.

La palabra Alfambra ya salió envuelta en humo.

Matilde vuelve a derrumbarse. Se sienta en la cama, mueve la cabeza de un lado

para otro, parece que está llorando.

-¡Pero cómo que a Alfambra! ¡Joder, me vais a volver loca…!

-Dice que Tatiana se ha marchado.

En el borde de la cama, Matilde balancea su cuerpo adelante y atrás. El pelo le

cae sobre la cara. Bernardo calla. Es un silencio espeso, sin toses ni bufidos, un denso

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silencio sin respiración que tarda mucho en consumirse. Bernardo está desvelado. Pero

no ha preguntado nada de Tatiana. Así están alrededor de quince segundos.

Suena la llave que hurga en la puerta de entrada. Matilde da por terminada la

conversación y sale del dormitorio, incluso antes que Bernardo. En la puerta, tratando

de no hacer ruido, está Julia.

-¿Se puede saber de donde vienes? –le pregunta su madre.

A la luz del plafón del recibidor Julia está muy pálida, a Matilde le parece que

incluso un poco tambaleante. La muchacha mira con los ojos muy abiertos y se tapa la

boca con la palma de la mano, y se mete corriendo al baño. Bernardo escucha desde el

pasillo las arcadas de Julia mientras vomita. Se acerca a la puerta del baño. Julia está

sentada en el borde de la bañera, con la cabeza casi metida en la palangana beige.

-¿Has bebido, Julia? –le dice Matilde, cuando la muchacha recobra un poco el

resuello.

Julia levanta un dedo. Entre los hilos de baba que le cuelgan de la boca se oye

una vocecilla débil.

-Uno solo, ha sido un cubata nada más. Y no me he emborrachado, pero tengo el

cuerpo superrevuelto.

-Un cubata de qué.

-De vodka.

Matilde se incorpora, se da la vuelta y mira a Bernardo, que trata de apaciguarla

un poco con la mirada.

-Voy a calentar un poco de agua –dice Bernardo. Bernardo cree que en estos

casos se suele tomar poleo, que asienta el estómago.

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-Déjalo –dice Matilde un minuto después, cuando no ha hecho más que posar la

cazuela llena de agua en la vitrocerámica y está esperando a que le salgan las burbujas-.

Dice que no quiere nada. Ya se ha metido en la cama.

Bernardo y Matilde vuelven a la habitación. Cuando van a quitarse la bata para

volver a la cama se dan cuenta de que van desnudos. Matilde, antes de quitársela, se

pone unas bragas, y luego saca del armario un camisón limpio y se lo enfunda. Bernardo

se acuesta desnudo. Hace mucho calor. El dormitorio está lleno de humo.

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16. Doméstico es del Sol nuncio canoro

Kolia no ha puesto demasiado empeño en aprender castellano. Él dejaba que la

lengua penetrase en su cerebro como cala la lluvia en el campo. A veces, en clase, le

sorprendía estar entendiendo involuntariamente algo. Su mente entonces se metía sin

querer en una órbita distinta en la que giraban naves extrañas. Pero la pesada de Esther

dice que tiene que aprender castellano. Todas las tardes, a las seis de la tarde, va con la

bicicleta a buscarlo y luego los dos se vienen a casa de Esther, al palomar forrado de

cajas de huevos donde pueden escuchar música sin molestar a nadie.

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Y el caso es que Kolia lo entiende todo. Es como si ya se lo supiese, como si,

más que aprenderlo, lo recordase. Esther piensa si esto no tendrá algo que ver con

Platón. Y hay otra cosa que a Esther la tiene impresionada. A veces le pregunta una

cosa, ¿qué has hecho esta mañana?, por ejemplo, y Kolia entonces, muy recto, muy

tieso, como cuando mira en la pizarra los problemas en vez de resolverlos con el lápiz

de Ikea, espera unos segundos sin mover un músculo y luego dice:

-He estado leyendo toda mañana un interesante novelo de Vladimir Voinovich.

Y Esther se muere de risa:

-¿Pero cómo es posible que conjugues los verbos tan bien y luego digas novelo,

lirián, más que lirián?

-¿Qué es lirián?

Esther entonces va a decir algo pero lo único consigue es inflar los carrillos.

-A ver cómo te lo explicaría yo…

Y entonces, inevitablemente, se enredan en un juego de malentendidos que

enseguida pasan al absurdo y Esther no para de reír. A Esther le duele la tripa de reír

cuando está con Kolia. No es que sea muy chistoso, así, tan pálido, tan escuchimizado,

pero es que claro, ¡pone esas caras cuando habla! ¡Y a todo le da la vuelta y todo acaba

siendo absurdo! ¡Es más tonto…!

Diciendo chorradas se les suele pasar la tarde. Luego meriendan o escuchan

música emo recostados en la cama. Lo último que ha conseguido Esther es que Kolia

coja libros de texto en castellano y se ponga a curiosearlos mientras suena 30 seconds to

Mars a todo volumen.

Una de estas tardes el padre de Esther golpea con los nudillos en la puerta del

palomar mientras Esther trataba de explicarle a Kolia en castellano quién es don Luis de

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Góngora y Argote, que el lunes llevan examen. Ya han pasado un buen rato con el

lascivo esposo vigilante y el doméstico es del Sol nuncio canoro.

-Esto lo entenderá su puta madre –dice Esther.

-¡Petyx! –dice Kolia.

-Pero tú que dices. Espera, que es mi padre.

Esther abre la puerta y un señor enjuto aparece y traza líneas curvas con la

cabeza mientras habla.

-Mira a ver, Esther, que ha venido una amiguica tuya.

Esther se asoma por la ventana del palomar. Es Julia, que vuelve desde la puerta

al jeep de Bernardo y se asoma luego a la ventanilla para darle un beso.

-¿Y esta tía de qué va? –le pregunta Esther a Kolia.

-Va aquí, ¿no? –contesta Kolia, ya más lanzado con el castellano.

Antes de que suba las escaleras Esther se vuelve a Kolia, le coge por los brazos y

lo mira a los ojos.

-Y ni una jodida palabra en inglés, ¿me has oído? ¡Es que si no no vas a

aprender nunca…! –dice, y afloja un poco la presión sobre los brazos.

-¿Helo? –dice Julia nada más ver el cuello de Kolia estirarse desde lo alto de la

escalera.

-Hola –contesta Kolia.

Julia lleva un barbour azul, unos levis antiguos con la cintura que le llega hasta

el ombligo, una sudadera rosa y unas zapatillas blancas. Va vestida de excursión

campestre. Se ha recogido la melena rubia con un pañuelo bandana del mismo color que

la sudadera. A Esther le recuerda un poco el retrato de su madre sentada a mujeriegas en

la parte de atrás de la vespa de su padre, con gafas de sol. Julia no lleva puestas las

gafas de sol porque está nublado.

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Mientras recobra el resuello de la escalera, con los carrillos colorados y los

dientes blanquísimos perfectos, vuelve a saludar.

-Mi padre tenía que venir a Alfambra a ver al perro y me ha traído. He pensado

que a lo mejor os gustaría ir a ver el reloj. Podemos aprovechar que hay luz.

-¿Y a qué hora te recoge tu padre? –le pregunta Esther, con el mismo tono con

que le habría preguntado cuándo van a volver a dar el agua.

-Cuando volvamos. Cuando se vaya a hacer de noche.

Esther se queda un poco parada. No es la pija repelente de 1º A, no tan pija

como sus amigas pijas, pero poco le falta. Julia es más tipo beata, más Amo a Laura,

siempre muy tapada y muy aplicada y muy callada. Lo raro no es para Esther que haya

dejado de ser pija sino que nunca la había visto sonreír desde tercero de la ESO, desde

aquél día que le preguntó si en su pueblo había vacas. Desde entonces Esther la odia

para siempre, pero la verdad es que se ha vuelto una chica un poco triste. Mira con los

ojos medio cerrados y da la sensación de que esté pasando por un trámite que no le

gusta, y que ella ya es chica de universidad privada, no carne de psicología, que es lo

que va a estudiar la mitad de la clase.

Y sin embargo ahora esa sonrisa fresca y esas ganas persistentes de agradar.

Esther piensa que todo es por Kolia, eso ella lo tiene superclaro, pero le sorprende que

no siga hablando en inglés con él, que no se adueñe del palomar ni se ría de las cajas de

huevos que hay pegadas a la pared, o suelte alguna coz. Seguro que lo quiere

impresionar. Esther piensa que Kolia sería un idiota si se enrollase con semejante tía.

Y Kolia está encantado. Entiende bien a Julia, quizá porque habla con pocas

palabras y son todas muy fáciles. Julia lo mira y abre mucho la boca para preguntarle si

le gusta el pueblo. Tiene los ojos pequeños y azules y los dientes muy grandes. Es como

transparente, como un anuncio de higiene íntima, y no deja de sonreír.

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-Bueno –dice Esther-, pero es que está un poco lejos.

-Ya he visto que tenéis ahí abajo las bicicletas. Yo puedo ir a por la mía, que la

tengo en la casa.

Julia no sabía si decir en casa o en la casa. Hace diez años que no la pisa, desde

que era una cría. No sabe si es suya o no es suya, ni tampoco quiere presumir. Entonces

Kolia, muy serio, muy grave, dice:

-Puedes sentar en transportín posterior de mi bicicleta si tú quieres.

-Eso –dice Esther-, y te acompañamos a tu casa y coges la tuya.

Por toda la calle doctor López va Esther con su bicicleta de montaña y Kolia con

un trasto de barra alta y guardabarros y muelles gordos debajo del sillín. Julia va

sentada en los hierros del transportín, que llevan unos pulpos rojos enrollados. La

bicicleta tiene aspecto de pesar una tonelada, y a Julia le sorprende que no lleve frenos

en el manillar. Apoya los pies en las palomillas de la rueda trasera y se agarra a la

cintura de Kolia.

-Oye, Kolia, ¿y tú como frenas?

Kolia deja de dar a los pedales y la bicicleta se detiene.

-Freno pedal –dice Kolia.

-Mira que gracia. ¿Es rusa?

-No, es China. Es de amigo cubano el cual vive en Frías.

Esther impone un ritmo muy vivo y pronto llegan a la casa. Está abierta.

Bernardo ha ido a pasear al perro. Pronto vuelve Julia con la bicicleta Macario all road

de su padre y un casco que parece una mariquita y que mete en la mochila para no

desentonar.

La ermita está muy cerca, un poco más allá de la casa de Kolia, a unos seis o

siete kilómetros del pueblo. Los tres pedalean los mismos cuatro kilómetros que todos

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los días recorre Kolia para coger el autobús. La carretera va entre ramblas y majadas,

campos de un rojo intensísimo dejados descansar, bancales que ocupan el terreno en

lenguas curvas, algunos ya labrados y otros todavía con las cañas de la siega. A Kolia

siempre le sorprende que en las lindes de los campos no haya una sola línea recta. Pero

le gusta el rojo de barros menudos, su olor tan húmedo aun en medio del secano.

Kolia señala su casa cuando pasan al lado de la masía de los cirujanos, y llama a

Esther.

-¿Quieres ver a Ruska?

Esther se mete a la derecha, por el camino que lleva a la masía, muy cerca de la

carretera. Dejan las bicicletas apoyadas en la pared y Kolia los conduce a la parte de

atrás de la casa, a la puerta del corral. Antes ha gritado unas palabras en ruso y luego ha

dicho:

-Mi abuelo no está.

Kolia abre el candado del corral y los tres entran a un zoo de animales

domésticos. Los conejos corren a refugiarse detrás de las alpacas y las gallinas caminan

más rápidas de lo normal y ahuecan un poco las alas pero enseguida vuelven a lo suyo.

Los pavos de colgante mocarro sobrellevan sus pechugas todos juntos al lado de la

tolva, y detrás de una puerta rota se adivinan los ronquidos de un cerdo. Parece una

granja escuela. Huele a estiércol.

-¡Tsyp, tsyp! –va cantando Kolia a las gallinas.

-¿Y eso qué es? –pregunta Julia, y señala una especie de rata que hay metida en

una jaula.

-Un hurón –aclara Esther.

-Todo es mi abuelo –dice Kolia, y entra en una corte que han improvisado con

ladrillos viejos debajo de la bardera.

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Las chicas agachan la cabeza y siguen a Kolia. Dentro, al pie de un pequeño

ventanuco, está tendida la galga rusa, que levanta un poco la cabeza y cuando ve a Kolia

la vuelve a bajar. Está echada encima de una estera vieja, a Julia le llama la atención lo

limpio que está todo. Kolia le acaricia los ojos y las orejas. La perra cierra los párpados,

se deja querer. Después, sin volverse, coge la mano de Esther y la posa con cuidado

sobre las enormes tetas de la perra.

-¿Sientes?

-Ay, sí –dice Esther, en voz muy baja, para no molestarla-, mira cómo se

mueven.

-Yo también quiero –dice Julia.

La perra ha vuelto a abrir los ojos y jadea. Kolia moja la mano en el cuenco del

agua y le refresca la boca. La perra lame los dedos de Kolia, y el chico acerca un poco

más el cuenco para que pueda beber sin incorporarse.

-Vamos a dejarla tranquila –dice Esther. Julia todavía tiene la mano sobre la

tripa de la perra. Casi no la toca. Sólo siente su calor, y un leve movimiento que la

estremece y la hace sonreír. A Kolia le hace gracia que haya personas que sonríen tanto.

Muy pronto, en mitad de un alto páramo entre ramblas, llegan a la ermita de

Santa Ana, un caserío en forma de L y orientado al sur con una replaceta de losas de

piedra rubia. Al otro lado del camino hay un merendero poblado de acacias pequeñas y

mesas y asientos de cemento y algún que otro fogón en el que asar chuletas. A un lado

de la ermita, tangente con la replaceta, está el reloj analemático.

-Aquí cuando hay sol marca la hora –dice Esther.

Es una elipse poco pronunciada de unos dieciséis metros de diámetro, losas

concéntricas de granito rojo decoradas con escudos medievales (las Órdenes de la

Encomienda: Temple, Santo Redentor, Montegaudio, Malta, Montesa y Jerusalén). Las

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partes del reloj, el anillo de las horas y el signo de asimétrico infinito donde están

marcados los meses del año, son taraceas de piedra y metal incrustadas en el granito.

Los tres miran al cielo. Está cubierto de nimbos cárdenos pero aquí y allá, en los

intersticios de las nubes, parece que se abren claridades, como si a lo largo de la tarde

aún pudiera penetrar el sol. Así que deciden esperar sentados junto a la tapia de la

ermita.

-Aquí juegan a la morra y el que pierde tiene que ir andando de rodillas para

atrás –dice Esther.

-¿Y qué es eso de la morra?

-Explícaselo tú, Kolia.

-¡Sais! –dice Kolia, con el puño cerrado.

-¿De verdad que no has visto nunca jugar a la morra? ¿Ni siquiera en Vaquillas?

-No. En Vaquillas nos vamos a Menorca.

-Pues aquí nos lo pasamos de puta madre. Kolia nunca ha estado.

-Mi padre dice que antes había una peña que se llamaba Los Cosacos –dice Julia,

que no está muy puesta en fiestas locales.

-¿Cosacos? –reacciona Kolia.

Los tres pasan un rato contándose cosas. Esther y Julia se cuentan cómo se veían

antes de caerse bien. Esther cuenta lo de las vacas. Julia le reprocha que Esther dijera

“te lo juro por Snoopy” cuando Julia le juró al de Historia que no había copiado, que se

lo sabía todo de memoria. Kolia contó que su abuelo estuvo en la Guerra Civil.

-Mi abuelo dice que aquí aprendió cazar con cuchillo, para que no sonase bang

bang –dice Kolia. Al decirlo sube la vista y ve que una leve cortina de luz se ha

derramado entre los nubarrones. Es la mínima luz posible para que proyecte sombra, y

los tres salen corriendo a situarse como gnomos móviles en el centro del reloj. La

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sombra de la saeta parece una higa, Kolia el dedo corazón, tieso como un palo, y las

chicas, a su lado, las falanges apretadas. Incluso hacen bromas y se empujan y levantan

el brazo los tres. Pero ninguno se va.

-A ver, Kolia, qué fallo tiene.

Kolia mira las medidas del atril de hierro que hay en un extremo y luego se sitúa

en el mes de octubre, y cierra los ojos y su mente se anega de senos y cosenos. Sus

labios rezan la letanía de las ecuaciones y siente el contacto de los cuerpos de las chicas

y de sus perfumes. Una derivada está a punto de salirle mal. Las incógnitas fluyen como

un combustible que estuviese a punto de hacerlo levitar. Cuando encuentra la solución

espera un poco más, lo que dure el rayo de sol.

-Las seis y cuarto –dice al final, y se mira su reloj y añade:- No tiene error. ¡Es

perfecto! ¡Es perfecto!

-¡Hostia, las seis y cuarto!, ¡el cumpleaños de Laurita! Voy a llamar a mi padre.

Ninguno se separa. Esther nota en su brazo el cuerpo de Kolia y el barbour de

Julia. Kolia cacarea otra vez más que todo es perfecto, y Julia los siente a los dos y coge

de la mano a Kolia para que se calle.

-¿Papá? Oye… Oye, mira, que no voy a ir al cumpleaños de Laurita, que te

vayas tú a Teruel que ya me llevará el padre de Esther.

-…

-¡Pues porque no me apetece! Paso de Laurita. Me quedo en Alfambra. Pero no

le digas nada a mamá hasta que yo llegue, ¿vale?

-…

-Que sííí, pesado. Vale, adiós…

Julia cuelga y luego dice:

-A tu padre no le importará llevarme, ¿verdad?

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Entonces Kolia dice:

-Es una extraordinaria coincidencia. También yo cumpleaños.

Las chicas se alegran y se vuelven y le dan dos besos y le tiran de las orejas.

-Pues toma –dice Julia, y se saca del barbour un paquete. A los tres les parece

ridícula la posición en la que están pero ninguno quiere modificarla- Es el regalo de

Laurita.

-Joder, un áifon –dice Esther.

-No es un áifon. Es un LC con televisión digital terrestre. Bueno, sólo le

regalamos el primer mes del contrato. Pero ella ya tiene un áifon, así que quédatelo tú.

La necesidad de ver el objeto deshace el gnomon apiñado que formaban.

-Vámonos a mi casa a celebrarlo –dice Esther.

-Yo voy a comprar la merienda –dice Julia.

-No, tú mejor compra el alcohol y yo pongo la coca-cola.

-Yo tengo una botella de vodka –dice Kolia.

Los tres amigos bajan por la carretera mientras oscurece. Cuando llegan a casa

de Kolia, oyen un ladrido. Detrás del corral está Canelo, el podenco de Bernardo. El

animal gime y menea el rabo, y olisquea las hierbas que nacen al pie de la tapia. Julia

todavía no sabe que ese perro es suyo. La última vez que Julia estuvo en Alfambra

Canelo no había nacido.

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17. Huevos Los Amantes.

Mijaíl Denísovich Breshkovski está empujando un carretillo lleno de cadáveres

de gallina ponedora por la cuesta que lleva desde la nave de los huevos hasta el

comedero de los buitres. Es un caminacho de polvo blanco y cagarrutas de oveja que

bordea un barranco. En los últimos días Mijaíl ha conseguido darle la vuelta a la

situación. Después de las primeras horas de angustia, tomó la decisión de seguir con el

empleo bucólico de las gallinas pero no decirle a Tatiana que también incluía el sórdido

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negocio de los huevos. Piensa que ya ha causado bastantes problemas. Pronto el trabajo

en la nave perdió crudeza, Mijaíl Denísovich se acostumbró al olor, y por otra parte

necesita constante trabajo físico para mitigar esos momentos de pérdida del equilibrio,

cuando no sabe dónde está ni si está vivo o ya se ha muerto, cuando se para el mundo y

Mijaíl ve los campos pardos y los álamos medio desnudos y no es capaz de entender

cómo ha llegado hasta aquí.

Esta mañana se ha dado una buena paliza. Quería dejar los huevos recogidos

antes de las tres para comer con su familia. Hoy es el día libre de Tatiana, así que,

aunque sea con un poco de antelación, han decidido celebrar juntos el cumpleaños de

Kolia. El resto de la semana es casi imposible que coincidan para comer.

Mijaíl deja los cadáveres en el comedero y vuelve sobre sus pasos con el

carretillo. A lo lejos ve que junto a la furgoneta de reparto está también el Cayenne del

jefe. Distingue también un bulto negro y una mancha blanca. Cuando se acerca se da

cuenta de que el jefe ha empezado a pintar de blanco la nave.

-Ah, ya estás aquí –dice el jefe, y deja la brocha en un cubo de pintura blanca.

Ha pintado una franja de un metro de alta y medio metro de ancha. Lo ha hecho con

mucho cuidado pero aun así se ha puesto las manos perdidas de pintura. Mientras brama

y restriega la mano contra el cemento de los bloques, con la otra saca un papel del

bolsillo del tabardo.

-5000 huevos, Puçol.

-¿Mañana?

-No, no, uy, mañana. Hoy, hoy, mañico, hoy, que los necesitan para una tortilla

gigante…¡Tor-ti-lla-gi-gan-te! Cuando hagas la faena…

El jefe se acompaña de gestos pero hay ciertas palabras que Mijaíl entiende casi

sin querer.

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-Ya faena. Ya todo.

-¿A ver?

El jefe se mete a inspeccionar las jaulas. Mijaíl empieza a cargar los huevos a la

camioneta. Usan la misma para las gallinas que para los huevos, así que antes tiene que

desmontar unas cuantas jaulas para que quepan los envases. Ya ha dejado en el suelo las

primeras cuando sale el jefe.

-¡Chico, qué recogidico lo tienes todo! Espera, espera. Eso luego. Eso déjalo.

Ven, ven.

Mijaíl lo acompaña hasta donde están los cubos de pintura.

-¡An-tes-pin-ta-es-to! –grita, y le da la brocha ya mojada y señala con el dedo en

el aire un rectángulo que se corresponde a las cuatro paredes de la nave.

-¿Hoy?

-Uy, joder, hoy, hoy. Si esto lo acabas en un voleo, templao –dice, y se encamina

al Cayenne. Cuando ya ha abierto la puerta y tiene una pierna metida en el coche, le

grita:

-¡Cin-co-mil! ¡Pu-çol!

El coche del jefe desaparece y Mijaíl observa cómo gotea la brocha encima de

los hierbajos. Luego escribe, en trazos grandes, el número 5000. Está solo Mijaíl. En la

gran batalla de Kursk se construyeron 5000 kilómetros de trincheras. La gloria de

aquella victoria sirvió para bautizar un submarino que se hundió sin que nadie pudiera

hacer nada para rescatarlo. Mijaíl dibuja otro 5000, más pequeño, a su lado. Cinco mil

son los kilómetros que hay entre Moscú e Irkutsk, el camino que recorrió Mijaíl para

reunirse con Tatiana. La vida se puede condensar en cualquier número, pero ese cinco

gallináceo y esos tres ceros obsesivos y regodeantes le producen una extraña sensación

de placer. Cada vez que encuentra un nuevo cinco mil corre a escribirlo en las paredes

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de la nave. Cinco mil cintas rojas ataron en los abedules para las fiestas de la primavera.

Cinco mil rublos le ha costado volver a darse de alta como autónomo.

Lo que empezó siendo una broma se convierte casi en una necesidad neurótica

como las de quienes no pueden tocar una pared sin tocar también la opuesta. Conforme

la fachada se va llenando de cincos y de ceros Mijaíl entra en un estado de nerviosismo

que necesita vaciar con brochazos como bofetadas en ese cinco mil que lo persigue. Es

necesario conjurar el número cinco mil, se dice Mijaíl, pintarlo cinco mil veces para que

deje de perseguirlo. Al mismo tiempo que lo excita lo relaja, como las máquinas

tragaperras.

Pero pronto se siente desfallecer. El tufo de los gases que desprende la buitrera o

los que despiden las gallinas moribundas han podido afectar a Mijaíl. Incluso el olor que

desprende la pintura, quién sabe. El caso es que pronto necesita terminar de pintar con

números la pared entera, pero eso no significa sino que no se quedará tranquilo hasta

que no pinte las otras tres. Ojalá siempre que se ha sentido tan mal hubiera tenido una

pared tan grande para pintar. Pronto su actitud es la de esos dementes que se dedican

con extrema seriedad y pulcritud a una tarea sin sentido. Dentro de la lógica de la

pintura, el viaje de forrar la nave con numerajos es un acto casi místico. Mijaíl tiene una

manera muy artística de descargar su agresividad. Lástima que no se entere nadie.

Termina hecho polvo. La bruma de ira se disipa y queda la evidencia de haber

perdido otro trabajo, a menos que lo pinte otra vez todo de blanco. La lucidez lo golpea

con la misma saña con que hace unos minutos lo golpeaba la demencia. ¿Es este el

regalo que vas a hacerle a tu hijo?, se dice. Hace frío. Mijaíl vuelve a meterse en el

gallinero. Desde que está él la nave no es tan deprimente. Incluso hay una fila de

gallinas afortunadas que salen por turnos a corretear un poco por el pasillo. Mijaíl saca

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todos los días la gallinaza y ha empezado a instalar unas chapas entre las jaulas para que

no se ensucien.

Hay personas que necesitan una redención, un sacrificio. Hay seres que nacieron

con un tumor de culpabilidad en el cerebro que no se les irá en la vida. Y casi todos

buscan liberarse de la culpa de un modo que no les permita pensar ni sufrir. Ha habido

días buenos en este trabajo sucio, precisamente aquellos en que la cadencia del trabajo,

el latir del día era suficiente para no pensar. Otros días no hay paseo de gallinas ni

limpieza de chapas. Otros días merodea por el tumor un moscón que tarde o temprano

pica y entonces los fantasmas se revuelven en sus tumbas y la punción en las vísceras de

los celos lo deja para el arrastre.

Hoy, por ejemplo, Tatiana tiene día libre pero, mira por dónde, tenía que ir a

Teruel. Hoy era el día de estar con su marido, aunque tampoco puede reprocharle que

prefiera divertirse a tirar gallinas muertas a la basura. Hoy tenía que bajar a Teruel con

el viejo Rodión por el dichoso asunto de la nacionalidad. Una declaración jurada. Qué

mentira. Qué asombrosa mentira. Fingen que no quieren ser rusos, desheredados como

él en el purgatorio de los huevos. Mijaíl está harto de la nacionalidad y de ese tipo, ese

tal Bernardo, Bernardo por aquí, Bernardo por allá. Que si me he encontrado a Bernardo

cazando, que si Bernardo me ha invitado a comer langostinos, que si mira qué trabajo te

ha buscado Bernardo. No está mal. Para un perito agrónomo titulado en Irkutsk que

soñaba con refundar el arte nihilista no está nada mal, desde luego.

Es la gota de combustible que necesita Mijaíl para decidir que se vuelve a su

casa. Va a dejar así la nave. No bajará a Puçol. Se va a comer con su familia y ya

decidirá después.

-¡Mu bonito! –oye decir mientras trata de quitarse la pintura de las manos en un

grifo. Mijaíl no sabe lo que habrá dicho el jefe pero cuando se vuelve ve que está

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congestionado. El jefe chilla sin parar, se acerca hasta él, lo apunta con el dedo. Es un

hombre fuerte pero ya bastante mayor. Un escalofrío recorre el cuerpo de Mijaíl cuando

tiene la certeza de que ese hombre no es tan fuerte como él. El jefe está tan excitado que

el mismo furor dormiría sus brazos, su capacidad de cálculo. A Mijaíl le resulta casi

insoportable la extrema facilidad con que podría reducirlo y clavarle un hacha en la

cabeza, la naturalidad con que los acontecimientos y las previsiones se delinean en el

aire.

No sabe lo que dice, pero le sorprende que haya gente con tanta seguridad en sí

misma. El jefe sigue chillando y moviendo los brazos y señala los cubos de pintura y el

reloj, y le enseña a Mijaíl dos dedos como dos horas de grandes. Ese hombre

conestionado no sabe que si Mijaíl no pinta inmediatamente la nave y se va a Puçol con

cinco mil huevos tiene algo más importante que perder que un trabajo. O quizá sí lo

sepa. Quizá los energúmenos calculan el sentido común de sus víctimas, la necesidad, la

cobardía.

Ese hombre, sin embargo, grita mucho pero tiene miedo. Cuando habla camina

hacia detrás sin querer y se le amontonan las palabras y abre mucho los ojos. Igual es

que le ha gustado mi obra, piensa Mijaíl. Así es que, sin decir nada, se encamina al

poyete donde dejó los cubos de pintura y empieza a pintar en brochazos uniformes la

primera pared. Siente una satisfacción morbosa, un aplomo cínico que lo protege. Los

metros cuadrados de cal van a blanquear la culpa de no comer con su familia.

Aún es de día cuando Mijaíl Denísovich aparca la camioneta delante de la puerta

de su casa. Desde fuera se ve la bombilla de la cocina. Tatiana está terminando de

recoger. Encima del fregadero hay una fuente con setas en escabeche, un plato con

pastel de centeno y una jarrita de hidromiel. Es todo lo que queda de la fiesta.

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-Tengo que irme ya. He de darle la cena a la vieja –dice Tatiana, más seria que

de costumbre.

-He tenido mucho trabajo –dice Mijaíl.

-Ya –dice Tatiana, que sigue recogiendo los cacharros.

-Es verdad, Tatiana Illínichna. Ese hombre no sabe de horarios.

-Le habías pedido la tarde libre.

-¡Pero cómo voy a pedirle la tarde libre, si no sé! Confiaba en que se iría a las

dos, como todos los días. Pero…

-Vas lleno de pintura.

-Bueno, es que también se ha empeñado en que le ayudase a pintar un corral y…

Tatiana se quita el delantal. Lleva el traje chaqueta que se pone para los

acontecimientos. Tatiana Illínichna mira al suelo de baldosas de barro mientras Mijaíl

Denísovich le explica que está molido de pintar y que le duele el brazo. Tatiana ha

empezado a mirar por la ventana. Al final se vuelve y lo mira con los labios muy

apretados.

-¿Ya te has acabado la botella?

-¿La botella? ¿Qué botella?

-La botella de vodka.

-Tatiana, pero…, ¿pero qué dices?

-Me juraste que no abrirías la botella. El día que entramos en esta casa metí esa

botella en el frigorífico y tú me juraste que no la abrirías. Esta mañana estaba, pero esta

tarde, después de comer, me he ido a dar un paseo con mi padre y cuando he vuelto

había desaparecido.

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-Hoy he hecho muchas tonterías, Tatiana, pero esa no. Debes fiarte de mí.

Mírame. Estoy sereno, completamente sereno. ¿Tengo aspecto de haberme bebido una

botella de vodka?

-¿Sólo una?

-Tatiana. ¡Hace una semana que no te veo!

-¿Sólo te has manchado hoy las manos de pintura? ¿No has tenido que pintar

más cosas? ¿No te has dedicado a pintar mensajes nihilistas por ahí como hacías en

Irkutsk?

-Tatiana. Sólo puedo darte mi palabra de que yo no he cogido esa botella. ¿Por

qué no puede haber sido Kolia?

-Kolia no bebe alcohol. Lo aborrece.

-Yo tampoco bebo. Yo no he sido. ¡Tienes que creerme! ¿Qué es lo que estás

buscando? No, no estás enfadada porque no haya venido a comer. Estás buscando un

motivo para largarte, ¿no es eso?

-No cambies de conversación, Mijaíl Denísovich.

-No, es la misma. Es la misma razón por la que te quisiste marchar a Teruel a

toda costa. La misma por la que empleas tu tiempo libre en unas historias legales

absurdas. Llevo una semana enterrando gallinas y tú ahora me vienes con que no tengo

derecho a defenderme.

-Da igual, Mijaíl, déjalo ya.

-¡No! ¡No puedo dejarlo! ¡He enterrado demasiadas gallinas hoy para dejarlo!

Tatiana ha cambiado su expresión. Ya no es de disgusto sino de alarma. Mijaíl

se da cuenta, y trata de serenarse.

-Vamos.

-No, hoy no hace falta que me lleves.

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-¿Por qué?

-Me van a llevar.

-¿Quién?

Tatiana abre mucho los ojos. Mijaíl piensa que vacila un poco al hablar, pero

Mijaíl ya está encendido aun antes de que su mujer le conteste.

-Bernardo ha venido a dar de comer al perro y me bajaré con él.

Mijaíl Denísovich vuelve a sentir la misma levedad que por la mañana, como si

su cuerpo fuera de corcho.

-Está bien –dice Mijaíl-. Si no me necesitas para nada, me voy.

-¿Dónde vas, Mijaíl? Kolia y mi padre van a venir pronto.

-Me voy a Puçol, a llevar cinco mil huevos –dice Mijaíl, y sale a toda prisa de la

cocina sin que Tatiana pueda remansar la discusión. Cuando Tatiana sale a la puerta ya

ha puesto en marcha la camioneta de Huevos Los Amantes, que lleva una gallina

pintada en la puerta.

Mijaíl siente una profunda vergüenza por todo lo sucedido. Desde lo que pasó

con el abrigo no levanta cabeza. ¿Cómo es posible que Tatiana sepa lo que ha estado

pintando en las paredes de la nave? Se sentía seguro, protegido. ¡Fue un acto de

redención! ¡Fue un sacrificio! Mijaíl ríe a carcajadas cuando encuentra de nuevo la

palabra sacrificio. Los gritos al parabrisas y las carcajadas se suceden con el desorden

del dolor.

Cae la tarde, del campo quedan solo los contornos. Mijaíl ve a lo lejos los

potentes faros de un coche. El coche va muy lento. Es posible que sea el coche que va a

recoger a Tatiana. Es posible que sea Bernardo, piensa Mijaíl. No lo ha visto nunca y

todos los españoles le resultan parecidos. Se lo ha imaginado como uno de estos viejos

que llevan la piel muy bronceada, pero también como un joven con aspecto de gitano.

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Mijaíl aminora la marcha cuando se acerca. El jeep se detiene y un hombre sale

y enfoca las ruedas con una linterna. Lleva un chaquetón oscuro, da pasos adelante y

atrás como si mirándola mucho comprendiese mejor la naturaleza del pinchazo. Desde

lejos se ve que no ha cambiado una rueda en su vida, así que, cuando se hace al ánimo,

abre la puerta del maletero y saca lo que es posible que sea un gato, una barra de hierro

con aspecto de ballesta.

El hombre levanta la cabeza, lo deslumbran los faros de la camioneta de Huevos

Los Amantes. Mijaíl se acerca. El hombre habla muy deprisa en español, hasta que se

percata de que Mijaíl no lo entiende. Mijaíl lo mira y sonríe. Entonces el hombre dice

varias veces la palabra perro y señala el campo. Mijaíl ya conoce esa palabra, pero hace

como que no entiende. El hombre, entonces, dice “guau, guau”, y vuelve a señalar el

campo. Mijaíl contesta en su lengua.

-Vamos a ver qué tal es ese gato –dice, y lo coge de las manos del hombre, que

lo mira como si se le hubiese aparecido un marciano.

Mijaíl Denísovich engancha el gato y en un abrir y cerrar de ojos cambia la

rueda del jeep. Cuando se pone en pie lleva en la mano el gato, y sonríe. El hombre del

chaquetón oscuro está nervioso, pero puede que esté nervioso porque cualquiera lo

estaría. Casi cualquier español en una noche oscura de octubre que se encontrase con

alguien como él tendría miedo. El hombre se deshace en gestos de agradecimiento. Le

tiende la mano sin importarle que Mijaíl las lleve llenas de pintura y de grasa. Ahora

sonríe mucho. Cualquiera diría que está temblando.

-¡Bernardo! –se oye una voz a sus espaldas. Es el viejo Rodión, que viene

andando por la carretera con su alcayata y su plumífero negro. El viejo llega hasta ellos,

muy contento, y coge a cada uno del brazo con una mano, como saludándolos al mismo

tiempo.

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-Mira, Mijaíl. Este es el hombre que me está buscando la pensión –dice el viejo.

El hombre sonríe y dice cosas pero ni Mijaíl ni el viejo lo entienden. El viejo

sólo sabe decir Bernardo. Mijaíl devuelve a su dueño el gato. Anochece, ya casi no se

ven las caras.

-Bueno, Rodión, yo me voy.

-¿Adónde vas a estas horas, hombre? –le pregunta el viejo.

Mijaíl Denísovich contesta en castellano.

-¡Cin-co-mil! ¡Pu-zol! –dice, mientras sube a la camioneta.

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18. Últimos días del parque.

Esta mañana Matilde no ha ido al Espresso a reunirse con sus amigas y tomar un

cortado descafeinado de máquina. Hoy no se siente con fuerzas para la tertulia. Hoy

Matilde no quiere saber nada de la crisis económica ni de los atentados contra la libertad

religiosa. No tiene ganas de que le pregunten por su tía, ni de que Remedios le dé la

paliza con que Julia está muy rara y su hija Laurita lo está pasando fatal. El único

encargo que tiene esta mañana es recoger el teléfono que le han comprado a Laurita

para su cumpleaños. Esta tarde irán a celebrarlo a la hípica, y Julia no ha sido capaz en

toda la semana de comprarle un regalo. “No tengo ganas de comprarle nada, mamá”, fue

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lo único que pudo sacarle. Así que Matilde tuvo que pensar por ella y mirar tiendas y al

final pensó que lo único que le puede gustar a Laurita es un teléfono móvil.

Ha estado lloviendo toda la noche. Quedan charcos en las calles. El cielo está

cubierto y apretado, en cualquier momento puede volver la lluvia. Matilde ha estrenado

la gabardina que se compró en Ferrán, azul oscura acharolada, muy bonita, y camina

con las manos en los bolsillos. Las calles están llenas de reflejos de los edificios. Los

coches al pasar salpican, el sonido de las ruedas le recuerda los sábados de cuando ella

era como Julia, cuando iba con Virginia a la biblioteca, a buscar algo en una

enciclopedia, pero rápidamente lo dejaban y se iban a la Zona y se pasaban las horas

muertas sentadas en la acera de un callejón, viendo pasar los chicos. Ahora, piensa

Matilde, dicen que a la Zona ya no van más que extranjeros. A Julia le tiene dicho que

no vaya por allí. Matilde previene a su hija de los callejones escondidos que pisaba ella.

Le gustan a Matilde estas mañanas húmedas y laborables, el cielo color plata que asoma

cuando cruzas el viaducto pisando la reja del desagüe.

Estaba nublado también el día que pasó por el viaducto viejo con el autobús y un

hombre acababa de tirarse, y habían tapado el cadáver con unos cartones y al lado vio

un zapato vacío. Desde entonces tiene vértigo. Cuando pasa por el viaducto deja incluso

de pensar. No soporta el vacío. La tienda de teléfonos está en la calle de la Amargura,

enfrente de La Gramola. Matilde podría ir por donde siempre, por la plaza San Juan y

luego la calle amplia con todo el mundo conocido, pero prefiere cruzar las losas grises

de la Glorieta, vacía cuando hay sol y cuando hay lluvia, y atravesar la calle de las

Murallas. Se imagina que cualquier día va a ver salir a Bernardo del portal de su tía, o se

lo va a encontrar hablando en el patio con Tatiana, como los mozos viejos que rondaban

a las criadas.

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Pero hay algo más profundo. A lo mejor si se lo hubiese encontrado tirándosela

su sensación no sería tan desagradable. Entonces todo habría sido una tragedia y las

tragedias se acaban, pero este continuo sospechar que no te quieren, este cielo negro

abrumador de que te tomen por un mueble, eso la está matando. No puede hablar claro

con Bernardo. Nunca jamás en su vida ha hablado claro con Bernardo. Se han dicho

millones de cosas pero todas eran cuestiones de intendencia, y de vez en cuando, cuando

hay que comprar un coche, cuando hay que escoger las vacaciones, hablan ritualmente,

rutinariamente, y Bernardo dice que sí a todo y nunca sonríe. Matilde se imagina a

Bernardo sonriendo como un amante servil a la criada rusa. Ella se querría subir

escaleras arriba. “¡Pero Bernardo, esto es muy difícil!”, le diría, ruborizada, con más

miedo a perder el trabajo que a desesperar al amante. O algo parecido.

Matilde entra en la tienda de teléfonos. Iban a comprarle un áifon pero ya lo

tiene. Hay que gastarse trescientos euros como sea. Esto es como las bodas. Hace dos

meses Laurita le compró a Julia un reloj de trescientos euros. Es como si la familia

entera se regalase algo, o se devolviese un regalo a través de las niñas malcriadas. Julia

no se ha puesto nunca ese reloj, y eso a Matilde no le parece mal. Pero tiene demasiados

líos en su vida como para ahora ponerse a mal con la madre de Laurita, que la ve todas

las mañanas en el Espresso. La chica de la tienda ya le tenía preparado el teléfono

envuelto en papel de regalo. Matilde no se ha parado a mirarlo siquiera. “Es más

moderno que el áifon”, ha dicho la chica, y con eso ha bastado.

Matilde sale de la tienda pero no vuelve a pasar por delante del portal de su tía,

todavía no, quizá más adelante, cuando tenga que irse pronto porque viene Bernardo a

comer. Ni tampoco sube a la calle de San Juan a encontrarse con alguna de las amigas

que no ha querido ver en el Espresso. Matilde da un rodeo por la calle de Nueva y baja

tratando de no resbalarse. Hay algo en la ciudad, un estado de ánimo que la invita a irse

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por la Ronda o por el Óvalo, pero no por el centro, del mismo modo que hay días en que

le gusta caminar sin rumbo por las callejuelas de la Judería, y pisar, como cuando era

pequeña, sitios por donde no va nadie, lugares viejos que pudieron ser pisados por los

muertos. En estos días de lluvia Matilde tiene la sensación de que las cosas están más

cerca, de que todo puede recordarse sin dificultad. Algo de su alma corretea por detrás

del edificio de Correos, y se acerca al convento y pide por el torno una peseta de obleas.

Algo muy dulce y cercano en la puerta de la iglesia del Salvador, en domingos de

calcetines altos, en tardes azules anegadas del olor a café recién tostado. A Matilde le

preocupa pasarse la vida como quien se busca en un álbum de fotos. Los nuevos

edificios no le dicen nada. Daría igual que pasase por la calle de San Juan porque no

conoce a nadie. Cree que lo están destrozando todo, que van borrándole la memoria por

detrás como con una escoba, y esa sensación es aplicable a lo que está pasando con su

vida. Su importancia en este mundo se está borrando como un cartel barato en un día de

lluvia.

Matilde cruza otra vez la glorieta. Le parece un aparcamiento inhóspito.

¿Adónde juegan ahora al escondite?, ¿dónde están las sombras?, ¿dónde está esa vez

que Remedios estaba hablando con Manolo Villar y todos creyeron que se habían dado

un beso? Y Manolo Villar es su marido y todo se escribió entonces entre aquellas

yedras, y ya nada relevante volvió a pasar. Bueno, sí, que Laurita, su hija, está muy

disgustada.

¿Pero qué tenía que pasar? ¿Qué se esperaba de ella? ¿Que criase una hija y

luego su marido, cuando estuviese cansado de Benito Pérez Galdós, se buscase otra?

Matilde y Bernardo se conocieron tarde. Bernardo ya había sacado las oposiciones y lo

habían destinado al Instituto Geográfico Nacional. Se conocían de siempre, pero nunca

se habían fijado el uno en el otro. Quizá, piensa Matilde, sea eso. Quizá una extranjera

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es eso, la llamada de lo imprevisible, la mujer que te gusta nada más verla, no veinte

años después. ¿La hará reír? ¿Le hará bromas y se esforzará en que la otra enseñe sus

dientes de caballo?

Matilde cruza de nuevo el viaducto por el centro. Va mirando la reja del desagüe

para no tener que saludar a nadie. No puede soportar pararse a hablar encima de un

puente. No se fía de sí misma ni del mundo. Prefiere caminar por las calles umbrías que

hay después de la fuente Torán, es como si necesitara visitar una vez más los lugares en

los que fue feliz. A la altura de los Padres Paúles, sin embargo, ve venir a Virginia. No

tiene ganas de hablar, pero Virginia es Virginia.

-Ahora iba al Espresso, a ver si estabais –dice Matilde.

Virginia la mira con ojos tristes. Un coche pasa junto a ellas, casi las salpica.

-¿Se puede saber qué te pasa, Matilde?

Entonces Matilde se emociona y no puede evitarlo porque Virginia está también

muy triste y las dos se echan a llorar como dos tontas en mitad de la calle, así que

Virginia, que tiene más presencia de ánimo, la coge del brazo y se dan la vuelta para

caminar hasta un lugar más recogido donde puedan contárselo todo.

Hasta que no a llegan a los jardincillos de Fernando Hue no puede decirse que

empiecen a hablar. Allí es un sitio más tranquilo. Para Virginia es como si las cosas

importantes tuvieran que discutirse paseando por sitios bonitos. De hecho por allí sólo

van novios, o paseantes sin destino fijo.

-Es por tu tía, ¿verdad? –dice Virginia-. Yo, hija, te admiro. Yo sé lo que es

tener una tía como la tuya y que se parta una pierna.

-Qué más da. Tampoco hago nada por ella. Voy a verla y me siento en una silla.

Virginia y Matilde caminan bajo las yedras, una pérgola de ladrillo rojo que

desemboca en una placeta circular de altos cipreses. A la izquierda, bordeando la hilera

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de casitas bajas, pasan bajo los rosales trepadores, rosas de púas y hojas fuertes que han

oscurecido, como si hubiesen perdido el brillo, a pesar de que todavía cuelgan gotas en

las puntas.

-No. No es mi tía. Es todo, Virginia, es todo. Me siento mal.

-Mujer, todas pasamos épocas. Qué pasa, ¿te has disgustado con Bernardo?

-No, no. Con Bernardo estoy bien. Tiene mucha paciencia conmigo. Otro se

buscaría alguien más alegre, pero Bernardo no.

-Él tampoco es la alegría de la huerta, Matilde.

-No, pero bueno…

Por el pasillo de tierra mojada llegan hasta una casa de espacios cúbicos y

barandillas de tubos de hierro que en vez de tejado tiene algo parecido al puente de un

barco. Es cómo un viejo barco de recreo atracado en un puerto vacío.

-Entonces es que estás preocupada con Julia –insiste Virginia.

-¿Con Julia? ¿Y por qué iba a estar preocupada por Julia?

-Pues porque Remedios nos ha estado contando ahora mismo que casi ni se

hablan ella y Laurita, y que Laurita que si no va Julia pues que ya no le alimenta el

cumpleaños.

-Qué tontería. Pues claro que va a ir. Vengo yo ahora mismo de recoger el

regalo, ya lo creo que va a ir.

Pronto llegan al mirador de la vega. De pequeñas, cuando se asomaban a la

barbacana, jugaban a mirar los agujeros de las bombas. De la muela que flanquea el otro

margen de la vega tiraban bombas que, se decía, quedaron incrustadas. Quizá sigan

envueltas en el barranco que baja hasta el río, bajo los pinos sucios y las bolsas de

basura. Virginia suspira.

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-Remedios también ha estado contando que si Julia tenía un noviete o no sé qué.

Te lo cuento porque mañana Remedios dirá que no ha dicho nada, que tú dices que es

muy buena chica pero es más falsa que falsa. ¿Tú ya lo sabías?

A Matilde le sudan las manos dentro del bolsillo de la gabardina azul. No sabe

mentir, pero con Virginia tiene más confianza.

-Sí, bueno, un noviete. Tontean. Bah, cosas de críos.

-¡Y te parece bien, a que sí! –dice Viriginia.

-Pues claro, Virginia, claro que me parece bien. Tiene dieciséis años, ¿cómo no

me va a parecer bien?

-Eso es lo que yo le he dicho a María Dolores, que se me ha enfadado un poco y

todo. Le he dicho digo mira, María Dolores, eso es lo más normal del mundo, lo que

hemos hecho todas. Y aún he estado a punto de decirle: que tú tuvieses tu primer novio

a los cuarenta no quiere decir que todas tengan que hacer lo mismo. Se lo iba a haber

dicho pero me he resistido.

No hay nadie que pueda oírles pero tampoco hay sombras que las protejan, así

que, casi sin darse cuenta, dan media vuelta y vuelven al camino de tierra, al túnes de

yedras, que clarea por los lados cada pocos metros. A su izquierda, Matilde vuelve a

mirar las casas de la calle Hue. Allí vivía cuando eran pequeñas Mariló, en esos

ventanales curvos tan modernos, y correteaban por el césped y se subían al ailanto, que

entonces era un árbol pequeño y ahora es la sombra de la casa entera. A saber dónde

estará Mariló. Virginia se siente satisfecha de haber defendido a su amiga en el

Espresso.

-Y aún le he dicho digo ¿y qué mas tiene que sea inmigrante? ¡Chica, mira la

Ana Obregón, los inmigrantes que se cepilla!

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Matilde se queda helada, pero trata de reír. Otra vez la dichosa palabra. ¿Es que

los inmigrantes sólo existen para ella? Matilde intenta también llamar a Virginia bruta

en broma, desviar un poco la conversación, pero ahora mismo no controlaría bien la

rabia ni las lágrimas. El césped está mojado. A pesar de ello una pareja de adolescentes

están sentados en el suelo y se miran. La chica está como aterida, como intimidada por

las nubes, y en todo caso la conversación no es muy apasionada. La chica tiene la

cabeza baja, el cabello le tapa la cara, y el chico, con el pelo corto y rubio, está como

rogándole, pero tampoco insiste demasiado. A Matilde le parece que el chico es

inmigrante. De pronto Teruel entero, su vida entera está llena de extranjeros. Matilde

disimula.

-A mí con que me siga sacando buenas notas, yo…

-No digas eso, mujer. Pues entonces será por Bernardo.

-¡Ya te he dicho que no, Virginia, que con Bernardo me va fenomenal! ¿Qué

más quieres que te diga?

Virginia se para junto a los cipreses de la replaceta.

-Perdóname, Matilde, pero es que yo te veo a ti sin ilusión. Tú dirás que no pero

yo a ti sí te he visto enamorada. Y eso es una cosa que se nota hasta cuanto te saludas

por la calle. Y llevas una temporada, rica… Bueno, llevamos, porque yo también…

Virginia está un poco nerviosa. Matilde no sabe si son nervios de que es muy

simplona y quiere ayudar o de qué son esos nervios de Virginia junto al ciprés mojado.

-Matilde –dice, muy seria-. Yo creo que no estoy enamorada de Paco.

-Virginia, no digas tonterías. Tenemos la vida hecha. ¿Tú crees que María

Dolores está enamorada de su marido?

-María Dolores está enamorada de Federico Jiménez Losantos.

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-¿O Remedios? ¿O…? Es distinto, Virginia, la vida cambia. No siempre es

primavera.

-Ya lo sé, Matilde, pero yo es que estoy hecha un lío. Margarita, la que venía

con nosotras a las Teresianas, ¿te acuerdas de ella?, pues mira, Margarita era novia de

Cristóbal desde que eran unos críos y ahora se han separado porque estaban hasta los

huevos el uno del otro. No discutían ni nada pero estaban hasta los huevos. Y ahora los

ves más frescos que una rosa. Y yo de Paco estoy hasta los huevos.

-Parece mentira, Virginia, con lo católica que tú eres. ¿Me estás diciendo que…?

-No, Matilde. Yo te estoy diciendo que a veces tendremos que pensar si nos

gusta o no nos gusta nuestra vida. Porque Paco y Bernardo van a ser los que son toda la

vida, y yo ando un poco floja, pero es que tú estás siempre hecha una macarena.

Para volver al punto de partida, a la pérgola de yedras viejas, pasan junto a un

chalet blanco más discreto, que ahora está en manos privadas pero al principio fue una

clínica de maternidad. Allí nació Matilde, y allí le quitaron las anginas. Aún recuerda el

griterío del colegio que tenía enfrente y las tenazas que le entraban en la boca. Estaba

tan asustada que no podía ni llorar. Durante muchos años no se acordó de aquello.

Ahora recuerda mejor esas tenazas que cuando era joven, recuerda mejor los gritos de

los niños y el olor del aligustre que asomaba por las verjas.

-¿Sabes qué te digo, Virginia? Que tienes más razón que un santo. Acabo de

tomar una decisión.

-¡Mujer, tampoco es para que te precipites!

-No, no me precipito. Ya está tomada la decisión.

Matilde mira a Virginia. Nunca podrá no tener cariño por ella. La quiere en la

mañana nublada y le agradece que le diga tonterías. Es su amiga y la quiere. En la

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barbacana no había bombas, si te asomas a la barandilla del viaducto no te va a dar

ningún ataque ni te vas a tirar al vacío. Así que Matilde coge aire y lo suelta:

-Virginia: me voy a poner a trabajar.

Para Virginia es un alivio. Ya empezaban a temblarle las piernas. Siempre ha

hecho caso de Matilde porque Matilde es más lista y responsable. Y, pasado el susto,

florece la imaginación.

-Pues mira, Matilde, yo eso también lo pienso mucho últimamente. A mí me

gustaría una tienda. Montamos una tienda de ropa y cuando nos asentemos un poco en

el negocio los mandamos a los dos marianos a tomar por culo.

-Ay, Virginia, no me hagas reír. Pues no sé. Primero es decidirlo. Luego ya

veremos. Bueno, podría ser una tienda de ropa. O una tienda de fotografía.

-Mejor de ropa, dónde vas a parar. Ya verás cuando se lo diga a Paco, la cara

que pone. Modas Virma. O Mavir, como quieras, pero yo creo que Virma queda mejor.

-Sí, Virma, como la de los Picapiedra.

-¡Sí! ¿Ves como ya te ríes un poco? Anda, ven, tonta, más que tonta… Que nos

vamos a hacer ricas con las modas Virma. Yo me pienso hacer los labios.

-Pero si ya te los has hecho, Virginia. Vas a parecer el Pato Dónald.

-No, no me refiero a esos labios.

-¡Virginia!

Virginia, que es un poco más alta, le pasa la mano a Matilde por la espalda y la

abraza. Es un abrazo de consuelo. Es el abrazo que se les da a los que han perdido algo,

a los que han dejado de llorar, a los que acaban de desahogarse. Las dos echan un

último vistazo al parque antes de seguir hacia la fuente de Torán. Siempre han paseado

mucho por allí pero sólo ahora se paran a mirarlo detenidamente. Desde que se

enteraron de que van a cortar los árboles y llenarlo de cemento y de luces estridentes,

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las dos suelen mirarlo como se mira a un pariente anciano al que quizá ya no vayas a

volver a ver.

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19. Lo inhóspito y lo desabrido.

Tatiana Illínichna Tsetvínskaya está muy enfadada. Desde que salieron de Rusia

quedó claro que aquello era un paréntesis, un modo de huir de los 10000 rublos que

ganaba Mijaíl en la central lechera, cuando se los pagaban, o de los poco más de 8000

que ganaba ella. Los dos sueldos juntos no sumaban los 700 euros que cobra por cuidar

a la vieja. Cuando el dueño de su piso de cuarenta metros les ofreció comprárselo, les

pidió treinta millones de rublos, al mismo tiempo que Praskovia, amiga de toda la vida y

madre de Luzmila, que fue al colegio con Kolia desde que supieron andar, dejaba el

mismo piso siete plantas más abajo y se iba a una mansión a orillas del Baikal. Así ha

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pasado el hacha en Rusia la economía, así de caprichosa se mostró la fortuna con los

emprendedores como Nikífor, el marido de Praskovia, que pasó de pastorear turistas por

el lago a organizar safaris de caza mayor para europeos y americanos capaces de pagar

lo que sea por posar junto a los cuernos de un venado gigantesco.

Pero ellos no tuvieron opciones. La muerte de Serguéi les había extirpado el

entusiasmo, el arrojo mínimo para la aventura. El capitalismo entró en sus vidas como

una lengua extraña que muy pocos entendían. Tatiana sólo encontraba razones para

seguir luchando en Kolia y en su padre, porque Mijaíl se hundió desde el principio. A

veces piensa Tatiana que decidió venirse a España para darle una oportunidad. No

soportaba la idea de seguir con él cuando Kolia ya tuviese sus estudios, si es que tenían

dinero para procurárselos. Mijaíl había entrado en una postración emocional

desesperante. Se amparaba en un absurdo sentimiento de culpa por haber empujado a su

hijo mayor a enrolarse en el Kursk, pero eso no era más que una justificación para pasar

las horas tumbado frente a la televisión borrosa, arrastrarse por su trabajo en la central

lechera como un presidiario sin más futuro que el suelo de mierda negra que tenía que

sacar con palas por las mañanas. Los días de fiesta se sentaba a ver partidos del Zénit y

vaciaba lentamente una botella de vodka, hasta que se quedaba dormido. Ni siquiera

bajaba al bar del barrio ni a la iglesia ni al antiguo centro social del koljoz, ni mucho

menos acudía a las reuniones del sindicato y de la asamblea de vecinos. Había

renunciado a salir de su fracaso. Veía salir a Tatiana con los papeles para reclamar los

sueldos atrasados de la lechería y la miraba con la frialdad sin alma de quien ha visto ya

el futuro, adónde van a ir esos papeles y el fango por el que tras ellos habrán de

arrastrarse sus vidas.

Pero todo eso habría sido soportable si Kolia hubiera sabido encajar la muerte de

su hermano. Apenas era un crío de 8 años cuando aquellos horrorosos días de Vidiáevo,

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cuando nadie era capaz de ocultar el miedo. Aquellas tres semanas de angustia, mientras

el gobierno mentía y retrasaba su intención primera, la de no acudir al rescate del

submarino, los días en que naves extranjeras eran anunciadas a las familias como prueba

de que estaban haciendo todo lo posible, los gritos y los llantos de los padres en las

reuniones en las que un oficial trataba de apaciguarlos con mentiras, todo eso tuvo que

estallar en sus oídos cuando Tatiana y Mijaíl volvieron a Plíshkino, la aldea de su padre,

a quien, a sus ochenta años, habían dejado al cargo del pequeño.

Desde entonces Kolia no volvió a sonreír más que con los labios. La mirada

risueña, pícara, tierna, cómplice o traviesa que Tatiana había visto en tantos días de

fuerza y de felicidad se había quedado en un mirar entre asustado y recriminatorio, una

mirada que parecía penetrarlos, compadecerlos, desnudarlos en una desdicha cada día

más irreversible. El único que no cambió su vida, su mundo de conejos y abedules, sus

paseos nocturnos por el bosque y su modo de vivir como un mujik de hace cien años,

fue su padre, el viejo Rodión. Esta misma mañana, cuando Bernardo los acompañó a

buscar los sitios por donde anduvo en la guerra de España, Tatiana no era capaz de

explicar que su padre ha pasado por el mundo como un animal del bosque, y gracias a

ello ha salvado su alma. Incluso lo traicionó al final, cuando pasaron junto a aquella

nave pintarrajeada que sumió a Tatiana en el más negro de los presentimientos. Su

padre contó entonces cómo le había quitado las botas a un muerto, cómo cazó después a

cuchillo una cría de jabalí y cómo la descuartizó y la envolvió en nieve junto al cadáver

descalzo. Su padre contó eso y Tatiana improvisó una traducción estúpida, un tumulto

de obsesiones sin sentido, algo que pudiese servir como prueba de que ni su padre ni el

Ejército Ruso mienten cuando dicen que Rodión Íllich Nikoláievich Tsetvínski luchó en

España con las Brigadas Internacionales. A ningún jurado histórico le serviría el

recuerdo de su padre, quizá porque no es el recuerdo de los mapas que busca Bernardo

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ni de los libros que lee ni de las páginas que consulta, sino el de un hombre que lucha

por sobrevivir. Tatiana siente que en cierto modo traicionó a su padre no traduciendo

exactamente lo que dijo, de igual modo que Mijaíl no acepta que si en esa familia se

ahorra es porque el viejo Rodión Íllich, a sus ochenta y nueve años, les garantiza el

alimento igual que se lo proporcionó en los meses de la aldea, donde quizá debieran

haberse quedado, aprendiendo a vivir como viven los animalillos en el bosque.

Y sin embargo han seguido adelante y Kolia tiene una amiga, y por la mirada de

Kolia cuando hoy ha dicho que se iba con ella para un trabajo sobre un reloj o algo así, a

Tatiana le ha parecido que le brillaban los ojos, que quería ir, y por eso le ha dolido

tanto que su marido no lo presenciase, que se olvidara de su cumpleaños y hubiese

vuelto a las andadas. Otra vez esas pintadas furtivas, esa estupidez del arte nihilista que

a Mijaíl sólo se le ocurre recordarla cuando se emborracha. Todos están haciendo lo que

pueden para empezar de nuevo. Ella tiene que soportar que la miren en el supermercado

como si fuese a robar, que la vieja la espíe como si fuese a quitarle las joyas, que

Matilde le hable como si fuese a robarle el marido. A la condición de pobre se une la de

extranjero, una continua inexistencia salpicada de sospechas. Tatiana soporta eso y está

dispuesta a soportar mucho más si es verdad ese brillo que ha visto en los ojos de Kolia.

En dos meses ha sido capaz de ahorrar ochocientos euros. Tatiana ha echado muchas

veces la cuenta de lo que necesitaría para llevar a Kolia a Madrid a estudiar

matemáticas, cuántas horas de desprecio son necesarias para pagar un colegio mayor,

uno como esos de los que habla todos los días la vieja que van a llevar a su sobrina

Julia.

Así que, al poco de irse Mijaíl, otra vez hecho una bestia, jurando por todos los

santos no haberse llevado la botella de vodka, con la misma mirada de loco que la

última vez que le dio por pintar una pared de la central lechera, con miles de hoces y de

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martillos, cuando Bernardo llega con el jeep y trae a su padre y le cuenta que Mijaíl se

ha parado a cambiarle una rueda, Tatiana cierra los ojos y respira. Quizá he sido muy

dura con él, piensa. No le he dado ni la mínima oportunidad de defenderse. Tiene un

trabajo cómodo con las gallinas aristócratas de la provincia, podría ganar más, podría

ser más útil y causar menos problemas, piensa. También podría ella quererlo más. Ha

despreciado su ofrecimiento de bajarla a Teruel con la camioneta de las gallinas. Tatiana

le ha dicho que no se preocupase, que ya se bajaba con Bernardo. Menos mal que no le

dijo también que llevaba su mejor ropa para que no se le arrugue en la bolsa y que no

quiere que se le pegue el olor a estiércol y a tabaco de la camioneta. Ni se le pasa por la

cabeza que Mijaíl pueda estar celoso del tal Bernardo. Para ella es inconcebible que

Mijaíl, después de todo, pueda dudar de ella. Sería otra ofensa, lo suficiente grave como

para pedirle que se vuelva solo a Rusia, a tumbarse en un sofá.

Y el caso es que, teniendo en cuenta lo primitivos y susceptibles que son los

hombres sin distinción de razas ni de nacionalidades, Mijaíl tendría motivos para estar

celoso. Tatiana no se fía de Bernardo, pero es muy difícil no fiarse de la única persona

que te ayuda. También el lenguaje de la seducción es igual en todas partes. Bernardo le

ha buscado los papeles de la nacionalidad y la ha contratado para cuidar a la vieja pero

Tatiana sólo recuerda cómo le miraba las tetas cuando estaba pelando aquellos

langostinos. Es muy amable con su padre, el domingo pasado se fue con él a por

rebollones y trajeron una liebre y dos perdices, pero Tatiana sigue convencida de que se

inventa trámites para estar con ella. No le gustó nada que intentase secretear con la

excusa de los papeles a espaldas de su mujer, que se le ve a la legua que está celosa

perdida, y sus razones tendrá.

Por eso Tatiana sonríe y contesta pero está rígida sobre el asiento y sólo mira la

carretera, los muros de cal y los arbustos de acacia que jalonan el asfalto en la noche

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cerrada. Le agradece que Bernardo la lleve a Teruel, pero teme que en cualquier

momento le ponga la mano en la pierna. Claro que no es ningún gañán. Si es buen

cazador, sabrá esperar a que la presa se le entregue. Pero Tatiana es hija y nieta de

grandes cazadores y tiene olfato para las alimañas. Sabe que su cuerpo hace girarse a los

hombres, que disimulan menos su salacidad en la medida en que se trata de mirar a una

extranjera. La misma transparencia que parece condenarla a no existir es la que libera de

cualquier remilgo a quien le mira el culo.

No, no es buen momento para bromear con Tatiana, ni mucho menos para tirarle

cañamones. Bernardo es muy ceremonioso y muy atento. El jeep huele a cuero curtido y

a plástico caro, en el salpicadero hay números y agujas que sólo necesitan los ricos.

Sólo para ellos es imprescindible un GPS, por muy cartógrafos que sean. Ella vive en

una masía vieja a varias verstas del pueblo y se orienta perfectamente. Bernardo habla

más relajado, no como el cobarde que le dio aquellos papeles en el patio, sino con la voz

una octava más grave, voz de cantante de barco, piensa Tatiana, y se acuerda de Dimitri,

un antiguo novio, que se ganaba la vida cantando piezas populares en los restaurantes

del Baikal. Tatiana entiende ya todo en castellano, pero aun así Bernardo habla con

sílabas despaciadas, como rebajando su expresión para que la entienda ella, y sonríe.

Dice maravillas del marido, que menos mal que le ayudó a cambiar la rueda, que él es

un poco inútil, todas esas cosas que dicen los que presumen de no perder el tiempo en

vulgaridades. Luego habla de la hermosa tierra roja de este pueblo, de los montículos de

arcilla con crestas de cal, y baja todavía más la voz para decir que durante mucho

tiempo Alfambra le pareció un lugar inhóspito, pero que cada día le gusta más, que si

por él fuera se vendría a vivir aquí.

-¿Qué es inhóspito? -dice Tatiana, como aprovechando la única mínima

oportunidad que se le brinda de mostrar su ira.

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Bernardo mueve mucho las manos para contestar.

-Inhóspito es que... Inhóspito es que hace mucho frío y hay poca gente. Lo que

nosotros llamamos desabrido. ¿Sabes, desabrido?

Tatiana todavía duda un momento antes de contestarle. No fiarse de alguien

también implica no fiarse de cómo va a encajar los golpes.

-Desabrido es que no lleva sal, ¿no? –dice Tatiana.

Tatiana lo estudió la semana pasada en su libro de castellano. Siempre sospechó

que era un libro anticuado, lleno de palabras que ya no se usan, de textos clásicos que

un español actual tardaría en entender. Pero de pronto, como todo en Rusia, resulta que

no es tan inútil.

-Sí, sí, es verdad. Pues eso, saborío, je, je. –dice Bernardo, como saliendo del

jardín.

-Para los rusos la sal es muy importante. El pan y la sal. Es un gesto de

hospitalidad –dice Tatiana.

Está seria y sonriente, algo que en ella no implica contradicción. Bernardo calla.

No vuelve a decir nada hasta Peralejos. A Tatiana le asaltan las dudas. Es ella y su

condición de extranjera, es su estado de extrema susceptibilidad, pero Bernardo, salvo

mirarle las tetas con disimulo y la escenita del patio, no ha hecho nada malo. Pero

Tatiana no puede quitarse de la cabeza a Mijaíl.

-¿Y qué tal tu hijo? –dice Bernardo, casi ya en Cuevas Labradas.

-Bien –dice Tatiana -. Tiene un amiga en el pueblo.

-Dos –puntualiza Bernardo, satisfecho de lo que va a decir-. Mi hija también es

amiga suya. Esta tarde la he dejado en casa de Pascual, un amigo mío de la infancia,

porque me ha dicho que tenía que hacer no sé qué trabajo con su hija y con el tuyo.

¡Vamos, digo yo que será tu hijo, no creo que haya muchos rusos en Alfambra, ja, ja!

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Tatiana sonríe lo imprescindible. Kolia sólo le ha hablado de Esther. Está tan

recelosa que no se alegra tanto como cuando Kolia le contó que iba a ir a casa de Esther,

la primera vez en muchos meses que Kolia no hablaba sólo con adultos y se negaba a

hacer nada en el instituto, la primera tarde que al llegar a casa Tatiana lo sorprendió

estudiando castellano.

-Kolia está bien, está contento–dice, mucho menos tensa, mucho más simpática.

-Mi hija Julia dice que es muy tímido.

-Sí, pero ya es un poco menos.

-¿Cómo era antes?

Tatiana duda, para contestar a esa pregunta necesitaría abrirse en canal. Y no

quiere. Forma parte de su orgullo no pasear nunca sus miserias, no emplear la memoria

de Serguéi para salir del paso en una conversación incómoda. Sería fácil contar el

episodio del Kursk. Incluso habría sido necesario podérselo contar a alguien otra vez,

expulsar cada cierto tiempo la corrosión que sigue produciendo su recuerdo.

-Bueno –dice-, los rusos somos muy serios. En general.

Bernardo habla un poco de su hija. Se la está presentando como una niña

modelo, nada que ver con los calificativos que le dedicó Kolia cuando contó a su madre

lo del trabajo del reloj. También la niña rica quiere solidarizarse con los inmigrantes.

Pero Tatiana prefiere a Esther. La ha visto. La ha mirado a la cara y ha visto un rostro

limpio. Tatiana sonríe.

Ya han encarado la Ronda de Ambeles. Queda bajar hasta el Óvalo y subir por la

calle Nueva para girar a la derecha luego, a la calle de las Murallas.

-Si no te importa –dice Bernardo, cuando están en el paso de cebra de la

Glorieta-, te dejo aquí. Es que me viene mejor y...

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-Sí sí –se apresura Tatiana, y se pasa la correa del bolso por el hombro y

despliega el anorak para ponérselo nada más bajar del coche-.

-Es que... –insiste Bernardo-. Bueno, te parecerá ridículo. Pero es que...

Tatiana no está dispuesta a escuchar más. Hay coches esperando. Da las gracias

a Bernardo y se va, como si no lo hubiera entendido, como si creyese que Bernardo le

estaba diciendo adiós.

-¡Pues no se lo que vas a comprar a estas horas, maja! –le dice la tía Angelita,

nada más entrar Tatiana, desde su sillón al lado de la ventana.

Tatiana saluda y se mete en su cuarto para cambiarse de ropa. Es como cuando

se ponía la cofia y las botas de goma para entrar en la central lechera. Durante las

próximas horas se centrará en las cuestiones mínimas de su trabajo y vestirá su

pensamiento con un impermeable soviético. La vieja insiste. Hay cena de sobras, pero

insiste. Tatiana está sentada encima del camastro. Todavía no se ha quitado el traje

chaqueta. Saca el teléfono y le escribe un mensaje a Mijaíl: “Ven a recogerme cuando

vuelvas. Dejo este trabajo. Me vuelvo a Alfambra. Te quiero. Os quiero”.

Tatiana se levanta y sale al comedor.

-Voy a hacer la cena –dice, en el mismo tono neutro de siempre-. Voy a dejar

también comida para mañana, y cena. Me voy a marchar esta noche. No puedo

quedarme más tiempo. Se lo digo por si quiere llamar a su sobrina Matilde.

La abuela está despeinada. No puede subir bien el brazo derecho y su cabello

parece un dulce de algodón a medio comer. Ha ido apretando el morro y abriendo los

ojos conforme hablaba Tatiana. Al final, después de un momento de mirar a Tatiana

como si fuera un bicho raro, su mirada cuando algo no le cuadra, la vieja explota.

-¡Pero bueno! ¡Pero cómo que te vas! ¿Es que tú no sabes que las cosas en este

país se avisan con antelación?

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-Lo siento. Es una urgencia.

-Uy urgencia, urgencia, ¿pero cómo que urgencia? ¿Pero tú qué te has creído?

Ah, no, no, rica, no. En este país estamos civilizados, aquí las cosas no se hacen así de

buenas a primeras. Tú tienes un contrato.

Tatiana desprecia mucho más a Matilde y a Bernardo que a su estruendosa tía.

En ellos las palabras son amables y las miradas furtivas, y en la vieja las palabras son

basura permanente pero tiene un mirar cercano que a Tatiana no le desagrada. Por eso

no la manda a la mierda.

-Angelita, me tengo que ir. Mi familia me necesita. Yo también tengo familia.

-¡Yo no tengo familia! –dice la tía Angelita, y se asusta un poco y todo de

haberlo dicho, pero sus facciones ya no son capaces de recobrar el gesto agresivo de

hasta entonces. A Tatiana Illínichna casi le corre un sarpullido de rubor cuando la vieja

cambia el tono de voz y la mira y le dice:

-¿Es que te he tratado mal? ¿Le digo a Bernardo que te ingrese más dinero?

-No, Angelita. No me ha tratado mal. Pero tengo que volver a Alfambra. Soy

madre, hija y esposa. Hay tres hombres que me necesitan. Tenemos que trabajar mucho

y estar juntos. Necesitamos estar juntos.

La tía Angelita ha vuelto a la calle la mirada. Sigue sin cerrar la boca. Tatiana

está por acercarse a consolarla pero prefiere volver al dormitorio y recoger sus cosas.

No quiere que le llore, no quiere que la convenza. La decisión está tomada. Cuando

termina de hacer la bolsa, se mete en la cocina para preparar la cena. Entonces oye que

la vieja la llama. Tatiana vuelve al comedor, pero no pasa de la puerta.

-Dígame.

-¿Y si yo me voy a vivir a Alfambra, a la casa de Bernardo?

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20. Dragón de blancas escamas

Mijaíl Denísovich piensa que se ganaría bien la vida como transportista. La

carretera lo relaja, la línea blanca discontinua, el traqueteo de la camioneta. Salió de

casa hecho una furia pero satisfecho de no haber perdido los papeles. Esta vez no ha

ofendido al viejo Rodión ni se ha reído amargamente de su abrigo. Se ha subido a la

camioneta de Huevos los Amantes sin dejar que estallase su ira y Tatiana decidiese

cumplir sus amenazas y abandonarlo. Antes de llegar al pueblo ya había recuperado el

control de sí mismo, tanto que se sometió a un examen de paciencia y detuvo la

camioneta y ayudó a un nacional a cambiar una rueda. Hay algo de manifiesto ético en

cambiarle la rueda a un hombre asustado que confunde los rasgos con los sentimientos y

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que da por hecho que un extranjero en mitad del páramo te puede robar, o matar. No,

Mijaíl no ha levantado nunca la mano a nadie, pero a veces el miedo en el rostro del

otro es una pequeña recompensa, el precio que los nacionales pagan por su

desconfianza. Y fue como un ejercicio espiritual, la salvación abnegada, el detener el

tiempo y ocuparlo en lo más inmediato. Se imaginaba que sería Bernardo, pero de

pronto Bernardo no le pareció el tipo capaz de tontear con la mujer de un inmigrante. Le

pareció un cobarde, y eso lo tranquilizó bastante. Además, si él era capaz de pensar que

un nacional con dinero podía seducir a Tatiana, tampoco podía reprocharle a Tatiana

que dudase de él.

Mijaíl Denísovich conduce la camioneta cargada con cinco mil huevos hasta

Teruel pero en vez de subirse a la autovía en el desvío a Cantavieja se mete por la

ciudad. Por la Ronda de Ambeles llega hasta el viaducto nuevo, poco antes del paso de

cebra de la Glorieta, y lo cruza camino del hospital Obispo Polanco. No quiere

marcharse sin preguntar por Ilia, el compañero rumano cuyos moratones han cubierto el

cuerpo entero y su cuerpo hiede en una cama de la segunda planta. Va casi todos los

días. No entiende a la mujer ni a sus amigos porque son todos rumanos. Se siente

extranjero en medio de extranjeros, pero ellos saben que va a preguntar por Ilia y le

ponen la mano en el hombro como si lo consolasen a él, o le agradeciesen haber venido.

Pero allí no hay nadie. Mijaíl pronuncia varias veces el nombre de Ilia y la

enfermera de la recepción niega con la cabeza y lo mira.

-Ha fallecido –dice la enfermera.

Mijaíl no entiende las palabras pero sí la condolencia.

-¿Dónde ahora? –dice Mijaíl.

La enfermera dibuja en un papel con la palabra Salud en el membrete un plano

para llegar al tanatorio. Junto a la palabra tanatorio dibuja una cruz.

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Pero a Mijaíl le cuesta mucho entender todo lo que no esté escrito en cirílico. Se

va a perder y todavía tiene carretera por delante. Tratará de buscar a su viuda, presentará

sus respetos para que nadie diga nunca que sólo vinieron rumanos al duelo.

La camioneta vuelve a relajarlo. Sigue sin dificultad los carteles azules, y sin

dificultad alcanza la autovía casi en La Puebla de Valverde. A partir de ahí conoce bien

el camino. Tan sólo hay un descenso largo y pronunciado en el que tiene que retener la

camioneta, y más en estos días húmedos en los que ya blanquea el hielo en las umbrías.

El hecho de estar trabajando demora sus preocupaciones, algo que durante años, en la

juventud bravía, le pareció una prueba de servidumbre, cuando el sovjoz funcionaba

como tal y los tractores estaban engrasados de resignación. Y sin embargo ahora es la

única posibilidad que tiene de salvarse. Mañana por la mañana el cliente debe ir al

muelle a recoger los huevos y volverá a limpiar la nave de gallinas afligidas y el jefe

verá el blanco denso de los muros restallando desde lejos. Es lo único que puede

ofrecerle a Tatiana, no mentir y trabajar. No beber vodka y no mentir. Trabajar y ser el

padre de familia que lleva ocho años perdido en un marasmo de dolor.

Cuando pasa por Sarrión, los faros y las luces de la pasarela iluminan un dragón

de hierro que hay incrustado en las piedras. Es el primer hito importante de sus viajes a

Puçol, el primer sitio que le resulta familiar. Es un dragón como los que dibujaba el

gran Bilibin, la encarnación del mal que pasa a cuchillo Dobrynia Nikítich, la bestia

moribunda en manos del héroe salvador, según el libro de leyendas rusas que leían de

pequeños en la escuela. A Dobryna Nikítich luego lo llamaron San Jorge, y por eso

lleva una cruz estrecha y alargada, como la cruz que trazó la enfermera, que no era una

cruz para marcar un sitio sino para nombrar la muerte.

El dragón adquiría en esas bylinas tradicionales formas diversas y con frecuencia

de hombre apuesto que visitaba por las noches a las mujeres y se alimentaba de la leche

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de las madres hasta que las dejaba secas. A Mijaíl le hace gracia la coincidencia.

Bernardo se le acaba de aparecer en una escena infantil, en uno de los múltiples

recuerdos que consuelan a Mijaíl cuando lleva los cadáveres a la buitrera. Pero se

aparece menos. Ese hierro no es San Jorge, es Nikítich. Tatiana emerge en cada curva

como esa foto suya y de Kolia que llevaba en el salpicadero del Lada, con un letrero

debajo que decía No corras. Quiere a Tatiana y la necesita, y está dispuesto a hacer las

paces con Kolia, a dar su brazo a torcer y aceptar que lleve por Teruel el abrigo de

mujik que le prohibió a su abuelo. No, no ha sido un atentado a la autoridad, pero a

Mijaíl le preocupa que empiece a comportarse con ese aire fantasmal que tienen los

emos rusos, que tuvieron que prohibirlos porque en Rusia la apología del suicidio es

más peligrosa que en otros lugares. Aquí no, aquí parece algo reivindicativo, quizá un

desplante, una deuda no saldada, el desprecio que necesita para reconciliarse con sus

propios sentimientos. Lo ve claro Mijaíl cuando deja atrás el dragón, reduce la marcha y

se mete en el restaurante que hay en un desvío con carteles en los que se ven esquís

dibujados y estrellas que significan nieve. Las luces enfocan sombras de montes a lo

lejos, almendros que se asoman a las cunetas. A Mijaíl le gusta conducir por la noche.

Salvo por los letreros, que no entiende, en muchos tramos podría estar viajando hacia

Moscú.

El aparcamiento está lleno de camiones de cinco ejes con matrículas de colores.

Es la hora de la cena cosmopolita. Mijaíl ha pasado varias veces por aquí y el comedor

está lleno de conductores de transportes internacionales, quizá sea el único sitio donde

Mijaíl no se siente extranjero. El comedor podía estar en un apeadero de Francia o de

Checoslovaquia. Hombres que no se conocen de nada y que no hablan la misma lengua

están comiéndose un filete con patatas en la misma mesa. Otros compatriotas han

quedado y en una mesa donde no hay alcohol se oye hablar en una lengua que puede ser

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turco, quién sabe. Mijaíl no conoce nadie y por eso camina con las piernas abiertas y el

andar cansado de quien trae un cargamento de hierro desde Polonia en vez de una

camioneta destartalada desde Alfambra. Allí no cuentan las razas ni los camiones. Hay

botellas de vino y de orujo por las mesas, pero es la cena frugal del trabajador a quien

todavía queda una larga noche de carretera, hasta que crucen la frontera al amanecer. Él

se limita a pedir un café en la barra, y a buscar con la mirada un rostro del que no quepa

duda de que es ruso. Muchos han dejado la mirada perdida en el plato lleno de restos de

grasa y peladuras, están tomando fuerzas o descansando la mente, pero todos se

conducen como si estuvieran en su patria y ningún complejo de inferioridad hubiese

modificado su forma de repasarse los dientes con un palillo.

Sí, piensa Mijaíl, esto estaría bien, viajar de noche por carreteras cuyo asfalto es

del mismo color que en Rusia, cenar en zonas francas como esta. La camarera

sudamericana sirve chupitos de anís y de orujo a otro camarero quizá rumano que los

lleva por las mesas. Allí sólo es español el jefe, un tipo calvo, gordo y congestionado

que sin embargo no parece un español normal sino el dueño de una cantina en el lejano

Oeste. Y tan lejano. En uno de los viajes el camarero pide dos copas de vodka, y Mijaíl

sigue la bandeja con la mirada para ver quién las ha pedido. Son dos tipos que hay

detrás de la mampara de marquetería. Mijaíl camina hasta la máquina tragaperras, la

mira y se vuelve, pero se coloca unos metros más allá, de modo que pueda ver a los

bebedores de vodka. Sí, son rusos, o por lo menos ucranianos. Mijaíl no distingue bien a

los rusos de la frontera con Europa. Quizá sean lituanos, piensa. No se oye lo que dicen,

pero los gestos y los movimientos de los labios le resultan familiares.

Si no estuviesen bebiendo vodka se acercaría a saludarlos, pero así paga el café y

se vuelve a la ruta. Tampoco tiene tiempo que perder en conversaciones patrióticas, y

menos con ucranianos. No hablar con ellos forma parte de lo que debe demostrar a

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Tatiana, aunque ella no pueda verlo, aunque no se lo crea cuando esta noche se lo

cuente. Se lo va a demostrar poniéndose mañana mismo a estudiar español cuando

vuelva de la granja. Ella quiere seguir aquí mientras Kolia nos necesite, porque da por

hecho que su hijo sólo ha de volver a Rusia con una carrera cursada en una universidad

europea, y más vale que entonces sólo vuelva como turista. Kolia tampoco dio al

principio su brazo a torcer, pero lleva ya unos días estudiando. Hasta el viejo habla

mejor que él, o por lo menos parece entenderse con ese amigo anciano que se ha echado

en el pueblo. A sus años tiene que ponerse otra vez a estudiar, pero de algún modo está

seguro de que es la mejor forma de mantener a su familia unida.

Ese es el problema, que Mijaíl no entiende nada en castellano. No entendía la

ruta del tanatorio que le dibujó la enfermera ni tampoco entiende unos enormes carteles

amarillos que hay al principio del Ragudo. Nada dice, sin embargo, que por el hecho de

entender las palabras peligro de desprendimientos o desvío provisional Mijaíl fuese a

conducir con más cuidado aún, concentrado en las líneas de la carretera y guardando

incluso una postura rígida al volante. Casi es mejor que dé igual entenderlos o no, y que

con ningún aviso ni cautela tampoco hubiera podido esquivar una piedra pequeña, del

tamaño de un huevo, que cruza botando la calzada como la cruzaría un zorro asustado.

Mijaíl agarra el volante y da un pequeño giro brusco para salvarla, pero ese giro, en la

umbría blanquecina de las curvas, ya no vuelve a su sitio. La camioneta derrapa y Mijaíl

siente que no va a ninguna velocidad controlable. No iba a más de ochenta y lo más

probable es que la camioneta frene en el quitamiedos y se quede acostada en la mediana.

La instintiva concentración que despliega Mijaíl para tomar de nuevo el control del

vehículo le hace prever que todo acabará sin daños unos metros más abajo, y así es

como a una velocidad que no parece ni poca ni mucha y que se confunde con la

sensación de ingravidez la camioneta se frena en la mediana y Mijaíl recuerda en ese

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momento que las medianas tienen forma de talud para escupir de nuevo los vehículos a

la carretera. Y en efecto así es, pero al volver a la carretera la camioneta no se apoya

sobre las cuatro ruedas y la inercia puede más que la gravedad y después de girarse por

completo los palets de la carga vuelven a desplazarse y finalmente vuelca por el lado del

conductor. La parte izquierda de la cabina se pliega como un acordeón aunque lo que

siente Mijaíl es que es él el que está a punto de empotrarse con el volante. No ha habido

golpe seco. Mijaíl no ha perdido el conocimiento. Llevaba el cinturón atado y no se ha

clavado el volante, pero la barra delantera de la cabina se ha cruzado y le impide

moverse. Ha sentido un par de golpes secos en la espalda y en el hombro izquierdo y

una rozadura en el cuello. El salpicadero también se ha hundido, no puede mover las

piernas.

Estoy vivo, piensa Mijaíl. Todavía se ampara en la idea de que la velocidad era

muy moderada y el golpe no ha sido frontal. No ha perdido la noción del tiempo ni le

duele la cabeza. El corazón le late tan fuerte que siente como si necesitase más espacio,

como si necesitara más aire. Mijaíl piensa en su brazo, no le duele. Lleva un golpe muy

fuerte en el hombro, pero no en el brazo, y esa es buena señal. Las lunas han estallado y

el aire frío y el olor de la noche y del asfalto húmedo son otra prueba más de que está

vivo. Ha quedado en posición horizontal sobre el costado izquierdo. Puede mover la

mano derecha, pero no la izquierda, que sigue aplastada entre su cadera y la manivela de

la ventanilla. Su cabeza reposa en el techo combado de la cabina. Puede mover la mano

derecha pero el antebrazo está atrapado bajo la palanca del cambio. Sólo puede mover

los dedos como una araña movería sus patas y sería señal de que está viva.

Mijaíl se ha concentrado en sosegar su corazón, como si, en el caso de que

llegara a producirse, fuera posible parar un infarto. Siente un fuerte dolor en las piernas

y en el antebrazo derecho, e intenta abrir mucho la boca para que entre el aire frío

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mezclado con la niebla. Desde su posición puede ver esquirlas brillantes del asfalto y un

manto de niebla que cuaja entre los matojos de la mediana. Por alguna extraña razón,

por la misma razón por la que una persona puede entretener la mente en cosas

agradables mientras a su alrededor todo se viene abajo, Mijaíl recuerda el último día que

estuvo en Irkutsk. Aún faltaba tiempo para las olimpiadas, pero los chinos decían no

temer a la lluvia porque estaban capacitados “para modificar la estructura de la niebla”.

Qué estructura tendrá la niebla que lame sus heridas y refresca su boca pastosa. Mijaíl

respira con dificultad, pero no pueden tardar en venir a rescatarle. Pronto verá las luces

amarillas de las ambulancias y un bombero aserrará la barra que le oprime el pecho. En

algún lugar del suelo, quizá debajo del asiento, por la parte de la puerta que aplasta su

mano, Mijaíl escucha el timbre del teléfono móvil, la entrada de un mensaje. Será

Tatiana. Tiene que ser Tatiana. Tiene que ser Tatiana que pregunta por él, que le pide

que vaya con cuidado, que vuelva pronto y no se entretenga. Mijaíl trata de moverse

pero lo único que consigue es que el esfuerzo le haga toser y le falte más aire todavía, y

vea que sobre la barra blanca mojada de escarcha reciente, de hielo sin hacer, han

salpicado dos gotas de sangre. Mijaíl se pasa la lengua por los labios. La boca le sabe a

sangre. El frío lo adormece. ¿Será así morirse por falta de aire? ¿Murió así Serguéi,

esperando que unas luces amarillas bajasen a las profundidades, reprimiendo los gritos y

los llantos para no gastar el aire en vano? Mijaíl cierra los ojos y se concentra en el

rostro de su hijo Serguéi. Su imagen le aleja de la desesperación. De algún modo le

conforta sentir lo mismo que él, haber bajado a las profundidades del mundo y aspirar la

niebla. Se obliga a mantener los ojos abiertos. Durante aquellos horrorosos días de

Vidiáevo aprendió que la falta de aire anestesia y adormece. Siempre lo había sabido,

pero entonces deseó con todas sus fuerzas que Serguéi no cerrase nunca los ojos, con las

mismas fuerzas con las que ahora mira la superficie del asfalto y observa cómo la niebla

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va ocupando la noche como un ejército de espectros que avanzaran en una cápsula sin

gravedad. Brillan las escamas blancas del dragón, piensa Mijaíl, la serpiente que se

arrastra entre las cáscaras de huevo. Si los dragones viven más de cien años se

convierten en culebras blancas que sólo hacen el bien. Quizá esta serpiente blanca

deshilachada que refresca la sangre de su boca sea el hada buena en la que Mijaíl

confiaba cuando estaba en la escuela, y cuando él mismo contaba historias a Serguéi

para que se durmiese, y le enseñaba las estampas de Bilibin que adornaban el relato. Los

ojos de la serpiente giran como las luces de las ambulancias. Sus manos en forma de

tenaza entran en la cabina y en su respiración Mijaíl oye sonidos humanos que no

entiende pero sabe que son la salvación que nunca tuvo Serguéi. Mijaíl mueve los dedos

de la mano, por si el teléfono estuviese cerca y pudiera tocarlo, por si pudiese tocar con

ellos el rostro de Tatiana, la cabeza de su hijo Kolia, o la mano de Serguéi. Después de

pensar esto, Serguéi Denísovich Breeskovski sigue mirando la estructura de la niebla,

pero ya está muerto.

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21. Cuánto vale una tumba

Dos meses después. La casa de Alfambra. Una cocina comedor bastante amplia,

con mesa grande en medio, recia mesa de firmes patas y seis sillas de formica. Detrás

están las encimeras y las pilas de granito, y el escurreplatos de hierro y armarios de

chapa para guardar las copas. A la izquierda de la entrada, sin embargo, hay una antigua

alacena verde que restauró la tía Angelita con las amigas de la asociación cultural. La tía

Angelita dice que poco a poco irán cambiando los armarios viejos por otros más viejos

pero restaurados. A la derecha, debajo de la ventana que da a la calle doctor López, hay

una mesa camilla con tapete de estrellas de colorines, y en ella están sentadas la tía

Angelita y su amiga Iluminada, que la ha subido a ver. En una radio muy pequeña, en

voz muy baja, suenan las voces de los niños de san Ildefonso cuando van cantando la

lotería.

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-Me da pereza irme, Iluminada. Andar ando ya bien, ya no se me encasquilla,

pero aquí es que me encuentro muy tranquila y muy bien. No echo de menos Teruel

nada, te lo puedes creer, Iluminada, y mira que aquí hace un frío que se jode el basto.

Además, para qué nos vamos a engañar. En Teruel veníais a verme tú y el padre

Florencio, y mi sobrina, que mejor que no viniera. Aquí hay más movimiento.

-Qué disgusto, Matildín.

-De disgusto nada. Ahora está más centrada. Viene a verme y por lo menos hace

algo y le quita un poco de faena a Tatiana, porque antes con llorar ya tenía bastante. Lo

único malo es que la Virginia esa con la que se ha abierto la tienda es tonta perdida. Yo

ya le digo a Bernardo que les mire bien las cuentas porque esa loca los arruina antes de

empezar.

-Es verdad, y la madre de Virginia, la señora Federica, ¿te acuerdas?, también

era un poco tonta.

-No me voy a acordar, y su abuelo, que parece que lo estoy viendo en el casino

sentado siempre en la esquina de las mesas de guiñote, era también un poco bobo.

-Ay qué memoria tienes, Angelita.

Arriba se oyen los pasos de Tatiana, que está arreglando las habitaciones.

-¿Y qué tal está? –secretea Iluminada, mirando hacia arriba.

-Pues jodida, tú qué crees. Lo que pasa es que entre todos la vamos animando y

oye, que no todo van a ser desgracias. Le va a costar porque le va a costar, porque es

muy gordo. Nosotras Iluminada no lo sabemos porque somos solteras, pero tiene que ser

un trago que...

-A mí es como si se me hubiese muerto antes de conocerlo –admite con

resignación Iluminada?

-¿Te pongo un poquico más de café?

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-Chica, sí –se consuela Iluminada-. Luego no duermo pero si tomo tilas tampoco

duermo, así que qué más da. Me paso la noche rezando el rosario, hasta que tocan las

campanas de la catedral.

-¿Y no has probado a leer? Yo estoy leyendo mucho desde que me he venido a

vivir aquí. Ya no veo la tele ni nada. Desde que no veo programas de enfermedades yo

creo que estoy más sana, y con la papeleta que hay aquí, que bastante sombra lleva

encima la pobre muchacha... Tienes que leerte Guerra y paz, Iluminada.

Por la puerta biselada de la cocina se ve pasar el bulto enorme de Bernardo, que

se mete en el corral. El abuelo está sentado en un silla bajo el cobertizo. Está

remendando una jaula para los conejos, con un retal de malla y unos alambres sueltos

está tapando un agujero. Bernardo camina con precaución. El suelo del corral está

helado, las pisadas hacen crujir el barro y el estiércol. Se ve el aliento al hablar, y una

lluvia fina va engrosando el hielo en vez de derretirlo.

El abuelo saluda como siempre, con la mano en alto y una amplia sonrisa

desdentada bajo sus bigotes de mujik. Bernardo se sienta a su lado. Hace frío. Las

manos del abuelo conservan su piel enjuta y tostada. A Bernardo se le ponen coloradas

del frío si las saca del tabardo. Bernardo ya no usa el Barbour. Lleva chirucas y

pantalones de pana y un gorro de estibador.

-¿Saldremos hoy? –dice Bernardo, y lo acompaña, casi sin darse cuenta, de los

gestos precisos para que lo entienda el abuelo: señalar el monte con el dedo, componer

con el dedo de la otra mano la actitud del que dispara una escopeta.

-¡Cómo! –dice el abuelo, y se señala la pierna y compone un rictus de fastidio,

de dolor fingido, aunque sea real. Hoy le duele un poco la pierna al abuelo.

A Bernardo casi le alivia. La lluvia es aguanieve. Si el corral está helado, por el

monte no se debe de poder andar siquiera.

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-¡Frío! –dice Bernardo-.

El abuelo sonríe como si por fin hubiera una buena noticia. Con los dedos

endereza los alambres y arquea la boca más o menos, según la fuerza que tenga que

hacer. Bernardo se enciende un cigarro. Está pensando aprovechar la mañana y

desatascar un poco la calefacción gloria. En la casa instaló radiadores de agua y una

caldera de gasoil, pero él se acuerda del calor que subía del suelo cuando era un zagal,

antes de marcharse a estudiar a Teruel. Recuerda que su padre se sentaba en el suelo y

apoyaba la espalda en la pared para echar la siesta. La tapa de hierro de la caldera está

debajo de unas alpacas. Bernardo ensaya el movimiento de riñones con el que, según

recuerda, se mueven las alpacas de paja para cargarlas en la era. Abre la tapa y con un

palo rompe las densa capa de telas de araña que tapa la boca de las galerías. Por lo

demás, no hay nada que desatascar. Está limpia. Su padre murió en abril, ya la había

limpiado y la había dejado lista para el invierno, pero en los siguientes treinta años

nadie la volvió a abrir, nadie volvió a pasar un invierno en esa casa ni cubrió las paredes

con el aroma de las comidas y los cuerpos y las conversaciones, con el dulce aroma del

corral cuando está lleno de animales.

El abuelo mira divertido la faena de Bernardo, cómo coge un par de puñados de

paja seca y los echa en la caldera, y aplica el mechero para darles fuego. Baja la tapa y

espera unos momentos, como si con eso hubiese sido suficiente. La vuelve a abrir, está

todo apagado. El viejo dice algo incomprensible y deja los alambres en el asiento, y le

señala a Bernardo un montón de broza mojada que hay en un rincón del corral. Son las

hojas amontonadas de la noguera, que el frío y la lluvia han ido aplastando hasta formar

una especie de muladar. También señala el carretillo, y él mismo le ofrece una horquilla

para que lo cargue.

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Es verdad, recuerda Bernardo. Así lo hacía su padre, con pajuzos húmedos y

aliagas que rodaban por la calle, con hojas podridas y paladas de gallinaza. Bernardo

está entusiasmado con la idea de sentir de nuevo el calor de la gloria en los pies. Pronto

adquiere la compostura del trabajador del campo, la parsimonia sin interrupciones, la

economía de movimientos, el ritmo de pasar el día con pequeñas cosas, de pasar la vida

con pequeños días. La caldera saca una tufarrada de humo que envuelve el aire del

cobertizo. Bernardo deja caer la tapa de hierro y una nube amarilla sube por encima de

las tapias y se disipa en la mañana gris.

Una voz en ruso se oye desde el piso de arriba. Es Tatiana. Ha abierto la ventana

de su cuarto, alarmada por el humo. Bernardo sale de debajo del cobertizo.

-¡Soy yo!

-Ah, hola. Es que he visto mucho humo.

-Es la calefacción, no te preocupes –dice, y se vuelve al abuelo y le indica que se

metan dentro, a ver qué tal funciona. Antes de volver a meterse en el cobertizo que da a

la casa Bernardo vuelve a levantar la vista y sonríe.

-¡Qué tal ha ido!

-Bien. Ya le van a dar la nacionalidad.

Bernardo se vuelve al viejo y le ofrece la mano.

-Ya eres español, Rodión. Enhorabuena.

Bernardo le da la mano subiendo el codo, como en las sinceras felicitaciones. El

abuelo se la estrecha sin saber a qué viene todo eso. Tatiana, desde arriba, se lo explica

en ruso. El abuelo no modifica la sonrisa, como si lo que le alegrase fuera la mano de

Bernardo, no la noticia de Tatiana. Si Tatiana no hubiese dicho nada habrían celebrado

exactamente igual el funcionamiento de la calefacción gloria. Sin soltarle la mano,

Bernardo se vuelve hacia Tatiana.

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-Tengo una cosa para vosotros, Tatiana. Ven, baja y te la enseño. Vamos dentro.

Bernardo vuelve a entrar en la cocina y toca el suelo de baldosas de barro algo

más pálidas por donde corre la galería. Ya va cogiendo calor. El soniquete de los niños

de San Ildefonso pespuntean los bisbiseos de las dos viejas, que al llegar Bernardo

recobran el tono normal.

-Si no dejas de abrir y cerrar puertas aquí nos vamos a congelar, Bernardo –dice

la tía Angelita.

-¿Y Julia?

-Se ha ido, y también se ha dejado la puerta abierta. Me va a dar una pulmonía.

¡Y hacer el favor de limpiaros las botas de barro, que luego hay que limpiarlo!

El abuelo, que ya está instruido, deja en el pasillo las botas y se calza unos lapti,

una especie de abarcas hechas con corteza de álamo y suela de esparto. Tatiana entra en

la cocina.

-¡Qué calor hace aquí! –dice, y mira a todos lados como si hubiera notado el tipo

diferente de calor y estuviera buscando la fuente. Después se agacha y pone la palma de

la mano encima de los ladrillos más pálidos. Se gira hacia Bernardo, y sonríe como si

hubiesen descubierto que el suelo está vivo.

-Mira –dice Bernardo.

Se saca un sobre del tabardo y antes de dárselo a Tatiana explica a todo el

mundo el asunto.

-Me han dado un premio de fotografía. Bueno, es un concurso local, tampoco os

penséis que me han dado el Pulitzer. Y el caso es que...

Bernardo carraspea, está un poco nervioso. No está nervioso porque lo esté

diciendo delante de su tía y de Iluminada. De ningún modo habría buscado un aparte

con Tatiana para decírselo. Su amabilidad va siempre acompañada de testigos. No

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quiere que Tatiana lo rehuya ni lo malinterprete. Él quiere cebar la gloria, dar paseos

por el campo. Quiere volver. En los pueblos ya no huele a animales pero en su casa sí, y

ese olor es todo lo que va buscando. Quisiera escuchar por las mañanas los cascos de las

mulas y las ruedas de los carros y los gritos de los arrieros. Los pueblos ya están vacíos

de su condición de pueblo, las calles están llenas de cemento y por las mañanas apenas

se escuchan los gallos. Pero esto es muy parecido. El viejo Rodión lo ha devuelto a los

mejores años de su vida. La casa está viva.

Bernardo adopta un tono serio. Atento y serio. Delicado, respetuoso y serio.

-¿Te acuerdas de las fotos que hicimos cuando íbamos buscando los sitios donde

luchó tu padre?

Tatiana está tranquila. Las ojeras no se le han borrado todavía. Son como las

cicatrices de aquellos días. Su luto es físico. Su cuerpo, su rostro, su cabello está de luto.

No necesita fingir dolor. Al contrario, cualquiera que no la hubiese visto hace dos meses

pensaría que es una mujer que irradia paz. Por mucho que conteste movida por la

curiosidad y no por el recelo, es su cuerpo entero el que se duele, y Bernardo lo sabe, lo

siente.

-¿Con una de aquellas has ganado?

-Sí, con esta –dice Bernardo.

Tatiana saca la foto del sobre y su rostro vuelve a velarse de tristeza. Bernardo

se apresura. No es una foto que pueda traerle malos recuerdos. Si acaso el día, ese

nerviosismo que Bernardo nunca supo interpretar. Pero Bernardo ha ganado el concurso

con la foto de la nave pintada mil veces con el número cinco mil, y piensa que algo

curioso, tan absurdo, no puede traer más recuerdo que el de la grata coincidencia de

haberlo presenciado. Tatiana, sin embargo, se repone enseguida. Su semblante no se

alegra pero no está consternado.

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-Muy bonito –dice, y tose un poco y ya no dice nada más.

-He pensado, Tatiana, que, bueno, en realidad todo este mundo está lleno de

casualidades, pero la verdad es que si no hubiese sido por vosotros no habría visto esto.

De hecho, al día siguiente volví para sacar más fotos y ya la habían pintado toda de

blanco, y yo antes también había visto esa nave sin pintar. Quiero decir que fue algo

fugaz, casi una visión. Lo vimos nosotros y es posible que no lo viese nadie más.

-¿A ver, a ver? –dice la tía Angelita.

-Lo que quiero decir –dice Bernardo, y para decirlo se dirige a su tía y a

Iluminada- es que yo creo que este premio es, debe ser para vosotros.

-No, no –dice Tatiana, y se vuelve como buscando algún plato que fregar en la

pila.

-¡Cómo que no! ¡Eso está muy bien! ¿Cuánto te han untado? –dice la tía.

-Mil quinientos euros.

-Pues ya está, mira, para el coche, que Tatiana está ahorrando que se quiere

comprar un coche.

-No, no, de ningún modo –insiste, seria, Tatiana.

-Pues entonces para Nicolás.

La tía Angelita nunca ha sido capaz de pronunciar la palabra Kolia.

-Míralo, Tatiana, está decidido –dice Bernardo.

Tatiana calla, mira a Bernardo y hace amago de sonreír.

-¿Cuánto vale una tumba? –pregunta.

-¡Uy, están por las nubes! –dice Iluminada-. Paulita se compró un nicho a

perpetuidad y le costó un dineral.

-Guardaba las cenizas de Mijaíl para llevarlas a Irkutsk –dice Tatiana-. Pero él

murió aquí, no en Irkutsk.

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-Eso Bernardo te lo arregla inmediatamente –dice la tía Angelita-. Bernardo, ve

de mi parte a Ferrer el marmolista, que es el que nos ha hecho siempre las lápidas a la

familia.

-Sí, sí, yo me encargo.

Iluminada se revuelve en la silla.

-Oye, Angelita, ¿y no tenéis un poco mucho calor aquí?

Bernardo se vuelve al abuelo y da un pisotón en las baldosas y luego mueve los

brazos como si estuviera subiendo aire.

-¿Ve cómo funciona?

En ese momento se abre la puerta y cuatro cachorros de podenco del terreno

mezclado con galga rusa entran en la cocina con las patas manchadas de barro y se caen

y se resbalan y ladran sin descanso mientras los niños de San Ildefonso cantan en la

radio un tercer premio.

-¡Pero bueno, pero bueno, pero qué es esto! –grita la tía Angelita-. ¡Pero mira

cómo lo ponen todo!

-Ay ay ay que me muerde –chilla Iluminada. Un perrillo blanco con manchas de

color canela, despeluchado y con cara de oveja se le ha encaramado a las haldas y le

está lamiendo la cara. Los otros han ido directamente a las cortinas de cuadros que tapan

las baldas de debajo del fregadero, o se encaraman en las piernas del abuelo y se sientan

delante de él esperando que les haga una caricia.

Detrás entra Julia con Kolia y Esther. Entre risas persiguen a los perros y cogen

uno a cada uno. El otro lo coge Tatiana. El abuelo dice algo en ruso.

-Dice que no los toquen mucho ahora, que primero hay que enseñarlos.

-¡Pero si son tan monos! –dice Julia. Se ha pintado los ojos con un cerco oscuro

y lleva el pelo revuelto y lo que, en otras circunstancias, su tía llamaría unos andrajos.

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Luego se dirige a su padre-. Nos quedamos a comer aquí, ¿verdad? Pues entonces nos

vamos.

El torbellino de la muchachada sale como ha entrado. Lo han dejado todo lleno

de perfumes frescos y de barro.

-Andaros, iros al corral mientras fregamos esto. Iluminada, échame una mano

que esto tú y yo lo limpiamos enseguida. Les han dado las vacaciones y se han vuelto

locos. Ay, que se me encasquilla.

-Quietas, quietas –dice Tatiana- Váyanse todos al comedor, déjenme a mí.

-¿Lo ves, Iluminada? Todos los días igual. Esta chica se me está matando a trabajar.

Salen. Tatiana apaga el tubo fluorescente y a los niños de San Ildefonso. Queda

la luz del día, la débil penumbra gris de un día de lluvia. Tatiana escurre el mocho en el

cubo y empieza a fregar la cocina. Donde las baldosas son más pálidas se seca

enseguida. Hace mucho calor. Tatiana abre una ventana. El viento helado de finales de

diciembre anega la cocina entera. Tatiana cierra los ojos y lo aspira. Sonríe y cierra los

ojos y aspira el cierzo que huele a nieve. Después cierra la ventana y termina de fregar

el suelo.

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