¿Para cuándo un monumento a Alberto Aguilera? Entrevista a su viuda e hija
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KUEVO MUNDO
¿Qué^hay, señor conde d e R o m a n o n e s ̂ del monumento
á Alberto Aéuilera?
El hombre que gastó
su caudal de bondad,
de trabajo y de inte-
l igencia en los de-
más, y murió pobre
EL individiío contra la colectividad. Ese es el fracaso, no sólo du una política, sino de un pueblo. La comedia política ha tenido siempre en nuestro pais un aspecto de ferocidad por atrapar c]
cargo y lograr con él la congrua sustentación, la sabrosa prebenda, la jerarquía que protege, tutelar y subrspticianiuute, el negocio ilícito...
El líombre, al lanzarse á la aventura jjolitica, pensaba trabajar pro domo sna, amparando á. sus secuaces y íamiliares bajo las frondas magni í ic a m e n t é protectoras del árbol burocrático.
Contra los intereses de la colectividad afilaban sus armas, pertinaces y agudas, los intereses particidarcs. Y las palabras nepotismo y favoritismo adquirieron un v a l o r combatiente y polémico en lo^ artículos políticos. El país ha sido siempre victima de la «familia*. El jefe de grupo, ó cabecilía, abría 1 a mano ofreciendo la dádiva propincua y sazonada á pa rientes y amigos, Y el pueblo, aplastado y expoliado, se vengaba con el empleo de la b a j a murmuración ó la maledicenciaj q u e es 1 a trinchera d e los débiles.
Pero en esfce.pa-norama do colores turbios, se erguía
Un aspecto ile los bellos bulevares madrilerios, magna obra de dan Alberto Aguilera, en el (TOZO de la calle del Marqués de Urquijo
FOT. DlAZ CAS.\RIEGO
de vez en cuando la figura señorial y i>ró<:er de un político honrado, el pater fatniHas ciudadano, de ética dejíurada, que iba al cargo dispuesto á sacrificar su tranquilidad y su peculio.
Estos honrbrcs miraban más por la limpieza de .̂ us nombres y por la gloria y la reputación que por el dinero. Pero, ¡ay!, en vez de dejar á sus parientes y allegados, palacios, fincas espléndidas en lo.-; aledaños de la Corte y lucida cAfila de criados, los familiares deesto-i pohticos honestos tienen que luchar á brazo partido con la pobreza.
Hace poco tiem-po, las viudas d e t r e s ex ministros acudieron al Jefe del Gobierno en de manda de ayuda. Y se les prometió tres I - o t e r i a s en distintas ciudades españolas.
El amor profun
do al pueblo :-:
Hay que castigar l a venalidad del hombre público, p e r o hay que premiar el desinteresado esfuerzo de los politicos honestos. Que cuando el luchador que se ha sacrificado por su país caiga, no se le dé por toda recompensa á s u s hijos un quiosco de refrescos.
Hubo un homb r e , don Alberto Aguilera, que sacrificó s u tranquili-d a d , su esfuerzo
NUEVO MUNDO
acérrimo y constante y sus íiiteresoa personales, al ínteres pi'iblico. Su cariño al pucbfo no era falaa alegato mitincsco, ni retórica capciosa de embaucador político, sino amor ¡irofnndo que tenía su miinadoroinextinguible en au corazón.
Madrid debe á don Alberto Aguibra su transformación en urbe moderna y el nombre de este alcalde benemérito ha quedado unido á obras pcrdnrablca.
Los grandes buievares, el Parque del Oeste, el -Vsilo de Santa Cristina... líl transformó on vían sanas, cómodas y bellas, los barrios sucios y abandonados de San Opropio, Luchana Montolcón y Va-Uehermoso. Su esfuerzo y sus iniciativas engrandecieron la ciudad y enriquecieron á cientos de individuos. Y el hombre que gastó su caudal de bondad, de trabajo y de inteligencia on los demás, murió pobre.
Romería de necesitados
íía un cuartito, limpio y modesto, de la calle de Rodríguez San Pedro, vive con una hija la viuda dei ilustre político. Las dos mujeres guardan, como una reliquia, el recuerdo del esposo amado y del padre bueno.
—Su aspecto—^mc dice 3a señora viuda de Aguilera, enseííándomc un retrato del ilustre político—¡jarece el de un hombre adusto y ordenancista; pero tenia el corazón de un niño. No le hacía daño á una mosca. Su gran amor e r a I\Ta-drid, y después l o s chiquillos. Tundo el Asilo de Santa Cristina, y era su mayor gozo estar entre el enjambre de criaturas asiladas. Hablaba de ac^uellos niños como de sus hijos, y los juegos y las sonrisas de los peque-ñuelos eran para él la mejor recompensa á sus trabajos.
La desgracia ajena 1 e producía verdadero dolor, y oívi-daba sus propios pe. sares para acudir á remediar los ajenos. Ei pueblo, que conocía BU gran corazón y su es|>iritu cristiano, le llamaba familiarmente fltlon Alberto*, y nuestra casa era una romería d e necesitados. E 1 bolsillo de mi marido e s t a b a siempre abierto á l a s peticiones de los indigentes.
La ayuda de los políticos
—-;Cuántas veces fué alcaldef —Varias. Y liasta quisieron proponerlo para alcalde perpetuo.
Trabajaba .sin descanso, y estaba siempre preocupado con las obras. Cuando se ejecutaban las del Paque del Oeste y las del Asilo de María Cristina, no dormía. Al morir Alberto, yo quedé con dos hijos, menores ílc edad: un niño y una niüa. Murió pobre, como había vivido; y yo, desde que quedé viuda, he procurado conservar la dignidad de su nombre.
—yLc han ayudado á usted?... —Sí, Señor. Yo no tengo queja de los amigos políticos de mi marido.
El conde de líomanones se ha portado conmigo con una gentileza y nn af-^cto extraordinario. Quería mucho á -Mbcrto, y la muerte no ha entibiado el afecto del conde hacia su correligionario y amigo. También Dato y Sánchez Guerra; todos han tenido para raí deferencias.
—¿Y cómo, siendo así, señora, no tiene usted concedida una pensión?
—Por los cambios y las vicisitudes políticas que han hecho fracasar siempre los buenos propósitos de los políticos.
— ¿ \ que sabe usted de la suscripción que se efectuó para elevar en .Madrid un monumento á don Alberto Aguilera?
^ X o tengo de eso ninguna noticia. Sé que votaron cantidades el Ayuntamiento y e l Gobierno. La suscripción para la estatua era popular. Un día yo h a b l é de este asunto con el conde de líomanones, y él me dijo:
— L o importante, señora, es solucionar la vida de usted de u n a forma que la deje á cubierto de las acometidas de la necesidad. Porque no es cosa de h a c c r l e un monumento á su marido, y que usted y sus hijos se vean obligados á pedir limosna junto á la efigie en mármol de don Alberto.
Sonríe 1 a señora al recordar las palabras d e l conde. Yo miro el modesto menaje d e l cuarto y pienso con tristeza en el hombre bueno que sólo dejó á los suyos lo que constituía para él su ma-yorriqueza: un nombre honrado.
JULIO nOMAKO
U viuda é lu|ii de don Alberto .Aguilera, cuyas impresiones acEica de la vida de aquel gran benefaclor de Madrid recogemos en esias páginas
FOT, COKTP.S