Para Leer de Boleto 8

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El proyecto de Para leer de boleto en el metro inició en el 2004. Desde entonces se han editado 11 antologías que incluyen cuento, poesía, teatro y crónica

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Para leer de boleto en el metro, 8Por la colección: ISBN 968-5903-01-8Por el presente volumen: ISBN 970-9905-13-9Ilustración de portada: Ariadne Apodaca SánchezCuidado de la edición: Paloma Saiz Tejero

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

Ninguna parte de esta publicación, incluido

el diseño de la cubierta, puede ser reproducida,

almacenada o transmitida en manera alguna ni

por ningún medio ya sea eléctrico, químico, mecánico,

óptico, de grabación o de fotocopia sin permiso

previo de los editores.

Impreso en México, D. F., agosto 2007

Gobierno del Distrito Federal

Marcelo Ebrard CasaubonJefe de Gobierno del Distrito Federal

Elena Cepeda De LeónSecretaria de Cultura

Francisco Bojorquez HernándezDirector del Sistema de Transporte Colectivo

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Presentación

La Secretaría de Cultura del gobierno de la ciudad, ha imple-mentado una serie de programas a través de su Coordina-ción de Fomento a la Lectura, cuyo único objetivo es crear nuevos públicos de lectores: gente que lleve un libro bajo el brazo, personas que se preocupen por ir acompañadas de un relato en su transporte diario, ciudadanos que hagan de la lectura uno de sus placeres más cotidianos.

Como lo fue en sus etapas anteriores, Para Leer de Boleto en el Metro consiste simplemente en que cada usuario del sistema de transporte colectivo encuentre en diversos pun-tos un libro (como la presente antología) para acompañar su trayecto.

Dichos ejemplares contienen textos y narraciones o poe-mas que pueden ser leídos en un breve transcurso de tal forma que al transcurrir de estaciones puedan ser finalizados en su lectura. El usuario podrá dejar el libro nuevamente en un anaquel al finalizar su recorrido para que otra perso-na, otro usuario, otro ciudadano pueda tomarlo y realizar exactamente la misma hermosa tarea: leerlo.

En esta ocasión y al igual que en las anteriores, hemos seleccionado textos de narradores de primer nivel. Cuentos de Laura Esquivel, Gustavo Sainz, José de la Colina, Armando Vega-Gil, H. Pascal, Julia Rodríguez, Eugenio Aguirre, un texto teatral de Luisa Josefina Hernández, mientras que la poesía está representada por Carlos Montemayor, Alí Chu-macero y Juan Gelman.

Estamos seguros que este material tan diverso y de gran calidad será disfrutado por quienes lean este libro. Desea-mos que los acompañen en su trayecto, que lo lean y lo compartan con otros.

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ÍndiceLaura Esquivel

¡Sea por Dios y venga más!.............................................9

Alí ChumaceroPoema de amorosa raíz.................................................15El orbe de la danza........................................................17Monólogo del viudo.......................................................18A una flor inmerssa........................................................20El viaje de la tribu..........................................................22Inolvidable......................................................................24

Armando Vega GilComo perros y gatos......................................................27Los eXcusados secretos del metro................................28El escuadrón de los taxistas Kamikazes........................31Cuenta regresiva.............................................................34Inapelable.......................................................................34Mala pata.......................................................................34Fuera de cuadro.............................................................34

Juan GelmanMujeres...........................................................................37Homenaje........................................................................40Ruidos.............................................................................41Confianzas......................................................................42Sobre la poesía...............................................................43La mano.........................................................................46

Julia RodríguezManzana al horno..........................................................49

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José de la ColinaLa fiesta del Colegio....................................................55

Eugenio Aguirre San Nicho.....................................................................65San Lunes.....................................................................70

Carlos Montemayor Arte Poética 1..............................................................75Memoria de las estaciones..........................................77Memoria de las casas...................................................79Memoria para las hermanas........................................80Quisiera ahora.............................................................81

Gustavo Sainz Paisaje del fogón........................................................85

H. PascalEspacios abiertos.........................................................99

Luisa Josefina HernándezLas Ruinas..................................................................113

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¡Sea por Dios y venga más!

Laura Esquivel

Toda la culpa de mis desgracias la tiene la Chole. Apolonio es inocente, digan lo que digan. Lo que pasa es que nadie lo comprende. Si de vez en cuando me pegaba era porque yo lo hacía desesperar y no porque fuera mala persona. Él siempre me quiso. A su manera, pero me quiso. Nadie me va a con-vencer de que no. Si tanto hizo para que aceptara a su amante, era porque me quería. Él no tenía ninguna necesidad de habérmelo dicho. Bien la podía haber tenido a escondidas, pero dice que le dio miedo que yo me enterara por ahí de sus andanzas y que lo fuera a dejar. Él no soportaba la idea de perderme porque yo era la única que lo comprendía. Mis vecinas pueden decir misa, pero a ver, ¿quiénes de sus maridos les cuentan la bola de amantes que tienen regadas por ahí? ¡Ninguno! No, si el único honesto es mi Apolonio. Él único que me cuida. Él único que se preocupa por mí. Con esto del sida, es bien peligroso que los mari-dos anden de cuzcos, por eso, en lugar de andar

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con muchas decidió sacrificarse y tener sólo una amante de planta. Así no me arriesgaba al contagio de la enfermedad. ¡Eso es amor y no chingaderas! ¡Pero ellas qué van a saber!

Bueno, tengo que reconocer que al principio a mí también me costó trabajo entenderlo. Es más, por primera vez le dije que no. Adela, la hija de mi comadre era mucho más joven que yo y me daba mucho miedo que Apolonio la fuera a preferir a ella. Pero mi Apo me convenció de que eso nunca pasaría, que Adela realmente no le importaba. Lo que pasaba, era que necesitaba aprovechar sus últimos años de macho activo porque luego ya no iba a tener chance. Yo le pregunté que porqué no lo aprovechaba conmigo, y él me explicó has-ta que lo entendí que no podía, que ese era uno de los problemas de los hombres que las mujeres no alcanzamos a entender. Acostarse conmigo no tenía ningún chiste, yo era su esposa y me tenía a la hora que quisiera. Lo que le hacía falta era confirmar que podía conquistar a muchachitas. Si no lo hacía, se iba a traumar, se iba a acomplejar y entonces sí, ya ni a mí me iba a poder cumplir. Eso sí que me asustó.

Le dije que estaba bien, que aceptaba que tuvie-ra su amante. Entonces me llevó a Adela para que hablara con ella, porque Adelita que me conocía desde niña, se sentía muy apenada y quería oír de mi propia boca que yo le daba permiso de ser la amante de Apolonio. Me explicó que ella no iba a

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quedarse con él. Lo único que quería era ayudar en nuestro matrimonio y que era preferible que Apo-lonio anduviera con ella y no con otra cualquiera que sí tuviera interés en quitármelo. Yo le agradecí sus sentimientos y me parece que hasta la bendije. La verdad, yo estaba más que agradecida porque ella también se estaba sacrificando por mí.

Adela, con su juventud, bien podría casarse y tener hijos y en lugar de eso estaba dispuesta a ser la amante de planta de Apolonio, nomás por buena gente.

Bueno, el caso es que el día que vino, hablamos un buen rato y dejamos todo aclarado. Los horarios, los días de visita, etc. Se supone que con esto yo debería de estar muy tranquila. Todo había que-dado bajo control. Apolonio se iba a apaciguar y todos contentos y felices. Pero no sé por qué yo andaba triste.

Cuando sabía que Apolonio estaba con Adela no podía dormir. Toda la noche me la pasaba imagi-nando lo que estarían haciendo. Bueno, no necesita-ba tener mucha imaginación para saberlo. Lo sabía y punto. Y no podía dejar de sentirme atormentada. Lo peor era que tenía que hacerme la dormida pues no quería mortificar a mi Apo.

ÉI no se merecía eso. Así me lo hizo ver un día en que llegó y me encontró despierta. Se puso furioso. Me dijo que era una chantajista, que no lo dejaba gozar en paz, que él no podía darme más pruebas de su amor y yo en pago me dedicaba a espiarlo, a

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atormentarlo con mis ojos llorosos, y mis miedos de que nunca fuera a regresar. ¿Qué acaso alguna vez me había faltado? Y era cierto, llegaba a la cinco o a las seis de la mañana pero siempre regresaba.

Yo no tenía por qué preocuparme. Debería estar más feliz que nunca y ¡sabe Dios por qué no lo estaba! Es más, me empecé a enfermar de los co-lerones que me encajaba el canijo Apolonio. Daba mucho coraje ver que le compraba a Adela cosas que a mí nunca me compró. Que la llevaba a bailar, cuando a mí nunca me llevó. Bueno, ¡ni siquiera el día de mí cumpleaños cuando cantó Celia Cruz y yo le supliqué que me llevara! De puritita rabia, los ojos se me empezaron a poner amarillos, el hígado se me hinchó, el aliento se me envenenó, los ojos se me disgustaron, la piel se me manchó y ahí fue cuando la Chole me dijo que el mejor remedio en esos casos era poner en un litro de tequila un puño de té de boldo compuesto y tomarse una copita en ayunas. El tequila con boldo recoge la bilis y saca los corajes del cuerpo. Ni tarda ni perezosa fui al estanquillo de la esquina, le compré a Don Pedro una botella de tequila y la preparé con su boldo. A la mañana siguiente me lo tomé y funcionó muy bien.

No sólo me sentí aliviada por dentro, sino bien alegre y feliz, como hacía muchos días no me sentía.Con el paso del tiempo, los efectos del remedio me fueron mejorando. Apolonio, al verme sonriente y tranquila, empezó a salir cada vez más con Adela y yo a tomarme una copita cada vez que esto pasaba,

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fuera en ayunas o no, para que no me hiciera daño la bilis. Mis visitas a la tienda de Don Pedro fueron cada vez más necesarias. Si al principio una botella de tequila me duraba un mes, llegó el momento en que me duraba un día. ¡Eso sí, estaba segura de que no tenía ni una gota de bilis en mi cuerpo! Me sentía tan bien que hasta llegué a pensar que el tequila con boldo era casi milagroso. Bajaba por mi garganta limpiando, animando, sanando, recon-fortando y calentando todo mi cuerpo, haciéndolo sentir vivo, vivo, ¡vivo!

EI día en que Don Pedro me dijo que ya no me podía fiar ni una botella más creí que me iba a mo-rir. Yo ya no era capaz de vivir un solo día sin mi tequila. Le supliqué. Al verme tan desesperada se compadeció de mí y aceptó que le pagara de otra manera. Al fin que siempre me había traído ganas el condenado. Yo la mera verdad, con tanto calor en mi cuerpo también estaba de lo más ganosa y ahí sobre el mostrador fue que Apolonio nos encontró dando rienda suelta a las ganas.

Apolonio me dejó por borracha y puta. Ahora vive con Adela. Y yo estoy tirada a la perdición. ¡Y todo por culpa de la pinche Chole y sus remedios!

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Laura Esquivel(Ciudad de México, 1950)

Con todo el éxito que ha tenido por su obra narrativa de ficción, pocos pudieran imaginar que la formación de Laura Esquivel es teatral. Esta autora tiene una licenciatura en edu-cación preescolar especializada en teatro infantil, de hecho estudió creación dramática con el ya fallecido dramaturgo Héctor Azar, luego de lo cual se convirtió en co-fundadora del Taller de Teatro y Literatura de la Secretaría de Educación Pública.

La aparición de su novela Como agua para chocolate, sig-nifica un antes y después en la vida de esta autora. El éxito mundial, el reconocimiento de crítica y público, y la adap-tación cinematográfica, la hicieron ser requerida por todas las ferias de libro, y luego la traducción a varios idiomas le valieron premios como el Ariel y el Silver Hugo en el 28 Chicago International Film Festival, y a ser considerada, su novela, como el mejor libro del año 1994 de la American Booksellers Asociation.

Además de su multipremiada obra, Esquivel tiene otros títulos como Estrellita marinera, La ley del amor, Tan veloz como el deseo y Malinche.

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Poemas

Alí Chumacero

Poema de amorosa raízAntes que el viento fuera mar volcado, que la noche se unciera su vestido de lutoy que estrellas y luna fincaran sobre el cielola albura de sus cuerpos.

Antes que luz, que sombra y que montañamiraran levantarse las almas de sus cúspides;primero que algo fuera flotando bajo el aire; tiempo antes que el principio.

Cuando aún no nacía la esperanza ni vagaban los ángeles en su firme blancura;cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios; antes, antes, muy antes.

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Cuando aún no había flores en las sendasporque las sendas no eran ni las flores estaban; cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas, ya éramos tú y yo.

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El orbe de la danzaMueve los aires, torna en fuego su propia mansedumbre: el fríova al asombro y el resplandora música es llevado. Nadierespira, nadie piensa y sóloel ondear de las miradas luce como una cabellera. En la sala solloza el mármol su orden recobrado, gime el río de ceniza y cubre rostros y trajes y humedad.

Cuerpo de acontecer o cima en movimiento, su epitafio impera en la penumbra y deja desplomes, olas que no turban. Muertas de oprobio, en el espacio dormitan las familias, tristes como el tahúr aprisionado, y añora la mujer adúltera la caridad de ajena sábana. Bajo la luz, la bailarina sueña con desaparecer.

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Monólogo del viudoAbro la puerta, vuelvo a la misericordia de mi casa donde el rumor defiende la penumbra y el hijo que no fue sabe a naufragio, a ola o fervoroso lienzo que en ácidos estíosel rostro desvanece. Arcaico reposar de dioses muertos llena las estancias, y bajo el aire aspira la conciencia la ráfaga que ayer mi frente aún buscaba en el descenso turbio.

No podría nombrar sábanas, cirios, humo ni la humildad y compasión y calma a orillas de la tarde, no podría decir “sus manos”, “mi tristeza”, “nuestra tierra” porque todo en su nombrede heridas se ilumina. Como señal de espuma o epitafio, cortinas, lecho, alfombras y destrucción hacia el desdén transcurren, mientras vence la cal que a su desnudo niega la sombra del espacio.

Ahora empieza el tiempo, el agrio sonreír del huésped que en insomnio, al desvelar su ira, canta en la ciudad impurael calcinado son y al labio purifican fuegos de incertidumbre

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que fluyen sin respuesta. Astro o delfín, allá bajo la onda el pie desaparece,y túnicas tornadas en emblemashunden su ardiente procesión y con cenizala frente me señalan.

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A una flor inmersaCae la rosa, caeatravesando el agua,lenta por el cristal de sombraen que su llanto ahoga;desciende imperceptible,clara, ingrávida, puray las olas la cubren, la desnudan,la vuelven a su aroma,hácenla navegante por la saviaque de la tierra nacey asciende temblorosa,desborda la ternura de su tactoen verde prisionero,y al fin revienta en florcomo el esclavo que de noche sueñaen una luz que rompalos orígenes de su sueño,como el desnudo ciervo, cuando la fuente brota,que moja con su vaho la corrientedestrozando su imagen.

Cae más aún, caemás allá de su savia,sobre la losa del sepulcro,en la mirada de un canario heridoque atreve el último aletazopara internarse mudo entre las sombras.Cae sobre mi mano

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inclinándose más y más al tacto,cede a su suavidad de sábana mortuoria y como un pálido recuerdo o ángel desaladopierde una estela de su aroma,deja una huella: pie que no se posay yeso que se apaga en el silencio.

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El viaje de la tribuOtoño sitia el valle, iniquidaddesborda, y la sacrílega colina al resplandorresponde en forma de venganza. El polvo midey la desdicha siente quien galopaadonde todos con furor golpean:prisionero asistir al quebrantado círculo del hijo que sorprende al padre contemplando tras la ventana obstruida por la arena.Sangre del hombre víctima del hombre asedia puertas, clama: “Aquí no existe nadie”,más la mansión habita el bárbaro que buscala dignidad, el yugo de la patria interrumpida, atroz a la memoria,como el marido mira de frente a la mujery en el cercano umbral la huella ajena apurael temblor que precede al infortunio.Hierro y codicia, la impotente leprade odios que alentaron rapiñas e ilusionesla simiente humedece. Al desafío ocurrenhermano contra hermano y sin piedadtornan en pausa el reino del estigma:impulsa la soberbia el salto hacia el vacíoque al declinar del viento el águila abandonafigurando una estatua que cayó.Volcada en el escarnio del tropella tarde se defiende, redobla la espesuraante las piedras que han perdido los cimientos.Su ofensa es compasión cuando pasamos

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de la alcoba dorada a la sombríacon la seguridad de la pavesa: apenasun instante, relámpago sereno cual soldadoebrio que espera la degradación.De niños sonreímos a la furiaconfiando en el rencor y a veces en la envidiaante el rufián que de improviso se despidey sin hablar desciende de la bestiaen busca del descanso. El juego es suyo,máscara que se aparta de la escena, catástrofeque ama su delirio y con delicia pierdeel último vestigio de su ira.Vino la duda y la pasión del vino,cuerpos como puñales, aquello que transformala juventud en tiranía: los placeres y la tripulación de los pecados.Un estallar alzaba en la deshonrael opaco tumulto y eran las cercanías ignorados tambores y gritos y sollozosa los que entonces nadie llamó “hermanos”.Al fin creí que el día serenabasu propia maldición. Las nubes, el desprecio,el sitio hecho centella por la amorosa frase,vajilla, aceite, aromas, todo eraun diestro apaciguar al enemigo,y descubrí después sobre el naufragio tribusque iban, eslabones de espuma dando tumbosciegos sobre un costado del navío.

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InolvidableDecir amor es recordar tu nombre,el ruiseñor que habita tu mirada,ir hacia ti a través de lo que fuistey cruzar el espacio suavementebuscándole cristal, desnuda formacaída del recuerdo, o sólo nube.Si lloro, el aire se humedece y vuelvacon languidez, en lágrimas bañado, y de mis ojos naces libre sueñosin más navegación, inolvidable,grácil estatua de melancolía

Solo, como una ráfaga o ceniza, miro aún el candor de tu cabello,la amorosa violencia de tus ojoshoy ya distancia, caracol cerradoa mi rumor de corazón herido,casi naufragio, tenebral y duelo.En vano lejanías, o la muertedel tiempo entre tu cuerpo agonizando,porque en música pura estoy rendidocuando al sentir conmigo tu tristeza sobre mis labios mueres, amor mío.

Tomado del libro Antología Personal, editorial Colibrí.

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Alí Chumacero(Nayarit, México, 1918)

Enumerar los premios de Alí Chumacero rebasa cualquier semblanza, desde el Xavier Villaurrutia, el Alfonso Reyes, el Nacional de Ciencia y Artes, o el Medalla de Oro Bellas Artes; lo mejor es que su obra poética nos permite olvidar tanta grandeza.

Su Páramo de sueños, o las Imágenes desterradas segui-rán ofreciendo material para los amantes de su poesía o a quienes se acerquen por primera vez a su obra.

Innumerables lectores son los que han llegado a Alí Chumacero por el famoso poemario llamado Responso del peregrino (Breve antología), y que fuera publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México en su serie Material de Lectura, con el número 76

Aquí estamos, maestro, felices de tenerlo y leerlo.

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Como perros y gatosCuando vio que Silvestre, el gato, iba a pasar junto a él, Pinto, el perro, se hizo el dormido. Al descu-brir el engaño, Silvestre fingió soñar, y en sueños se volvió perro. Pinto, sin darse cuenta, se quedó dormido y despertó vuelto gato en el sueño de Silvestre, de tal suerte que, cuando Pinto, el gato, iba a pasar junto a él, Silvestre, el perro, se hizo el dormido. Al descubrir el engaño, Pinto fingió soñar, y en sueños se volvió hombre. Silvestre, sin darse cuenta, se quedó dormido y despertó vuelto mujer en el sueño de Pinto, de tal suerte que ahora ambos viven el sueño idílico del amor en espera de que despierten del engaño y se destrocen como perros y gatos.

Cuentos cortos

Armando Vega-Gil

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Los eXcusados secretos del metroHace poco, luego de años de haber sido inaugurado el Metro, encontré al fin un baño público en sus instalaciones, caso excepcional, en la parada de Chilpancingo. Y ahí llegué a una conclusión poé-tica: “¿Existe algo peor que estarse meando en la estación Balderas en una hora pico? Sí, contenerse ahí las ganas de zurrar”.

Cuando alguien aguanta y se aguanta a hacer del cuerpo, le vienen unos dolores de parto (con la diferencia de que el producto no es un bebé sino una bola de excremento) que suben desde un punto harto frágil del pobrecito ano e invaden el vientre cual patada de judicial. Sientes las paredes del colon ensancharse hasta quedar como una membranita restirada, a punto del desgarre. Uno cae de rodillas, aprieta el esfínter y gime ¡ay ay ay! entre goterones de sudor frío. Y es que en nuestra moral cristiana es mal visto que uno ande cagado por la vida, más aún si cuelgas de un pasamanos del Metro. El dicho “es preferible perder un amigo que un intestino” debía privar por nuestro propio bien, pero la moral es la moral.

Así me ocurrió con dos compañeros de la escue-la: el Caballo y Dominique. Yo estaba enamorado de ella, y, claro, Domi no me pelaba. Esa mañana quedamos de vernos en una biblioteca, cerca del

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Metro Allende, para hacer una tarea. Yo estaba ner-viosísimo, por lo que me dio por desayunar como puerco, encima que la víspera había cenado pozole con harto cacahuazintle, eso sí, descabezado. La inseguridad hizo meterme todavía, entre libros y apuntes, dos bolsas de cacahuates japoneses sabor limón, un boing de a litro, una torta de tamal y un paquete de pasitas aflojatodo. Al rato me sentía recargadito, pero levantarme al baño le hubiera concedido unos segundos al Caballo para darme baje con la chata.

Al salir de la biblio ya me había arrepentido de no obrar, pero mejor era aguantarse. La cosa em-peoró al bajar por las escaleras de la estación del subterráneo: tenía que caminar como pingüino, aflojando sólo ciertos músculos que atenuaran el dolor pero evitaran la salida del cake.

En el andén el primer gran cólico me dobló por el ombligo. Sudaba entre escalofríos, veía nublado. “Dios mío, ¿qué te pasa?”, preguntó Dominique mientras me tomaba por los hombros. ¡Ah!, esa era su primer manifestación de cariño, pero ni modo que le dijera que me estaba haciendo de la caca.

Domi pedía ayuda a gritos cuando, más fuerte, me vino la segunda contracción. Llegó un policía preguntando qué pasa, y yo sólo farfullaba: “Ne-cesito un baño, ¡un baño por favor!”. El poli ame-nazó con llamar una ambulancia. “¡No, un baño!”, chillé..., y todo por no haber guáters públicos en el méndigo Metro. Sé que los chilangos somos bien

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marranos y dejaríamos los wc vueltos barquillos con todo y cereza, pero esto era de vida o muerte. Entre mirones ya me sacaban a rastras el tira y el Caballo, y yo insistía ebrio de dolor: “¡Su baño!”. “Híjole, joven, es que sólo es pa empleados”. Do-minique suplicó al azul, ¡ándele, por favorcito!, y el Caballo le dio un billete azul al agente. “Me van a llamar la atención, pero órale”. Tras una puerta disimulada en un muro estaba el trono salvador, me dejaron solo y ahí hice la caca más deliciosa de mi vida. ¡Ah, liberar al Keiko! Y salí feliz, recuperado. El poli entró a revisar si no me había inyectado heroína, pero sólo encontrose con el denso buqué del pozole.

El Caballo y Domi me fueron a dejar a mi casa, y me depositaron en mi camita donde perdí el co-nocimiento. Al día siguiente mis compañeritos ya eran novios. ¡Chale!, y todo por no haber guáters en el Metro.

Un consuelo me queda: cuando el Caballo y Do-minique se pongan nostálgicos y acaramelados, sin duda dirán entre suspiros:

—Bebé, ¿te acuerdas del día que nos enamora-mos?

—Sí, mi vida, fue cuando el güey aquel se estaba cagando.

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El escuadrón de los taxistas kamikaze—¡No te subas ahí! —me gritó la Nati en un arrebato místico—, ¡ese minitaxi es un ataúd con llantas!

Natividad Tungusca leía el futuro en los asientos de tu exprés turco cortado en un regacho café-ta-rot de la Escandón. “De día pongo sellos en una oficina de Correos —me había dicho sonriendo con sus incisivos destellantes por la gracia de un par de incrustaciones de oro en forma de estrella de cinco puntas—; pero al caer el sol me vuelvo pitonisa... Y no pongas esa cara, ¡animal! Pitonisa es una sa-cerdotisa especializada en adivinar el porvenir, no una sexoservidora de San Pablo”.

Nati y yo salíamos esa medianoche de un tremen-do reventón donde servían cubas tibias hechas con un brandy chafa capaz de matar borregos.

“Mejor me quedo —me aclaró enamorada—, ahí en la fiesta hay un prieto al que le quiero leer el iris, las palmas de los pies y las manchas de sus calzones”. ¡Fuiiit!, la interrumpí pegando un chiflidote arriero a un minitaxi que cruzaba por ahí cual alma en pena. Natividad me gritó que no lo abordara, pero yo estaba harto y quería irme a mi camita a echar la güeva.

Dentro del ataúd con llantas me di cuenta de mi error: la máquina verde-ecologista bufaba de a panza con gastritis, del asiento del pasajero se asomaban resortes herrumbrosos, y el piso estaba

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tan picado que bien podíamos meter freno con la suela de los zapatos estilo Picapiedra. No traía su tarjetón con foto ni taxímetro, a más que el finísimo y marrano chofer tenía el cabello sebudo peinado estilo almohadazo y la camisa agujerada.

—¿A dónde, ca? —me preguntó con un aliento que acabó de ponerme hasta atrás—. ¿Palenque con Morena? ¡Chale, mai!

En lo que trataba de explicarle que aquello no era albur sino un entronque en la Narvarte, el chafirete metíale la chancla a fondo al Vocho que, a pesar de que sus pútridos amortiguadores se me encajaban en el riñón, volaba a más de cien por hora. ¡Fumm! ¡Fummm!, zumbaban los postes mientras agarraba las curvas con rechinidos de llanta con huarache. Al verme agarrado a veinte uñas del respaldo, el taxista me contó su verdadera vocación:

—No te saques de onda, padrino. Al contrario, pon-te chido —me dijo al invitarme un jalón de cigarro ilegal—. ¿Has oído hablar del escuadrón de taxistas kamikaze?

La sangre se me bajó a los talones: el tal escua-drón era un grupo de taxistas que salían por las noches a recoger pasaje y someterlos al estímulo del adrenalinazo. Apagaban las luces, aceleraban a más no poder y, sin voltear ni frenar tantito, cruzaban a ciegas las grandes avenidas que se abrían a su paso con los semáforos parpadeando en preventiva. Lo único que los podía detener eran un superchoque-madrazazazo o la dirección del pasajero.

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—Sí —le contesté fingiendo calma—, pero no existe, ¿verdad? Son una leyenda urbana.

—¿De veras? —me respondió justo cuando apagó sus luces rumbo al Eje Central. El icuiricui comenzó a gemir y yo a mojar mis pantalones, cuando de pronto... la máquina tosió, pegó un reparo y se paró en seco.

—¡Uta! —respingó el chof—, a buena hora me fallas.

Salté del taxi. Detrás de mí escuché una menta-da, pero no me detuve sino hasta una esquinita donde me escondí tras un montón de basura harto apestocha. A lo lejos escuché arrancar de nuevo al minitaxi que fue a perderse en la oscuridad bajo el estruendo de sus punterías descalibradas. Decidí mejor irme a mi casa a pata. Al llegar a la esquina de Xola y Vertiz, vi un choque espantoso: un Cougar embarrado contra una tiendita Oxxo 24 horas y un minitaxi patas parriba todavía con las llantitas girando. Mi primera reacción fue ir a ayudar a los heridos, pero al ver el taxi preferí no comprobar si el chofer era el ruletero seboso que había estado a punto de matarme. Llamé a una ambulancia que llegó media hora tarde (los sábados por la noche hay harta chamba) y me fui a mi casa con la duda de si el escuadrón de taxistas kamikaze existía o no.

De ahora en adelante no tomo taxis de noche a menos que mi cuata, Natis, la pitonisa, les dé el visto bueno.

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Cuenta regresivaSu pesadilla comenzó cuando le dijo: “Eres la mujer de mis sueños.”

Inapelable—¿Quedarme contigo? ¡Ni lo sueñes! —dijo ella, y el hombre despertó en su cama, solo.

Mala pataEsta era una vieja coja que todos los días se levan-taba con el pie izquierdo.

Fuera de cuadroUn segundo antes del suicidio, vio proyectada en su cabeza la película de su vida; pero como ésta había sido tan aburrida, cayó dormido antes de que terminara la función.

Cuando despertó, fue demasiado tarde.

Texto inédito

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Armando Vega-Gil(Ciudad de México, 1955)

Rockero, cineasta, antropólogo, performancero, argumen-tista de la serie de televisión el Güiri-Güiri, catedrático y promotor de talleres de escritura, escalador de montañas nevadas, buzo de aguas dulces y saladas, trotamundos y trovador de veras, Armando ha sido galardonado con pre-mios nacionales de literatura como el San Luís Potosí de Cuento.

En su haber existen una docena de títulos publicados como La ventana y el umbral (poesía), Diario íntimo de un guacarróquer (crónica autobiográfica) y Cuenta regresiva y otras fábulas supernumerarias, donde reúne su obra narrativa reciente.

Se le puede ver en la televisión con el grupo de sátira política El Palomazo informativo o leer en su columna de cine en la revista Eme-Equis. En la actualidad prepara su primer largometraje, Biombo Negro.

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Mujeresdecir que esa mujer era dos mujeres es decir poquito debía tener unas 12.397 mujeres en su mujer/ era difícil saber con quién trataba uno en ese pueblo de mujeres/ejemplo:

yacíamos en un lecho de amor/ella era un alba de algas fosforescentes/cuando la fui a abrazarse convirtió en singapur llena de perros que aulla-ban/recuerdo

cuando se apareció envuelta en rosas de aghadir/parecía una constelación en la tierra/parecía que la cruz del sur había bajado a la tierra/esa mujer brillaba como la luna de su voz derecha/

como el sol que se ponía en su voz/en las rosas estaban escritos todos los nombres de

Poemas

Juan Gelman

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esa mujer menos uno/

y cuando se dio vuelta/su nuca era el plan econó-mico/tenía miles de cifras y la balanza de muertes favo-rable a la

dictadura militar/

nunca sabía uno a dónde iba a parar esa mujer/yo estaba ligeramente desconcertado/una nochele golpié el hombro para ver con quién eray vi en sus ojos desiertos un camello/a veces

esa mujer era la banda municipal de mi pueblo/tocaba dulces valses hasta que el trombón empe-zaba a desafinar/y los demás desafinaban con él/esa mujer tenía la memoria desafinada/

usté podía amarla hasta el delirio/hacerle crecer días del sexo tembloroso/hacerla volar como pajarito de sábana/al día siguiente se despertaba hablando de ma-levíc/

la memoria le andaba como un reloj con rabia/a las tres de la tarde se acordaba del muloque le pateó la infancia una noche del ser/ellaba mucho esa mujer y era una banda municipal/

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la devoraron todos los fantasmas que pudoalimentar con sus miles de mujeres/y era una banda municipal desafinadayéndose por las sombras de la placita de mi pue-blo/

yo/compañeros/una noche como ésta quenos empapan los rostros que a lo mejor mori-mos/monté en el camellito que esperaba en sus ojosy me fui de las costas tibias de esa mujer/

callado como un niño bajo los gordos buitresque me comen de todo/menos el pensamientode cuando ella se unía como un ramo de dulzura y lo tiraba en la tarde/

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Homenajesel pueblo aprueba la belleza aprueba el soldel espectáculo del mundo aprueba el solaprueba el río humanoen la pared de caras populares escribe “apruebo el sol”

¿no hay dolor o pena en el mundo?¿humillaciones no hay y fea pobreza?¿no cae la baba policial sobre la mesa de torturas?¿no pisa y pesa la bota del tirano?

hay dolor y pena en el mundohumillaciones hay y fea pobrezacae la baba policial sobre la mesa de torturaspisa y pesa la bota del tirano pero

el pueblo aprueba la bellezabajo la baba policial escribebajo la bota del tirano de turnosobre la mesa de torturas escribe “apruebo el sol”

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Ruidosesos pasos ¿lo buscan a él?ese coche ¿para en su puerta? esos hombres en la calle ¿acechan? ruidos diversos hay en la noche

sobre esos ruidos se alza el díanadie detiene al solnadie detiene al gallo cantor nadie detiene al día

habrá noches y días aunque él no los veanadie detiene a la revolución nada detiene a la revoluciónruidos diversos hay en la noche

esos pasos ¿lo buscan a él?ese coche ¿para en su puerta? esos hombres en la calle ¿acechan?ruidos diversos hay en la noche

sobre esos ruidos se alza el día nadie detiene al día nadie detiene al solnadie detiene al gallo cantor

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Confianzasse sienta a la mesa y escribe“con este poema no tomarás el poder” dice “con estos versos no harás la Revolución” dice“ni con miles de versos harás la Revolución” dice

y más: esos versos no han de servirle paraque peones maestros hacheros vivan mejorcoman mejor o él mismo coma viva mejor ni para enamorar a una le servirán

no ganará plata con ellosno entrará al cine gratis con ellosno le darán ropa por ellosno conseguirá tabaco o vino por ellos

ni papagayos ni bufandas ni barcosni toros ni paraguas conseguirá por ellossi por ellos fuera la lluvia lo mojaráno alcanzará perdón o gracia por ellos

“con este poema no tomarás el poder” dice“con estos versos no harás la Revolución” dice “ni con miles de versos harás la Revolución” dicese sienta a la mesa y escribe

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Sobre la poesíahabría un par de cosas que decir/que nadie la lee mucho/que esos nadie son pocos/que todo el mundo está con el asunto de la crisis mundial/y

con el asunto de comer cada día/se tratade un asunto importante/recuerdocuando murió de hambre el tío juan/decía que ni se acordaba de comer y que no había problema/

pero el problema fue después/no había plata para el cajón/y cuando finalmente pasó el camión municipal a llevárselo el tío juan parecía un pajarito/

los de la municipalidad lo miraron con desprecio o desdén/murmurabanque siempre los están molestando/que ellos eran hombres y enterraban hombres/y no pajaritos como el tío juan/especialmente

porque el tío estuvo cantando pío-pío todo el viaje hasta el crematorio municipal/

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y a ellos les pareció un irrespeto y estaban muy ofendidos/y cuando le daban un palmetazo para que se ca-llara la boca/el pío-pío volaba por la cabina del camión y ellos sentían que

les hacía pío-pío en la cabeza/el

tío juan era así/le gustaba cantar/y no veía por qué la muerte era motivo para no cantar/entró al horno cantando pío-pío/salieron sus ceni-zas y piaron

un rato/y los compañeros municipales se miraron los za-patos grises.

de vergüenza/pero

volvieron a la poesía/los poetas ahora la pasaban bastante mal/nadie los lee mucho/esos nadie son pocos/el oficio perdió prestigio/para un poeta es cada día más difícil

conseguir el amor de una muchacha/ser candidato a presidente/que algún almacenero le fíe/que un guerrero haga hazañas para que él las can-te/

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que un rey le pague cada verso con tres monedas de oro/

y nadie sabe si eso ocurre porque se terminaron las muchachas/los almaceneros/los guerreros/los reyes/o simplemente los poetas/o pasaron las dos cosas y es inútilromperse la cabeza pensando en la cuestión/

lo lindo es saber que no puede cantar pío-pío en las más raras circunstancias/tío juan después de muerto/yo ahorapara que me quierás/

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La manono pongas la mano en el aguaporque se irá de pez/no pongas agua en tu manoporque vendrá el océanoy la orilla después/

dejá tu mano así/en su aire/en ella/sin comienzo/ni fin/

Tomado del libro Juan Gelman de palabra, editorial Visor.

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Juan Gelman(Buenos Aires, 1930)

Es el mayor poeta argentino en la actualidad. Exiliado, va-gabundo por varios países debido a la dictadura militar, un día decidió radicar con nosotros.

Sus inicios fueron como miembro fundador del grupo de poesía El pan duro, y de ahí hasta ser director del su-plemento cultural de La opinión, diario argentino. Ya en estos lares ha colaborado en revistas, suplementos y diarios como Análisis, La Jornada Semanal, Nueva Expresión, Pá-gina/12, Rojo y Negro y actualmente se le puede leer cada sábado en el diario Milenio con su columna de análisis internacional.

Su obra se encuentra en múltiples antologías y, junto con la de Mario Benedetti y la de Oliverio Girondo, formó parte del guión de la película El lado oscuro del corazón de Eliseo Subiela.

Hacia el sur, Violín y otras cuestiones y El juego en que andamos son los poemarios que recogen lo mejor de su obra. Entre sus premios se encuentran el Mondello, de Ita-lia, el Nacional de Poesía 1997, en Argentina, el Juan Rulfo de literatura latinoamericana y del Caribe, en México, el Reina Sofía de poesía, en España. Nada más.

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Manzana al hornoNo había comido manzana al horno desde los nueve años, en casa de la abuela. Y el filete estuvo me-jor, puedo apostarlo, que los del Waldorf Astoria. La ensalada y los fideos, magníficos. Una cena de primera. No pueden quejarse de mi docilidad, la engullí completa. Ahora un cigarrillo, es lo conse-cuente.

Qué noche estrellada y silenciosa. Apostaría a que nací en una igual, al menos eso dijo la abue-la: una noche quieta, sin ruidos, salvo los gritos de mi madre en la clínica. “Era una olla express a punto”, contaba la abuela, y que el partero apenas si tuvo tiempo de colocar las manos para atrapar al resbaladizo bebé indefenso. Luego de cortar el cordón no quise llorar, otra vez según la abuela. El hombre me dio la consabida nalgada y entonces obedecí. Debo haber resentido la pérdida de la

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Julia Rodríguez

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tibieza; ya los labios se me habían puesto azules. Seguramente algún espasmo involuntario contrajo mis pulmones, un impulso ciego en busca de la supervivencia. De cualquier modo, no quise res-pirar, me negué y lo he seguido haciendo el resto de mis días. A los dos o tres años tampoco acepté dormir con la luz apagada. Mi madre lo consintió porque con frecuencia tenía pesadillas. Lo único que recuerdo de ese tiempo son mis despertares sin causas memorables y aquel cuarto demasiado grande y solitario. Me ponía a llorar hasta no re-conocer poco a poco cada cosa: el carrito azul de policía que aullaba apretándole el botoncito rojo, los zapatos maltratados, los calcetines llenos de tierra, los libros ilustrados y las cajas con modelos de aviones para armar. Mi madre los coleccionaba para mí, pese a que yo fuera demasiado pequeño para armarlos, pero ella decía “cuando regrese tu padre, él te va a enseñar cómo”.

Nunca he podido recordar nada de él. Se fue demasiado pronto. Un día comencé a imaginarlo como policía con su placa en la mano, mostrándola. Tengo de él esa imagen, nada más. Desde enton-ces me sentí disgustado con el mundo. Detestaba todo, bueno, casi todo, pero más que nada tener que cagar. Mi madre quiso arrebatarme el derecho a mi propia mierda. A eso se debió mi ausencia de apetito por esa época. Bien sabía que engullir era tanto como cagar después, ceder a sus deseos: ha-cerlo en la taza. No, mi madre nunca fue sensata.

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Vivía en otro mundo y no entendía nada, menos aún pareció comprender la muerte de mi padre. Lo cierto es que nadie supo cómo fue. Se concretaron a traer sus cosas a la casa, y ella las guardó, salvo la foto, las puso bajo llave y jamás se le ocurrió compartirlas conmigo. Recuerdo la foto colgada en la sala para regocijo de las visitas. Parecía un vul-gar delincuente. Por eso preferí volver a la imagen del policía con la placa en la mano y le agregué un bigotito. De ese modo tenía un padre más re-conocible.

Mi madre se fue haciendo más y más odiosa. Me golpeaba sin motivo y yo me empeciné en mis nos. Sólo defendía mis derechos, al menos creí hacerlo. Un día enloqueció y me envió con la abuela. Con los meses ésta superó con mucho la tiranía de su hija. Al ajustar los nueve años, mi único anhelo era crecer para largarme. El día que lo logré, jamás volví a verlas. Si hoy las recuerdo se debe a la manzana al horno. Maldita manzana, siento retortijones.

Qué alivio. Únicamente entiendo el haberme ne-gado en la infancia por culpa de la terca y contro-ladora de mi madre. Pese a todo, le gané. Siempre conseguí su derrota y tuve el orgullo de ensuciar los pantalones hasta los siete años. Maldita sea. Por negarme anduve sucio y apestoso. Fui el vencedor vencido o el ganador al revés. Como dijo Lulú: “Te vas a morir diciendo no.” La verdad, ninguna supo (Lulú tampoco) que me gustaba llevar la contraria. Y decía sí cuando el no habría sido lo adecuado.

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Fue mi lema. Apuesto a que por esto me atraparon. Heme aquí, en esta mazmorra solitaria. Perra sole-dad. De continuo la traje prendida a la manga. Cuál es el problema, se nace solo. Por eso la soledad no tiene nada de extraño. Mis pulmones respiraron aquella primera noche estrellada, hicieron el mila-gro. Malditos pulmones inconscientes, buena me la hicieron. No puedo quejarme, cada quien recibe su tajada de soledad. Es la más asidua de las amantes. Lulú, en cambio, un día se le ocurrió meterme al orden y se volvió como las otras, dejó su soledad y se quiso meter con la mía. Se traicionó a sí misma y en vez de poemas, de su boca empezaron a salir sapos y ranas. La detuve en seco, sin darle expli-caciones. Si viviera lo entendería. Y no es cuestión de arrepentirse ahora. Qué estaría haciendo en una noche como ésta, tan quieta. No, no me tengo lástima si lo único que puedo hacer es mirar las manchas de humedad sobre la pared o los brotes de hongos entre las junturas del cielo raso, no hay otra cosa que hacer. Hasta puedo reírme de la situación, aunque si lo pienso, es lógica, lógica consecuencia de mi tenacidad para negarme. Tampoco es cosa de ponerse solemne y reflexionar. Ganado me lo tengo y pensándolo mejor, pude haber conseguido una buena defensa, pero dije no, ¿Por qué habría de hacer lo que el abogado sugirió? Que se queden con sus síes. Yo soy especialista en lo opuesto. Maté a Lulú y ya, qué más quieren. Una manzana al horno fue el premio. La engullí, soporté los retortijones

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y dejé la mierda en su pútrida taza como buen ciudadano.

Lo único que me inquieta un poco es la inyec-ción. La silla tiene, por lo menos su lado román-tico. Pero la inyección, maldita sea, es como la nalgada del partero: si se aguanta la primera, le ponen a uno la segunda y cuantas sean necesa-rias. Apuesto que habría sido algo muy diferente si mis pulmones se hubieran negado a funcionar aquella noche sin ruidos.

Texto inédito

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Julia RodríguezCiudad de México, 1948

La formación de Julia Rodríguez arranca en el Centro Uni-versitario de Teatro, de donde es egresada. Fue miembro de la Compañía Universitaria de Teatro y actriz profesional durante trece años. Es traductora, guionista y conductora de radio en el Instituto Mexicano de la Radio.

Su novela corta Cuento para sordomudos, fue publica-da por la UAM Azcapotzalco; luego pasó al cuento donde destacan Manzana al horno, Sabios amantes, Lo que resta de un recuerdo. En la prestigiosa serie Material de Lectura que publica la UNAM, en 1986, apareció Sonata triste y otros cuentos.

Amante de temas oscuros, es autora de El vampiro del espejo, La nostalgia del vampiro y El cazador de vampiros. En 1991 ganó el primer concurso para Radio-Teatro, con-vocado por la Deutscher Rund Funk (ex Alemania Federal) y el Instituto Goethe con su obra Hotel Montecarlo. En el 2000, Siglo XXI Editores publicó su novela ¿Quién desapa-reció al Comandante Hall?

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Cuentos cortos

José de la Colina

La fiesta del ColegioCómo olvidar la fiesta en el parque de nuestro Colegio, la despedida ya sin punto de retorno de nuestra niñez entrada en la adolescencia. Yo re-cuerdo, recuerdo, recuerdo a la orquesta allá en el lejano templete, al fondo del parque. El confeti llovía sobre el cabello, el cuello y los hombros de Susana, que acababa de darme un brusco y can-doroso beso cuando estábamos solos allá en la enramada. Me recuerdo intercambiando con ella salivas enamoradas. Le juré que Isabel no sabría nada, ni Alicia, ni Rosita... Pero Andrea, desde atrás de la cascada, me había gritado ¡yuuuju!, como en una vieja comedia musical de Ruby Keeler. Y yo, Don Giovanni avant l’age iba de una de mis chicas a la otra, y sus mejillas tenían el aroma del viento nocturno. Y aquel sabor furtivo, aquella suavidad amelocotonada y húmeda sobre los labios de todas ellas, ¿era el gusto agridulce, casi picante, de la fe-

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licidad a punto de perderse en cuanto dejáramos nuestro primer colegio, nuestro paraíso? Ay, yo no lo sabía, no lo sabía.

La orquesta no dejaba de tocar su música, que iba desde valses y polkas y la obertura Guillermo Tell a tangos y foxtrots y selecciones de la Consagración de la primavera y hasta a algunas baladas de los Beatles (esto último seguramente por influencia de la pro-fesora de Biología, la señorita Carolina Bustos, que era la más aggiornata que teníamos en el Colegio). Y se oía la noche susurrar entre las frondas como el frufrú de una inmensa cola de vestido suntuoso, pasando entre el follaje, agitándolo con su ondulante cuerpo fantasma.

A todas mis amadas les prometía yo el amor loco y para siempre, pero, en la embriaguez de los besos que ya iban haciéndoseme indistintos (¿cómo ocurría, por sólo dar un ejemplo, que en los labios de Paquita estuviera el sabor de Car-mela?), iba filtrándoseme una vaga pero aguda inquietud. Había algo que me atraía cada vez más, realmente tirando de mi mirada, de mi pensamien-to: aquella soledad citadina que se percibía más allá de la puerta enrejada del colegio, es decir, lo que los alumnos solíamos llamar el Mundo, esa realidad exterior que habíamos casi enteramente abandonado desde que nuestros padres nos ha-bían impuesto la condición de colegiales internos. Allá estaba pues el aire exterior y la incipiente, ¡y sabatina!, noche de fuera, ese espacio de otra fiesta

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quizá menos dulce pero tal vez más verdadera, con el atractivo de lo incierto y hasta de lo peligroso, alimentos apetecibles para nuestros corazones de-masiado sometidos al ámbito empalagoso, de tan paradisíaco, que era el Colegio.

Aquella atracción del más allá de la reja tomó pronto el carácter de una necesidad.

—¡Hasta la vista bonitas! —Les grité a las mu-chachas—.

Voy por cigarrillos. ¡Yo volveré, yo les juro que volveré!

Y corriendo dejé la fiesta y el colegio y el círculo de las lindas.

En la esquina de la calle, al extremo de la hilera de incontables amarillentos faroles, un autobús público, iluminado en todas sus ventanas, con el motor encendido, runruneante, premioso, sin más ocupante que el chofer, quizá había estado horas esperándome sólo a mí. Saqué del bolsillo todas mis monedas y las conté con la aprensión de una primera partida. Hasta entonces mis únicos viajes los había realizado al modo que aconsejaba Deniz: con el dedo por los mapas, lo cual permitía viajar pasando, en una sola noche, y antes de dormirme, de Nápoles a Singapur a Nueva York a Bodego Bay a Pekín a Samarcanda a Bruselas... a donde fuese mi voluntad: Ahora el viaje sería de todo yo, no exclusivamente de mi dedo índice. ¿Qué me apor-taría el destino en forma de autobús público? ¿Qué me esperaba en este viaje mucho más amplio y sin

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duda más largo, y a través de ese mundo realmente desconocido de más allá de la reja?

El vehículo se había puesto en marcha y atrave-sábamos zonas casi enteramente rurales, barriadas destartaladas y grises, desiertos iluminados pobre-mente por cobardes farolitos solitarios y centrales, calles como dormidas en una niebla rojiza o mo-rada, selvas de luminosos anuncios comerciales, parques que se desleían en pelusas enfermizas, lar-gas avenidas desiertas que concluían en barrancos al borde de los cuales se mantenían en equilibrio cabañas informes, y edificios aerodinámicos, altos y encristalados, oscuros, ciegos, alzados a ambos lados de las calles, y avenidas como farallones fal-sos, coronados siempre por esculturas simbólicas y alegóricas (Águilas, Cuadrigas, Apolos, Mercurios, Venus, Mariscales, Príncipes Felices, Elvispreisleis, Ratones Mickey), etcétera. Y como mientras tanto nadie subía al autobús, le pregunté al chofer el por-qué de esa deserción de los posibles pasajeros, pero no obtuve respuesta, aunque insistí dos veces más. Luego, advirtiendo que el autobús parecía no llevar un rumbo fijo, me acerqué al asiento del conductor y al ponerle la mano en el hombro, para llamar su atención, el hombre (pues era, sí, un hombre, pero por un momento pensé que podría ser un muñeco, una mera réplica) se derrumbó de lado, al tiempo que el vehículo se detenía. Se me heló el corazón con el folletinesco pavor de que el chofer estuviera muerto, pero no: dormía, y se le veía indesperta-

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ble. (Quizá estaba durmiendo desde el comienzo del trayecto. Quizá era un chofer perpetuamente sonámbulo).

Bajé del vehículo a una especie de terraplén enorme en cuyos ángulos había los eternos faroles de luz debilucha, uno de ellos parpadeante, y me inquietó un ruidito insistente, un golpeteo que al poco rato identifiqué como el de una máquina de escribir, seguramente una vieja Rémington como las que usábamos en la clase de Mecanografía Experi-mental bajo la dirección de la señorita Rebolledo.

Pero, cosa incomprensible, en muchos metros alrededor mío no había nada de donde aquel repi-queteo pudiera venir. Me sentí tembloroso: alguna vez mi condiscípulo Miret me había hablado de una máquina insituable en la que un empleadillo burocrático, casi un fantasma igualmente insitua-ble, pero en última instancia un hombre de carne y hueso (y un pedazo de pescuezo, añadía innece-sariamente Miret), escribía informes sobre ciuda-danos que no tenían una conducta decente. Traté de tranquilizarme. Sin duda era yo víctima de una alucinación sonora causada por los latidos de las sienes. Eché a andar y me reconforté silbando La ci daren la mano una y otra vez. Alrededor de la gran explanada se divisaban algunas luces temblo-rosas que sólo podían ser, por sus agrupaciones en formas paralelas y en sentido vertical, las de la ansiada ciudad. Empezó a caer una llovizna blanda, monorrítmica, que con el repiqueteo de la invisible

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máquina de escribir y el cansancio que al cabo de dos o tres horas me dominó, me obligó a tenderme en el duro suelo de cemento, a dormitar.

Cuando desperté me encontré dentro de un gran túnel apretadamente oscuro que por el tacto descu-brí recorrido de enmarañadas tuberías metálicas. ¿Cuándo había entrado yo en esa larga ratonera, y hacia dónde iba el túnel? La maquinita seguía conduciendo aquel repiqueteo y ahora casi le agra-decí su impalpable, invisible presencia, pues ya era como algo familiar y por tanto tranquilizador.

En fin... Al cabo de dos o tres horas más se em-pezó a ver un pequeño claror allá lejos, quizá a kilómetros más adelante. Hacia ella me dirigí, tan cansado que ya casi reptaba más que caminar, mientras el repiqueteo sonaba múltiple, y pensé que tenían que ser varias máquinas de escribir.

El túnel desembocaba en una claridad total, y al en-trar en ella tuve que frotarme los ojos. Me demoré en abrirlos, como tomando un respiro, y en esa demora, mientras todos los repiqueteos se interrumpían, oía una voz. Una voz de mujer. Una voz de mujer de digamos entre cuarenta y sesenta años:

—¿En qué se le puede servir, caballero?Me reproché haber abierto los ojos, pero ahora

ya no tenía remedio.Después de un minuto me atrevía a alzar la vista

y las vi.Las vi.Las vi en una larga oficina con hileras de máqui-

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nas de escribir, sentadas ante los teclados de las máquinas Rémington.

Vi a Susana, a Patricia, a Paquita, a Isabel, a Rosita, a Andrea, a... no recuerdo su nombre, pero era, o había sido, una de ellas.

Vi sus austeros trajes-sastre, sus peinados reco-gidos en la nuca, sus sienes griseantes, sus rostros sin maquillaje, ajados, y el gesto severo de todas, aunque la de una supuesta Susana parecía esbozar una triste sonrisa.

Las vi. Eran otras, pero habían sido ellas.—Buenos días —dije.—Buenas tardes —dijeron a la vez.—¿La fiesta? —pregunté.—¿Cuál fiesta, caballero? —preguntó una de ellas

(no importa quién, todas se veían bastante parecidas en la vestimenta, en la actitud, en las huellas de los años).

—Pues... la fiesta... La fiesta del Colegio.Hubo un silencio. La que en algo recordaba a Pa-

quita reprimió un sollozo. La miraron enfadadas.—Ah, la fiesta del Colegio —dijo fríamente la que

ya había hablado, creo que podría ser Susana—. Us-ted, si recuerdo bien, nos prometió que volvería.

—Según me parece recordar —dijo una que tal vez había sido Carmen—, hasta lo juró.

—Sí, yo lo recuerdo. Lo juró. Y nosotras cometi-mos la tontería de creerlo, y lo esperamos. ¿Verdad? Lo esperamos hasta que se apagaron las luces y se acabó la música y todos, maestros, alumnos,

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alumnas, parientes y familiares, se fueron yendo, y finalmente también nosotras nos fuimos con ellos. No queríamos irnos, pero nuestros padres nos tiraban del brazo. Por cierto: ¿compró usted los cigarrillos?

—Pero ustedes... aquí... —dije, ahora yo también a punto de sollozar—. ¿Qué lugar es éste?

—La Compañía Productora de Documentos El Águila, como habrá advertido por la gran ave de bronce que corona la cúpula de este edificio...

—Pero... el Colegio...—El Colegio fue demolido, caballero, pero usted

en cierto modo está pisando su recuerdo. Sobre el terreno en que se levantaba el querido e irrepetible Colegio se levanta ahora esta compañía, una com-pañía seria, bien establecida. Hemos de convenir en que la situación tiene algo de irónico.

Es, como si dijéramos, una situación de ironía objetiva. Dése cuenta, caballero: de hecho estamos en el mismo lugar, estamos todas, y podría decirse que hemos seguido esperándolo. Esperándolo a usted, tontas de nosotras.

—Todos son iguales— susurró alguna al fondo.Carraspeé. Estuve a punto de levantarme y salir

pretextando que iba a comprar cigarrillos y que vol-vería en seguida. Pero intuí que eso sería grosero, que parecería una táctica habitual en mí.

—En fin, lo pasado, pasado. —Continuó la mis-ma voz—.

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Usted dirá qué servicios requiere, y le rogamos sea preciso y breve…

Abrí la boca para disculparme, para pedir per-dón, no sé para qué, y… no llegué a decir nada.

—Un instante, por favor— dijo la posible Susana, y se volvió a la que me parece que se parecía a Isabel: una Isabel marchita, con lentes bifocales—. Señorita Menchaca, haga favor de traerle al caba-llero nuestro muestrario de documentos.

Me ofrecieron una silla, comenzó el repiqueteo y alguien me trajo el muestrario. Yo tenía la boca seca, pero como también sentía una vergüenza, me abstuve de pedir un vaso de agua.

Tomado del libro Los mejores cuentos mexicanos 2000, selec-ción de Enrique Serna, editorial Joaquín Mortiz.

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José de la Colina(Santander, España, 1934)

Articulista, periodista, guionista de cine con películas mul-ticelebradas como Naufragio y El Señor de Osanto, llegó con sus padres desde pequeño a nuestro país, refugiado, tras la derrota de la República Española en un viaje que transcurrió por Bélgica, República Dominicana y Cuba.

Ha destacado como crítico de cine, y gran cantidad de sus artículos los reunió en el volumen titulado Miradas al cine, mismo nombre que le dio a la columna que desde 1988 publicó en la Cultura en México, el suplemento de la revista Siempre.

Ha colaborado en las más importantes publicaciones literarias. Jefe de redacción de los suplementos Sábado, de Unomásuno y El Semanario, del desaparecido diario Novedades.

Es autor de Cuentos para vencer a la muerte, Ven, ca-ballo gris y otras narraciones, La lucha con la pantera. En colaboración de Tomás Pérez Turrent publicó un libro de entrevistas con Luis Buñuel titulado Prohibido asomarse al interior.

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Cuentos cortos

Eugenio Aguirre

San NichoEl humo de ocote entreverado con la niebla que baja de la serranía envuelve en una especie de su-dario las callejuelas del pueblo. De algunos patios surgen, de vez en cuando, los sonidos animales que los hombres han sancionado en su vocabulario con el nombre de onomatopeyas. En el atrio de la iglesia están congregadas las personas que osten-tan cargos civiles y religiosos en la comunidad. Los rodean, en actitud agresiva y vociferante, todos los adultos sobre quienes recaen las responsabilidades familiares, amén de los ancianos y ancianas que se mantienen expectantes.

Una voz anónima, que sale del gentío, maldice y expresa ¡Saquen a ese pinche santo Braulio de la iglesia! ¡No sirve para nada el cabrón, más que para sacarnos gastos y muinas! ¡No cumple con lo que le pedimos! ¡Se hace buey, nomás! A esa voz se

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unen otras hasta crear un murmullo que tiembla y se sacude igual que una víbora acosada. El Mayor-domo golpea el suelo con su bastón de mando y levanta un brazo. Su puño está cerrado y brilla. La gente calla. ¡Ya lo vamos a echar de nuestro templo y a sembrar su figura de cabeza para que se vaya mucho al Infierno, para que se tateme igual que los santos mentirosos que hemos venerado y que nada más nos han hecho tontos! ¡Vamos a dejar ese nicho vacío! ¡Ningún santo volverá a ocuparlo! ¡No se lo merecen! ¡Ya corrimos a la santa Eduviges, a Catarino, a Lorenzo y a Polonia! ¡Ahora este Braulio! ¡Que chinguen todos a su madre!

La multitud guiada por el Mayordomo entra en el templo. Se dirigen hasta una pequeña capilla late-ral. Un peón trepa un peldaño para llegar a donde está la escultura de San Braulio, hermosa talla va-lenciana en madera policroma y estofada, la toma y la arroja hacia donde están los fieles, quienes se hacen a un lado para que se estrelle y descascare contra el granito del suelo. ¡Ora sí ya se chingó!, pronuncia con entusiasmo una mujer regordeta. El nicho queda vacío.

Transcurren cinco años. La vida del pueblo se arrulla en su monótona rutina. Unos nacen y otros mueren. A la iglesia sólo acuden las beatas empe-dernidas y una que otra mujer desconsolada, como Rutilia Tovar, presunta hija ilegítima del patrón de la hacienda Santa Rosa de Lima, quien sufre y se desespera porque su hijo de cinco años de edad no

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puede articular palabra alguna, ni siquiera mamá, y se ahoga constantemente con un moquerío espeso y solferino que le da el aspecto de una granada china apachurrada.

De nada han servido ungüentos y medicinas, limpias y sahumerios. Vaya, ni siquiera colgarle estampitas en su mameluco o llevarlo con el cha-mán de Agua Hedionda para que le soplase polvo de huesos en el ombligo y en las partes blandas. ¡Este niño está pasmado —sentenció una hechicera de Barrio Viejo—, y sólo lo podrá curar la divina voluntad del Señor o algún santo que se apiade de la friega en la que está metido! Sólo que en Chipotetlán no hay santo que obre por iniciativa propia o que le haga de intermediario con el Cielo, y Rutilia lo sabe bien porque ella estuvo de mirona aquel día que expulsaron a San Braulio del templo y se sabe desamparada; sin embargo, conserva la costumbre de ir a rezar para desahogarse de sus cuitas y desatar ese nudo que le llena el estómago con pelos cada vez que su Rafaelito se asfixia y puja, puja y se caga.

Las dos bancas de madera carcomida están reple-tas esa madrugada. No hay lugar ni siquiera para descansar media nalga y concentrarse en la letanía del novenario que se le reza a la Virgen María. Rutilia busca un sitio en el piso para arrodillarse. Las lozas de granito están más frías que el interior del congelador de la carnicería donde trabaja. Pe-ligrosamente frías como para colocar sobre ellas a

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Rafaelito, aun con la protección del rebozo en el que lo lleva envuelto. Busca dónde dejarlo. Advierte la hornacina baldía que antes albergaba a los san-tos y, después de hacer un bulto con el chal para proteger a su hijo, lo deposita y se enfrasca en sus oraciones.

Rutilia pide y repide por la salud del pequeño. Sabe que si no se alivia, en cualquier momento lo va a encontrar ahogado entre el caldo que fluye por sus narices y más muerto que su abuelito Tilón el día en que lo sepultaron. Recorre con sus labios los nombres de todos los miembros de la corte celestial que conoce y hasta inventa otros que le suenan rim-bombantes, como Archí Papa de los romanos, y por lo tanto influyentes y bien efectivos. Termina sus jaculatorias una hora más tarde. Recoge a su hijo, le quita el rebozo de la cabeza y encara el milagro que la deja boquiabierta y con el corazón cacareando. Rafaelito le dice: Mamá, mamacita, tengo hambre, con unos labios limpios de mucosidades, con una lengua clara, cristalina, y una garganta de la que han desaparecido las llagas, la tos y los gruñidos cavernosos.

La noticia del milagro se esparce. Muchas ma-dres al principio y después todo aquél que pueda llegar al pie del nicho y encaramarse colocan a sus vástagos o arrumban su propia humanidad en la oquedad bendita y obtienen la curación anhelada, reclamada durante días, meses, o años. La iglesia

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recobra su calidad de santuario y el nicho es ve-nerado con cirios, velas, quinqués y lámparas de baterías, y adornado con milagritos y retablos he-chos y pintados por manos preñadas de humildad donde se le agradecen los favores recibidos. Se crea la congregación de San Nicho y es la misma Rutilia quien borda con hilo de plata un paño carmesí y viste con él el santo hueco.

Hoy el templo de Chipotetlán semeja un queso gruyere en su interior, debido a que un cura con cierta imaginación y sentido financiero escarbó una vasta cantidad de nichos en sus muros, a los que agregó una rendija que sirva como alcancía, sin que hasta la fecha le hayan dado resultado; pues como dice un lugareño: ¡San Nicho sólo hay uno y ése nos hace los milagros gratis!

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San LunesIndolente y bonachón, San Lunes es el patrono de todos aquellos que se desmandan, sobre todo en sus raciones etílicas, los fines de semana; aunque quienes le manifiestan mayor devoción son los al-bañiles y los aficionados al pulque, los aguardien-tes de caña de azúcar y los destilados de uva de la más baja estofa, cuya ingestión les da pasaje para visitar por unas horas el inframundo y les ocasiona un severo envenenamiento, bautizado en el argot patibulario con el rasposo nombre de cruda o curda, según si se es de origen mexicano u oriundo de la península ibérica.

Sus fieles le solicitan auxilio mediante una gama indescriptible de lamentaciones y quejidos expre-sados desde la más rigurosa inmovilidad, misma que llevan a los excesos de la resistencia pasiva inspirada en el ejemplo de Mahatma Gandhi. No se desprenden del sueño o intentan movimiento alguno, así sus obligaciones les puncen el cerebro, su mujer les menee la cama, petate o hamaca donde yacen, o su prole entone un infernal concierto en la escala más aguda y estridente de los berridos y reclamaciones. Se cuelgan, literalmente, del manto del santo, y cobijan con él los estragos físicos y mentales que les desguanzan el cuerpo. Esperan, con dolor punzante, a que el santo los toque con su dedo y les dé un respiro para incorporarse e ir en busca de advocaciones más eficaces.

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San Lunes es pródigo en sus apariciones y las realiza bajo el amparo de formas diferentes, de-pendiendo de la calidad de su clientela. La más generalizada, y que es reclamada fervorosamente, es aquella que lo ofrece en comunión envuelto en la espuma y las burbujas rubias de la cerveza fría embotellada. Es en esta beatífica presencia donde su influjo opera de manera milagrosa y produce cambios radicales de conducta muy parecidos a la beatitud, ya que el beneficiado manifiesta humil-dad y contrición, si no es que llega al colmo del arrepentimiento.

También, San Lunes se deja ver tendiendo sus piadosas manos entre las zonas que rodean a los lamparones de grasa de un caldo de pollo o aso-mándose tras los granos de maíz cacahuacintle de un pozole enrojecido por la túnica que forma el chile piquín espolvoreado. Asimismo, se ostenta con harta frecuencia en los trozos de carne de borrego transformados en barbacoa después de haber resucitado de su enterramiento en tierra seca y de su sepulcro de pencas de maguey u hojas de plátano o maíz serrano, si su advocación reviste la forma de mixiote. Su efectividad, en estos casos, es lenta pero segura, y los fieles adquieren la certeza de que vale la pena volver a pecar para recibir sus beneficios.

Otras de sus expresiones milagrosas conllevan complicidades térmicas que el santo crea al asociar-se, por ejemplo, con la inmensa variedad de chiles

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o ajíes cultivados dentro de los cánones de la flora vernácula, que producen sudoraciones espesas y abundantes para cumplir con el proverbio que reza: cruda sudada, cruda pasada. Estas apariciones pueden ser directas y mandibularias, mediante la masticación del chile seleccionado, o encubiertas bajo la composición de salsas, guacamoles y otros menjurjes que, amén de escaldar la lengua del peni-tente, le ayudan a curarse con diarreas y pedorreras cuya pestilencia ahuyenta a los demonios e impide, así, cualquier reclamación personal y embarazosa de las huestes de Satán.

Mas, si bien el auxilio carnal de San Lunes le ha ganado millones de devotos Urbi et Orbe, también es justo hacer hincapié en sus dotes metafísicas que han llegado a instituir tradiciones y preceden-tes en el derecho consuetudinario. En su papel de justificante por faltas o retardos laborales, basta con que el infractor o infractora (aquí se unen a la grey las sirvientas, mucamas, chachas, galopinas o como quiera que se les llame) apele a San Lunes para que la parte patronal, sea cual fuese la natu-raleza de la fuente de trabajo, comprenda que la infracción no ha sido voluntaria, sino el ejercicio de una costumbre arraigada tradicionalmente en la comunidad y, por ende, sancionada como un dere-cho adquirido que, si bien no ha sido consagrado en la normatividad del derecho positivo, tiene la misma validez jurídica que las sentencias de los tribunales colegiados que sienta jurisprudencia y

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determinan la legitimidad de los laudos emitidos en controversias obrero-patronales en beneficio de los acólitos de este santo macanudo. Ni qué decir de su aceptación como excluyente de responsabi-lidad. Nadie en su sano juicio, ni siquiera en los países más bárbaramente desarrollados del planeta, se atrevería a castigar a los profesantes del credo de San Lunes.

Santo polifacético, que igual se aparece disfra-zado bajo la imagen de garnacha, memela, sope, chicharrón en pipián verde, sopa de médula, caldo de camarón, coctel de mariscos variopintos y otras muchas representaciones, San Lunes ha sido y es, desde los tiempos inmemorables del Arca de Noé hasta nuestros días, uno de los tutores más queri-dos y solicitados por la humanidad. Por ello, se le invoca cada semana y se le mantiene en un lugar privilegiado en los altares.

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Eugenio Aguirre(Ciudad de México, 1944)

Narrador, ensayista y guionista de cine. Estudió derecho y obtuvo la maestría en literatura en la UNAM. Ha sido cola-borador de Radio Educación para la preparación de la serie “El Cuento Mexicano”; jefe de la sección de publicaciones del Instituto Mexicano de Comercio Exterior; asesor de la Comisión del Libro de Texto Gratuito en la SEP; presidente de la Asociación de Escritores de México; director de Pro-gramas Editoriales de la Dirección General de Publicaciones y Medios de la SEP; coordinador editorial de la colección ¿Ya LeÍSSSTE? del ISSSTE y Director titular de la rama de Literatura de SOGEM. Ha colaborado en Angoleta, Excélsior, París International, Plural, Revista Mexicana de Literatura, ¡Siempre!, Unomásuno y Voices of México. Recibió la Gran Medalla de Plata otorgada por la Academia Internacional de Lutece, París, por su novela Gonzalo Guerrero y el premio José Fuentes Mares por su novela Pasos de sangre.

Entre su obra destacan Victoria y Jesucristo Pérez .

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Arte poética, I A Fernando Ferreira de Loanda

Cuando mi hijo come fruta o bebe agua o se baña en un río, sólo dice que come frutao bebe agua o que se baña en el río.Por eso ríe cuando leo mis poemas.No comprende aún tantas palabras,no comprende aún que las palabras no son las cosas, que en un poema quiero decir lo que nos rebasa a cada paso;la ira entre quincenas y casas prestadas y ropas que

envejecen;la esperanza entre deudas y calles compartidas con días

monótonosy con mañanas cuya única dulzura es el agua que nos baña;la honra entre empleos temporales y amigos deshonrados;la rapiña entre diarios y oficinas públicas;la vida que nos abre los brazos para tomara un lado la noche de las lluvias

Poemas

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y en otro los días de las desdichas.Mas cierta vez, comiendo un persimonio de mi pueblo,dijo, sin darse cuenta,que sabía como a durazno y ciruela.Porque desconocía esa fruta, no dijo lo que era, sino cómo era.No comprende aún que así hablo yo,que trato de comprender lo que desconozco,y que intento decirlo, a pesar de todo.Como si ignorar fuese también una forma de comprender.Como si siempre recordaraque la vida no es una frase ni un nombreni un verso que todos entienden.Es, a mi modo, como decirque bebo agua o como una frutao que me baño en un río.

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Memoria de las estacionesLa hiedra avanza en el corazón de cada día,no regresa a lo que fue o pudo ser,no corta sus hojas creyendo que ya no estánporque ayer cubrieran el muro.La vida en la tierra es la estación que vuelve.Es mentira que las cosas pasen, desaparezcan.Hay estaciones en que nos toca añorar lo que no fuimos,o estaciones en que permanecemos a solasy buscamos a ciegas entre vestigios lo que los ciegos codician.Somos una oscura hiedra, una invisible hiedra ascendiendopor un muro de oro, de luz,tras el cual la vida vive sus estaciones,sin saber que abajo de nosotros sigue prendido a ese muroel cuerpo que amamos, los árboles que nos cobijaron,la tierra y las piedras y las colinas que distantes permanecieron,como soles cayendo sobre nosotros,ocultándose en nosotros y cada vez naciendo.Extiendo mi brazo y toco la tierra caliente de una tardeo abro la ventana hacia los más lejanos veranos,ahí estoy, sucio todavía del polvo de las estaciones.Por esa invisible hiedra asciendela luz, la estación de la nada,un río sin palabras que moja los sueños,una tierra sólo pisada por árboles y viento caliente de veranos.Una hoja seca es la tarde en que me asomécon mi madre a una ventana;otra, el otoño entre los nogales que se vareaban en la huerta,

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con un ruido de muchas voces, de muchas ciudades.o la primavera en que las noches caían luminosascomo si fueran días perdidos.Todo aguarda la voz de la estación a que pertenece.Sólo nosotros creemos en el pasado.Es mentira que las cosas pasen, desaparezcan.No ha muerto mi madre, no ha muerto mi hermano:es el canto de las estaciones, es nuestro canto.Juntemos los días, las noches, las fogatas de la infancia y la vejez;los cantos de juegos y los cantos tristes,los labios y las frentes y los cuerpos,como recuerdos que nacen entre escombros de cuerpos,como otoños que nacen entre escombros de veranos;juntemos el agua de las lluvias que nos han mojado,las noches y los amores que las han iluminado(no porque no estemos juntos, amor, no estamos juntos),seamos el canto de las estaciones que vuelven,de las estaciones que se abren para que todas las muertes vivan,para que todas las vidas hablen.

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Memoria de las casasDurante el verano, cuando anochece en mi pueblo,todos se sientan afuera de las casas.El verano es como un peldaño en que muchos hombres se sientan al anochecer, un peldaño en que la vida se ve como un paisaje amplio, hermoso y saqueado,al que se sientan a mirarqueriendo encontrar lo que no se entiende.Y es como un recuerdo que no saben cuándo nace,como si una voz les dijera que están fuera, muy lejos, y quisieran volver,como si miraran a través de una ventanay quisieran ser también lo que miran.

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Memoria para las hermanasEstoy, otra vez, solo en el monte.Miro mis pensamientos atropellados como un día de fiesta.El cielo es azul, sin nubes.(Algo en tan inmenso azul está hablando).A lo lejos, en las huertas,junto a los niños que juegan,caen las sombras de los nogales.Y como un rumor de muchas tardes juntas,de árboles o de voces,siento que en el viento que atraviesa el montepasa el mismo viento de hace muchas tardes.Y me parece comprender que algo queda después de ese viento.Como si una tristeza elevara el polvode lo que deseo con todas las fuerzas de mi vida,de todos los seres que he amadoy que permanecen bajo mis pensamientos, bajo mis recuerdos.Como si no nos fuéramos para siempre de los lugaresy algo quedara en nosotros de lo que hemos sido,algo que no siente nostalgia y después del viento se queda,como la tierra o las piedras.

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Quisiera ahora. . . Quisiera ahora estar sentadoen una gran piedra bajo los árbolesy sentir el paso del viento. . .O leer, o pensar, dejando pasar estas horas.O a la orilla de un río donde mi hijo pudiera bañarsemientras yo lo contemplara, fumando.O estar en un huerto fresco, en otoño,cuando se varearan los nogales y las nueces cayeransobre la tierra como en mi infancia.Sí, estar ahora en un huerto frescodonde mi madre volviera a viviry se sentara a mi lado bajo la sombra,a conversar de estos años,a descansar del sol entre los nogales y los álamosde nuestra casa antigua,y aspirara la fragancia de las frutas,el mismo aire que yo, el mismo aire que yo.O quisiera subir a una montañadesde donde pudiera contemplarmis tentaciones reunidas,postrándose a mis pies con todos sus reinos,desplegando su persuasiva soledad.Quisiera estar con mi hija(pero no tengo una hija),que cantara y bailara

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y que me preguntara cómo era mi pueblo en mi infancia.Quisiera que esa hierba fuera conmigo a todos sitios...Pero estoy aquí,contento con esta tristeza de mi memoria,contento con mi cuerpo que siente la tarde.Estoy aquí, esperando.Oyendo las voces de las gentes que conversan,el ruido de los automóviles que pasan junto a mi casa,en las horas de esta tarde.Oyendo mi voz preguntando en la casa donde no hay nadie.Estoy aquí, esperando,como esperar algo que no llega,como esperar a alguien que nunca dijo que vendría.

Tomado del libro Antología del 2° Festival Internacional de poesía, Morelia Mich. 1983, Editorial Joaquín Mortiz y el Insti-tuto Michoacano de Cultura.

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Carlos Montemayor(Parral, Chihuahua, 1947)

Ensayista, poeta y narrador. Estudió derecho, la maestría en letras iberoamericanas en la UNAM y estudios orienta-les en El Colegio de México. Es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, de la Real Academia Española, del Consejo Científico Internacional de la Association Archives de la Littérature Latino-Américaine des Caraïbes et Africaine du XXM siécle y de la Asociación de Escritores en Lenguas Indígenas. Es además especialista en la tradición oral de los mayas e impulsor de la nueva literatura escrita en lenguas indígenas de México.

Entre sus premios destacan el Xavier Villaurrutia, por Las llaves de Urgell, el José Fuentes Mares, por Abril y otros poemas, el Nacional de Narrativa Colima para obra publi-cada por Guerra en el paraíso y el Giuseppe Acerbi, por La danza del serpente, título de la novela Los informes secretos en su versión italiana.

Entre sus obras destacan Los informes secretos, Mal de piedra y Guerra en el paraíso.

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Paisaje de fogónLAS LLANTAS SE nos hicieron pedazos; una de ellas tiene veintisiete parches. En el arenar se podían freír huevos de lo caliente que estaba, y todos los hombres, menos el General Molina y yo, terminaron insolados.

Es la tercera vez que recorremos el desierto por tierra. Exploramos hasta una región agreste que derrite y empavorece con su calor de hornaza y su silencio casi absoluto: un erial con gigantescas oquedades en forma de cráteres apagados y enormes dunas vírgenes que cubren todo el horizonte.

Molina iba manejando y juró haber visto a alguien que le hacía señas, pero al acercarnos comprobamos que sólo era una gobernadora mecida por el viento y no uno de los cuatro hombres desaparecidos. Total: regresamos cuando amainó un poco el calorón, por estar mal equipados para pasar la noche. Como quien dice: no hay que jugársela así nomás a lo tarugo.

Cuentos cortos

Gustavo Sainz

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HOY LA BÚSQUEDA duró más tiempo. Al Jefe ya se le echa de ver su miedo. Sabe que tiene toda la responsabilidad si la brigada muere, y contrató por fin los servicios de un avión Cessna pilotea-do por el gringo McGregor. Los acompañé en los primeros reconocimientos. El avión siguió la línea del ferrocarril hasta el kilómetro 132 y a partir de allí se internó por diferentes rumbos del desierto, pero no encontramos ni rastro de Bravo Menescal ni de ninguno de los otros. Observé al gordo del Jefe dándole instrucciones al Bolillo, como si él fuera aviador.

ENTRE OTRAS DISPOSICIONES igualmente pen-dejas, el Jefe ordena que el Departamento de Com-pras adquiera cohetes de señales. Vaya momento de prevenir accidentes. Después de ahogado el niño tapan el pozo. ¿Estarán aún vivos? No puedo preguntármelo sin temblar.

EN SONOITA DICEN que el ingeniero Bravo Me-nescal días antes de su desaparición en el desierto, invitó a comer a sus amigos de más confianza. En la conversación de sobremesa recordó la leyenda esculpida en piedra en la fachada del hotel Bárbara Worth, al otro lado de la frontera:

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El desierto te espera abrasadorY fiero en su desolaciónGuardando sus tesoros

Bajo el signo de la muerteContra la llegada

De los poderosos y los fuertes

No sabía que el desierto realmente lo esperaba. Los jefes de la capital habían decidido localizar un nuevo trazo entre la Coconeta y Puerto Peñasco, del kilómetro 120 al 200, para satisfacer los deseos de ricos industriales de la zona que quieren explo-tar seriamente las salinas existentes muy cerca de la costa. En el momento de la convocatoria no fue muy bien la cosa y Bravo Menescal fue el único que pidió encargarse de la localización de esa vía…

AQUÍ CREO QUE está la primera causa de la tra-gedia: Bravo Menescal tenía gran empeño en de-mostrar que su brigada realizaba trabajos que otros regían. Setenta o noventa kilómetros de trazo en el desierto eran nimiedades para sus hombres. Harían el trabajo en tres semanas: en ese lapso llegaría su esposa al campamento, y ambos celebrarían su pri-mer año de casados en San Diego. Esto, claro está, si el Jefe les conseguía el permiso o las vacaciones que aún no disfrutaba…

Aquí intuyo la segunda causa de la tragedia: a fecha fija, el ingeniero Bravo Menescal iba a celebrar un acontecimiento importantísimo para su vida.

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Tenía pues que joderse y terminar el trazo en un término de diecinueve a veinte días…

PARADAS, LAS MÁQUINAS de terracería esperaban línea. Esto obligaba a Bravo Menescal a reconocer perímetros de unos doce a catorce kilómetros y regresar. Acampaba en cualquier sitio, pues estaba acostumbrado a quedarse varios días en el desierto sin volver al campamento. Esto es quizá la tercer y más importante causa de la tragedia: su confian-za.

EL VEINTICINCO DE junio se celebró en Sonoi-ta una fiesta Pápaga. Los indios, en prolongada ebriedad desde el día de San Juan convirtieron las calles del poblado en pista de carreras, desbocan-do y rayando los caballos. Sus atavíos de lujo, de géneros brillantes y tonos estridentes centelleaban por todos lados. Las bandas de música y los borra-chos jodieron con tonaditas elementales y repeti-das hasta el cansancio. Fue la última vez que vi al ingeniero Bravo Menescal: repetía alegremente un estribillo.

SON LAS TRES de la mañana y no tengo sueño. McGregor acaba de irse. Está borracho y dice que no volará más si no le pagamos, que tiene mujer y cuatro hijos y necesita cobrar su salario y no perder su tiempo buscando fantasmas que juegan al escon-dite. Ignoro cómo el Jefe maneja el presupuesto.

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LLUEVE, PARECE QUE por primera vez en todo el verano. La lluvia no alcanza el suelo, se evapora antes, y las gotas que de casualidad llegan a tocar la arena, producen un ruido chisqueante, igual al que se oye cuando uno toca una plancha caliente con el dedo mojado…

El gordo del Jefe me ordenó leer a las brigadas los memorándum para que ellos sacaran conclusiones, y regañó al gringo que toda la noche estuvo arman-do pleito con una mujer que apodan La Jaiba…

EL SÁBADO VEINTISÉIS salimos de Sonoita rumbo a los campamentos en construcción, a los campa-mentos fijos El Doctor y El Roble, y al provisional en el kilómetro 132. Bravo Menescal manejaba la camioneta Ford 1947, con carrocería de madera, inventariada con el número once. Ese día el Jefe le ordenó repetidas veces que no se internara en el desierto más de quince o veinte kilómetros. Lue-go dijo algo que molestó a Bravo Menescal y éste arrancó bruscamente la camioneta dejándolo con la palabra en la boca…

El lunes 28, Bravo Menescal y su brigada llegaron al campamento del kilómetro 132. Ahí estaba el so-brestante de construcción de terracerías, General e Ingeniero Molina, un buen hombre, muy esforzado y bonachón, amigo de Bravo Menescal y el primero en salir al desierto en su búsqueda…

El martes 29 partieron en la camioneta número once, el chofer, de quien sólo se conocen sus ini-

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ciales, GCM, los cadeneros Heriberto López, Marco Antonio Burciaga y el ingeniero Bravo Menescal. Llevaban dos cajas de madera con comida y cuatro bolsas llenas de agua.

Sólo sacaron un carro. Iban cerca y esperaban estar de regreso al día siguiente (¿para qué complicar el viaje cargando tantas cosas?). Sin embargo, Bravo Menescal y sus acompañantes, sabían que iban a enfrentarse a un gran riesgo (en tierras inexploradas del desierto) por tratar de encontrar un paso entre los más peli-grosos médanos. Al partir, según afirma el General Molina, le dijeron:

—Si no volvemos mañana por la noche salga a darse una vueltecita para buscarnos.

Y no regresaron.

EN ESTE MOMENTO el Jefe les niega permiso a los topógrafos para salir al desierto en busca de Bravo Menescal y sus acompañantes. Están en la habitación de al lado. Acaba de llegar un mensa-jero y dice que se derrumbaron por la lluvia más de 1,200 metros de vía, porque en la línea no hay obras de drenaje que eviten los deslaves; que en Sonoita está lloviendo desde hace dieciocho horas sin interrupción por primera vez en siete años…

AHORA SON LAS ocho de la noche y no hay na-die en el campamento: se llevaron a todos a las terracerías. De día cuidan mucho a los peones de la insolación y la deshidratación. No hay sombra

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dónde guarecerlos, aparte de las plataformas del tren, y les dan fuertes dosis de café negro y sal para rehidratarlos…

DIÁLOGO ENTRE EL Jefe y el contratista Torrijos, uno de sus protegidos:

—Este material no es de primera clase y no se su-jeta a las especificaciones del reglamento. Es preciso que nos surtas los durmientes con las características establecidas por la West Coast Grinding…

—Mira, mira, mira… ¿Desde cuándo me la haces de tanto pedo? Firma de recibido y acuérdate con quién estás hablando. ¿De cuándo acá te me aprietas tanto?

ACABA DE REGRESAR el General Molina sin noti-cias. La búsqueda fue hasta el kilómetro 154. Dice que allí hay un volcán extinguido con sus faldas llenas de chaparrales y arbustos petrificados.

Otra brigada salió más tarde, muy norteada y sin saber qué zona rastrear…

ENTRE LOS MÉDANOS nacen lirios y azucenas silvestres, siempre en las inmediaciones de las llamadas tinajas, depósitos subterráneos de agua. Parece que estas plantas aprovechan la humedad del subsuelo y aspiran la del ambiente. A veces, tras una sucesión de lomas pardas de arena se descubre un oasis florido, y unos dos metros más abajo hay agua dulce y fría. ¿Cómo es que Bravo Menescal y

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sus acompañantes no pasaron cerca de alguna de estas oquedades? Con McGregor creemos haberlas revisado todas. ¿Cómo diablos no dieron con su correspondiente tinaja de agua fresca?

DESPUÉS DEL NIÑO ahogado tapan el pozo. ¿Ya había dicho esto? Hoy se ordenó que cada diez kiló-metros se establezcan puestos de aprovisionamiento y socorro. Las tiendas que protejan los depósitos serán de color rojo. Habrá en cada puesto altas asta banderas con paños de color amarillo para orientar a los caminantes…

POR FIN ENCONTRARON la camioneta…Estaba abandonada frente a un banco de arena,

un talud largísimo imposible de rebasar con el ve-hículo. Sus ocupantes se bebieron hasta el agua del radiador y probablemente partieron hacia la costa en busca de agua…

Del campamento fijo El Doctor saldrán algunos automóviles con indios rastreadores pápagos. Un avión Bellanca de la Dirección de Ferrocarriles, piloteado por el capitán Arturo Salazar, también colaborará en la búsqueda…

La costa dista 42 kilómetros del lugar. El Jefe dice que Bravo Menescal y sus hombres ya deben haberla alcanzado. No toma en cuenta que para dar un paso en las dunas de arena deben darse cinco o seis pasos en falso. Nunca antes había trabajado en el desierto.

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ENVIAMOS AL BELLANCA cardillo con los espejos de los coches. Desde el aire es muy difícil seguir las brigadas que van por tierra. Los topógrafos afirman que las huellas de los desaparecidos no se localizan hacia la costa, sino que se internan en el desierto…

Las brigadas de rescate son seis, cada una con diez hombres, sin contar el avión que va arrojando agua, comida, refacciones.

¡Cómo me acuerdo de Bravo Menescal! Era muy bueno para el cubilete. Yo no. Miles de veces lo vi arrojar al aire el vaso con dados y recuperarlo limpiamente para arrojar los dados sobre la mesa. Cuando yo quise hacer lo mismo se me cayeron los dados: uno quedó atrás de la sinfonola, otro se perdió y tuve que pagar veinticinco pesos.

LOS TROQUEROS DESCUBRIERON un remedio para evitar que los vehículos se atasquen en la arena y en los pozos de lodo y tierra acampecha-nada. Lo llaman Salvavidas del Desierto. Consiste en unas láminas de acero hechas con los estribos de los coches viejos que hay en los depósitos de chatarra. Cada camión carga con varias láminas y las usan para, por tracción de las llantas, sacar el carro o el camión del atascadero…

ENCONTRARON LOS CADÁVERES. Ayer en la no-che vino el comisario de Sonoita y levantó el acta dando fe de los hechos. El chofer GCM estaba como kilómetro y medio antes que los cadeneros, como a

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doce kilómetros de nuestro campamento. Desde allí pueden verse las luces, las tiendas de campaña, los vagones de ferrocarril. Suponemos que su muerte fue muy desesperante. El chofer cavó siete aguje-ros en la arena, enloquecido por encontrar agua. Su cadáver, paralizado, conservará por un tiempo su último gesto: la mano izquierda en la boca, los dientes clavados en los dedos…

Después la brigada siguió hasta hallar a los cade-neros. Molina afirma que Burciaga murió trastorna-do del cerebro. Lo encontró abotagado y cerca de un pedazo de cholla verde, cactus que come el ganado y que en el cogollo a veces contiene agua…

El cadáver del ingeniero Bravo Menescal estaba a varios kilómetros de allí. Murió contemplando algunas cartas de su esposa: éstas estaban semien-terradas en la arena alrededor suyo, como resguar-dándolo de las inclemencias del mundo…

LOS PEONES TIENEN varias hipótesis:Los cuatro hombres se detuvieron en un lugar

Equis del desierto a discutir qué rumbo seguir. Bravo Menescal apenas podía caminar y ahí lo de-jaron. GCM le quitó los catalejos y el zaracof y se fue con los cadeneros rumbo al campamento del kilómetro 132 y la costa. Quizás Bravo Menescal se repuso un poco y trató de seguirlos, pero no supo qué rumbo tomar, insolado y débil. O rendido de cansancio, deshidratado, apenas y tuvo fuerzas para releer las cartas de su esposa, y luego las fue medio

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enterrando alrededor suyo, en un rito romántico.Cuatro kilómetros más adelante cayeron los cade-

neros, y uno y medio más allá, el chofer…

HACE RATO LLEGARON los investigadores. Dicen que pueden probar que la camioneta de Bravo Menescal y los otros, tiene perforado el tanque de gasolina; que se quedaron sin combustible cuando menos lo esperaban, y no pudieron regresar por eso. Bravo Menescal, según ellos, murió el viernes dos, y sus acompañantes al día siguiente, el sábado tres.

EL JEFE INCAUTÓ la brújula que utilizó la brigada de Bravo Menescal para exhibirla en el Museo de los Ferrocarriles. Molina y los topógrafos dicen que estaba descompuesta y que fue la principal causa del desastre. Sugieren que escriba un informe para firmarlo todos.

El cuerpo de Bravo Menescal parecía casi car-bonizado, la cabeza negra y la grasa del cuerpo saliéndosele por el calor. Según Molina, sobre la zona quedó un gran lamparón de grasa.

Los cadeneros Heriberto López y Marco Antonio Burciaga quedaron boca arriba, sin zapatos y sin camisas. Tenían los pies ampollados y el cuerpo lleno de manchas negras. López trató de amortiguar el calor construyendo una enramada de hediondilla; a manera de toldo puso su camisa y la de Burcia-ga. Tenían sus zapatos y sus carteras a manera de almohadas.

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El cadáver de GCM estaba completamente en-negrecido por los efectos del sol; sus miembros tiesos, con una consistencia semejante a la de la madera balsa. Tenía consigo innumerables objetos personales de Bravo Menescal, aparte del zaracof y los binoculares, lo que permite extrañas y aven-turadas interpretaciones. También tenía las cuatro bolsas de hule en las que llevaban el agua, vacías, desde luego…

DICTADO DEL JEFE:Se desató en mi contra la jauría, Un aconteci-

miento de estos es como un vomitivo para provo-car náuseas a causa de la miseria moral de los hombres. Cierto que también es un reactivo para descubrir a los verdaderos amigos o a las personas de corazón bien puesto, aunque éstos sean los me-nos. Se presenta la ocasión de inculpar a alguien y los pequeños enemigos se frotan las manos, se me echan encima como perros rabiosos: contratistas, ingenieros, aspirantes a ingenieros, peones despe-didos del trabajo por flojos, borrachos e incumpli-dos, ambiciosos de toda laya y hasta fondistas y falluqueros que no pueden vender alcohol en los campamentos. Aquellos a los que no les gusta mi nombre, ni mi posición, y les soy antipático, han comenzado a ladrar, a culparme del lamentable accidente. Me han creado un ambiente hostil…

Etcétera.Y termina su informe:

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Pero a pesar de los ladridos de la jauría, la ver-dad se impone.

¿Cuál verdad? ¿La de su burocratismo? ¿La de sus cómodos y rápidos viajes en avión y sus comilonas y borracheras en hoteles de primera, muy lejos de la aterradora realidad del desierto? Carajo, espero que se lo lleve la Dientona, la Tía de las Muchachas, la Chifosca…

EL JEFE SOSPECHA que envié a la Dirección un informe secreto en su contra. Dice La Jaiba que anoche andaba borrachísimo en el bule del Turco gritando que nos iba a correr a mí y a todos.

Por otra parte hoy fue ampliamente felicitado por su actuación en el hallazgo de los cadáveres (él dice “desenlace de la tragedia”), cuando tal mérito les correspondería al sobrestante Molina y a los topógrafos que lo acompañaron.

Soplaba un viento de fogón…

Texto inédito

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Gustavo Sainz(Ciudad de México, 1940)

Resulta un lugar demasiado común decir que Sainz perte-nece a la literatura de la onda, al lado de Avilés Fabila o José Agustín, sin embargo, su obra siempre se mostró con un lado extraño. La aparición de su novela Gazapo trata-ba sobre la inocencia perdida, misma que retomaría con Obsesivos días circulares hasta La princesa del Palacio de Hierro, Fantasmas aztecas, Paseo en trapecio o Muchacho en llamas.

Hace más de veinte años que Sainz emigró a la Unión Americana donde se convirtió en maestro de literatura, y también desde entonces —sin que sea razón— comenzó a desarrollar una obra difícil de clasificar como Quiero escribir pero me sale espuma o La novela virtual.

Autor de culto y de extremos, Sainz ha preferido asumir el riesgo de experimentar cuando nadie se cuestionaba tal asunto. Sus novelas siempre serán difíciles de colocar en el estante de los géneros, sin embargo, su paso por la literatura mexicana es de lo más sano, es el puente acaso entre la narrativa de fines de siglo y lo que ahora se lee. ¡Y lo hizo veinticinco años atrás!

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Cuentos cortos

H. Pascal

Espacios abiertosA Fee

Pronto nos encontraremos en una fase de la historia univer-sal en la que ninguna de las libertades que apenas hemos tenido tiempo de disfrutar será tolerada...

Mircea Eliade

—¡En la madre!—. El muro contra el que Juan chocó era de acero líquido, mullido como una nube de cristal, cortante como un muñeco viejo de peluche. El golpe en la mejilla reculaba hacia afuera. El dolor le venía desde el centro de los huesos.

Trató de reaccionar cuando Paquito sacó la navaja. Una larga hoja de acero emitió un clic casi musical e hizo un guiño al neón del vetusto gimnasio. El pé-talo de ocre con antiguas líneas de sangre se movió entre destellos y penumbras, buscando sus entrañas.

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Alcanzó a escuchar el murmullo expectante del pú-blico: una premonición de eclipses y desastres.

—Nomás un piquetito, p’a que dure—. La voz de Bernardo desde la penumbra intentaba dosificar la violencia de Paquito, pero Juan supo que si no movía los puños, si no sentía de nuevo la fuerza del cuadrilátero, aquella hoja llena de muerte se clavaría en la médula del dolor.

El izquierdazo alcanzó el ojo derecho de Paquito, obligándolo a titubear. La derecha de Juan se desplazó a través del aire, zumbando hacia la quijada. Paquito se movió muy lentamente y el puño le llegó a un lado de la garganta. Se escucharon gruñidos y la resonan-cia del metal que golpeaba el suelo de cemento.

—Ya están parejos otra vez—, dijo Bernardo, fríamente. Juan sintió en un costado la ráfaga de furia de Paquito. Pero ahora estaba dispuesto a de-fenderse y aguantó. Alzando la guardia, hizo una finta y probó de nuevo con la izquierda. Paquito se movió y el golpe que iba hacia el tórax cayó en el hombro derecho. Juan no esperó a ver la reacción y, abriendo la mano con los dedos rígidos como madera, disparó la derecha hacia el fondo del ros-tro movedizo. Alcanzó a torcerse las articulaciones cuando las uñas se sumergieron en la cuenca del ojo izquierdo de Paquito.

—Pinche, puto. Con las uñas no...—, gruñó Pa-quito. Reculó mientras se tapaba el rostro herido. Juan sólo rió al pensar en la navaja caída. Lanzó el

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pie derecho hacia arriba y alcanzó en el arco del triunfo a Paquito. Luego subió con fuerza la rodilla para cazar con ese impulso el rostro de su oponente cuando se doblaba.

El cuerpo de Paquito se fue hacia atrás. A Juan le hubiese gustado verlo en cámara lenta. El chorro de sangre brotando como caricia púrpura hacia el aire caldeado; las gotas de sudor bailando en el vacío. El rostro del dolor congelado en un instante. Pero sólo miró un bulto borroso que caía al suelo, y luego rebotaba un poco.

Paquito en posición fetal. Paquito retorcido. Pa-quito se quejaba como un neonato no deseado. Era el momento de retirarse o de concluirlo todo.

—Ahora la navaja es tuya—, dijo Bernardo.Pero Juan no hizo caso. Propinó una patada de

consolación en las costillas del cuerpo inerme, acla-ró la garganta con un rugido casi mudo y escupió un gargajo sobre Paquito.

—Si te agarran, te van a matar—. La frase resonaba en su cabeza. Los implantes del oído derecho zum-baban. Le aseguraron que estaban hechos con fibra de carbono reforzada, pero ahora sabía que eran simplemente de aluminio con pintura negra.

—Me van a agarrar los güevos—, le contestó a Bulmaro.

—Sin duda, y no hay implante que los reemplace.Juan se movió inquieto. Se llevó las manos a los

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oídos. Intentaba atemperar el zumbido—. Pásame la heroína.

¿Era una súplica o una orden? —No hay—, dijo Bulmaro.

—No te hagas pendejo. Ayer todavía quedaba para dos arponazos y tú sólo usas drogas de diseño.

—Cada quien su veneno—. Bulmaro meneó un poco los hombros. Con un movimiento rápido alzó uno de los cojines del sillón y sacó dos bolsitas de plástico. En una estaba el polvo blanco, pseu-doheroína lejana a la amapola y muy próxima a la probeta y el afore de laboratorio, en la otra, las píldoras marmoleadas en azul, cielo en arcoiris, colores que salían del centro de la tierra, bellas, casi luminosas. Juan tomó la heroína y mientras preparaba el polvo, los líquidos para diluir, el fuego de la jeringa, Bulmaro puso sobre su len-gua dos de aquellos extraños objetos de colores oblongados.

—Ya me voy, prefiero los espacios abiertos—. Con la sensación de la pastilla aún en la garganta, Bulmaro cerró la puerta en el momento en que la aguja penetraba en la vena hinchada de Juan.

—Nos dejó bien colgados—. Bernardo desconectó la pantalla de videoteléfono. Estaba encabronado. Las entradas se habían perdido, seguramente. El público pagaba por ver sangre, ahora que las peleas de box estaban prohibidas.

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—No hay mejor antídoto contra la prohibición que la ilegalidad. Se gana más. Y puedes proyectarla por la Nueva Red.

—Sí, siempre y cuando no contrates a un puto—, le había dicho al senador, antes de colgar. —Un pinche maricón que no acaba su trabajo.

Prohibidas las corridas de toros, había resucitado la caza de vacunos con bulldogs, rediseñados gené-ticamente. Prohibidos los cabaretes, habían renaci-do los antros subterráneos donde se presenciaban violaciones reales, en vivo. Prohibido todo, los in-terdictos sólo hacían resurgir el lado más oscuro de espectáculos y deportes.

Otra vez el zumbido del videoteléfono. — ¿Y ahora qué?—, preguntó Bernardo al ver la borrosa cara del senador reconformándose en la pantalla.

—¡Quién chingados autorizó la transmisión!—, reclamó un rugido en la bocina. El rostro era un borrón furibundo.

—¿Cuál transmisión?—Enlázate al canal alterno de deportes. — Bernardo

accionó el mando remoto de su computadora. La pan-talla tridimensional lo llevó por varias ventanas antes de enlazarse. Sólo alcanzó a ver que Juan escupía a su oponente y se largaba, dejando a los apostadores, a Bernardo, incluso a los operadores de la cámara de video atónitos. Era una grabación en un mal ángulo, plenamente casera. Pero funcionaba, dejando ver todos los detalles. La pantalla titubeó, se puso en negro y

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aparecieron unas letras azules con la hora y el enlace de la siguiente retransmisión. —Quiero que rastreen la base de enlaces—, le dijo al senador.

—Claro, como si no lo supieras.—No lo sé, y quiero saberlo. Al cabrón hacker

que lo hizo lo voy a despellejar vivo.

Lorena miró de reojo a Bulmaro. —Ya déjalo estar. Si continúas monitoreando el número de entradas al enlace, nos van a rastrear. El cuarto zumbaba con la potencia de máquinas recompuestas, clones de clones, viejísimas pentium interconectadas para simular nuevas potencias, monitores reprograma-dos en alteros rectangulares para crear pantallas gigantes.

—T’á güeno—, dijo Bulmaro, engullendo una de las pastillas azules con vetas blancas e insinuacio-nes de listones solares de colores. Tecleó el escape y pasó a un servidor de Turquía, luego saltó a un enlace en México, para regresar a Japón y perderse en la Nipnet de los neohackers japoneses.

—Estuvo chida la pelea—, dijo Lorena, más tran-quila.

—Prefiero los espacios abiertos.—Ya te vas—, dijo ella, sin preguntar, al ver que

Bulmaro se levantaba.—Ahorita vengo. No me tardo ni dos horas.Ella vio que sobre una mesa de trabajo se quedaba

la bolsita de plástico con las pastillas. Rara droga

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de diseño que sólo había visto ingerir a Bulmaro. Sonrió al tiempo que tomaba uno de esos extraños baloncitos con el pulgar y el índice. Un sabor dulce y afrutado se disolvió lentamente mientras su len-gua acariciaba la pastilla.

—Nadie la puede rastrear—. El senador era un pendejo o los hackers de mierda unos chingones, discurrió Bernardo, viendo cómo comenzaba a hacer agua el negocio. Casi nadie sintonizaba sus enlaces con nuevas peleas o retransmisiones de las mejores broncas clásicas.

—Lo peor es que todo el mundo anda mirando esa pelea, la graba, se la pone en su casa, se re-transmite, se vende en microdiscos.— Bernardo dejó hablando solo al senador. Pensaba. Cuál era el éxito de esa pelea tan pinche.

—Es que le perdonó la vida— escuchó que decía el senador.

—No mames—, contestó. Pero pensaba. Calcula-ba. ¿Estaba de moda el altruismo?

—No me dejes hablando solo—, le reclamó el senador.

—Habrá que inventar otro negocio—, dijo Ber-nardo y rompió la transmisión.

Las cámaras habían captado a un greñudo. Tenía una especie de encendedor en la mano derecha, que intentaba empecinadamente dirigir hacia los

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puntos principales de la pelea. –Qué pinche truco más gastado.

—Pero caímos. Eso es lo que me caga. Un colado al que nadie conoce nos chinga el negocio— dijo Bernardo, con voz ronca.

— ¿Y la base de datos de la compañía?— El se-nador era un hombre de sistemas viejos. Confiaba en la tradición.

—Nos dan como cien opciones. No mames. Y puros estúpidos hackers de las cloacas. Puse una recompensa en los circuitos terciarios de la red, pero no creo que resulte. —Bernardo pensó un momento más— Lo único inusual fueron un par de píldoras. —Mostró al senador la bola de colores. Una almendra veteada con las rayas del arcoiris. —Estoy esperando el informe del laboratorio.

—Ya se chingó— dijo el senador. —Si es droga de diseño lo encontraremos. Todos los laboratorios, por pinches que sean, le ponen rastreadores a sus venenos.

Un zumbido en la computadora. Una hoja que salió por la boca negra de la impresora. Bernardo frunció el ceño. —Ya lo adivinaba. Son unos putos caramelos de mierda. Hay millones de puntos de venta en el mundo.

—No de estos— El senador miraba aquel dulce. —Mira cómo brilla. Tornasol. Este no es un produc-to industrial. Es casero, un pinche dulce casero.... Debe ser un cabrón de aquí mismo... Un hacker local. Un naturista de mierda.

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—Sólo podemos hacer una cosa: redada, una pin-che razia a fondo, una incursión de rompemadre, mi senador...

El senador tomó su celular y, mientras marcaba, dijo: —Que se chinguen todos parejo. Será una buena lección.

Los comandos vestidos de gris, armados con fusiles de asalto de microrráfagas, portando exoesqueletos negros de fibra de carbono sobre sus uniformes, sus rostros anónimos y feroces detrás de visores de plástico blindado, sus cascos con alitas nazis reflejando los tonos de gris de la violencia.

La entrada a una sucia bodega. Una puerta de metal estallando. Una mirada fugaz a las nubes de gases de la explosión. Cuerpos haciéndose añicos, descuartizados por el fuego y la metralla. Los poli-cías como una jauría de lebreles grises que busca-ban sangre. Detrás de ellos, dos hombres maduros, de traje, cubierto el torso con chalecos atibalas y el cráneo con cascos redondos como bacinicas.

—Chínguenselos a todos— gritaba Bernardo, opa-cando las órdenes del senador, que sólo gesticulaba, señalando desesperadamente hacia los pedazos de cuerpo que había en el suelo. Las microrráfagas estallaron sobre lo que parecía un par de hombres al fondo de la bodega mal iluminada.

Cuando cesaron los zumbidos, se escuchó por fin la voz del senador —¡Alto el fuego, alto el fuego, caraja madre!

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El senador caminó hacia una mano deshecha. La levantó, agitándola, para que todos la vieran, para que no hubiese dudas. —Son unos pinches muñecos...— Uno de los policías señaló hacia el piso: fragmentos de algo que brillaba a la luz de las linternas. Vetas de colores, trazos de arcoiris son-riendo. —Estos monos están rellenos de dulces.

—Busquen dispositivos electrónicos— ordenó el senador.

Bernardo caminó sobre los destrozos artificiales. Aplastando deliberadamente los caramelos.

—Está de moda el altruismo. Ni un muerto. Sólo dulces rotos brillando en la penumbra— dijo con rabia Bernardo, pero el senador no le hizo caso pues ya regresaba uno de los técnicos sosteniendo un amasijo de cables delgados y un objeto rectangular. —Cá-maras de fibra óptica, conectadas a un cpu y a una línea pirata de la web. Nos grabaron y transmitieron la razia. No sé si haya más cámaras y transmisores.

—No mames— dijo Bernardo.—Sí, imbécil. Parece que están de moda los pen-

dejos—, contestó el senador al tiempo que se cubría la mirada de furia con sus lentes oscuros. Miró hacia uno de los policías para hacerle un gesto y salió de la bodega mientras se escuchaba gritar a Bernardo: —¡No mames! ¿Y a mí por qué?

Entre el zumbido de las microrráfagas, se alcanzó a distinguir la voz del policía que disparaba: —Por feo, hijo de tu pinche madre.

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La última cámara había captado la sangre de Ber-nardo en el aire, la lentitud de esa lluvia roja que caía, cubriendo los pedazos de colores, los fragmen-tos de caramelo sólido. Y luego la mano del técnico arrancándola del techo de la bodega.

—Ya, Bulmaro, deja de checar las entradas. Sa-bemos que son un chingo y sólo vas a lograr que nos rastreen.

Bulmaro miró a Lorena. Paladeaba al hablar. Des-cubrió, entre sus labios medio abiertos, un arrullo de saliva sobre el que nadaba una perla oblongada, colores, franjas de dulce luz. —T’á güeno—, dijo, y se salió del enlace.

—Oye, te andaba buscando Juan. Se oía levemen-te encabronado—. La miel en la voz de ella, la luz de los colores a través de sus labios.

—Sí. Le cambié el polvo por azúcar glas. Seguro trae un pasón de glucosa que no se la acaba. Ha de estar bastante hiperactivo el wuey. — Lorena lo miró sin entender, pero no importaba, se dijo él.

Vieron en la pantalla compuesta de decenas de monitores la repetición de las escenas de los muñe-cos rotos, sus tripas de dulce saltando por el aire. —¿Está de moda la misericordia, el altruismo?—, preguntó ella.

—Está de moda la resistencia. Siempre lo ha esta-do, y lo estará mientras haya pendejos con poder, sicóticos con iniciativa, cerdos con ambición de chingarse a los demás...

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—Uy, qué contundente y militante. Pero se nos escapó el senador. —Ella sonreía.

—Sí, pero también hay cámaras en Singapur—, dijo Bulmaro y sacó la bolsita con dulces. A la luz de la microrráfagas de la pantalla se veían como pedazos de estrellas. —¿Quieres una pastillita, reina?

—Mejor te convido de la mía—, contestó ella y unió su boca a la de Bulmaro.

Él sintió que antes de besarlo le mordía los labios. Luego el caramelo pasó a su lengua. Cerró los ojos mientras se escuchaba, de nuevo, el sonido de la explosión en la puerta de la bodega.

Y pensó que le gustaban los espacios abiertos, pero más la dulce lengua de Lorena.

Texto inédito.

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H. Pascal(Ciudad de México, 1958)

Convencido y apostador de manera cabal por la literatura llamada de género, es el principal impulsor del proyecto editorial Goliardos que a la fecha lleva ya más de 70 títulos, lo que representa más de trescientos mil ejemplares publica-dos, relacionados con la literatura fantástica y la poesía.

Tallerista continuo del Centro Cultural José Martí, funda-dor del Círculo Cultural H. P. Lovecraft, también del Círculo Cultural del Circo Volador, organiza cada año junto con sus alumnos, el Festival de Horror Cósmico y todo lo relacio-nado con la fantasía, el horror o la ciencia ficción.

Con su proyecto Goliardos ha publicado cerca de veinte antologías en donde abundan vampiros, darkys, punketas, skatos y toda la fauna literaria que jamás se tomará la foto oficial.

H. Pascal, seudónimo tomado del gran matemático y físi-co, es también autor de novelas como El llanto del verdugo y varios poemarios entre los cuales destaca –será porque nos gusta mucho— Como por ejemplo en la madrugada.

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Luisa Josefina Hernández

Las ruinas(Comedia en un acto)

PERSONAJES:LolitaPepeLolaRamón

Es de noche, la escenografía quedará indicada de la manera que resulte más cómoda al director y al escenógrafo. Son unas ruinas indígenas cerca de un pueblo. Relativamente visibles hay varios letreros: ESTAS RUINAS SON PROPIEDAD DE LA NACIÓN, HORAS DE VISITA, DE ONCE DE LA MAÑANA A CINCO DE LA TARDE, ENTRADA $ 2.50... Escu-chamos el ruido de un automóvil que se detiene y unas portezuelas que se abren y se cierran. Entran Pepe y Lolita, son muy jóvenes y van bien vestidos,

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con ropa de viaje. Los vemos acercarse a las ruinas, con una linterna en la mano.LOLITA.— (Con un gesto de disgusto) Pepe, aquí no es el hotel.PEPE.— (Dulce, quiere darle una sorpresa) Claro que no, reina. Fíjate bien en lo que es.Le da la linterna.LOLITA.— (Después de echar una ojeada) Son unas casas viejas, aquí no vamos a poder dormir.PEPE.— (Riendo, muy comprensivo) No, mi amor. No son unas casas viejas. Pon atención.LOLITA. — (Un poco impaciente, después de mirar de nuevo) ¿No? Pues yo en este hotel no quiero quedar-me. Tú me dijiste que íbamos a uno muy bonito. (El ríe, ella ilumina uno de los letreros) ¡Dos cincuenta! Yo nunca he entrado en un hotel de ese precio. (Ve el otro letrero, él ríe a carcajadas) Además, parece que no es hora de entrar. ¿De qué te ríes?PEPE.— Lolita, son unas ruinas, las más reciente-mente descubiertas por nuestros arqueólogos. Son ya famosas. En el Times de la semana pasada...LOLITA.— (Alarmada) ¡Ruinas! ¿Y vamos a dormir aquí?PEPE— No, Lolita, pero las fotos que yo vi esta-ban tomadas de noche y eran lo más hermoso del mundo, lo más apropiado para pasear a la luz de la luna.LOLITA.— (Muy decepcionada) Pero... (Busca en el cielo) ¡No hay luna, Pepe! Si apagamos la linterna no se ve nada.

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PEPE.— (Contrariado) Debería haberla. Yo consulté el calendario y estaba seguro...LOLITA.— Sería el del año pasado.PEPE.— (Terco) No, era el de este año.LOLITA.— Sería del mes pasado. (Pepe niega con la cabeza, segurísimo. Ella decide cambiar de táctica y le sonríe muy coqueta) Pepe, es que estoy tan cansada. Con tantas emociones, el matrimonio civil, temprano, luego el religioso, la gente, los regalos, las felicitaciones. (Se acerca a él y le acaricia el pelo, quiere besarlo) Este no es un día como todos.PEPE.— (Con la cara muy cerca de la de ella) El calendario era de este mes y de este año.LOLITA.— Pepe... volveremos mañana. Ahora estoy tan... tan cansada.PEPE.— (Sonríe y la abraza, parece que va a be-sarla cuando...) Mira, ya salió la luna, se ve que estaba tapada con una nube espesa. (La empuja) Mira Lolita, mira qué maravilla. (Ha salido una luna inmensa que ilumina con claridad de media tarde. Lolita está bastante enojada) Oye, la foto-grafía no la tomaron de este lado. Vamos para allá, ese es el lado más bonito. (La empuja) Mira, pero fíjate. ¡Apaga la linterna que ya no nos sirve para nada! (Los vemos salir, ella va viendo el suelo y tropezando, él camina de prisa, más adelante que ella y muy entusiasmado).

Una pausa, entra el velador, Ramón. Viene ar-mado con un rifle y con un atavío muy parecido al de los soldados. Un poco detrás de él viene Lola, su

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novia, una muchacha de pueblo bastante guapa.LOLA.— No sé qué tanta prisa tenías de regresar aquí. Luego tengo que volver sola a mi casa y me da mucho miedo.RAMÓN.— Usté, Lola, es muy necia. Ya sabe que me pagan por estar aquí.LOLA.— Sí, sentado y sin hacer nada.RAMÓN.— ¿Qué no sabe que aquí viene la gente a robarse las piedras? Luego me echan la culpa a mí... hasta me pueden meter a la cárcel. LOLA.— Mentiras. Lo que quieres es que me vean volver sola a las doce de la noche y empiecen a hablar de mí.RAMÓN.— ¿Para qué había yo de querer que ha-blen de usted?LOLA.— Pues para que ya no me enamore nadie.RAMÓN.— (Con celos, muy evidentes) ¿Y quién quería usted que la enamorara?LOLA.— Nadie, pero así todos saben que tú y yo...RAMÓN.— ¿Le importa mucho que lo sepan?LOLA.— No. Pero como todavía no le has dicho a nadie que te quieres casar conmigo...RAMÓN.— ¿A quién se lo voy a decir? ¿No le basta con que se lo diga a usted?LOLA.— (Tierna) Sí. (Se abrazan y van a besarse cuando se oye la voz de Pepe).PEPE.— ¡Lolita! ¡Lolita! ¿Qué sucede? ¡Ven!Ramón se alarma, levanta el rifle que había dejado

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a un lado al mismo tiempo que, enfurecido, sacude a Lola por un brazo.RAMÓN.— ¡Ahí está uno que la venía siguiendo! ¡Por eso no quería llegar hasta acá! (Lola está de-mudada, no sabe qué decir) Por eso me estaba diciendo que si se sabía que era usted mi novia ya no la iba a querer nadie. (Lola trata de hablar pero él no la deja) Ahora va a ver los líos en que se meten las mujeres pérfidas. A ese le voy a dar un balazo para que se le quiten las ganas de andar siguiéndome...LOLA.— Oye, Ramón, pero si a mí...RAMÓN.— ¡Cállese! ¿Cree que no oí cómo le gritó por su nombre? Usted quiere que yo sea sordo.LOLA.— A mí nadie me dice Lolita.RAMÓN.— A mí tampoco.PEPE.— (A lo lejos) ¡Lola! ¿Dónde estás? No seas tonta, mujer.RAMÓN.— ¿Ya oyó cómo le dice Lola? (Se adelan-ta, sin soltar el rifle) ¡Esta vez me las paga! (Oímos unos pasos apresurados y aparece Lolita. Ramón le pone el rifle enfrente y grita,) ¡Alto!Lolita se detiene aterrorizada y empieza a sollozar. Ramón baja el rifle sorprendido y con cierta admi-ración por la muchacha. Lola mira con envidia, el vestido, el peinado.LOLA.— Será una ladrona.LOLITA.— (Entre lágrimas, pero escandalizada) ¿Yo?

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RAMÓN.— (A Lola) Déjeme que hable yo.LOLA.— (Terca) Sí, ha de ser una ladrona.LOLITA.— Pero, ¿de qué?RAMÓN.— (Muy suave) Sabe, señorita, que yo soy el vigilante. Para que no se roben las piedras.LOLITA.— ¿Las piedras?LOLA.— No se haga la que no sabe. (Lola te da una mirada de reproche de Ramón) Tú me dijiste que las gentes venían aquí a robarse las...RAMÓN.— Yo no le dije nada. (Lola le da una mi-rada de indignación).LOLITA.— (Muy superior) Mire señora, yo tengo dinero suficiente para comprar todas las piedras que quiera.RAMÓN.— (Con un poco de fastidio) Entonces, ¿las quiere comprar?LOLITA.— No, claro que no. Yo, ¿para qué las quie-ro?LOLA.— (Dándole un codazo) ¿Ya ves?RAMÓN.— (Contempla a Lolita con placer) Dígame señorita, ¿qué hacía aquí tan tarde?Lolita hace un puchero.LOLA.— Dígaselo porque si no la llevan a la cárcel.LOLITA.— ¿Por qué?RAMÓN.— (Sumamente galante) Sabe que... está prohibido entrar aquí de noche.LOLITA.— (Con rabia) ¡Me lo imaginaba!LOLA.— (Violenta) Entonces, ¿para qué entró?LOLITA.— (Furiosa) ¿Y a usted qué le importa? El señor es el vigilante, no usted.

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RAMÓN.— Mire señorita, yo...LOLITA.— Usted me lleva a la cárcel y yo le hablo por teléfono a mi Papá y ya verá cómo le va. Le aseguro que le quitan el empleo.RAMÓN.— (Dudoso) ¿Quién es su papá?LOLITA.— Un... un señor.Lola se suelta una carcajada prolongada y burlesca. Lolita se le echa encima y empieza a sacudiría. Las dos gritan. Ramón tira el rifle y quiere separarlas.LOLA.— Ay, ay. Vieja loca...LOLITA.— Pero ¿quién se ha creído que es usted? Pero quién...Pepe aparece caminando despacio y mira con cal-ma la escena. Lolita lo mira y cambia su expresión de ferocidad por una muy indefensa, suelta a Lola y corre hacía él sollozando dulcemente.LOLITA.— Mira mi amor cómo me puso los brazos esa mujer. Tiene unas manos como tenazas y yo... no le hice nada.Lola, mientras tanto, se examina los brazos, con ira contenida. Ramón observa un tanto asombrado la reacción de Lolita y acumula un poco de rencor contra Pepe. PEPE.— (Muy tranquilo) Dime mi amor, ¿por qué te portas así? No es bonito atacar a las personas. Anda, cuéntame, ¿por qué te le echaste encima a la señorita...?LOLITA.— (Lívida de rabia al verse descubierta) ¿Yo? ¿Qué estás diciendo?RAMÓN.— (Muy decidido) Mire señor, está prohibido

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entrar aquí de noche. Estas ruinas son del gobierno y... hágame el favor de decirme qué estaban haciendo aquí.LOLITA.— (Reivindicándose) Lo que quiere decir es que nos iban a meter a la cárcelPEPE.— (Mundano) Puedo explicarlo perfectamen-te. Se trata de un día muy especial...LOLITA.— (Todavía en plan de reivindicación) Se lo explicaré yo. Nos casamos hoy en la mañana y estamos de luna de miel. Antes de ir al hotel...PEPE.— (Fulminándola con la mirada) Veníamos en coche y yo había pensado, antes de ir al hotel, que a mi esposa le gustaría...LOLITA.— No es cierto, yo te dije muy claro que a mí lo que me interesaba...LOLA.— Mételos a la cárcel, Ramón.LOLITA.— (Haciendo dengues, enojada con todo el mundo) Sabe usted que mi esposo había leído en una revista que descubrieron estas ruinas y antes de ir a dormir se le ocurrió pasar a verlas, porque parece que no podía esperar ni un día, yo le dije muy claro que prefería ir al hotel, pero él insistió y por eso...Pepe está en el colmo de la indignación y de la ver-güenza, podría ahogar a su mujer. Lola y Ramón se miran con un poco de burla.RAMÓN.— ¿Y qué más?LOLITA.— (Aturdida, no sabe qué ha dicho) Pues eso, que pensó que a mí me divertiría mucho ver

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las ruinas antes de... (Ante las obvias miradas de burla de los otros) ¿Verdad Pepe?PEPE.— (Serio, muerto de coraje) No se trata de eso. Les aseguro que no es cierto nada de lo que ella ha dicho.RAMÓN.— Bueno, señor. Díganos qué estaban haciendo.LOLITA.— (Que se ha quedado pensando y empie-za a alarmarse) Si eso no es cierto, ¿para qué me trajiste? Yo dije varias veces que prefería...PEPE.— (Después de darle una mirada durísima) Vine por motivos estrictamente personales que sería inútil explicar.RAMÓN.— El caso es que está prohibido entrar y ustedes han cometido un delito.PEPE.— ¿Desde cuándo es delito ver?LOLA.— Ver no pero dicen que se andan robando las piedras.PEPE.— (Muy mundano, de nuevo) Pueden ustedes registrarme, no me he llevado nada.RAMÓN.— (Fastidiado) Oiga señor, ¿qué no sabe leer? (Señala los letreros)LOLITA.— (Con el rostro descompuesto) Pepe, ¿para qué me trajiste?PEPE.— Sí sé leer, pero con el entusiasmo del momento...RAMÓN.— (Levantando el rifle del suelo) Bueno, ya vámonos a la comisaría.LOLITA.— (Coqueta, repentinamente). Señor vigilan-te. Usted no puede hacernos eso. (Recuerda lo que

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verdaderamente la preocupa) Pepe, ¿para qué...PEPE.— (Sacando la cartera, de nuevo el hombre de mundo) ¿Cuánto quiere? (Ramón duda un mo-mento pero Lolita se interpone)LOLITA.— No le des nada, no seas tonto. Si no se puede entrar en las ruinas (señalando a Lola) ¿qué está haciendo esta aquí?LOLA.— Me llamo Lola.LOLITA.— Yo también me llamo... Pues sí, si usted vigilante nos lleva a la comisaría, nosotros lo acusa-mos de dejar entrar mujeres en las ruinas, para que luego se lleven las piedras y ustedes digan que es la gente que pasa.LOLA.— (Orgullosa) Es que yo soy su novia, ¿ver-dad, Ramón?LOLITA.— Peor les va a parecer que traiga aquí a sus novias para...RAMÓN.— (Decidido) La señorita no es mi novia. Apenas si la conozco. Pasaba por aquí cuando...LOLA.— ¿Qué estás diciendo?PEPE.— Bueno, bueno, nosotros tenemos que ir-nos.LOLITA.— Ahora vas a salir con que tenemos mu-cha prisa.LOLA.— (A Ramón) ¿Y si no soy su novia, por qué se puso celoso cuando este andaba gritando mi nombre?RAMÓN.— Qué celoso ni qué nada, si yo creía que esta señorita andaba sola. (Con mucha prisa) Mire señor, son cincuenta pesos.

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PEPE.— (Busca en su cartera y saca el billete) Eso es hablar.LOLITA.— (Se interpone) Mi papá me ha dicho que eso es una inmoralidad. (Adelantándose) Por mí, podemos ir inmediatamente a la comisaría, ándele, llévenos.LOLA.— Lléveselos, que al fin a usted no le importa nada... (Furiosa) Ya me voy y luego no me ande buscando porque...PEPE.— (Rápido, haciendo a un lado a su mujer) Tome los cincuenta pesos y basta. (Se los pone en la mano).RAMÓN.— (A Lola que se aleja) ¡Venga acá! No se haga la ofendida porque si no me la llevo a la comisaría a usted.LOLA.— (Regresando) ¡Lléveme si puede! (Se le para enfrente con los puños sobre la cintura).RAMÓN.— (Ligeramente contrito) Oiga, Lolita...LOLA.—No me diga Lolita, Lolita es aquella.LOLITA.— (Rápido) A mí me dicen Dolores.PEPE.— (Impaciente) Dije que bastaba. (Agarrándo-la de un brazo con cierta violencia) ¿No tenías tan-tas ganas de irte. Pues vámonos (Ella se aparta).RAMÓN.— Yo creía que no quería que nadie su-piera que era mi novia, por eso...LOLA.— ¡Convenenciero! ¡Sinvergüenza! (Se va acercando a Lolita).PEPE.— (Fuera de sí) ¡Vámonos, vámonos a dor-mir!RAMÓN— La convenenciera es usted.

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LOLITA.— (A los dos) Son unos groseros. Yo no me voy.PEPE.— ¿Qué?LOLA.— Por eso siempre me está hablando de usted, para que nadie lo sepa, porque ha de tener otra.LOLITA.— Eso es, ¡Los dos han de tener otra!PEPE.— ¿Qué estás diciendo?LOLITA.— Que de aquí no me muevo. (A Lola, bus-cando protección) ¿Verdad que usted tampoco?RAMÓN.— (A Lola) Usted dijo que ya se iba.LOLA.— ¿Quiere que me vaya?RAMÓN.— No, no quiero, si no le estoy diciendo eso, es que usted no entiende.Pepe y Ramón se observan, es una mirada de pro-funda comprensión.RAMÓN.— ¿Qué le parece si las dejamos aquí y nos vamos a tomar una cerveza? Yo lo invito.PEPE.— (Dudando ante una mirada desesperada de su mujer) Oiga… no. (Ramón se encoge de hom-bros. Pepe, muy dulce, a Lolita) Dime Lolita, ¿por qué no quieres irte?LOLITA.— (Haciendo mohines, bajo) No me voy hasta que me digas para qué me trajiste aquí.PEPE.— (Con un gesto de asco) ¿Que para qué...?LOLITA.— Sí, dímelo aquí, delante de todos.PEPE.— (Se sienta en una piedra, piensa y al fin se decide) ¿Sabes por qué? ¡Por animal, por estúpi-do, por ser un soberano idiota! (Ella lo mira más contenta) ¿Ya?LOLITA.— ¿Lo dices en serio? (Él mueve la cabeza

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afirmativamente) Ya. (Se pone en pie y se le acerca)PEPE.— (Pasándole el brazo por la cintura) ¿Nos vamos?LOLITA.— Sí, mi amor. (Se vuelven al mismo tiempo a los otros).PEPE.— Buenas noches.LOLITA.— (Riendo) Muy, muy buenas noches.Se alejan y los otros los miran sin contestar.RAMÓN.— Lola.LOLA.— Ya váyase a tomar su cerveza.RAMÓN.— ¿Qué quiere que le diga para que se contente?LOLA.— (Después de pensar un momento) Quiero que me diga que usted también es un animal.RAMÓN.— Que yo...LOLA.— Sí.RAMÓN.— (Convencido a medias) Pues... sí... yo también he de ser un animal. (Lolita se le echa en los brazos) Lolita...LOLA.— Dígame Dolores. (Se besan).

FIN

*Tomado del libro Teatro para adolescentes de Emilio Carballido, México Editores Mexicanos Unidos/SEP, 1985.

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Luisa Josefina Hernández(Ciudad de México, 1928)

Con incursiones leves en la narrativa, su obra ha sido el teatro, de hecho es maestra especializada en arte dramático por la Universidad Nacional Autónoma de México. Duran-te muchos años ha sido profesora de arte dramático en el Instituto Nacional de Bellas Artes.

Entre sus obras puestas en escena se cuentan Agonía, Los sordomudos, La corona del ángel, Arpas blancas... conejos dorados, La paz ficticia, El orden de los factores, En una noche como ésta, Habrá poesía y Las bodas.

Múltiples premios destacaron su calidad como autora hasta su culminación con el Xavier Villaurrutia en 1982 o el Nacional de Teatro Juan Ruiz de Alarcón en el 2000 o el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Literatura y Lingüística en el año 2002.

El capitulo inicial de su novela Nostalgia de Troya sobre el asunto de una mujer pasando la calle tomada por el brazo por un hombre y todo el debate que eso conlleva hacia el feminismo —o el machismo- nos sigue inquietando.

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