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Suplemento sabatino de arte, literatura y sociedad SÁBADO 04 DE AGOSTO DE 2012. AÑO III. 173 Pág. 4-5 Allá lejos y hace tiempo Un fragmento de la novela de Guillermo Enrique Hudson, escritor argentino nacido un 4 de agosto de 1841. “Yo sueño más que nadie” E n 1954, con 28 años, Marilyn Monroe decidió escribir sus memo- rias. Recién casada con el jugador de beisbol Joe DiMaggio y en lo más alto de su popularidad, la actriz quería aclarar en primera per- sona las historias que circulaban sobre su infancia y adolescencia. El libro 'My story', publicado en España por Global Rhythm, quedó oculto en un cajón hasta doce años después de su muerte. Fuente directa de re- cuerdos y pensamientos de una mujer adelantada a su tiempo que nada tenía que ver con la rubia atolondrada que la había hecho célebre, el li- bro no solo recorre su biografía en primera persona sino que destila ese temblor tan característico de la actriz. La Máquina Hamlet Pág. 3 Pág. 2 Pág. 8 “No creo en una historia que tenga pies y cabeza”. Máquinahamlet Heiner Müller ME CAIGO Y ME LEVANTO Nadie puede dudar de que las cosas recaen. Un señor se enferma, y de golpe un miércoles recae. Un lápiz en la mesa recae seguido. Las mujeres, cómo recaen. Teóricamente a nada o a nadie se le ocurría recaer pero lo mismo está sujeto, sobre todo porque recae sin con- ciencia, recae como si nunca antes. Un jazmín, para dar un ejemplo perfumado. JULIO CORTÁZAR

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Suplemento sabatino de arte, literatura y sociedad

SÁBADO 04 DE AGOSTO DE 2012. AÑO III.

1 7 3

Pág. 4-5

Allá lejos y hacetiempo

Un fragmento de la novela de Guillermo Enrique Hudson, escritor argentino nacido un 4 de agosto de 1841.

“Yo sueño más que nadie”

En 1954, con 28 años, Marilyn Monroe decidió escribir sus memo-rias. Recién casada con el jugador de beisbol Joe DiMaggio y en lo más alto de su popularidad, la actriz quería aclarar en primera per-sona las historias que circulaban sobre su infancia y adolescencia.

El libro 'My story', publicado en España por Global Rhythm, quedó oculto en un cajón hasta doce años después de su muerte. Fuente directa de re-cuerdos y pensamientos de una mujer adelantada a su tiempo que nada tenía que ver con la rubia atolondrada que la había hecho célebre, el li-bro no solo recorre su biografía en primera persona sino que destila ese temblor tan característico de la actriz.

La Máquina Hamlet

Pág. 3

Pág. 2

Pág. 8

“No creo en una historia que tenga pies y cabeza”.

Máquinahamlet Heiner Müller

ME CAIGO Y ME LEVANTO

Nadie puede dudar de que las cosas recaen. Un señor se enferma, y de golpe un miércoles recae. Un lápiz en la mesa recae seguido. Las mujeres, cómo recaen. Teóricamente a nada o a nadie se le ocurría recaer pero lo mismo está sujeto, sobre todo porque recae sin con-ciencia, recae como si nunca antes. Un jazmín, para dar un ejemplo perfumado.

JULIO CORTÁZAR

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DIRECTORIONoé Farrera MoralesDIRECTOR GENERAL

PÉNDULO DE CHIAPAS

Noé Juan Farrera GarzónDIRECTOR EDITORIALPÉNDULO DE CHIAPAS

Ángel Yuing SánchezCOORDINADOR Y EDITOR

RAYUELA

Misael Palma, César Trujillo, Ornán Gómez, Marcelino Champo, Pascual Yuing, Chary Gumeta,

Gely Pacheco, Gamaliel Sánchez Salinas,Juan Carlos Recinos.

CONSEJO EDITORIAL

Paolo Renato LópezEDITOR FOTOGRÁFICO

Enrique Ríos Aguilar-Ulyses Nafate DISEÑO EDITORIAL

Javier Ríos JonapáPRODUCCIÓN E IMPRESIÓN

LEGALESRayuela, suplemento de arte, literatura y sociedad del periódico Péndulo de Chiapas, No. 173. Año III, sábado 04 de agosto de 2012. Impreso en 13 Poniente Norte Núm. 639, colonia Magueyito. Código Postal 29000, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México. Teléfono (961) 61 24529. Se prohíbe la reproducción total o parcial de los contenidos sin el consentimiento expreso de sus autores. La redacción no responde por originales no solicitados. Los contenidos, así como parte de los títulos y subtí-tulos son responsabilidad exclusiva de quien los firma y no representan necesariamente el punto de vista del periódico Péndulo de Chiapas.Correspondencia: [email protected]

Rayuela2 Péndulo de Chiapas | Sábado 04.08.2012

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ME CAIGO Y ME LEVANTO

JULIO CORTÁZAR

Nadie puede dudar de que las cosas recaen. Un señor se enferma, y de golpe un miércoles re-cae. Un lápiz en la mesa recae seguido. Las mujeres, cómo recaen. Teóricamente a nada

o a nadie se le ocurría recaer pero lo mismo está suje-to, sobre todo porque recae sin conciencia, recae como si nunca antes. Un jazmín, para dar un ejemplo perfumado. A esa blancura, ¿de dónde le viene su penosa amistad con el amarillo? El mero permanecer ya es recaída: el jazmín, entonces. Y no hablamos de las palabras, esas recayentes deplorables, ni de los buñuelos fríos, que son la recaída clavada.

Contra lo que pasa se impone pacientemente la reha-bilitación. En lo mas recaído hay siempre algo que pugna por rehabilitarse, en el hongo pisoteado, en el reloj sin cuerda, en los poemas de Pérez, en Pérez. Todo recayen-te tiene ya en sí un rehabilitante, pero el problema, para nosotros los que pensamos nuestra vida es confuso y casi infinito. Un caracol segrega y una nube aspira. Segura-mente recaerán, pero una compensación ajena a ellos los rehabilita, los hace treparse poco a poco a lo mejor de sí

mismos antes de la recaída inevitable. Pero nosotros, tía, ¿cómo haremos, cómo nos daremos cuenta de que hemos recaído si por la mañana estamos tan bien, tan café con leche, y no podemos medir hasta dónde hemos recaído en el sueño o en la ducha? Y si sospechamos lo recayente de nuestro estado, ¿cómo nos rehabilitaremos?

Hay quienes recaen al llegar a la cima de una mon-taña, al terminar su obra maestra, al afeitarse sin un solo tajito; no toda recaída va de arriba a abajo, porque arriba y abajo no quieren decir gran cosa cuando ya no se sabe dónde se está. Probablemente Ícaro creía tocar el cielo cuando se hundió en el mar epónico, y Dios te libre de una zambullida tan mal preparada. Tía, como nos reha-bilitaremos?

Hay quien ha sostenido que la rehabilitación sólo es posible alterándose, pero olvidó que toda recaída es una desalteración, una vuelta al barro de la culpa. En efecto somos lo más que somos porque nos alteramos, salimos del barro en busca de la felicidad y la conciencia y los pies limpios. Un recayente es entonces un desalterante; de donde se sigue que nadie se rehabilita sin alterarse. Pre-tender la rehabilitación alterándose es una triste redun-dancia: nuestra condición es la recaída y la desalteración, y a mí me parece que un recayente debería rehabilitarse

de otra manera que por lo demás ignoro. No solamente ignoro eso, sino que jamás he sabido en qué momento mi tía o yo recaemos. ¿Cómo rehabilitarnos, entonces, si a lo mejor no hemos recaído todavía y la rehabilitación nos encuentra ya rehabilitados?

Tía, ¿no será ésa la respuesta, ahora que lo pienso? Hagamos una cosa: usted se rehabilita y yo la observo va-rios días seguidos, digamos una rehabilitación continua: usted está todo el tiempo rehabilitándose y yo la observo. O al revés, si prefiere, pero a mí me gustaría que empe-zara usted, porque soy modesto y buen observador; de esa manera, si yo recaigo en los intervalos de mi rehabi-litación, mientras que usted no le da tiempo a la recaída y se rehabilita como en un cine continuado, al cabo de poco nuestra diferencia será enorme, usted estará tan por encima que dará gusto. Entonces yo sabré que el sistema ha funcionado y empezaré a rehabilitarme furiosamente. Pondré el despertador a las tres de la mañana, suspenderé mi vida conyugal y las demás recaídas que conozco, para que sólo queden las que no conozco, y a lo mejor poco a poco un día estaremos otra vez juntos, tía, y será tan hermoso decir: "ahora nos vamos al centro y nos compra-mos un helado; el mío todo de frutilla y el de usted con chocolate y un bizcochito"

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“Yo sueño más que nadie”

En 1954, con 28 años, Marilyn

Monroe decidió escribir sus me-morias. Recién casada con el ju-gador de beisbol Joe DiMaggio

y en lo más alto de su popularidad, la

actriz quería aclarar en primera perso-

na las historias que circulaban sobre su

infancia y adolescencia. El libro ‘My

story’, publicado en España por Global

Rhythm, quedó oculto en un cajón hasta

doce años después de su muerte. Fuente

directa de recuerdos y pensamientos de

una mujer adelantada a su tiempo que

nada tenía que ver con la rubia atolon-

drada que la había hecho célebre, el libro

no solo recorre su biografía en primera

persona sino que destila ese temblor tan

característico de la actriz. Su infancia

de mano en mano por culpa de una ma-

dre sin recursos, económicos primero, y

mentales después; la violación de la que

fue víctima de niña o su incesante bús-

queda de una figura paterna sólo marcan

el descarnado camino hacia un destino

que ella misma intuyó en esas páginas:

“Sí, había algo especial en mí y sabía de

qué se trataba. Yo era el tipo de chica a

la que encuentran muerta en su dormi-

torio con un frasco de somníferos en la

mano”.

Marilyn escribió: “La virtud de una

chica es mucho menos importante en

Hollywood que su peinado. Se te juzga

por tu aspecto, no por lo que eres. Ho-

llywood es un lugar donde te pagan mil

dólares por un beso y cincuenta centa-

vos por tu alma. Lo sé porque rechacé

la primera oferta bastante a menudo y

cobré siempre los cincuenta centavos”.

“—Querida señorita —dijo—. Venga y

siéntese a mi lado. Era una voz encan-

tadora, algo acolchada por el alcohol,

pero muy distinguida. Me volví y vi

a un hombre sentado en la escalinata.

Tenía una copa en la mano. Su cara

no era menos sardónica que su voz.

—¿Se refiere a mí? —le pregunté. —Sí

—dijo—. Perdone que no me ponga

de pie. Me llamo George Sanders.

—¿Cómo está usted? —le pregunté.

—Imagino que también usted tiene un

nombre —dijo frunciendo el ceño. —

Soy Marilyn Monroe —le dije. —Me

perdonará por no haber oído su nombre

antes —dijo Sanders—. Siéntese... a mi

lado. ¿Puedo tener el honor de pedirle

que se case conmigo? —añadió con

solemnidad—. El nombre, por si se

le ha olvidado, es Sanders. Le sonreí

y no respondí. —Naturalmente tiene

ciertos reparos en casarse con alguien

que es no sólo un extraño sino también

un actor —dijo—. Puedo comprender

sus dudas... sobre todo considerando

lo segundo. Un actor no es exactamen-

te un ser humano... pero en el fondo,

¿quién lo es? De pronto, la cara atrac-

tiva y mordaz de Sanders me miraba

fijamente”.

“Conseguí trabajo posando para

anuncios y folletos publicitarios. El

problema más serio era que también los

fotógrafos buscaban trabajo. Encontrar

un fotógrafo que me quisiera como

modelo resultaba fácil, lo difícil era

encontrar uno que me pagara con algo

más que promesas. Pero conseguí el

dinero suficiente para pagar el alquiler

y una comida al día, aunque ésta en

ocasiones era más bien escasa. Pero

no importaba. Cuando eres joven y

estás sana, un poco de hambre se puede

soportar. Lo insoportable era estar sola.

Cuando eres joven y estás sana, la

soledad puede parecer más grave de lo

que es. Cuando contemplaba la noche

de Hollywood pensaba: ‘Debe de haber

miles de muchachas tan solas como yo

que sueñan con convertirse en estrellas

de cine. Pero no voy a preocuparme por

ellas. Yo sueño más que nadie”.

Rayuela3Péndulo de Chiapas | Sábado 04.08.2012

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Marilyn, frente al espejo

Foto (CORDON PRESS)

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Rayuela4 Péndulo de Chiapas | Sábado 04.08.2012

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Allá lejos y hace tiempo

Cuando recuerdo las impresiones y experiencias de aquel sexto año pleno de sucesos, el incidente que reviste más importancia en mi re-

cuerdo, en todo caso en la última mitad de aquel año, es la muerte de César. No hay nada en mi pasado que evoque tan bien; en verdad, fue el suceso más importante de mi infancia; la primera cosa en una vida joven que trae a ella la eterna nota de la tristeza.

Asomaba ya la primavera, cerca de me-diados de agosto, y aún puedo recordar que para esa época del año el clima se presentaba demasiado frío y ventoso, cuando el viejo perro se acercaba a la muerte.

César era un animal ya viejo y muy que-rido, si bien no era de raza fina. Simplemente era un perro común del campo, de pelo corto, patas largas y hocico romo. El perro corrien-te o animal criollo de raza ordinaria tenía más o menos el tamaño de un collie escocés. César lo aventajaba en un tercio más, y se de-cía de él que superaba en mucho a todos los otros perros de la casa, que eran alrededor de doce a catorce, tanto en tamaño como en in-teligencia y coraje. Naturalmente, era el ca-becilla y amo de toda la manada, y cuando se levantaba con feroz gruñido desnudando sus grandes dientes y se lanzaba contra los otros para castigarlos por pelearse entre ellos o por violar en alguna otra forma la ley canina, sus víctimas se sometían acurrucándose contra el suelo. Era un perro negro que, ya en su vejez, tenía el pelaje salpicado en todo el cuerpo de pelos blancos, y la cara y las patas estaban casi grises por completo. César furioso, o montando guardia de noche, o cuando traía de los pastos al ganado, era un ser terrible. Con nosotros, los niños, era manso y pacien-te, permitiéndonos montar sobre su lomo lo mismo que el viejo Pichicho, el perro oveje-ro descripto en el primer capítulo. Al llegar a la vejez, se había tornado de mal carácter e irritable, y dejó de ser nuestro compañero de juegos. Los dos o tres últimos meses de su vida fueron muy tristes, y cuando nos pre-ocupaba verlo tan flaco, con sus grandes cos-tillas sobresaliéndole, o contemplábamos sus contracciones nerviosas mientras dormitaba, gruñendo y resollando, y observábamos tam-bién cuán penosamente luchaba para ponerse de pie, queríamos saber por qué era así... por qué no podíamos darle nada que lo restable-ciera. En respuesta, los mayores abríanle la enorme boca para mostrarnos sus dientes: los grandes caninos romos y los viejos molares completamente gastados. La mucha edad era el mal que lo afligía; tenía trece años, y eso, en verdad, era para mí una edad tremenda, pues yo no tenía ni la mitad y sin embargo parecíame que hacía mucho, mucho tiempo que me encontraba en el mundo.

A nadie ni le pasó por las mientes dar tér-mino a su vida; ni la menor insinuación al respecto se hizo jamás. En aquel país no se mataba de un tiro a un viejo perro porque ha-bía terminado su época de trabajo. Recuerdo

su último día y cuán a menudo fuimos a mi-rarlo y a tratar de abrigarlo con gruesas man-tas y a ofrecerle comida y agua allí donde yacía, en un lugar protegido, pues ya era in-capaz de ponerse en pie. Y esa noche murió. Lo supimos tan pronto como nos levantamos a la mañana siguiente. Después del desayu-no, durante el cual nos habíamos mostrado muy graves y callados, nuestro maestro dijo:

–Tenemos que enterrarlo hoy... a las doce, cuando yo esté libre. Será el mejor mo-mento. Los muchachos pueden venir conmi-go y el viejo Juan puede traer la pala.

Este anuncio nos alborotó enormemente, pues nunca habíamos visto enterrar a un pe-rro ni tampoco habíamos oído jamás que tal cosa se hubiera hecho.

Alrededor de mediodía, el vie-jo César, muerto y rígido, era lle-vado por uno de los peones a un claro cubierto por el pasto, entre los viejos durazne-ros, donde ya se había cavado la fosa. Seguimos a nuestro maestro y nos quedamos mirando mientras bajaban el cadáver y echaban luego sobre él la tierra roja. La fosa era profunda, y el se-ñor Trigg ayudó a llenarla, resoplando mucho mientras lo hacía y deteniéndo-se de vez en cuando para secarse la cara con su pañuelo de algodón de vivos colores.

Cuando todo terminó, mientras nosotros aún nos hallábamos de pie, rodeando la tum-ba en silencio, se le ocurrió al señor Trigg aprovechar la oportunidad. Tomando la ac-titud que asumía en clase, nos miró y dijo solemnemente:

–Este es el fin. Todo perro tiene su día y así sucede también con todo hombre, y el fin es igual para los dos. Morimos como el viejo César y nos colocan en el suelo cubriéndo-nos con la tierra.

Ahora bien; estas palabras simples y co-munes me afectaron más que cualesquiera otras que haya escuchado en mi vida. Me destrozaron el corazón. Había oído algo te-rrible... demasiado terrible para pensar en ello, increíble... y sin embargo... si no fue-ra así, ¿por qué lo había dicho? ¿Era porque nos odiaba, sólo porque éramos chicos y tenía que enseñarnos las lecciones y quería torturarnos? ¡Dios! No, yo no podía creer eso. ¿Era ése, entonces, el horrible destino que nos esperaba a todos? Había oído hablar

de la muerte... sabía que existía una cosa así; sabía que todos los animales tenían que mo-rir y también que algunos hombres murieron. Entonces, ¿cómo nadie podría, ni aun un chi-quillo de seis años, pasar por alto una reali-dad como ésa, especialmente en el país de mi nacimiento... una tierra de luchas, crímenes y muerte súbita? No había olvidado al hombre atado al poste del establo que había asesina-do a alguien y que, tal vez, según me habían dicho, sería muerto en castigo a su vez. En verdad, sabía que había bondad y maldad en el mundo; hombres buenos y malos, y estos últimos –asesinos, ladrones y menti-rosos– todos tendrían que morir, lo mismo que animales; pero si había alguna otra vida después de la muerte, eso no lo sabía. Todos

los demás, yo y mi familia incluidos, éramos buenos y nunca habría de alcanzarnos la muerte. Cómo fue que no llegué más lejos en mi sistema o filoso-fía de la vida, no lo puedo decir; sólo supongo que mi madre no había co-menzado toda-vía a instruirme sobre tales co-sas por mi cor-ta edad, o que lo había hecho y que yo lo ha-bía entendido a mi manera. Sin embargo, como luego

descubrí, era una mujer reli-giosa y desde la infancia se me había ense-ñado a arrodillarme y a rezar una breve ora-ción todas las noches: “Ahora que me voy a acostar, ruego al Señor por mi alma velar”. Pero sobre quién era el Señor o qué era mi alma, no tenía la menor idea. Era una forma amable de decir en rima que me iba a dormir. Mi mundo era un mundo puramente mate-rial, ¡y cuán maravilloso lo encontraba!; pero cómo llegué a formar parte de él, no lo sabía; sólo sabía (o imaginaba) que siempre esta-ría en él, viendo todos los días cosas nuevas y extrañas, sin cansarme jamás de nada. En la literatura sólo he encontrado en Vaughan, Traherne y otros místicos una expresión ade-cuada de ese perpetuo éxtasis delicioso en la naturaleza y en mi propia existencia, que ex-perimenté en ese período.

¡Y ahora esas palabras jamás olvidadas, pronunciadas sobre la tumba de nuestro viejo perro, me despertaron de ese hermoso sueño de inalterable alegría!

Al recordar este hecho, me sorprende menos mi ignorancia que la intensidad de los

sentimientos que experimenté y la terrible oscuridad que quedó en mi mente infantil. Creemos que la mentalidad de los niños –en realidad lo sé positivamente– es similar a la de los animales más bajos; o si es más eleva-da no lo es tanto como la más simple men-talidad de un salvaje. No puede concentrar sus pensamientos; ni siquiera puede pensar. Su conciencia comienza a despertar; le de-leitan los colores, los olores; le extasía tocar, probar y oír, y se asemeja a un cachorro o un gatito bien alimentado jugando sobre el verde césped, al sol. Siendo esto así, se pen-saría que el dolor de la revelación que había recibido se desvanecería rápidamente, que las vívidas impresiones de las cosas externas lo borrarían, restableciendo la armonía. Pero no fue así. El dolor continuó y aumentó hasta tornarse insoportable; entonces busqué a mi madre, vigilando primero hasta encontrarla sola en su habitación. Mas cuando estuve en ella, temí hablar, pensando que con una sola palabra confirmaría la espantosa reali-dad. Mirándome, de pronto se alarmó por la expresión de mi cara y comenzó a hacerme preguntas. Entonces, tratando de contener las lágrimas, le referí las palabras que habían sido dichas en el entierro del perro y le pre-gunté si eso era verdad; si yo, si ella, si todos nosotros debíamos morir y ser sepultados en la tierra. Contestóme que no, que no era to-talmente cierto sino en determinada manera, ya que nuestros cuerpos debían perecer y ser enterrados, pero que teníamos una parte in-mortal que no podía morir. Era verdad que el viejo César había sido un perro bueno y leal, que sentía y comprendía las cosas casi como un ser humano, y que la mayor parte de las personas creen que cuando un perro muere, muere totalmente y no tiene vida posterior. Eso no lo podíamos saber con certeza; algu-nos hombres eminentes, hombres muy bue-nos, pensaron en forma distinta. Creyeron que los animales, como nosotros, volverían a vivir. Esa también era su creencia, su gran esperanza; pero no podíamos saberlo con certeza, pues no nos es dado conocer tales cosas. De nosotros, sabemos que no mori-mos realmente, porque Dios mismo, que nos hizo a nosotros y a todas las cosas, nos lo dijo, y su promesa de vida eterna ha quedado grabada en su libro: la Biblia.

Escuché todo esto y mucho más, tem-bloroso y con un interés aterrador, y cuando hube captado la idea de que la muerte cuando a mí me alcanzara, como lo haría indefecti-blemente, me dejaría, después de todo, con vida y que, como mi madre me lo explicó, la parte mía que realmente importaba, el yo, el yo soy, el yo que conocía y consideraba las cosas, nunca perecería, experimenté en-tonces un inmenso alivio. Cuando me alejé de su lado quería correr y saltar de alegría y volar por el aire como un pájaro. Había esta-do prisionero sufriendo el terrible martirio, y a poco, nuevamente, me encontraba libre... ¡la muerte no podría destruirme!

Un fragmento de la novela de Guillermo Enrique Hudson, escritor argentino nacido un 4 de agosto de 1841.

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Rayuela5Péndulo de Chiapas | Sábado 04.08.2012

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Hubo otra consecuencia más de haber descargado mi corazón con mi madre, quien había quedado sorprendida ante la profun-didad del sentimiento que yo había demos-trado y, sintiéndose sumamente culpable por haberme permitido vivir tanto tiempo en ese estado de ignorancia, comenzó a darme ins-trucción religiosa. Era demasiado pronto, ya que a esa edad no me era posible comprender la concepción de un mundo inmaterial. Ese poder, imagino que llega más tarde, cuando el niño normal tiene diez o doce años. Decir-le a la edad de seis o siete años que Dios está en todas partes y que ve todas las cosas, sólo produce la idea de una persona maravillosa-mente activa y de gran poder visual, con ojos como los de un pájaro, capaces de ver todo lo que sucede alrededor de ella. Hace unos días leí la anécdota de una niñita que al ser acos-tada por su madre le dijo ésta que no tuviera miedo de la oscuridad, ya que Dios estaría allí para vigilarla y custodiarla mientras dor-mía. Luego, tomando la vela, se alejó. Pero poco después la niñita apareció en camisón, y cuando la interrogaron respondió:

–Voy a permanecer aquí, en la luz, ma-mita, y tú puedes subir a mi habitación y sen-tarte con Dios.

Mi propia idea de Dios en ese tiempo no fue más elevada. Al acostarme pensa-ba que hallábase en mi habitación tratando de encontrar la forma de atender todos sus asuntos, de manera de tener más tiempo para custodiarme a mí. Acostado con los ojos abiertos, nada podía ver en la oscuridad, pero yo sabía que El estaba allí porque así me lo habían dicho, y esto me preocupaba. Pero en cuanto cerraba los ojos aparecía su imagen erguida a tres o cuatro pies de la cabecera de la cama, en la forma de una columna de unos dos metros de altura y casi un metro de circunferencia. El color era azul, pero varia-ble en intensidad; algunas noches era azul celeste, pero generalmente tenía un azul más profundo, puro, suave y hermoso como el del geranio silvestre.

Nada me sorprendería que muchas otras personas tuvieran una imagen material o pre-sentimiento de los seres espirituales cuando se les enseña a creer en ellos a una edad de-masiado temprana. Recientemente, al com-parar con un amigo nuestros recuerdos in-fantiles, me dijo que él también había visto a Dios como un objeto azul, pero sin forma definida.

Durante muchos meses la columna azul no cesó de aparecérseme; creo que no se des-vaneció ni dejó de ser más que un recuerdo hasta que cumplí los siete años, fecha que se adelanta mucho a los acontecimientos que estoy relatando.

Volviendo a la segunda revelación feliz que me hizo mi madre, declaro que si bien me llenó de alborozo el saber que no termi-naría mi existencia con la muerte, la alegría y el alivio que me causó no me condujeron a un estado de felicidad perfecta. Todo lo que ella me dijera para consolarme y llenarme de coraje produjo su efecto: sabía ahora que la muerte era sólo un paso dado hacia una feli-cidad aún mayor de la que yo podría gozar en la vida. ¿Cómo podía yo, que aún no tenía seis años, pensar en forma distinta a lo que ella me había dicho que pensara, o tener al-guna duda? Una madre significa más para su hijo que lo que cualquier otro ser, humano o divino, puede significar en su vida posterior. Depende él tanto de ella como cualquier pi-chón en el nido, de sus padres, y aún más,

dado que ella cuida tanto de su alma o de su mente inexperta como de su cuerpo.

A pesar de todo esto, pronto volvió a asaltarme el miedo a la muerte, y por mu-cho tiempo me intranquilizó, especialmente cuando sentía de lleno su realidad. Aquellos hechos que me la recordaban eran muy fre-cuentes; rara vez transcurría un día entero sin que viera morir algo. Cuando la muerte era instantánea, por ejemplo un pájaro volteado de un tiro que caía a plomo como una piedra, no me inquietaba. Aquello no era más que un espectáculo extraño y excitante que no po-día hacerme sentir la realidad de la muerte. Era principalmente cuando carneaban ga-nado que el terror me invadía por completo. ¡Y no me extraña! La forma criolla de ma-tar una vaca o un ternero, en esa época, era particularmente penosa. Ocasionalmente se lo carneaba lejos del lugar, en la llanura, y

los hombres traían la carne y el cuero; pero, por regla general, llevaban a la bestia cerca de la casa para ahorrarse molestias. Uno de los dos o tres hombres a caballo que se ocu-paban de la operación revoleaba el lazo y la sujetaba por los cuernos; luego, alejándose al galope, tiraba del lazo hasta ponerlo tirante; entonces, un segundo hombre se bajaba del caballo y, corriendo hacia el animal que se encontraba atrás, desenvainaba un enorme cuchillo y con dos golpes rápidos como el relámpago le cortaba los tendones de las pa-tas traseras. Instantáneamente la bestia caía sobre sus cuartos, y el mismo hombre, cuchi-llo en mano, pasaba a su lado o frente a ella acechando la oportunidad, y al encontrarla le sepultaba la larga hoja en la garganta, justo arriba del pecho, hasta la cruz, haciéndole describir un movimiento de rotación. Cuan-do la retiraba, brotaba de la torturada bestia un gran torrente de sangre, mientras el ani-mal, aún sostenido por sus patas delanteras, mugía agonizante. Al llegar a este punto, a menudo el carneador saltaba con ligereza so-bre su lomo, hundía las espuelas en los flan-cos del animal y, utilizando el plano de su gran cuchillo como si fuera un látigo, fingía correr una carrera, dando gritos de infernal

alegría. Los mugidos se iban apagando hasta tornarse sonidos profundos, terribles, que pa-recían sollozos, y luego estertores. Entonces el jinete, viendo que el animal estaba a punto de morir, saltaba ágilmente hacia un lado. Caída la bestia, todos corrían hacia ella y, acomodándose sobre su tembloroso costado como si fuera un sillón, comenzaban a armar y encender cigarrillos.

La matanza de una vaca era para ellos un deporte fantástico, y cuanto más dinámico y peligroso era el animal y más prolongada la batalla, más les gustaba. Se sentían tan con-tentos y excitados como si fuera una pelea a cuchilladas o la caza de un avestruz. Para mí era una terrible lección objetiva que me retenía fascinado de horror. ¡Pues esto era la muerte! Los torrentes de sangre color carme-sí, los gritos profundos que parecían de seres humanos, hacían que la bestia pareciera un

hombre enorme y fuerte cazado en una tram-pa por adversarios pequeños, débiles pero listos, que lo torturaban para burlarse de su agonía.

Otras cosas acaecieron en aquella época que reavivaban el temor y la idea de la muer-te. Un día llegó a la tranquera un viajero y, tras de de-sensillar el caballo, marchó a un lugar donde había sombra ubicado a unos sesenta o setenta metros más lejos, y allí se sentó, en la verde pendiente que terminaba en el foso, para refrescarse. Después de ca-balgar largas horas bajo un sol ardiente, de-seaba gozar de la sombra. Había llamado la atención de todo el mundo, al llegar, por su apariencia: de edad madura, facciones regu-lares y enrulado pelo castaño y barba, pero enorme –uno de los hombres más corpulen-tos que nunca hubiera visto–; no debía de pesar menos de ciento veinte kilos. Sentado o recostado en el pasto, se quedó dormido, y rodando por la pendiente cayó con tremendo ruido en el agua, que tenía como dos metros de profundidad. Tan fuerte fue el ruido que lo oyeron algunos hombres que trabajaban en el establo; corrieron para averiguar qué había sucedido y se encontraron con el accidente. El hombre se había hundido y no volvió a

aparecer; con mucho trabajo lo sacaron, arrastrándolo por medio de sogas hasta la cima de la loma.

Yo lo contemplé, estirado e inmóvil y a todas luces muerto... el hombre enorme, igual a un buey que había visto hacía menos de una hora cuando había llamado nues-tra atención y nos había maravillado por su gran tamaño y fuerza, estaba en brazos de la muerte... ¡muerto como el viejo César bajo la tierra donde ya crecía el pasto! Mientras tanto, los hombres que lo habían sacado esta-ban ocupados dándole vuelta y frotándole el cuerpo, y después de doce o quince minutos comenzó a boquear y dio otras señales de que volvía a la vida. Poco a poco abrió los ojos. El muerto estaba vivo otra vez; sin embargo, la conmoción que me había provocado era tan grande y el efecto tan duradero como si hubiera estado verdaderamente muerto.

Otro ejemplo aconteció antes de terminar mi sexto año, y con él concluiré este triste capítulo. En esa época teníamos una chica en la casa cuyo dulce rostro forma parte de un grupito de media docena que recuerdo tan claramente como si los estuviera viendo. Era la sobrina de la mujer de nuestro pastor, una argentina casada con un inglés, y llegó a nuestra casa para cuidar a los niños más pequeños. Tenía diecinueve años y era una niña pálida, esbelta y bonita, de grandes ojos oscuros y abundante cabellera negra. Con la más dulce sonrisa imaginable, la voz más suave y los modales más gentiles, era tan querida por todo el mundo en la casa que la considerábamos una persona de la familia. Desgraciadamente, estaba tísica, y después de unos pocos meses hubo que enviarla de vuelta a la casa de su tía. El lugar donde vivía se encontraba sólo a unos ocho cuadras más o menos de nuestro hogar, y todos los días mi madre la visitaba, haciendo todo lo po-sible por aliviarla con remedios, atenciones y cariños. La muchacha no quería que fuera ningún sacerdote a prepararla para la muerte; adoraba a su ama y deseaba tener su misma fe, y al final murió apóstata o convertida, se-gún se mire.

Al día siguiente de su muerte nos lle-varon a nosotros, los niños, a ver a nuestra amada Margarita por última vez, pero cuan-do llegamos a la puerta y los demás entra-ron siguiendo a mi madre, yo me quedé solo atrás. Salieron ellos y trataron de persuadir-me de que entrara; aun trataron de arrastrar-me y describieron su apariencia para excitar mi curiosidad. Yacía toda de blanco, con el negro cabello peinado suelto y flojo, sobre su blanco lecho, con nuestras flores sobre el pecho y a sus costados, y se la veía muy, muy hermosa. Fue todo en vano. Mirar a Margarita muerta era más de lo que yo po-día soportar. Me dijeron que sólo su cuerpo de arcilla estaba muerto... el hermoso cuerpo al que habíamos venido a despedir; que su alma –ella misma, nuestra amada Margarita– estaba viva y era feliz, mucho más feliz de lo que cualquier persona podría serlo nunca en esta tierra, que cuando se le acercaba el fin había sonreído con dulzura y les aseguró que ya no tenía ningún temor a la muerte... que Dios se la llevaba consigo. Mas nada logró convencerme de que enfrentara el terrible espectáculo de Margarita muerta; el mismo pensamiento de que lo estaba era un peso in-tolerable sobre mi corazón. Sin embargo, no era la pena la que me laceraba de ese modo, a pesar de que yo sufría mucho, sino sólo el temor a la muerte.

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Rayuela6 Péndulo de Chiapas | Sábado 04.08.2012

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Magda Orozco, nació en Guadalajara, Jalisco, en 1980. Es licencia-da en Filosofía por la

Universidad de Colima donde ejerce la docencia. Ha publicado en periódi-cos, suplementos y revistas de circu-lación local y nacional. Participa ac-tivamente en lecturas y festivales de poesía convocados por la secretaría de cultura del gobierno del estado de Colima. En 2006, se hizo acreedora al premio estatal de poesía Balbino Dávalos. “La Otra Bruja Escribe”, es su primer libro.

I

Para la triste ciudadel largo rumor que es mi cuerpopara esa sorda eternaestas manoscomo estrellascomo sombrasantes de míel silencioy su torturay su prisay su negra bocaúnica salida

no estaba la tardemiro a través del esqueletootras estacioneslos límitesde la luzacá el miedohace vidrioshace tiempodeja estragoscomo susurro delmar y sus cosas.

II

La ciudad y este día muerto naciendo

diciembre la prisa de la gente

yelruidoyeltráficoyelverdedelcielo

y el amarillo del taxi

que te aleja a otras tierras o miradas

o pasos o tus ojos

La ciudad y mis puños

empuñando esperanzas

la ciudad y sus monumentos sus plazas

la ciudad

tan sola

tan callada tan tus manos

La ciudad

y yo de rojo

como sangre

como labios.

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Rayuela8 Péndulo de Chiapas | Sábado 04.08.2012

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“Capítulo uno: Él era rudo y romántico como la ciudad que amaba. Detrás de sus lentes de armazón

negro vivía el poder sexual de un felino. Esto me

encanta. Nueva York era su ciudad. Y siempre lo sería.”

ManhattanW. Allen

La Máquina Hamlet

“No creo en una historia que tenga pies y cabeza”.Máquinahamlet

Heiner Müller

“Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como

explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de

palabras, de deseos, de recuerdos.”

Las ciudades invisibles

Por Marcelino Champo.

Una ciudad nace a partir de la mirada que la inventa, serpentea en la memoria de quien la adivina en recorridos atempo-rales. Las ciudades cabalgan en el re-

cuerdo de los viajeros, ocurren como ocurre la llu-via o el viento, en la memoria de las evocaciones, en la sillas de espera, en los pasillos de los autobu-ses o en la ventana de los aviones.

New York no es la excepción, este espacio de asfalto y concreto, emerge cada vez que las histo-rias de sus caminantes se entrelazan, bifurcándose a través de sus calles. Por cada mirada que se co-lapsa entre la muchedumbre surge una versión dis-tinta, un lado diferente de esta figura interminable. Camaleónica, abrumadora, asfixiante, seductora, caótica, perversa, New York es el sitio ideal para que las mentes ingeniosas puedan reinventarla, des-truirla, idealizarla o simplemente homenajearla.

New York ha tenido cientos de amantes; Aus-ter, Basquiat, Miller, Warhol, Reed, Bowie , Vargas Llosa, Cummings, por mencionar algunos. Pero pocos han tenido ese descaro de hacerla reír, es ahí donde aparece Woody Allen.

Genio, hipocondriaco, músico, sínico y de un fino sentido del humor, Woody Allen es sin duda

el tragicómico poeta de New York. ¿Quién como él para describir sus inviernos? ¿Quién otro podría encontrar y desbaratar el amor, en cuestión de se-gundos, en una caminata nocturna por sus aveni-das? ¿Quién mas podría beatificar sus detalles casi imperceptibles? Solo Woody.

Allan Stewart Königsberg, mejor conocido como Woody Allen, nació en Brooklyn el uno de diciembre de 1935, judío hasta los huesos, tuvo su primer acercamiento con el cine a muy temprana edad cuando su madre lo llevo a ver Blanca Nives y los siete enanos, día que marcaría su vida para siempre. Desde los cinco años aprendería a tocar el violín, instrumento que haría a un lado para adoptar el clarinete, el cual toca de forma asidua hasta la fecha. Nunca se distinguió por ser buen alumno, sin embargo era deportista y aplicado en ciertas mate-rias que detonaban su curiosidad, a pesar de eso, cuando ingreso a la universidad, se vio totalmente abrumado por el sistema educativo y los maestros , alguna vez uno de ellos se dirigió hacia él dicién-dole: No eres material de Universidad. Creo que tendrías que recibir ayuda psiquiátrica, porque me parece que no tendrás mucha suerte para encontrar trabajo. En cierta parte tuvo razón, Woody acudi-ría en el año de 1959 con el siquiatra, algo que no abandonaría el resto de su vida.

Así pasó el tiempo, ganándose el dinero como

cómico, escribiendo guiones para programas de te-levisión hasta que llego el cine. Take the money and run seria su primer película, a partir de ahí la lista de trabajos cinematográficos sería sumamente larga.

Manhattan es para muchos la gran oda a New York, un acercamiento sarcástico y humorístico sobre las relaciones sentimentales, visto de la pers-pectiva de Isaac Davis, escritor de gags de televi-sión relacionado con una chica de diecisiete años, pero que se ve sumamente atraído por la mujer de su mejor amigo. Manhattan hace su aparición de forma apoteósica, en blanco y negro, apuntalando principalmente a la vida rutinaria de sus habitantes, confrontando ese frenesí constante con la presencia del espectador, el cual es completamente seducido por las imágenes y las palabras de Allen.

Influenciado por Fellini, Bergman, Altman y los hermanos Marx, Woody ha creado un lenguaje propio e inconfundible, convirtiéndose en uno de los directores más influyentes de todos los tiempos. Pero este hombre, de baja estatura y apariencia peculiar, va mucho mas allá de un simple cineasta, su obra es reflejo de la bella imperfección humana, de las relaciones inconclusas, de esas pasiones que rebasan el carácter, de la sensibilidad al fracaso, y principalmente de aquellas cosas que encierra el deseo por encontrar aquello, que sin darnos cuenta, seguimos buscando.

Italo Calvino

Woody y New York