Perez Garzon - HISTORIOGRAFIA ESPAÑOLA

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1 SOBRE EL ESPLENDOR Y LA PLURALIDAD DE LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA. REFLEXIONES PARA EL OPTIMISMO Y CONTRA LA FRAGMENTACIÓN. Juan Sisinio PÉREZ GARZÓN (Publicado en J.L. de la Granja, Homenaje a Tuñón de Lara, Madrid, ed. siglo XXI, 1999) Plantearé conscientemente una visión optimista del saber histórico en la actual sociedad española. Con demasiada frecuencia se aplica el concepto de crisis a cualquier aspecto de la vida social. Puede ser una obviedad recordar que la historia -como realidad social y como escritura- es un permanente devenir, esto es, una crisis en sí misma, porque la sociedad es cambio.Y en tal contexto, sin embargo,es donde planteo el punto de partida de mis palabras, que desde 1975 a hoy (verano de 1997) estamos en un momento historiográfico que, sin alharacas, pero también con firmeza, se puede calificar y etiquetar de “edad de plata” por la riqueza, calidad y cantidad de obras históricas que en estos años han caracterizado nuestra profesión como abierta, plural y renovadora. Este mismo acto es una razón para el optimismo. Aquí nos hemos reunido varias generaciones, gracias a la herencia y al compromiso historiográfico legado por nuestro maestro Tuñón de Lara, y en esta semana han participado tanto maestros que ya están en la jubilación, como estos jóvenes que llenan la sala, recién licenciados de Zaragoza, Salamanca, Euzkadi o Madrid, con impulsos para cuestionar y ampliar las enseñanzas recibidas, por más que el horizonte profesional no se les presente halagueño. A todos creo que nos une, en este sentido, una misma exigencia, que el saber histórico se plantee como debate fructífero enraizado en su dimensión social, porque el desarrollo de las investigaciones históricas concierne a todos los ciudadanos, no sólo a quienes integramos un gremio funcionarial. En definitiva, con nuestro quehacer se construye la memoria colectiva de una sociedad, en su eslabón más sólido, aunque de momento no sea el más publicitado,y esa responsabilidad trasciende a la exclusiva mirada del historiador. Es el ejemplo que nos legó Tuñón de Lara... La tesis, por tanto, es rotunda: la historiografía en España ha experimentado en las dos últimas décadas una auténtica eclosión polifónica en contenidos, métodos y aspectos que permiten calificar estos años como edad de plata para nuestra profesión. Se ha superado el retraso producido por el

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SOBRE EL ESPLENDOR Y LA PLURALIDAD DE LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA.

REFLEXIONES PARA EL OPTIMISMO Y CONTRA LA FRAGMENTACIÓN.

Juan Sisinio PÉREZ GARZÓN

(Publicado en J.L. de la Granja, Homenaje a Tuñón de Lara, Madrid, ed. siglo XXI, 1999)

Plantearé conscientemente una visión optimista del saber histórico en la actual sociedad

española. Con demasiada frecuencia se aplica el concepto de crisis a cualquier aspecto de la vida

social. Puede ser una obviedad recordar que la historia -como realidad social y como escritura- es un

permanente devenir, esto es, una crisis en sí misma, porque la sociedad es cambio.Y en tal contexto, sin

embargo,es donde planteo el punto de partida de mis palabras, que desde 1975 a hoy (verano de

1997) estamos en un momento historiográfico que, sin alharacas, pero también con firmeza, se puede

calificar y etiquetar de “edad de plata” por la riqueza, calidad y cantidad de obras históricas que en

estos años han caracterizado nuestra profesión como abierta, plural y renovadora.

Este mismo acto es una razón para el optimismo. Aquí nos hemos reunido varias generaciones,

gracias a la herencia y al compromiso historiográfico legado por nuestro maestro Tuñón de Lara, y en

esta semana han participado tanto maestros que ya están en la jubilación, como estos jóvenes que llenan

la sala, recién licenciados de Zaragoza, Salamanca, Euzkadi o Madrid, con impulsos para cuestionar y

ampliar las enseñanzas recibidas, por más que el horizonte profesional no se les presente halagueño. A

todos creo que nos une, en este sentido, una misma exigencia, que el saber histórico se plantee como

debate fructífero enraizado en su dimensión social, porque el desarrollo de las investigaciones históricas

concierne a todos los ciudadanos, no sólo a quienes integramos un gremio funcionarial. En definitiva,

con nuestro quehacer se construye la memoria colectiva de una sociedad, en su eslabón más sólido,

aunque de momento no sea el más publicitado,y esa responsabilidad trasciende a la exclusiva mirada del

historiador. Es el ejemplo que nos legó Tuñón de Lara...

La tesis, por tanto, es rotunda: la historiografía en España ha experimentado en las dos últimas

décadas una auténtica eclosión polifónica en contenidos, métodos y aspectos que permiten calificar

estos años como edad de plata para nuestra profesión. Se ha superado el retraso producido por el

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aislamiento y la represión intelectual durante la dictadura franquista. Se destinan actualmente más

recursos públicos que nunca a la investigación y edición de obras de historia. Se han multiplicado las

Facultades de Historia por todo el territorio español -en veinte años se han pasado de catorce

facultades a cincuenta-, y se puede generalizar que existen más y mejores maestros que en los años 50

y 60. Bien es cierto que tales aspectos también contienen derivaciones perversas tanto en la producción

historiográfica como en la organización profesional del saber histórico, pero es necesario resaltar el

despegue y desarrollo que de forma plural y enriquecedora se ha producido en la ciencia histórica en

España desde los años 70 hasta el presente.

1.- Los precedentes historiográficos: las peculiaridades de un saber ligado a los procesos

políticos.

Afortunadamente la historiografía como área de especialización dentro del saber histórico

también se ha desarrollado en las dos últimas décadas en un nivel suficiente para contar con

investigaciones básicas sobre la configuración de la disciplina académica de la historia en España desde

el siglo XIX. Para explicar las raíces de lo que he calificado como edad de plata del saber histórico, es

conveniente contextualizar de forma breve y simplificadora las características de una evolución

historiográfica que responde no sólo a los resortes de desarrollo propios de este saber, sino también a

los condicionantes de un poder que ha marcado con excesiva frecuencia las respuestas con modos más

o menos directos. Por eso, ahora, sin entrar en aquellas cuestiones que se pueden considerar de

historia interna de la disciplina, me atrevo a proponer una sistematización por períodos claramente

políticos para resaltar la conexión de las grandes líneas historiográficas con sus correspondientes

condicionantes sociopolíticos. Es un esquema reductor, obviamente, pero quizás provechoso para el

debate y para abrir otras posibles cuestiones de investigación en un campo que tanto nos concierne

incluso personalmente. En este sentido, planteo las fases que a continuación se exponen.

*El nacimiento de la historia: entre el nacionalismo y la erudición.

En el siglo XIX la historia se vertebra como saber social al socaire de la revolución que la

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burguesía liberal protagoniza nacionalizando la soberanía política, la producción económica y la

organización ideológica. En consecuencia, la historia se fragua como saber nacional y se constituye con

la finalidad de educar ciudadanos de una misma patria. Una característica que no es óbice para que la

historia adquiera el suficiente rigor metodológico y una sistematización crítica de las fuentes que otorgan

al saber histórico el rango de ciencia social. Se produce una extraordinaria proliferación de estudios,

con una significativa diversificación temática e ideológica, siempre con el alarde de fidelidad a las fuentes

y un relato trabado sobre una erudición exhaustiva.

Por lo demás, la conjunción de romanticismo y de positivismo hacen del acontecimiento político

y de la historia de la nación los centros de interés historiográfico: el máximo exponente fue la Historia

de España de Modesto Lafuente. Pero junto a esta historia nacional, también se expande la historia

local con un sólido anclaje en la erudición, base para que, pasado un siglo, se constituyeran las historias

autonómicas. Semejante pujanza de lo local junto a lo nacional caracteriza el proceso de organización

de una nación española, cuyas paradojas son perceptibles no sólo en las estructuras políticas sino

también en los resultados académicos e ideológicos con que se reconstruye ese supuesto pasado

común1. Bien diferente de los casos alemán, francés o italiano, que en esas mismas décadas realizan un

despliegue del saber histórico cuyos resultados fueron soportes indudables de los respectivos proyectos

de nacionalización política y cultural.

1 Ver P. CIRUJANO MARÍN, T. ELORRIAGA y J. S. PÉREZ GARZÓN,

Historiografía y nacionalismo español, 1834-1868, Madrid, CSIC, 1985.

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En el último cuarto del siglo XIX, a raíz de la experiencia democrática del sexenio que va de

1868 a 1874, y en el entorno posterior de la Institución Libre de Enseñanza, cuajan las novedades

metodológicas más fructíferas: la introducción del positivismo, y en concreto la sistematización de

nuevas parcelas del saber social, como la historia de las instituciones (Puyol e Hinojosa), la historia

social (F. Garrido, G. Azcárate, J. Costa...) o la sociología (Sales y Ferré) y la antropología, además de

consolidarse especialidades como la arqueología, con unas técnicas que superan al coleccionista y

anticuario para adquirir rango científico. Todo ello a pesar del conservadurismo político reinante en la

Academia de la Historia desde la que el propio Cánovas impone un paradigma de nacionalismo

español que, sin embargo, no dejará de influir también en sus rivales ideológicos, porque en lo tocante al

enfoque españolista se aproximan las posiciones. Sin duda, son las décadas en que se establece la

profesionalización del historiador y el nuevo rango universitario de las investigaciones, aspectos

desplegados sobre todo por la primera generación de universitarios institucionistas -esto es,

vinculados a la Institución Libre de Enseñanza- y que articularon los parámetros previos y preparatorios

del auge y del rigor que va a caracterizar los treinta primeros años del inmediato siglo XX 2.

*El siglo XX, entre la modernización historiográfica y el impacto de la dictadura.

La segunda generación de universitarios institucionistas ensanchó y extendió las propuestas

metodológicas y temáticas planteadas en las postrimerías del siglo XIX, y todas ellas con el

denominador común de un reforzamiento de la perspectiva del nacionalismo español, fruto de la extensa

literatura regeneracionista suscitada por la crisis de 1898 a cuyos autores se debía el permanente

recurso a la historia tanto para disgnosticar los males de esta patria, como para concluir sobre sus

remedios. Se podrían datar, en este sentido, los inicios historiográficos del siglo XX en 1902, cuando

aparece publicada por primera vez la Historia de la civilización española de Rafael Altamira,

personalidad que en sí mismo ejemplifica tanto la calidad y el nivel logrado por el saber histórico en

2Ver Ignacio PEIRÓ, Los guardianes de la historia. La historiografía académica de la

Restauración, Zaragoza, Institución “Fernando el Católico”, 1995; y G. PASAMAR e I. PEIRÓ, La Escuela Superioir de Diplomática: los archiveros en la historiografía española contemporánea, Madrid, Anabad, 1994.

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estas décadas, como también el impulso cultural y político que significó la Institución Libre de

Enseñanza.

Desde esa fecha, desde 1902, hasta hoy, en 1998, transcurre un siglo marcado por los

impulsos de modernización historiográfica y por las consecuencias de una dictadura tan dramática en lo

social como tan devastadora en lo cultural. En este sentido, la historiografía presenta la huella indeleble

de ese trágico y excepcional acontecimiento en nuestra historia, porque no sólo cortó en seco los

desarrollos universitarios de las humanidades y de las áreas científicas, sino que también produjo una

larga y desoladora travesía por el desierto de una cultura nacionalcatólica a la que sólo a partir de los

años sesenta se le forzaron ciertos resquicios siempre minoritarios. Con tal criterio, y en función de esa

varible política tan determinante, se pueden distinguir con nitidez tres etapas: la primera, de organización

de una comunidad científica y humanística sólida y en contacto con el resto de Europa, hasta 1936; la

segunda etapa coincide prácticamente con la vigencia de la dictadura, hasta 1975, y desde este año la

tercera etapa, que es la que desglosaremos con más detalle. Las lindes historiográficas coinciden

conscientemente con fechas de claro contenido político -la guerra civil y la muerte del dictador Franco-

porque, aunque siempre haya precedentes y continuidades, repercutieron de forma decisiva en el

desarrollo y caracterización del saber histórico. Es la hipótesis con que se aborda este análisis.

Sin duda, en la primera fase se elevó la producción historiográfica a niveles de fructífera

aproximación a las corrientes metodológicas del resto de Europa. A este respecto desempeñó un papel

clave la tarea desplegada por el Centro de Estudios Históricos, dentro de la Junta para la Ampliación

de Estudios que desde 1907 fue el motor científico y cultural de España. Las figuras de Menéndez

Pidal, Sánchez Albornoz, Valdeavellano y Carande, indican la importante renovación propulsada desde

el Centro de Estudios Históricos, junto a nombres como los de Bosch Gimpera y Ots Capdequí, por

citar sólo a quienes representaban nuevas áreas de especialización. Se articularon, por tanto, las

especialidades sobre arqueología, medievalismo, americanismo, historia económica e historia

institucional. Paradójicamente la historia contemporánea permanecía anclada en relatos eruditos, sin

renovación metodológica, y las novedades temáticas llegaron no del ámbito académico, sino de medios

definidos sobre todo por sus inquietudes y compromisos políticos, causa por la que abordaron

contenidos de historia social. Ahí están los ejemplos de J. J. Morato, Anselmo Lorenzo, Núñez de

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Arenas o Díaz del Moral y R. García Ormaechea, sin duda magníficos precedentes para una

especialidad que la tragedia de la dictadura obligó a posponer hasta los años sesenta.

Si se comparan los logros alcanzados a la altura de los años treinta, se constata la puesta en

marcha de un sólido proyecto de vertebración científica del saber histórico, aunque distaba todavía de

estar inmerso en los debates teóricos de la historiografía europea del momento3. Al fin y al cabo, las

estructuras sociales y los conflictos ideológicos de Gran Bretaña o de Francia, por ejemplo, suscitaban

otras inquietudes entre los historiadores, mientras que en España dominaban en el ambiente cultural

cuestiones como la propia articulación nacionalista del Estado, la angustia por el retraso económico y

las fórmulas para la modernización política, con lo que ello suponía en los planteamientos

historiográficos. En concreto, en el ámbito académico, y sobre todo en una materia tan comprometida

como la historia, habían acaparado un poder extraordinario los sectores más conservadores: baste

recordar el catolicismo militante de Severino Aznar, que logra la primera cátedra de sociología frente a

José Castillejo4.

3 Es significativa a este respecto la información suministrada por el trabajo de A. NIÑO

RODRÍGUEZ, Cultura y diplomacia. Los hispanistas franceses y España, 1875-1931, Madrid, CSIC, 1988.

4 Un sólido análisis del dominio conservador en ciertos ambientes intelectuales, en Pedro C. GONZÁLEZ CUEVAS, Acción española. Teología política y nacionalismo autoritario en

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España (1913-1936), Madrid, ed. Tecnos, 1998.

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La guerra y la posterior dictadura yugularon de forma dramática las posibilidades

historiográficas abiertas en el primer tercio del siglo5. Apenas pudieron mantenerse antorchas aisladas y

descontextualizadas en su quehacer científico, como ocurrió con los citados Valdeavellano o Carande,

o con aquellos universitarias de raigambre liberal que en los años sesenta reabrieron los derroteros de la

renovación metodológica en sus respectivos ámbitos, como fueron los casos de Vázquez de Parga,

Díez del Corral o Maravall. Dominaba académicamente, sin embargo, la historia erudita, en múltiples

ocasiones distorsionada por los explícitos alardes de ideología nacionalista autoritaria. Es más, se podría

afirmar que incluso esa historia académica erudita se quedó paralizada por la dictadura y oscurecida por

esa otra historia fraguada al servicio del régimen en manuales de enseñanza primaria y en obras

plenamente sectarias como las de Comín Colomer o M. Carlavilla. Mientras tanto, desde el exilio se

agudizaban polémicas heredadas del 98 sobre el “ser” y el “enigma” de España, cuando sus

protagonistas -Sánchez Albornoz y Américo Castro fueron el caso más notorio- justo irradiaban sus

enseñanzas en otros países.

No existía en la estructura universitaria la historia contemporánea como área de conocimiento ni

como ámbito de investigación. El aislamiento intelectual y la penuria de recursos fueron las dos

características dominantes en la historiografía oficial. En los años cincuenta la Universidad española era

un “páramo intelectual” -como ya se ha definido- con algunos brotes aislados como sucedía en el caso

de la historia con el quehacer de Vicens Vives, desde el progresivo ascendiente de los autores franceses

vinculados a los Annales, en especial de Braudel y de P. Vilar. De esos años arrancan los primeros

soportes para la renovación metodológica gracias a las investigaciones de una nueva generación de

historiadores, como Artola, Jover, Reglá y Ruiz Martín, que abren en los años sesenta una década con

nítidos referentes de cambio historiográfico y aparecen especialidades con sólido empuje temático y

metodológico. Así, se abre camino la historia del pensamiento y de la cultura, con los ya citados

Maravall y Díez del Corral y con la obra y discípulos de Tierno Galván, de modo en las siguientes

décadas se hizo realidad un grupo de historiadores de tales materias. Lo mismo ocurrió en la historia de

la ciencia con Laín Entralgo y López Piñeiro que supieron crear escuela en su entorno universitario. En

5 G. PASAMAR ALZURIA, Historiografía e ideología en la postguerra española: la

ruptura de la tradición liberal, Zaragoza, 1991.

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historia social cabe destacar la excepcionalidad de las investigaciones de Domínguez Ortiz, o los

estudios antropológicos de J. Caro Baroja, brillantes ejemplos individuales cuyas obras influyeron

sobremanera en las generaciones siguientes, por más que la universidad no les diera cabida en sus aulas.

Además, se crearon por primera vez en la universidad española los departamentos de historia

contemporánea como especialidad académica diferenciada, aunque, eso sí, de inmediato se transformó

en espacio de lucha ideológica por las derivaciones obvias que conllevaba la propia materia, y porque

precisamente fueron historiadores vinculados al franquismo los que trataron de controlar el despegue de

la especialidad.

Por otra parte, en esa década reaparece con fuerza un nuevo ámbito de renovación, el

hispanismo, especialidad organizada en universidades extranjeras, con sólidas tradiciones de escuela

incluso desde finales del siglo XIX, y que ahora, en los años sesenta aportan referentes imprescindibles

gracias a investigaciones del calibre de las realizadas, por ejemplo, por Pierre Vilar sobre la Cataluña

moderna, y además con unos libros que por su condición de manuales rescatan la historia

contemporánea como parcela para el saber académico. Tales fueron los casos de la edición inglesa,

pronto traducida (en 1969), de la síntesis sobre la España contemporánea de Raymond Carr, y la

correspondiente de Tuñón de Lara, editada en Ruedo Ibérico (en 1966), no sólo prohibida

políticamente sino además académicamente satanizada por un sector importante del profesorado.

La obra de Tuñón, a este respecto, se puede incluir entre la producción de los hispanistas por

sus relaciones metodológicas y por sus conexiones historiográficas. Sus manuales sobre los siglos XIX y

XX, junto con la apretada síntesis de P. Vilar sobre la Historia de España, se convirtieron en libros de

cabecera y de referencia intelectual de sucesivas promociones de universitarios, entre ellos los de

historia, obviamente. De igual modo el manual de Ubieto, Reglá y Jover (1968), en su versión

universitaria, junto con la obra de Vicens Vives y la Historia de las civilizaciones dirigida por Crouzet,

fueron apoyos para los impulsos renovadores de los estudiantes de historia, por más que el sector

académico mayoritario los ignorase e incluso los proscribiese con la nada sutil fórmula de suspender a

quienes estudiasen por tales libros6. Los manuales cuasi obligatorios a fines de los años sesenta eran

6 Es justo dar testimonio de cómo en ciertas universidades los profesores de historia

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obras de erudición decimonónica editadas en los años cuarenta, como los de Aguado Bleye o

Ballesteros, por no hablar de las versiones más sesgadas de Comellas o de Palacio Atard.

contemporánea proscribían en la práctica que quienes éramos entonces estudiantes citásemos en los exámenes la utilización de los libros de Tuñón, o incluso de Vicens o Reglá y Jover, por juzgarlos marcados por el marxismo. Seguro que aquellos profesores hoy lo negarían. Por eso conviene dejar constancia que en algunos casos era casi consigna política estudiar la historia universal, por ejemplo, por la obra dirigida por Crouzet, que ya se consideraba un revulsivo metodológico frente a la historia literalmente de batallas que se nos impartía en bastantes casos. Son datos que pueden dar idea a los jóvenes historiadores de la enseñanza que se recibió en aquellas facultades, donde estudiar simplemente hechos económicos o cuestiones sociales ya recibía la impronta de “rojo”, con lo que esto significaba de estigma para unos y de coartada política para otros.

Así llegamos a los años setenta en los que la muerte de Franco puede servir como deslinde

cronológico, pero siempre que se subraye que todo el despegue y diversificación historiográfica

posteriores se enraízan en los derroteros inaugurados entre 1965 y 1975. Son unos puntos de partida

universitarios, pero excepcionales y desde distintos frentes académicos, como es el caso de A. Elorza o

D. Mateo del Peral en la facultad de ciencias políticas, o el de F. Ruiz Martín, G. Anes, J. Nadal y J.

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Fontana en las facultades de ciencias económicas, los discípulos de Vicens en las facultades de historia

de Barcelona y Valencia (J.Reglá y E. Giralt, sobre todo), o las innovaciones procedentes de algunas

áreas de ciencias jurídicas como historia del derecho, derecho político y filosofía del derecho (F. Tomás

y Valiente, Elías Díaz, Solé Tura o R. Morodo, por citar algunos nombres). Junto a tales soportes,

conviene reiterar el decisivo empuje de renovación surgido del hispanismo, sobre todo del anglosajón

(R. Carr, S. Payne, H. Thomas, G. Jackson, J. Elliot, o de las obras sobre España de autores como

Kiernan y Hennessy), y del sólido hispanismo francés ( el ya citado P. Vilar, Noël Salomon, y también

las obras de F. Braudel y P. Chaunu, aunque estos últimos no fuesen estrictamente hispanistas).

2.- Las características de una edad de plata:

Si anotamos los años de edición de ciertas investigaciones, es oportuna la fecha de 1975,

muerte del dictador, para datar un desarrollo de la producción histórica inaudito en nuestro país, porque

desde entonces se constata la publicación de monografías de indudable valor metodológico y la

vertebración de circuitos académicos renovadores (en las facultades de historia y en las de ciencias

políticas y económicas, así como en las de derecho), con una enriquecedora y plural evolución a lo

largo de los años 80 y en la actual década de los 90. Globalmente estos veinte años no sería prematuro

caracterizarlos por los cuatro aspectos que se exponen a continuación.

A) Hegemonía de la historia social, que evoluciona desde el predominio inicial de propuestas

próximas al compromiso político marxista, hacia la diversidad temática con apuestas metodológicas

mayoritariamente eclécticas y deudoras de las corrientes metodológicas existentes en la historiografía

anglosajona sobre todo. Tal panorama ha significado la apertura de nuevos campos de interés y la

introducción de otros modos de considerar las propias fuentes documentales7. En este sentido, los

Coloquios de Pau organizados por Tuñón de Lara fueron un ejemplo rotundo de evolución y pluralidad

7Es un panorama que se puede confirmar en cualquier especialidad y baste, por tanto, con

citar un reciente balance, el de Armando ALBEROLA ROMÁ, “Undecenio de historiografía modernista española (1985-1995). Anotaciones para un balance en historia económica y social”, en Manuscrits,1998, pp. 13-43.

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metodológica, como también lo han sido las investigaciones aglutinadas en torno a las iniciativas de

historiadores como M. Vigil, A. Barbero y J. Valdeón, o en torno a historiadores de la economía, como

J. Nadal, J. Fontana y G. Tortella, o también los derroteros sugeridos por los excepcionales libros de

Domínguez Ortíz, o de hispanistas como N. Salomon y Joseph Pérez. La introducción de nuevos temas

(el género, el patronazgo y clientelismo, las actividades simbólicas y culturales, la sociabilidad, la acción

colectiva, la marginación, la infancia, la familia o la microhistoria, por referir algunos ejemplos) permite

una diversidad y diferenciación en métodos y cuestiones historiográficas de tal calibre que se da fin a las

pretensiones exclusivas de las escuelas clásicas como el marxismo o el estructuralismo. En la actualidad

conviven nuevas formas del relato con los análisis antropológicos, y a las variables cuantificables de

población o de procesos económicos se han sumado los datos de aquellos marcos políticos y

agrupamientos sociales que, como el Estado o las clases sociales, permiten captar las múltiples facetas

de cualquier proceso social. Todo ello, sin olvidar esos nuevos segmentos de lo social que antes ni se

enunciaban y que ahora asumen un protagonismo con caracteres prioritarios, como los contenidos

citados de historia de la familia, de la mujer, de la protesta o de las formas de sociabilidad,

B) Eclosión de los estudios locales, concebidos ya como historia local, ya como soporte

monográfico de temas generales. ¿Causas? quizás se puedan reducir a tres. Ante todo, la coyuntura de

la organización del Estado de las Autonomías que, desde 1978, no sólo ha permitido inyectar recursos

públicos en la investigación de los nuevos espacios políticos, sino que además ha estimulado un

mercado propio editorial, sin olvidar que en el sistema educativo se hacía obligatoria la enseñanza de las

ciencias sociales desde la perspectiva de los diferentes entornos autonómicos8. Por supuesto, que

dentro del marco constitucional vigente tampoco se puede olvidar el renovado protagonismo de los

ayuntamientos democráticos desde 1979, con sus respectivas concejalías de cultura que han fomentado

la historia local con fines divulgativos, de extensión cultural y también con propósitos de ajustar ciertas

señas de identidad municipal. Pero junto a tal circunstancia política, existen otros dos factores: el

desconocimiento mayoritario de idiomas por los universitarios españoles (esto impedía investigar otros

8J. J CARRERAS ARES, “La regionalización de la historiografía: histoire regionale,

landesgeschichte e historia regional”, Encuentros sobre historia contemporánea de las tierras turolenses. Actas, Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, 1987.

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países) y el atractivo indudable que ofrecía la propia historia de España, inédita en la fabulosa riqueza

de sus archivos y con un notorio retraso tras una dictadura empobrecedora. Por eso las monografías de

contenido local han constituido con frecuencia el soporte para la experimentación de renovaciones

metodológicas con resultados brillantes pero siempre sin continuidad, porque la atomización y el vaivén

se convierten en el carácter dominante de nuestra actual historiografía. Por eso, no resulta extraño que

bajo semejante proliferación de estudios locales, provinciales y autonómicos haya sobrevivido una

erudición decimonónica -heredera de rancias fórmulas de cronistas oficiales- en la que no ha calado

ningún tipo de renovación metodológica y que, sin embargo, ha servido para reinventar identidades

localistas, provincialistas o autonomistas de muy diverso e inesperado cariz9.

9 Sería importante analizar semejante producción al modo realizado por J. A. PIQUERAS y

V. SANZ ROZALÉN, “Páramos, huertos y regiones silvestres. Historiografía actual sobre el Castellón contemporáneo”, en Milars. Espai i Història, nº XX, 1997, pp. 137-170.

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C) Ausencia de escuelas metodológicas y de debates teóricos, predominando el viriatismo,

esto es, el individualismo, de modo que sólo se producen asociaciones por clientelismo académico o

por afinidades con frecuencia más personales que ideológicas, y por eso el debate se obvia

sistemáticamente porque se interpreta como crítica personalizada. En este sentido, es propio de tal

panorama la ausencia de trabajos de contenido teórico o metodológico, salvo las excepciones de J.J.

Carreras Ares, J. Fontana, J. Aróstegui, J. Casanova o Santos Juliá. Pero incluso los trabajos de estos

autores tampoco han dado pie a un debate metodológico10. Al contrario, han sido un ejemplo

desconcertante de cómo las críticas se han personalizado de forma incomprensible y no han servido ni

siquiera en este caso en que tales autores pueden incluirse en una órbita de influjo marxista, con la

posibilidad de haber lanzado desde el campo español propuestas de renovación fructíferas para la

historia social. ¿Quizás porque los historiadores en España pensamos que no tenemos nada que

decirnos entre nosotros más que vernos en coloquios o en tribunales de cooptación académica, con

formas bastante educadas -eso es cierto- de relación personal? El hecho es que en las dos últimas

décadas se ha multiplicado el número de historiadores universitarios -también el los dedicados a las

enseñanzas medias-, se han diversificado los dominios de la investigación, y sin embargo no avanza al

mismo ritmo la reflexión y el debate teórico, de tal forma que con bastante frecuencia las innovaciones

se producen en segmentos limitados de la disciplina, sin afectar al conjunto de la misma ( es el caso de

la microhistoria, la sociabilidad, la acción colectiva, las organizaciones, etc.), y sin generar espacios de

discusión colectiva propia dentro de los mismos profesionales, aunque haya asociaciones de

historiadores de la edad moderna, o de la contemporánea o de la historia social.

D) Riqueza temática y florecimiento de subespecializaciones dentro de la disciplina de la

10 Por supuesto que, además de los autores citados, se han publicado algunas otras

aportaciones a la reflexión teórica sobre todo en revistas especializadas (Ayer, Historia social, Hispania...), y en cualquier caso sin el eco merecido. Quizás el libro de J. CASANOVA, La historia social y los historiadores.¿Cenicienta o princesa?, Barcelona, Crítica, 1991, constituya el ejemplo de trabajo que pudo suscitar un debate que se obvió por motivos que se hacen innombrables... Por lo demás, no faltan balances sobre parcelas y áreas de la historia en coloquios y congresos, que podrían suscitar el debate, pero que también se quedan sin interlocutores por más que sean en cualquier caso útiles referentes historiográficos, como son los publicados en Tendencias en Historia; Madrid, 1990, en Problemas actuales de la Historia, Salamanca, 1993, y en Historia a debate. Congreso Internacional, Santiago de Compostela, 1995.

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historia, con sugerentes conexiones con otras disciplinas como la economía, la sociología o la

antropología. Ahí están las novedades de una historia econométrica, la multisdiciplinariedad de la

historia política o los análisis antropológicos de la historia de la cultura. Por otra parte, semejante

proliferación investigadora presenta la paradoja de contar con la decisiva aportación de unas escuelas

de hispanistas consolidadas (en Francia, Gran Bretaña, USA y las más recientes de Alemania e Italia),

mientras que en España se carece de especialistas en historia de otros países y sólo se abordan temas

propios del entorno en el que se asienta la respectiva facultad de historia.

Por otra parte, tanta especialización puede derivar en la fragmentación antes enunciada, de

modo que se haga incomprensible la articulación de un conocimiento globalizador. En tal caso habría

varias explicaciones, algunas ya expuestas al constatar la ausencia de debate teórico, pero también

habría que añadir otro factor nada desdeñable, el poco valor académico que se otorga a la realización

de síntesis divulgativas o de manuales comprensivos de un período. Es cierto que proliferan obras

divulgativas pero concebidas y programadas como negocio editorial, la mayoría de las veces repitiendo

fórmulas y esquemas caducos o al menos lejanos a los intentos de renovación que parecieran quedarse

sólo para las aulas universitarias. En este caso resulta ejemplar el trabajo realizado sobre el siglo XIX

español por A. Bahamonde y J. Martínez, porque armonizan las múltiples investigaciones locales y

monográficas realizadas desde diferentes especializaciones para alcanzar la visión integral de los

procesos sociales que caracterizan las transformaciones de la España decimonónica. En este sentido se

han elaborado síntesis desde la nueva realidad autonómica, que, sin duda, han constituido un referente

para impulsar renovadas investigaciones porque metodológicamente pretendían abrir otras perspectivas

historiográficas, como son los ejemplos de la historia de Cataluña dirigida por P. Vilar, la de Castilla y

León coordinada por J. Valdeón, la del País Valenciano por P. Ruiz Torres, la de Galicia por R.

Villares, o la de Murcia por T. Pérez Picazo. O también los Congresos cuyas actas recopilan las más

recientes investigaciones bien sobre Andalucía, bien sobre Castilla-La Mancha o sobre Madrid.

Sin duda, los tres ámbitos de mayor producción y más diversificación metodológica son los que

convencionalmente denominamos como historia social, historia económica e historia política. Todos

ellos con un denominador común, que la renovación se produce a remolque de las propuestas

realizadas en otros países, por debates teóricos desarrollados fuera del medio académico español, dato

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que refleja, por un lado, la nueva realidad de que nuestro ámbito universitario está definitivamente

integrado en los circuitos internacionales, y, por otro lado, muestra el papel secundario de las

aportaciones de un país que obviamente no tiene la potencialidad intelectual de otras naciones11. A este

respecto, resulta significativo que así como en los años setenta tuvieron un protagonismo destacado los

hispanistas, sobre todo franceses y anglosajones, en la última década sus obras adquieren el relieve

merecido, pero dentro de la extensa y rigurosa nómina de españoles que se puede enumerar en cada

especialidad. Los departamentos universitarios ya están en contacto permanente con universidades de

otros países, y el índice de publicaciones de sus integrantes alcanza un calibre de indudable rango

internacional, por más que se escuchen lamentos jeremíacos de forma permanente entre los pasillos de

las facultades. Además, las promociones más jóvenes de historiadores han impulsado notablemente

nuevas áreas que desbordan los marcos canónicos historiográficos, introduciendo la microhistoria, la

perspectiva ecológica, el método antropológico, la demografía histórica, la historia de la empresa, el

análisis de las migraciones o la historia de las relaciones internacionales desde criterios de

interdisciplinariedad.

Por eso, sin hacer recuentos exhaustivos -ni es el momento, ni hay espacio-, sí es justo enunciar

al menos que, por ejemplo, los extensos contenidos de ese área que podemos calificar como historia

social, que abarca tanto la historia antigua como la medieval, la moderna o la contemporánea12, se han

desplegado con una vitalidad de métodos y temas cuyos resultados no tienen nada que envidiar hoy a

otras comunidades historiográficas de países vecinos; valga como ejemplo a este respecto la historia del

género, con creciente impulso en nuestros departamentos. Otro tanto se podría afirmar sobre la historia

11 Algunos aspectos en I. OLÁBARRI GORTÁZAR, “La recepción en España de la

revolución historiográfica del siglo XX”, en La historiografía en Occidente desde 1945, Pamplona, 1990, pp. 87-109.

12 Son imprescindibles las perspectivas historiográficas a este respecto de Josep FONTANA, J., “La historiografía española del siglo XIX: un siglo de renovación entre dos rupturas”, en S. CASTILLO (coord.), La historia social en España. Actualidad y perspectivas, Madrid, Siglo XXI, 1987; y de José Luis de la GRANJA SAINZ, “La historiografía española reciente: un balance”, en Historia a debate. Congreso Internacional, Santiago de Compostela, 1995, t. I.

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económica cuya pujanza investigadora desde las facultades de ciencias económicas y empresariales, se

ha fraguado en núcleos de una calidad historiográfica claramente homologable a universidades de países

más desarrollados, y con una excelente nómina de investigadores cuya enumeración sería injusta por el

riesgo de olvido. Por otra parte el definitivo despegue de la historia económica no es ajeno al propio

desarrollo económico español, así como a los debates suscitados por aquellas cuestiones que afectan a

la evolución del capitalismo en España.

Por lo que se refiere a la historia política también se asiste no sólo a su revitalización temática

sino a su enriquecimiento con enfoques interdisciplinares que dan nueva luz a debate clásicos sobre los

procesos, las instituciones y los individuos que protagonizan esos acontecimientos que incluso se habían

relegado en algún momento por estimarlos anecdóticos y apegados a una historia événémentielle

caduca. En este área sería difícil esquematizar la evolución historiográfica, porque la inmensa mayoría de

la producción se podría incluir bajo tal epígrafe, y aquí habría que referirse no sólo a los departamentos

clásicos de las facultades de historia, sino también a los importantes grupos de investigación

desarrollados en los departamentos de historia del derecho, de derecho político y constitucional, así

como en los de ciencias políticas y de sociología, sin olvidar los departamentos de historia en las

facultades de ciencias de la información. En este sentido, es justo subrayar y conectar el auge de las

múltiples facetas de la historia política con las nuevas experiencias que la ciudadanía española ha

experimentado desde la transición democrática, de tal modo que desde entonces los acontecimientos e

inquietudes políticas del momento son un acicate para acometer nuevas investigaciones desde las

inevitables exigencias del presente, ya sea por coyunturas de celebración de centenarios, ya por

motivaciones de variado calibre que no es cuestión de enunciar.

Por lo demás, no se puede omitir otra gran área historiográfica, la que se engloba como historia

de la cultura, porque su expansión y solidez no sólo es constatable en los departamentos tradicionales

de historia del arte, sino también en nuevas materias como la historia del pensamiento y de la ciencia en

España. Es, por tanto, otro índice más de que lo que hemos calificado de “edad de plata” de nuestra

historiografía se ha producido en cualquiera de sus especialidades. En este orden de cosas es justo

subrayar como característica de la actual historiografía la vitalidad desarrollada en Cataluña desde cuyas

universidades se ha impulsado no sólo la renovación en historia económica, social y política, sino

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también el inicio de especializaciones en otros países y de una historia comparada, sin olvidar la

atención a una historia local concebida metodológicamente como precisión dialéctica de lo concreto.

Parte de tal vitalidad se percibe en un dato revelador, que en Cataluña se edita la única revista de

divulgación universitaria, L’AVENÇ, que, publicándose en catalán, rebasa el estricto ámbito de dicha

nacionalidad y ejerce un notorio atractivo en el resto de la comunidad historiográfica española.

Por último, no es justo olvidar aspectos que también caracterizan el panorama de nuestra

comunidad historiográfica. En primer lugar, que desde los departamentos universitarios no se valora

suficientemente al extenso colectivo de miles de profesores de enseñanzas medias, tan historiadores

como nosotros, que son un hecho nuevo en nuestra historia cultural por su cantidad y calidad, y que

constituyen no sólo el eslabón decisivo en la construcción de la memoria colectiva, sino también la base

firme de una comunidad historiográfica a la que habría que dirigir la mirada no sólo para vender

manuales, sino para establecer el auténtico debate sobre el oficio del historiador y sobre el corsé

nacionalista que nos impide salir de los análisis teleológicos. Y, en fin, que el panorama descrito con

tanta producción, variedad y adaptabilidad a novedades e inquietudes, sin embargo encierra una

perturbadora atomización de la investigación de tal forma que impide las reflexiones en común y un

debate que encauce las debidas relaciones entre investigación, publicación y demanda social. Por eso, a

veces se produce la sensación de un enclaustramiento corporativo cuando monografías apabullantes,

publicadas gracias a la subvención pública, sólo cumplen cometidos curriculares que ni tan siquiera

establecen diálogo con el resto de la profesión, sobre todo si consideramos como parte de la

comunidad historiográfica a los profesores-historiadores de enseñanzas medias.

3.- De las cuestiones y de las responsabilidades de los historiadores.

El planteamiento con que se analiza el panorama historiográfico español no puede quedarse en

la descripción de la diversidad de aproximaciones y en el recuento de la fabulosa masa de publicaciones

en que nos movemos. Es honesto que en esta semana de homenaje a quien fue maestro de inquietudes,

sigamos a M. Tuñón de Lara para salir del confort de la torre de marfil en que podemos enclaustrarnos

académicamente, de modo más o menos consciente, y pasemos, por consiguiente, a rendir cuentas a la

sociedad de la que somos profesionales más allá de aquellas demandas inmediatas planteadas al socaire

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de las conmemoraciones o de los centenarios. Por eso, si bien la presencia de la historia en los medios

de masas es una historia en sí misma, por más que nos quejemos del papel de ese periodista que,

sometido a un ritmo frenético, hace de intermediario con el gran público, el atractivo y concubinato con

tales medios es uno de los aspectos que quiero plantear junto a otros, para sistematizar los puntos de un

posible debate en torno a ciertas cuestiones, a responsabilidades que parecen ineludibles, y a los

cambios que de forma reciente nos afectan. Todo ello para delimitar el interrogante sobre lo que

piensan o pensamos los historiadores...

Si hablo de cuestiones es para delimitar aquellas proposiciones que se formulan para averiguar

la realidad por medio de la discusión, y en este sentido la primera cuestión concierne al debate sobre las

certezas y los errores de la razón histórica. En esta década que termina, en los años noventa, se han

cuestionado radicalmente los métodos porque la crítica no consistía en oponer nuevos paradigmas

globalizadores, sino en deconstruir ya la hipertrofia del sujeto del conocimiento, ya los prestigios y las

desilusiones de lo cuantitativo, sin olvidar el declive de la razón geográfica en la historia, y siempre

desde un contexto antihumanista que es, en definitiva, el rasgo dominante de lo que se ha calificado

como “posmodernidad”13. Quizás en nuestra comunidad historiográfica no haya calado en exceso tal

planteamiento, pero ha dejado un resabio de escepticismo permanente en bastantes actitudes, más que

en las obras publicadas. Sin embargo, la cuestión de la interdisciplinariedad sí que ha producido una

confrontación cuyos resultados se hacen sobre todo palpables en el abandono de esas grandes

arquitecturas teóricas que englobaban el desarrollo de todas las ciencias sociales. La historia total, ese

proyecto de varias generaciones historiográficas, ya ni se menciona como consigna metodológica,

13 Sobre la configuración, las incertidumbres y la crítica tanto de la modernidad como de lo

posmoderno, no es el momento de referir la producción de todos los autores implicados en tal debate, ya sean Marshall Berman, Perry Anderson, J. Habermas, A. Huyssen o los Foucault, Lyotard, Deleuze y Vattimo. Es útil por eso la compilación de N. Castillo, El debate modernidad/posmodernidad, Buenos Aires, ed. El cielo por asalto, 1993.

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porque, en contrapartida, se abordan las sociedades desde un examen inestable por su opacidad o por

las incertidumbres no sólo sobre el futuro y sobre el presente, sino además sobre el pasado.

Es una cuestión que remite, en definitiva, a la racionalidad occidental y detrás de cuya tradición

se descubren los aspectos que versan sobre el “dato histórico”, sobre la objetividad y sobre las

consecuencias de una tradición que concibe el pasado como algo necesario para autentificar el

presente. Por eso, si la racionalidad es una experiencia y un proceso, en tal caso la historia es nuestra

experiencia de la racionalidad al construir el pasado desde un saber que conoce y reconoce, que

instituye e interpreta los signos que construyen un texto. Por eso, no puede obviarse el hecho cierto de

la construcción de la memoria colectiva, por más que nos interroguemos sobre el presente como

resultado del pasado, porque en cualquier caso la enseñanza de la historia contribuye a construir

ciudadanos enraizados en una comunidad de memoria14. Y en este orden de cosas hay que recordar las

relaciones de la historia con ese entramado tan lejano en gran parte a nuestra profesión como es el

mundo de los medios de comunicación, porque en aquellas cuestiones ya asentadas sobre el mundo

editorial todos coincidimos en que no existe investigación sin libro o revista que la publique y difunda al

menos entre la comunidad científica a la que se pertenece, pero puestos ante las estrategias a seguir

para llegar a un público mayor que el de sus colegas, el historiador, en un mercado tan complejo y

diversificado, tiene que reducir los signos de ilegilibilidad científica y exhibir recursos de seducción que

en ningún caso pueden quebrantar las garantías del oficio. Por lo demás, la demanda social modifica -es

una realidad- las preferencias de la investigación y los cauces de su divulgación, de tal forma que

14 Es evidente que los temas que abordo en este último epígrafe exigirían una copiosa

información complementaria en notas a pie de página sobre tantos y tan debatidos problemas. Baste citar en tal caso la autoridad de Eric HOBSBAWM para apoyarnos en sus últimas reflexiones publicadas en castellano, Sobre la historia, Barcelona, Crítica, 1998; y como referente para el momento de nuestra disciplina en nuestro entorno occidental, el libro de Gérard NOIRIEL, Sobre la crisis de la historia, Valencia, Frónesis, 1997.

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debemos habituarnos a cohabitar con los historiadores no-científicos, o sea, con cuantos usan los datos

y hechos históricos para el negocio editorial en exclusiva.

Por eso, llegados a este punto, procede plantear las responsabilidades del historiador como

profesional y experto en un saber social. Ante todo, que el historiador no puede ser el augur de una

sociedad, pero sí que debe comprometerse con el presente restituyendo a la historia su espacio

significante, y ello desde la estricta y experta observancia de las reglas de su oficio. Toda investigación

histórica, en definitiva, se inscribe en un lugar social, y en función de ese lugar en la sociedad y de su

medio de elaboración, se formulan los interrogantes que definen y afinan los métodos, y que perfilan las

relaciones y las correspondientes trayectorias. Semejante responsabilidad obliga en primer lugar a

establecer la relación específica que se tiene con la verdad, ese concepto que tanto pavor suscita entre

los historiadores actualmente porque pareciera un retroceso a referentes metafísicos. Es, sin embargo,

necesario, porque el arte del relato histórico debe diferenciar entre la intriga histórica que nos concierne

y la intriga novelesca que entretiene, y sobre todo tiene que anclarse en un pasado que realmente

existió15. Por eso es obligatoria la ascesis del texto, con una vuelta a las fuentes que transfigure la

erudición clásica y entable nuevas relaciones con el saber histórico y con el oficio del historiador. Al

historiador corresponde como experto escucharlo todo, aunque es previo que defina su lugar, su tarea y

su relación en la sociedad, a sabiendas de los mitos, prejuicios y deformaciones de la memoria que lo

condicionan y que él también contribuye a formar. No es descabellado, por tanto, exigir el sentido

crítico como parte del oficio de modo que contribuya a construir una memoria libremente elegida,

abierta a otras solidaridades que no sean las que nos han marcado los lugares nacionales, esos espacios

sociales que la erudición decimonónica fraguó al socaire de las revoluciones burguesas. Es legítimo

reclamar en este foro, cuando todos estamos congregado en homenaje a Tuñón de Lara, que los

historiadores, por tanto, debemos comprometernos con los caminos de la tolerancia, porque hay que

poner en orden un discurso sobre todo el planeta, actualmente confuso por los furores de una

15 Creo justo subrayar la importancia de los planteamientos de Hilary PUTNAM en sus dos

libros, Razón, verdad e historia, Madrid, ed. Tecnos, 1988, y Las mil caras del realismo, Barcelona, ed. Paidós, 1994, porque ofrecen sugerentes y necesarias perspectivas sobre el impacto de la ciencias en las concepciones modernas de la racionalidad, y porque abordan la razonabilidad como hecho y como valor, con propuestas que deberían encontrar más eco en nuestra disciplina.

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actualidad sin jerarquías. Si la óptica multiculturalista puede apoyar nuevas relaciones de solidaridad, la

historia en ese caso debe ayudar a tomar las distancias necesarias para elaborar un pensamiento libre,

sin ataduras a coartadas de esencias culturalistas16.

16 Sobre el multiculturalismo se podría traer a colación una abundante y reciente bibliografía,

con autores como J. Rawls, D. Bell, W. Kymlicka, Ch. Tylor, A. O. Hirschman, J. Habermas, etc., pero es más útil que la referencia se ciña a los temas propios de los historiadores, para lo que resulta imprescindible el trabajo de Tzvetan TODOROV, Nosotros y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana, Madrid, Siglo XXI ed., 1991.

Es la responsabilidad con que se puede analizar los cambios que afectan a nuestra profesión y a

la perspectiva de un saber social inmerso en la construcción de categorías sociales. Por eso, los

cambios derivados de la lenta emergencia de una historia comparada pueden romper el

encapsulamiento nacionalista que nos amaga, ya sea desde el “ser español” -resucitado políticamente en

este último año bajo la conmemoración de aquella generación tan radicalmente nacionalista como la del

98-, ya desde la llamada de cualquier otro “ser nacional” que imponga el sentir de la patria sobre la

historia de las personas. En nuestra actual coyuntura, por tanto, no resulta superfluo reclamar en España

que se desactiven los debates de calado patriótico, en cualquiera de sus dimensiones, que se

contextualicen los correspondientes mitos fundacionales, para que se logre internacionalizar la

experiencia historiográfica no sólo en sus aspectos académicos sino en la construcción de unas

categorías que recojan la polifonía de una comunidad mundial. Puede ser una de las vías que apuntale la

ambición de explicar el devenir de las sociedades sin orillar la epecificidad de cada cultura. A este

respecto, conviene recordar otro cambio decisivo, que el siglo XX ha modificado el concepto clásico

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de ciencia al descubrir los límites de la posibilidad de un conocimiento completo de la realidad. Hay

conciencia de la imposibilidad teórica de reducir cualquier realidad a unas leyes simples y universales.

Así, lo que algunos agoreros han calificado como el final de la historia o como la peor de las crisis del

saber histórico -por no haber sabido profetizar en cada momento-, no es tanto la crisis de una disciplina

cuanto la crisis y el final de un modelo mecanicista de interpretación de la realidad. Hay que

replantearse la relación con las ciencias de la naturaleza, y si los historiadores decidimos mirarnos una

vez más en sus métodos, debe ser para incluir las consecuencias que conlleva esa nueva concepción de

la objetividad científica basada en un tiempo plural que incluye una racionalidad en la que también existe

el caos.

Por otra parte, el cambio con mayor potencialidad subversiva se ha producido con la historia de

género, porque desde la historia clásica, en sus vertientes política y social, hasta especialidades

aparentemente ajenas como la historia de las religiones, no se pueden explicar, por ejemplo, sin

desentrañar el diferente compromiso de hombres y mujeres con las creencias y con las correspondiente

institucionalización de las mismas. Cuánto más si se abordan temas referidos a la historia de los

procesos económicos, o de los modos de consumo, o de las emigraciones...En este orden de cosas, se

ha producido un cambio -el derrumbamiento del bloque comunista desde 1989- que es justo traerlo a

colación en este momento de nuestra historiografía porque no abundan precisamente los esfuerzos de

comprensión de un fenómeno que es parte del siglo XX, de la historia mundial y que, sin embargo, se ha

echado por la borda con sospechosa rapidez. Mucho se ha escrito al respecto, sólo hago la llamada de

atención historiográfica para nuestra comunidad científica en coherencia con las responsabilidades que

antes he enunciado como propias del oficio social del historiador. Por supuesto que no lo enuncio para

postular operaciones de añoranza, ni anclajes dogmáticos en versiones de ese supuesto marxismo que

tanta tragedia humana han provocado, sino para revitalizar los interrogantes que la poderosa inteligencia

de Marx puso en el escenario mundial de las ideas hace ahora ciento cincuenta años al publicar el

Manifiesto comunista.

Los retos que entonces se plantearon todavía nos conciernen, y en esa dirección el transcurrir

histórico del siglo XX ha permitido nuevas perspectivas. Un siglo tan violento, incluyendo, por supuesto,

las sociedades calificadas como comunistas, ha inaugurado en contrapartida cuestiones que el cuerpo

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social necesita estudiar como heridas de la historia, como pasiones y estigmas que han derivado en

relaciones patológicas de la propia sociedad consigo misma. Por eso, cuanto afecta a la dilucidación de

lo inhumano no puede quedarse en fórmulas cómodas de exorcismo, sino en el despliegue del

pensamiento crítico de la racionalidad democrática. En ese sentido es legítimo proclamar el carácter

imprescindible del saber histórico como práctica social y ética, no para maldecir el pasado ni para

predecir el futuro, sino como exigencia de identificación humana y como tarea crítica contra los

predicadores de esencias eternas. La razón histórica, en efecto, puede cumplir menesteres sociales

decisivos si facilita la comprensión de las circunstancias en que se ha gestado cada fenómeno social, y

evita saltos en el vacío al constituirse en parapeto crítico frente a la credulidad o contra las

fetichizaciones del pasado. Hacer realidad dicha posibilidad exige un compromiso cívico por parte del

historiador con tareas críticas que trasciendan el ámbito gremial de lo académico. ¿ Pero acaso con

estas reflexiones me situo en el punto de deriva hacia propuestas que desbordan el cuestionario

historiográfico en la España actual? De cualquier modo, es asunto que obliga a ese debate que

constituye la propia naturaleza del avance para el conocimiento histórico. Y sobre todo es mi manera de

homenajear coherentemente a quien tanto me enseñó, y además expresar el orgullo de la sólida amistad

con que me trató Manuel Tuñón de Lara.

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