Pliego, Roberto - El Chapo Guzmán

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El Chapo Guzmán: Una vida breve 1 marzo, 2001 Roberto Pliego Escrito por: Roberto Pliego La carrera del Chapo Guzmán parece responder a un solo estímulo: el de la venganza. Sus destinatarios: los hermanos Arellano Félix, igualmente poderosos y sanguinarios. Estas páginas dan cuenta de esa guerra, un episodio que no ha llegado a su fin. Una vida breve Eran catorce pistoleros, catorce jóvenes pistoleros. Llegaron al aeropuerto de Tijuana, procedentes de San Diego, el 18 de marzo de 1993, cruzaron migración y aduanas y se documentaron

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El Chapo Guzmán: Una vida breve1 marzo, 2001

Roberto Pliego

 

Escrito por:Roberto Pliego

La carrera del Chapo Guzmán parece responder a un solo estímulo: el de la venganza. Sus destinatarios: los hermanos Arellano Félix, igualmente poderosos y sanguinarios. Estas páginas dan cuenta de esa guerra, un episodio que no ha llegado a su fin.

Una vida breve

Eran catorce pistoleros, catorce jóvenes pistoleros. Llegaron al aeropuerto de Tijuana, procedentes de San Diego, el 18 de marzo de 1993, cruzaron migración y aduanas y se documentaron en el mostrador de la aerolínea. Iban a Guadalajara. No iban de paseo; iban a matar al Chapo Guzmán.

Todos pertenecían a la banda de la Calle Treinta, en Logan Heights. No se distinguían mucho de cualquier otra banda de San Diego. Tenían códigos de honor e iniciaciones violentas, sentimientos de pertenencia, conciencia de grupo, solidaridad de un modo salvaje y bronco. En otros tiempos bailaban, bebían, conquistaban… y de vez en cuando peleaban. La rutina cambió cuando apareció Charlie, un exconvicto de treinta años. Así entraron a la nómina del cártel de Tijuana. No les iba mal como guardaespaldas, golpeadores y enlaces de los hermanos Arellano Félix para traficar en San Diego. Ganaban mil dólares a la semana. Las ejecuciones a la medida se pagaban a treinta mil. No había de qué extrañarse: tenían entrenamiento para manejar armas de alto poder. Se hacían llamar “batos locos”.

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Un bato loco sabe que nada puede evitar la muerte; sabe, entre lo más básico, que puede morir de bala o infarto. Eso no importa. Como sea. un bato loco se sabe muerto. En San Diego hay montones de ellos. A nadie le sorprende. Y en cierto modo hay razones para comprender su multiplicación: es más fácil ser un bato loco que resistirse a serlo.

En la banda, un bato loco tiene armas y puede posponer o evitar la muerte. No hay muchas elecciones en Logan Heights. Y una de éstas es vivir y morir como un bato loco, volando a gran altura, o morir sin gracia, sin ser de nadie. O perteneces a la banda o no perteneces a nada: o eres banda o no te reconoce ni tu familia.

¿Naciste en Logan Heights y te sientes solo? ¿Te alimentas de una mezcla de sueños de grandeza y desamparo? ¿Careces de apoyo? No te preocupes, a la hora menos pensada un bato loco llamará a tu puerta. Entonces te convertirás en uno de ellos. Quizá tus padres sean inmigrantes mexicanos, quizá ni lo sepas. Lo seguro es que un disparo desde un auto en marcha te perforará el estómago; te arrestarán por venta de crack, portación de arma y asalto; perforarás el estómago del hombre que impida el robo de su auto; cobrarás fama como bueno pa’ los chingazos, la cobrarás porque un día te mediste con catorce cabrones y uno terminó con diez cortes de navaja en la cabeza; y andarás prófugo y traficarás con PCP y portarás una identificación falsa y nadie te ganará en el arte de la sobrevivencia. Y en cierta ocasión recibirás la orden de matar al Chapo. Estudiarás sus costumbres, ubicarás sus casas de seguridad en Guadalajara, recibirás armas de Tijuana y te mantendrás pendiente de sus movimientos con el deseo picante de emboscarlo.

A las 3:45 del lunes 24 de mayo de 1993, sin pena ni señales amenazadoras a su alrededor, el Chapo Guzmán y cuatro de sus pistoleros ingresaron al estacionamiento del Benito Juárez a bordo de un Buick verde. Iban de paseo a Puerto Vallarta. Nadie se fijó en ellos. Avanzaron movidos por la fuerza de la desconfianza y volvieron a comprobar que nadie se fijaba en ellos. No hallaron un solo cajón vacío. De manera sorpresiva, el estacionamiento ofrecía la confección de un hormiguero: demasiada gente desplazándose de un lado a otro, demasiado alboroto, demasiado para un día cualquiera. Mientras el Buick verde se comportaba a vuelta de rueda, un marquís blanco ingresó al estacionamiento. Los mismos batos locos que llevaban más de dos meses buscando al Chapo sin dar con él, los mismos batos locos, hartos ya de Guadalajara y que. por casualidad, volaban de regreso a Tijuana, corrieron hacia el marquís blanco siguiendo la inercia y los informes que apuntaban al gusto del Chapo Guzmán por ese tipo de mastodontes. La cocaína estaba en muchos de ellos. Cocaína y Arellano Félix es una mala mezcla. Cocaína y Arellano Félix te ponen en plan de bato loco… y un bato loco es capaz de confundir al Chapo con el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo.

Ese mismo lunes el cardenal se levantó muy temprano en su residencia de la calle Morelos, en el centro de Tlaquepaque. El día podría describirse como a merced de la rutina: a las siete de la mañana se metió a nadar un rato; desayunó y se preparó para celebrar, a las diez, la misa que oficiaba en la capilla de su residencia. Lo acompañaron tres monjas. A las once se fue a la catedral, donde recibió a varias personas. Poco antes de las tres regresó a comer a la finca. Un hecho rompió la rutina: debía ir al aeropuerto para recibir al nuncio apostólico Jerónimo Prigione que llegaría a las cuatro.

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A las 3:45 de la tarde el marquís blanco ingresó al estacionamiento. Nada más puso un pie fuera, el cardenal fue recibido por las AK47 de Edgar Nicolás Mariscal Villegas y del Güero Jaibo. Trató de incorporarse y su primera reacción le llevó hasta la puerta; una segunda reacción lo movió a querer cerrarla. Pero uno de los pistoleros, situado al lado derecho le dio un gran jalón a la puerta, utilizando a la vez la metralleta, interpuso la pierna derecha y, de arriba hacia abajo, a bocajarro, le vació el cargador. El cuerpo del cardenal se inclinó mientras recibía catorce impactos, la mayoría en el tórax. Su chofer, Pedro Pérez García, forcejeó con los pistoleros. Quiso hacerse de una de las metralletas. También fue acribillado.

¿Y el Chapo? Nada es claro. Cuando se iniciaron los disparos, el Chapo y su gente se encontraron en un punto ideal de la línea de fuego. A su coche blindado le destrozaron los cristales y le reventaron las llantas delanteras. Pero consiguió avanzar trescientos metros. Descendieron del automóvil y abordaron un taxi, el número 30 del estacionamiento de Guadalajara. Habían reconocido al Chapo. Pero su pistola 38 súper con incrustaciones de esmeraldas y diamantes, una serpiente al acecho con las iniciales de Amado Carrilo, se portó muy bien, como siempre. Y, como siempre, corrió a buscar la protección de su compadre, el Güero Palma.

Ocho pistoleros huyeron a bordo de un vuelo comercial de Aeroméxico, el 110, con destino a Tijuana, cuarenta minutos después de iniciar la balacera. Tres de ellos ocuparon asientos de primera clase; los demás se instalaron en la zona de turistas. Llevaban dos grandes maletas de lona negra. Quien respondía al nombre de Carlos, muy bien protegido, por cierto, era en realidad Francisco Javier Arellano Félix.

Las pesquisas de la PGR y de la Procuraduría de Justicia de Jalisco arrojaron los siguientes detalles: el cuerpo del cardenal presentó 14 heridas con proyectil de arma de fuego, y diez el de su chofer. Los dos fueron encontrados en la parte delantera del Grand Marquis blanco, placas de circulación HTT1619, con impactos de bala en ambos lados. A diez metros de este automóvil se halló también un Century azul, placas de circulación JPG779, en cuyo asiento delantero yacía el cuerpo de Martín Alejandro Aceves; presentaba cinco heridas. A 25 metros se encontraron los cadáveres de Ramón Flores Flores y José Rosario Beltrán, originarios de Sinaloa. En vehículos abandonados en el estacionamiento se hallaron fusiles AK- 47; un rifle M-16; tres pistolas calibre 9 milímetros, 45 y 38 súper; nueve granadas de fragmentación; seis chalecos antibalas; setenta cargadores de calibres AK-47, 45, 9 milímetros y 38 súper; 789 cartuchos útiles; dos scanner y cuatro teléfonos celulares.

La policía se comportó según su estilo clásico: no salió al aire exterior, no participó, no rasgó el aire con sus balas en nombre de la seguridad pública, no se acercó ni pasó lista de presente. Según parece, la policía destacada en el aeropuerto Benito Juárez convino en que los hechos respondían a su estilo clásico.

Los Arellano Félix andaban tras el Chapo Guzmán porque meses antes el Chapo los puso frente a la experiencia límite de mostrar la vulnerabilidad de sus vidas.

A las 2.30 horas del domingo 8 de noviembre de 1992, cuando el tránsito de vehículos era escaso, a las puertas de la discoteca Christine en Guadalajara se estacionó un camión Dina

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blanco, de redilas recubiertas con lámina cromada, un denso cuerpo rugiente sin defecto alguno. De ahí bajaron unos cincuenta individuos deliberadamente disciplinados, con las movimientos justos para confundirse con militares. Portaban chalecos antibalas, cartucheras y rifles AK-47 y R15. Algunos llevaban granadas. Nada más abandonó su carga, el camión, seguido por tres camionetas una suburban, una cheyene y una ram avanzó unos cuantos � �metros sobre los carriles centrales y se quedó con el motor encendido. Lo custodiaban hombres con metralletas.

Con ropa oscura, con las armas echadas sobre los hombros, los individuos formaron tres líneas que se abrieron en un instante y en otro aún más breve se cerraron para rodear la discoteca del hotel Krystal. La primera y la tercera columnas se encargaron de cubrir el exterior; la columna central irrumpió mostrando credenciales de la policía judicial. Hablaron poco. Apenas dejaron salir una frase robada a la realidad más prosaica: “los tenemos rodeados”.

Un grupo se adelantó y se dirigió a la mesa del gerente, muy cerca de la barra y no lejos del baño, donde unas doce o quince personas acababan de sentir esa brusca sacudida que siempre lleva hacia adelante. Llevaban tres días de asistir a la discoteca Christine, repitiendo el mismo ritual a base de música de banda, vinos de calidad, mujeres hermosas y ostentación de rólex con incrustaciones de oro y pistolas a la vista. Eran los hermanos Arellano Félix. Mejor dicho, eran dos de los hermanos Arellano Félix.

Así pues, hubo fiesta de balas. En menos de ocho minutos se dispararon más de 1,000 tiros dentro y fuera. Dos de los muertos quedaron a un lado de la mesa, dos en el baño y otros dos en el umbral de una de las puertas de emergencia. Las víctimas: Jesús Humberto Rocha Rivera, de 25 años, e Ignacio Gómez Delgado de 34 años ambos de Baja California y con �credenciales de la Policia Judicial; Armando Portilla Cabanillas y César Russell García, de �Navolato, Sinaloa y, al parecer, también judiciales. Los otros dos cuerpos quedaron sin identificar y nadie fue a reclamarlos.

Todo, aun la violencia, tiende a la forma. Al terminar la balacera el comando se dispersó sin dejar de actuar como un solo cuerpo. Algunos corrieron hacia el camión dina, otros hacia las camionetas. Dos rezagados obligaron a un par de taxistas a conducirlos hasta la salida a Barra de Navidad. Se fueron como llegaron: tan disciplinados y fríos como cualquier compañía de ataque. (Para el expediente: una patrulla policiaca estuvo a punto de darle alcance al camión, no muy lejos de la subdelegación de la PGR, pero dos tipos con metralleta bajaron de una suburban y le asestaron cuarenta impactos.)

Francisco Javier y Ramón Arellano Félix escaparon por los ductos de aire ubicados en la zona de baños. Sus guardaespaldas habían tenido la fidelidad suficiente para aguantar la embestida de sus atacantes, herir a dos de ellos y brindarles algo de tiempo a sus patrones; ahí murieron.

Las guerras entre narcos también tienden a la forma. Por más cruentas que sean, por más apegadas a la barbarie y más asociadas a los ritos de la violencia, esas guerras persiguen la forma. El Chapo Guzmán fue en busca de los Arellano Félix porque meses atrás los Arellano Félix le dieron un mensaje sobre la vulnerabilidad de su vida. El 29 de

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mayo de 1992. un carro bomba estalló en una de sus propiedades en Culiacán. Venganza, venganza, venganza: un bocado demasiado habitual en la vida de un narco. Más en la del Chapo. Su idea de la forma se apega a una imagen de la sangre corriendo. Y esa idea resulta incompleta sin el Güero Palma. Es inconcebible imaginar a uno sin el otro, no checa.

Yendo tras las huellas del Chapo damos con las del Güero. Todo se mueve deprisa: casi a un tiempo, el Güero recibió la cabeza de su mujer metida en una caja y la noticia de que sus hijos habían sido arroja

dos desde un puente. Su furia contra Félix Gallardo fue la furia contra los Arellano Félix, herederos naturales del imperio creado por Félix Gallardo desde principios ele los setentas hasta su aprehensión en 1989. Fidelidades sin fin: la furia del Güero fue la furia del Chapo.

En septiembre de 1992, gente del Chapo retumbó en la casa del Pedregal de la madre de Félix Gallardo y secuestro a casi una docena de sinaloenses al servicio del viejo cártel: los hallaron cerca de Iguala, con señales visibles de una clase de tortura de la mayor exactitud.

El Chapo Guzmán fue aprehendido el 8 de junio de 1993. Hasta 1995 estuvo recluido en Almoloya, luego fue trasladado al penal de Puente Grande. Jalisco, de donde se fugó el viernes 19 de enero de 2001. Nació el 4 de abril de 1957, en La Tuna, una ranchería serrana de Sinaloa. Su nombre: Archibaldo Guzmán Loera. Un dictamen psicológico lo define como mentiroso y peligroso. Es correcto suponer que siga tendiendo a la forma.   n

Roberto Pliego Escritor.