Ponencia: Maria y la vida espiritual por el Mons Julio Parrilla

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Congreso Mariano. “LATINOAMÉRICA SIGLO XXI: RAÍCES MARIANAS”. Universidad Técnica Particular de Loja Loja, 12 de mayo, 2010. Mons. Julio Parrilla Díaz, Obispo de Loja. “MARÍA Y LA VIDA ESPIRITUAL”. Agradezco sinceramente la oportunidad de abrir este Congreso con un tema como éste, sobre la espiritualidad y María. Lo agradezco en mi calidad de Obispo de Loja y de creyente, siempre movido y conmovido por la presencia de la Virgen María en mi vida. Ella me ha acompañado desde los años de la niñez, desde mi primera Iglesia doméstica (las faldas de mi madre) hasta este momento en el que el Señor me ha regalado, de la mano del ministerio apostólico, este lote hermoso que es Loja y el Cisne. Les hablo no tanto como teólogo cuanto como pastor. Los profesores y profesoras que nos acompañan sabrán perdonar a este intruso… Pero, humildemente, siento que tengo algo que decir, quiero decirlo y agradezco poder decirlo y compartirlo con todos Ustedes. Yo siento que la fe cristiana está “tocada” por la presencia de María y que muchos de los valores que acompañan la espiritualidad de un cristiano encuentran en Ella un paradigma fundamental. Hay una teología, una espiritualidad, una pedagogía que, de la mano de María, nos van abriendo a la experiencia de Dios, a un ejercicio de la vida cristiana capaz de colmar la búsqueda, las entrañas secas, el hambre de inmortalidad, de amor y de verdad que la persona tiene. En estos tiempos de crisis, de cuestionamiento no sólo de la Iglesia sino también del propio hecho cristiano, me he preguntado muchas veces por qué soy cristiano. Y, en medio de una humanidad rota, autosuficientemente rota, me he respondido que soy cristiano porque la fe (y la gracia de Dios) me han hecho profundamente humano, hambriento de sentido, de justicia, de ética, de fraternidad,… Y siento también que, en medio de este camino, de este tanteo a favor de lo humano, la espiritualidad es el tema fundamental que puede redimirnos, liberarnos de nuestros propios excesos y de nuestras falencias. Así que voy a dividir mi ponencia en dos partes (más un pequeño corolario con sabor lojano). En una primera parte haré referencia al tema de la espiritualidad y, en la segunda, al tema de María, de los valores evangélicos de una espiritualidad cristiana y mariológica. LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA.

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Congreso Mariano. “LATINOAMÉRICA SIGLO XXI: RAÍCES MARIANAS”. Universidad Técnica Particular de Loja Loja, 12 de mayo, 2010. Mons. Julio Parrilla Díaz, Obispo de Loja. “MARÍA Y LA VIDA ESPIRITUAL”. Agradezco sinceramente la oportunidad de abrir este Congreso con un tema como éste, sobre la espiritualidad y María. Lo agradezco en mi calidad de Obispo de Loja y de creyente, siempre movido y conmovido por la presencia de la Virgen María en mi vida. Ella me ha acompañado desde los años de la niñez, desde mi primera Iglesia doméstica (las faldas de mi madre) hasta este momento en el que el Señor me ha regalado, de la mano del ministerio apostólico, este lote hermoso que es Loja y el Cisne. Les hablo no tanto como teólogo cuanto como pastor. Los profesores y profesoras que nos acompañan sabrán perdonar a este intruso… Pero, humildemente, siento que tengo algo que decir, quiero decirlo y agradezco poder decirlo y compartirlo con todos Ustedes. Yo siento que la fe cristiana está “tocada” por la presencia de María y que muchos de los valores que acompañan la espiritualidad de un cristiano encuentran en Ella un paradigma fundamental. Hay una teología, una espiritualidad, una pedagogía que, de la mano de María, nos van abriendo a la experiencia de Dios, a un ejercicio de la vida cristiana capaz de colmar la búsqueda, las entrañas secas, el hambre de inmortalidad, de amor y de verdad que la persona tiene. En estos tiempos de crisis, de cuestionamiento no sólo de la Iglesia sino también del propio hecho cristiano, me he preguntado muchas veces por qué soy cristiano. Y, en medio de una humanidad rota, autosuficientemente rota, me he respondido que soy cristiano porque la fe (y la gracia de Dios) me han hecho profundamente humano, hambriento de sentido, de justicia, de ética, de fraternidad,… Y siento también que, en medio de este camino, de este tanteo a favor de lo humano, la espiritualidad es el tema fundamental que puede redimirnos, liberarnos de nuestros propios excesos y de nuestras falencias. Así que voy a dividir mi ponencia en dos partes (más un pequeño corolario con sabor lojano). En una primera parte haré referencia al tema de la espiritualidad y, en la segunda, al tema de María, de los valores evangélicos de una espiritualidad cristiana y mariológica. LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA.

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- Espiritualidad, ¿palabra sospechosa? Pareciera que hoy, al amparo de esta nueva cultura, hedonista y globalizada, el tema de la espiritualidad estuviera bajo sospecha. Frente al valor de lo inmanente, de lo inmediato, de la satisfacción de los sentidos, de la materialidad del consumo, de la fugacidad de las relaciones, de la provisionalidad de los compromisos,… muchos se preguntan qué sentido tiene apostar por la trascendencia. Realmente, ¿hay algo más importante que el propio yo? Y, sin embargo, este encerramiento en el propio yo es el que nos está matando. Matando esos restos de humanidad capaces de dar al hombre el sentido de la vida y, también, el sentido de la muerte. Cuando hablamos de espiritualidad, ¿qué queremos decir? Ciertamente, la palabra (como la experiencia) tiene su ambigüedad. Una persona “muy espiritual” puede ser una persona muy ausente de la realidad, del dolor humano, del ejercicio de la caridad… Habría que preguntarse qué valor tiene una espiritualidad que te aleja de tus hermanos, de la comunión eclesial, de los pobres, del esfuerzo compartido de trabajar a favor de la ética y de la justicia, a favor de un mundo más humano e incluyente. Habría que preguntarse qué valor tiene una espiritualidad ajena a la encarnación, al Cristo presente en la historia humana a la que redime precisamente en la medida en la que acampa en medio de ella. Por “persona espiritual”, desde la perspectiva cristiana, entiendo aquella que busca-honradamente-la voluntad de Dios-y se compromete con ella. - Claves fundamentales de la espiritualidad cristiana. Si la espiritualidad es un camino de búsqueda (y, por tanto, también de encuentro y de amor) tenemos que hacerlo de la mano de Aquel que dijo: “Yo soy el Camino”. En la espiritualidad cristiana, más importante que el mensaje es el Mensajero. Hay que acercarse a El y ver, oír, respirar, penetrar, qué dice, qué hace El. Hay que acercarse (y hacer propia) su experiencia. Yo creo que este es el tema central de toda espiritualidad cristiana: hacer experiencia de Dios. Y hacerla de la mano, en el corazón, de Cristo Jesús. Pastoralmente es un grave problema: tanta gente que se dice cristiana, católica, que hace procesos de iniciación cristiana y catequéticos con nosotros durante años pero que no llega a hacer una auténtica experiencia de Dios, una experiencia de apertura y de cumplimiento de la voluntad de Dios. Para ello se necesita cultivar algunas claves o referencias. · Hijos en el amor del Padre. Me refiero, en primer lugar, a la clave de la filiación: ser hijos de Dios Padre. Jesús es, sobre todo, el Hijo amado. El nos recuerda con enorme fuerza que Dios es Padre y que nosotros no somos personas a la deriva. El Padre nos ama incondicionalmente. Nos perdona, nos acoge, nos recupera,… Recuerden el precioso imaginario del padre del hijo pródigo. En la parábola (Lc. 15), Jesús nos está mostrando las entrañas de Dios. Cierto que también nos muestra la condición humana, el peso del pecado, del rencor, del resentimiento, esa incapacidad de salir al encuentro del otro. La trascendencia no está del lado de la miseria humana, sino del amor de un padre incapaz de abandonar a sus hijos.

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· Hermanos en el amor del Hijo. La lógica del evangelio nos recuerda también nuestra condición de hermanos. Hay en el evangelio un proyecto de fraternidad que nos redime de la soledad y del egoísmo y que nos empuja, permanentemente, a recuperar nuestra humanidad rota y enfrentada. Lo primero que Jesús hace es reunir en torno a sí a un grupo de hombres y de mujeres capaces de acoger la propuesta del Reino, es decir, capaces de acogerle a El. Jesús los llevará de la mano, en medio de resistencias y de abandonos. Y los llevará allí donde no quieren ir (Jn. 21). Pasarán del discipulado al martirio. Y lo harán juntos, en torno a El, partícipes de un mismo amor. Y ese amor los hará hermanos, miembros de una misma comunidad, capaz de sorprender al mundo. “Miren como se aman” (Hechos). La fraternidad en torno a Cristo será la gran fortaleza de la primera comunidad. · Discípulos y misioneros por la fuerza del Espíritu. Resulta difícil pensar que una espiritualidad centrada en la persona de Jesús, en la experiencia de la filiación, de la fraternidad, del discipulado, de la misión, de la entrega de la vida, pudiera surgir y mantenerse al margen de la Gracia. En el corazón y en la vida de los discípulos y de las comunidades está la presencia del Espíritu Santo, prometido por Jesús. En el evangelio, Jesús era el fuerte y los discípulos un puñado de hombres temerosos y vacilantes. En los Hechos de los Apóstoles, a la luz de la Pascua, el Espíritu Santo les da la fuerza de la comunidad, del kerigma, del testimonio, del martirio,… la fuerza de la fe. Hablamos, pues, de una espiritualidad Trinitaria, centrada en el amor del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. Una espiritualidad que nos hace fieles por amor. Por amor hay que vivir, por amor hay que luchar, por amor hay que entregar la vida. No hagan de la espiritualidad cristiana una ideología, una moral, un abrigo seguro en medio de las tempestades. Hagan de la espiritualidad cristiana una experiencia de amor. De amor entregado a favor de Jesús, de su Reino y su justicia, a favor de sus hermanos. - El ejercicio de la espiritualidad. No basta tener claras las claves de la espiritualidad. Hay que hacer ejercicio de espiritualidad, unir fe y vida, oración y acción, esperanza y entrega de la vida. Para ello, les sugiero cultivar tres espacios fundamentales de toda vida cristiana, tan fundamentales que se necesitan mutuamente. · La vida interior. Necesitamos ser hombres y mujeres de vida interior, capaces de encontrarse consigo mismos, con la propia verdad, con la verdad del Dios que habita en el corazón del hombre. Hoy prevalece una tendencia centrífuga: vivimos en la cultura de la imagen, de la apariencia, de la superficialidad. ¡Qué difícil resulta encontrar a Dios (y encontrarse uno

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consigo mismo, con el hermano, con el amigo) cuando vive centrado en la ensoñación o en el consumo compulsivo de sensaciones inmediatas! Apostar por la persona interior supone el cultivo de: a. La oración. Orar es algo más que rezar, recitar, repetir,… Es encontrarse con Dios y entretenerse con él y amarle no por lo que me da, sino por El mismo, por el amor que me tiene y la fidelidad que me muestra. Y esto requiere espacios y tiempos. Y método y maestros. Pero, sobre todo, requiere la certeza del corazón de saber que El es mi Salvador y Señor. b. La formación. Lejos de encerrarse en sí mismas, hoy, la fe y la espiritualidad se vuelven dialogales. Más que nunca hay que estar en medio del mundo, acompañando al hombre en su búsqueda, en su lucha, en su locura,… Cerca de los jóvenes, cerca de los intelectuales, cerca del pueblo, ejerciendo un diálogo liberador. Y, para ello, estamos más que nunca necesitados de formación. Desde la Palabra, desde las ciencias empíricas, desde la realidad social y política, desde el mundo de la cultura, desde los medios de comunicación. Una espiritualidad encarnada en los procesos de desarrollo ético, en todo esfuerzo por lograr un mundo más humano y humanizador. c. El discernimiento. Y por ello, porque no todo vale, habrá que preguntarse muchas veces cuál es el camino mejor, qué quiere Dios de nosotros en esta hora de nuestra vida personal y comunitaria. Por dónde sopla el Espíritu… ¿Somos capaces de discernir? ¿Sabemos? ¿Podemos? ¿Queremos? ¿Es recta nuestra intención? ¿Estamos dispuestos a arriesgar algo? ¿Estamos dispuestos a sufrir por lo que amamos? (En clave laica, acuérdense de La Resistencia de Ernesto Sábato. En clave evangélica, acuérdense del Buen Pastor que da la vida porque sabe quién es y a quién ama). · La fraternidad. La gran tentación del hombre es encerrarse en sí mismo. Y nuestra gran tentación eclesial (la gran tentación de las horas difíciles) es encerrarnos en nosotros mismos, en nuestras cosas e intereses inmediatos. Decía el ilustrado que, ante la dureza del mundo, lo más propio es dedicarse al propio huerto. No es verdad. Si algo necesita hoy la sociedad, la política, la economía, el hombre,… Si algo necesita hoy la Iglesia es recrear espacios de fraternidad, de encuentro, de compromiso fraterno y solidario. Siento que el precio que el hombre tendrá que pagar ante su autosuficiencia será el de la soledad. La Iglesia no vive para sí misma. Vive para un mundo al que tiene que servir con el amor y las entrañas del Cristo. Y para ello, hay que cultivar: a. El compartir. Hay una secuencia eucarística preciosa: partir el pan, repartirlo y compartirlo. Así la fe, la vida, el amor y la misión. Es la experiencia de la pequeña y de la gran comunidad, la que construye la Iglesia, una Iglesia de comunión, capaz de aglutinar carismas, caminos y vocaciones.

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b. El comunicar. La comunicación de la fe, de la vida, del amor y de la misión es el gran signo de la fraternidad. Comunicar hacia dentro y hacia fuera, con sentido profundo de testimonio y de profecía, siendo para todos transparencia del amor de Dios. c. La participación y la corresponsabilidad. El CVII nos lo pidió con enorme fuerza: la construcción de una Iglesia participativa y corresponsable, donde todos, jerarquía y fieles, seamos Pueblo de Dios. Una Iglesia de carismas y de ministerios, de laicos, consagrados y presbíteros capaces de formar comunidades vivas, dialogales y proféticas. · El compromiso. a. Al servicio del Reino. La Iglesia no es el Reino. Es, en medio de este mundo, su gran sacramento. No está al servicio de sí misma, sino de Jesús, de su proyecto de amor, de verdad, de justicia y de paz. La espiritualidad cristiana vive permanentemente referida al Reino. Es él quien nos impone, de forma evidente, nuestras ocupaciones y preocupaciones, nuestras prioridades pastorales y, también, nuestra vocación específica. Instaurar el Reino de Dios y su justicia nos va a pedir lo mejor de nosotros mismos. El, el Reino de Jesús, es nuestro primer compromiso. b. Construir una Iglesia santa. No siento ningún temor, ningún pudor, de decirles: “Sean santos”. Incluso en esta hora en que parece que la santidad, la autoridad moral de la Iglesia, han sido tocadas fuertemente. Humildemente creo que esta es la hora de una mayor santidad. Lean la Carta del Santo Padre a la Iglesia de Irlanda. Es conmovedora, firme y tierna. Si algo queda claro es que no podemos ser cristianos sin un proyecto de santidad. Cristianos humildes, convertidos, renovados en la fidelidad a Jesucristo. c. Construir un mundo justo y solidario. Nuestra tierra prometida es El, Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo del Dios Vivo que no se desentiende del hombre, sino que, al contrario, se hace carne de nuestra carne y vida de nuestra vida. Nos toca luchar por los cielos nuevos y la tierra nueva. El mismo Santo Padre nos lo recordaba de forma hermosa en la “Deus est Cáritas”, en la “Cáritas in Veritate”: el ejercicio de la caridad, el trabajo constante por un mundo justo (en el que habite la justicia y reine la paz) no es algo optativo, sino una línea transversal de toda pastoral eclesial. En el mismo sentido insiste Aparecida. d. El aporte ético desde los valores evangélicos. Si algo podemos, en esta hora del mundo, aportar los cristianos, no desde afuera sino desde dentro, es el compromiso por mover la historia desde un profundo impulso ético. Ese compromiso moral nos permitirá dialogar con un mundo indiferente cuando no hostil al mensaje de Jesucristo. Nos permitirá anunciar la presencia del Señor en medio de la vida de los hombres y de los pueblos. Nos permitirá recordar a todos que los valores del evangelio siguen vigentes como necesidad para el mundo, pero también como experiencia de un resto que no se resigna a morir, a consentir que la muerte tenga la última palabra.

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¿Dónde mirarnos? ¿Dónde encontrar el espejo que refleje, en la humanidad de la carne y en la fuerza de la fe, el rostro del Señor Jesús? Les propongo hacerlo mirando a María, siguiendo la preciosa tradición de nuestros santos cuando decían: “Respicet stellam, vocat Maria”. A Ella miramos e invocamos a fin de renovar nuestra espiritualidad cristiana. Valores evangélicos de una espiritualidad mariológica. Siguiendo los Evangelios de Lucas y de Juan, deseo subrayar algunos valores marianos que hacen posible la vivencia de la espiritualidad cristiana. Personalmente, me parecen valores muy actuales en el contexto espiritual, antropológico y de fe, apuntado en la primera parte. Concretamente, me refiero a: - El valor del silencio, de la escucha y de la obediencia. El evangelio de Lucas refleja una historia de ternura y de salvación. Dios actúa misericordiosamente en la historia de los hombres. Jesús es el centro de esta historia y en El se manifiesta la salvación de Dios. Por eso la comunidad puede reconocerlo y confesarlo. Pero, para eso, es preciso abrirse al anuncio de la salvación. María entabla con el ángel un diálogo precioso, lleno de turbación y de preguntas. Qué significa que el Señor está contigo, que eres llena de gracia,… Hay una experiencia de turbación y hay, al mismo tiempo, una experiencia de temor. ¿Quizá también de resistencia o, simplemente, de realismo? (“¿Cómo será esto si yo no conozco varón?”). En nuestra vida espiritual no faltan estos sentimientos. El llamado de los profetas, su respuesta condicionada, supone una experiencia de dolor que sólo en un segundo momento se transformará en una respuesta confiada. Para ello hay que hacer silencio y escuchar la voz de Dios. No es tan fácil llegar a la convicción de que para El no hay nada imposible. Hay una obediencia de principio, pero hay, muy especialmente, una obediencia existencial, a caballo de la historia. María hará silencio, escuchará y obedecerá a lo largo de toda su vida. Como Ella, tendremos que preguntarnos en más de una ocasión: “Señor, ¿qué quieres de mí?”. Y es que hay momentos en que hay que cuestionar la propia vida, momentos en que hay que situarse ante el misterio del hombre y ante el misterio de Dios. Momentos en que hay que madurar las preguntas y, sobre todo, madurar las respuestas. La obediencia que se nos pide no es la obediencia ciega, sino la obediencia probada, madurada, consentida en el corazón. ¿Cómo crecer en la espiritualidad cristiana si no alimentamos estas actitudes? La entrega de la vida nos exige esta capacidad de orar, hacer silencio, escuchar, para poder descubrir y obedecer la voluntad de Dios. Muchos de nuestros fracasos personales nacen de esta ausencia de raíz orante en nuestra vida personal. Hacemos, trabajamos, pero, al final, no sabemos quien manda… - El valor de la alabanza y de la esperanza mesiánica (el Magníficat). Después de los anuncios del nacimiento de Juan y de Jesús, el capítulo 2 de Lucas tiene una segunda parte en torno al encuentro de María con Isabel. El arranque de esta segunda parte lo determina el “se puso en camino y se fue de prisa a la montaña”. Fíjense que, desde el principio, el evangelio nos marca un ritmo. Es el ritmo de la esperanza, de las certezas del corazón, de la seguridad de que las promesas de Dios se cumplirán. Y se cumplirán a través de mí, de mi obediencia, en la convicción de que Dios

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es fiel. La esperanza mesiánica se teje sobre esta seguridad del corazón, a pesar de las dificultades, de las quiebras de la vida. La alabanza de María, el canto del Magníficat, surge en este contexto: “Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. No me toca a mí hacer exégesis del Magníficat, pero sí puedo decir que el Cántico de María, al tiempo que sostiene cada día, al atardecer, la oración de la Iglesia, sostiene también mi fe. En medio de la sorpresa, del desconcierto, del límite que acompaña mi vida, siento la necesidad de experimentar la humildad del siervo, el valor de la misericordia, la certeza de que también a mi El me toma de la mano y me conduce, entre las bestias poderosas de este mundo, por los caminos de la salvación. El Magníficat es una oración para los tiempos en que no todo es tan evidente, es la oración de la esperanza de una mujer, de un pueblo (¿Se acuerdan del Cántico de Ana?) que sabe que Dios es fiel. - El valor de la maternidad (la fecundidad de la vida). La maternidad de María tiene para nosotros un fuerte significado espiritual. María engendra lo que ama. No es un tema simplemente biológico. La vida queda fecundada por el Espíritu, por la obediencia, por la capacidad de amar el Reino de Dios y su justicia más que la propia vida, más que la propia honra, más que la propia tranquilidad… De la mano de María, uno comprende que no sólo tiene que ser hijo, hija,… Tiene que ser padre y madre de sus hermanos. La fraternidad se engendra en el corazón. En el corazón se engendra la Iglesia y todo cuanto de bueno acontece en este mundo. Una espiritualidad mariana es aquella que nos hace padres, madres, hijos, hermanos,… familia de Dios, familia de Iglesia, familia humana. De tejas abajo, nuestras relaciones no son tan diáfanas, tan intensas, tan liberadoras,… Y, sin embargo, la pater-maternidad nos crea esta tensión de ser familia… Hay cosas que necesitan tiempo, que sólo se comprenden en un contexto de esperanza y de oración. ¿Recuerdan que en el relato del nacimiento de Jesús los pastores quedaban admirados y que María, una vez más, guardaba todas estas cosas y las meditaba en el corazón? - El valor de lo cotidiano y del servicio humilde. Cuando cumplieron todas las cosas prescritas por la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. Y Jesús crecía y se fortalecía, sin duda, bajo la atenta mirada de María. Es la vida oculta, el valor de lo cotidiano, del servicio humilde. El valor de la casa, de las relaciones, del trabajo, de los afectos, del aprendizaje, de los valores sembrados en el corazón de los demás, de los sueños compartidos a media voz. La espiritualidad cristiana tiene mucho de todo esto. La que más nos humaniza no es la experiencia del brillo, del éxito, del poder,… sino, más bien, la experiencia humilde del que hace la parte que le toca, del que arrima el hombro para que los demás crezcan y tengan vida. - El valor del acompañamiento (escuchar, observar y acompañar). Cuando Jesús comience su vida pública, su andadura por los caminos de Galilea, María estará atenta y acompañará a Jesús, sin duda que las más de las veces en la distancia (¿se

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dan cuenta cuánta compañía realizamos en la distancia?), pero Ella estará presente en el corazón y en la vida del Hijo. La espiritualidad cristiana nos lleva a conjugar estos tres verbos importantes (yo creo que muy maternales): escuchar, / observar, / acompañar. Quien tiene ojos y corazón de padre-madre escucha, observa y acompaña. Hay un latido que no siempre es evidente. Cuando digo un latido quiero decir una realidad, una quiebra, un sufrimiento,… que hay que escuchar. Los pobres tienen que ser escuchados, ellos tienen algo que decir y hay que crear espacios de escucha. La Iglesia, la familia, la Universidad, cada uno de nosotros, tienen que crear oportunidades, espacios de escucha. Hoy la gente oye pero no escucha. Y, sin embargo, siente la enorme necesidad de ser escuchada. Y no sólo escuchar. Hay que observar la realidad, las necesidades y los recursos que tenemos, por dónde vamos y hacia dónde deberíamos de ir. Y no sólo. Hay que acompañar, aunque sea en la distancia. Mejor en la cercanía. ¡Qué importante es el acompañamiento en la espiritualidad cristiana! Qué importante es estar al lado del hermano, hacer juntos el camino, sostener la esperanza del pueblo. - El valor del dolor (a los pies de la cruz). Si por un lado está el evangelio de la infancia, el arco lo cierra el evangelio de la pasión. En este caso es Juan (Jn. 19,25) quien sitúa a María a los pies de la cruz. La presencia de María hace más patética la muerte de un hombre que había suscitado tantas esperanzas, sin duda también en el corazón de la madre. ¿Por qué María está a los pies de la cruz? Porque Ella sabía que el hijo no podía morir para siempre… Es una de esas certezas del corazón que alimenta la fe y la espiritualidad y que te obliga a estar donde tienes que estar: al pie del dolor. Me lo decía una madre, madre de un hijo asesinado que, año tras año, venía a rememorar su ausencia (o su presencia). Cuando un día pregunté a la mujer cómo se llamaba, ella me contesto: “Hace años que me llamo María Hecha Pedazos… No soy tan fuerte, padre, pero aquí estoy convencida de que él vive”. Esta presencia callada y firme a los pies de la cruz es como una promesa de reconciliación, de esperanza sostenida desde dentro. Algún día encontraremos el sentido y la paz. Pero, para lograrlo, hay que mirar de frente el dolor, el rostro de Jesús que da la vida y dejarnos tocar por El. En la espiritualidad cristiana llega un momento en el que hay que plantar la vida en las certezas del corazón y ponerse, como María, a los pies del amor, a los pies de la cruz. La certeza de María: el Hijo amado no puede morir para siempre, era la certeza de la primera comunidad (He. 2,24): “No era posible que Jesús permaneciera bajo el dominio de la muerte”. La hora de la cruz es la hora de la fe. Y lo es para todos y lo es siempre. Si tenemos fe, la hora del dolor puede ser una hora fecunda. ¿Recuerdan? “Vas a dar a luz un hijo…”. Y Ella no entendía. Quizá a los pies de la cruz María comprendió que Jesús la hacía Madre de infinitos hijos, de todos los dolientes. La espiritualidad cristiana no se cierra en sí misma. Al contrario. María a los pies de la cruz nos recuerda nuestra responsabilidad: ponernos a los pies de las cruces de los hombres, ejerciendo una paciencia activa y compasiva. Ante el mal y el dolor hay que estar cerca de los que sufren. - El valor de la Pascua y de la Comunidad.

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El Hijo de las llagas, el Siervo, es el Hijo de la Pascua, capaz de atraer hacia sí todas las cosas. Siento, y experimento con frecuencia, que la experiencia de la fe puede transformar el corazón del hombre y abrirlo a la confianza… No estamos solos. Y nuestro sufrimiento forma parte del sufrimiento de Jesús. Esta confianza nos configura con El y nos recuerda que también nosotros, un día, formaremos parte de la Pascua. Y es que no hay mayor esperanza que la fe en la Resurrección. Esta fe pascual sostiene nuestra vida y nuestra espiritualidad. Sin ella todo es vano. Así lo comprende la primera Comunidad reunida en oración con María. Así termina el evangelio de Lucas y así comienzan los Hechos de los Apóstoles: en oración con María en torno a la certeza de la Pascua. Desde esta experiencia pascual (¡Cristo vive!) todo es posible, incluso (acuérdense de Pedro) dar la vida por amor. La Comunidad ya está preparada para el martirio, es decir, para llevar a feliz término la experiencia de la Pascua definitiva. Orar aquí y ahora (aquí, en Loja, y en este tiempo). La espiritualidad cristiana no puede vivirse al margen de la vida y de la historia de los hombres. Peregrinamos aquí y ahora, en este espacio y en este tiempo y tenemos que aprender a rezar desde estas coordenadas, con este pueblo, con estos dolores y esperanzas. Es por ello que me permito señalar algunas referencias que pueden ayudarnos a definir nuestra espiritualidad mariana. - La referencia bendita de El Cisne. Ir al corazón. Digo “bendita” porque realmente pienso que El Cisne es para nosotros una bendición. Yo siento que, cuando voy al Cisne, peregrino al corazón de la Diócesis. Allí está la Iglesia, el pueblo, las alegrías y las penas, la confianza, yo diría la incondicionalidad de tanta gente que no repara en las dificultades, en las distancias, en el cansancio. El pueblo sabe (con su sabiduría ancestral) que algo bueno les espera en El Cisne. El milagro se dará o no se dará, pero allí está Ella y su sola presencia es suficiente. - Peregrinar: itinerario de búsqueda y de esperanza. A partir de esta certeza confiada, la peregrinación se convierte en un itinerario de búsqueda y de esperanza. La tradición cristiana siempre identificó el camino de la fe, el camino de la conversión y del reencuentro con Dios como una peregrinación profundamente sanadora. Así Roma, Jerusalén o Santiago, así todos los Santuarios marianos del mundo, así El Cisne. El itinerario más importante no son los kilómetros recorridos, sino el itinerario interior, la esperanza de encontrarnos con nuestra propia verdad, con nuestra debilidad pero, también, con la oportunidad que Dios nos da de redimirnos. - Renovar las certezas del corazón: ¿Quién lo habita? La consecuencia más honda de la peregrinación es siempre renovar las certezas del corazón. Hoy (siempre) la gran amenaza es el vacío del corazón, perder las propias referencias, tradiciones, convicciones, valores,… perder la propia fe. Vivimos especialmente en estos tiempos un mundo duro, amenazante, individualista, autosuficiente,… La fe va contracorriente. Nos dice que es necesario anclar la vida en

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Jesús, que sólo El puede llenar el vacío de tu corazón de mujer, de hombre peregrino, buscador de amor y de sentido. La pregunta clave es ésta: “¿Quién habita mi corazón?”. La respuesta aclara muchas cosas… para bien y para mal. La fe nos dice que sólo El, Jesucristo, puede llenar, colmar, el corazón humano. - Escuchar, observar y acompañar a un pueblo necesitado de esperanza. Recuerden al Principito de Saint Exupèry: “Las cosas importantes sólo se ven con los ojos del corazón”. Pónganse en el corazón de Dios, en el corazón de María Santísima. Aprenderán a escuchar, a observar, a acompañar con el corazón. Nuestro pueblo lojano y ecuatoriano es un pueblo necesitado de esperanza. Todavía son muchos los dolores y las pobrezas que nos atenazan (las consecuencias terribles de la emigración, la ausencia de inversiones productivas, la falta de trabajo, el paro y la informalidad, la falta de oportunidades para nuestros jóvenes, el aislamiento de nuestros pueblos, la poca calidad de las prestaciones sociales,…). Y no sólo. Estamos sufriendo un fuerte cambio cultural que afecta sobre todo a las generaciones jóvenes. Y si les afecta a ellos nos afecta a todos. El futuro maravilloso no es tan evidente. Y, en medio de las quiebras económicas, políticas, culturales en las que vivimos, los cristianos tenemos que ser referentes de esperanza. No basta con decir “¡ánimo!”, habrá que comprometerse con el bien y el futuro de nuestro pueblo. El Cisne es una hermosa atalaya para ver la realidad, para constatar el sufrimiento y las esperanzas de nuestra gente. Son realidades que hay que orar y poner delante de Dios, a fin de que el mismo Dios nos comprometa en su obra creadora. - Nosotros vamos al Cisne, pero es Ella la que viene a nosotros (una peregrinación de ida y vuelta). Finalmente, hay que decir que cuando uno peregrina el gran protagonista no es el que camina, sino el que te espera, quien ilumina y da sentido a tu necesidad y a tu esperanza. Nosotros vamos al Cisne, pero es Ella quien viene a nosotros. Y un ejemplo hermoso (yo diría un sacramental) de esto que quiero decir es el mismo viaje de la Virgen a Loja. El Cisne no sólo es un Santuario, una montaña, un pueblo,… El Cisne es una experiencia colectiva de fe y de esperanza que los lojanos llevamos en el corazón allí donde vamos. He celebrado con lojanos en Madrid, en Valencia, en Nueva York, en Peeskyll, en Roma,… una misma fe y una misma presencia. La nuestra es una peregrinación de ida y vuelta. Nosotros vamos y Ella viene, va allí donde nosotros estamos. Y esta presencia globalizada nos recuerda que la Tierra Prometida está allí donde un hombre, una mujer, se ponen al tiro de la Gracia. Termino mi intervención poniéndome yo mismo, poniéndoles a ustedes, a nuestro pueblo lojano, a todos los hombres y mujeres de este mundo a los pies de María, a los pies de Jesús, convencido de que de la mano de María encontraremos el camino de una humanidad nueva. Julio, Obispo de Loja