Premio Cervantes 2010. Ana María Matute

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ana maría matute premio cervantes 2010 Ana María Matute. Premio Cervantes 2010

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Acto de celebración y discurso de la entrega del premio Carvantes 2010 a Ana María Matute

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2011: 400 Aniversario Fundación Colegio de Málaga. Facultad de Filosofía y Letras

[portada]Escalera principal del Colegio de Málaga

[pág. 03]Ana María Matute, Premio Cervantes 2010

[pág. 05]Detalle del mascarón de la fuente del patio

[pág. 06 - 07]Fachada principal del Colegio de Málaga

[pág. 20]Detalle de la manilla de una puerta

[pág. 21]Patio del claustro este

[pág. 30]Fuente del claustro oeste

[pág. 31]Vista de la Capilla del Oidor desde el óculo de la torre este

[pág. 36]Cigüeñas en las torres

[pág. 37]Corredor superior del claustro oeste

[pág. 38 - 39]Depósito de la biblioteca

[pág. 47]Ana María Matute en 1960

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ana maría matutepremio cervantes 2010

[10]

presentación del rector magníficode la universidad de alcaláD. Fernando Galván Reula

[12]

discurso del premio cervantes 2010Dª. Ana María Matute

[22]

discurso de la ministra de culturaDª. Ángeles González Sinde

[32]

palabras de s. m. el rey juan carlos 1en la entrega del premio cervantes 2010a ana maría matute

[40]

ana maría matuteapuntes biográficos

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[11]premio cervantes 2010

presentación del rector magníficode la universidad de alcalá

D. Fernando Galván Reula

Un abril más, el Paraninfo de la Universidad de Alcalá acoge la entrega por SS MM

los Reyes de España del Premio Cervantes correspondiente al año 2010. En esta

ocasión, el galardón recae en Ana María Matute, una de las escritoras españolas

más relevantes del siglo XX, extensamente reconocida dentro y fuera de nuestras

fronteras.

Su amplia y original producción literaria ha sido merecedora de numerosos estudios

y de la atención de hispanistas de medio mundo. La escritora ha sabido acercarse

tanto a los adultos como a los niños y, sobre todo, a los jóvenes, como revelan

muchas de sus obras. No en vano, es autora de decenas y decenas de cuentos llenos

de fantasía, ingenio y color. Fabuladora y con una gran sensibilidad creadora, su obra

ha servido también para imaginar y comprender con el sentimiento, y no solo con la

razón fría, el brutal desgarro emocional de una época carente de horizontes, de una

realidad profundamente trágica para tantos niños y adolescentes que tuvieron que

enfrentarse a un mundo hostil.

En el año en el que la Universidad conmemora el 400 Aniversario de la Fundación del

Colegio de Málaga, sede de nuestra Facultad de Filosofía y Letras, esta publicación,

que recoge los discursos pronunciados en el Paraninfo con motivo de la entrega del

Premio, pretende ser un sencillo homenaje y reconocimiento a la precoz escritora; a

la autora comprometida con el mundo literario, y sobre todo con sus lectores, a los

que nos sigue trasmitiendo su legado plural y de variados registros; un homenaje, en

fin, a la Académica de la Lengua y, particularmente, al ser humano que ha inventado

para todos nosotros otras realidades.

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discurso del premio cervantes 2010

Dª. Ana María Matute

Majestades Autoridades:

Sospecho que no soy la primera en decir que nunca, durante la larga travesía de mi

vida (salpicada, por cierto, de abundantes tempestades), imaginé que llegara a conocer

un día como éste. Y, junto a la inmensa alegría que me invade, debo confesarles que

preferiría escribir tres novelas seguidas y veinticinco cuentos, sin respiro, a tener

que pronunciar un discurso, por modesto que éste sea. Y no es que menosprecie los

discursos: sólo los temo. Mi incapacidad para ellos quedará manifiesta enseguida, y,

por tanto, me permito apelar a su benevolencia. Pero antes deseo hacerles partícipes

de mi agradecimiento: este premio lo considero como el reconocimiento, ya que no

a un mérito, al menos a la voluntad y amor que me han llevado a entregar toda mi

vida a esta dedicación.

Así que esta anciana que no sabe escribir discursos sólo desea hacerles partícipes de

su emoción, de su alegría y de su felicidad -¿por qué tenemos tanto miedo de esa

palabra?- a todos cuantos han hecho posible este sueño, sueño que me acompaña

desde la infancia. Desde aquel día en que oí por vez primera la mágica frase:

“Érase una vez...” y conmovió toda mi pequeña vida.

Érase una vez un hombre bueno, solitario, triste y soñador: creía en el honor y la

valentía, e inventaba la vida. San Juan dijo: “el que no ama está muerto” y yo me

atrevo a decir: “el que no inventa, no vive”. Y llega a mi memoria algo que me contó

hace años Isabel Blancafort, hija del compositor catalán Jordi Blancafort. Una de

ellas, cuando eran niñas, le confesó a su hermanita: “La música de papá, no te la creas:

se la inventa”. Con alivio, he comprobado que toda la música del mundo, la audible

y la interna -esa que llevamos dentro, como un secreto- nos la inventamos. Igual

que aquel soñador convertía en gigantes las aspas de un molino, igual que convertía

en la delicada Dulcinea a una cerril Aldonza. Inventó sensibilidad, inteligencia

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y acaso bondad -el don más raro de este mundo- en una criatura carente de todos

esos atributos. (¿Y quién no ha convertido alguna vez a un Aldonzo o Aldonza de

mucho cuidado en Dulcineo o Dulcinea...?)

El tiempo en el que yo inventaba era un tiempo muy niño y muy frágil, en el que

yo me sentía distinta: era tartamuda, más por miedo que por un defecto físico. La

prueba de ello es que esa tartamudez desapareció durante los bombardeos. O así

lo creo. Pero el caso es que, salvo excepciones, las niñas de aquel tiempo, mujeres

recortadas, poco o nada tenían que ver conmigo. Y traigo esto a cuento para explicar

-y quizá explicarme de algún modo- mi extrañeza, mi entrega total, absoluta, a esto

que luego supe se llamaba Literatura. Y que ha sido, y es, el faro salvador de muchas

de mis tormentas.

Sí, este galardón que tanta felicidad y optimismo me causa -y no olvidemos que

el optimismo y los planes de futuro, a los ochenta y cinco años, son cuestiones a

meditar o poner en tela de juicio- puede ser el colofón a la entrega de toda una vida

que, en mis tiempos mozos, consideré en su mayor parte una “vida de papel”. Y

recuerdo. Recuerdo. Sólo tenía un amigo, mi muñeco Gorogó, que, naturalmente,

más tarde incorporé a una de las novelas con las que me siento más identificada,

Primera memoria. Aunque no haya escrito nunca una novela autobiográfica, estoy en

sus páginas. Todo eran inventos, hasta que supe que en la Literatura -en grande-,

como en la vida, se entra con dolor y lágrimas. Gorogó lo sabía, lo sabe y no me

ha abandonado desde el día en que mi padre, teniendo yo cinco años, me lo trajo

de Londres, donde lo llaman algo así como Golligow. Mi padre sabía que a mí no

me gustaban las muñecas, ni los juegos de las niñas de aquel tiempo: mujeres

recortadas, las llamé yo. Imitar a mamá y a las amigas de mamá era todo su futuro.

Gorogó, como entonces, sigue conmigo ahora, lo llevo a todos mis viajes, y le sigo

contando lo que no puedo contar a nadie. (Hoy también me espera en el hotel).

Y sigo haciéndole partícipe, por ejemplo, del miedo que siento por tener que

pronunciar estas palabras, y, sobre todo, ante quienes debo hacerlo. Gorogó, estás

aquí -mi mejor invento-, estás a mi lado, viejo amigo, en este día inolvidable, con tu

ojo derecho ya nublado, como el mío, aunque ya no luzcas aquellos cabellos negros,

hirsutos, de limpiachimeneas dickensiano, aunque falten los botones de tu frac azul...

¡Cómo nos parecemos, Gorogó! ¿Te acuerdas de aquel día, que hoy me devuelves

con toda la añoranza y el encanto-desencanto que compone una vida tan larga...?

¿Y recuerdas la timidez, el asombro y la audacia de mis casi veinte años, cuando por

primera vez me asomé al mundo editorial, del que lo ignoraba todo?

La osadía que impulsa a los adolescentes y a los ignorantes y a los fabricantes de

inventos y de sueños -¿acaso no son, a veces, una misma cosa?-, todo eso me empujó

a llevar mi primera novela -escrita años antes, a los diecisiete- a probar fortuna en

una de las más prestigiosas editoriales. Pero mi mayor osadía era no sólo llevar

una novela casi adolescente a una importante editorial, sino que, encima, la llevaba

escrita a mano, en un cuaderno escolar, cuadriculado, con las tapas de hule negro.

(Si alguien de mi edad me está escuchando, sabrá de qué tipo de libreta hablo.

Eran las libretas de la posguerra). Yo iba a Destino cada día, con mi libretita bajo

el brazo, diecinueve años y calcetines -que entonces estaban de moda a esa edad- y

mi aspecto aún más aniñado del normal. Un empleado que se había fijado en mí

(debía de resultar patética) se conmovió con mis pretensiones y mi libreta y me

consiguió una entrevista con el director. Se trataba del novelista Ignacio Agustí,

que acababa de tener un enorme éxito con su novela Mariona Rebull. Cuando vio mi

cuadernito lleno de letras e “inventos”, tuvo la delicadeza de no manifestar ni burla

ni extrañeza. Debo agradecérselo, era un verdadero señor. Con infinita paciencia,

me explicó que debía pasarlo a máquina y que ellos la leerían, y que ya me dirían

algo. Aún hoy me sonrojo recordándolo. Era la criatura más ignorante y despistada

de cuanto el mundo editorial se refería. Nadie de mi entorno, ni familiares,

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ni amistades, conocidos o saludados (como diría Josep Pla) había tenido nada que

ver con el mundo editorial. Eran lectores, eso sí, pero de la confección de un libro lo

ignoraban todo. Afortunadamente, la lectura y los libros no escasearon en mi casa

ni en mi familia. Cosa que he de agradecerles, porque no era muy frecuente en la

España de entonces.

Pocos días después, tuve la enorme alegría -y, por qué no decirlo, el vago temor- de

que la editorial Destino me contratase el libro. Eso sí, con la sorpresa de mi estupefacto

padre, a quien yo no había anticipado nada de aquellos afanes, y que fue requerido

para dar validez a mi contrato con su firma, pues yo era menor de edad. Animada

por el éxito de aquellos primeros pasos, y enterada de la existencia del Premio Nadal

-que había ganado otra mujer joven, Carmen Laforet, aunque ella era algo mayor que

yo-, envié mi segunda novela, escrita a los diecinueve, con la esperanza de obtenerlo

yo también. No fue así, pero tengo aún la satisfacción y acaso orgullo de constatar

que quedó en tercer lugar, cuando se llevó el premio el gran Miguel Delibes.

La novela citada, llamada Los Abel, y escrita, que no publicada, a los diecinueve años,

suplantó en el contrato a Pequeño teatro (que, once años más tarde, obtuvo el Premio

Planeta). Y ese fue mi verdadero bautizo de entrada en el mundo editorial. Empecé

a conocer a escritores y todo tipo de gentes de “invenciones”, puesto que me aparté

totalmente del que había sido hasta aquel momento mi entorno natural. Conocí y

viví un clima distinto, muy distinto del que había sido el mío habitual hasta aquel

momento, y que, paradójicamente, resultaba mucho más afín a mi naturaleza. Y

continué inventando invenciones, y viene a mi memoria un día en que inventé el

“arzadú”... Brotaba esporádica, espontáneamente, cuando buscaba el nombre de

una flor. Si existía, vivía sólo en la memoria de su delicadeza, su color, su perfume,

aunque no constara en ningún libro ni catálogo de botánica. Y, así, llegó un día

en que estudiosos y minuciosos profesores y escolares americanos se interesaron

por el arzadú, y me brearon a preguntas: no lo encontraban por ninguna parte. Y yo,

cobarde, me presté a seguir inventando el arzadú. Tuve que continuar inventándolo

durante años, incluso me vi obligada a dibujarlo en las pizarras, y variaba su color,

del rojo al blanco, según me pareciera pertinente... Desde aquí les pido perdón a

aquellas gentes de buena voluntad. Tómenlo como lo que era: una invención más. La

había introducido no sólo en algunos de mis cuentos, sino también en alguna novela;

y, al fin, yo me lo creía, y me lo creo: el arzadú brota cada primavera, o cada otoño,

en las vastas y ahora ya remotas colinas de los sueños. De los sueños que convierten

Aldonzas en Dulcineas, y quién sabe cuántas flores más. Tantas como soñadores, o

poetas existan. Y cuando por fin vi publicado por vez primera mi primer libro, Los

Abel, dormí toda la noche con el ejemplar bajo la almohada. Y el gran honor con el

que hoy se me ha distinguido reúne para mí tanto una trayectoria literaria como

vital: no puedo separar la una de la otra. Desde que tengo uso de razón, he leído, he

escrito, he escuchado... Desde aquel primer cuento inventado a los cinco años hasta

este último libro, que los recoge casi todos, compruebo con satisfacción que por

fin el cuento ha ingresado entre los géneros respetados de nuestra literatura. Aun

cuando contemos con entre sus cultivadores desde el inmenso Cervantes, que honra

con su nombre este premio, hasta los más recientes de nuestros escritores, jóvenes

y no tan jóvenes, hasta hace poco aún se lo ha considerado literatura “menor”. Pero

por fin en España se empieza a reconocer en el cuento, en el relato corto, el valor y la

importancia que merece.

Sobre la famosa crueldad de los cuentos de hadas -que, por cierto, no fueron escritos

para niños, sino que obedecen a una tradición oral, afortunadamente recogida

por los hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y en España, donde tanta falta

hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado “el tercer hermano Grimm”-, me

estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política

más o menos oportunos, y que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que

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ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no

sólo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos preguntamos por

qué los niños leen poco? Yo recuerdo aquellos días en Sitges, hace años, cuando

algunas tardes de otoño venía a mi casa un tropel de niños y, junto al fuego -como

está mandado-, oían embelesados repetir por enésima vez las palabras mágicas:

“Érase una vez...” Y habían dejado la televisión para escucharlas.

Yo no había cumplido los once años cuando estalló la guerra civil española. Unos

niños acostumbrados a no salir de casa si no era acompañados por sus padres o la

niñera nos vimos haciendo interminables colas para conseguir pan o patatas. No

es raro, pues, que yo me permitiera, años más tarde, definir esa generación a la que

pertenezco como la de “los niños asombrados”. Porque nadie nos había consultado en

qué lado debíamos situarnos. Nadie nos había informado de nada y nos encontramos

formando parte de un lado o de otro, tal y como me confesó un día Jaime Salinas. Yo,

ahora, sólo recuerdo que el mundo se había vuelto del revés, que por primera vez vi

la muerte, cara a cara, en toda su devastadora magnitud; no condensada, como hasta

aquel momento, en unas palabras -“el abuelito se ha ido y no volverá...”-, sino a través

de la visión, en un descampado, de un hombre asesinado. Y conocimos el terror

más indefenso: el de los bombardeos. Y, por primera vez, también cobró significado

la palabra “odio”. Y aquellos cuentos, aquellas historias “impropias para niños”,

añadieron en su ruta interna de niña asombrada un aprendizaje. Atroz. Mucho más

atroz que los cuentos de hadas.

En lugar de cuentos aislados, empecé a escribir entonces una revista, de la que era

editora, escritora y repartidora, una revista “a mano” que se pasaban unos a otros mis

hermanos y mis primos, algún amigo... Había de todo: desde cuentos, por supuesto

(que siempre acababan con un “continuará” del que yo aún no tenía clara noticia),

hasta crítica de cine, con sus correspondientes fotografías recortadas de alguna

revista. Y recuerdo ahora como, en medio de todo aquel horror, qué encanto, qué

maravilloso invento de la vida era para mí aquella llamada revistilla... y todo lo que

yo ignoraba, que sería lo que continuaría mañana...

Entonces escribí mi primera novela. Se llamaba Juanito, y ocurría durante la Revolución

Francesa. Pero pueden imaginar qué extraña Revolución Francesa relataba... Claro

está: me la inventé, pero algo tienen los inventos-sueños, porque, cuando durante

la noche, toda la casa dormida, acudía al cuarto de mis dos hermanos, José Antonio

y José Luis, y, ayudada por una linternilla de pilas, se la leía, protestaban cuando yo

decía “continuará”. (Y eso quería decir hasta la noche siguiente). Entonces parecía

llenarse de magia la habitación a oscuras de los niños. Niños asombrados -como

cuando, en cierta ocasión, vi surgir, al partir un terrón de azúcar en la oscuridad, una

chispita azul-, algo que me reveló que yo sería escritora, o que ya lo era.

Con ello sólo quiero decir que aquella lucecita azul, aquel virus, no me abandonó

nunca. Cuando Alicia, por fin, atravesó el cristal del espejo y se encontró no sólo

con su mundo de maravillas, sino consigo misma, no tuvo necesidad de consultar

ningún folleto explicativo. Se lo inventó, como la música de papá.

Ahora, tras estas deshilvanadas palabras, ojalá haya logrado trasmitirles algo de

mi alegría, mi gratitud por la distinción que aquí me trae. Y me permito hacerles

un ruego: si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las

criaturas que trasmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las

he inventado.

Muchas gracias.

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discurso de la ministra de cultura

Dª. Ángeles González Sinde

Majestades, Presidente, Presidenta de la Comunidad, Alcalde, Rector, amigos y amigas...

querida Ana María.

En 1960 las aguas de un pantano anegaron Mansilla de la Sierra. Sus habitantes

se trasladaron al nuevo pueblo de Mansilla, que tuvo que trepar para sobrevivir a la

ladera del monte. Este pueblo nuevo de Mansilla tiene por lo tanto un frontón, un

ayuntamiento, una iglesia, un bar, varias filas idénticas de casas blancas adosadas y

muchas cuestas empinadas.

A los pies de Mansilla, claro, está el embalse. Y bajo las aguas, sumergidas, las calles

que pisaron Ana María Matute y sus hermanos en su niñez. La Matute, sus hermanos y

otros muchos niños con peor o mejor suerte.

Mansilla es un lugar al que sólo se va si así se desea. Quiero con esto decir que Mansilla

no está de paso. Se va expresamente.

Como a la literatura de Matute. Un lugar al que se va por voluntad y con deseo.

Es singular Mansilla. Está en el límite entre Burgos y la Rioja y antes de llegar hay que

atravesar parajes con bosques que parecen encantados.

Si uno pasea en barca por el pantano, hay ocasiones en que cree ver las antiguas

edificaciones todavía en pie bajo el espejo movedizo de las aguas.

A mí me atrae el modo en que ese mundo sumergido parece estar y a la vez no estar ahí y

de pronto otra vez se vislumbra. Entonces, al mirar nos marea un sentimiento de anhelo

y pérdida por todo lo que se ha ido ya y de alguna manera por todo lo que se perderá en

nuestras vidas. Como si el mundo inferior fuera el espejo y el mapa del superior.

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Matute lo sabe bien.

Se puede escribir sobre muchas cosas, naturalmente. Se puede escribir de lo visible.

Del nuevo pueblo de Mansilla. De la presa. Y de las nuevas casas blancas, todas

iguales. Y no es fácil. Y también se puede escribir de lo invisible. De lo que quedó

sumergido bajo las aguas.

Hay además personas que pueden contar desde su cabeza todo, lo mucho o poco, lo

muchísimo quizá que acontece allí, en su mente. Son buenos escritores.

Pero a veces hay otros autores, muy escasos, que pueden hablar de otras cosas, las

que no ocurren ni sobre la tierra que pisamos, ni tampoco en nuestras mentes. Son

los privilegiados que pueden escribir sobre lo inexplicable.

Dice Matute que eso, lo inexplicable, lo intangible es lo que nos mantiene vivos en

la adversidad. Y lo que vale la pena ser contado.

Dice también que escribe para denunciar una realidad aparentemente invisible. Una

realidad que conviene rescatar del olvido y de la marginación a la que tan a menudo

la sometemos en la vida cotidiana.

Es decir, que Matute es una mujer valiente. Se podrán afirmar muchas cosas de

ella, pero desde luego no se la puede tachar de medrosa, ni se amilana, ni le faltan

arrestos.

Y eso que hay quienes han intentado, cómo diría yo, hacerla pequeña, hacernos creer

que una mujer que escribe sobre la infancia es una mujer, de algún modo, infantil, y

que no vuelve más que a las tareas propias de su sexo y condición.

Como es valiente, Matute no necesita defenderse de estas acusaciones. Ya la

defiende su obra. Y sus lectores. El asunto invisible que quiere hacer visible no es

la infancia como insisten algunos. Parece que es la infancia, pero son ante todo

la incomunicación, la soledad, el amor y el odio entre hermanos, la crueldad, la

desigualdad...

Y por supuesto, lo inexplicable.

Además de una mujer intrépida, que dice y hace cosas audaces, como por ejemplo

no tener que conquistar el título de escritora ni esperar a que se lo diera ninguna

Academia ni ningún Ministerio, porque ella sabía que era escritora exactamente

desde los cinco años que es cuando lo decidió, es osada porque sabe reconocer la

alegría. El otro día dijo: “en la vida me han pasado cosas malas, cosas terribles, es

cierto, pero también he tenido muchas alegrías. Y he sabido disfrutarlas”.

Deseo, voluntad de ser escritora, vocación de felicidad, en Matute esta reivindicación

de la alegría es casi subversiva. Me imagino que ha sido subversiva en muchos

momentos. Como subversiva era entregando cada semana durante dos años sus

cuentos sin final feliz a la revista femenina Garbo, a pesar de las quejas del jefe de

redacción. Que algo debía de ver en los cuentos, porque no dejó de encargárselos.

¿O serían las lectoras, más entendidas, más exigentes, quienes no dejaban al

redactor salirse con la suya? Lectoras quizá populares sin la formación de quienes

frecuentaban las tertulias literarias del momento, pero con olfato intuitivo para los

relatos cargados de verdad de una escritora nueva.

Nuestra Premio Cervantes era entonces una joven madre volcada, como muchas de

sus lectoras, en sacar adelante a su hijo. Sacar adelante a un hijo y una vocación.

Porque Matute es también tenaz como es audaz y es sabia.

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Y como es sabia y excesiva y seductora, Matute nos ha ido convenciendo de algo que

parece imposible: depositar nuestra salvación en aquello que es más frágil: un baúl,

un bosque, un cuaderno para cuentas...

Pero ¿cómo podemos esperar salvarnos en aquello que es más frágil?

El baúl: un mundo en el sótano, en el desván, multum in parvo.

El bosque: lo sugerido entre las sombras y las raíces, entre el batir de alas de un ave

que no se ve, sólo se sospecha.

Son puertas a la fantasía y la imaginación, a la dimensión espiritual de lo material,

un campo en el que Matute es experta.

A través de esos objetos, del baúl antiguo que nos atemoriza, del bosque cambiante

dotado de vida propia, de un cuaderno de cuadrícula, Matute nos enseña a entrar

en otro mundo: pasado, deseo, sueño, un mundo del que nosotros mismos somos

portadores.

Italo Calvino, que amaba tanto y confiaba tanto como Matute en lo que algunos

llaman cuentos de viejas, explicaba que “a los duros trabajos y las duras condiciones

de vida de las mujeres, se contraponían las figuras de las brujas que volaban por las

noches en los palos de las escobas hasta otro mundo, a otro nivel de percepción,

donde podían encontrar las fuerzas para modificar la realidad”.

La levedad, la ligereza deseadas como contrapeso a la privación sufrida en el día a día,

hacen del narrar el primer recurso para abandonar la barbarie, nos enseña Matute.

Matute no vuela subida en una escoba, que sepamos, a pesar de que en más de un

momento seguro que hubiera deseado esa fuga, pero estoy convencida de que ganas

no le faltan, porque hay pocas aventuras, al menos literarias, con las que no se atreva.

Sólo hay una cosa que le impuso temor, y es desprenderse del Rey Gudú. Dicen que

postergaba y postergaba el momento de dar por bueno el último capítulo y que su

agente y amiga, la querida, fundamental Carmen Balcells, tuvo prácticamente que

encerrarla a cal y canto, como a las princesas en las torres, para que pusiera punto y

final al monarca y su estirpe.

Y a veces parecería que los tiempos que le tocó vivir a la Matute eran mejores,

más significativos. Más pulidos y precisos en sus contornos frente a los tiempos

desdibujados de ahora, saturados de imágenes, pero de imágenes de segunda mano.

O de cuarta o de quinta.

Yo sé que eso no es en absoluto así. Que una infancia partida por la Guerra Civil no

es envidiable. Ni una espesa gris densa larguísima posguerra. Que la Matute, como

ese personaje que tanto le interesa, la Bella Durmiente, durante un período largo y

duro de su vida también sufrió un hechizo que la impedía escribir y del que tuvo que

despertar con mucho esfuerzo.

“... y los violines y los oboes tocaron piezas antiguas, pero excelentes, aunque hacía

más de cien años que nadie las tocaba...”

Eso escribió Perrault. Y como esos violines y esos oboes del cuento, Matute hace

que cualquier tiempo o espacio que ella elija contar, por antiguo que sea, parezca

excelente.

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He visto las pruebas. He visto el retrato de Ana María junto a Esther Tusquets y

Ana María Moix en su casa de Sitges. Es una foto que conviene mirar cada tanto.

Yo procuro llevarla encima. Es un talismán. Uno de esos objetos que nos abren las

puertas de nosotros mismos, como dice Ana María. Cuando una mujer creadora no

sabe para donde tirar y se pierde en el bosque, puede recurrir a esa foto de Colita.

En ella se ve a tres mujeres capitaneadas por Matute, tres mujeres escritoras, muy

buenas escritoras, en 1970 que están juntas y dicen claramente: no le debemos nada

a nadie.

Y es que quizá, escribir pertenece a otro universo distinto del de vivir. Y eso es lo que

le gusta a Ana María. “Sin escribir no soy nada, no valgo nada, no soy yo. Si escribo

soy yo. Si alguien te lee, tu vives un poco todavía”, suele decir.

¿Y dibujar? Es otra de esas actividades secretas a las que muy pronto se entregó la

niña Matute con espíritu indomable. Es una escritora que dibuja, porque dibujar es

una manera de comprender y también de pensar el mundo. De estar en el mundo

mediante esa estrecha conexión entre la mano y la cabeza que es la artesanía: la

habilidad y el deseo de hacer las cosas bien como las hace Ana María, esa artesana

inteligente que se ata a la tierra, a la materia.

Por todas estas razones me alegra, reivindico la felicidad de poder estar hoy aquí tan

cerca de nuestra Premio Cervantes 2010, Doña Ana María Matute, como Ministra de

Cultura y, al menos hoy por un rato, como ministra de lo invisible y ministra de lo

inexplicable.

Porque conviene recordar que esta contadora de historias, esta buscadora de lo

inexplicable es también una enorme generadora de empleo. A veces me pregunto

¿cuántos libreros habrán pagado el alquiler de su local gracias a la Matute?

¿Cuántos impresores? ¿Cuántos distribuidores? ¿Cuántos correctores de pruebas,

fabricantes de papel, cuántos transportistas, conserjes, telefonistas, contables,

administrativos, secretarias, traductores en cuántas editoriales?

Miro las mesas de novedades de nuestras librerías, los cientos de miles de registros

que se generan en la red en fracciones de segundo con apenas teclear su nombre y

pienso: este país tiene futuro y ese futuro pasa por la cultura.

La cultura, donde se encuentran las fuerzas para modificar la realidad.

La cultura donde podemos salvarnos mediante aquello que es más frágil, un mundo

inferior que es espejo y mapa del superior.

Como el pueblo de Mansilla, que, como la Bella, sumergido y durmiente, tiene

también otro final imaginado para nosotros por Ana María Matute en su libro

El río:

“Bajo el cristal verde oscuro, en el fondo del pantano vivirá aún aquel río. Y, cerrando

los ojos, lo veo intacto como un milagro. Un río de oro que corre hacia algún lugar

de donde no se vuelve, como la vida.”

Muchas gracias.

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palabras de s. m. el rey juan carlos 1en la entrega del premio cervantes 2010a ana maría matute

Hoy tenemos la alegría de encontrarnos nuevamente en este bello paraninfo de la

Universidad de Alcalá, en la ceremonia anual de mayor importancia y significado

para las Letras hispánicas.

Esta es una cita muy esperada y querida por todos. Con la entrega del Premio

Cervantes celebramos la grandeza y la altura de la Literatura en español, la maravillosa

lengua que une a tantas Naciones hermanas del mundo.

Lamentablemente hoy nos duele la triste noticia del fallecimiento de Gonzalo Rojas

que, en el año 2004 y en este mismo lugar, hizo un encendido elogio de la palabra.

Con Cervantes, decía, “el ojo ganó en prodigio y la palabra ensanchó su ser”.

En su edición de 2010 el Premio Cervantes ha recaído en Ana María Matute, sin duda

una de las narradoras más destacadas y brillantes de habla hispana. Su excelencia

literaria y su deslumbrante universo imaginativo, hacen de nuestra galardonada una

de las más grandes y singulares escritoras de nuestro tiempo.

Por tan preciado y merecido reconocimiento le damos de todo corazón nuestra más

afectuosa enhorabuena. Ayer lo dije y hoy lo quiero repetir: toda su obra tiene un

inconfundible sello cervantino.

De Ana María Matute se admiran muchas y destacadas cualidades como su fina

sensibilidad, su capacidad creativa y su reconocida maestría para convertir la realidad

-por dura que sea- en hermosas palabras, relatos, cuentos y novelas. Como ella misma

ha dicho, la realidad y la fantasía son las dos materias primas de los sentimientos.

“¿Acaso -se ha preguntado- nuestros sueños, nuestra imaginación no forman parte

también de nuestra realidad?”.

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Al mismo tiempo, la creación literaria de nuestra Premiada está íntimamente ligada

a una trayectoria vital que la llevó a conocer y sentir España en toda su hondura,

riqueza y diversidad, desde las grandes ciudades hasta los pueblos más recónditos.

La tragedia de nuestra Guerra Civil dejó una huella imborrable en su alma infantil y

juvenil. Una marca que, de alguna manera, ha quedado grabada en gran parte de su

producción moldeada desde el prisma de la niñez.

Ana María Matute ha considerado a menudo la literatura como una forma de extraer

de uno mismo el malestar del mundo, una suerte de rebelión íntima. Para ella, la

literatura es así un estado natural que ayuda a trascender las etapas de soledad por

las que, tantas veces, transita la vida.

A través de sus libros ha sabido afirmar su vocación, inteligencia y personalidad,

superando dificultades de toda índole. Por eso, sus logros tienen el valor del talento,

así como de la fortaleza y del coraje.

Los numerosos títulos de su rica obra dan fe de su amor por la musicalidad del

lenguaje al jugar con el ritmo de las palabras y con la entonación. Nos muestra así

una técnica depurada y excelente que únicamente pertenece a los mejores maestros.

De su escritura personal e inconfundible, se ha dicho además que deslumbra por

la sostenida coloración poética y la densidad de sus imágenes tan palpables en sus

cuentos.

En la autora se hacen realidad las dos virtudes que Cervantes predicó de los cuentos al

afirmar que “...unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de

contarlos”. Sus textos son un prodigio de filigrana que muy pocos pueden alcanzar.

Cumplen, en sus propias palabras, “el deseo de conocer otro mundo, de ingresar en

el reino de la fantasía, a través de nosotros mismos”.

Hoy, no solo queremos resaltar sus cualidades, sino agradecer que el genio de la

Premiada haya hecho pensar, sentir y soñar a tantos lectores, de todo el mundo y de

todas las edades. De ahí que los numerosos e importantes galardones con los que ha

sido distinguida a lo largo de los años, solo sean una señal del aprecio que sus libros

logran en un público tan amplio y diverso.

Ese aprecio por su altura lingüística y literaria la hicieron merecedora ya hace varios

lustros de un sillón en la Real Academia Española.

Hoy es un día de fiesta grande para el idioma español y para los cientos de millones

de personas que lo compartimos.

Al término de esta solemne entrega, tan solo quiero decir a Ana María Matute con

especial emoción y profundo afecto: ¡Muchas gracias y mil felicidades de nuevo

portan extraordinaria obra y sobresaliente aportación a la Literatura en español!

Muchas gracias.

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ana maría matuteapuntes biográficos

Nació en Barcelona, en 1925.

Comenzó a publicar muy joven, dándose a conocer en la revista “Destino” donde

publicó sus primeros cuentos.

Su novela “Los Abel” fue finalista del premio Nadal en 1947. Desde entonces comenzó

una larga trayectoria literaria repleta de premios, entre los que destacan, en su

primera etapa, el Premio Gijón (1952) por “Fiesta al Noroeste” y el Premio Planeta

(1954) por “Pequeño Teatro”.

Fue “Visiting Lecturer” en la Universidad de Indiana durante el curso académico

1965/66, así como lectora en la Universidad de Oklahoma (Estados Unidos). La

Universidad de Boston mantiene una colección “Ana María Matute” en la que

conserva sus manuscritos. Es miembro de la Hispanic Society of América, de Sigma

Delta Pi y Honorary Fellow de la American Association Teachers of Spanish and

Portuguese.

En junio de 1996 fue elegida miembro de la Real Academia Española para ocupar el

sillón “K”, vacante tras el fallecimiento de Carmen Conde. Tomó posesión el 18 de

enero con un discurso titulado “En el bosque”.

Después de un largo período de silencio, volvió de nuevo a la literatura en 1993 con

la versión integra sin censurar de “Luciérnagas” y posteriormente con “Olvidado Rey

Gudú”. Su incursión en la literatura infantil ha dejado obras tan representativas como

“Los niños tontos” y “Paulina”; así como las premiadas “El Polizón de Ulises”, “Sólo un pie

descalzo” o “El verdadero final de la Bella Durmiente”, entre otras.

Su abundante obra está traducida a más de veinte idiomas.

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Premios obtenidos

Premio de Literatura en Lengua Castellana “Miguel de Cervantes” (Ministerio de Cultura) en 2010.

Premio “Quijote” de las Letras Españolas (Asociación Colegial de Escritores de España, ACE) en 2008.

Premio Extremadura a la Creación a la mejor Trayectoria Literaria de Autor

Iberoamericano (Consejería de Cultura de la Junta de Extremadura) en 2008.

Premio Nacional de las Letras Españolas (Ministerio de Cultura) en 2007, al conjunto de su obra.

Premio Internacional Terenci Moix. Premio a la Trayectoria Literaria (Ana María Moix) en 2006, por su trayectoria literaria.

Premios “Ciudad de Alcalá” de las Artes y las Letras (Ayuntamiento de Alcalá de Henares y la Fundación Colegio del Rey) en 2001, por su trayectoria profesional.

Pluma de Oro (Club de la Escritura) en 2000 por toda una vida dedicada a relatarnos el alma humana.

Premio Ojo Crítico de Narrativa (Radio Nacional de España) en 1997 por “Olvidado Rey Gudú”.

Pluma de Plata (Club de la Escritura) en 1997, en reconocimiento a su trayectoria literaria.

Premio Ciutat de Barcelona de Literatura en Lengua Castellana (Ayuntamiento de Barcelona, Institut de Cultura) en 1995 por “El verdadero final de la Bella

Durmiente”.

Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil (Ministerio de Cultura) en 1984 por “Sólo un pie descalzo”.

Premio Ministerio de Cultura. Libro de interés juvenil (Ministerio de Cultura) en 1976 por “Paulina”.

Premio Fastenrath (1909-2003) (Real Academia Española - U P Fastenrath) en 1965 por “Los soldados lloran de noche”.

Premio Lazarillo de Creación Literaria (Organización Española para el Libro Infantil y Juvenil) en 1965 por “El polizón de Ulises”.

Premio Nacional de Literatura Miguel de Cervantes (Ministerio de la Gobernación, 1949) en 1959 por “Los hijos muertos”.

Premio de la Crítica de Narrativa en castellano (Asociación Española de Críticos Literarios) en 1959 por “Los hijos muertos”.

Premio Nadal (Ediciones Destino) en 1959 por “Primera memoria”.

Premio Planeta (Editorial Planeta) en 1954 por “Pequeño teatro”.

Premio Café Gijón de novela (Ayuntamiento de Gijón) en 1952 por “Fiesta al

noroeste”.

Otras distinciones

Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid, 2005.

Medalla de Honor de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, 2001.

Medalla de Oro al Mérito Artístico del Ayuntamiento de Barcelona, 2001.

Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo, 2000.

En 1997 recibió el homenaje de la Feria del Libro de Madrid.

Premio de la Hispanidad, 1997.

Medalla de oro al Mérito de las Bellas Artes, 1996.

Letras de Oro, galardón que concede el Instituto de Estudios Ibéricos, 1993.

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Obra

Narrativa

La puerta de la luna. Cuentos completos - Destino, 2010

Paraíso inhabitado - Destino, 2008

Aranmanoth - Espasa-Calpe, 2000

Los de la tienda; El maestro; La brutalidad del mundo - Plaza & Janés, 1999

Olvidado Rey Gudú - Espasa-Calpe, 1996

Casa de juegos prohibidos - 1996

Biblioteca de Ana María Matute - Plaza & Janés, 1994

De ninguna parte - Fundación de los Ferrocarriles Españoles, 1993

Luciérnagas - Destino, 1993

La Virgen de Antioquía y otros relatos - Grijalbo, 1990

Los mercaderes - Destino, 1977

La torre vigía - Lumen, 1971

Obra completa - Destino, 1971

La trampa - Destino, 1969

Algunos muchachos - Destino, 1968

Los soldados lloran de noche - Destino, 1964

El arrepentido - Destino, 1961

Historias de la Artámila - Destino, 1961

Tres y un sueño - Destino, 1961

Primera memoria - Destino, 1960

Los hijos muertos - Destino, 1958

El tiempo - Mateu, 1956

Los niños tontos - Arion, 1956

En esta tierra - Éxito 1955

Pequeño teatro - Planeta, 1954

Fiesta al Noroeste - Afrodisio Aguado, 1953

La pequeña vida - Tecnos, 1953

Los Abel - Destino, 1948

Infantil y Juvenil

Cuentos de infancia - Mr Narrativa, 2002

Todos mis cuentos - Lumen, 2000

El verdadero final de la Bella Durmiente - Lumen, 1995

Cuaderno para cuentas. Cuento en: Madres e hijas - Freixas, Laura (ed.)

Anagrama, 1996

La oveja negra - Destino, 1994

El árbol de oro y otros relatos - Bruño, 1991

Sólo un pie descalzo - Lumen, 1983

Carnavalito - Lumen, 1972

El aprendiz - Lumen, 1972

El polizón del “Ulises” - Lumen, 1964

Caballito loco - Lumen, 1961

El saltamontes verde - Lumen, 1961

Libro de juegos para los niños de los otros - Espasa-Calpe, 1961

Paulina - Garbo, 1960

El país de la pizarra - Molino, 1956

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Otros Géneros

Suiza y la migración: una mirada desde España - Imagine Press, 2004

El río - Destino, 1963

A la mitad del camino - Rocas, 1961

Libros traducidos por el autor

A pillo, pillo y medio, de Jacob Grimm - Institut Parramón, 1979

El zorro que perdió la cola, de Esopo - Institut Parramón, 1979

Frederick, de Leo Lonni - Lumen, 1986

Historia del pequeño Esteban Girard, de Mark Twain - Institut Parramón, 1979

La gallina ha encontrado un cornetín, de Daniel Boulanger - Institut Parramón, 1979

La vendedora de cerillas, de Hans Chistian Andersen - Institut Parramón, 1979

Nadarin, de Leo Lionni - Lumen

Por qué la mar es salada, de Paul Sebillot - Institut Parramón, 1979

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Edición

© Universidad de Alcalá, 2011

Fotografías

Iván Espínola

Impresión

TF Artes Gráficas

Depósito Legal

M-23362-2011

Primera edición, mayo 2011