Qué es civilización

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¿Qué es civilización? Opinión - 23/06/2006 0:00 - Autor: José Álvarez Junco - Fuente: Fundación Atman José Álvarez Junco A partir de fórmulas periodísticas sobre el "choque", la "guerra", el "diálogo" o la "alianza" de civilizaciones, "civilización" se ha convertido en un término que goza de una considerable moda en la actualidad. Pero ello de ningún modo significa que su significado sea claro, ni que exista un acuerdo sobre él. La primera vez que se habló de "civilización" fue en el siglo XVIII, en el marco conceptual de la teoría del progreso. Los ilustrados comenzaron por contraponer civilización, epítome de la nueva forma de vida racional que ellos representaban, a "feudalismo"; por extensión, pasó a enfrentarse con barbarie, salvajismo o, en general, atraso. Durante todo el siglo siguiente formó parte de la visión progresiva de la historia humana, según la cual la evolución social consistía en una constante elevación de los niveles morales y materiales de vida, gracias fundamentalmente al avance del saber. Civilización equivalía a refinamiento o progreso. Había individuos y grupos sociales civilizados (o instruidos, "pulidos") e individuos y grupos groseros, igual que había pueblos avanzados y pueblos primitivos. La raíz etimológica nos revela cuánto debía la imagen a la comparación entre la ciudad y el campo: civilizado, como cívico o civil, tenía su raíz en cives o civitas; más expresivo aún era el término "urbanidad", que también equivalía a cortesía y educación. Lo contrario, lo tosco o inculto, se relacionaba, siguiendo la misma lógica, con lo "rústico" o perteneciente al campo. Considerándose portadoras de la civilización, las naciones europeas se proclamaron, en la segunda mitad del XIX, investidas de la misión de "civilizar" al resto del orbe. Como consecuencia política de la idea anterior tuvo una enorme utilidad práctica, pues justificó el dominio violento de los europeos sobre una buena parte del mundo, sobre todo africano y asiático, al que mantuvieron en situación colonial hasta después de la II Guerra Mundial. Todavía el actual Diccionario de la Real Academia Española define "civilizar" como "sacar del estado salvaje a pueblos o personas"; y en versiones no muy antiguas de esa misma obra "civilización" era "aquel grado de cultura que adquieren pueblos o personas cuando de la rudeza natural pasan a la primera elegancia y dulzura de voces, usos y costumbres propios de gentes de cultura". No merece la pena seguir sobre esta acepción del término porque, aunque todavía goce de un uso muy extendido en el lenguaje diario, hace tiempo que ha perdido toda vigencia entre los científicos sociales. Sólo puede utilizar la palabra "civilización" en este sentido quien siga anclado en la idea decimonónica -dieciochesca, más bien- de una racionalidad progresiva y lineal, una manera de describir la evolución humana que se encuentra en estos momentos muy envejecida.

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¿Qué es civilización?Opinión - 23/06/2006 0:00 - Autor: José Álvarez Junco - Fuente: Fundación Atman

José Álvarez JuncoA partir de fórmulas periodísticas sobre el "choque", la "guerra", el "diálogo" o la "alianza" de civilizaciones, "civilización" se ha convertido en un término que goza de una considerable moda en la actualidad. Pero ello de ningún modo significa que su significado sea claro, ni que exista un acuerdo sobre él.

La primera vez que se habló de "civilización" fue en el siglo XVIII, en el marco conceptual de la teoría del progreso. Los ilustrados comenzaron por contraponer civilización, epítome de la nueva forma de vida racional que ellos representaban, a "feudalismo"; por extensión, pasó a enfrentarse con barbarie, salvajismo o, en general, atraso. Durante todo el siglo siguiente formó parte de la visión progresiva de la historia humana, según la cual la evolución social consistía en una constante elevación de los niveles morales y materiales de vida, gracias fundamentalmente al avance del saber. Civilización equivalía a refinamiento o progreso. Había individuos y grupos sociales civilizados (o instruidos, "pulidos") e individuos y grupos groseros, igual que había pueblos avanzados y pueblos primitivos. La raíz etimológica nos revela cuánto debía la imagen a la comparación entre la ciudad y el campo: civilizado, como cívico o civil, tenía su raíz en cives o civitas; más expresivo aún era el término "urbanidad", que también equivalía a cortesía y educación. Lo contrario, lo tosco o inculto, se relacionaba, siguiendo la misma lógica, con lo "rústico" o perteneciente al campo.

Considerándose portadoras de la civilización, las naciones europeas se proclamaron, en la segunda mitad del XIX, investidas de la misión de "civilizar" al resto del orbe. Como consecuencia política de la idea anterior tuvo una enorme utilidad práctica, pues justificó el dominio violento de los europeos sobre una buena parte del mundo, sobre todo africano y asiático, al que mantuvieron en situación colonial hasta después de la II Guerra Mundial. Todavía el actual Diccionario de la Real Academia Española define "civilizar" como "sacar del estado salvaje a pueblos o personas"; y en versiones no muy antiguas de esa misma obra "civilización" era "aquel grado de cultura que adquieren pueblos o personas cuando de la rudeza natural pasan a la primera elegancia y dulzura de voces, usos y costumbres propios de gentes de cultura".

No merece la pena seguir sobre esta acepción del término porque, aunque todavía goce de un uso muy extendido en el lenguaje diario, hace tiempo que ha perdido toda vigencia entre los científicos sociales. Sólo puede utilizar la palabra "civilización" en este sentido quien siga anclado en la idea decimonónica -dieciochesca, más bien- de una racionalidad progresiva y lineal, una manera de describir la evolución humana que se encuentra en estos momentos muy envejecida.

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Otra variante, mucho más razonable, de esta manera de entender la "civilización" haría de este término algo equivalente a "modernidad". Una modernidad que se refiere, ante todo, al progreso científico y tecnológico, a un nivel de conocimientos que generan bienestar social y que, en la fase de globalización cultural en la que se supone que ha entrado el mundo, tiende a convertirse en el paradigma común para el conjunto de la humanidad. Tras la desaparición de los regímenes comunistas, y según la fórmula del "fin de la historia" propugnada por Francis Fukuyama, este ideal o modelo compartido tendió a ampliarse, al menos en Occidente, a los terrenos económico y político, y pasó a incluir la libre empresa capitalista y un sistema de poder garantizado por normas estables y asentado en instituciones legitimadas democráticamente. Esta última ampliación del modelo es más discutible, pero reduciéndola a sus aspectos tecnológicos y relacionándola no ya con nuestro tiempo sino con el nivel propio de cualquier sociedad y momento histórico, la idea es aceptable. Todos vivimos en una misma civilización en el sentido de que vivimos asentados sobre unos conocimientos científicos cuyas repercusiones prácticas afectan a todos, al menos a todos los que disponen de los recursos económicos necesarios para acceder a ellos, al margen del mundo cultural o los esquemas político-intelectuales a los que se adscriban. Dicho de manera gráfica: en el día de hoy, tanto un evangelista norteamericano conservador votante de Bush como un radical islámico seguidor de Bin Laden, un comunista chino o un shij devoto, utiliza por igual -si posee recursos para ello- el teléfono o el correo electrónico para comunicarse, la radio o la televisión para informarse o difundir sus mensajes y el avión para recorrer distancias largas de manera rápida.

Referirse a la civilización en este sentido significa aceptar que hay una modernidad única, unas coordenadas comunes, un conjunto de universales culturales. Siendo éste el caso, obviamente no es posible hablar de "choque" o "guerra" de civilizaciones, como tampoco de "alianza" o "diálogo" de las mismas. Puesto que sólo hay una civilización, no puede estar en guerra ni concertar treguas, ni paces ni acuerdos consigo misma.

Con lo que podemos concluir que cuando se habla de "civilizaciones" en plural, a lo que se está haciendo referencia es a otra cosa. Otra cosa a la que podemos llamar, de momento, "culturas". Pero el significado de este último término también requiere algunas aclaraciones.

Para hablar de "cultura" o "culturas", vuelve a ser imprescindible comenzar descartando una forma habitual de usar el vocablo en un sentido impreciso y obsoleto bastante semejante al que hemos analizado en relación con "civilización". Así ocurre cuando se habla de la gente que posee "cultura", o que es "culta", refiriéndose a aquellos que viajan, visitan museos, leen literatura sofisticada, escuchan ópera y hablan varias lenguas. "Cultura", entonces, equivale al refinamiento de un individuo o grupo social. Lo que la etimología nos revela, en este caso, es que la mente es vista como algo semejante a un terreno cultivable: si la agricultura es la cultura o el cultivo del agro, con la intención de que incremente sus cosechas, el aprendizaje es el cultivo de las facultades mentales para que produzcan mejores resultados intelectuales.

Esta acepción, tan propia de los esquemas humanistas tradicionales, tampoco corresponde al uso que del término "cultura" hacen hoy los científicos sociales. Por el contrario, desde que se extendieron las ideas de los primeros antropólogos culturales, en ciencias sociales se parte de la base de que, cualquiera que sea su nivel educativo, todo individuo inserto en una sociedad participa de una cultura; es decir, que cultura equivale, en general, a maneras de vivir, pensar y comportarse, y no a un elevado nivel de refinamiento intelectual.

En unas líneas que se han hecho célebres, el antropólogo Clifford Geertz definió la

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cultura como el conjunto de formas simbólicas públicamente disponibles (ritos, arte, ceremonias, lenguaje, tradiciones, todo lo que ayuda a conformar comportamientos y actitudes dentro de una comunidad) a través de las cuales un conjunto humano experimenta y expresa significados, lo cual le permite construir un pensamiento abstracto, comunicarse de forma compleja, perpetuar y desarrollar sus conocimientos y sus actitudes frente a la vida. Dicho de otra manera, la cultura es el conjunto de los usos y relaciones sociales, de los aspectos simbólicos, de las conductas aprendidas, de esa herencia social que no tiene que ver con la biología, con la transmisión genética. En relación con la civilización, en el sentido en el que la hemos definido antes, la cultura sería el conjunto de formas de expresión de los valores que orientan las conductas y la utilización de los instrumentos proporcionados por la civilización científico-técnica.

Entendiendo así el término "cultura", puede, desde luego, hablarse de varias, o muchas, posibles culturas. Porque, aunque las necesidades humanas sean universales, las maneras de satisfacerlas varían. Cultura sería precisamente el conjunto de instituciones, tradiciones, técnicas, costumbres, que caracterizan a un grupo humano y lo delimitan histórica y geográficamente; es decir, lo que hace que una sociedad sea una entidad coherente y distinta a otras.

Hay un peligro contra el que conviene precaverse al utilizar el concepto de cultura en este sentido: que se la considere motor o explicación de las acciones humanas. Si la cultura expresa los valores o fines últimos a los que se dirige la acción, fácilmente puede tomarse como causa de la acción: se dice, por ejemplo, que los españoles han repetido tales o cuales hazañas (o atrocidades, o errores) a lo largo de la historia porque son valientes o violentos (o individualistas, o quijotescos, etc.). Es una explicación de los acontecimientos que parece de sentido común. Si en esta sociedad han ocurrido tales hechos tantas veces es porque los individuos de este grupo "son así". Pero ello no lleva más que a un círculo vicioso, similar al de los llamados caracteres nacionales: los pertenecientes a este conjunto humano hacen tales cosas porque son así, porque su "manera de ser" les impulsa a hacerlo; pero ¿qué prueba que son así, cómo demostramos que ésta es su manera de ser? porque repiten una y otra vez tales comportamientos. Lo cual no explica, por ejemplo, por qué los españoles se mataron entre sí en guerras civiles en el siglo XIX y XX, pero al morir Franco protagonizaron una transición a la democracia poco menos que ejemplar. Un lord británico de la primera mitad del siglo XX, orgulloso de su país y creyente en los tópicos de la época sobre las psicologías colectivas, diría, para explicar los problemas políticos españoles: es que se trata de una gente muy violenta; un científico político que situara en la cultura la causa de la acción diría algo semejante, aunque en términos más sofisticados: es que se han socializado en una cultura política violenta. Pero ni uno ni otro sabrían explicar la transición post-franquista, porque no se cambia fácilmente de "cultura" ni de "manera de ser". Y es que, como variables explicativas, son términos vacíos.

La conexión entre cultura y acción es mucho más complicada. Como explicó la socióloga Ann Swidler, hace ya una década, la cultura no es un conjunto de preferencias ni de valores, sino una "caja de herramientas", un repertorio de hábitos, de formas de comportamientos, de técnicas para conseguir fines. Las necesidades humanas, según acabamos de reconocer, son universales. Todos los seres humanos tienen y han tenido siempre, en definitiva, a lo largo de la historia los mismos objetivos: asegurar su supervivencia, alcanzar el mejor nivel posible de bienestar y confort, protegerse y proteger a los suyos. Pero cada grupo ha elaborado y heredado una imagen diferente del entorno en que se mueve, de la forma en que se debe actuar en él para poder alcanzar esos fines. Según el clásico estudio de Max Weber, el capitalismo inicial se apoyó en el calvinismo, pero más tarde el calvinismo dejó de tener vigencia y no por eso desapareció el capitalismo. Cambió la forma de organizar la acción, pero no sus fines; cambiaron, y cambian

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constantemente, las actitudes, pero no los valores. No son los valores venerados -o supuestamente venerados- por una sociedad los que guían la toma de decisiones. La cultura es importante, pero no porque contenga los valores que determinan los fines o motivos para la acción, sino porque proporciona el repertorio de las posibles herramientas o técnicas que posibilitan la construcción de estrategias para la acción. Dicho de manera gráfica y repitiendo tópicos muy extendidos en España: un andaluz que entra por primera vez en contacto con un grupo al que desea atraerse para entablar relaciones comerciales, puede comenzar haciendo bromas y contando chistes; un catalán es probable que haga lo posible por presentar una imagen más formal y menos chistosa. ¿Se deduce de ahí que los andaluces son graciosos y los catalanes serios? ¿de unos puede suponerse más generosidad, porque regalan su tiempo, sus palabras e invitan a todos a tomar una copa, y de los otros más tacañería? ¿O ambos buscan el mismo objetivo, que es ganarse al grupo al que acaban de conocer, pero intentan hacerlo con distintas técnicas, porque les han enseñado distintas maneras de conseguirlo? Son distintas culturas, desde luego, pero no porque difieran sus valores o los fines para sus acciones, sino porque utilizan distintas herramientas para conseguir unos mismos fines.

Un segundo peligro que corremos cuando utilizamos conceptos como cultura o civilización en este sentido -conjuntos de costumbres, instituciones y creencias que caracterizan a los diferentes grupos humanos- consiste en hacer de ellos, no ya los inspiradores o impulsores de la acción, sino directamente los actores que se mueven en el escenario y protagonizan la acción. En este caso, se cree que las culturas hacen mucho más que inspirar o impulsar la acción: la ejecutan directamente. Son las culturas o civilizaciones las que están en guerra o las que conciertan acuerdos. De alguna forma se cae en esta trampa cuando se usan expresiones tales como el "choque de civilizaciones", predicado por intelectuales conservadores del estilo de Samuel Huntington, o la "alianza de civilizaciones", preconizada por políticos reformistas inspirados por deseos más conciliadores. Como metáfora, esta terminología es aceptable; pero sólo como metáfora. Las culturas son únicamente esquemas conceptuales que nos sirven para entender un conjunto humano en un momento histórico dado; pero no pueden ser actores ni protagonistas de nada. Ni las culturas ni las civilizaciones -aun aceptando el inadecuado uso de este término en plural- son agentes movilizadores; ni unas ni otras poseen portavoces ni dirigentes, es decir, alguien que hable ni mucho menos que decida en nombre del conjunto; ni unas ni otras poseen un enemigo, y tanto las alianzas como las guerras exigen un enemigo. Es algo así como las "clases sociales", término sin duda útil para describir la estratificación social, e incluso la explotación injusta de unos seres humanos por otros, pero no para comprender la dinámica de la historia: las clases no pueden estar en "lucha" porque no existen, ni existen personas o instituciones que las representen (¿quién habla o actúa en nombre de la clase? ¿quién dirige su lucha?). Los protagonistas de las guerras, como los que firman acuerdos o alianzas, son los individuos, o los grupos humanos estructurados en redes jerarquizadas, no las culturas, ni las clases, ni las naciones, ni las religiones, ni las lenguas (porque también se habló de "guerra de religiones", y últimamente de "guerra de lenguas").

Una tercera y última advertencia que se me ocurre proponer es precaverse contra el exceso de multiculturalismo, o de relativismo cultural, inspirado quizás por la "corrección política" imperante en los círculos intelectuales más sofisticados de la sociedad actual. Tras el fin del colonialismo europeo entre 1945 y 1960, y con las denuncias del etnocentrismo por parte de ciertos antropólogos, se puso de moda defender la imposibilidad radical de comprender y valorar las costumbres y hábitos que son ajenos al mundo en el que uno vive. Lo cual significaba que, igual que no había pueblos o razas superiores a otros, tampoco podía establecerse una "superioridad" del pensamiento científico o racional sobre el salvaje o primitivo. Cada cual, se dijo, tenía su propia racionalidad y no podía ser juzgado desde la

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racionalidad del otro. De ahí se derivó un generalizado relativismo cultural: cada cultura es un ámbito único e irrepetible, y la discrepancia entre culturas es tan profunda que no existen unos criterios comunes que permitan establecer jerarquías entre ellas. Los valores, considerados una vez más el meollo de las culturas, no podían ser sometidos a prueba o validación según unos baremos objetivos, exteriores o ajenos a la propia cultura enjuiciada.

Pero hay que insistir en que las culturas no consisten en valores, sino en peculiares maneras de expresar unos mismos valores. No hay duda de que cada cultura interpreta y simboliza la naturaleza de una manera diferente, pero siempre con el objetivo de resolver los problemas fundamentales de la existencia humana (y animal), que no dejan de ser alimentarse, protegerse y reproducirse. Estas necesidades elementales o biológicas son universales, y la función de toda cultura es satisfacerlas. Las semejanzas entre los seres humanos son mucho mayores que las diferencias. Todos los humanos somos frágiles y tenemos conciencia de esta fragilidad, como tenemos hambre y frío o sentimos el impulso reproductor. Todas las culturas, cualquiera que sea el momento histórico, han dirigido sus esfuerzos a la satisfacción de estas necesidades básicas, que pueden sintetizarse en la palabra "supervivencia", y han procurado no realizar esfuerzos estériles, sino, por el contrario, conseguir los mejores resultados posibles de cada gota de sudor derramada.

Ello implica una cierta lógica común, una racionalidad mínima. Como ha explicado en alguna ocasión Fernando Savater, nunca, en ninguna cultura, se ha considerado que la mejor forma de ocultarse ante la llegada del enemigo sea ponerse delante de un árbol o una roca; todos, llevados por una racionalidad elemental, se han puesto detrás; como todas las tradiciones culturales han considerado la verdad superior a la mentira, o el valor más estimable que la cobardía. No es imposible, por tanto, comparar las culturas. No todas son igualmente valiosas, incluso desde su propio punto de vista, desde el logro de los objetivos que ellas mismas reconocerían como suyos. Vistas así las cosas, puede hablarse de culturas "mejores" y "peores". No hay un "todo vale" en el terreno cultural.

No hay duda, en todo caso, de que la humanidad ha vivido siempre, y sigue viviendo todavía hoy, en un contexto de inmensa variedad cultural. Podemos, desde luego, hablar de globalización, pero ésta afecta sobre todo a lo que aquí hemos convenido en llamar civilización, esto es, los medios materiales, los avances tecnológicos. Podemos especular sobre si en el terreno de las culturas, es decir, de las diversas interpretaciones de la realidad y las técnicas de actuación ante ella, se mantendrán durante mucho tiempo conjuntos diferenciados en competencia o, por el contrario, avanzaremos también en el futuro hacia una convergencia, gracias a los rapidísimos avances comunicativos. Pero lo cierto es que tales conjuntos existen hoy aún con mucha fuerza y que entre ellos hay aspectos que pueden considerarse incompatibles. Entre estos elementos culturales antagónicos o incompatibles destacan, naturalmente, los estrictamente folklóricos, los asentados en la tradición y el localismo, es decir, los que se encuentran en las antípodas de la racionalidad. El núcleo más irreductible, por supuesto, es el de las creencias religiosas. En ese terreno sí que es difícil hablar de diálogo, acuerdo o alianza. Al revés de lo que ocurre con los científicos, entre los que cabe organizar un congreso mundial con razonables expectativas de que se entiendan inmediatamente, ésta es una utopía cuando se trata de clérigos o creyentes ardorosos, porque los mensajes religiosos son completa y absolutamente incompatibles. El único terreno en el que cabría diálogo entre las religiones sería a partir de lo no religioso, de la renuncia a hablar de sus mensajes fideístas específicos para limitarse a establecer las bases de una coexistencia razonablemente pacífica.

Hablar, por tanto, de "alianza" de culturas o de civilizaciones es una metáfora, ya

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que, como he dicho, ni unas ni otras son sujetos de la acción. Más que alianza entre culturas, lo que se debería predicar es "entendimiento", y no, por supuesto, entre culturas sino entre personas, entre los individuos y grupos que han sido educados en valores y tradiciones culturales diferentes. Lo cual no puede lograrse sino a partir de los denominadores comunes, que son necesariamente racionales, es decir, meta-culturales. La razón es, en realidad, lo contrario a lo cultural, si con este último término nos referimos al cultivo de las diferencias o tradiciones típicas. Para poder entendernos y convivir, en vez de dedicarnos a destacar nuestras diferencias deberíamos concentrar nuestra atención en las tendencias y necesidades comunes.

En este terreno inter-cultural, la mejor encarnación de la razón ha sido la legislación supranacional, los tratados y normas que constituyen el Derecho internacional. Aunque todos sabemos que las leyes se votan en función de intereses y prejuicios, son en definitiva la única expresión de la razón que poseemos. Por eso, más que iniciativas de encuentros o contactos, movidos por el bienintencionado deseo de "conocerse" y comprenderse (es decir, de que cada grupo le cuente al otro los mitos y leyendas sobre sí mismo), lo que debemos considerar prioritario es el respeto a la legalidad existente y su puesta en funcionamiento a plena potencia. Las Naciones Unidas y demás organizaciones internacionales, las normas, el orden legal internacional, deben ser reforzados y respetados escrupulosamente. Es la única manera de sentar las bases para una futura convivencia entre "culturas" que, precisamente por creerse encarnación de valores, son en lo fundamental incompatibles.

El "multiculturalismo" post-moderno tiene un punto de razón en su crítica a la idea de que no hay una racionalidad aséptica e intemporal desde la que se pueda juzgar a las distintas culturas, así como en su denuncia del sueño de la convergencia de todas las culturas en una única forma universal de comportamiento. Pero también es cierto que la historia es cambio, que las circunstancias evolucionan y que lo que marca nuestra era es, precisamente, el intento de construir un Derecho internacional, unas normas de convivencia inter-culturales, aprobadas por órganos en los que todos tienen representación. De ahí la gravedad que representan infracciones de ese orden internacional por parte de la primera potencia del mundo, considerada además portavoz, dirigente y espécimen representativo por excelencia del mundo occidental. Es lo que ha ocurrido, por desgracia, en la última guerra de Irak.

No dejemos, pues, que las culturas se interfieran en nuestros acuerdos y busquemos, en cambio, los puntos que tenemos en común. Y construyamos y respetemos escrupulosamente un orden legal internacional que permita la convivencia en un mundo multicultural. Esas podrían ser las coordenadas esenciales de nuestra "civilización". …………………………………………………………………………………………….

José Álvarez Junco (Viella, Lérida, n. 1942), escritor español y catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Con pocos años, su familia se trasladó a la localidad zamorana de Villalpando, donde pasará gran parte de su juventud. Estudió Ciencias Políticas en Madrid, donde trabajó con José Antonio Maravall, que le dirigió su tesis doctoral sobre el pensamiento político del anarquismo español, leída en 1973. Entre 1992 y 2000 ocupó la cátedra Príncipe de Asturias de la Universidad Tufts (Boston), y dirigió el seminario de Estudios Ibéricos del Centro de Estudios Europeos de la Universidad de Harvard. Fue también director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales hasta mayo de 2008 y por virtud de ese cargo, Consejero de Estado. En 2002 recibió el Premio Nacional de Ensayo que concede el Ministerio de Cultura.