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Mater et magistra Wikipedia http://es.wikipedia.org/wiki/Mater_et_magistra Es una carta encíclica del Papa Juan XXIII que fue promulgada el 15 de mayo de 1961. Trata sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la luz de la Doctrina Cristiana y presenta a la Iglesia como Madre y Maestra, de allí su nombre en latín Mater et Magistra. Fue anunciada el día anterior ante miles de personas en un discurso dirigido "a todos los trabajadores del mundo". Juan XXIII, advierte que la cuestión social tiene una dimensión mundial y que así como se puede hablar de personas pobres, también se ha de hablar de sectores pobres y naciones pobres. El desarrollo de la historia muestra cómo las exigencias de la justicia y la equidad atañen tanto a las relaciones entre trabajadores dependientes y empresarios o dirigentes, como a las relaciones entre los diferentes sectores económicos, y entre las zonas económicamente más desarrolladas y las zonas económicamente menos desarrolladas dentro de una misma nación; y, en el plano mundial, a las relaciones entre países en diverso grado de desarrollo económico-social. Un problema de fondo es cómo proceder para reducir el desequilibrio entre el sector agrícola, y el sector de la industria y los servicios; y para que mejore la calidad de vida de la población agrícola-rural. Sostiene que la justicia y la equidad exigen que los poderes públicos actúen para que las desigualdades entre zonas económicamente más desarrolladas y menos desarrolladas sean eliminadas o disminuidas y en las zonas menos desarrolladas se aseguren los servicios públicos esenciales. Reafirma el carácter de "derecho natural" de la propiedad privada y también de su efectiva difusión entre todas las clases sociales: La dignidad de la persona humana exige normalmente, como fundamento natural para vivir, el derecho al uso de los bienes de la tierra, al cual corresponde la obligación fundamental de otorgar a todos, en cuanto posible sea, una propiedad privada. Enfatiza en el derecho de los trabajadores de sindicalizarse y en la necesidad de que los salarios estén de acuerdo con la dignidad humana del trabajador y de su familia, con la aportación efectiva del trabajador la posibilidad económica de la empresa y la situación económica general. Juan XXIII sostiene que una economía justa no sólo depende de la abundancia y distribución de bienes y servicios sino que incluye el papel de la persona humana como sujeto y objeto del bienestar. Propone la cristianización de la familia, la empresa y la sociedad; la vocación de la Iglesia y de cada cristiano es superar la excesiva desigualdad entre los distintos sectores de la sociedad y resistir los procesos económicos y políticos que ponen en peligro la dignidad humana y la libertad. El Principio de Subsidiaridad http://74.125.95.132/custom?q=cache:oLHonEGlLKYJ:www.cepc.es/rap/ Publicaciones/Revistas/10/RPS_052_087.pdf+%22mater+et+magistra

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Mater etWikipediamagistrahttp://es.wikipedia.org/wiki/Mater_et_magistra Es una carta encíclica del Papa Juan XXIII que fue  entre zonas económicamente más desarrolladas y menos  promulgada   el   15   de   mayo   de   1961.   Trata   sobre   el  desarrolladas   sean   eliminadas   o   disminuidas   y   en   las  reciente desarrollo de la  cuestión social a la luz de la  zonas   menos   desarrolladas   se   aseguren   los   servicios 

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Mater et magistra

Wikipediahttp://es.wikipedia.org/wiki/Mater_et_magistra

Es una carta encíclica del Papa Juan XXIII que fue promulgada el 15 de mayo de 1961. Trata sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la luz de la Doctrina Cristiana y presenta a la Iglesia como Madre y Maestra, de allí su nombre en latín Mater et Magistra. Fue anunciada el día anterior ante miles de personas en un discurso dirigido "a todos los trabajadores del mundo".

Juan XXIII, advierte que la cuestión social tiene una dimensión mundial y que así como se puede hablar de personas pobres, también se ha de hablar de sectores pobres y naciones pobres. El desarrollo de la historia muestra cómo las exigencias de la justicia y la equidad atañen tanto a las relaciones entre trabajadores dependientes y empresarios o dirigentes, como a las relaciones entre los diferentes sectores económicos, y entre las zonas económicamente más desarrolladas y las zonas económicamente menos desarrolladas dentro de una misma nación; y, en el plano mundial, a las relaciones entre países en diverso grado de desarrollo económico-social. Un problema de fondo es cómo proceder para reducir el desequilibrio entre el sector agrícola, y el sector de la industria y los servicios; y para que mejore la calidad de vida de la población agrícola-rural.

Sostiene que la justicia y la equidad exigen que los poderes públicos actúen para que las desigualdades

entre zonas económicamente más desarrolladas y menos desarrolladas sean eliminadas o disminuidas y en las zonas menos desarrolladas se aseguren los servicios públicos esenciales.

Reafirma el carácter de "derecho natural" de la propiedad privada y también de su efectiva difusión entre todas las clases sociales:

La dignidad de la persona humana exige normalmente, como fundamento natural para vivir, el derecho al uso de los bienes de la tierra, al cual corresponde la obligación fundamental de otorgar a todos, en cuanto posible sea, una propiedad privada.

Enfatiza en el derecho de los trabajadores de sindicalizarse y en la necesidad de que los salarios estén de acuerdo con la dignidad humana del trabajador y de su familia, con la aportación efectiva del trabajador la posibilidad económica de la empresa y la situación económica general.

Juan XXIII sostiene que una economía justa no sólo depende de la abundancia y distribución de bienes y servicios sino que incluye el papel de la persona humana como sujeto y objeto del bienestar. Propone la cristianización de la familia, la empresa y la sociedad; la vocación de la Iglesia y de cada cristiano es superar la excesiva desigualdad entre los distintos sectores de la sociedad y resistir los procesos económicos y políticos que ponen en peligro la dignidad humana y la libertad.

El Principio de Subsidiaridadhttp://74.125.95.132/custom?q=cache:oLHonEGlLKYJ:www.cepc.es/rap/Publicaciones/Revistas/10/

RPS_052_087.pdf+%22mater+et+magistra%22+filosofia&cd=9&hl=es&ct=clnk&client=pub-2070091971271392

Intervención de los poderes públicosComienza con un análisis de la Encíclica Rerum

Novarun y, frente a las doctrinas liberales, se centra el problema de la intervención de los poderes públicos en sus justos límites. Parte del postulado de la misión del Estado «cuya razón de ser es la realización del bien común en el orden temporal», por lo que no puede permanecer ausente del mundo económico; debe estar presente en él para promover con oportunidad la producción de una suficiente abundancia de bienes materiales, cuyo uso es necesario para el ejercicio de las virtud, según Santo Tomás, y para tutelar los derechos de todos los ciudadanos, sobre todo de !os más débiles, cuales son los obreros, las mujeres y los niños.

Es también deber indeclinable del Estado el contribuir activamente al mejoramiento de las condiciones de vida de los obreros. Es, además, deber del Estado, el procurar que las condiciones de trabajo están reguladas según la justicia y la equidad, y que en

los ambientes de trabajo no sufra mengua en al cuerpo, ni en el espíritu, la dignidad de la persona humana.

Vemos claramente la necesidad de la intervención del Estado para promover la producción de bienes materiales y para tutelar los derechos de los ciudadanos y, de una manera especial, los de los niños, mujeres y obreros, y para mejorar las condiciones de vida de estos últimos.

Insiste Juan XXIII que los poderes públicos deben estar también activamente presentes en el mundo económico, a fin de promover debidamente el desarrollo de la producción en función del progreso social, en beneficio de todos los ciudadanos. Esta acción de los poderes públicos tiene carácter de orientación, de estímulo, de coordinación, de suplencia y de integración, y debe inspirarse en el principio de subsidiaridad.

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Este principio, calificado como importantísimo en la filosofía social, es el siguiente: «Así como no es lícito quitar a los individuos lo que ellos puedan realizar con sus propias fuerzas e industria para confiarlo a la comunidad, así también es injusto reservar a esa sociedad mayor o más elevada lo que las comunidades menores e inferiores pueden hacer. Y esto es, juntamente un grave daño y un trastorno del recto orden de la sociedad; porque el objeto natural de cualquiera intervención de la sociedad misma, es el ayudar de manera supletoria a los miembros del cuerpo social, y no el de asimilarlos y absorberlos».

Vuelve a reiterar el Papa la necesidad de la intervención de los poderes públicos, sobre todo en la época actual:

«Es verdad que hoy el progreso y los conocimientos científicos y de las técnicas de producción ofrece a los poderes públicos mayores posibilidades concretas de reducir los desniveles entre los diversos sectores de la provincia, entre las diversas zonas dentro de las comunidades, políticas y entre las diversas

naciones en el plano mundial; como también de contener las oscilaciones en el sucederse de las situaciones económicas y de afrontar con esperanzas de resultados positivos los fenómenos de desocupación de masas.

Por consiguiente, los poderes públicos responsables del bien común no pueden menos de sentirse obligados a desenvolver en el campo económico una acción multiforme, más vasta, más profunda, y orgánica, como también ajustarse a este fin, en las estructuras, en las competencias, en los medios y en los métodos.»

En este principio vemos cómo los poderes públicos —responsables del bien común— tienen hoy necesidad de intervención en el campo económico y social, por el progreso moderno, y la exigencia de reducir los desniveles entre zonas geográficas nacionales y mundiales; acción más profunda y más extensa que obliga aajustar medios y fines. Pero a continuación se. nos recuerdan las permanentes limitaciones de esta intervención.

Límites de la intervención de los poderes públicosEs menester afirmar continuamente el principio de

que la presencia del Estado en el campo económico, por dilatada y profunda que sea, no se encamine a empequeñecer cada vez más la esfera de la libertad en la iniciativa de los ciudadanos particulares, sino antes a garantizar a esa esfera la mayor amplitud posible, tutelando efectivamente, para todos y cada uno, los derechos esenciales de la personalidad.

Aquí se fijan exactamente los límites de la intervención ds los Poderes Públicos. Se insiste en la necesidad de la aportación simultánea de los particulares y de los Poderes Públicos. Añade: donde falta la iniciativa personal de los particulares hay tiranía política, pero si falta o es defectuosa la debida actuación del Estado, reina el desorden irremediable, abuso de los débiles por parte de los fuertes.

La intervención en el campo de la propiedadAl tratar el problema de la propiedad privada, se

afirma que también el Estado y las otras entidades públicas pueden legítimamente poseer en propiedad bienes instrumentales, especialmente cuando «llevan consigo un poder económico tal que no es posible dejarlo en manos de personas privadas sin peligro para el bien común».

Advierte la Encíclica que igualmente en esta materia debe seguirse, el principio de subsidiaridad, según el cual no debe extender su propiedad el Estado ni las otras entidades de derecho público, sino cuando lo exigen

motivos de manifiesta y verdadera necesidad del bien común, y no con el de reducir la propiedad privada, y menos aún de eliminarla.

Condición esencial impone la Encíclica a las iniciativas de naturaleza económica del Estado y de otras entidades de derecho público, que deben confiarse a personas que a una sólida competencia específica juntan una honradez inmaculada y un vivo sentido de responsabilidad para con el país, y sus actuaciones estén sujetas a un cuidadoso y constante control.

Intervención del estado en el sector agrícolaAquí también se impone la intervención del Estado.

Dice la Encíclica: «Ante todo, es indispensable ocuparse, especialmente por parte de los poderes públicos, de que en los ambientes agrícola-rurales tengan conveniente desarrollo los servicios esenciales, corno los caminos, los transportes, las comunicaciones, el agua potable, la habitación, la asistencia sanitaria, la instrucción, básica y la instrucción técnico-profesional, condiciones apropiadas para la vida religiosa, los medios recreativos, y de que

haya en ellos disponibilidad de aquellos productos que permitan a la casa agrícola rural estar acondicionada y funcionar de un modo moderno.»

Más adelante se lee: «Los trabajadores de la tierra pueden legítimamente pedir que su trabajo sea sostenido e integrado por los poderes públicos, pero con la condición de que ellos también se muestren y sean sensibles a las llamadas de! bien común y contribuyan a su realización".»

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Intervención del estado frente a desniveles nacionales e internacionales

Igualmente es obligada la intervención de los poderes públicos para evitar las desigualdades entre ciudadanos pertenecientes a una misma comunidad política por vivir en zonas con distinto desarrollo económico.

Y vuelve a recordar la Encíclica: «Los poderes públicos en virtud del principio de subsidiaridad, deben favorecer y ayudar a la iniciativa privada, confiando

a ésta donde sea y apenas sea posible, de manera eficiente, la continuidad del desarrollo económico.»

Finalmente, al hablar de la intervención del Estado para resolver los problemas económico y Sociales, queremos destacar la siguiente afirmación de la Encíclica y de la doctrina social católica: «Es absurdo querer reconstruir un orden temporal sólido y fecundo prescindiendo de Dios.»

El bien comúnEl Estado ha de intervenir en el campo de la

división y de la distribución del trabajo «según la forma y la medida que requiere el bien común, entendido rectamente». Y se define exactamente el bien común: «Concepción que se concreta en el conjunto de las condiciones sociales que permiten y favorecen en los seres humanos el desarrollo integral de su persona.»

«En un plano nacional:

han de considerarse exigencias del bien común: el dar ocupación al mayor número de. obreros; evitar que se constituyan categorías privilegiadas, incluso entre los obreros;

mantener una adecuada proporción entre salarios y precios, y hacer accesibles bienes y servicios al mayor número de ciudadanos;

eliminar y contener los desequilibrios entre los sectores de la agricultura, la industria y los servicios; realizar el equilibrio entre expansión económica y adelanto de los servicios públicos

esenciales;

ajustar, en los límites de lo posible, las estructuras productivas a los progresos de las ciencias y las técnicas;

concordar los mejoramientos en el tenor de vida de la generación presente, con el objetivo de preparar un porvenir mejor a las generaciones futuras.»

«Son, en cambio, exigencias del bien común en un plano mundial:

el evitar toda forma de concurrencia desleal entre las economías de los países;

favorecer la colaboración entre las economías nacionales, mediante convenios eficaces; cooperar al desarrollo económico de las comunidades políticas económicamente menos adelantadas.»

La intervención del Estado en el mundo económico-social está motivada por las exigencias del bien común, rectamente entendido, según acabamos de ver.

Límites: derechos de la persona humanaEn primer lugar, el Estado debe respetar los

derechos imprescriptibles e inalienables de la persona humana: «Afirmamos que el mundo económico es creación de la iniciativa personal.» De tal modo que la presencia del Estado en el campo económico «no se encamina a empequeñecer cada vez más la esfera de la libertad en la iniciativa de los

ciudadanos particulares, sino a garantizar a esa esfera la mayor amplitud posible, tutelando, efectivamente, para todos y cada uno, los derechos esenciales de la personalidad»; «hay que reconocer el derecho que cada persona tiene a ser estable, y normalmente el primer responsable de su propia manutención y de la de su propia familia».

Por eso, se afirma «que donde falta la iniciativa personal de los particulares hay tiranía política».

Grupos profesionales y corporativosBarrera sólida para las tendencias invasoras de los

Estados modernos, se encuentra en un auténtico corporativismo; es el valladar que suponen los cuerpos o grupos profesionales y sociales, verdaderamente autónomos.

Al glosar la Encíclica la doctrina de Pío XI “Quadragesimo Anno”, se indica la necesidad de la reedificación de la convivencia mediante la reconstrucción de los organismos intermedios autónomos, de finalidad económica o profesional, creados libremente por los respectivos miembros y no impuestos por el Estado».

«A los trabajadores se les reconoce como natural el derecho de formar asociaciones de sólo obreros o mixtas de obreros y patronos; como también el derecho de conferirles la estructura y organización que juzgaran más idónea para asegurar sus legítimos intereses económico-profesionales, y el derecho de moverse con autonomía y por propia iniciativa en el interior cié las mismas, a fin de conseguir dichos intereses.»

Corolario de este principio es que «obreros y empresarios deben regular sus relaciones inspirándose en el principio de la solidaridad humana y de fraternidad cristiana». Ya que tanto «la concurrencia de tipo liberal, como la lucha de clases de tipo marxista, van

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contra la naturaleza y son contrarias a. la concepción cristiana de la vida».

Es evidente que en la Encíclica encontramos la condena del liberalismo capitalista y del socialismo; la

defensa de la persona humana, de su facultad de asociación de la existencia entre el individuo y el Estado de organismos autónomos, de cuerpos sociales, puntos que confirman la doctrina corporativa de la iglesia.

La socialización y los grupos socialesCuando enfoca el tema de la Socialización, se dice en la Encíclica que es también fruto y expresión de una

tendencia natural casi incontenible de los seres humanos, de asociarse para la consecución de los objetivos que superan su capacidad y los medios de que pueden disponer los individuos aisladamente. Semejante tendencia ha dado vida, sobre todo en estos últimos decenios, a una rica serie de grupos, de movimientos, de asociaciones, para fines económicos, culturales, sociales, deportivos, recreativos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las comunidades nacionales como en el plano mundial.

Al abordar el problema de las exigencias de justicia en las relaciones entre naciones en grado diverso de desarrollo económico, se recuerda el principio de subsidiaridad, para que se reconozca y respete la individualidad de las comunidades políticas en fases de desarrollo económico.

Y al hablar de la socialización rectamente entendida la define como «un progresivo multiplicarse de las relaciones de convivencia, con diversas formas de vida y de actividad asociada, y como institucionalización jurídica».

Doctrina de la iglesia sobre el corporativismoTextos que corroboran la doctrina de la Iglesia sobre fe organización profesional y corporativa de la sociedad

son, entre otros, los siguientes:

Pío X, en Notre charge aposiolique, enseña que (da iglesia, que jamás ha traicionado a la felicidad del pueblo con alianzas comprometedoras, no tiene que desprenderse de su pasado y le basta volver a tomar, con el concurso de los verdaderos operarios de la restauración social, los organismos rotos por la revolución y adaptarlos, dentro del mismo espíritu que los inspiró, al nuevo medio creado por la evolución material de la sociedad contemporánea. Porque los verdaderos amigos del pueblo no son revolucionarios, ni innovadores, sino los tradicionalistas.»

León XÍII, en repetidas ocasiones propugna por la restauración de los gremios o corporaciones que tantos beneficios proporcionaron a la sociedad: «Muchos años duraron entre nuestros mayores los beneficios que resultaban de los gremios de artesanos... preciso es que los tales gremios o asociaciones de obreros se acomoden a las necesidades del tiempo presente.»

Pío XI. Esta misma doctrina es trazada en la Quadragesimo Anno: Elogia los gremios o corporaciones tradicionales destruidos por el liberalismo y cuyas funcionas usurparon el Estado liberal y el totalitario: (.(Aquella exuberante vida social que en otros tiempos se desarrolló en las corporaciones, o gremios de todas clases»; pues reformado el régimen social y recayendo sobre el Estado todas las cargas une antes sostenían las antiguas corporaciones, se ve él abrumado y oprimido por una infinidad de negocios y obligaciones.»

Encontramos, por consiguiente, en la Encíclica Mater et Magistra textos que se refieren a los fundamentos de un auténtico corporativismo, como base de un orden social cristiano: F.n primer lugar, el reconocimiento de la existencia en la sociedad de organismos intermedios entre el individuo y el Estado; que tienen una autonomía efectiva respecto de los poderes públicos; verdaderas comunidades formadas por personas que toman parte en su vida activa.

Segundo. Estos grupos, asociaciones o instituciones, tienen fines económicos, culturales, sociales, deportivo-recreativos, profesionales y políticos. Tercero. Se trata de una reconstrucción orgánica de la convivencia. Cuarto. Todos estos grupos o sociedades intermedias actúan bajo el principio fundamental de la subsidiaridad. Quinto. La concurrencia de tipo liberal, como la lucha de clases, de tipo marxista, van contra la naturaleza y son contrarias a la concepción cristiana de la vida.

Texto de la Encíclicahttp://www.vatican.va/holy_father/john_xxiii/encyclicals/documents/hf_j-xxiii_enc_15051961_mater_sp.html

MATER ET MAGISTRA

de Su Santidad Juan XXIII, sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la luz de la doctrina cristiana, a los venerables hermanos patriarcas, primados, arzobispos, obispos y demás ordinarios de lugar en paz y comunión con esta sede apostólica, a todos los sacerdotes y fieles del orbe católico.

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Venerables hermanos y queridos hijos, salud y bendición apostólica

INTRODUCCIÓN

1. Madre y Maestra de pueblos, la Iglesia católica fue fundada como tal por Jesucristo para que, en el transcurso de los siglos, encontraran su salvación, con la plenitud de una vida más excelente, todos cuantos habían de entrar en el seno de aquélla y recibir su abrazo. A esta Iglesia, columna y fundamente de la verdad (1Tim 3,15), confió su divino fundador una doble misión, la de engendrar hijos para sí, y la de educarlos y dirigirlos, velando con maternal solicitud por la vida de los individuos y de los pueblos, cuya superior dignidad miró siempre la Iglesia con el máximo respeto y defendió con la mayor vigilancia.

2. La doctrina de Cristo une, en efecto, la tierra con el cielo, ya que considera al hombre completo, alma y cuerpo, inteligencia y voluntad, y le ordena elevar su mente desde las condiciones transitorias de esta vida terrena hasta las alturas de la vida eterna, donde un día ha de gozar de felicidad y de paz imperecederas.

3. Por tanto, la santa Iglesia, aunque tiene como misión principal santificar las almas y hacerlas partícipes de los bienes sobrenaturales, se preocupa, sin embargo, de las necesidades que la vida diaria plantea a los hombres, no sólo de las que afectan a su decoroso sustento, sino de las relativas a su interés y prosperidad, sin exceptuar bien alguno y a lo largo de las diferentes épocas.

4. Al realizar esta misión, la Iglesia cumple el mandato de su fundador, Cristo, quien, si bien atendió principalmente a la salvación eterna del hombre, cuando dijo en una ocasión : «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6); y en otra: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12), al contemplar la multitud hambrienta, exclamó conmovido: «Siento compasión de esta muchedumbre» (Mc 8,2), demostrando que se preocupaba también de las necesidades materiales de los pueblos. El Redentor manifestó este cuidado no sólo con palabras, sino con hechos, y así, para calmar el hambre de las

multitudes, multiplicó más de una vez el pan milagrosamente.

5. Con este pan dado como alimento del cuerpo, quiso significar de antemano aquel alimento celestial de las almas que había de entregar a los hombres en la víspera de su pasión.

6. Nada, pues, tiene de extraño que la Iglesia católica, siguiendo el ejemplo y cumpliendo el mandato de Cristo, haya mantenido constantemente en alto la antorcha de la caridad durante dos milenios, es decir, desde la institución del antiguo diaconado hasta nuestros días, así con la enseñanza de sus preceptos como con sus ejemplos innumerables; caridad que, uniendo armoniosamente las enseñanzas y la práctica del mutuo amor, realiza de modo admirable el mandato de ese doble dar que compendia por entero la doctrina y la acción social de la Iglesia.

7. Ahora bien, el testimonio más insigne de esta doctrina y acción social, desarrolladas por la Iglesia a lo largo de los siglos, ha sido y es, sin duda, la luminosa encíclica Rerum novarum, promulgada hace setenta años por nuestro predecesor de inmortal memoria León XIII para definir los principios que habían de resolver el problema de la situación de los trabajadores en armonía con las normas de la doctrina cristiana (Acta Leonis XIII, XI, 1891, pp. 97-144).

8. Pocas veces la palabra de un Pontífice ha obtenido como entonces resonancia tan universal por el peso y alcance de su argumentación y la fuerza expresiva de sus afirmaciones. En realidad, las normas y llamamientos de León XIII adquirieron tanta importancia que de ningún modo podrán olvidarse ya en los sucesivo.

Se abrió con ellos un camino más amplio a la acción de la Iglesia católica, cuyo Pastor supremo, sintiendo como propios los daños, los dolores y las aspiraciones de los humildes y de los oprimidos, se consagró entonces completamente a vindicar y rehabilitar sus derechos.

9. No obstante el largo período transcurrido desde la publicación de

la admirable encíclica Rerum novarum, su influencia se mantiene vigorosa aun en nuestros días. Primero,. en los documentos de los Sumos Pontífices que han sucedido a León XIII, todos los cuales, cuando abordan materias económicas y sociales, toman siempre algo de la encíclica leoniana para aclarar su verdadero significado o para añadir nuevo estímulo a la voluntad de los católicos.

Pero, además, la Rerum novarum mantiene su influjo en la organización pública de no pocas naciones. Tales hechos constituyen evidente prueba de que tanto los principios cuidadosamente analizados como las normas prácticas y las advertencias dadas con paternal cariño en la gran encíclica de nuestro predecesor conservan también en nuestros días su primitiva autoridad.

Más aún, pueden proporcionar a los hombres de nuestra época nuevos y saludables criterios para comprender realmente las proporciones concretas de la cuestión social, como hoy se presenta, y para decidirlos a asumir las responsabilidades necesarias.

I. Enseñanzas de la encíclica Rerum novarum y su desarrollo posterior en el magisterio de Pío XI y Pío XII

10. Las enseñanzas que aquel sapientísimo Pontífice dio a la humanidad brillaron con una luz tanto más clara cuanto más espesas eran las tinieblas de aquella época de profundas transformaciones en lo económico y en lo político y de terribles convulsiones en lo social.

Situación económica y social

11. Como es sabido, por aquel entonces la concepción del mundo económico que mayo difusión teórica y vigencia práctica había alcanzado era una concepción que lo atribuía absolutamente todo a las fuerzas necesarias de la naturaleza y negaba, por tanto, la relación entre las leyes morales y las leyes económicas.

Motivo único de la actividad económica, se afirmaba, es el exclusivo provecho individual. La única ley suprema reguladora de las

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relaciones económicas entre los hombres es la libre e ilimitada competencia. Intereses del capital, precios de las mercancías y de los servicios, beneficios y salarios han de determinarse necesariamente, de modo casi mecánico, por virtud exclusiva de las leyes del mercado.

El poder público debe abstenerse sobre todo de cualquier intervención en el campo económico. El tratamiento jurídico de las asociaciones obreras variaba según las naciones: en unas estaban prohibidas, en otras se toleraban o se las reconocía simplemente como entidades de derecho privado.

12. En el mundo económico de aquel entonces se consideraba legítimo el imperio del más fuerte y dominaba completamente en el terreno de las relaciones comerciales. De este modo, el orden económico quedó radicalmente perturbado.

13. Porque mientras las riquezas se acumulaban con exceso en manos de unos pocos, las masas trabajadoras quedaban sometidas a una miseria cada día más dura. Los salarios eran insuficientes e incluso de hambre; los proletarios se veían obligados a trabajar en condiciones tales que amenazaban su salud, su integridad moral y su fe religiosa.

Inhumanas sobre todo resultaban las condiciones de trabajo a las que eran sometidos con excesiva frecuencia los niños y las mujeres. Siempre amenazador se cernía ante los ojos de los asalariados el espectro del paro. la familia vivía sujeta a un proceso paulatino de desintegración.

14. Como consecuencia, ocurría, naturalmente, que los trabajadores, indignados de su propia suerte, pensaban rechazar públicamente esta injusta situación; y cundían de igual modo entre ellos con mayor amplitud los designios de los revolucionarios, quienes les proponían remedios muchos peores qué los males que había que remediar.

La Rerum novarum , suma de la doctrina social católica

15. Llegada la situación a este punto, publicó León XIII, con la Rerum novarum, su mensaje social

fundado en las exigencias de la propia naturaleza humana e inspirado en los principios y en el espíritu del Evangelio, mensaje que, si bien suscitó, como es frecuente, algunas discrepancias, obtuvo, sin embargo, universal admiración y general aplauso.

En realidad, no era la primera vez que la Sede Apostólica, en lo relativo a intereses temporales, acudía a la defensa de los necesitados. Otros documentos de nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, habían ya abierto camino al que acabamos de mencionar.

Fue, sin embargo, la encíclica Rerum novarum, la que formuló, pro primera vez, una construcción sistemática de los principios y una perspectiva de aplicaciones para el futuro. Por lo cual, con toda razón juzgamos que hay que considerarla como verdadera suma de la doctrina católica en el campo económico y social.

16. Se ha de reconocer que la publicación de esta encíclica demostró no poca audacia. Porque mientras algunos no tenían reparos en acusar a la Iglesia católica, como si ésta, ante la cuestión social, se limitase a predicar a los pobres la resignación y a los ricos la generosidad, León XIII no vaciló en proclamar y defender abiertamente los sagrados derechos de los trabajadores.

Al iniciar la exposición de los principios de la doctrina católica en materia social, declaró paladinamente: «Confiados y con pleno derecho nuestro iniciamos el tratamiento de esta cuestión, ya que se trata de un problema cuya solución viable será absolutamente nula si no se busca bajo los auspicios de la religión y de la Iglesia» (cf. Acta Leonis XIII, XI, 1891, p. 107).

17. Os son perfectamente conocidos, venerables hermanos, los principios básicos expuestos por aquel eximio Pontífice con tanta claridad como autoridad, a tenor de los cuales debe reconstruirse, por completo la convivencia humana en lo que se refiere a las realidades económicas y sociales.

18. Primeramente, con relación al

trabajo, enseña que éste de ninguna manera puede considerarse como una mercancía cualquiera, porque procede directamente de la persona humana. Para la gran mayoría de los hombres, el trabajo es, en efecto, la única fuente de su decoroso sustento.

Por esto no puede determinar su retribución la mera práctica del mercado, sino qué han de fijarla las leyes de la justicia y de la equidad; en caso contrario, la justicia quedaría lesionada por completo en los contratos de trabajo, aun cuando éstos se hubiesen estipulado libremente por ambas partes.

19. A lo dicho ha de añadirse que el derecho de poseer privadamente bienes, incluidos los de carácter instrumental, lo confiere a cada hombre la naturaleza, y el Estado no es dueño en modo alguno de abolirlo.

Y como la propiedad privada lleva naturalmente intrínseca una función social, por eso quien disfruta de tal derecho debe necesariamente ejercitarlo para beneficio propio y utilidad de los demás.

20. Por lo que toca al Estado, cuyo fin es proveer al bien común en el orden temporal, no puede en modo alguno permanecer al margen de las actividades económicas de los ciudadanos, sino que, por el contrario, la de intervenir a tiempo, primero, para que aquéllos contribuyan a producir la abundancia de bienes materiales, «cuyo uso es necesario para el ejercicio de la virtud» (Santo Tomás de Aquino, De regimine principum, I, 15), y, segundo, para tutelar los derechos de todos los ciudadanos, sobre todo de los más débiles, cuales son los trabajadores, las mujeres y los niños.

Por otra parte, el Estado nunca puede eximirse de la responsabilidad que le incumbe de mejorar con todo empeño las condiciones de vida de los trabajadores.

21. Además, constituye una obligación del Estado vigilar que los contratos de trabajo se regulen de acuerdo con la justicia y la equidad, y que, al mismo tiempo, en los ambientes laborales no sufra mengua, ni en el cuerpo ni en el espíritu, la dignidad de la persona

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humana.

A este respecto, en la encíclica de León XIII se exponen las bases fundamentales del orden justo y verdadero de la convivencia humana, que han servido para estructura, de una u otra manera, la legislación social de los Estados en la época contemporánea, bases que, como ya observaba Pío XI, nuestro predecesor de inmortal memoria, en la encíclica Quadragesimo anno, han contribuido no poco al nacimiento y desarrollo de una nueva disciplina jurídica, el llamado derecho laboral.

22. Se afirma, por otra parte, en la misma encíclica que los trabajadores tienen el derecho natural no sólo de formar asociaciones propias o mixtas de obreros y patronos, con la estructura que consideren más adecuada al carácter de su profesión, sino, además, para moverse sin obstáculo alguno, libremente y por propia iniciativa, en el seno de dichas asociaciones, según lo exijan sus intereses.

23. Por último, trabajadores y empresarios deben regular sus relaciones mutuas inspirándose en los principios de solidaridad humana y cristiana fraternidad, ya qué tanto la libre competencia ilimitada que el liberalismo propugna como la lucha de clases que el marxismo predica son totalmente contrarias a la naturaleza humana y a la concepción cristiana de la vida.

24. He aquí, venerables hermanos, los principios fundamentales que deben servir de base a un sano orden económico y social.

25. No ha de extrañarnos, por tanto, que los católicos más cualificados, sensibles al llamamiento de la encíclica, hayan dado vida a múltiples obras para convertir en realidad prácticas el contenido de aquellos principios. En la misma línea se han movido también, impulsados por exigencias objetivas de la naturaleza, hombres eminentes de todos los países del mundo.

26. Con toda razón, pues, ha sido y es reconocida hasta hoy la encíclica Rerum novarum como la

Carta Magna de la instauración del nuevo orden económico y social.

La encíclica Quadragesimo anno

27. Pío XI, nuestro predecesor de feliz memoria, al cumplirse los cuarenta años de la publicación de aquel insigne código, conmemoró esta solemnidad con la encíclica Quadragesimo anno.

28. En este documento, el Sumo Pontífice confirma, ante todo, el derecho y el deber de la Iglesia católica de contribuir primordialmente a la adecuada solución de los gravísimos problemas sociales que tanto angustian a la humanidad; corrobora después los principios y criterios prácticos de la encíclica de León XIII, inculcando normas ajustadas a los nuevos tiempos; y aprovecha, en fin, la ocasión para aclarar ciertos puntos doctrinales sobre los qué dudaban incluso algunos católicos y para enseñar cómo había de aplicarse la doctrina católica en el campo social, en consonancia con los cambios de la época.

29. Dudaban algunos entonces sobre el criterio que debían sostener realmente los católicos acerca de la propiedad privada, la retribución obligatoria de la mano de obra y, finalmente, la tendencia moderada del socialismo.

30. En lo que toca al primer punto, nuestro predecesor reitera el origen natural del derecho de propiedad privada, analizando y aclarando, además, el fundamento de su función social.

31. En cuanto al régimen del salariado, rechaza primero el augusto Pontífice la tesis de los que lo consideran esencialmente injusto; reprueba a continuación las formas inhumanas o injustas con que no pocas veces se ha llevado a la práctica, y expone, por ultimo, los criterios y condiciones que han de observarse para que dicho régimen no se aparte de la justicia y de la equidad.

32. Enseña de forma clara, en esta materia, nuestro predecesor que en las presentes circunstancias conviene suavizar el contrato de trabajo con algunos elementos

tomados del contrato de sociedad, de tal manera que los obreros y los empleados compartan el dominio y la administración o participen en cierta medida de los beneficios obtenidos (cf. Acta Apostolicae Sedis 23 (1931) p. 199).

33. Es asimismo de suma importancia doctrinal y práctica la afirmación de Pío XI de que el trabajo no se puede valorar justamente ni retribuir con equidad si no se tiene en cuanto su doble naturaleza, social e individual (Ibíd., p. 200). Por consiguiente, al determinar la remuneración del trabajo, la justicia exige que se consideren las necesidades de los propios trabajadores y de sus respectivas familias, pero también la situación real de la empresa en que trabajan y las exigencias del bien común económico (Ibíd., p.201).

34. El Sumo Pontífice manifiesta además que la oposición entre el comunismo y el cristianismo es radical. Y añade qué los católicos no pueden aprobar en modo alguno la doctrina del socialismo moderado. En primer lugar, porque la concepción socialista del mundo limita la vida social del hombre dentro del marco temporal, y considera, pro tanto, como supremo objetivo de la sociedad civil el bienestar puramente material; y en segundo término, porque, al proponer como meta exclusiva de la organización social de la convivencia humana la producción de bienes materiales, limita extraordinariamente la libertad, olvidando la genuina noción de autoridad social.

Cambio histórico

35. No olvidó, sin embargo, Pío XI que, a lo largo de los cuarenta años transcurridos desde la publicación de la encíclica de León XIII, la realidad de la época había experimentado profundo cambio. Varios hechos lo probaba, entre ellos la libre competencia, la cual, arrastrada por su dinamismo intrínseco, había terminado por casi destruirse y por acumular enorme masa de riquezas y el consiguiente poder económico en manos de unos pocos, «los cuales, la mayoría de las veces, nos son dueños, sino sólo

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depositarios y administradores de bienes, que manejan al arbitrio de su voluntad» (Ibíd., p.201ss).

36. Por tanto, como advierte con acierto el Sumo Pontífice, «la dictadura económica ha suplantado al mercado libre; al deseo de lucro ha sucedido la desenfrenada ambición del poder; la economía toda se ha hecho horriblemente dura, inexorable, cruel» (Ibíd., p.211). De aquí se seguía lógicamente que hasta las funciones públicas se pusieran al servicio de los económicamente poderosos; y de esta manera las riquezas acumuladas tiranizaban en cierto modo a todas las naciones.

37. Para remediar de modo eficaz esta decadencia de la vida pública, el Sumo Pontífice señala como criterios prácticos fundamentales la reinserción del mundo económico en el orden moral y la subordinación plena de los intereses individuales y de grupo a los generales del bien común.

Esto exige, en primer lugar, según las enseñanzas de nuestro predecesor, la reconstrucción del orden social mediante la creación de organismos intermedios de carácter económico y profesional, no impuestos por el poder del Estado, sino autónomos; exige, además, que las autoridades, restableciendo su función, atiendan cuidadosamente al bien común de todos, y exige, por último, en el plano mundial, la colaboración mutua y el intercambio frecuente entre las diversas comunidades políticas para garantizar el bienestar de los pueblos en el campo económico.

38. Mas los principios fundamentales que caracterizan la encíclica de Pío XI pueden reducirse a dos. Primer principio: prohibición absoluta de que en materia económica se establezca como ley suprema el interés individual o de grupo, o la libre competencia ilimitada, o el predominio abusivo de los económicamente poderosos, o el prestigio de la nación, o el afán de dominio, u otros criterios similares.

39. Por el contrario, en materia económica es indispensable que toda actividad sea regida por la justicia y la caridad como leyes supremas del orden social.

40. El segundo principio de la encíclica de Pío XI manda que se establezca un orden jurídico, tanto nacional como internacional, qué, bajo en influjo rector de la justicia social y por medio de un cuadro de instituciones públicas y privadas, permita a los hombres dedicados a las tareas económicas armonizar adecuadamente su propio interés particular con el bien común.

El radiomensaje "La Solennit"

41. También ha contribuido no poco nuestro predecesor de inmortal memoria Pío XI a esta labor de definir los derechos y obligaciones de la vida social. El 1 de junio de 1941, en la fiesta de Pentecostés, dirigió un radiomensaje al orbe entero «para llamar la atención del mundo católico sobre un acontecimiento digno de ser esculpido con caracteres de oro en los fastos de la Iglesia; el quincuagésimo aniversario de la publicación de la trascendental encíclica "Rerum novarum", de León XIII» (cf Acta Apostolicae Sedis 33 (1941) p. 196); y para rendir humildes gracias a Dios omnipotente por el don que, hace cincuenta años, ofrendó a la Iglesia con aquella encíclica de su Vicario en la tierra, y para alabarle por el aliento del Espíritu renovador que por ella, desde entonces en manera siempre creciente, derramó sobre todo el género humano (Ibíd., p. 197).

42. En este radiomensaje, aquel gran Pontífice reivindica «para la Iglesia la indiscutible competencia de juzgar si las bases de un orden social existente están de acuerdo con el orden inmutable que Dios, Creador y Redentor, ha promulgado por medio del derecho natural y de la revelación» ((Ibíd., p. 196); confirma la vitalidad perenne y fecundidad inagotable de las enseñanzas de la encíclica de León XIII, y aprovecha la ocasión para explicar más profundamente las enseñanzas de la Iglesia católica «sobre tres cuestiones fundamentales de la vida social y de la realidad económica, a saber: el uso de los bienes materiales, el trabajo y la familia, cuestiones todas que, por estar mutuamente entrelazadas y unidas, se apoyan unas a otras» (Ibíd., p. 198s.).

43. Por lo que se refiere a la primera cuestión, nuestro predecesor enseña que el derecho de todo hombre a usar de los bienes materiales para su decoroso sustento tiene que ser estimado como superior a cualquier otro derecho de contenido económico y, por consiguiente, superior también al derecho de propiedad privada.

Es cierto, como advierte nuestro predecesor, que el derecho de propiedad privada sobre los bienes se basa en el propio derecho natural; pero, según el orden establecido por Dios, el derecho de propiedad privada no puede en modo alguno constituir un obstáculo «para que sea satisfecha la indestructible exigencia de que los bienes creados por Dios para provecho de todos los hombres lleguen con equidad a todos, de acuerdo con los principios de la justicia y de la caridad» (Ibíd., p. 199).

44. En orden al trabajo, Pío XII, reiterando un principio que se encuentra en la encíclica de León XIII, enseña que ha de ser considerado como un deber y un derecho de todos y cada uno de los hombres. En consecuencia, corresponde a ellos, en primer término, regular sus mutuas relaciones de trabajo: Sólo en el caso de que los interesados no quieran o no puedan cumplir esta función, «es deber del Estado intervenir en la división y distribución del trabajo, según la forma y medida que requiera el bien común, rectamente entendido» (cf Acta Apostolicae Sedis 33 (1941) p. 201).

45. Por lo que toca a la familia, el Sumo Pontífice afirma claramente que la propiedad privada de los bienes materiales contribuye en sumo grado a garantizar y fomentar la vida familiar, «ya que asegura oportunamente al padre la genuina libertad qué necesita para poder cumplir los deberes qué le ha impuesto Dios en lo relativo al bienestar físico, espiritual y religioso de la familia» (Ibíd., p. 202). De aquí nace precisamente el derecho de la familia a emigrar, punto sobre el cual nuestro predecesor advierte a los gobernantes, lo mismo a los de los países que permiten la emigración que a los que aceptan la inmigración,

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«que rechacen cuanto disminuya o menoscabe la mutua y sincera confianza entre sus naciones» (Ibíd., p. 203). Si unos y otros ponen en práctica esta política, se seguirán necesariamente grandes beneficios para todos, con el aumento de los bienes temporales y el progreso de la cultura humana.

Ulteriores cambios

46. El Estado de cosas, que, al tiempo de la conmemoración de Pío XII, había ya cambiado mucho con relación a la época inmediatamente anterior, en estos últimos veinte años ha sufrido profundas transformaciones en el interior de los países y en la esfera de sus relaciones mutuas.

47 En el campo científico, técnico y económico se registran en nuestros días las siguientes innovaciones: el descubrimiento de la energía atómica y sus progresivas aplicaciones, primero en la esfera militar y después en el campo civil; las casi ilimitadas posibilidades descubiertas por la química en el área de las producciones sintéticas; la extensión de la automatización, sobre todo en los sectores de la industria y de los servicios; la modernización progresiva de la agricultura; la casi desaparición de las distancias entre los pueblos, sobre todo por obra de la radio y de la televisión; la velocidad creciente de los transportes de toda clase y, por último, la conquista ya iniciada de los espacios interplanetarios.

48 En el campo social, ha aquí los avances de última hora: se han desarrollado los seguros sociales; en algunas naciones económicamente más ricas, la previsión social ha cubierto todos los riesgos posibles de los ciudadanos; en los movimientos sindicales se ha acentuado la conciencia de responsabilidad del obrero ante los problemas económicos y sociales mas importantes.

Asimismo se registran la elevación de la instrucción básica de la inmensa mayoría de los ciudadanos; el auge, cada vez más extendido, del nivel de vida; la creciente frecuencia con que actualmente pasan los hombres de un sector de la industria a otro y la

consiguiente reducción de separaciones entre las distintas clases sociales; el mayor interés del hombre de cultura media por conocer los hechos de actualidad mundial.

Pero, simultáneamente, cualquiera puede advertir que el gran incremento económico y social experimentado por un creciente número de naciones ha acentuado cada día más los evidentes desequilibrios que existe, primero entre la agricultura y la industria y los servicio generales; luego, entre zonas de diferente prosperidad económica en el interior de cada país, y, por último, en el plano mundial, entre los países de distinto desarrollo económico.

49 En el campo político son igualmente numerosas las innovaciones recientes: en muchos países todas las clases sociales tienen acceso en la actualidad a los cargos públicos; la intervención de los gobernantes en el campo económico y social es cada día más amplia; los pueblos afroasiáticos, después de rechazar el régimen administrativo propio del colonialismo, han obtenido su independencia política; las relaciones internacionales han experimentado un notable incremento, y la interdependencia de los pueblos se está acentuando cada días más; han surgido con mayor amplitud organismos de dimensiones mundiales que, superando un criterioestrictamente nacional, atienden a la utilidad colectiva de todos los pueblos en el campo económico, social, cultural, científico o político.

Motivos de esta nueva encíclica

50 Nos, por tanto, a la vista de lo anteriormente expuesto, sentimos el deber de mantener encendida la antorcha levantada por nuestros grandes predecesores y de exhortar a todos a que acepten como luz y estímulo las enseñanzas de sus encíclicas, si quieren resolver la cuestión social por los caminos más ajustados a las circunstancias de nuestro tiempo.

Juzgamos, por tanto, necesaria la publicación de esta nuestra encíclica, no ya sólo para conmemorar justamente la Rerum novarum, sino también para que, de acuerdo con los

cambios de la época, subrayemos y aclaremos con mayor detalle, por una parte, las enseñanzas de nuestros predecesores, y por otra, expongamos con claridad el pensamiento de la Iglesia sobre los nuevos y más importantes problemas del momento.

II. Puntualización y desarrollo de las enseñanzas sociales de los Pontífices anteriores

Iniciativa privada e intervención de los poderes públicos en el campo económico

51. Como tesis inicial, hay que establecer que la economía debe ser obra, ante todo, de la iniciativa privada de los individuos, ya actúen éstos por sí solos, ya se asocien entre sí de múltiples maneras para procurar sus intereses comunes.

52. Sin embargo, por las razones que ya adujeron nuestros predecesores, es necesaria también la presencia activa del poder civil en esta materia, a fin de garantizar, como es debido, una producción creciente que promueva el progreso social y redunde en beneficio de todos los ciudadanos.

53. Esta acción del Estado, que fomenta, estimula, ordena, suple y completa, está fundamentada en el principio de la función subsidiaria (cf. Acta Apostolicae Sedis 23 (1931) p. 203), formulado por Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno: «Sigue en pie en la filosofía social un gravísimo principio, inamovible e inmutable: así como no es lícito quitar a los individuos y traspasar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e iniciativa, así tampoco es justo, porque daña y perturba gravemente el recto orden social, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden realizar y ofrecer por sí mismas, y atribuirlo a una comunidad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, en virtud de su propia naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero nunca destruirlos ni absorberlos» (Ibíd., p. 203).

54. Fácil es comprobar, ciertamente, hasta qué punto los actuales progresos científicos y los avances de las técnicas de

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producción ofrecen hoy día al poder público mayores posibilidades concretas para reducir el desnivel entre los diversos sectores de la producción, entre las distintas zonas de un mismo país y entre las diferentes naciones en el plano mundial; para frenar, dentro de ciertos límites, las perturbaciones que suelen surgir en el incierto curso de la economía y para remediar, en fin, con eficacia los fenómenos del paro masivo.

Por todo lo cual, a los gobernantes, cuya misión es garantizar el bien común, se les pide con insistencia que ejerzan en el campo económico una acción multiforme mucho más amplia y más ordenada que antes y ajusten de modo adecuado a este propósito las instituciones, los cargos públicos, los medios y los métodos de actuación.

55. Pero manténgase siempre a salvo el principio de que la intervención de las autoridades públicas en el campo económico, por dilatada y profunda que sea, no sólo no debe coartar la libre iniciativa de los particulares, sino que, por el contrario, ha de garantizar la expansión de esa libre iniciativa, salvaguardando, sin embargo, incólumes los derechos esenciales de la persona humana.

Entre éstos hay que incluir el derecho y la obligación que a cada persona corresponde de ser normalmente el primer responsable de su propia manutención y de la de su familia, lo cual implica que los sistemas económicos permitan y faciliten a cada ciudadano el libre y provechoso ejercicio de las actividades de producción.

56. Por lo demás, la misma evolución histórica pone de relieve, cada vez con mayor claridad, que es imposible una convivencia fecunda y bien ordenada sin la colaboración, en el campo económico, de los particulares y de los poderes públicos, colaboración que debe prestarse con un esfuerzo común y concorde, y en la cual ambas partes han de ajustar ese esfuerzo a las exigencias del bien común en armonía con los cambios que el tiempo y las costumbres imponen.

57. La experiencia diaria, prueba,

en efecto, que cuando falta la actividad de la iniciativa particular surge la tiranía política. No sólo esto. Se produce, además, un estancamiento general en determinados campos de la economía, echándose de menos, en consecuencia, muchos bienes de consumo y múltiples servicios que se refieren no sólo a las necesidades materiales, sino también, y principalmente, a las exigencias del espíritu; bienes y servicios cuya obtención ejercita y estimula de modo extraordinario la capacidad creadora del individuo.

58. Pero cuando en la economía falta totalmente, o es defectuosa, la debida intervención del Estado, los pueblos caen inmediatamente en desórdenes irreparables y surgen al punto los abusos del débil por parte del fuerte moralmente despreocupado. Raza esta de hombres que, por desgracia, arraiga en todas las tierras y en todos los tiempos, como la cizaña entre el trigo.

La socialización. Definición, naturaleza y causas

59. Una de las notas más características de nuestra época es el incremento de las relaciones sociales, o se la progresiva multiplicación de las relaciones de convivencia, con la formación consiguiente de muchas formas de vida y de actividad asociada, que han sido recogidas, la mayoría de las veces, por el derecho público o por el derecho privado.

Entre los numerosos factores que han contribuido actualmente a la existencia de este hecho deben enumerarse el progreso científico y técnico, el aumento de la productividad económica y el auge del nivel de vida del ciudadano.

60. Este progreso de la vida social es indicio y causa, al mismo tiempo, de la creciente intervención de los poderes públicos, aun en materias que, por pertenecer a la esfera más íntima de la persona humana, son de indudable importancia y no carecen de peligros.

Tales son, por ejemplo, el cuidado de la salud, la instrucción, y

educación de las nuevas generaciones, la orientación profesional, los métodos para la reeducación y readaptación de los sujetos inhabilitados física o mentalmente.

Pero es también fruto y expresión de una tendencia natural, casi incoercible, de los hombres, que los lleva a asociarse espontáneamente para la consecución de los objetivos que cada cual se propone y superan la capacidad y los medios de que puede disponer el individuo aislado.

Esta tendencia ha suscitado por doquiera, sobre todo en los últimos años, una serie numerosa de grupos, de asociaciones y de instituciones para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las naciones como en el plano mundial.

Valoración

61. Es indudable que este progreso de las realciones sociales acarrea numerosas ventajas y beneficios. En efecto, permite que se satisfagan mejor muchos derechos de la persona humana, sobre todo los llamados económico-sociales, los cuales atienden fundamentalmente a las exigencias de la vida humana: el cuidado de la salud, una instrucción básica más profunda y extensa, una formación profesional más completa, la vivienda, el trabajo, el descanso conveniente y una honesta recreación.

Además, gracias a los incesantes avances de los modernos medios de comunicación —prensa, cine, radio, televisión—, el hombre de hoy puede en todas partes, a pesar de las distancias, estar casi presente en cualquier acontecimiento.

62. Pero, simultáneamente con la multiplicación y el desarrollo casi diario de estas nuevas formas de asociación, sucede que, en muchos sectores de la actividad humana, se detallan cada vez más la regulación y la definición jurídicas de las diversas relaciones sociales.

Consiguientemente, queda reducido el radio de acción de la libertad individual. Se utilizan, en efecto, técnicas, se siguen métodos y se crean situaciones que hacen

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extremadamente difícil pensar por sí mismo, con independencia de los influjos externos, obrar por iniciativa propia, asumir convenientemente las responsabilidades personales y afirmar y consolidar con plenitud la riqueza espiritual humana.

¿Habrá que deducir de esto que el continuo aumento de las realciones sociales hará necesariamente de los hombres meros autómatas sin libertad propia? He aquí una pregunta a la que hay que dar respuesta negativa.

63. El actual incremento de la vida social no es, en realidad, producto de un impulso ciego de la naturaleza, sino, como ya hemos dicho, obra del hombre, se libre, dinámico y naturalmente responsable de su acción, que está obligado, sin embargo, a reconocer y respetar las leyes del progreso de la civilización y del desarrollo económico, y no puede eludir del todo la presión del ambiente.

64. Por lo cual, el progreso de las relaciones sociales puede y, por lo mismo, debe verificarse de forma que proporcione a los ciudadanos el mayor número de ventajas y evite, o a lo menos aminore, los inconvenientes.

65. Para dar cima a esta tarea con mayor facilidad, se requiere, sin embargo, que los gobernantes profesen un sano concepto del bien común. Este concepto abarca todo un conjunto de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección.

Juzgamos además necesario que los organismos o cuerpos y las múltiples asociaciones privadas, que integran principalmente este incremento de las relaciones sociales, sean en realidad autónomos y tiendan a sus fines específicos con relaciones de leal colaboración mutua y de subordinación a las exigencias del bien común.

Es igualmente necesario que dichos organismos tengan la forma externa y la sustancia interna de auténticas comunidades, lo cual sólo podrá lograrse cuando sus respectivos miembros sean considerados en ellos como personas

y llamados a participar activamente en las tareas comunes.

66. En el progreso creciente que las relaciones sociales presentan en nuestros días, el recto orden del Estado se conseguirá con tanta mayor facilidad cuanto mayor sea el equilibrio que se observe entre estos dos elementos: de una parte, el poder de que están dotados así los ciudadanos como los grupos privados para regirse con autonomía, salvando la colaboración mutua de todos en las obras; y de otra parte, la acción del Estado que coordine y fomente a tiempo la iniciativa privada.

67. Si las relaciones sociales se mueven en el ámbito del orden moral y de acuerdo con los criterios señalados, no implicarán, por su propia naturaleza, peligros graves o excesivas cargas sobre los ciudadanos: todo lo contrario, contribuirán no sólo a fomentar en éstos la afirmación y el desarrollo de la personalidad humana, sino también a realizar satisfactoriamente aquella deseable trabazón de la convivencia entre los hombres, que, como advierte nuestro predecesor Pío XI, de grata memoria, en la encíclica Quadragesimo anno, es absolutamente necesaria para satisfacer los derechos y las obligaciones de la vida social.

La remuneración del trabajo - Situación actual

68. Una profunda amargura embarga nuestro espíritu ante el espectáculo inmensamente doloroso de innumerables trabajadores de muchas naciones y de continentes enteros a los que se remunera con salario tan bajo, que quedan sometidos ellos y sus familias a condiciones de vida totalmente infrahumana. Hay que atribuir esta lamentable situación al hecho de que, en aquellas naciones y en aquellos continentes, el proceso de la industrialización está en sus comienzos o se halla todavía en fase no suficientemente desarrollada.

69. En algunas de estas naciones, sin embargo, frente a la extrema pobreza de la mayoría, la abundancia y el lujo desenfrenado de unos pocos contrastan de manera abierta e insolente con la situación de los

necesitados; en otras se grava a la actual generación con cargas excesivas para aumentar la productividad de la economía nacional, de acuerdo con ritmos acelerados que sobrepasan por entero los límites que la justicia y la equidad imponen; finalmente, en otras naciones un elevado tanto por ciento de la renta nacional se gasta en robustecer más de lo justo el prestigio nacional o se destinan presupuestos enormes a la carrera de armamentos.

70. Hay que añadir a esto que en las naciones económicas más desarrolladas no raras veces se observa el contraste de que mientras se fijan retribuciones altas, e incluso altísimas, por prestaciones de poca importancia o de valor discutible, al trabajo, en cambio, asiduo y provechoso de categorías enteras de ciudadanos honrados y diligentes se le retribuye con salarios demasiado bajos, insuficientes para las necesidades de la vida, o, en todo caso, inferiores a lo que la justicia exige, si se tienen en la debida cuenta su contribución al bien de la comunidad, a las ganancias de la empresa en que trabajan y a la renta total del país.

71. En esta materia, juzgamos deber nuestro advertir una vez más que, así como no es lícito abandonar completamente la determinación del salario a la libre competencia del mercado, así tampoco es lícito que su fijación quede al arbitrio de los poderosos, sino que en esta materia deben guardarse a toda costa las normas de la justicia y de la equidad.

Esto exige que los trabajadores cobren un salario cuyo importe les permita mantener un nivel de vida verdaderamente humano y hacer frente con dignidad a sus obligaciones familiares. Pero es necesario, además, que al determinar la remuneración justa del trabajo se tengan en cuenta los siguientes puntos: primero, la efectiva aportación de cada trabajador a la producción económica; segundo, la situación financiera de la empresa en que se trabaja; tercero, las exigencias del bien común de la respectiva comunidad política, principalmente en orden a obtener el máximo empleo de la mano de obra en toda la

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nación; y, por último, las exigencias del bien común universal, o sea de las comunidades internacionales, diferentes entre sí en cuanto a su extensión y a los recursos naturales de que disponen.

72. Es evidente que los criterios expuestos tienen un valor permanente y universal; pero su grado de aplicación a las situaciones concretas no puede determinarse si no se atiende como es debido a la riqueza disponible; riqueza que, en cantidad y calidad, puede variar, y de hecho varía, de nación a nación y, dentro de una misma nación, de un tiempo a otro.

Necesidad de adaptación entre el desarrollo económico y el progreso social

73. Dado que en nuestra época las economías nacionales evolucionan rápidamente, y con ritmo aún más acentuado después de la segunda guerra mundial, consideramos oportuno llamar la atención de todos sobre un precepto gravísimo de la justicia social, a saber: que el desarrollo económico y el progreso social deben ir juntos y acomodarse mutuamente, de forma que todas las categorías sociales tengan participación adecuada en el aumento de la riqueza de la nación.

En orden a lo cual hay que vigilar y procurar, por todos los medios posibles, que las discrepancias que existen entre las clases sociales por la desigualdad de la riqueza no aumenten, sino que, por el contrario, se atenúen lo más posible.

74. «La economía nacional —como justamente enseña nuestro predecesor, de feliz memoria Pío XII—, de la misma manera que es fruto de la actividad de los hombres que trabajan unidos en la comunidad del Estado, así también no tiene otro fin que el de asegurar, sin interrupción, las condiciones externas que permitan a cada ciudadano desarrollar plenamente su vida individual. Donde esto se consiga de modo estable, se dirá con verdad que el pueblo es económicamente rico, porque el bienestar general y, por consiguiente, el derecho personal de todos al uso de los bienes terrenos se ajusta por completo a las normas establecidas por Dios Creador» (cf.

Acta Apostolicae Sedis 33 (1941) p. 200).

De aquí se sigue que la prosperidad económica de un pueblo consiste, más que en el número total de los bienes disponibles, en la justa distribución de los mismos, de forma que quede garantizado el perfeccionamiento de los ciudadanos, fin al cual se ordena por su propia naturaleza todo el sistema de la economía nacional.

75 En este punto hay que hacer una advertencia: hoy en muchos Estados las estructuras económicas nacionales permiten realizar no pocas veces a las empresas de grandes o medianas proporciones rápidos e ingentes aumentos productivos, a través del autofinanciamiento, que renueva y completa su equipo industrial. Cuando esto ocurra, juzgamos puede establecerse que las empresas reconozcan por la misma razón, a sus trabajadores un título de crédito, especialmente si les pagan una remuneración que no exceda la cifra del salario mínimo vital.

76 En tales casos conviene recordar el principio propuesto por nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno: «Es completamente falso atribuir sólo al capital, o sólo al trabajo, lo que es resultado conjunto de la eficaz cooperación de ambos; y es totalmente injusto que el capital o el trabajo, negando todo derecho a la otra parte, se apropie la totalidad del beneficio económico».

77. Este deber de justicia puede cumplirse de diversas maneras, como la experiencia demuestra. Una de ellas, y de las más deseables en la actualidad, consiste en hacer que los trabajadores, en la forma y el grado que parezcan más oportunos, puedan llegar a participar poco a poco en la propiedad de la empresa donde trabajan, puesto que hoy, más aún, que en los tiempos de nuestro predecesor, «con todo el empeño posible se ha de procurar que, al manos para el futuro, se modere equitativamente la acumulación de las riquezas en manos de los ricos, y se repartan también con la suficiente profusión entre los trabajadores»

(Ibíd., p.198).

Exigencias del bien común nacional e internacional

78. Pero hay que advertir, además, que la proporción entre la retribución del trabajo y los beneficios de la empresa debe fijarse de acuerdo con las exigencias del bien común, tanto de la propia comunidad política como de la entera familia humana.

79. Por lo que concierne al primer aspecto, han de considerarse como exigencias del bien común nacional: facilitar trabajo al mayor número posible de obreros; evitar que se constituyan, dentro de la nación e incluso entre los propios trabajadores, categorías sociales privilegiadas; mantener una adecuada proporción entre salario y precios; hacer accesibles al mayor número de ciudadanos los bienes materiales y los beneficios de la cultura; suprimir o limitar al menos las desigualdades entre los distintos sectores de la economía —agricultura, industria y servicios—; equilibrar adecuadamente el incremento económico con el aumento de los servicios generales necesarios, principalmente por obra de la autoridad pública; ajustar, dentro de lo posible, las estructuras de la producción a los progresos de las ciencias y de la técnica; lograr, en fin, que el mejoramiento en el nivel de vida no sólo sirva a la generación presente, sino que prepare también un mejor porvenir a las futuras generaciones.

80. Son, por otra parte, exigencias del bien común internacional: evitar toda forma de competencia desleal entre los diversos países en materia de expansión económica; favorecer la concordia y la colaboración amistosa y eficaz entre las distintas economías nacionales, y, por último, cooperar eficazmente al desarrollo económico de las comunidades políticas más pobres.81. Estas exigencias del bien común, tanto en el plano nacional como en el mundial, han de tenerse en cuanta también cuando se trata de determinar la parte de beneficios que corresponde asignar, en forma de retribución, a los dirigentes de empresas, y en forma de intereses o

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dividendos, a los que aportan el capital.

Estructuras económicas

Deben ajustarse a la dignidad del hombre

82. Los deberes de la justicia han de respetarse no solamente en la distribución de los bienes que el trabajo produce, sino también en cuanto afecta a las condiciones generales en que se desenvuelve la actividad laboral.

Porque en la naturaleza humana está arraigada la exigencia de que, en el ejercicio de la actividad económica, le sea posible al hombre sumir la responsabilidad de lo que hace y perfeccionarse a sí mismo.

83. De donde se sigue que si el funcionamiento y las estructuras económicas de un sistema productivo ponen en peligro la dignidad humana del trabajador, o debilitan su sentido de responsabilidad, o le impiden la libre expresión de su iniciativa propia, hay que afirmar que este orden económico es injusto, aun en el caso de que, por hipótesis, la riqueza producida en él alcance un alto nivel y se distribuya según criterios de justicia y equidad.

84. No es posible definir de manera genérica en materia económica las estructuras más acordes con la dignidad del hombre y más idóneas para estimular en el trabajador el sentido de su responsabilidad. Esto no obstante, nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII trazó con acierto tales normas prácticas: «La pequeña y la mediana propiedad en la agricultura, en el artesanado, en el comercio y en la industria deben protegerse y fomentarse; las uniones cooperativas han de asegurar a estas formas de propiedad las ventajas de la gran empresa; y por lo que a las grandes empresas se refiere, ha de lograrse que el contrato de trabajo se suavice con algunos elementos del contrato de sociedad» (Radiomensaje del 1 de sept. de 1944; cf Acta Apostolicae Sedis 36 81944) p. 254).

La empresa artesana y la empresa cooperativa

85. Deben, pues, asegurarse y promoverse, de acuerdo con las exigencias del bien común y las posibilidades del progreso técnico, las empresas artesanas, y las agrícolas de dimensión familiar, y las cooperativas, las cuales pueden servir también para completar y perfeccionar las anteriores.

86. Más adelante hablaremos de la empresa agrícola. Aquí creemos oportuno hacer algunas indicaciones sobre la empresa artesana y la empresa cooperativa.

87. Ante todo, hay que advertir que ambas empresas, si quieren alcanzar una situación económica próspera, han de ajustarse incesantemente, en su estructura, funcionamiento y métodos de producción, a las nuevas situaciones que el progreso de las ciencias y de la técnica y las mudables necesidades y preferencias de los consumidores plantean conjuntamente: acción de ajuste que principalmente han de realizar los propios artesanos y los miembros de las cooperativas.

88. De aquí la gran conveniencia de dar a unos y otros formación idónea, tanto en el aspecto puramente técnico como en el cultural, y de que ellos mismos se agrupen en organización de tipo profesional. Es asimismo indispensable que por parte del Estado se lleve a cabo una adecuada política económica en los capítulos referentes a la enseñanza, la imposición fiscal, el crédito, la seguridad y los seguros sociales.

89. Por lo demás, esta acción del Estado en favor del artesanado y del movimiento cooperativo halla también su justificación en el hecho de que estas categorías laborales son creadoras de auténticos bienes y contribuyen eficazmente al progreso de la cultura.

90. Invitamos, por ello, con paternal amor a nuestros queridísimos hijos del artesanado y del cooperativismo, esparcidos por todo el mundo, a que sientan claramente la nobilísima función social que se les ha confiado en la sociedad, ya que con su trabajo pueden despertar cada día más en todas las clases sociales el sentido de

la responsabilidad y el espíritu de activa colaboración y encender en todos el entusiasmo por la originalidad, la elegancia y la perfección del trabajo.

Presencia activa de los trabajadores en las empresas grandes y medianas

91. Además, siguiendo en esto la dirección trazada por nuestros predecesores, Nos estamos convencido de la razón que asiste a los trabajadores en la vida de las empresas donde trabajan. No es posible fijar con normas ciertas y definidas las características de esta participación, dado que han de establecerse, más bien, teniendo en cuanta la situación de cada empresa; situación que varía de unas a otras y que, aun dentro de cada una, está sujeta muchas veces a cambios radicales y rapidísimos.

No dudamos, sin embargo, en afirmar que a los trabajadores hay que darles una participación activa en los asuntos de la empresa donde trabajan, tanto en las privadas como en las públicas; participación que, en todo caso, debe tender a que la empresa sea una auténtica comunidad humana, cuya influencia bienhechora se deje sentir en las relaciones de todos sus miembros y en la variada gama de sus funciones y obligaciones.

92. Esto exige que las relaciones mutuas entre empresarios y dirigentes, por una parte, y los trabajadores por otra, lleven el sello del respeto mutuo, de la estima, de la comprensión y, además, de la leal y activa colaboración e interés de todos en la obra común; y que el trabajo, además de ser concebido como fuente de ingresos personales, lo realicen también todos los miembros de la empresa como cumplimiento de un deber y prestación de un servicio para la utilidad general.

Todo ello implica la conveniencia de que los obreros puedan hacer oír su voz y aporten su colaboración para el eficiente funcionamiento y desarrollo de la empresa. Observaba nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII que «la función económica y social que todo hombre aspira a cumplir exige que no esté

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sometido totalmente a una voluntad ajena el despliegue de la iniciativa individual» (Alocución del 8 de oct. de 1956; cf Acta Apostolicae Sedis 48 (1956) p. 799-800).

Una concepción de la empresa que quiere salvaguardar la dignidad humana debe, sin duda alguna, garantizar la necesaria unidad de una dirección eficiente; pero de aquí no se sigue que pueda reducir a sus colaboradores diarios a la condición de meros ejecutores silenciosos, sin posibilidad alguna de hacer valer su experiencia, y enteramente pasivos en cuanto afecta a las decisiones que contratan y regulan su trabajo.

93. Hay que hacer notar, por último, que el ejercicio de esta responsabilidad creciente por parte de los trabajadores en las empresas no solamente responde a las legítimas exigencias propias de la naturaleza humana, sino que está de perfecto acuerdo con el desarrollo económico, social y político de la época contemporánea.

94. Aunque son grandes los desequilibrios económicos y sociales que en la época moderna contradicen a la justicia y a la humanidad, y profundos errores se deslizan en toda la economía, perturbando gravemente sus actividades, fines, estructura y funcionamiento, es innegable, sin embargo, que los modernos sistemas de producción, impulsados por el progreso científico y técnico han avanzado extraordinariamente y su ritmo de crecimiento es mucho más rápido que en épocas anteriores.

Esto exige de los trabajadores una aptitud y unas cualidades profesionales más elevadas. Como consecuencia, es necesario poner a su disposición mayores medios y más amplios márgenes de tiempo para que puedan alcanzar una instrucción más perfecta y una cultura religiosa, moral y profana más adecuada.

95. Se hace así también posible un aumento de los años destinados a la instrucción básica y a la formación profesional de las nuevas generaciones.

96. Con la implantación de estas medidas se irá creando un ambiente

que permitirá a los trabajadores tomar sobre sí las mayores responsabilidades aun dentro de sus empresas. Por lo que al Estado toca, es de sumo interés que los ciudadanos, en todos los sectores de la convivencia, se sientan responsables de la defensa del bien común.

Presencia activa de los trabajadores en todos los niveles

97. Es una realidad evidente que, en nuestra época, las asociaciones de trabajadores han adquirido un amplio desarrollo, y, generalmente han sido reconocidas como instituciones jurídicas en los diversos países e incluso en el plano internacional. Su finalidad no es ya la de movilizar al trabajador para la lucha de clases, sino la de estimular más bien la colaboración, lo cual se verifica principalmente por medio de acuerdos establecidos entre las asociaciones de trabajadores y de empresarios.

Hay que advertir, además, que es necesario, o al manos muy conveniente, que a los trabajadores se les dé la posibilidad de expresar su parecer e interponer su influencia fuera del ámbito de su empresa, y concretamente en todos los órdenes de la comunidad política.

98. La razón de esta presencia obedece a que las empresas particulares, aunque sobresalgan en el país por sus dimensiones, eficiencia e importancia, están, sin embargo, estrechamente vinculadas a la situación general económica y social de cada nación, ya que de esta situación depende su propia prosperidad.

99. Ahora bien, ordenar las disposiciones que más favorezcan la situación general de la economía no es asunto de las empresas particulares, sino función propia de los gobernantes del Estado y de aquellas instituciones que, operando en un plano nacional o supranacional, actúan en los diversos sectores de la economía.

De aquí se sigue la conveniencia o la necesidad de que en tales autoridades e instituciones, además de los empresarios o de quienes les representan, se hallen presentes

también los trabajadores o quienes por virtud de su cargo defienden los derechos, las necesidades y las aspiraciones de los mismos.

100. Es natural, por tanto, que nuestro pensamiento y nuestro paterno afecto se dirijan de modo principal a las asociaciones que abarcan profesiones diversas y a los movimientos sindicales que, de acuerdo con los principios de la doctrina cristiana, están trabajando en casi todos los continentes del mundo.

Conocemos las muchas y graves dificultades en medio de las cuales estos queridos hijos nuestros han procurado con eficacia y siguen procurando con energía la reivindicación de los derecho del trabajador, así como su elevación material y moral, tanto en el ámbito nacional como en el plano mundial.

101. Pero, además, queremos tributar a la labor de estos hijos nuestros la alabanza que merece, porque no se limita a los resultados inmediatos y visibles que obtiene, sino que repercute también en todo el inmenso mundo del trabajo humano, con la propagación general de un recto modo de obrar y de pensar y con el aliento vivificador de la religión cristiana.

102. Idéntica alabanza paternal queremos rendir asimismo a aquellos de nuestros amados hijos que, imbuidos en las enseñanzas cristianas, prestan un admirable concurso en otras asociaciones profesionales y movimientos sindicales que siguen las leyes de la naturaleza y respetan la libertad personal en materia de religión y moral.

103. No podemos dejar de felicitar aquí y de manifestar nuestro cordial aprecio por la Organización Internacional del Trabajo —conocida comúnmente con las siglas O.L.L., I.L.O u O.I.T.—, la cual, desde hace ya muchos años, viene prestando eficaz y valiosa contribución para instaurar en todo el mundo un orden económico y social inspirado en los principios de justicia y de humanidad, dentro del cualencuentran reconocimiento y garantía los legítimos derechos de los trabajadores.

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La propiedad

Nuevos aspectos de la economía moderna

104. En estos últimos años, como es sabido, en las empresas económicas de mayor importancia se ha ido acentuando cada vez más la separación entre la función que corresponde a los propietarios de los bienes de producción y la responsabilidad que incumbe a los directores de la empresa.

Esta situación crea grandes dificultades a las autoridades del Estado, las cuales han de vigilar cuidadosamente para que los objetivos que pretenden los dirigentes de las grandes organizaciones, sobre todo de aquellas de mayor influencia ejercen en la vida económica de todo el país, no se desvíen en modo alguno de las exigencias del bien común.

Son dificultades que, como la experiencia demuestra, se plantean igualmente tanto si los capitales necesarios para las grandes empresas son la propiedad privada como si pertenecen a entidades públicas.

105. Es cosa también sabida que, en la actualidad, son cada día más lo que ponen en los modernos seguros sociales y en los múltiples sistemas de la seguridad social la razón de mirar tranquilamente el futuro, la cual en otros tiempos se basaba en la propiedad de un patrimonio, aunque fuera modesto.

106. Por último, es igualmente un hecho de nuestro días que el hombre prefiere el dominio de una profesión determinada a la propiedad de los bienes y antepone el ingreso cuya fuente es el trabajo, o derechos derivados de éste, al ingreso que proviene del capital o de derechos derivados del mismo.

107. Esta nueva actitud coincide plenamente con el carácter natural del trabajo, el cual, por su procedencia inmediata de la persona humana, debe anteponerse a la posesión de los bienes exteriores, que por su misma naturaleza son de carácter instrumental; y ha de ser considerada, por tanto, como una prueba del progreso de la humanidad.

108. Tales nuevos aspectos de la economía moderna han contribuido a divulgar, la duda sobre si, en la actualidad, ha dejado de ser válido, o ha perdido, al menos, importancia, un principio de orden económico y social enseñado y propugnado firmemente por nuestros predecesores; esto es, el principio que establece que los hombres tienen un derecho natural a la propiedad privada de bienes, incluidos los de producción.

Reafirmación del carácter natural del derecho de propiedad

109. Esta duda carece en absoluto de fundamento. Porque el derecho de propiedad privada, aún en lo tocante a bienes de producción, tiene un valor permanente, ya que es un derecho contenido en la misma naturaleza, la cual nos enseña la prioridad del hombre individual sobre la sociedad civil, y , por consiguiente, la necesaria subordinación teológica de la sociedad civil al hombre.

Por otra parte, en vano se reconocería al ciudadano el derecho de actuar con libertad en el campo económico si no le fuese dada al mismo tiempo la facultad de elegir y emplear libremente las cosas indispensables para el ejercicio de dicho derecho.

Además, la historia y la experiencia demuestran que en los regímenes políticos que no reconocen a los particulares la propiedad, incluida la de los bienes de producción, se viola o suprime totalmente el ejercicio de la libertad humana en las cosas más fundamentales, lo cual demuestra con evidencia que el ejercicio de la libertad tiene su garantía y al mismo tiempo su estímulo en el derecho de propiedad.

110. Esto es lo que explica el hecho de que ciertos movimientos políticos y sociales que quieren conciliar la libertad con la justicia, y que eran, hasta ahora, contrarios al derecho de propiedad privada de los bienes de producción, hoy, aleccionados más ampliamente por la evolución social, han rectificado algo sus propias opiniones y mantienen respecto de aquel derecho una actitud positiva.

111. Nos es grato, por tanto, repetir las observaciones que en esta materia hizo nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII: «Al defender la Iglesia el principio de la propiedad privada, persigue un alto fin ético-social. No pretende sostener pura y simplemente el actual estado de cosas, como si viera en él la expresión de la voluntad divina; ni proteger por principio al rico y al plutócrata contra el pobre e indigente. Todo lo contrario: La Iglesia mira sobre todo a lograr que la institución de la propiedad privada sea lo que debe ser, de acuerdo con los designios de la divina Sabiduría y con lo dispuesto por la naturaleza» (Radiomensaje del 1 de sept. de 1944; cf Acta Apostolicae Sedis 36 (1944) p. 253). Es decir, la propiedad privada debe asegurar los derechos que la libertad concede a la persona humana y, al mismo tiempo, prestar su necesaria colaboración para restablecer el recto orden de la sociedad.

112. Como ya hemos dicho, en no pocas naciones los sistemas económicos más recientes progresan con rapidez y consiguen una producción de bienes cada día más eficaz. En tal situación, la justicia y la equidad exigen que, manteniendo a salvo el bien común, se incremente también la retribución del trabajo, lo cual permitirá a los trabajadores ahorrar con mayor facilidad y formarse así un patrimonio.

Resulta, por tanto, extraña la negación que algunos hacen del carácter natural del derecho de propiedad, que halla en la fecundidad del trabajo la fuente perpetua de la eficacia; constituye, además, un medio eficiente para garantizar la dignidad de la persona humana y el ejercicio libre de la propia misión en todos los campos de la actividad económica; y es, finalmente, un elemento de tranquilidad y de consolidación para la vida familiar, con el consiguiente aumento de paz y prosperidad en el Estado.

La difusión de la propiedad privada es necesaria

113. No basta, sin embargo, afirmar que el hombre tiene un derecho natural a la propiedad

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privada, de los bienes, incluidos los de producción, si, al mismo tiempo, no se procura, con toda energía, que se extienda a todas las clases sociales el ejercicio de este derecho.

114. Como acertadamente afirma nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, por una parte, la dignidad de la persona humana «exige necesariamente, como fundamento natural para vivir, el derecho al uso de los bienes de la tierra, al cual corresponde la obligación fundamental de otorgar una propiedad privada, en cuanto sea posible, a todos» (Radiomensaje de Navidad, 24 de diciembre de 1942; cf. Acta Apostolicae Sedis 34 (1942) p. 17), y, por otra parte, la nobleza intrínseca del trabajo exige, además de otras cosas, la conservación y el perfeccionamiento de un orden social que haga posible una propiedad segura, aunque sea modesta, a todas las clases del pueblo (Ibíd., p.20).

115. Hoy, más que nunca, hay que defender la necesidad de difundir la propiedad privada, porque, en nuestros tiempos, como ya hemos recordado, los sistemas económicos de un creciente número de países están experimentando un rápido desarrollo.

Por lo cual, con el uso prudente de los recursos técnicos, que la experiencia aconseje, no resultará difícil realizar una política económica y social, que facilite y amplíe lo más posible el acceso a la propiedad privada de los siguientes bienes: bienes de consumo duradero; vivienda; pequeña propiedad agraria; utillaje necesario para la empresa artesana y para la empresa agrícola familiar; acciones de empresas grandes o medianas; todo lo cual se está ya practicando con pleno éxito en algunas naciones, económicamente desarrolladas y socialmente avanzadas.

Propiedad pública

116. Lo que hasta aquí hemos expuesto no excluye, como es obvio, que también el Estado y las demás instituciones públicas posean legítimamente bienes de producción, de modo especial cuanto éstos «llevan consigo tal poder económico, que no es posible dejarlo

en manos de personas privadas sin peligro del bien común» (Quadragesimo anno).

117. Nuestra época registra una progresiva ampliación de la propiedad del Estado y de las demás instituciones públicas. La causa de esta ampliación hay que buscarla en que el bien común exige hoy de la autoridad pública el cumplimiento de una serie creciente de funciones.

Sin embargo, también en esta materia ha de observarse íntegramente el principio de la función subsidiaria, ya antes mencionado, según el cual la ampliación de la propiedad del Estado y de las demás instituciones públicas sólo es lícita cuando la exige una manifiesta y objetiva necesidad del bien común y se excluye el peligro de que la propiedad privada se reduzca en exceso, o, lo que sería aún peor, se la suprima completamente.

118. Hay que afirmar, por último, que las empresas económicas del Estado o de las instituciones públicas deben ser confiadas a aquellos ciudadanos que sobresalgan por su competencia técnica y su probada honradez y que cumplan con suma fidelidad sus deberes con el país.

Más aún, la labor de estos hombres debe quedar sometida a un ciudadano y asiduo control, a fin de evitar que, en el seno de la administración del propio Estado, el poder económico quede en manos de unos pocos, lo cual sería totalmente contrario al bien supremo de la nación.

Función social de la propiedad

119. Pero neutros predecesores han enseñado también de modo constante el principio de que al derecho de propiedad privada le es intrínsecamente inherente una función social. En realidad, dentro del plan de Dios Creador, todos los bienes de la tierra están destinados, en primer lugar, al decoroso sustento de todos los hombres, como sabiamente enseña nuestro predecesor de feliz memoria León XIII en la encíclica Rerum novarum: «Los que han recibido de Dios mayor abundancia de bienes, ya sean corporales o externos, ya internos y

espirituales, los han recibido para que con ellos atiendan a su propia perfección y, al mismo tiempo, como ministros de la divina Providencia, al provecho de los demás. "Por lo tanto, el que tenga aliento, cuide de no callar; el que abunde en bienes, cuide de no ser demasiado duro en el ejercicio de la misericordia; quien posee un oficio de qué vivir, afánese por compartir su uso y utilidad con el prójimo"».

120. Aunque, en nuestro tiempo, tanto el Estado como las instituciones públicas han extendido y siguen extendiendo el campo de su intervención, no se debe concluir en modo alguno que ha desaparecido, como algunos erróneamente opinan, la función social de la propiedad privada, ya que esta función toma su fuerza del propio derecho de propiedad.

Añádase a esto el hecho complementario de que hay siempre una amplia gama de situaciones angustiosas, de necesidades ocultas y al mismo tiempo graves, a las cuales no llegan las múltiples formas de la acción del Estado, y para cuyo remedio se halla ésta totalmente incapacitada; por lo cual, siempre quedará abierto un vasto campo para el ejercicio de la misericordia y de la caridad cristiana por parte de los particulares. Por último, es evidente que para el fomento y estímulo de los valores del espíritu resulta más fecunda la iniciativa de los particulares o de los grupos privados que la acción de los poderes públicos.

121. En ésta ocasión oportuna para recordar, finalmente, cómo la autoridad del sagrado Evangelio sanciona, sin duda, el derecho de propiedad privada de los bienes, pero , al mismo tiempo, presenta, con frecuencia, a Jesucristo ordenando a los ricos que cambien en bienes espirituales los bienes materiales que poseen y los den a los necesitados: «No alleguéis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los corroen y donde los ladrones horadan y roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corroen y donde los ladrones no horadan ni roban» (Mt 6, 19-20). Y el Divino Maestro declara que considera como hecha o negada a sí mismo la caridad

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hecha o negada a los necesitados: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

III. Los aspectos recientes más importantes de la cuestión social

122. El desarrollo histórico de la época actual demuestra, con evidencia cada vez mayor, que los preceptos de la justicia y de la equidad no deben regular solamente las relaciones entre los trabajadores y los empresarios, sino además las que median entre los distintos sectores de laeconomía, entre las zonas de diverso nivel de riqueza en el interior de cada nación y, dentro del plano mundial, entre los países que se encuentran en diferente grado de desarrollo económico y social.

Relaciones entre los distintos sectores de la economía

La agricultura, sector deprimido

123. Comenzaremos exponiendo algunos puntos sobre la agricultura. Advertimos, ante todo, que la población rural, en cifras absolutas, no parece haber disminuido. Sin embargo, indudablemente son muchos los campesinos que abandonan el campo para dirigirse a poblaciones mayores e incluso centros urbanos. Este éxodo rural, por verificarse en casi todos los países y adquirir a veces proporciones multitudinarias, crea problemas de difícil solución por lo que toca a nivel de vida digno de los ciudadanos.

124. A la vista de todos está el hecho de que, a medida que progresa la economía, disminuye la mano de obra dedicada a la agricultura, mientras crece el porcentaje de la consagrada a la industria y al sector de los servicios. Juzgamos, sin embargo, que el éxodo de la población agrícola hacia otros sectores de la producción se debe frecuentemente a motivos derivados del propio desarrollo económico. Pero en el inmensa mayoría de los casos responde a una serie de estímulos, entre los que han de contarse como principales el ansia de huir de un ambiente estrecho sin perspectivas de vida más cómoda; el prurito de novedades y aventuras de

que tan poseída está nuestra época; el afán por un rápido enriquecimiento; la ilusión de vivir con mayor libertad, gozando de los medios y facilidades que brindan las poblaciones más populosas y los centros urbanos. Pero también es indudable que el éxodo del campo se debe al hecho de que el sector agrícola es, en casi todas partes, un sector deprimido, tanto por lo que toca al índice de productividad del trabajo como por lo que respecta al nivel de vida de las poblaciones rurales.

125. Por ello, ante un problema de tanta importancia que afecta a casi todos los países, es necesario investigar, primeramente, los procedimientos más idóneos para reducir las enormes diferencias que en materia de productividad se registran entre el sector agrícola y los sectores de la industrial y de los servicios; hay que buscar, en segundo término, los medios más adecuados para que el nivel de vida de la población agrícola se distancie lo menos posible del nivel de vida de los ciudadanos que obtienen sus ingresos trabajando en los otros sectores aludidos; hay que realizar, por último, los esfuerzos indispensables para que los agricultores no padezcan un complejo de inferioridad frente a los demás grupos sociales, antes, pro el contrario, vivan persuadidos de que también dentro del ambiente rural pueden no solamente consolidar y perfeccionar su propia personalidad mediante el trabajo del campo, sino además mirar tranquilamente el provenir.

126. Nos parece, por lo mismo, muy oportuno indicar en esta materia algunas normas de valor permanente, a condición de que se apliquen, como es obvio, en consonancia con lo que las circunstancias concretas de tiempo y de lugar permitan, aconsejen o absolutamente exijan.

Desarrollo adecuado de los servicios públicos más fundamentales

127 En primer lugar, es necesario que todos, y de modo especial las autoridades públicas, procuren con eficacia que en el campo adquieran el conveniente grado de desarrollo

los servicios públicos más fundamentales, como, por ejemplo, caminos, transportes, comunicaciones, agua potable, vivienda, asistencia médica y farmacéutica, enseñanza elemental y enseñanza técnica y profesional, condiciones idóneas para la vida religiosa y para un sano esparcimiento y, finalmente, todo el conjunto de productos que permitan al hogar del agricultor estar acondicionado y funcionar de acuerdo con los progresos de la época moderna.

Cuando en los medios agrícolas faltan estos servicios, necesarios hoy para alcanzar un nivel de vida digno, el desarrollo económico y el progreso social vienen a ser en aquéllos o totalmente nulos o excesivamente lentos, lo que origina como consecuencia la imposibilidad de frenar el éxodo rural y la dificultad de controlar numéricamente la población que huye del campo.

Desarrollo gradual y armónico de todo el sistema económico

128 Es indispensable, en segundo lugar, que el desarrollo económico de los Estados se verifique de manera gradual, observando la debida proporción entre los diversos sectores productivos. Hay que procurar así con especial insistencia que, en la medida permitida o exigida por el conjunto de la economía, tengan aplicación también en la agricultura los adelantos más recientes en lo que atañe a las técnicas de producción, la variedad de los cultivos y la estructura de la empresa agrícola, aplicación que ha de efectuarse manteniendo en lo posible la proporción adecuada con los sectores de la industria y de los servicios.

129 La agricultura, en consecuencia, no sólo consumirá una mayor cantidad de productos de la industria, sino que exigirá una más cualificada prestación de servicios generales. En justa reciprocidad, la agricultura ofrecerá a la industria, a los servicios y a toda la nación una serie de productos que en cantidad y calidad responderán mejor a las exigencias del consumo, contribuyendo así a la estabilidad del

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poder adquisitivo de la moneda, la cual es uno de los elementos más valiosos para lograr un desarrollo ordenado de todo el conjunto de la economía.

130 Con estas medidas se obtendrá, entre otras, las siguientes ventajas: la primera, la de controlar con mayor facilidad, tanto en la zona de salida como en la de llegada, el movimiento de las fuerzas laborales que abandonan el campo a consecuencia de la progresiva modernización de la agricultura; la segunda, la de proporcionarles una formación profesional adecuada para su provechosa incorporación a otros sectores productivos, y la tercera, la de brindarles ayuda económica y asistencia espiritual para su mejor integración en los nuevos grupos sociales.

Necesidad de una adecuada política económica agraria

131. Ahora bien, para conseguir un desarrollo proporcionado entre los distintos sectores de la economía es también absolutamente imprescindible una cuidadosa política económica en materia agrícola por parte de las autoridades públicas, política económica que ha de atender a los siguientes capítulos: Imposición fiscal, crédito, seguros sociales, precios, promoción de industrias complementarias y, por último, el perfeccionamiento de la estructura de la empresa agrícola.

1.° Imposición fiscal

132. Por los que se refiere a los impuestos, la exigencia fundamental de todo sistema tributario justo y equitativo es que las cargas se adapten a la capacidad económica de los ciudadanos.

133. Ahora bien, en la regulación de los tributos de los agricultores, el bien común exige que las autoridades tengan muy presente el hecho de que los ingresos económicos del sector agrícola se realizan con mayor lentitud y mayores riesgos, y , por tanto, es más difícil obtener los capitales indispensables para el aumento de estos ingresos.

2.° Capitales a conveniente interés

134. De lo dicho se deriva una consecuencia: la de que los propietarios del capital prefieren colocarlo en otros negocios antes que en la agricultura. Por esta razón., los agricultores no pueden pagar intereses elevados. Más aún, ni siquiera pueden pagar, por lo regular, los intereses normales del mercado para procurarse los capitales que necesitan el desarrollo y funcionamiento normal de sus empresas. Se precisa, por tanto, por razones de bien común, establecer una particular política, crediticia para la agricultura y crear además instituciones de crédito que aseguren a los agricultores los capitales a un tipo de interés asequible.

3.° Seguros sociales y seguridad social

135. Es necesario también que en la agricultura se implanten dos sistemas de seguros: el primero, relativo a los productos agrícolas, y el segundo, referente a los propios agricultores y a sus respectivas familias. Porque, como es sabido, la renta per capita del sector agrícola es generalmente inferior a la renta per capita de los sectores de la industria y de los servicios, y, por esto, no parece ajustado plenamente a las normas de la justicia social y de la equidad implantar sistemas de seguros sociales o de seguridad social en los que el trato dado a los agricultores sea substancialmente inferior al que se garantiza a los trabajadores de la industria y de los servicios. Las garantías aseguradoras que la política social establece en general, no deben presentar diferencias notables entre sí, sea el que sea el sector económico donde el ciudadano trabaja o de cuyos ingresos vive.

136. Por otra parte, como los sistemas de los seguros sociales y de seguridad social, pueden contribuir eficazmente a una justa y equitativa redistribución de la renta total de la comunidad política, deben, por ello mismo, considerarse como vía adecuada para reducir las diferencias entre las distintas categorías de los ciudadanos.

4.° Tutela de los precios

137. Dada la peculiar naturaleza de los productos agrícolas, resulta

indispensable garantizar la seguridad de sus precios, utilizando para ello los múltiples recursos que tienen hoy a su alcance los economistas. En este punto, aunque es sumamente eficaz que los propios interesados ejerzan esta tutela, imponiéndose a sí mismos las normas oportunas,no debe, sin embargo, faltar la acción moderadora de los poderes públicos.

138. No ha de olvidarse tampoco que el precio de los productos agrícolas constituye generalmente una retribución del trabajo, más bien que una remuneración del capital empleado.

139. Por esto observa con razón nuestro predecesor de feliz memoria Pío XI, en la encíclica Quadragesimo anno, que a la realización del bien de la comunidad «contribuye en gran manera la justa proporción entre los salarios»; pero añade a renglón seguido: »Con ello se relaciona a su vez estrechamente la justa proporción de los precios de venta de los productos obtenidos por los distintos sectores de la economía, cuales son la agricultura, la industria y otros semejantes».

140. Y como los productos del campo están ordenados principalmente a satisfacer las necesidades humanas más fundamentales, es necesario que sus precios se determinen de tal forma que se hagan asequibles a la totalidad de los consumidores. De lo cual, sin embargo, se deduce evidentemente que sería sin duda injusto forzar a toda una categoría de ciudadanos, la de los agricultores, aun estado permanente de inferioridad económica y social, privándoles de un poder de compra imprescindible para mantener un decoroso nivel de vida, lo cual evidentemente está en abierta contradicción con el bien común.

5.° Completar los ingresos de la familia agrícola

141. Es oportuno también promover, en las zonas campesinas, las industrias y los servicios relacionados con la conservación, transformación y transporte de los productos agrícolas. A lo cual hay que añadir necesariamente en dichas zonas la creación de actividades relacionadas con otros sectores de la

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economía y de las profesiones. Con la implantación de estas medidas se da a la familia agrícola la posibilidad de completar sus ingresos en los mismos ambientes en que vive y trabaja.

6.° Reforma de la empresa agrícola

142. Por último, nadie puede establecer en términos genéricos las líneas fundamentales a que debe ajustarse la empresa agrícola, dada la extremada variedad que en este sector de la economía presentan las distintas zonas agrarias de una misma nación y, sobre todo, los diversos países del mundo. Esto no obstante, quienes tienen una concepción natural y, sobre todo, cristiana de la dignidad del hombre y de la familia, consideran a la empresa agrícola, y principalmente a la familiar, como una comunidad de personas en la cual las relaciones internas de los diferentes miembros y la estructura funcional de la misma han de ajustarse a los criterios de la justicia y al espíritu cristiano, y procuran, por todos los medios, que esta concepción de la empresa agrícola llegue a ser pronto una realidad, según las circunstancias concretas de lugar y de tiempo.

143. La firmeza y la estabilidad de la empresa familiar dependen, sin embargo, de que puedan obtenerse de ella ingresos suficientes para mantener un decoroso nivel de vida en la respectiva familiar. Para lo cual es de todo punto preciso que los agricultores estén perfectamente instruidos en cuanto concierne a sus trabajos, puedan conocer los nuevos inventos y se hallen asistidos técnicamente en el ejercicio de su profesión. Es indispensable, además, que los hombres del campo establezcan una extensa red de empresas cooperativas, constituyan asociaciones profesionales e intervengan con eficacia en la vida pública, tanto en los organismos de naturaleza administrativa como en las actividades de carácter político.

Los agricultores deben ser los protagonistas de su elevación económica y social

144. Estamos persuadidos, sin embargo, de que los autores principales del desarrollo

económico, de la elevación cultural y del progreso social del campo deben ser los mismo interesados, es decir, los propios agricultores. Estos deben poseer una conciencia clara y profunda de la nobleza de su profesión. Trabajan, en efecto, en el templo majestuoso de la Creación, y realizan su labor, generalmente, entre árboles y animales, cuya vida, inagotable en su capacidad expresiva e inflexible en sus leyes, es rica en recuerdos del Dios creador y providente. Además, la agricultura no sólo produce la rica gama de alimentos con que se nutre la familia humana, sino proporciona también un número cada vez mayor de materias primas a la industria.

145. Más aún, el trabajo del campo está dotado de una específica dignidad, ya que utiliza y pone a su servicio una serie de productos elaborados por la mecánica, la química y la biología, productos que han de ponerse al día, sin interrupción alguna, de acuerdo con las necesidades de la época, dada la repercusión que en la agricultura alcanzan los progresos científicos y técnicos.

Y no es esto todo. Es un trabajo que se caracteriza también por una intrínseca nobleza, ya que exige del agricultor conocimiento certero del curso del tiempo, capacidad de fácil adaptación al mismo, paciente espera del futuro, sentido de la responsabilidad y espíritu perseverante y emprendedor.

Solidaridad y colaboración

146. Hay que advertir también que en el sector agrícola, como en los demás sectores de la producción, es muy conveniente que los agricultores se asocien, sobre todo si se trata de empresas agrícolas de carácter familiar. Los cultivadores del campo deben sentirse solidarios los unos de los otros y colaborar todos a una en la creación de empresas cooperativas y asociaciones profesionales, de todo punto necesarias, porque facilitan al agricultor las ventajas de los progresos científicos y técnicos y contribuyen de modo decisivo a la defensa de los precios de los productos del campo.

Con la adopción de estas

medidas, los agricultores quedarán situados en un plano de igualdad respecto a las categorías económicas profesionales, generalmente organizadas, de los otros sectores productivos, y podrán hacer sentir todo el peso de su importancia económica en la vida política y en la gestión administrativa. Porque, como con razón se ha dicho, en nuestra época las voces aisladas son como voces dadas al viento.

Subordinación a las exigencias del bien común

147. Con todo, los trabajadores agrícolas, de la misma manera que los de los restantes sectores de la producción, al hacer sentir todo el peso de su importancia económica deben proceder necesariamente sin quebranto alguno del orden moral y del derecho establecido, procurando armonizar sus derechos y sus intereses con los derechos y los intereses de las demás categorías económicas profesionales, y subordinar los unos y los otros a las exigencias del bien común.

Más aún, los agricultores que viven consagrados a elevar la riqueza del campo, pueden pedir con todo derecho que los gobernantes ayuden y completen sus esfuerzos, con tal que ellos, por su parte, se muestren sensibles a las exigencias del bien común y contribuyan a su realización efectiva.

148. Por esta razón, nos es grato expresar nuestra complacencia a aquellos hijos nuestros que, en diversas partes del mundo, se esfuerzan por crear y consolidar empresas cooperativas y asociaciones profesionales para que todos los que cultivan la tierra, al igual que los demás ciudadanos, disfruten del debido nivel de vida económico y de una justa dignidad social.

Nobleza del trabajo agrícola

149. En el trabajo del campo encuentra el hombre todo cuanto contribuye al perfeccionamiento decoroso de su propia dignidad. Por eso, el agricultor debe concebir su trabajo como un mandato de Dios y una misión excelsa. Es preciso, además, que consagre esta tarea a Dios providente, que dirige la

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historia hacia la salvación eterna del hombre. Finalmente, ha de tomar sobre sí la tarea de contribuir con su personal esfuerzo a la elevación de sí mismo y de los demás, como una aportación a la civilización humana.

Relaciones entre las zonas de desigual desarrollo de un país

Servicios públicos fundamentales y política económica adecuada

150. Con mucha frecuencia, en el seno de una misma nación se observan diferencias económicas y sociales entre las distintas clases de ciudadanos, debidas, principalmente, al hecho de que unos y otros viven y trabajan en zonas de desigual desarrollo económico. En situaciones como ésta, la justicia y la equidad piden que los gobernantes procuren suprimir del todo, o a lo menos disminuir, tales diferencias. A este fin se debe intentar que en las zonas económicamente menos desarrolladas se garanticen los servicios públicos fundamentales más adecuados a las circunstancias del tiempo y lugar y de acuerdo, en lo posible, con la común manera de vida. Para ello, es absolutamente imprescindible que se emprenda la política apropiada, que atienda con diligencia a la ordenación de los siguientes puntos: la contratación laboral, la emigración interior, los salarios, los impuestos, los créditos y las inversiones industriales destinadas principalmente a favorecer el desarrollo de otras actividades. Todas estas medidas son plenamente idóneas, no sólo para promover el empleo rentable de la mano de obra y estimular la iniciativa empresarial, sino para explotar también los recursos locales de cada zona.

Iniciativa privada e intervención del Estado

151. Sin embargo, es preciso que los gobernantes se limiten a adoptar tan sólo aquellas medidas que parezcan ajustadas al bien común de los ciudadanos. Las autoridades deben cuidar asiduamente, con la mira puesta en la utilidad de todo el país, de que el desarrollo económico de los tres sectores de la producción —agricultura, industria y servicios— sea, en lo posible, simultáneo y

proporcionado; con el propósito constante de que los ciudadanos de las zonas menos desarrolladas se sientan protagonistas de su propia elevación económica, social y cultural. Porque el ciudadano tiene siempre el derecho de ser el autor principal de su propio progreso.

152. Por consiguiente, es indispensable que también la iniciativa privada contribuya, en cuanto está de su parte, a establecer una regulación equitativa de la economía del país. Más aún, las autoridades, en virtud del principio de la función subsidiaria, tienen que favorecer y auxiliar a la iniciativa privada de tal manera, que sea ésta, en la medida que la realidad permita, la que continúe y concluya el desarrollo económico por ella iniciado.

Eliminar o disminuir la desproporción entre tierra y población

153. Es ésta ocasión oportuna para advertir que no son pocas las naciones en las cuales existe una manifiesta desproporción entre el terreno cultivable y la población agrícola. Efectivamente, en algunas naciones hay escasez de brazos y abundancia de tierra laborables, mientras que en otras abunda la mano de obra y escasean las tierras de cultivo.

154. Más aún, hay naciones en las cuales, a pesar de la riqueza potencial de su suelo, el estado rudimentario y anticuado de sus sistemas de cultivo no permite producir la cantidad de bienes suficientes para satisfacer las necesidades más elementales de las respectivas poblaciones; en otros países, por el contrario, el alto grado de modernización alcanzado por la agricultura determina una superproducción de bienes agrícolas que provoca efectos negativos en las respectivas economías nacionales.

155. Es evidente, por tanto, que así la universal solidaridad humana como el sentimiento de la fraternidad cristiana exigen, de manera absoluta, que los pueblos se presten activa y variada ayuda mutua, de la cual se seguirá no sólo un más fácil intercambio de bienes, capitales y hombres, sino además una reducción

de las desigualdades que existen entre las diversas naciones. Pero de este problema hablaremos luego con mayor atención.

156. Queremos, sin embargo, expresar aquí nuestra gran estima por la obra que la F.A.O. viene realizando para alimentar a los pueblos y estimular el desarrollo de la agricultura. Las finalidades específicas de este organismo son fomentar las relaciones mutuas entre los pueblos, promover la modernización del campo en las naciones poco desarrolladas y ayudar a los países que sufren el azote del hambre.

Relaciones entre los países de desigual desarrollo económico

Es el problema mayor de nuestros días

157. Pero el problema tal vez mayor de nuestros días es el que atañe a las relaciones que deben darse entre las naciones económicamente desarrolladas y los países que están aún en vías de desarrollo económico: las primeras gozan de una vida cómoda; los segundos, en cambio, padecen durísima escasez. La solidaridad social que hoy día agrupa a todos los hombres en una única y sola familia impone a las naciones que disfrutan de abundante riqueza económica la obligación de no permanecer indiferentes ante los países cuyos miembros, oprimidos por innumerables dificultades interiores, se ven extenuados por la miseria y el hambre y no disfrutan, como es debido, de los derechos fundamentales del hombre. Esta obligación se ve aumentada por el hecho de que, dada la interdependencia progresiva que actualmente sienten los pueblos, no es ya posible que reine entre ellos una paz duradera y fecunda si las diferencias económicas y sociales entre ellos resultan excesivas.

158. Nos, por tanto, que amamos a todos los hombres como hijos, juzgamos deber nuestro repetir en forma solemne la afirmación manifestada otras veces: «Todos somos solidariamente responsables de las poblaciones subalimentadas (Alocución del 3 de mayo de 1960; cf. Acta Apostolicae Sedis 52 (1960)

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p. 465)... «(Por lo cual) es necesario despertar la conciencia de esta grave obligación en todos y en cada uno y de modo muy principal en los económicamente poderosos» (Ibíd.).

159. Como es evidente, el grave deber, que la Iglesia siempre ha proclamado, de ayudar a los que sufren la indigencia y la miseria, lo han de sentir de modo muy principal los católicos, por ser miembros del Cuerpo místico de Cristo. «En esto —proclama Juan el apóstol— hemos conocido la caridad de Dios, en que dio El su vida por nosotros, y así nosotros debemos estar prontos a dar la vida por nuestros hermanos. Quien tiene bienes de este mundo y viendo a su hermano en necesidad le cierra las entrañas, ¿cómo es posible que habite en él la caridad de Dios?» (1Jn 3, 16-17).

160. Vemos, pues, con agrado cómo las naciones que disponen de más avanzados sistemas económicos prestan ayuda a los países subdesarrollados para facilitarles el mejoramiento de su situación actual.

Las ayudas de emergencia son obligatorias

161. Como es sabido, hay naciones que tienen sobreabundancia de bienes de consumo,y particularmente de productos agrícolas. Existen otras, en cambio, en las cuales grandes masas de población luchan contra la miseria y el hambre. Por ello, tanto la justicia como la humanidad exigen que las naciones ricas presten su ayuda a las naciones pobres. Por lo cual, destruir por completo o malgastar bienes que son indispensables para la vida de los hombres en tan contrario a los deberes de la justicia como a los que impone la humanidad.

162 Sabemos bien que la producción de excedentes, particularmente de los agrícolas, en un país, puede perjudicar a determinadas categorías de ciudadanos. Pero de esto no se sigue en modo alguno que las naciones que tienen exceso de bienes queden dispensadas del deber de ayudar a las víctimas de la miseria y del hambre cuando surge una especial necesidad; sino que, pro el contrario, hay que procurar con toda diligencia que esas dificultades nacidas de la

superproducción de bienes se disminuyan y las soporten de manera equitativa todos y cada uno de los ciudadanos.

Pero es también necesaria la cooperación científica, técnica y financiera

163. Con todo, estas ayudas no pueden eliminar de modo inmediato en muchos países las causas permanentes de la miseria o del hambre. Generalmente, la causa reside en el retraso que acusan los sistemas económicos de esos países. Para remediar este atraso hay que movilizar todos los medios posibles, de suerte que, por una parte, los ciudadanos de estas naciones se instruyan perfectamente en el ejercicio de las técnicas y en el cumplimiento de sus oficios, y, por otra, puedan poseer los capitales que les permitan realizar por sí mismos el desarrollo económico, con los criterios y métodos propios de nuestra época.

164. Sabemos perfectamente cómo en estos últimos años ha ido profundizándose en muchos hombres la conciencia de la obligación que tienen de ayudar a los países pobres, que se hallan todavía en situación de subdesarrollo, a fin de lograr que en éstos se faciliten los avances del desarrollo económico y del progreso social.

165. Con objeto de alcanzar tan anhelados fines, vemos cómo organismos supranacionales y estatales, fundaciones particulares y sociedades privadas ofrecen a diario con creciente liberalidad a dichos países ayuda técnica para aumentar su producción. Por ello, se dan facilidades a muchísimos jóvenes para que, estudiando en las grandes universidades de las naciones más desarrolladas, adquieran una formación científica y técnica al nivel exigido por nuestro tiempo. Hay que añadir que determinadas instituciones bancarias mundiales, algunos Estados por separado y la misma iniciativa privada facilitan con frecuencia préstamos de capitales a los países subdesarrollados, para montar en ellos una amplia serie de instituciones cuya finalidad es la producción económica. Nos

complace aprovechar la ocasión para expresar nuestro sincero aprecio por tan excelente obra. Es de desear, sin embargo, que en adelante las naciones más ricas mantengan con ritmo creciente su esfuerzo por ayudar a los países que están iniciando su desarrollo, para promover así el progreso científico, técnico y económico de estos últimos.

Hay que evitar los errores del pasado

166. En este punto juzgamos oportunas algunas advertencias.

167. La primera es que las naciones que todavía no han iniciado o acaban de iniciar su desarrollo económico, obrarán prudentemente si examinan la trayectoria general que han recorrido las naciones económicamente ya desarrolladas.

168. Producir mayor número de bienes, y producirlo por el procedimiento más idóneo, son exigencias de un planeamiento razonable y de las muchas necesidades que existen. Sin embargo, tanto las necesidades existentes como lajusticia exigen que las riquezas producidas se repartan equitativamente entre todos los ciudadanos del país. Por lo cual, hay que esforzarse para que el desarrollo económico y el progreso social avancen simultáneamente. Este proceso, a su vez, debe efectuarse de manera similar en los diferentes sectores de la agricultura, la industria y los servicios de toda clase.

Respetar las características de cada pueblo

169. Es también un hecho de todos conocido que las naciones cuyo desarrollo económico está en curso presentan ciertas notas características, nacidas del medio natural en que viven, de tradiciones nacionales de auténtico valor humano y del carácter peculiar de sus propios miembros.

170. Las naciones económicamente desarrolladas, al prestar su ayuda, deben reconocer y respetar el legado tradicional de cada pueblo, evitando con esmero utilizar su cooperación para imponer a dichos países una imitación de su propia manera de vida.

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Ayudar sin incurrir en un nuevo colonialismo

171. Es necesario, asimismo, que las naciones económicamente avanzadas eviten con especial cuidado la tentación de prestar su ayuda a los países pobres con el propósito de orientar en su propio provecho la situación política de dichos países y realizar así sus planes de hegemonía mundial.

172. Si en alguna ocasión se pretende llevar a cabo este propósito, débese denunciar abiertamente que lo que se pretende, en realidad, es instaurar una nueva forma de colonialismo, que, aunque cubierto con honesto nombre, constituye una visión más del antiguo y anacrónico dominio colonial, del que se acaban de despojar recientemente muchas naciones; lo cual, por ser contrario a las relaciones que normalmente unen a los pueblos entre sí, crearía una grave amenaza para la tranquilidad de todos los países.

173. Razones de necesidad y de justicia exigen, por consiguiente, que los Estados que prestan ayuda técnica y financiera a las naciones poco desarrolladas lo hagan sin intención alguna de dominio político y con el solo propósito de ponerlas en condiciones de realizar por sí mismas su propia elevación económica y social.

174. Si se procede de esta manera, se contribuirá no poco a formar una especie de comunidad de todos los pueblos, dentro de la cual cada Estado, consciente de sus deberes y de sus derechos, colaborará, en plano de igualdad, en pro de la prosperidad de todos los demás países.

Salvaguardar el sentido moral de los pueblos subdesarrollados

175. No hay duda de que, si en una nación los progresos de la ciencia, de la técnica, de la economía y de la prosperidad de los ciudadanos avanzan a la par, se da un paso gigantesco en cuanto se refiere a la cultura y a la civilización humana. Mas todos deben estar convencidos de que estos bienes no son los bienes supremos, sino solamente medios instrumentales para alcanzar estos últimos.

176. Por esta razón, observamos con dolorosa amargura cómo en las naciones económicamente desarrolladas son pocos los hombres que vives despreocupados en absoluto de la justa ordenación de los bienes, despreciando sin escrúpulos, olvidando por completo o negando con pertinacia los bienes del espíritu, mientras apetecen ardientemente el progreso científico, técnico y económico, y sobrestiman de tal manera el bienestar material, que lo consideran, por lo común, como el supremo bien de su vida. Esta desordenada apreciación acarrea como consecuencia que la ayuda prestada a los pueblos subdesarrollados no esté exenta de perniciosos peligros, ya que en los ciudadanos de estos países, por efecto de una antigua tradición, tiene vigencia general todavía e influjo práctico en la conducta la conciencia de los bienes fundamentales en que se basa la moral humana.

177 Por consiguiente, quienes intentan destruir, de la manera que sea, la integridad del sentido moral de estos pueblos, realizan, sin duda, una obra inmoral. Por el contrario, este sentido moral, además de ser honrado dignamente, debe cultivarse y perfeccionarse porque constituye el fudamento de la verdadera civilización.

La aportación de la Iglesia

178. La Iglesia pertenece por derecho divino a todas las naciones. Su universalidad está probada en realidad por el hecho de su presencia actual en todo el mundo y por su voluntad a acoger a todos los pueblos.

179. Ahora bien, la Iglesia, al ganar a los pueblos para Cristo, contribuye necesariamente a su bienestar temporal, así en el orden económico como en el campo de las relaciones sociales. La historia de los tiempos pasados y de nuestra propia época demuestran con plenitud esta eficacia. Todos los que profesan en público el cristianismo aceptan y prometen contribuir personalmente al perfeccionamiento de las instituciones civiles y esforzarse por todos los medios posibles para que no sólo no sufra deformación alguna la dignidad humana, sino que

además se superen los obstáculos de toda clase y se promuevan aquellos medios que conducen y estimulan a la bondad moral y a la virtud.

180. Más aún, la Iglesia, una vez que ha inyectado en las venas de un pueblo su propia vitalidad, no es ni se siente como una institución impuesta desde fuera a dicho pueblo. Esto se debe al hecho de que su presencia se manifiesta en el renacer o resucitar de cada hombre en Cristo; ahora bien, quien renace o resucita en Cristo no se siente coaccionado jamás por presión exterior alguna; todo lo contrario, al sentir que ha logrado la libertad perfecta, se encamina hacia Dios con el ímpetu de su libertad, y de esta manera se consolida y ennoblece cuanto en él hay de auténtico bien moral.

181. «La Iglesia de Jesucristo —enseña acertadamente nuestro predecesor Pío XII—, como fidelísima depositaria de la vivificante sabiduría divina, no pretende menoscabar o menospreciar las características particulares que constituyen el modo de ser de cada pueblo; características que con razón defienden los pueblos religiosa y celosamente como sagrada herencia. La Iglesia busca la profunda unidad, configurada por un amor sobrenatural, en el que todos los pueblos se ejerciten intensamente; no busca una uniformidad absoluta, exclusivamente externa, que debilite las propias fuerzas naturales. todas las normas y disposiciones que sirven para el desenvolvimiento prudente y para el aumento equilibrado de las propias energías y facultades —que nacen de las más recónditas entrañas de toda estirpe—, la Iglesia las aprueba y favorece con amor de madre, con tal que no se opongan a las obligaciones que impone el origen común y el común destino de todos los hombres» (Encíclica Summi Pontificatus; cf. Acta Apostolicae Sedis 31 (1939) p. 428-429).

182. Vemos, por tanto, con gran satisfacción de nuestro espíritu cómo los ciudadanos católicos de las naciones subdesarrolladas no ceden, en modo alguno, a nadie el primer puesto en el esfuerzo que sus países verifican para progresar, de acuerdo con sus posibilidades, en el orden

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económico y social.

183. Por otra parte, observamos cómo los católicos de los Estados más ricos multiplican sus iniciativas y esfuerzos para conseguir que la ayuda prestada por sus países a las naciones económicamente débiles facilite lo más posible su progreso económico y social. Dignas de aplauso son, en este aspecto, la múltiple y creciente asistencia que vienen dispensando a los estudiantes afroasiáticos esparcidos por las grandes Universidades de Europa y de América para su mejor formación literaria y técnica, y la atención que dedican a la formación de individuos de todas las profesiones para que estén dispuestos a trasladarse a las naciones subdesarrolladas y ejercer allí sus actividades técnicas y profesionales.

184. A estos queridos hijos nuestros, que en toda la tierra demuestran claramente la perenne eficacia y vitalidad de la Iglesia con su esfuerzo extraordinario en promover el genuino progreso de las naciones e inspirar la fuerza saludable de la auténtica civilización, queremos expresar nuestro aplauso y nuestro agradecimiento.

Incremento demográfico y desarrollo económico

Desnivel entre población y medios de subsistencia

185. En estos últimos tiempos se plantea a menudo el problema de cómo coordinar los sistemas económicos y los medios de subsistencia con el intenso incremento de la población humana, así en el plano mundial como en relación con los países necesitados.

186. En el plano mundial observan algunos que, según cálculos estadísticos, la humanidad, dentro de algunos decenios, alcanzará una cifra total de población muy elevada, mientras que la economía avanzará con mucha mayor lentitud. De esto deducen que, si no se pone freno a la procreación humana, aumentará notablemente en una futuro próximo la desproporción entre la población y los medios indispensables de subsistencia.

187. Como es sabido, las

estadísticas de los países económicamente menos desarrollados demuestran que, a causa de la general difusión de los modernos adelantos de la higiene y de la medicina, se ha prolongado la edad media del hombre al reducirse notablemente la mortalidad infantil. Y la natalidad en los países en que ya es crecida permanece estacionaria, al menos durante un no corto período de tiempo. Por otra parte, mientras las cifras de la natalidad exceden cada año a las de la mortalidad, los sistemas de producción al incremento demográfico. Por ello, en los países más pobres lo peor no es que no mejore el nivel de vida, sino que incluso empeore continuamente. Hay así quienes estiman que, para que tal situación no llegue a extremos peligrosos, es preciso evitar la concepción o reprimir, del modo que sea, los nacimientos humanos.

Situación exacta del problema

188. A decir verdad, en el plano mundial la relación entre el incremento demográfico, de una parte, y los medios de subsistencia, de otra, no parece, a lo menos por ahora e incluso en un futuro próximo, crear graves dificultades. Los argumentos que se hacen en esta materia son tal dudosos y controvertidos que no permiten deducir conclusiones ciertas.

189. Añádese a esto que Dios, en su bondad y sabiduría, ha otorgado a la naturaleza una capacidad casi inagotable de producción y ha enriquecido al hombre con una inteligencia tan penetrante que le permite utilizar los instrumentos idóneos para poner todos los recursos naturales al servicio de las necesidades y del provecho de su vida. Por consiguiente, la solución clara de este problema no ha de buscarse fuera del orden moral establecido por Dios, violando la procreación de la propia vida humana, sino que, por el contrario, debe procurar el hombre, con toda clase de procedimientos técnicos y científicos, el conocimiento profundo y el dominio creciente de las energías de la naturaleza. Los progresos hasta ahora realizados por la ciencia y por la técnica abren en este campo una esperanza casi

ilimitada para el porvenir.

190. No se nos oculta que en algunas regiones, y también en los países de escasos recursos, además de estos problemas se plantean a menudo otras dificultades, debidas a que su organización económica y social está montada de tal forma, que no pueden disponer de los medios precisos de subsistencia para hacer frente al crecimiento demográfico anual, ya que los pueblos no manifiestan en sus relaciones mutuas la concordia indispensable.

191. Aun concediendo que estos hechos sean reales, declaramos, sin embargo, con absoluta claridad, que estos problemas deben plantearse y resolverse de modo que no recurra el hombre a métodos y procedimientos contrarios a su propia dignidad, como son los que enseñan sin pudor quienes profesan una concepción totalmente materialista del hombre y de la vida.

192. Juzgamos que la única solución del problema consiste en un desarrollo económico y social que conserve y aumentos los verdaderos bienes del individuo y de toda la sociedad. Tratándose de esta cuestión hay que colocar en primer término cuanto se refiere a la dignidad del hombre en general y a la vida del individuo, a la cual nada puede aventajar. Hay que procurar, además, en este punto la colaboración mutua de todos los pueblos, a fin de que, con evidente provecho colectivo, pueda organizarse entre todas las naciones un intercambio de conocimientos, capitales y personas.

El respeto a las leyes de la vida

193. En esta materia hacemos una grave declaración: la vida humana se comunica y propaga por medio de la familia, la cual se funda en el matrimonio uno e indisoluble, que para los cristianos ha sido elevado a la dignidad de sacramento. Y como la vida humana se propaga a otros hombres de una manera consciente y responsable, se sigue de aquí que esta propagación debe verificarse de acuerdo con las leyes sacrosantas, inmutables e inviolables de Dios, las cuales han de ser concocidas y respetadas por todos. Nadie, pues, puede lícitamente usar

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en esta materia los medidos o procedimientos que es lícito emplear en la genética de las plantas o de los animales.

194. La vida del hombre, en efecto, ha de considerarse por todos como algo sagrado, ya que desde su mismo origen exige la acción creadora de DIos. Por tanto, quien se aparta de lo establecido por El, no sólo ofende a la majestad divina y se degrada a sí mismo y a la humanidad entera, sino que, además, debilita las energías íntimas de su propio país.

Educación del sentido de la responsabilidad

195. Por estos motivos es de suma importancia que no sólo se eduque a las nuevas generaciones con una formación cultural y religiosa cada día más perfecta —lo cual constituye un derecho y un deber de los padres—, sino que, además, es necesario que se les inculque un profundo sentido de responsabilidad en todas las manifestaciones d ela vida y, por tanto, también en orden a la constitución de la familia y a la procreación y educación de los hijos.

Estos, en efecto, deben recibir de sus padres una confianza permanente en la divina providencia y, además, un espíritu firme y dispuesto a soportar las fatigas y los sacrificios, que no puede lícitamente eludir quien ha recibido la noble y grave misión de colaborar personalmente con Dios en la propagación de la vida humana y en la educación de la prole.

Para esta misión trascendental nada hay comparable a las enseñanzas y a los medios sobrenaturales que la Iglesia ofrece, a la cual, también por este motivo, se le debe reconocer el derecho de realizar su misión con plena libertad.

Al servicio de la vida

196. Ahora bien, como se recuerda en el Génesis, el Creador dio a la primera pareja humana dos mandamientos, que se complementan mutuamente: el primero, propagar la vida, «creced y multiplicaos» (Gén 1,28); el segundo, dominar la naturaleza: «Llenad ala tierra y enseñoreaos de ella» (Ibíd.).

197. El segundo de estos preceptos no se dio para destruir los bienes naturales, sino para satisfacer con ellos las necesidades de la vida humana.

198. Con gran tristeza, por tanto, de nuestro espíritu observamos en la actualidad una contradicción entre dos hechos: de una parte las estrecheces económicas se presentan a los ojos de todos en tal cerrazón, que parece como si la vida humana estuviese a punto de fenecer bajo la miseria y el hambre; de otra parte, los últimos descubrimientos de las ciencias, los avances de la técnica y los crecientes recursos económicos se convierten en instrumentos con los que se expone a la humanidad a extrema ruina y horrible matanza.

199. Dios, en su providencia, ha otorgado al género humano suficientes recursos para afrontar de forma digna las cargas inherentes a la procreación de los hijos. Mas esto puede resultar de solución difícil o totalmente imposible si los hombres, desviándose del recto camino y con perversas intenciones, utilizan tales recursos contra la razón humana o contra la naturaleza social de estos últimos y, por consiguiente, contra los planes del mismo Dios.

Colaboración en el plano mundial

Dimensión mundial de los problemas humanos más importantes

200. Las relaciones entre los distintos países, por virtud de los adelantos científicos y técnicos, en todos los aspectos de la convivencia humana, se han estrechado mucho más en estos últimos años. Por ello, necesariamente la interdependencia de los pueblos se hace cada vez mayor.

201. Así, pues, los problemas más importantes del día en el ámbito científico y técnico, económico y social, político y cultural, por rebasar con frecuencia las posibilidades de un solo país, afectan necesariamente a muchas y algunas veces a todas las naciones.

202. Sucede por esto que los Estados aislados, aun cuando descuellen por su cultura y civilización, el número e inteligencia de sus ciudadanos, el progreso de sus

sistemas económicos, la abundancia de recursos y la extensión territorial, no pueden, sin embargo, separados de los demás resolver por si mismos de manera adecuada sus problemas fundamentales. Por consiguiente, las naciones, al hallarse necesitadas, de unas de ayudas complementarias y las otras de ulteriores perfeccionamientos, sólo podrán atender a su propia utilidad mirando simultáneamente al provecho de los demás. Por lo cual es de todo punto preciso que los Estados se entiendan bien y se presten ayuda mutua.

Desconfianza recíproca

203. Aunque en el ánimo de todos los hombres y de todos los pueblos va ganando cada día más terreno el convencimiento de esta doble necesidad, con todo, los hombres, y principalmente los que en la vida pública descuellan por su mayor autoridad, parecen en general incapaces de realizar esa inteligencia y esa ayuda mutua tan deseadas por los pueblos. La razón de esta incapacidad no proviene de que los pueblos carezcan de instrumentos científicos, técnicos o económicos, sino de que más bien desconfían unos de otros. En realidad, los hombres, y también los Estados, se temen recíprocamente. Cada uno teme, en efecto, que el otro abrigue propósitos de dominación y aceche el momento oportuno de conseguirlos. Por eso los países hacen todos los preparativos indispensables para defender sus ciudades y territorio, esto es, se rearman con el objeto de disuadir, así lo declaran, a cualquier otro Estado de toda agresión efectiva.

204. De aquí procede claramente el hecho de que los pueblos utilicen en gran escala las energías humanas y los recursos naturales en detrimento más bien que en beneficio de la humanidad y de que, además, se cree en los individuos y en las naciones un sentimiento profundo de angustia que retrasa el debido ritmo de las empresas de mayor importancia.

Falta el reconocimiento común de un orden moral objetivo

205. La causa de esta situación parece provenir de que los hombres, y principalmente las supremas

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autoridades de los Estados, tienen en su actuación concepciones de vida totalmente distintas. Hay, en efecto, quienes osan negar la existencia de una ley moral objetiva, absolutamente necesaria y universal y, por último, igual para todos. Por esto, al no reconocer los hombres una única ley de justicia con valor universal, no pueden llegar en nada a un acuerdo pleno y seguro.

206. Porque, aunque el término justicia y la expresión exigencias de la justicia anden en boca de todos, sin embargo, estas palabras nos tienen en todos la misma significación; más aún, con muchísima frecuencia, la tienen contraria. Por tanto, cuando esos hombres de Estado hacen un llamamiento a la justicia o a las exigencias de la justicia, no solamente discrepan sobre el significado de tales palabras, sino que además les sirven a menudo de motivo para graves altercados; de todo lo cual se sigue que arraigue en ellos la convicción de que, para conseguir los propios derechos e intereses, no queda ya otro camino que recurrir a la violencia, semilla siempre de gravísimos males.

El Dios verdadero, único fundamento del orden moral estable

207. Para que la confianza recíproca entre los supremos gobernantes de las naciones subsista y se afiance más en ellos, es imprescindible que ante todo reconozcan y mantengan unos y otros las leyes de la verdad y de la justicia.

208. Ahora bien, la base única de los preceptos morales es Dios. Si se niega la idea de Dios, esos preceptos necesariamente se desintegran por completo. El hombre, en efecto, no consta sólo de cuerpo, sino también de alma, dotada de inteligencia y libertad. El alma exige, por tanto, de un modo absoluto, en virtud de su propia naturaleza, una ley moral basada en la religión, la cual posee capacidad muy superior a la de cualquier otra fuerza o utilidad material para resolver los problemas de la vida individual y social, así en el interior de las naciones como en el seno de la sociedad internacional.

209. Sin embargo, no faltan hoy

quienes afirmen que, gracias al extraordinario florecimiento de la ciencia y de la técnica, pueden los hombres, prescindiendo de Dios y solamente con sus propias fuerzas, alcanzar la cima suprema de la civilización humana.

La realidad es, sin embargo, que ese mismo progreso científico y técnico plantea con frecuencia a la humanidad problemas de dimensiones mundiales que solamente pueden resolverse si los hombres reconocen la debida autoridad de Dios, autor y rector del género humano y de toda la naturaleza.

210. La verdad de esta afirmación se prueba por el propio progreso científico, que está abriendo horizontes casi ilimitados y haciendo surgir en la inteligencia de muchos la convicción de que las ciencias matemáticas no pueden penetrar en la entraña de la materia y de sus transformaciones ni explicarlas con palabras adecuadas, sino todo lo más analizarlas por medio de hipótesis.

Los hombres de hoy, que ven aterrados con sus propios ojos cómo las gigantescas energías de que disponen la técnica y la industria pueden emplearse tanto para provecho de los pueblos como para su propia destrucción, deben comprender que el espíritu y la moral han de ser antepuestos a todo si se quiere que el progreso científico y técnico no sirva para la aniquilación del género humano sino para coadyuvar a la obra de la civilización.

Síntomas esperanzadores

211. Entretanto, en las naciones más ricas, los hombres, insatisfechos cada vez más por la posesión de los bienes materiales, abandonan la utopía de un paraíso perdurable aquí en la tierra. Al mismo tiempo, la humanidad entera no solamente está adquiriendo una conciencia cada día más clara de los derechos inviolables y universales de la persona humana, sino que además se esfuerza con toda clase de recursos por establecer entre los hombres relaciones mutuas más justas y adecuadas a su propia dignidad. De aquí se deriva el hecho de que actualmente los hombres

empiecen a reconocer sus limitaciones naturales y busquen las realidades del espíritu con el afán superior al de antes.

Todos estos hechos parecen infundir cierta esperanza de que tanto los individuos como las naciones lleguen por fin a un acuerdo para prestarse múltiples y eficacísima ayuda mutua.

IV. La reconstrucción de las relaciones de convivencia en la verdad, en la justicia y en el amor

Ideologías defectuosas y erróneas

212. Como en el tiempo pasado, también en el nuestro los progresos de la ciencia y de la técnica influyen poderosamente en las relaciones sociales del ciudadano. Por ello es preciso que, tanto en la esfera nacional como en la internacional, dichas relaciones se regulen con un equilibrio más humano.

213. Con este fin se han elaborado y difundido por escrito muchas ideologías. Algunas de ellas han desaparecido ya, como la niebla ante el sol. Otras han sufrido hoy un cambio completo. Las restantes van perdiendo actualmente, poco a poco, su influjo en los hombres.

Esta desintegración proviene de hecho de que son ideologías que no consideran la total integridad del hombre y no comprenden la parte más importante de éste. No tienen, además, en cuanta las indudables imperfecciones de la naturaleza humana, como son, por ejemplo, la enfermedad y el dolor, imperfecciones que no pueden remediarse en modo alguno evidentemente, ni siquiera por los sistemas económicos y sociales más perfectos. Por último, todos los hombres se sienten movidos por un profundo e invencible sentido religioso, que no puede ser jamás conculcado por la fuerza u oprimido por la astucia.

El sentido religioso, natural en el hombre

214. Porque la teoría más falsa de nuestros días es la que afirma que el sentido religioso, que la naturaleza ha infundido en los hombres, ha de ser considerado como pura ficción o

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mera imaginación, la cual debe, por tanto, arrancarse totalmente de los espíritus por ser contraria en absoluto al carácter de nuestra época y al progreso de la civilización.

Lejos de ser así, esa íntima inclinación humana hacia la religión, resulta, prueba convincente de que el hombre ha sido, en realidad, creado por Dios y tiende irrevocablemente hacia El, como leemos en San Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones I, 1.).

215. Por lo cual, por grande que llegue a ser el progreso técnico y económico, ni la justicia ni la paz podrán existir en la tierra mientras los hombres no tengan conciencia de la dignidad que poseen como seres creados por Dios y elevados a la filiación divina; por Dios, decimos, que es la primera y última causa de toda la realidad creada. El hombre, separado de Dios, se torna inhumano para sí y para sus semejantes, porque las relaciones humanas exigen de modo absoluto la relación directa de la conciencia del hombre con Dios, fuente de toda verdad, justicia y amor.

216. Es bien conocida la cruel persecución que durante muchos años vienen padeciendo en numerosos países, algunos de ellos de rancia civilización cristiana, tantos hermanos e hijos nuestros, para Nos queridísimos. Esta persecución, que demuestra a los ojos de todos los hombres la superioridad moral de los perseguidos y la refinada crueldad de los perseguidores, aun cuando todavía no ha despertado en éstos el arrepentimiento, sin embargo, les ha infundido gran preocupación.

217. Con todo, la insensatez más caracterizada de nuestra época consiste en el intento de establecer un orden temporal sólido y provechoso sin apoyarlo en su fundamento indispensable o, lo que es lo mismo, prescindiendo de Dios, y querer exaltar la grandeza del hombre cegando la fuente de la que brota y se nutre, esto es, obstaculizando y, si posible fuera, aniquilando la tendencia innata del alma hacia Dios.

Los acontecimientos de nuestra época, sin embargo, que han cortado en flor las esperanzas de muchos y arrancado lágrimas a no pocos, confirman la verdad de la Escritura: «Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen» (Sal 127 (126), 1).

Perenne eficacia de la doctrina social de la Iglesia

218. La Iglesia católica enseña y proclama una doctrina de la sociedad y de la convivencia humana que posee indudablemente una perenne eficacia.

219. El principio capital, sin duda alguna, de esta doctrina afirma que el hombre en necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales; el hombre, repetimos, en cuanto es sociable por naturaleza y ha sido elevado a un orden sobrenatural.

220. De este trascendental principio, que afirma y defiende la sagrada dignidad de la persona, la santa Iglesia, con la colaboración de sacerdotes y seglares competentes, ha deducido, principalmente en el último siglo, una luminosa doctrina social para ordenar las mutuas relaciones humanas de acuerdo con los criterios generales, que responden tanto a las exigencias de la naturaleza y a las distintas condiciones de la convivencia humana como el carácter específico de la época actual, criterios que precisamente por esto pueden ser aceptados por todos.

221. Sin embargo, hoy más que nunca, es necesario que esta doctrina social sea no solamente conocida y estudiada, sino además llevada a la práctica en la forma y en la medida que las circunstancias de tiempo y de lugar permitan o reclamen. Misión ciertamente ardua, pero excelsa, a cuyo cumplimiento exhortamos no sólo a nuestros hermanos e hijos de todo el mundo, sino también a todos los hombres sensatos.

Instrucción social católica

222. Ante todo, confirmamos la tesis de que la doctrina social profesada por la Iglesia católica es algo inseparable de la doctrina que la misma enseña sobre la vida humana

223. Por esto deseamos intensamente que se estudie cada vez más esta doctrina. Exhortamos, en primer lugar, a que se enseñe como disciplina obligatoria en los colegios católicos de todo grado, y principalmente en los seminarios, aunque sabemos que en algunos centros de este género se está dando dicha enseñanza acertadamente desde hace tiempo.

Deseamos, además, que esta disciplina social se incluya en el programa de enseñanza religiosa de las parroquias y de las asociaciones de apostolado de los seglares y se divulgue también por todos los procedimientos modernos de difusión, esto es, ediciones de diarios y revistas, publicación de libros doctrinales, tanto para los entendidos como para el pueblo, y, por último, emisiones de radio y televisión.

224. Ahora bien, para la mayor divulgación de esta doctrina social de la Iglesia católica juzgamos que pueden prestar valiosa colaboración los católicos seglares si la aprenden y la practican personalmente y, además, procuran con empeño que los demás se convenzan también de su eficacia.

225. Los católicos seglares han de estar convencidos de que la manera de demostrar la bondad y la eficacia de esta doctrina es probar que puede resolver los problemas sociales del momento.

Porque por este camino lograrán atraer hacia ella la atención de quienes hoy la combaten por pura ignorancia. Más aún, quizá consigan también que estos hombres saquen con el tiempo alguna orientación de la luz de esta doctrina.

Educación social católica

226. Pero una doctrina social no debe ser materia de mera exposición. Ha de ser, además, objeto de aplicación práctica. Esta norma tiene validez sobre todo cuando se trata de la doctrina social de la Iglesia, cuya luz es la verdad, cuyo fin es la justicia y cuyo impulso primordial es el amor.

227. Es, por tanto, de suma importancia que nuestros hijos, además de instruirse en la doctrina social, se eduquen sobre todo para

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practicarla.

228. La educación cristiana, para que pueda calificarse de completa, ha de extenderse a toda clase de deberes. Por consiguiente, es necesario que los cristianos, movidos por ella, ajusten también a la doctrina de la Iglesia sus actividades de carácter económico y social.

229. El paso de la teoría a la práctica resulta siempre difícil por naturaleza; pero la dificultad sube de punto cuando se trata de poner en práctica una doctrina social como la de la Iglesia católica. Y esto principalmente por varias razones: primera, por el desordenado amor propio que anida profundamente en el hombre; segunda, por el materialismo que actualmente se infiltra en gran escala en la sociedad moderna, y tercera, por la dificultad de determinar a veces las exigencias de la justicia en cada caso concreto.

230. Por ello no basta que la educación cristiana, en armonía con la doctrina de la Iglesia, enseñe al hombre la obligación que le incumbe de actuar cristianamente en el campo económico y social, sino que, al mismo tiempo, debe enseñarle la manera práctica de cumplir convenientemente esta obligación.

Intervención de las asociaciones del apostolado seglar en esta educación

231. Juzgamos, sin embargo, insuficiente esta educación del cristiano si al esfuerzo del maestro no se añade la colaboración del discípulo y si a la enseñanza no se une la práctica a título de experimento.

232. Así como proverbialmente suele decirse que, para disfrutar honestamente de la libertad, hay que saberla usar con rectitud, del mismo modo nadie aprende a actuar de acuerdo con la doctrina católica en materia económica y social si no es actuando realmente en este campo y de acuerdo con la misma doctrina.

233. Por este motivo, en la difusión de esta educación práctica del cristiano hay que atribuir una gran parte a las asociaciones consagradas al apostolado seglar, especialmente a las que se proponen como objetivo la restauración de la

moral cristiana como tarea fundamental del momento presente, ya que sus miembros pueden servirse de sus experiencias diarias para educarse mejor primero a sí mismos, y después a los jóvenes, en el cumplimiento de estos deberes.

234. No es ajeno a este propósito recordar aquí a todos, tanto a los poderosos como a los humildes, que es absolutamente inseparable del sentido que la sabiduría cristiana tiene de la vida la voluntad de vivir sobriamente y de soportar, con la gracia de Dios, el sacrificio.

235. Mas, por desgracia, hoy se ha apoderado de muchos un afán inmoderado de placeres. No son pocos, en efecto, los hombres para quienes el supremo objeto de la vida en anhelar los deleites y saciar la sed de sus pasiones, con grave daño indudablemente del espíritu y también del cuerpo. Ahora bien, quien considere esta cuestión, aun en el plano meramente natural del hombre, ha de confesar que es medida sabia y prudente usar de reflexión y templanza en todas las cosas y refrenar las pasiones.

Quien, por su parte, considera dicha cuestión desde el punto de vista sobrenatural, sabe que el Evangelio, la Iglesia católica y toda la tradición ascética exigen de los cristianos intensa mortificación de las pasiones y paciencia singular frente a las adversidades de la vida, virtudes ambas que, además de garantizar el dominio firme y equilibrado del espíritu sobre la carne, ofrecen medio eficaz de expiar la pena del pecado, del que ninguno está inmune, salvo Jesucristo y su Madre inmaculada.

Necesidad de la acción social católica

236. Ahora bien, los principios generales de una doctrina social se llevan a la práctica comúnmente mediante tres fases: primera, examen completo del verdadero estado de la situación; segunda, valoración exacta de esta situación a la luz de los principios, y tercera, determinación de lo posible o de lo obligatorio para aplicar los principios de acuerdo con las circunstancias de tiempo y lugar. Son tres fases de un mismo proceso que suelen expresarse con estos tres

verbos: ver, juzgar y obrar.

237. De aquí se sigue la suma conveniencia de que los jóvenes no sólo reflexionen sobre este orden de actividades, sino que, además, en lo posible, lo practiquen en la realidad. Así evitarán creer que los conocimientos aprendidos deben ser objeto exclusivo de contemplación, sin desarrollo simultáneo en la práctica.

238. Puede, sin embargo, ocurrir a veces que, cuando se trata de aplicar los principios, surjan divergencias aun entre católicos de sincera intención. Cuando esto suceda, procuren todos observar y testimoniar la mutua estima y el respeto recíproco, y al mismo tiempo examinen los puntos de coincidencia a que pueden llegar todos, a fin de realizar oportunamente lo que las necesidades pidan. Deben tener, además, sumo cuidado en no derrochar sus energías en discusiones interminables, y, so pretexto de lo mejor, no se descuiden de realizar el bien que les es posible y, por tanto, obligatorio.

239. Pero los católicos, en el ejercicio de sus actividades económicas o sociales, entablen a veces relaciones con hombres que tienen de la vida una concepción distinta. En tales ocasiones, procuren los católicos ante todo ser siempre consecuentes consigo mismos y no aceptar compromisos que puedan dañar a la integridad de la religión o de la moral. Deben, sin embargo, al mismo tiempo, mostrarse animados de espíritu de comprensión para las opiniones ajenas, plenamente desinteresados y dispuestos a colaborar lealmente en la realización de aquellas obras que sean por su naturaleza buenas o, al menos, puedan conducir al bien. Mas si en alguna ocasión la jerarquía eclesiástica dispone o decreta algo en esta materia, es evidente que los católicos tienen la obligación de obedecer inmediatamente estas órdenes. A la Iglesia corresponde, en efecto, el derecho y el deber de tutelar la integridad de los principios de orden ético y religioso y, además, el dar a conocer, en virtud de su autoridad, públicamente su criterio, cuando se trata de aplicar en la práctica estos principios.

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Responsabilidad de los seglares en el campo de la acción social

240. Las normas que hemos dado sobre la educación hay que observarlas necesariamente en la vida diaria. Es ésta una misión que corresponde principalmente a nuestros hijos del laicado, por ocuparse generalmente en el ejercicio de las actividades temporales y en la creación de instituciones de idéntica finalidad.

241. Al ejercitar tan noble función, es imprescindible que los seglares no sólo sean competentes en su profesión respectiva y trabajen en armonía con las leyes aptas para la consecución de sus propósitos, sino que ajusten su actividad a los principios y norma sociales de la Iglesia, en cuya sabiduría deben confiar sinceramente y a cuyos mandatos han de obedecer con filial sumisión.

Consideren atentamente los seglares que si no observan con diligencia los principios y las normas sociales dictadas por la Iglesia y confirmadas por Nos, faltan a sus inexcusables deberes, lesionan con frecuencia los derechos de los demás y pueden llegar a veces incluso a desacreditar la misma doctrina, como si fuese en verdad la mejor, pero sin fuerza eficazmente orientadora para la vida práctica.

Un grave peligro: el olvido del hombre

242. Como ya hemos recordado, los hombres de nuestra época han profundizado y extendido la investigación de las leyes de la naturaleza; han creado instrumentos nuevos para someter a su dominio las energías naturales; han producido y siguen produciendo obras gigantescas y espectaculares.

Sin embargo, mientras se empeñan en dominar y transformar el mundo exterior, corren el peligro de incurrir por negligencia en el olvido de sí mismos y de debilitar las energías de su espíritu y de su cuerpo.

Nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XI ya advirtió con amarga tristeza este hecho, y se quejaba de él en su encíclica Quadragesimo anno con estas

palabras: «Y así el trabajo corporal, que la divina Providencia había establecido a fin de que se ejerciese, incluso después del pecado original, para bien del cuerpo y del alma humana, se convierte por doquiera en instrumento de perversión; es decir, que delas fábricas sale ennoblecida la inerte materia, pero los hombres se corrompen y envilecen».

243. Con razón afirma también nuestro predecesor Pío XII que la época actual se distingue por un claro contraste entre el inmenso progreso realizado por las ciencias y la técnica y el asombroso retroceso que ha experimentado el sentido de la dignidad humana. «La obra maestra y monstruosa, al mismo tiempo, de esta época, ha sido la de transformar al hombre en un gigante del mundo físico a costa de su espíritu, reducido a pigmeo en el mundo sobrenatural y eterno» (Radiomensaje navideño del 24 de diciembre de 1943; cf. Acta Apostolicae Sedis 36 (1944) p. 10).

244. Una vez más se verifica hoy en proporciones amplísimas lo que afirmaba el Salmista de los idólatras: que los hombres se olvidan muchas veces de sí mismos en su conducta práctica, mientras admiran sus propias obras hasta adorarlas como dioses: «Sus ídolos son plata y oro, obra de la mano de los hombres» (Sal 114 (115), 4).

Reconocimiento y respeto de la jerarquía de los valores

245. Por este motivo, nuestra preocupación de Pastor universal de todas las almas nos obliga a exhortar insistentemente a nuestros hijos para que en el ejercicio de sus actividades y en el logro de sus fines no permitan que se paralice en ellos el sentido de la responsabilidad u olviden el orden de los bienes supremos.

246. Es bien sabido que la Iglesia ha enseñado siempre, y sigue enseñando, que los progresos científicos y técnicos y el consiguiente bienestar material que de ellos se sigue son bienes reales y deben considerase como prueba evidente del progreso de la civilización humana.

Pero la Iglesia enseña igualmente que hay que valorar ese progreso de acuerdo con su genuina naturaleza, esto es, como bienes instrumentales puestos al servicio del hombre, para que éste alcance con mayor facilidad su fin supremo, el cual no es otro que facilitar su perfeccionamiento personal, así en el orden natural como en el sobrenatural.

247. Deseamos, por ello, ardientemente que resuene como perenne advertencia en los oídos de nuestros hijos el aviso del divino Maestro: «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt 16,26).

Santificación de las fiestas

248. Semejante a las advertencias anteriores es la que hace la Iglesia con relación al descanso obligatorio de los días festivos.

249. para defender la dignidad del hombre como ser creado por Dios y dotado de un alma hecha a imagen divina, la Iglesia católica ha urgido siempre la fiel observancia del tercer mandamiento del Decálogo: «Acuérdate del día del sábado para santificarlo» (Ex 20, 8).

Es un derecho y un poder de Dios exigir del hombre que dedique al culto divino un día a la semana, para que así su espíritu liberado de las ocupaciones de la vida diaria, pueda elevarse a los bienes celestiales y examinar en la secreta intimidad de su conciencia en qué situación se hallan sus relaciones personales, obligatorias y inviolables, con Dios.

250. Mas constituye también un derecho y una necesidad para el hombre hacer una pausa en el duro trabajo cotidiano, no ya sólo para proporcionar reposo a su fatigado cuerpo y honesta distracción a sus sentidos, sino también para mirar por la unidad de su familia, la cual reclama de todos sus miembros contacto frecuente y serena convivencia.

251. La religión, la moral y la higiene exigen, pues, conjuntamente el descanso periódico. La Iglesia católica, por su parte, desde hace ya muchos siglos, ha ordenado que los fieles observen el descanso

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dominical y asistan al santo sacrificio de la misa, que es el mismo tiempo memorial y aplicación a las almas de la obra redentora de Cristo.

252. Sin embargo, con vivo dolor de nuestro espíritu observamos un hecho que debemos condenar. Son muchos los que, tal vez sin propósito de conculcar esta santa ley, incumplen con frecuencia la santificación de los días festivos, lo cual necesariamente origina graves daños, así a la salud espiritual como al vigor corporal de nuestros queridos trabajadores.

253. En nombre de Dios, y teniendo a la vista el bienestar espiritual y material de la humanidad, Nos hacemos un llamamiento a todos, autoridades, empresarios y trabajadores, para que se esmeren en la observancia de este precepto de Dios y de la Iglesia y recuerden la grave responsabilidad que en esta materia contraen ante Dios y ante la sociedad.

La perfección cristiana y el dinamismo temporal son compatibles

254. Nadie, sin embargo, debe deducir de cuanto acabamos de exponer con brevedad, que nuestros hijos, sobre todo los seglares, obrarían prudentemente si colaborasen con desgana en la tarea específica de los cristianos, ordenada a las realidades de esta vida temporal; por el contrario, declaramos una vez más que esta tarea debe cumplirse y prestarse con afán cada día más intenso.

255. En realidad de verdad, Jesucristo, en la solemne oración por la unidad de su Iglesia hizo al Padre esta petición en favor de sus discípulos: «No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal» (Jn 17,15).

Nadie debe, por tanto, engañarse imaginando un contradicción entre dos cosas perfectamente compatibles, esto es, la perfección personal propia y la presencia activa en el mundo, como si para alcanzar la perfección cristiana tuviera uno que apartarse necesariamente de toda actividad terrena, o como si fuera imposible dedicarse a los negocios

temporales sin comprometer la propia dignidad de hombre y de cristiano.

256. Por el contrario, responde plenamente al plan de la Providencia que cada hombre alcance su propia perfección mediante el ejercicio de su diario trabajo, el cual para la casi totalidad de los seres humanos entraña un contenido temporal. Por esto, actualmente la ardua misión de la Iglesia consiste en ajustar el progreso de la civilización presente con las normas de la cultura humana y del espíritu evangélico. Esta misión la reclama nuestro tiempo, más aún, la está exigiendo a voces, para alcanzar metas más altas y consolidar sin daño alguno las ya conseguidas. Para ello, como ya hemos dicho, la Iglesia pide sobre todo la colaboración de los seglares, los cuales, por esto mismo, están obligados a trabajar de tal manera en la resolución de los problemas temporales, que al cumplir sus obligaciones para con el prójimo lo hagan en unión espiritual con Dios por medio de Cristo y para aumento de la gloria divina, como manda el apóstol san Pablo: «Ora, pues, comáis, ora bebáis, ora hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios» (1Cor 10,31). Y en otro lugar: «Todo cuanto hiciereis, de palabra o de obra, hacedlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por mediación de El» (Col 3, 17).

Es necesaria una mayor eficacia en las actividades temporales

257. Cuando las actividades e instituciones humanas de la vida presente coadyuvan también el provecho espiritual y a la bienaventuranza eterna del hombre, es necesario reconocer que se desarrollan con mayor eficacia para la consecución de los fines a que tienden inmediatamente por su propia naturaleza. La luminosa palabra del divino Maestro tiene un valor permanente: «Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). Porque, quien ha sido hecho como luz en el Señor (Ef 5, 8), y camina cual hijo de la luz (Ibíd.), capta con juicio más certero las exigencias de la justicia

en las distintas esferas de la actividad humana, aun en aquellas que ofrecen mayores dificultades a causa de los egoísmos tan generalizados de los individuos, de las naciones o de las razas.

Hay que añadir a esto que, cuando se está animado de la caridad de Cristo, se siente uno vinculado a los demás, experimentado como propias las necesidades, los sufrimientos y las alegrías extrañas, y la conducta personal en cualquier sitio es firme, alegre, humanitaria, e incluso cuidadosa del interés ajeno, «porque la caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada; no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (1Cor 13, 4-7).

Miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo

258. No queremos, sin embargo, concluir esta nuestra encíclica sin recordaros, venerables hermanos, un capítulo sumamente trascendental y verdadero de la doctrina católica, por el cual se nos enseña que somos miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia: «Porque así como, siendo el cuerpo uno, tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo» (1Cor 12, 12).

259. Exhortamos, pues, insistentemente a nuestros hijos de todo el mundo, tanto del clero como del laicado, a que procuren tener una conciencia plena de la gran nobleza y dignidad que poseen por el hecho de estar injertados en Cristo como los sarmientos en la vid: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5), y porque se les permite participar de la vida divina de Aquél.

De esta incorporación se sigue que, cuando el cristiano está unido espiritualmente al divino Redentor, al desplegar su actividad en las empresas temporales, su trabajo viene a ser como una continuación del de Jesucristo, del cual toma fuerza y virtud salvadora: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Ibíd.). Así el trabajo

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humano se eleva y ennoblece de tal manera que conduce a la perfección espiritual al hombre que lo realiza y, al mismo tiempo, puede contribuir a extender a los demás los frutos de la redención cristiana y propagarlos por todas partes. Tal es la causa de que la doctrina cristiana, como levadura evangélica, penetre en las venas de la sociedad civil en que vivimos y trabajamos.

260. Aunque hay que reconocer que nuestro siglo padece gravísimos errores y está agitado por profundos desórdenes, sin embargo, es una época la nuestra en la cual se abren inmensos horizontes de apostolado para los operarios de la Iglesia, despertando gran esperanza en nuestros espíritus.

261. Venerables hermanos y queridos hijos hemos deducido una serie de principios y de normas a cuya intensa meditación y realización, en la medida posible a cada uno, os exhortamos insistentemente. Porque, si todos y cada uno de vosotros prestáis con ánimo decidido esta colaboración, se habrá dado necesariamente un gran paso en el establecimiento del reino de Cristo en la tierra, el cual «es reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz » (Prefacio

de la festividad de Cristo Rey); reino del cual partiremos algún día hacia la felicidad eterna, para la que hemos sido creados por Dios y a la cual deseamos ardientemente llegar.

262. Se trata, en efecto, de la doctrina de la Iglesia católica y apostólica, madre y maestra de todos los pueblos, cuya luz ilumina, enciende, inflama; cuya voz amonestadora, por estar llena de eterna sabiduría, sirve para todos los tiempos; cuya virtud ofrece siempre remedios tan eficaces como adecuados para las crecientes necesidades de la humanidad y para las preocupaciones y ansiedades de la vida presente.

Con esta voz concuerda admirablemente la antigua palabra del Salmista, la cual no cesa de confirmar y levantar los espíritus: «Yo bien sé lo que dirá Dios: que sus palabras serán palabras de paz para su pueblo y para sus santos y para cuantos se vuelven a El de corazón. Sí, su salvación está cercana a los que le temen, y bien pronto habitará la gloria en nuestra tierra. Se han encontrado la benevolencia y la fidelidad, se han dado el abrazo la justicia y la paz. Brota de la tierra la fidelidad, y mira la justicia desde lo alto de los cielos. Sí; el Señor nos otorgará sus bienes, y la tierra dará

sus frutos. Va delante de su faz la justicia, y la paz sigue sus pasos» (Sal 85 (84), 9-14).

263. Estos son los deseos, venerables hermanos, que Nos formulamos al terminar esta carta, a la cual hemos consagrado durante mucho tiempo nuestra solicitud por la Iglesia universal; los formulamos, a fin de que el divino Redentor de los hombres, «que ha venido a ser para nosotros, de parte de Dios, sabiduría, justicia, santificación y redención» (1Cor 1, 30), reine y triunfe felizmente a lo largo de los siglos, en todos y sobre todo; los formulamos también para que, restaurado el recto orden social, todos los pueblos gocen, al fin, de prosperidad, de alegría y de paz.

264 Sea presagio de estas deseables realidades y prenda de nuestra paterna benevolencia la bendición apostólica que a vosotros, venerables hermanos; a todo los fieles confiados a vuestra vigilancia, y particularmente a cuantos responderán con generosa voluntad a nuestras exhortaciones, impartimos de corazón en el Señor.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de mayo del año 1961, tercero de nuestro pontificado.

JUAN PP. XXIII

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El Manifiesto Comunistahttp://www.mercaba.org/Filosofia/Marx/marx_04.htm

Se cumplen 150 años del "Manifiesto comunista"por Rafael Gómez Pérez

El Manifiesto comunista fue uno de los textos que más esperanzas y convulsiones provocó en el mundo moderno. Pero al cumplir su 150 aniversario, poco queda en pie de su proyecto revolucionario. Ni los más radicales antimarxistas pueden negar la radicalidad del intento de Marx, como él lo formuló en la última de las Tesis sobre Feuerbach: «Hasta ahora los filósofos han interpretado el mundo de diversas formas, pero de lo que se trata es de transformarlo».

Marx no fue un pensador mediocre, ni convencional. Apostó de forma fuerte por una reconstitución de lo humano, con la convicción de que había descubierto nada menos que un nuevo continente científico. Y está claro que su equivocación es, por eso mismo, una de las más trágicas de la historia del pensamiento.

Es difícil separar el marxismo de lo que fue después, del comunismo soviético principalmente. Pero, aun a costa de repetir lo obvio, Marx muere 34 años antes de que tenga lugar la Revolución de Octubre. Ni siquiera en los últimos años podía imaginar que su teoría y praxis inspiraría a un Lenin.

Si esto es verdad en 1883, fecha de su muerte, lo es más cuando redacta, con Engels, el Manifiesto comunista, en 1848. Por eso, hacer justicia a Marx es intentar verlo antes de que su filosofía se transformara en ideología del comunismo.

Leyes de la historiaEngels había firmado con Marx, en 1845, La

sagrada familia, una dura crítica del idealismo de los hegelianos de izquierda, del tipo de Bruno Bauer. Juntos también escribieron, en 1845 y 1846, La ideología alemana, inédita hasta 1932, que contiene la más amplia exposición de lo más esencial del marxismo: la concepción materialista de la historia, según la cual las sociedades se han estructurado, en todos los tiempos, teniendo como base los intereses económicos de la clase dominante. Por la misma época polemiza con el más conocido socialista francés, Proudhon, y a la Filosofía de la miseria de éste, de 1846, contesta con Miseria de la filosofía, de 1847. El modo de razonar de Proudhon, escribe Marx, es el del pequeñoburgués, incapaz de dar con la leyes de la historia.

En junio de 1847 una sociedad secreta, la Liga de los Justos, integrada en su mayoría por inmigrantes y refugiados políticos alemanes, se reúne en Londres y decide elaborar un programa político. Invitan a Marx a que forme parte y él acepta con dos condiciones: cambiar el nombre de la sociedad por el de Liga Comunista y encargarse él de redactar el programa. Desde mitad de diciembre de 1847 hasta finales de enero de 1848, Marx y Engels trabajan en lo que sería el Manifiesto comunista (Das Kommunistische Manifest).

He aquí las principales ideas: la lucha de clases es el motor del desarrollo de las sociedades, y en la sociedad capitalista esa lucha se expresa en la oposición entre capitalistas y proletarios, que terminará inevitablemente con el triunfo de éstos y la abolición de las clases sociales (capítulo 1: «Burgueses y proletarios»). De ahí el programa de los comunistas: conquista del poder político, abolición de la propiedad privada de los medios de producción y del salario, y establecimiento de la propiedad colectiva. Este programa se complementa con diez medidas entre las que figuran la progresividad del impuesto, la abolición de la herencia y del trabajo infantil, la nacionalización del crédito y la gratuidad de la enseñanza (capítulo 2: «Proletarios y comunistas»).

Tras una crítica de las corrientes socialistas llamadas «feudal», «pequeñoburguesa», «alemana», «burguesa» y «crítico-utópica» (capítulo 3: «Literatura socialista y comunista»), el capítulo 4 y último ordena a los comunistas que apoyen todo «movimiento revolucionario contra el orden social y político existente» («Los comunistas y los partidos de oposición»). Marx desplegó en este texto su indudable capacidad literaria para formular frases apocalípticas y fácilmente convertibles en consignas: «Un espectro recorre Europa: el espectro comunista». «Los proletarios no tienen nada que perder, salvo sus cadenas». «Trabajadores del mundo, uníos».

El fracaso de la ModernidadMarx se inscribía de ese modo en un movimiento

intelectual que se había iniciado con la Modernidad, desde Descartes. Marx se veía en la estela de los cartesianos materialistas (Holbach, Lamettrie), pero

corrigiendo su «vulgaridad» con el idealismo hegeliano, una vez que la dialéctica de Hegel fue «puesta sobre los pies» en lugar de andar por las nubes del Espíritu. Así, Marx era consciente de que todo el proyecto de la

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Modernidad, la autonomía completa del hombre, culminaba en él.

Un proyecto en verdad audaz y nuevo. Superar el individualismo, superar el materialismo vulgar, superar la limitada concepción democrática de la Revolución francesa. Y sobre todo eso, hacer una especie de injerto entre el materialismo y el idealismo: el sujeto de la Historia era el hombre colectivo, la esencia humana, una vez que se conoce que esa esencia no es más que el resultado de las condiciones materiales de la existencia.

La dialéctica histórica funcionaría por sí sola: la burguesía engendraría en su seno al proletariado, que la destruiría, dando paso a una sociedad sin clases.

En la época en la que redactaba el Manifiesto, Marx no dejó de señalar cuál sería el final: una sociedad sin Estado, sin división de trabajo, en la que a cada uno

se le daría según sus necesidades. Quien le daría???

Sencillamente, el proyecto era contradictorio. Si el comunismo era el estadio final, la concepción marxiana de la historia no era dialéctica, porque no se entendía cómo la dialéctica iba a pararse y el comunismo no iba a engendrar otro tipo de contradicción. Si el comunismo no era el estadio final, toda la argumentación se venía abajo.

Para muchos intelectuales de los siglos XIX y XX, el marxismo fue, prescindiendo de la realización soviética, el símbolo de la Modernidad. Sartre lo denominó, nada menos, que «la concepción insuperable de la Historia». Pero, como había ocurrido desde el principio, la Historia siguió sus propios derroteros, de los que nadie tiene la clave, y trajo consigo la superación de la concepción insuperable de la Historia. Sartre está hoy tan olvidado como Marx, si no más.

Marxismo y violenciaLa violencia, recordó Marx, es la partera de la

Historia. Pero cuando él se refería al triunfo del proletariado no pensaba en lo que iba a ocurrir en la historia cada vez que el marxismo fue empleado como ideología: que su triunfo se debía o a un golpe de Estado (el de Lenin) o a una guerra (en China, Vietnam, etcétera). Cuando el marxismo llegó al poder a través de las urnas (en el Frente Popular, en Francia, por ejemplo), fue con la ayuda de socialistas y con un programa que, aparte de no durar, renunciaba a casi

todos los postulados básicos, como el de la abolición de la propiedad privada de los medios de producción.

De hecho, desde antes de la muerte de Marx los partidos socialdemócratas habían abandonado gran parte del radicalismo marxista. Y ahora, cuando se cumplen los 150 años del Manifiesto, los partidos socialdemócratas son una mezcla de socialismo genérico y neoliberalismo que hubiera provocado vómito en el autor de El Capital.

La era posmodernaUno de los síntomas del fracaso de la concepción

decimonónica de la Modernidad fue esa especie de cansancio por las cosmovisiones o por las metahistorias que se advirtió ya en los años setenta, después del agotamiento de la revolución «mental» de los sesenta. Aquella humorada de «Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo mismo no me encuentro tampoco demasiado bien». Típico de Woody Allen, quien en su última película, Desmontando a Harry, sentencia: «La frase más hermosa no es Te amo sino Es benigno.».

Es probable que en este cansancio haya influido, y bastante, el fracaso de la URSS, un fenómeno de tales y tantas dimensiones que se tardará decenios en digerirlo. La URSS era una potencia que invertía continua y cuantiosamente en propaganda del marxismo, aunque la realidad del marxismo de Marx había dejado de interesarle desde hacía tiempo. Esa inversión era, para intelectuales de diverso tipo, en Occidente, una oportunidad de relaciones, de viajes, de publicaciones y, en los mejores casos, de encontrar gente que, al fin y al cabo, estaban en la gran familia del «socialismo

científico».

Si, por ejemplo, se repasa la lista de escritores e intelectuales a mediados de este siglo, la nómina de marxistas y «compañeros de viaje» es nutrida. De modo que cuando se inicia el cambio de mentalidad, hacia mitad de los años sesenta, gran parte de la cultura establecida, sobre todo en los países latinos, es de signo marxista.

Esto es lo que se viene abajo cuando el edificio soviético empieza a cuartearse. Como ha fracasado de forma estruendosa y al grito de ¡libertad! lo que se daba como el fundamento de cualquier liberación, incluso en la teología, en lugar de buscarse un fundamento filosófico más sólido del hombre y del mundo, se opta por una ontología mínima, una ética de mínimos y, en definitiva, una consagración del egoísmo. Como dice un anuncio publicitario de estos tiempos, sin reparo alguno: «Da satisfacción a la parte más egoísta de ti mismo». Algo inconcebible cuando existía como horizonte (muchas veces equivocadamente marxista) «la conciencia social».

Un materialismo cotidianoSi se desease una afirmación central, básica y

nuclear en el complejo sistema marxista, sería ésta: «El modo de producción de la vida material condiciona el carácter general de los procesos sociales, políticos y

espirituales de la vida». Si esto se cumplía siempre, ya que era ciencia en el mismo sentido en que Darwin hizo ciencia (Marx deseó dedicar a Darwin El Capital), la forma de producción capitalista era un momento que

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daba origen a la intrínseca contradicción proletaria, y todo lo que sigue. Ya se sabe que la historia no fue por ahí.

Pero, curiosamente, la posmodernidad parece, en forma de calderilla, una confirmación de la influencia casi determinante, no ya de los modos de producción, sino de los modos de consumo. La afirmación quedaría así: «Las formas de consumo en la vida material condicionan el carácter general de los procesos sociales, políticos y espirituales de la vida». Pero esto, en lugar de dar origen a una revolución, trae consigo un comportamiento fragmentario e insensible hacia los planteamientos de tipo general.

En 1839, nueve años antes del Manifiesto, un pensador más sencillo, pero que se ha demostrado más lúcido, Alexis de Tocqueville, publicaba la segunda parte de La democracia en América. Pensó, y acertó, que los países occidentales irían en el futuro en esa misma dirección. A la vez, detectó unas tendencias en la cultura americana que, según lo anterior, serían las tendencias de la cultura occidental.

«El deseo de bienestar se manifiesta en ellos [en los pueblos democráticos] como una pasión tenaz, exclusiva, universal... Son cosas pequeñas a las que el corazón se apega a diario porque están cerca: acaban por ocultar al hombre el resto del mundo y, a veces, se colocan entre el hombre y Dios». Sigue: «En las sociedades democráticas, la sensualidad de la gente

adquiere un aspecto moderado y tranquilo, al que se adapta todo el mundo. Resulta difícil escapar a la regla general, tanto en los vicios como en las virtudes. Ese deseo concreto que los hombres de los tiempos democráticos tienen de goces materiales no se opone naturalmente a la idea de orden; al contrario, necesita el orden para ser satisfecho». Esto explicaría el talante conservador –a la hora de defender los goces materiales– también de las izquierdas. Y se explicaría también la carencia de planteamientos generales, pues la atención prevalente al consumo tiene el poder de disgregar, de divertir, en el sentido de irse por caminos diversos. «Lo que más temo para las generaciones que vengan, escribía Tocqueville, no son las revoluciones. Si los ciudadanos continúan encerrándose más y más estrechamente en el círculo de sus pequeños intereses domésticos, agitándose en ellos sin tregua, se puede pensar que terminarán por ser como inaccesibles a esas grandes y poderosas emociones públicas que turban a los pueblos, pero que los desarrollan y los renuevan».

A 150 años del Manifiesto, los proletarios de todo el mundo no sólo no se han unido, sino que han desaparecido, al menos como término. Lo cual no significa que no existan los desgraciados de este mundo, los «condenados de la tierra», en terminología de Franz Fanon que a Sartre encantaba: simplemente son fragmentos de la historia y fuera ya de una única historia y una única revolución mundial.

Marx y la religiónMarx era también un producto de la Ilustración

materialista en su actitud sobre la religión, que tomó de Feuerbach: «El hombre es para hombre el ser supremo». Era una actitud corriente en el siglo XIX que se prolonga en el XX. Para Durkheim, lo que la religión adora es la sociedad misma de los hombres. O, como decía también Feuerbach, «el secreto de la teología es la antropología». Freud entendía la religión como una ilusión. Marx, mucho antes, como el mundo imaginario que impide darse cuenta del mundo real, «el opio del pueblo».

Casi un siglo y medio después, cuando desde 1989 tiene lugar la revolución de la libertad en los países comunistas, se podía oír cómo «el marxismo es el opio del pueblo». La religión no sólo no ha desaparecido sino que, de forma no siempre clara y coherente, ha encontrado un afianzamiento insólito hace apenas cincuenta años. Una figura como la de Juan Pablo II es una referencia de libertad y de profundidad humana y

espiritual. En su histórico viaje a Cuba, es él quien hace posible la liberación de presos políticos. No se descarta la visita del Papa a Rusia. El mismo Papa es también la voz más clara en contra de la guerra y de las injusticias sociales. Un cristianismo, además, que no se identifica, como en otros tiempos, con determinadas posturas políticas. No hay alianzas actuales entre el Trono y el Altar, a no ser en países islámicos y en algunos de confesión cristiana ortodoxa (la misma Rusia, Grecia, algunos países balcánicos).

Si se puede extraer una lección histórica de los 150 años transcurridos desde el Manifiesto comunista, es precisamente la transitoriedad de las ideologías. Los horizontes mentales, los paradigmas teóricos, las filosofías que pueden en algún momento parecer definitivas son episodios de algo mucho más complejo e inabarcable: la historia humana, que sigue estando en manos de la libertad.

El libro negro del comunismo En 1997, al cumplirse 70 años de la revolución

soviética, doce historiadores franceses publicaron Le livre noir du communisme (Ed. Robert Laffont). Son 846 páginas en las que se intenta hacer balance de los millones de víctimas provocadas por el comunismo en todo el mundo (cfr. Aceprensa, 172/97). A pesar de que los crímenes son innegables, el libro ha suscitado todavía ásperas discusiones. Con motivo de su

traducción al italiano, el coordinador del libro, Stéphane Courtois, ha hecho unas declaraciones al diario Avvenire (1-II-98).

Algunos critican que en el libro se considere al comunismo como un sistema mundial, cuando habría que distinguir las diferentes situaciones según los países. Courtois, en cambio, piensa que, entre los diversos regímenes y partidos comunistas, «se puede

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constatar una formidable continuidad: una unidad de ideología, de organización del partido, de manera de gobernar. Era un sistema mundial y no por casualidad, ya que así había sido pensado. En otro campo, a nadie se le ocurriría decir que hay católicos en Italia y católicos en Argentina, pero que no tienen nada que ver los unos con los otros porque Italia no es Argentina. A su modo, la Iglesia católica es un sistema mundial, pensado para serlo. No veo cómo se puede negarlo en el caso del comunismo: tenemos todos los elementos necesarios para decirlo, aunque sólo fuese por la creación de la Internacional comunista».

Otros dicen que no se puede hacer la historia con una especie de contabilidad de las víctimas. En tal caso, habría que contar también las víctimas del capitalismo y del colonialismo real. Courtois responde: «Una de las bases del trabajo histórico es establecer los hechos. Por lo tanto, el número de las víctimas es muy importante. En la historia del nazismo y del genocidio de los judíos la discusión sobre el número de víctimas dura desde hace cincuenta años y se considera esencial. Incluso un niño comprende que si Hitler hubiera matado a cincuenta mil judíos en vez de a cinco millones la cuestión sería distinta».

En cuanto a las víctimas del capitalismo, «cayeron en gran parte en el momento de la creación del sistema industrial, muertas en accidentes de trabajo, por malos sistemas sanitarios, por fatiga, por malnutrición. Pero en el capitalismo no ha habido nunca hambrunas provocadas por la política del gobierno». En la Rusia de los zares la última carestía tuvo lugar en la década de 1880 y fue provocada por las malas condiciones climáticas. El gobierno pidió ayuda internacional y

hubo un gran movimiento de solidaridad. «En cambio, los regímenes comunistas mantuvieron en secreto las hambrunas y dejaron morir a la gente. En el capitalismo nunca ha sucedido lo que ocurrió en la URSS en 1937-1938, cuando 700.000 personas fueron fusiladas según listas con el visto bueno del jefe del Estado. Seamos serios: hay que mirar no los episodios sino la continuidad de la historia. Y la continuidad de la historia del comunismo es el terror como método de gobierno».

Courtois subraya que el olvido del mandamiento «no matarás» hace que la revolución se convierta en una fuerza inhumana. El atenerse a unos mandamientos que son también grandes valores humanos ha hecho que la Iglesia haya sido «una gran fuerza progresista». «Sé que no les gusta a muchos de mis amigos de izquierda, pero una de las personas que antes y con más claridad condenó el doble totalitarismo nazi y comunista fue Pío XI en 1937, con las dos encíclicas, Mit brennender Sorge y Divini Redemptoris, que pueden ser leídas todavía hoy y que conservan toda su fuerza. Esto obliga a la gente de izquierda a reflexionar sobre la moral. Y no la de la historia o la del proletariado: no hay quince o veinte morales, hay una sola, y cuando se abandona, se va hacia la catástrofe».

En cuanto a la relación entre Marx y Lenin, Courtois advierte que «lo que dice Lenin figura ya en la obra de Marx: la lucha de clases, las leyes de la historia, la burguesía como clase condenada, el proletariado como clase del porvenir... Pero Marx hace filosofía, crítica social. (...) Lenin, que tomó los elementos de Marx, dijo: ahora, hagámoslo».

Wikipediahttp://es.wikipedia.org/wiki/Manifiesto_del_Partido_Comunista

El Manifiesto del Partido Comunista (Manifest der Kommunistischen Partei, por su título en alemán) es una proclama encargada por la Liga de los Comunistas a Karl Marx y Friedrich Engels en 1847 y publicado el 21 de febrero de 1848.

Relevancia históricaEn 1842, a la edad de 24 años, Marx dirigía un

periódico llamado “La Gaceta Renana”, que se editaba en la ciudad de Colonia. Friedrich Engels, hijo de una acaudalada familia de industriales, tenía entonces 22 años y enviaba colaboraciones desinteresadas a este periódico. Por aquellas fechas, la familia de Engels decidió enviarle a estudiar y a dirigir los negocios familiares a la ciudad inglesa de Manchester, que era entonces el centro del capitalismo mundial. Aprovechando el viaje, Engels pasó por Colonia en septiembre de 1842, pero Marx casi no le atendió, ya que sospechaba que sus desinteresados artículos y su presencia en el diario eran una maniobra de la policía para infiltrar un espía en la redacción. Engels siguió camino de Manchester, desde donde continuó enviando colaboraciones, hasta que el gobierno prohibió la publicación de La Gaceta Renana.

Marx se fue a vivir a París, y ambos, uno en

Inglaterra y el otro en Francia, entraron en contacto con una organización obrera secreta llamada, La Liga de los Justos. Engels, a su regreso a Alemania, pasó por París en 1844 para ver a Marx, que ya se había convencido de que Engels no era ningún espía de la policía. En París comprobaron que habían llegado de forma independiente a las mismas conclusiones teóricas. Deseando difundir sus ideas entre los obreros, decidieron explicar sus puntos de vista a los miembros de la Liga de los Justos. A principios de 1847, un representante de la liga les indicó que casi todos los miembros de la organización estaban convencidos de que sus planteamientos teóricos eran correctos, y les pidió que ingresaran en esta para defenderlos ellos mismos en el próximo congreso. La liga aprobó los planteamientos políticos de Marx y de Engels, y pasó a llamarse Liga de los Comunistas. Asimismo, se encargó a Marx y a Engels que redactaran un manifiesto que

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contuviera las principales ideas comunistas adoptadas por la liga. Engels empezó el trabajo con una obra en forma de catecismo, titulada Principios del Comunismo, pero este trabajo fue abandonado posteriormente. Marx y Engels, ayudados por Jenny Von Westphalen, la

esposa de Marx, consiguieron dar a la imprenta El Manifiesto Comunista en febrero de 1848, exponiendo por primera vez al público el pensamiento de Marx y Engels de forma escrita.

El Manifiesto Comunista es considerado uno de los tratados políticos más influyentes de la historia.

Este Manifiesto, del que son especialmente famosas las frases de principio y final (Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo y el lema ¡Proletarios de todos los países, uníos!, respectivamente), favoreció una gran revolución social y política y fue la base ideológica del movimiento obrero internacional y del proceso revolucionario ruso, que culminó en 1917 con la creación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

Contenido y estructuraEl texto del Manifiesto describe sucinta y

explícitamente los principios de la teoría marxista del materialismo dialéctico y anuncia los propósitos y el programa de la Liga. Sugiere un curso de acción para una revolución proletaria que derrocaría el capitalismo e instauraría una sociedad sin clases.

Está estructurado en cuatro capítulos:Burgueses y proletarios. En este apartado

introductorio, desarrolla la idea de que la historia del mundo se basa en la lucha entre opresores y oprimidos, y concibe el modelo social de entonces como un espacio de enfrentamiento entre la burguesía, obligada a revolucionar constantemente los medios de producción para su propia supervivencia; y el proletariado, que aprovechará los cambios desencadenados por el capital para volverse contra él y derrumbar el orden capitalista.

Proletarios y comunistas. Los autores identifican el proyecto comunista de la Liga con los intereses del proletariado internacional, de forma que define el comunismo como la ideología obrera final o vanguardia proletaria. En este apartado desarrolla propiamente el programa del comunismo y rebate las críticas que se vierten contra el proyecto comunista. Así, establece en este apartado la abolición de la propiedad privada, la creación de un elevado impuesto progresivo, la omnipotencia del Estado y el igualitarismo entre todos los ciudadanos. Mediante estas medidas (dictadura del proletariado) los autores buscan la desaparición de las desigualdades de clase; y teóricamente, tras la superación de esta fase tendrá lugar el establecimiento de una sociedad libre y socialista en la que el poder político ya no sea

necesario.

Literatura socialista y comunista. Entre la nebulosa de propuestas de tendencia izquierdista o socialista de la época, los autores del Manifiesto destacan varias tendencias:

Socialismo reaccionario, soportado por los pequeños comerciantes y campesinos que, viendo amenazada su supervivencia por la voracidad burguesa, se adhieren al comunismo para derribar al gran capital.

Socialismo alemán, desafortunada imitación de la literatura socialista francesa que queda relegada a una función meramente teórica e idealista, sin ningún valor práctico.

Socialismo burgués, entendido como la coraza de algunos sectores de la burguesía para resistir el empuje del proletariado. Según esta tendencia, la burguesía es una clase buena y necesaria para el proletariado.

Socialismo utópico, conjunto en el cual se enmarcan las corrientes de Saint-Simon, Robert Owen o Fourier, que no contemplan la lucha de clases como necesidad para llegar a un orden socialista.

Actitud de los comunistas ante los otros partidos de la oposición. Tras una enumeración de la situación del partido comunista en diferentes países europeos y en los EE.UU., los autores concluyen que el comunismo se posiciona en todos sitios enfrente del poder establecido y al lado de los revolucionarios, sean estos burgueses en un país feudal, campesinos en una nación burguesa, etc.

Estructura En el comienzo se inicia con un análisis evolutivo

de la historia, según el materialismo histórico. En él, la historia es concebida como una ininterrumpida lucha de clases, caracterizada siempre por la lucha de intereses entre opresor y oprimido. (Ver en Hegel "dialéctica del amo y del esclavo"). Los señores feudales terminan con la modernidad, y la nobleza irá desapareciendo, paulatinamente, como consecuencia de

la Revolución Francesa. De modo que las clases imperantes que han restado son la burguesía y el proletariado. La primera, con sus lejanos orígenes medievales irá agigantándose hasta peticionar por sus derechos políticos en el Siglo XVIII. El proletariado (que comprende también al campesinado dependiente) será la nueva clase oprimida, y que se irá conformando en amplitud a través de las Revoluciones Industriales.

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La toma del poder político y del poder económico -apoderamiento de los medios de producción- será el proceso de la burguesía que llevará consigo la excavación de su propia tumba: el proletariado, llevado a una explotación inhumana y sin ningún tipo de consideraciones. A su vez la maquinaria lo transforma en un apéndice de ese medio de producción, en una figura alienada que ya no guarda un vínculo con el producto de su trabajo. Ofrece su trabajo como medio de intercambio, pero el capitalismo le paga, solamente, para su subsistencia, quedándose con la diferencia:la plusvalía.

Será esta alienación la que llevará a esta clase a la unión y a la lucha. A tomar en sus manos un papel revolucionario. Según el materialismo histórico, el proletariado, por un proceso dialéctico de corte definidamente hegeliano, estará destinado a transformarse en redentor del hombre en la historia.

Esa liberación significará la liberación de todos los hombres, incluyendo a los burgueses, que en la relación de "amo y esclavo" se encuentran como aherrojados por una fuerza que los excede y les quita la posibilidad de ser dueños de sí: esto es, no estar alienados, a su modo.

De este modo los pasos prefijados por el proceso histórico serán, en este orden:

Derrocamiento de la burguesía como dueña del poder político y económico.

Desaparición de la propiedad privada de los medios de producción.

Supresión del sistema ficticio de "las libertades burguesas".

Anulación del papel educativo de la familia, como ente sobrepuesto a los intereses de la comunidad.

Abolición del Estado, como máxima superestructura de todas las ideologías conformadas por los intereses burgueses.

Supresión de la religión como ideología de la clase dominante y promesa de un paraíso de ficción.

Anulación de la moral de la burguesía, en la que se encuentran cristalizadas los intereses de esta clase.

En el pensamiento marxista, la revolución proletaria es una necesidad histórica, que supone un proceso ineluctable; pero no puede darse sin que antes se recorra el periplo total. Los países feudales, o en los que el feudalismo se encuentra enquistado todavía, de alguna manera, no están designados para iniciar la Revolución. Lo paradójico es que haya sido Rusia, un país semifeudal, el que en 1917, estableciera el primer estado socialista. Pero Marx ya no estaba para interpretar este proceso político y social aparentemente ajeno a las predicciones del materialismo histórico de la época.

Marx y Engelshttp://html.rincondelvago.com/manifiesto-comunista_karl-marx-y-friedrich-engels.html

El manifiesto comunista, escrito por Karl Marx en 1848, fue concebido en un principio como un panfleto propagandístico de la Liga Comunista, con el paso de los años, la trascendencia de dicho manifiesto, y la importancia en la filosofía, este panfleto paso ha ser una clásico del la literatura política de la historia.

A lo largo de la historia la sociedad siempre se ha visto dividida en distintos estamentos, en distintas clases, que implicaban grandes diferencias en la mayoría de los aspectos de la vida de la gente.

Pero nunca habían sido tan notables las diferencias entre principalmente dos clases sociales, la burguesía y el proletariado. La burguesía supone la clase dominante, aunque no la mas numerosa, y se resumen a personas que controlan absolutos emporios de producción a escala internacional, y que tienen a su servicio a obreros que trabajan el máximo horario con el mínimo salario.

La figura de la burguesía proviene de la feudal clase media que con la ayuda de la maquinaria y la revolución industrial consigue un máximo de producción que le posibilita el tener unos precios muy reducidos, lo cual hace que todos los artesanos, y los que tienen pequeños negocios propios no puedan salir adelante.

Seria mas o menos como una reacción en cadena, el burgués paga poco al proletario, el proletario con lo poco que gana solo puede permitirse lo absolutamente necesario y lo mas barato posible, que coincide con los productos fabricados por los negocios de la burguesía, por lo tanto el proletario, que representa la mayoría absoluta de la población tiene que comprar al burgués y como todo el mundo le compra al burgués, el pequeño negocio, no vende nada, lo que le obliga a abandonar el negocio y unirse al proletariado trabajando en un empleo degradante y mal pagado, de esta forma todo el dinero le vuelve a la burguesía y cada vez son mas lo proletarios que se ven obligados a trabajar bajo sus mezquinas condiciones.

El partido comunista apoya al proletario y busca sus intereses mas cercanos, el comunismo lo que busca es la abolición de la propiedad privada y la desaparición de las clases a partir de un reparto de bienes comunitario, intenta que favorecer ante todo a la clase obrera y a la mayoría popular, propone una revolución violenta inmediata contra las clases dominantes que burlan y oprimen al pueblo, y pone en evidencia los tres “canceres” de la sociedad; la familia, la religión y el estado.

Estas tres lacras que lastran al proletario y que le nublan la razón, todas tienes sus motivos de ser, y los

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principales motivos por los que se rechazan estos tres ámbitos de la vida, es básicamente por que son actualmente sostenidas por el interés material en todas sus facetas.

El comunismo reivindica los derechos de la clase obrera, denuncia la explotación sin escrúpulos de

proletarios, mujeres, ancianos y niños, lucha por la igualdad de los mismos y la uniformidad universal. Afirma que la revolución debe empezar en cada nación y luego ya extenderse, pues esta “guerra” hay que librarla desde dentro desde el núcleo del sistema capitalista.

Finalidad del Comunismo de Marx y EngelsEl comunismo cree firmemente en que es necesario

aplicar las siguientes medidas en los distintos países:

Expropiación de la propiedad de la tierra y empleo de la r4enta que produzca gastos al estado.

Impuesto fuertemente progresivo.

Abolición del derecho de herencia.

Confiscación de la propiedad de todos los emigrantes y rebeldes.

Centralización del crédito poniéndolo en manos del estado mediante un banco nacional con capital del estado y monopolio exclusivo.

Centralización de los transportes poniéndolos en manos del estado.

Multiplicación de las fabricas nacionales de los instrumentos de producción, roturación y mejora de las propiedad es agrarias conforme a un plan comunitario.

Igual obligación de trabajar para todos, organización de ejércitos industriales, especialmente para agricultura.

Unión de la explotación agraria y la industrial, medidas para superar paulatinamente las diferencias entre ciudad y campo.

Educación publica y gratuita de todos los niños. Eliminación del trabajo infantil en las fabricas en su forma actual. Unión de la educación como producción material, etc.

El Texto del Manifiesto Comunista http://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm

Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes.

No hay un solo partido de oposición a quien los adversarios gobernantes no motejen de comunista, ni un solo partido de oposición que no lance al rostro de las oposiciones más avanzadas, lo mismo que a los enemigos reaccionarios, la acusación estigmatizante de comunismo.

De este hecho se desprenden dos consecuencias:

La primera es que el comunismo se halla ya reconocido como una potencia por todas las potencias europeas.

La segunda, que es ya hora de que los comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de

esa leyenda del espectro comunista con un manifiesto de su partido.

Con este fin se han congregado en Londres los representantes comunistas de diferentes países y redactado el siguiente Manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa, francesa, alemana, italiana, flamenca y danesa.

I BURGUESES Y PROLETARIOS

Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad , es una historia de luchas de clases.

Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes.

En los tiempos históricos nos encontramos a la sociedad dividida

casi por doquier en una serie de estamentos , dentro de cada uno de los cuales reina, a su vez, una nueva jerarquía social de grados y posiciones. En la Roma antigua son los patricios, los équites, los plebeyos, los esclavos; en la Edad Media, los señores feudales, los vasallos, los maestros y los oficiales de los gremios, los siervos de la gleba, y dentro de cada una de esas clases todavía nos encontramos con nuevos matices y gradaciones.

La moderna sociedad burguesa que se alza sobre las ruinas de la sociedad feudal no ha abolido los antagonismos de clase. Lo que ha hecho ha sido crear nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas modalidades de lucha, que han venido a sustituir a las antiguas.

Sin embargo, nuestra época, la época de la burguesía, se caracteriza por haber simplificado estos antagonismos de clase. Hoy, toda la sociedad tiende a separarse, cada vez más abiertamente, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el

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proletariado.

De los siervos de la gleba de la Edad Media surgieron los “villanos” de las primeras ciudades; y estos villanos fueron el germen de donde brotaron los primeros elementos de la burguesía.

El descubrimiento de América, la circunnavegación de Africa abrieron nuevos horizontes e imprimieron nuevo impulso a la burguesía. El mercado de China y de las Indias orientales, la colonización de América, el intercambio con las colonias, el incremento de los medios de cambio y de las mercaderías en general, dieron al comercio, a la navegación, a la industria, un empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento revolucionario que se escondía en el seno de la sociedad feudal en descomposición.

El régimen feudal o gremial de producción que seguía imperando no bastaba ya para cubrir las necesidades que abrían los nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. Los maestros de los gremios se vieron desplazados por la clase media industrial, y la división del trabajo entre las diversas corporaciones fue suplantada por la división del trabajo dentro de cada taller.

Pero los mercados seguían dilatándose, las necesidades seguían creciendo. Ya no bastaba tampoco la manufactura. El invento del vapor y la maquinaria vinieron a revolucionar el régimen industrial de producción. La manufactura cedió el puesto a la gran industria moderna, y la clase media industrial hubo de dejar paso a los magnates de la industria, jefes de grandes ejércitos industriales, a los burgueses modernos.

La gran industria creó el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial imprimió un gigantesco impulso al comercio, a la navegación, a las comunicaciones por tierra. A su vez, estos, progresos redundaron considerablemente en provecho de la industria, y en la misma proporción en que se dilataban la industria, el comercio, la navegación, los ferrocarriles, se

desarrollaba la burguesía, crecían sus capitales, iba desplazando y esfumando a todas las clases heredadas de la Edad Media.

Vemos, pues, que la moderna burguesía es, como lo fueron en su tiempo las otras clases, producto de un largo proceso histórico, fruto de una serie de transformaciones radicales operadas en el régimen de cambio y de producción.

A cada etapa de avance recorrida por la burguesía corresponde una nueva etapa de progreso político. Clase oprimida bajo el mando de los señores feudales, la burguesía forma en la “comuna” una asociación autónoma y armada para la defensa de sus intereses; en unos sitios se organiza en repúblicas municipales independientes; en otros forma el tercer estado tributario de las monarquías; en la época de la manufactura es el contrapeso de la nobleza dentro de la monarquía feudal o absoluta y el fundamento de las grandes monarquías en general, hasta que, por último, implantada la gran industria y abiertos los cauces del mercado mundial, se conquista la hegemonía política y crea el moderno Estado representativo. Hoy, el Poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa.

La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario.

Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales y no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para decirlo de

una vez, un régimen de explotación, velado por los cendales de las ilusiones políticas y religiosas, por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de explotación.

La burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso acontecimiento. Convirtió en sus servidores asalariados al médico, al jurista, al poeta, al sacerdote, al hombre de ciencia.

La burguesía desgarró los velos emotivos y sentimentales que envolvían la familia y puso al desnudo la realidad económica de las relaciones familiares .

La burguesía vino a demostrar que aquellos alardes de fuerza bruta que la reacción tanto admira en la Edad Media tenían su complemento cumplido en la haraganería más indolente. Hasta que ella no lo reveló no supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre. La burguesía ha producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas.

La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social. Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con

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mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.

La necesidad de encontrar mercados espolea a la burguesía de una punta o otra del planeta. Por todas partes anida, en todas partes construye, por doquier establece relaciones.

La burguesía, al explotar el mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los reaccionarios destruye los cimientos nacionales de la industria. Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal.

La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de producción, con las facilidades increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes. El bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada con la que derrumba todas las murallas de la China, con la que obliga a capitular a las tribus bárbaras más ariscas en su odio contra el extranjero. Obliga a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la burguesía o

perecer; las obliga a implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza.

La burguesía somete el campo al imperio de la ciudad. Crea ciudades enormes, intensifica la población urbana en una fuerte proporción respecto a la campesina y arranca a una parte considerable de la gente del campo al cretinismo de la vida rural. Y del mismo modo que somete el campo a la ciudad, somete los pueblos bárbaros y semibárbaros a las naciones civilizadas, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.

La burguesía va aglutinando cada vez más los medios de producción, la propiedad y los habitantes del país. Aglomera la población, centraliza los medios de producción y concentra en manos de unos cuantos la propiedad. Este proceso tenía que conducir, por fuerza lógica, a un régimen de centralización política. Territorios antes independientes, apenas aliados, con intereses distintos, distintas leyes, gobiernos autónomos y líneas aduaneras propias, se asocian y refunden en una nación única, bajo un Gobierno, una ley, un interés nacional de clase y una sola línea aduanera.

En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana, la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el sometimiento de las fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria, en la aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación de vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a la navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por ensalmo... ¿Quién, en los pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales energías y elementos de producción?

Hemos visto que los medios de

producción y de transporte sobre los cuales se desarrolló la burguesía brotaron en el seno de la sociedad feudal. Cuando estos medios de transporte y de producción alcanzaron una determinada fase en su desarrollo, resultó que las condiciones en que la sociedad feudal producía y comerciaba, la organización feudal de la agricultura y la manufactura, en una palabra, el régimen feudal de la propiedad, no correspondían ya al estado progresivo de las fuerzas productivas. Obstruían la producción en vez de fomentarla. Se habían convertido en otras tantas trabas para su desenvolvimiento. Era menester hacerlas saltar, y saltaron.

Vino a ocupar su puesto la libre concurrencia, con la constitución política y social a ella adecuada, en la que se revelaba ya la hegemonía económica y política de la clase burguesa.

Pues bien: ante nuestros ojos se desarrolla hoy un espectáculo semejante. Las condiciones de producción y de cambio de la burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la moderna sociedad burguesa, que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos medios de producción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que conjuró. Desde hace varias décadas, la historia de la industria y del comercio no es más que la historia de las modernas fuerzas productivas que se rebelan contra el régimen vigente de producción, contra el régimen de la propiedad, donde residen las condiciones de vida y de predominio político de la burguesía. Basta mencionar las crisis comerciales, cuya periódica reiteración supone un peligro cada vez mayor para la existencia de la sociedad burguesa toda. Las crisis comerciales, además de destruir una gran parte de los productos elaborados, aniquilan una parte considerable de las fuerzas productivas existentes. En esas crisis se desata una epidemia social que a cualquiera de las épocas anteriores hubiera parecido absurda e inconcebible: la epidemia de la superproducción. La sociedad se ve retrotraída repentinamente a un

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estado de barbarie momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos para subsistir; la industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no sirven ya para fomentar el régimen burgués de la propiedad; son ya demasiado poderosas para servir a este régimen, que embaraza su desarrollo. Y tan pronto como logran vencer este obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa, amenazan dar al traste con el régimen burgués de la propiedad. Las condiciones sociales burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas engendrada. ¿Cómo se sobrepone a las crisis la burguesía? De dos maneras: destruyendo violentamente una gran masa de fuerzas productivas y conquistándose nuevos mercados, a la par que procurando explotar más concienzudamente los mercados antiguos. Es decir, que remedia unas crisis preparando otras más extensas e imponentes y mutilando los medios de que dispone para precaverlas.

Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo se vuelven ahora contra ella.

Y la burguesía no sólo forja las armas que han de darle la muerte, sino que, además, pone en pie a los hombres llamados a manejarlas: estos hombres son los obreros, los proletarios.

En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es decir, el capital, desarrollase también el proletariado, esa clase obrera moderna que sólo puede vivir encontrando trabajo y que sólo encuentra trabajo en la medida en que éste alimenta a incremento el capital. El obrero, obligado a venderse a trozos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todos los cambios y modalidades de la concurrencia, a todas las fluctuaciones del mercado.

La extensión de la maquinaria y la división del trabajo quitan a éste, en el régimen proletario actual, todo

carácter autónomo, toda libre iniciativa y todo encanto para el obrero. El trabajador se convierte en un simple resorte de la máquina, del que sólo se exige una operación mecánica, monótona, de fácil aprendizaje. Por eso, los gastos que supone un obrero se reducen, sobre poco más o menos, al mínimo de lo que necesita para vivir y para perpetuar su raza. Y ya se sabe que el precio de una mercancía, y como una de tantas el trabajo , equivale a su coste de producción. Cuanto más repelente es el trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún: cuanto más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, tanto más aumenta también éste, bien porque se alargue la jornada, bien porque se intensifique el rendimiento exigido, se acelere la marcha de las máquinas, etc.

La industria moderna ha convertido el pequeño taller del maestro patriarcal en la gran fábrica del magnate capitalista. Las masas obreras concentradas en la fábrica son sometidas a una organización y disciplina militares. Los obreros, soldados rasos de la industria, trabajan bajo el mando de toda una jerarquía de sargentos, oficiales y jefes. No son sólo siervos de la burguesía y del Estado burgués, sino que están todos los días y a todas horas bajo el yugo esclavizador de la máquina, del contramaestre, y sobre todo, del industrial burgués dueño de la fábrica. Y este despotismo es tanto más mezquino, más execrable, más indignante, cuanta mayor es la franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro.

Cuanto menores son la habilidad y la fuerza que reclama el trabajo manual, es decir, cuanto mayor es el desarrollo adquirido por la moderna industria, también es mayor la proporción en que el trabajo de la mujer y el niño desplaza al del hombre. Socialmente, ya no rigen para la clase obrera esas diferencias de edad y de sexo. Son todos, hombres, mujeres y niños, meros instrumentos de trabajo, entre los cuales no hay más diferencia que la del coste.

Y cuando ya la explotación del obrero por el fabricante ha dado su

fruto y aquél recibe el salario, caen sobre él los otros representantes de la burguesía: el casero, el tendero, el prestamista, etc.

Toda una serie de elementos modestos que venían perteneciendo a la clase media, pequeños industriales, comerciantes y rentistas, artesanos y labriegos, son absorbidos por el proletariado; unos, porque su pequeño caudal no basta para alimentar las exigencias de la gran industria y sucumben arrollados por la competencia de los capitales más fuertes, y otros porque sus aptitudes quedan sepultadas bajo los nuevos progresos de la producción. Todas las clases sociales contribuyen, pues, a nutrir las filas del proletariado.

El proletariado recorre diversas etapas antes de fortificarse y consolidarse. Pero su lucha contra la burguesía data del instante mismo de su existencia.

Al principio son obreros aislados; luego, los de una fábrica; luego, los de todas una rama de trabajo, los que se enfrentan, en una localidad, con el burgués que personalmente los explota. Sus ataques no van sólo contra el régimen burgués de producción, van también contra los propios instrumentos de la producción; los obreros, sublevados, destruyen las mercancías ajenas que les hacen la competencia, destrozan las máquinas, pegan fuego a las fábricas, pugnan por volver a la situación, ya enterrada, del obrero medieval.

En esta primera etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo el país y desunida por la concurrencia. Las concentraciones de masas de obreros no son todavía fruto de su propia unión, sino fruto de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus fines políticos propios tiene que poner en movimiento -cosa que todavía logra- a todo el proletariado. En esta etapa, los proletarios no combaten contra sus enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos, contra los vestigios de la monarquía absoluta, los grandes señores de la tierra, los burgueses no industriales, los pequeños burgueses. La marcha de la historia está toda concentrada en

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manos de la burguesía, y cada triunfo así alcanzado es un triunfo de la clase burguesa.

Sin embargo, el desarrollo de la industria no sólo nutre las filas del proletariado, sino que las aprieta y concentra; sus fuerzas crecen, y crece también la conciencia de ellas. Y al paso que la maquinaria va borrando las diferencias y categorías en el trabajo y reduciendo los salarios casi en todas partes a un nivel bajísimo y uniforme, van nivelándose también los intereses y las condiciones de vida dentro del proletariado. La competencia, cada vez más aguda, desatada entre la burguesía, y las crisis comerciales que desencadena, hacen cada vez más inseguro el salario del obrero; los progresos incesantes y cada día más veloces del maquinismo aumentan gradualmente la inseguridad de su existencia; las colisiones entre obreros y burgueses aislados van tomando el carácter, cada vez más señalado, de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a coaligarse contra los burgueses, se asocian y unen para la defensa de sus salarios. Crean organizaciones permanentes para pertrecharse en previsión de posibles batallas. De vez en cuando estallan revueltas y sublevaciones.

Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero transitorio siempre. El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera. Coadyuvan a ello los medios cada vez más fáciles de comunicación, creados por la gran industria y que sirven para poner en contacto a los obreros de las diversas regiones y localidades. Gracias a este contacto, las múltiples acciones locales, que en todas partes presentan idéntico carácter, se convierten en un movimiento nacional, en una lucha de clases. Y toda lucha de clases es una acción política. Las ciudades de la Edad Media, con sus caminos vecinales, necesitaron siglos enteros para unirse con las demás; el proletariado moderno, gracias a los ferrocarriles, ha creado su unión en unos cuantos años.

Esta organización de los

proletarios como clase, que tanto vale decir como partido político, se ve minada a cada momento por la concurrencia desatada entre los propios obreros. Pero avanza y triunfa siempre, a pesar de todo, cada vez más fuerte, más firme, más pujante. Y aprovechándose de las discordias que surgen en el seno de la burguesía, impone la sanción legal de sus intereses propios. Así nace en Inglaterra la ley de la jornada de diez horas.

Las colisiones producidas entre las fuerzas de la antigua sociedad imprimen nuevos impulsos al proletariado. La burguesía lucha incesantemente: primero, contra la aristocracia; luego, contra aquellos sectores de la propia burguesía cuyos intereses chocan con los progresos de la industria, y siempre contra la burguesía de los demás países. Para librar estos combates no tiene más remedio que apelar al proletariado, reclamar su auxilio, arrastrándolo así a la palestra política. Y de este modo, le suministra elementos de fuerza, es decir, armas contra sí misma.

Además, como hemos visto, los progresos de la industria traen a las filas proletarias a toda una serie de elementos de la clase gobernante, o a lo menos los colocan en las mismas condiciones de vida. Y estos elementos suministran al proletariado nuevas fuerzas.

Finalmente, en aquellos períodos en que la lucha de clases está a punto de decidirse, es tan violento y tan claro el proceso de desintegración de la clase gobernante latente en el seno de la sociedad antigua, que una pequeña parte de esa clase se desprende de ella y abraza la causa revolucionaria, pasándose a la clase que tiene en sus manos el porvenir. Y así como antes una parte de la nobleza se pasaba a la burguesía, ahora una parte de la burguesía se pasa al campo del proletariado; en este tránsito rompen la marcha los intelectuales burgueses, que, analizando teóricamente el curso de la historia, han logrado ver claro en sus derroteros.

De todas las clases que hoy se enfrentan con la burguesía no hay más que una verdaderamente

revolucionaria: el proletariado. Las demás perecen y desaparecen con la gran industria; el proletariado, en cambio, es su producto genuino y peculiar.

Los elementos de las clases medias, el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el labriego, todos luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales clases. No son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más todavía, reaccionarios, pues pretenden volver atrás la rueda de la historia. Todo lo que tienen de revolucionario es lo que mira a su tránsito inminente al proletariado; con esa actitud no defienden sus intereses actuales, sino los futuros; se despojan de su posición propia para abrazar la del proletariado.

El proletariado andrajoso , esa putrefacción pasiva de las capas más bajas de la vieja sociedad, se verá arrastrado en parte al movimiento por una revolución proletaria, si bien las condiciones todas de su vida lo hacen más propicio a dejarse comprar como instrumento de manejos reaccionarios.

Las condiciones de vida de la vieja sociedad aparecen ya destruidas en las condiciones de vida del proletariado. El proletario carece de bienes. Sus relaciones con la mujer y con los hijos no tienen ya nada de común con las relaciones familiares burguesas; la producción industrial moderna, el moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra que en Francia, en Alemania que en Norteamérica, borra en él todo carácter nacional. Las leyes, la moral, la religión, son para él otros tantos prejuicios burgueses tras los que anidan otros tantos intereses de la burguesía. Todas las clases que le precedieron y conquistaron el Poder procuraron consolidar las posiciones adquiridas sometiendo a la sociedad entera a su régimen de adquisición. Los proletarios sólo pueden conquistar para sí las fuerzas sociales de la producción aboliendo el régimen adquisitivo a que se hallan sujetos, y con él todo el régimen de apropiación de la sociedad. Los proletarios no tienen nada propio que asegurar, sino destruir todos los

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aseguramientos y seguridades privadas de los demás.

Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido movimientos desatados por una minoría o en interés de una minoría. El movimiento proletario es el movimiento autónomo de una inmensa mayoría en interés de una mayoría inmensa. El proletariado, la capa más baja y oprimida de la sociedad actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer saltar, hecho añicos desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que forma la sociedad oficial.

Por su forma, aunque no por su contenido, la campaña del proletariado contra la burguesía empieza siendo nacional. Es lógico que el proletariado de cada país ajuste ante todo las cuentas con su propia burguesía.

Al esbozar, en líneas muy generales, las diferentes fases de desarrollo del proletariado, hemos seguido las incidencias de la guerra civil más o menos embozada que se plantea en el seno de la sociedad vigente hasta el momento en que esta guerra civil desencadena una revolución abierta y franca, y el proletariado, derrocando por la violencia a la burguesía, echa las bases de su poder.

Hasta hoy, toda sociedad descansó, como hemos visto, en el antagonismo entre las clases oprimidas y las opresoras. Mas para poder oprimir a una clase es menester asegurarle, por lo menos, las condiciones indispensables de vida, pues de otro modo se extinguiría, y con ella su esclavizamiento. El siervo de la gleba se vio exaltado a miembro del municipio sin salir de la servidumbre, como el villano convertido en burgués bajo el yugo del absolutismo feudal. La situación del obrero moderno es muy distinta, pues lejos de mejorar conforme progresa la industria, decae y empeora por debajo del nivel de su propia clase. El obrero se depaupera, y el pauperismo se desarrolla en proporciones mucho mayores que la población y la riqueza. He ahí una prueba palmaria de la incapacidad de la burguesía para seguir gobernando

la sociedad e imponiendo a ésta por norma las condiciones de su vida como clase. Es incapaz de gobernar, porque es incapaz de garantizar a sus esclavos la existencia ni aun dentro de su esclavitud, porque se ve forzada a dejarlos llegar hasta una situación de desamparo en que no tiene más remedio que mantenerles, cuando son ellos quienes debieran mantenerla a ella. La sociedad no puede seguir viviendo bajo el imperio de esa clase; la vida de la burguesía se ha hecho incompatible con la sociedad.

La existencia y el predominio de la clase burguesa tienen por condición esencial la concentración de la riqueza en manos de unos cuantos individuos, la formación e incremento constante del capital; y éste, a su vez, no puede existir sin el trabajo asalariado. El trabajo asalariado Presupone, inevitablemente, la concurrencia de los obreros entre sí. Los progresos de la industria, que tienen por cauce automático y espontáneo a la burguesía, imponen, en vez del aislamiento de los obreros por la concurrencia, su unión revolucionaria por la organización. Y así, al desarrollarse la gran industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las bases sobre que produce y se apropia lo producido. Y a la par que avanza, se cava su fosa y cría a sus propios enterradores. Su muerte y el triunfo del proletariado sin igualmente inevitables.

II PROLETARIOS Y COMUNISTAS

¿Qué relación guardan los comunistas con los proletarios en general?

Los comunistas no forman un partido aparte de los demás partidos obreros.

No tienen intereses propios que se distingan de los intereses generales del proletariado. No profesan principios especiales con los que aspiren a modelar el movimiento proletario.

Los comunistas no se distinguen de los demás partidos proletarios más que en esto: en que destacan y reivindican siempre, en todas y cada una de las acciones nacionales

proletarias, los intereses comunes y peculiares de todo el proletariado, independientes de su nacionalidad, y en que, cualquiera que sea la etapa histórica en que se mueva la lucha entre el proletariado y la burguesía, mantienen siempre el interés del movimiento enfocado en su conjunto.

Los comunistas son, pues, prácticamente, la parte más decidida, el acicate siempre en tensión de todos los partidos obreros del mundo; teóricamente, llevan de ventaja a las grandes masas del proletariado su clara visión de las condiciones, los derroteros y los resultados generales a que ha de abocar el movimiento proletario.

El objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al que persiguen los demás partidos proletarios en general: formar la conciencia de clase del proletariado, derrocar el régimen de la burguesía, llevar al proletariado a la conquista del Poder.

Las proposiciones teóricas de los comunistas no descansan ni mucho menos en las ideas, en los principios forjados o descubiertos por ningún redentor de la humanidad. Son todas expresión generalizada de las condiciones materiales de una lucha de clases real y vívida, de un movimiento histórico que se está desarrollando a la vista de todos. La abolición del régimen vigente de la propiedad no es tampoco ninguna característica peculiar del comunismo.

Las condiciones que forman el régimen de la propiedad han estado sujetas siempre a cambios históricos, a alteraciones históricas constantes.

Así, por ejemplo, la Revolución francesa abolió la propiedad feudal para instaurar sobre sus ruinas la propiedad burguesa.

Lo que caracteriza al comunismo no es la abolición de la propiedad en general, sino la abolición del régimen de propiedad de la burguesía, de esta moderna institución de la propiedad privada burguesa, expresión última y la más acabada de ese régimen de producción y apropiación de lo producido que reposa sobre el

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antagonismo de dos clases, sobre la explotación de unos hombres por otros.

Así entendida, sí pueden los comunistas resumir su teoría en esa fórmula: abolición de la propiedad privada.

Se nos reprocha que queremos destruir la propiedad personal bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano, esa propiedad que es para el hombre la base de toda libertad, el acicate de todas las actividades y la garantía de toda independencia.

¡La propiedad bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano! ¿Os referís acaso a la propiedad del humilde artesano, del pequeño labriego, precedente histórico de la propiedad burguesa? No, ésa no necesitamos destruirla; el desarrollo de la industria lo ha hecho ya y lo está haciendo a todas horas.

¿O queréis referimos a la moderna propiedad privada de la burguesía?

Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo de proletario, le rinde propiedad? No, ni mucho menos. Lo que rinde es capital, esa forma de propiedad que se nutre de la explotación del trabajo asalariado, que sólo puede crecer y multiplicarse a condición de engendrar nuevo trabajo asalariado para hacerlo también objeto de su explotación. La propiedad, en la forma que hoy presenta, no admite salida a este antagonismo del capital y el trabajo asalariado. Detengámonos un momento a contemplar los dos términos de la antítesis.

Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal, sino social, en el proceso de la producción. El capital es un producto colectivo y no puede ponerse en marcha más que por la cooperación de muchos individuos, y aún cabría decir que, en rigor, esta cooperación abarca la actividad común de todos los individuos de la sociedad. El capital no es, pues, un patrimonio personal, sino una potencia social.

Los que, por tanto, aspiramos a convertir el capital en propiedad colectiva, común a todos los miembros de la sociedad, no

aspiramos a convertir en colectiva una riqueza personal. A lo único que aspiramos es a transformar el carácter colectivo de la propiedad, a despojarla de su carácter de clase.

Hablemos ahora del trabajo asalariado.

El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del salario, es decir, la suma de víveres necesaria para sostener al obrero como tal obrero. Todo lo que el obrero asalariado adquiere con su trabajo es, pues, lo que estrictamente necesita para seguir viviendo y trabajando. Nosotros no aspiramos en modo alguno a destruir este régimen de apropiación personal de los productos de un trabajo encaminado a crear medios de vida: régimen de apropiación que no deja, como vemos, el menor margen de rendimiento líquido y, con él, la posibilidad de ejercer influencia sobre los demás hombres. A lo que aspiramos es a destruir el carácter oprobioso de este régimen de apropiación en que el obrero sólo vive para multiplicar el capital, en que vive tan sólo en la medida en que el interés de la clase dominante aconseja que viva.

En la sociedad burguesa, el trabajo vivo del hombre no es más que un medio de incrementar el trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo acumulado será, por el contrario, un simple medio para dilatar, fomentar y enriquecer la vida del obrero.

En la sociedad burguesa es, pues, el pasado el que impera sobre el presente; en la comunista, imperará el presente sobre el pasado. En la sociedad burguesa se reserva al capital toda personalidad e iniciativa; el individuo trabajador carece de iniciativa y personalidad.

¡Y a la abolición de estas condiciones, llama la burguesía abolición de la personalidad y la libertad! Y, sin embargo, tiene razón. Aspiramos, en efecto, a ver abolidas la personalidad, la independencia y la libertad burguesa.

Por libertad se entiende, dentro del régimen burgués de la producción, el librecambio, la libertad de comprar y vender.

Desaparecido el tráfico, desaparecerá también, forzosamente el libre tráfico. La apología del libre tráfico, como en general todos los ditirambos a la libertad que entona nuestra burguesía, sólo tienen sentido y razón de ser en cuanto significan la emancipación de las trabas y la servidumbre de la Edad Media, pero palidecen ante la abolición comunista del tráfico, de las condiciones burguesas de producción y de la propia burguesía.

Os aterráis de que queramos abolir la propiedad privada, ¡cómo si ya en el seno de vuestra sociedad actual, la propiedad privada no estuviese abolida para nueve décimas partes de la población, como si no existiese precisamente a costa de no existir para esas nueve décimas partes! ¿Qué es, pues, lo que en rigor nos reprocháis? Querer destruir un régimen de propiedad que tiene por necesaria condición el despojo de la inmensa mayoría de la sociedad.

Nos reprocháis, para decirlo de una vez, querer abolir vuestra propiedad. Pues sí, a eso es a lo que aspiramos.

Para vosotros, desde el momento en que el trabajo no pueda convertirse ya en capital, en dinero, en renta, en un poder social monopolizable; desde el momento en que la propiedad personal no pueda ya trocarse en propiedad burguesa, la persona no existe.

Con eso confesáis que para vosotros no hay más persona que el burgués, el capitalista. Pues bien, la personalidad así concebida es la que nosotros aspiramos a destruir.

El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos sociales; lo único que no admite es el poder de usurpar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno.

Se arguye que, abolida la propiedad privada, cesará toda actividad y reinará la indolencia universal.

Si esto fuese verdad, ya hace mucho tiempo que se habría estrellado contra el escollo de la holganza una sociedad como la burguesa, en que los que trabajan no adquieren y los que adquieren, no

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trabajan. Vuestra objeción viene a reducirse, en fin de cuentas, a una verdad que no necesita de demostración, y es que, al desaparecer el capital, desaparecerá también el trabajo asalariado.

Las objeciones formuladas contra el régimen comunista de apropiación y producción material, se hacen extensivas a la producción y apropiación de los productos espirituales. Y así como el destruir la propiedad de clases equivale, para el burgués, a destruir la producción, el destruir la cultura de clase es para él sinónimo de destruir la cultura en general.

Esa cultura cuya pérdida tanto deplora, es la que convierte en una máquina a la inmensa mayoría de la sociedad.

Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la propiedad burguesa partiendo de vuestras ideas burguesas de libertad, cultura, derecho, etc., no os dais cuenta de que esas mismas ideas son otros tantos productos del régimen burgués de propiedad y de producción, del mismo modo que vuestro derecho no es más que la voluntad de vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación en las condiciones materiales de vida de vuestra clase.

Compartís con todas las clases dominantes que han existido y perecieron la idea interesada de que vuestro régimen de producción y de propiedad, obra de condiciones históricas que desaparecen en el transcurso de la producción, descansa sobre leyes naturales eternas y sobre los dictados de la razón. Os explicáis que haya perecido la propiedad antigua, os explicáis que pereciera la propiedad feudal; lo que no os podéis explicar es que perezca la propiedad burguesa, vuestra propiedad.

¡Abolición de la familia! Al hablar de estas intenciones satánicas de los comunistas, hasta los más radicales gritan escándalo.

Pero veamos: ¿en qué se funda la familia actual, la familia burguesa? En el capital, en el lucro privado. Sólo la burguesía tiene una familia,

en el pleno sentido de la palabra; y esta familia encuentra su complemento en la carencia forzosa de relaciones familiares de los proletarios y en la pública prostitución.

Es natural que ese tipo de familia burguesa desaparezca al desaparecer su complemento, y que una y otra dejen de existir al dejar de existir el capital, que le sirve de base.

¿Nos reprocháis acaso que aspiremos a abolir la explotación de los hijos por sus padres? Sí, es cierto, a eso aspiramos.

Pero es, decís, que pretendemos destruir la intimidad de la familia, suplantando la educación doméstica por la social.

¿Acaso vuestra propia educación no está también influida por la sociedad, por las condiciones sociales en que se desarrolla, por la intromisión más o menos directa en ella de la sociedad a través de la escuela, etc.? No son precisamente los comunistas los que inventan esa intromisión de la sociedad en la educación; lo que ellos hacen es modificar el carácter que hoy tiene y sustraer la educación a la influencia de la clase dominante.

Esos tópicos burgueses de la familia y la educación, de la intimidad de las relaciones entre padres e hijos, son tanto más grotescos y descarados cuanto más la gran industria va desgarrando los lazos familiares de los proletarios y convirtiendo a los hijos en simples mercancías y meros instrumentos de trabajo.

¡Pero es que vosotros, los comunistas, nos grita a coro la burguesía entera, pretendéis colectivizar a las mujeres!

El burgués, que no ve en su mujer más que un simple instrumento de producción, al oírnos proclamar la necesidad de que los instrumentos de producción sean explotados colectivamente, no puede por menos de pensar que el régimen colectivo se hará extensivo igualmente a la mujer.

No advierte que de lo que se trata es precisamente de acabar con la situación de la mujer como mero

instrumento de producción.

Nada más ridículo, por otra parte, que esos alardes de indignación, henchida de alta moral de nuestros burgueses, al hablar de la tan cacareada colectivización de las mujeres por el comunismo. No; los comunistas no tienen que molestarse en implantar lo que ha existido siempre o casi siempre en la sociedad.

Nuestros burgueses, no bastándoles, por lo visto, con tener a su disposición a las mujeres y a los hijos de sus proletarios -¡y no hablemos de la prostitución oficial!-, sienten una grandísima fruición en seducirse unos a otros sus mujeres.

En realidad, el matrimonio burgués es ya la comunidad de las esposas. A lo sumo, podría reprocharse a los comunistas el pretender sustituir este hipócrita y recatado régimen colectivo de hoy por una colectivización oficial, franca y abierta, de la mujer. Por lo demás, fácil es comprender que, al abolirse el régimen actual de producción, desaparecerá con él el sistema de comunidad de la mujer que engendra, y que se refugia en la prostitución, en la oficial y en la encubierta.

A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir la patria, la nacionalidad.

Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del Poder político, su exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que también en él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la burguesía.

Ya el propio desarrollo de la burguesía, el librecambio, el mercado mundial, la uniformidad reinante en la producción industrial, con las condiciones de vida que engendra, se encargan de borrar más y más las diferencias y antagonismos nacionales.

El triunfo del proletariado acabará de hacerlos desaparecer. La acción conjunta de los proletarios, a lo menos en las naciones civilizadas, es una de las condiciones

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primordiales de su emancipación. En la medida y a la par que vaya desapareciendo la explotación de unos individuos por otros, desaparecerá también la explotación de unas naciones por otras.

Con el antagonismo de las clases en el seno de cada nación, se borrará la hostilidad de las naciones entre sí.

No queremos entrar a analizar las acusaciones que se hacen contra el comunismo desde el punto de vista religioso-filosófico e ideológico en general.

No hace falta ser un lince para ver que, al cambiar las condiciones de vida, las relaciones sociales, la existencia social del hombre, cambian también sus ideas, sus opiniones y sus conceptos, su conciencia, en una palabra.

La historia de las ideas es una prueba palmaria de cómo cambia y se transforma la producción espiritual con la material. Las ideas imperantes en una época han sido siempre las ideas propias de la clase imperante .

Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con ello, no se hace más que dar expresión a un hecho, y es que en el seno de la sociedad antigua han germinado ya los elementos para la nueva, y a la par que se esfuman o derrumban las antiguas condiciones de vida, se derrumban y esfuman las ideas antiguas.

Cuando el mundo antiguo estaba a punto de desaparecer, las religiones antiguas fueron vencidas y suplantadas por el cristianismo. En el siglo XVIII, cuando las ideas cristianas sucumbían ante el racionalismo, la sociedad feudal pugnaba desesperadamente, haciendo un último esfuerzo, con la burguesía, entonces revolucionaria. Las ideas de libertad de conciencia y de libertad religiosa no hicieron más que proclamar el triunfo de la libre concurrencia en el mundo ideológico.

Se nos dirá que las ideas religiosas, morales, filosóficas, políticas, jurídicas, etc., aunque sufran alteraciones a lo largo de la historia, llevan siempre un fondo de perennidad, y que por debajo de esos

cambios siempre ha habido una religión, una moral, una filosofía, una política, un derecho.

Además, se seguirá arguyendo, existen verdades eternas, como la libertad, la justicia, etc., comunes a todas las sociedades y a todas las etapas de progreso de la sociedad. Pues bien, el comunismo -continúa el argumento- viene a destruir estas verdades eternas, la moral, la religión, y no a sustituirlas por otras nuevas; viene a interrumpir violentamente todo el desarrollo histórico anterior.

Veamos a qué queda reducida esta acusación.

Hasta hoy, toda la historia de la sociedad ha sido una constante sucesión de antagonismos de clases, que revisten diversas modalidades, según las épocas.

Mas, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la explotación de una parte de la sociedad por la otra es un hecho común a todas las épocas del pasado. Nada tiene, pues, de extraño que la conciencia social de todas las épocas se atenga, a despecho de toda la variedad y de todas las divergencias, a ciertas formas comunes, formas de conciencia hasta que el antagonismo de clases que las informa no desaparezca radicalmente.

La revolución comunista viene a romper de la manera más radical con el régimen tradicional de la propiedad; nada tiene, pues, de extraño que se vea obligada a romper, en su desarrollo, de la manera también más radical, con las ideas tradicionales.

Pero no queremos detenernos por más tiempo en los reproches de la burguesía contra el comunismo.

Ya dejamos dicho que el primer paso de la revolución obrera será la exaltación del proletariado al Poder, la conquista de la democracia .

El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y

procurando fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías productivas.

Claro está que, al principio, esto sólo podrá llevarse a cabo mediante una acción despótica sobre la propiedad y el régimen burgués de producción, por medio de medidas que, aunque de momento parezcan económicamente insuficientes e insostenibles, en el transcurso del movimiento serán un gran resorte propulsor y de las que no puede prescindiese como medio para transformar todo el régimen de producción vigente.

Estas medidas no podrán ser las mismas, naturalmente, en todos los países.

Para los más progresivos mencionaremos unas cuantas, susceptibles, sin duda, de ser aplicadas con carácter más o menos general, según los casos .

1.a Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la renta del suelo a los gastos públicos.

2.a Fuerte impuesto progresivo.

3.a Abolición del derecho de herencia.

4.a Confiscación de la fortuna de los emigrados y rebeldes.

5.a Centralización del crédito en el Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y régimen de monopolio.

6.a Nacionalización de los transportes.

7.a Multiplicación de las fábricas nacionales y de los medios de producción, roturación y mejora de terrenos con arreglo a un plan colectivo.

8.a Proclamación del deber general de trabajar; creación de ejércitos industriales, principalmente en el campo.

9.a Articulación de las explotaciones agrícolas e industriales; tendencia a ir borrando gradualmente las diferencias entre el campo y la ciudad.

10.a Educación pública y gratuita de todos los niños. Prohibición del trabajo infantil en las fábricas bajo su forma actual. Régimen

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combinado de la educación con la producción material, etc.

Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan desaparecido las diferencias de clase y toda la producción esté concentrada en manos de la sociedad, el Estado perderá todo carácter político. El Poder político no es, en rigor, más que el poder organizado de una clase para la opresión de la otra. El proletariado se ve forzado a organizarse como clase para luchar contra la burguesía; la revolución le lleva al Poder; mas tan pronto como desde él, como clase gobernante, derribe por la fuerza el régimen vigente de producción, con éste hará desaparecer las condiciones que determinan el antagonismo de clases, las clases mismas, y, por tanto, su propia soberanía como tal clase.

Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, sustituirá una asociación en que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos.

III LITERATURA SOCIALISTA Y COMUNISTA

1. El socialismo reaccionario

a) El socialismo feudal

La aristocracia francesa e inglesa, que no se resignaba a abandonar su puesto histórico, se dedicó, cuando ya no pudo hacer otra cosa, a escribir libelos contra la moderna sociedad burguesa. En la revolución francesa de julio de 1830, en el movimiento reformista inglés, volvió a sucumbir, arrollada por el odiado intruso. Y no pudiendo dar ya ninguna batalla política seria, no le quedaba más arma que la pluma. Mas también en la palestra literaria habían cambiado los tiempos; ya no era posible seguir empleando el lenguaje de la época de la Restauración. Para ganarse simpatías, la aristocracia hubo de olvidar aparentemente sus intereses y acusar a la burguesía, sin tener presente más interés que el de la clase obrera explotada. De este modo, se daba el gusto de provocar a su adversario y vencedor con amenazas y de musitarle al oído profecías más o menos catastróficas.

Nació así, el socialismo feudal, una mezcla de lamento, eco del

pasado y rumor sordo del porvenir; un socialismo que de vez en cuando asestaba a la burguesía un golpe en medio del corazón con sus juicios sardónicos y acerados, pero que casi siempre movía a risa por su total incapacidad para comprender la marcha de la historia moderna.

Con el fin de atraer hacia sí al pueblo, tremolaba el saco del mendigo proletario por bandera. Pero cuantas veces lo seguía, el pueblo veía brillar en las espaldas de los caudillos las viejas armas feudales y se dispersaba con una risotada nada contenida y bastante irrespetuosa.

Una parte de los legitimistas franceses y la joven Inglaterra, fueron los más perfectos organizadores de este espectáculo.

Esos señores feudales, que tanto insisten en demostrar que sus modos de explotación no se parecían en nada a los de la burguesía, se olvidan de una cosa, y es de que las circunstancias y condiciones en que ellos llevaban a cabo su explotación han desaparecido. Y, al enorgullecerse de que bajo su régimen no existía el moderno proletariado, no advierten que esta burguesía moderna que tanto abominan, es un producto históricamente necesario de su orden social.

Por lo demás, no se molestan gran cosa en encubrir el sello reaccionario de sus doctrinas, y así se explica que su más rabiosa acusación contra la burguesía sea precisamente el crear y fomentar bajo su régimen una clase que está llamada a derruir todo el orden social heredado.

Lo que más reprochan a la burguesía no es el engendrar un proletariado, sino el engendrar un proletariado revolucionario.

Por eso, en la práctica están siempre dispuestos a tomar parte en todas las violencias y represiones contra la clase obrera, y en la prosaica realidad se resignan, pese a todas las retóricas ampulosas, a recolectar también los huevos de oro y a trocar la nobleza, el amor y el honor caballerescos por el vil tráfico en lana, remolacha y aguardiente.

Como los curas van siempre del brazo de los señores feudales, no es extraño que con este socialismo feudal venga a confluir el socialismo clerical.

Nada más fácil que dar al ascetismo cristiano un barniz socialista. ¿No combatió también el cristianismo contra la propiedad privada, contra el matrimonio, contra el Estado? ¿No predicó frente a las instituciones la caridad y la limosna, el celibato y el castigo de la carne, la vida monástica y la Iglesia? El socialismo cristiano es el hisopazo con que el clérigo bendice el despecho del aristócrata.

b) El socialismo pequeñoburgués

La aristocracia feudal no es la única clase derrocada por la burguesía, la única clase cuyas condiciones de vida ha venido a oprimir y matar la sociedad burguesa moderna. Los villanos medievales y los pequeños labriegos fueron los precursores de la moderna burguesía. Y en los países en que la industria y el comercio no han alcanzado un nivel suficiente de desarrollo, esta clase sigue vegetando al lado de la burguesía ascensional.

En aquellos otros países en que la civilización moderna alcanza un cierto grado de progreso, ha venido a formarse una nueva clase pequeñoburguesa que flota entre la burguesía y el proletariado y que, si bien gira constantemente en torno a la sociedad burguesa como satélite suyo, no hace más que brindar nuevos elementos al proletariado, precipitados a éste por la concurrencia; al desarrollarse la gran industria llega un momento en que esta parte de la sociedad moderna pierde su substantividad y se ve suplantada en el comercio, en la manufactura, en la agricultura por los capataces y los domésticos.

En países como Francia, en que la clase labradora representa mucho más de la mitad de la población, era natural que ciertos escritores, al abrazar la causa del proletariado contra la burguesía, tomasen por norma, para criticar el régimen burgués, los intereses de los pequeños burgueses y los campesinos, simpatizando por la

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causa obrera con el ideario de la pequeña burguesía. Así nació el socialismo pequeñoburgués. Su representante más caracterizado, lo mismo en Francia que en Inglaterra, es Sismondi.

Este socialismo ha analizado con una gran agudeza las contradicciones del moderno régimen de producción. Ha desenmascarado las argucias hipócritas con que pretenden justificarlas los economistas. Ha puesto de relieve de modo irrefutable, los efectos aniquiladores del maquinismo y la división del trabajo, la concentración de los capitales y la propiedad inmueble, la superproducción, las crisis, la inevitable desaparición de los pequeños burgueses y labriegos, la miseria del proletariado, la anarquía reinante en la producción, las desigualdades irritantes que claman en la distribución de la riqueza, la aniquiladora guerra industrial de unas naciones contra otras, la disolución de las costumbres antiguas, de la familia tradicional, de las viejas nacionalidades.

Pero en lo que atañe ya a sus fórmulas positivas, este socialismo no tiene más aspiración que restaurar los antiguos medios de producción y de cambio, y con ellos el régimen tradicional de propiedad y la sociedad tradicional, cuando no pretende volver a encajar por la fuerza los modernos medios de producción y de cambio dentro del marco del régimen de propiedad que hicieron y forzosamente tenían que hacer saltar. En uno y otro caso peca, a la par, de reaccionario y de utópico.

En la manufactura, la restauración de los viejos gremios, y en el campo, la implantación de un régimen patriarcal: he ahí sus dos magnas aspiraciones.

Hoy, esta corriente socialista ha venido a caer en una cobarde modorra.

c) El socialismo alemán o "verdadero" socialismo

La literatura socialista y comunista de Francia, nacida bajo la presión de una burguesía gobernante y expresión literaria de la lucha librada contra su avasallamiento, fue

importada en Alemania en el mismo instante en que la burguesía empezaba a sacudir el yugo del absolutismo feudal.

Los filósofos, pseudofilósofos y grandes ingenios del país se asimilaron codiciosamente aquella literatura, pero olvidando que con las doctrinas no habían pasado la frontera también las condiciones sociales a que respondían. Al enfrentarse con la situación alemana, la literatura socialista francesa perdió toda su importancia práctica directa, para asumir una fisonomía puramente literaria y convertirse en una ociosa especulación acerca del espíritu humano y de sus proyecciones sobre la realidad. Y así, mientras que los postulados de la primera revolución francesa eran, para los filósofos alemanes del siglo XVIII, los postulados de la “razón práctica” en general, las aspiraciones de la burguesía francesa revolucionaria representaban a sus ojos las leyes de la voluntad pura, de la voluntad ideal, de una voluntad verdaderamente humana.

La única preocupación de los literatos alemanes era armonizar las nuevas ideas francesas con su vieja conciencia filosófica, o, por mejor decir, asimilarse desde su punto de vista filosófico aquellas ideas.

Esta asimilación se llevó a cabo por el mismo procedimiento con que se asimila uno una lengua extranjera: traduciéndola.

Todo el mundo sabe que los monjes medievales se dedicaban a recamar los manuscritos que atesoraban las obras clásicas del paganismo con todo género de insubstanciales historias de santos de la Iglesia católica. Los literatos alemanes procedieron con la literatura francesa profana de un modo inverso. Lo que hicieron fue empalmar sus absurdos filosóficos a los originales franceses. Y así, donde el original desarrollaba la crítica del dinero, ellos pusieron: “expropiación del ser humano”; donde se criticaba el Estado burgués: “abolición del imperio de lo general abstracto”, y así por el estilo.

Esta interpelación de locuciones y galimatías filosóficos en las doctrinas francesas, fue bautizada

con los nombres de “filosofía del hecho” , “verdadero socialismo”, “ciencia alemana del socialismo”, “fundamentación filosófica del socialismo”, y otros semejantes.

De este modo, la literatura socialista y comunista francesa perdía toda su virilidad. Y como, en manos de los alemanes, no expresaba ya la lucha de una clase contra otra clase, el profesor germano se hacía la ilusión de haber superado el “parcialismo francés”; a falta de verdaderas necesidades pregonaba la de la verdad, y a falta de los intereses del proletariado mantenía los intereses del ser humano, del hombre en general, de ese hombre que no reconoce clases, que ha dejado de vivir en la realidad para transportarse al cielo vaporoso de la fantasía filosófica.

Sin embargo, este socialismo alemán, que tomaba tan en serio sus desmayados ejercicios escolares y que tanto y tan solemnemente trompeteaba, fue perdiendo poco a poco su pedantesca inocencia.

En la lucha de la burguesía alemana, y principalmente, de la prusiana, contra el régimen feudal y la monarquía absoluta, el movimiento liberal fue tomando un cariz más serio.

Esto deparaba al “verdadero” socialismo la ocasión apetecida para oponer al movimiento político las reivindicaciones socialistas, para fulminar los consabidos anatemas contra el liberalismo, contra el Estado representativo, contra la libre concurrencia burguesa, contra la libertad de Prensa, la libertad, la igualdad y el derecho burgueses, predicando ante la masa del pueblo que con este movimiento burgués no saldría ganando nada y sí perdiendo mucho. El socialismo alemán se cuidaba de olvidar oportunamente que la crítica francesa, de la que no era más que un eco sin vida, presuponía la existencia de la sociedad burguesa moderna, con sus peculiares condiciones materiales de vida y su organización política adecuada, supuestos previos ambos en torno a los cuales giraba precisamente la lucha en Alemania.

Este “verdadero” socialismo les venía al dedillo a los gobiernos

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absolutos alemanes, con toda su cohorte de clérigos, maestros de escuela, hidalgüelos raídos y cagatintas, pues les servía de espantapájaros contra la amenazadora burguesía. Era una especie de melifluo complemento a los feroces latigazos y a las balas de fusil con que esos gobiernos recibían los levantamientos obreros.

Pero el “verdadero” socialismo, además de ser, como vemos, un arma en manos de los gobiernos contra la burguesía alemana, encarnaba de una manera directa un interés reaccionario, el interés de la baja burguesía del país. La pequeña burguesía, heredada del siglo XVI y que desde entonces no había cesado de aflorar bajo diversas formas y modalidades, constituye en Alemania la verdadera base social del orden vigente.

Conservar esta clase es conservar el orden social imperante. Del predominio industrial y político de la burguesía teme la ruina segura, tanto por la concentración de capitales que ello significa, como porque entraña la formación de un proletariado revolucionario. El “verdadero” socialismo venía a cortar de un tijeretazo -así se lo imaginaba ella- las dos alas de este peligro. Por eso, se extendió por todo el país como una verdadera epidemia.

El ropaje ampuloso en que los socialistas alemanes envolvían el puñado de huesos de sus “verdades eternas”, un ropaje tejido con hebras especulativas, bordado con las flores retóricas de su ingenio, empapado de nieblas melancólicas y románticas, hacía todavía más gustosa la mercancía para ese público.

Por su parte, el socialismo alemán comprendía más claramente cada vez que su misión era la de ser el alto representante y abanderado de esa baja burguesía.

Proclamó a la nación alemana como nación modelo y al súbdito alemán como el tipo ejemplar de hombre. Dio a todos sus servilismos y vilezas un hondo y oculto sentido socialista, tornándolos en lo contrario de lo que en realidad eran. Y al alzarse curiosamente contra las tendencias “barbaras y destructivas” del comunismo, subrayando como

contraste la imparcialidad sublime de sus propias doctrinas, ajenas a toda lucha de clases, no hacía más que sacar la última consecuencia lógica de su sistema. Toda la pretendida literatura socialista y comunista que circula por Alemania, con poquísimas excepciones, profesa estas doctrinas repugnantes y castradas .

2. El socialismo burgués o conservador

Una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias sociales, para de este modo garantizar la perduración de la sociedad burguesa.

Se encuentran en este bando los economistas, los filántropos, los humanitarios, los que aspiran a mejorar la situación de las clases obreras, los organizadores de actos de beneficencia, las sociedades protectoras de animales, los promotores de campañas contra el alcoholismo, los predicadores y reformadores sociales de toda laya.

Pero, además, de este socialismo burgués han salido verdaderos sistemas doctrinales. Sirva de ejemplo la Filosofía de la miseria de Proudhon.

Los burgueses socialistas considerarían ideales las condiciones de vida de la sociedad moderna sin las luchas y los peligros que encierran. Su ideal es la sociedad existente, depurada de los elementos que la corroen y revolucionan: la burguesía sin el proletariado. Es natural que la burguesía se represente el mundo en que gobierna como el mejor de los mundos posibles. El socialismo burgués eleva esta idea consoladora a sistema o semisistema. Y al invitar al proletariado a que lo realice, tomando posesión de la nueva Jerusalén, lo que en realidad exige de él es que se avenga para siempre al actual sistema de sociedad, pero desterrando la deplorable idea que de él se forma.

Una segunda modalidad, aunque menos sistemática bastante más práctica, de socialismo, pretende ahuyentar a la clase obrera de todo movimiento revolucionario haciéndole ver que lo que a ella le interesa no son tales o cuales

cambios políticos, sino simplemente determinadas mejoras en las condiciones materiales, económicas, de su vida. Claro está que este socialismo se cuida de no incluir entre los cambios que afectan a las “condiciones materiales de vida” la abolición del régimen burgués de producción, que sólo puede alcanzarse por la vía revolucionaria; sus aspiraciones se contraen a esas reformas administrativas que son conciliables con el actual régimen de producción y que, por tanto, no tocan para nada a las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, sirviendo sólo -en el mejor de los casos- para abaratar a la burguesía las costas de su reinado y sanearle el presupuesto.

Este socialismo burgués a que nos referimos, sólo encuentra expresión adecuada allí donde se convierte en mera figura retórica.

¡Pedimos el librecambio en interés de la clase obrera! ¡En interés de la clase obrera pedimos aranceles protectores! ¡Pedimos prisiones celulares en interés de la clase trabajadora! Hemos dado, por fin, con la suprema y única seria aspiración del socialismo burgués.

Todo el socialismo de la burguesía se reduce, en efecto, a una tesis y es que los burgueses lo son y deben seguir siéndolo... en interés de la clase trabajadora.

3. El socialismo y el comunismo crítico-utópico

No queremos referirnos aquí a las doctrinas que en todas las grandes revoluciones modernas abrazan las aspiraciones del proletariado (obras de Babeuf, etc.).

Las primeras tentativas del proletariado para ahondar directamente en sus intereses de clase, en momentos de conmoción general, en el período de derrumbamiento de la sociedad feudal, tenían que tropezar necesariamente con la falta de desarrollo del propio proletariado, de una parte, y de otra con la ausencia de las condiciones materiales indispensables para su emancipación, que habían de ser el fruto de la época burguesa. La literatura revolucionaria que guía

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estos primeros pasos vacilantes del proletariado es, y necesariamente tenía que serlo, juzgada por su contenido, reaccionaria. Estas doctrinas profesan un ascetismo universal y un torpe y vago igualitarismo.

Los verdaderos sistemas socialistas y comunistas, los sistemas de Saint-Simon, de Fourier, de Owen, etc., brotan en la primera fase embrionaria de las luchas entre el proletariado y la burguesía, tal como más arriba la dejamos esbozada. (V. el capítulo “Burgueses y proletarios”).

Cierto es que los autores de estos sistemas penetran ya en el antagonismo de las clases y en la acción de los elementos disolventes que germinan en el seno de la propia sociedad gobernante. Pero no aciertan todavía a ver en el proletariado una acción histórica independiente, un movimiento político propio y peculiar.

Y como el antagonismo de clase se desarrolla siempre a la par con la industria, se encuentran con que les faltan las condiciones materiales para la emancipación del proletariado, y es en vano que se debatan por crearlas mediante una ciencia social y a fuerza de leyes sociales. Esos autores pretenden suplantar la acción social por su acción personal especulativa, las condiciones históricas que han de determinar la emancipación proletaria por condiciones fantásticas que ellos mismos se forjan, la gradual organización del proletariado como clase por una organización de la sociedad inventada a su antojo. Para ellos, el curso universal de la historia que ha de venir se cifra en la propaganda y práctica ejecución de sus planes sociales.

Es cierto que en esos planes tienen la conciencia de defender primordialmente los intereses de la clase trabajadora, pero sólo porque la consideran la clase más sufrida. Es la única función en que existe para ellos el proletariado.

La forma embrionaria que todavía presenta la lucha de clases y las condiciones en que se desarrolla la vida de estos autores hace que se

consideren ajenos a esa lucha de clases y como situados en un plano muy superior. Aspiran a mejorar las condiciones de vida de todos los individuos de la sociedad, incluso los mejor acomodados. De aquí que no cesen de apelar a la sociedad entera sin distinción, cuando no se dirigen con preferencia a la propia clase gobernante. Abrigan la seguridad de que basta conocer su sistema para acatarlo como el plan más perfecto para la mejor de las sociedades posibles.

Por eso, rechazan todo lo que sea acción política, y muy principalmente la revolucionaria; quieren realizar sus aspiraciones por la vía pacífica e intentan abrir paso al nuevo evangelio social predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos que, naturalmente, les fallan siempre.

Estas descripciones fantásticas de la sociedad del mañana brotan en una época en que el proletariado no ha alcanzado aún la madurez, en que, por tanto, se forja todavía una serie de ideas fantásticas acerca de su destino y posición, dejándose llevar por los primeros impulsos, puramente intuitivos, de transformar radicalmente la sociedad.

Y, sin embargo, en estas obras socialistas y comunistas hay ya un principio de crítica, puesto que atacan las bases todas de la sociedad existente. Por eso, han contribuido notablemente a ilustrar la conciencia de la clase trabajadora. Mas, fuera de esto, sus doctrinas de carácter positivo acerca de la sociedad futura, las que predican, por ejemplo, que en ella se borrarán las diferencias entre la ciudad y el campo o las que proclaman la abolición de la familia, de la propiedad privada, del trabajo asalariado, el triunfo de la armonía social, la transformación del Estado en un simple organismo administrativo de la producción.... giran todas en torno a la desaparición de la lucha de clases, de esa lucha de clases que empieza a dibujarse y que ellos apenas si conocen en su primera e informe vaguedad. Por eso, todas sus doctrinas y aspiraciones tienen un carácter puramente utópico.

La importancia de este

socialismo y comunismo crítico-utópico está en razón inversa al desarrollo histórico de la sociedad. Al paso que la lucha de clases se define y acentúa, va perdiendo importancia práctica y sentido teórico esa fantástica posición de superioridad respecto a ella, esa fe fantástica en su supresión. Por eso, aunque algunos de los autores de estos sistemas socialistas fueran en muchos respectos verdaderos revolucionarios, sus discípulos forman hoy día sectas indiscutiblemente reaccionarias, que tremolan y mantienen impertérritas las viejas ideas de sus maestros frente a los nuevos derroteros históricos del proletariado. Son, pues, consecuentes cuando pugnan por mitigar la lucha de clases y por conciliar lo inconciliable. Y siguen soñando con la fundación de falansterios, con la colonización interior, con la creación de una pequeña Icaria, edición en miniatura de la nueva Jerusalén... . Y para levantar todos esos castillos en el aire, no tienen más remedio que apelar a la filantrópica generosidad de los corazones y los bolsillos burgueses. Poco a poco van resbalando a la categoría de los socialistas reaccionarios o conservadores, de los cuales sólo se distinguen por su sistemática pedantería y por el fanatismo supersticioso con que comulgan en las milagrerías de su ciencia social. He ahí por qué se enfrentan rabiosamente con todos los movimientos políticos a que se entrega el proletariado, lo bastante ciego para no creer en el nuevo evangelio que ellos le predican.

En Inglaterra, los owenistas se alzan contra los cartistas, y en Francia, los reformistas tienen enfrente a los discípulos de Fourier.

IV ACTITUD DE LOS COMUNISTAS ANTE LOS OTROS PARTIDOS DE LA OPOSICION

Después de lo que dejamos dicho en el capítulo II, fácil es comprender la relación que guardan los comunistas con los demás partidos obreros ya existentes, con los cartistas ingleses y con los reformadores agrarios de Norteamérica.

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Los comunistas, aunque luchando siempre por alcanzar los objetivos inmediatos y defender los intereses cotidianos de la clase obrera, representan a la par, dentro del movimiento actual, su porvenir. En Francia se alían al partido democrático-socialista contra la burguesía conservadora y radical, mas sin renunciar por esto a su derecho de crítica frente a los tópicos y las ilusiones procedentes de la tradición revolucionaria.

En Suiza apoyan a los radicales, sin ignorar que este partido es una mezcla de elementos contradictorios: de demócratas socialistas, a la manera francesa, y de burgueses radicales.

En Polonia, los comunistas apoyan al partido que sostiene la revolución agraria, como condición previa para la emancipación nacional del país, al partido que provocó la insurrección de Cracovia en 1846.

En Alemania, el partido comunista luchará al lado de la burguesía, mientras ésta actúe revolucionariamente, dando con ella la batalla a la monarquía absoluta, a la gran propiedad feudal y a la pequeña burguesía.

Pero todo esto sin dejar un solo instante de laborar entre los obreros, hasta afirmar en ellos con la mayor claridad posible la conciencia del antagonismo hostil que separa a la burguesía del proletariado, para que, llegado el momento, los obreros alemanes se encuentren preparados para volverse contra la burguesía, como otras tantas armas, esas mismas condiciones políticas y sociales que la burguesía, una vez que triunfe, no tendrá más remedio que implantar; para que en el instante mismo en que sean derrocadas las clases reaccionarias comience, automáticamente, la lucha contra la burguesía.

Las miradas de los comunistas convergen con un especial interés sobre Alemania, pues no desconocen que este país está en vísperas de una revolución burguesa y que esa sacudida revolucionaria se va a desarrollar bajo las propicias condiciones de la civilización europea y con un proletariado mucho más potente que el de Inglaterra en el siglo XVII y el de Francia en el XVIII, razones todas para que la revolución alemana burguesa que se avecina no sea más que el preludio inmediato de una revolución

proletaria.

Resumiendo: los comunistas apoyan en todas partes, como se ve, cuantos movimientos revolucionarios se planteen contra el régimen social y político imperante.

En todos estos movimientos se ponen de relieve el régimen de la propiedad, cualquiera que sea la forma más o menos progresiva que revista, como la cuestión fundamental que se ventila.

Finalmente, los comunistas laboran por llegar a la unión y la inteligencia de los partidos democráticos de todos los países.

Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva de una revolución comunista. Los proletarios, con ella, no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar.

¡Proletarios de todos los Países, uníos! .

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Mein Kampfhttp://es.shvoong.com/books/1846094-mein-kampf-mi-lucha/

Ensombreciendo el titulo del libro, Adolf Hitler escribió estas palabras en su diario luego de la condena por traición: “El juicio de los comunes de mente cerrada y de fastidios personales se acabó”. Como político, Hitler estaba mas bien en su casa con la oratoria que con los talentos literarios, así como menciona en el prefacio “Se que los hombres son mas virtuosos por su palabra oral que por la escrita, y que cada gran movimiento de estas tierras debe su grandeza a los grandes oradores y no a los grandes escritores”.

Con este principio en mente, Hitler procedió a desglosar en su libro, en este torrente entusiasta, todas sus creencias políticas, sus prejuicios irracionales y su odio, y su teoría trastornada de la superioridad aria. “Mi lucha” fue la sentencia final de Hitler sobre su visión de la vida y el mundo del que no quiso perder oportunidad.

Luego de 3 meses de labor en su prisión política, el finalmente entregó el manuscrito al editor nazi Max Amann. Lo que recibió fue una filosofía personal y política mal escrita y separatista, falta de estructura o estilo. Por insistencia de Amann, una selección de figuras Nazi comenzó a revisar el texto. Luego de haber corregidos los errores gramaticales de Hitler, reorganizar sus súbitos temas, y bajar el tono de algunos pasajes objetables.

En la versión final de Mi Lucha que leemos hoy, el punto de vista de Hitler era el de la supremacía aria, lograda mediante la limpieza de la raza Alemana de toda influencia de una raza inferior ( judíos, entre otros.) Uno de los más desacertados y falsos puntos de vista es en el que los judíos causaron la caída de Alemania en la Primera Guerra Mundial, la cual fue una humillante derrota para los alemanes.

Hitler utilizó un arma para su propósito. El dinero. La industria banquera alemana fue luego controlada por judíos. Hitler declaró que los judíos perpetraron una

conspiración de la banca internacional. En la guerra, los banqueros judíos en Alemania y otros lugares entregaron grandes sumas de dinero a naciones de ambos bandos en la guerra, y por ende, ningún lado pudo hacerse lo suficientemente poderoso para triunfar. A lo largo de la guerra, los conspiradores judíos comienzan a acortar el crédito alemán así que lentamente Alemania se fue quedando sin dinero. Sin la financiación adecuada para la maquina de guerra, Alemania tenía poca esperanza en ganar la guerra. En este extracto de “Mi Lucha” se revela el odio extremo e incondicional por los judíos.

“Si al inicio de la guerra, y durante la misma, doce o trece mil de estos Hebreos corruptores de la gente habrían sido puestos en la cámara de gas, como sucede con cientos de miles de nuestros mejores trabajadores Alemanes en el campo, el sacrifico de millones en el frente un hubiese sido en vano”

En tiempos más ordinarios, estas salvajes acusaciones puede que tuvieran poco efecto en los alemanes, pero debemos considerar que Alemania, en los 20`s y 30`fue una orgullosa y nacionalista sociedad que había sido reducida, por la Primera Guerra, a curar sus heridas y buscar excusas. Por sus diferencias, su prosperidad financiera, y su éxito profesional, los judíos eran un fácil objeto de sospechas, celos y culpas. El objetivo fue que los alemanes, buscando alguien a quien culpar por su pérdida debilitante, estaba esperanzada creyendo la visión trastornada de Hitler. Por lo tanto los judíos se convirtieron en la válvula de escape de la pérdida Alemana en la guerra y todo lo que estaba mal en Alemania.

En otra de las líneas de “Mi Lucha”, Hitler define claramente su relación entre los judíos y los arios como el Diablo frente a Dios el sub-humano contra el supra-humano.

Wikipediahttp://es.wikipedia.org/wiki/Mi_lucha

El libro perfila las ideas principales que el régimen alemán llevaría a término durante El Holocausto. Especialmente prominente es el amor al pueblo alemán de Hitler, perfilando entre otros pensamientos los protocolos de los sabios de Sión. Por ejemplo, denunciaba que el esperanto era parte de un complot judío, y argumenta sobre la vieja idea nacionalista alemana de Drang nach Osten: (Incentiva hacia el Este) la necesidad de ganar Lebensraum ("espacio vital") hacia el este, especialmente en Rusia.

La mayor parte del material fue distorsionado o fabricado por el autor. Hitler empleaba las tesis principales del "peligro judío", que hablaba de una presunta conspiración judía para ganar el liderazgo mundial. Aun así explica muchos detalles de la niñez de

Hitler del proceso por el que se volvió cada vez más antisemita y militarista, especialmente durante sus años en Viena. En un primer capítulo, escribía sobre cómo veía a los judíos en las calles de la ciudad y entonces se pregunta '¿Era aquello un alemán?'

Por lo que se refiere a las teorías políticas, Hitler describe su aversión a los que cree son los males gemelos del mundo: el comunismo y el judaísmo, y manifestaba que su propósito era erradicarlos de la Tierra. También anunció que Alemania necesitaba obtener nuevo territorio: Lebensraum. Esta tierra nueva alimentaría el "destino histórico" del pueblo alemán; esta meta explica por qué Hitler invade Europa, tanto por el este como por el oeste, antes de lanzar su ataque en Rusia.

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Hitler se presentaba a sí mismo como el "Übermensch", frecuentemente traducido como "Superhombre", término que empleaba Friedrich Nietzsche en sus escritos, especialmente en el libro Así habló Zaratustra. Para Nietzsche se trataba de un hombre que podría controlar sus impulsos y canalizar esta energía hacia algo creativo.

Entre las fuentes utilizadas por Hitler para escribir Mi lucha, se destaca el libro El judío internacional: el primer problema del mundo (1920), del famoso industrial estadounidense Henry Ford, financista de Hitler y admirador de sus ideas.[1] Ford es, precisamente, el único ciudadano de Estados Unidos citado por Hitler en su libro.

Párrafos selectoshttp://html.rincondelvago.com/mi-lucha_adolf-hitler_1.html

El texto que presento a continuación contiene algunos fragmentos extraídos de "Mi Lucha", que actualmente es censurado muchos países, durante más de 50 años:

Ya en 1913 este joven descendiente de aldeanos, de 20 años de edad, que de peón había ascendido a acuarelista, había reflexionado en Munich:

"Fui a una reunión de marxistas, pero allí se negaba todo. La nación no era otra cosa que una invención de los capitalistas; la patria, un instrumento de la burguesía destinado a explotar a la clase obrera; la autoridad de la ley, un medio de subyugar al proletariado; la escuela, una institución para educar esclavos y también amos; la religión, un recurso para idiotizar a la masa predestinada a la explotación; la moral, signo de estúpida resignación, etc. Nada había, pues, que no fuese arrojado en el lodo más inmundo..."

Hitler, por su cercanía a la formación obrera y por haber sido él mismo un artesano, era partidario del sindicalismo, pero no bajo la inspiración internacionalista de Marx o de los "sindicatos libres", sino bajo el ideal nacionalista de la Patria y Raza:

"Esta necesidad -la de los sindicatos y su lucha- tendrá que considerarse como justificada mientras entre los patrones existan hombres no sólo faltos de todo sentimiento para con los deberes, sino carentes de comprensión hasta para los más elementales derechos

humanos... El sindicalismo, en sí, no es sinónimo de antagonismo social; es el marxismo quien ha hecho de él un instrumento para la lucha de clases... La huelga es un recurso que puede o que ha de emplearse mientras no exista un Estado racial, encargado de velar por la protección y el bienestar de todos, en lugar de fomentar la lucha entre los dos grandes grupos -patrones y obreros- y cuya consecuencia, en forma de la disminución de la producción, perjudica siempre los intereses de la comunidad..."

"Dejarán de estrellarse los unos contra los otros -obreros y patrones- en la lucha de salarios y tarifas, que daña a ambos, y de común acuerdo arreglarán sus divergencias ante una instancia superior imbuida en la luminosa divisa del bien de la colectividad y del Estado. Es absurdo y falso afirmar que el movimiento sindicalista tiende y logra el mejoramiento de las condiciones de vida de aquella clase y constituye una de las columnas fundamentales de la nación, obra no sólo como no enemiga de la patria o del Estado, sino nacionalmente en el más puro sentido de la palabra. Su razón de ser está, por tanto, totalmente fuera de duda..."

En algunas de las primeras páginas de "Mi Lucha" escribió sobre su experiencia en las calles de Viena de la siguiente manera:

"... Viena no sólo era el centro político e intelectual de la antigua monarquía danubiana, sino también el centro administrativo. Aparte del enjambre de altos funcionarios del Estado, artistas y profesores, había allí una muchedumbre aún más numerosa de obreros, codeándose la miseria más increíble con la riqueza de la aristocracia y del comercio."

"Ya entonces advertí que el único recurso capaz de mejorar las cosas consistía en emplear un método doble: por una parte, una sensación profunda de la responsabilidad social, a fin de crear mejores principios para nuestro desarrollo; y por otra, una determinación despiadada de destruir todas aquellas excrecencias que no pudieran remediarse."

Hitler ve que para expandir un proceso de nacionalización de su pueblo, real y efectiva, las condiciones sociales deben ser imperiosamente mejoradas:

"El problema de "nacionalizar" a un pueblo exige ante todo y consiste principalmente en el problema de crear condiciones sociales sanas, base en que ha de fundarse la posibilidad de educar a un individuo. Porque sólo después que un hombre ha llegado, gracias a la educación y a la escuela, a conocer la grandeza cultural, económica y, sobre todo, la grandeza política de su Patria, podrá sentir aquel íntimo orgullo que fluye del hecho de tener la honra de pertenecer a semejante nación, y lo sentirá. Sólo puedo combatir por lo que amo, amar lo que respeto y, a lo sumo, respetar lo que conozco."

Con la impetuosidad propia de su edad, y además de su carácter, Hitler trataba de persuadir a sus compañeros de que la defensa del proletariado no era la meta del marxismo, ya que si el proletariado llegaba a satisfacer sus propias necesidades, desaparecería como instrumento de lucha de quienes acaudillaban el marxismo. Ahondando en esta hipótesis, Hitler llegó a un punto que habría de ser elemento básico en la

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génesis del Nacionalsocialismo, el Nazismo Alemán.

Su conciencia sobre el peligro de la presencia del judío se forma ya en esos años de juventud. Pero, por ese entonces, según él mismo posteriormente refirió, creía que los judíos nacidos en Alemania sólo se diferenciaban en la religión:

"No diré que la forma en que yo habría de trabar relación con los judíos me resultó agradable. Yo seguía mirando al judaísmo como una religión y, en consecuencia, por razones de humana tolerancia, no odiaba menos la idea de atacar a sus creyentes en el terreno religioso. De suerte pues que, a mi entender, el tono adoptado por la prensa -y en especial el de la prensa antisemítica de Viena- era indigno de las tradiciones culturales de una gran nación. Agobiábame el recuerdo de ciertos sucesos de la Edad Media que por nada del mundo deseaba ver reproducidos. Desde que tales periódicos carecían por lo general de buena reputación (cómo y por qué ocurría así, es cosa que no llegué a conocer entonces con exactitud), y yo los contemplaba como el resultado de una opinión sincera aunque equivocada."

Su descubrimiento sobre el peligro que representaba para Alemania la masiva presencia de judíos en puestos y cargos claves de la administración y la sociedad lo relata así:

"El que por eso se persiguiese a los judíos, como creía yo, hacía que muchas veces mi desagrado frente a exclamaciones deprimentes para ellos subiese de punto... Tuve una lucha para rectificar mi criterio... Esta fue sin duda la más trascendental de las transformaciones que experimenté entonces; ella me costó una intensa lucha interior entre la razón y el sentimiento. Se trataba de un gran movimiento que tendía a establecer el carácter racial del judaísmo: el Sionismo... Tropecé con él inesperadamente donde menos lo hubiera podido suponer; judíos eran los dirigentes del Partido Social Demócrata. Con esta

revelación debió terminar en mí un proceso de larga lucha interior. Examiné casi todos los nombres de los dirigentes del Partido Social Demócrata; en su gran mayoría pertenecían al pueblo elegido; lo mismo si se trataba de representantes en el Reichstag que de los secretarios de las asociaciones sindicalistas, que de los presidentes de las organizaciones del Partido, que de los agitadores populares... Austerlitz, David, Adler, Allenbogen, etc..."

"...Un grave cargo más pesó sobre el judaísmo ante mis ojos cuando me di cuenta de sus manejos en la prensa, en el arte, en la literatura y el teatro. Comencé por estudiar detenidamente los nombres de todos los autores de inmundas producciones en el campo de la actividad artística en general. El resultado de ello fue una creciente animadversión de mi parte hacia los judíos. Era innegable el hecho de que las nueve décimas partes de la literatura sórdida, de la trivialidad en el arte y el disparate en el teatro, gravitaban en el debe de una raza que apenas si constituía una centésima parte de la población total del país..."

"...Ahora veía bajo otro aspecto la tendencia liberal de esa prensa. El tono moderado de sus réplicas o su silencio de tumba ante los ataques que se les dirigían debieron reflejárseme como un juego a la par hábil y villano. Sus críticas glorificantes de teatro estaban siempre destinadas al autor judío y jamás una apreciación negativa recaía sobre otro que no fuese un alemán. El sentido de todo era tan visiblemente lesivo al germanismo, que su propósito no podía ser sino deliberado..."

La víspera de que la Primera Guerra Mundial es tomada con la declaración inglesa de guerra contra Alemania, Adolf Hitler se enroló como voluntario en el 16° Regimiento de Infantería, el 3 de agosto de 1914. Luego, combatió en el frente de Flandes y después en el Somme. Tras ser herido en una pierna y pasar varios meses de recuperación, fue ascendido a cabo y ganó la Cruz de Hierro de Segunda Clase, aunque, como no podían faltar, están los pseudo-historiadores farsantes que aseguran que Hitler se comporto "como cobarde" durante el conflicto incluso trató de desertar.

Sobre aquella oportunidad en que fue alcanzado por el gas británico "cruz amarilla" y casi ciego fue internado en el hospital Pasewalk, de Pomerania, escribió en "Mi Lucha":

"...El 10 de noviembre vino el pastor del hospital para dirigirnos algunas palabras.. parecía temblar intensamente al comunicarnos que la Casa de los Hohenzollern había dejado de llevar la corona imperial... Pero cuando él siguió informándonos que nos habíamos visto obligados a dar término a la larga contienda, que nuestra patria, por haber perdido la guerra y estar ahora a la merced del vencedor, quedaba expuesta en el futuro a graves humillaciones, entonces no pude más. Mis ojos se nublaron y a tientas regresé a la sala de enfermos, donde me dejé caer sobre mi lecho, ocultando mi confundida cabeza entre las almohadas..."

"...Guillermo II había sido el primero que, como emperador alemán, tendiera la mano conciliadora a los dirigentes del marxismo, sin darse cuenta de que los villanos no saben del honor; mientras en su diestra tenían la mano del Emperador, con la izquierda buscaban el puñal..."

Con el uniforme de cabo, Hitler ya no pensaba en la arquitectura (que fue su ambición anterior a la guerra) sino en la política. Le había impresionado sobre manera el triunfo total del marxismo en Rusia y los progresos arrolladores que hacía en Alemania. Lenin anunciaba que las dos primeras etapas del movimiento se habían cumplido ya, dentro de Rusia, y las siguientes se desarrollarían hacia el exterior mediante el apoyo de la dictadura erigida en la URSS. Polonia, inmediatamente, y Alemania, después, eran los objetivos más cercanos.

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Hitler argumentaba que las derrotas militares no habían sido la causa de la capitulación, porque eran mucho menores a los triunfos alcanzados. Tampoco creía que la economía fuera la culpable de la rendición, pues el esfuerzo bélico de cuatro años se apoyó más en factores espirituales de heroísmo y organización que en

bases económicas. Y concluía que todo se había comenzado a minar ya desde años atrás y que la capitulación de 1918 era sólo el primer efecto visible de esa lenta corrosión interior. Este descubrimiento fue crucial.

Hitler tenia un punto de vista muy particular sobre la hegemonía israelí, refiriéndose a ésta de la siguiente manera:

"...¿No fue la prensa la que en constantes agresiones minaba los fundamentos de la autoridad estatal hasta el punto de que bastó un simple golpe para derrumbarlo todo?. Finalmente, ¿no fue esa misma prensa la que desacreditó al ejército mediante una crítica sistemática, saboteando el servicio militar obligatorio e instigando a negar créditos para el ramo de guerra?..."

"...Carlosl Marx fue, entre millones, realmente el único que con su visión de profeta descubriera en el fango de una humanidad paulatinamente envilecida, los elementos esenciales del veneno social, y supo reunirlos cual genio de la magia negra, en una solución concentrada para poder destruir así con mayor celeridad, la vida independiente de las naciones soberanas del orbe. Y todo esto, al servicio de su propia raza..."

"...Adquiriendo acciones entra el judío en la industria; gracias a la Bolsa crece su poder en el territorio económico... Tiene en la Masonería, que

cayó completamente en sus manos, un magnífico instrumento para cohonestar y lograr la realización de sus fines. Los círculos oficiales, del mismo modo que las esferas superiores de la burguesía política y económica, se dejan coger insensiblemente en el garlito judío por medio de los lazos masónicos... Junto a la Masonería está la prensa como una segunda arma al servicio del judaísmo. Con rara perseverancia y suma habilidad sabe el judío apoderarse de la prensa, mediante cuya ayuda comienza paulatinamente a cercenar y a sofisticar, a manejar y a mover el conjunto de la vida pública..."

"...Políticamente (añadía Hitler) el judío acaba por sustituir la idea de la democracia por la de la dictadura del proletariado. El ejemplo más terrible en ese orden lo ofrece Rusia, donde el judío, con un salvajismo realmente fanático, hizo perecer de hambre o bajo torturas feroces a treinta millones de personas, con el solo fin de asegurar de este modo a una caterva de judíos, literatos y bandidos de la Bolsa, la hegemonía sobre todo un pueblo..."

Y el hecho de que el triunfo marxista no fuera tan definitivo en Alemania, Hitler lo explicaba así en 1920:

"El pueblo alemán no estaba todavía maduro para ser arrastrado al sangriento fango bolchevique, como ocurrió con el pueblo ruso. En buena parte se debía esto a la homogeneidad racial existente en Alemania entre la clase intelectual y la clase obrera; además, a la sistemática penetración de las vastas capas del pueblo con elementos de cultura, fenómeno que se encuentra paralelo sólo en los otros Estados Occidentales de Europa y que en Rusia es totalmente desconocido. Allí, la clase intelectual estaba constituida, en su mayoría, por elementos de nacionalidad extraña al pueblo ruso o por lo menos de raza no eslava. Tan pronto como en Rusia fue posible movilizar la masa ignara y analfabeta en contra de la escasa capa intelectual que no guardaba

contacto alguno con aquella, estuvo echada la suerte de este país y ganada la revolución..."

"...El analfabeto ruso quedó con ello convertido en el esclavo indefenso de sus dictadores judíos, los cuales eran lo suficientemente perspicaces para hacer que su férula llevase el sello de la dictadura del pueblo..."

"...La bolchevización de Alemania, esto es, el exterminio de la clase pensante nacionalista, logrando con ello la posibilidad de someter al yugo internacional de la finanza judía las fuentes de producción alemana, no es más que el preludio de la propagación de la tendencia judía de conquista mundial..."

Para 1919, el marxismo ya había logrado derrocar al imperio de los zares, y su plan de conquista (llamada por los propios marxistas como revolución mundial) comenzaba a dar frutos. Hitler comenzó entonces a proclamar en improvisados mítines, siendo sólo un cabo, que Alemania debería zanjar definitivamente sus querellas con Inglaterra y Francia (es decir, el Mundo Occidental), y encaminar todo su esfuerzo a aniquilar el comunismo. Veía en esta dictadura el peligro peor y más auténtico contra Alemania y Europa entera.

Así nació el pensamiento básico que determinó la doctrina política de Hitler, primero, y luego de Alemania toda. Hitler consideró al pueblo ruso un

conglomerado de razas dominadas por la fuerza de un núcleo marxista-judío y convertidas en un instrumento para el dominio de otros pueblos. Y consideró que Alemania debería luchar contra la URSS en defensa propia. El crecimiento del Reich a costa del suelo soviético sería la compensación material de esa lucha.

El mismo año de 1919, Hitler llegó a creer que tal política contaría con el apoyo de las naciones occidentales, también amenazadas por la "revolución mundial" que anunciaban Lenin y los demás exegetas del marxismo. Desde entonces comenzaron, pues, a delimitarse los campos de la nueva contienda. Hitler y sus partidarios se declaraban categóricamente

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enemigos del movimiento político judío representado en el Oriente por el marxismo, y a la vez se declaraban enemigos de las masas soviéticas, a las que consideraban ya como instrumento de aquel movimiento, carentes de voluntad y destino propio.

"...En consecuencia, la única posibilidad hacia la

realización de una sana política territorial reside para Alemania en la adquisición de nuevas tierras en el Continente mismo... Y si esa adquisición quería hacerse en Europa, no podía ser en resumen sino a costa de Rusia. Por cierto que para una política de esa tendencia, había en Europa un solo aliado posible: Inglaterra..."

En cuestiones religiosas, Hitler proclamaba enfáticamente que:

"...las doctrinas e instituciones religiosas de un pueblo debe respetarlas el Führer político como inviolables... Los partidos políticos nada tienen que ver con las cuestiones religiosas..."

La Economía NaziLa riqueza no era el dinero, sino el trabajo

mismo, según la fórmula adoptada por Hitler. La economía Nazi no preguntaba por el dinero; el trabajo de los hombres y la producción de su obra realizada eran un valor en sí mismos. El dinero vendría luego sólo como símbolo de ese valor intrínseco y verdadero:

"...No tenemos oro, pero el oro de Alemania es la capacidad de trabajo del pueblo alemán... La riqueza no es el dinero, sino el trabajo... Los embaucadores del trono del oro gritaban que ésta era una herejía contra la 'ciencia económica' (Hitler refutaba que el crimen era tener cesantes a millones de hombres sanos y fuertes y no el violar ciertos principios de la pseudociencia económica disfrazada con relumbrantes ropajes)

La inflación no la provoca el aumento de la circulación monetaria. Nacía el día en que exige al comprador, por el mismo suministro, una suma superior a la exigida la víspera. Allí es donde hay que intervenir. La causa esencial de la estabilidad de nuestra moneda había que buscarla en los campos de concentración. La moneda permanece estable en cuanto los especuladores van a un campo de trabajo...."

Alemania comenzó a industrializarse de una manera acelerada, a tal grado que no existían problemas económicos que la preocuparan durante los primeros años de la guerra. ¿Cómo había sido lograda esa milagrosa transformación si Alemania carecía de oro en sus bancos, si carecía de oro en sus minas y de divisas extranjeras en sus reservas?. La fórmula consistía en el principio de que "la riqueza no es el dinero sino el trabajo". En consecuencia, si faltaba dinero, se hacía...

Esta imagen del edén en la tierra era una pesadilla infernal para los todopoderosos capitalistas internacionales, encabezados, como se sabe, por los judíos de Inglaterra (como los Rosthchild y los Openheimer) y de Estados Unidos (como los Rockefeller). Más aún, cuando el modelo convirtió a la desmembrada Alemania en una potencia, funcionando con tal eficiencia que comenzó a tentar a millones de personas en el mundo, incluso a algunos gobernantes de Europa y de Asia. Fue entonces cuando tiene lugar el VERDADERO INICIO DE LA SEGUNDA GUERRA, con una tremenda campaña internacional de parte de Sionismo para destruir la legitimidad del régimen Nazista que había ahogado en

Alemania todos sus históricos privilegios.

El clímax de este conflicto se dio en 1933, cuando se coordinaron todas las organizaciones judías del mundo para DECLARARLE PUBLICAMENTE LA GUERRA A ALEMANIA, seis años antes de la fecha oficial de su inicio. Los diarios de marzo de aquel año aún pueden ser consultados verificando el hecho. Se eligió además esa fecha, el año ´33, por su sentido cabalístico, pues ese número es representativo de la masonería y del judaísmo, además de ser una cifra vinculada a la tradición mesiánica y su suma da "6" (3+3=6), número sagrado del cabalismo judaico.

Hitler reaccionaría a esta pugna con el judaísmo cuando anunció, el 30 de enero de 1939, que estaba en la mejor disposición de que los países democráticos se llevaran a los judíos que vivían en Alemania, y que les dispensaran todas las prerrogativas y consideraciones que reclamaban para ellos (ningún país quiso recibir a los judíos alemanes, revisar el caso del buque Ludendorf, que como buen “judío errante”, llevó miles de judíos de un lugar a otro, sin encontrar puerto -ni país ni gobierno- que los aceptara ... y fue mucho antes de la guerra y los campos de exterminio):

"...Cierto es que Alemania fue durante siglos lo suficientemente buena para acoger a esos elementos (los judíos)... Lo que ese pueblo posee lo ha adquirido en su mayor parte con las peores manipulaciones a costa del pueblo alemán, no tan astuto..."

"...Los pueblos no quieren volver a morir en los campos de batalla para que esta raza internacional sin raigambres se beneficie con los negocios de la guerra, o para que satisfaga su ancestral deseo de venganza cuyo origen se remonta al Antiguo Testamento. Sobre la consigna judaica: proletarios de todos los países, uníos, ha de triunfar una visión más elevada a saber: trabajadores de todas las naciones, reconoced vuestro enemigo común..."

El Partido Nacional Socialista Alemán puso un énfasis especial en la protección de la economía agrícola, que consideraba la base de la economía nacional, tendencia que se ha mantenido en los programas de todos los demás partidos de inspiración Nazista en el mundo, ya que una de las formas más comunes que usa el judío para destruir la economía de las naciones haciéndola cada vez más pobre y dependiente de las organizaciones monetarias internacionales es procurando el empobrecimiento del campesinado y la ruina de la actividad agrícola en favor

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de los intereses de los grandes capitales extranjeros

Texto de Mi Lucha – Volumen 2http://www.monografias.com/trabajos20/mi-lucha-segundo-tomo/mi-lucha-segundo-tomo.shtml

CAPÍTULO PRIMERO

Ideología y Partido

Era natural que el nuevo movimiento únicamente pudiese esperar asumir la importancia necesaria y obtener la fuerza requerida para su gigantesca lucha, en el caso de que desde el primer momento lograra despertar en el alma de sus partidarios, la sagrada convicción de que dicho movimiento no significaba imponer a la vida política un nuevo lema electoral, sino hacer que una concepción ideológica nueva, de trascendencia capital, llegara a preponderar.

Se debe considerar cuán paupérrimos son los puntos de vista de los cuales emanan generalmente los llamados "programas políticos" y la forma cómo éstos son ataviados de tiempo en tiempo con ropajes nuevos. Siempre es el mismo e invariable motivo el que induce a formular nuevos programas o a modificar los existentes: la preocupación por el resultado de la próxima elección. Se reúnen comisiones que "revisan" el antiguo programa y redactan uno "nuevo", prometiendo a cada uno lo suyo. Al campesino, se le ofrece para su agricultura; al industrial, para su manufactura; al consumidor, facilidades de compra; los maestros de escuela recibirán aumento de sueldo; los funcionarios mejoramiento de pensiones; viudas y huérfanos gozarán de la ayuda del Estado en escala superlativa; el tráfico, será fomentado; las tarifas, experimentarán considerable reducción y hasta los impuestos quedarán poco menos que abolidos.

Apoyados en estos preparativos y puesta la confianza en Dios y en la proverbial estulticia del cuerpo electoral, inician los partidos su campaña por la llamada "renovación" del Reich.

Pasadas las elecciones, el "señor representante del pueblo", elegido por un período de cinco años, se

encamina todas las mañanas al congreso y llega, por lo menos, hasta la antesala donde encuentra la lista de asistencia. Sacrificándose por el bienestar del pueblo, inscribe allí su ilustre nombre y toma, a cambio de ello, la muy merecida dieta que le corresponde como insignificante compensación por este su continuado y agobiante trabajo.

Al finalizar el cuarto año de su mandato, o también en otras horas críticas, pero especialmente cuando se aproxima la fecha de la disolución de las cortes, invade súbitamente a los señores diputados un inusitado impulso y las orugas parlamentarias salen, cual mariposas de su crisálida, para ir volando al seno del "bien querido" pueblo. De nuevo se dirigen a sus electores, les cuentan de sus labores fatigantes y del malévolo empecinamiento de los adversarios. Dada la granítica estupidez de nuestra humanidad, el éxito no debe sorprendernos. Guiado por su prensa y alucinado por la seducción del nuevo programa, el rebaño electoral, tanto "burgués" como "proletario", retorna al establo común para volver a elegir a sus antiguos defraudadores.

¡Nada más decepcionante que observar todo este proceso en su desnuda realidad!

La lucha política, en todos los partidos que se dicen de orientación burguesa, se reduce en verdad a la sola disputa de escaños parlamentarios, en tanto que las convicciones y los principios se echan por la borda cual sacos de lastre; los programas políticos están adaptados, por cierto, a tal estado de cosas. Esos partidos carecen de aquella atracción magnética que arrastra siempre a las masas bajo la dominante impresión de amplios puntos de vista y bajo la fuerza persuasiva de fe incondicional y de coraje fanático para luchar por ellos.

Antes de entrar a ocuparte de los problemas y objetivos del Partido

Obrero Alemán Nacionalsocialista deseo precisar el concepto "Völkish" (racista) y su relación con nuestro movimiento.

El concepto "völkish" se presenta susceptible de una elástica interpretación y es ilimitado, tal como ocurre, por ejemplo, con el término "religiös" (religioso). También el concepto "völkish" entraña en sí ciertas verdades fundamentales, las cuales, aun teniendo la trascendencia más eminente, son sin embargo tan vagas en su forma, que cobran valor superior al de una simple opinión más o menos autorizada cuando se las engasta como elementos básicos en el marco de un partido político. La realización de aspiraciones de concepción ideológica y también la de los postulados que de ellas de derivan, no son resultado ni de la pura sensibilidad ni del solo anhelo del hombre, como tampoco V. Gr. la consecución de la libertad, es el fruto del ansia general por ella.

Toda concepción ideológica, por mil veces justa y útil que fuese para la humanidad, quedará prácticamente sin valor en la vida de un pueblo, mientras sus principios no se hayan convertido en el escudo de un movimiento de acción, el cual a su vez, no pasará de ser un partido, mientras no haya coronado su obra con la victoria de sus ideas y mientras sus dogmas de partido no constituyan las leyes básicas del Estado dentro de la comunidad del pueblo.

A la representación abstracta de una idea justa en principio, que da el teorizante, debe sumarse la experiencia práctica del político. Al investigador de la verdad tiene que complementarle el conocedor de la psiquis del pueblo para extraer y conformar del fondo de la verdad eterna y del ideal, lo humanamente posible para el simple mortal. Del seno de millones de hombres, donde el individuo adivina con más o menos claridad las verdades

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proclamadas y quizás, si hasta en parte las aprende, surgirá el hombre que con apodíctica energía forme de las vacilantes concepciones de la gran masa, principios graníticos por cuya verdad exclusiva luchará hasta que del mar ondeante de un mundo libre de ideas emerja la roca de un común sentimiento unitario de fe y voluntad.

El derecho universal de obrar así, se funda en la necesidad, en tanto que tratándose del derecho individual es el éxito el que en ese caso justifica el proceder.

La concepción política corriente en nuestros días, descansa generalmente sobre la errónea creencia de que, sin bien se le pueden atribuir al Estado energías creadoras y conformadoras de la cultura, el mismo, en cambio, nada tiene de común con premisas raciales, sino que podría ser más bien considerado como un producto de necesidades económicas o, en el mejor de los casos, el resultado natural del juego de fuerzas políticas. Este criterio, desarrollado lógica y consecuentemente, conduce no sólo al desconocimiento de energías primordiales de la raza, sino también a una deficiente valoración de la persona, ya que la negación de la diversidad de razas, en lo tocante a sus aptitudes generadoras de cultura, hace que ese error capital tenga necesariamente que influir también en la apreciación del individuo. Aceptar la hipótesis de la igualdad de razas, significaría proclamar la igualdad de los pueblos y consiguientemente la de los individuos.

Según eso, el marxismo internacional no es más que una noción hace tiempo existente y a la cual le dio el judío Karl Marx la forma de una definida profesión de fe política. Sin la previa existencia de ese emponzoñamiento de carácter general, jamás habría sido posible el asombroso éxito político de esa doctrina. Karl Marx fue, entre millones, realmente el único que con su visión de profeta descubriera en el fango de una humanidad paulatinamente envilecida, los elementos esenciales del veneno social, y supo reunirlos, cual un genio de la magia negra, en una

solución concentrada para poder destruir así con mayor celeridad, la vida independiente de las naciones soberanas del orbe. Y todo esto, al servicio de su propia raza.

Frente a esa concepción, ve la ideología nacionalracista, el valor de la humanidad en sus elementos raciales de origen. En principio considera el Estado sólo como un medio hacia un determinado fin y cuyo objetivo es la conservación racial del hombre. De ninguna manera, por tanto, en la igualdad de las razas, sino que por el contrario, al admitir su diversidad, reconoce también la diferencia cualitativa existente entre ellas. Esta persuasión de la verdad, le obliga a fomentar la preponderancia del más fuerte y a exigir la supeditación del inferior y del débil, de acuerdo con la voluntad inexorable que domina el universo. En el fondo, rinde así homenaje al principio aristocrático de la Naturaleza y cree en la evidencia de esa ley, hasta tratándose del último de los seres racionales. La ideología racista distingue valores, no sólo entre las razas, sino también entre los individuos. Es el mérito de la personalidad lo que para ella se destaca del conjunto de la masa obrando, por consiguiente, frente a la labor disociadora del marxismo, como fuerza organizadora. Cree en la necesidad de una idealización de la humanidad como condición previa para la existencia de ésta. Pero le niega la razón de ser a una idea ética, si es que, ella, racialmente, constituye un peligro para la vida de los pueblos de una ética superior, pues en un mundo bastardizado o amestizado, estaría predestinada a desaparecer para siempre toda noción de lo bello y digno del hombre, así como la idea de un futuro mejor para la humanidad.

La cultura humana y la civilización están inseparablemente ligadas a la idea de la existencia del hombre ario. Su desaparición o decadencia sumiría de nuevo al globo terráqueo en las tinieblas de una época de barbarie. El socavamiento de la cultura humana por medio del exterminio de sus representantes, es para la concepción de la ideología racista el crimen más execrable.

La concreción sistemática de una ideología, jamás podrá realizarse sobre otra base que no fuese una definición precisa de la misma y teniendo en cuenta que lo que para la fe religiosa representan los dogmas, son los principios políticos para un partido en formación.

Por tanto, se impone dotar a la ideología racista de un instrumento que posibilite su propagación análogamente a la forma cómo la organización del partido marxista le abre paso al internacionalismo.

Esta es la finalidad que persigue el partido obrero alemán nacionalsocialista.

Personalmente, ví mi misión en la tarea de extraer del amplio e informe conjunto de una concepción ideológica general, los elementos que son substanciales y darles formas más o menos dogmáticas, de modo que, por su clara precisión, se presten para cohesionar unitariamente a aquellos que juren la idea. En otros términos: El partido obrero alemán nacionalsocialista toma del fondo de la idea básica de una concepción racista general, los elementos esenciales para formar con ellos -sin perder de vista la realidad práctica, la época que vivimos y el material humano existente, así como las flaquezas inherentes a éste- una profesión de fe política, la cual, a su vez, pueda hacer de la cohesión de las grandes masas, rígidamente organizadas, la condición previa para la victoriosa evidenciación de la ideología racista.

CAPÍTULO SEGUNDO

El Estado

Ya en los años de 1920 y 1921, los círculos anticuados de la burguesía, acusaron incesantemente a nuestro movimiento de mantener una posición negativa frente al Estado actual, y de esta acusación la politiquería partidista de todos los sectores hizo derivar el derecho de iniciar, por todos los medios, la lucha opresora contra la joven e incómoda protagonista de una nueva concepción ideológica. Por cierto que deliberadamente se había olvidado de que el mismo burgués de nuestros días era ya incapaz de imaginar bajo el concepto "Estado"

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un organismo homogéneo y tampoco existía, ni podía existir, una definición concreta para el mismo. A esto se agrega que en nuestras universidades, suelen haber a menudo "difundidores" en forma de catedráticos de Derecho Público, cuya "suprema tarea" consiste en elucubrar explicaciones e interpretaciones sobre la existencia, más o menos dichosa del Estado al cual deben el pan cotidiano. Cuanto más abtrusa sea la contextura de un Estado, tanto más impenetrable, alambicado e incompresible, resulta el sentido de las definiciones de su razón de ser.

En términos generales, se puede distinguir tres criterios diferentes:

a) El grupo de los que ven en el Estado simplemente una asociación, más o menos espontánea, de gentes sometidas al poder de un gobierno. En el solo hecho de la existencia de un Estado, radica, para ellos, una sagrada inviolabilidad. Apoyar semejante extravío de cerebros humanos, supone rendir culto servil a la llamada autoridad del Estado. En un abrir y cerrar de ojos, se transforma en la mentalidad de esas gentes el medio en un fin.

b) El segundo grupo, no admite que la autoridad del Estado represente la única y exclusiva razón de ser de éste, sino que, al mismo tiempo, le corresponde la misión de fomentar el bienestar de sus súbditos. La idea de "libertad", es decir, de una libertad generalmente mal entendida, se intercala en la concepción que esos círculos tienen del Estado. La forma de gobierno ya no parece inviolable por el solo hecho de su existencia; se la analiza más bien desde el punto de vista de su conveniencia. Por lo demás, es un criterio que espera del Estado, sobre todo, una favorable estructuración de la vida económica del individuo; un criterio, por tanto, que juzga desde puntos de vista prácticos y de acuerdo con nociones generales del rendimiento económico. A los representantes principales de esta escuela, los encontramos en los círculos de nuestra burguesía corriente y con preferencia en los de nuestra democracia liberal.

c) El tercer grupo es

numéricamente el más débil y cree ver en el Estado un medio para la realización de tendencias imperialistas, a menudo vagamente formuladas dentro de este Estado, de un pueblo homogéneo y del mismo idioma.

Fue muy triste observar en los últimos cien años cómo infinidad de veces, pero con la mejor buena fe, se jugó con la palabra "germanizar". Yo mismo recuerdo cómo en mi juventud precisamente esta palabra sugería ideas increíblemente falsas. En los círculos pangermanistas mismos, se podía escuchar, en aquellos tiempos, la absurda opinión de que en Austria, los alemanes, llegarían buenamente a conseguir la germanización de los eslavos de dicho país.

Es un error casi inconcebible creer que, por ejemplo, un negro o un chino se convierten en germanos porque aprendan el idioma alemán y estén dispuestos en lo futuro a hablar la nueva lengua o dar su voto por un partido político alemán.

Desde luego, esto habría significado el comienzo de una bastardización y con ello, en el caso nuestro, no una germanización, sino más bien la destrucción del elemento germano.

Como la nacionalidad o mejor dicho, la raza, no estriba precisamente en el idioma, sino en la sangre, se podría hablar de una germanización sólo en el caso de que, mediante tal proceso, se lograse cambiar la sangre de los sometidos, lo cual constituiría no obstante, un descenso del nivel de la raza superior.

Que enorme es ya el daño que, indirectamente, se ha ocasionado a nuestra nacionalidad, con el hecho de que debido a la falta de conocimiento de muchos americanos, se toma por alemanes a los judíos, que hablando alemán, llegan a América.

Lo que a través de la historia pudo germanizarse provechosamente, fue el suelo que nuestros antepasados conquistaron con la espada y que colonizaron después con campesinos alemanes. Y si allí se infiltró sangre extraña en el

organismo de nuestro pueblo, no se hizo más que contribuir con ello a la funesta disociación de nuestro carácter nacional, lo cual se manifiesta en el lamentable superindividualismo de muchos.

Por eso el primer deber de un nuevo movimiento de opinión, basado sobre la ideología racista, es velar porque el concepto que se tiene del carácter y de la misión del Estado adquiera una forma clara y homogénea.

No es el Estado en sí el que crea un cierto grado cultural; el Estado puede únicamente cuidar de la conservación de la raza de la cual depende esa cultura.

En consecuencia, es la raza y no el Estado lo que constituye la condición previa de la existencia de una sociedad humana superior.

Las naciones o mejor dicho las razas que poseen valores culturales y talento creador, llevan latentes en sí mismas, esas cualidades, aun cuando, temporalmente, circunstancias desfavorables no permitan su desarrollo. De eso se infiere también que es una temeraria injusticia presentar a los germanos de la época anterior al cristianismo como hombres "sin cultura", es decir, bárbaros, cuando jamás lo fueron, pues el haberse visto obligados a vivir bajo condiciones que obstaculizaron el desenvolvimiento de sus energías creadoras, debióse a la inclemencia de su suelo nórdico. De no haber existido el mundo clásico, si los germanos hubiesen llegado a las regiones meridionales de Europa, más propicias a la vida, y si, además, hubiesen contado con los primeros medios técnicos auxiliares, sirviéndose de pueblos de raza inferior, la capacidad creadora de cultura, latente en ellos, hubiera podido alcanzar un brillante florecimiento, como en el caso de los helenos. Pero la innata fuerza creadora de cultura que poseía el germano, puede atribuirse únicamente a su origen nórdico. Llevados a tierras del sur, ni el lapón ni el esquimal podrían desarrollar una elevada cultura. Fue el ario, precisamente a quien la Providencia dotó de la bella facultad de crear y

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organizar, sea porque él lleve latentes en sí mismo esas cualidades o porque las imprima a la vida que nace según las circunstancias propicias o desfavorables del medio geográfico que lo rodea.

Nosotros los nacionalsocialistas, tenemos que establecer una diferencia rigurosa entre el Estado, como recipiente y la raza como su contenido. El recipiente tiene su razón de ser sólo cuando es capaz de abarcar y proteger el contenido; de lo contrario, carece de valor.

El fin supremo de un Estado racista, consiste en velar por la conservación de aquellos elementos raciales de origen que, como factores de cultura, fueron capaces de crear lo bello y lo digno inherente a una sociedad humana superior. Nosotros, como arios, entendemos el Estado como el organismo viviente de un pueblo que no sólo garantiza la conservación de éste, sino que lo conduce al goce de una máxima libertad, impulsando el desarrollo de sus facultades morales e intelectuales.

Aquello que hoy trata de imponérsenos como Estado, generalmente no es más que el monstruoso producto de un hondo desvarío humano que tiene por consecuencia una indecible miseria.

Nosotros los nacionalsocialistas, sabemos que, debido a este modo de pensar, estamos colocados en el mundo actual en un plano revolucionario y llevamos, por tanto, el sello de esta revolución. Mas, nuestro criterio y nuestra manera de actuar, no deben depender, en caso alguno, del aplauso o de la crítica de nuestros contemporáneos, sino, simplemente, de la firme adhesión a la verdad, de la cual estamos persuadidos. Sólo así podremos mantener el convencimiento de que la visión más clara de la posteridad no solamente comprenderá nuestro proceder de hoy, sino que también reconocerá que fue justo, y lo ennoblecerá.

Si nos preguntásemos cómo debería estar constituido el Estado que nosotros necesitamos, tendríamos que precisar, ante todo, la clase de hombres que ha de abarcar y cual es el fin al que debe servir.

Desgraciadamente nuestra nacionalidad ya no descansa sobre un núcleo racial homogéneo. El proceso de la fusión de los diferentes componentes étnicos originarios, no está tampoco tan avanzado como para poder hablar de una nueva raza resultante de él. Por el contrario, los sucesivos envenenamientos sanguíneos que sufrió el organismo nacional alemán, en particular a partir de la guerra de los Treinta años, vinieron a alterar la homogeneidad de nuestra sangre y también de nuestro carácter. Las fronteras abiertas de nuestra patria al contacto de pueblos vecinos no germanos, a lo largo de las zonas fronterizas, y ante todo el infiltramiento directo de sangre extraña en el interior del Reich, no dan margen, debido a su continuidad, a la realización de una fusión completa.

Al pueblo alemán le falta aquel firme instinto gregario que radica en la homogeneidad de la sangre y que en los trances de peligro inminente salvaguarda a las naciones de la ruina. El hecho de la inexistencia de una nacionalidad, sanguíneamente homogénea nos ha ocasionado daños dolorosos. Dio ciudades residenciales a muchos pequeños potentados, pero al pueblo mismo le arrebató en su conjunto el derecho señorial.

Significa una bendición el que gracias a esa incompleta promiscuidad, poseamos todavía en nuestro organismo nacional grandes reservas del elemento nórdico germano de sangre incontaminada, y que podamos considerarlo como el tesoro más valioso de nuestro futuro.

El Reich alemán, como Estado, tiene que abarcar a todos los alemanes e imponerse la misión, son sólo de cohesionar y de conservar las reservas más preciadas de los elementos raciales originarios de este pueblo, sino también, la de conducirlos, lenta y firmemente, a una posición predominante.

Es posible que para muchos de nuestros actuales burocratizados dirigentes del gobierno, sea más tranquilizador laborar por el mantenimiento de un estado de cosas existente, que luchar por el

advenimiento de uno nuevo. Más cómodo les parecerá siempre ver en el Estado un mecanismo destinado llanamente a conservarse a sí mismo y que, por ende, vela también por ellos, ya que su vida "pertenece al Estado", como acostumbran a decir.

En consecuencia, al luchar nosotros por una nueva concepción que responde plenamente al sentido primordial de las cosas, encontraremos muy pocos camaradas en el seno de una sociedad envejecida no sólo orgánicamente, sino también espiritualmente, por desgracia. Por excepción, quizá algunos ancianos con el corazón joven y la mente fresca todavía, vendrán de esos círculos hacia nosotros, pero jamás aquéllos que ven el objeto esencial de su vida en la conservación de un estado de cosas ya establecido.

Es un hecho que, cuando en una nación, con una finalidad común, un determinado contingente de máximas energías se segrega definitivamente del conjunto inerte de la gran masa, esos elementos de selección llegarán a exaltarse a la categoría de dirigentes del resto. Las minorías hacen la historia del mundo, toda vez que ellas encarnan, en su minoría numérica, una mayoría de voluntad y de entereza.

Por eso lo que hoy a muchos les parece una dificultad, es, en realidad, la premisa de nuestro triunfo. Justamente en la magnitud y en las dificultades de nuestro cometido radica la posibilidad de que sólo los más calificados elementos de lucha han de seguirnos en nuestro camino. Esta selección será la que garantice el éxito.

Todo cruzamiento de razas conduce fatalmente, tarde o temprano, a la extinción del producto híbrido mientras en el ambiente coexista, en alguna forma de unidad racial, el elemento cualitativamente superior representado en este cruzamiento. El peligro que amenaza al producto híbrido desaparece en el preciso momento de la bastardización del último elemento puro de raza superior.

En esto se dunda el proceso de la regeneración natural que, aunque lentamente, contando con un núcleo

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de elementos de raza pura y siempre que haya cesado la bastardización, llega a absorver, poco a poco, los gérmenes del envenenamiento racial.

Un estado de concepción racista, tendrá en primer lugar, el deber de librar al matrimonio del plano de una perpétua degradación racial y consagrarlo como la institución destinada a crear seres a la imagen del Señor y no monstruos, mitad hombre, mitad mono.

Toda protesta contra esta tesis, fundándose en razones llamadas humanitarias, están en una abierta oposición con una época en la que, por un lado, se da a cualquier degenerado la posibilidad de multiplicarse, lo cual supone imponer a sus descendientes y a los contemporáneos de éstos indecibles penalidades, en tanto que, por el otro, se ofrece en droguerías y hasta en puestos de venta ambulante, los medios destinados a evitar la concepción en la mujer, aún tratándose de padres completamente sanos. En el Estado actual de "orden y tranquilidad", es pues un crimen ante los ojos de las famosas personalidades nacional-burguesas el tratar de anular la capacidad de procreación de los sifilíticos, tuberculosos, tarados atávicos, defectuosos y cretinos; inversamente, nada tiene para ellos de malo ni afecta a las "buenas costumbres" de dicha sociedad, constituida de puras apariencias y miope por inercia, el hecho de que millones de los más sanos restrinjan prácticamente la natalidad.

¡Qué infinitamente huérfano de ideas y de nobleza es todo este sistema! Nadie se inquieta ya por legar a la posteridad lo mejor, sino que llanamente, se deja que las cosas sigan su curso...

Es deber del Estado racista, reparar los daños ocasionados en este orden. Tiene que comenzar por hacer de la cuestión raza el punto central de la vida general. Tiene que velar por la conservación de su pureza y tiene también que consagrarse al niño como al tesoro más preciado de su pueblo. Está obligado a cuidarse de que solo los individuos sanos tengan descendencia. Debe inculcar que

existe un oprobio único: engendrar estando enfermo o siendo defectuoso; pero que frente a esto, hay una acción que dignifica: renunciar a la descendencia. Por el contrario deber`´a considerar execrable el privar a la nación de niños sanos. El Estado tendrá que ser el garantizador de un futuro milenario frente al cual nada significan, y no harán más que doblegarse, el deseo y el egoísmo individuales. El Estado tiene que poner los más modernos recursos médicos al servicio de esta necesidad. Todo individuo notoriamente enfermo y atávicamente tarado, y como tal, susceptible de seguir trasmitiendo por herencia sus defectos, debe ser declarado inepto para la procreación y sometido al tratamiento práctico. Por otro lado, el Estado tiene que velar por que no sufra restricciones la fecundidad de la mujer sana como consecuencia de la pésima administración económica de un régimen de gobierno que ha convertido en una maldición para los padres la dicha de tener una prole numerosa.

Aquel que física y mentalmente no es sano, no debe, no puede perpetuar sus males en el cuerpo de su hijo. Enorme es el trabajo educativo que pesa sobre el Estado racista en este orden, pero su obra aparecerá un día como un hecho más grandioso que la más gloriosa de las guerras de esta nuestra época burguesa. El Estado tiene que persuadir al individuo, por medio de la educación, de que estar enfermo y endeble no es una afrenta, sino simplemente una desgracia digna de compasión; pero que es un crimen y por consiguiente, una afrenta, infamar por propio egoísmo esa desgracia, trasmitiéndola a seres inocentes.

El Estado deberá obrar prescindiendo de la comprensión o incompresión, de la popularidad o impopularidad que provoque su modo de proceder en este sentido.

Apoyada en el Estado, la ideología racista logrará, a la postre, el advenimiento de una época mejor, en la cual los hombres, no se preocuparán más que de la selección de perros, caballos y gatos, sino de

levantar el nivel racial del hombre mismo; una época en la cual unos, reconociendo su desgracia, renuncien silenciosamente, en tanto que los otros den gozosos su tributo a la descendencia.

Que esto es factible, no se puede negar en un mundo donde cientos de miles se imponen voluntariamente el celibato sin otro compromiso que el precepto de una religión.

Cuando una generación adolece de defectos y los reconoce y hasta los confiesa, para luego conformarse con la cómoda disculpa de que nada se puede remediar, quiere decir que esa sociedad hace tiempo que inició su decadencia.

Nosotros no debemos hacernos ninguna ilusión. ¡No! Bien sabemos que nuestro mundo burgués de hoy es ya incapaz de ponerse al servicio de ninguna elevada misión de la humanidad porque, sencillamente, en cuanto a calidad, es pésima su condición. Y es pésima debido menos a una maldad intencionada, que a una incalificable indolencia y a todo lo nocivo que de ello emana. He aquí también la razón porque aquellos clubs que abundan bajo la denominación genérica de "partidos burgueses", hace tiempo que no son otra cosa que comunidades de intereses creados de determinados grupos profesionales y clases, de suerte que su máximo objetivo se concreta ya sólo a la defensa más apropiada de intereses egoístas. Ocioso es, por cierto, querer explicar que un gremio tal de "burgueses políticos" pueda prestarse a todo menos a la lucha, especialmente si el sector adversario no se compone de timoratos sino de masas proletarias fuertemente aleccionadas y dispuestas a todo.

Si consideremos como el primer deber del Estado la conservación, el cuidado y el desarrollo de nuestros elementos sociales, en servicio y por el bien de la nacionalidad, lógico es pues que ese celo protector no debe acabar con el nacimiento del pequeño congénere, sino que el Estado tiene que hacer de él un elemento valioso, digo de reproducirse después.

Fundándose en esta convicción, el Estado racista no particulariza su

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misión educadora a la mera tarea de insuflar conocimientos del saber humano. No, su objetivo consiste, en primer término, en formar hombres físicamente sanos. Seguidamente, en segundo plano, está el desarrollo de las facultades mentales y aquí, a su vez, en el fomento de la fuerza de voluntad y de decisión, habituando al educando a asumir gustoso la responsabilidad de sus actos. Como corolario viene la instrucción científica.

El Estado racista debe partir del punto de vista de que un hombre, si bien de instrucción modesta pero de cuerpo sano y de carácter firme, rebosante de voluntad y de espíritu de acción, vale más para la comunidad del pueblo que un superintelectual enclenque.

Por tanto, el entrenamiento físico, en el Estado racista, no constituye una cuestión individual, ni menos algo que incumbe sólo a los padres, interesando a la comunidad sólo en segundo o tercer término, sino que es una necesidad de la conservación nacional representada y garantizada por el Estado. Del mismo modo que en lo tocante a la instrucción escolar interviene hoy el Estado en el derecho de la autodeterminación del individuo y le supedita al derecho de la colectividad, sometiendo al niño a la instrucción obligatoria, sin previo consentimiento de los padres, así también, pero en una escala mayor, tiene el Estado racista que imponer un día su autoridad frente al desconocimiento o a la incomprensión del individuo en cuestiones que afectan a la conservación del acervo nacional. Su labor educativa deberá estar organizada de tal suerte, que el cuerpo del niño sea tratado convenientemente desde la primera infancia, para que así adquiera el temple físico necesario al desarrollo de su vida. Tendrá que velar, ante todo, porque no se forme una generación de sedentarios.

La escuela, en el Estado racista, deberá dedicar a la educación física infinitamente más tiempo del actualmente fijado. No debería transcurrir un solo día sin que el adolescente deje de consagrarse por lo menos durante una hora por la mañana y durante otra por la tarde al

entrenamiento de su cuerpo, mediante deportes y ejercicios gimnásticos. En particular, no puede prescindirse de un deporte que justamente ante los ojos de muchos que se dicen "racistas" es rudo e indigno: el pugilato. Es increíble cuán erróneas son las opiniones difundidas en este respecto en las esferas "cultas", donde se considera natural y honorable que el joven aprenda esgrima y juegue a la espada, en tanto que el boxeo lo conceptúan como una torpeza. ¿Y por qué? No existe deporte alguno que fomente como este él espíritu de ataque y la facultad de rápida decisión, haciendo que el cuerpo adquiera la flexibilidad del acero. No es más brutal que dos jóvenes diluciden un altercado con los puños que con una lámina de aguzado acero. Tampoco es menos noble que un hombre agredido se defienda de su agresor con los puños, en vez de huir para apelar a la policía.

El tipo humano ideal que busca el Estado racista, no está representado por el pequeño moralista burgués o la solterona virtuosa, sino por la retemplada encarnación de la energía viril y por mujeres capaces de dar a luz verdaderos hombres. Es así como el deporte no sólo está destinado a hacer del individuo un hombre fuerte, diestro y audaz, sino también a endurecerle y enseñarle a soportar inclemencias.

Si toda nuestra esfera superior de intelectuales no hubiese sido educada tan exclusivamente en medio de reglas de atildado trato y hubiese aprendido también a boxear, jamás habría sido posible la revolución de 1918, revolución hecha por rufianes, desertores y otros maleantes. Porque lo que a estos les dio el triunfo no fue el fruto de su osadía, ni de su fuerza de acción, sino más bien el resultado de la cobarde y miserable falta de entereza por parte de los que entonces dirigían el Estado y eran los responsables.

Nuestro pueblo alemán, que actualmente yace en la ruina expuesta a las patadas del resto del mundo, necesita justamente aquella fuerza de sugestión que engendra la confianza en sí mismo. Este sentimiento de confianza en sí

mismo, tiene que ser inculcado desde la niñez. Toda la educación y la instrucción del joven deben estribar en la tarea de cimentar la convicción de que en ningún caso él es menos que otros. Mediante su vigor físico y su agilidad, debe recobrar la fe en la invencibilidad de su raza, pues, aquello que otrora condujera al ejército alemán a la victoria, fue la suma de confianza que poseía en sí mismo cada uno de sus componentes y, a su vez, todos en el comando. Lo que ha de levantar de nuevo la pueblo alemán, es sin duda la convicción de la posibilidad de volver al goce de su libertad. Pero esta convicción no puede ser sino el resultado de un sentimiento común arraigado en el alma de millones.

Tampoco en esto debemos hacernos ilusiones, porque si enorme fue en magnitud el desastre sufrido por nuestro pueblo, no menos enorme tienen que ser el esfuerzo que hagamos para que un día quede dominada la calamidad que nos aflige. Sólo gracias a un supremo esfuerzo de la voluntad nacional y sólo gracias, también, a un sumum de ansia libertaria y de pasión ardiente, ha de poderse compensar lo que hoy nos falta.

El Estado racista tiene que llevar a cabo y supervigilar el entrenamiento físico de la juventud, no únicamente durante los años de la vida escolar; su obligación se extiende también al periodo postescolar, en que debe velar que mientras el joven se halle en el desarrollo, ese desarrollo se efectúe en bien suyo. Es un absurdo admitir que terminado el periodo escolar cese súbitamente el derecho de supervigilancia del Estado sobre la vida de sus jóvenes ciudadanos, para volver a ponerlo en práctica cuando el individuo entra a prestar su servicio militar. Ese derecho es una obligación y como tal tiene carácter permanente.

Es indiferente la forma en que el Estado prosiga esta educación. Lo esencial es que lo haga buscando los medios más convenientes. En líneas generales, esa educación podría constituir una especie de preparación previa para el servicio militar, de manera que el ejército no tenga ya necesidad, como hasta ahora, de

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iniciar al joven en las más elementales nociones de los ejercicios reglamentarios, y así no incorporaría ya reclutas del tipo corriente de hoy, sino que, simplemente, convertiría en soldado al conscripto ya de antemano excelentemente entrenado.

El objetivo principal de la instrucción militar tendrá que ser, empero, el mismo que otrora constituyera el mayor mérito del antiguo ejército: el lograr que esa escuela haga del joven un hombre; allí no aprenderá a obedecer solamente, sino a adquirir asimismo las condiciones que lo capaciten para poder mandar un día. Deberá aprender a callar no sólo cuando se le reprenda con razón, sin también -si es necesario- en el caso inverso.

Cumplido el servicio militar, dos documentos deben extendérsele: Iº) su diploma de ciudadano, como título jurídico que lo habilite para ejercer en adelante una actividad pública; 2º) su certificado de salubridad, como testimonio de sanidad corporal para el matrimonio.

Análogamente al procedimiento que se emplea con el muchacho, el Estado racista puede orientar la educación de la muchacha, partiendo de puntos de vista iguales. También en este caso tiene que recaer la atención ante todo sobre el entrenamiento físico; inmediatamente después, conviene fomentar las facultades morales y por último las intelectuales. La finalidad de la educación femenina es inmutablemente, moldear a la futura madre.

con qué frecuencia había motivo en la guerra para quejarse de que nuestro pueblo fuese tan poco capaz de guardar discreción. ¿Cuán difícil fue por esto substraer al conocimiento del enemigo secretos importantes?. Pero debemos preguntarnos, ¿qué hizo la educación alemana de la anteguerra para inculcar en el individuo la noción de la discreción y si se trató siquiera de presentarla como una varonil y valiosa virtud? Para el criterio de nuestros educadores actuales todo esto es sólo una bagatela, una bagatela sin embargo que le cuesta al Estado innumerables millones en

concepto de gastos judiciales, ya que el 90 por 100 de todos los procesos por difamación o motivos análogos, proviene únicamente de la falta de discreción. Expresiones irresponsablemente lanzadas van de boca en boca con igual desparpajo; nuestra economía nacional sufre constantemente perjuicios, debido a imprudentes revelaciones sobre métodos especiales de fabricación, etc., a tal punto que, hasta los mismos preparativos secretos relacionados con la defensa del país, resultan ilusorios, porque sencillamente el pueblo no aprendió a guardar reserva, sino, más bien, a divulgarlo todo. Por cierto que en una guerra ese prurito de hablar puede conducir a la pérdida de batallas y a contribuir así notablemente al desenlace desfavorable de la contienda. También aquí se debe compartir la persecución de que aquello que no se ejercitó en la juventud mal puede saberse practicar en la vejez. Hoy en día, en la escuela, es igual a cero el desarrollo consciente de las buenas y nobles cualidades del carácter. En lo futuro, se impone darle a este aspecto toda la significación que merece. Lealtad, espíritu de sacrificio y discreción son virtudes indispensables a un gran pueblo; virtudes cuya enseñanza y cultivo, en la escuela, tienen más importancia que muchas de las asignaturas que llenan los programas escolares.

El Estado racista, en consecuencia, al lado del trabajo de entrenamiento corporal debe dar, dentro de su labor educativa, una máxima significación a la formación del carácter. Numerosos defectos morales que en la actualidad pesan sobre nuestro pueblo, podrían ser, si no extirpados completamente, por lo menos atenuados en gran parte, gracias a las ventajas de un sistema de educación bien orientado.

Todos nos hemos lamentado a menudo de que en aquellos funestos tiempos de noviembre y diciembre de 1918, todas las autoridades hubieran claudicado y de que, desde el monarca al último divisionario ya nadie tuviese la entereza de obrar por propia iniciativa. También este terrible hecho fue el resultado de nuestra educación, pues, en esta

catástrofe, no hizo más que revelarse, en una medida desfigurada hasta la enormidad, aquella falla que, en pequeño, era común a todos. Esa falta de voluntad y no precisamente la carencia de armas, es lo que hoy nos hace incapaces de una resistencia verdadera. Tal defecto está arraigado en el alma de nuestro pueblo, oponiéndose a toda decisión que entrañe un riesgo y como si lo magno de una acción no se manifestase justamente en la osadía. Sin darse cuenta, un general alemán encontró la fórmula clásica para definir semejante ausencia de voluntad: "Yo acostumbro a obrar -decía- sólo cuando cuento con 51 por 100 de probabilidades de éxito". Aquí, en estos "51 por 100" radica la causa del trágico desastre alemán. Aquél que exige previamente del destino la garantía del éxito, renuncia desde luego al mérito de una acción heroica, ya que ésta estriba precisamente en la persuasión de que, ante el peligro fatal de una situación dada, se opta por el paso que quizás pudiera resultar salvador.

Bien se puede decir que corresponde a la misma línea de conducta el temor a la responsabilidad que flota en el ambiente. También en este caso el error está en la falsa educación de nuestra juventud, error que después llega a saturar el conjunto de la vida pública y que encuentra, por último, su culminación inmortal en la institución del gobierno parlamentario.

Del mismo modo que el Estado racista tendrá un día que dedicar una máxima atención a la educación de la voluntad y del espíritu de decisión, deberá igualmente imbuir, desde un comienzo, en los corazones de la juventud la satisfacción de la responsabilidad y el valor de reconocer la propia culpa.

Con escasas modificaciones, podrá el Estado racista incorporar a su sistema educacional el plan de la instrucción científica vigente que constituye en realidad el principio y el fin de toda labor educativa del Estado actual.

Ante todo, el cerebro juvenil no debe, por lo general, ser sobrecargado de conocimientos que,

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en una proporción de un 95 por 100, no son aprovechados por él y son, por consiguiente, olvidados.

Tómese, por ejemplo, el tipo normal del empleado público de 35 a 40 años de edad, que haya cursado en un Gymnasium o en otro establecimiento de humanidades (Oberrealschule); si se examinan los conocimientos que penosamente adquirió en la escuela, se verá cuán poco quedó de todo aquello!

En particular, se impone una reforma en el método de enseñar la historia. Probablemente en país alguno se aprende más historia que en Alemania, y tampoco, en el mundo, habrá un pueblo que, a semejanza del nuestro, sepa servirse tan pésimamente de las lecciones que ella ofrece. En un 99 por 100 de los casos, es ínfimo el resultado de la forma actual de la enseñanza en este ramo de la ciencia. A menudo la memoria retiene sólo algunas fechas y nombres, en tanto que es notoria la falta absoluta de una orientación grande y clara. Todo lo esencial, es decir, aquello que en realidad debe aprenderse, sencillamente, no se enseña; queda librado a la intuición más o menos genial del alumno, deducir de un cúmulo de fechas y de la sucesión de los hechos, las causas determinantes de los procesos históricos.

Es justamente en la enseñanza de la historia en la que se debe proceder a una simplificación de los programas. La utilidad de este estudio consiste en precisar las grandes líneas de la evolución humana, ya que no se aprende historia con la sola finalidad de enterarse de lo que fue, sino para encontrar en ella una fuente de enseñanza necesaria al porvenir y a la conservación de la propia nacionalidad. No se diga que el estudio a fondo de la historia supone el conocimiento minucioso de fechas, como base para la deducción de las grandes líneas. Esta deducción incumbe a los investigadores científicos.

Por lo demás, es tarea de un Estado racista, velar porque, al fin, se llegue a escribir una historia universal donde el problema racial ocupe lugar predominante.

En la enseñanza de la historia cabe sobre todo no prescindir del estudio de la época clásica. La historia romana, debidamente apreciada en sus grandes aspectos, es y será siempre el mejor maestro de todos los tiempos.

La segunda modificación indispensable en los programas escolares, bajo el Estado racista, se refiere a lo siguiente:

Signo característico de la época materialista en que vivimos es el hecho de que nuestra instrucción se concrete más y más a las ciencias exactas, es decir, las matemáticas, la física, la química, etc. Por necesario que esto fuese en tiempos en que dominan la técnica y la química, no por eso deja de entrañar un inminente peligro el exclusivismo científico creciente de la instrucción general, en una nación. Por el contrario, la instrucción general debería ser siempre de índole idealista.

Conviene establecer una diferenciación precisa entre la instrucción general y las especializaciones profesionales; y por lo mismo que estas últimas están amenazadas de descender cada vez más a un plano de servicio exclusivo al dios Mamon, la instrucción general de orientación idealista debería ser mantenida a manera de contrapeso.

También, en este caso, es necesario grabar firmemente el principio de que la industria y la técnica, el comercio y las profesiones, pueden florecer solamente mientras una comunidad nacional, inspirada en fines idealistas, les dé las condiciones inherentes a su desarrollo. Pero estas condiciones no radican en el egoísmo materialista, sino en un espíritu altruista, dispuesto al sacrificio.

Como el Estado actual no representa en sí más que una simple forma, es muy difícil educar hombres con esa orientación y menos aun imponerles deberes. Una forma es susceptible de romperse fácilmente. De todos modos, el concepto "Estado" carece hoy de un sentido claro y no queda otro camino que el de la educación "patriótica"

corriente. En la Alemania de la anteguerra, descansaba este "patriotismo" en una glorificación poco inteligente y a menudo muy sosa de minúsculos potentados, lo cual implicaba desde luego renunciar al culto que se debía a las figuras realmente eminentes de nuestro pueblo.

Es obvio anotar que en estas condiciones no era posible concebir un entusiasmo nacional verdadero. A nuestros hombres-símbolos no se les supo presentar como a héroes máximos ante los ojos de la generación del presente, haciendo que la atención general se concretase a ellos, creándose así un sentimiento cívico común.

Desde que la revolución derrotista de 1918 hiciera su entrada triunfal en Alemania y el patriotismo monárquico tocara, con ello, a su fin, el objeto de la enseñanza de la historia en nuestras escuelas no es otro realmente que la mera adquisición de conocimientos. El Estado, tal como ahora existe, no requiere del sentimiento nacional y lo que anhela tampoco lo logrará jamás. Si en una época regida por el principio de las nacionalidades, no pudo existir un decidido patriotismo dinástico, mucho menos factible es ahora el entusiasmo republicano. Y no debe caber duda alguna de que, bajo el lema "Por la república" el pueblo alemán nunca habría permanecido cuatro largos años en los campos de batalla.

Es evidente que la república alemana debe su tranquila existencia a la docilidad con que por doquier acepta voluntariamente cuanto tributo se le impone o la facilidad con que suscribe todo pacto que implique un renunciamiento nacional.

Es lógico que esta república goce de simpatías en el resto del mundo; un débil es siempre más agradable para los que de él se sirven, que un espíritu fuerte. A la república alemana se la quiere y se la deja vivir por la sencilla razón de que no se podría encontrar un mejor aliado para la obra de esclavización de nuestro pueblo. El Estado alemán racista tendrá que luchar por su existencia. Es evidente que no podrá

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mantenerse ni defender su vida por la sola virtud de suscribir un Plan Dawes. El Estado racista requerirá para su existencia y seguridad justamente de todo eso de lo cual hoy se cree que se puede prescindir. Cuanto más incomparable y valioso se haga este Estado en su forma y en su fondo, mayor será la emulación y la resistencia que le opongan sus detractores. Sus ciudadanos mismos y no sus armas, serán entonces sus mejores medios de defensa; no lo protegerán barricadas sino la muralla viva de hombres y mujeres plenos de amor supremo a la patria y de fanático entusiasmo nacional.

El tercer aspecto a considerar en lo concerniente a la instrucción es este:

También la ciencia tiene que servir al Estado racista como un medio hacia el fomento del orgullo nacional. Se debe enseñar desde este punto de vista no sólo la historia universal, sino toda la historia de la cultura humana. No bastará que un inventor aparezca grande únicamente como inventor, sino que debe aparecer todavía más grande como hijo de su nación. La admiración que inspira todo hecho magno, debe transformarse en el orgullo de saber que el promotor del mismo fue un compatriota. Del innumerable conjunto de los grandes hombres que llenan la historia alemana, se impone seleccionar los más eminentes para inculcarlos en la mente de la juventud, de tal modo que esos nombres se conviertan en columnas inconmovibles del sentimiento nacional.

Para que este sentimiento nacional sea legítimo desde un comienzo y no consiste en una mera apariencia, justo es que en los cerebros plasmables de la juventud se cimente un férreo principio: Quién ama a su patria prueba ese amor sólo mediante el sacrificio que por ella está dispuesto a hacer. Un patriotismo que no aspira sino al beneficio personal, no es patriotismo. Tampoco es nacionalismo, el nacionalismo que abarca sólo determinadas clases sociales. Los hurras nada prueban y no le dan derecho a llamarse patriota a quien así exclama, si no está imbuido de la noble solicitud de

velar por la conservación de su raza. Solamente puede uno sentirse orgulloso de su pueblo cuando ya no tenga que avergonzarse de ninguna de las clases sociales que forman este pueblo. Pero cuando una mitad de él vive en condiciones miserables e incluso se ha depravado, el cuadro es tan triste, que no hay razón para sentir orgullo. Sólo cuando una nación es, material y moralmente, sana en todas sus partes constitutivas, puede la satisfacción de pertenecer a ella, que experimenta el individuo, exaltarse con derecho a la categoría del elevado sentimiento que denominamos orgullo nacional. Pero este noble orgullo puede sentirlo únicamente aquél que es consciente de la grandeza de su pueblo.

El miedo que el "chauvinismo" le inspira a nuestra época constituye el signo de su impotencia. Es evidente que el mundo de hoy va camino de una gran revolución. Y todo se reduce al interrogante de si ella resultará en bien de la humanidad aria o en provecho del judío errante.

Mediante una apropiada educación de la juventud, podrá el Estado racista contar con una generación capaz de resistir la prueba en la hora de las supremas decisiones.

Será vencedor aquel pueblo que primero opte por este camino.

La culminación de toda labor educacional del Estado racista consistirá en infiltrar instintiva y racionalmente en los corazones y los cerebros de la juventud que le está confiada, la noción y el sentimiento de raza. Ningún adolescente, sea varón o mujer, deberá dejar la escuela antes de hallarse plenamente compenetrado con lo que significa la puridad de la sangre y su necesidad. Además, esta educación, desde el punto de vista racial, tiene que alcanzar su perfección en el servicio militar, es decir, que el tiempo que dure este servicio hay que considerarlo como la etapa final del proceso normal de la educación del alemán en general.

Si en el Estado racista ha de tener capital importancia la forma de la educación física e intelectual, no menos esencial será para él la

selección de los elementos mejores. Este aspecto se toma hoy en cuenta muy superficialmente. Por lo general, es sólo a los hijos de familias de alta situación económica y social a quienes, desde luego, se conceptúa dignos de recibir una instrucción superior. El talento juega aquí un rol secundario. Propiamente se puede apreciar sólo de modo relativo. Es posible, por ejemplo, que un muchacho campesino, aunque de instrucción inferior con respecto al hijo de una familia que ocupa desde generaciones atrás un rango elevado, posea más talento que éste. El hecho de que el niño burgués revele mayores conocimientos, nada tiene que ver en el fondo con el talento mismo, sino que radica en el cúmulo notoriamente más grande de impresiones que este niño recibe ininterrumpidamente como resultado de su múltiple educación y del cómodo ambiente de vida que le rodea.

En la actualidad existe quizá un solo campo de actividad donde realmente influye menos el origen social que el talento innato: el Arte. En él se evidencia manifiestamente que el genio no es atributo de las esferas superiores y ni de la fortuna. No es raro que los más grandes artistas procedan de las más pobres familias.

Se pretende afirmar que lo que tratándose del arte es innegable, no cabe en las llamadas ciencias exactas. Si bien, a base de un cierto entrenamiento mental, es posible infiltrar en el cerebro de un hombre de tipo corriente, conocimientos superiores a los de su medio; pero todo esto no es más que ciencia muerta y, por tanto, estéril. Este hombre resultará una enciclopedia viviente, mas, será un perfecto inútil en todas las situaciones difíciles y momentos decisivos de la vida.

Solo allí donde se aunen la capacidad y el saber, pueden surgir obras de impulso creador. Si en los últimos decenios el número de inventos importantes aumentó extraordinariamente, sobre todo en los Estados Unidos, no fue sin duda por otra razón que por la circunstancia de que allí -más que en Europa- un porcentaje considerable de talentos procedentes de las esferas

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sociales inferiores, tiene la posibilidad de lograr una instrucción superior. La facultad inventiva no depende, pues, de la simple acumulación de conocimientos, sino de la inspiración del talento.

También en este orden el Estado racista tendrá un día que dejar sentir su acción educativa. El Estado racista no tiene por misión el mantenimiento de la influencia de una determinada clase social; su tarea consiste más bien en la selección de los más capacitados dentro del conjunto nacional, para luego promoverlos a la posición de dignidad que merecen.

Además, el rol del Estado racista no se reduce solamente a la obligación de dar al niño en la escuela primaria una determinada instrucción, sino que le incumbe también el deber de fomentar el talento, orientándolo convenientemente. Ante todo, tiene que considerar como su más alto cometido, el abrir las puertas de los establecimientos fiscales de instrucción superior a todos los dotados de talento, sea cual fuere su origen social.

Aun por otra razón tiene que obrar en este sentido la previsión del Estado: Los círculos intelectuales en Alemania, se han hecho tan exclusivistas y están tan esclerosados que han perdido todo contacto vivo con las clases inferiores. Este exclusivismo resulta doblemente nefasto: primero, porque estos círculos carecen de comprensión y simpatía para la gran masa, y segundo, porque les falta fuerza de voluntad, la cual es siempre menos firme en los círculos intelectuales con espíritu de casta, que en la pueblo mismo.

La preparación política, así como el pertrechamiento técnico para la guerra mundial, fueron deficientes, no porque nuestros hombres de gobierno hubiesen tenido escasa instrucción, sino justamente por lo contrario, pues, aquellos hombres eran superinstruídos, atestados de saber y de espiritualidad, pero huérfanos de todo instinto sano y privados de energía y audacia. Fue una fatalidad que nuestro pueblo hubiera tenido que luchar por su

existencia bajo el gobierno de un canciller que era un filósofo sin carácter. Si en lugar de un Bethmann-Hollweg hubiésemos tenido por Führer a un hombre popular de recia contextura, no se habría vertido en vano la sangre heroica del granadero raso. Ese mismo exagerado culto de lo puramente intelectual entre nuestros elementos dirigentes, fue el mejor aliado para la chusma revolucionaria de 1918.

La iglesia católica ofrece un ejemplo del cual se puede aprender mucho. En el celibato de sus sacerdotes radica la obligada necesidad de reclutar siempre las generaciones del clero entre las clases del pueblo y no de entre sus propias filas. Pero precisamente este aspecto de la institución del celibato no se sabe apreciar a menudo en su verdadera importancia. Al celibato se debe la asombrosa lozanía del gigantesco organismo de la iglesia católica, con su ductilidad espiritual y su férrea fuerza de voluntad.

Será misión del Estado racista, velar porque su sistema educacional permita una constante renovación de las capas intelectuales subsistentes mediante el aflujo de elementos jóvenes procedentes de las clases inferiores.

El Estado tiene la obligación de seleccionar del conjunto del pueblo, con máximo cuidado y suma minuciosidad, aquel material humano notoriamente dotado de capacidad por la naturaleza, para luego utilizarlo en servicio de la colectividad.

Cuando dos pueblos de índole idéntica entran en competencia, el triunfo le corresponderá al que en la dirección del Estado tenga representados a sus mejores valores, y el vencido será en cambio aquel cuyo gobierno no semeje más que una gran pesebrera común para determinar dos grupos o clases sociales, sin que se hayan tomado en cuenta las aptitudes innatas que debería reunir cada uno de los elementos dirigentes.

En cuanto al concepto trabajo, el Estado racista tendrá que formar un criterio absolutamente diferente del que hoy existe. Valiéndose, si es

necesario, de un proceso educativo que dure siglos, dará al traste con la injusticia que significa menospreciar el trabajo del obrero. Como cuestión de principio, tendrá que juzgar al individuo no conforme al género de su ocupación, sino de acuerdo con la forma y la bondad del trabajo realizado. Esto parecerá monstruoso en una época en que el amanuense más estúpido, por el solo hecho de que trabaja con la pluma, está por encima del más hábil mecánico-técnico. Esta errónea apreciación no estriba, como ya se ha dicho, en la naturaleza de las cosas, sino que es el producto de una educación artificial, que no existió antes. La actual situación anti-natural se funda pues en los morbosos síntomas generales que caracterizan el materialismo de nuestros tiempos.

En su ausencia, todo trabajo tienen un doble valor: el puramente material y el ideal. El primero no depende de la importancia del trabajo hecho, materialmente aquilatado, sino de su necesidad intrínseca. La comunidad tiene que reconocer, idealmente hablando, la igualdad de todos, desde el momento en que cada uno, dentro de su radio de acción -sea cual fuere- se esfuerza por cumplir lo mejor que puede.

La recompensa material le será acordada a aquél cuyo trabajo esté en relación con el provecho que redunde a favor de la comunidad; la recompensa ideal, en cambio, debe consistir en la apreciación que puede reclamar para sí todo aquel que consagre al servicio de su pueblo las aptitudes que le dio la naturaleza y que la colectividad se encargó de fomentar.

Es posible que el oro se haya convertido hoy en el soberano exclusivo de la vida, pero no cabe duda de que un día el hombre volverá a inclinarse ante dioses superiores. Y es posible también que muchas cosas del presente deban su existencia a la sed de dinero y de fortuna; mas, es evidente que muy poco de todo esto representa valores cuya no-existencia podría hacer más pobre a la humanidad.

También en esto, le corresponde un cometido especial al movimiento nacionalsocialista, que, en la

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actualidad, predice el advenimiento de una época que daría a cada uno lo que necesite para su existencia, cuidando, sin embargo, como cuestión de principio, que el hombre no viva pendiente únicamente del goce de bienes materiales. Esto encontrará un día su expresión en forma de una gradación sabiamente limitada de los salarios, de tal suerte que hasta el último de los que trabajen honradamente pueda contar en todo caso, como ciudadano y como hombre, con una existencia honesta y ordenada.

Y qué no se diga que éste sería un estado de cosas ideal, impracticable en el mundo en que vivimos, e imposible de ser jamás logrado.

Tampoco nosotros somos tan ingenuos como para creer que se podría llegar a crear una época exenta de anomalías. Pero esta consideración no salva el imperativo que se tiene de combatir errores reconocidos como tales, corregir defectos y aspirar a la consecución de lo ideal. La dura realidad se encargará por sí sola de imponernos múltiples limitaciones. Y justamente por eso, el hombre debe empeñarse en servir al fin supremo sin dejarse arredrar en su propósito, por la misma razón que no se puede renunciar a los tribunales de justicia, porque estos incurren en errores, ni menos detestar los medicamentos porque, pese a ellos, siguen existiendo enfermedades.

Cuidese mucho de saber apreciar debidamente la fuerza de un ideal.

CAPÍTULO TERCERO

Súbditos y ciudadanos

En general, la institución que hoy erróneamente se llama "Estado" distingue sólo dos clases de individuos: los ciudadanos y los extranjeros. Ciudadanos son aquellos que, en virtud de su nacimiento o por efecto de su naturalización, poseen los derechos de la ciudadanía. Extranjeros son todos los que gozan de esos derechos en otro Estado.

El derecho de ciudadanía se adquiere en primer lugar, como ya se ha dicho anteriormente, por haber nacido el individuo dentro de la circunscripción territorial de un Estado. Los aspectos de raza y de

nacionalidad de origen, no juegan aquí rol alguno. Un negro, por ejemplo, procedente de un protectorado colonial alemán, con residencia fija, en Alemania, engendra, según ese criterio, en su hijo, un "ciudadano alemán", y del mismo modo todo niño judío, polaco, africano o asiático, nacido en Alemania, puede ser declarado, sin mayor trámite, ciudadano de este país.

Aparte de la ciudadanización por nacimiento, ese mismo derecho es susceptible de adquirirse más tarde. Todo el proceso de tal sistema de ciudadanización, no es muy diferente del trámite prescrito para el ingreso de un nuevo miembro en un club de automóviles. Un rasgo de pluma basta para hacer de cualquier mongol "un alemán" auténtico.

No es que solamente se omita considerar el origen racial de semejante nuevo ciudadano, sino que hasta se prescinde de tomar en cuenta su estado de sanidad corporal. Nada importa que el sujeto esté más o menos carcomido por la sífilis; para el "Estado" actual, él es un bienvenido como conciudadano, siempre que no sea una carga económica o un peligro político.

Bien sé que todo esto se oye con desagrado; mas, difícilmente podrá imaginarse la existencia de algo que sea más ilógico y más absurdo que nuestro actual derecho de ciudadanía. Existe una nación extranjera en la cual se deja ya sentir, por lo menos tímidamente, la iniciación de un mejor criterio: es en los Estados Unidos de Norte América, donde se nota el empeño de buscar en este orden el consejo de la razón. Al prohibir terminantemente la entrada en su territorio de inmigrantes afectados de enfermedades infecto-contagiosas y excluir de la naturalización, sin reparo alguno, a los elementos de determinadas razas, los EE.UU. reconocen en parte el principio que fundamenta la concepción racial del Estado nacionalsocialista.

El Estado nacionalsocialista clasifica a sus habitantes en tres grupos: Los ciudadanos, los súbditos y los extranjeros.

En principio, el hecho de nacer

en territorio alemán no supone más que la calidad de súbdito, calidad que como tal no capacita para investir cargos públicos, ni menos para actuar en política, sea activa o pasivamente, participando en elecciones. Es fundamental establecer la raza y la nacionalidad de cada súbdito.

El súbdito joven de nacionalidad alemana, tiene que absorver el ciclo de instrucción escolar, que es obligatorio para los alemanes. De este modo se somete a la educación que conforma el carácter de todo connacional alemán, conciente de su raza y de su patria. Después deberá cumplir con los requisitos de entrenamiento físico que prescribe el Estado, para ingresar finalmente en el servicio del ejército. La preparación que se da en este período es de un carácter general.

Concluido el período del servicio militar, le será entregada solemnemente al adulto la carta de ciudadanía, que vendrá a constituir para él, el título más valioso de su vida terrenal. Con esto ingresa en el goce de todos los derechos ciudadanos y de los privilegios inherentes, pues el Estado debe hacer una cortante diferenciación entre los que, como patriotas, son los sostenes y defensores de su existencia y de su grandeza, y aquellos elementos que se establecen en el territorio de un Estado con fines únicamente "utilitaristas".

Tendrá que conceptuarse más dignificante ser ciudadano de este Reich, aún como simple barrendero, que el hacerse rey en un Estado extranjero.

No obstante, el rango de dignidad impone sagrados deberes. A los hombres deshonestos o faltos de carácter, a los criminales y traidores a la patria, etc., podrá privárseles del honor de la ciudadanía y hacer que vuelvan a la categoría de simples súbditos.

La joven alemana tiene la condición de súbdito y adquiere el derecho de ciudadanía por virtud del matrimonio. El Estado puede también conceder este derecho a las mujeres alemanas que vivan del ejercicio autorizado de una profesión u oficio.

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CAPÍTULO CUARTO

La personalidad y la concepción nacionalista del Estado

Una ideología que, rechazando el principio democrático de la masa, se empeñe en consagrar este mundo a favor de los mejores pueblos, es decir a favor del hombre superior, está lógicamente obligada a reconocer también el precepto aristocrático de la selección dentro de cada nación, garantizando así el gobierno y la máxima influencia de los más capacitados en sus respectivos pueblos. Esta concepción se funda en la idea de la personalidad y no en la mayoría.

Ha entendido muy superficialmente y nada sabe de lo que nosotros llamamos una ideología (Weltanschauung) aquel que cree que un Estado nacionalsocialista se distingue de otros Estados en el aspecto puramente mecánico, por efecto de una mejor estructuración de su vida económica, es decir, por virtud de una compensación más equitativa entre riqueza y pobreza o por el rol más influyente de la gran masa social en el proceso económico de la Nación o, por último, mediante salarios justos a base de anular un sistema de diferencias demasiado grandes en este orden.

Todo esto no ofrece la menor seguridad de subsistencia ni menos aun de grandiosidad. Un pueblo que se aferrase a tales reformas, verdaderamente externas, no habrá logrado nada que le garantice una posición de vanguardia en el concierto de las naciones. Un movimiento de opinión que ve su cometido únicamente en un proceso de compensación general, aunque seguramente justificado, no alcanzará a efectuar en realidad una reforma magna del estado de cosas existente, y ello es debido a la sencilla razón de que toda su labor queda a la postre limitada a aspectos superficiales, sin poder darle al pueblo aquella contextura moral que le permita, con una seguridad que casi pudiéramos llamar matemática, desarraigar definitivamente aquellos defectos bajo los cuales sufrimos hoy.

Para una mejor comprensión, será conveniente, tal vez, lanzar una

mirada retrospectiva sobre los orígenes verdaderos y las causas determinantes del desarrollo de la cultura humana.

El primer paso que exteriormente alejó de modo visible al hombre, del mundo animal, fue el ingenio. Seguramente, las primeras medidas inteligentes que aplicó el hombre en su lucha contra los animales, se derivaron, en su origen de la acción individual de sujetos particularmente capacitados. También en aquellos tiempos constituyó indudablemente la personalidad, el punto de partida de decisiones y de hechos que después fueron adoptados por la Humanidad entera como las realidades más naturales; justamente lo mismo que ocurrió con determinado principio militar convertido hoy -digámoslo- en el fundamente de toda estrategia, y que originariamente debió su concepción a la idea de un solo cerebro, adquiriendo valor universal a través de los años y quizá hasta de los milenios, como algo perfectamente inherente al hombre.

Una segunda iniciativa vino a complementar la primera; el hombre había aprendido a poner al servicio de su lucha por la existencia, otros elementos y hasta seres vivos; y he aquí como nació la verdadera actividad creadora del hombre, cuyos frutos constituyen la realidad que ahora experimentamos por doquier. Los inventos materiales, comenzando por el uso de la piedra tallada como arma, que condujeron a la domesticación de animales, y le dieron al hombre fuego artificialmente producido y así sucesivamente, hasta llegar a los múltiples y asombrosos descubrimientos de nuestros días, permiten reconocer en el individuo al representante de todo ese trabajo creador y esto con tanta más claridad, cuanto menos distantes se hallen de nuestro tiempo o cuanto más importantes y transcendentales sean. En el fondo, todos estos inventos contribuyen a situar al hombre cada vez más sobre el nivel del mundo animal, hasta alejarlo radicalmente de éste. La finalidad que llenan con ello no es otra, en su más hondo sentido, que la de servir a la constante evolución de la especie

humana. Del mismo modo, el trabajo de elucubración puramente teórico, que escapa a toda medida, pero que sin embargo es condición inherente a la totalidad de los descubrimientos materiales, aparece también como producto exclusivo de la personalidad. No es la masa quien inventa, ni es la mayoría la que organiza o piensa; siempre es el individuo, es la personalidad, la que por doquier se revela.

Una comunidad humana, reune las características de hallarse bien organizada, si sabe fomentar del mejor modo posible las fuerzas creadoras del hombre y utilizarlas provechosamente en servicio de la comunidad. Deberá encarnar la aspiración de colocar cabezas por encima de la masa y hacer que, consiguientemente, ésta se subordine a aquéllas.

Según esto, la comunidad organizada no solamente no está facultada para impedir que las cabezas surjan del seno de la masa, sino que, por en contrario, debe entrar en la modalidad de su carácter, el impulsar y facilitar esa revelación. La selección de aquellas cabezas se opera ante todo en virtud de la misma dura lucha por la vida.

La administración del Estado, así como el poder que representa la organización militar de la nación, están igualmente regidas por la idea del rol que juega la figura de la personalidad.

Dentro del estado de cosas actual, subsiste todavía en el espíritu de las instituciones mencionadas, la idea de la personalidad con el atributo de autoridad para con los subordinados y la obligación de responsabilidad para con los superiores. La vida política, en cambio, se ha alejado completamente de la observación de este principio fundamental. Y así como, mientras toda la cultura humana no constituye más que el resultado de la actividad creadora de la personalidad, el valor del principio mayoritario hace su aparición de efecto decisivo en el seno de la comunidad y ante todo en el gobierno, empezando de este modo a envenenar paulatinamente, desde las altas esferas, el conjunto de la vida nacional, vale decir, destruyéndola

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en realidad. También la influencia disociadora del judío en el organismo de pueblos extraños al suyo, es imputable, en el fondo, sólo a su eterno empeño de socavar, en las naciones que le dieron acogida, el significado de la personalidad y exaltar en su lugar la importancia de la masa. Así el principio de organización constructiva, peculiar a la raza aria, es reemplazado por el principio destructor que vive en el judío, convertido de este modo en el "fermento de descomposición" de pueblos y de razas y, en un sentido más amplio, en el factor de disolución de la cultura humana.

El marxismo representa el espécimen de la aspiración judía con su tendencia de anular la significación preponderante de la personalidad, para sustituirla por el número de la masa. Políticamente corresponde a esa orientación y se nos manifiesta comenzando desde las más íntimas células de la administración comunal, hasta las más elevadas esferas gubernamentales del Reich; económicamente, encarna el sistema de un movimiento sindicalista que no sirva a los verdaderos intereses del trabajador, sino exclusivamente a los propósitos disociadores del judaísmo internacional.

La ideología nacionalsocialista, tiene que diferenciarse fundamentalmente de la del marxismo en el hecho de reconocer no sólo el valor de la raza, sino también la significación de la personalidad, constituyendo ambas las columnas básicas de toda la estructura de su construcción.

El Estado nacionalsocialista tiene que velar por el bienestar de sus ciudadanos reconociendo, en todos los aspectos, la significación que encarna la personalidad y fomentando así en cada dominio de la actividad humana aquel grado máximo de capacidad productiva que, a su vez, le permite al individuo un máximo grado de beneficio.

La mejor constitución política de un Estado y su forma de gobierno, es aquella que con la seguridad más natural lleva a situaciones de importancia preponderante en influencia directora, a los más

calificados elementos de la comunidad nacional.

Desaparecen las decisiones por mayoría y sólo existe la personalidad responsable. Bien es cierto que junto a cada hombre dirigente hay consejeros que asesoran, pero la decisión definitiva corresponde adoptarla a uno solo.

Por principio, no admite el Estado nacionalsocialista que en ramos especiales, por ejemplo en cuestiones de índole económica, se solicite el consejo o el dictamen de gentes que, debido a su preparación profesional y género de actividad, no tienen idea del asunto del cual se trata. Es por esta razón que, desde luego, subdivide sus corporaciones representativas en cámaras políticas y cámaras profesionales. Para garantizar una labor fecunda de cooperación entre esas cámaras, existe -como instancia de selección- un senado permanente, al cual están todas ellas subordinadas.

En cámara ni senado alguno, tendrá lugar jamás una votación, porque son organizaciones de trabajo y no máquinas de sufragio. Cada miembro tiene voto consultivo, pero no voto de decisión, el cual es sólo atributo nato del respectivo presidente responsable.

Este principio de conexión irrestringida entre la noción de la absoluta responsabilidad, por una parte, y la noción de autoridad absoluta, por la otra, dará lugar a la formación paulatina de una selección del elemento Führer, algo que hoy, en la época del parlamentarismo irresponsable, es sencillamente inconcebible.

En lo que respecta a la posibilidad de llevar a la práctica estas concepciones, pido no olvidar que el principio parlamentario de decisión por mayoría, no dominó en la humanidad en todos los tiempos; por el contrario, hizo su aparición sólo en períodos muy cortos de la Historia que significaron siempre épocas de decadencia para pueblos y Estados.

Pero no se debiera creer que por virtud de medidas de gobierno puramente teóricas, fuese factible provocar una tal transformación que,

lógicamente, no podría limitarse a la sola Constitución del Estado, sino que tendría que penetrar también en toda la legislación, es decir, abarcar la totalidad de la vida civil. Una revolución de características semejantes sólo se produce y podrá producirse por obra de un movimiento cimentado en el espíritu de esas ideas renovadoras, que encarne ya en sí el alma del futuro Estado.

De ahí que el movimiento nacionalsocialista debe identificarse ya en la actualidad, con tales ideas y llevarlas a la práctica dentro de su propia organización a fin de que, en el momento dado, se encuentre en condiciones, no únicamente de señalarle al gobierno esas mismas directrices, sino también de poner a disposición de éste, el cuerpo ya conformado de su tipo ideal de Estado.

CAPÍTULO QUINTO

Ideología y organización

El estado nacionalsocialista, cuyo cuadro he tratado de delinear a grandes rasgos, no podrá, en el fondo, considerarse como tal por el solo hecho de reconocer todo lo que es indispensable a su existencia. El saber qué apariencia ha de tener el Estado nacionalsocialista no es lo esencial; es más importante el problema de su formación. De ningún modo se puede esperar que los partidos militantes de hoy, que son en primer término los beneficiarios del Estado actual, se resuelvan por impulso propio a un cambio radical de cosas y decidan modificar espontáneamente su criterio político. Eso aparece todavía manos factible, si se tiene en cuenta que los elementos realmente dirigentes de esos partidos son judíos y nada más que judíos.

Intentando llevar a la práctica la visión ideal de un Estado nacionalsocialista, se impone buscar, independientemente de los poderes de la vida pública actual, una fuerza nueva que quiera y que esté capacitada a afrontar la lucha, por este ideal. Y lucha es en efecto y así la consideramos aquí, pues, la primera tarea no consiste en crear una concepción nacionalsocialista del Estado, sino, ante todo, en

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eliminar la concepción judaica existente. En este caso, como en muchos otros de la Historia, el obstáculo capital no estriba en la conformación del nuevo estado de cosas, sino en la dificultad de abrir paso a este estado. Prejuicios e intereses creados, formando una cerrada falange, se oponen por todos los medios al triunfo de una idea que consideran incómoda o que les parece amenazante.

Por ingrata que le fuese al individuo una doctrina naciente, de grande y trascendental significación ideológica, tendrá que aplicar sin reparo la sonda de la crítica más severa, como su arma primordial de lucha.

Da una prueba de escasa penetración en el desarrollo de los procesos históricos, el manifiesto interés que tienen los pseudo-nacionalistas al afirmar que en ningún caso intentan desplegar actividad de crítica negativa, sino únicamente de trabajo constructivo. También el marxismo persiguió una finalidad y también él sabe de un trabajo constructivo (aunque en su caso se trate sólo de instituir el despotismo de la finanza judía internacional). Pero no por eso anteriormente, durante setenta años, dejó el marxismo de ejercitar su crítica demoledora y disociante, hasta que el antiguo Estado monárquico, debió derrumbarse, corroído por ese ácido que obraba sin cesar. Entonces fue cuando el marxismo comenzó su pretendida obra "constructiva".

Una ideología que irrumpe, tiene que ser intolerante y no podrá reducirse a jugar el rol de un simple "partido junto a otros", sino que exigirá imperiosamente que se la reconozca como exclusiva y única, aparte de la transformación total -de acuerdo con su criterio- del conjunto de la vida pública. No podrá, por tanto, admitir la coexistencia de ningún factor representativo del antiguo régimen imperante.

Esta intolerancia es también propia de las religiones. Tampoco el Cristianismo se redujo sólo a levantar su altar, sino que, obligadamente, tuvo que proceder a la destrucción de los altares paganos.

Únicamente, gracias a esa fanática intolerancia, pudo surgir la fe apodíctica, cuya condición previa consiste, precisamente en la intolerancia.

Una concepción ideológica saturada de un infernal espíritu intolerante, podrá ser rota solamente por una idea que, siendo pura en principio y verídica en absoluto, esté impulsada por el mismo espíritu de intolerancia y sostenida por una voluntad no menos fuerte que la que anima a aquélla.

Los partidos políticos se prestan a compromisos; las concepciones ideológicas jamás. Los partidos políticos cuentan con competidores; las concepciones ideológicas suponen y proclaman su infalibilidad.

Una concepción ideológica llevará sus principios al triunfo, sólo cuando en las filas de sus adeptos reúna a los elementos de más entereza y de mayor fuerza de acción de su época y de su pueblo, haciendo de ellos la falange de una organización apta para la lucha. Pero para esto es necesario que esta concepción ideológica -tomando en cuenta a estos elementos, puntualice en su mundo general de ideas, ciertos postulados que, por su precisión y presentados en una forma apropiada, puedan servir de credo a la nueva comunidad humana. Mientras que el programa de un partido netamente político no es más que una receta para el buen resultado de las próximas elecciones, el programa de una concepción ideológica representa la fórmula de una declaración de guerra contra el orden establecido, contra el estado de cosas existente, en fin, contra el criterio dominante de la época.

No se requiere que individualmente cada uno de los que luchan por esta ideología esté al corriente y conozca exactamente el pensar íntimo y las reflexiones políticas de los dirigentes del movimiento. Así como en la práctica tendría poca eficacia un ejército donde cada soldado fuese un general, no precisamente por su rango, sino por poseer la misma instrucción y la misma penetración que el jefe, así también no triunfará un movimiento

político, representante de toda una ideología, si es que no aspira a ser otra cosa que un mero receptáculo de "geniales". No. Este movimiento necesita también indispensablemente del concurso del soldado raso, sin el cual no es posible mantener la cohesión de la disciplina interior.

Es peculiar al carácter de una organización, que ésta sólo pueda subsistir, cuando una jefatura inteligente tenga a su disposición un vasto sector de la masa, de orientación más sentimental que racional. Sería más difícil, a la larga, disciplinar una compañía de 200 hombres, todos igualmente capacitados e inteligentes, que otra que cuente con 190 elementos de mentalidad inferior a la de los 10 restantes, mejor instruidos.

La socialdemocracia supo sacar de esa conclusión un máximo provecho. También su organización abarca un ejército de oficiales y soldados. El artesano alemán, licenciado del servicio militar, pasó a ser su soldado y el intelectual judío a ser el oficial.

Eso que nuestra burguesía solía observar con asombro, es decir, el hecho de que sólo las llamadas multitudes ignaras eran partidarias del marxismo, fue en realidad la condición básica que le aseguró a éste el triunfo. En efecto, mientras los partidos burgueses con su intelectualismo estratificado, representaban un conjunto indisciplinado y nulo, el marxismo formó de su material humano poco inteligente, un ejército de soldados políticos, que seguían al dirigente judío con la misma ciega obediencia que otrora a su oficial alemán en el ejército del Reich.

Jamás se quiso comprender que la potencialidad de un partido político no reside en la inteligencia ni en la independencia espiritual de cada uno de sus miembros, sino más bien en la obediencia disciplinada con que ellos se subordinan a sus dirigentes. Lo decisivo es la capacidad personificada en la jefatura misma. Quiere esto decir, por consiguiente, que para llevar a la victoria una ideología, se impone previamente la transformación de ésta en un movimiento de lucha,

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cuyo programa deberá lógicamente tener muy en cuenta el material humano de que dispone.

Si la idea nacionalsocialista, saliendo de su propósito poco definido de hoy, quiere alcanzar un día un éxito brillante, tiene que remarcar determinadas tesis tomadas de su amplio conjunto ideológico. Por eso el programa de nuestro movimiento está condensado en veinticinco puntos fundamentales, que, en primer término, tienen el objeto de proporcionar al hombre del pueblo un cuadro general de las aspiraciones que encarna nuestra lucha. Esos veinticinco puntos constituyen, por decirlo así, un catecismo político que, por una parte, tiene a ganar adeptos a favor de la causa, y por la otra, se presta a reunir a éstos y cohesionarlos, identificarlos bajo la noción de un deber común.

En el caso de una teoría política que evidentemente es justa en sus líneas generales, resulta menos peligroso conservar una fórmula, aunque ya no responda enteramente a la realidad, que modificarla y dejar de este modo librado a la discusión pública y a sus temerarias consecuencias, el dogma del movimiento, considerado hasta entonces como granítico. Esto es imposible mientras el movimiento luche para imponerse. Lo esencial no debe buscarse jamás en la fórmula exterior, sino siempre en el sentido interior, es decir, en el fondo, que es inmutable. En propio interés del movimiento no se puede sino desear que éste mantenga la energía necesaria para salvaguardar aquel sentido interior, apartando todos los factores que podrían ocasionar inseguridad en la convicción de los adeptos e incluso deserciones.

También en esto la iglesia católica debe servirnos de ejemplo, ya que a pesar de que su cuerpo doctrinal está en colisión en muchos puntos -y en parte inmotivadamente, con el estudio de las ciencias exactas y la investigación, jamás se resigna a sacrificar ni un ápice del contenido de su doctrina. Con razón supo conocer que su fuerza de resistencia no consiste en adaptarse con más o menos habilidad a los resultados siempre variables de la investigación

científica en el transcurso del tiempo, sino en el hecho de un aferramiento inquebrantable a sus dogmas ya expuestos, que son los que le dan al conjunto el carácter de una fe. He ahí por qué la Iglesia católica se mantiene hoy más firme que nunca.

El Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista recibió, con su programa de las veinticinco tesis, un fundamento que debe serle inconmovible. Ni ahora ni en el futuro, no es ni será tarea de los miembros de nuestro movimiento ocuparse de criticar o de alterar los puntos de ese programa; les incumbe más bien la obligación de mantener su lealtad hacia ellos. La mayoría de nuestros correligionarios sabe que la esencia del movimiento reside menos en la letra muerta de nuestros principios, que en la interpretación, que nosotros, los nacionalsocialistas, le damos.

Nuestro movimiento debió, en sus comienzos el nombre que hoy lleva, al reconocimiento de estas verdades, también de ellas surgió más tarde el programa del partido y es además en este reconocimiento unánime, donde igualmente radica el secreto de su difusión.

Ya es una consecuencia de la acción del movimiento nacionalsocialista el hecho de que, en la actualidad, todo género de asociaciones, sociedades y simples grupos, y si se quiere hasta "grandes" partidos reclamen para si el derecho de adjudicarse la palabra "völkisch" (racista). Sin nuestra influencia, jamás se le habría ocurrido a ninguna de tales organizaciones ni siquiera pronunciar esa palabra; probablemente no habrían tenido ni la más remota idea de su significación y en particular sus hombres dirigentes habrían carecido de toda relación con el sentido profundo que este concepto entraña. Solo gracias a la labor del Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista se le dio una significación substancial al vocablo "völkisch", que se difundió después en labios de gentes de toda catadura. Sobre todo nuestra brillante acción de propaganda ha demostrado la fuerza que encierra el pensamiento racista, hasta tal punto

que los demás partidos, imbuidos por su ansía de ganar adeptos, afirman que también ellos persiguen fines semejantes.

No menos peligrosos son los que trafican como pseudoracistas forjando planes fantásticos y que no tienen otro fundamento que alguna monomanía. En el mejor de los casos, estas gentes no pasan de ser estériles teorizantes que, a menudo, creen poder disfrazar su vacuidad espiritual con la presencia de una luenga barba y la aparatosidad de un germanismo extravagante.

En contraste con todos estos infructuosos ensayos, vale la pena de rememorar aquella época en que el joven movimiento nacionalsocialista comenzó su lucha.

CAPÍTULO SEXTO

Nuestra lucha en los primeros tiempos.

La importancia de la oratoria

Perduraba aun la resonancia de nuestra primera asamblea realizada el 24 de febrero de 1920 en la sala de fiestas de la Hofbräuhaus, de Munich, cuando comenzaron los preparativos para una próxima reunión. Contrariamente al criterio hasta entonces sustentado sobre el riesgo que entrañaba efectuar pequeñas asambleas políticas una vez al mes y quizás cada quince días, resolvimos que en adelante debía llevarse a cabo semanalmente un gran mitin.

En aquella época la sala de fiestas de la Hofbräuhaus llegó a tener para nosotros, nacionalsocialistas, una significación casi sacramental. Cada semana un mitin y cada vez más concurrida la sala y cada vez, también, más ferviente el auditorio. En nuestras conferencias discutíamos sobre la "culpabilidad de la guerra", tema del cual nadie se ocupaba en aquellos tiempos; nos interesábamos igualmente por los tratados de paz y, en fin, por todo aquello que, ideológicamente o desde el punto de vista de la agitación política, parecía conveniente o necesario.

Un mitin popular de grandes proporciones formado por excitados elementos proletarios y no por

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flemáticos burgueses y donde se tenía por tema el "Tratado de Versalles", era considerado entonces como un ataque contra la república y como el síntoma de una tendencia reaccionaria si no monárquica. Ya a las primeras palabras que implicaban una crítica para el "Tratado de Versalles" se podía oír en el auditorio la exclamación violenta de la frase estereotipada: ¿Y qué es el Tratado de Brest-Litowsk? "¡Brest-Litowsk!" continuaba gritando la muchedumbre hasta quedar ronca o bien hasta que el orador renunciaba a su propósito de persuadir. Ante un pueblo semejante, uno habría podido darse con la cabeza contra la pared de desesperación. Era un pueblo sordo, reacio a querer comprender que Versalles constituía una deshonra y un oprobio, y que hasta se resistía a reconocer que ese tratado significaba una inicua expoliación contra la nación alemana. El trabajo destructor del marxismo y el veneno de la propaganda enemiga habían anulado la razón de aquellas gentes. En realidad no había derecho para quejarse puesto que la culpa pesaba gravemente sobre nuestra burguesía. ¿Qué había hecho ella para atajar tan terrible obra disociadora y combatirla imponiéndose el deber de abrir paso a la verdad, mediante una labor de difusión popular bien encaminada y minuciosa?

En aquella época era para mí claro el hecho de que para el insignificante núcleo de nuestro movimiento, en sus comienzos, debía dilucidarse la cuestión de la culpabilidad de la guerra, estableciendo la verdad histórica. Ya en aquellos días, sin temer a la impopularidad, al odio ni a la lucha, asumí una actitud abiertamente contraria al criterio dominante con respecto a las grandes cuestiones de un principio, en las cuales toda la opinión pública sostenía un punto de vista erróneo.

Existe naturalmente, sobre todo para un movimiento todavía incipiente, la gran tentación de adherirse y vociferar con los demás cuando un adversario mucho más poderoso ha logrado, gracias a su arte de seducción, inducir al pueblo a una resolución absurda o a adoptar

una actitud falsa. Y esto precisamente cuando unas pocas razones, aunque sólo de mera apariencia, juzgadas desde el punto de vista del propio movimiento, podían colaborar en aquel mismo sentido.

Más de una vez, experimenté casos en os cuales fue necesario el máximum de energía para impedir que la nave de nuestro movimiento se lanzase o mejor dicho, resultase arrastrada por la corriente general artificialmente provocada. Nosotros no hemos "impetrado", por cierto, la gracia de las masas, sino que por doquier hemos afrontado los desvaríos de este pueblo.

En corto tiempo había aprendido algo muy importante, esto es, a arrebatarle al enemigo de la mano el arma de su réplica. Pronto se hizo notorio que nuestros adversarios, particularmente sus oradores controversistas, aparecían en escena con un "repertorio" determinado y en el cual se repetían siempre los mismos argumentos contra nuestros asertos, de tal modo que la sistematicidad del procedimiento permitía deducir que se trataba de un definido y unitario entrenamiento. Y así era en efecto. Aquí nos fue dado conocer la extraordinaria disciplina de la propaganda puesta en acción por nuestros adversarios, y aun hoy me siento orgulloso de haber encontrado el medio de neutralizar la eficacia de esta propaganda y de anular también a sus mismos autores. Dos años más tarde me había hecho maestro en este arte.

En cada uno de los discursos, era esencial orientarse previamente acerca del probable contenido y la forma de las objeciones que podrían ser formuladas en el curso de la discusión. Convenía desde un comienzo mencionar las posibles impugnaciones del adversario y demostrar su inconsistencia.

Esa fue la razón por la que hoy, después de mi primera conferencia sobre el "tratado de paz de Versalles", que dicté para la tropa de mi regimiento en mi calidad de "educador", optara por cambiar el tema hablando en lo sucesivo simultáneamente acerca de los "tratados de paz de Brest-Litowsk y

de Versalles"; pues, a poco tiempo y, a decir verdad, ya en el curso de la primera de mis nuevas conferencias, pude constatar que la gente no tenía en realidad ni la menor idea de lo que era el tratado de Brest-Litowsk, pero que sin embargo, gracias a la hábil propaganda de sus partidos políticos, había sido posible presentar a éste y no al de Versalles, como uno de los actos de violencia más vergonzosos del mundo. La persistencia con que semejante mentira era difundida entre la gran masa del pueblo, hizo que millones de alemanes creyesen ver en el tratado de Versalles una justa compensación para el crimen cometido por nosotros en Brest-Litowsk, considerando, en consecuencia, injusta toda oposición al tratado de Versalles. Y ésta fue también una de las causas que contribuyó a que en Alemania se arraigara aquella tan desvergonzada como monstruosa palabra: "reparación". Simulación canallesca que aparecía realmente ante los ojos de millones de nuestros azuzados compatriotas como la patentización de una justicia superior. ¡Horrible, pero fue así!

En mis conferencias confrontaba ambos tratados, los comparaba, punto por punto, demostrando cuán inmensamente humano era en verdad el tratado de Brest-Litowsk frente a la inhumana crueldad del de Versalles. El resultado debió ser sorprendente. Traté el tema en asambleas de dos mil personas, donde a menudo se concentraba sobre mí la mirada hostil de mil ochocientos. Pero tres horas más tarde me vía rodeado de una muchedumbre poseída de indignación sagrada y de furia inaudita. Una vez más se desarraigaba de los corazones y de los cerebros de miles una gran mentira para en su lugar quedar inculcada una verdad.

Estas asambleas tuvieron para mí, además, la ventaja de haber ido yo adaptándome poco a poco al carácter de un orador de grandes mítines; se me había hecho corriente, el tono patético y la mímica que se requiere para hablar en una gran sala ante un auditorio integrado por miles de seres.

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Al servicio de nuestra labor de difusión pusimos también la propaganda impresa y por eso las primeras asambleas se caracterizaron por la circunstancia de que las mesas se hallaban cubiertas de volantes, periódicos, revistas, folletos, etc., etc. Sin embargo a la palabra hablada le atribuíamos importancia capital, porque en realidad sólo ella es capaz de incoar grandes evoluciones, y esto debido a simples razones de orden psicológico.

El orador tiene en el auditorio al cual se dirige un punto permanente de referencia, siempre que sepa leer en la expresión de sus oyentes hasta qué punto estos son capaces de seguirle y comprender sus ideas y que sepa ver también si la impresión y el efecto producido por sus palabras, conducen al propósito deseado. El escritor, en cambio, nada sabe de sus lectores. En consecuencia, no podrá concentrarse a un determinado público situado al alcance de sus ojos, sino que deberá dar a sus exposiciones un carácter general.

Un impreso de tendencia determinada será leído en la mayoría de los casos únicamente por gentes que ya se cuentan entre los adeptos de esa corriente. Un volante o un anuncio puede quizás, debido a su concisión, contar con la posibilidad de atraer pasajeramente la atención de una persona que piensa de modo diferente. Mejores perspectivas de éxito tiene en este orden la propaganda gráfica en todas sus formas incluso el film. Un gráfico proporciona en tiempo mucho más corto, quisiera decir casi de golpe, una explicación que por escrito se obtendría sólo después de penosa lectura.

El orador se dejará influenciar siempre por la masa, de modo que, instintivamente, fluyen de sus labios justamente aquellas palabras que él necesita para tocar el alma de sus oyentes. Si ve que no le comprenden, formulará sus conceptos en formas tan primitivas y claras que indudablemente el último de todos ha de entenderle; si se percata de que no son capaces de seguirle, entonces desarrollará sus ideas tan cuidadosa y lentamente que el más supino de entre ellos no quedará en zaga; y si,

finalmente, nota que sus oyentes no parecen hallarse convencidos de la veracidad de lo expuesto, optará por repetir lo mismo cuantas veces sea necesario, siempre en forma de nuevos ejemplos, refutando el mismo las objeciones que, sin serle manifestadas, capta él en el seno del auditorio, replicándolas y desmenuzándolas hasta que en definitiva, el último sector de oposición revele, a través de su actitud y de la expresión de los que lo forman, que ha capitulado ante la lógica argumentación del orador.

Además no es raro que se trate de destruir en las gentes prejuicios que no tienen arraigo en su intelecto, sino que inconscientemente están basados únicamente en el instinto. Vencer esa barrera de animadversión instintiva, de odio apasionado y de repulsión preconcebida, es mil veces más difícil que rectificar una opinión científica deficiente o errónea. Las concepciones falsas y la deficiente instrucción, son susceptibles de corregirse mediante la enseñanza; en cambio jamás se rectificarán por el mismo medio, las resistencias del sentimiento. Sólo una llamada a esas fuerzas misteriosas, es capaz de obrar sobre estas resistencias. Muy difícilmente puede lograrlo el escritor, pues quizás sea este poder, privilegio exclusivo del orador.

Lo que al marxismo le dio el asombroso poder sobre las muchedumbres, no fue de ningún modo la obra escrita, de carácter judío, sino más bien la enorme avalancha de propaganda oratoria que, en el transcurso de los años, se apoderó de las masas. Entre cien mil obreros alemanes no hay, por término medio, cien que conozcan la obra de Marx, obra que desde un principio fue estudiada mil veces más por los intelectuales y ante todo por los judíos que por los verdaderos adeptos del marxismo situados en las vastas esferas inferiores del pueblo; ya que tampoco esta obra fue escrita para la masa, sino exclusivamente para los dirigentes intelectuales de la máquina judía de conquista mundial, máquina que se cebó luego con un combustible muy diferente: la prensa. Esto es lo que distingue a la prensa marxista de nuestra prensa burguesa. La prensa marxista está

escrita por agitadores, en tanto que la burguesía, aun queriendo hacer también agitación se sirve sólo de "plumíferos".

Corresponde plenamente a la falta de sentido práctico de la mentalidad alemana, la creencia de que lógicamente el escritor tiene que ser de inteligencia superior al orador.

Tal criterio resulta graciosamente ilustrado por el comentario de un periódico nacionalista, al decir que a menudo decepciones ver publicado el discurso de un orador notable. Esto me recuerda una crítica análoga que conocí durante la guerra. Se analizaba minuciosamente los discursos de Lloyd George, por entonces ministro de municiones, para llegar a la ingeniosa conclusión de que aquellos discursos, moral y científicamente considerados, eran de valor secundario y por lo demás productos banales y simples. Yo mismo recibí en forma de un pequeño folleto algunos de los discursos de Lloyd George y no pude menos de reír a carcajadas pensando que, naturalmente, un vulgar emborronador de cuartillas no podía tener capacidad para comprender aquellas piezas maestras de captación psicológica de las masas. El tal escritorcillo juzgaba aquellos discursos exclusivamente a través de la impresión que habían producido en su mente presuntuosa, cuando en realidad el gran demagogo inglés concretaba sus discursos únicamente al propósito de ejercer la mayor influencia posible sobre la masa de sus oyentes y, en un sentido más amplio, sobre la totalidad de las clases bajas del pueblo. Considerados desde este punto de vista, los discursos de Lloyd George constituían admirables producciones porque testimoniaban un conocimiento verdaderamente asombroso de la psicología de las multitudes.

Compárense estos discursos con el impotente balbuceo de Bethmann-Hollweg . Lo cierto es que aparentemente los discursos de éste eran de más sentido intelectual, pero en realidad no demostraban otra cosa que la incapacidad de aquel hombre para hablar a su pueblo. Que Lloyd George era en ingenio no sólo equivalente, sino mil veces superior

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a un Bethmann.Hollweg, lo comprobó el hecho de que Lloyd George encontró para sus discursos aquella forma y aquella expresión que debieron abrirle el corazón de su pueblo y que a la postre redujeron a ese pueblo a su incondicional voluntad. El sobresaliente talento político de este inglés se manifiesta precisamente en la sencillez de su lenguaje, en lo elemental de sus formas de expresión y en el empleo de ejemplos simples y fácilmente comprensibles.

La asamblea popular es, desde luego, indispensable porque el individuo que, como futuro prosélito de un naciente movimiento, se siente huraño al principio, entregándose fácilmente al temor del aislamiento encuentra allí el cuadro de una comunidad numerosa, lo cual tiene, para la mayoría de las gentes, influencia reconfortante y alentadora.

El mismo individuo formando parte de una compañía o de un batallón, rodeado de todos sus camaradas, se lanzará más desaprensivamente al asalto que cuando se halle solo. Agrupado, sentiríase siempre protegido hasta cierto punto, aunque, prácticamente, mil razones demuestren lo contrario.

El sentimiento de comunidad que inspira la manifestación colectiva no sólo alecciona al individuo, sino que cohesiona y contribuye también a crear el espíritu de cuerpo. La voluntad, el ansia y también la energía de miles, se acumula en cada uno. El hombre que, lleno de dudas y vacilaciones, entra en una tal asamblea, sale de ella íntimamente reconfortado: se convirtió en miembro de la comunidad.

¡Jamás debe olvidar esto el movimiento nacionalsocialista! 

CAPÍTULO SÉPTIMO

La lucha contra el frente rojo

En los años 1919 y 1920 y también en 1921, concurrí personalmente a los llamados mítines burgueses. Siempre me produjeron igual repulsión que en mi niñez la cucharada prescrita de aceite de bacalao. Se debe tomar y se dice que es muy bueno, pero su gusto es horrible.

He conocido a los profetas de una concepción ideológica burguesa y no me sorprende, sino que más bien comprendo ahora, por qué no dan importancia a la palabra articulada. Por entonces visité reuniones de demócratas, de nacionalistas alemanes, del partido populista alemán y del partido populista bávaro (el partido católico de Baviera). Lo que resalta a primera vista era la homogeneidad del auditorio que se componía casi exclusivamente de los miembros del respectivo partido. El conjunto, falto de toda disciplina, parecía más un club de aburridos jugadores de cartas que un mitin del pueblo que acababa de sufrir una gran revolución. Los oradores mismo hacían por su parte todo lo posible para mantener esa atmósfera pacífica. Discurseaban o, mejor dicho, leían discursos del estilo de un ingenioso artículo de prensa o de una disertación científica, evitando toda expresión de tono fuerte y dejando escapar sólo de vez en cuando algún pobre chiste académico ante el cual los miembros del directorio reían consabidamente, no a carcajadas, sino con mesura y con la reserva del caso.

Cierta vez concurrí a una asamblea en la Sala de Wagner de Munich con motivo de conmemorar la batalla de las naciones en Leipzig. En la tribuna se hallaba reunida la mesa directiva: a la izquierda, uno de monóculo, a la derecha otro de monóculo y en medio de ambos uno sin monóculo. Los tres de levita, dando la impresión que se trataba o de un tribunal de justicia que tenía que dictar una sentencia de muerte o de un bautizo solemne; en todo caso más parecía una ceremonia religiosa que otra cosa. El pretendido discurso, que, impreso, habría producido quizá mejor efecto, lo produjo sencillamente desastroso, pues, apenas transcurridos tres cuartos de hora, toda la concurrencia estaba como dominada por un sueño hipnótico.

Ciertamente, en comparación con tales reuniones, las asambleas nacionalsocialistas no eran asambleas "pacíficas". En ellas se estrellaban las corrientes de dos concepciones ideológicas diferentes y concluían no con canciones

patrióticas mecánicamente entonadas, sino con la explosión fanática del sentimiento de patria y de raza.

Ya desde el principio fue una necesidad establecer rigurosa disciplina en nuestras reuniones y a asegurar autoridad absoluta al dirigente de la asamblea. Pues lo que nosotros exponíamos no era la laxa charlatanería de un "conferencista" burgués, sino algo que, en el fondo y la forma se prestaba siempre a provocar la réplica del adversario. Y adversarios habían en nuestras asambleas. Con que frecuencia venían en grupos compactos presididos por algunos agitadores y reflejando en sus fisonomías la convicción: "Hoy daremos al traste con ustedes". Y cuantas veces pedía todo de un hijo y sólo la singular energía del dirigente de la asamblea y la brutal decisión de nuestros encargados de hacer guardar el orden, podían poner coto a los propósitos de nuestros adversarios.

Y tenían motivo suficiente para sentirse provocados.

Bastaba ya el color rojo de nuestras proclamas para atraerlos al local de nuestras asambleas. La burguesía corriente se mostraba extremadamente indignada al pensar que también nosotros nos hubiésemos apoderado del rojo de los bolchevistas, y creía ver en esto algo de doble sentido.

Habíamos elegido el color rojo para nuestras proclamas, después de minuciosa y honda reflexión, buscando con ello provocar a los de izquierda, hacer que montasen en cólera y así inducirles a que concurrieran a nuestras asambleas, aunque sólo fuese con la intención de molestarnos; mas de este modo nos daban la ocasión de hacerles escuchar nuestra palabra.

Cuán gracioso nos fue, en aquellos años, constatar de cerca, en el cambio continuo de la táctica de nuestros adversarios, la desorientación y la impotencia que les dominaba. Se dirigían llamadas al "proletariado consciente de su clase" invitándola a concurrir en masa a nuestras asambleas para reducir con el puño proletario a los representantes de la "agitación

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monárquica y reaccionaria".

Nuestras asamblea estaban repletas de obreros ya tres cuartos de hora antes de que comenzasen. Semejaban un barril de pólvora, capaz de explotar en cualquier momento, teniendo ya la mecha encendida. Mas, los hechos se produjeron siempre de otro modo. Aquellas gentes entraban como adversarios y salían, si no convencidos de nuestra causa, por lo menos imbuidos de espíritu reflexivo y hasta crítico, respecto de su propia doctrina.

Cuando al fin de dos, tres y muchas veces de ocho y diez asambleas, quedó establecido que el sabotear nuestras reuniones era más fácil en la teoría que en la práctica y que el resultado de cada una de nuestras asambleas, significaba un nuevo desmembramiento de las fuerzas rojas, se lanzó el lema contrario: "¡Proletarios, socios y socias. No concurráis a las asambleas de los agitadores nacionalsocialistas!"

La misma táctica, eternamente vacilante, podía observarse también en la prensa roja. De pronto, se ensayaba ignorarnos por completo para luego persuadirse de la ineficacia de ese método y volver a echar mano del procedimiento contrario. Se había comenzado por tratarnos como a verdaderos criminales de la humanidad. Artículo tras artículo, puntualizando nuestra pretendida criminalidad, documentándola siempre de nuevo con historias de escándalos y otras cosas, aunque todas inventadas de A a Z, completaban la obra difamatoria.

Entonces adopté el punto de vista que fuera como fuese -y se mofasen o renegasen de nosotros, ya nos presentasen como polichinelas o como criminales- lo importante era que nos mencionaran, que se ocupasen constantemente de nosotros y que, poco a poco, resultáramos ante los ojos del obrero, realmente como el único poder al cual se combatía. Lo que en verdad éramos somos y lo que en verdad queríamos, ya habríamos de mostrárselo un buen día a la jauría israelita de la prensa.

Una de las razones por la que en aquellos tiempos no se llegó a sabotear directamente nuestras asambleas, fue también, por cierto, la increíble cobardía de los dirigentes de nuestros adversarios. En todas las situaciones críticas se concretaban a destacar por delante a unos cuantos mozalbetes mientras ellos esperaban fuera del local el resultado del proyectado sabotaje.

En aquel tiempo, nos vimos forzados a velar nosotros mismos por el mantenimiento del orden en nuestras reuniones, ya que jamás podían contar con la protección de las autoridades; contrariamente, sabíamos por experiencia que esa protección favorecía siempre a los perturbadores pues, el único resultado efectivo de la intervención de la autoridad, esto es, la policía, era la disolución de la asamblea, es decir, su clausura. Y no otro era en verdad el intento y la finalidad que perseguían los saboteadores enemigos. A decir verdad, la policía ha hecho escuela de una práctica que, por su ilegalidad, constituye lo más monstruoso que uno pueda imaginarse. Cuando, por medio de amenazas, las autoridades se dan cuenta de que existe el peligro de que se sabotee una reunión, en lugar de arrestar a los provocadores, se prohíbe a los inocentes la realización de la asamblea; procedimiento del cual el tipo corriente de autoridad policíaca se siente muy orgulloso calificándolo como "medida preventiva para evitar una infracción de la ley".

En relación con todo esto había que considerar aún lo siguiente: Toda asamblea protegida únicamente por la policía, desacredita a sus organizadores ante los ojos de la gran masa.

Nuestro joven partido debía, pues, velar por sí, defenderse así mismo y destruir también por sí sólo al terrorismo del adversario.

Dos condiciones garantizaban la seguridad de nuestras asambleas:

I) Una mano dirigente enérgica y psicológicamente apropiada.

II) La presencia de un grupo organizado para hacer guardar el orden.

Cuando, por entonces, los nacionalsocialistas celebrábamos una asamblea, nosotros mismos y no otros éramos los soberanos. Más de una vez ocurrió que un puñado de nuestros camaradas se impuso heroicamente sobre una masa furiosa y violenta de elementos rojos. Seguramente que a la postre habría podido ser dominado aquel puñado de quince o veinte hombres, pero los otros sabían muy bien que antes, se les hundiría el cráneo al doble o al triple número de ellos. Y a esto no querían arriesgarse.

Como brillaban los ojos de mis muchachos cuando les explicaba la necesidad de su misión y les recalcaba que la mayor sabiduría del mundo será siempre inútil mientras no se halle respaldada por una fuerza que la proteja y defienda, y que la dulce diosa de la paz puede aparecer sólo al lado del dios de la guerra, como que toda obra grande de esa paz, necesita la protección y el apoyo de la fuerza. Alcancé a inspirarles una idea mucho más viva de la que tenían sobre el servicio militar obligatorio. No en el sentido estereotipado del espíritu de viejos y anquilosados funcionarios al servicio de la autoridad muerta de un Estado que había dejado de ser, sino con plena conciencia del deber que le impone al individuo el sacrificio de su vida por la existencia del conjunto de su pueblo, en todo tiempo y en todo caso.

¡Y como actuaron esos muchachos después!

Como enjambre de avispas caían sobre los perturbadores de nuestras asambleas, fuese cual fuere la proporción numérica de éstos, sin temor a ser heridos, dispuestos a todo sacrificio y plenos siempre de la gran idea de abrirle paso a la sagrada misión de nuestro movimiento.

Ya en el verano de 1920 nuestra organización destinada al mantenimiento del orden fue adquiriendo poco a poco formas precisas y en la primavera de 1921 se formaron compañías de a cien hombres, subdivididas a su vez en grupos. Y esto resultó indispensable por lo mismo que, entre tanto, la actividad asambleísta del partido había ido aumentando

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constantemente.

La organización de nuestras tropas de orden, trajo consigo la solución de una cuestión muy importante: Hasta entonces el movimiento no poseía una insignia especial ni menos una bandera del partido. La ausencia de tales símbolos suponía inconvenientes no sólo momentáneo, sino que también era, para el porvenir, cosa inadmisible. Los inconvenientes consistían, ante todo, en el hecho de que nuestros correligionarios carecían en absoluto de un signo exterior que revelase su pertenencia y que, por otra parte, caracterizara el movimiento con una enseña como símbolo opuesto al emblema de la Internacional.

Más de una vez tuve en mi juventud ocasión de darme cuenta y penetras instintivamente la enorme significación psicológica que entraña un tal símbolo. Después de la guerra, vi en Berlín un mitin marxista delante del palacio real. Un mar de banderas rojas, de brazaletes rojos y de flores rojas, daban a esta demostración, aproximadamente de ciento veinte mil personas, un aspecto exterior muy imponente, y yo mismo sentía y comprendía la facilidad con que el hombre del pueblo se deja dominar por la magia seductora de un espectáculo de tan grandiosa apariencia.

La clase burguesa que, políticamente no tiene ni representa en verdad concepción ideológica alguna, carecía por consiguiente de un símbolo propio; constaba de "patriotas" y llevaba por doquier los colores del Reich de la postguerra .

La bandera negro-blanco-rojo del antiguo imperio fue nuevamente adoptada por los llamados partidos nacionalburgueses.

No cabe duda de que el símbolo de una época que fue dominada por el marxismo en condiciones y circunstancias poco gloriosas, mal puede servir de emblema para destruir, en nombre de éste, ese mismo marxismo. Por sagrados y queridos que fuesen los antiguos colores para todo buen alemán que combatió bajo sus pliegues y vió el sacrificio de tantos, esos colores de belleza única y de factura lozana y

fresca, no se prestaban para constituir el símbolo de una lucha del porvenir.

Contrariamente a los políticos burgueses, siempre sostuve dentro de nuestro movimiento el punto de vista de que para la nación alemana significaba una verdadera suerte haber perdido la antigua bandera. Desde el fondo de nuestros corazones deberíamos dar gracias al destino de que haya querido preservar a nuestra gloriosa bandera de guerra de todos los tiempos, del oprobio de servir de sábana para la prostitución más vergonzosa.

Nosotros, los nacionalsocialistas, no podemos ver en la antigua bandera del Reich un símbolo expresivo de nuestra propia actividad, pues, no aspiramos a hacer resucitar el Imperio que cayó víctima de sus propios defectos, sino más bien a erigir un nuevo Estado. El movimiento que, en este sentido, lucha ahora contra el marxismo, tenía desde entonces, que llevar en su bandera el símbolo del nuevo Estado.

La cuestión de nuestra bandera, es decir, lo relacionado con su aspecto, nos preocupó por entonces muy intensamente. De todos lados recibíamos sugestiones bien intencionadas, pero carentes de valor práctico. Por mi parte me pronuncié por la conservación de los antiguos colores, no sólo porque, como soldado, son para mí lo más sagrado de la vida, sino también por su efecto estético ya que mejor que cualquier otra combinación armonizan con mi propio modo de sentir. Yo mismo, después de innumerables ensayos, logré precisar una forma definitiva: sobre un fondo rojo, un disco blanco y en el centro de éste, la cruz gamada en negro. Igualmente, después de largas experiencias, pude encontrar una relación apropiada entre la dimensión de la bandera y la del disco y entre la forma y tamaño de la swástica. Y así quedó.

Inmediatamente se mandaron confeccionar brazaletes de a misma combinación para nuestras tropas de orden, esto es, un brazalete rojo sobre el cual aparece el disco blanco y la swástica negra. También la insignia del partido fue creada

siguiendo las mismas directrices.

En el verano de 1920 lucimos por primera vez nuestra bandera. Correspondía admirablemente a la índole de nuestro naciente movimiento: jóvenes y nuevos eran ambos.

¡Y es realmente un símbolo! No sólo porque mediante esos colores, ardientemente amados por nosotros y que tantas glorias conquistaron para el pueblo alemán, testimoniamos nuestro respeto al pasado, sino porque eran también la mejor encarnación de los propósitos del movimiento. Como socialistas nacionales, vemos en nuestra bandera nuestro programa. En el rojo, la idea social del movimiento; en el blanco la idea nacionalista y en la svástica la misión de luchar por la victoria del hombre ario y al mismo tiempo, por el triunfo de la idea del trabajo productivo, idea que es y será siempre antisemita.

Dos años más tarde, cuando nuestra tropa de orden se había convertido en una "sección de asalto" (SA Sturm Abteilung) que abarcaba muchos miles de hombres, se hizo necesario darle a esta organización de lucha de la nueva concepción ideológica, un símbolo especial de la victoria: el estandarte.

Por entonces no existía, fuera de los partidos marxistas, ningún partido, especialmente de carácter nacional, que hubiese podido preciarse de organizar mítines populares tan imponentes como los nuestros. La sala de Münchener-Kindl-Keller en Munich, que puede dar cabida a cinco mil personas, estuvo más de una vez atestada hasta reventar; quedaba un solo local cuya enorme capacidad había hecho que no nos atreviéramos aun a tomarlo como lugar de reunión, en el Circo Krone.

En los últimos días de enero de 1921, volvieron a presentarse graves incidencias para Alemania. La Convención de París, que obligaba al Reich a pagar la absurda suma de cien mil millones de marcos oro, debía ser puesta en vigencia en forma del ultimátum de Londres.

Con este motivo, una cooperativa de las llamadas asociaciones

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nacionalistas, existente desde hacía largo tiempo en Munich, había querido organizar un mitin general de protesta. Entretanto, pasaron los días insensiblemente; los grandes partidos no habían tomado ni la menor nota del tremendo suceso y la cooperativa misma no pudo resolverse a fijar la fecha de la demostración proyectada.

El martes, 10 de febrero de 1921, exigí urgentemente una definitiva decisión. Se me había pedido que esperara hasta el miércoles y ese día insistí en obtener de todos modos una clara información sobre si la asamblea tendría al fin lugar y cuándo. La respuesta fue nuevamente evasiva e imprecisa. Se decía que se tenía la "intención" de reunir la cooperativa para el miércoles siguiente.

Ante semejante estado de cosas, se me había agotado la paciencia y acabé por organizar yo mismo el mitin de protesta. El miércoles al medio día, dicté a máquina, en diez minutos, el texto de la proclama y al mismo tiempo ordené alquilar para el día siguiente, jueves 3 de febrero, el local del Circo Krone.

Por entonces, esto significaba exponerse a un enorme riesgo; no sólo porque era dudoso llegar a llenar tan enorme local, sino también porque se corría el peligro del sabotaje. Pero una sola cosa era segura: que el fracaso podía significar un retroceso de varios años para el desarrollo del movimiento.

Para pegar las proclamas no disponíamos más que de un solo día, esto es, el jueves mismo. Por desgracia, llovía ya por la mañana y parecía fundado el temor de que en tales circunstancias, mucha gente prefería quedarse en casa a concurrir con lluvia y nieve a una asamblea donde posiblemente habría muertos y heridos.

Dos camiones, que hice alquilar, fueron decorados de rojo y provistos de algunas banderas nuestras; cada uno de los camiones iba ocupado por quince o veinte correligionarios, con la orden de recorrer diligentemente las calles de la ciudad, distribuir volantes, en una palabra, hacer propaganda para el mitin de la noche. Esta fue la primera vez que se

vio circular camiones con banderas rojas conduciendo elementos no marxistas.

A las siete de la noche, el local del circo no estaba todavía suficientemente concurrido. Cada diez minutos se me informaba por teléfono y me sentía un tanto inquieto. No obstante, al poco tiempo vinieron informaciones más favorables.

Cuando entré en el amplio local, experimenté la misma sensación de alegría que un año antes al realizarse nuestra primera reunión en la sala de fiestas de la Hofbräuhaus en Munich. Tuve que abrirme paso entre el apiñado público y cuando llegué a la tribuna pude darme cuenta de la magnitud del éxito. Más de 5.600 entradas habían sido vendidas y si a esto se añadía el número de los sin trabajo, estudiantes pobres y los elementos de nuestra guardia encargada de mantener el orden, posiblemente la concurrencia pasaba de 6.500 personas.

"El porvenir o la ruina". Tal era el tema de mi conferencia. Hablé aproximadamente por espacio de dos horas y media, y ya, después de los primeros treinta minutos, supe que el mitin alcanzaría un éxito grandioso, porque sentía el contacto con aquellos miles de individuos. A partir de la primera hora, los aplausos con exclamaciones espontáneas cada vez mayores, empezaron a interrumpir mi discurso para luego, después de la segunda hora, volver a aplacarse y quedar el público sumido en aquel silencio religioso que, en ocasiones posteriores, tantas y tantas veces debí volver a experimentar en aquel mismo local. En cuanto hubo pronunciado la última palabra, estalló el entusiasmo popular en máximo fervor patriótico, cantando el himno nacional "Deutschland ubre alles".

Las gacetas burguesas publicaron fotografías y comentarios mencionando únicamente que se había tratado de una demostración "nacional" y omitiendo en su "modestia característica" citar los nombres de los organizadores.

Después de aquella iniciación en 1921, intensifiqué considerablemente nuestra actividad

asambleísta en Munich, optando por celebrar en adelante no sólo una reunión, sino muchas veces dos y hasta tres por semana, en el verano y al finalizar el otoño. Nuestros mítines se realizaron siempre en el local del Circo Krone y con íntima satisfacción pudimos constatar que cada vez teníamos el mismo éxito.

El resultado fue una creciente adhesión al movimiento y un aumento notable del número de miembros del partido.

Es natural que ante semejantes éxitos no quedaran inactivos nuestros adversarios. Y es así como se resolvieron a llevar a cabo en un último esfuerzo un acto de terrorismo que definitivamente pusiese fin a nuestra actividad asambleísta.

Para el encuentro decisivo, habían elegido una de nuestras reuniones en la sala de fiestas de la Hofbräuhaus, donde yo debía hablar. En efecto, el 4 de noviembre de 1921, entre las 6 y 7 de la tarde, recibí las primeras informaciones concretas anunciando que nuestra asamblea de aquella noche sería saboteada a toda costa.

Fue atribuible a una infeliz circunstancia, no haber podido tener antes tal comunicación. Aquel mismo día habíamos desocupado nuestra venerable oficina en la Sterneckergasse en Munich, para trasladarnos a otra, es decir, habíamos dejado el antiguo local, sin poder aun instalarnos en el nuevo, debido a que en éste se hacían todavía trabajos preparatorios. El teléfono tampoco estaba expedito y he aquí porque resultaron en vano muchas tentativas encaminadas a informarnos telefónicamente sobre el proyectado sabotaje.

La consecuencia de esto fue que nuestra asamblea de aquella noche iba a estar protegida solamente por un grupo escaso de nuestra guardia de orden. Su número no pasaba de cuarenta y seis. Como nuestra organización de alarma no estaba todavía suficientemente perfeccionada, hubiera sido imposible por la noche, en el término de una hora, disponer de un conveniente refuerzo.

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Cuando a las ocho menos cuarto llegué al vestíbulo de la Hofbräuhaus, no podía ya dudarse de la intención de nuestros adversarios. La sala se hallaba repleta y por eso la policía clausuró la entrada. Nuestros enemigos, que habían tenido buen cuidado de venir muy temprano, llenaban la sala, mientras que nuestros adeptos quedaron en su mayor parte fuera. El pequeño grupo de las S.A. esperaba en el vestíbulo y ordené formar a los cuarenta y seis hombres que la componían. Les dije a mis muchachos que seguramente aquella noche, por primera vez, tendrían que probar, a sangre y fuego, su fidelidad al movimiento y que ninguno de nosotros debería salir del local salvo que nos sacasen muertos; dije que yo personalmente quedaría en la sala y que jamás podría imaginar que uno solo de ellos fuese capaz de abandonarme; finalmente, subrayé que si viese que alguno se portaba como un cobarde yo mismo le arrancaría el brazalete y la insignia del partido. Luego les insté a reaccionar inmediatamente contra la menor tentativa de sabotaje, sin olvidar ni por un momento que la mejor forma de defensa es siempre el ataque.

La exclamación "¡Heil!" pronunciada tres veces, más vigorosamente que nunca, fue la respuesta a mis palabras.

Una vez en la sala, puede apreciar la situación con mis propios ojos. Los concurrentes estaban apiñadamente sentados y me esperaban ya con penetrantes miradas. Infinidad de fisonomías llenas de odio se tornaban hacia mí, en tanto que otros me dirigían insultos seguidos de irónicas gesticulaciones. Estaban convencidos de su superioridad numérica y querían demostrarlo.

A pesar de todo, la asamblea fue inaugurada y empecé mi discurso.

Más o menos después de hora y media -había podido hablar durante ese tiempo no obstante las constantes interrupciones- un pequeño error psicológico que cometí al contestar una interrupción, y de lo cual yo mismo me di cuenta apenas hube respondido, dio ocasión a la señal de ataque.

Gritos furiosos y de repente un hombre que salta sobre una silla y exclama: "¡Libertad!" A la señal dada los "campeones" de la libertad comenzaron su obra.

Pocos instantes después dominaba en el local el bramido de una inmensa horda humana sobre la cual volaban cual descargas de obuses infinidad de vasos de cerveza, y en medio de todo, el crujir de silletazos, vasos que se estrella, chillidos estridentes y silbatina.

El espectáculo era salvaje.

Yo quedé de pie en mi puesto y desde allí pude observar cómo todos mis muchachos cumplieron su deber admirablemente.

Apenas había principiado la danza entraron mis "hombres de asalto", como desde entonces les llamé. Cual lobos, en grupos de ocho o diez, caían sucesivamente sobre sus adversarios y poco a poco fueron éstos arrollados y echados del recinto. No habían transcurrido cinco minutos cuando vi que casi todos los míos sangraban y estaban heridos. A cuántos de ellos me fue dado conocerles precisamente entonces. A la cabeza, mi bravo Maurice, además, mi actual secretario privado Hess y muchos otros que, aun gravemente heridos, atacaban siempre de nuevo mientras podían mantenerse en pie. En uno de los rincones, al fondo de la sala, quedaba todavía un considerable bloque de adversarios que oponía tenaz resistencia. Inesperadamente detonaron dos tiros de revólver disparados desde la entrada de la sala, y con esto se inició un tremendo tiroteo. A partir de este momento era imposible precisar de donde venían los disparos, pero una cosa pude establecer claramente: desde aquel instante el ardor combativo de mis muchachos sangrantes había llegado al paroxismo, acabando por arrojar de la sala vencidos a los últimos perturbadores.

Pasaron aproximadamente veinticinco minutos. En la sala parecía como si hubiese estallado una granada. Muchos de mis correligionarios heridos, fueron curados de urgencia, otros fueron transportados por la ambulancia,

pero a pesar de todo habíamos quedado dueños de la situación. Hermann Esser, que aquella noche presidía la reunión, declaró: "La asamblea continúa. La palabra la tiene el conferenciante" Y continué hablando.

Ya habíamos clausurado la reunión cuando entró de prisa y muy excitado un oficial de policía, moviendo nerviosamente los brazos y gritando: "La asamblea queda disuelta".

Sin querer tuve que reírme, ante semejante alarde auténticamente policíaco.

Realmente, mucho habíamos aprendido aquella noche y nuestros adversarios mismos no olvidaron jamás la lección recibida. 

CAPÍTULO OCTAVO

El fuerte es más fuerte cuanto está solo

En el capítulo precedente, he mencionado la existencia de una cooperativa de asociaciones alemanas nacionalracistas. Ahora deseo ocuparme brevemente del problema.

Por lo general se comprende bajo la denominación "cooperativa de trabajo" un grupo de asociaciones que, con el fin de facilitar su labor, se someten ente sí a recíprocas obligaciones, eligiendo un directorio común con más o menos facultades, para luego poder llevar a cabo una acción conjunta. De esto se infiere que ha de tratarse de sociedades, asociaciones o partidos cuyos propósitos y procedimientos no se diferencien demasiado los unos de los otros. Existe la difundida convicción de que una tal cooperativa alcanza un enorme incremento de fuerza de acción y que, automáticamente, transforma en una potencia a los grupos que la componen, por sí solos débiles y pequeños.

Esta creencia es errónea en la mayoría de los casos.

A mi modo de ver, es interesante y necesario para una comprensión mejor de la cuestión, dilucidar cómo se forman las sociedades, asociaciones, etc. Un hombre proclama una verdad, preconiza la

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solución de un determinado problema, expone una finalidad y crea por último un movimiento destinado a servir a su propósito. Así es cómo se funda una asociación o un partido que, de acuerdo con su respectivo programa, debe conducir a la supresión de anomalías existentes o a determinar un nuevo estado de cosas.

Tan pronto como ha quedado iniciado, un movimiento de esta índole, entra prácticamente en posesión de un cierto derecho de prioridad.

Sería natural y comprensible que todos aquellos que persiguen una misma finalidad, se incorporen a un tal movimiento reformándolo para, de esta manera, servir mejor a la idea común. El que esto no sea así, puede atribuirse a dos causas. La primera querría yo calificarla de casi trágica, en tanto que la segunda, tiene un fondo miserable y hay que buscarla en la flaqueza de la naturaleza humana.

La causa trágica, reside en que cuando se trata del cumplimiento de un determinado cometido, los hombres no se concretan a reunirse en una agrupación única, a pesar de que por lo general en el mundo toda acción grandiosa marca la realización de un deseo ha tiempo latente en millones de corazones; un anhelo acariciado por muchos en silencio.

Corresponde al carácter de los grandes problemas contemporáneos el que miles de individuos se empeñen en su solución y que muchos de ellos se consideren predestinados o bien que el destino mismo proponga varias soluciones a la prueba de selección, para hacer que a la postre, en el libre juego de fuerzas, se incline la victoria final a favor del más fuerte, esto es, del más apto y capaz de resolver el problema. Sin embargo, la persuasión de que justamente ese hombre es el predestinado exclusivo, suele la más de las veces llegar tarde a la conciencia de los demás.

Es así como en el transcurso de los siglos y muchas veces dentro de una misma época, aparecen hombres diferentes que crean movimientos encaminados a defender finalidades

comunes o por lo menos consideradas como análogas por la gran masa.

Lo trágico está en que aquellos hombres, sin conocerse entre sí, aspiran a llegar al mismo objetivo por caminos totalmente diferentes. Íntimamente convencidos de su propia misión, se creen obligados a ir cada uno asiladamente por su ruta.

Pero, ¿cómo podrá apreciarse desde fuera si el rumbo elegido es bueno o malo, si al no darse paso al libre juego de fuerzas, se sustrae al juicio doctrinal de hombres infatuados de su saber, la decisión definitiva, para dejarla librada a la irrefutable prueba del éxito visible que, en último análisis, confirmará siempre la conveniencia y utilidad de una acción?

En la Historia vemos que, a juicio de la mayoría, las dos posibilidades que se hubieran podido elegir para solucionar el problema alemán y cuyos gestores principales eran Austria y Prusia -los Habsburgo y los Hohenzollern- debieron haber sido desde un comienzo fusionadas en una sola. Siguiendo ese criterio debióse, contando con energías cohesionadas, confiar indiferentemente en la conveniencia de cualquiera de las dos posibilidades. En tal caso se habría optado por el camino de la parte más representativa que por entonces era Austria; pero está fuera de duda que la orientación austríaca nunca hubiera conducido a la creación de un Reich alemán.

La cuestión de la fundación de ese Reich, no fue el fruto de una voluntad común puesta al servicio de un procedimiento también común, sino más bien el resultado de una lucha consciente y a veces inconsciente por la hegemonía política, lucha de la cual surgió a la postre la Prusia vencedora. Y quien no niegue la verdad, ofuscado por la política partidista, tendrá que reconocer que la pretendida sabiduría humana jamás hubiera llegado a una decisión tan sabia como aquella a que llegó la sabiduría de la vida, esto es, que el libre juego de fuerzas, quiso que fuera realidad. En efecto, ¿quién hubiera creído seriamente, hace doscientos años, en

los países alemanes, que la Prusia de los Hohenzollern y no el reino de los Habsburgo iba a convertirse un día en el núcleo creador y directriz del nuevo Reich? En cambio, ¿quién podría hoy desconocer que de ese modo obró mejor el destino? ¿Y quién sería capaz de figurarse un Reich alemán basado en los principios de una dinastía corrupta y degenerada, como la de los Habsburgo?.

No, el desarrollo natural debió colocar al mejor en el puesto que le correspondía, ciertamente después de una lucha de siglos.

Así fue y así será eternamente.

Por eso no es de lamentar que, en un comienzo, hombres de lucha, diferentes, se encaminen en pos del mismo objetivo. El más vigoroso y el más diligente se revelará entonces y será el vencedor.

Existe aún a menudo una segunda causa, por la que en la vida de los pueblos, movimientos análogos en apariencia tratan de alcanzar, por caminos diferentes, un objetivo aparentemente también análogo. Esta causa es no sólo trágica, sino infinitamente miserable. Radica en la infeliz mezcla de emulación, envidia, ambición e inclinación a la ratería, características que desgraciadamente se encuentran reunidas en ciertos sujetos de la humanidad.

Bastará que uno vaya por un nuevo camino para que muchos haraganes paren mientes presintiendo algún buen bocado al fin de la jornada. Ahora bien, creado el nuevo movimiento y formulado su programa, afluyen tales gentes aseverando que persiguen el mismo objetivo. Pero de ningún modo los guía un propósito sincero al incorporarse a un tal movimiento y reconocer la prioridad de éste, sino que se concretan a robarle su programa para luego fundar a base de él un partido propio.

Ciertamente la fundación de toda aquella serie de grupos, partidos, etc., llamados "nacionalistas" que tuvo lugar en los años de 1918-19, fue el resultado del natural desenvolvimiento de las cosas y sin mala intención por parte de sus impulsores. Ya en 1920, la

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N.S.D.A.P. y la D.S.P. habían nacido inspirándose ambas en los mismos propósitos, pero no obstante independientemente la una de la otra. Por cierto que Julius Streicher estuvo al principio íntimamente convencido de la misión y del futuro de su movimiento; empero, tan pronto como llegara a reconocer de manera clara e indubitable el vigor y el crecimiento de la N.S.D.A.P., mayores a los de su propio partido, suspendió sus actividades e instó a sus correligionarios a que se engranasen en el movimiento triunfante de la N.S.D.A.P. y continuaron luchando desde esas filas por el objetivo común. Decisión sumamente correcta, aunque muy grave desde el punto de vista personal.

De esta suerte no resultó pues ninguna división durante aquella primera época de nuestro movimiento. Lo que hoy caracterizamos con la palabra "división nacionalista de partidos" debe exclusivamente su existencia a la segunda de las causas que he mencionado.

Repentinamente surgieron programas políticos plagiados del nuestro; se proclamaron principios tomados del conjunto de nuestras ideas; precisáronse objetivos por cuya consecución hacía años que luchábamos y se eligieron, por último, caminos ya trillados por la N.S.D.A.P.

Todo lo que era incapaz de mantenerse en pie sobre sus propias bases, acabó por fusionarse en cooperativas de trabajo, partiendo seguramente de la convicción de que ocho cojos, apoyados mutuamente, pueden constituir un gladiador.

Jamás debe olvidarse que todo lo realmente grande en este mundo, no fue obra de coaliciones, sino el resultado de la acción triunfante de uno solo. Las grandes revoluciones ideológicas de trascendencia universal son imaginables y factibles únicamente como luchas titánicas de grupos individuales y nunca como empresas fruto de coaliciones.

En consecuencia, el Estado nacionalsocialista jamás será creado por la voluntad convencional de una "cooperativa nacionalista", sino sólo

gracias a la férrea voluntad de un movimiento único que sepa imponerse por encima de todos los demás.

CAPÍTULO NOVENO

Ideas básicas sobre el objetivo y la organización de las S.A.

La revolución de 1918 en Alemania, abolió la forma monárquica de gobierno, disoció el ejército y la administración pública y quedó librada a la corrupción política. Con esto se destruyeron también los fundamentos de lo que se denomina la autoridad del Estado, la cual reposa casi siempre, sobre tres elementos que, esencialmente, son la base de toda autoridad.

El primer fundamento inherente a la noción de autoridad es siempre la popularidad. Pero una autoridad que sólo descansa sobre este fundamento es en extremo débil, inestable y vacilante. De ahí que todo representante de una autoridad cimentada exclusivamente en la popularidad; tenga que esforzarse por mejorar y asegurar la base de esta autoridad mediante la formación del poder.

En el poder, esto es, en la fuerza, vemos representado el segundo fundamento de toda autoridad; desde luego, un fundamento mucho más estable y seguro, pero siempre más eficaz, que la popularidad.

Reunidas la popularidad y la fuerza, pueden subsistir un determinado tiempo y con esto, se crea el factor tradición que es el tercer fundamento que consolida la autoridad. Sólo cuando se aunan los tres factores; popularidad, fuerza y tradición, puede una autoridad considerarse inconmovible.

Si bien es cierto que la revolución logró demoler, con su impetuoso golpe, el edificio del antiguo Estado, no es menos cierto que esto se debió, en último análisis, a la circunstancia de que el equilibrio normal, dentro de la estructura de nuestro pueblo, se hallaba ya destruido por la guerra.

Cada pueblo, en su conjunto, consta de tres grandes categorías: por una parte, un grupo extremo formado por el mejor elemento

humano, en el sentido de la virtud y que se caracteriza por su valor y su espíritu de sacrificio; en el extremo opuesto, la hez de la humanidad, mala en el sentido de ser el espécimen del egoísmo y el vicio. Entre ambos extremos, se sitúa la tercera categoría, que en la vasta capa media de la sociedad, en la cual no se refleja ni deslumbrante heroísmo, ni bajo instinto criminal.

Los períodos de florecimiento de un pueblo se conciben únicamente gracias a la hegemonía absoluta del extremo positivo representado por los buenos elementos.

Los períodos de desarrollo normal y regular, o lo que es lo mismo, de una situación estable, se caracterizan y subsisten mientras dominan los elementos de la categoría media, en tanto que los dos extremos se equilibran o se anulan recíprocamente.

Finalmente, las épocas de decadencia de un pueblo, son el resultado de la preponderancia de los elementos malos.

Concluida la guerra, Alemania ofrecía el siguiente cuadro: La clase media, la más numerosa de la nación, había rendido cumplidamente su tributo de sangre; el extremo bueno se había sacrificado casi íntegramente con heroísmo ejemplar; el extremo malo, en cambio, acogiéndose a leyes absurdas y, por otra parte, debido a la no aplicación de las sanciones del código militar, quedó desgraciadamente intacto.

Esta hez, bien conservada, de nuestro pueblo, fue la que después hizo la revolución y pudo hacerla sólo porque el extremo bueno de la nación había dejado de ser.

Sin embargo, difícilmente podía una autoridad apoyarse en forma duradera sobre la "popularidad" de los saqueadores marxistas. La república "antimilitarista" necesitaba soldados. Mas, como el sostén primordial y único de su autoridad de Estado, es decir, su popularidad, radicaba sólo en una comunidad de rufianes, ladrones, salteadores, desertores y emboscados -en una palabra, en aquella categoría que hemos venido en llamar el extremo

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malo de la nación- vano esfuerzo era el tratar de reclutar en estos círculos hombres dispuestos a sacrificar la propia vida en servicio del nuevo ideal, ya que aquellos no aspiraban en modo alguno a consolidar el orden y el desenvolvimiento de la república alemana, sino simplemente al pillaje a costa de la misma. Los que verdaderamente personificaban el pueblo, podían gritar hasta desgañitarse sin que nadie les respondiese desde aquellas filas.

Por aquel entonces se presentaron numerosos jóvenes alemanes dispuestos a vestir de nuevo el uniforme de soldado, para ponerse -como se les había hecho creer- al servicio de la "tranquilidad y el orden". Se agruparon como voluntarios en formaciones libres y aunque sentían ensañado odio contra la revolución marxista, inconscientemente empezaron a protegerla consolidándola prácticamente.

El auténtico organizador de la revolución y su verdadero instigador -el judío internacional- había medido justamente las circunstancias del momento. El pueblo alemán no estaba todavía madura para ser arrastrado al sangriento fango bolchevique, como ocurrió con el pueblo ruso. En buena parte se debía esto a la homogeneidad racial existente en Alemania entre la clase intelectual y la clase obrera; además, a la sistemática penetración de las vastas capas del pueblo con elementos de cultura, fenómeno que encuentra paralelo sólo en los otros Estados Occidentales de Europa y que en Rusia es totalmente desconocido. Allí, la clase intelectual estaba constituida, en su mayoría, por elementos de nacionalidad extraña al pueblo ruso o por lo menos de raza no eslava.

Tan pronto como en Rusia fue posible movilizar la masa ignara y analfabeta en contra de la escasa capa intelectual que no guardaba contacto alguno con aquélla, estuvo echada la suerte de este país y ganada la revolución. El analfabeto ruso quedó con ello convertido en el esclavo indefenso de sus dictadores judíos, los cuales eran lo suficientemente perspicaces para hacer que su férula llevase el sello de

la "dictadura del pueblo".

Si independientemente de los defectos evidentes del antiguo Estado, tomados como causa, nos preguntamos el porqué del éxito de la revolución de 1918 como acción en sí, llegaremos a estas conclusiones:

1º Porque la noción del cumplimiento del deber y la obediencia estaban estratificadas en nosotros.

2º A causa de la cobarde pasividad observada por nuestros llamados partidos conservadores.

A esto conviene añadir:

Que el anquilosamiento de las nociones del cumplimiento del deber y de la obediencia, tenía su honda raíz en la índole de nuestra educación carente de sentido nacional y orientada netamente hacia el Estado. De ahí resulta el desconcierto entre medios y fines. La conciencia y la noción del cumplimiento del deber, así como la obediencia, no son fines en sí, como tampoco el Estado es un fin en sí mismo; todos juntos deben constituir los medios conducentes a facilitar y garantizar la existencia en este mundo a una comunidad de seres psíquica y físicamente afines.

En la hora crítica en que un pueblo, debido a los manejos de unos cuantos malhechores, sucumbe visiblemente para quedar a merced de la más dura humillación, la obediencia y el cumplimiento del deber para con aquellos, es formulismo doctrinario, es locura. Según el concepto nacionalsocialista, en tales momentos no obra la obediencia para con superiores pusilánimes, sino la lealtad para con la comunidad del pueblo. Aparece entonces el deber de la responsabilidad personal frente al conjunto de la nación.

La revolución triunfó porque nuestro pueblo, mejor dicho nuestros gobernantes, habían perdido el concepto vivo de estas nociones, para dar paso a una concepción puramente doctrinaria y formalista de las mismas.

En lo concerniente al segundo punto, habría que subrayar lo

siguiente:

La causa profunda de la pusilanimidad de los partidos "conservadores", fue, en primer lugar, la desaparición del sector activo y bien intencionado de nuestro pueblo, el cual se desangró durante la guerra. Prescindiendo de todo esto, nuestros partidos burgueses, que podemos clasificar como las únicas instituciones políticas cimentadas sobre la plataforma del antiguo Estado, se hallaban persuadidos de que debían defender sus convicciones exclusivamente en el terreno intelectual y por medios intelectuales, ya que el empleo de la fuerza material era facultad privativa del Estado. Pero en el momento en que en el mundo de la democracia burguesa, surgió el marxismo, constituía un solemne absurdo apelar a la lucha con "armas espirituales"; absurdo que después debió acarrear tremendas consecuencias.

Las únicas organizaciones que en aquellos tiempos habrían tenido el valor y la fuerza necesarias para enfrentarse con el marxismo y sus masas soliviantadas, era, en un comienzo, los cuerpos de voluntarios, más tarde las agrupaciones de auto-defensa, las guardias civiles, etc., y, por último las ligas tradicionalistas.

Lo que a los marxistas les dio el triunfo, fue la perfecta cohesión existente entre su voluntad política y el carácter brutal de su acción. En cambio, lo que privó a los sectores nacionalistas de toda influencia en los destinos de Alemania, fue la falta de una colaboración eficiente entre el poder de la fuerza y la voluntad de una genial aspiración política.

Cualquiera que hubiese sido la aspiración de los partidos "nacionalistas", el valor de éstos debía ser siempre nulo, porque esos partidos no contaban con ningún poder para defenderla, y mucho menos para imponerla en la calle.

Las ligas de defensa disponían de todo poder y dominaban prácticamente la calle, pero carecían de una idea política y también de una finalidad política definida.

Fue el judío el que con

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asombrosa habilidad, supo lanzar, mediante su prensa, la idea del "carácter apolítico" de las ligas de defensa, ensalzando y proclamando siempre, con no menos refinamiento, la índole puramente espiritual de la lucha política. Millones de alemanes ingenuos repetían semejante farsa, sin presentir, ni en lo más mínimo, que de ese modo, se desarmaban prácticamente ellos mismos y caían, indefensos, en manos del judío.

Pero también esto, es susceptible de una explicación natural: la falta de una idea grande e innovadora significa siempre la limitación de la fuerza combativa. La convicción de tener el derecho de valerse hasta de las armas más brutales, ha de ir unida permanentemente a la fe fanática en la necesidad del triunfo de un nuevo orden de cosas revolucionario en el mundo. He aquí la razón porqué jamás apelará al último recurso aquel movimiento que no lucha en pro de fines y de ideales elevados.

La revelación de una nueva gran idea, fue el secreto del éxito de la Revolución francesa; asimismo a la idea debe su triunfo la revolución rusa y sólo por la idea, también, ha podido ganar el fascismo la fuerza necesaria para someter venturosamente un pueblo a una reforma de vastas proporciones.

Paulatinamente, el marxismo logró obtener, con la consolidación de la Reichswehr el apoyo indispensable para su autoridad y, obrando lógica y consecuentemente, comenzó a disolver las ligas nacionales de defensa que ya le parecían peligrosas y superfluas.

Con la fundación de la N.S.D.A.P. apareció por primera vez un movimiento cuyo objetivo no radicaba, como en el caso de los partidos burgueses, en una restauración mecánica del pasado, sino en la aspiración de erigir un Estado orgánicamente nacional, en lugar del absurdo mecanismo estatal existente.

Desde el primer día, el joven movimiento sostuvo el punto de vista de que su idea debía ser propagada por medios espirituales, pero que esa acción espiritual tendría que estar garantizada en caso

necesario por la fuerza del puño. Fiel a su convicción sobre la enorme importancia encarnada en la nueva doctrina, consideró natural que ningún sacrificio sería demasiado grande al tratarse de la consecución de sus fines.

Es lección eterna de la Historia, que una concepción ideológica apoyada en el terror jamás podrá ser reducida por virtud de procedimientos legales de la autoridad establecida, sino únicamente por obra de otra concepción ideológica nueva y de acción no menos audaz y resuelta de aquélla. Oír esta verdad les será siempre desagradable a los funcionarios encargados de velar por la seguridad del Estado. El poder público podrá garantizar el orden y la tranquilidad sólo cuando el Estado se halle identificado con la ideología dominante.

Aquel Estado que, incondicionalmente, capituló ante el marxismo, el 9 de noviembre de 1918, no podrá reaparecer de la noche a la mañana como el vencedor de ese mismo marxismo; por el contrario: burgueses sabihondos, ocupando carteras ministeriales, chochean ya hoy preconizando la conveniencia de no gobernar contra el proletariado: mas, al identificar al obrero alemán con el marxismo, no solamente incurren en una cobarde mixtificación de la verdad, sino que, mediante su interpretación capciosa, tratan también de disimular su propia incapacidad frente a la idea y la organización marxista.

He explicado cómo en la vida práctica de nuestro joven movimiento fue formándose paulatinamente una guardia para la protección de nuestros mítines, y cómo ésta adoptó poco a poco el carácter de una fuerza de orden, tendiendo, finalmente, a constituir toda una organización.

El primer cometido de esta fuerza de orden era, pues, limitado. Al principio: consistía en la tarea de facilitar la realización de los mítines los cuales, no mediando esa fuerza, habrían sido saboteados sin dificultad por los adversarios. Ya en aquella época, estaba nuestra fuerza de orden entrenada, para la ciega

ejecución del ataque, pero no porque se hubiera hecho un culto del "laqui" como se solía decir en ciertos necios círculos nacionalistas, sino, llanamente, porque aquella fuerza supo comprender que hasta el hombre más genial puede quedar anulado ante los golpes de este "laqui", como en efecto no es raro en la historia el caso de eminentes cabezas que sucumbieron bajo el puño de ilotas minúsculos. Nuestra organización no trataba de imponer la violencia como finalidad sino que quería salvaguardar de la violencia a los predicadores de la finalidad ideal. Y al mismo tiempo, entendiendo que no estaba obligada a amparar a un Estado que no defendía a la nación; se encargó de proteger a esa nación contra los que amenazaban destruir el pueblo y el Estado.

Como su nombre indica, la sección de asalto (S.A. Sturm-Abteilung) no representa más que una sección de nuestro movimiento, esto es, un eslabón, del mismo modo que la propaganda, la prensa, los institutos científicos, etc., no constituyen otra cosa que eslabones del partido.

El pensamiento capital que privó en la organización de nuestra "sección de asalto" fue siempre, junto al propósito del entrenamiento físico, el hacer de ella una fuerza moral inquebrantable, hondamente compenetrada con el ideal nacionalsocialista y consolidada en grado máximo por su espíritu de disciplina. Nada debía tener de común con una organización aburguesada y menos aun con el carácter de una sociedad secreta.

La causa de mi oposición tenaz, en aquellos tiempos, al intento de hacer que la "sección de asalto" de la NSDAP. se presentase a manera de una liga de defensa, tenía su razón de ser en lo siguiente:

Desde un punto de vista puramente objetivo, no es posible realizar la educación militar de un pueblo mediante instituciones privadas, salvo que se cuente con enormes subvenciones del Estado. Pensar de otro modo supondría atribuirse a sí mismo demasiada capacidad. Desde luego, está fuera de discusión el hecho de que, a base

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de la llamada "disciplina voluntaria" se pueda crear, pasando de un cierto límite, organizaciones que tengan importancia militar. Aquí hace falta el instrumento esencial del mando, es decir, la sanción disciplinaria. Bien es cierto que en otoño de 1918 o, más propiamente en la primavera de 1919, fue factible formar "cuerpos de voluntarios", que tenían no sólo la ventaja de contar entre sus componentes una mayoría de excombatientes educados, por tanto, en la escuela del antiguo ejército, sino también la circunstancia de que las obligaciones impuestas al individuo, lo sometían incondicionalmente a la disciplina militar, por lo menos durante un tiempo limitado.

Aun en la hipótesis de que, no obstante las dificultades puntualizadas, lograse una liga de defensa instruir militarmente, año por año, un cierto número de alemanes, esto es, en el orden moral, físico y técnico; el resultado, a pesar de todo, tendría que ser inevitablemente nulo en un Estado que, consecuente con su tendencia política, no deseara, e incluso detestase una tal militarización por estar en contradicción absoluta con el objetivo intimo que persiguen sus dirigentes que son al propio tiempo sus corruptores.

Esta es la situación en el presente. ¿O es que acaso no pondría en ridículo al régimen de gobierno actual, querer dar sigilosamente instrucción militar a algunas decenas de miles de hombres, siendo ese mismo régimen el que pocos años antes abandonara ignominiosamente a ocho millones y medio de soldados de admirable preparación y cuyos servicios a la patria fueron rechazados y correspondidos con vejámenes?¿Cómo, entonces formar soldados para un Estado que otrora vilipendiara y escupiera a los soldados más gloriosos, permitiendo que se les arrancasen del pecho sus condecoraciones y se les arrebatasen las cocardas, pisotearan sus banderas y denigrasen sus méritos? ¿Acaso dio jamás ese Estado paso alguno que tendiera a restaurar el honor mancillado del antiguo ejército sancionando a sus disociadores y detractores? ¡Ciertamente que no!

Por el contrario, vemos hoy entronizados a esos elementos en los más altos puestos públicos.

Analizando el problema de la conveniencia o inconveniencia de crear ligas voluntarias de defensa, no podría dejar de preguntarme: ¿Para qué se instruye a la juventud? ¿A que fin servira y en que momento deberá ser movilizada?

Si el estado actual tuviese alguna vez que echar mano de reservas preparadas de esta manera, jamás lo haría en defensa de los intereses nacionales contra el enemigo externo, sino únicamente en servicio de los opresores de la nación en el momento en que estallase el furor del pueblo engañado, traicionado y vendido.

Desde luego, ya por esa sola razón la S.A. no debía tener nada de parecido con una organización militar. Era simplemente un medio protector y educativo del movimiento nacionalsocialista y su cometido residía en un campo totalmente diferente al de las llamadas ligas de defensa. Tampoco debía constituir una organización secreta, porque el objetivo de las organizaciones secretas tiene que ser fatalmente contrario a la ley.

Lo que nosotros, los nacionalsocialistas, necesitábamos y necesitaremos siempre, no son cien o doscientos conspiradores desalmados, sino cientos de miles de fanáticos adeptos, que luchen por nuestra ideología. Nuestra obra no ha de realizarse en conciliábulos, sino en imponentes demostraciones populares y tampoco valiéndose del puñal, el veneno, la pistola, sino conquistando en abierta lid el dominio de la calle. Tenemos que enseñarle al marxismo que el futuro dueño de la calle ha de ser el nacionalsocialismo, que un día será también el dueño del Estado.

El peligro de las organizaciones secretas estriba también actualmente en el hecho de que sus miembros desconocen por completo la magnitud de su cometido y se hacen la idea de que la suerte de un pueblo podría realmente, tornarse favorable de súbito, gracias a la perpetración de un asesinato político. Tal criterio puede tener justificación histórica

únicamente cuando un pueblo gime bajo la tiranía de algún opresor genial, del cual se sabe que sólo su personalidad extraordinaria la que garantiza la consistencia interior y la temeridad del régimen imperante.

En los años de 1919 y 1920 existía el peligro de que miembros de organizaciones secretas, inspirándose en los grandes ejemplos de la Historia y hondamente conmovidos por la infinita desgracia nacional, intentaran vengarse de los corruptores de la patria, en la creencia de que así se pondría fin a la miseria del pueblo. Pero era absurdo semejante propósito, por la sencilla razón de que el marxismo no había triunfado gracias al genio superior y la significación personal de un solo individuo, sino más bien debido a la incalificable flaqueza moral y la cobarde inacción del mundo burgués. Al fin y al cabo, es todavía comprensible capitular ante un Robespierre, un Dantón o un Marat, pero siempre será vergonzoso someterse a un famélico Scheidemann, a un obeso Erzberger o un Friedrich Ebert y a otros minúsculos políticos. Vano hubiera sido eliminar a alguno de ellos, porque el resultado no habría hecho más que acelerar la entronización de otro no menos sanguinario y ávido que el antecesor.

Si la S.A. no debía ser una organización de índole militar, ni tampoco una intuición secreta, fuerza era deducir de esto las conclusiones siguientes:

1ª) Su instrucción tenía que efectuarse consultando la conveniencia del partido y no desde el punto de vista militar.

Tratándose del entrenamiento físico, no debía darse importancia capital a la práctica de ejercicios militares, sino más bien a la actividad deportiva. He considerado siempre más importantes el boxeo y el jiu-jitsu que un curso de tiro, que, siendo deficiente, habrá de resultar forzosamente malo. El entrenamiento corporal tiene que inculcar en el individuo la convicción de su superioridad física y darle, con ella, aquella confianza que radica eternamente en la conciencia de la propia fuerza;

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además, deben enseñársele aquellas destrezas deportivas que sirvan de armas para la defensa del movimiento nacional-socialista.

2ª) Para evitar desde el primer momento que la S.A. tuviera un carácter secreto, no bastaba que su uniforme la revelase de modo inconfundible, sino que ya la magnitud de sus efectivos tenía que señalarle el camino que conviniera al partido y que fuese del dominio público. No debería reunirse furtivamente, sino por el contrario, marchar al aire libre, estableciendo con esto una práctica que destruyera definitivamente todas las leyendas que la acusaban de ser una "organización secreta".

3º) La forma de la organización de la S.A. así como su uniforme y equipo, no debían copiarse de los modelos del antiguo ejército, sino elegirse conforme a las necesidades del cometido que el incumbía.

Tres sucesos fueron de trascendental importancia para el desenvolvimiento de la S.A.:

1º) La gran demostración de protesta de todas las asociaciones patrióticas, realizada en el verano de 1922 en la Konigsplatz de Munich contra la Ley de protección de la República.

También el movimiento nacionalsocialista había tomado parte en aquella demostración. El desfile general de la NSDAP estuvo precedido por seis grupos de a cien hombres de la S.A. de Munich, seguidos de las secciones políticas de los miembros del partido. Teníamos además dos bandas de música y llevábamos, más o menos, quince banderas. La llegada de los nacionalsocialistas a la gran plaza de reunión, ya ocupada hasta la mitad, despertó entusiasmo desbordante en la multitud. Tuve el honor de ser uno de los oradores que dirigieron la palabra a aquel gentío que pasaba de sesenta mil personas.

El éxito del mitin fue portentoso, sobre todo porque, pese a las amenazas de los rojos, se demostró por primera vez que también el Munich nacionalsocialista era capaz de salir a la calle.

2º) El desfile de octubre de 1922

en Coburgo.

Diferentes asociaciones nacionalsocialistas habían acordado celebrar en Coburgo una reunión el "Día Alemán". Yo también recibí una invitación con la recomendación expresa de llevar conmigo algunos acompañantes.

En efecto, como "acompañantes" seleccioné ochocientos hombres de la S.A., formando catorce secciones, las cuales debían ser trasladadas, en tren especial, de Munich a la ciudad de Coburgo, que desde hacía poco se hallaba bajo la jurisdicción de Baviera. Era la primera vez que un tren especial de esa índole corría en Alemania. En todas las estaciones del trayecto, donde se agregaban nuevos elementos de la S.A. nuestro tren era motivo de gran expectación.

Llegados a Coburgo, fuimos recibidos por una delegación del comité organizador de la reunión y se nos entregó un pliego que, a manera de "convenio", contenía una orden de los sindicatos obreros de la ciudad, es decir, del partido independiente y del comunista, prohibiéndosenos desfilar en columnas cerradas y con banderas desplegadas y música (habíamos traído expresamente una banda compuesta de cuarenta y dos instrumentos).

Rechacé de planos condiciones tan denigrantes y no dejé de expresarles a los señores de la delegación mi extrañeza por el hecho de que se mantuvieran tratos y celebrasen acuerdos con aquellas gentes. Declaré terminantemente que la S.A. formaría al instante en secciones para marchar por las calles de la ciudad con música y flameantes banderas.

Y así fue.

Ya en la plaza de la estación nos esperaba una exaltada muchedumbre de varios miles que vociferaba, apostrofándonos con los "cariñosos" apelativos de asesinos, bandidos, criminales, etc., etc. La joven S.A. mantuvo su disciplina ejemplar. Había formado en secciones delante del edificio de la estación y demostraba una total indiferencia ante los denuestos del populacho. Debido a la timidez de las

autoridades policíacas, nuestro desfile, en una ciudad que desconocíamos completamente, no fue dirigido hacia el alojamiento preparado para nosotros en la periferia de la población, sino hacia el Hofbräuhauskeller, situado muy cerca del centro de la ciudad. Apenas había acabado de entrar en el patio del Hofbräuhauskeller nuestra última sección, una gran multitud trató de seguirnos y en medio de ensordecedores gritos, quiso penetrar en el local, impidiéndolo la policía que clausuró la entrada. Como la situación se hiciera insoportable, ordené a la S.A. formar de nuevo, la arengué brevemente y exigí de la policía la inmediata apertura de las puertas. Al fin, después de largo vacilar, se accedió a mi demanda.

Reanduvimos de nuevo el camino, para poder llegar a nuestro alojamiento y fue en este trayecto, donde los representantes del verdadero socialismo, de la igualdad y de la fraternidad, apelaron al recurso de las piedras.

Esto debió poner punto final a nuestra paciencia. Durante diez minutos, llovieron piedras a derecha e izquierda, y un cuarto de hora más tarde no quedaba en la calle un solo comunista.

Por la noche se produjeron todavía graves choques. Patrullas de la S.A., encontraron horrendamente maltratados a elementos nacionalsocialistas que habían sido asaltados aisladamente. La reacción de los nuestros no se dejó esperar. Al día siguiente estaba dominado el terror rojo bajo el cual Coburgo sufría desde años atrás.

Con la característica hipocresía del judío marxista, se quiso incitar de nuevo, por medio de volantes, a hombres y mujeres, "camaradas del proletariado internacional", para que otra vez se lanzasen a la calle. Tergiversando completamente la verdad de los hechos, se afirmaba que nuestras "hordas de asesinos" habían dado comienzo a una guerra de exterminio contra los "pacíficos" obreros de Coburgo. A la 1,30 de aquel día, debía realizarse la gran "demostración popular" integrada por decenas de miles de obreros de todos los alrededores de Coburgo,

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como decían sus organizadores. Resuelto a eliminar definitivamente el terror rojo, hice formar a las 12 a la S.A., que, entretanto, había engrosado sus filas hasta alcanzar un efectivo de mil quinientos hombres, y con ella, me puse en marcha pasando por la plaza donde iba a tener lugar la anunciada demostración comunista.

Pero en vez de decenas de miles no vimos allá más que unos pocos centenares, los cuales ante nuestra presencia se mantuvieron más o menos tranquilos y hasta se retiraron en parte. Entonces pudimos notar cómo la atemorizada población recobraba poco a poco su serenidad, se revestía de valor y hasta osaba saludarnos con aclamaciones. Por la noche, cuando nos dirigíamos a la estación, en muchos lugares del trayecto estalló, a nuestro paso, un júbilo espontáneo.

Una vez en la estación, el personal ferroviario nos declaró inesperadamente que no conducía el tren. Comencé por hacer saber a algunos de los organizadores del sabotaje que, en tal caso, apresaría a cuanto pícaro cayese en mi poder y que el tren partiría manejado por nosotros mismos, sin descuidarnos, por cierto, de llevar en la locomotora, en el tender y en cada carro unas docenas de los famosos "camaradas de la solidaridad internacional". Tampoco omití llamar la atención de esos señores sobre el hecho de que el viaje a cargo nuestro, significaría, naturalmente, una muy arriesgada empresa y no sería raro que todos resultásemos descalabrados, aunque nos consolaba pensar que, por lo menos, no nos solos iríamos al otro mundo sino, que en igualdad y confraternidad, nos acompañarían los señores comunistas.

Ante mi actitud resuelta, el tren partío puntualmente y a la mañana siguiente llegamos a Munich sanos y salvos.

La experiencia hecha en Coburgo nos había enseñado, pues, cuán útil era introducir el uso de un uniforme regular en la S.A., y esto, no sólo para fortalecer el espíritu de cuerpo, sin también para evitar confusiones y evitar el no poder reconocerse entre

sí. Hasta entonces la S.A. había llevado únicamente un brazalete como distintivo; después vino el uso de la blusa y la conocida gorra.

Otra experiencia adquirida en Coburgo, fue mostrarnos la necesidad que había de ir anulando sistemáticamente el terror rojo y restablecer la libertad de reunión en aquellos lugares donde, desde años atrás, se hacía imposible toda demostración de otros partidos.

3º) La ocupación del ruhr por los franceses en los primeros meses de 1923 tuvo enorme trascendencia para el desarrollo de la S.A.

Esta ocupación, que no nos vino de sorpresa, engendró la fundada esperanza de que, al fin, terminaría la política cobarde de las sumisiones y que, con ello las ligas de defensa asumirían un rol perfectamente definido. Tampoco la S.A., que ya por entonces abarcaba en su organización muchos miles de hombres jóvenes y fuertes, debía quedar privada de prestar su concurso a este servicio nacional. En la primavera y durante el verano de 1923, se operó la transformación de la S.A., en una organización militar de combate.

La conclusión del año 1923 que a primera vista fue triste para Alemania, constituyó, sin embargo, considerada desde un elevado aspecto, una necesidad, puesto que en este año se acabó de una vez con aquella transformación militar de la S.A. perjudicial al movimiento e inutilizada por la actitud que asumió el Gobierno del Reich. Así surgió, para nuestro ideal nacionalsocialista la posibilidad de retornar un día al punto en que, anteriormente, habíamos tenido que dejar el verdadero camino.

La NSDAP, constituida sobre bases nuevas, en 1925, tiene que reconstruir, educar y organizar su S.A. de acuerdo con los principios ya mencionados en el comienzo de este capítulo. La NSDAP, vuelve a sus sanas concepciones de antes y vuelve también a ver como tarea suprema, el propósito de crear con su S.A. un instrumento que refuerce y sostenga la lucha ideológica del movimiento.

La NSDAP, no ha de tolerar que la S.A. descienda a la categoría de una liga de defensa, ni tampoco al nivel de una organización secreta; tiene que esforzarse, más bien, por hacer de ella una guardia de cien mil hombres del ideal nacionalsocialista y por lo tanto, del ideal racial en su sentido más hondo.  

CAPÍTULO DÉCIMO

La máscara del federalismo

En el invierno de 1919 y más todavía en la primavera y el verano de 1920, el joven partido nacionalsocialista se vio obligado a definir su posición frente a un problema que, durante la guerra, habría asumido extraordinaria importancia. En la breve descripción contenida en la primera parte de este libro, acerca de los síntomas que pude constatar personalmente sobre el desastre alemán que se avecina, hice referencia a la índole especial de la propaganda ejercitada tanto por los franceses como por parte de los ingleses, para fomentar la antigua querella entre el Norte y el Sur de Alemania. En la primavera de 1915 aparecieron sistemáticamente en el frente alemán los primeros volantes de agitación contra Prusia, señalándose a este país como al único culpable de la guerra.

En 1916 alcanzó esta campaña un grado de desarrollo consumado a la par hábil y villano. Pronto comenzó a dar sus frutos aquella agitación hecha entre los alemanes del Sur contra los del Norte, y que estaba calculada para estimular los más bajos instintos.

Es fuerza hacer a las autoridades responsables de entonces, tanto en el gobierno como en el ejército -pero ante todo en el comando bávaro- un reproche que no pueden eludir: y este es que, en criminal olvido del cumplimiento de su deber, no obrasen con la entereza necesaria, frente a semejante campaña. ¡Nada se hizo! Por el contrario, incluso parecía que en algunos sectores no se veía con desagrado aquella campaña, pensándose con evidente limitación mental, que, mediante aquella funesta influencia, no sólo se oponía una barrera al desenvolvimiento de unidad alemana, sino que con ello, se producía también, automáticamente,

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una intensificación de la tendencia federalista. ¡Raramente ha de encontrarse en la Historia un caso de deliberado descuido con efectos más graves! El debilitamiento que se creía infligir a Prusia afectó a toda Alemania y su consecuencia fue precipitar el desastre, que significó no sólo la ruina del conjunto nacional de Alemania, sino asimismo la de cada uno de los Estados alemanes en particular.

Munich, la ciudad donde con más violencia ardía el odio artificialmente concitado hacia Prusia, debió ser la primera en lanzar el grito revolucionario contra su tradicional monarquía.

Pero sería un error atribuir exclusivamente a la propaganda de guerra enemiga el origen de ese espíritu hostil a Prusia. La forma increíblemente insensata en que estaba organizada nuestra economía de guerra, que, con una centralización rayana en el absurdo, mantenía bajo su tutela todo el territorio del Reich, y lo explotaba, fue una de las causas principales que engendraron aquel sentimiento antiprusiano; pues, para la concepción de la gente del pueblo, los comités de aprovisionamiento, que tenían su central en Berlín, estaban identificados con la capital y, a su vez, Berlín con Prusia.

Demasiado malicioso era el judío, para no haberse dado cuenta, ya entonces, de que la infame campaña de explotación que él mismo había organizado contra el pueblo alemán, bajo la capa de los comités, de aprovisionamiento, provocaría y debía provocar resistencia. Mientras esa resistencia no implicó para él un peligro, no tenía porqué temerla; pero a fin de prevenir una explosión de las masas movidas por la desesperanza y la indignación, descubrió que no podía haber receta mejor que la de desviar el furor popular en otro sentido, como medio de neutralizarlo.

¡Luego vino la revolución!

El judío internacional, Kurt Eisner, comenzó a intrigar en Baviera contra Prusia. Dando al movimiento revolucionario bávaro un cariz deliberadamente hostil contra el resto de Alemania, no

obraba ni en lo más mínimo animado del propósito de servir intereses de Baviera, sino, llanamente, como un ejecutor del judaísmo. Explotó los instintos y antipatías del pueblo bávaro para poder, por ese medio, desmoronar más fácilmente a Alemania. Pero pronto el Reich en ruina habría caído en manos del bolchevismo.

Óptimos frutos produjo el arte con que los agitadores bolcheviques supieron presentar la eliminación de la república del Consejo de Soldados como una victoria del "militarismo prusiano" sobre el pueblo bávaro "anti-militarista y antiprusiano". Cuando en Munich se realizaron alas elecciones para la dieta constituyente de Baviera, Kurt Eisner contaba en su favor escasamente con diez mil adeptos y el partido comunista apenas si llegaba a tres mil, en tanto que al producirse el fracaso de la república comunista, el número de ambos grupos había alcanzado ya un total aproximado de cien mil.

Desde aquella época, me empeñé personalmente en la lucha contra la descabellada agitación de los Estados alemanes entre sí. En toda mi vida no creo haber emprendido jamás obra más popular que aquella campaña mía de resistencia contra la animadversión existente contra Prusia. Durante el gobierno del consejo de soldados tuvieron lugar en Munich los primeros mítines donde se excitaba el odio contra el resto de Alemania, en especial contra Prusia, en una forma tal, que no sólo entrañaba peligro de vida para el alemán del Norte que se arriesgase a concurrir a un mitin de aquellos, sino que aquellas demostraciones concluían casi siempre con la estúpida vonciglería de "¡Abajo Prusia!", "¡Separémonos de Prusia!", ¡"Guerra a Prusia"!, etc., estado de ánimo que hallaba su expresión cabal en el grito de guerra de un "insuperable" representante de los altos intereses de Baviera en el Reichstag, que decía : Preferimos morir como bávaros antes que perecer como prusianos.

La campaña que yo había iniciado, apoyado, al principio, únicamente por unos cuantos de mis camaradas de la guerra, debió ser luego fomentada por el joven

movimiento nacionalsocialista como un deber sagrado. Aun hoy me llena de orgullo poder decir que, en aquellos tiempos -contando sólo casi exclusivamente con nuestros correligionarios bávaros, dimos al traste, poco a poco, pero de modo seguro, con aquel brote separatista, mezcla de ignorancia y traición.

Obvio sería explicar que la agitación del sentimiento anti-prusiano, nada tenía que ver con el federalismo alemán. Desde luego, sorprendía el hecho de una "actividad federalista" empeñada en disolver o disgregar un Estado federal alemán ya existente. Un federalista sincero, para quien la concepción bismarckiana del Reich unido, no representara una mentida frase, mal podía, desear la disgregación del Estado prusiano, creado y perfeccionado por el mismo Bismarck, y menos, todavía, alentar abiertamente aspiraciones separatistas. No era contra los autores de la constitución de Weimar -que dicho sea de paso fueron en su mayoría alemanes del Sur y judíos-, contra quienes se dirigían las injurias y ataques de esos pseudo-federalistas; su acción iba contra los elementos representativos de la antigua Prusia conservadora, esto es, justamente contra lo antagónico del espíritu de Weimar. La circunstancia de que en aquella campaña se tuviera buen cuidado de no aludir a los judíos, no debe sorprendernos mayormente, pero nos dará la clave del enigma.

Así como antes de la revolución de 1918, el judío supo desviar de sus comités de aprovisionamiento o mejor dicho de sí mismo, la atención pública, aleccionando contra Prusia a las muchedumbres y en particular al pueblo bávaro, así también, después de la revolución, debía él cubrir de nuevo de cualquier modo el botín de su pillaje que, ahora, era diez veces mayor. Y otra vez ganó su juego, en este caso, sembrando rencillas y odios entre los elementos nacionales de Alemania; así intrigó a los bávaros de tendencia conservadora contra los prusianos no menos conservadores. El bávaro, no veía el Berlín de los cuatro millones de activos e incansables habitantes, sino aquel otro flojo y corrompido, de los

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más detestables barrios del Oeste. ¡Pero su odio no iba contra aquel mundo malsano; su objetivo era la ciudad "prusiana"!. ¡Aquello eral realmente desesperante!

Lentamente se inició un cambio en este estado de cosas. Es evidente que ya en el invierno de 1918-19, comenzó a dejarse sentir un algo colectivo que podía interpretarse como antisemitismo. Más tarde, gracias al impulso del movimiento nacionalsocialista, se abordó el problema judío de manera activa, ante todo, porque sacando este problema de la esfera limitada de círculos burgueses, se supo hacer de él, el motivo propulsor de un gran movimiento popular. Pero tan pronto como esto fue posible, el judío empezó a organizar su defensa. Volvió a recurrir a su vieja táctica. Con asombrosa celeridad, lanzó en el seno mismo del movimiento la chispa de la discordia y sembró así, el germen de la desunión. La única posibilidad de embargar la atención pública con otros problemas y detener el ataque concentrado contra el judaísmo, residía -dada la situación reinante- en promover la cuestión del ultramontanismo y provocar, de esta suerte, la consabida lucha entre el catolicismo y el protestantismo. Jamás podrán reparar el daño causado aquellos hombres que agitaron esta cuestión en el seno del pueblo alemán. En todo caso, el judío alcanzó el objetivo deseado: católicos y protestantes habían entrado en reñida controversia y el enemigo mortal del mundo ario y de la cristiandad toda, se reía ante sus mismas narices.

Considérese cuán funestas son las consecuencias que a diario trae consigo la bastardización judaica de nuestro pueblo y reflexiónese también de que este envenenamiento de nuestra sangre, sólo al cabo de siglos -o tal vez jamás- podrá ser eliminado del organismo nacional. Millares de nuestros conciudadanos pasan como ciegos ante el hecho del emponzoñamiento de nuestra raza, practicado sistemáticamente por el judío. Y las dos iglesias cristianas, -la católica y la protestante- se muestran ambas indiferentes frente a esta profanación y destrucción. Para el futuro de la humanidad, no radica

la importancia del problema en el triunfo de los protestantes sobre los católicos, o de los católicos sobre los protestantes, sino en saber si la raza aria subsistirá o desaparecerá.

La situación de la iglesia en Alemania, no permite comparación alguna con Francia, España o Italia. En todos estos países se puede propagar, por ejemplo, la lucha contra el clericalismo o contra el ultramontanismo, sin correr el riesgo de que tal empeño resulte una disociación en el seno del pueblo francés, del español o del italiano. Cosa semejante, sería imposible en Alemania, porque seguramente los protestantes no tardarían en inmiscuirse en la lucha. Una crítica que en otros países sería sustentada exclusivamente por los católicos frente a las intromisiones de índole política cometidas por los dignatarios de su propia iglesia, en Alemania asumiría de hecho el carácter de una agresión del protestantismo contra el catolicismo. Así se explica que se pudiese soportar toda crítica, aunque fuese injusta, con tal de que viniera de sus propios feligreses, en tanto que se rechazara de plano en cuanto procediera de otro sector religioso.

Aquellos que, en el año de 1924, creyeron que la lucha contra el "ultramontanismo" constituía el supremo cometido del movimiento nacionalracista, no han destruido el ultramontanismo, pero sí han roto la unidad de la causa nacionalracista. También debo oponerme a admitir que en las filas de nuestro movimiento haya algún ingenio que suponga poder realizar lo que el mismo Bismarck no pudo. Será siempre el más alto deber de los dirigentes del nacionalsocialismo, combatir enérgicamente todo intento que tienda a poner el movimiento nacionalsocialista al servicio de aquellas luchas y separar ipso facto de nuestras filas a los propagandistas de propósitos semejantes. El más ferviente protestante puede alinearse al lado del más ferviente católico, sin que jamás surjan para él problemas de conciencia por su convicción religiosa. Por el contrario, la gigantesca lucha común que sostenían ambos contra el destructor del mundo ario les ha enseñado el

respeto y la estimación mutuos. Y fue, precisamente en aquellos años, cuando el movimiento realizó una tenaz oposición contra el partido del Centro (partido Católico), no por motivos religiosos, sino exclusivamente por razones de índole nacional, racial y económica.

La lucha entre el federalismo y el unitarismo, que tan astutamente supieron suscitar los judíos en los años 1919 a 1921, obligó al movimiento nacionalsocialista, aun siendo contrario a esta lucha, a definir también su posición frente a las cuestiones esenciales resultantes de dicha controversia. ¿Debía Alemania ser Estado federal o unitario? A mi modo de ver lo segundo me parece lo más importante.

¿Qué es un Estado federal?

Por un Estado federal, entendemos una asociación de países soberanos que, en virtud de su propia soberanía, se fusionan voluntariamente, renunciando, cada uno de ellos a favor del conjunto, a aquella parte de sus propias prerrogativas capaz de posibilitar y garantizar la existencia de la federación constituida.

Esta fórmula teórica no tiene en la práctica aplicación absoluta en ninguno de los Estados federales del mundo y aun menos, en los Estados Unidos de Norte América. No fueron los Estados los que constituyeron la unión Federal Americana, sino que fue esta la que, previamente, dio forma a una gran parte de esos llamados Estados. Los amplios derechos privativos conferidos o, mejor dicho, reconocidos a los diferentes territorios americanos, no sólo correspondían al carácter de esta confederación de países, sino que estaba, ante todo, en relación con la magnitud de sus dominios y la extensión de la superficie territorial del conjunto, que es casi la de un continente. Por eso, en el caso de la Unión Americana, no se puede hablar de la soberanía política de los Estados, sino únicamente de sus derechos o mejor dicho de sus privilegios determinados y garantizados constitucionalmente.

Tratándose de Alemania, tampoco tiene aplicación exacta la

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definición dada, y esto a pesar del hecho indudable de que los respectivos países, existieron antes aisladamente, constituidos como Estados soberanos, habiendo nacido de la reunión de ellos el Reich Alemán. Más, la formación del Reich, no se debió a la libre voluntad o a la cooperación de esos Estados, sino a la influencia de la hegemonía de uno sólo de ellos: Prusia. Desde luego, ya la sola gran diferencia territorial existente entre los diversos Estados alemanes, no permite establecer un paralelo v. gr. con la institución federal americana. Esa diferencia territorial entre los más pequeños Estados de antaño y los grandes o, mejor dicho, el mayor de todos, evidencia la desigualdad de capacidades y por otra parte, la falta de uniformidad del aporte de cada uno a la fundación del Reich, o sea a la constitución del Estado federal.

La cesión que los respectivos Estados hicieron de sus derechos de soberanía a favor de la creación del Reich, fue espontánea sólo en una mínima parte; por lo demás, prácticamente no existían tales derechos o si existieron, fueron llanamente anexionados bajo la presión del poder de Prusia. Bien es verdad que, en esto, Bismarck no partió del principio de dar al Reich todo lo que buenamente se hubiese podido tomar de los diversos Estados, sino que exigió de ellos únicamente aquello que para el Reich era indispensable; con un criterio, por cierto, a la par moderado y sabio: contemplaba por un lado con un respeto máximo las costumbres y la tradición, y por el otro, le granjeaba de este modo al nuevo Reich un mayor contingente de afección y de colaboración entusiasta por parte de cada uno de los estados confederados. Pero sería fundamentalmente erróneo querer atribuir este proceder de Bismarck a la convicción que él podía tener de que, con lo hecho, se hallaría el Reich, para todos los tiempos, en posesión de una suma suficiente de derechos soberanos. Bismarck por el contrario no tuvo tal convicción. Su propósito no fue otro que dejar para el futuro aquello que por el momento, era difícil de realizar y de sobrellevar. En efecto, con el tiempo, vino creciendo la soberanía del

Reich a costa de la soberanía de los Estados confederados. El tiempo justifico la previsión de bismarck.

El desastre de Alemania en 1918 y la destrucción del Estado monárquico, precipitó el curso de este desarrollo. Si con la eliminación del régimen monárquico y de sus representantes, se había asestado un rudo golpe al carácter federal del Reich, aun más fuerte debió ser el efecto, al aceptar Alemania las obligaciones resultantes del tratado de "paz" de Versalles.

Era natural y lógico que los Estados confederados perdiesen toda soberanía sobre el control de sus finanzas, desde el momento en que al Reich se le impuso, como consecuencia de la guerra perdida, una obligación financiera que jamás habría llegado a cumplirse mediante contribuciones parciales de los Estados. Las medidas posteriores conducentes a la centralización de los servicios de correos y ferrocarriles, fueron consecuencias inevitables de la esclavización de nuestro pueblo, paulatinamente iniciada por los tratados de paz.

El Reich de Bismarck era libre y estaba exento de obligaciones exteriores. No pesaban sobre él cargas financieras tan graves y al propio tiempo tan improductivas, como lo es la del Plan Dawes para la Alemania actual. Su incumbencia, en el interior, se limitaba a aspectos contados y absolutamente necesarios. Es natural que así se pudiera renunciar a mantener una administración financiera propia y vivir de las contribuciones de los Estados confederados; y es natural que corroborase admirablemente el sentimiento de adhesión de los Estados hacia el Reich, el hecho de que éstos continuaran en el ejercicio del derecho soberano de administrar sus propias rentas, aparte de la circunstancia de que, relativamente, era poco elevada la cifra de sus contribuciones al Reich.

El Estado alemán de la posguerra, se ve, pues ahora obligado, para poder subsistir, a cercenar cada vez más los privilegios de los respectivos países del Reich, no solamente por razones de índole material, sino también de orden

ideal. Al exigir de sus súbditos hasta el último tributo, como consecuencia de su política financiera de exacción, este Estado tiene necesariamente que privarles también hasta de los últimos derechos, si es que no quiere que el descontento general conduzca un día al estallido de una rebelión.

En contestación al estado de cosas anteriormente reflejado, nosotros, los nacionalsocialistas, tenemos una regla fundamental que observar: Un Reich nacional y vigoroso que en su política exterior cuide y proteja en el más amplio sentido, los intereses de sus súbditos, puede ofrecer libertad interna sin riesgo para la estabilidad del Estado. Pero bajo otras circunstancias, un gobierno nacional fuerte puede también llegar a coartar considerablemente las libertades individuales lo mismo que las de los países confederados, sin detrimento de la idea del Reich y siempre que el ciudadano reconozca en estas medidas un medio hacia la grandeza nacional.

Es indiscutible que todos los Estados del mundo tienden en su organización interna a una cierta centralización administrativa, y Alemania no será en esto una excepción a la regla. La importancia particular de cada uno de ls países que forman una confederación, disminuye crecientemente tanto en el ramo de comunicaciones, como en el de orden administrativo. El tráfico y la técnica modernos, reducen de día en día, distancias y extensiones. Quien se inhiba de las consecuencias resultantes de hechos consumados, será, pues, un rezagado.

Si bien parece natural un cierto grado de centralización, sobre todo en los servicios de comunicaciones, no menos natural consideramos los nacionalsocialistas el deber de asumir una firme actitud contra una evolución semejante en el Estado actual, cuando las medidas pertinentes no buscan otro objetivo que el de cohonestar y facilitar una política exterior desastrosa. Justamente porque el Reich actual ha procedido a la llamada estatización de los ferrocarriles, correos, finanzas, etc., no obedeciendo a razones de elevado interés nacional, sino únicamente a la finalidad de

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tener en sus manos los recursos y la garantía necesarias para satisfacer su política de condescendencia con los Aliados, debemos los nacionalsocialistas hacer cuanto esté a nuestro alcance para obstaculizar y si es posible impedir la realización de una tal política.

Pero obrando así, nuestra norma será siempre de noble política nacional y jamás de tendencia mezquina y particularista.

Esta consideración, es indispensable para evitar que, entre nuestros correligionarios, surja la creencia de que nosotros los nacionalsocialistas tratamos de negarle al Reich el derecho de encarnar una soberanía mayor que la de los Estados que lo forman. Sobre este derecho no puede ni debe existir entre nosotros duda alguna, pues, Desde el momento en que el Estado en sí no significa para nosotros más que una forma, siendo lo esencial su contenido, es decir, la nación, el pueblo, claro está que todo lo demás, tiene que subordinarse obligadamente a los soberanos intereses de la nación. Ante todo, dentro del conjunto nacional representado por el Reich no podemos tolerar la autonomía política o el ejercicio de soberanía de ninguno de los Estados en particular. Un día ha de acabar y acabará el desatino de mantener, por parte de los Estados confederados, sus llamadas representaciones diplomáticas en el exterior y entre ellos mismos. Mientras subsistan anomalías semejantes, no hay porqué asombrarse de que el extranjero ponga siempre en duda la estabilidad del Reich y obre de acuerdo con ello.

De todos modos, la importancia de los diversos países del Reich, tendrá en el futuro que gravitar, con preferencia, en el campo de la actividad cultural. El monarca que más hizo por el prestigio de Baviera no fue ningún testarudo particularista, contrario al sentimiento unitario nacional, sino un hombre que, junto a su afección por el Arte, aspiraba a la gran patria alemana - el Rey Luis I.

Por encima de todo, se cuidará de preservar al ejército de influencias regionalistas. El Estado

nacionalsocialista venidero, no deberá caer en el pasado error, de atribuir a la institución armada un cometido que no le corresponde ni puede ser propio de ella.

El ejército alemán no está en el Reich para servir de escuela a la conservación de peculiarismos regionales, sino más bien para formar una institución donde todos los alemanes, aprendan a comprenderse recíprocamente y a adaptarse los unos a los otros. Todo aquello que en la vida nacional pudiera significar antagonismo, ha de saberlo allanar el ejército obrando como el factor de unificación. Deberá, además, sacar al joven conscripto del horizonte estrecho de su campanario y situarlo en el ambiente de la nación. No serán las fronteras de su terruño las que él vea; sino las de la patria, pues, son éstas las que un día tendrá él que defender. Por eso, es improcedente dejarlo en su propio terruño en lugar de hacer que conozca otras partes de Alemania durante el tiempo de su servicio militar.

La doctrina nacionalsocialista no está llamada a servir aisladamente los intereses políticos de determinados Estados en la confederación del Reich, sino que aspira a ser un día la soberana de toda la nación. Ella tendrá que reorganizar y orientar la vida de un pueblo, y, por tanto, atribuirse imperativamente el derecho de pasar sobre fronteras establecidas por una evolución política que nosotros condenamos.

CAPÍTULO ONCE

Propaganda y organización

Inmediatamente después de haber ingresado en el partido obrero alemán, tomé a mi cargo la dirección de la propaganda. Consideraba este ramo como el más importante del momento. La propaganda debía preceder a la organización y ganar a favor de ésta el material humano necesario a su actividad. Siempre fui enemigo de métodos de organización precipitados y pedantes, porque generalmente el resultado no es otro que un mecanismo muerto.

Por dicha razón, conviene más difundir previamente una idea

mediante la propaganda dirigida desde una central durante un cierto tiempo y luego examinar el material humano paulatinamente reclutado, estudiándolo cuidadosamente a fin de seleccionar a los más capacitados para dirigentes. No será raro observar de esta manera, que algunos de los elementos aparentemente insignificantes, merecen considerarse como hombres que reúnen condiciones para Führer.

Sería totalmente erróneo querer encontrar en el acopio de conocimientos teóricos, las pruebas características de aptitud y competencia inherentes a la condición de Führer.

Con frecuencia ocurre lo contrario.

Los grandes teorizantes, sólo muy raramente son también grandes organizadores, y esto porque el mérito del teorizante y del programático reside, en primer término, en el conocimiento y definición de leyes exactas de índole abstracta, en tanto que el organizador tendrá que ser ante todo un psicólogo.

Más raro todavía es el caso de que un gran teorizante sea al mismo tiempo un gran Führer. Para ello tiene más capacidad el agitador -y se explica-, aunque esta verdad la oigan con desagrado muchos de los que se consagran con exclusividad a especulaciones científicas. Un agitador, capaz de difundir una idea en el seno de las masas, será siempre un psicólogo, aun en el caso de que no fuese sino un demagogo. En todo caso, el agitador podrá resultar un mejor Führer que un teorizante abstraído del mundo y extraño a los hombres. Porque conducir significa: saber mover muchedumbres.

El don de conformar ideas, nada tiene de común con la capacidad propia del Führer. Obvio sería discutir qué es lo que tiene mayor importancia: ¿o concebir ideales y plantear finalidades de la humanidad o realizarlas? Como pasa a menudo en la vida, también en este caso, lo uno y lo otro. La más bella concepción teórica quedará sin objetivo ni valor práctico alguno si falta el Führer que mueva las masas en aquel sentido. E inversamente ¿de

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qué serviría la genialidad del Führer y todo su empuje, si el teorizante ingenioso no precisase de antemano los fines de la lucha humana? Pero lo más raro, en este planeta, es hallar encarnados en una misma persona, al teorizante, al organizador y al Führer. Esta conjunción, es la que revela al hombre grande.

Como ya dije, durante la primera época de mi actividad en el movimiento, me dediqué por entero a la propaganda. Gracias a ella, debió crearse, poco a poco, un pequeño núcleo de hombres imbuidos en la nueva doctrina, formando así el material que después iba a dar los primeros elementos básicos de una organización.

El cometido de la propaganda, consiste en reclutar adeptos, en tanto que el de la organización es ganar miembros.

Adepto a una causa, es aquel que declara hallarse de acuerdo con los fines a que tiende la misma; miembro es el que lucha por ella.

La adhesión radica en el solo conocimiento de la idea, mientras que ser miembro supone el coraje de representar personalmente la verdad reconocida como tal y propagarla.

El conocimiento en su forma pasiva corresponde a la mentalidad de la mayoría humana que es negligente y cobarde; el ser miembro obliga a la acción y es propio únicamente de la minoría.

Según eso, la propaganda tendrá que laborar incesantemente a fin de ganar adeptos. Y la organización concretarse rigurosamente a seleccionar del conjunto de los adeptos sólo a los más calificados para conferirles la calidad de miembros.

La propaganda orienta la opinión pública en el sentido de una determinada idea y la prepara para la hora del triunfo, en tanto que la organización pugna por ese triunfo mediante la cohesión activa, constante y sistemática de aquellos correligionarios que revelan disposiciones y aptitudes para impulsar la lucha hasta un final victorioso.

El triunfo de una idea, será

posible tanto más pronto cuanto más vastamente haya obrado en la opinión pública la acción de la propaganda y cuanto mayor haya sido también el exclusivismo, la rigidez y la firmeza de la organización, que es la que prácticamente sostiene la lucha.

Se infiere de esto que el número de adeptos jamás podrá ser demasiado grande; el número de miembros, en cambio, es susceptible de resultar más fácilmente demasiado grande, que demasiado pequeño.

El éxito decisivo de una revolución ideológica ha de lograrse siempre que la nueva ideología sea inculcada a todos e impuesta después por la fuerza, si es necesario. Por otra parte, la organización de la idea, esto es, el movimiento mismo, deberá abarcar solamente el número de hombres indispensable al manejo de los organismos centrales en el mecanismo del Estado respectivo.

El supremo deber de la organización estriba en velar para que posibles divergencias surgidas en el seno de los miembros del movimiento, no conduzcan a una división y con ello, a un debilitamiento de la labor del conjunto. Debe cuidar, además, de que el espíritu de acción no desaparezca, sino más bien se renueve y se consolide constantemente.

Las organizaciones, es decir, los conjuntos de miembros que sobrepasan un cierto límite, pierden paulatinamente su fuerza combativa y no son capaces de impulsar con interés y dinamismo la propaganda de una idea y menos de saber utilizarla convenientemente.

Por eso es esencial que en el momento en que el éxito se ha puesto del lado del movimiento, éste -obrando por simple instinto de conservación- suspende automáticamente la admisión de nuevos miembros y amplifique en el futuro su organización sólo a base de sumo cuidado y minucioso examen de los respectivos elementos. Únicamente así podrá el movimiento mantener su núcleo incólume y sano. Luego, hará que bajo tales circunstancias, sea exclusivamente

este núcleo el que guíe y conduzca el movimiento, es decir, el que determine la propaganda destinada a lograr que se le reconozca universalmente y que -como dueño del poder- adopte procedimientos necesarios a la realización práctica de sus ideas.

Todos los grandes movimientos, sean de índole religiosa o política, debieron su éxito de imposición al conocimiento y aplicación de estos principios; sobre todo, no se conciben éxitos perdurables sin la observancia de tales leyes.

Como dirigente de la propaganda del partido, me esforcé no solamente en preparar el terreno para el gran desarrollo ulterior de nuestro movimiento, sino que gracias a un criterio radical en esta labor, me empeñé también por que la organización recibiera siempre los mejores elementos; ya que cuanto más extrema y fustigante era mi propaganda, tanto más atemorizados se sentían los débiles y tímidos, impidiéndose de esta suerte su ingreso en el núcleo central de nuestra organización.

¡Y en verdad, fue así!

Hasta mediados de 1921, bastó para la iniciación del movimiento, aquella actividad puramente propagandística. En el verano del mismo año, sucesos especiales aconsejaron la conveniencia de adaptar la organización al éxito cada vez más evidente de la propaganda.

En los años de 1919 y 1920, se hallaba a cargo de la dirección del movimiento, un comité elegido por las asambleas de miembros, las cuales a su vez estaban prescritas por los estatutos del partido. Ese comité encarnaba, aunque resultase paradójico, precisamente aquello que el movimiento se proponía combatir con todo rigor: el parlamentarismo.

Las sesiones del comité, de las cuales se llevaba protocolo y donde las resoluciones eran adoptadas por mayoría, representaban realmente un parlamento en pequeño.

Semejante absurdo no comulgaba conmigo y muy pronto dejé de asistir a las reuniones. Cumplía con mi deber de propaganda y esto era todo, por lo demás, no admitía que ningún

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ignorante tratase de inmiscuirse en mi ramo, de la misma manera que yo tampoco intentaba arrogarme ingerencias en las atribuciones de los demás.

Aquel absurdo debió tocar a su fin en el momento en que, aprobados los nuevos estatutos y llamado a ocupar la presidencia del partido, contaba yo con la autoridad suficiente.

El presidente es responsable de la marcha de todo el movimiento. Le incumbe la distribución de labores entre los miembros del comité, dependiente de él, y entre los colaboradores que fuesen necesarios. Cada uno, a su vez, es responsable único del cometido que se le confíe y está directamente subordinado al presidente, el cual debe velar por la cooperación de todos, ya sea seleccionando elementos o dando directivas generales.

Esta ley de la responsabilidad, como cuestión de principio, se hizo poco a poco carne dentro del movimiento.

Un movimiento que, en una época donde reina la norma mayoritaria en todo, acate el principio de la autoridad del Führer y la responsabilidad inherente a este principio, superará un día con seguridad matemática el estado subsistente y será el vencedor.

En diciembre de 1920 tuvo lugar la adquisición del "Völkischer Beobachter". Este periódico que, como su nombre indica, defendía en general los intereses nacionalracistas, debía ahora convertirse en el órgano oficial del partido. Durante el primer tiempo aparecía dos veces por semana; en 1923, como publicación diaria y, finalmente en agosto, adoptó el formato conocido que hoy tiene.

Daba mucho que pensar el hecho de que, frente al poderío de la prensa judía, no existiese casi ningún periódico nacionalista de importancia efectiva. En gran parte esto era atribuible -como más tarde tuve ocasión de constatar personalmente en infinidad de casos prácticos- a la contextura comercial poco hábil de las empresas de índole nacionalracista en general. Se

dejaban absorber demasiado por el criterio de que la convicción debía privar sobre el esfuerzo productivo; un punto de vista totalmente errado, si se tiene en cuenta que precisamente el esfuerzo productivo es el que representa la más bella expresión del modo de pensar, que no debe tener nada de externo y superficial.

Si honesto era el contenido del "Völkischer Beobachter", la administración de la empresa era comercialmente imposible. También aquí partíase de la opinión errada de que los periódicos nacionalracistas debían ser sostenidos mediante contribuciones voluntarias de los círculos nacionalracistas, en lugar de reflexionar que, al fin y al cabo, un periódico tiene que abrirse paso en competencia con los demás y que es indigno querer cubrir negligencias o errores de la gerencia de la empresa, por medio de donativos de patriotas bien intencionados.

Por mi parte, me esforcé por innovar aquel estado de cosas, de cuya gravedad me había dado cuenta, y la casualidad favoreció mi propósito, permitiéndome conocer al hombre que, desde entonces, ha prestado meritísimos servicios a la causa nacionalracista, no sólo como gerente de la empresa, sino también como el administrador del partido. En 1914, es decir, en el frente, había conocido (entonces era yo subordinado suyo) a este nuestro actual gerente. Max Amann. Durante los cuatro años de la guerra, tuve ocasión de observar casi constantemente las extraordinarias condiciones de capacidad, diligencia y escrupulosidad que caracterizaban al que después debió ser mi colaborador.

Cuando en el verano de 1921, nuestro movimiento atravesaba una difícil crisis y me hallaba descontento del trabajo de algunos empleados, especialmente de uno de ellos, de muy pésimo recuerdo, apelé a mi antiguo camarada de regimiento, pidiéndole que tomara a su cargo la administración del partido. Amann ocupaba por entonces una posición respetable y sólo después de larga reflexión, se decidió a aceptar mi llamada, aunque bajo la expresa condición de

reconocer la autoridad de uno solo y no ponerse jamás a merced de un comité de sabihondos.

Corresponde al mérito perdurable de este nuestro primer gerente, hombre de amplia preparación comercial, el haber introducido corrección y orden en el mecanismo administrativo del partido, quedando desde entonces estas características como ejemplares. Se trabajaba cual en una empresa privada: el personal de empleados debía distinguirse por su propio esfuerzo y de nada valía tratar de cobijarse en la calidad de correligionario. Es natural que un movimiento que tan acremente reprueba la corrupción política reinante en la administración del Estado marxista, tenga que mantener exento de vicios su propio aparato administrativo.

El año 1921 tuvo, además, la trascendencia de que en mi calidad de presidente del partido, conseguí, poco a poco, anular en nuestras diversas reparticiones, la influencia de un sinnúmero de miembros del comité. Había gentes dominadas por el prurito de la crítica y que vivían en una especie de permanente preñez de excelentes planes, ideas, proyectos, métodos, etc. Su mayor y máxima aspiración era, generalmente, constituir un comité de control que no tenía otro fin que espiar el trabajo honrado de los demás.

El procedimiento más eficaz para neutralizar tan inútiles comités que no hacían más que incubar resoluciones prácticamente irrealizables, consistía en encomendarles un trabajo efectivo cualquiera. ¡Qué risible era entonces ver como se esfumaba insensiblemente todo ese conjunto de individuos! Esto me hacía pensar en el Reichstag. Con qué presteza desaparecerían también de allí todos los señores diputados, si en lugar de su locuacidad se les impusiese una labor positiva, es decir, un trabajo que tuviese que ser realizado bajo la responsabilidad personal de cada uno de esos bladrones!

En el curso de dos años, conseguí difundir más y más mi modo de pensar y hoy el movimiento nacionalsocialista está plenamente

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compenetrado con él.

El éxito material de aquel método mío de organización, quedó revelado el 9 de noviembre de 1923. Cuando cuatro años atrás ingresé en el movimiento, no se disponía ni de un simple sello: cuatro años más tarde -al producirse la disolución del partido y la confiscación de sus bienes- nuestro activo económico, incluyendo los objetos de valor y el periódico, ascendía a la suma de 170.000 marcos oro.

CAPÍTULO DOCE

El problema de los sindicatos obreros

En nuestro propósito de estudiar aquellos métodos que más pronto y más fácilmente podían abrir a nuestro movimiento el camino hacia el corazón de las masas, tropezábamos siempre con la objeción de que el obrero jamás llegaría a pertenecernos enteramente, mientras la representación de sus intereses de orden profesional y económico continuase en manos de individuos y de organizaciones políticas de orientación diferente.

Ya en la primera parte de este libro, he emitido mi opinión acerca del carácter, objetivo y conveniencia de los sindicatos obreros. Sostuve el punto de vista de que mientras no cambie -sea por efecto de medidas proteccionistas del Estado (generalmente infructuosas) o gracias a la influencia de una nueva educación-, la actitud que el patrón mantiene frente al obrero, no le quedará a éste otro recurso que asumir por sí solo la defensa de sus intereses, fundándose en el derecho que tiene como factor igualmente necesario en la vida económica de la nación. Subrayé además, que esto respondía en absoluto a la conveniencia de la comunidad toda, si es que por tal procedimiento se lograba ahorrar al conjunto nacional los graves daños resultantes de las injusticias sociales. Esta necesidad -dije también- tendrá que considerarse como justificada mientras, entre los patronos, existían hombres no sólo faltos de todo sentimiento para con los deberes, sino carentes de comprensión hasta para los más elementales derechos humanos.

Cuatro son las preguntas que nos habíamos planteado a este respecto:

I) ¿Son necesarios los sindicatos obreros?

A mi modo de ver, dentro del estado de cosas actual, son indispensables y se cuentan entre las más importantes instituciones económicas de la nación.

II) ¿Deberá la NSDAP organizar por sí misma sindicatos obreros o inducir a sus miembros a participar en cualquier forma de la actividad sindicalista?

El movimiento nacionalsocialista, que ve el objetivo de su lucha en la erección del Estado racial-nacionalsocialista, debe estar persuadido de que todas las instituciones de ese futuro Estado, tienen que emerger necesariamente del seno del movimiento mismo. Será el mayor de los errores creer que la sola posesión del mando y sin contar de antemano con un cierto contingente de hombres preparados, sobre todo ideológicamente, haga que ipso ipso y de la nada, pueda llevarse a cabo un nuevo plan de reorganización. También aquí tiene valor intrínseco el principio de que la forma exterior, de fácil creación mecánica, es siempre menos importante que el espíritu encarnado en esta forma.

Por tanto, no se debe imaginar que súbitamente han de extraerse de una cartera los proyectos destinados a una nueva estructuración del Estado, para luego desde "arriba" ponerlos en práctica por virtud de un mero decreto. Se puede, naturalmente, ensayar, pero, el resultado no será viable y a menudo aparecería tan sólo como un "niño muerto al nacer". Esto me recuerda el origen de la Constitución de Weimar y la tentativa de obsequiar al pueblo alemán, juntamente con aquella constitución con una nueva bandera que no tenía la menor relación con la historia de nuestro pueblo durante los últimos cincuenta años.

También el Estado nacionalsocialista tiene que ponerse a cubierto de experimentos semejantes. Podrá emerger únicamente de una organización ya

existente desde tiempo atrás y que encarne el espíritu de su esencia misma, para crear un vital Estado nacionalsocialista.

Desde luego, ya este elevado punto de vista, obliga a nuestro movimiento a reconocer la necesidad de desplegar una actividad propia, cuando se trata de la cuestión sindicalista.

III) ¿Qué carácter deberá revestir un sindicato obrero nacionalsocialista? ¿Cuáles son sus fines y cuáles nuestras obligaciones?

La institución sindicalista dentro del nacionalismo no es un órgano de lucha de clases, sino un portavoz de representación profesional. El Estado nacionalsocialista no distingue "colases" y conoce, en el sentido político, únicamente ciudadanos con derechos absolutamente iguales y consiguientemente con deberes generales iguales; y junto al ciudadano al súbdito que carece por entero de derechos políticos.

El sindicalismo en sí, no es sinónimo de "antagonismo social"; es el marxismo quien ha hecho de él un instrumento para su lucha de clases

El marxismo creó con ello el arma que emplea el judío internacional para destruir la base económica de los Estados nacionales, libres e independientes, y lograr, de este modo, la devastación de sus industrias y de su comercio nacionales, tendiendo a la postre a esclavizar pueblos autónomos para ponerlos al servicio de la finanza judía que no conoce fronteras entre los Estados.

El sindicalismo nacional socialista, por el contrario, tiene, gracias a la concentración organizada de ciertos grupos de elementos que participan en el proceso económico de la nación, el deber de acrecentar la seguridad de la economía nacional y de reforzarla mediante la extirpación correctiva de todas aquellas anomalías que, a fin de cuentas, ejercen una influencia destructora sobre el organismo nacional, dañando la vitalidad del pueblo y con ello, la del Estado mismo, para determinar, por lo tanto, la catástrofe de toda la economía.

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El obrero nacionalsocialista debe saber que la prosperidad de la economía nacional, significa su propia felicidad material. Por su parte, el patrón nacionalsocialista debe estar persuadido de que la felicidad y el contento de sus obreros son condición previa para la existencia y el incremento de su propia capacidad económica. Ambos, patronos y obreros nacionalsocialistas, son los representantes y administradores del conjunto de la comunidad nacional.

Para el sindicalismo nacionalsocialista, la huelga es un recurso que puede y que ha de emplearse sólo mientras no exista un Estado racial nacionalsocialista, encargado de velar por la protección y el bienestar de todos, en lugar de fomentar la lucha entre los dos grandes grupos -patronos y obreros- y cuya consecuencia, en forma de la disminución de la producción, perjudica siempre los intereses de la comunidad. Incumbe a las cámaras de economía la obligación de garantizar el ininterrumpido funcionamiento de la actividad económica nacional, subsanando necesidades y corrigiendo anomalías. Lo que hoy implica una lucha de millones mañana encontrará solución en las cámaras profesionales y en un parlamento económico central. Dejarán de estrellarse los unos contra los otros -obreros y patronos- en la lucha de salarios y tarifas, que daña a ambos, y de común acuerdo, arreglarán sus divergencias ante una instancia superior imbuida en la luminosa divisa del bien de la comunidad y del Estado.

El objetivo del sindicalismo nacionalsocialista, reside en la educación y preparación hacia ese fin, que puede definirse así: El trabajo común de todos en pro de la conservación y seguridad de nuestro pueblo y de su Estado, conforme a las aptitudes y energías de cada uno, desarrolladas en el seno de la comunidad nacional.

IV) ¿Cómo llegaremos a organizar los sindicatos obreros?

Generalmente es más fácil edificar en terreno nuevo que en uno antiguo donde ya existe una obra similar. Desde luego, sería absurdo

suponer un sindicato obrero nacionalsocialista, junto a otros sindicatos obreros de índole diferente. Tampoco existe la posibilidad de un entendimiento o de un compromiso hermanando tendencias parecidas, sino únicamente el imperio del derecho absoluto y exclusivo.

Había dos procedimientos para lograr esta afinidad:

a) Se podía fundar una institución sindicalista propia para luego hincar la lucha contra el sindicalismo internacional marxista, o

b) Penetrar en el seno de los sindicatos marxistas y tratar de saturarlos del nuevo espíritu y transformarlos en instrumentos de la nueva ideología.

Aquí imponíase aplicar la experiencia de que, en la vida, resulta preferible dejar de lado una cosa, antes de hacerla mal o a medias por falta de elementos apropiados.

Rechacé de plano todos aquellos experimentos que tenían por descontado el fracaso. Habría considerado un crimen restarle al obrero, de su miserable salario, una cierta suma destinada al fomento de una institución de cuya utilidad, en provecho de sus miembros, yo no estaba persuadido.

En 1922, procedimos de acuerdo con este criterio. Otros partidos creyeron solucionar el problema fundando sindicatos obreros. A nosotros se nos echaba en cara, como el signo más claro de nuestra concepción errónea y limitada, el hecho de que no tuviésemos una tal organización. Pero estas agrupaciones sindicalistas no tardaron en desaparecer de modo que, el resultado final, fue el mismo que en nuestro caso, sólo, con la diferencia de que nosotros no habíamos defraudado a nadie ni nos habíamos engañado a nosotros mismos.

CAPÍTULO TRECE

La política aliancista de Alemania después de la guerra

El desconcierto reinante en el manejo de los asuntos exteriores del Reich, debido a la falta de directivas fundamentales para una política

aliancista conveniente, no sólo continuó después de la guerra, sino que llegó a alcanzar caracteres peores. Si antes de 1914 podía considerarse en primer término como origen de nuestros errores de política externa, la confusión de conceptos políticos, en la posguerra la causa residía en la ausencia de un sincero propósito. Era natural que aquellos círculos que habían logrado con la revolución su objetivo destructor no tuviesen interés en realizar una política aliancista que tendiera a restablecer la autonomía del Estado alemán.

Mientras el partido obrero alemán nacionalsocialista no pasó de ser una agrupación pequeña y poco conocida, los problemas de la política exterior podían parecerles de importancia secundaria a muchos de nuestros correligionarios. Debíase esto sobre todo al hecho de que justamente nuestro movimiento sostuvo y sostiene siempre, en principio, la convicción de que la libertad exterior no viene del cielo ni menos es el resultado de fenómenos naturales, sino más bien, eternamente, el fruto del desarrollo de fuerzas interiores propias. Únicamente la eliminación de las causas del desastre de 1918 y la anulación de los que con ella se beneficiaron, podrá establecer la base de nuestra lucha libertaria.

Pero tan pronto como el marco de ese pequeño e insignificante círculo cobró amplitud y la joven institución adquirió la importancia de una asociación, debió surgir lógicamente la necesidad de definir posiciones frente a los problemas de la política exterior del Reich. Había que fijar directivas que no solamente no resultasen contrarias a las concepciones fundamentales de nuestra ideología, sino que fuesen la expresión de ésta.

El principio básico y esencial que siempre debemos tener presente al tratar esta cuestión es el de que también la política exterior no es más que un medio hacia un fin, pero un fin al servicio de nuestra propia nacionalidad. Ninguna consideración de política externa podrá hacerse desde otro punto de vista que no sea la reflexión siguiente: ¿La acción propuesta beneficiaría a nuestro

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pueblo, ahora o en el porvenir, o bien le será perjudicial?

He aquí la única opinión preconcebida que debe ponerse en juego cuando d esta cuestión se trata. Puntos de vista de política partidista, de orden religioso, humano y, en general, de cualquier otra índole, quedan totalmente fuera de lugar.

Si antes de la guerra fue objetivo de la política exterior de Alemania asegurar el sustento de nuestro pueblo y de sus hijos, preparando los caminos que conducían a este fin, así como ganando el concurso de aliados convenientes, hoy el problema es el mismo con una sola diferencia: En la anteguerra el lema era la conservación del acervo nacional alemán a base del poderío que encarnaba el estado existente. Ahora se trata de restituirle previamente a la nación, en forma de un Estado libre, la fuerza que necesita como condición esencial hacia la realización posterior de una política externa práctica en el sentido de garantizar la conservación, el desarrollo y el sustento de nuestro pueblo en el futuro.

En otros términos: La finalidad de una política exterior alemana en el presente, tiene que tender a recobrar la libertad para el mañana.

La cuestión de la reintegración de los territorios que perdió un estado será siempre, en primer término, la cuestión del restablecimiento del poder político y de la autonomía de la madre patria. Por eso en un caso dado, los intereses de tales territorios tienen que ser relegados sin miramiento frente al interés único de recobrar la libertad del territorio central.

No por virtud de ardorosas protestas, sino por la acción de una espada de golpe contundente, vuelven al seno de la patria común los países oprimidos.

Forjar esta espada es obra de la política interior del gobierno de una nación: garantizar ese proceso y buscar aliados, es tarea que incumbe a la política exterior.

En la primera parte de este libro he impugnado la deficiencia de nuestra política aliancista de la anteguerra. De las cuatro

posibilidades de entonces, que tendían a la conservación y el sustento del pueblo alemán, se había elegido la última que era la peor de todas. En lugar de una sana política colonial y comercial, que fue tanto más descabellada por haberse creído que así se podía esquivar un conflicto armado. Se quiso simultáneamente tomar asiento en todas las sillas y el resultado no pudo ser otro que el de caer al suelo entre dos de ellas. El estallido de la guerra vino a constituir el último testimonio de la errada política internacional del Reich.

El buen camino hubiera sido en aquel tiempo, el que ofrecía la tercera posibilidad: Consolidación continental del Reich mediante la adquisición de nuevos territorios en Europa.

Como no se quería saber nada en absoluto de una preparación sistemática para la guerra se renunció a la expansión territorial en Europa y se sacrificó -dedicándose a la política colonial y comercial- la posibilidad de aliarse con Inglaterra, sin buscar tampoco, como era lógico el apoyo de Rusia, y es así cómo Alemania acabó por caer en la guerra mundial abandonada de todos salvo de la decadente monarquía de los Habsburgo.

Un sereno examen de las condiciones actuales del poderío político europeo, conduce a la siguiente conclusión:

Desde hace trescientos años la historia de nuestro continente ha sido notablemente influenciada por las miras políticas de Inglaterra, dirigidas a asegurarse indirectamente, mediante la relación de fuerzas de compensación recíproca, entre los Estados europeos, el apoyo conveniente para el logro de los grandes fines de su política mundial.

La tendencia tradicional de la diplomacia británica, comparable, en Alemania, únicamente con la tradición del ejército prusiano, obró sistemáticamente desde la época del gobierno de la reina Elisabeth, en el sentido de impedir por todos los medios, y si era necesario también por las armas, que una potencia europea sobrepasase del marco

general de las demás naciones. Los medios de fuerza que Inglaterra solía emplear en tales casos, variaban según la situación y el cometido propuesto, en tanto que su decisión y su entereza permanecían siempre inalterables. Producida la independencia política de sus dominios coloniales en Norte América, Inglaterra redobló sus esfuerzos a fin de consolidar la garantía de su seguridad en Europa. Fue así como después del aniquilamiento de España y los Países Bajos, como potencias marítimas, el Estado inglés concentró todas sus energías contra Francia ávida de supremacía, hasta que con la caída de Napoleón I pudo considerarse descartado el peligro de la hegemonía de esta potencia militar tan temible para Inglaterra.

El cambio de frente de la política inglesa en contra de Alemania se operó paulatinamente debido, por una parte, a la circunstancia de que faltando una unidad nacional alemana, no existía desde luego un peligro evidente para Inglaterra, y por otra, al hecho de que la opinión pública de un país, convenientemente influenciada hacia un determinante propósito, sólo puede adaptarse poco a poco a los fines de una nueva política.

Ya el resultado de la guerra franco-prusiana de 1870-1871, había definido la posición de Inglaterra. Sencillamente Alemania no supo aprovecharse de las fluctuaciones que en varias oportunidades sufriera la orientación inglesa a causa de la importancia económica que adquirían los Estados Unidos y el desarrollo del poderío ruso en Europa; y así fue acrecentándose cada vez más la tendencia primitiva de la política británica.

Inglaterra veía en Alemania una potencia cuya significación comercial y con ella su posición en la política mundial -debido ante todo a su enorme industrialización- había aumentado en una medida tal, que ya podía nivelarse el poderío político y comercial de ambas naciones. La conquista "pacífico-económica" del mundo, considerada por nuestros gobernantes como la última palabra de la suprema sabiduría, fue para la política inglesa el punto de partida

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de la resistencia organizada en contra. El que esa resistencia se manifestara en forma de una acción amplia y sistemática, respondía plenamente al carácter de una política cuya finalidad no consistía en el mantenimiento de una paz mundial dudosa, sino en la consolidación de la hegemonía británica en el orbe. Asimismo respondía a su prudencia tradicional en el modo de apreciar la capacidad del adversario y el justo cálculo de la propia momentánea impotencia, el hecho de que Inglaterra buscara el concurso de todos los Estados que desde el punto de vista militar, podían ser convenientes a su política. Pero no es posible calificar de "inescrupulosa" esta conducta ya que el vasto preparativo que requiere una guerra no se juzga por aspectos contemplativos, sino por los de orden utilitario. Obra de la diplomacia de un pueblo es velar por que éste no sucumba por mero heroísmo, sino que sea conservado prácticamente. Todo medio que conduzca a esta finalidad ha de ser apropiado, y el no emplearlo deberá considerarse como una criminal omisión en el cumplimiento del deber.

La revolución alemana de 1918, fue, para la política inglesa, el desahogo de la preocupación que la amenaza de una hegemonía germánica en el mundo, había creado contra la tranquilidad de la Gran Bretaña.

A partir de ese momento Inglaterra tampoco tuvo ya interés en que Alemania desapareciese del mapa de Europa; por el contrario, el tremendo desastre alemán de aquellos días de noviembre de 1918 colocó a la diplomacia inglesa frente a una nueva situación inesperada:

¡Alemania vencida y Francia elevada a la categoría de la primera potencia continental de Europa!

El aniquilamiento del poderío alemán no debía sino refluir en provecho de los enemigos de Inglaterra. Sin embargo, en el trascurso de noviembre de 1918 al verano de 1919 ya no era posible un nuevo cambio de frente de la política inglesa que en el curso de la larga guerra, pusiera tantas veces a prueba

el fanatismo y las energías de la gran masa de su pueblo. Francia se había atribuido el derecho de obrar y podía imponer su voluntad. La única nación que en aquellos meses de negociaciones y de regateos hubiese podido determinar un cambio en aquel estado de cosas, era Alemania misma que sufría las convulsiones de la guerra civil y que por boca de sus pseudoestadistas, proclamaba una y mil veces hallarse dispuesta a aceptar cualquier dictado.

La única forma posible de actuar que le quedaba a Inglaterra, como medio de impedir que el poderío francés creciese demasiado, era participar de la rapacidad de Francia.

Realmente, Inglaterra no alcanzó la finalidad que había perseguido con la guerra; pues, no solamente no logró poner atajo a la preponderancia de una potencia europea sobre las demás del continente, sino que más bien la fomentó en grado superlativo.

La Francia de hoy es, como potencia militar, la primera del continente y no tiene serio rival alguno. Hacia el Sur, sus fronteras con España e Italia son poco menos que infranqueables; hacia Alemania, están garantizadas por la impotencia de nuestra patria y, por último, sus costas se extienden ampliamente frente a los nervios vitales del Imperio británico. Aparte de que esos centros de la vida inglesa son blancos fáciles para aviones y artillería de largo alcance, las grandes vías del comercio inglés estarían a merced de la guerra submarina.

El deseo perpetuo de Inglaterra es el mantenimiento de cierto equilibrio de fuerzas entre los Estados europeos, como una condición primordial para la hegemonía británica en el mundo.

El deseo perpetuo de Francia, no es otro que el de evitar la formación de una potencia homogénea alemana; el mantenimiento en Alemania de un sistema de pequeños Estados de fuerzas compensadas, no sometidos a un gobierno central, y, finalmente, llegar a apoderarse de la ribera izquierda del Rin, como medio de crear y de asegurar su supremacía en Europa.

La máxima aspiración de la diplomacia francesa será eternamente contraria a la máxima tendencia de la política británica.

No hay estadista que siendo inglés, americano o italiano, hubiese pensado jamás en "pro" de Alemania. Todo ingles, como hombre de Estado, será naturalmente inglés ante todo, el americano, americano, y tampoco encontraremos a un italiano dispuesto a hacer otra política que no fuese italianófila. Por eso, quien crea que se pueden cimentar alianzas con naciones extranjeras a base de la sola simpatía que los gobernantes de éstas tengan por Alemania o es un asno o un insincero. La habilidad de un estadista dirigente se revela justamente en el hecho de encontrar siempre para la realización de las necesidades de su país, en un determinado momento, aquellos aliados que, velando también por sus propios intereses, tienen que seguir el mismo camino.

¿Cuáles son pues los Estados que actualmente carecen de un interés vital en que el poderío económico militar de Francia llegue a una situación de absoluta hegemonía, como consecuencia de la completa anulación de una Europa central alemana? ¿Y cuáles los que, debido a las condiciones inherentes a su propia existencia, y siguiendo la orientación tradicional de su política, vislumbran en el desarrollo de una situación tal, una amenaza para el porvenir?

Desde luego, conviene deslindar claramente un hecho: La clave de la política exterior francesa residirá siempre en el propósito de apoderarse de la frontera del Rin y consolidar el dominio de este río a favor de Francia al precio de una Alemania en escombros .

Si Inglaterra no admite a Alemania como potencia mundial, Francia, en cambio, no tolera potencia alguna que se llame Alemania. ¡Que diferencia esencial! Nosotros no luchamos hoy por una posición de poderío mundial; luchamos simplemente por la existencia de nuestra patria, por la unidad de nuestra nación y por el pan cotidiano para nuestros hijos. Si

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partiendo de este punto de vista, tratamos de buscar aliados en Europa, sólo dos Estados deberán tomarse en cuenta: Inglaterra e Italia.

Inglaterra no quiere una Francia cuyo puño militar, libre de todo estorbo en Europa, se constituya en árbitro de una política que por A o por B tendrá que chocar con intereses ingleses. Es comprensible que Inglaterra jamás desee que Francia, adueñándose de las enormes minas de hierro y de carbón de la Europa occidental, adquiera elementos básicos para una situación de predominio económico en el mundo.

Tampoco Italia puede ni podrá ver con simpatía la consolidación de la supremacía francesa en Europa. El porvenir de Italia dependerá siempre de un desenvolvimiento político que territorialmente gire en torno de los intereses del Mediterráneo. Lo que a Italia indujera a entrar en la guerra, no fue de ningún modo el propósito de contribuir al engrandecimiento de Francia, sino únicamente la intención de asestarle un golpe mortal a Austria -su odiada rival en el Adriático-. Todo nuevo afianzamiento del poderío francés en el continente significa para Italia un obstáculo para el porvenir; y no se olvide que entre las naciones, las afinidades raciales no son capaces de borrar trivialidades.

¿Pero es que podrá convenirles a otros Estados aliarse con la Alemania actual? ¡Seguramente que no! Una potencia que cuida su reputación y que de una alianza espera algo más que simples comisiones de dinero para ávidos parlamentarios, no pactará con la Alemania de hoy ni podría hacerlo. En nuestra incapacidad aliancista del presente radica, en último análisis, la causa profunda de la solidaridad que une a nuestros enemigos rapaces.

Mayor atención merece todavía otro hecho de importancia fundamental para la conformación de las alianzas europeas:

Si consideramos el problema desde puntos de vista políticos netamente británicos, resulta mínimo el interés de Inglaterra en el aniquilamiento creciente de Alemania, tanto más grande es en

cambio la expectativa que cifra en tal desarrollo el judaísmo internacional de la Bolsa. La contradicción existente entre la política oficial o mejor dicho, tradicional, de la Gran Bretaña y la tendencia que encarnan las fuerzas judías preponderantes en la Bolsa, tiene su más clara expresión en la actitud divergente de ambas frente a los problemas de la política exterior. Contrariamente a los intereses del Estado británico, la finanza judía quiere no sólo la total destrucción económica de Alemania, sino también su completa esclavización política.

Así es como el judío se ha constituido actualmente en el más grande instigador de la devastación alemana. Todo lo que leemos por doquier en el mundo en contra de Alemania procede de inspiración judía, del mismo modo que antes y durante la guerra, fue la prensa judía de la Bolsa y del marxismo la que fomentó sistemáticamente el odio contra nosotros hasta lograr que Estado tras Estado, abandonasen la neutralidad y, sacrificando el interés verdadero de los pueblos, se pusieran al servicio de la coalición bélica mundial fraguada contra Alemania.

Saltan a la vista los razonamientos del proceder judío. La bolchevización de Alemania, esto es, el exterminio de la clase pensante nacionalracista, logrando con ello la posibilidad de someter al yugo internacional de la finanza judía las fuentes de producción alemana, no es más que el preludio de la propagación de la tendencia judía de conquista mundial. Como tantas veces en la Historia, Alemania constituye también en este caso, el punto central de una lucha gigantesca. Si nuestro pueblo y nuestro Estado sucumben bajo la presión de esos tiranos, ávidos de sangre y de dinero, el orbe entero será presa de sus tentáculos de pulpo; más, si Alemania alcanza a liberarse de ese atenazamiento, podrá decirse que para todo el mundo quedó anulado uno de los mayores peligros.

Por lo general, el judaísmo incrustado en el organismo nacional de los diferentes pueblos, sabe emplear siempre aquellas armas que, teniendo en cuenta la mentalidad de

las respectivas naciones, parecen ser las más eficaces y las que mayor éxito prometen. En Alemania, son las ideas más o menos "cosmopolitas" o pacifistas, en una palabra, las tendencias internacionales, las que utiliza el judío en su lucha por el poder; en Francia, explota el chovinismo con bien medido cálculo; en Inglaterra, opera desde puntos de vista económicos y de política mundial.

Sólo en Francia, existe, hoy más que nunca, una íntima convivencia entre los propósitos de la Bolsa, manejada por judíos, y las aspiraciones de una política nacional-chovinista. Y es justamente esta identidad la que encierra un inmenso peligro para Alemania, haciendo de Francia nuestro más temible enemigo. El pueblo francés que cada vez va siendo en mayor escala presa de la bastardización negroide, entraña, debido a su conexión con los fines de la dominación judía en el mundo, una amenaza inminente para la raza blanca en Europa. La contaminación de sangre negra en el Rin , en el corazón mismo de Europa, responde a la sádica sed de venganza del chovinista francés, enemigo secular de nuestro pueblo, y no menos, al frío cálculo del judío que, de este modo, quiso dar comienzo a la bastardización del continente europeo en su núcleo central y al infestar la raza blanca con una humanidad inferior, despojarla de los fundamentos de su soberana existencia.

Aquello que Francia comete hoy en Europa, estimulada por su sed de venganza y sistemáticamente guiada por el judío, constituye un pecado contra la existencia de la humanidad blanca, y un día caerá sobre este pueblo la maldición de una generación entera que habrá reconocido, en la deshonra de la raza, el pecado original de la humanidad.

Es natural que también para nosotros los nacionalsocialistas, resulte difícil en nuestras propias filas, proclamar a Inglaterra como un posible aliado de Alemania en el futuro. La prensa judía, en nuestro país, supo concentrar siempre la animadversión sobre Inglaterra y

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más de un buen ingenuo alemán cayó en el ardid judío. La cháchara de esta prensa giraba en torno de un supuesto resurgimiento de nuestro poderío marítimo, protestaba contra el robo de nuestras colonias y no omitía recomendar la necesidad de reconquistarlas. Con todo esto no hacía otra cosa que suministrar el material que luego el judío bellaco se encargaba de remitir a sus compinches en Inglaterra, con fines de práctico aprovechamiento, en su propaganda germanófoba. Que hoy no estamos para luchar por poderíos marítimos ni cosas parecidas, es una persuasión que ya debe ir infiltrándose en las huecas cabezas de nuestros políticos burgueses. Orientar en este sentido las fuerzas de la nación sin tener asegurada previamente nuestra posición en Europa, constituyó, ya antes de la guerra, una locura. En la actualidad, una idea semejante se cuenta entre aquellas torpezas que, políticamente consideradas, merecen calificarse con la palabra crimen.

Cuántas veces podrá llegarse al límite de la desesperación, viendo cómo los instigadores judíos sabían entretener a nuestro pueblo con motivos hoy por hoy completamente secundarios; promoviendo demostraciones y protestas mientras, en aquellos mismos días, Francia desgarraba el tronco alemán pedazo a pedazo, despojándonos sistemáticamente de los fundamentos de nuestra autonomía.

Aquí debo mencionar particularmente un tema del cual el judío sabía servirse en aquellos años con extraordinaria habilidad: la cuestión del Tirol sur.

¡Sí, la cuestión del Tirol!

Quisiera subrayar que yo, personalmente, me cuento entre aquellos que desde agosto de 1914 a noviembre de 1918 -cuando se definía la suerte de Alemania y, con ella, la suerte del Tirol sur- actuaron allí donde, realmente, tuvo lugar la defensa de este territorio: en el ejército. Yo también había combatido en aquellos años, no para que este territorio fuese, como los otros del suelo alemán, nuestro.

No cabe dudar de que la reintegración de territorios perdidos

no se realiza por la sola virtud de invocaciones solemnes al Todopoderoso o por esperanzas piadosas en la justicia de una liga de naciones, sino únicamente con las armas.

Si Alemania quiere poner fin al peligro de exterminio que la amenaza en Europa, deberá tener cuidado de no reincidir en los errores de la anteguerra, haciéndose enemiga del mundo entero.

Fue la fantástica concepción de una alianza nibelunguesca con el cadavérico Estado de los Habsburgo, la que precipitó a Alemania a la ruina. Dejarse llevar de sentimentalismos, frente a las posibilidades de nuestra actual política exterior, será el mejor medio de impedir para siempre el resurgimiento alemán.

Nadie pretenderá afirmar que el oprobio de la época que vivimos es expresión típica del carácter de nuestro pueblo. Lo que hoy vemos en torno nuestro y experimentamos íntimamente, no es más que el resultado horripilante de la influencia devastadora del perjurio cometido el 9 de noviembre de 1918. Tampoco en estos tiempos han desaparecido completamente los buenos elementos fundamentales de nuestro pueblo: sólo que yacen inertes en el fondo. Más de una vez, aparecieron cual relámpagos en el oscuro firmamento, virtudes luminosas de las cuales la Alemania del porvenir, se acordará un día como de los primeros signos reveladores de una incipiente convalecencia.

Al lamentar el estado actual de nuestra patria debemos preguntarnos: ¿Y qué hicieron nuestros gobernantes para que renaciese en este pueblo el espíritu del orgullo nacional, de la entereza varonil y del odio sagrado?

Cuando en 1919 se le impuso a la nación alemana el tratado de Versalles, con justa razón habría podido esperarse que, precisamente ese instrumento de opresión sin límites, estimularía hondamente el grito libertario de Alemania. Los tratados de paz, cuyas imposiciones flagelan a los pueblos, constituyen no raras veces el primer redoble de

tambor que anuncia el levantamiento futuro.

¡Que enorme partido se habría podido sacar del tratado de Versalles! En manos de un gobierno dispuesto a la acción, habría podido convertirse este instrumento de exacción inaudita y de la humillación más vergonzosa, en un medio de aguijonear hasta el grado máximo los sentimientos nacionales. Cómo se habría podido imprimir en el cerebro y en el alma de nuestro pueblo cada uno de los puntos de aquel tratado hasta que en la conciencia de sesenta millones de hombres y mujeres estallase el sentimiento del oprobio y del odio comunes, en una única inmensa llamarada, para que, luego, de sus ascuas surgiera, dura como el acero, una voluntad y con ella el clamor:

¡Queremos de nuevo, armas!

Todo se omitió y nada se hizo. ¿Quién ha de sorprenderse ahora de que nuestro pueblo no sea lo que debió ni lo que pudo ser? ¿Si el resto del mundo no ve en nosotros más que al alguacil, al perro sumiso que lame reconocido las manos que acabaron de fustigarle?

Seguramente la posibilidad de que en el presente se busque la alianza de Alemania, está gravemente comprometida por los errores de nuestro propio pueblo, pero aún mucho más, por la culpa de nuestros gobiernos.

La psicosis antialemana general, sembrada y fomentada por la propaganda de guerra en los demás países, subsistirá lógicamente mientras el Reich no recobre, mediante un evidente resurgimiento del espíritu de la conservación nacional, las características de un Estado capaz de jugar su rol sobre el tablero de la política europea y ser digno de consideración.

Una nación, en situación análoga a la nuestra, será tomada en cuanta como aliado posible, solo, cuando el gobierno y la opinión pública de la misma, proclamen y sostengan fanáticamente la voluntad de iniciar su cruzada libertaria. Tal es pues la condición que, previamente, ha de llenarse para provocar un cambio favorable en la opinión pública de

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los otros Estados.

Pero hay otro aspecto que considerar todavía:

La modificación de un determinado criterio, arraigado en un pueblo, representa por sí misma, una difícil labor y serán muchos los que, al principio, no comprendan el nuevo objetivo. De ahí que sea un crimen y un absurdo a la vez, proporcionar, con nuestros propios errores, a esos elementos adversos, armas para su contra-acción. Pues, nadie que reflexione tranquilamente podrá negar que la algazara que tiende a adquirir una nueva flota, la restitución de nuestras colonias, etc., no es realmente más que una tonta vonciglería sin valor práctico alguno, además, la forma en que se explotan políticamente en Inglaterra, estos desopinados brotes de protestadores sistemáticos, ora inofensivos, ora desorbitados, pero siempre, indirectamente, al servicio de los que son nuestros irreductibles enemigos, no puede calificarse de favorable a Alemania.

También aquí tiene el nacionalismo una misión que cumplir: enseñar a nuestro pueblo a saber desechar cuestiones secundarias y concretarse sólo a lo más importante, sin olvidar que el objetivo por el cual debemos luchar hoy, es la existencia de este pueblo nuestro y que el único enemigo al que debemos herir de muerte es y será aquel que nos rapte el derecho a esa existencia.

Por duros que hubiesen sido los golpes recibidos, no pueden constituir motivo suficiente para sustraerse a la razón y, en insensato resentimiento, querellarse contra el mundo entero, en lugar de hacer frente con fuerzas concentradas, al enemigo más peligroso.

Fuera de esto, el pueblo alemán carece de un derecho moral para reprobar la conducta del mundo adverso a Alemania, mientras no haya sentado en el banquillo de los acusados a aquellos alemanes criminales que vendieron y traicionaron su propia patria.

¿Sería imaginable que los representantes de los verdaderos intereses de aquellas naciones que

están en situación de pactar una alianza con Alemania, logren imponer su criterio frente a la voluntad del judío que es el enemigo mortal de los Estados nacionales y autónomos?

La guerra que la ITALIA FASCISTA sostiene, quizás inconscientemente (aunque yo no lo creo), contra las tres principales armas del judaísmo, es la mejor prueba de la forma en que -aunque sólo sea por procedimientos indirectos- se han de romper los dientes ponzoñosos a esa potencia que se extiende por encima de los Estados. La prohibición de las sociedades masónicas secretas, la persecución puesta en práctica contra la prensa internacionalizada del país, así como la progresiva destrucción del marxismo, frente a la consolidación creciente de la concepción fascista del Estado, harán, en el curso de los años, que el gobierno italiano pueda consagrarse más y más a los intereses de su propio pueblo, sin dejarse influenciar por el silbido de la hidra judaica universal.

Más difícil se presenta el problema en Inglaterra. En este país de la "democracia liberal" por excelencia, ejerce el judío una dictadura casi absoluta, valiéndose de la opinión pública. Pero no por eso es menos evidente la lucha constante que allá se libra entre los representantes de los intereses del Estado británico y los defensores de la dictadura internacional del judaísmo. La violencia con que a menudo chocan ambas corrientes, pudo observarse claramente, por primera vez después de la guerra, en la divergente actitud que, con respecto al problema japonés, adoptaron en Inglaterra el gobierno y la prensa.

Concluida la guerra mundial, comenzó a recrudecer la recíproca quisquillosidad existente entre los Estados Unidos y el Japón, y era natural que las grandes potencias europeas no quedasen indiferentes ante el peligro inminente de un nuevo conflicto. Los vínculos de afinidad racial no son obstáculo para impedir que Inglaterra vea siempre con cierto sentimiento -mezcla de temor y envidia- el acrecer del

poderío internacional de la Unión Norteamericana en todos los dominios de la actividad económica y política. Parece que la colonia de antaño -hija de la gran metrópoli- va camino de convertirse en una nueva soberana del mundo. Comprensible es, pues, que Inglaterra revise hoy, llena de dudas, sus antiguos pactos de alianza y comience a vislumbrar con inquietud el álgido momento en que ya no se dirá: "Gran Bretaña, la reina de los mares" sino "Los mares de la Unión".

Inglaterra recurre por esto, ansiosa, al concurso del puño amarillo.

Mientras el gobierno inglés -pese al hecho del frente común que la Gran Bretaña y América formaron en los campos de guerra europea- no se resolvía a alojar sus vínculos con el aliado de allende el Asia, toda la prensa judía atacaba pérfidamente aquel pacto.

En los Estados europeos de hoy, el judío no ve más que instrumentos suyos a quienes sojuzgar, sea por el medio indirecto de la llamada democracia occidental o, directamente la dominación del bolchevismo ruso. Pero no solamente el viejo mundo ha caído en las garras del judío, sino que también al nuevo le amenaza igual destino: Judíos son los árbitros de la potencialidad económica de los Estados Unidos.

Demasiado bien sabe el judío que, gracias a sus milenaria adaptación puede socavar pueblos europeos y bastardizarlos, pero comprende, al propio tiempo, que nunca llegaría a someter a la misma suerte a un Estado nacional asiático de la índole del Japón. Finge ser alemán, inglés, americano, francés, más para convertirse en amarillo asiático tendría que salvar un abismo. Y he aquí porqué, sirviéndose del concurso de otros Estados de constitución semejante, intenta romper el bloque del Estado nacional Japonés para librarse de tan peligroso adversario.

Como antaño contra Alemania, instiga hoy a los pueblos contra el Japón y no será raro que, llegado el momento, mientras la diplomacia británica crea apoyarse todavía en la

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alianza japonesa, la prensa judía de Inglaterra exija por su parte, romper lanzas con el aliado y preparar contra éste la guerra de devastación bajo el pretexto de la democracia y con el grito de batalla de: ¡Abajo el militarismo y el imperialismo japonés!

El judío, en Inglaterra, se ha vuelto pues insubordinado. ¡En consecuencia, también allí comenzará la lucha contra el peligro mundial del judaísmo!

El movimiento nacionalsocialista en Alemania, deberá velar para que, por lo menos en nuestra propia patria, se defina al enemigo mortal y para que la lucha contra él, sirva también a los demás pueblos de guía luminosa hacia un porvenir más risueño en pro de la humanidad aria.

CAPÍTULO CATORCE

Orientación política hacia el este

Dos razones me inducen analizar de modo especial las relaciones entre Alemania y Rusia: primeramente, por tratarse quizás de la cuestión más importante de toda la política exterior alemana, y en segundo lugar, por constituir la piedra de toque que d la medida de la capacidad política del pensar clarividente y del justo modo de obrar del joven movimiento nacionalsocialista.

En términos generales haré todavía la consideración siguiente:

La política exterior del Estado racista, tiene que asegurar a la raza que abarca ese Estado, los medios de subsistencia sobre este planeta, estableciendo una relación natural, vital y sana, entre la densidad y el aumento de la población, por un lado, y la extensión y la calidad del suelo en que se habita, por otro.

Sólo un territorio suficientemente amplio, puede garantizar a un pueblo la libertad de su vida. Además, no hay que perder de vista que, a la significación que tiene el territorio de un Estado como fuente directa de subsistencia, se añade la importancia que debe reunir desde el punto de vista político-militar. Aún cuando un pueblo tenga asegurada la subsistencia gracias al suelo que

posee, será necesario todavía, pensar en la manera de garantizar la seguridad de este suelo; seguridad, que reside en el poder político general de un Estado, el cual depende, a su vez, en gran parte, de la posición geográfico militar del país.

Bajo tales circunstancias, sólo como potencia mundial, podrá el pueblo alemán defender su futuro. Casi por espacio de dos mil años, ha sido historia universal la defensa de los intereses de nuestro pueblo, que es como propiamente deberíamos llamar a nuestra actividad, más o menos acertada, de política exterior. Nosotros mismos hemos sido testigos de ello: pues la gigantesca conflagración de los pueblos, en los años de 1914 a 1918 -denominada la Guerra Mundial- no fue otra cosa que la lucha del pueblo alemán por su existencia sobre la tierra.

El pueblo alemán entró en aquella lucha como una pseudo-potencia mundial y digo pseudo, porque, en realidad, no era una potencia. Si en 1914, hubiese sido otra en Alemania, la relación entre la superficie de su territorio y la densidad de su población, la nación alemana hubiese podido considerarse efectivamente como una potencia mundial y la guerra, prescindiendo de un sinnúmero de otros factores, hubiera podido concluir favorablemente.

Alemania no es, en el presente, una potencia mundial. Aun cuando nuestra actual importancia militar, fuese superada un día, ya no tendríamos derecho a pretender tal título. Considerando la cuestión desde el punto de vista netamente territorial, el área de Alemania aparece insignificante en comparación con la de las llamadas potencias mundiales. No tomemos el caso de Inglaterra como prueba de lo contrario, pues el territorio de la metrópoli en Europa no es, a decir verdad, más que la gran capital del imperio británico mundial que abarca casi una cuarta parte de la superficie del globo.

Luego debemos considerar por orden de magnitud como naciones gigantescas: la Unión Norteamericana, Rusia y China;

todas ellas, circunscripciones territoriales diez veces mayores al área del Reich actual. Francia mismo, debería contarse entre estos Estados. No sólo engrosa su ejército, en proporción cada vez más grande con elementos de las reservas de color que pueblan sus enormes colonias, sino que también la bastardización negroide de su raza, hace progresos tan rápidos, que ya casi se puede hablar de la génesis de un Estado africano sobre suelo Europeo. La política colonial de Francia no es susceptible de compararse con la de la antigua Alemania. Si esta revolución de Francia, continuase por espacio de tres siglos llegaría a desaparecer hasta el último resto de la sangre de los francos, absorbida por un Estado de mulatos europeo-africanos, en formación.

La antigua política colonial alemana, ni aumentó la zona de población de raza alemana, ni menos hizo el criminal intento de reforzar el poderío del Reich con el aporte de sangre negra. La organización militar de los ascarios en el África Oriental Alemana, estaba en realidad destinada solamente a la defensa de la colonia misma. Jamás -aun prescindiendo de la circunstancia de que, durante la conflagración mundial, era cosa prácticamente imposible- abrigó Alemania la idea de traer tropas de color a un teatro de guerra europeo, y tampoco habría pensado hacerlo, bajo condiciones más favorables, en tanto que los franceses, consideraron siempre esta idea como uno de los motivos determinantes de su actividad colonial.

En la actualidad, vemos una serie de potencias que superan notablemente el poderío de Alemania, no sólo en la cifra de su población sino, sobre todo haciendo residir su potencia política en el dominio territorial que poseen.

Nos hallamos fuera de todo concurso en relación a los grandes Estados del mundo y esto es debido a la fatal orientación de la política exterior de nuestro pueblo.

El movimiento nacionalsocialista tienen que imponerse la misión de subsanar la desproporción existente

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entre la densidad de nuestra población y la extensión de nuestra superficie territorial, -superficie territorial que debe ser considerada desde el doble punto de vista de fuente de subsistencia y de apoyo del poder político- y también, la de hacer que desaparezca la desproporción que reina entre nuestro gran pasado histórico y la triste perspectiva de nuestra impotencia, en el presente.

La potencialidad de una nación, no puede apreciarse en sí misma, sino, únicamente, valiéndose de la comparación con otros Estados. Pero es justamente esta comparación la que demuestra que el acrecentamiento del poderío de otras naciones, no sólo fue más regular, sino que, en su efecto final, alcanzó, también, resultados mucho más considerables que en Alemania. Considerando que, en cuanto a espíritu heroico, ningún pueblo ha superado al nuestro, que es, seguramente, el que, en conjunto, hizo mayores sacrificios de sangre en la lucha por su existencia, habrá que admitir que el fracaso de sus esfuerzos, puede sólo atribuirse a la forma errónea de su aplicación.

Si en conexión con estos antecedentes, examinamos los acontecimientos políticos de nuestro pueblo durante los últimos mil años, rememoramos las numerosas guerras y luchas libertarias y, por último, analizamos el resultado de toda esta historia, tendremos que confesar que de este mar de sangre, emergieron, propiamente, sólo tres realidades culminantes que bien merecen considerarse como los frutos perdurables de sucesos perfectamente definidos de la política exterior y de la política alemana en general:

I) La colonización de la Marca Oriental llevada a cabo principalmente, por los Bayuwares.

II) La conquista y la penetración del territorio al Este del Elba.

El tercer suceso trascendental de nuestra actividad política, fue la formación del Estado de Prusia y, con ello, el fomento sistemático de un especial concepto político y del instinto de la propia conservación y defensa del ejército alemán, a base

de organización y de acuerdo con las necesidades de la época. Fue, precisamente, gracias al régimen de disciplina de la institución militar prusiana por lo que el pueblo alemán -disociado y superindividualizado por la diversidad de sus componentes-, pudo recobrar, por lo menos, una parte de su casi perdida capacidad de organización.

Merece subrayarse, que la importancia de los éxitos políticos, realmente tales, que alcanzó nuestro pueblo en sus luchas milenarias, la comprenden y aprecian muchísimo mejor nuestros adversarios que nosotros mismos. Para nuestro modo de obrar del presente y del futuro, tiene una máxima significación el saber distinguir entre los éxitos políticos efectivos de nuestro pueblo y lo que fue la sangre nacional sacrificada en vano.

Nosotros, los nacionalsocialistas, jamás debemos asociarnos al patrioterismo corriente de nuestro actual mundo burgués. Sobre todo, entraña un gravísimo peligro el que nos consideremos ligados, ni aun en lo más mínimo, a la última etapa de la evolución de la anteguerra. La única conclusión que debemos sacar del pasado, es la de orientar nuestra acción política en un doble sentido: el suelo como objetivo de nuestra política exterior y un nuevo fundamento unitario ideológicamente consolidado, como finalidad de política interna.

La pretensión de restablecer las fronteras de 1914, constituye una insensatez política de proporciones y consecuencias tales, que la revelan como un crimen, y esto, aun sin considerar en absoluto el hecho de que entonces las fronteras del Reich, podían serlo todo menos lógicas. En efecto, no eran ni perfectas en lo tocante a abarcar el conjunto territorial habitado por elementos de nacionalidad alemana, ni menos razonables desde el punto de vista de su conveniencia estratégico-militar. No habían sido, pues, el resultado de una acción de política meditada, sino simplemente, fronteras provisorias fijadas en el curso de una evolución totalmente inconclusa o, si se quiere, fronteras resultantes en parte de la pura casualidad.

Esta pretensión responde enteramente al criterio de nuestro mundo burgués, que tampoco, en esto, posee ni una sola idea de orientación política para el futuro, sino que vive en el pasado, esto es, en lo más inmediato. Por lo tanto, es comprensible que la visión política de esta gente, no vaya más allá de 1914. Al proclamar ellos la reivindicación de aquellas fronteras como objetivo de su política, no hacen otra cosa que fomentar la solidaridad decadente de nuestros adversarios, y sólo así se explica que, ocho años después de una guerra en la cual tomaron parte Estados de las miras más heterogéneas pueda mantenerse todavía, más o menos firme, la coalición de los vencedores de entonces .

Todos estos Estados, sacaron provechos del desastre alemán. El temor a nuestro poderío, relegó a segundo plano la ambición y la envidia de las grandes potencias entre sí. Vislumbraban en una repartición común, en lo posible, de las heredades de nuestro Reich, la mejor garantía contra un futuro levantamiento alemán. El malestar de conciencia y el miedo que sienten ante la vitalidad de nuestro pueblo, constituyen el cemento más duradero para mantener, aun hoy, cohesionados a los miembros de esta coalición. Sólo los espíritus infantiles pueden entregarse a pensar que una reconsideración del dictado de Versalles sea factible por obra de imploraciones o de artimañas, aparte de que una tentativa tal, supondría la intervención de un Talleyrand que no poseemos. Además, los tiempos han cambiado desde el Congreso de Viena: ya no son los príncipes y sus "maîtresses" los que hoy regatean fronteras: es el inexorable judío cosmopolita el que ahora lucha para imponer su hegemonía sobre los pueblos.

Las fronteras del año 1914 no tienen valor alguno para el futuro de la nación alemana. No fueron una garantía en el pasado, ni tampoco constituirían una fuerza para el porvenir. A base de ellas, el pueblo alemán no podrá recobrar su unidad interior y menos todavía asegurar sus subsistencia; fuera de esto, aquellas

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fronteras, consideradas desde el punto de vista militar, no aparecen convenientes ni siquiera satisfactorias y no lograrían, finalmente, mejorar la situación en que actualmente nos encontramos frente a las demás potencias, es decir, las verdaderas potencias mundiales. La ventaja que nos lleva Inglaterra no disminuiría, tampoco llegaríamos a la potencialidad de los Estados Unidos, ni sufriría menoscabo notable la importancia política de Francia en el mundo.

Sólo una cosa sería evidente: El intento de restaurar las fronteras de 1914 conduciría -aun en caso favorable- a un desangramiento tal de nuestro pueblo, que en el momento preciso de adoptar resoluciones y realizar hechos que tendiesen a asegurar realmente la vida y el porvenir de la nación, ya no se dispondría de ninguna reserva valiosa. Por el contrario, en medio de la embriaguez de un éxito superficial, se renunciaría a toda finalidad posterior ante la satisfacción de haber reparado el honor nacional y abierto algunas puertas al desarrollo comercial, por lo menos durante cierto tiempo.

Frente a todo esto, nosotros, los nacionalsocialistas, tenemos que sostener inquebrantablemente nuestro objetivo de política exterior, que es asegurar al pueblo alemán el suelo que en el mundo le corresponde. Y esta es la única acción que ante Dios y nuestra posteridad alemana puede justificar un sacrificio de sangre; ante Dios, porque sobre la tierra hemos sido puestos con la misión de la lucha eterna por el pan cotidiano; ante nuestra posteridad, porque no se vertirá la sangre de un solo ciudadano sin que este sacrificio signifique la vida de otros mil ciudadanos de la Alemania futura.

Ningún pueblo sobre la tierra, posee ni un solo metro cuadrado de terreno en virtud de una voluntad o de un derecho superior. Las fronteras de los Estados las crean los hombres y son ellos mismos los que las modifican.

El hecho de que un pueblo llegue a apoderarse de una extensión territorial excesiva, no supone el

reconocimiento perpetuo sobre la misma. Ello pone, a lo sumo, en evidencia la fuerza de los conquistadores y la impotencia de los conquistados. Y solo en esta fuerza reside el derecho de posesión. Del mismo modo que nuestros antepasados no recibieron como don del cielo el suelo sobre el cual vivimos, sino que lo ganaron con riesgo de su vida, así también no será por concesión graciosa por lo que nuestro pueblo obtenga, en el futuro, el suelo y con él, la seguridad de su subsistencia; sino únicamente por obra de una espada victoriosa.

A pesar de que también nosotros reconocemos la necesidad de llegar a un arreglo con Francia, todo sería inútil, en principio, si el objetivo de nuestra política exterior debiese quedar colmado con esa avenencia. Ella tendrá su razón de ser, solamente si ofrece un apoyo para el ensanchamiento territorial de la nación alemana en Europa. Pues no es en la posesión de dominios coloniales en lo que debemos ver la solución de este problema, sino exclusivamente en la adquisición de una zona de territorio que aumente la extensión de la madre patria, proporcionando, de este modo, a los nuevos pobladores, no sólo la posibilidad de mantener una comunidad íntima con esta patria de origen, sino también de asegurar al conjunto, las ventajas resultantes de la fusión territorial.

Nosotros, los nacionalsocialistas, hemos puesto deliberadamente punto final a la orientación de la política exterior alemana de la anteguerra. Comenzaremos ahora allí donde hace seis siglos se había quedado esta política. Detendremos el eterno éxodo germánico hacia el Sur y el Oeste de Europa y dirigiremos la mirada hacia las tierras del Este. Cerraremos al fin la era de la política colonial y comercial de la anteguerra y pasaremos a orientar la política territorial alemana del porvenir.

El destino mismo, parece querer mostrarnos el derrotero. El haber abandonado a Rusia en manos del bolchevismo, despojó al pueblo ruso de aquella clase pensante que, hasta entonces, había creado y garantizado su existencia como Estado. Más de una vez, pueblos inferiores, guiados

por soberanos y organizadores de origen germánico, llegaron a constituir poderosas naciones que subsistieron mientras pudo conservarse el núcleo racial dirigente. Hacía siglos que Rusia se había mantenido gracias al núcleo germánico de sus esferas superiores, núcleo del cual se puede decir que hoy está exterminado completamente. En su lugar, se ha impuesto el judío; pero así como es imposible que el pueblo ruso sacuda por sí solo el yugo israelita, no es menos imposible que los judíos logren sostener, a la larga, bajo su poder el gigantesco organismo ruso. El judío mismo no es elemento de organización, sino fermento de descomposición. El coloso del Este está maduro para el derrumbamiento. Y el fin de la dominación judaica en Rusia, será al mismo tiempo, el fin de Rusia como Estado. Estamos predestinados a ser testigos de una catástrofe que constituirá la prueba más formidable para la verdad de nuestra teoría racista.

Nuestro cometido -la misión del movimiento nacionalsocialista- ha de ser llevar nuestro pueblo a la persecución política de que no debe esperar ver colmado su objetivo futuro en el delirio de una nueva campaña triunfal de Alejandro, sino más bien en la faena laboriosa del arado alemán, al cual la espada tiene que proporcionar únicamente el suelo.

Es natural que el judaísmo oponga tenaz resistencia a una tal política alemana. El judío se da cuenta mejor que nadie de la trascendencia de este proceder, para su futuro. Y es este hecho, justamente, el que debería inducir hacia la nueva orientación a los hombres de verdadero sentir nacional. Pero por desgracia son también círculos nacionalistas y hasta "nacionalracistas" los que se declaran en abierta oposición a la idea de una tal política orientada hacia el Este, haciendo en su apoyo la consabida invocación de una consagrada figura de nuestra historia. Se cita a Bismarck para cohonestar una política absurda y al propio tiempo perjudicial a los intereses del pueblo alemán. Afirmase que: Bismarck dio siempre

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importancia a mantener buenas relaciones con Rusia. En efecto fue así, pero sólo condicionalmente, pues, a bismarck jamás se le habría ocurrido querer fijar como definitiva, en principio, la táctica de un determinado camino político.

En consecuencia, la pregunta no debe ser: ¿Qué es lo que Bismarck quiso? Sino más bien: ¿Qué es lo que Bismarck haría en las actuales circunstancias? Justamente esta interrogación es la más fácil de responder. Guiado por su habilidad política, jamás habría pactado alianza con un Estado predestinado a la ruina.

Además, ya Bismarck vio en su época con recelos la política colonial y comercial alemana, debido a que, por el momento, le preocupaba solamente la manera más segura de facilitar la consolidación del Imperio creado por él. Esta fue también la única razón la cual él celebraba la existencia del apoyo ruso que le permitía operar libremente hacia el Oeste. Pero aquello que entonces fue provechoso para Alemania, hoy le sería perjudicial.

Ya en los años 1920-1921, cuando el joven movimiento nacionalsocialista comenzaba a perfilarse lentamente en el horizonte político, y cuando acá y acullá se le saludaba ya como el movimiento libertario de la nación alemana, se intentó, desde diferentes sectores, establecer una cierta conexión entre éste y las corrientes libertarias de otros países. Esto respondía a la orientación de la "liga de naciones oprimidas", propagada por muchos. Se trataba ante todo, de representantes de algunos Estados balcánicos y luego el Egipto y la India, que a mí me dieron siempre la impresión de charlatanes pretenciosos, huérfanos de toda base real. Y no pocos fueron los alemanes, particularmente en los círculos nacionalistas, que se dejaron seducir por semejantes fatuos orientales ya que creían ver, sin más ni más, en cualquier simple estudiante hindú o egipcio, un "representante" de la India o de Egipto. Jamás pudieron comprender esas gentes que se trataba en la mayoría de los casos de individuos sin solvencia y, sobre todo, no

autorizados por nadie para celebrar ningún acuerdo con persona alguna, de modo que el resultado práctico de mantener relaciones con tales sujetos, no podía ser más que nulo.

Era ya de suyo grave, que la política aliancista del Reich en la época de la anteguerra, hubiese acabado -debido a la falta de un propósito propio de acción ofensiva- por constituir una "sociedad defensiva" con Estados veteranos ha tiempo relegados por la historia mundial. Tanto la alianza con Austria, como la pactada con Turquía, tenían muy poco de satisfactorio. Mientras las más grandes potencias militares e industriales del orbe se asociaban en torno a un plan activo de agresión, nosotros nos empeñábamos en reunir unos cuantos Estados viejos y ya impotentes, para tratar de afrontar con aquellas ruinas, la acción de la coalición mundial. Alemania pagó muy caro el error de su política exterior; sin embargo, esta experiencia no parece haber sido lo suficientemente amarga para prevenir que nuestros eternos ilusionistas caigan en el error de siempre. Ya se trate de una liga de pueblos oprimidos, de una sociedad de naciones o de cualquiera otra nueva quimérica intervención, siempre se hallarán a pesar de todo, miles de espíritus crédulos.

Conservo fresco el recuerdo de las expectativas pueriles y no menos incomprensibles que surgieron, bruscamente en los círculos nacionalracistas allá por los años 1920-1921; decíase que Inglaterra hallábase en la India al borde de la catástrofe. Unos cuantos titiriteros asiáticos o, si se quiere, también, verdaderos "campeones de la libertad" hindú, que por entonces pululaban en Europa, habían logrado convencer incluso a gente sensata de la absurda idea de que el imperio británico estaba efectivamente frente a la ruina inminente en la India, que es el gozne -por decirlo así- de su poderío colonial.

Es realmente infantil suponer que en Inglaterra no se hubiese sabido apreciar en su justo valor la significación que tiene la India para la unión británica mundial. Y sólo demuestra no haber aprendido nada

de las enseñanzas de la guerra, ni menos llegado a comprender y reconocer la entereza anglosajona, el imaginar que Inglaterra pudiese resignarse a perder la India sin antes arriesgarlo todo. Por otra parte, constituye una prueba de la completa ignorancia que manifiesta el alemán respecto a la manera cómo el inglés sabe penetrar y administrar ese enorme dominio. Inglaterra perdería la India, sólo cuando en su mecanismo administrativo resultase ella misma víctima de un proceso de descomposición racial (eventualidad que para la India queda por el momento fuera de toda discusión) o bien si fuese vencida por un enemigo poderoso. Pero los agitadores hindúes no lo conseguirán jamás. ¡Por propia experiencia sabemos nosotros hasta la saciedad, cuán difícil es llegar a reducir a Inglaterra! Aun prescindiendo de esto, yo como germano preferiré siempre, a pesar de todo, ver la India bajo la dominación inglesa que bajo otra cualquiera.

No menos insignificantes son las esperanzas cifradas en el mitológico levantamiento del Egipto contra Inglaterra.

Como nacionalista que aprecia el valor humano conforme a principios raciales y sabe de la inferioridad de esas llamadas "naciones oprimidas", no puedo, desde luego, identificar la suerte de mi pueblo con la de esos países.

Exactamente el mismo criterio tenemos que mantener con respecto a Rusia. La Rusia actual despojada de su clase dirigente de origen germano, no puede -aparte de lo que en sí persiguen sus nuevos soberanos- servir jamás de aliado en la lucha libertaria del pueblo alemán. Desde el punto de vista militar serían realmente catastróficas las circunstancias, en el caso de una guerra de Alemania y Rusia, coaligadas contra la Europa occidental y, probablemente, contra todo el resto del mundo. La lucha se desarrollaría sobre territorio alemán sin que Alemania recibiese de Rusia ni el más mínimo concurso eficaz. Además, en el caso de una tal guerra, Rusia tendría que arrollar previamente a Polonia para poder llevar el primer soldado ruso a un

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frente de batalla germánico. Pero, propiamente, no se trataría, en primer término, de recibir soldados del aliado ruso, sino ante todo, material bélico. El rol de Rusia sería totalmente nulo como factor técnico y habría de repetirse lo que pasó en la guerra mundial, en la que la industria alemana fue esquilmada para atender a nuestros gloriosos aliados, de modo que la guerra técnica tuvo que sostenerla Alemania casi sola. A la motorización general del mundo, que caracterizará la guerra del futuro en una medida asombrosa, casi nada podríamos oponer nosotros. Es un hecho que en este tan importante ramo, Alemania manifiesta un vergonzoso atraso y que de lo poco que posee, tendría que proveer todavía a Rusia, país que, hoy mismo, no cuenta con una fábrica propia capaz de producir un automóvil en forma.

Fuera de todo esto, no debe olvidarse jamás que el judío internacional, soberano absoluto de la Rusia de hoy, no ve en Alemania un aliado posible, sino sólo un Estado predestinado a la misma suerte política.

Alemania constituye para el bolchevismo el gran objetivo inmediato de su lucha. Se requiere todo el vigor de una idea nueva, encarnando una misión, para arrancar una vez más a nuestro pueblo de la estrangulación de esta serpiente internacional y poner atajo a la contaminación de nuestra sangre, a fin de que las energías de la nación, de este modo libertadas, puedan ser dedicadas a garantizar la seguridad de la patria alemana, previniendo hasta en el más lejano futuro, catástrofes como las últimas. Y si se persigue esta finalidad sería una locura aliarse con un Estado que tiene por soberano al enemigo mortal de nuestro porvenir.

Confieso francamente, que ya en la época de la anteguerra, me habría parecido más conveniente que Alemania, renunciando a su insensata política colonial y, consiguientemente, al incremento de su flota mercante y de guerra, hubiese pactado con Inglaterra en contra de Rusia y pasado así de su trivial política cosmopolita, a una política europea resuelta, de

tendencia territorial en el continente.

No olvido la amenaza constante y provocativa que la Rusia paneslavista de entonces, osara hacer a Alemania; no olvido los frecuentes ensayos de movilización, cuyo objeto no era otro que provocarnos; tampoco puedo olvidar el estado de ánimo de la opinión pública rusa, que ya antes de la guerra, exageraba sus ataques llenos de odio contra nuestro pueblo y el Imperio, y menos aún puedo olvidar la actitud de la gran prensa que en Rusia, deliraba por Francia.

Pero no obstante todo esto, habría existido antes de la guerra todavía una segunda posibilidad: la de tratar de apoyarse en Rusia para hacer frente a Inglaterra. Hoy son otras las circunstancias. El proceso de consolidación en el que al presente, se encuentran empeñadas las grandes potencias, es para nosotros el último toque de alarma instándonos a reaccionar, a fin de que nuestro pueblo vuelva del sueño a la dura realidad, y nos muestre el único camino del porvenir capaz de conducir el Reich a una época de nueva prosperidad.

Si el movimiento nacionalsocialista, haciendo conciencia de la magnitud y de la importancia de esta misión, se desembaraza de ilusiones y deja prevalecer solamente la razón, es posible entonces que un día, la catástrofe de 1918 se convierta en una infinita bendición para el futuro de nuestro pueblo. Del desastre puede llegar la nación alemana a una orientación totalmente nueva de su política exterior y luego, interiormente consolidada por una nueva ideología, alcanzar una definitiva estabilización de política internacional. Entonces podrá por fin Alemania tener aquello que Inglaterra tiene y que la misma Rusia poseyó y que a Francia le permitió adoptar decisiones siempre análogas y siempre convenientes en el fondo a la defensa de sus intereses: un testamento político.

El testamento político de la nación alemana, para su conducta de política externa, ha de rezar lógicamente como sigue:

No tolerar jamás la formación de

dos potencias continentales en Europa. Ver siempre el peligro de una agresión contra Alemania en cualquier tentativa de organizar ante las fronteras alemanas una segunda potencia militar, aunque sólo fuese en forma de un Estado capaz de llegar a serlo, y ver también en ello, no sólo el derecho, sino también el deber de impedir por todos los medios y hasta valiéndose del recurso de las armas, la creación de tal Estado, y si éste ya existiese, destruirlo sencillamente. Velar por que la potencialidad de nuestro pueblo no resida en dominios coloniales, sino en el suelo patrio del continente mismo. No considerar jamás asegurado el Reich, mientras éste no sea capaz de darle a cada nuevo descendiente de nuestro pueblo, a través de los siglos, la parcela que le corresponde. Finalmente, no olvidar nunca que el más sagrado de los derechos sobre la tierra, es el derecho al suelo que se quiere labrar con el propio esfuerzo, y el más sagrado de los sacrificios la sangre que por ese suelo se vierte.

En el capítulo anterior he señalado a Inglaterra e Italia como los dos únicos Estados de Europa hacia los cuales podría ser deseable y promisorio el acercamiento de Alemania. Brevemente delinearé ahora la importancia militar de una alianza tal.

Las consecuencias resultantes de este pacto, significarían en todo orden, militarmente hablando, lo diametralmente opuesto de lo que sería en el caso de una alianza con Rusia. Lo primordial es el hecho de que un acercamiento a Inglaterra e Italia, no implica en sí el peligro de una guerra. Francia que sería la única potencia interesada en asumir una actitud opuesta al pacto, prácticamente no estaría en condiciones de hacerlo; pues, ya no tendría la iniciativa de obrar porque estaría en manos de la nueva liga europea anglo-alemán-italiana.

Pero tal vez tendría una significación mayor el hecho de que la nueva coalición, agruparía países dotados de una capacidad técnica susceptible hasta cierto punto de una recíproca complementación.

Seguramente, son grandes las

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dificultades que se oponen a la realización de una liga semejante; mas, cabría preguntar si la formación de la Entente fue obra menos difícil. Aquello que el fue posible a un Eduardo VII, contrariando en parte intereses naturales, podremos lograrlo también nosotros si es que, convencidos de la necesidad de una tal evolución, adaptamos a ella nuestro proceder inteligentemente concebido.

Naturalmente que hoy por hoy estamos a merced del ladrido furioso de los enemigos interiores de nuestro pueblo. Nosotros, los nacionalsocialistas, jamás hemos de dejar que se nos impida proclamar aquello que, de acuerdo con nuestra más íntima convicción, sea indispensable. Ciertamente, que la actualidad, tenemos que ir contra la corriente de la opinión pública sugestionada por el ardid judío, que, sabe explotar la ingenuidad alemana, y es cierto también, que, muchas veces, el oleaje se estrella terriblemente contra nosotros; mas, es sabido, que quien va con la corriente pasará menos apercibido que aquel que se lanza contra ella. Hoy por hoy, somos un simple escollo, pero, en contados años, el destino podrá convertirnos en un dique donde se rompa la corriente general, para seguir por un nuevo lecho.

CAPÍTULO QUINCE

El derecho de la legítima defensa

Depuestas las armas en noviembre de 1918, inicióse una política que según toda previsión humana, debía conducir paulatinamente a un completo sometimiento de Alemania. Ejemplos de la Historia demuestran que los pueblos que depusieron sus armas sin que hubiesen mediado causas máximas para ello, prefieren después aceptar las mayores violencias y humillaciones antes que intentar un cambio de su suerte apelando de nuevo al recurso de la fuerza.

La decadencia de Cartago, es el terrible prototipo de la lenta agonía de un pueblo precipitado por sí mismo a la ruina.

El curso de los acontecimientos, a partir de 1918, nos prueba palmariamente que la esperanza que en Alemania se abrigaba de poder alcanzar la clemencia del vencedor, sometiéndonos voluntariamente a él, ha influenciado del modo más funesto el criterio político y la conducta de las masas. Esto nos permite explicar que el mismo período de siete años que, de 1806 a 1813, bastara para animar con nuevas energías y espíritu de lucha a la Prusia totalmente aniquilada de entonces, no sólo ha transcurrido inútilmente, para la Alemania de hoy, sino que, por el contrario, ha traído consigo un creciente debilitamiento nacional: Siete años después de la revolución de 1918 se firmaba el Tratado de Locarno.

El proceso de lo que ocurrió, no fue otro que el ya mencionado: Una vez acordado el oprobioso armisticio, no se tuvo ni energía ni coraje para oponer de súbito resistencia a las medidas opresoras que nos impusieron sucesivamente los adversarios. ¡Eran demasiado inteligentes para haberlo exigido todo de un golpe!

Alternativamente se sucedieron en Alemania edictos de desarme y de esclavización, inhabilitándonos políticamente y extorsionándonos en lo económico, para engendrar, al fin de cuentas, aquel estado anímico que hacía ver una felicidad en el dictamen de Dawes y un triunfo para Alemania, en el Tratado de Locarno.

A más tardar en el invierno de 1922-1923, todo el mundo debió haber podido darse cuenta de que Francia, aun después del tratado de paz, continuaba persiguiendo, con férrea tenacidad, el objetivo de guerra que se había propuesto desde un principio. Porque nadie admitirá seguramente que Francia, en la lucha más decisiva de su historia, hubiese sacrificado en cuatro años y medio de guerra la cara sangre de su pueblo con la sola expectativa de recibir después el pago de reparaciones por los daños causados. La reconquista misma de Alsacia-Lorena no hubiera bastado para justificar la entereza del comando francés, si en aquella lucha no se hubiese tratado de realizar ya una parte del verdadero gran programa futuro de la política

exterior de Francia, consistente en lograr el desmembramiento de Alemania en un bodrio de pequeños Estados. Esta fue la finalidad por la que luchó la Francia chovinista, si bien es verdad, poniendo a su pueblo en manos del judío internacional.

Este objetivo de guerra francés, habría sido factible por la guerra misma, si la lucha -como en París se creyó al principio- se hubiese desarrollado sobre territorio alemán. Imagínese por un momento que las sangrientas batallas de la gran guerra, no hubiesen tenido lugar en el Somme, en Flandes, en Artois, en las inmediaciones de Varsovia, Nishnij, Nowgorod, Kowno, riga y otros lugares más, sino en Alemania, en la cuenca del Ruhr, del Meno, del Elba, en las inmediaciones de Hannover, Leipzig, Nüremberg, etc., y tendrá que convenirse que, en tales circunstancias, habría sido posible la devastación de Alemania. Esta es también la única razón que permite afirmar que nuestros camaradas y hermanos no vertieron su sangre totalmente en vano.

Bien es cierto que en Noviembre de 1918 se produjo con la rapidez del rayo, el desastre de Alemania; sin embargo, mientras la catástrofe cundía en los lares de la patria, los ejércitos alemanes acampaban todavía en pleno territorio enemigo. La primera preocupación de Francia en aquellos días no fue la disolución de Alemania, sino la cuestión de saber cómo se conseguiría desalojar de los territorios ocupados de Francia y de Bélgica a los ejércitos alemanes. De ahí que al concluir la guerra, fuera una tarea primordial para el gobierno francés desarmar a estos ejércitos y procurar se replegasen hacia Alemania cuanto antes; y luego, en segundo término, podía pensarse en el objetivo esencial de la guerra.

Inversamente a lo que ocurría con Francia, para Inglaterra la guerra había terminado en realidad victoriosamente a base de la destrucción del poderío colonial y comercial de Alemania y su consiguiente degradación a la categoría de Estado de segunda clase. No sólo no tenía interés en el aniquilamiento total de la nación alemana, sino que, por el contrario,

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había razón suficiente para que deseara en el futuro la existencia de un rival de Francia en Europa. La política francesa debió pues proseguir mediante una "decidida labor de paz", aquello que la guerra había comenzado y la frase de Clemenceau al decir que para él, "la paz no era más que la continuación de la guerra" cobró entonces máxima actualidad.

Ya en el invierno de 1922 - 1923 debióse saber cuál era el propósito que Francia perseguía.

En diciembre de 1922, pareció agudizarse en grado amenazante, la situación entre Francia y Alemania. Francia intentaba poner en práctica nuevas temerarias extorsiones y para ello, necesitaba garantías. Con la ocupación de la cuenca del Ruhr, creíase en Francia romper definitivamente la moral de Alemania y colocarnos, al mismo tiempo, en una situación económica tal, que nos viéramos constreñidos a aceptar hasta las más pesadas cargas.

Con la ocupación del Ruhr, el destino le tendió una vez más la mano al pueblo alemán para que se levantara; pues, aquello que en el primer momento, debió presentársenos como una tremenda calamidad, encerraba, en el fondo, una posibilidad infinitamente promisora para poner fin a los sufrimientos de Alemania.

Desde el punto de vista de la política internacional, la ocupación del Ruhr significó el primer alejamiento entre Inglaterra y Francia, no sólo por parte de la diplomacia británica que había pactado, considerado y mantenido la alianza francesa con el criterio práctico del frío calculador, sino también en vastos sectores del pueblo inglés, dominaba aquel estado de ánimo. Fue, en particular, en los círculos financieros, donde se mostraba indisimulable desagrado por el nuevo formidable incremento del poderío francés en el continente. En efecto, vista la cuestión en el sentido político-militar, Francia asumía en Europa una posición como no la había tenido antes ni la misma Alemania, y en lo económico, adquirió igualmente fundamentos que le asignaban una situación poco

menos que de privilegio junto a su posición de poderoso competidor político. Las minas más importantes de hierro y carbón de Europa, se hallaban en manos de una nación que, a diferencia de Alemania, había cuidado hasta entonces sus propios vitales intereses con decisión y dinamismo y que en la guerra puso de relieve ante el mundo entero la seguridad que le ofrecía su ejército. Con la ocupación de la zona carbonífera del Ruhr, Francia le arrebató a Inglaterra todo el éxito que había obtenido de la guerra, y el dueño de la victoria no fue ya entonces, la sagaz diplomacia inglesa, sino el mariscal Foch y la Francia que él encarnaba.

También en Italia, se trocó en franco odio el estado de ánimo poco favorable que existía allá a partir de la conclusión de la guerra. Presentóse el gran momento histórico en que los aliados de ayer podían ser los enemigos de mañana. Y si esto no ocurrió y los Aliados no se fueron a las manos, como en el caso de la segunda guerra balcánica, fue exclusivamente, debido a la circunstancia de que Alemania no contaba con un Enver Pascha sino con un Wilhelm Cuno, como canciller del Reich.

No sólo en el orden de la política exterior, sino también en el de la política interna, se le presentó a Alemania, con la ocupación del Ruhr por los franceses, una gran posibilidad para el futuro. Un considerable sector de nuestro pueblo que, bajo el influjo constante de los embustes de su propia prensa, seguía viendo en Francia al campeón del progreso y de las libertades, debió quedar repentinamente curado de semejante desvarío. La primavera de 1923 tuvo la misma trascendencia que el año 1914, cuando al declararse la guerra, se esfumaban de los cerebros de nuestros obreros los sueños de solidaridad internacional, para hacer que volviesen al mundo real de la lucha por la existencia donde un ser vive a expensas del otro y donde el exterminio del más débil representa la vida del más fuerte.

No se trató de impedir la ocupación de Ruhr por medio de medidas militares. Sólo un

perturbado habría podido aconsejar cosa semejante. Pero, bajo la impresión del atropello que cometía Francia y mientras lo perpetraba se pudieron y debieron asegurar -sin tomar en consideración el tratado de Versalles despedazado por los franceses mismos- aquellos recursos militares que más tarde, habrían servido para respaldar la posición de nuestros delegados; pues, no cabía la menor duda de que el día menos pensado, habría de resolverse ante la mesa de una conferencia internacional cualquiera, la suerte de aquel territorio ocupado por Francia. Y tampoco debía perderse de vista que hasta los más calificados negociadores, pueden contar sólo con escaso éxito si no llevan por escudo la entereza de su pueblo.

¿No era acaso, una calamidad consumada tener que ver la eterna comedia de las conferencias internacionales que, a partir de 1918 solían preceder a la imposición de los respectivos dictados? ¿Y aquel denigrante espectáculo que se ofrecía al mundo entero, invitándosenos, como por ironía, a tomar asiento en la mesa de conferencias, para luego presentarnos resoluciones y programas acordados de antemano y sobre los cuales bien es cierto que podíase discurrir, pero sin admitirse modificación alguna?

Si en la primavera de 1923 se hubiese querido tomar el hecho de la ocupación del Ruhr como un motivo para restablecer nuestra institución armada, previamente habría sido necesario darle a la nación armas morales, incrementando su fuerza de voluntad y eliminando, al propio tiempo, a los destructores de las energías nacionales.

Del mismo modo que en 1918 tuvimos que pagar sangrientamente el error de no haber triturado en los años 1914 y 1915, de una vez para todas, la cabeza de la víbora marxista, así también debió vengarse ahora en la forma más tremenda, el hecho de que en la primavera de 1923 dejásemos pasar inaprovechada la ocasión de acabar definitivamente con la obra de los marxistas traidores a la patria y verdugos del pueblo.

Sólo los elementos burgueses pudieron ser capaces de concebir que

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el marxismo hubiese cambiado y que los protervos dirigentes revolucionarios de 1918 -aquellos que para poder encaramarse mejor a los diferentes puestos político, pisotearon fríamente la honra de dos millones de hombres caídos por la patria- estuvieran en 1923 dispuestos a ponerse al servicio de la causa nacional. ¡Idea increíble y realmente absurda la de esperar que los traidores de ayer pudieran convertirse repentinamente en los campeones de la lucha libertaria alemana! ¡Muy lejos estaban éstos de pensar así! La traición a la patria es en el marxista lo que, en la hiena, la avidez por la carroña.

Los destinos de los pueblos no se manejan con guantes, y he aquí porqué en 1923 debió obrarse con brutal energía para exterminar los áspides que emponzoñaban nuestro organismo nacional.

Con que frecuencia me esforcé, en aquellos tiempos, tratando de convencer, por lo menos a los llamados círculos nacionales, acerca de la trascendencia del momento; insistí siempre en que se cooperase al movimiento nacionalsocialista, dándole la oportunidad de liquidar cuentas con el marxismo; pero prediqué en el desierto. Todos, incluso el jefe de la Reichswher los sabían todo mejor que yo, para verse, al final, ante la capitulación más humillante que conocen los tiempos.

Ya entonces, pude darme cuenta de que la burguesía alemana había llegado al fin de su misión y que no estaba predestinada a jugar ningún rol más.

En aquella época -lo confieso francamente- sentí profunda admiración por el hombre del sur, allende los Alpes, que poseído de amor ardiente por su pueblo, no hizo causa común con los enemigos interiores de Italia, sino, más bien se empeño en destruirlos por todos los medios. Lo que colocará a Mussolini entre los grandes hombres de la Historia, es su inquebrantable resolución de no haber tolerado el marxismo en Italia y haber salvado a su patria, al destruir el internacionalismo. ¡Cuán diminutos aparecen, en comparación con él, nuestros actuales pseudoestadistas en

Alemania!

Con la actitud que adoptó la burguesía y debido a la consideración que gozaba el marxismo, era una utopía la idea de toda resistencia activa en 1923. Querer enfrentarse con Francia, teniendo al enemigo mortal en las propias filas, constituía, desde luego, una locura. Una Alemania liberada de ese fatal enemigo de su existencia y de su futuro, habría sido capaz de energías que nadie en el mundo hubiera podido ahogar. El día en que el marxismo haya sido anulado en Alemania, sus cadenas quedarán rotas para siempre. Jamás -a través de nuestra Historia- fuimos vencidos por nuestros adversarios, sino eternamente por nuestros propios vicios y por enemigos cobijados por nosotros mismos.

En aquella hora trascendental de 1923, el cielo quiso enviarle al pueblo alemán un hombre "providencial":¡el señor Cuno! Propiamente, el no era un estadista ni político de profesión y naturalmente aun menos todavía de nacimiento, sino más bien un experto en negocios. Toda una maldición para Alemania, porque aquel comerciante conceptuaba también la política como una empresa económica y obraba de acuerdo con ello.

"Francia ha ocupado el Ruhr. ¿Y qué había allí? Carbón. ¿En consecuencia, Francia ocupaba el ruhr por el carbón?" Pues entonces nada más racional para el señor Cuno, que el recurso de la huelga como medio de impedir que los franceses obtengan carbón, lo cual -según la opinión del mismo señor Cuno- conduciría seguramente a que un día, en vista de la irrentabilidad de la empresa, quedase desocupado el Ruhr.

Para provocar la huelga, requeríase naturalmente, de los agitadores marxistas, por ser los obreros los que en primer lugar debían proceder al paro. Se imponía por lo tanto, constituir un frente unitario entre el obrero (que en la mente del tipo de estadista burgués es siempre sinónimo de marxista) y todos los demás alemanes. Los marxistas respondieron ipso facto al

llamamiento, por la sencilla razón de que así como Cuno necesitaba de los agitadores marxistas para formar su "frente unitario", no menos necesario era para éstos el dinero de Cuno. Ambos podían estar satisfechos. Cuno obtuvo su "frente" constituido por charlatanes nacionales y por especuladores antinacionales, y por su parte, los traficantes internacionales, podían gracias a los dineros del fisco, servir su objetivo supremo, es decir, destruir la economía nacional y esta vez a expensas del mismo Estado. ¡Fue una idea genial querer salvar una nación por medio de una huelga pagada!

Si el señor Cuno, en lugar de incitar a una huelga general, subvencionada por el gobierno para formar un frente unitario, hubiese exigido de cada uno de los alemanes dos horas más de trabajo diario, el fraude que significaba ese famoso "frente unitario", habría acabado al tercer día. ¡No se libertan los pueblos por la inacción, sino mediante sacrificios!

Ciertamente que esta llamada "resistencia pasiva" no debió durar largo tiempo, pues, sólo un hombre totalmente ignorante en materia de guerra podía imaginarse que valiéndose de recursos infantiles, fuese factible desalojar un ejército de ocupación. Y la desocupación del ruhr habría sido lo único capaz de justificar un procedimiento cuyo coste llegó a los millares y que contribuyó capitalmente a la total destrucción de la moneda nacional.

Era natural que los franceses pudiesen instalarse cómodamente y con cierto sosiego al ver que la resistencia alemana se servía de tales medios. Sabían que tan pronto como esta resistencia pasiva en el Ruhr, se hiciese realmente peligrosa para Francia, las tropas de ocupación pondrían con admirable facilidad y en menos de ocho días, un fin sangriento a todo aquel juego infantil.

La formación del frente unitario, fue un hecho clásico, que nos obligó a los nacionalsocialistas, a oponernos tenazmente contra semejante propósito llamado nacional. En aquellos meses fui

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atacado con frecuencia por elementos cuyo sentimiento nacional no era más que una mezcla de estulticia y apariencia. Eran gentes que vociferaban con los demás sólo porque tenían la ocasión de poder revelar su "patriotismo", sin peligro alguno. Yo consideré aquel mísero frente unitario como una de las más risibles manifestaciones políticas, y la historia se encargó de darme la razón.

En el momento en que las organizaciones sindicalistas habían llenado su caja con los dineros procedentes del gobierno de Cuno, y cuando la resistencia pasiva que, hasta entonces, se había apoyado en la huelga, debió pasar a la acción activa, las hienas marxistas escaparon repentinamente del hato nacional de borregos que siempre fueron. Por su parte, el señor Cuno retornó tranquilamente a sus actividades navieras, en tanto que Alemania registraba en sus anales una amarga experiencia más y una gran esperanza menos.

Cuando al producirse el vergonzoso fracaso del Ruhr, después del sacrificio de millares, en bienes materiales, y de la vida de miles de jóvenes alemanes que tuvieron la ingenuidad de dar crédito a los dirigentes del Reich, se capitulara en forma tan depresiva para Alemania, estalló vibrante la indignación del país contra semejante traición hecha a nuestro desgraciado pueblo. En millones de cerebros surgió entonces con claridad meridiana el convencimiento de que sólo una transformación radical de todo el sistema político imperante, sería capaz de salvar Alemania.

Aquel Estado que conculcó todos los preceptos de lealtad y fe, que escarneció los derechos de sus ciudadanos, que defraudó los sacrificios de millones de sus más fieles hijos y que, finalmente, despojó también hasta del último céntimo a otros millones, no podía merecer otra cosa que el odio de sus súbditos. Y este sentimiento de odio contra los corruptores del pueblo y de la patria, estallará un día de todos modos. Aquí debo repetir la frase final de mi última declaración hecha ante los tribunales de Leipzig en el

gran proceso de la primavera de 1924:

"Los jueces de este Estado pueden condenarnos tranquilamente por nuestras acciones; más, la Historia que es encarnación de una verdad superior y de un mejor derecho, romperá un día sonriente esta sentencia, para absolvernos a todos nosotros de culpa y pecado"

Pero esa misma Historia emplazará también ante su tribunal a aquellos que, imperando hoy en el mundo, hollan leyes y derechos, precipitan nuestro pueblo en la ruina y que, además, en medio de la desgracia de la patria, colocan sus intereses personales por encima de los de la comunidad.

Omito relatar en este libro aquellos acontecimientos que precedieron al 8 de noviembre de 1923 y las consecuencias resultantes. Deliberadamente no lo hago, porque de ello nada constructivo se puede esperar para el porvenir. Ante la infinita desgracia común que aflige a nuestra patria, tampoco quisiera ahora resentir y con esto quizá alejar, a aquellos que, en el futuro, tendrán que formar el gran frente unitario de los alemanes leales de corazón contra el frente común de los enemigos de nuestro pueblo. Bien sé que llegará el tiempo en que hasta los que ayer estuvieron contra nosotros, recordarán reverentes a los que, como nacionalsocialistas, rindieron por el pueblo alemán el caro tributo de su sangre, y entre los cuales quiero citar también al hombre que, como uno de los mejores, consagró su vida en la poesía, en la idea y por último en la acción, al resurgimiento del pueblo suyo y nuestro:

DIETRICH ECKART

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Migraciones – Eligio Ayalahttp://www.abc.com.py/2003-10-24/articulos/75120/eligio-ayala-en-el-recuerdo

"Para fabricar salchichas se requieren aptitudes especiales; para ser legislador o ministro en el Paraguay, el talento y los conocimientos son superfluos. La preparación, el carácter, la honestidad a veces estorban. Valen más ciertas contorsiones y genuflexiones del cuerpo que veinte años de estudios, que la decencia y la probidad...". De "MIGRACIONES", Eligio Ayala

http://www.uma.edu.py/ponencias/migrac_internacion.html

A lo largo de la historia del Paraguay, varios fueron los actores que se han referido a la migración externa de paraguayos. Así, por ejemplo, Eligio Ayala en su libro “Migraciones”, que fue escrito en Suiza en 1915, atribuye el problema al latifundio, la mala moneda, las revoluciones, las persecuciones políticas y la situación económica como causas de las migraciones.

http://www.abc.com.py/2008-05-03/articulos/412072/exhortemos-a-la-gente-a-denunciar-la-corrupcion

La corrupción como la prepotencia son vicios antiguos en nuestro país. En su libro “Migraciones”, Eligio Ayala ya pudo decir algo así como que un rudo capataz de estancia nombrado comisario de policía puede al fin satisfacer dos grandes ambiciones de su vida: robar impunemente los fondos públicos y perseguir a los compatriotas como perros que le disputasen la presa.

http://anteriores.lanacion.com.py/noticias/noticias.php?not=243896&fecha=2009/05/04

Muchos han leído “Migraciones”, del Dr. Eligio Ayala, y a pesar de sentirse conmovidos por la cruda realidad que describe no han sacado la conclusión debida ni comprendida la terrible profecía inserta en sus páginas. En Paraguay existe un problema de comportamiento que no permite estabilizar un gobierno, o hacerlo eficiente.

Se desprecia el conocimiento; el ejercicio del poder no está limitado por sentimientos morales y los que tienen poder no se sujetan a las leyes pues se creen deshonrados si las cumplen. Cada funcionario público cree que tiene derecho de robar, de desconocer la ley o violar la Constitución.

El resultado es que se confunde autoritarismo con eficiencia, la presión del terror es la que se reconoce mejor y nadie cae en la cuenta de que, sin embargo, las dictaduras que son la consecuencia, solamente agravan los problemas y aumentan la degradación moral.

No hay educación para la libertad, al contrario. En Paraguay, los educadores han sido todos adoradores de las dictaduras, como se puede demostrar fácilmente. No hay héroes de la libertad, solamente hay veneración a los tiranos. No se enaltece el ejemplo de cumplimiento de la ley, al contrario. Se aplaude al trasgresor, se admira al ladrón, se disculpa al asesino. Todo se interpreta al revés, para beneficiar a quien no cumple.

http://74.125.95.132/custom?q=cache:Fi6VjrCdfK8J:www.corredordelasideas.org/docs/en_torno_a.doc+%22migraciones%22+%22eligio+ayala%22&cd=21&hl=es&ct=clnk&client=pub-2070091971271392

Amigo de muchos dirigentes políticos, Ritter no tiene ningún reparo en hacer duras críticas al caudillismo, y al manejo partidario en el interior del país. Y aquí sus textos se aproximan a Migraciones de Eligio Ayala, e incluso a esas brillantes páginas de El Dolor Paraguayo de Barrett.

Hablando del cuatrerismo: “Que caigan sobre él [sobre el caudillo político] sospechas de cuatrerismo, que se intente perseguirle por éste, enseguida el hombre hace valer su carácter de político: las acusaciones son inspiradas por ‘pasiones políticas’. Y los correligionarios le abrigan enseguida bajo su protección poderosa: si pertenecen al partido en el poder, la impunidad es asegurada desde luego; si pertenecen a un partido de oposición, los jefes, los mejores abogados y procuradores del partido ponen en movimiento todos los resortes, hasta conseguir la libertad provisional del nene inocente ‘injustamente acusado por la pasión partidista’”. (pág. 149).

O del clientelismo tan consustancial al manejo del Estado: “El continuo cambio de situaciones y de Gobiernos, agraviado por el predominio casi exclusivo de consideraciones políticas en la provisión de cargos públicos, produce la esterilidad e ineficiencia de la acción gubernativa. Llenados los grandes y pequeños cargos no por las personas más idóneas y aptas, sino por los que indican las consideraciones ‘políticas’, la acción gubernativa en casi todas sus diversas manifestaciones lleva el sello del diletantismo, de la chapucería, de la insuficiencia, a veces se distingue por su neto carácter maléfico”. (pág. 207). Ritter señala aquí dos cuestiones que hasta hoy integran los análisis del Estado paraguayo: una es la relación del poder político con la corrupción, con la protección del crimen; otra es –el mismo Ritter habla del spoils system- la lógica clientelista y prebendaria del Estado paraguayo, la burocracia que obedece al intercambio de favores estatales por lealtades políticas.

http://mujerdejuarez.blogspot.com/2008/01/paraguay-migrar-es-morir-un-poco.html

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En primer término, viene al caso citar al estadista Eligio Ayala, presidente del Paraguay de 1924 a 1928, quien escribió un libro sobre el tema del éxodo paraguayo titulado “Migraciones”, en el que afirmaba en forma tajante que nunca la emigración fue tan numerosa, ni alcanzó un flujo tan grande como después de la revolución de 1904 (la que puso en el poder al Partido Liberal). Quien fuera uno de los presidentes más ensalzados de la era liberal, atacaba en ese libro a la agrupación que lo llevara a la presidencia de la república afirmando textualmente que muchos obreros rurales, que abrigaban pasiones políticas contrarias a las del partido gobernante (el Liberal) emigraron, amedrentados, aterrorizados, con amargo despecho en el corazón.

Ayala también describe cómo se perseguía por prejuicios y resentimientos políticos en la era del

partido al que ahora se encuentra aliado el izquierdista PMas; cómo se expoliaba y se desataban querellas sangrientas en todas partes, por intermedio de caudillos que avivaban la orgía de fanatismos, vejaciones corporales, persecuciones, venganzas, anarquía. Las confesiones de quien hoy es presentado por los historiadores como uno de los más ilustres presidentes del mismo partido al que criticaba en su obra merecen cuando menos ser tomadas en serio.

También vale recordar que Eligio Ayala volvió al país para ser designado candidato único a la presidencia de la república porque no había entonces oposición. La falta de oferta política se debía a la abstención del Partido Colorado, que alegaba con justa causa fraudes perpetrados como norma en los comicios que organizaba el Partido Liberal en aquel tiempo.

http://74.125.95.132/custom?q=cache:mHLtbPQjcVgJ:elmiradorparaguayo.com/archivos/Proteccion_al_Trabajador_Parag._en_el_exterior.pdf+%22migraciones%22+%22eligio+ayala%22&cd=34&hl=es&ct=clnk&client=pub-2070091971271392

Es sabido que la emigración paraguaya ha sido una constante en nuestra historia, principalmente por razones políticas en sus comienzos, pero sin llegar a conformar en esos años una cifra importante, numéricamente hablando. Ya durante los gobiernos de Francia, Carlos Antonio López y Francisco Solano López, los compatriotas emigraban por cuestiones políticas a la Argentina, principalmente a Buenos Aires. Este tipo de emigración fue acentuándose en la post-Guerra del 70 debido a los sucesivos enfrentamientos políticos y golpes de Estado que marcó nuestra historia hasta comienzos de la década de 1950.

Posteriormente, comenzó la emigración por cuestiones económicas, por no encontrar respuestas a

la búsqueda de trabajo. Y como ya decía Eligio Ayala en su libro MIGRACIONES: “Obreros jóvenes, intrépidos, industriosos, valientes, la porción mas vigorosa y sana de la población rural, brazos lozanos y robustos, han desertado de nuestra fértiles tierras labrantías y han ido a marchitar en países extraños las mejores esperanzas de nuestra prosperidad económica”.

Es que, realmente, el que emigra no es el niño ni el anciano, el que emigra es el adulto en edad laboral, es la fuerza de trabajo de la Patria, es el que luego con el sudor de su trabajo en tierras extrañas remite religiosamente ayuda económica a su familia que quedó en su pueblo, en su ciudad

http://sala.clacso.edu.ar/gsdl/cgi-bin/library?e=d-000-00---0becas--00-0-0--0prompt-10---4------0-1l--1-es-50---20-help---00031-001-1-0utfZz-8-00&a=d&cl=CL4&d=HASH4cd90a5624039da7554ec3.9

Ya Eligio Ayala en 1915 en su libro Migraciones denunciaba la emigración como “incesante hemorragia, que debilita y deprime nuestra incipiente producción económica; nuestra campaña se despuebla y la economía exangüe languidece y se paraliza [...]. Los cultivadores agrícolas, los peones hartos de profesión tan baja y envilecida, dan manotadas a las puertas de sus pobres hogares y se marchan camino de la ciudad y del extranjero” (Ayala, 1986).

http://74.125.95.132/custom?q=cache:R9bGuRVqyE4J:www.uma.edu.py/webuma/Maria%2520C%2520Melgarejo/CAPITULO%2520II%2520-MARCO%2520TEORICO.doc+%22migraciones%22+%22eligio+ayala%22&cd=50&hl=es&ct=clnk&client=pub-2070091971271392

Se estima que 280.000 paraguayos murieron durante la guerra, los daños materiales alcanzaron más de ocho millones de libras esterlinas y centenares de paraguayos exiliados volvieron al país.

Así, los sobrevivientes de la Legión Paraguaya se agruparon y formaron una comisión encargada de negociar con los aliados. Desde el 15 de agosto de 1869 hasta el 31 de agosto de 1870, administró el país un Triunvirato formado por Carlos Loizaga, Cirilo Antonio Rivarola y José Díaz de Bedoya.

En el año 1870, el Estado era propietario de la mayor parte de las tierras del país, el comercio estaba paralizado, las exportaciones se reducían a unos pocos

productos tradicionales como la yerba mate, el tabaco, madera y cuero. La ganadería prácticamente destruida, el pueblo se redujo al nivel más bajo de la pobreza. Las únicas riquezas del estado eran, los bosques, yerbales, campos, ferrocarril y lo que quedaba del arsenal y astillero.

En el año 1872, se creó un gran programa de emigración hacia el Paraguay, idea que predominó en la época como importante y necesaria para impulsar el desarrollo del país, sin embargo, cuando llegaron los primeros inmigrantes en noviembre de 1872, el gobierno no tenía los recursos necesarios para acompañar dicha colonización y gran parte de ellos volvieron a emigrar, las colonias empezaron a

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desintegrarse a partir del año 1873 y así todo el operativo de enviar colonos al Paraguay fracasó.

Los gobiernos desde entonces comprendieron la gran necesidad de fomentar la inmigración, pero “Llegaban los inmigrantes al Paraguay, no encontraban condiciones económicas favorables para el ejercicio de sus profesiones, carecían de aptitudes para ocupaciones provechosas en el país, y por supuesto, en vez de la soñada felicidad, encontraban una desesperante realidad. Regresaban a su patria desengañados, chasqueados, furiosos contra el Paraguay”. (Eligio Ayala, 1915,87).

En el año 1877, se funda una institución llamada Sociedad Agrícola y de Alimentación del Paraguay, presidida por José Segundo Decoud, con el objetivo de estudiar todo lo relacionado con el desarrollo de la

agricultura, hacer conocer al Paraguay en el extranjero y atraer por ese medio a los inmigrantes.

Así también, la vida política estuvo llena de sobresaltos, las antiguas rivalidades políticas hicieron que muchos emigraran hacia el extranjero, es el caso de Eligio Ayala (1880-1930) quien emigró a Europa donde permaneció desde el año 1911 hasta 1919, escapando de la anarquía reinante en el país.. En junio del año 1915, en la ciudad de Berna escribe su clásico libro “Migraciones”, donde explica el fenómeno migratorio paraguayo como uno de los factores que afectan el desarrollo socio-económico del Paraguay.

“Una de las poderosas causas internas de la despoblación rural, es el desequilibrio de la economía rural”. (Ayala E., 1915,83).

http://www.bvp.org.py/biblio_htm/centurion3/cent3_44_50.htm

"Así como "Alón" – decía Benítez – corresponde al marco heroico del 87, Eligio Ayala sintetizaba en su personalidad el afán constructivo del liberalismo de 1920 al 30. Destaquemos su figura en el escenario en que le toco actuar.

"Por encima de las contingencias contradictorias de su vida, hay un destello de luz. La resistencia que despertara su crítica permanente, su espíritu combativo, sus choques personales, irá borrándose a través del tiempo para dar paso a la mejor apreciación de su obra de ordenamiento, de orientación inteligente, de defensa del bien colectivo frente al interés personal.

Eligio Ayala ocupaba demasiado espacio para que pudiera ser indiferente; había que estar con él o contra él. Y estar con él, aparte de ser la negación del personalismo, implicaba un grado de desinterés, de abnegación. Hasta después de muerto sigue mereciendo de parte de sus enemigos el homenaje del insulto; la envidia le coronaba de dicterios cuando ejercía el poder. Ningún político paraguayo ha sido injuriado como él; pero ninguno, en el último decenio, logró concentrar en su persona mayor cúmulo de opinión pública, ni justificar mejor el don de mando.

Su cultura vasta, enjundiosa, tenía dos defectos: la falta de mesura y el carácter polémico. Al pensamiento hondo y a la frase fulgurante solía acompañar un adjetivo plebeyo, la calificación ordinaria. Discutía constantemente. Hasta cuando meditaba. No pesaba los argumentos; los hacía chocar.

Sus mensajes, sus artículos, sus cartas, tienen un sabor de ensalada de frutas. Había en él dos tercios de polemista y uno de escritor. Sin ser un atormentado, carecía de esa placidez espiritual propicia a la meditación serena y al estilo impersonal. Contemplaba el mundo muy de cerca. Lo miraba de soslayo, como si le profesara cierto desprecio.

En los acontecimientos veía con frecuencia los motivos próximos, y en la conducta de los hombres, buscaba el propósito inmediato. Le faltaba a veces esa piedad que ayuda a mirar con simpática tolerancia a

nuestro semejante. Era duro sin ser cruel; versátil en sus opiniones pero firme en su orientación fundamental. En el fondo de su filosofía se nota un profundo sentimiento de justicia, velado a veces por un dejo de persecución personal. En un medio oportunista, sin contenido ideológico, Eligio Ayala era un político de programa, de sistema, de filiación doctrinaria.

Leía copiosamente en los principales idiomas de la civilización occidental. No era un erudito, sino un decantador de cultura, un curioso, un peregrino del pensamiento. Escribió sobre problemas nacionales; sobre las grandes doctrinas contemporáneas, como el marxismo; sobre Velázquez y Nietzsche; estudió con preferencia la economía; desconfió de la sociología comptiana; entendía a Kant; gozó en la frágil y etérea literatura francesa contemporánea; comentó a Einstein, sin dejar de guiñar a Voltaire, a quien seguía sin imitar e imitaba sin querer en su sátira sangrienta. Este tremendo devorador de libros y revistas no anotaba ni citaba; prefería que la cultura, el pensamiento, la idea, se sedimentara en su mente comprensiva. El estilo personalísimo le inhibía de la obligación de firmar sus artículos.

"Como hombre de gobierno, se adelantó en las medidas financieras a las recomendaciones de Kemmerer y estabilizó la moneda aplicando el método de Conant, antes que otros países mejor organizados. No enriqueció a su país, contestan sus enemigos. Sí, pero ordenó su administración, lo orientó, levantó su crédito y consagró a la nación paraguaya una pasión fanática, que no tiene paralelo más que en D. Carlos Antonio López.

En Economía era un liberal, en el sentido moderno del concepto. Desconfiaba de la intervención del Estado, por la falta de personal técnico. Profesaba el concepto de las jerarquías de las cosas en las necesidades del país. Así contrajo el presupuesto para hacer frente a la defensa nacional, sin comprometer el porvenir. El ejemplo de otros países que abusaron del crédito y que hoy se debaten en aguda crisis, justifica en parte la excesiva prudencia del estadista paraguayo.

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No debe olvidarse que él entró a regir el Tesoro, con un déficit que oscilaba alrededor de 90 millones, con el papel moneda desvalorizado y fluctuante, y con la baja de los precios de la post guerra y en un ambiente de anarquía. Comprendió que la única política económica en aquellos momentos, era el orden financiero, el equilibrio del presupuesto, la buena percepción de los recursos, reglas sencillas que siguen siendo principios cardinales de buen gobierno, para cuya aplicación y éxito contaba con la confianza que supo inspirar, en grado eminente, a todo el país.

"Eligio Ayala no necesita defensa. Porque no es una acusado ante la historia. Ni tampoco el elogio, porque la apologética no tuerce la justicia. Debe ser presentado como era y como es: un guarismo, un valor real en la historia de la organización política y financiera de este país. Casi diez años de política nacional giran en torno a su persona, ya que los sucesos también tienen su centro

de gravedad y hay un fondo de verdad en esa teoría carlileiana de los hombres determinantes de los acontecimientos. Cuando tales hombres aparecen, desalojan; y cuando desaparecen, se producen desequilibrios". (37)

Dejó inéditos varios libros: El Materialismo Histórico, El problema Agrario, etc. Migraciones, folleto escrito en Berna, en 1915, se publicó en 1942. Pero lo substancial de su obra está en sus Mensajes presidenciales y en sus Memorias ministeriales redactados personalmente. Entre sus numerosísimos artículos periodísticos son de citar El Aguila de la Guardia Cárcel, Los Sauces de Babilonia, El Esfuerzo Común y, especialmente, Ara y Canta, cuya edición en un volumen sería obra de justicia y consagraría a su autor como a uno de los prosadores más brillantes de las letras paraguayas.

PDFLa presidencia de Eligio Ayala (1923-1928)

supuso un saneamiento en la administración pública, y un duro golpe a la corrupción. Aumentaron las exportaciones, y se pagaron las deudas del ferrocarril.

Además, su ley electoral garantizó la representación de las minorías, y su ley de tierras trató de solucionar el problema creado por los latifundios: sólo el seis por ciento de los agricultores era propietario de las tierras que cultivaba. Con el objetivo de dotar de pequeñas propiedades a los campesinos, se expropiaron algunos latifundios, y se instalaron colonos en las tierras del estado. Así, más de diecisiete mil familias pasaron a poseer unas doscientas treinta mil hectáreas cultivables, teniendo prohibida su venta y su arrendamiento.

Diversos estudios han mostrado que existe una fuerte asociación entre, el tamaño de la tierra, la pobreza y el desinterés de la pequeña producción

por parte el Estado. Eligio Ayala en 1915, en su libro Migraciones afirmaba que “las pequeñas posesiones agrícolas fueron desalojadas por la producción ganadera y muchos de sus propietarios prefirieron vender sus tierras a los latifundistas, y los que no eran propietarios, desahuciados, se desvincularon de la tierra y formaron el asalariado rural, obligados a pagar arrendamientos gravosos por las tierras que cultivaban con grandes sacrificios y mínimos beneficios” (muy parecido al feudalismo del norte de Inglaterra, objeto de muuucchhasss películas)

Un manifiesto de la Unión Obrera del Paraguay en el año 1928 declaraba que “la campaña paraguaya se halla desolada. La masa campesina no tiene el debido amparo, ni la debida defensa de sus intereses, como lo merece en una nación esencialmente agrícola. Mientras en todos los países con agricultura se buscan nuevas formas de acrecentar la producción (...) aquí todo permanece en el estatismo”.

http://74.125.95.132/custom?q=cache:b3clfZiuEEgJ:www.corredordelasideas.org/docs/eligio_ayala_ponencia.doc+%22migraciones%22+%22eligio+ayala%22&cd=3&hl=es&ct=clnk&client=pub-2070091971271392

ELIGIO AYALA - V Encuentro del Corredor de las Ideas del Conosur.

“Cultura política y democracia en América Latina, Humanismos, perspectivas y prácticas alternativas en la encrucijada.”

Eligio Ayala, el liderazgo moral transformador desde el gobierno.

Prof. Beatriz González de Bosio

Introducción Eligio Ayala (1878 - 1930) fue presidente de la

República del Paraguay a la conclusión de la sangrienta guerra civil que asoló el país entre 1922 y 1923. Luego de apenas cuatros años de mandato, entregó el gobierno

a un sucesor por primera vez electo en comicios universales con la participación de candidatos de los partidos tradicionales. Este hecho no se volvió a repetir en el Paraguay hasta 1989.

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Dichos partidos tradicionales, el Liberal y la Asociación Nacional Republicana fueron ambos fundados en 1887 y desde un principio se constituyeron en las fuerzas políticas mayoritarias que dividen a la estructura política paraguaya hasta el presente. Hubo muchos intentos de crear terceras fuerzas pero no pudieron tener continuidad pues no fueron capaces de lograr la adhesión constante de sus cuadros por mas de una generación. Los adherentes a los partidos tradicionales, que entre si se denominan “correligionarios” demuestran una lealtad y un fervor partidario cuasi religioso.

Eligio Ayala nació en un hogar humilde del distrito agrícola de Mbuyapey, Departamento de Guairá, de madre soltera como correspondía a la época en que el país fue penosamente repoblándose luego de los estragos demográficos de la Guerra del Triple Alianza. Gracias a un sistema de becas para alumnos distinguidos de la primaria - que a pesar de la extrema pobreza del país existía en ese entonces - Ayala concluye sus estudios primarios y secundarios.

Mas adelante, comenzó una carrera distinguida en la política y en la cátedra como profesor de aritmética, filosofía y Lógica en el Colegio Nacional. Para 1905 es electo Diputado por el Partido Liberal y en ese rango culmina sus estudios de Derecho en 1909 en la Universidad Nacional de Asunción.

La revolución de 1904 concluyó la hegemonía del Partido Colorado en el gobierno desde la década de 1870. Sus principales exponentes estaban muy mayores. La nueva situación daba entonces espacios a representantes de la juventud a punto de que Ayala accedió a un escaño en el Congreso siendo todavía

estudiante.

Una de las tantas revoluciones lideradas por un carismático militar el Cnel. Albino Jara, lo condena al exilio europeo donde permanecerá hasta fines de 1919 realizando estudios variados en Inglaterra, Alemania, Italia, Francia y Suiza. En 1913 el Pte. Eduardo Shaerer primer civil en concluir su mandato de cuatro años en toda la historia paraguaya, lo incorpora al Servicio Exterior y le encarga reorganizar el Servicio Consular y establecer un Centro de Informaciones sobre el Paraguay para la atracción de potenciales inmigrantes.

Ayala, escritor prolífico en medio de sus estudios, en Berlín escribe “El Paraguay visto desde Europa” y luego un estudio sobre “La Evolución Agraria en Inglaterra”. Antes de abandonar Alemania por el estallido de la 1a 1ra. Guerra Mundial escribe “El Homestead”. Llega a Berna donde escribe “Migraciones” y más adelante publica reflexiones sobre “El Materialismo Histórico”. El 15 de Agosto de 1916 el Presidente Manuel Franco lo nombra Ministro de Hacienda pero él prefiere permanecer en Europa donde sigue su obra con los folletos “El Colectivismo Agrario” “El Maltusianismo” para finalmente culminar con una obra de gran envergadura titulada “La cuestión social”.

El Presidente electo Manuel Gondra (1920) le confía el Ministerio de Hacienda cargo que asume el 15 de Agosto del mismo año. En medio de la crisis revolucionaria de 1922 -23 asume la Presidencia Provisional de la República, cargo del que renuncia para presentarse como candidato en los comicios de 1924.

El problema de la Democracia La Constitución de 1870 significó una ruptura con

el antiguo régimen donde la voluntad del gobernante tenía supremacía. Dando continuidad al sistema monárquico colonial, no existía división de poderes ni circulación de élites. Los Congresos siempre estuvieron digitado desde el poder y sus deliberaciones nunca fueron soberanas. La prueba fundamental de ello es que todos los gobernantes de la primera época independiente murieron en pleno ejercicio del poder.

Emulando las cartas magnas de los Estados Unidos y la Argentina, la Constitución del 70 establece la división de poderes de acuerdo a la doctrina de Montesquieu, sanciona la libertad de prensa, suprime la esclavitud en base a los principios positivistas y prohibe las confiscaciones de bienes como castigo político, ultima rémora del Anciem Régime. Estas conquistas significaron un cambio cualitativo en la política paraguaya y obviamente a la población le tomó un cierto tiempo acostumbrarse a ello. De este modo, el principio del gobierno del pueblo por medio de sus representantes, abogado por John Locke y Jean Jacques Russeau, introdujo el sistema democrático en el manejo de la cosa pública en la República del Paraguay.

Los próceres del Constitucionalismo paraguayo, José Segundo Decoud, Facundo Machaín, Cayo Miltos y otros fueron autores del anteproyecto de Constitución que a la manera de los Papeles Federalistas de James Madison, eran publicados en el periódico La Regeneración de la familia Decoud. Por sus ideas avanzadas, en realidad revolucionarias a la francesa para la época, la facción de los Decoud era conocida como los Jacobinos. Las ideas rectoras habían sido aprendidas por los Decoud en el Colegio de Concepción del Uruguay y en la Universidad de Buenos Aires. Como Leopoldo Zea lo había documentado muy bien, expulsados los españoles de la América Latina, esta toma como paradigma a la Francia de los enciclopedistas y mas adelante de los positivistas que conformaron la espina dorsal del pensamiento liberal laicista y urbano Latinoamericano en oposición a las ideas conservadoras que defendían el rol eclesiástico, la división de clases y las grandes extensiones de propiedad rural.

El sistema democrático convierte al súbdito obediente de ayer en un ciudadano cuyo voto unge a los gobernantes y cuyo destino , felicidad y bienestar se convierte en objetivo primario del régimen en el poder cuya meta principal se describía como la

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búsqueda del bien común. Por supuesto la presencia de ciudadanos en el cuerpo político exige el tipo de educación gratuita introducida por Napoleón Bonaparte. Igualmente los Códigos pasan a regir la convivencia ciudadana y la legislatura es un cuerpo colegiado cuyo objetivo ostensible era el perfeccionamiento de las leyes, normativas escritas y previas que se encuentran por encima de la voluntad del que manda e incluso la limita severamente.

El cambio mas substancial fue la clara limitación de los mandatos gubernamentales y las posiblidades

de reelección inmediata (en realidad quiere decir .. automática). El Presidente de la República era electo por el voto indirecto de los electores surgidos de comicios universales y tenía un mandato de 4 años sin posiblidad de reelección inmediata aunque pudiese presentarse nuevamente como candidato en el periodo subsiguiente. La idea era evitar el abuso del poder para lograr reelecciones indefinidas . En ese sentido la Constitución fue eficaz pues ningún mandatario logró la reelección. De modo que los programas gubernativos tenían que gestarse y ser llevados a la práctica en el breve periodo cuatrienal.

La encrucijada Paraguaya en la época del 20. El Paraguay de la Constitución de 1870 entra en

etapa de crisis terminal en la década de 1920 debido al enfrentamiento irreconciliable entre las dos facciones principales del Partido Liberal gobernante. Este se dividía en los Saco mbyky (chaqueta corta ) o conservadores liderados por Eduardo Schaerer y los Saco pukú ( chaqueta larga ) o radicales liderados por el Presidente electo Manuel Gondra. La diferencia en la denominación tenía que ver con la moda traída de Europa por los jóvenes radicales que habían estudiado allá, donde la extensión de la chaqueta era un símbolo enunciativo de una postura ideológica.

Gondra que ya había sido electo presidente en 1910 del que fuera obligado a renunciar por el caudillo militar Albino Jara a escasos cincuenta días de su mandato de cuatro años 3, es nuevamente electo y asume el poder el 15 de Agosto de 1920. En un enfrentamiento entre el poder ejecutivo y el Congreso donde Schaerer tenía predicamento, Gondra finalmente es obligado a renunciar desatándose un enfrentamiento civil intra partido liberal que arrastra a facciones del ejército recientemente profesionalizado por la creación de la Escuela Militar en 1915. Los Schaeristas arman un ejército “constitucionalista” liderado por el Coronel Adolfo Chirife y se sublevan. Los oficiales leales al poder ejecutivo preparan la contrarrevolución.

La crisis empeora cuando el vice presidente Félix Paiva es incapaz de formar un gabinete y también debe renunciar. Le sucede en el gobierno provisional el Dr.

Eusebio Ayala y se desata una guerra civil a lo largo de todo el territorio poblado. Esta guerra civil que duró de 1922 a 1923 desangrando las arcas del estado y que llegó a interrumpir el año lectivo educativo, comercial, y la producción agrícola, sumió al país en un verdadero caos. Los combates se realizaron a lo largo de la vía férrea entre la frontera sur con la Argentina y las calles adyacentes a la capital. En determinado momento el presidente provisional Eusebio Ayala es sucedido en el cargo por el Dr. Eligio Ayala, con quien no estaba emparentado.

Eligio Ayala inmediatamente da muestras de liderazgo y sólido manejo de la autoridad para restablecer el orden. El partido liberal encontró en él el candidato óptimo para el periodo 1924 -28 por lo que debe renunciar a favor de Luis A. Riart para candidatarse.

El periodo de la post guerra mundial había entrado en su etapa aislacionista de parte de los Estados Unidos que se negó a ingresar a la Liga de las Naciones. En Europa se sucedían gobiernos democráticos poco pragmáticos al punto de que para 1928 la agenda gubernamental incluía la firma de un pacto que teóricamente iba a declarar fuera de ley a la guerra entre los naciones. Mientras tanto la economía de Alemania sufría los embates de una hiper inflación donde la única salida parecía ser la formación de gobiernos totalitarios y belicistas como el que ya se había establecido en Italia con Benito Mussolini.

Eligio Ayala presidente Electo presidente Eligio Ayala inaugura su

mandato el 15 de Agosto de 1924 e inmediatamente pone en práctica la serie de políticas que anteriormente había esbozado en sus escritos tendientes a la solución de los diversos problemas económicos, educativos, políticos y sociales del país.

De esta manera, Ayala se encuentra ante una encrucijada única donde puede llevar adelante una política convencional, sin tomar mayores riesgos que le aseguren a el y a su partido un mandato sin sobresaltos. Sin embargo, se había preparado cuidadosamente por medio del estudio de los serios problemas nacionales y había esbozado también las posibles soluciones que como es natural no iban a ser políticas agradables a todos porque el país se hallaba sumido a una

profunda crisis de ideas y valores así como de supervivencia económica.

Eligio Ayala elige el camino más difícil al intentar poner en practica la política correctiva para resolver el legado de la reciente guerra civil. En este sentido, la tarea por realizar de Ayala en 1924 no se diferencia en mucho de la agenda de la mayoría de nuestros gobiernos Latinoamericanos en el presente que consiste en lograr la reactivación económica a través de políticas de austeridad y todo ello dentro del marco del sistema democrático con sus discusiones parlamentarias y participación plena de la sociedad civil.

Entonces el primer problema consiste en lograr una tregua en los enfrentamientos políticos para

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poder encarar con mayores posibilidades de suceso la puesta en marcha del sistema productivo. Ayala como se sabe heredó un país en bancarrota financiera y productiva cuya población acababa de ser testigo y partícipe de enfrentamientos armados, callejeros, que dividieron familias, poblados, ciudades hasta permear la sociedad toda.

Para peor, el desfalco de unos préstamos ingleses del siglo anterior mantenía cerradas para el Paraguay, las puertas del crédito internacional. Entonces, si Ayala iba a ser capaz de lograr la recuperación económica, iba a tener que arreglárselas con sus propios recursos, que en esos momentos eran casi inexistentes. Para ello contaba con la herramienta mas poderosa que era su credibilidad personal, autoridad moral e integridad a prueba de

fuego. Su liderazgo entonces tenía un alto contenido moralizador y ejemplificador.

La corrupción en cualquiera de sus formas estaba vedada. Ayala tenía a su favor una reputación límpida. Se sabía que cuando en el Ministerio de Hacienda recibió ofertas sutiles de soborno por parte de un proveedor del Estado, el no había dudado en desenfundar un revolver obligando al oferente a un precipitado abandono del despacho Ministerial. Y un Ministro insobornable transmite a los subordinados la idea de que la absoluta honestidad en el manejo de la cosa pública no era solamente un requisito para acceder a la administración del Estado sino una obligación constante y perentoria durante todo el tiempo de servicio.

Reconstrucción económica y recuperación financiera Ayala había diagnosticado acertadamente el

problema económico del Paraguay en su libro “Evolución de la Economía Agraria en el Paraguay,” escrito en Berna, Suiza en 1915.

La descripción de Ayala es magistral: “La agricultura y la ganadería son hasta ahora la fuente mas importante de la producción económica nacional. A ella está vinculado nuestro vigor económico; ellas son las bases más sólidas y más amplia de la prosperidad nacional. El desenvolvimiento de estas dos actividades productivas no se ha conservado siempre en equilibrio.

La ganadería es hasta hoy la producción agraria triunfante. Ella se ha dilatado por los mejores campos y comprimido y desplazado o estorbado el cultivo del suelo... La agricultura es la industria extractiva enferma en el Paraguay. El cultivo de nuestro suelo es deficiente y primitivo. La agricultura no mantiene una población rural numerosa, densa, sana y fuerte, y no produce lo que podría producir. Todas las quejas que nos llega de la vida rural, de la campaña, provienen de la agricultura y las necesidades mas apremiantes y las aspiraciones de la población rural denuncian su debilidad, su opresión, su constitución enferma”·

Hasta el presente. el diagnóstico de Ayala sigue teniendo vigencia. Existen en el campo paraguayo las categorías de campesino, generalmente asalariado en alguna estancia, y el agricultor, generalmente autogestionario minifundiario y dependiente de acopiadores que les facilitan créditos en condiciones de usura.

El agricultor debe recibir un tipo distinto de apoyo gubernamental que el recomendado para el campesino empleado en la ganadería. Ayala también mencionó el problema de la posesión de la tierra donde muchas de las mejores para la producción agrícola se hallan en poder de los productores pecuarios. Con ese conocimiento de la situación real, Ayala inicia la tarea de la recuperación económica.

Y ya en su primer Mensaje al Congreso a escasos

meses de haber asumido el poder describe una situación de franca mejoría: “ Al terminar la sedición que durante varios años había desviscerado la economía nacional, el comercio estaba desabastecido, la producción era pobre comparada con la de 1919. Los negocios estaban paralizados, la gran masa de papel moneda emitida apenas circulaba perezosamente. En este estado se produjo un fenómeno tan imprevisto como inesperado: El precio del algodón subió bruscamente a un nivel muy alto.......”cuando se aproximaba la época de la cosecha, el orden público se había restablecido, el crédito había renacido y afluyeron grandes capitales extranjeros para la adquisición del algodón que se iba a cosechar”.

Esta situación coyuntural favorable fue aprovechada por Ayala para anticiparse en la aplicación de la teoría económica de modo que la bonanza efímera se convirtiera en la base de la recuperación económica paraguaya. En el mismo mensaje al Congreso Ayala relata que la valorización del papel moneda paraguayo y el aumento del circulante pronto se tradujeran en un incremento desmedido de la importación. Así las ganancias del algodón iban a disiparse en la compra de productos suntuarios extranjeros en lugar de invertir en el futuro nacional.

Para paliar la situación Ayala abandona la política del laissez faire liberal y se involucra desde el gobierno para dirigirla y lo explica de esta manera: “ Había que fijar el tipo de cotización, a fin de mantener los precios remuneradores para los agricultores: había que hacerlo decidida y rápidamente, para anticiparse a la depresión de la producción.

Y esto no es todo lo que hizo el gobierno: dictó una ley de emergencia para evitar una caída artificial, anormal de los precios, la ley de estabilización del cambio monetario. Si no se hubiese estabilizado el tipo de cambio, los agricultores hubieran vendido sus productos a precios irrisorios, hubieran perdido a favor de algunos especuladores gran parte del producto de sus trabajos.

Ayala al mismo tiempo utiliza la presidencia de la República como púlpito para educar a la población:

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“Prever la crisis es fácil y, sin embargo, no se la previene nunca. Esto por una ley psicológica fundamental. Siempre el interés presente ensoñorea el futuro. No se pospone el interés actual en espera del porvenir. Embriagado por las ventajas del presente, no se repara en sus funestas consecuencias venideras. En la vida privada individual misma es difícil de aplicar los buenos consejos. Se los oye se los acepta, pero no se los cumple. Casi siempre se ve lo mejor y se hace lo peor.”

Obtenido los recursos fiscales en base a un incremento coyuntural imprevisto de la producción, Ayala se dedica a poner en orden la administración financiera del Estado. Y de ello da cuenta a los representantes del pueblo: “Se ha restaurado poco a poco el crédito público. Se ha pagado ya íntegramente la deuda de muchos millones al Banco de la República y se ha reanudado el servicio de la deuda externa, muchos años suspendido. .. y todo esto con recursos ordinarios, normales, reales, sin suspender el pago del presupuesto general, no con títulos de deudas consolidadas , ni con empréstitos onerosos y leoninos ni con emisiones fiscales....... mas no se entienda por lo dicho que todos los problemas financieros están resueltos......es preciso reformar radical y completamente todo el régimen impositivo. Del gobierno se exigen costosas y suntuosas obras pero se le regatean los recursos que para ello necesita. El gobierno nada puede realizar sin medios. Que se le exija inteligente y honesta aplicación de los recursos, pero hay que darle recursos. “

El papel del liderazgo firme con medidas previsoras y dentro del sistema democrático, tuvo en

Ayala entonces un exponente importante. Pues a menos de un semestre de haber asumido la presidencia , una circunstancia fortuita e imprevisible - el alto precio internacional del algodón - fue aprovechada por él para iniciar la recuperación económica por la que su gobierno pasó a la historia. Hubo otros momentos de favorables precios internacionales en el devenir paraguayo pero lo que falto fue el administrador eficiente de modo que los mismos fueron desperdiciados.

Ayala puesto en el gobierno por un partido liberal, no dudó en aplicar teorías mas cercanas al socialismo cuando el bien común así lo exigía. Este pragmatismo es lo que lo caracterizó siempre. Tuvo un amplio conocimiento de la teoría económica, y sus escritos son testimonio de ello, pero lo mas destacado de su gestión administrativa fue la capacidad de anticiparse a los hechos y de recurrir a la teoría para aplicar las medidas pertinentes y que a su criterio eran las mas acertadas. El tiempo le dio la razón.

La historia de Latinoamérica es un continuum de oportunidades perdidas, dilapidadas por la incapacidad de los gobernantes de ver mas allá de su provecho personal y del beneficio de unos pocos sectores. En presencia de una prosperidad firme pero momentánea , Ayala fue capaz de traducirla en un progreso para las mayorías a través de medidas económicas estrictas que culminaron en una mejor redistribución de la riqueza, objetivo primordial pero nunca cumplido de los sistemas políticos de un continente tan desigual como el latinoamericano.

Educación La condición de estadista nunca es mas evidente en

el Dr. Eligio Ayala que cuando se involucra en disquisiciones filosóficas sobre el rol de la educación para un Estado pobre, atrasado, mal administrado como lo fue el Paraguay en la década de 1920. Para ello debemos sencillamente recurrir a sus propias palabras en los anuales mensajes al Congreso que el personalmente preparaba en base a los informes enviados por la cartera de Estado de Justicia, Culto e Instrucción Pública.

La serie de análisis diagnóstico de la educación paraguaya se inicia con el mensaje de 1925: “La instrucción publica ha fallado en parte por esta falta de plenitud en su actividad, no ha podido formar el personal apto que se requiere para nuestra evolución moral y material. Y por esto hasta ahora, el mayor estorbo de las iniciativas y de las reformas progresivas en nuestro país es la falta de expertos de técnicos, de jefes dotados de espíritu claro, de voluntad decidida, de fuerza creadora, organizadora y directora, tan necesaria para que el trabajo sea productivo. ... Otra razón de la deficiencia apuntada es que la mayoría del personal docente no infunde en los alumnos entusiasmo por la educación y fe en la cultura profesional y técnica. Muchos alumnos desertan de las aulas, porque no encuentran en ella sino pocos maestros de verdad,

escaso amor a la enseñanza y débil voluntad que anime la vida espiritual y social”

Sobre el papel moral y el liderazgo del gobierno, Ayala es una vez mas categórico y ejemplar. Estas palabras tienen mucha mayor significación en momentos como el presente cuando el populismo exige y logra concesiones indebidas de los débiles gobiernos, dando a entender que la democracia es en esencia débil para asegurar a la población sus justos derechos y reivindicaciones sociales: “Gobernar no es desear lo bueno y abandonarlo ante la menor resistencia. Para gobernar bien se requiere una conciencia clara de las responsabilidades y una voluntad firme para cumplir las obligaciones que imponen las altas magistraturas de la República. Es preferible una franca abdicación de estas obligaciones, al deshonor y a la vergüenza de transigir con las pasiones ciegas, por imposición o por miedo. Por eso se ha dicho que la defección de los poderes públicos es mas grave que una rebelión porque no queda ningún resorte moral en una sociedad en que ellos recusan sus deberes o anteponen a ellos su comodidad o su negligencia.”

La prosa no es muy elegante pero el mensaje es meridianamente claro, la debilidad no es una condición necesaria o inevitable de la democracia. El liderazgo

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firme es imprescindible pues su abdicación como lo dice Ayala es peor que un cuartelazo porque deja a la sociedad desamparada de toda guía moral y de todo liderazgo responsable. En nuestros países latinoamericanos estamos viendo en el presente mucha claudicación en los poderes judiciales y eso es mucho mas peligroso que una abierta dictadura , pues el dictador sabe que está actuando fuera de la Ley mientras que los tribunales visten del ropaje legal a muchas acciones delictivas.

Casi como una tesis doctoral universitaria, Ayala concluye su primer mensaje al Congreso con un resumen que es al mismo tiempo diagnostico severo pero con un mensaje esperanzador como debe dejar siempre todo político que se precie de serlo: “ Muchas son las necesidades públicas aún no satisfechas. No puede ser obra de un gobierno, sino de varios sucesivamente, la satisfacción de gran parte de ellas por lo menos. Ellas se han acumulado en proporciones gigantescas durante los años pasados de anarquía y de discordias. Con un poco de decisión y de esfuerzos comunes hemos de impulsar el progreso de nuestro país, y sobre todo con un poco de disciplina política. La rebeldía iconoclasta disgrega las fuerzas, crea una atmósfera de desconfianza, que marchita la fe en el porvenir y estorba la actividad productiva. Cooperemos , aunemos voluntades y abracemos todos resueltamente la tarea del engrandecimiento de nuestro país. “

En el Mensaje al Congreso de 1927 Ayala insiste sobre la importancia de la escuela a la que llama: “El germen de la actividad reflexiva, intelectual y moral en una nación. El hombre como la naturaleza no puede dar salto de una etapa a otra de su progresivo desenvolvimiento. La escuela pues es la importancia decisiva en el progreso social.”

Para este año Ayala toca también a fondo el problema de la educación universitaria pues en sus palabras : “Esta institución padecía, en años anteriores de un deplorable decaimiento moral. Estaba peor que años antes y esta decadencia no podía ser resultado de deficiencias materiales. Cierta relajación disciplinaria en los estudiantes, una apatía mansa y suave de sus directores, amenazaron desmoronarla como una torre medieval averiada, por la acción de los agentes naturales. Obtuvimos de uno de los intelectuales de mas densa y honda cultura moderna la intención de intentar su reanimación. Hemos contratado profesores extranjeros para una de las cátedras .... muchos millones de pesos aportados por la colaboración financiera de todos, hasta de los extranjeros, se insumen en las facultades, y sin embargo, los mismos que aprovechan de ellas no compensan con su dedicación, la colaboración colectiva.... y este egoísmo y esta injusta resistencia desalientan un poco, y a la larga eliminarán de la universidad a los espíritus cultivados y rectos, a la poca intelectualidad viva que todavía nos resta, y la institución se adormecerá en una caducidad anacrónica

y desespiritualizada. “ Ayala podría estar describiendo la educación universitaria actual en el Paraguay.

A pesar de que los nuestros son países de escasos recursos, debemos concordar con Ayala que la precariedad de medios no es el problema central que enfrenta la educación sino la falta de liderazgo firme, de convicciones morales serias, de dedicación altruista al progreso general, en suma se trata de la ausencia de una intelligentsia que cumpla con su papel de referente intelectual.

Al final de su breve aunque fructífero mandato, Ayala fue capaz de lograr un cambio significativo no solo en el conocido ámbito de las finanzas y la administración pública sino quizás su logro mayor haya significado la implementación de todo un nuevo plan educativo preparado por un maestro paraguayo de amplia experiencia internacional en su formación, Don Ramón Indalecio Cardozo propulsor de la Escuela Activa.

Este es el informe de Ayala para la posteridad sobre el tema educativo: “ La instrucción primaria a avanzado una gran distancia hacia su perfeccionamiento. En ella se ha condensado lo que aun faltan en otras importantes instituciones. Cuando los agentes de una organización administrativa no saben lo que han de hacer, se neutralizan unos a otros por actos contradictorios y paralizan la evolución progresista. Esta imprecisión de fines se ha eliminado de la instrucción primaria. Hay en ella ahora un plan general concreto y programas sintéticos que trazan sin equívocos la ruta que se va a seguir. El año pasado su aplicación se ha llenado en todos los cursos escolares. Resuelto el problema relativo al objeto de la instrucción, no quedan mas que las cuestiones prácticas para realizarlo. El paso dado es muy grande y puede afirmarse que la mitad del camino se ha recorrido. Los medios de ejecución del plan nuevo no fueron copiosos, como no puede ser desde luego en nuestro país. Lo que se ha malogrado durante generaciones no ha de ser obra de un día o de un año. Y no obstante esta deficiencia, su rendimiento en el año 1927 ha compensado las fallas sumadas de varios años anteriores”

En el mismo informe al Congreso, Ayala deplora y condena al populismo en los términos mas severos: “ Si nuestra preocupación hubiese sido alardear en multiplicaciones mendaces, hubiéramos creado centenares de escuelas mas, pero de vida fragmentaria y anémica. Como siempre, hemos preferido la verdad densa, la cosecha palpable aunque silenciosa a las mentiras populares y a las simulaciones plausibles.”

Ayala era consciente de donde radicaba el enemigo del progreso y la prosperidad: “El mayor peligro para nuestra autonomía no está en el exterior sino en nosotros mismos, en la desorganización. De los pueblos agonizantes nadie quiere ser amigo y los únicos que nunca carecen de amigos son los que por su robustez, no los necesitan. “

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Conclusiones Para aquellos que afirman que el advenimiento de la

democracia en A.L. se dio a partir de la década de 1980, estas expresiones y sobre todo estos logros espectaculares del breve periodo gubernativo del Dr. Eligio Ayala entre 1924 y 1928, significa un hecho curioso en el marco de un país latinoamericano emergente de una de las frecuentes y cruentas guerras civiles. A pesar de darse todas las condiciones para el recurso al autoritarismo, Ayala logra las transformaciones sin apartarse de las garantías constitucionales y del respeto a las instituciones de la democracia, como ser la independencia de los poderes, la libertad de expresión, la actividad económica lícita y el funcionamiento pleno de los órganos de la sociedad civil en la forma de los combativos pero últimamente patrióticos sindicatos y agremiaciones.

El ejemplo de Ayala permea de humanismo , porque en el fondo nada es mas humanista que la tarea de restaurar el orden civilizado y organizarse para promover la prosperidad de la ciudadanía que comienza siempre por poner el pan en la boca de las familias y continúa por brindar educación , salud, empleo, y acceso a los bienes culturales.

Fue capaz de llevar adelante una serie de transformaciones políticas profundas comenzando por la racionalización de la economía y la estabilización de las finanzas públicas. Ayala por lo tanto es un hito importante de la historia política latinoamericana por haberse convertido en uno de los pocos líderes democráticos capaces de llevar adelante en un brevísimo periodo de gobierno, substanciales cambios que beneficiaron a toda la población y reivindicaron el papel del político como administrador en función de gobierno.

En la presente encrucijada, nuestros países se encuentran ante obstáculos aparentemente insalvables , Los temas ejes son los mismos de siempre: corrupción, falta de patriotismo, carencia de liderazgo, impunidad en el delito, y una ausencia de mensajes optimistas. Quizá la peor de las penurias sea precisamente la desesperanza que cunde en nuestras sociedades .

Como siempre, nuestra rica historia nos ofrece ejemplos de generaciones anteriores que se habían enfrentado a coyunturas similares e incluso peores que las del presente. En ese sentido Eligio Ayala puede ser una veta a explorar porque difícilmente pueda repetirse las deplorables condiciones en que el asumió el mando gubernativo del Paraguay en 1924. Además hay que recordar que el mundo de aquel entonces estaba lejos de contar con el tipo de solidaridad internacional disponible en el presente. Ese Paraguay carecía de créditos, sus organismos financieros no podían solicitar apoyo externo técnico ni financiero y las condiciones políticas del momento daban lugar a una especie de cada gobierno para si con los medios que pueda movilizar. Para mas Ayala tenía sobre sí también la amenaza de una guerra internacional con Bolivia que todo el mundo sabía en ambos países había pasado el punto de no retorno. Las tentaciones para hacer uso de alternativas autocráticas habrán estado ahí en el recuerdo de la sangrienta guerra civil y en el temor de la guerra internacional que se avecinaba.

Al final, se impuso la fortaleza moral, el ejemplo de conducta ética y la implacabilidad de Ayala contra las debilidades humanas que a veces explican aunque no excusen la corrupción y la impunidad.

Ayala fue resolviendo de a uno los muchos problemas que su sociedad enfrentaba. Y cada solución era estructural y no simplemente para salir airoso en la coyuntura. Ayala es la demostración de que el trabajo tesonero y la credibilidad personal a la larga encuentra eco en la sociedad y esta responde a los estímulos del liderazgo responsable.

Su carácter enérgico, su formación personal, su dedicación al bien común y su profundo deseo de ser útil a la patria y de trascender las limitaciones materiales de su país fueron los ingredientes de una gestión emblemática. La receta fue sencilla y se erige en modelo capaz de ser emulado en cualquier momento histórico de cualquier nación. La democracia no tiene porqué ser débil, ni fomentar la corrupción, al contrario, puede brindar soluciones duraderas y estables y muy apreciadas por el pueblo. Eligio Ayala del Paraguay corrobora esta aserción.