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MAYO — AGOSTO/2011 Contenido Respuesta al anhelo de estudiantes y profesores de disponer de una publicación que sea canal de expresión de las disposiciones y puntos de vista de los universitarios. Alberto Uribe Correa, Rector - Luquegi Gil Neira, Secretario General Editor: Alberto González Mascarozf, [email protected] Correción: Luis Javier Londoño Balbín Diseño original: Saúl Álvarez Diagramación: Juan Camilo Vélez Rodríguez Impresión y terminación: Imprenta Universidad de Antioquia Departamento de Información y Prensa – Secretaría General - Ciudad Universitaria, Bloque 16 oficina 336. Medellín. Teléfonos 2195023 y 2195026. Fax 2331627. E-mail: [email protected] Consulte DEBATES en http://almamater.udea.edu.co/debates El contenido de los artículos que se publican en DEBATES es responsabilidad exclusiva de sus autores y el alcance de sus afirmaciones sólo a ellos compromete. NUNCA MÁS Miserias de la cultura. Los superhéroes de la capucha Por Mario Yepes Londoño Democracia y Educación Por Francisco Cortés Rodas Chile. La educación: cuestión política Por Álvaro Cuadra Autoevaluación universitaria. Desafíos, tensiones y perspectivas Por Iván Montes Iturrizaga Cómo surge y por qué se hace necesario un Estado laico en Colombia Por Patricia Linares Elementos de balance del Derecho Social a 20 años de la Constitución Política Colombiana Por María Rocío Bedoya Bedoya Ciencia para la cultura Por Eufrasio Guzmán Mesa Algunos rasgos de la crisis ética, jurídica y política del país Por Javier Giraldo Moreno S.J. Prácticas de crueldad en el conflicto interno colombiano Por Daniel Pecàut Reformar la Educación Superior ¿PARA QUÉ? Por Juan Guillermo Gómez García Los salarios reales de los trabajadores con educación superior entre 1976 y 2009 Por Remberto Rhenals M. Conflicto interno colombiano. Atención, asistencia y reparación Por Juan Carlos Gómez Carta abierta. Estimado maestro Por Ivannsan Zambrano Gutierrez 2 8 18 26 28 36 46 50 54 66 72 79 83 86 REVISTA UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Nº 59

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REVISTA DEBATES N° 59 Mayo—Agosto 2011

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Contenido

Respuesta al anhelo de estudiantes y profesores de disponer de una publicación que sea canal de expresiónde las disposiciones y puntos de vista de los universitarios.

Alberto Uribe Correa, Rector - Luquegi Gil Neira, Secretario GeneralEditor: Alberto González Mascarozf, [email protected]ón: Luis Javier Londoño BalbínDiseño original: Saúl ÁlvarezDiagramación: Juan Camilo Vélez RodríguezImpresión y terminación: Imprenta Universidad de Antioquia

Departamento de Información y Prensa – Secretaría General - Ciudad Universitaria, Bloque 16 oficina 336. Medellín. Teléfonos 2195023 y 2195026. Fax 2331627. E-mail: [email protected] Consulte DEBATES en http://almamater.udea.edu.co/debates

El contenido de los artículos que se publican en DEBATES es responsabilidad exclusiva de sus autores y el alcance de sus afirmaciones sólo a ellos compromete.

NUNCA MÁS

Miserias de la cultura. Los superhéroes de la capuchaPor Mario Yepes Londoño

Democracia y EducaciónPor Francisco Cortés Rodas

Chile. La educación: cuestión políticaPor Álvaro Cuadra

Autoevaluación universitaria. Desafíos, tensiones y perspectivasPor Iván Montes Iturrizaga

Cómo surge y por qué se hace necesario un Estado laico en ColombiaPor Patricia Linares

Elementos de balance del Derecho Social a 20 años de la Constitución Política ColombianaPor María Rocío Bedoya Bedoya

Ciencia para la culturaPor Eufrasio Guzmán Mesa

Algunos rasgos de la crisis ética, jurídica y política del paísPor Javier Giraldo Moreno S.J.

Prácticas de crueldad en el conflicto interno colombianoPor Daniel Pecàut

Reformar la Educación Superior ¿PARA QUÉ?Por Juan Guillermo Gómez García

Los salarios reales de los trabajadores con educación superior entre 1976 y 2009Por Remberto Rhenals M.

Conflicto interno colombiano. Atención, asistencia y reparaciónPor Juan Carlos Gómez

Carta abierta. Estimado maestroPor Ivannsan Zambrano Gutierrez

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Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema de-recha como de la extrema izquierda, fe-nómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en Italia, que duran-te largos años debió sufrir la despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta efica-cia, mediante los tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garan-tías de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le

NUNCA MÁSAnte el drama por el delito de la desaparición forzada que vive Colombia, y en homenaje al escritor Ernesto Sábato –muerto el pasado 30 de abril y quien recibió en 1984 el Título Honorífico de Profesor Emérito de la Universidad de Antioquia– la Revista DEBATES reproduce el texto que Sábato escribió como prólogo del memorable documento NUNCA MÁS, el cual indaga por la suerte de los desaparecidos y resume los horrores de las dictaduras argentinas entre los años 1976-1983. Esta investigación –que se convirtió en pieza clave para el procesamiento de los miembros de las diferentes Juntas Militares– fue encomendada por el Jefe de Estado Raúl Alfonsín, en 1984, a una comisión (CONADEP), presidida por el autor de El túnel.

respondió con palabras memorables: «Ita-lia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura».

No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Ar-madas respondieron con un terrorismo in-finitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesi-nando a miles de seres humanos.

Nuestra Comisión no fue instituida para juzgar, pues para eso están los jueces cons-titucionales, sino para indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos años aciagos de la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios miles de declara-ciones y testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de cientos de lugares clandestinos de detención y de acu-mular más de cincuenta mil páginas docu-mentales, tenemos la certidumbre de que

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Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los derechos; privada de toda comunicación con el mundo

exterior, confinada en lugares desconocidos, sometida a suplicios infernales, ignorante de su destino mediato o

inmediato, susceptible de ser arrojada al río o al mar, con bloques de cemento en sus pies, o reducida a cenizas;

seres que sin embargo no eran cosas, sino que conservaban atributos de la criatura humana: la sensibilidad para el

tormento, la memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la infinita vergüenza por la violación en público; seres no sólo poseídos por esa infinita angustia y ese supremo pavor, sino,

y quizás por eso mismo, guardando en algún rincón de su alma alguna descabellada esperanza.

la dictadura militar produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salva-je. Y, si bien debemos esperar de la justi-cia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído, leído y registrado; todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como delictivo para al-canzar la tenebrosa categoría de los críme-nes de lesa humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los principios éticos que las grandes religio-nes y las más elevadas filosofías erigieron a lo largo de milenios de sufrimientos y cala-midades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos.

Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados derechos de la persona a través de la historia y, en nuestro tiem-po, desde los que consagró la Revolución Francesa hasta los estipulados en las Cartas Universales de Derechos Humanos y en las

grandes encíclicas de este siglo. Todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el dere-cho a la integridad personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones inhumanas de detención, negación de la justicia o ejecución sumaria.

De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en forma orgáni-ca y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporá-dica sino sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territo-rio. ¿Cómo no atribuirlo a una metodología del terror planificada por los altos mandos? ¿Cómo podrían haber sido cometidos por

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perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de información que esto supone? ¿Cómo puede hablarse de «excesos individuales»? De nuestra in-formación surge que esta tecnología del in-fierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras infe-rencias no bastaran, ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la Junta Inte-ramericana de Defensa por el jefe de la de-legación argentina, General Santiago Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: «Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los Comandos Supe-riores». Así, cuando ante el clamor univer-sal por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los «excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia», revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independien-tes los espantos planificados.

Los operativos de secuestro manifesta-

...en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General Della

Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: «Italia puede permitirse

perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura».No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de

los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque

desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y

asesinando a miles de seres humanos.

ban la precisa organización, a veces en los lugares de trabajo de los señalados, otras en plena calle y a la luz del día, mediante procedimientos ostensibles de las fuerzas de seguridad que ordenaban «zona libre» a las comisarías correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su pro-pia casa, comandos armados rodeaban la manzanas y entraban por la fuerza, aterro-rizaban a padres y niños, a menudo amor-dazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la en-capuchaban y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto de comando casi siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se partía ha-cia el antro en cuya puerta podía haber ins-criptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno: «Abandonad toda esperanza, los que entráis».

De este modo, en nombre de la segu-ridad nacional, miles y miles de seres hu-

NUNCA MÁS

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manos, generalmente jóvenes y hasta ado-lescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y fantasmal: la de los Desapareci-dos. Palabra –¡triste privilegio argentino!– que hoy se escribe en castellano en toda la prensa del mundo.

Arrebatados por la fuerza, dejaron de te-ner presencia civil. ¿Quiénes exactamente los habían secuestrado? ¿Por qué? ¿Dónde estaban? No se tenía respuesta precisa a es-tos interrogantes: las autoridades no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los te-nían en sus celdas, la justicia los desconocía y los habeas corpus sólo tenían por contes-tación el silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un secuestra-dor arrestado, jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca la noti-cia de una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días, semanas, me-ses, años de incertidumbres y dolor de pa-dres, madres e hijos, todos pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de gestiones innumerables e inútiles, de ruegos a influyentes, a oficia-les de alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos y capellanes, a co-misarios. La respuesta era siempre negativa.

En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la desprotección, el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que fue-se, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de unos el miedo so-brecogedor y de otros una tendencia cons-ciente o inconsciente a justificar el horror: «Por algo será», se murmuraba en voz baja, como queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables dioses, mirando como apes-tados a los hijos o padres del desapareci-do. Sentimientos sin embargo vacilantes, porque se sabía de tantos que habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin ser culpable de nada; porque la lucha contra

los «subversivos», con la tendencia que tie-ne toda caza de brujas o de endemonia-dos, se había convertido en una represión demencialmente generalizada, porque el epíteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio se-mántico, encabezado por calificaciones como «marxismo-leninismo», «apátridas», «materialistas y ateos», «enemigos de los valores occidentales y cristianos», todo era posible: desde gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensi-bles que iban a villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estu-diantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por per-tenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos lle-gaban vivos a manos de los represores.

Desde el momento del secuestro, la víc-tima perdía todos los derechos; privada de toda comunicación con el mundo exterior, confinada en lugares desconocidos, some-tida a suplicios infernales, ignorante de su destino mediato o inmediato, susceptible de ser arrojada al río o al mar, con bloques de cemento en sus pies, o reducida a ceni-zas; seres que sin embargo no eran cosas, sino que conservaban atributos de la criatu-ra humana: la sensibilidad para el tormen-

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NUNCA MÁS

to, la memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la infinita vergüenza por la violación en público; seres no sólo poseí-dos por esa infinita angustia y ese supremo pavor, sino, y quizás por eso mismo, guar-dando en algún rincón de su alma alguna descabellada esperanza.

De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes, de estos abandona-dos por el mundo hemos podido constatar cerca de nueve mil. Pero tenemos todas las razones para suponer una cifra más alta, porque muchas familias vacilaron en de-nunciar los secuestros por temor a represa-lias. Y aun vacilan, por temor a un resurgi-miento de estas fuerzas del mal.

Con tristeza, con dolor hemos cumplido la misión que nos encomendó en su mo-mento el Presidente Constitucional de la República. Esa labor fue muy ardua, por-que debimos recomponer un tenebroso rompecabezas, después de muchos años de producidos los hechos, cuando se han

borrado liberadamente todos los rastros, se ha quemado toda documentación y hasta se han demolido edificios. Hemos tenido que basarnos, pues, en las denuncias de los familiares, en las declaraciones de aquellos que pudieron salir del infierno y aun en los testimonios de represores que por oscuras motivaciones se acercaron a nosotros para decir lo que sabían.

En el curso de nuestras indagaciones fuimos insultados y amenazados por los que cometieron los crímenes, quienes le-jos de arrepentirse, vuelven a repetir las consabidas razones de «la guerra sucia», de la salvación de la patria y de sus valo-res occidentales y cristianos, valores que precisamente fueron arrastrados por ellos entre los muros sangrientos de los antros de represión. Y nos acusan de no propi-ciar la reconciliación nacional, de activar los odios y resentimientos, de impedir el olvido. Pero no es así: no estamos movi-dos por el resentimiento ni por el espíritu

De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y miles de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes,

pasaron a integrar una categoría tétrica y fantasmal: la de los Desaparecidos. Palabra –¡triste privilegio argentino!– que hoy se

escribe en castellano en toda la prensa del mundo.Arrebatados por la fuerza, dejaron de tener presencia civil. ¿Quiénes exactamente los habían secuestrado? ¿Por qué?

¿Dónde estaban? No se tenía respuesta precisa a estos interrogantes: las autoridades no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los tenían en sus celdas, la justicia los desconocía y

los habeas corpus sólo tenían por contestación el silencio.

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http://www.losderechoshumanos.com.ar/sabato.htm

de venganza; sólo pedimos la verdad y la justicia, tal como por otra parte las han pe-dido las iglesias de distintas confesiones, entendiendo que no podrá haber recon-ciliación sino después del arrepentimiento de los culpables y de una justicia que se fundamente en la verdad. Porque, si no, debería echarse por tierra la trascenden-te misión que el poder judicial tiene en toda comunidad civilizada. Verdad y jus-ticia, por otra parte, que permitirán vivir con honor a los hombres de las fuerzas armadas que son inocentes y que, de no procederse así, correrían el riesgo de ser ensuciados por una incriminación global e injusta. Verdad y justicia que permitirán a esas fuerzas considerarse como auténticas herederas de aquellos ejércitos que, con tanta heroicidad como pobreza, llevaron la libertad a medio continente.

Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo repetimos una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión no era la de investigar sus crímenes sino estrictamente la suerte corrida por los des-aparecidos, cualesquiera que fueran, pro-viniesen de uno o de otro lado de la vio-lencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, segura-mente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por lo demás el pueblo argentino ha podido escuchar y ver can-tidad de programas televisivos, y leer in-finidad de artículos en diarios y revistas, además de un libro entero publicado por el gobierno militar, que enumeraron, des-

cribieron y condenaron minuciosamente los hechos de aquel terrorismo.

Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terri-ble drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el periodo que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Únicamente así po-dremos estar seguros de que NUNCA MÁS en nuestra patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado.

ERNESTO SÁBATO.

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Pido perdón por citarme a mí mismo, pero tengo que conectarme con el primer artículo. Decía allí que “la universidad no es, como tanto se suele decir, un simple espejo de la sociedad porque, si es así, sobran la ciencia y el arte y sobra la universidad y sólo contribuye a reproducirla tal como es, a multi-plicarla sin contribuír a mejorarla e incluso, cuando es necesario, a subvertirla en favor de la justicia”. A esto me quiero referir ahora: Si la universidad acepta, por ejemplo, que las prácticas, el modelo, de las bandas (juveniles o no) de los barrios marginados, perfecta-mente explicables pero no justificables ni aceptables como formas de convivencia, sean trasladadas sin más al propio seno de la universidad, “porque ella es un reflejo de la sociedad” y las tolera y acepta que la pa-ralicen, está renunciando a aquella función esencial de la que hablé antes: la crítica de la cultura. De toda la cultura. En este caso, de la cultura del todo vale, del terror sobre el entorno pacífico para imponer solucio-nes de violencia sin que se sepa en nombre de qué.

Aún si se aceptara que la universidad sólo es el reflejo de la sociedad y además tiene que albergar-la, ¿no tiene en todo caso que seleccionar lo que al-

Miserias de la culturaLos superhéroes de la capucha

Preguntas a sus defensores, con ocasionales licencias panfletarias. Se solicitan respuestas desembozadas, argumentadas, sin consignas y sin bombas

Por Mario Yepes Londoño

Profesor pensionado y actual docente de cátedra en la Universidad de Antioquia

berga? ¿Es que tienen que convivir aquí adentro, en el propio recinto de la mater alma, la violencia sin justificación y paralelamente el estudio y la vigencia del derecho? ¿Al estudio del derecho (y de la socio-logía, la antropología, la ciencia política, la historia, la psicología y la filosofía), no le convienen más la distancia física y la del análisis, el reposo, el silen-cio, la discusión razonada y sin sobresaltos, lo que llaman debate académico, para analizar la violencia? Porque, además, aún si se aceptara que tener aden-tro la violencia es nuestro sino fatal como espejos, o como espectadores de payasos macabros, no nos pueden imponer que esa sea una cabal reproducción de esta sociedad, ni siquiera una representación de la violencia que todavía pretende tener una justifica-ción política y que obtiene un rechazo tan evidente de la sociedad, especialmente de la parte que más la sufre: campesinos, indígenas, comunidades afroco-lombianas, sectores urbanos marginados, víctimas y familiares de secuestrados, desplazados por la guerra.

A esa parte de la sociedad golpeada por la guerra que mueven todos sus actores, y por la miseria, ¿le responde la universidad representándola con una ima-gen lumpenesca? Las víctimas de este país, ¿acaso no tienen rostro ni apariencia humana ni voz ni discurso inteligible, para que aceptemos que los representen, en una universidad, unos encapuchados sin discurso y con bombas dirigidas nó al Establecimiento opresor sino a inermes espectadores que nunca han sido sus enemigos? Y si de la necesidad de representación de las víctimas se trata, ¿vamos a aceptar que no la sigan asumiendo, como lo hacen, el arte, las ciencias hu-

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manas y sociales y las de la salud, y las ciencias todas, sino que aún nos hace falta sumarnos a las fuerzas ar-madas de todos los pelambres? O ¿es que, más bien, sí representan los encapuchados a la guerrilla huérfana de apoyo popular y narcotraficante, como lo afirma el gobierno? ¿No es una prueba de su actitud vergon-zante el hecho de que no se atrevan a exponer un discurso político que pudiera convocar a otros a la lu-cha? En general, ¿no es acaso el signo más notable de su ilegitimidad, el hecho de que su falta de discurso y su exceso de sólo ruido y empleo del terror contra personas inermes revelen el empeño de crear sobre todo repulsión? Vale la pena considerar que nada hay más desacreditado en Latinoamérica que el uso de la violencia en la política, aún cuando se pudiera probar que sí es a favor de una causa justa y que esa violencia no se ejerce contra personas inocentes.

Los agentes de “inteligencia” del Estado se camuflan de obreros, de estudiantes, para sabotear las protestas populares. Estos encapuchados de las universidades públicas, ¿por qué tienen que disfrazarse, en medio de aquellos a los cuales inducen para que sí se manifies-ten a rostro descubierto, o sea para que otros corran el riesgo? ¿No será porque saben que sus obligados, forzados espectadores, abominan la violencia? ¿Puede ser alguien inducido a algo concreto, legítimo y salu-dable, como las causas de la universidad pública, por parte de desconocidos atracadores y lanzadores de bombas, obstáculos, hasta hoy nunca identificados ni derrotados, de la función imperativa de la universidad?

¿No es la suya la típica adolescente, machista, bra-vucona, uribista exhibición de fuerza y fementido va-lor cuando saben que, adentro, nadie les va a respon-der? Es el niño o adolescente que lanza puños contra el padre o el pariente impasible.

Se ataca a la sociedad, la que paga impuestos (no-sotros mismos, todo el pueblo colombiano) para sos-tener a una universidad que lucha todos los días por la financiación, y tiene que destinar recursos inmen-sos a justificar una institución que funciona a medias y a reponer el mobiliario y el inmobiliario que destru-yen los enemigos internos.

Llamémoslos por su nombre: pandillas criminales. He dicho criminales; sí, no creo que haya nada más criminal en este momento en Colombia que este in-tento, cada vez más exitoso, de acabar con la uni-versidad pública, la universidad de los postergados, la única esperanza de formar nuevas generaciones ilustradas que tomen el poder para el triunfo de la democracia y de la justicia, o sea para la paz.

Los que no se encapuchan pero son una y otra vez, simultáneamente con las bombas, los promotores de parálisis académica sin justificación, ¿tienen discurso que contenga conceptos más allá de paro, anorma-lidad académica, colchón, exigencia de reglamentos celestinos para la permanencia indefinida, sin justifi-cación, de “estudiantes” (¿?) cuya única meta es para-lizar la Universidad? A propósito, por supuesto que el Reglamento Estudiantil y la Reforma de la Educación Superior, como cualquier asunto, se puede y se debe someter a debate. A debate, no a bombardeos.

Creo firmemente no sólo en el derecho sino en el deber irrenunciable de todos de participar, sobre todo en la universidad pública, en la denuncia de la progresiva privatización de ésta (sobre todo de su calidad, como bien lo escribió Moisés Wasserman), en su notorio desmantelamiento del pregrado (los posgrados y los grupos de investigación todavía re-presentan la esperanza); creo en la obligación de participar activamente en la transformación de la sociedad colombiana, en crear las condiciones po-líticas para sustituír en el poder a quienes oprimen a la mayoría de la población. La transformación so-cial: la suplantación de una clase dirigente egoísta, autocrática y cruel, injusta y prepotente, por otra:

Los agentes de “inteligencia” del Estado se camuflan de

obreros, de estudiantes, para sabotear las protestas

populares. Estos encapuchados de las universidades públicas,

¿por qué tienen que disfrazarse, en medio de aquellos a los

cuales inducen para que sí se manifiesten a rostro

descubierto, o sea para que otros corran el riesgo? ¿No será porque saben que

sus obligados, forzados espectadores, abominan la

violencia?

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generosa, pacífica, democrática, ilustrada y regida por la justicia. Y el destierro definitivo de la violen-cia de cualquier origen.

Pero creo también que nos obliga la eficacia: será un proceso de largo tiempo, seguramente, pero estamos obligados ahora mismo a crear una nueva clase ilustrada que merezca alcanzar el poder y conservarlo.

El paro a veces es necesario, ineludible. Pero cual-quier persona medianamente informada, no digamos ilustrada en política, sabe que no es lo mismo el paro de actividades en el sector productivo, en el de servicios que afectan de manera inmediata y lesiva el funciona-miento del sistema económico (y con frecuencia obliga a los gobiernos o a los patronos a concertar, aunque éstos jamás renuncien a la alternativa de la represión), que la ya rutinaria parálisis convertida en la regla y no en la excepción de la vida universitaria pública. Esa parálisis indefinida de la vida académica, el semestre único por año, sólo está creando el aplazamiento inde-finido de aquel propósito irrenunciable, el de cambiar la dirección de la sociedad para establecer la justicia que nunca hemos tenido. Hay que emplear la pala-bra, la discusión, la información sobre lo que amenaza a ese propósito, no contribuír a mantener la amenaza de postergación infinita de los que no pueden educarse ni alcanzar lo que en derecho les corresponde.

¿Es que ya hemos renunciado a afrontar la lucha política y el debate académico mediante las armas no vedadas del argumento, de la razón, de la convicción sobre todo a nuestros pares con el fin de que forme-mos frentes imbatibles por la unión y la solidaridad del mundo académico y de las fuerzas progresistas contra los atropellos del Estado? ¿Es que es justo rechazar el todo vale y los crímenes de Uribe y sus secuaces, pero no procedimientos iguales de los encapuchados del campus? Ambas fuerzas tienen un mismo objetivo por este lado: acabar con la universidad pública. La prime-ra porque el objetivo hace parte de su proyecto inve-terado de exclusión; la segunda, porque… ¡no es fácil saberlo! ¡Ellos casi no hablan! Hay que tratar de ana-lizarlos en sus simples y machaconas rutinas. Veamos:

Caracterización de los héroes y los superhéroesSu lógica y su acción se reparten en sendos con-

tingentes paralelos, ambos evidentemente encamina-dos a la destrucción de la función de la universidad: la academia diaria de la docencia, la investigación, la creación y la extensión. No creo que haya nadie con

un mínimo de inteligencia y de buena fe que pueda sostener la tesis de que estas actuaciones criminales construyan, que le sirvan a la universidad o a la socie-dad. Creo que sirven a los detentadores del poder, a los interesados en que el orden de cosas injusto y an-tidemocrático que nos agobia, se sostenga y perpetúe. Porque frente a cualquier acción humana siempre hay que preguntarse a quién le sirve. ¿Alguien puede creer de verdad que estos saboteadores de la vida académi-ca le hayan hecho mella al sistema durante cincuenta años? ¿Que gobierno alguno durante este período se haya visto amenazado o disminuído en su poder por estos héroes de pacotilla que se esconden en el útero cálido y seguro de la mater, en la inmunidad de sus muros y cercas, en sus caletas, en el terror que pro-vocan a todos los inermes de adentro de la ciudad universitaria? Esos contingentes son:

A propósito, por supuesto que el Reglamento Estudiantil y la Reforma

de la Educación Superior, como cualquier asunto, se puede y se debe

someter a debate. A debate, no a bombardeos.

Creo firmemente no sólo en el derecho sino en el deber

irrenunciable de todos de participar, sobre todo en la universidad pública,

en la denuncia de la progresiva privatización de ésta (sobre todo de

su calidad, como bien lo escribió Moisés Wasserman), en su notorio

desmantelamiento del pregrado (los posgrados y los grupos de

investigación todavía representan la esperanza); creo en la obligación

de participar activamente en la transformación de la sociedad

colombiana, en crear las condiciones políticas para sustituír en el poder a quienes oprimen a la mayoría de la

población.

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1. Los superhéroes de la capucha; sobre una parte de ellos, benévolamente podríamos aceptar la común creencia de que son despistados, reclutados adentro de la universidad (albores del pregrado). Salen al patio central escrupulosamente cubiertos con toallas y co-bijas robadas a la mamá; ellos quisieran aparecer con aire de perdonavidas pero no hay aire que circule den-tro del embozo, y hacia afuera su misión es perturbar todo aire. Ni modo: el aire heroico se vuelve imposible y en cambio exhiben un aspecto irremediablemente atentatorio de cualquier solemnidad, de cualquier im-perio en el contingente: sólo tienen bombas. No pa-recen en absoluto universitarios, condición que no depende sólo de estar matriculado, y en esto se pa-recen a los de la segunda categoría que lo creen fir-memente. Hay diferencias, me parece, entre el inter-locutor académico y el encapuchado: al primero se le respeta porque se le conoce, ofrece francamente su palabra y su rostro, argumenta con lenguaje articulado y con razones debatibles pero no ofensivas, no teme ser identificado porque su discurso no es violento y en todo caso corre los riesgos de la honradez y de la coherencia vital; el encapuchado, de partida, sólo bus-ca amedrentar, no argumentar: su apariencia es la de otro “Robocop” que sólo se diferencia del “Robocop” del Esmad en la pobreza e infantilismo del atuendo y de las armas. Ambos nos niegan cualquier lenguaje distinto del que impone la fuerza: yo domino, usted se somete porque no usa la fuerza. Victimario contra víctima. Negación de cualquier lógica.

2. El sector que no tira las bombas (¿o toman tur-nos?) pero logra farfullar cuatro palabras (repitámos-las: paro, colchón, arroz con leche; a veces, Nepal). Lo del arroz con leche es una nostalgia rancia de los arrozales de la revista China Reconstruye de las décadas de 1960 a 1980; cultivos que prosperaban, según se creía, por la acción de los campesinos es-clarecidos por las enseñanzas del Presidente Mao (sin capucha, compañero). Este sector, a simple vis-ta, hace siglos superó olímpicamente el pregrado (¿con cuál complicidad?) y desde entonces decidió parar el sol en la universidad; ahora cursa un infini-to, eterno posgrado en Patafísica, versión deforma-da y empobrecida de aquella del enano Jarry.

Ambos contingentes son el residuo más atrasa-do e ignorante, no del marxismo (¡por favor!) ni del maoísmo (¿quizás?), que de ambos se reclaman, sino dinosaurios del extremismo tosco de hace 40 o 50 años, momificado en el pregón de consignas esque-máticas como la agudización de las contradicciones,

la exacerbación furiosa del reclamo por los derechos de los marginados, las cuales, sin más, conducirían “las masas” a la Revolución. Estos héroes, caracterís-ticamente, en el conocido autismo de los guerrilleros más viejos del mundo pero sin las fortalezas de és-tos (su primera legitimidad del pasado y sus dineros calientes del presente) no se dan cuenta de que sus actuales forzados espectadores (porque los dos con-tingentes se ven a sí mismos como divos dueños del escenario) ya no sólo no comulgan sino que no en-tienden de la misa la media. Esos espectadores, por ahora, están irremediablemente despolitizados por causa, precisamente, de los lanzapapas (superhéroes) y los cuatropalabras (héroes); algunos les comen el arroz con leche y la música que corresponde a su formación (vallenato comercial y reggaeton, elemen-tales); algunos los aplauden como monos, pero luego corren como conejos, como todos los demás conejos (todos nosotros) cuando entra el Esmad.

Pero la gran mayoría no les “come carreta” ni les come Nepal. Quizá porque se dan cuenta, por ejemplo, de que estos predicadores de memeces y de bombas no dicen esta boca es mía de modo que se pueda averiguar qué proponen como política se-ria; quizá porque los espectadores comparan: ¡qué diferencia, por ejemplo, entre estos desacreditado-res de legítimos movimientos estudiantiles o sindi-cales y las rebeliones de jóvenes europeos como los del 15 M. de España o los que luchan contra

...el encapuchado, de partida, sólo busca amedrentar, no

argumentar: su apariencia es la de otro “Robocop” que sólo

se diferencia del “Robocop” del Esmad en la pobreza e

infantilismo del atuendo y de las armas. Ambos nos niegan

cualquier lenguaje distinto del que impone la fuerza: yo

domino, usted se somete porque no usa la fuerza. Victimario

contra víctima. Negación de cualquier lógica.

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el nuevo despotismo oriental, rebeliones razonadas, inteligentes, sin capucha, de gente que no sólo no renuncia a la democracia sino que la exige ya mismo y tiene enorme poder de convocatoria!

Sin embargo, increíblemente, aunque esas ma-yorías no compartan porque no entienden esos lenguajes, los del discurso de “papas” y parálisis, o por convicción razonada, en todo caso se produce el efecto de anulación de la universidad, temporal pero repetida. Lo increíble es que la miseria de se-mejantes discursos de lanzapapas y cuatropalabras, pronunciados por las nulidades académicas que sabemos, hayan logrado la audiencia y el someti-miento de tantos años por parte de profesores, es-tudiantes, directivas y empleados; increíble, porque el terror que emplean estos superhéroes, que a su vez desencadena el terror de los agentes del Estado, no lo explica todo. ¿Es la aceptación complacida del paro, para no solamente no asistir a clases sino para el ocio estéril, en la convicción falsa de que poco cuesta el semestre? Queda para que lo estudiemos; ya es hora y nos cogió la noche.

Capuchas, ¿por seguridad?Yo preguntaría a los profesores, estudiantes y, en

general, defensores de “la libertad de expresión” y las formas de lucha (¿?) de estos héroes no anónimos sino camuflados y vergonzantes de su ignorancia y sus métodos, los que corresponden a la ilegitimidad de lo que hacen; que, según dicen algunos falsos liberales y demócratas, se encapuchan para proteger su iden-tidad, para no ser reconocidos por defender lo que defienden: ¿sabe alguien, por ventura, qué defienden o qué proponen? ¿Entiende alguien lo que mascullan detrás de sus capuchas y embozos? ¿Tiene sentido lo que escriben en sus grafiti? ¿Libertad de expresión de cerebros que sólo producen bombas?

Por supuesto, hay en la comunidad universitaria docentes, estudiantes, empleados, que de buena fe o por el tic, cada vez más vacilante, de aparecer política-mente correctos, repiten aquellos argumentos ajenos que exoneran a los encapuchados y a otros parásitos. A esta segunda especie de defensores, los de buena fe, “buenas papas”, cabe preguntarles: ¿hasta cuándo la edad de la inocencia? Su postura, ¿es por convicción o por comodidad, pese a la evidencia? En otro contexto (universidad privada, o empresa pública o privada, o en su lugar de residencia), aceptaría usted esta situa-ción de inactividad, de zozobra y de impotencia? Y la seguridad de los que sufrimos los ataques de estos

superhéroes, ¿esa seguridad no importa? Y la eviden-cia de cinco décadas de inutilidad política y de grave daño a la educación y a la sociedad, derivados de un recurso imbécil de violencia, ¿no le dice nada?

¿Encapuchados por su propia seguridad? El razona-miento implica que estos superhéroes están seguros de que nadie los va a detener. Pero se encapuchan para no ser reconocidos por los universitarios. Porque si hubiera de verdad, por parte del gobierno, primero que todo interés y, segundo, decisión de detener estas acciones criminales y a sus agentes, es obvio que ello es perfectamente posible. En ese caso, ¿cuál sería la potencia de fuego de las “papas” frente a las armas de fuego y el volumen de sus “enemigos”? ¿Cuál sería la seguridad de la capucha? ¿Cómo reivindicarían el pro-pósito de recuperar de las garras del gobierno a… ¿a quién? ¿Cómo llamarían a sus “prisioneros políticos”? ¿“El compañero encapuchado”? ¿Cómo reivindicarían sus derechos, aparte, como sería justo, de los derechos humanos de cualquier encartado ante la ley? ¿En nom-bre de cuál proyecto de universidad, de sociedad, de Estado, si sólo conocemos sus explosiones? ¿En nom-bre del derecho al sabotaje a la academia, a secas?

Cuando uno escucha a los defensores de los enca-puchados y de los cuatropalabras, y me refiero a la pri-

...¡qué diferencia, por ejemplo, entre estos desacreditadores de

legítimos movimientos estudiantiles o sindicales y

las rebeliones de jóvenes europeos como los del 15 M.

de España o los que luchan contra el nuevo despotismo

oriental, rebeliones razonadas, inteligentes,

sin capucha, de gente que no sólo no renuncia a la

democracia sino que la exige ya mismo y tiene enorme poder de convocatoria!.

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mera especie de defensores –los incondicionales–, in-mediatamente reconoce a una clase de seres que hace muchísimo tiempo se marginaron de toda actividad política y se refugiaron en su eterno gremialismo es-terilizante, demagógico y complaciente con la medio-cridad, y son practicantes de un izquierdismo huero para consumo interno en el campus, vergonzante por fuera de él, y que nunca ha reconocido la profunda y deliberada antidemocracia de los líderes autonombra-dos en el falso “movimiento estudiantil” (que es una contradicción en los términos cuando sólo predica la parálisis del estudio). Por ejemplo, nunca les ha mo-lestado, para arroparlos con su complicidad que los legitima en apariencia, el obstáculo que siempre han opuesto los falsos líderes estudiantiles a cualquier pro-yecto de representación en el gobierno central de la universidad o en el de cada programa o facultad, ni la descarada burla a procedimientos democráticos en sus “asambleas”. Si se defiende esto o se lo ignora olímpi-camente y se reconoce ese liderazgo y no se opone un rechazo permanente a la violencia, ¿cuál democracia es la que se pregona y se defiende?

Incapaces estos defensores de reconocer el espíritu de este tiempo, que en los sectores de izquierda no entregada, dondequiera, se resolvió por la exigencia de la democracia y de la paz, por la vía de la partici-pación activa y de la educación política; incapaces de sacudirse, por lo tanto, la rabia impotente contra el Establecimiento pero acomodados en él; eternos nos-tálgicos de la violencia pero practicada por otros, de lejos, en el monte o en pueblos lejanos, hace tiempos se conforman y se abstienen de condenar la que les ofrecen aquí, como farsa (que a veces también es sui-cida para los que fríen las “papas”); pero los tutores, como siempre, como en el dicho español, “sacan las castañas del fuego con la mano del gato”.

Cualquiera sabe que el estamento profesoral no debe interferir en los asuntos del estudiantil. Pero nada obliga al estamento profesoral, ni como tal ni como individuos, a aprobar y menos a respaldar, explíci-tamente o con el silencio, la grosera antidemocracia de las bombas y el sabotaje a la participación y a la representación, y el sabotaje a la vida académica. Lo que le cumple al estamento profesoral es una verdade-ra y rigurosa independencia de los otros estamentos; a su dirigencia gremial, una posición clara, rotunda, terminante sobre la violencia y la parálisis y sobre la función de la universidad. Lo que vemos hace tiempos es la falta absoluta de una posición crítica: una sumisa obediencia pasiva a los violentos, estudiantes o no, y

la aceptación irracional del paro, venga como venga. La inclinación a aceptarles a los agentes del paro y de la bomba, durante décadas, lo que les venga en gana sobre el pregrado; y la hipocresía del silencio y el acuerdo virtual sobre la actividad inalterada del posgrado. ¿Qué es lo legítimo para ellos?

Es grotesco y siniestro para quienes tenemos que soportar las consecuencias de la violencia y la pa-rálisis, que tengamos afuera y a veces adentro de la universidad al Esmad en pie de guerra, y adentro una torcida aplicación de las figuras del santuario y del asilo para proteger a delincuentes comunes, y que esta situación se prolongue por décadas como un fatalismo irracional.

No faltan quienes dicen que estos lanzapapas no son delincuentes comunes; pero, ¿cómo distingue us-

Cualquiera sabe que el estamento profesoral no debe interferir en los asuntos del estudiantil. Pero nada

obliga al estamento profesoral, ni como tal ni como individuos, a aprobar y menos a respaldar,

explícitamente o con el silencio, la grosera antidemocracia de las bombas y el sabotaje a la

participación y a la representación, y el sabotaje a la vida académica.

Lo que le cumple al estamento profesoral es una verdadera y rigurosa independencia de los

otros estamentos; a su dirigencia gremial, una posición clara, rotunda, terminante sobre la

violencia y la parálisis y sobre la función de la universidad. Lo que

vemos hace tiempos es la falta absoluta de una posición crítica: una sumisa obediencia pasiva a

los violentos, estudiantes o no, y la aceptación irracional del paro,

venga como venga.

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ted a un encapuchado de otro encapuchado, en caso de que sean distintas empresas?

Y si hablamos de libertad de expresión, ¿estos super-héroes infiltrados han respetado alguna vez la libertad de expresión de los demás, en asambleas, en clases, en cualquier ámbito? ¿Alguien espera que lo hagan?

¿Es más criminal la acción del Esmad que la de los lanzapapas?Algunos –no son pocos– contestan, cuando se les

argumenta en contra de los lanzapapas, que más cri-minal es el Esmad. Como argumentación política seria, esto no resiste el análisis. Revela un olímpico despre-cio por analizar fenómenos elementales como estos: 1. El problema no es el Esmad sino el Establecimien-to en el poder del Estado, que, repitámoslo hasta la náusea, nunca sufre mella con las batallitas, ridículas, aunque adentro nos hagan tanto daño. 2. El Esmad está compuesto por personas de escasa educación, asalariadas de manera mezquina, entrenadas para la represión violenta; obedecen ciegamente órdenes de atacar cuando sean atacadas o simplemente cuando reciban la orden, sin consideraciones. 3. En cambio, los de adentro, los que los provocan (incluso para que aparezcan de nuevo cuando ya se han ido de la puerta como tantas veces ha ocurrido), esos de adentro se supone que son personas que, por lo menos, se están educando, que no reciben órdenes imperativas de un cabo o de un sargento de actuar violentamente, que distinguen situaciones e interlocutores y hasta “ene-migos” y sobre todo que pueden escoger cursos de acción inteligentes y de acuerdo con su circunstancia y su función que no son precisamente las armas y la guerra, sino la actividad académica. Que, si llegan a escoger esa vía, la de la guerra, se irían a librarla donde corresponde. 4. Finalmente, que, como decía un pro-fesor hace poco, uno legitima la respuesta con la pre-gunta; si uno ataca con bombas, especialmente donde no corresponde, no puede esperar que salga a reci-birlo un comité de bienvenida con un ramo de rosas.

También argumentan con razón que el Esmad (o la policía o el ejército de cualquier cuerpo) ataca “injustamente” a “estudiantes inocentes de accio-nes violentas”. ¡Por supuesto! Ellos no distinguen. Todos los de adentro somos para ellos más o menos lo mismo (terroristas, según el diagnóstico uribista y el de todos los gobiernos de antes y de ahora) y atacan con toda la ferocidad y el resentimiento de clase inducido; y por eso es tan grave lo que ocurre:

una confrontación con el Estado, planteada en tér-minos de violencia por parte de “nuestros” lanzapa-pas donde no corresponde, pone siempre en peligro grave a todo aquel que no tiene para donde correr, ni edad ni habilidad para ello, ni donde esconderse como nuestros inefables superhéroes que de eso sí saben: cuando es a correr, a correr y esconderse y a esconder las cobijas y las toallas y las bombas.

Comparaciones odiosasEn la historia universitaria latinoamericana (y en

la intelectualidad en general y en la Iglesia católica) hay una larga trayectoria de estudiantes y docen-tes que escogieron la opción por los pobres y por los rebeldes, y la opción por la justicia y no por la caridad, mediante la lucha armada: Jaime Arenas, Camilo Torres Restrepo, los curas del ELN, León Va-lencia, Antonio Navarro, y un largo etcétera, aún sin mencionar a los de otros países. Uno puede estar

En la historia universitaria latinoamericana (y en la

intelectualidad en general y en la Iglesia católica) hay una larga

trayectoria de estudiantes y docentes que escogieron la opción por los

pobres y por los rebeldes, y la opción por la justicia y no por la caridad, mediante la lucha armada: Jaime

Arenas, Camilo Torres Restrepo, los curas del ELN, León Valencia, Antonio Navarro, y un largo etcétera, aún sin mencionar a los de otros países. Uno puede estar de acuerdo o no con esa

opción, pero si tiene un mínimo de honradez intelectual y de consciencia histórica tiene que reconocer en esa

decisión que es una posición extrema pero coherente y asaz explicable, por la convicción de que estarían

agotadas otras vías, sobre todo en el pasado no muy lejano.

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de acuerdo o no con esa opción, pero si tiene un mínimo de honradez intelectual y de consciencia histórica tiene que reconocer en esa decisión que es una posición extrema pero coherente y asaz ex-plicable, por la convicción de que estarían agotadas otras vías, sobre todo en el pasado no muy lejano. Esos numerosos guerrilleros no se quedaron a tirar “papas” ni a tirarse en la actividad académica, por-que nunca renunciaron a educarse y a educar, ni se pusieron capuchas para ocultarse de quienes no los estaban atacando (SUPUESTAMENTE sus colegas e iguales) y para aterrorizarlos, ni plantearon batallitas de carnaval. Se fueron al monte o a la guerrilla urba-na, en serio y con el compromiso de fondo y con el riesgo de las armas de verdad, y, claro, allí se camu-flan y se maquillan y se entrenan para el combate.

Indígenas y desplazados, comunidades atropelladas y vejadas hasta lo inconcebible, se enfrentan a campo abierto y algunos de ellos encapuchados, en circuns-tancias decididamente justificables, de defensa de la agresión de terratenientes y de fuerzas armadas estata-les o paraestatales y aún de la guerrilla que dice defen-derlos. Igual que nos pasa a nosotros: vivimos corrien-do de los que dicen defendernos. Algunos de los que se fueron al monte o a la guerrilla urbana, después se desmovilizaron conscientemente, reconocieron como más eficaz la opción de la lucha por la democracia precisamente en el campo intelectual, en el de la po-lítica representativa, en la investigación social para la denuncia FRANCA Y ABIERTA, ESA SÍ HEROICA; los ejemplos son notables, cercanos, y los resultados debatibles pero infinitamente más poderosos para la educación política y la transformación de la sociedad.

Ejemplos como la participación en la Constituyen-te de 1991 y sus innegables efectos positivos, o en corporaciones de investigación social como Arco Iris, son suficientes para entender lo que aquí se dice. El enemigo de esos que se fueron antes a la lucha ar-mada no era ni es la universidad pública, activa y ac-tuante como conciencia de la sociedad; su enemigo era el sistema dominante, el poder inveteradamente asentado en el Estado que no se conmueve con “pa-pas”, con consignas gastadas ni con parálisis estériles. Precisamente sabían que el riesgo se corre de manera cierta: personal, individual, propia, cuando se escoge el camino de las armas; que hay algo profundamente cobarde en pregonar la validez de la violencia y del “heroísmo” (¿?) pero exponer a todos los demás, que con buenas razones no andan en lo mismo, a la vio-lencia y el terror de la reacción de las fuerzas armadas,

esa sí desproporcionada y con la opción azarosa de armas de fuego a discreción (cuántas veces lo hemos visto) y de cárcel y señalamiento para quienes no pu-dieron correr a tiempo. Claro, para los de la capucha y los cuatropalabras, esos son “daños colaterales” y una táctica válida para “agudizar las contradicciones” de quienes ni siquiera tienen idea de que andan en con-tradicción con el Estado y con el sistema, por ignoran-cia política o porque no les da la gana.

No hay en el ancho mundo un solo gobierno, de Estado alguno, que responda con caricias a la violen-cia, venga de donde venga. Y si uno lo sabe, tiene que saber cómo organiza su lucha y cómo pone en peligro su propia vida, no las de los demás.

¿Y si les contestáramos con la misma “libertad de expresión?Yo pregunto a esos defensores a ultranza de esta

sinrazón, cómo les parecería si algunos o todos los que aborrecemos este ataque interno contra la uni-versidad pública y contra los más urgentes intere-ses de la sociedad, decidiéramos emplear contra los encapuchados y sus cómplices las mismas armas y los mismos recursos que ellos, para responder a sus

Ejemplos como la participación en la Constituyente de 1991 y sus innegables efectos positivos, o en

corporaciones de investigación social como Arco Iris, son

suficientes para entender lo que aquí se dice. El enemigo de esos que se fueron antes a

la lucha armada no era ni es la universidad pública, activa y

actuante como conciencia de la sociedad; su enemigo era el

sistema dominante, el poder inveteradamente asentado en el Estado que no se conmueve con

“papas”, con consignas gastadas ni con parálisis estériles.

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amenazas, sus intimidaciones directas a personas, sus actos de terror. Cómo les parecería a estos de-fensores de oficio, si algún día a alguien de adentro le pareciera justo lanzar una bomba contra los que amenazan a docentes y estudiantes, los que lanzan “papas” o los que los aplauden. Porque, vamos a ver: ¿es válido o no? Si es válido para los encapucha-dos, ¿por qué no para los que somos sus víctimas? Por mi parte proclamo, por si hace falta después de todo lo dicho, que ello sería horrendo; sería la con-sagración, ahora sí, de eso que les parece a algunos tan razonable: volvernos el espejo perfecto de lo peor de nuestra sociedad, la reproducción integral de la lucha entre bandas que aterrorizan a los ba-rrios o de los paramilitares y la guerrilla, y que no sólo no han conseguido ni conseguirán la paz ni la democracia ni la justicia, pero sí una sociedad y una universidad invivibles. Pero las bandas que tenemos adentro cuentan con eso; con que no se les respon-derá, a menos que enfrenten al Esmad, pero que los de adentro, los que verdaderamente somos de adentro (los que no creemos que la violencia deba estar adentro) no les vamos a contestar con armas. Y que siempre los defenderán aquellos que pagan la vacuna de aceptarlos y decírselo en voz baja.

Todo esto es muy sospechoso. Lo digo sin rodeos; lo he dicho incansablemente en mi docencia: estos encapuchados y los que quieren hacernos creer que nada tienen que ver con ellos, son cómplices del ré-gimen y del Establecimiento (deliberados o de una candidez inverosímil que no engaña sino a quienes los aceptan por comodidad), para la destrucción de la universidad pública. ¿No hemos comprobado hasta la saciedad que ya a nadie, como no sea a nosotros mis-mos (me refiero a los inermes), le importa la suerte de la universidad pública? ¿Acaso le importa de verdad la universidad pública a un parásito (¿alguien los ha visto trabajando?), que sólo ha pensado en ella para para-lizarla y permanecer en ella por absoluta incapacidad para forjarse un proyecto de vida, y jamás ha emplea-do el saber y los recursos de la Política que propone la academia con una proyección a la sociedad?

Nuestra imagen social, con las consabidas excep-ciones, y con la injusticia de la desinformación deli-berada y del desconocimiento de los grandes logros académicos ¿no es para nuestros padres, parientes, amigos, ciudadanos rasos, acaso la de un nido de vio-lencia, de parálisis académica, de atracos y de trá-fico y consumo de drogas? ¿No tenemos una larga historia de sucesivas imposiciones de reformas cada vez más lesivas de la universidad pública, que fueron acompañadas, sospechosamente, de reiterados epi-sodios de violencia, de intimidación interna a quie-nes quieren discutir y cuestionar pacíficamente y se-guir educándose? Siempre coinciden. Y siempre, una vez impuesto lo inaceptable, se produce una pausa, un retiro temporal de los violentos y de los eternos parásitos. Uno de los efectos perversos de tales ac-ciones, ya lo dije, ha sido la progresiva, notoria, alar-mante despolitización de estudiantes y docentes en la universidad pública. Nada de esto es inocente.

Entre tanto, se fortalece la universidad privada (ojalá nunca deje de hacerlo, pero no como conse-cuencia de la parálisis de la pública) y lo hace no sólo por su capacidad económica sino por su capacidad de atraer a lo mejor del profesorado público, por su oferta de continuidad inalterable, por la cada vez ma-yor protección del Estado. Entre tanto, es más notable el deterioro en cantidad y en calidad de la educa-ción pública básica que nos compete como a nadie. Entre tanto, cada vez Colombia figura más abajo y más escasamente en el escalafón internacional de las universidades. Entre tanto, como consecuencia que nos afecta a todos, a los de abajo y a los de arriba, Colombia es cada vez menos viable para la vida, para

¿No hemos comprobado hasta la saciedad que ya a nadie, como no sea a nosotros mismos (me

refiero a los inermes), le importa la suerte de la universidad

pública? ¿Acaso le importa de verdad la universidad pública

a un parásito (¿alguien los ha visto trabajando?), que

sólo ha pensado en ella para paralizarla y permanecer en ella

por absoluta incapacidad para forjarse un proyecto de vida, y jamás ha empleado el saber y los recursos de la Política que propone la academia con una

proyección a la sociedad?

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el desarrollo sostenible, para la paz y la democracia, porque el país es cada vez más dependiente.

De nada de eso podemos ocuparnos en serio por-que tenemos que vivir esquivando bombas, y el aturdi-miento del ruido y de la estulticia que tenemos aden-tro de la mater no nos permite hablar ni escuchar: la base de la civilización y de una cultura ilustrada y pro-gresista. ¿Cuáles fuerzas tienen que triunfar? ¿Las de la destrucción de la esperanza de cambio representada en la universidad, o las fuerzas aún supervivientes pero aterrorizadas, que la defienden?

Todo esto ocurre en la universidad pública, no en espacios aislados y más peligrosos para los su-perhéroes de la capucha como son los del área de la salud, sino en un ámbito preciso: el del campus, las ciudades universitarias, donde se alojan princi-palmente los pregrados. Precisamente el nivel más amenazado de la universidad pública, al que se le imponen las reformas académicas más lesivas de la calidad y las cada vez mayores restricciones al ingre-so de estudiantes que vienen de la educación básica. Los posgrados tienen más “garantías”: se les acerca

cada vez más a la autofinanciación y a ser presas del sector privado; los estudiantes, generalmente gente con alto nivel de exigencia personal, se encuentran además en la circunstancia de defender una alta in-versión económica en su educación superior.

La dirección de la universidad pública tendría que ser la que más decididamente defendiera la continuidad, la perseverancia en el trabajo acadé-mico, la excelencia en todos los campos y todas las disciplinas. A ella más que a la universidad priva-da le tendría que interesar que, paralelamente con la profunda crítica de la sociedad y del Estado que venimos reclamando, asegurara la posibilidad de estudiar y de prepararse para el relevo en la direc-ción del Estado y de la sociedad, a las clases que necesitan urgentemente transformar su condición de sometidas a la ignorancia, postergadas en sus de-rechos, humilladas en sus condiciones de vida.

Se está con las instituciones o no. Se acepta y acata la legalidad o no. ¿Se la invoca cuando con-viene a intereses mezquinos? La universidad tiene que definir esto. La convicción liberal y progresista, la democrática a secas, impide la aceptación de la arbitrariedad o de la represión violenta por las fuer-zas del Estado, pero no puede llevar a la idea de que criticar al gobierno del Estado signifique, como consecuencia, aceptar y en la práctica defender la anomia y la violencia, en otra extraña versión del “espíritu de cuerpo”, en este caso universitario. Extraña porque es característica justamente, como bien se sabe, de las fuerzas violentas del Estado, y porque la inmensa mayoría de los miembros del cuerpo universitario no somos violentos ni enemi-gos de la autoridad; óigase bien: somos amigos de la autoridad legítima, en el sentido estricto, sobre todo de la autoridad en el saber y en el arte, y en la sesu-da dirección de la academia, pero no nos gustan la autocracia ni el abuso de poder (incluído el poder de los encapuchados, la guerrilla o los paramilitares; o los mediocres) ni sumisión alguna. Esta postura no es sinónima de rebeldía imbécil y violenta.

¿No tenemos una larga historia de sucesivas imposiciones de

reformas cada vez más lesivas de la universidad pública, que fueron acompañadas, sospechosamente,

de reiterados episodios de violencia, de intimidación interna

a quienes quieren discutir y cuestionar pacíficamente y seguir educándose? Siempre coinciden.

Y siempre, una vez impuesto lo inaceptable, se produce una pausa, un retiro temporal de los violentos

y de los eternos parásitos. Uno de los efectos perversos de tales

acciones, ya lo dije, ha sido la progresiva, notoria, alarmante

despolitización de estudiantes y docentes en la universidad pública.

Nada de esto es inocente.

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Antes de afrontar el problema de qué es la educación me parece oportuna una reflexión sobre la noción de democracia. Voy a comenzar, en una primera parte, con una reconstrucción histórica del concepto de democracia y a exponer los modelos clásicos de democracia representativa (Hobbes, Locke, Sieyes, Madison) y de democracia directa (Rousseau, Paine, Jefferson). Tras analizar sus limitaciones, en una segunda parte, expondré brevemente el concepto de democracia constitucional (Ferrajoli).

Lo primero que hay que decir es que la democracia es un conjunto complicado de argumentos sobre el hom-bre, la sociedad, la economía, la historia, que no son en sí mismos evidentes; antes bien, han ido plasmándose a medida que el hombre ha luchado por construir un mun-

Democracia y EducaciónPor

Francisco Cortés RodasProfesor Instituto de Filosofía

Universidad de [email protected]

Texto de la conferencia dictada el pasado 17 de junio en la Cátedra de Formación Ciudadana Héctor Abad Gómez, bajo la coordinación de la Rectoría de la Universidad de An-tioquia, la Facultad de Medicina, la Facultad Nacional de Salud Pública y la Corporación para la Educación y la Salud Pública Héctor Abad Gó-mez (http://hectorabadgomez.org/)

La universidad es, además, el espacio de la democracia, entendida no como el mecanismo para la expresión de la voluntad de las mayorías, sino más bien, como el mecanismo institucional que establece límites a las decisiones de la mayoría. La democracia que tendría que darse en la universidad es el tipo de la democracia deliberativa. Ésta combina la responsabilidad política con un alto grado de reflexividad y un compromiso general de dar razones.

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do adecuado a sus aspiraciones e intereses. Por eso no se puede pensar la democracia sin conocer su historia.

Quien se disponga a pensar sobre la democracia, quien reflexione sobre la política como si no tuviese nobles antecesores, debe asumir consecuencias nega-tivas: superficialidad, incoherencia; la democracia no es conversar simplemente, no es tampoco reclamar un espacio para hablar, para que la palabra y la ra-zón imperen. Todo esto es trivialización, retórica. Estas consecuencias negativas son fatales para el argumen-to de la política. Las carencias en la comprensión del significado de la democracia y de su historia son muy problemáticas porque terminan en la justificación de prácticas políticas contrarias al espíritu democrático. La democracia es un sistema complejo y la historia de las luchas políticas por la democracia es una historia amplia y ardua. Así que el rigor en la comprensión del pensamiento democrático resulta inseparable del compromiso práctico con la democracia. “Si la demo-cracia no se comprende no se lucha por ella. Si no se tiene idea de sus principios, se reemplaza por la demagogia” (Villacañas, J.L, 2009, 206). En nuestro mundo político, sin mayor rigor intelectual, la demo-cracia ha sido utilizada para justificar todos los fines. Pero esto no debería continuar así, en tanto que la de-mocracia es un hecho esencial de nuestra vida social.

Defender la democracia es un reto y, si se quiere, el mayor desafío que tiene un pueblo que aspire a regir sus destinos por sí mismo. La democracia, como forma de sistema político que legitima el uso del poder a tra-vés de la participación de todos sus miembros en las decisiones que tienen que ver con los asuntos funda-mentales de una comunidad, fue una creación de los griegos, la cual ha tenido posteriores manifestaciones en las ciudades-república independientes de Italia, en la creación de un nuevo Estado en la costa oriental de Norteamérica, y en el proceso de conformación de las repúblicas democráticas en la vieja Europa. Al estable-cerse en cada una de estas revoluciones democráticas que la legitimidad del poder no se basaba más en una autoridad soberana externa al pueblo, encarnada en el monarca, sino más bien, en la que se constituía por medio de la participación libre y autónoma de los ciu-dadanos en la solución de los problemas comunes de una sociedad, se definió una perspectiva que ha de-terminado en gran medida la conformación política de los Estados modernos en una gran parte del mundo.

El punto de partida histórico para estudiar cómo se formó la democracia en la época moderna son pues las revoluciones inglesa, francesa y norteamericana, en la

medida en que ellas son el origen de las modernas cons-tituciones democráticas. La perspectiva que se definió de forma magnífica en la Revolución Francesa en 1789, afir-ma que la política, en primera instancia, la hace el pueblo cuando se constituye como pueblo y expresa su voluntad soberana creando una Constitución. El pueblo tiene, en términos de Emmanuel Sieyes, el poder constituyente, es decir, el poder de determinar la forma de gobierno, la Constitución misma. “El pueblo es el único que puede decidir cuál sea la forma de la república” (Locke: 1991, 141), es el único que puede darse una Constitución y es el único que puede cambiarla. La política la hacen, en segunda instancia, los tres poderes que representan la voluntad soberana del pueblo. El legislativo, el judicial y el ejecutivo hacen política. La política del legislativo se concreta en hacer la ley, la del ejecutivo en seguir la ley o en aplicar las leyes a acciones o personas particulares, y la del judicial en sentenciar lo que es de derecho en cada caso (Montesquieu: 1972, 151). El poder soberano está conformado por los diferentes poderes del Estado, los cuales tienen funciones ya definidas por el soberano y que en última instancia dependen de él. La autoridad de cada uno de estos poderes que conforman el Estado se deriva de la autoridad soberana, es decir de la voluntad del pueblo que actúa como poder constituyente.

Democracia representativa y democracia directaPero, ¿cómo hace el pueblo para darse una constitu-

ción utilizando el método democrático? Según Hobbes, un Estado se constituye, y se da una constitución, en el momento en que una multitud de hombres pactan en-tre sí, que a un hombre o a una asamblea de hombres

Lo primero que hay que decir es que la democracia es un conjunto

complicado de argumentos sobre el hombre, la sociedad, la economía,

la historia, que no son en sí mismos evidentes; antes bien, han ido

plasmándose a medida que el hombre ha luchado por construir un mundo

adecuado a sus aspiraciones e intereses. Por eso no se puede pensar la democracia sin conocer su historia.

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se le otorgará el derecho de representar a la persona de todos. “Dícese que un Estado, escribe Hobbes, ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hom-bre o asamblea de hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos (es de-cir, de ser su representante)” (Hobbes: 1994, 142).

El objetivo de la teoría de la representación de Hob-bes es proporcionar los medios jurídicos de pensar el paso de una multiplicidad de individuos singulares a la unidad de una persona jurídica dotada de una vo-luntad única que sea la de todos, sin presuponer que esta unidad esté ya dada en la multitud y sin abolir la multitud con la institución de la unidad. La unidad jurídica de la persona artificial estatal coexiste con la multitud natural de los individuos físicos. La voluntad del soberano gobierna y mueve el cuerpo político, así como los hombres en el estado de naturaleza, bajo la percepción de su derecho a gobernarse por sí mismos, gobiernan su cuerpo y determinan sus acciones. Y cada uno a partir del conjunto de quienes han participado en el contrato, se convierte a través del acto de autoriza-ción en el autor de las acciones del soberano. Una mul-titud puede convertirse en una unidad política cuando se realiza realmente una unificación de las voluntades. A través de la autorización se convierte cada elemento de la multitud en el autor de las acciones del soberano; la autorización crea el fundamento para una relación de representación en la que el individuo es absorbido por el soberano. Frente al soberano ya no hay nadie.

La autorización crea el presupuesto para la transfor-mación de los habitantes del estado de naturaleza en la unidad político jurídica del Estado. La autorización es la acción fundamental de la construcción, que pro-duce la realidad del Estado, compuesta de derechos y obligaciones. Ella constituye al Estado como persona civil y como un sujeto político capaz de decisión y de acción. Con el componente de la autorización se perfi-la el sentido político del contrato original de Hobbes y la concepción absolutista del soberano. Es un contrato de individuos unos con otros, que es realizado a favor de un tercero no participante en el contrato. El acto de autorización no crea ninguna relación jurídica inme-diata entre los individuos y el soberano. La autoriza-ción por la que se constituye el soberano es solamente el contenido de la promesa recíproca contractual de los habitantes del estado de naturaleza. Aunque el soberano no es otra cosa que la creación jurídica de los ciudadanos, el soberano es libre de toda vincula-ción jurídica con ellos. La consecuencia que resulta de

esto es que el soberano no puede ser controlado por los ciudadanos, ni ellos pueden cambiar la forma del Estado, ni cambiar la persona artificial del soberano; tampoco pueden protestar por lo que haga, ni casti-garle por algo de lo que haga, etcétera. Esta paradoja teorética de la libertad está en el centro de la concep-ción absolutista de Hobbes. Así, el concepto de per-sona civil será operatorio en lo sucesivo: las palabras y las acciones del soberano serán las del cuerpo político entero. Pero la operatividad y efectiva actividad de la persona civil se hace sobre la base de la negación de la acción política de los ciudadanos individuales. Su vo-luntad política, mediante el proceso de autorización, y por tanto, el principio de representación, es la que viene expresada por el soberano. La actuación política de los ciudadanos parece así negada desde la raíz. De este modo, la representación política unida a una con-cepción absolutista de la soberanía termina negando los derechos políticos de los ciudadanos.

Para Rousseau el sistema democrático es altamente responsable frente a la voluntad popular. Según el autor del Contrato social, el pueblo debe reunirse en una espe-cie de asamblea constituyente en la cual los individuos son convocados como libres e iguales a participar en una deliberación para darle una Constitución a su sociedad política. Para Rousseau, el pueblo como verdadero so-berano, dotado del poder absoluto, es el origen de todo.

Para Rousseau, el pueblo como verdadero soberano, dotado del poder

absoluto, es el origen de todo. Este poder es la fuente de toda legitimidad y el origen de la soberanía. Rousseau

está anticipando aquí lo que va a ser determinante en la convocatoria

de la Asamblea constituyente en Francia, en1789. Los individuos son

convocados como libres e iguales a participar en una asamblea para

darle una constitución a una sociedad política. Su participación no depende

de su pertenencia a órdenes, estamentos, clases; resulta más

bien, de ser, como individuos libres e iguales, los miembros de un Estado.

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Solo el pueblo puede dictar leyes para sí mismo, puede constituir el Estado. Para Rousseau, la soberanía es inalie-nable, indivisible e infalible y no puede manifestarse por medio del mecanismo representativo.

Para Rousseau, el mecanismo de la representación produce como resultado que el ciudadano no está bajo la jurisdicción de las leyes que él mismo se da, sino más bien de las leyes que él contribuye a crear mediante la elección de los representantes, esto es de quienes legislan en su lugar. Así, frente a lo que expre-sa el término democracia en sentido literal, es decir, el ejercicio directo del poder por el pueblo, y por tan-to la creación de la ley por el conjunto de todos los ciudadanos, el principio representativo supone que el pueblo participa de forma indirecta; su presencia se da a través del cuerpo representativo al que se le con-fía el deber de hacer las leyes (Duso: 2004, 12). Para Rousseau, la representación política crea un pueblo de esclavos e implica una inaceptable alienación de la so-beranía del pueblo. El planteamiento que propone el autor ginebrino para desarrollar un concepto más radi-cal de la democracia afirma que la democracia, enten-dida como el ejercicio directo del poder por el pueblo, no puede ser reemplazada por la soberanía popular construida por medio del mecanismo representativo. Así escribe: “Como quiera que sea, desde el momento en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre, ya no existe” (Rousseau: 1978, 3,15,11).

Para Rousseau, el pueblo como verdadero soberano, dotado del poder absoluto, es el origen de todo. Este poder es la fuente de toda legitimidad y el origen de la soberanía. Rousseau está anticipando aquí lo que va a ser determinante en la convocatoria de la Asamblea consti-tuyente en Francia, en1789. Los individuos son convoca-dos como libres e iguales a participar en una asamblea para darle una constitución a una sociedad política. Su participación no depende de su pertenencia a órdenes, estamentos, clases; resulta más bien, de ser, como indivi-duos libres e iguales, los miembros de un Estado.

Si para Rousseau el sistema democrático es altamen-te responsable frente a la voluntad popular, para Em-manuel Sieyes, la democracia requiere del mecanismo de la representación. Sieyes parte de presupuestos rous-seaunianos, cuando afirma que la comunidad necesita de una voluntad común, pero se aparta del Contrato so-cial al proponer que esta voluntad debe necesariamen-te expresarse mediante la representación. Sieyes afirma que el sujeto político sobre quien recae la tarea de fun-dar un Estado sobre una base racional y sobre principios justos es la nación entera, compuesta de individuos que

se entienden como iguales y estableció como único lí-mite a la expresión de su voluntad el respeto de los de-rechos inalienables de los individuos. “La nación existe ante todo, es el origen de todo. Su voluntad es siem-pre legal, ella es la propia ley. Antes y por encima de ella sólo existe el derecho natural” (Sieyes: 1989, 143). Asevera que la voluntad soberana radica en el pueblo entendido como una nación unificada compuesta de individuos iguales. Sostiene que el pueblo es el sujeto constituyente que tiene como tarea fundar el Estado sobre una base racional y principios justos. Dice que sólo el pueblo puede dictar leyes para sí mismo, puede constituir el Estado y darse una constitución. Declara que la representación igualitaria, basada en el derecho igual que tienen todos los miembros de la sociedad, es el medio apropiado para que el pueblo pueda darse una constitución y así conformar el Estado.

Según Sieyes, el pueblo tiene, el poder constituyen-te, es decir, el poder de determinar la forma de gobier-no, la constitución misma. “La Constitución no es obra del poder constituido, sino del poder constituyente” (Sieyes: 1989, 143). El pueblo es el único que puede darse una constitución y es el único que puede cam-biarla. Ahora bien, si la constitución es la que crea el orden, de la que nacen los poderes, no puede ser obra de los anteriores, ni cabe dentro de las atribuciones de estos poderes la posibilidad de modificarla, ni de alterar el equilibrio de los poderes.

Sieyes construyó, por medio de la distinción entre poder constituyente y poder constituido, el mecanis-mo que era necesario para que la voluntad sobera-na del pueblo se manifestara. Con la teoría del po-der constituyente Sieyes “retoma la idea del cuerpo

...la democracia representativa francesa no pudo enfrentar el poderoso

ataque, que surgió directamente de la revolución, el Terror y, luego, el

ataque igualmente terrible proveniente de Napoleón. La democracia formal o procedimental no estaba todavía

estructurada institucionalmente para protegerse de aquellos que utilizando

el método democrático buscaban eliminar la democracia, como lo vamos

a ver en seguida.

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político soberano de Rousseau, pero en un contexto donde se habla de “voluntad general representativa”, o sea en un contexto que está atravesado por la ne-cesidad de la representación, no sólo en el nivel del poder constituido, sino también en el nivel más alto del poder constituyente, desde el momento en que el pueblo necesitaría siempre para expresarse un núcleo de personas, más precisamente la Asamblea constitu-yente” (Duso: 2005, 167).

¿Utilizar la lógica representativa para expresar la vo-luntad soberana del pueblo, como lo propuso Sieyes, mediante la atribución del poder constituyente a los representantes del pueblo en la Asamblea constitu-yente, conduce a la negación de la libertad, como lo afirma Rousseau? ¿Delegar la soberanía a un represen-tante mediante la representación igualitaria, basada en el derecho igual que tienen todos los miembros de la sociedad, es un acto de confianza ciego e irracional, como lo afirma Rousseau?

Rousseau se opone a la justificación del Estado, se-gún el modelo de Hobbes porque considera que en éste se produce una renuncia de la libertad política a cambio de paz y seguridad. Y con razón rechaza el au-tor del Contrato social la representabilidad de la volun-tad soberana. Pero, en la propuesta de Sieyes, que se plasmó tanto en la Asamblea constituyente de 1789 y en el primer acto del poder constituyente: la Declara-ción de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789, ¿hay efectivamente un peligro para la libertad? Sieyes vio el problema de la democra-cia directa, la “tiranía de la mayoría”, que se manifestó de forma brutal en la época del Terror, bajo la dirección de Robespierre, y opuso como alternativa tres ideas fundamentales: el sistema representativo igualitario, la defensa de los derechos fundamentales consagrados en las mencionadas constituciones y el principio de

la separación de poderes, formulado en el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre1. Sin em-bargo, la democracia representativa francesa no pudo enfrentar el poderoso ataque, que surgió directamente de la revolución, el Terror y, luego, el ataque igualmen-te terrible proveniente de Napoleón. La democracia formal o procedimental no estaba todavía estructura-da institucionalmente para protegerse de aquellos que utilizando el método democrático buscaban eliminar la democracia, como lo vamos a ver en seguida.

La democracia constitucionalLa democracia representativa fue insuficiente políti-

camente en el siglo XVIII, XIX y de forma extrema en las crisis políticas que dieron origen al nacionalsocialismo y al fascismo. La democracia representativa, formal o procedimental, es insuficiente porque únicamente se ocupa de con quién decide, (el pueblo o sus represen-tantes), y cómo se decide utilizando la regla de la ma-yoría. Al no haber límites sustanciales a la acción del le-gislador democrático, como son los derechos humanos fundamentales, la democracia formal o procedimental puede, por mayoría, suprimir los métodos democráti-cos, y con esto todo el sistema de reglas que constituye la democracia política: los derechos individuales civiles, políticos y sociales, la división de poderes, el sistema representativo. De este modo, a la democracia formal le puede suceder lo que ocurrió en las experiencias to-talitarias del fascismo y del nazismo en el siglo pasado, a saber: que se llegue al poder de forma democrática y que luego democráticamente se nombre un dictador, que posteriormente elimine la democracia.

“Precisamente para garantizar la democracia, se de-sarrolló el constitucionalismo del siglo veinte tras las ex-periencias de los fascismos […]. De aquí el nexo estruc-tural entre democracia y constitucionalismo. Para que un sistema político sea democrático es necesario que se sustraiga constitucionalmente a la mayoría el poder de suprimir o limitar la posibilidad de que las minorías se conviertan a su vez en mayoría. Y ello a través de límites y vínculos que establezcan lo que en varias ocasiones he denominado “la esfera de lo no decidible (que y que no), sustraída a la potestad de cualquier mayoría” (Ferrajoli: 2008, 85). Así, lo “no decidible que” son los derechos de libertad que imponen prohibiciones. Y lo “no decidible que no” son los derechos de libertad que imponen obligaciones, los derechos sociales.

Los demócratas constitucionales piensan que la de-mocracia representativa y la democracia directa son una caricatura de la aspiración democrática y exigen

...a la democracia formal le puede suceder lo que ocurrió en las experiencias totalitarias del

fascismo y del nazismo en el siglo pasado, a saber: que se llegue al

poder de forma democrática y que luego democráticamente se nombre

un dictador, que posteriormente elimine la democracia.

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que el gobierno democrático esté basado en razones y argumentos y no en votos y en poder. Los demócratas constitucionales piensan que la gente tiende a exagerar la tensión entre democracia y derechos individuales. Enten-dida de forma correcta la democracia no es antagonista con la Constitución. La democracia protege los derechos mediante la Constitución. “Atar las manos”, como se ha dicho de manera eficaz. La democracia constitucional ata las manos de las generaciones presentes para im-pedir que éstas amputen las manos de las generacio-nes futuras. “Con los medios de una Constitución una generación a puede ayudar a la generación c a prote-gerse de ser vendida como esclava por la generación b (Holmes, 1995). Así, para proteger las elecciones de sucesores distantes, los creadores de una constitución limitan las elecciones dispuestas a los próximos suce-sores. “Esto quiere decir que un pueblo puede decidir, “democrática” y contingentemente, ignorar o destruir la propia constitución y entregarse definitivamente a un gobierno autoritario. Pero no puede hacerlo de forma constitucional, invocando a su favor el respeto a los de-rechos de las generaciones futuras o la omnipotencia de la mayoría, sin suprimir con ello el método demo-crático, los derechos y el poder de las mayorías y de las generaciones futuras” (Ferrajoli: 2008, 96).

Para que un sistema político sea democrático es ne-cesario que se fijen límites en la Constitución de tal ma-nera que la voluntad de la mayoría no pueda disponer

soberanamente de la existencia de los individuos o pue-da restringir arbitrariamente sus derechos fundamenta-les. Y esto lo hacen los demócratas constitucionales a través de límites y vínculos que establecen lo que puede ser denominado el ámbito de acción del individuo, ám-bito sustraído a la potestad de cualquier mayoría.

El primer objeto del legislador constitucional es dar ciertos derechos a los particulares y garantizarles el goce indiscutido de esos derechos. Por eso no puede existir soberanía popular sin derechos a la libertad in-dividual. Para un demócrata constitucional, esto signi-fica que los derechos individuales, que están consagra-dos en la Constitución, no pueden ser desconocidos por el legislador democrático. El sentido de esta prohi-bición es, precisamente, establecer los límites que los derechos inalienables de los individuos fijan al poder soberano. En este sentido, las garantías constituciona-les de los derechos fundamentales, son también garan-tías de la democracia. El ejercicio democrático de la voluntad soberana del pueblo requiere de garantías y éstas son los derechos individuales liberales, los dere-chos políticos y los derechos sociales. De este modo, la conexión entre soberanía popular, democracia política y derechos fundamentales, se constituye en límite a la voluntad de la “tiranía de la mayoría” o del poder absoluto de un gobernante autoritario.

El argumento ideal sobre la educación y la universidadAhora sí, después de este ya largo recorrido sobre la

democracia, voy a hablar sobre la educación. Una uni-versidad no es una máquina que fabrica académicos, ni puede ser una empresa del conocimiento, ni tampoco un centro de investigación. La enseñanza en la universi-dad no debe ser mera instrucción. En la universidad se trata de la búsqueda del conocimiento. La universidad no es exclusivamente el lugar de la ciencia, la tecnolo-gía, es también el lugar de las humanidades y las artes. “La universidad es un hogar para el conocimiento, un espacio en el que se preserva y amplía una tradición de aprendizaje, y donde se ha reunido todo lo nece-sario para la búsqueda del conocimiento” (Oakeshott, M., 1989, 135). La universidad consiste en un grupo de personas dedicadas a una empresa cooperativa, a saber: la búsqueda del conocimiento. La universidad, cuya fun-ción básica es la búsqueda del conocimiento, existe sola-mente en sociedades civilizadas. “La universidad, escribe Oakeshott, es un cuerpo cooperativo de académicos donde cada uno se dedica a una determinada rama del conocimiento: lo que lo caracteriza es que la búsqueda

El primer objeto del legislador constitucional es dar ciertos derechos

a los particulares y garantizarles el goce indiscutido de esos derechos. Por eso no puede existir soberanía popular sin derechos a la libertad

individual. Para un demócrata constitucional, esto significa que

los derechos individuales, que están consagrados en la Constitución, no pueden ser desconocidos por

el legislador democrático. El sentido de esta prohibición es,

precisamente, establecer los límites que los derechos inalienables de los

individuos fijan al poder soberano.

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del conocimiento es un emprendimiento cooperativo. Los miembros de esta corporación no están dispersos por el mundo; y se reúnen ocasionalmente o ni siquie-ra se reúnen; viven en permanente proximidad unos de otros” (Oakeshott, M., 1989, 135).

La universidad es, además, el espacio de la democra-cia, entendida no como el mecanismo para la expresión de la voluntad de las mayorías, sino más bien, como el mecanismo institucional que establece límites a las decisiones de la mayoría. La democracia que tendría que darse en la universidad es el tipo de la democracia deliberativa. Ésta combina la responsabilidad política con un alto grado de reflexividad y un compromiso general de dar razones.

Dar razones implica suponer que el hombre en-tendido como animal rationale es un ser dotado de razón. La facultad de la razón es la capacidad de te-ner una posición frente a las propias opiniones y ac-ciones. El fundamento o el espacio que es creado por medio de las razones constituye una base compartida y común del pensamiento y las acciones fundamenta-das. Las razones pueden basarse en convencimientos y en acciones, y como razones deben estar abiertas al público. Ellas pueden ser presentadas, aceptadas, exigidas, rechazadas. Pertenece a la esencia de las razones que no son algo privado. Las razones pueden ser juzgadas de forma general, según criterios racio-nales y hacen parte del juego argumentativo y delibe-rativo de dar y exigir razones.

Dar y exigir razones es el juego que los académi-cos que componen la universidad ejercitan en su vida diaria. “Es posible que se espere que algunos de ellos dediquen todo su tiempo ocioso al aprendizaje, y que sus colegas tengan la ventaja de aprovechar sus cono-cimientos a través de conversaciones con ellos y que el mundo, quizá, se beneficie con sus escritos. Un espa-cio de aprendizaje sin académicos de esta clase no po-dría llamarse universidad” (Oakeshott, M., 1989, 135) La universidad es, pues, el lugar para que se de la bús-queda del conocimiento. Esta búsqueda del conoci-miento “no es una carrera en la que los competidores se disputan el primer puesto, ni siquiera es un debate o un simposio; es una conversación. Y la virtud pecu-liar de la universidad (en calidad de espacio de diver-sos estudios) es demostrarlo en este sentido en el que cada estudio aparece como una voz cuyo tono no es tiránico ni retumbante, sino humilde y afable” (Oakes-hott, M., 1989, 137). Para que pueda haber búsqueda del conocimiento, conversaciones entre académicos y entre académicos con los estudiantes, tiene que haber

un espacio de aprendizaje con una serie de condicio-nes formales y materiales.

La idea de fabricar académicos, de tener una empre-sa del conocimiento, la idea de universidad de inves-tigación, son cosas importantes, pero que realmente poco tienen que ver con la universidad. Es necesario aclarar esto porque estas ideas pertenecen al mundo del poder, la utilidad, del mercado y la economía; y éste no es el mundo al que pertenecen las universi-dades; no es el mundo al que pertenece la educación en su verdadero sentido. La universidad, sometida a la intervención del mercado y la economía, entra en un proceso de declinación.

La decadencia de la universidad al estar sometida a estas injerencias de lo privado puede significar un ver-dadero desastre para la democracia, ya que una univer-sidad que no tenga la posibilidad de la búsqueda del conocimiento y de la conversación es una universidad que no puede formar ciudadanas y ciudadanos que se reconozcan democráticamente. Estas situaciones me-noscaban la educación política, la democracia y el sentido de lo que podría llamarse universidad.

Precisamente, porque convertir a las universidades públicas en instituciones con ánimo de lucro conduce a una desnaturalización de la universidad pública. La universidad se desnaturaliza cuando confunde la edu-cación con las relaciones específicas del mercado. Es

La idea de fabricar académicos, de tener una empresa del conocimiento,

la idea de universidad de investigación, son cosas importantes, pero que

realmente poco tienen que ver con la universidad. Es necesario aclarar esto porque estas ideas pertenecen al mundo del poder, la utilidad, del mercado y la economía; y éste no

es el mundo al que pertenecen las universidades; no es el mundo al

que pertenece la educación en su verdadero sentido. La universidad,

sometida a la intervención del mercado y la economía, entra en un

proceso de declinación.

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decir, cuando la universidad se subordina a las reglas de la economía, que no son necesariamente sensibles a los problemas sociales, a los asuntos de equidad y de mayor igualdad para todos. De esta forma, la universi-dad deja de ser lo que debe ser; ya no es más una uni-versidad humanista y por esto se desnaturaliza. Pierde su esencia, su sentido, su norte.

Convertir a las universidades públicas en institucio-nes con ánimo de lucro conduce a la privatización de la universidad pública. Implementar un proyecto que conduzca a la privatización de la universidad pública es atacar el fundamento del principio democrático. Si en un Estado de Derecho no existe educación públi-ca, garantizada y financiada o sostenida íntegramente por el Estado de Derecho, no hay instituciones autó-nomas universitarias. Si en un Estado de Derecho no hay autonomía de las instituciones universitarias públi-cas, porque este Estado busca hacer competitiva a la universidad pública mediante la inversión de capital privado, ese Estado lo que pretende hacer es convertir a las universidades públicas en subordinadas.

Al intentar convertir a la universidad pública, me-diante la inversión de capital privado, en una uni-versidad subordinada, es decir, dependiente de las reglas del mercado, se está a la vez minando el espa-cio público y socavando la posibilidad de la crítica, la deliberación y la confrontación argumentativa. Hacer desaparecer el espacio público y convertirlo mediante la reforma de una de las instituciones más importantes de una sociedad democrática, como es la universidad pública, en un espacio dominado por el interés de los actores privados, conduce a un olvi-do de la “idea de universidad”.

ConclusiónContra la tendencia que se ha impuesto en el mun-

do, según la cual las humanidades son contrarias a las necesidades de la educación, se tiene que plantear una visión humanista de la universidad. La univer-sidad que se orienta sólo por el crecimiento eco-nómico, concibe la educación como una enseñanza a los estudiantes para que sean productivos econó-micamente. Esta universidad concibe la educación como instrucción o como un aprendizaje mecánico e instrumental. En este concepto de universidad no hay lo que hemos denominado búsqueda del cono-cimiento, ni un aprendizaje que se oriente a pensar críticamente y a formar a los sujetos como capaces de aprender de la historia, de la tradición y de compren-der a las instituciones y a sus conciudadanos.

En la visión humanista de la universidad debe haber una formación de la capacidad argumentativa y de la imaginación narrativa, debe promoverse la capacidad de plasmar una visión del bien; y debe haber un fo-mento de la interculturalidad con base en el reconoci-miento del multiculturalismo.

Las consecuencias negativas de la concepción eco-nomicista de la universidad son la desaparición de la crítica, el desconocimiento de los problemas políticos y sociales, la pérdida de sensibilidad social y la in-sensibilidad frente los problemas globales. Y una uni-versidad en la que no exista la búsqueda del conoci-miento es una universidad que no puede desarrollar entre sus actividades la formación de la ciudadanía y entre sus prácticas el reconocimiento mutuo de los derechos de los ciudadanos.

Bibliografía:

Duso, Giusseppe (2004), “Génesis y Lógica de la repre-sentación política moderna”, En: Fundamentos: Cuadernos monográficos de teoría del estado, derecho público e histo-ria constitucional, ISSN 1575-3247, Nº 3, Universidad de Oviedo, Asturias, España.

Ferrajoli, Luigi, La teoría del derecho en el paradigma consti-tucional, Madrid, 2008

Hobbes, Thomas, (1994), Leviatán o la materia, forma y po-der de una república eclesiástica y civil, Fondo de Cultura Económica, México, D.F.

Michael Oakeshott, La voz del aprendizaje liberal, 1989, Katz

Locke, John: Dos ensayos sobre el gobierno civil. Espasa Cal-pe, Madrid, 1991.

Montesquieu: Del espíritu de las leyes, Tecnos, Madrid, 1972.

Rousseau, J.J., (1969), El contrato social, Aguilar, Madrid.

Sieyes Emmanuel, (1989), ¿Qué es el Tercer Estado? Ensayo sobre los privilegios, Alianza editorial, Madrid.

Villacañas José Luis: Res Publica. Los fundamentos normati-vos de la política, Akal, Madrid, 1999.

Notas

1. “Toute societé dans laquelle la garantie des droits nést ‘as assurée et la separation des pouvoirs déterminée, n´a point de contitution” (art.16).

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Si hay algo que queda claro de los últimos paros y manifestaciones estudiantiles es que el tema de la educación se inscribe entre las grandes cuestiones políticas no resueltas en el país.

Las demandas planteadas por los estudiantes, profesores y académicos es clara: La educación es un derecho y no una mercancía más expuesta a los avatares del mercado. Desde el punto de vista neo-liberal se trata, desde luego, de una herejía que con-tradice todos los manuales de economía liberal en los que se han formado las elites.

Contra la presunta razón neoliberal, habría que recordar que en la historia de las luchas sociales en Chile, la educación gratuita y de calidad para todos ha sido una bandera enarbolada por los más diversos sectores políticos, desde don Pedro Agui-rre hasta Salvador Allende. Esto quiere decir que la educación representa un anhelo de superación para las nuevas generaciones, un derecho elemental de niños y jóvenes que nacen en esta tierra. En este preciso sentido, no se trata de barajar guarismos y porcentajes, se trata de una decisión política. Es bue-no recordar que naciones mucho más precarias eco-

ChileLa educación: cuestión política

PorÁlvaro Cuadra

Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados –ELAP–

nómicamente han tomado la decisión de garantizar a sus ciudadanos una educación gratuita y de calidad.

Insistir de manera tan obstinada como obtusa en mantener “el negocio de la educación” entre nosotros, desprestigiando toda manifestación estu-diantil como si se tratase de vándalos, es proteger a los mercaderes que por definición lucran con una cuestión tan sensible e importante para el desarrollo del país. Cuando un gobierno sostiene este tipo de políticas insulta a miles de familias que deben en-deudarse para costear la educación de sus hijos, sin saber si llegaran a obtener su título.

Las protestas estudiantiles no son un acontecimien-to puramente episódico, entenderlo así es no entender el problema de fondo. La educación chilena atraviesa una profunda crisis derivada de haber convertido este derecho en una mercancía más, en detrimento de los sectores más pobres. Digámoslo con todas sus letras: El neoliberalismo muestra la estatura de su fracaso, justa-mente, en todas aquellas cuestiones importantes para la sociedad, en primer lugar la educación.

A quienes sostienen que concebir una educación gratuita en el actual estado de cosas es una quime-ra irrealizable, habría que recordarles que la priva-tización de la educación fue una decisión política del dictador en sus últimas horas. El Chile de hoy está poniendo en evidencia que la democracia pos autoritaria de equilibrios cupulares al interior de la clase política comienza a mostrar sus grietas e in-consistencias. Cuando cientos de miles de chilenos protestan en las calles contra los que se enriquecen con la educación y son tratados como delincuentes

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por los medios, el gobierno y la policía, es que algo anda mal con nuestra democracia.

Chile: la clase políticaLas movilizaciones que desde hace algunas se-

manas se han escenificado en diversas ciudades del país, ponen en evidencia un cierto malestar ciudada-no respecto a materias diversas, pero que podríamos resumir como una muy mala percepción del funcio-namiento de las instituciones del país. Un lugar pro-tagónico lo ocupa toda la institucionalidad política que administra tanto el gobierno como la oposición. Resulta paradojal que junto a la caída en la acepta-ción de las políticas gubernamentales, no se acrecien-te aquella de los sectores opositores.

La desmovilización de los chilenos no sólo fue el resultado de la prolongación de un estado autoritario heredado de la dictadura militar sino, además, de una administración de dos décadas que se prestó gustosa a tal empresa en nombre de una democracia en la me-dida de lo posible. La institucionalidad política prescri-ta por la constitución de los ochenta ha permanecido, en sus aspectos fundamentales, sin mayores cambios. Esto ha hecho posible conjugar bajos niveles de con-flictividad social con un modelo económico que ga-rantiza el lucro de las elites y la inversión extranjera. Para construir este capitalismo edénico ha sido

imprescindible contar con una clase política que, en nombre de la democracia y el desarrollo, perpetúe un sistema político represivo, excluyente y corrupto.

Las movilizaciones a las que asistimos a través de todo el país marcan un interesante giro en la si-tuación: El modelo de desmovilización comienza a mostrar sus primeras fisuras. En efecto, aun cuando la clase política insiste obstinada en seguir adminis-trando un Chile pos-autoritario, lo cierto es que los sectores más sensibles de la sociedad han comenza-do a protestar en defensa de sus intereses. El caso de los estudiantes es paradigmático a este respecto, pero no el único. Notemos que –para bien o para mal– la mayor parte de las movilizaciones reclama un carácter independiente, lo cual significa que el papel de los partidos políticos ha dejado de ser in-dispensable en la conducción de las demandas ciu-dadanas. Este fenómeno encontrará su fundamento en el alto grado de desprestigio de una clase política tenida por inepta, corrupta y demagógica.

Resulta sintomático que entre las estrategias de La

Moneda para despejar el enrarecido ambiente de esta incipiente movilización social, se convoque, precisa-mente, a una reunión a todos los sectores políticos. De algún modo, más allá de sus matices, la convocatoria del Ejecutivo reconoce a la actual clase política como pilar de la institucionalidad vigente y como indispen-sable dique de contención de cualquier riesgo de mo-vilización social. Tal como ha señalado el primer man-datario, hay que cuidar nuestras instituciones, nuestra democracia y nuestra amistad cívica. Finalmente, lo que une a la clase política es mucho más poderoso que aquellas aparentes diferencias.

Insistir de manera tan obstinada como obtusa en mantener “el

negocio de la educación” entre nosotros, desprestigiando toda manifestación estudiantil como

si se tratase de vándalos, es proteger a los mercaderes

que por definición lucran con una cuestión tan sensible e

importante para el desarrollo del país. Cuando un gobierno sostiene este tipo de políticas

insulta a miles de familias que deben endeudarse para costear la educación de sus hijos, sin saber

si llegaran a obtener su título.

* ARENA PÚBLICA. Plataforma de Opinión. Universidad de Arte y Ciencias Sociales. ARCIS.

Agencia Latinoamericana de Información

[email protected]

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ResumenEn esta exposición se presentan una

serie de reflexiones libres con respecto a la naturaleza de la autoevaluación institucional como proceso que exige una serie de condiciones políticas y técnicas a fin de que sea condicionante de la llamada calidad. En este marco, se analizan una serie de mitos, tensiones y desafíos de la autoevaluación. De manera especial, se destaca que muchas veces este proceso (la autoeva-

* Presidente de la Comisión Organizadora de la Univer-sidad La Salle (Arequipa, Perú). [email protected]

Desafíos, tensiones y perspectivas

PorIván Montes Iturrizaga

Psicólogo Educacional y Doctor en Ciencias de la Educación de la Pontificia Universidad

Católica de Chile*

luación) no permite apuntar a un deber ser debido a: la ausencia o mediocridad de estándares exigentes; la acción de los propios evaluadores; el modelo de uni-versidad imperante; y, el no considerar la toma de de-cisiones como parte indisoluble de estos despliegues.

Por último, se hacen propuestas orientadas a me-jorar las prácticas de autoevaluación (ya sea en los procesos de acreditación interna o externa) y también un conjunto de alcances que apuntan al desarrollo de investigaciones científicas que configuren objetos de estudio asociados a los impactos, las intersubjetivida-des, el ejercicio del poder y los referentes mentales que explicarían el proceso de toma de decisiones.

Cabe señalar que esta presentación emana de la ex-periencia en procesos de autoevaluación, evaluación externa y de construcción de estándares del autor en el Perú y en otros países de América Latina.

Palabras claves: autoevaluación tensiones, au-toevaluación y decisiones, estándares y autoevaluación.

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La autoevaluación universitaria: mucho ruido pocas nuecesHoy en día la autoevaluación se ha puesto de moda

en América Latina. Ahora, cada universidad tiene una instancia, departamento u oficina con denominacio-nes que incluyen términos como la autoevaluación, la acreditación o la calidad. Sin embargo, existe una fe ciega en la autoevaluación a tal punto que muchas universidades que la practican tienen la creencia de que traerá consigo de manera automática la tan ansia-da calidad. Lamentablemente, la experiencia en nues-tra región nos muestra que la tan vigorosa autoeva-luación no ha acortado la brecha entre universidades de los países desarrollados y las que tienen lugar en esta parte del continente. En este panorama, la au-toevaluación sería un proceso realmente relevante en un puñado de universidades de corte académico que, independientemente de los procesos de acreditación externa, se constituyen como organizaciones inteligen-tes capaces de tomar decisiones formativas de manera dinámica, permanentes y fundamentadas.

A propósito de esto me atrevería a decir, con más de dos décadas de experiencia en este campo, que la autoevaluación en las universidades en pocas ocasio-nes hace que una institución tenga como horizonte un desarrollo académico. Es más, casi siempre las autoeva-luaciones se ajustan al tipo de universidad y por ende las decisiones que se toman no permiten escapar de su naturaleza fundacional y solo se plantean crecimientos muy dentro de las manera de percibir lo universitario.

Así, una universidad negocio (bussines universities) que asume la figura de sociedad anónima raramente comprenderá el papel de la investigación, la produc-ción intelectual y de contar con profesores de tiempo completo dedicados la mayor parte de su jornada a la investigación. Tampoco, una universidad negocio apostará por programas de doctorado subvencionados íntegramente y en donde no se tengan más de 5 estu-diantes. Menos aún, destinará parte importante de su presupuesto a suscripciones de revistas científicas. Lo que estoy tratando de decir es que con la autoevalua-ción cada institución actúa dentro de su paradigma de universidad (cabe decir que uno es el correcto y los demás deformaciones) y el resultado de este proceso (elevada o baja calidad) estaría íntimamente relacio-nado con el nivel académico e intelectual de quienes participan y tienen a su cargo la toma de decisiones.

Quizá algunas de las aristas principales de este proble-ma sean la manera en que se presenta la autoevaluación

en el campo universitario; el hecho de que se han creado la mayor cantidad de oficinas para este fin condicionadas mayormente por la acreditación externa y el escaso inte-rés que se le pone a los estándares. A esto se podrían su-mar otros factores que serán tratados más adelante para dar sustento a las tensiones mencionadas inicialmente.

La autoevaluación como proceso político - tecnológicoEvaluar o autoevaluar es un proceso eminente-

mente político y técnico orientado a la toma de de-cisiones. Es político, pues demanda una voluntad de cambio de quienes ostentan el poder y que esté por encima de cualquier tipo de favoritismo, apadrina-miento o conveniencia. También, este proceso es tecnológico pues demanda formas muy sistemáticas para captar, procesar e integrar información de diver-sa índole. Esto contempla el poder trabajar, bajo un enfoque comprensivo y similar a las formas conocidas de triangulación, con datos (cuantitativos y cualita-tivos), fuentes documentales, análisis de coyuntura, análisis sociopolítico y epistemología.

Lamentablemente, durante décadas la mayoría de manuales han insistido en que la evaluación y la au-toevaluación consisten simplemente en la medición u observación de una situación dada más un juicio de valor. En este caso, esta connotación clásica no garanti-za ni pone énfasis en las dinámicas de cambio que son en estricto el corazón y la razón de ser de estos proce-sos. Esto es importante, pues si la autoevaluación (o la evaluación misma) está orientada a servir como insu-

Hoy en día la autoevaluación se ha puesto de moda en América

Latina. Ahora, cada universidad tiene una instancia, departamento

u oficina con denominaciones que incluyen términos como la

autoevaluación, la acreditación o la calidad. Sin embargo, existe una fe ciega en la autoevaluación a tal

punto que muchas universidades que la practican tienen la creencia

de que traerá consigo de manera automática la tan ansiada calidad.

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mo para la toma de decisiones debe de ser practicada por profesionales muy empapados de estas complejas dinámicas y ojalá conocedores de lo académico.

Pero podemos ver que aún predominan visiones tecnocráticas que centran toda la atención en conce-bir a un evaluador universitario como un profesional capaz de formular indicadores, llenar formatos y emitir informes cuantitativos sobre en qué medida se alcan-zaron la metas previstas. En otras palabras, un evalua-dor más preocupado por medir aquello observable y en decir cuál es la distancia entre lo proyectado (o lo que dice el estándar) y lo alcanzado. En el peor de los casos (y esto es lo que abunda al menos en mi país), y ausencia de sistemas de acreditación externa o inter-na, se practica la autoevaluación sin alusión alguna a un deber ser o estándar previamente definido.

Cabe señalar, que en ausencia de estándares ex-plícitos la autoevaluación se sostiene en las ideas de universidad que tienen los encargados de este proce-so. Si estas personas tienen una solvente experiencia académica lo más probable es que miren la realidad y decidan de manera muy acorde con los estándares internacionales más exigentes. De lo contrario, solo se podría esperar realizaciones asociadas a prejuicios, creencias y pareceres muy idiosincráticos.

Otra faceta o rostro de esta visión tecnocrática se evidencia en las pretensiones de hacer calzar la reali-dad con estrictos modelos, que si bien tienen nombres muy sugerentes, no se ajustan necesariamente a la realidad universitaria. En este caso, soy un convencido de que todo evaluador académico debe de conocer modelos, pero no con el fin de aplicarlos a rajatabla, sino más bien, con la intención de tomar elementos valiosos en pro de un propio modelo de la propia ins-titución. Por otro lado, debemos de considerar que no necesariamente el modelo de autoevaluación que pro-pone una agencia o instancia gubernamental encarga-da de la acreditación debe de ser el que la universidad practique. Esta es una forma de reduccionismo que reduce las posibilidades de crecimiento, innovación y pertinencia de la autoevaluación a los propios acentos del proyecto institucional universitario.

Es preciso destacar que muchos de los modelos [de autoevaluación] que abundan en los manuales no provienen del mundo de la educación universitaria y que su aplicación directa –sin ningún tipo de adap-tación– podría ser más contraproducente que bene-ficioso. Por lo general estos modelos son aplicables a empresas industriales y tienen especial predilección por destacar lo medible como lo único digno de ser

considerado. De ahí que alcances como el Cuadro In-tegral de Mando (The Balanced Score Card) ha causa-do una gran cantidad de problemas que ha motivado su desmantelamiento en casi todas las universidades peruanas y chilenas donde se ha pretendido su aplica-ción. Especialmente, el “balanced” y otras realizacio-nes de similar enfoque terminaban dejando de lado los despliegues a largo plazo que si bien eran difíciles de cuantificar implicaban un posicionamiento de cual-quier universidad en el mundo científico y tecnológi-co. O también, podemos destacar que estos modelos o aportes demandaban una gran cantidad de tiempo para estar alimentando el sistema (yo le llamaba “el monstro”) y con frecuencia ocasionaba malestar justo en aquellos docentes investigadores y académicos que no tendrían porque estar gastando parte de su valioso tiempo llenando datos en un sistema.

En todo caso, el estudio de los modelos tendría que hacerse desde la idea de que son solo referenciales y que no darán cuenta de la complejidad de una institución universitaria con identidad, historia y sueños propios.

Otra de las formas más usadas para autoevaluar y ponderar el avance institucional es la elaboración de las matrices FODA, que a la vez permite estimar posibili-dades dadas las ventajas y dificultades en los diferentes escenarios. Esto puede ser importante, pero en reali-dad la mayoría de veces en que el análisis de este tipo (orientado más a la estrategia empresarial) es aplicado a universidades termina con visiones muy endogámicas y sin referencias a estándares internos o externos explí-citos. Aquí, como en los otros proceso evaluativos que

Es preciso destacar que muchos de los modelos [de autoevaluación]

que abundan en los manuales no provienen del mundo de la

educación universitaria y que su aplicación directa –sin ningún tipo

de adaptación– podría ser más contraproducente que beneficioso.

Por lo general estos modelos son aplicables a empresas industriales y tienen especial predilección por destacar lo medible como lo único

digno de ser considerado.

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viven las universidades podemos ver que la calidad o pertinencia de los productos estará en función de quie-nes participan y sus respectivas trayectorias académicas.

A manera de ejemplo, comentaré que hace casi una década tuve la oportunidad de estar presente en jornadas de análisis FODA de varias universidades del Perú donde el foco de atención era la investigación. En estas experiencias llegue a la conclusión de que con el análisis de esta matriz nunca se llegaría a nada pues entre quienes tomaban las decisiones no había un solo investigador. En conclusión, todo lo que arro-jaron estas matrices era insostenible desde el punto de vista académico. Esto también se hizo para elaborar los planes regionales de ciencia y tecnología de mi país (Perú). El resultado fue igual de caótico.

En estos casos, más que gerentes o burócratas uni-versitarios han debido de participar investigadores, aca-démicos y epistemólogos aplicados. Es más, una matriz FODA tendría que contar con expertos consultores ex-ternos y con estándares internos o externos. Pero sobre-todo, el tener un proceso de planificación estratégica y/o evaluación sobre estos parámetros demandará una voluntad política por hacer cambios importantes que bien podrían llegar al cambio o quitar la confianza a una autoridad determinada. Les confieso que cuando estaba presente en estas sesiones de FODA llegaba casi siempre a la conclusión de que las principales debilida-des eran contar con este tipo de autoridades que hablan de investigación sin haberla al menos comprendido un poco. En otras palabras, las debilidades de esa matriz FODA eras las personas que la estaban haciendo.

En mi país y en gran parte de América Latina han surgido universidades negocio que por lo general usan y abusan de estas prácticas tecnocráticas para desarro-llar procesos autoevaluativos. En mi experiencia he no-tado que estas pretensiones de tratar a la universidad como una empresa van acompañadas de visiones que supeditan lo académico a lo administrativo.

En este marco, considero que cada universidad ten-drá que construir sus propios modelos para autoeva-luarse independientemente de que estén o no inmer-sas en procesos de acreditación externa. Además, se tendrán que desarrollar sistemas académicos y no em-presariales para evaluar el acontecer institucional. Pero sobretodo, quienes participan de la autoevaluación deben de contar con un perfil académico del más alto nivel y encarnar en el binomio experiencia-formación lo que se quiere alcanzar. Esta coherencia será vital para que este proceso facilite la toma de decisiones de trascendental importancia. Creo que debemos de

desterrar la idea del evaluador como el llenador de formatos y experto en hacer reportes estadísticos.

La autoevaluación y acreditación externaEn las universidades del Perú, y en gran parte de

América Latina, se han tenido siempre instancias orientadas a la planificación y evaluación institucional. Todo esto en un marco prácticamente de total autonomía con respecto al poder central y en donde cada cual establecía sus parámetros (estándares) para desarrollar sus actividades académicas. Sin embargo, la gran creciente oferta universitaria de forma desordenada y bajo los preceptos de libre mercado, condicionó el surgimiento de sistemas de acreditación de la calidad. Estos procesos de acreditación se vieron impulsados en mi país por el vertiginoso proceso de globalización e internacionalización que desnudaron una realidad preocupante: la enorme distancia entre las universidades peruanas y las de los países desarrollados. Es así que las miradas internas de carácter endogámico dieron lugar a espacios mucho más global donde la calidad ya no es más un atributo definido por cada quien a su manera, sino el producto de consensos especializados que iban adquiriendo ribetes internacionales.

Se comprendió que era inviable crear una “universidad a la peruana” y que teníamos que someternos a criterios cada vez más exigentes y demarcadores con respecto a los centros que imparten titulaciones menores como las que otorgan los institutos tecnológicos. Fuimos comprendiendo poco a poco que las universidades peruanas no pueden ser una isla en el concierto internacional y que teníamos que desarrollar procesos de acreditación muy compatibles especialmente con la experiencia norteamericana que hoy en día representa un parámetro de referencia para Europa, Asia e Iberoamérica.

Es así que se crearon instancias especializadas en autoevaluación y acreditación al interior de cada universidad y también dentro de cada facultad, escuela o departamento académico. El problema es que por lo general estas instancias estructuraron su trabajo sobre los ámbitos que son esperados por las acreditadoras y dejaron de lado otros ámbitos de la vida universitaria que habían sido obviados por los estándares externos.

Aquí encontramos un problema pues si la autoevaluación de una universidad se alinea completamente a un estándar y por ende a un proceso de acreditación, pueden dejarse de lado muchas cosas importantes si es que estos estándares no satisfacen criterios internacionalmente aceptados. Por ejemplo, en

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el Perú los estándares para abrir nuevas universidades y los que se están implantando para las diferentes carreras profesionales dejan mucho que desear y si bien para muchas instituciones podrían ser desafiantes, para las universidades tradicionales de prestigio no significan aporte alguno.

La idea es que las oficinas o departamentos de autoevaluación puedan desarrollar un modelo propio, desarrollar sus propios procesos internos a la luz de estándares muy exigentes y a la vez proyectarse hacia reconocimientos (acreditación) dentro y fuera del país. De esta manera la universidad tendrá en primer lugar un modelo de calidad sobre la base de estándares internos y externos y desde ahí deberá de plantearse la acreditación en todas sus formas. El gran error, en mi entender, sería supeditar el modelo de autoevaluación de una universidad a lo que el sistema de acreditación estatal espera.

Un buen proceso de acreditación precisa buenos estándares En el Perú –y creo que en gran parte de América

Latina– se habla muchísimo de la acreditación y por lo general se asocia con el cumplimiento de una serie de formatos que llenar y cumplir. También, se consideran a los procesos de acreditación como capaces de mejorar la calidad de las universidades como si esto fuera algo automático e independientemente de los estándares. Pareciera ser que existe una docilidad muy generalizada con respecto a los estándares en el marco de los procesos de acreditación. Este fenómeno se da a tal punto de que muchos se alinean y se enrolan en esto sin analizar o cuestionar la manera en que se gestionan todas las fases que van desde la intención de la universidad a la obtención de la acreditación o sello de calidad.

El problema principal es que los estándares tendrían que ser el primer y principal foco de atención pues sin estándares exigentes todo el proceso de acreditación no suscitaría compromisos y cambios en pro de la calidad universitaria. En este sentido, los estándares de las agencias o instancias gubernamentales deberían de ser revisados constantemente por parte de las instituciones que deberán de cumplirlos. Lamentablemente, en el Perú existe muy poca vocación para consensuar y cotejar los estándares con los expertos de las universidades.

Es preciso destacar que los estándares en el ámbito universitario reflejan intencionalidades que pretenden explicitar qué es una institución de calidad. Por este motivo se construyen estándares de aprendizaje, infraestructura, centros de recursos, autoridades, docentes, investigación,

curriculares y didácticos, entre otros. En este caso, la elaboración de estándares parte siempre de una selección de los aspectos más explicativos de lo que llamamos calidad universitaria. Se espera además que los estándares sean movilizadores de mejoras auténticas y susciten una cultura comprometida con los mismos. Para ello los estándares (con sus indicadores) deben de ser muy descriptivos y en algunos casos contar con criterios de cumplimiento claramente definidos. Tenemos que considerar que los estándares deben de transmitir una visión realista de lo que deben de ser las universidades y por ende tendrían que generar interpretaciones comunes a todo aquel que pueda leer cada uno de ellos. En este caso, si un estándar suscita multiplicidad de comprensiones se desvirtuaría el proceso de acreditación desde su nacimiento. Imaginen el trabajo autoevaluación y evaluación externa sobre la base de estándares difusos y poco claros. Lo más probable es que el accionar de todos sea tan subjetivo e idiosincrático que daría lo mismo contar o no con estándares.

Otro problema sería el contar con simples estándares de eficiencia documentaria, donde en lugar de señalar los componentes o criterios de la calidad de algo, se centran en un listado de reglamentos, normas, grados académicos o condiciones de infraestructura que se tendrían que tener. Así, con estos estándares el proceso de autoevaluación, mejoramiento interno y evaluación externa será simplemente verificar si se tiene o no lo que el estándar considera a manera de “check list” o lista de cotejo. Por ejemplo, hace más de una década se hicieron estándares para acreditar a las facultades y escuelas de medicina en el Perú. Estos estándares en su gran mayoría hablaban de tener “reglamento docente”, “sala de profesores” o “sistema de evaluación académica” pero no decían el deber ser de un reglamento docente, una sala de profesores o de un sistema de evaluación académica. Es más, esta oferta de estándares se centro más en el tener (en cuanto a cantidad como en el contar con algo) que en la calidad y de ahí que las fuentes de verificación apuntaron a tener resoluciones y no en ver la realidad.

Tenemos así que en la dimensión de investigación se pedía resoluciones del decano donde se diga que existen grupos institucionalizados en lugar de solicitar la producción de los mismos en forma de artículos, los proyectos ganados y presentaciones en congresos arbitrados. O también, se hicieron para estas facultades de medicina estándares de rendimiento (muy buenos y profundos) que decían lo que los estudiantes tenían que aprender a lo largo de su formación. Sin embargo, en

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lugar de aplicar pruebas de desempeño (por muestreo) la fuente de verificación solamente señaló la revisión de los registros con las notas o calificativos que reportó cada docente. La historia de este proceso de acreditación de facultades de medicina terminó con que todos, buenos y malos, terminaron recibiendo la mención de calidad y sin movilizar procesos comprometidos con la calidad1.

Estos ejemplos de estándares difusos o centrados más en los documentos no son solo peruanos pues en gran parte de América Latina hemos tenido en menor o mayor medida este tipo de realizaciones. Para identificar este tipo de situaciones el mejor indicador sería preguntar a las oficinas de acreditación de las universidades: ¿qué hicieron para cumplir con el estándar?, ¿qué tipo de decisiones se tomaron?, ¿qué reflexión interna provocó el estándar?, ¿qué aportes a la cultura institucional provocó estándar?, etc. Si las respuestas a estas interrogantes se asocian más a preparar documentos o al acopio de información ya sabemos que estamos frente a este tipo de estándares indeseables para todo sistema universitario que pretenda la calidad.

Por otro lado, no olvidemos que los estándares muchas veces no saben captar toda la complejidad y aspiraciones de las buenas universidades. En este caso sería deseable que las instancias de acreditación

construyan –o adapten- sus propios estándares y promuevan sus propios procesos de autoevaluación y acreditación interna. Es aquí donde las buenas universidades del Perú han sabido llenar los vacíos y ausencias del sistema nacional de acreditación de la calidad universitaria. De todos modos, me gustaría señalar que en el Perú tenemos universidades de muchísimo prestigio que cuentan con acreditaciones internacionales y que a la vez tienen sus propios sistemas de calidad a la luz de estándares propios compatibles con las experiencias internacionales. Lamentablemente, estos centros de estudios bordean a lo sumo el 20 % de un total de casi 100 universidades a lo largo y ancho de la república.

Otras tensiones asociadas a la autoevaluaciónLuego de haber puntualizado en los aspectos

mencionados anteriormente me gustaría detenerme en otras tensiones muy específicas a los procesos de autoevaluación. Todas estas plantean desafíos y posibilidades para optimizar el trabajo que tiene lugar al interior de las universidades. Me centraré en 4 de ellas.

—Tensión asociada a donde termina el procesoLa evaluación y la autoevaluación para ser

formativos tendrían que contemplar la toma de decisiones. En consecuencia un proceso evaluativo no podría ser tal si es que no se dilucida el qué hacer y se actúa de manera decidida para: mejorar (decisiones incrementativas); mantener (decisiones orientadas a garantizar que algo bueno siga siendo bueno); cambiar (decisiones drásticas ante la imposibilidad de mejorar). De no mediar la toma de decisiones bien podríamos afirmar que solo se midió, observó o se constató la realidad. Pero nunca, podríamos hablar con solvencia de que se desplegó una evaluación o autoevaluación auténtica.

Todo esto nos remite a la necesidad de no solamente formar a nuevos cuadros de evaluadores expertos en captar información, sino también, profesionales muy competentes en diseñar procesos orientados a la toma de decisiones. Esto implica, entre otras cosas, identificar para cada caso: qué tipo de decisión o decisiones son las pertinentes; el impacto (pronóstico) de determinadas medidas (decisiones); los costos asociados a ir por un camino determinado, entre otras. Estas decisiones podrían tomar la forma de planes de mejoramiento, proyectos de innovación, la

La idea es que las oficinas o departamentos de autoevaluación

puedan desarrollar un modelo propio, desarrollar sus propios

procesos internos a la luz de estándares muy exigentes y a la vez proyectarse hacia reconocimientos

(acreditación) dentro y fuera del país. De esta manera la universidad

tendrá en primer lugar un modelo de calidad sobre la base de estándares

internos y externos y desde ahí deberá de plantearse la acreditación

en todas sus formas. El gran error, en mi entender, sería supeditar el modelo de autoevaluación de una universidad a lo que el sistema de

acreditación estatal espera.

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reingeniería o el adoptar medidas mucho más drásticas para poder desarrollar otras más formativas.

—El problema de los grupos de poderLa autoevaluación bien llevada tanto en lo técnico como

en lo ético puede encontrar muchas veces problemas cuando se desean tomar de decisiones. En muchos casos la extremada politización y la falta de criterios académicos para acceder al gobierno universitario ocasionan situaciones en donde los mismos rectores, decanos o directores de departamento se oponen a cambios por el hecho de proteger bajo su manto a personas escasamente preparadas para ocupar posiciones expectantes.

De otro lado, y en el caso de que se cuenten con los cuadros más preparados, quienes ostentan el poder tendrán que asumir que sus decisiones básicamente afectarán lo que las personas hacen. Viendo las cosas de este modo, es probable que los procesos de autoevaluación contemplen procesos de clasificación, reasignación o rotación de personal. Esto suena duro pero es realista a pesar de que en los manuales de autoevaluación se parten de situaciones ideales donde se asume que cada cual está en condiciones de hacer bien su trabajo bien. Paradójicamente, ni en las universidades más prestigiosas de Estados Unidos y Europa, se cumplen estas realidades ideales.

El juego del poder en los ámbitos universitarios es algo que forma parte de todo tipo de organizaciones. Pero de manera especial se espera que este juego de poder en una universidad esté basado en criterios académicos, en la razón y en la legitimidad de un grupo de profesionales con respecto a sus pares. De lo contrario la autoevaluación de cara a la acreditación interna o externa podría perder credibilidad ante la comunica académica y desvirtuarse hacia meras actuaciones vertebradas por la superficialidad, el formalismo y la conveniencia.

—Quienes participan en estos procesosSe espera que quienes participan en los procesos

de autoevaluación tengan el status y respecto al interior de las universidades a fin de poder liderar procesos de cambio. En este caso, tomen o no las decisiones los evaluadores, éstos deben de satisfacer el doble perfil: ser académicos respetables y tener una sólida preparación en evaluación educativa. De no considerar esto la asimetría entre evaluadores internos (encargados de liderar la autoevaluación) y evaluados será tan grande que no habrá forma de movilizar a la universidad hacia mejoras importantes.

No olvidemos que la autoevaluación institucional no es una situación donde cada uno se observa a sí

mismo. La autoevaluación siempre será conducida por un grupo de personas y por ende, aún en esta figura, siempre habrán evaluadores y evaluados. Por este motivo, tiene que haber una asimetría a favor de quienes evalúan y un pleno conocimiento de los aspectos o dimensiones que se evalúan. A la luz de esto será pues importante que existan equipos multidisciplinarios para las tareas de autoevaluación.

A manera de ejemplo, imaginemos a un evaluador que tendrá a su cargo la dimensión vinculada a la investigación científica y tecnológica que no tiene mayor experiencia en este ámbito. Si a esto le sumamos a un decidor que también carece de una comprensión profunda en estos quehaceres lo más probable es que ninguno de los dos estén en condiciones de interpretar el porqué pasa algo y de qué manera se puede promocionar la actividad científica al interior de la universidad. Quizá están sean las condiciones asociadas en cierta medida con las medidas más ineficientes que tienen lugar en algunas universidades de mi país para desarrollar una cultura y una producción científica aceptables: se organizan cursos de investigación o incluso maestrías para profesores en el supuesto que ellos aprenderán a investigar; se pide a los profesores a tiempo completo que investiguen sin antes saber

La autoevaluación debe de suscitar mejoras y decisiones importantes en

la cultura institucional. Esto sin lugar a dudas debe de desafiar constantemente

a cada integrante de la comunidad educativa. En este sentido, se espera

que los evaluadores internos y las autoridades encargadas de promover

los cambios tengan que lidiar con un grupo importante de personas,

que si bien hacen bien su trabajo, se encuentran funcionando por debajo de

sus competencias profesionales. En otros casos, se tendrá que motivar y

ofrecer las oportunidades formativas y condiciones para que un porcentaje de

personas salga de su zona de “confort”.

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si están en la capacidad de hacerlo; se considera como investigación a simples informes anillados no publicados; y, se opta por promover las investigaciones tecnológicas en desmedro de la ciencia básica bajo el falso supuesto economicista de que la ciencia debe de resolver problemas prácticos. Ante este ejemplo, me atreveré a afirmar que algo parecido debe de acontecer también en Colombia dado que ambos países tienen similares indicadores de producción científica y muy por debajo de Chile, Argentina, México y Brasil.

Ya un tema crucial será el determinar el lugar que ocupará en la estructura interna encargada de estas tareas. Aquí la experiencia nos dice que no es suficiente el contar con académicos probos. En este punto es esperable que esta instancia esté lo más cerca posible a la cúspide y ojalá cercana a la promotora, patronato o al rectorado. En el Perú muchas universidades tienen a su instancia máxima de autoevaluación - acreditación por encima de los vicerrectorados y en otros casos como órgano dependiente de los promotores. De todos modos, las decisiones más importantes serán tomadas en los consejos superiores, asambleas universitarias o sesiones de la alta dirección.

—Salir de la zona de “confort”La autoevaluación debe de suscitar mejoras y

decisiones importantes en la cultura institucional. Esto sin lugar a dudas debe de desafiar constantemente a cada integrante de la comunidad educativa. En este sentido, se espera que los evaluadores internos y las autoridades encargadas de promover los cambios tengan que lidiar con un grupo importante de personas, que si bien hacen bien su trabajo, se encuentran funcionando por debajo de sus competencias profesionales. En otros casos, se tendrá que motivar y ofrecer las oportunidades formativas y condiciones para que un porcentaje de personas salga de su zona de “confort”. Esta tarea es vital y nos remite a la dimensión comunicacional que se tendrían que desarrollar para motivar, comprometer e inyectar en las personas un dinamismo diferente. Sin embargo, es probable que se tengan que cambiar los estatutos, reglamentos y procedimientos universitarios a fin de generar un conjunto de implicancias asociadas al desempeño de académicos y administrativos.

Reflexión finalLa práctica de la autoevaluación al interior de las

universidades amerita condiciones institucionales muy comprometidas con la calidad. Pero también, se requieren profesionales que a la vez sean académicos

Notas

1. Lo peor de todo es que con estos marcos o formas de entender la acreditación los cursos para preparar evalua-dores que se ofrecen por parte de las instancias estatales se centran más en enseñar el llenado de formatos oficiales. Este es un reduccionismo de corte tecnocrático que se ha instalado en el Perú desde mediados de los años 90’s.

y evaluadores de reconocido prestigio. Del mismo modo, y dada la complejidad de los procesos que subyacen en la autoevaluación interna con fines de acreditación (interna o externa), se necesitarían realizar esfuerzos para dar vida a un programa de investigación interesado en estudiar: los procesos de construcción y prueba de estándares; los fenómenos psicosociales y sociológicos asociados a la toma de decisiones; los efectos de las simetrías y asimetrías entre evaluadores y evaluados; las resistencias a la acreditación; el impacto de las decisiones emprendidas; el influjo de la acreditación en el ordenamiento jurídico de las universidades; la validez de los estándares en el concierto internacional; los sesgos asociados a la labor de los evaluadores; las relaciones humanas en los procesos de acreditación; y, la participación de los estudiantes en estos procesos, entre otros.

Es ahí, en la investigación donde seguramente podamos construir conocimiento científico que permita el doble propósito que siempre acompaña a las ciencias de la educación: conocer y aportar a la toma de decisiones.

Competencias de los integrantes de la oficina de autoevaluación• Comprender de manera amplia y sistémica lo uni-

versitario desde una óptica académica. • Construir, modificar e interpretar estándares en

las diferentes esferas de lo universitario. • Diseñar, construir y aplicar instrumentos de me-

dición y diferentes técnicas para el levantamiento de datos cuantitativos o cualitativos.

• Integrar información de diversa índole a fin de ofrecer no solo resultados sino también marcos muy comprensivos para la toma de decisiones.

• Comunicar y motivar de manera efectiva a los di-ferentes integrantes de la comunidad educativa.

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Cómo surge y por qué se hace necesario un Estado laico en Colombia

La Universidad Externado de Co-lombia se fundó en 1886, por eso hace apenas unas semanas celebraba sus 125 años; ella se creó como respuesta al absolutismo y a la supresión de la liber-tad de enseñanza impuestos por la dictadura de La Regeneración. Esta Casa de Estudios surgió entonces con un fundamento filosófico claro e inequívoco: “la educación para la libertad”, la democracia, el pluralis-mo y la defensa de las libertades fundamentales. “Se le llamó ‘Externado’ porque la nueva institución recibió la influencia de los más modernos centros educativos europeos que, entonces, se oponían al viejo sistema del internado, colegio de origen medieval, inclinado a la

¿Qué significa el Estado laico, cuáles son sus orígenes, su fundamento, cómo se manifiesta en el mundo contemporáneo y en qué se diferencia de otros tipos de Estado?

PorPatricia Linares

Abogada. Ex Magistrada Auxiliar de la Corte Constitucional (Colombia). Ex Procuradora Delegada

para los Derechos Humanos y Asuntos Étnicos*

* Magíster en Filosofía y en Admi-nistración Pública. Profesora de Derecho Constitucional en la Uni-versidad Externado de Colombia. Investigadora del Grupo de Memo-ria Histórica de la Comisión Nacio-nal de Reparación y Reconciliación. Actual directora del Instituto para la Promoción de la Democracia, los Derechos Humanos y el Desarrollo Social DHEMOS.

Esta ponencia fue presentada en el Ciclo de Debates Contemporá-neos sobre el Estado laico, realiza-do en abril 28 de 2011 en Bogotá, convocado por la Universidad Exter-nado de Colombia, la Universidad Nacional y la Universidad Jorge Ta-deo Lozano, en asocio con Católicas por el Derecho a Decidir, Women´s Link Worldwide, Colombia Diversa, Red Nacional de Mujeres, Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres, Red Iberoamericana de Liberta-des Laicas, Corporación Humanas, Confluencia Nacional de Redes de Mujeres y Red Colombiana de Pe-riodistas con Visión de Género.

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catequización e impropio para el desarrollo autónomo de la personalidad. Externado implicaba, pues, aper-tura, libertad de estudio y de enseñanza” (tomado de www.externado.edu.co)

Por eso para mí es muy satisfactorio que el panel propuesto sobre el Estado laico, que se impone en este momento en nuestro país, se desarrolle aquí, en donde además tengo el honor de desempeñarme como docente.

En mi exposición desarrollaré tres componentes que entiendo esenciales a la tesis que presento: la garan-tía de realización efectiva del principio de pluralidad y concretamente del principio de pluralidad religiosa en un Estado Social de Derecho, impone que éste se predique y desarrolle como un Estado laico.

1. De la ilustración a la modernidad: La consolidación de los DERECHOS FUNDAMENTALES como principio esencial del ESTADO DE DERECHOEl proceso que le permitió a la humanidad superar

la Edad Media fue largo. Se inicia en 1400 y se consoli-da en 1650 cuando la mentalidad renacentista triunfó definitivamente sobre las tradiciones clericales propias de este periodo. “El Renacimiento –nos dice Josept–, afecta a las estructuras básicas de la sociedad y la cul-tura, impactando la vida cotidiana y la mentalidad dia-ria, al igual que la práctica de las normas morales y de los ideales éticos, las artes, las ciencias (….) El Renaci-miento es la primera etapa del proceso de transforma-ción del feudalismo al capitalismo; su ruptura con el mundo medieval se produce en todos los órdenes de la cultura [no obstante] hay que tener presente que el Renacimiento es un período complejo, plural, donde lo viejo y lo nuevo se mezclan y se entrecruzan. Los comienzos del Siglo XV son de gran actividad creativa, aunque también de gran confusión (...)

El hombre renacentista adopta una actitud racional ante el mundo, pero sin abandonar la fe religiosa. Esta actitud, en línea con la tradición clásica, le permite sus-tituir el principio de autoridad que rigió en el medioevo, por el de libre investigación. Los filósofos humanistas situaron a los clásicos en el lugar que les correspondía.

Otro de los elementos que marca el tránsito hacia la modernidad fue el surgimiento de cierta autonomía de la ciencia apoyada en las ideas de los ingleses Francis Bacon (1561-1642) e Isaac Newton (1642-1727); así, “la ciencia natural se convirtió en paradigma para la filosofía de una sociedad abierta y plural”1.

La Ilustración, el espíritu y la razón crítica propias del siglo XVIII, permitieron el surgimiento en algunos casos y la maduración en otros, de las ideas de humanidad, civilización, igualdad entre los hombres y consideración de la mujer como persona; también la discusión de las ideas que fundamentan la teoría democrática: la divi-sión de poderes, la tolerancia civil y religiosa, la separa-ción entre Estado e Iglesia. Todo ello dio a la época un carácter optimista y progresista que, sin embargo, no evitó en el caso de Francia, por ejemplo, la persecución a ilustrados como Voltaire y Diderot por su lucha contra la intolerancia religiosa y el carácter arbitrario del poder político (poder absoluto del monarca)2.

En términos filosóficos, el nacimiento de la moder-nidad marca la ruptura con la concepción clásica de la naturaleza, especialmente con la filosofía de Aris-tóteles y Santo Tomás de Aquino. Recordemos que Aristóteles distingue entre la justicia universal y la jus-ticia particular. La virtud de la justicia (general) [de-cía] equivale a la suma de todas las virtudes, y en esta perspectiva, se confunde con la moral. Esta justicia es teleológica, en otros términos busca la realización del orden inscrito en la naturaleza, en el equilibrio de las distintas jerarquías que existen en ésta. Los dos ejes de la teoría del derecho natural clásico son: de una parte, la concepción de la naturaleza como un todo organizado jerárquicamente en cuyo punto más alto se encuentra el Ente Creador o Dios. De otra parte, la primacía de la sociedad sobre el individuo en la bús-queda de la justicia general.

La filosofía moderna tiene como fundamento el pensamiento de Emmanuel Kant, basado en la bús-queda del “imperativo categórico” que obliga a actuar a partir de reglas universalizables. Para Kant, el ver-dadero deber ser de la moral se encuentra cuando el hombre se libera de los fines subjetivos concretos y se eleva al dominio de la Razón Pura, en donde encuen-tra los principios y leyes morales que debe seguir.

Es de anotar que a partir de ese momento, las teorías filosóficas que tienen como centro la conciencia subjeti-va distinguen: “entre una legalidad, construida por una autoridad, y una moralidad, cuya ley (eticidad) conoce el individuo en un esfuerzo de la razón pura práctica, dejándose guiar por ella. El individuo tiene que procu-rar, hacer ambas cosas: comportarse en lo moral co-rrectamente y de conformidad al derecho, para lo cual dispone de todos los elementos cognitivos y prácticos. El derecho objetivo se adapta, entonces, a la libertad individual y cuida de que ella quede garantizada bajo las premisas de una ley (moral) general. Así el derecho

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subjetivo se convierte en pauta: vale para garantizar la integridad personal, la libertad y la propiedad”3.

En términos políticos, la modernidad se expresa en la consolidación de la democracia constitucional, el Es-tado de Derecho y el reconocimiento de los derechos fundamentales. En esta perspectiva, el hombre ya no es concebido como parte de un orden preexistente al que debe sujetarse para alcanzar un ideal de justicia. Por el contrario el hombre nace como sujeto y toma un lugar preeminente en la vida social y política y la protección de sus derechos individuales se convierte en obligación fundamental del Estado. La modernidad constituye al hombre en responsable de la construcción de un orden social justo, en hacedor de la historia y por ello, para actuar, el mismo ya no necesita autorización distinta a la propia, ya no debe recurrir a la providencia.

Históricamente los derechos humanos nacen del ideal revolucionario de la Revolución Francesa que buscaba acabar con los privilegios, por ello la igualdad y la universalidad son los dos ejes sobre los cuales se edifica la teoría moderna de los mismos. Es así como la modernidad se caracteriza por la racionalización de las creencias y la separación nítida entre lo privado y lo público, entre lo religioso y lo civil.

2. EL Estado Constitucional de Derecho y la garantía de los Derechos FundamentalesComo se señaló anteriormente, una de las princi-

pales conquistas de la modernidad es la separación entre el poder público y otro tipo de poderes que, como el de la Iglesia, responden a los intereses de sectores particulares de la sociedad. El reconocimien-to de la libertad religiosa es uno de los más sobresa-lientes hitos en la construcción de las llamadas liber-tades-liberales y, por tanto, es una de las invaluables herencias de la modernidad.

Aún así, sobre todo en países que se caracterizaban por una fuerte tradición religiosa, muchos represen-tantes del clero mostraban resistencia para aceptar di-cha separación. De ahí que apenas hace 39 años, con la “Declaración sobre la libertad religiosa” del Concilio Vaticano II, se produjera un pronunciamiento oficial sobre la separación entre la Iglesia y el Estado. Has-ta ese momento, desde la conversión del Emperador Constantino, 17 siglos atrás, las leyes civiles debían adecuarse a las enseñanzas morales enmarcadas den-tro del dogma cristiano. Desde esta perspectiva es im-portante repasar los principales conceptos que sostie-

nen la idea de laicidad del Estado a fin de proporcionar algunos criterios que permitan consolidar su vigencia de cara a la democratización de nuestras sociedades y al ejercicio de nuestras libertades fundamentales.

En primer lugar, es necesario señalar que la concep-ción jurídica moderna del Estado se fundamenta en su condición de ente abstracto que articula las diferentes particularidades que componen la sociedad en con-diciones de igualdad frente a la ley. Como principio regulador crea las condiciones formales para que cual-quier grupo, mayoritario o no, pueda intervenir polí-ticamente o realizar alianzas con otros sectores para hacer valer sus derechos. Dentro de este paradigma democrático y republicano, el Estado en sí mismo debe carecer de un modelo moral específico y par-ticular. Son los sujetos quienes, de modo temporal, siempre contingente, dotan al Estado de contenidos específicos que posteriormente se traducen en políti-cas públicas dirigidas al conjunto de la población. Esta figura permite que cualquier grupo o sector de la so-ciedad se encuentre en condiciones de participar en la escena pública en tanto se ajuste a los mecanismos constitucionalmente establecidos para tal fin.

Por eso, cuando un Estado asume como propia una determinada religión, como sucede con los Es-tados teocráticos o confesionales, se ponen en ries-go los derechos cívicos de aquellas personas que no profesan el dogma oficial. Esto es lo que sucedía en países que, como Paraguay, hasta la reforma constitu-cional de 1992 negaba la plena ciudadanía a quienes no profesaran la religión del Estado y se les inhabili-taba para ejercer cargos públicos de relevancia como el de la Presidencia de la República.

La confesionalidad de un Estado, de otra parte, con-tradice el principio de igualdad, propiciando discrimi-naciones que deben ser erradicadas. Aun cuando se reconozca el derecho a profesar cualquier creencia, la institución de una religión oficial genera un desequi-librio pronunciado en las relaciones de poder que se producen entre sectores de diferentes credos.

Por lo general, este tratamiento implica prerrogativas en el pago de impuestos, en la formulación de conte-nidos educativos y en el ámbito de la participación po-lítica. En varios países latinoamericanos por ejemplo, la Iglesia Católica recibe subsidios del Estado que ayudan a financiar sus actividades o está exenta del pago de impuestos. Este tipo de prácticas son discriminatorias, ya que otorgan beneficios a grupos particulares cuando las políticas públicas deben estar orientadas a la socie-dad en su conjunto. Además, la concesión de privilegios

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resta legitimidad a grupos que profesan otras religiones o que no profesan ninguna, relegándolos a una posición subalterna o directamente invisibilizándolos.

En esta misma línea, también es común observar cómo los Estados que manifiestan afinidad con una religión particular condicionan la libertad ideológica de sus ciudadanos y ciudadanas. La adopción de los valores o creencias de una religión determinada se traduce en instituciones y prácticas que condicionan las posibilidades para elegir de modo autónomo las propias convicciones.

En esa perspectiva el Estado laico es una condición para el ejercicio pleno de la ciudadanía y de los dere-chos fundamentales. En tiempos en los que las varia-bles culturales son determinantes para constituirnos en ciudadanos y ciudadanas activos, el derecho a elegir en qué creer o no creer resulta fundamental. El con-cepto de ciudadanía, en tal sentido, se ha ampliado y ya no se restringe a la mera práctica de los derechos cívicos. También se ejerce cuando los individuos pue-den elegir y manifestar su propia concepción del mun-do, su propia cultura sin ser discriminados por ello.

La laicidad del Estado garantiza así una superficie de inscripción amplia y abierta para que todos los grupos religiosos puedan profesar sus cultos y difun-dir sus ideas en un plano de igualdad. Esto supone un concepto de lo público que se fortalece a medida que aumenta su capacidad para incluir a mayor variedad

de sectores. El pluralismo religioso, de esta manera, se convierte en un indicador que permite medir el grado de democratización de una sociedad y de consolida-ción de sus instituciones.

Es por eso que la posibilidad de ejercer una ciuda-danía plena trasciende los valores modernos y se ubica en el marco de los derechos humanos, los cuales justa-mente garantizan las condiciones necesarias para que cualquier persona o grupo humano pueda ejercerla más allá de la cultura en la que se encuentre inscrito. De esta forma, el Estado laico se presenta como uno de los pre-rrequisitos para el ejercicio de los derechos fundamen-tales de todos los integrantes de la sociedad y no exclu-sivamente de aquellos que han sido socializados dentro de los valores y creencias de una cultura determinada4.

3. La experiencia del Estado colombiano, de la Constitución de 1886 al Estado laico de 1991 y los desarrollos jurisprudenciales sobre este puntoa. A partir de la Constitución de 1991 Colombia

es un Estado laico5: Desde el punto de vista de la teoría política han

existido muchas formas de relación entre el Estado y las confesiones religiosas, sin que exista una tipología aceptada de manera uniforme por los autores6. La Corte Constitucional ha resumido estas formas de rela-ción en los siguientes modelos de regulación jurídica:

• Los Estados confesionales sin tolerancia religiosa: en ellos no sólo se establece una religión oficial sino que, además, los contenidos de tal religión son jurí-dicamente obligatorios, de suerte que se prohíben las religiones diversas a la oficial, o al menos se las dis-crimina considerablemente. Estas formas políticas, que existieron por ejemplo en los Estados cristianos me-dioevales, en las monarquías absolutas o existen aún en algunos países musulmanes, son contrarias al cons-titucionalismo y al reconocimiento de los derechos humanos, los cuales nacieron, en parte, con el fin de superar las crueldades de las guerras de religión. […]

• […] De otro lado, encontramos los Estados con-fesionales con tolerancia o libertad religiosa, los cuales se caracterizan porque si bien consagran una deter-minada religión como la oficial, no por ello excluyen a las otras creencias religiosas y a los otros cultos. Esto significa que el reconocimiento de la religión oficial no implica la conversión automática de todos sus con-tenidos normativos en mandatos jurídicos obligatorios para todos los ciudadanos. Sin embargo, dentro de

La Ilustración, el espíritu y la razón crítica propias del

siglo XVIII, permitieron el surgimiento en algunos casos

y la maduración en otros, de las ideas de humanidad, civilización, igualdad entre

los hombres y consideración de la mujer como persona; también la discusión de las

ideas que fundamentan la teoría democrática: la división de

poderes, la tolerancia civil y religiosa, la separación entre

Estado e Iglesia.

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este modelo de relaciones cabe distinguir al menos dos variantes. En algunos casos, las religiones diversas a la oficial son simplemente toleradas, sin que exista una plena libertad en la materia. Así, en Italia, el Es-tatuto de 1870 establecía que la religión Católica era “la única religión del Estado. Los demás cultos ahora existentes son tolerados conforme a las leyes”7.

[…] En cambio, en otros eventos, el carácter oficial de

una religión se ha acompañado de una plena libertad religiosa y de la ausencia de cualquier discriminación por este factor. Por eso, ese último tipo de Estado no es incompatible con la idea de Estado de derecho ni de régimen constitucional. Tal es, por ejemplo, el mo-delo del Estado británico que confiere desde el Siglo XVII carácter oficial a la religión Anglicana, de suerte que el Rey debe ser de esa misma religión. Pero en ese país hay plena libertad religiosa. Así, todos los cultos no contrarios al orden público son aceptados, la religión no puede tomarse en cuenta para acceder a cargos públicos, y las cadenas oficiales de televisión conceden espacios equitativos a diversas expresiones religiosas o seculares.

• En tercer término, y como una variante de los Es-tados confesionales con libertad o tolerancia religio-sa, existen lo que algunos autores denominan Estados de orientación confesional o de protección de una religión determinada, en los cuales si bien no se esta-blece una religión oficial, el régimen jurídico acepta tomar en consideración el hecho social e histórico del carácter mayoritario de una o más confesiones reli-giosas, a las cuáles confiere una cierta preeminencia. Según algunos doctrinantes, los actuales ordenamien-tos constitucionales italiano y español se caracterizan por esta regulación, puesto que si bien hay plena libertad religiosa y no se establece ninguna religión oficial, la Constitución y el ordenamiento legal reco-nocen ciertas prerrogativas al Catolicismo Romano8. Tal era indudablemente la regulación contenida en la Constitución colombiana DE 1886r […] por ello, en su artículo 53 establecía que la libertad de cultos estaba limitada por la moral cristiana.

• Encontramos luego los Estados laicos con plena libertad religiosa, en los cuales existe una estricta sepa-ración entre el Estado y las iglesias, de suerte que, por la propia definición constitucional, no sólo no puede existir ninguna religión oficial sino que, además, el Estado no tiene doctrina oficial en materia religiosa y existe de pleno derecho una igualdad entre todas las confesiones religiosas. Los dos modelos clásicos de

este tipo de Estado son los Estados Unidos y Francia. Así, en la primera enmienda de la constitución esta-dounidense se consagra la libertad de cultos y se pro-híbe al Congreso el establecimiento de una religión oficial, mientras que el artículo 2º de la constitución francesa de 1958 define a ese país como una “Repú-blica indivisible, laica, democrática y social”. Estos re-gímenes constitucionales reconocen el hecho religioso y protegen la libertad de cultos pero, por su laicismo, no favorecen ninguna confesión religiosa por cuanto consideran que ello rompería la igualdad de derecho que debe existir entre ellas. Ello implica, como contra-partida, que la autonomía de las confesiones religiosas queda plenamente garantizada, puesto que así como el Estado se libera de la indebida influencia de la reli-gión, las organizaciones religiosas se liberan de la inde-bida injerencia estatal. […] (subrayas fuera del texto)

• Finalmente, encontramos los Estados oficialmente ateos, es decir aquellas organizaciones políticas que hacen del ateísmo una suerte de nueva religión oficial, y que presentan, algunos de ellos, diversos grados de hostilidad hacia el fenómeno religioso.

La Constitución del 1991, decíamos, adoptó un modelo de Estado laico:

• […] los Constituyentes no consagraron un Estado confesional sino que simplemente quisieron expresar que las creencias religiosas constituían un valor cons-titucional protegido, tal y como lo establecieron en el artículo 19 de la Carta.

• En segundo término, la Constitución anterior ha-cía de la religión católica un esencial elemento del or-den social, referencia que no sólo fue eliminada por la Asamblea Constituyente sino que fue sustituida por el principio según el cual Colombia es un Estado social de derecho ontológicamente pluralista (CP art. 1º). Eso ex-plica también que, mientras que la Constitución dero-gada explícitamente señalaba que los poderes públicos debían proteger la religión católica y hacer que ella fue-se respetada de manera preferente, la actual Constitu-ción, como obvia consecuencia de la definición plura-lista del Estado, ordena a los poderes públicos amparar no sólo a la religión católica sino a todas las confesiones religiosas en igualdad de condiciones, puesto que es de-ber del Estado proteger la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana (CP arts. 7º y 19).

• En tercer término, y como obvia consecuencia de lo anterior, la regulación de las libertades religiosas en ambas constituciones es también diversa. Mientras que la Constitución de 1886 garantizaba la libertad de cultos pero subordinándola a la conformidad del culto respec-

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tivo con la moral cristiana, y en todo caso, sometiendo su ejercicio a las leyes, el Constituyente de 1991, por el contrario, optó por liberalizar la libertad de culto, sin consagrar límites constitucionales expresos a su ejerci-cio. Esto significa que, conforme a la Constitución de 1991, puede haber cultos religiosos que no sean con-formes a la moral cristiana y no por ello serán inconsti-tucionales, mientras que tales cultos no eran admisibles en el anterior ordenamiento jurídico.

• La Constitución de 1991 estableció expresamen-te, en el artículo 19, que “todas las confesiones religio-sas e iglesias son igualmente libres ante la ley”. Esto sig-nifica que la Constitución de 1991 ha establecido una plena igualdad entre todas las religiones, mientras que la Constitución de 1886 confería un tratamiento prefe-rente a la religión católica, por su carácter mayoritario.

b. El carácter laico del Estado colombiano deriva de su carácter pluralista

En síntesis, la Constitución de 1991 establece el ca-rácter pluralista del Estado social de derecho colom-biano, del cual el pluralismo religioso es uno de los componentes más importantes. Igualmente, la Carta excluye cualquier forma de confesionalismo y consa-gra la plena libertad religiosa y el tratamiento igualita-rio de todas las confesiones religiosas, puesto que la invocación a la protección de Dios, que se hace en el preámbulo, tiene un carácter general y no referido a una iglesia en particular. Esto implica entonces que en el ordenamiento constitucional colombiano, hay una separación entre el Estado y la religión, entre el estado

y las iglesias porque el Estado es laico; en efecto, esa estricta neutralidad del Estado en materia religiosa es la única forma de que los poderes públicos aseguren el pluralismo y la coexistencia igualitaria y la autonomía de las distintas confesiones religiosas.

La laicidad del Estado se desprende entonces del conjunto de valores, principios y derechos contenidos en la Constitución. En efecto, un Estado que se define como ontológicamente pluralista en materia religiosa y que además reconoce la igualdad entre todas las re-ligiones (CP arts. 1º y 19) no puede al mismo tiempo consagrar una religión oficial o establecer la preemi-nencia jurídica de ciertos credos religiosos. Es por con-siguiente un Estado laico. Admitir otra interpretación sería incurrir en una contradicción lógica. Por ello no era necesario que hubiese norma expresa sobre la lai-cidad del Estado […]

[…]Por todo lo anterior, para la Corte Constitucio-nal es claro que el Constituyente de 1991 abandonó el modelo de regulación de la Constitución de 1886 -que consagraba un Estado con libertad religiosa pero de orientación confesional por la protección preferente que otorgaba a la Iglesia Católica-, y estableció un Es-tado laico, con plena libertad religiosa, caracterizado por una estricta separación entre el Estado y las iglesias, y la igualdad de derecho de todas las confesiones religiosas frente al Estado y frente al ordenamiento jurídico”9.

c. Separación del Estado y las IglesiasEl artículo 19 de la Constitución Política señala que

“[s]e garantiza la libertad de cultos. Toda persona tiene derecho a profesar libremente su religión y a difundirla en forma individual o colectiva. Todas las confesiones religiosas e iglesias son igualmente libres ante la ley”.10

Como resultado de la definición pluralista del Es-tado, la Constitución ordena a “los poderes públicos amparar no sólo a la religión católica sino a todas las confesiones religiosas en igualdad de condiciones, de conformidad con el principio según el cual es deber del Estado proteger la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana (art. 7) y admite que puede ha-ber cultos religiosos que no sean conformes a la moral cristiana y no por ello estimárseles inconstitucionales. Así mismo, la Carta Política establece expresamente una plena igualdad entre todas las religiones, sin que se contemple la preeminencia de una especial confesión religiosa sobre las otras”11

En esta misma línea, ha señalado que “En el campo de lo público, el derecho a la libertad religiosa supone poner en pie de igualdad a todas las confesiones reli-

Encontramos luego los Estados laicos con plena libertad religiosa,

en los cuales existe una estricta separación entre el Estado y las

iglesias, de suerte que, por la propia definición constitucional, no sólo no puede existir ninguna religión oficial sino que, además, el Estado no tiene doctrina oficial en materia religiosa

y existe de pleno derecho una igualdad entre todas las confesiones religiosas. Los dos modelos clásicos

de este tipo de Estado son los Estados Unidos y Francia.

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giosas e iglesias ante la ley y, en consecuencia, elimi-nar el carácter confesional del Estado. De este modo se consagra la laicicidad del poder público y se afirma el pluralismo religioso”12.

“En este sentido, ha sostenido la Corte Constitu-cional que la neutralidad estatal en materia religiosa es contraria a la actividad de patrocinio o promoción estatal de alguna religión , pues en un Estado laico el papel que debe esperarse de las instituciones públi-cas, de acuerdo con las competencias asignadas a cada una, consiste en proporcionar todas las garantías para que las distintas confesiones religiosas cuenten con el marco jurídico y el contexto fáctico adecuado para la difusión de sus ideas y el ejercicio de su culto, sin que en dicha difusión y práctica tenga intervención directa el Estado, sentido que ha compartido la Corte europea de los Derechos Humanos .

La neutralidad, derivada de la laicidad, no consistirá en la búsqueda por parte del Estado de un tratamien-to igual a las religiones a partir de las actividades que éste realice en relación con ellas. La neutralidad esta-tal comporta que las actividades públicas no tengan fundamento, sentido u orientación determinada por religión alguna –en cuanto confesión o institución–, de manera que las funciones del Estado sean ajenas a fun-damentos de naturaleza confesional. En este sentido, la igualdad no se logra motivando las funciones esta-tales con base en intereses de todas las religiones por igual, pues esta pretendida igualdad, en cuanto vincu-la motivos religiosos en las actividades estatales, sería diametralmente contraria al principio de secularidad que resulta ser el núcleo del concepto de laicidad esta-tal y, de su concreción, el principio de neutralidad”13.

Por lo tanto, al Estado colombiano le “está constitu-cionalmente prohibido no solo establecer una religión o iglesia oficial, sino también identificarse formal y explíci-tamente con una iglesia o religión y por lo tanto realizar actos oficiales de adhesión, así sean simbólicos, a una creencia, religión o iglesia. Estas acciones del Estado vio-larían el principio de separación entre las iglesias y el Es-tado, desconocerían el principio de igualdad en materia religiosa y vulnerarían el pluralismo religioso dentro de un estado liberal no confesional.

Tampoco puede el Estado tomar decisiones o medi-das que tengan una finalidad religiosa, mucho menos si ella constituye la expresión de una preferencia por alguna iglesia o confesión, ni puede adoptar políticas o desarrollar acciones cuyo impacto primordial real sea promover, beneficiar o perjudicar a una religión o igle-sia en particular frente a otras igualmente libres ante la

ley. Esto desconocería el principio de neutralidad que ha de orientar al Estado, a sus órganos y a sus autorida-des en materias religiosas”14.

d. Al carácter laico del Estado no puede oponerse el argumento de la existencia una mayoría religiosa.

Ni siquiera en el caso en el que una comunidad religiosa sea mayoritaria en términos de población, pueden existir medidas preferenciales por parte del Estado, o tolerancia a las conductas indirectas de pre-ferencia hacia dicha comunidad, en detrimento del ejercicio de la libertad religiosa del resto de población.

De acuerdo con el Comité de Derechos Humanos, en su Observación No. 22 en la que interpreta el ar-tículo 18 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, en los Estados confesionales o cuya mayoría de habitantes conformen una comunidad religiosa predominante, el ejercicio de la libertad de la mayoría confesional o religiosa no deberá constituir menoscabo en el disfrute de los derechos consignados en el Pacto de Derechos Civiles y Políticos para los creyentes pertenecientes a minorías religiosas o para los no creyentes. Lo ante-rior, significa también, el reconocimiento de limitacio-nes a la libertad religiosa en los “derechos y libertades fundamentales de los demás15.

El principio según el cual la existencia de una re-ligión mayoritaria no puede implicar el menoscabo de los derechos de personas pertenecientes a otras confesiones o que no profesan ninguna, también ha sido acogido por la Corte Constitucional, cuando es-tudió el caso de una persona privada de la libertad, que pertenece a una religión minoritaria dentro del centro penitenciario:

“En efecto, el respeto por el ejercicio de un dere-cho fundamental, como en este caso la libertad de cultos, no varía en proporciones matemáticas, por cuanto, de ser así, el Estado terminaría privilegiando a un determinado culto considerado mayoritario en un caso concreto. De hecho, recurriendo a una inter-pretación ad absurdum, se podría llegar a concluir que en una determinada cárcel, donde residan mil internos, si uno de ellos profesa una religión diferente, contará tan sólo con una milésima de tiempo para ejercer su religión.

En este orden de ideas, resulta inadmisible en un Estado laico que, un determinado grupo de ciuda-danos, quienes se encuentran privados de la libertad, es decir, sometidos a un régimen administrativo de por sí gravoso en términos del ejercicio de derechos fun-damentales, vean aún más limitado el goce de aqué-llos en función de su número. En otras palabras, en

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clave de derechos fundamentales, las mayorías, por serlo, no tienen más derechos que las minorías”16

Asimismo, la Corte ha tenido la oportunidad de rei-terar que debe darse un trato igualitario a todas las religiones e iglesias, cuando ha estudiado situaciones específicas. Este, por ejemplo, es el caso de las exen-ciones tributarias sobre “edificios destinados al culto, las curias diocesanas, las casas episcopales y curales y los seminario” de la Iglesia Católica, establecida en artículo XXIV del Concordato celebrado entre la Santa Sede y el Estado colombiano, privilegio que fue ex-tendido a otros credos, en aras de garantizar el princi-pio de igualdad.17 De igual forma la Corte extendió la exención de declarar ingresos y patrimonio a la “Iglesia Cristiana Casa de la Roca”, exención de la que era ti-tular exclusivamente la Iglesia Católica, basada en que “tal diferencia de trato no superaba ninguno de los re-quisitos del examen de igualdad”18.

Si bien, con esta decisión la Corte buscó dar un tra-tamiento igualitario a las diferentes iglesias, la provi-dencia entraña una contradicción con los postulados de un Estado laico, pues está otorgando privilegios a una o varias confesiones religiosas, asunto que no en-cuentra sustento en la norma constitucional, puesto que en estricto sentido el Estado laico debe abstenerse de definir tratamientos de privilegio para una o varias religiones, iglesias, grupos o creencias.

Para terminar, vale la pena resaltar que no obstante

los valiosos y pertinentes desarrollos de la jurisprudencia constitucional sobre el Estado laico y las libertades religio-sas y de culto, en las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado colombiano, aún subsisten ciertas prerrogativas a favor de ésta última, que ponen en evidencia las difi-cultades para la materialización efectiva del principio de neutralidad que rige el Estado laico, entre ellas19:

• “La declaración como Constitucional del con-cordato suscrito entre el Gobierno Colombiano y la Santa Sede, el 12 de julio de 1973, pues en mi cri-terio implica cierta supremacía de la Iglesia Católica sobre las demás iglesias, puesto que el hecho mismo de tener la Iglesia Católica un estatus tal que permite la suscripción de un tratado internacional deja ya en desmedro a las demás confesiones, que hasta el momento se tienen que contentar con un simple re-conocimiento de personería jurídica.

• Para justificar su decisión la Corte en la Sentencia C – 088 de 1994, señaló que dicho reconocimiento preferente de la Iglesia Católica, se [debía] al respeto que debe tener el Estado Colombiano con la Santa Sede, en tanto Estado y al principio de pacta sunt ser-vandas. No obstante, tal argumento es por lo menos precario, toda vez que, muy a pesar del dicho de la Corte respecto de la obligatoriedad del reconocimien-to, esta situación altera el inciso final de artículo 19 sobre la igualdad de las confesiones religiosas

• En segundo lugar, respecto a la constitucionalidad del Artículo I del Concordato que prescribe la atención del Estado al sentimiento y tradición de la religión ca-tólica como elemento fundamental del bien común y desarrollo de la comunidad nacional, se hace evidente que también viola de manera indirecta el artículo 19 constitucional, porque reconoce una prevalencia de ésta religión como indispensable para el desarrollo de la comunidad colombiana. Este artículo apela a un he-cho histórico y sociológico indiscutible de la sociedad colombiana, cual es el que la mayoría de su población ha manifestado expresa o tácitamente pertenecer a dicha religión. No obstante, en sana lógica jurídica, la Corte no debió manifestarse en ese sentido, puesto que intrínsecamente esta soslayando el quehacer religioso de las demás confesiones en su ejercicio pastoral.

• En tercer lugar el artículo IV del concordato decla-ra exequible entre otros asuntos, el referido al recono-cimiento de personerías de otras confesiones que estén de conformidad con la ley canónica. Se hace evidente otra vez, la injerencia de la ley católica en temas que le son propios al Estado Colombiano. Pues se podría interpretar que si las demás confesiones religiosas no

La neutralidad, derivada de la laicidad, no consistirá en la

búsqueda por parte del Estado de un tratamiento igual a las religiones a partir de las actividades que éste

realice en relación con ellas. La neutralidad estatal comporta que

las actividades públicas no tengan fundamento, sentido u orientación determinada por religión alguna –

en cuanto confesión o institución–, de manera que las funciones del

Estado sean ajenas a fundamentos de naturaleza confesional.

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cumplen con los rigores canónicos propios de la Iglesia Católica, no puedan ser aceptados como tales.

• Así mismo la declaratoria como constitucional de los días festivos que corresponden a celebraciones religiosas, concretamente del catolicismo20 y la consi-deración de que algunas normas que se refieren a la “moral cristiana” como referencia de buen actuar están de conformidad con la Carta Política, son también con-trarias al ordenamiento constitucional.

Estas últimas reflexiones, desde luego debatibles, quise resaltarlas por lo siguiente: alcanzar un desarrollo óptimo de un principio constitucional como el de plu-ralidad religiosa ha supuesto en nuestro país un proce-so lento, difícil, interferido, orientado a lograr romper paradigmas dominantes y arraigados históricamente, en mucho gracias a la ignorancia predominante y a procesos educativos y culturales distorsionados que siguen siendo guiados por los fundamentos de la re-ligión predominante, proceso del cual es responsable principalmente el Estado, y que ha sido reorientado en los últimos 20 años gracias a la tutela y a la labor que a través de ella ha cumplido la Corte Constitucional.

Han sido varios y significativos los avances pero aún es precario el nivel de apropiación e interiorización de dichos principios democráticos por parte de una población vulnerable en todos los sentidos, por eso resulta tan peligroso el accionar de instituciones del mismo Estado que valiéndose del poder a ellas atribui-do intentan desconocer el contenido de la norma de normas y de la jurisprudencia que lo desarrolla e inter-preta, bien sea invocando interpretaciones restrictivas o recurriendo a alianzas con sectores de otros poderes públicos para reformar la Carta Política en aquellos puntos que en su criterio contradicen los dictados de su particular modelo moral o religión.

Vale la pena preguntarse entonces qué tipo de falta se tipifica cuando haciendo un uso arbitrario de las funciones asignadas a una entidad pública, los funcionarios contradicen lo dispuesto en la Carta Política y en la jurisprudencia constitucional que de-sarrolla una de sus normas. ¿No se evidencia allí por lo menos un abuso de poder; una extralimitación de funciones; acaso un prevaricato?; ¿no se puede acaso establecer y reclamar la declaratoria de un im-pedimento incuestionable en quien arguye al tomar decisiones oficiales, tácita o expresamente, la pri-macía de la “ley divina” sobre la ley terrenal?

Tales reflexiones nos conducen a un imperativo, procedente de la reflexión filosófica sobre el deber

ser en este caso la constitución vigente, como crítica de lo que es, de lo fáctico, y como necesidad práctica de que no vuelva a ser así, contando al efecto con los valores y la libertad de acción de ciudadanas y ciuda-danos en una sociedad compleja que se predica de-mocrática.

Como señala el profesor Guillermo Hoyos al pro-nunciarse sobre los mal llamados falsos positivos de Soacha, “…quien sólo se deje orientar por la factici-dad, por intereses particulares, propios o ajenos, per-manece al nivel de los animales, privado de razón, es decir de sentimientos de humanidad, por renunciar libremente a ella. Porque acceder al uso de razón sig-nifica atreverse a pensar, no sólo como posible, sino como necesaria la convivencia humana, apoyada en el derecho, en la Constitución diría yo en este caso, como solución política razonable a la “insociable so-ciabilidad” de los humanos.

En otras palabras, se nos impone ética y jurídica-mente defender el Estado laico que consagra nuestra Constitución. Un Estado que debe proteger por igual a quienes a partir de su fe consideran que su vida no es de ellos, que le pertenece a “su creador”, y a quienes reivindican ser dueños de su destino de principio a fin.

Un Estado laico que debe darle garantías a aquellos que asumen que la muerte la determina quien les dio la vida y a aquellos que incluyen la muerte como parte de la vida reclamando plena libertad para elegir el mo-mento y las condiciones en las que quieren terminarla.

Un Estado laico en el que los funcionarios públicos que lo representan coyunturalmente, cumplan el pac-to fundamental de la sociedad a la que representan, lo compartan o no, que no se valgan de su investidura para pretender imponer sus paradigmas morales y ho-mogenizar el pensamiento colectivo.

Un Estado en el que tenga cabida la objeción de conciencia pero no se haga de ella el instrumento para negar la autonomía y el libre ejercicio de los derechos especialmente de las minorías.

Para terminara quiero agradecer de manera muy especial el apoyo que para realizar esta ponencia me brindaron María Teresa Duque, Catalina Buitra-go y Ariadna Tovar.

Cómo surge y por qué se hace necesario un Estado laico en Colombia

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Notas

1. Ben – David, Josept (1994). La filosofía de Bacon y la “Royal Society”. En: Lecturas de Filosofía, CEDETRABAJO, Bogotá. Pág. 33

2. Hazard, Paul (1985). El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Alianza Editorial. Madrid.

3. PETEV Valentin, Metodología y Ciencia Jurídica en el umbral del Siglo XXI, Serie de Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho No. 2. Traducido del alemán por VILLAR BOR-DA Luis. Ediciones Universidad Externado de Colombia. Bogotá, 1996. P. 124.

4. Patricio Dobrée y Line Bareiro. ESTADO LAICO, BASE DEL PLURALISMO. http://www.choike.org/documentos/punico/bareiro04.pdf

5. C – 350 de 1994, T-403 de 1992, Sentencia C-568 de 1993, C-088 de 1994.

6. Ver por ejemplo las tipologías diversas de Claude-Albert Colliard. Libertés Publiques (7º Ed). Paris, 1989, pp 430 y ss. Paolo Biscaretti. Derecho Constitucional. (Trad Pablo Lucas Verdu) Madrid: Tecnos, 1965, pp 615 y ss. Jonatan M Miller et al. Constitución y derechos humanos. Jurisprudencia nacional e internacional y técnicas para su interpretación. Buenos Aires: Astrea, 1991, Tomo 1, pp 697 y ss.

7. http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/1994/C-350-94.htm#_ftn4

8. http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/1994/C-350-94.htm#_ftn5

9. C – 350 de 1994, M.P: Alejandro Martínez Caballero.

10. Las negrillas no pertenecen al original. Ver, en cuanto al ejercicio individual o colectivo de la religión, la Ley 133 de 1994 “Por la cual se desarrolla el Derecho de Libertad Reli-giosa y de Cultos, reconocido en el artículo 19 de la Cons-titución Política”, que señala en su artículo 6 y, dentro del ejercicio de la libertad religiosa, entre otros, el derecho de cada persona: “a) De profesar las creencias religiosas que li-bremente elija o no profesar ninguna; cambiar de confesión o abandonar la que tenía; manifestar libremente su religión o creencias religiosas o la ausencia de las mismas o abste-nerse de declarar sobre ellas; b) De practicar, individual o colectivamente, en privado o en público, actos de oración y culto; conmemorar sus festividades; y no ser perturbado en el ejercicio de estos derechos; (c)(d) (e) De no ser obliga-do a practicar actos de culto o a recibir asistencia religiosa contraria a sus convicciones personales; (f)(g)(h)(i)De no ser impedido por motivos religiosos para acceder a cualquier trabajo o actividad civil, para ejercerlo o para desempeñar cargos o funciones públicas. Tratándose del ingreso, ascen-so o permanencia en capellanías o en la docencia de edu-cación religiosa y moral, deberá exigirse la certificación de idoneidad emanada de la Iglesia o confesión de la religión a que asista o enseñe; j) De reunirse o manifestarse públi-camente con fines religiosos y asociarse para desarrollar co-munitariamente sus actividades religiosas, de conformidad con lo establecido en la presente Ley y en el ordenamiento jurídico general.

En el caso de las Iglesias y confesiones religiosas, la Ley 133 de 1994 reconoce como derechos de dichos grupos, el derecho : a) De establecer lugares de culto o de reunión con fines religiosos y de que sean respetados su destinación religiosa y su carácter confesional específico; b) De ejercer libremente su propio ministerio; conferir órdenes religiosas, designar para los cargos pastorales; comunicarse y mantener relaciones, sea en el territorio nacional o en el extranjero, con sus fieles, con otras Iglesias o confesiones religiosas y con sus propias organizaciones; c) De establecer su propia jerarquía, designar a sus correspondientes ministros libre-mente elegidos, por ellas con su particular forma de vincula-ción y permanencia según sus normas internas; d) De tener y dirigir autónomamente sus propios institutos de formación y de estudios teológicos, en los cuales pueden ser libremente recibidos los candidatos al ministerio religioso que la auto-ridad eclesiástica juzgue idóneos. El reconocimiento civil de los títulos académicos expedidos por estos institutos será objeto de convenio entre el Estado y la correspondiente Igle-sia o confesión religiosa o, en su defecto, de reglamentación legal; e) De escribir, publicar, recibir y usar libremente sus libros y otras publicaciones sobre cuestiones religiosas; f) De anunciar, comunicar y difundir, de palabra y por escrito, su propio credo a toda persona, sin menoscabo del derecho reconocido en el literal g) del artículo 6 y manifestar libre-mente el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y la orientación de la actividad humana; g) De cumplir actividades de educación, de beneficencia, de asistencia que permitan poner en práctica los preceptos de orden moral desde el punto de vista social de la respectiva confesión”

11. Sentencia T 332 de 2004, M.P. Jaime Córdoba Triviño.

12. Sentencia T-026 de 2005, M.P Humberto Antonio Sie-rra Porto.

13. Sentencia C-766/10, M.P. Humberto Antonio Sierra Porto

14. Sentencia C – 152 de 2003, M.P. Manuel José Cepeda Espinosa

15. Pacto de Derechos Civiles y Políticos 18. 3. La libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos, o los derechos y libertades fundamen-tales de los demás”.

16. Sentencia T 023-10. M.P. Humberto Antonio Sierra Por-to. Las negrillas no corresponden al original.

17. Sentencia C 027 de 1993, M.P. Simón Rodríguez Ro-dríguez.

18. Sentencia T 616 de 1997, M.P. Vladimiro Naranjo Mesa. Ver también Sentencia C 152 de 2003, M.P. Manuel José Cepeda Espinosa.

19. Con base en “La laicidad del Estado”. Ricardo Cárde-nas y Eduardo Romero. Universidad Nacional de Colombia.

20. Ver entre otras las sentencias C-568 de 1993, C-224 de 1994 y la C-152 de 2003

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Algunos de los fenómenos que ex-plican los resultados obtenidos a veinte años de la Constitución Política en el balance actual del dere-cho al trabajo, el derecho de asociación y la se-guridad social en Colombia, son los procesos de constitucionalización e internacionalización y las tensiones que se producen ante la decisión de im-plementar al mismo tiempo dos macro proyectos cuyos postulados ético-políticos son antagónicos. Mientras que los procesos de constitucionalización e internacionalización del derecho al trabajo y la seguridad social ponen en el centro de sus preocu-paciones a la persona humana1, el modelo neolibe-ral implementado en Colombia en un contexto de globalización económica, pone en el centro de sus preocupaciones al mercado con sus dinámicas de apertura económica y privatizaciones.

En el caso del trabajo y la asociación como dere-chos y fines del Estado, la carta del 91 resulta garan-

Elementos de balance del Derecho Social a 20 años de la Constitución Política Colombiana

Por María Rocío Bedoya Bedoya

Profesora de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas. Universidad de Antioquia

tista y protectora a través de algunos fallos de tutela y de constitucionalidad en los cuales hay importan-tes desarrollos realizados por la Corte Constitucional en los que ha fijado el sentido y alcance de muchas de las normas constitucionales, de la fórmula de Es-tado Social y Democrático de Derecho y de algunos derechos fundamentales como el derecho al trabajo y el derecho de asociación2.

Estos mismos derechos vistos desde las normas que ha desarrollado el modelo neoliberal globa-lizado, han sufrido profunda afectación debido a la implementación de la apertura económica, las privatizaciones y la reconversión industrial; pro-cesos puestos en marcha a través de leyes ordina-rias expedidas por el legislador y de actuaciones administrativas que han generado en el marco de la restructuración del Estado, masivos procesos de quiebra durante la década del noventa, destrucción de miles de empleos, cierres de empresa, flexibili-dad del mercado, el contrato y la jornada laboral, precarización de los empleos y otra serie de efectos negativos que se han provocado a través de leyes como la 50 de 1990 (flexibilidad), la 550 de 1999 (reestructuración empresarial), la 789 de 2002 (su-puesto apoyo al empleo), entre otras.

Desde el punto de vista teórico y normativo, son evidentes los avances que en materia de derecho al trabajo se han alcanzado con la Constitución Po-lítica de 1991, al consagrar ambos derechos como fundamentales en el preámbulo y en los artículos 1, 25, 533 y 93. Esto ha implicado la constituciona-lización4 e internacionalización5 de estos, procesos que han dado lugar a importantes desarrollos doc-trinales y jurisprudenciales, especialmente por parte

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de la Corte Constitucional6. A pesar de estos avan-ces, se registra una gran distancia entre el postulado normativo y la realidad colombiana, en la cual se evidencia un declive del derecho laboral y una pre-tensión de su aniquilamiento por parte de algunos empleadores y algunas autoridades de gobierno.

Desde poco antes de la expedición de la Consti-tución de 1991, el derecho del trabajo en Colombia ha involucionado, configurándose una gran preca-riedad laboral que se traduce en contratos basura que se caracterizan por ofrecer menos estabilidad laboral, mayor informalidad, uso de mecanismos de intermediación laboral por medio de cooperativas de trabajo asociado, contratos de prestación de ser-vicios, subcontratación, bajo la modalidad de com-prar bienes y no contratar a sus productores y los contratos sindicales, que convierten a los sindicatos en subcontratistas.

Tan grave ha sido en Colombia la utilización por parte de los empleadores de estas nuevas formas de contratación que la Organización Internacional del Trabajo en la 97 conferencia de junio de 2008, a través de la Comisión de Aplicación de Normas, instó al Estado colombiano a adoptar sin demora disposiciones legislativas para asegurar que los con-tratos de servicio o de otros tipo y las cooperativas de trabajo asociado no sean utilizadas como medios para menoscabar los derechos sindicales y la nego-ciación colectiva.

Recientemente el presidente de los Estados Uni-dos Barack Obama exigió al gobierno colombiano como requisito para aprobar el TLC, acabar con la intermediación laboral a través de las llamadas “cooperativas de trabajo asociado” (CTA). Según el profesor Ricardo Bonilla González, al revés de lo que puede suponerse, esa exigencia no tiene la in-tención paternalista de proteger a los trabajadores colombianos, sino que se hace en defensa de los tra-bajadores de Estados Unidos dado que el dumping social generado por la contratación precaria e irre-gular, se convierte en un obstáculo al libre comercio y una amenaza para la estabilidad de los puestos de trabajo de Estados Unidos.7

Entre las razones de la demora para firmar el TLC se encuentran la polémica sobre los derechos humanos y la falta de decisión del Estado colom-biano para hacer cumplir su propia legislación la-boral en materia de contratación y aplicación del derecho colectivo, incluyendo la libertad de orga-nización y el respeto por la negociación colectiva.

Recientemente el presidente de los Estados Unidos Barack

Obama exigió al gobierno colombiano como requisito para

aprobar el TLC, acabar con la intermediación laboral a través de las llamadas “cooperativas

de trabajo asociado” (CTA). Según el profesor Ricardo Bonilla

González, al revés de lo que puede suponerse, esa exigencia

no tiene la intención paternalista de proteger a los trabajadores colombianos, sino que se hace en defensa de los trabajadores de Estados Unidos dado que el

dumping social generado por la contratación precaria e irregular,

se convierte en un obstáculo al libre comercio y una amenaza para

la estabilidad de los puestos de trabajo de Estados Unidos.

Vaya ironía que sea la potencia imperial quien le exija al gobierno colombiano que haga cumplir su propia normativa.

La reforma laboral que se tramitó en el Congreso de la República por iniciativa del Gobierno median-te Ley 1429 de 2010 de formación y generación de empleo, es más de lo mismo, pues se vuelve a la receta de más exenciones de impuestos a las empre-sas y deducción de parafiscales tendientes a reducir los costos laborales, que ya se habían ensayado sin éxito

mediante la ley 789 de 2002.

También el derecho de asociación sindical ha po-dido avanzar con la Constitución de 1991. Su incor-poración en los artículos 39, 93 y 94 ha dado lugar a importantes desarrollos doctrinales y jurispruden-ciales, tanto en el ámbito de la constitucionalización por su carácter de derecho fundamental, como en el ámbito de la internacionalización, por el ingreso de los tratados internacionales de la Organización

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Internacional del Trabajo aprobados por Colombia mediante leyes del Congreso de la República, los cuales hacen parte del Bloque de Constitucionali-dad en nuestro ordenamiento jurídico8.

A pesar de estos importantes avances, tampoco en esta materia existe plena armonía entre lo que dice la carta y lo que ocurre en la realidad cotidia-na de la gente. El derecho colectivo del trabajo en Colombia se ha visto afectado por el impulso de una cultura antisindical promovida incluso desde algunas autoridades de gobierno y la violación de derechos laborales por parte de empresas naciona-les y transnacionales. Sobre los sindicalistas se ha ejercido una violencia sistemática, permanente y selectiva, en un contexto general de impunidad que corrobora la fragilidad de nuestra democracia y la distancia que existe entre ese país formal que consa-gra el derecho fundamental a la asociación sindical y el país real donde se violan permanentemente los derechos de los sindicatos.

Y en relación con el derecho a la seguridad so-cial, se registran importantes avances en la cons-titucionalización del mismo como derecho fun-damental. Si bien la Corte Constitucional en un principio consideró que no era per se un derecho

fundamental, en recientes providencias ha cam-biado su postura9. También la existencia de instru-mentos jurídicos como el Código Iberoamericano de la Seguridad Social10, que ahora hace parte del bloque de constitucionalidad, ha fortalecido este derecho en Colombia.

Sin embargo, frente a éste, también constatamos la fractura entre el derecho formal y el derecho real. Obstáculos como la falta de una cultura de respeto a la legalidad (Vásquez, 2009, p. 45), la prevalen-cia en algunos fallos de las altas cortes del concepto de sostenibilidad financiera sobre el concepto de derecho fundamental11, la aprobación de los actos legislativos 01 de 2005 12 y 016 de 201013 y la ex-pedición de Ley 1438 de 2011 que reforma el sis-tema de seguridad social en salud persistiendo en el modelo mercantil14 y privatizador, y el concepto de sostenibilidad financiera con el cual se pretende sobreponer las medidas fiscales a las garantías de los derechos fundamentales y el equilibrio de po-der, son apenas una muestra de las dificultades que afronta el sistema de seguridad social en salud y que van en contravía del principio de progresividad15.

En el ámbito del goce efectivo de los derechos objeto de estudio, se requiere que éstos sean asu-midos por todos los operadores jurídicos como “se-riamente fundamentales”, dimensionando en toda su plenitud la fórmula de Estado social y el concep-to de dignidad humana y de Estado pluralista entre cuyos fines esenciales se encuentran el derecho al trabajo y el derecho a la seguridad social, ambos en sentido amplio. De este modo, se estaría avanzando en la eficacia real de estos derechos y en el desarro-llo de sus componentes sociales.

Mientras que los procesos de constitucionalización

e internacionalización del derecho al trabajo

y la seguridad social ponen en el centro de

sus preocupaciones a la persona humana, el modelo neoliberal implementado en Colombia en un contexto de

globalización económica, pone en el centro de sus

preocupaciones al mercado con sus dinámicas de apertura económica y

privatizaciones.

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Notas

1. En este sentido se han pronunciado los tratadistas Pla Rodríguez (1990) y García Martínez (1998), quienes in-sisten que el trabajador tiene derecho a ser tratado como ser humano y como titular de una serie de derechos fun-damentales que se derivan de su actividad laboral.

2. Ver sentencias N°: T-406 de 1992, T-475 de 1992, so-bre el sentido y alcance del trabajo y la asociación como derechos fundamentales en un Estado Social de Dere-cho y T-510 de 1993 sobre la protección del derecho al trabajo. Se puede afirmar que desde mediados de 1999 hay una reafirmación en la jurisprudencia constitucional referente al derecho al trabajo (…) constitucionalizando el derecho laboral. (Dueñas, 2001, p. 62-63).

3. En Colombia, la concreción material de los principios fundamentales que consagra esta norma, está sujeta a que el Congreso de la República expida el Estatuto Or-gánico del Trabajo, respecto del cual está en mora desde hace veinte años.

4. Que constituye desde hace años una característica propia del derecho al trabajo latinoamericano. (Ermida Uriarte, 1995).

5. Característica esencial del sistema normativo colom-biano que de acuerdo con Barbagelata (1993), sirve como soporte del sistema de protección jurídica de la dignidad humana.

6. En materia de salarios, la Corte Constitucional a través de la sentencia C-815 de 1999 dio piso jurídico al reajus-te anual del salario mínimo, señalando que este no pue-de ser inferior a la inflación causada, lo que explica que el aumento salarial de 2011 haya debido reajustarse a un 4%, dado que la inflación causada en 2010 fue de 3.6%.

7. Bonilla González, Ricardo. (2011). TLC sin dumping social. http://www.razon-p u b l i c a . c o m / i n d e x . p h p ? o p t i o n = c o m _content&view=article&id=1973:tlc-sin-dumping-social&catid=20:economia-y-sociedad&Itemid=29. Consultado el 21 de abril de 2011.

8. Ver sentencias de la Corte Constitucional: C-473/94, C-085/95, T-173/95, C-450/95, T-568/99, SU 039/99, T-336/2000, T-009/2000, T-611/2001.

9. Ver sentencias SU 562 de 1999 (Derecho a la salud es fundamental en conexidad con la vida) y T-760 de 2008.

10. El cual fue incorporado a nuestra legislación con posterioridad a la vigencia de la ley 100 de 1993 sobre Seguridad Social.

11. En sentencia C-554 de 2004 la Corte Constitucional estableció que “los argumentos financieros no justifican negarse a prestar eficiente y oportunamente el servicio de salud debido a los afiliados y beneficiarios sin nece-sidad de acudir a la acción de tutela”. Sin embargo, a partir de 2005 se observa un cambio en la jurisprudencia de esta Corte, con algunas sentencias en las que da pre-valencia al mencionado principio de sostenibilidad sobre el derecho fundamental a la salud.

12. Por el cual se modifica el artículo 48 de la C.P, im-poniendo limitaciones con la regla fiscal, la supresión de la contratación en pensiones, la reducción de las pen-siones previstas en la ley general de seguridad social, aumentando los requisitos para acceder a la pensión y, suprimiendo todos los regímenes especiales (reforma al régimen de transición), exceptuando el del Presidente de la República y el de la Fuerza Pública. Su control de constitucionalidad por parte de la Corte Constitucional se dio con la sentencia C-472 de 2006. (Muñoz, 2010).

13. Es el que establece la incorporación del principio de sostenibilidad fiscal en la Constitución Política, modifi-cando los artículos 334, 339 y 346 de la misma.

14. Que prioriza las relaciones de mercado mediadas por el lucro entre los agentes. Mauricio Molina Achury, “Reforma a Salud, Retoma Elementos De Emergencia So-cial”, Corporación Viva la Ciudadanía. htpp://www.viva.org.co. Consultada el 26 de enero de 2011. (Molina, 2010).

15. Esta ley limita el alcance de la tutela por la sosteni-bilidad financiera, limita el derecho a la salud, mantiene las barreras de acceso a este servicio y desestimula la salud pública. En síntesis, no propone soluciones de fon-do frente a la grave crisis que vive la salud, retornando a muchos aspectos propuestos por la emergencia social, dando preponderancia a las aseguradoras y negando la posibilidad de un debate transparente y de cara al país, como lo habían propuesto distintas agremiaciones del sector de la salud.

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“Los planes de cultura, que son pla-nes de ciudad, deben servir para afrontar retos éti-cos y políticos que se requieren para crear capital humano, social y cultural para el desarrollo de la urbe e implican la valoración social de la cultura y de la ciencia”.

La innovación se nos presenta como un bien en sí y no sobra advertir que como especie somos seres insaciables en nuestra avidez de novedades. Omnívoros, no sobra recordar que también la inno-vación es volver a mirar lo realizado y repensarlo. Muy pronto en recintos cercanos la Universidad de Antioquia estará desplegando toda su capacidad de plantearse y plantearnos a todos el problema de la

Ciencia para la cultura

Por Eufrasio Guzmán Mesa

Director Instituto de Filosofía Universidad de Antioquia

Texto presentado por el autor en el Foro Municipal de Cultura 2011, realizado el jueves 19 y el viernes 20 de mayo en Plaza Mayor, Medellín. Con dicho certamen culminó un ciclo de casi cinco años de formulación del Plan de Desarrollo Cultural de Medellín 2011-2020. Participaron invitados locales, nacionales e internacionales, quienes abordaron temáticas relacionadas con los lineamientos del Plan y reflexiona-ron sobre las políticas culturales y sus apuestas en la construcción de ciudad.

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innovación. Invito formalmente a este importante evento de Expouniversidad.

Quiero comenzar, después de esta pequeña ex-hortación e invitación, por indicar la que me pare-ce la definición de cultura más sencilla y operativa: Cultura es todo el flujo de información que circula por medios conductuales y la separamos de la in-formación que circula por vía genética. Toda la in-formación que circula de manera conductual nos indica que también es necesario hacer distinciones ahora que tenemos la tendencia dominante a equi-parar saberes o a rescatarlos. El Plan de Desarrollo Cultural de Medellín 2011-2020, nos advierte:

Si bien la ciencia y la tecnología son el centro de este lineamiento es necesario plantear el diálogo en-tre estas formas de conocimiento y los saberes po-pulares en el marco de la democracia cultural y de la construcción compartida de la ciudad. La exclu-sión de los saberes populares (urbanos y rurales) del campo del conocimiento no solo significa pérdida de riqueza cultural, sino que ahonda las exclusiones y la desigualdad.

Yo considero importante este esfuerzo por equi-parar las formas de conocimiento pero quiero se-ñalar que en los flujos de información que nos nu-tren, nos fundan o le dan sentido a la vida hay unos de mayor calidad, hay otros muy intensos que nos emocionan y cambian como el arte. La calidad la pongo en perspectiva y señalo de manera central que hacer descripciones lo mas objetivas posibles, ofrecer explicaciones satisfactorias, hacer predic-ciones eficientes es un indicador de alta calidad en el conocimiento. Quiero aseverar que no todas las informaciones que circulan tienen la misma calidad y que pueden entrañar saberes diferentes. Si quere-mos en nuestro Plan de Desarrollo alcanzar metas de importancia tenemos que, por sobre todo, exaltar las formas del conocimiento que soportan las verifica-ciones y las comprobaciones más exigentes. La socie-dad mundial del conocimiento no es la de cualquier conocimiento, es la del que alcance altos grados de aceptación en el seno de las comunidades científicas nacionales e internacionales. Reconocer este carácter del conocimiento no puede ser sometido a escarnio ahora que los saberes populares se reconocen. La especialización no es pérdida de riqueza, ni ahon-da la exclusión, debemos prepararnos para ella, pro-piciarla, protegerla y estimularla y hace rato que las universidades y los centros de investigación y las em-presas serias y visionarias se empeñan en desarrollar

la investigación y la formación doctoral y no por un prurito excluyente sino porque es piramidal el mapa de los conocimiento científicos de calidad.

La base la forman conocimientos en ciencias bá-sicas, sólidos, compartidos por la mayor población pero la cúpula de la pirámide no la ocupan sana-dores ni cuenteros, así nos deleiten. Nos tenemos que preparar para producir conocimientos de alta calidad y eso requiere preparación de mentes y adiestramiento por muchos años, inversión ingente, capacidad para retener los mejores cerebros. Ne-cesitamos conocimientos de alta calidad. Sobre la calidad debemos tener una visión rica, polifacética e incluyente. La Facultad de Educación nos advier-te: “La calidad como principio implica pertinencia, relevancia, suficiencia y equidad; como proceso implica oportunidad, sinergia, sostenibilidad, trans-parencia, flexibilidad e innovación; como producto supone equidad, eficacia para aplicarla, eficiencia para desarrollarla y efectividad para irrigarla. La ca-lidad está tejida a una realidad que en el fondo bus-ca generar bienestar, riqueza, conocimiento y au-torrealización de los ciudadanos. La calidad como principio alimenta las decisiones políticas, como proceso guía la puesta en marcha y el desarrollo de las acciones y programas de desarrollo; como pro-ducto genera riqueza, conocimiento y bienestar”.

Esta calidad debe ser accesible a todos los ciu-dadanos pero no todos tienen la persistencia para

La sociedad mundial del conocimiento no es la de cualquier conocimiento,

es la del que alcance altos grados de aceptación en el

seno de las comunidades científicas nacionales

e internacionales. Reconocer este carácter del conocimiento no puede ser sometido a escarnio ahora que los saberes populares

se reconocen.

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ponerse a nivel de los grandes logros de la humani-dad; hay que apoya decididamente a quienes estén dispuestos a hacer estos esfuerzos que son de toda una vida. Y hay un giro importante que debemos dar y tenemos que ser capaces como ciudad y como región de generar riqueza y bienestar con conoci-miento y no con viveza, astucia y marrullería. Está ya muy largo el capítulo en el cual se celebra la as-tucia, la capacidad de tomar riesgos y no respetar la ley para lograr riqueza. Nuestro mayor reto es ser capaces de darle la vuelta a ese capítulo macabro de nuestra historia que señala que el talento del bueno es el de los vivos que se enriquecen a como dé lugar y el talento del malo es el de los que se dedican con entereza a tareas como la ciencia o el arte1.

Quiero plantear también que es imprescindible hacer anotación central en esta intervención sobre la distinción entre ciencias naturales y aplicadas y ciencias sociales o humanas. Puedo afirmar que el panorama de las primeras es alentador aunque el atraso de la ciudad, la región y el país es preocu-pante. Los indicadores de productividad son muy bajos comparativamente hablando con otros paí-ses que invierte porcentajes más altos de su PIB en educación e investigación. Si la ciudad quiere de-sarrollarse en este aspecto debe hacer una sólida y significativa inversión en la formación al más alto nivel y unirse con la universidad y las instituciones de investigación para el desarrollo de proyectos que resuelvan problemas complejos.

El panorama de las ciencias sociales tiene su apariencia de limbo y es que los esfuerzos por ofrecer descripciones precisas, explicaciones cohe-rentes, predicciones de calidad se ha enfrentado desde hace más de seis siglos a la dificultad de que los seres humanos, las comunidades, somos cosas cambiante y ello ha entrañado una relativa derro-ta para el desarrollo del conocimiento social. En algunos casos la derrota se la muestra como decli-nación en el batallar y esforzarnos. Hay que perse-verar con energía.

En el campo de la antropología, la sociológica, la historia y la psicología muchos se están conforman-do ya con una simple narración, con relatos ame-nos, con esfuerzos difíciles de evaluar y clasificar. Es ya un lugar común muy peligroso afirmar que entre nosotros la literatura reemplaza a la filosofía y a la ciencia social. El reto del conocimiento de lo humano nos enfrenta a un reto mayúsculo, son

las disciplinas que requieren más inversión, tesón, perseverancia y capacidad y paradójicamente en esos estudios se refugian en ocasiones los cerebros menos dotados para las marchas de largo aliento. La crisis en las ciencias sociales y humanas desde el siglo XIX en todo el planeta no las remedian los mé-todos fenomenológicos con su valiosa considera-ción del mundo de la vida o el adoptar una actitud hermenéutica de interpretación del todo se vale. No podemos cejar en el esfuerzo por explicar ade-cuadamente, con teorías coherentes y serias toda la debacle moral y toda la crisis en los valores, es necesario denunciar, enfrentar y estudiar el despla-zamiento, la injustica y la corrupción descomunal, no podemos dejar de lado la búsqueda de leyes y tendencias de fondo en los asuntos humanos2.

Ciencia para la cultura implica hacer conciencia

hay un giro importante que debemos dar y tenemos

que ser capaces como ciudad y como región de

generar riqueza y bienestar con conocimiento y no

con viveza, astucia y marrullería. Está ya muy

largo el capítulo en el cual se celebra la astucia,

la capacidad de tomar riesgos y no respetar la ley para lograr riqueza.

Nuestro mayor reto es ser capaces de darle la vuelta a ese capítulo macabro de

nuestra historia que señala que el talento del bueno es el de los vivos que se

enriquecen a como dé lugar y el talento del malo

es el de los que se dedican con entereza a tareas

como la ciencia o el arte.

Ciencia para la cultura

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Notas

1. En Eduardo Zuleta y en Efe Gómez y seguramente en el ambiente cultural de finales del siglo 19 era frecuente la distinción entre talento del bueno y talento del malo. El bueno era el que llevaba a la riqueza, la independencia económica y el bienestar para los suyos. Talento malo era, por ejemplo, el de Efe Gómez o el de Tomas Carrasquilla que aplicaron a las letras su inteligencia y entendimiento. Es parte de la tradición y el mito fundacional antioqueño: la laboriosidad con resultados, a lo otro se lo considera pen-dejadas, perdedera de tiempo. Sin ir muy lejos, a mediados del siglo veinte, dirigentes de la propia Universidad de An-tioquia suprimieron de un plumazo lo que era en su mo-mento “el Filológico”, un Instituto concebido para investigar las lenguas y la cultura. En la mentalidad antioqueña era un “lujito” innecesario como lo es el simple leer literatura o el dedicarse buena parte del tiempo a la vida contemplativa.

Se le escapa a esta valoración propia de la cultura antio-queña que un talento bueno también fue lo que dio lugar a un Pablo Escobar o a contrabandistas socialmente acep-tados a los cuales universidades sin criterio son capaces de ofrecerles grados honoris causa. En Antioquia tenemos los cables cambiados como dice la canción. Me pareció más atinado el razonamiento reciente de Oscar Collazos por el

cual establece la diferencia entre inteligencia y lucidez. De inteligentes destructivos está llena la región la patria y el mundo. La lucidez se asemeja mas a la comprensión y a la sabiduría que no se dejan ilusionar con las mieles de la fortuna y miden la calidad de lo humano desde el buen vivir que practicaron un Manuel Uribe Ángel o en la actualidad hombres de fortuna que a su jubilación se han matriculado a estudiar como si la vida empezara de nuevo.

2. Puede sonar a error afirmar que existen unas ciertas leyes de valor universalmente aceptado. Todos los rela-tivismos están en su punto de máxima influencia y pa-recen atentar contra el reconocimiento de normas de valor general para la humanidad. La suerte que corren los proyectos que tratan de establecer unos derechos de aceptación forzosa, como por ejemplo lo humanos, los de las mujeres o de los niños, para solo mencionar tres ejemplos, se enfrentan a unas dificultades enormes; re-cordemos que las mujeres musulmanas mas progresistas no aceptan en su totalidad el concepto de sus compañe-ras europeas. Muchas mujeres latinoamericanas practi-can un machismo mas enconado que sus amigos pistole-ros. Igualmente los derechos de los niños, a pesar de su promulgación hace más de medio siglo, no son mundial-mente defendidos y en nuestra patria en particular el fu-turo de la nación parece cuidado por ogros devoradores.

Me refiero, con la idea de las leyes universales, a com-portamientos observados hace siglos y que parecieran hacer parte del legado de la naturaleza humana. Pode-mos recordar que la reciprocidad elemental inherente al dar y el recibir, la valentía en el combate como expre-sión de un honor que de perderlo nos puede costar la propia vida, la ley de la hospitalidad como el no hacer mal a quien nos da techo o alimento y el cuidado de la familia inmediata son algunas de esas leyes. Ellas y otras más nos hacen humanos, independiente de la sociedad o el momento histórico, y me atrevería a afirmar que un individuo que no practica esas normas elementales o una sociedad donde se desconocen esos lineamientos puede estar en serio peligro de subsistir. Cuando las contingen-cias de la vida o las tragedias nos arrasan podemos obser-var como emergen esas leyes básicas de una manera na-tural; el mejor ejemplo de ello es el comportamiento de los seres humanos en las cárceles o sitios de confinamien-to y la respuesta solidaria y generosa de una la naciones en conflicto cuando se presentan tragedias naturales.

social de este panorama complejo, exigente pero in-soslayable. No va en contra del reconocimiento y de la inclusión de los saberes populares, no va en contra de las tradiciones que vale la pena defender, se ins-cribe este planteamiento en la necesaria crítica cultu-ral tan escasa en nuestro medio que todo lo aplaude pero no explora limites y posibilidades.

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Ante la amable invitación del Dr. Her-nán Mira, reforzada por la amable carta del Dr. Alberto Uribe Correa para participar en esta sesión de la Cá-tedra Héctor Abad Gómez, he querido compartir con ustedes impresiones y análisis sobre algo que creo está en las preocupaciones de todos en este tiempo, y es la crisis ética, jurídica y política que afecta a nuestro país.

No puedo dejar de evocar la memoria del Dr. Héc-tor Abad Gómez, a quien conocí y admiré profunda-mente en su trabajo como Presidente del Comité de Derechos Humanos de Antioquia, hasta su cruento sacrificio. Lo recuerdo particularmente en el primer simposio que realizamos en Bogotá, en 1985, sobre el crimen de la desaparición forzada de personas; allí

Algunos rasgos de la crisis ética, jurídica y política del país

PorJavier Giraldo Moreno* S.J.

* Licenciado en Filosofía y Teología, Magister en Teología

– Coordinador del Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Polí-tica del CINEP: 2001-2011.

– Tercera Vicepresidencia del Tribu-nal Permanente de los Pueblos: 2009.

– Acompañante de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó y Repre-sentante de la misma ante organismos internacionales.

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él abrió caminos para el acompañamiento psicosocial a las víctimas y para la comprensión de las verdaderas dimensiones de este crimen de lesa humanidad, cuya práctica apenas comenzaba en Colombia.

Todos los aspectos y dimensiones de la crisis que nos afecta se proyectan, se retroproyectan y se re-fuerzan mutuamente. Sólo desde miradas académi-cas los distinguimos y dividimos con el afán de des-cubrir raíces y de aislar factores que en la realidad están amalgamados.

Si para calibrar la profundidad de la crisis ética solamente echamos una mirada a sus últimas y más protuberantes manifestaciones, podemos aludir, por ejemplo:

– A la profunda corrupción que se ha venido des-cubriendo en las instituciones que manejan la salud pública. No solamente se ha denunciado allí la pér-dida de varios billones de pesos en los trámites de las EPS, sino el robo continuado, durante muchos años, de los fondos de las ARS, por parte del paramilitaris-mo, a través de contratos perversos con gobernaciones y alcaldías que eran de su simpatía, saqueando así los fondos destinados a la salud de los más pobres.

– Al descomunal despojo y usurpación de tierras con vocación agrícola, en millones de hectáreas, du-rante varias décadas, por parte de empresarios, para-militares, multinacionales y militares, en concurso con multitud de notarios y agentes judiciales que falsifica-ron títulos bajo grandes sobornos y desplazaron a mi-llones de pobladores rurales, lanzándolos a vivir en la miseria y bajo el terror.

– Al manejo del conflicto armado en las múltiples desmovilizaciones ficticias de combatientes que fue-ron rápidamente reciclados en nuevas formas de pa-ramilitarismo, o en la práctica aún más bárbara de los “falsos positivos”, ejecutando a civiles no combatientes con el afán de dar la apariencia de un triunfo militar sobre la insurgencia, acumulando miles de falsas bajas.

– Al despilfarro de los recursos del Estado desti-nados al desarrollo rural para enriquecimiento de los más ricos.

– A la trivialización cotidiana de la barbarie, que permite transmitir por los medios masivos de infor-mación los más horrendos crímenes, en competen-cia anodina con noticias deportivas o de farándula, sin esclarecimientos serios de las responsabilidades y sin ritualizar ningún asomo de duelo social.

– Al talante delictivo que ha marcado las hojas de vida de muchísimos altos funcionarios del Estado

como ministros, consejeros, jefes de departamentos administrativos, cámaras legislativas, organismos de control, gobernadores, alcaldes y pléyades de fun-cionarios de todas las escalas, que han hecho del Estado un botín de lucros espurios, logrados a través de los más inmundos procedimientos.

– A la compra o usurpación del Estado mediante pactos de alto nivel entre poderes constituidos le-gales e ilegales, que incluyen el control mercantil y armado de los procesos electorales y la coopta-ción judicial garante de impunidad, haciendo de las instituciones una conquista mercantil escoltada por enormes contingentes paramilitares.

– A la estigmatización de la protesta social y de los movimientos sociales, ya por mecanismos mediáticos ya por formas de amenaza y terror policial, militar y paramilitar, cauterizando las ya escasas válvulas de re-chazo social a la injusticia y a la corrupción.

A muchas otras realidades podríamos aludir, pero las mencionadas son más que suficientes para recor-darnos que estamos sumergidos en un mar de podre-dumbre moral; en una coyuntura nacional donde no hay principios éticos en el dominio de lo público.

Y lo más preocupante no es sólo que situaciones tan escandalosas y lamentables constituyan ya prác-ticas rutinarias y consolidadas en períodos de tiem-po y en ámbitos espaciales suficientemente extensos para afectar profundamente los niveles estructurales e institucionales de la sociedad. Lo más preocupan-te es la observación de las reacciones sociales que esos fenómenos suscitan, o mejor, no suscitan. Lo más preocupante es el nivel generalizado de pasiva aquiescencia; de conformismo; aún más, de ajuste robotizado a los requerimientos de una continuidad inercial de esas situaciones.

Varios filósofos, sociólogos y psicoanalistas nos han dado luces para enfrentarnos a realidades como éstas y al menos comprender que nos hayamos en intrinca-dos laberintos de difíciles salidas.

El genio de Rousseau, rebelde y alternativo, tuvo el mérito de señalarnos las debilidades e insuficien-cias de las ciencias, de las teorías, de los ejercicios cognoscitivos de la razón. Para él, las ciencias to-das se originaron en los vicios humanos, mientras que las virtudes tomaron como base el sentimien-to de conmiseración o solidaridad de especie, que fue capaz de construir o diseñar sistemas sociales más atractivos y justos. Según Rousseau, un filóso-fo o un científico puede ver descuartizar a un ser

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humano debajo su ventana, y le basta frotarse los ojos mientras concibe un argumento legitimador de su inacción para seguir durmiendo con tranquilidad; en cambio el hombre virtuoso se entregaría de in-mediato, y seguro de manera emotiva e impruden-te, a la acción solidaria, arrastrado por sentimientos impulsivos muy similares a los de los animales, que en ello demuestran más solidaridad que los huma-nos. En un discurso similar, el Padre Camilo Torres les hablaba así a los estudiantes de la Universidad de Nariño, en Pasto, el 19 de mayo de 1965: “uno encuentra dentro de la clase dirigente personas que le analizan a uno el país con una conciencia clarísi-ma de la necesidad de cambio, con una conciencia clarísima de la injusticia, de las fallas estructurales, pero que no mueven un dedo para cambiarlas. Eso puede suceder también en muchos de los inconfor-mes científicos, y, por eso, creo que el universita-rio, además de una actitud científica, de una actitud investigativa, de una actitud serena respecto de los problemas del país, debe adquirir un compromiso con la clase popular, tiene que comprometerse, y comprometerse ojalá de tal manera que después no pueda echarse atrás”.1

En los ámbitos académicos quizás ha predomi-nado una visión de la ética como ciencia, que sería necesario estudiar para luego proyectarla, como una especie de técnica, en la realidad concreta. El genio de Bertrand Russell insistió en que la ética se dife-rencia de la ciencia en que sus datos fundamentales son sentimientos y emociones y no percepciones, ni siquiera la percepción del hecho mismo de poseer esos sentimientos, lo cual ya sería un hecho científi-co. Un juicio ético –afirmaba Russell– no constata un hecho sino un sentir, y debe ser enunciado en modo optativo o imperativo, y no en modo indicativo. Un sistema ético, para Russell, tampoco puede fundarse en un ‘deber-ser’, pues lo que se debe desear es lo que otros desean que deseemos, y esos otros son or-dinariamente los padres, los maestros, los policías, los jueces, el establecimiento o el sistema imperante. Sin embargo, Russell no negó el papel del conocimiento en la ética de la vida; según él, “la vida buena está inspirada por el amor y guiada por el conocimiento (…) Ni el conocimiento sin amor, ni el amor sin cono-cimiento, pueden producir una vida buena”.2

Por ello es importante explorar las maneras como la sociedad y las estructuras que nos envuelven se proyectan en nuestra conciencia y operan el ajuste robotizado a las mismas.

Erich Fromm, profundo psicoanalista, quien trató de articular las intuiciones más valiosas de su maes-tro Freud con aportes valiosos de Karl Marx, en su libro: “Más allá de las cadenas de la ilusión” 3, trata de llenar un vacío que quedó en la teoría marxista, al no explicar cómo la infraestructura económica de una sociedad se transforma en superestructura ideo-lógica. Ese vacío lo llenó con un aporte del psicoa-nálisis freudiano que él mismo complementó en el concepto de “inconsciente social”.

Según Erich Fromm, la interacción entre la reali-dad y la conciencia no se da de manera directa sino a través de unos filtros, que son los condicionantes que el modelo de sociedad le impone a la concien-cia. Esos filtros permiten que ciertas experiencias de la realidad penetren en la conciencia y que otras no puedan penetrar. Una sociedad atravesada por profundas contradicciones y apoyada en estructu-ras completamente irracionales, sólo puede subsistir mediante esos filtros que reprimen la advertencia de las irracionalidades y las contradicciones.

Habiendo vivido gran parte de su vida como do-cente y psicoanalista en los Estados Unidos, Fromm resaltaba ciertas contradicciones de las sociedades opulentas o capitalistas; por ejemplo: gastar millones de dólares para almacenar excedentes agrícolas, mien-tras millones de personas mueren de hambre; gastar la mitad del presupuesto nacional en armamentos que, de ser utilizados algún día, destruirían el planeta ente-ro; enseñar virtudes cristianas como la humildad y la generosidad en hogares y escuelas, y al mismo tiempo preparar a los jóvenes para tener éxito en una socie-dad que funciona en contravía de esas virtudes; llamar democráticos a sistemas represivos e inhumanos, sólo porque tienen pactos militares con los Estados Uni-dos. Tales contradicciones pueden ser reprimidas en su comprensión o percatación, solamente si se crean una serie de ficciones que llenen las lagunas que esa misma represión produce, de tal manera que la ima-gen de la sociedad logre una mínima coherencia fic-ticia. Algunas de esas ficciones, según Fromm, serían, por ejemplo: defendemos los derechos del individuo; nuestros dirigentes son sabios; somos buenos y nues-tros enemigos son malos, quienesquiera que sean.

– Si hacemos un esfuerzo por detectar algunos de esos filtros en el hoy de nuestra sociedad colombiana, podríamos enunciarlos así:

– hay que defender lo que tenemos, que mucho nos ha costado; aunque sea malo, peor sería desestabilizar-nos (“mejor malo conocido que bueno desconocido”);

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– las desigualdades son ineludibles; una sociedad igualitaria es un imposible histórico;

– los pensamientos, las propuestas y los sueños de los pobres son peligrosos, pues están inspirados en ideologías subversivas;

– lo mejor es olvidar lo pasado, pues la memoria es dañina y perturbadora;

– las víctimas fueron eliminadas porque algo de-bían;

– hay que defender la democracia, los derechos humanos, la justicia, pero sin que ello implique cambiar lo que hemos construido;

– no podemos acabar con las fuentes de ingreso aunque sean corruptas, pues hay que sobrevivir de alguna manera;

– no hay que culpabilizar al Estado por los críme-nes del pasado; muchos de ellos fueron necesarios para lograr cierta estabilidad;

– si se denuncia una violencia hay que mostrar a toda costa que hubo violencias igualmente ilegíti-mas del lado contrario; aferrarse a las simetrías para evitar que se desestabilice o ilegitime el statu quo.

Habría muchos otros filtros similares o derivados, que amortiguan o impiden la advertencia de las irra-cionalidades del sistema y bloquean el ingreso a la conciencia social de muchas percataciones negati-vas de la realidad social.

La mera enunciación de estos filtros y el rastreo que podemos hacer de elementos comunes en ellos, nos revelan que el “inconsciente social” de que hablaba Erich Fromm es una especie de moneda de dos caras:

por la una se lee una oposición férrea a la intromisión en la conciencia de utopías sociales; de otros mundos posibles contrapuestos a la irracionalidad e injusticia del presente, y por la otra cara se dibuja una cosmo-visión centrada en el valor sobredimensionado de la seguridad y de la supervivencia a cualquier precio.

Es evidente que ese inconciente social, reforzado por una ideología positiva de seguridad y superviven-cia, como valores absolutos y absorbentes, tiene meca-nismos muy concretos de confección. El eje de todos ellos es el manejo de medios masivos de información y comunicación. Su privatización en manos de intelec-tuales orgánicos del establecimiento, que defiendan como “libertad de prensa” la libertad de expresión del establecimiento como tal y la libertad de estigmatiza-ción y destrucción sutil de toda oposición al mismo.

Fueron los filósofos de la Escuela de Frankfurt, y especialmente Max Horheimer, los que nos dieron pistas para detectar un profundo viraje en el ejerci-cio de la razón cognoscitiva que se fue afianzando en la modernidad. Horkheimer muestra cómo se fue pasando de una concepción objetiva de la razón, que permitía medir el grado de racionalidad de algo por el grado de armonía con una visión de conjun-to del universo y de la historia. La modernidad, en cambio, fue imponiendo una concepción subjetiva de la razón, la cual se fue centrando en el aspecto formal del funcionamiento del entendimiento, o sea en la capacidad de clasificar, inferir y deducir, sin importar ya los contenidos; se fue convirtiendo en una racionalidad calculadora arrastrada por afanes de eficacia y por ello se definió como razón instru-

El quiebre jurídico que significó la reelección presidencial por mecanismos corruptos a los más altos niveles; el hecho de permanecer

un porcentaje tan elevado de congresistas y altos funcionarios en prisión o sometidos a procesos por corrupción, paramilitarismo y crímenes de

lesa humanidad; la existencia de estrategias tan criminales y con tan elevado número de víctimas, como la de los “falsos positivos”, todo ello

repercute y se proyecta en la crisis política del país como un problema de legitimidad de las instituciones, que a su vez queda atravesada por el

conflicto armado y la polémica sobre las estrategias para superarlo, ya por salidas militares, ya por salidas dialogadas o políticas.

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mental, reducida al ejercicio de articular medios con fines parciales en orden a la eficacia. Esa razón calculadora, se va agotando en los medios y para ella van perdiendo importancia las globalidades y las utopías. Por ello su horizonte de fines se empobrece progresivamente hasta reducirse al fin de la auto-conservación o supervivencia, lo que se traduce en el sacrificio de todo a la seguridad.

Una de las consecuencias que señalan con gran acierto los filósofos de Frankfurt, es que el impulso mímético, ese impulso psíquico [imitativo] que en las primeras etapas de la vida es fundamental para asimilar el lenguaje y la cultura del entorno, pero que luego debe dar paso a la personalidad libre y soñadora, ese impulso sufre una regresión y defor-mación evidentes, por fuerza del empobrecimiento total del horizonte de los fines, y se concentra en un impulso de ajuste a la realidad tal como está con-figurada e incluso a los caudillos que la dominan. Para los filósofos de Frankfurt, allí está sin duda la raíz más profunda del nazismo.

Fue el genio sociológico de Max Weber quien, luego de observar en profundidad la racionalidad típica de los comportamientos colectivos, sociales y culturales, llegó a desagregar también los ejerci-cios de la razón en campos irreductibles el uno al otro, que él llamó esferas culturales de validez, cada uno de los cuales tiene como eje un principio de legitimidad suprema, diferente de los de los otros. Así, la esfera cognoscitiva tiene como principios la verdad y el éxito; la esfera ético práctica tiene como principio la rectitud normativa, y la esfera estético expresiva, la belleza y la autenticidad.

Pero Weber señala, en convergencia con los filó-sofos de Frankfurt y con Erich Fromm, que la moder-nidad desequilibró la esferas culturales de validez y logró que la razón instrumental, eje de la esfera cog-noscitiva, invadiera los otros campos y los dominara y sometiera, produciendo así una sociedad deforme y monstruosa, en la cual hasta los valores más sagra-dos se volvieron funciones del mercado. En ese pro-ceso se da la ruptura entre derecho y ética y entre economía y ética. La ética es expulsada del derecho y expulsada de la economía, y se le prohibió incidir y orientar las decisiones prácticas de la economía y el derecho. Allí debe imperar solamente la razón instrumental, calculadora.

Hace pocas semanas, (semana del 17 al 21 de ene-ro de 2011) en el programa radial de opinión “Hora veinte”, se reprodujo un comentario del actual minis-tro de Hacienda, Juan Carlos Echeverry, quien calificó con un verbo de claras connotaciones éticas (el verbo “abusar”) la práctica de los bancos de cobrar cuotas excesivas por sus más mínimos servicios. Todos los in-telectuales presentes en dicho programa de opinión protestaron enérgicamente por el calificativo del Mi-nistro e insistieron en que un juicio sobre fenómenos económicos no puede formularse sino en términos de ganancias o pérdidas, de éxitos o fracasos, pero jamás en lenguajes éticamente descalificadores. El divorcio entre economía y ética era más que evidente en ese grupo representativo del establecimiento.

Es cierto que el filósofo Jürgen Habermas criticó fuertemente la lectura que Weber hizo del dere-cho en la modernidad, señalando en él un cambio de polaridad racional, al haber pasado de la esfera

La llamada “libertad de prensa” es la mayor ficción dentro de las falsas democracias. Sólo ha contribuido a convertir el derecho a la información y a

la comunicación entre los ciudadanos, de servicio público que debería ser, en un privilegio de los más grandes conglomerados económicos, que acceden así

al manejo o manipulación de los imaginarios colectivos y a imponer lecturas manipuladas de la realidad, en servicio a intereses económicos, políticos e

ideológicos de capas dominantes, a través de técnicas mediáticas muy sofisticadas, en las cuales se atrincheran los mecanismos más anti-éticos de alienación de las

conciencias y de manipulación ideológica de las masas.

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ético práctica, a la de la racionalidad instrumental, convirtiéndose en técnica al servicio del dinero y del poder. Habermas ha tratado de relegitimar el dere-cho dentro de la “razón comunicativa” [que para él reemplaza el paradigma de la razón práctica], como algo que se va confeccionando en un proceso dialo-gal y democrático, pero no cae en cuenta, a mi modo de ver, que en la modernidad la comunicación y la información han llegado a ser las mercancías más co-tizadas y por lo tanto las que más resultan sumergidas en la racionalidad instrumental y cuyo manejo se ha colocado más en los antípodas de la ética.

Ese divorcio, constatado principalmente por Max Weber, entre la ética y el derecho, nos lleva a concen-trarnos ahora en la segunda manifestación de la crisis que nos envuelve: la crisis jurídica del país.

Son muchas las manifestaciones de esta crisis. Aun-que en sus constituciones Colombia se haya definido como un “Estado de Derecho”, y en la última como “Estado Social de Derecho”, en su aparato institucio-nal han predominado más las prácticas violatorias del derecho que la letra de su Constitución y de sus leyes.

La Constitución del 91 quiso ser un ‘pacto de paz’ y, con grandes lagunas, diseñó una institucionalidad más o menos democrática, si bien la Asamblea Cons-tituyente fue sometida a presiones extorsivas para que no reformara el estatus de la fuerza pública y para que proscribiera la extradición, dejando tam-bién los campos de la economía y de los derechos económicos y sociales en gran ambigüedad e inefi-cacia. Pero hoy se contabilizan cerca de 40 reformas que han hecho de ella una colcha de retazos con enormes contradicciones internas e incoherencias.

El desarrollo legislativo ha estado lejos de reflejar expresiones de voluntad ciudadana. Las leyes las ne-gocia el ejecutivo con las bancadas de los partidos ami-gos –siempre en mayoría– en desayunos de palacio y los vínculos de los congresistas con sus electores son nulos, a no ser para las diligencias de mercantilización de los votos y sus pagos burocráticos. La más profunda preocupación de las capas conscientes es que la apro-bación de las leyes esté en manos de grupos tan liga-dos al crimen y a la corrupción, lo que necesariamente se refleja en las leyes que aprueban.

Una institucionalidad tan frágil y corrupta tuvo en el período anterior una crisis más de fondo en la coyuntura de las reelecciones presidenciales. Hoy día, las mismas confesiones de los protagonistas y los expedientes de las altas cortes evidencian que ese

manejo fue absolutamente corrupto. Sin embargo la Corte Constitucional refrendó el acto legislativo 02 de 2004, dando vía libre a la primera reelección me-diante la sentencia C-1040/05, y se inhibió de re-visarlo y anularlo mediante el auto 156/08, a pesar de que la sentencia 173/08 de la Corte Suprema le demostró que dicho acto legislativo era inválido en cuanto sustentado en un delito comprobado.

Es incomprensible que un salvamento de voto tan exhaustivamente fundamentado y documentado, como fue el del magistrado Jaime Araújo, no haya sido conocido por la opinión pública, siendo comple-tamente silenciado y escondido. El contenido de ese salvamento de voto revela verdaderos horrores de co-rrupción en los más altos guardianes de la base jurí-dica del Estado, hasta hacer afirmar al magistrado, en la introducción de su documento, que ese día en que se aprobó el auto 156, el 2 de julio de 2008, fue un día “en que esta Corte mató al Estado de Derecho”. El magistrado Araújo demostró que no era posible acudir al argumento de “cosa juzgada constitucional”, apoyándose en la jurisprudencia de esa misma Cor-te. También demostró que la aprobación, tanto de la sentencia C-1040/05 como del auto 156/08, habían sido inválidas, si se tiene en cuenta que votaron varios magistrados inhabilitados para ello según el reglamen-to de la misma Corte y los votos válidos no llegaban al mínimo reglamentario. Pero lo más sustancial de sus posición la resume así: “El acto legislativo 02 de 2004 fue originado en un acto jurídico ilícito y delictual, y por tanto también inconstitucional siendo nulo de pleno derecho (…) De lo anterior se concluye que el actual gobierno se encuentra usurpando el poder polí-tico y jurídico, y que por tanto, se encuentra justificada y legitimada la desobediencia civil, ya que los ciuda-danos no estamos obligados a obedecer a un gobierno que fue elegido gracias a un delito, violando las reglas básicas del juego de la democracia y del Estado consti-tucional de Derecho. Así las cosas, no sólo el Presiden-te y el Vicepresidente sino todo el Gobierno, toda la rama ejecutiva, comenzando por los ministros y todos los que han sido nombrados, designados, ternados o candidatizados por el ejecutivo actual, se encuentran en una situación de inconstitucionalidad e ilegalidad y están usurpando el poder político y jurídico, ya que estos últimos han derivado su poder político y jurídico de un gobierno ilegítimo, y en consecuencia todos los actos de gobierno que realicen (…) se encuentran vi-ciados de inconstitucionalidad e ilegalidad …”

Este documento está revelando, además, que la

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Corte Constitucional no escapa a los esfuerzos co-rruptos de cooptación de los poderes de facto. Di-cha Corte alimentó las esperanzas de reconstrucción del Estado de Derecho diseñado por la Constitución del 91, hasta que la corrupción del poder ejecuti-vo encontró posibilidades de cooptarla o tomársela mediante ternas altamente politizadas a su favor. La coyuntura de la reelección representa un quiebre jurídico difícil de reparar.

Pero desde mucho antes de estas coyunturas, yo había llegado a la conclusión de que el Estado co-lombiano era un “Estado esquizofrénico”, y explico este descubrimiento. Durante muchos años acudí a los poderes judiciales y disciplinarios del Estado, buscando justicia y reparación para las víctimas de muchas formas de violencia. En esos años estuve convencido de que vivía en un Estado básicamente democrático, con muchas fallas pero sustentado en un armazón jurídico y político que respondía mal que bien a los parámetros del Estado liberal diseña-do en la Revolución francesa. Sin embargo, cuan-do multitud de denuncias, declaraciones, pruebas y aportes investigativos contundentes al aparato ju-dicial debían producir sus resultados, éstos nunca llegaron y eso me hizo interesar en una observación más a fondo y minuciosa de los mecanismos de im-punidad. Multitud de solidaridades descubiertas en-tre victimarios y funcionarios, fueron dando al traste con mi confianza en la “justicia”. Sobre todo el fe-nómeno del desplazamiento masivo de poblaciones me fue evidenciando que la inmensa mayoría de los desplazadores estaban ligados al Estado y protegi-dos por él, mientras otros funcionarios del mismo Estado representaban la cara caritativa del mismo, repartiendo limosnas mínimas a los desplazados. Cuestioné, entonces, mi propia coherencia, al acu-dir a las dádivas del Estado para aliviar momentá-neamente la situación de los desplazados, cuando al mismo tiempo se me descubría, cada vez con más evidencia, la responsabilidad del Estado en el des-plazamiento forzado. En un primer momento creí que podía identificar dos Estados superpuestos: el uno como respetuoso y guardián del derecho, y el otro como aparato de violencia en el que se seguían las mismas directrices de la “Doctrina de Seguridad Nacional”, que había inundado de sangre otros paí-ses latinoamericanos. Sin embargo, me preguntaba con curiosidad cómo esos dos Estados se articulaban y convivían bajo un mismo techo institucional. Por ello, poco a poco fui cambiando la imagen de los

dos Estados y fui regresando a la del único Estado, pero ahora como centro integrador de dos dinámi-cas contradictorias: la del Estado de Derecho y la de la violencia de una minoría poderosa sobre una mayoría oprimida. La contradicción entre estas dos dinámicas obligaba a buscar referentes en entida-des internamente fracturadas que tratan de ocultar o ignorar sus fracturas. Aquí el yo estatal aparecía profundamente escindido, pero su manera de con-servar su identidad y unidad era negar parte de ese yo y hacerlo aparecer como otro. El referente de la esquizofrenia me ofreció una imagen muy pertinen-te para significar ese yo estatal escindido, confuso, ambiguo, que llega al extremo de creerse otro y de definirse como otro para autoconservarse sin renun-ciar a ninguno de sus componentes contradictorios.

Yo creo que ese modelo de Estado esquizofréni-co, cuyos rasgos los confirmo casi cotidianamente, es una de las consecuencias, en nuestra situación concreta, de la ruptura moderna entre ética y de-recho. En nuestras mismas facultades de derecho la visión predominante es la del positivismo jurídico representado por Kelsen. En su obra clásica, Teo-ría pura del derecho, afirma tajantemente que si alguien pretende evaluar la validez de las normas jurídicas con un criterio de justicia, por ello mismo se coloca por fuera de los criterios fundantes de un orden jurídico, y que si alguien considera el derecho como sistema de normas válidas, tiene que prescin-dir de la moral, y quien considere la moral como un sistema de normas válidas, tiene que prescindir del derecho.4 El afán de reducir el derecho a una técni-ca axiológicamente neutral, facilita su manipulación política y proyecta la esquizofrenia en la vida misma de los agentes judiciales. Tras el formalismo jurídico de los fallos no es difícil descubrir, ordinariamen-te, los intereses políticos de los falladores, quienes combinan magistralmente sus prácticas punitivas e impunitivas de acuerdo a estrategias políticas que les permitan ascender en las escalas del poder.

En un contexto de violencia como el que vivi-mos en Colombia, la ruptura entre ética y derecho les permite a los agentes del derecho acomodar sus estrategias jurídicas al objetivo de la supervivencia, activando intensamente la racionalidad calculadora o instrumental. Y en esos juegos de racionalismos pragmáticos, los funcionarios del derecho tienen que enfrentarse primordialmente a la judicialización de las cadenas de violencia. Por ello es interesante mencionar aquí los estudios de René Girard, paleó-

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grafo francés, cuando compara el sistema sacrificial de las sociedades primitivas con el sistema judicial de las sociedades modernas, en su idéntico empeño de frenar las cadenas infinitas de retaliaciones que amenazan destruir cualquier sociedad. La técnica del sacrificio consistió en encontrar una víctima de la venganza que no pudiera ser vengada, y esa fue la figura del “chivo expiatorio”, profundamente mi-tificada y teologizada. La técnica del sistema judicial consistió en reemplazar a la parte ofendida por un organismo, teóricamente independiente de las víc-timas y totalmente soberano que monopolizara la venganza y cuyas decisiones no pudieran ser venga-das. En el sacrificio, la víctima no podía ser venga-da porque no era la culpable; en el sistema judicial la víctima sí es, en principio, la culpable, pero la autoridad del vengador tiene que ser apabullante para impedir toda retaliación. En ambos sistemas la venganza se racionaliza construyendo una cámara oscura que proteja la violencia de las miradas o aná-lisis de las gentes del común y esa cámara hay que envolverla en un ropaje de misterio, de sacralidad y de temor. Pero, como subraya Girard, en el sistema judicial ese misterio funciona solamente si está ligado a un poder fuerte que le permita ahogar la violencia en la misma medida en que la monopoliza. Por ello, de la cámara oscura la violencia sale fraccionada en una violencia legal y una ilegal; en una sagrada y otra maldita. El éxito de ambos sistemas radica en quitarle transparencia a la violencia (la cámara oscura) y con-vertirla en ideología o teología, evitando una solución racional donde las causas de las violencias se puedan enfrentar y solucionar en la transparencia.

La “reserva del sumario” o el secreto que envuelve el desarrollo de los expedientes, lejos de constituir hoy día una protección para evitar la manipulación de las pruebas, sirve para todo lo contrario: para manipular las pruebas ajustándolas a los intereses políticos. El ma-nejo secreto permite, además, que los funcionarios del derecho consoliden su esquizofrenia, haciendo que el expediente produzca por sí mismo una supuesta “ver-dad procesal”, mientras más se substraiga a las con-frontaciones de la realidad real.

El involucramiento en numerosos casos judiciales, ya como denunciante, ya como testigo, ya como parte civil en nombre y representación de personas y co-munidades victimizadas, aduciendo el daño moral que todo esto me ha producido, me permitió, en las últimas décadas, conocer de cerca y desde dentro la podredumbre que se esconde tras muchas reservas de sumarios. Todo eso me llevó, hace un par de años, a presentar una objeción de conciencia irreversible frente a cualquier otra colaboración con la justicia. La fundamenté en una selección de casos de entre los muchos que había conocido, los cuales están citados en su desarrollo fundamental y están abiertos al escru-tinio de cualquier comisión verificadora.

En todo ese contacto con multitud de casos pude percibir una “justicia” casi agotada en la prueba tes-timonial. Pero analizando a fondo el manejo judicial de este tipo de prueba, tuve que llegar a la conclusión de que se la privilegia por su enorme capacidad de ser manipulada, en unos casos mediante la amenaza o el terror y en otros mediante el soborno en multi-tud de formas, permitiendo finalmente ser evaluada bajo el principio de libertad soberana de evaluación

Una gran confusión ha afectado siempre el lenguaje de las negociaciones reales o posibles. No hay conciencia de que toda guerra arrastra una contradicción

ineludible entre sus fines y sus medios y de que éstos son necesariamente perversos (se reducen a: matar, herir y capturar, verbos que agotan el campo de su eficacia, medida en ventajas militares sobre el adversario). Y aunque los fines sean justos,

los medios siempre serán perversos y también los medios de financiación del polo no estatal. A veces se descalifican los medios desde los fines o los fines desde los

medios, sin percatarse de la ineludible contradicción entre ética y eficacia que afronta toda guerra y desconociendo la lógica elemental de cada campo.

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de los agentes judiciales, evaluación que se ajusta a decisiones previamente tomadas en el ámbito de las solidaridades, intereses y chantajes institucionales: si se trata de aplicar decisiones previas de impunidad, el testimonio de cargo aparecerá siempre como “no convincente”, aunque sea contundente, y el testimo-nio de descargo como “plenamente convincente”, así no tenga fundamentos; pero si las decisiones previas son de punición, los principios evaluativos se aplican en sentido contrario.

Una de las experiencias más repugnantes éticamen-te, fue el examen de una serie de procesos penales a que fueron sometidos campesinos de San José de Apartadó, ubicados en el entorno geográfico o de sim-patías de la Comunidad de Paz de San José de Apar-tadó. La síntesis de esos expedientes fue consignada en el libro “Fusil o toga, toga y fusil”, publicado el año pasado. Quise ponerle ese título porque reproduce la amenaza constante que militares, policías y paramili-tares le hacen a la Comunidad de Paz, en sus patru-llajes permanentes por los asentamientos de la Comu-nidad: “los vamos a exterminar; o los judicializamos o los matamos”. Y, de hecho, la combinación de “toga” y “fusil” ha sido permanente. Más de 200 asesinatos en 14 años de existencia de la Comunidad de Paz, se articulan con 124 privaciones ilegales de la libertad y expedientes gigantescos aún no fallados, donde se acusa a más de 200 personas de la zona, mediante testimonios comprobadamente delictivos.

La podredumbre moral que se evidencia en los 20 expedientes analizados me llevó a solicitar a todas las altas cortes del Estado, en enero de 2009, la declara-ción de un estado de cosas inconstitucional. Sin em-

bargo, las altas cortes, luego de deplorar la situación, consideraron que no tenían competencia para enfren-tar ese tipo de casos con la urgencia y la globalidad que se requería. Podría afirmarse, que la mayoría de los principios constitucionales que rigen la justicia pe-nal, así como los principios rectores del Código de Pro-cedimiento Penal, todos fueron desconocidos, como la separación de poderes; la igualdad de los ciudadanos ante la ley; el habeas data; el debido proceso, el prin-cipio de legalidad y la consistencia del sustento pro-batorio. Todos ellos se rigen por la estrategia del “sólo testimonio”, y el testimonio fue convertido, por prin-cipio, en una mercancía. El sistema de recompensas llevó a las brigadas militares, convertidas ilegalmente en agentes judiciales substitutivos de fiscales y jueces, a confeccionar pruebas falsas mediante tarifas diferen-ciales que recompensaban los testimonios, elaborados a la carta por funcionarios de inteligencia militar, de acuerdo con las decisiones que pretendían lograr de fiscales, jueces, procuradores, magistrados y defenso-res cooptados por ellos.

La crisis jurídica del país tiene también dimen-siones internacionales, dado que sobre la estructura jurídica del Estado gravita un derecho internacional, incorporado en la Constitución del 91 y en la juris-prudencia de la Corte Constitucional, pero es letra muerta en el día a día de la justicia interna. Ningún fiscal hasta el momento ha querido darle a los crí-menes perpetrados contra la Comunidad de Paz de San José de Apartadó la tipificación de crímenes de lesa humanidad, a pesar de haberse repetido cente-nares de veces con idéntico libreto durante quince años, como forma de persecución y exterminio a un

La crisis jurídica del país tiene también dimensiones internacionales, dado que sobre la estructura jurídica del Estado gravita un derecho internacional,

incorporado en la Constitución del 91 y en la jurisprudencia de la Corte Constitucional, pero es letra muerta en el día a día de la justicia interna. Ningún

fiscal hasta el momento ha querido darle a los crímenes perpetrados contra la Comunidad de Paz de San José de Apartadó la tipificación de crímenes de

lesa humanidad, a pesar de haberse repetido centenares de veces con idéntico libreto durante quince años, como forma de persecución y exterminio a un

grupo plenamente identificado, llenando así todos los requisitos de tipificación contemplados en el Estatuto de Roma y en los Principios de Nüremberg.

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grupo plenamente identificado, llenando así todos los requisitos de tipificación contemplados en el Es-tatuto de Roma y en los Principios de Nüremberg. El fiscal Mendoza Diago alegó siempre que esa nor-matividad no estaba traducida al derecho interno y que por lo tanto era inaplicable, en contravía de toda la jurisprudencia de la Corte Constitucional. Sin embargo, la misma Fiscalía ha tipificado algunos magnicidios individuales como crímenes de lesa hu-manidad, confesando explícitamente que lo hacen para evitar la prescripción, ante la protesta interna-cional por su impunidad. La incoherencia y corrup-ción salta a la vista también aquí.

Pero la crisis ética y la crisis jurídica se funden en gran parte con la crisis política del país.

El quiebre jurídico que significó la reelección pre-sidencial por mecanismos corruptos a los más altos niveles; el hecho de permanecer un porcentaje tan elevado de congresistas y altos funcionarios en pri-sión o sometidos a procesos por corrupción, parami-litarismo y crímenes de lesa humanidad; la existen-cia de estrategias tan criminales y con tan elevado número de víctimas, como la de los “falsos positi-vos”, todo ello repercute y se proyecta en la crisis política del país como un problema de legitimidad de las instituciones, que a su vez queda atravesada por el conflicto armado y la polémica sobre las es-trategias para superarlo, ya por salidas militares, ya por salidas dialogadas o políticas.

Lo primero que impresiona en la crisis política es que el modelo de Estado y el modelo de sociedad vigentes aparecen profundamente erosionados en su legitimidad y sin embargo no existen movimientos al-ternativos de oposición que convoquen, de manera suficientemente convincente, a quienes objetivamen-te son víctimas de esos modelos.

Si se retoman los indicadores básicos de un régimen democrático, tal como quedaron definidos desde la Revolución Francesa, y se examina su vigencia actual en Colombia, hay que aceptar que estamos muy lejos de ser una democracia. Son 4 los indicadores básicos: separación de poderes; elecciones libres; libertad de prensa y existencia de partidos políticos. Ninguno de ellos tiene existencia real sino ficticia.

La separación de poderes puede existir, en algunas formalidades, a niveles altos, pero entre el poder le-gislativo y el ejecutivo la independencia es ficticia, ya que las leyes se negocian en corruptos intercambios de dádivas, contraprestaciones y cálculos de poder y

se votan por fidelidades entre poderes y no por con-vicciones éticas. La relación entre electores y elegidos es nula en lo que se refiere a criterios legislativos y se reduce al corrupto mercadeo de sufragios. En la peri-feria el poder judicial lo ejerce el ejecutivo a través de las brigadas militares, las cuales cooptan a los agentes judiciales locales o los someten con el fantasma con-tundente del paramilitarismo. Los falsos positivos judi-ciales y militares han respondido a una estrategia del ejecutivo de presentar falsos éxitos en las políticas de seguridad, y a ello se ha sometido el poder judicial.

Las elecciones hace muchas décadas dejaron de ser, si alguna vez lo fueron, un indicador de democracia. Los expedientes de la parapolítica hoy manejados por la Corte Suprema, han dejado en claro que el poder electoral, desde hace muchos años y por muchos aún hacia el futuro, fueron, son y serán un feudo del nar-cotráfico y del paramilitarismo integrados. Las confe-siones minuciosas de quien fuera el responsable de informática en el DAS, Rafael García, no dejan ningu-na duda al respecto. Pero para cualquier observador sociológico era muy claro, desde hace muchas déca-das, que el voto en Colombia es una mercancía que las masas empobrecidas han vendido siempre al mejor postor sin atención alguna a propuestas o programas políticos, siendo la franja conciente de electores muy marginal, sin poder de incidencia real en el conjun-to. Eso ha hecho que el campo electoral sea un feudo controlado por las más altas concentraciones de ca-pital, y entre ellas la ventaja la ha tenido, desde hace mucho tiempo, el narcotráfico.

La existencia de partidos políticos no representa ningún campo de debate ideológico democrático sino un aglutinante de circuitos corruptos de clientelismo, en los cuales se desarrolla el mercadeo de votos y el pago de los mismos en prebendas burocráticas.

La llamada “libertad de prensa” es la mayor ficción dentro de las falsas democracias. Sólo ha contribuido a convertir el derecho a la información y a la comuni-cación entre los ciudadanos, de servicio público que debería ser, en un privilegio de los más grandes con-glomerados económicos, que acceden así al manejo o manipulación de los imaginarios colectivos y a impo-ner lecturas manipuladas de la realidad, en servicio a intereses económicos, políticos e ideológicos de capas dominantes, a través de técnicas mediáticas muy so-fisticadas, en las cuales se atrincheran los mecanismos más anti-éticos de alienación de las conciencias y de manipulación ideológica de las masas.

Hace pocos meses, en una carta que le dirigí a la

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directora del diario El Colombiano, le hice ver cómo sus criterios falsamente informativos, en lo que res-pecta a la Comunidad de Paz de San José de Apar-tadó, se convierten en verdaderos crímenes horren-dos, pues su valoración positiva de fuentes oficiales, la ha llevado a difundir numerosas falsedades y ca-lumnias que han arruinado la imagen, la dignidad y la seguridad de numerosos campesinos inocentes y las de sus familias, sometidos a montajes inmundos, y ni siquiera ha corregido esas informaciones ni re-parado a sus víctimas cuando la justicia en la cual ella cree, absuelve de toda culpa a las víctimas ya estigmatizadas y despojadas de sus precarios bienes y derechos. Esa es la “libertad de prensa”: libertad de mentir y libertad de destruir en su dignidad y derechos a quienes no tienen voz ni dinero ni poder para exigir reparaciones. Libertad de crear a su ama-ño ángeles y demonios, en función de la defensa de un régimen injusto y corrupto.

Lo más dramático de la crisis política del país se podría caracterizar como la ausencia de mecanismos democráticos de corrección o transformación de un sistema injusto y corrupto; de una realidad social que muestra los más altos índices de desigualdad del mundo; que ha eliminado mediante el genocidio a partidos políticos enteros, como la U.P y ha perse-guido y destruido a movimientos sociales enteros; que ha asesinado a 2700 sindicalistas desde 1986 y ha reducido la afiliación sindical, de 14% en 1993 a 3.9% en 2010; que ha favorecido la usurpación de 8 millones de hectáreas de tierras agrícolas, por grupos empresariales escoltados por paramilitares y militares, lanzando al desplazamiento forzado a más de 4 millones de personas; que adoptó, desde hace más de cuatro décadas, la estrategia paramilitar para controlar y eliminar los pensamientos disidentes, causando centenares de miles de víctimas fatales.

La obturación de todo cambio, evidencia aún más la crisis política y tiene varios mecanismos. El más eficaz de todos es el control de la información y la comunicación por el establecimiento; hoy en Colombia los más grandes medios han sido compra-dos por capitales transnacionales. Otro es el aparato judicial corrupto y cooptado por el poder ejecutivo, que judicializa los brotes de oposición revistiéndo-los de insurgencia. Otro es el paramilitarismo que, en unidad de acción con la fuerza pública, elimina la oposición y aterroriza a todo su entorno social.

Y esa obturación es la que ha servido de incentivo y motivación central a los movimientos insurgentes.

En sana lógica, la salida no debería ser la destruc-ción militar de la insurgencia sino la apertura de ca-nales democráticos por donde se pueda consensuar una serie de transformaciones que permitan superar las injusticias más protuberantes y las formas de co-rrupción más escandalosas.

Sin embargo, la realidad nos muestra que la di-rigencia del país ha buscado y busca otros derro-teros, como negar el conflicto; desconocer todo objetivo político a la insurgencia, al mismo tiempo que acusa a todo brote de protesta y a todo movi-miento social de estar impulsado por la insurgen-cia, para poderlo ilegalizar y destruir; o, finalmen-te, la destrucción militar.

En las últimas tres décadas se ha intentado, inter-mitentemente, buscar salidas políticas o negociadas al conflicto. Sin embargo, los negociadores, fuera del primer grupo que correspondió al Gobierno de Betancur (1983-84), han tenido el propósito firme de no permitir que los diálogos se ubiquen en cam-pos éticos o de justicia, desviándolos más bien a campos pragmáticos de contraprestaciones econó-micas y jurídicas como pago a la desmovilización. Así se han dejado siempre vivas y fértiles las raíces del conflicto, el cual se sigue reciclando sin fin.

Una gran confusión ha afectado siempre el len-guaje de las negociaciones reales o posibles. No hay conciencia de que toda guerra arrastra una contradicción ineludible entre sus fines y sus me-dios y de que éstos son necesariamente perversos (se reducen a: matar, herir y capturar, verbos que agotan el campo de su eficacia, medida en ventajas militares sobre el adversario). Y aunque los fines sean justos, los medios siempre serán perversos y también los medios de financiación del polo no es-tatal. A veces se descalifican los medios desde los fines o los fines desde los medios, sin percatarse de la ineludible contradicción entre ética y eficacia que afronta toda guerra y desconociendo la lógica elemental de cada campo.

Y otra confusión o encubrimiento que ha afecta-do siempre las negociaciones de paz ha sido el no reconocimiento de la estrategia paramilitar del Es-tado, que desconoce todas las normas de la guerra consignadas en el Derecho Internacional Humani-tario y que bloquea toda posibilidad de negocia-ción, ya que el paramilitarismo se ha reciclado sin cesar bajo diversos nombres y estatutos.

Para terminar, y adelantándome a seguras pre-

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guntas sobre la esperanza, quiero confesar que no soy optimista y que no vislumbro a corto ni a mediano plazo ninguna salida a la barbarie. Como cristiano y como sacerdote, he reconfigurado mi concepción de la esperanza, pues he comprendido que su concepto tradicional estaba muy adulterado al apoyarse en dos columnas que a mi juicio no son cristianas: el éxito y la recompensa. Creo que una lectura en profundidad del Evangelio nos invita a reconfigurar la esperanza como la identificación con unos valores que valen por sí mismos, así estén abocados a fracasos históricos; su validez no de-pende de ningún éxito ni de ninguna recompensa sino de la profunda fruición que otorga la identifi-cación con su escueto y desnudo valer.

Con todo, me asiste la convicción de que es po-sible iniciar un proceso prolongado de reflexión nacional, de diálogo y de planeación consensuada de transformaciones económicas, políticas y socia-les, que lleven a superar los niveles tan escandalo-sos de injusticia, exclusión, corrupción y barbarie. Pero creo que un tal proceso debe estar precedido, como condición sine qua non, de un nivel funda-mental de democratización de la información y de la comunicación entre los ciudadanos, especial-mente entre las bases populares, adoptando leyes que regulen de una manera más justa y humana el derecho a la información, a la comunicación y a la expresión, y las conviertan, de mercancías envi-lecidas, en servicios públicos democratizados. Sin esto, no vería posible ningún paso sólido hacia la democracia ni a la superación del conflicto.

Medellín, Universidad de AntioquiaMayo 13 de 2011

Notas

1. Ideas de Rousseau tomadas de su Discurso sobre las ciencias y las artes, y de su Discurso sobre el origen de la desigualdad, Edit Porrúa, México, 1998. El texto de Camilo Torres, de “Cristianismo y revolución” (antología de sus es-critos, Era, México, 1970, pág. 448).

2. Estas ideas de Russell están tomadas de sus obras: “Re-ligión y ciencia” (Fondo de Cultura Económica, 1994, cap. IX) ; “Sociedad humana: ética y política”, (Ediciones Cá-tedra, Madrid, cap. I); y “Por qué no soy cristiano” (Edit. Hermes, México, 1996, cap 3).

3. Edit. Herrero Hermanos, Sucs, S. A., México, 1968.

4. Cfr. Kelsen, Hans, Teoría pura del derecho, Porrúa, Mé-xico, 1991, pág. 331

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Soy consciente de la responsabilidad que implica tomar la palabra en esta cátedra. Si bien no logré conocer personalmente el Doctor Abad Gó-mez, sabía de su prestigio y de su papel como defensor de los derechos humanos. Había estado con relativa frecuencia en Medellín durante esos años, y me gol-peó el anuncio de su asesinato, así como me golpeó, en los años siguientes, el anuncio de tantas otras muer-tes, entre las cuales, algunos amigos cercanos.

Esta charla no pretende abarcar todos los aspectos crueles de los fenómenos de violencia que Colombia ha padecido durante las últimas décadas y continúa

Prácticas de crueldad en el conflicto interno colombiano

PorDaniel Pecàut

Texto de la intervención del profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Socia-les de París y Estudioso de la Problemática Colombiana, Daniel Pecàut, el 14 de abril de 2011en la Cátedra de Formación Ciudadana Héctor Abad Gómez, en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia.

La charla no pretende sino analizar las prácticas de

crueldad, tales como masacres, torturas, destrucción de los cuerpos, en el caso

de territorios en disputa, siendo los protagonistas más

frecuentes: los paras, los narcos, las guerrillas, los

miembros de la fuerza pública.

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padeciendo. Las cifras publicadas hace poco por la Fiscalía, sobre homicidios, masacres, desapariciones forzadas, secuestros, torturas, desplazamientos, etc., demuestran que esos fenómenos no tienen nada que envidiarle a los de las peores guerras internas recientes en otras partes del mundo.

No se trata de considerar ni la evolución de con-junto del llamado conflicto armado, ni la naturale-za de los actores armados legales e ilegales, ni las interrelaciones que se tejen entre ellos. No se tra-ta tampoco de evocar los asesinatos políticos indi-viduales o colectivos, las desapariciones forzadas, los secuestros, etc. La charla no pretende sino ana-lizar las prácticas de crueldad, tales como masacres, torturas, destrucción de los cuerpos, en el caso de territorios en disputa, siendo los protagonistas más frecuentes: los paras, los narcos, las guerrillas, los miembros de la fuerza pública.

La tesis que quiero sostener es que, a diferencia de muchos otros ejemplos de conflictos internos, estas prácticas raras veces obedecen a una oposición ami-go-enemigo estable, no siempre en lo que se refiere a los agentes armados, menos todavía en lo que se re-fiere a la población civil. En cuanto a esta población, en la gran mayoría de los casos no existe ninguna división previa, más bien una situación de indiferen-ciación. Las prácticas de crueldad apuntan en esas condiciones a imponer una división arbitraria donde no existía. En resumen, a diferencia de los conflictos internos, en los cuales se pueden distinguir entre un «nosotros» y los «otros», en Colombia las prácticas de crueldad sirven para inventar fronteras, dentro de la población, donde no las había.

1. Describir las prácticas atroces mismas no ayu-da mucho a entenderlas, no han cambiado mucho desde las guerras de la antigüedad hasta las de aho-ra. Las fotografías que aparecen en el libro sobre la Violencia de los años 50 podrían ser las mismas para los fenómenos de violencia recientes. Al des-cribir los cuerpos mutilados se corre el riesgo de la complacencia. Tal riesgo surge cuando no se contex-tualizan las situaciones, ni las lógicas de los actores, como, me parece, es el caso en las obras de Wol-fgang Sofsky.

Los que acometen estos actos no son locos ni per-versos. En su libro sobre Eichmann, Hannah Arendt subraya hasta qué punto el responsable del exterminio de millones de judíos es un «hombre ordinario» que actuó sin ser consciente de que estuviese transgredien-do los valores éticos que le habían sido inculcados.

También los agentes hutus del genocidio tutsi estaban convencidos de haber cumplido las tareas que se les asignaban. En casi todos los casos de masacres de ma-sas, los asesinos actúan en función de lo que les parece racional para conseguir objetivos socialmente acepta-dos, al menos por el grupo del cual hacen parte.

Los estudiosos de las masacres de masas suelen mostrar que, para que se den masacres de masas, es preciso que, más allá de una oposición política «ami-go-enemigo» que, según Carl Scmitt, sería la «esencia de lo político», se llegue a percibir al «enemigo» como un «otro» radicalmente diferente, como fue el caso de los nazis en relación con los judíos. Ahora bien, no siempre esa referencia a un «otro radicalmente dife-rente» antecede las prácticas de masacres. No faltan los casos de coexistencia pacífica entre los hutus y los tutsis, tampoco entre serbios de Bosnia–Herzegovina y los bosniacos. En tales casos, la visión del diferente como un «otro» radical es el producto de un trabajo de propaganda previa, así como de las mismas prácticas de crueldad llevadas a cabo por los grupos armados.

La propaganda puede remitir a un amplio corpus ideológico, como fue el caso del antisemitismo nazi. No siempre este es el caso: en otras situaciones se trata de la activación circunstancial de elementos nacionalistas, étnicos, regionalistas, que destruyen los lazos de coexistencia y alimentan formas de te-rror y de miedo, que consiguen llevar a lo oposición «amigo-enemigo» hasta prácticas de destrucción de parte de uno de los grupos armados.

En las coyunturas de masacres de masas, el «otro» no siempre es tal por «naturaleza», como lo afirman

...a diferencia de los conflictos internos, en los

cuales se pueden distinguir entre un «nosotros» y los «otros», en Colombia las

prácticas de crueldad sirven para inventar fronteras, dentro de la población,

donde no las había.

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los victimarios. A menudo se trata del considerado como un traidor o un sospechoso que, si bien com-parte las mismas características de los victimarios, pa-rece poner en duda sus objetivos. Las masacres de masas que acompañaron las grandes revoluciones, la francesa o la rusa, para no citar sino estas dos, es-tuvieron acompañadas de un momento en que los masacrados eran los compañeros de la víspera. Aquí también se van elaborando fronteras entre los unos y los otros, pero van cambiando según los momentos.

Sería sin embargo un error pensar que la «ideo-logía» o la «propaganda» lo explican todo, tampoco las políticas concebidas desde arriba. Los estudios históricos demuestran que no todos los agentes de las atrocidades actúan por fanatismo ideológico, ni se comportan como ejércitos unificados, tampo-co obedecen a consignas formuladas por el poder central: entran en juego múltiples redes locales de poder que aprovechan las circunstancias para forta-lecer su control. Sin olvidar los arreglos de cuenta y las venganzas dentro de la población civil, que en-cuentran la oportunidad de expresarse en el con-texto de crisis. No hay estrategias centralizadas de terror institucional que no vayan acompañadas de modalidades descentralizadas de terror.

2. Para volver al caso colombiano, me parece que el mejor punto de partida es contrastar las atrocidades de la Violencia de los años 50 con las de las décadas re-cientes. Una vez más, en cuanto a sus formas materia-les, las prácticas atroces no difieren mucho. También se parecen en el hecho de que revisten modalidades regionales muy variadas en función de estructuras eco-nómicas y sociales locales. Lo que difiere, sin embar-go, es su hilo conductor, su racionalidad, su sentido.

Más allá de las diferencias regionales, la primera Violencia tiene como hilo conductor la división parti-dista. Son muy pocas, casi ausentes, las bandas arma-das que no eran leales a las identidades partidarias. En algunos casos, esto se combinaba con un pasado de conflictos sociales agrarios y tendía a autonomizarse de la influencia de los dirigentes políticos locales, pero sin que desaparecieran por completo los vínculos con los dos partidos. Es decir, que se daba una clara oposi-ción « ami-enemigo » que venía desde arriba pero se extendía hasta los participantes de abajo.

Una oposición que no era propia de los agen-tes violentos consistía en que gran parte de la so-ciedad también estaba atravesada por identidades partidistas. Lo cual explica que no faltaran ejemplos de antagonismos entre veredas vecinas, y que, aún

frente a los abusos de las cuadrillas y más tarde de los bandoleros, prevalecía cierta solidaridad de la población con ellos.

Es más, esa división ponía a menudo en juego una relación con lo sagrado, en la medida en que muchos de los obispos, así como Laureano Gómez, considera-ban el liberalismo como pecado. Así que, de parte en parte, muchas prácticas atroces se realizaban a manera de «sacrilegios», o de respuestas a «sacrilegios».

Así las cosas, sí hay muchas razones para afirmar que las masacres y otras atrocidades remiten a la cons-trucción de un «otro» que, si bien no se define en tér-minos étnicos o regionalistas, tampoco se limita a un simple criterio político, ya que la dimensión religiosa le da un sustrato más profundo.

Sin embargo, no se puede ignorar que, más que todo en la fase tardía, las prácticas atroces se volvie-ron una rutina. De ahí que se borrara poco a poco la memoria de la violencia partidista, y que no hubiese quedado sino el lugar común según el cual la histo-ria colombiana se ha regido siempre por la violen-cia. La precariedad del Estado-Nación, en su sentido «objetivo» y simbólico, implicaría que las relaciones sociales no obedecieron a normas institucionales sino a la competencia entre redes privadas de poder económico y político.

3. Continúo ahora con los fenómenos de violencia recientes. No puedo entrar en el debate sobre si hay que enfatizar en la continuidad o más bien la disconti-nuidad, respecto al episodio de violencia anterior.

Los estudiosos de las masacres de masas suelen mostrar que, para que se den masacres de

masas, es preciso que, más allá de una oposición política «amigo-enemigo» que, según Carl Scmitt, sería la «esencia de lo político»,

se llegue a percibir al «enemigo» como un «otro» radicalmente

diferente, como fue el caso de los nazis en relación con los judíos.

Prácticas de crueldad en el conflicto interno colombiano

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La pregunta que quiero plantear es más sencilla: ¿hasta qué punto se puede considerar que las prác-ticas atroces recientes remiten a una representación del conflicto que desemboca en la construcción del enemigo como un otro radical? Lo repito, no me refiero al conjunto de los asesinatos, me refiero a las atrocidades, en las zonas de disputa, entre varias organizaciones armadas, ilegales o legales. Fuera de mi propia experiencia al recorrer el país, figuran en-tre mis fuentes los informes presentados por el Gru-po de Memoria Histórica.

Mi observación inicial es la siguiente: es induda-ble que existe un conflicto armado entre guerrillas y los que las combaten: paras, fuerza pública, nar-cotraficantes, etc. Tal conflicto llegó a su momento culminante entre 1997 y 2005. Ahora bien, no se puede ignorar que desde hace tiempo existen inte-rrelaciones más complejas entre los actores arma-dos. No es propio de los paras tener relaciones es-trechas con los narcotraficantes, hasta llegar a no ser más que una expresión de estos últimos. Las gue-rrillas y las bandas urbanas también tienen relacio-nes con los narcotraficantes. La fuerza pública está comprometida con muchas actuaciones de los paras y a veces de los narcos. Las bandas urbanas tienen alianzas cambiantes con los unos y con los otros. En la actualidad vemos cómo esas interrelaciones están presentes en departamentos como Nariño o Norte de Santander, pero hace tiempo que existen. Lo cual implica que, si bien el conflicto continúa, no siempre es fácil trazar fronteras nítidas entre lo que remite al antagonismo político-militar y lo que remite a rivalidades y peleas que no presentan ca-rácter político, o si lo tienen, son muy indirectas. Basta recordar que los grupos narcos figuran entre los protagonistas claves, ya que influyen sobre los otros actores, pero no necesariamente tienen obje-tivos políticos.

No se puede considerar tampoco que los acto-res armados se comporten en función de ideologías asumidas. Ni los paras ni los narcos han tenido un discurso ideológico. No se puede considerar como tal la afirmación de Carlos Castaño según la cual los verdaderos enemigos eran los «guerrilleros en civil», expresión que no dejó de tener mucho impacto en su momento y después, cuando se llegó a considerar que todo grupo contestatario era aliado de la guerri-lla. Uno puede preguntarse hasta qué punto las gue-rrillas continúan teniendo un discurso ideológico.

Es decir, la multiplicidad de actores, las interre-

laciones entre ellos, la mezcla de objetivos econó-micos con objetivos de otra índole significa que no se mantiene fácilmente el concepto del «enemigo» como «otro radical». Los fenómenos de violencia adquirieren un aspecto más prosaico.

El componente religioso ya no está presente. La sociedad colombiana se ha convertido en una socie-dad secularizada. Si no faltan masacres como las de El Salado o la de Mapiripán que parecen sacrilegios, son, más bien, parodias de sacrilegios. Se cuenta que los asesinos se emborrachaban o jugaban fútbol con las cabezas, como si quisieran cometer un sacrilegio contra la noción de sacrilegio.

La semejanza o la indeferenciación, caracterizan en gran parte a los miembros de todos los grupos ar-mados. El perfil social del joven para o del joven nar-co de Urabá, no es muy diferente del perfil social del joven guerrillero de la misma región.

Tampoco faltan los casos en los que guerrilleros se vuelvan paras o narcos, constituyen un porcentaje muy significativo de esas organizaciones. Volveremos sobre el sentido de ese transfuguismo más adelante, al aludir al significado de los «sapos».

Ahora bien, la semejanza o la indiferenciación son rasgos que valen mucho más para la población de zo-nas en disputa. En muchas de esas zonas, la mayoría de los habitantes no tienen preferencias previas por un grupo o el otro, tienen más bien que adaptarse al que llega o controla el territorio.

Las prácticas de atrocidad se producen cuando un grupo intenta asegurar el control o desplaza al

...es indudable que existe un conflicto armado entre

guerrillas y los que las combaten: paras, fuerza

pública, narcotraficantes, etc. Tal conflicto llegó a su momento

culminante entre 1997 y 2005. Ahora bien, no se puede ignorar que desde hace tiempo existen interrelaciones más complejas

entre los actores armados.

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grupo que tenía anteriormente el control. No están destinadas sólo a imponer marcas sobre los cuerpos, sino a imponer fronteras que separen a las poblacio-nes que no son diferentes. Las prácticas destinadas a inducir diferenciaciones donde no existían, no son menos atroces que las dirigidas contra un supuesto «otro», porque precisamente los actos sustituyen las palabras para calificar quiénes deben ser víctimas. Por tanto, no conllevan sólo a la aplicación del te-rror, ni producen solo desplazamientos forzados. Más aún, no significa pura y sencillamente que los individuos estén desposeídos de su relación con el espacio y el tiempo, de su capacidad de ser suje-tos, significa también la imposibilidad de cualquier acción colectiva o autónoma, ya que el grupo ar-mado se cuida de aceptar conductas que no estén impuestas por él. Significa, en definitiva, la ruptura de los lazos sociales preexistentes, así como el reino de la desconfianza, incluso entre vecinos. De ahí el fracaso frecuente de tantas tentativas de resistencia, desde las comunidades de paz de Urabá, hasta, des-graciadamente, las de las comunidades indígenas del Cauca en los últimos meses.

Paso ahora a referirme al fenómeno de los «sapos». El fenómeno alude al hecho de que no faltan a menu-do los miembros de los grupos armados, ingresados en las mismas comunidades, que se encarguen de de-nunciar a sospechosos de simpatía con otros grupos, o peor aún, los que cambiaron de bando y denuncian anteriores apoyos.

El fenómeno de los sapos también se relaciona con el hecho de que, como lo dijimos más arriba, los habi-tantes no tienen otra alternativa, sino la de adaptarse.

Dado que la sociedad colombiana se ha vuelto

mucho más que antes una sociedad de individuos, es inevitable que en todas las comunidades algunos intenten satisfacer motivos personales, a veces de venganza contra el vecino, otras veces ambiciones económicas, u otras colaborando con el grupo que tiene el poder local. Se sabe que los «sapos» son los que a menudo están en el origen de las masacres. Para dar cuenta de esa situación, algunos autores hablan de « zona gris », retomando el término de Primo Levi, a propósito de los campos de concentra-ción. Tengo que decir que no me parece adecuado el uso de ese término, pues no se trata en Colombia de un conflicto en el cual el destino final de todos, incluso de los que buscan aprovechar una zona gris, sea la exterminación. Y si se mantiene en un sentido atenuado el uso de esta noción para el caso colom-biano, pronto se va a llegar a la creencia de que el conjunto del territorio colombiano es una zona gris, lo cual le quitaría pertinencia a la noción.

Las prácticas de atrocidades en Colombia, casi siempre siguen siendo «instrumentales», con objetivos precisos. No es casualidad que si las masacres raras ve-ces sobrepasan un balance de 20 a 30 víctimas, apun-tan a blancos específicos (mientras que en Bosnia y en Ruanda no faltaron masacres de un centenar o más de personas). Pero si en algún momento disminuye el número de masacres, porque los victimarios maten a las víctimas de manera selectiva, ¿evitarán que sus crí-menes se cataloguen como masacres?

4. Queda el interrogante, cómo es posible que «individuos» normales cometan semejantes actos de barbarie.

• La respuesta que proponen muchos analistas en-fatiza sobre el conformismo. La afirmación de Arendt

Las prácticas de atrocidad se producen cuando un grupo intenta asegurar el control o desplaza al grupo que tenía anteriormente el control. No están destinadas sólo a imponer marcas sobre los cuerpos, sino a imponer fronteras que separen a las poblaciones

que no son diferentes. Las prácticas destinadas a inducir diferenciaciones donde no existían, no son menos atroces que las

dirigidas contra un supuesto «otro», porque precisamente los actos sustituyen las palabras para calificar quiénes deben ser víctimas.

Prácticas de crueldad en el conflicto interno colombiano

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sobre la normalidad de Eichmann se puede entender apuntando al tema del conformismo.

• El experimento realizado por el sicólogo Stan-ley Milgram corrobora esa representación: parece demostrar que cualquier individuo puede infringir sufrimiento a otros individuos una vez que estén convencidos que no hacen sino obedecer consignas de expertos científicos, quienes les hacen creer que están contribuyendo a una investigación científica.

• El estudio del historiador Robert Browning, Or-dinary Men: Reserve Police Battalion 101 and the Fi-nal Solution in Poland, muestra cómo miembros de un batallón de reservistas alemanes fueron capaces de matar a millares de judíos, sin ser fanáticos nazis, incluso a pesar de que se les ofreció la posibilidad de rechazar su participación en las masacres. Según Browning, la explicación consistiría otra vez en el deseo de quedar bien con sus compañeros, al hacer lo mismo. Treinta años después, frente a un tribunal, reconocieron que les fue difícil cumplir la tarea en un principio, pero que poco a poco lo consideraron como cualquier tarea en situación de guerra.

• En el caso del genocidio de los tutsi, algunas encuestas revelan que los masacradores dicen ha-ber realizado simplemente tareas que no les planteó problemas morales, ni durante ni después.

• Ahora bien, las tesis del conformismo se prestan a críticas fuertes. Ignoran la actividad de propaganda ideológica previa, dirigida no sólo a los ejecutores sino a sectores importantes de la población, cuando no a la mayoría, para persuadirlos de la necesidad de eliminar grupos peligrosos. De esta manera, los ejecutores estaban convencidos de actuar conforme a la opinión de muchos de sus conciudadanos y de los intermediarios políticos locales, así que lo que hacían estaba justificado.

• En el caso de Colombia, no me parece convin-cente la noción de «conformismo». ¿«Conformismo» en relación a qué? La oferta de organizaciones vio-lentas es tan extensa y tan cambiante que la noción de conformismo es insuficiente.

• Tanta multiplicidad de oportunidades hace que no pueda existir entre los miembros de los grupos objetivos compartidos de manera durable. Los nar-cos, para hablar otra vez de ellos, inauguraron, en muchos aspectos, el uso de atrocidades para los arreglos de cuenta entre ellos mismos. Esto continúa hasta el día de hoy. El momento de arreglo de cuen-tas entre narcos no ha dejado de influir los métodos

de enfrentamiento entre guerrillas y paras, así como entre bandas urbanas, etc.

• Lo que prevalece en muchas regiones del país, son más bien “micro-sistemas” normativos de po-der sumamente fluidos, definidos sobre la base de cada grupo o subgrupo organizado, pero que es a menudo tan inestable que más que de conformismo se trataría de casos de obediencia muy transicional. Basta pensar tanto en las bandas urbanas, como en muchos grupos paramilitares.

• Habría que preguntarse hasta qué punto estos “micro-sistemas normativos de poder” no contagian el sistema normativo institucional. ¿No será que la corrupción que ha permeado las instituciones estos últimos años, haya contribuido a que las institucio-nes aparecieran en muchos casos como inmersas en un mercado de influencias; es decir, que también las instituciones se volvieron incapaces de definir un horizonte normativo común?

• Puede ser que, a pesar del proceso mencionado de secularización e indiferenciación, lo que conti-núa siendo compartido es lo religioso. Pero lo reli-gioso instrumentalizado en función de los mercados de violencia, esto es, lo religioso en cuanto implica: «Mata que Dios perdona».

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La propuesta de ley “por la cual se re-gula el servicio de la educación superior” que el actual gobierno, por medio del Ministerio de Educación, pre-sentará al Congreso para su aprobación en la legislatu-ra del 2011, produce la impresión de ser dictada por la improvisación. El articulado, si cabe así llamarlo, que comprende 164 artículos, estructurados en XIII Títulos, genera sobre el lector una sensación de confusión y desconcierto. Como una colcha de retazos, o mejor como de un cajón de sastre viejo, se puede introducir la mano y no saber que agarrar con certidumbre.

La legislación es una especie desesperada de conte-ner una crisis profunda acumulada, sin una conciencia siquiera aproximada de las hondas raíces en que ella se ancla, a saber, en los múltiples atrasos y las más insóli-

Reformar la Educación Superior ¿PARA QUÉ?

PorJuan Guillermo Gómez García

Profesor de Letras: Filología HispánicaFacultad de Comunicaciones

Universidad de Antioquia

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tas improvisaciones atropelladas con que en las últimas cuatro o cinco décadas se ha pretendido enfrentar el desafío o desafíos de la modernización universitaria en medio de los efectos más disímiles e inesperados de la “globalización”. Esta legislación o mejor esta propues-ta de reforma a la educación superior no pasa de otro episodio folclórico, por llamarlo eufemísticamente, en que la dirigencia nacional delata su incapacidad de comprender las raíces de esa modernización y el papel que le cabe a la educación superior, a la universidad, en ese complejo proceso mundial. Este tipo de propuestas alegres –y en realidad desesperadas en su inconscien-te impotencia mental– hace parte de la estructura del subdesarrollo y de consentimiento colectivo –de las co-munidades académicas, rectorales, centros de ciencia, etc.– para discutir con un grado de seriedad plausible los fundamentos sociológicos, culturales y epistemoló-gicos, en las instancias de representación concertadas, con los procedimientos pertinentes y con los canales de comunicación suficientemente cohesivos y transparen-tes, para llegar a una libre y clara determinación de los marcos teóricos que precedan a cualquier articulado legal. Esta propuesta simplemente viola todos los pre-supuestos de la discusión fundada, de los mecanismos y las instancias que la hagan válida y vigente para una comunidad nacional, regional y local.

Quien con un grado de interés fundado lea estos ar-tículos, venciendo la impaciencia derivada de una re-dacción para hacer rabiar a don Rufino José Cuervo en su centenario (¡una invitación involuntaria para que se sacuda de su solemne y católico sepulcro!), quien pues simplemente sufra leyendo sus 164 artículos podrá inferir que el multipropósito del gobierno central es y no es esto o aquello y que quizá o tal vez esto significa otra cosa en alguna sentido y al contrario. En definitiva que no sabe cómo redactar de otro modo lo que no tiene simplemen-te en orden en las meninges ministeriales. Esto es todo; es decir, es lo mismo de siempre bajo el primado de un ánimo ejecutivo de cambiar por cambiar o reformar para que las cosas sigan igual o peor y no se sabe con certi-

dumbre hacia dónde ni porqué. El arte de gobernar habi-tualmente consiste en evitar el mayor número de errores y sus consecuencias públicas más deplorables, pero en este caso ese arte de mandarines sin doctrina es más bien el seguro de que al fin damos cándidamente con “la peor formulación a cuenta de la más crasa confusión concep-tual”. Esta no es una ley marco u orgánica, como debería serlo por su naturaleza trascendental, sino una acumula-do de parches en busca hipotética de un traje conven-cional. Pero no cabe abundar con el más desprevenido optimismo sobre las consecuencias indeseables de esta alta escuela de gobernar a los colombianos.

La universidad pública, o en forma más precisa, el sistema universitario colombiano, se ve sometido hace cincuenta años, al menos, a resolver o confrontar dos desafíos fundamentales (y concomitantes), a saber, la consolidación de un cuerpo profesoral altamente ca-lificado y la de garantizar una formación académico-científica a una población juvenil en creciente aumen-to. Los dos polos en que se centra la vida universitaria, a saber, el profesorado y le estudiantado son –o deben ser– el foco de construcción conceptual decisivo sobre el que se articule una reforma universitaria oportuna y consiste. En torno a la conceptualización de los reque-rimientos de estas dos categorías básicas del proceso de formación universitaria, recae la discusión sobre la uni-versidad del futuro en Colombia. Ello demanda, ante todo, una comprensión dinámica de los problemas que caracterizan el ethos profesoral o de los académicos universitarios, como una muy especial o paradigmáti-ca clase profesional altamente institucionalizada, y las relaciones muy especiales y propias que esa clase es-tablece con el estudiantado o con el alumno, en cada uno de sus momentos complejos del ciclo de formación académico-profesional y académico-científico.

Sin llegar a comprender las demandas inherentes de cada uno de estos grupos sociales, plenamente dife-renciados, que se entran en una especial relación en el marco de la institución universitaria, en un mundo de tensiones culturales, no se podría llegar a formulación

Esta legislación o mejor esta propuesta de reforma a la educación superior no pasa de otro episodio folclórico, por llamarlo eufemísticamente, en que la

dirigencia nacional delata su incapacidad de comprender las raíces de esa modernización y el papel que le cabe a la educación superior, a la universidad,

en ese complejo proceso mundial.

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con un grado de coherencia provisional, pero prove-chosa, una legislación educativa de gran alcance y de trascendencia para el futuro inmediato de la nación colombiana. No solo sospechamos, sino que estamos persuadidos, a la luz de esta propuesta legislativa del gobierno de Juan Manuel Santos, que este presupues-to de discusión teórico no precedió a su insostenible proyecto, pero que sobre todo la posibilidad eventual que se lleve a cabo una discusión razonable al res-pecto no dependerá de las instancias gubernamentales ni de quienes les alcahuetean toda su incompetencia –rectores y Consejos Universitarios- sino de nosotros mismos. Esta discusión es necesaria; está aplazada hace casi quince años y los desafíos siempre crecientes –así no haya oídos que oigan ni ojos que quieran ver– deben ocupar nuestra atención más decidida.

El múltiple atraso que el Estado y la sociedad colom-biana en general tienen respecto a su universidad, roza con lo patético. Las cifras son más subversivas que la más indignada protesta moral. Colombia debía tener, con respecto a la proyección hecha a principios de los

años 90 por Colciencias, cerca de 9.000 profesores con título de doctor en los centros universitarios para el año 2005. Al presente solo habrá 3.000 doctores activos en los grupos de investigación, es decir, que conforme con sus propios estimativos, la comunidad profesoral está muy lejos de haber alcanzado las cifras que el Estado colombiano mismo –obligado a responder a expecta-tivas de orden global y para ser competitivos académi-camente en la región latinoamericana– se autoimpuso como meta de desarrollo sostenible. Este déficit es pues inocultable y él apenas anuncia otra serie interminable de inconsecuencias que se callan a la hora de buscar so-luciones al paso, de resolver con papel entintado en for-ma de Ley lo que la realidad con su terquedad evade. Es decir, pretender con 164 artículos –redactados en el paisaje desolador de una invasión de cambuches– un fracaso en dos décadas de modernización universitaria.

En estas condiciones de precariedad institucional del profesorado universitario, en que la reforma quedó trunca, o fue anunciada y siempre permaneció como promesa incumplida, se generó una situación institucio-nal lamentable. La tarea del profesorado es doble social-mente considerada, por un lado, la de consagrar todos sus conocimientos científicos a la creación y trasmisión de los mismo, con un ethos de honradez intelectual, impersonalismo, escepticismo organizado, y a la vez de fundar un ethos socialmente o una pauta ética a la so-ciedad mediante su actividad académica, es decir, ser el modelo ético consagrado de los otros profesionales –pues es el formador per excellence de profesionales- y de este modo introducir o fundar una norma de integra-ción social, un acento valorativo estructural en medio de la competencia despiadada y que tiende a la desho-nestidad de la sociedad burguesa. Por más cuestionable que sea, desde el punto del marxismo, esta pauta de orden funcional-estructural del ethos académico, actúa ella, con todo, como modelador ideal de un entorno enrarecido, violento y difusamente injusto. El fomento o la práctica consciente de esta praxis universitaria, sin las trampas que acompañan tan corrientemente a las sociedades salidas del mundo católico contrareformista –que se encarna en la figura del pícaro con todos sus recursos amañados para adquirir a cualquier costo sus riquezas-, se dificulta o se inhibe en forma recurrente y continua por la carencia de un entorno cohesivo, en sus presupuestos académicos. Vale decir, que con el déficit de base con que el profesorado debe actuar y se enfren-ta día a día, se convierte en una traba real para cumplir sus propósitos y superar desafiantemente un clima labo-ral agobiador. La intranquila situación en que se debate

El múltiple atraso que el Estado y la sociedad colombiana en general

tienen respecto a su universidad, roza con lo patético. Las cifras son más subversivas que la más indignada

protesta moral. Colombia debía tener, con respecto a la proyección

hecha a principios de los años 90 por Colciencias, cerca de 9.000 profesores

con título de doctor en los centros universitarios para el año 2005. Al

presente solo habrá 3.000 doctores activos en los grupos de investigación, es decir, que conforme con sus propios

estimativos, la comunidad profesoral está muy lejos de haber alcanzado las

cifras que el Estado colombiano mismo –obligado a responder a expectativas

de orden global y para ser competitivos académicamente en la región

latinoamericana– se autoimpuso como meta de desarrollo sostenible.

Reformar la Educación Superior ¿PARA QUÉ?

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el profesor, sea este doctor o no, vinculado de tiempo completo o no, está doblemente condicionada por la carencia de una base coherente cohesiva institucional –desde el punto de vista de la homogeneidad de la for-mación académica, por empezar- y por las consecuen-cias indeseables del autoritarismo concomitante que en forma torpe –y en ocasiones infame- con que se cocina a temperaturas aleatorias a la universidad colombiana. Este déficit es pues brutal en sus cifras negativas, y sus diversas consecuencias de insospechada anomia.

La anomia institucional derivada de una moderni-zación a medias, en que los que cumplen con deter-minados requerimientos de formación y producción académica avalada científicamente, se tropieza conti-nuamente con los que no los cumplen, o los que, ya entrados en años, a punto de jubilarse y que pujan a ser directivas, imponen como parte de una venganza apla-zada. Esto es normal y corriente, pero muy incómodo. Por cierto. La gaya anomia, es decir, al manera alegre en que celebramos nuestros descalabros institucionales, es ese caldo de cultivo de cultivo de bichos, bacterias y hongos de muchas especies frente a lo que a veces, confieso, no logro tener el sistema defensivo moral para resistirlo con la solvencia del caso. Un catarro moral, aunque no perseverante, es como la condición vital en que se sobrellevan este Macondo universitario.

Pero si el espíritu macondiano, con todas su luchas y su soledad “sin segunda oportunidad sobre la tierra”, azota al profesorado, al estudiantado no tiene quien le escriba. El déficit o mejor la deuda gigantesca so-cial, política y moral es abrumadora. En cifras –ya que siempre se debe hablar en latín con los teólogos- esto se traduce así: la universidad colombiana o lo que se llama el sistema de educación superior tiene en sus au-las cerca de 1.700.000 estudiantes y Colombia, para ser nominalmente competitivo, debe tener 2.200.000 estudiantes. Esto quiere decir, en otras palabras que tenemos un déficit por encima del medio millón de es-tudiantes, en otras palabras que necesitamos 12 Uni-versidades Nacionales más, o una 17 Universidades de Antioquia . Esto quiere decir, que el estado no tiene como salvar esa deuda social con un presupuesto de guerra y en medio de los Tsunamis de corrupción más sensacionales y estupendas desde la época del general Gustavo Rojas Pinilla y de su yerno Samuel. Y esta deu-da no se paga con plata ni buena voluntad, solamente. Por más dinero que se invierta en el sistema de edu-cación superior, por más mérito político que se tenga por cubrir estos saldos en morado, se precisa de una proyección –que no se puede hacer con el retrovisor,

ni por nostalgia-. Ella demanda una inteligencia pre-parada –capaz, con la mejor voluntad moral y sobre todo con poder de maniobra efectivo- para proyectar o volver a proyectar, sobre la base de amplias y since-ras reflexiones, el destino de la sociedad colombiana y su mejor sistema de educación universitaria. No se va a hacer. No se va a hacer, porque no hay interés. No se va a ser, no porque no haya con quién, sino porque no hay una forma adecuada para convocar y organizar esa comunidad académica, con tan diversos y disper-sos intereses, cada uno mirando si sobrepasa al otro; si mi grupo o mi unidad académica o mi universidad o mi región obtiene este o aquel reconocimiento a costa de la ineficacia de uno o del otro o de todos. Esta insolidaridad inducida a la comunidad acadé-mica; esta forma de competencia intra e interinstitu-cional ha prevalecido en las últimas décadas, con el pretexto de la racionalidad y eficiencia del sistema. Ello ha matado la base y el sentido de los estudios universitarios que consiste, primero que todo, en el amor a los estudios y en la pasión desinteresada por compartirlos con los estudiantes, con sus estudiantes, bajo el ideal utópico del cambio social profundo.

Esta insolidaridad inducida ha sido efecto, indesea-do acaso, del déficit institucional del cuerpo profeso-ral altamente capacitado, competente y solidario. Sin duda porque también en América Latina se ha conoci-

La universidad es por su esencia y debe seguir siendo una institución de

carácter político. Es decir, una institución que debe regular y equilibrar las

relaciones de poder, corregir, reflexionar y demandar la suerte intrincada

de arbitrariedades de todo tipo, de desequilibrios de todo orden, propios

de nuestras sociedades. La universidad tiene –en su esencia– una misión de

árbitro ideal de los conflictos entre los poderes, y debe indicar los modelos

alternativos de repensar las fracturas, las arbitrariedades y la esclerosis múltiple

que ataca al cuerpo social por cuenta de las aventuras de los dueños del poder.

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do como rasgo distintivo, al menos desde los años vein-te con la reforma de Córdoba hasta los años ochenta, lo que se llamó Extensión Universitaria. Esta insolida-ridad que es un agregado anti-ético, que fomenta la falsa y disimulada competencia y que genera un clima institucional adverso o en contra vía del alcance hu-manitario liberal y aún socialista de la utopía. Hablar de utopía en la universidad resulta un anacronismo. Un rector o una directiva universitaria, al advertir en otro, esa palabra, sonreirá y terminará fácilmente con-tagiando al otro en el ademán descalificador. Es una palabra más terrible que virginidad; hoy por hoy. Y este anti-espíritu o mejor este clima anti-universitario de la universidad ha dado por resultado que Colombia hoy cuente con medio millón de cupos menos para su población joven; es decir, que sus puertas estén cerra-das a sectores poblaciones inmensos, seguramente los más abatidos y desesperanzados de la sociedad. Faltar a más de medio millón de matrículas no es solo un número X que delata la indolencia de gobierno, par-lamentarios, directivas universitarias, comunidad uni-versitaria; es una X en la frente que condena y que se-ñala un fraude nacional. En algún bolsillo de nuestros innumerables caballeros de industria se han quedado los billoncitos de esas matrículas. El thriller que es que la universidad colombiana, particularmente su univer-sidad pública, tiene que acarrear con esos desfalcos continuos; que no son solo al presupuesto nacional, a la hacienda estatal. Ellos comprometen el futuro de Colombia. Aunque habría simplemente que preguntar ¿para qué futuro con tantos siglos de oro a cuestas?

La universidad como institución políticaLa universidad es por su esencia y debe seguir siendo

una institución de carácter político. Es decir, una institu-ción que debe regular y equilibrar las relaciones de po-der, corregir, reflexionar y demandar la suerte intrincada de arbitrariedades de todo tipo, de desequilibrios de todo orden, propios de nuestras sociedades. La univer-sidad tiene –en su esencia– una misión de árbitro ideal de los conflictos entre los poderes, y debe indicar los mo-delos alternativos de repensar las fracturas, las arbitrarie-dades y la esclerosis múltiple que ataca al cuerpo social por cuenta de las aventuras de los dueños del poder. La universidad contribuye pues, o debe contribuir a reparar los traumatismos y a solventar un marco interpretativo para salir del callejón sin salida de las formas de violencia que se generan por las violencias físicas, morales y sim-bólicas. Desafortunadamente la universidad se ha con-vertido, o ha sido desde la vida colonial, campo de ba-talla, institucionalización de privilegios y portavoz de los facciones encontradas en el amplio espectro ideológico. La violencia política no se protagoniza solo en una con-frontación del estudiante con las fuerzas públicas. Tal vez esa sea la forma más visible de confrontación y disturbio manifiesto. Estos disturbios, con todo, son apenas formas expresas de las miles de formas en que la arbitrariedad se logra introducir en todas las arterias, venas y pequeños vasos comunicantes de la vida universitaria. Una pedrea es la forma más franca, aunque también destructiva, en que esa comunidad –que no es comunidad en realidad- experimenta sus disfunciones, en que la anomia reina y sustituye un orden integral.

La política –o como se dice muy locuaz y certera-mente- la politiquería carcome en su médula de la vida de la Universidad. La composición del Consejo Supe-rior delata esa intromisión equívoca, pero finalmente más destructiva, de la vida universitaria. El órgano máxi-mo directivo de la universidad no es universitario, sino que es extrauniversitario. En la universidad no manda o gobierna profesores ni estudiantes, sus actores sociales por naturaleza. Gobierna gobernador, delegados presi-denciales, ministros, exrectores, gremios empresariales. Ellos imponen sus caprichos, pues en esencia no son parte de la vida universitaria, no le “duele” la universi-dad por la simple razón que nunca dictan clase, nunca investigan, nunca hacen la vida cotidiana de la univer-sidad, no viven en ella, no viven por ella. Viene a ella a mandar, a decir que se hace o se deja de hacer, a ver quién es el rector, los decanos, dónde está el contrato. Esta composición del órgano directivo es anti-universi-taria, no solo universitaria. Más aún, esta propuesta le

La universidad como institución social es una fuerza integrativa o

disociativa de la sociedad. Esta fuerza como institución privilegiada

y de componentes tan complejos y difusos, sociológicamente

contemplada, cumple un papel múltiple en la sociedad, como ya lo sugerimos. Su primer papel, como

se sabe, es el de la transmisión de conocimientos considerados

académicos-científicos.

Reformar la Educación Superior ¿PARA QUÉ?

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resta importancia al Consejo Académico de la Univer-sidad, no lo comprende ni lo incluye como instancia directiva universitaria. Esta concepción extra y anti uni-versitaria de la universidad debe ser abolida. Se conoce al Gobernador –quiero que me corrijan- más por las ór-denes de allanamiento a los predios universitarios que por algún aserto científico o por alguna investigación científica, de cualquier nivel.

La universidad como institución socialLa universidad como institución social es una fuerza

integrativa o disociativa de la sociedad. Esta fuerza como institución privilegiada y de componentes tan comple-jos y difusos, sociológicamente contemplada, cumple un papel múltiple en la sociedad, como ya lo sugerimos. Su primer papel, como se sabe, es el de la transmisión de conocimientos considerados académicos-científicos, es decir, válidos conforme unas determinadas prescrip-ciones, proscripciones, normas y procedimientos ava-lados por la comunidad científica, por la comunidad profesoral y en últimas, así sea menos expresamente, por la sociedad en que actúa esa sociedad. Cada socie-dad construye la universidad, como autoridad máxima dispensadora de conocimientos y saberes, a imagen y semejanza de sí misma, de sus propios criterios de va-lidez y de la proyección de sus valores más decisivos. En este sentido al universidad funge como instancia ca-talizadora de la integración por la competencia acadé-mico-científica; por el título universitario y la manera como entiende su desempeño o rol de las profesiones, primero, y luego de la investigación científica, en un nivel complementario. Para nosotros hasta esotérico y cuasi-extraño para la mentalidad general.

La universidad además desempeña un papel de dispensadora de virtudes, es decir, de recompensas válidamente o legítimamente consagradas por el ideal social del éxito. Pero la pregunta es a qué grado la universidad logra introyectar en sus profesionales estos valores o el conjunto de valores que conocemos como ética, en el cumplimiento de las metas individuales, es decir, que no fomente el éxito por el éxito, el enrique-cimiento a toda costa, la trampa, el engaño como me-dio suficientemente extendidos para cohonestar con la desintegración o autoliquidación social. No es fácil responder a la pregunta; o es fácil presuponer que esa autodesignada legitimación para estudiar una carrera para el “servicio público” es un engaño social consen-tido para aplaudir solo a quien efecto obtiene la meta, enriquecerse o llegar a triunfar, a costa y en contra de toda norma moral, ética. La profunda violencia,

la gran anomia, la violencia generalizada espeluznan-te (600.000 muertes violentas en 30 años o más de 200.000 desaparecidos en las dos últimas décadas), la corrupción en todos su variables y escalas, apenas deja aliento para formular tímidamente la inquietud: ¿qué hacer? La pregunta, por supuesto, rompe el estrecho marco presupuestal doctrinario leninista, y obliga a re-pensar el papel desmoralizante y en última destructivo de la universidad privada, las formas sutiles de priva-tización de la universidad pública (por ejemplo, vía la Extensión universitaria como forma de co-financiar la universidad pública, y sobre todo, por la amenaza in-discutible de la creación de una gran pirámide, una nueva EPS o similar de la educación superior que sería el FOMINVEST, un verdadero engendro o allien legis-lativo. Este tal FOMINVEST es uno de los peligros de indiscutibles consecuencias agresivas con que cuenta la Ley o marco de ley aquí comentado y metido, como entre líneas. Me refiero al artículo 111 de este proyec-to legislativo. Este Artículo 111 sugiere que la pirámide tenga su Tutankamon, sea esta DMG o los hijitos de nuestro exmandatario, o ambos a la vez. El que tenga plata, que venga a invertir en el FOMINVEST que allí no se pregunta quién sabe de educación sino quién está dispuesto a vender “los servicios educativos” a quien dé más. Solo este Artículo justifica la puja y el desgaste de este gobierno para imponer su reforma. Tras ella está la cornucopia –la otra al lado de la salud– como servicio, como si esta no fuera suficiente. Este embutido del Artículo 111 debe ser el objeto central y

La universidad tiene una misión o tarea o empeño cultural que supera o, incluso, invita a superar sus estrechos

límites en que se le ha encerrado tradicionalmente, como dispensadora

de conocimientos consagrados por la racionalidad occidental. La

universidad como institución de cultura debe romper o tratar de minar la fe, no en la ciencia, que esto sería irracional, sino en la indiscriminada y supersticiosa manera de entender

el carácter conflicto de todo conocimiento como producto humano.

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primer paso a la crítica por inconstitucional, antieco-nómico y antisocial de la propuesta de ley de marras.

La universidad como institución culturalLa universidad tiene una misión o tarea o empeño

cultural que supera o, incluso, invita a superar sus estre-chos límites en que se le ha encerrado tradicionalmente, como dispensadora de conocimientos consagrados por la racionalidad occidental. La universidad como institución de cultura debe romper o tratar de minar la fe, no en la ciencia, que esto sería irracional, sino en la indiscri-minada y supersticiosa manera de entender el carácter conflicto de todo conocimiento como producto huma-no. La universidad es una institución política y social y el uso o abuso de su poder debe tener lugar o espacio de discusión. Nada hay indiscutible, salvo la palabra papal para los católicos. Pero como por esencia la universidad es una institución secular, cuyas prácticas docentes e in-vestigativas están revestidas por el primado racional de la impersonalidad y el humanitarismo, no queda sino inferir de sus postulados mismos que sus resultados deben ser discutidos, disputados y puestos en tela de juicio por sus alcances o por la mezquindad que puede acompañarlos. La misma inscripción de patentes o inventos atenta o al menos advierte contra la universalidad autopostulativa de la ciencia. En sociedades tan profundamente traumatiza-das por sus diferencias culturales este mecanismo público de discusión debe ser parte de la praxis científica. Pero en

este caso como en los anotados, la universidad opera con postulados científicos autoritarios o que tienden al autori-tarismo, es decir, a velar los presupuestos, modos y alcan-ces de la llamada comunidad científica, de su grupos de investigación, de sus formas de escalafonamiento, de sus medios de divulgación. Un directivo de Colciencias, por ejemplo, aseguraba que era preferible tener un lector par científico que una comunidad lectora indiferenciada a la hora de publicar los conocimientos. Esto solo fomenta esa distancia entre la comunidad científica y el lego, que hay en toda sociedad moderna (lo advirtió hace casi dos siglos un August Comte nítidamente), pero que fomenta con ello un indiferentismo o hasta una sospecha popular contraproducente, culturalmente hablando.

Pero a la universidad también otra tarea cultural, en un caso como Colombia. La universidad debe ser un escenario efectivo de las manifestaciones de la rique-za, mucha en vía de extinción, de las diversas, yuxta-puestas y recónditas culturas regionales del país. Las culturas regionales están amenazadas, naturalmente, como todas las culturas tradicionales ancestrales, por los efectos del capitalismo. Marx y Engels lo advirtieron en el Manifiesto Comunista, solo para referirnos a uno de los textos más divulgados desde hace 170 años. El capitalismo barre con las diferencias culturales, rompe las formas comunitarias preexistentes; el patriarcalismo digno de la nostalgia romántica. La diversidad cultural no solo desaparece o tiende a desaparecer, sino que corre otro riesgo inevitable o quizá provechoso, a sa-ber, el fusionarse o ser proyección –no pensada– con la llamada cultura de masas. No es fácil discernir hoy por hoy donde termina una y donde empieza la otra. Nada estimula tanto a la imaginación científica –y a la charlatanería desembozada- que estas mezclas inusita-das de culturas, que estas fusiones, que este laboratorio de inventos exóticos, para bien y para mal, del llamado multiculturalismo. La universidad es foco de atracción del debate e incluso espacio de encuentro de estas cul-turas; la universidad pública padece y aprovecha esta circunstancia, en que, por virtud de su dinámica institu-cional, no logra a veces captar en toda su complejidad y sobre todo comprender o tratar de comprenderlo en sus aporías culturales. Pero este desafío es concomitante a una institución que, más que inventar soluciones saca-das de la mano, como de taumaturgo, se sacude e invita a otros a sacudirse de la rutina, de la indiferencia, de la soberbia cognitiva que es la raíz del dogmatismo, de la violencia física, de la intolerancia.

La universidad es foco de atracción del debate e incluso espacio de encuentro

de estas culturas; la universidad pública padece y aprovecha esta circunstancia,

en que, por virtud de su dinámica institucional, no logra a veces captar en toda su complejidad y sobre todo

comprender o tratar de comprenderlo en sus aporías culturales. Pero este desafío

es concomitante a una institución que, más que inventar soluciones sacadas de la mano, como de taumaturgo, se

sacude e invita a otros a sacudirse de la rutina, de la indiferencia, de la soberbia cognitiva que es la raíz del dogmatismo, de la violencia física, de la intolerancia.

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La propuesta de reforma de la Ley 30 de 1992 constituye una ocasión propicia para exami-nar la evolución del empleo y las remuneraciones de los trabajadores con educación superior. En la discu-sión están quedando claras varias cosas. De un lado, la educación superior de calidad es costosa, tanto en el sector público como en el privado, y sus costos reales probablemente continuarán aumentando. De otro lado, la expansión futura de la oferta de educa-ción superior no puede hacerse con base en univer-

Los salarios reales de los trabajadores con educación superior entre 1976 y 2009

PorRemberto Rhenals M.

Daniel Salinas R.Julieth Parra H.

Profesores y estudiante, respectivamente, del Programa de Economía de la Facultad de Ciencias

Económicas. Universidad de Antioquia

Los datos utilizados corresponden a las encuestas de hogares del DANE (ENH, ECH y GEIH) para aquellos encuestados que reportaron ingre-sos mayores que cero. No fueron ajustadas y solamente se eliminaron dos o tres observaciones a lo largo de estas tres décadas y media que re-sultaron ser extremadamente extrañas. Estas cifras pueden diferir de las utilizadas en otros análisis que parecen tener ajustes importantes. Por ello sería conveniente contar con una información estadística que sea consensuada técnicamente.

sidades con ánimo de lucro, entre otras cosas, por las razones expuestas por Carlos Caballero Argáez1.

La financiación de la educación superior se sitúa entre estos dos extremos: recursos totalmente públicos o total-mente privados. En el primer caso, el Estado proporciona completamente su financiación y, en el segundo caso, las familias corren con todos los costos de la educación2. En la mayoría de los países se observa un sistema mixto, aunque en diferentes proporciones que dependen, entre otras razones, del nivel de ingreso per cápita de los países o del grueso de la población y de las tasas de retorno de la educación superior. En consecuencia, la evolución del empleo y los ingresos reales de los trabajadores con educación superior constituye una base de análisis para determinar la combinación adecuada.

¿Qué ha pasado con la evolución de los salarios rea-les en Colombia, concretamente en las principales siete áreas metropolitanas, que son las más prósperas, entre 1976 y 2009?3 Como se sabe, las encuestas de hogares del DANE han registrado cambios desde que empeza-ron a realizarse en forma periódica en la segunda mi-tad de la década de 1970. Además, los datos utilizados corresponden a los ingresos mensuales reportados por los trabajadores, independientemente del número de horas laboradas. En consecuencia, los cambios en di-chos ingresos pueden deberse a modificaciones en el número de horas trabajadas, en la remuneración por hora o en ambas. Finalmente, pueden existir problemas de representatividad de la muestra para algunos años y grupos de trabajadores. No obstante estas dificultades, pueden extraerse algunas tendencias de largo plazo sobre la evolución de las remuneraciones reales de los trabajadores en las siete principales áreas metropolita-nas colombianas. El análisis que sigue corresponde a las cifras del tercer trimestre entre 1976 y 2009.

Los ingresos laborales reales de los trabajadores

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asalariados (mediana y promedio) en las siete princi-pales áreas metropolitanas aumentaron claramente entre 1976 y 2009 (1,4% y 1,5% anual en promedio)4. Sin embargo, en relación con el salario mínimo han permanecido relativamente estables, en su orden 1,2 y 2 veces el salario mínimo, aproximadamente. Estos cálculos significan que el 50% de los trabajadores asa-lariados en las siete principales áreas metropolitanas devengaron, como promedio anual, 1,2 o menos sa-larios mínimos. Adicionalmente, la relación entre la mediana y el promedio de salarios ha registrado una tendencia a la baja, pasando en promedio de 66,3% en el período 1976-1987 a 58,7% en la década 2000-2009. El salario mínimo como porcentaje del ingreso per cápita ha venido reduciéndose desde la segunda mitad de los ochenta y actualmente se sitúa alrededor del 50%. Esto significa que el 50% de los trabajadores asalariados en las siete principales áreas metropolita-nas obtuvieron en 2009, por ejemplo, un ingreso de solamente el 67% o menos del ingreso per cápita co-lombiano. Claramente, el ingreso de la mayoría de los trabajadores asalariados urbanos del país es bajo.

Los trabajadores asalariados con educación superior de las siete principales áreas metropolitanas han tenido en promedio 4 años de educación superior entre 1976 y 2009, con una leve tendencia al alza5. La mediana de los ingresos de estos trabajadores asalariados con respecto a la de los otros trabajadores con menor nivel educativo no registra ninguna tendencia al alza en el período comprendido entre 1976 y 2009. Más bien lo que se observa es una relativa estabilidad o una leve disminución. Sin embargo, entre principios de la déca-da de los noventa y los dos o tres primeros años de la década siguiente, se observa un alza en dicha relación (que está precedida por una reducción), para caer en forma prácticamente sostenida en los años posteriores. En términos reales, la mediana de los salarios de los trabajadores con educación superior registra una ten-dencia a la baja entre 1976 y 2009.

Por su parte, el salario real promedio de este gru-po de trabajadores ha permanecido estancado en estas tres décadas y media y claramente se ha redu-cido en relación con el salario mínimo, pasando de 4,1 veces en la segunda mitad de los setenta a 3,5 veces a finales de la década pasada (2006-2009), aunque estas tendencias de largo plazo se interrum-pieron un poco en la década de 1990.

Finalmente, una comparación entre los salarios de los trabajadores con educación superior y los de otros trabajadores de nivel educativo inferior muestra

Los trabajadores asalariados con educación superior de las siete

principales áreas metropolitanas han tenido en promedio 4 años de

educación superior entre 1976 y 2009, con una leve tendencia al

alza. La mediana de los ingresos de estos trabajadores asalariados

con respecto a la de los otros trabajadores con menor nivel educativo no registra ninguna

tendencia al alza en el período comprendido entre 1976 y 2009.

que, con respecto a los trabajadores sin educación, con educación primaria completa e incompleta y con educación secundaria incompleta, los salarios de los primeros no registran una tendencia ascendente entre 1976 y 2009. De hecho, caen entre mediados de los setenta e inicios de los noventa, suben hasta principios de la década siguiente y posteriormente se reducen hasta situarse en niveles similares a los de principios o mediados de la década de 1990. El único grupo con respecto al cual los salarios de los trabaja-dores con educación superior han registrado una ten-dencia de largo plazo claramente ascendente es el de los trabajadores con educación secundaria completa. Las cifras muestran que esta relación permaneció es-table entre mediados de los setenta y mediados de los ochenta, subió rápida y en forma prácticamente sostenida hasta principios de la década pasada y se redujo posteriormente, aunque sus niveles recientes permanecen altos en términos históricos.

El empleo de los trabajadores asalariados con educa-ción superior ha crecido en forma importante y sosteni-da, tanto en términos absolutos como relativos, durante estas tres décadas y media. ¿Qué ha pasado con la re-muneración real por hora de los trabajadores asalariados con educación superior? De haber aumentado el núme-ro promedio de horas laboradas por estos trabajadores, se concluye que el salario real por hora se redujo en vis-ta de que los salarios reales mensuales permanecieron estables. En cambio, si el número promedio de horas

Los salarios reales de los trabajadores con educación superior entre 1976 y 2009

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trabajadas disminuyó, el salario real por hora aumentó. En cualquiera de los dos casos (descenso del salario real por hora o disminución del número de horas promedio laboradas por trabajador), el comportamiento en el largo plazo del mercado laboral de los trabajadores con educa-ción superior no puede juzgarse satisfactorio.

Los cálculos muestran que las horas promedio se-manales laboradas por los trabajadores asalariados con educación superior han aumentando claramente. De hecho, pasaron de un promedio de 42,6 horas sema-nales en el quinquenio 1976-1980 a 45,8 en el quin-quenio 2005-2009. Aunque el salario real por hora de los trabajadores (asalariados) con educación superior cae en la década de los ochenta, se recupera en los noventa y disminuye posteriormente hasta niveles si-milares a los de principios de los noventa, comparan-do sus niveles promedio en los dos quinquenios seña-lados, el salario real por hora se redujo en 10,7%.

Este examen rápido arroja algunas conclusiones preliminares, de mantenerse en los próximos años las tendencias observadas en las últimas tres déca-das y media con los ingresos reales de los trabajado-res asalariados con educación superior. De un lado, puesto que la educación superior de calidad es cos-tosa y probablemente sus costos reales seguirán au-mentando, los bajos ingresos reales de la mayoría de los trabajadores asalariados en Colombia excluirían a una gran parte de la población colombiana de ac-ceder a la educación superior si la ampliación de cobertura descansara principalmente en los recursos familiares. De otro lado, la opción del crédito para financiar estudios superiores de calidad (es decir, costosos) se enfrenta a una gran dificultad: en los úl-timos treinta y cinco años (1976-2009), los ingresos reales de los trabajadores asalariados con educación superior han estado estancados y las tasas de retor-no de la educación superior parecen haber caído en forma dramática. Recientemente, por ejemplo, un trabajador asalariado con 4 años de educación superior (muchos programas universitarios tienen una duración de 4 años) obtiene un ingreso solo 4,7 veces mayor que un asalariado sin educación, 3,7 veces que uno con educación primaria incomple-ta, alrededor de 3,0 veces que uno con educación primaria completa o secundaria incompleta y 2,4 veces que uno con educación secundaria completa. El ingreso de este asalariado universitario ascendía aproximadamente a 3,5 veces el salario mínimo. En estas condiciones, el crédito sería posible pero con un alto componente de subsidio financiado median-

te transferencias presupuestarias.Queda claro, entonces, que el aumento de co-

bertura en la educación superior o la atención de una demanda en expansión requieren importantes transferencias presupuestarias, no solo por razones de equidad económica y social, sino por el des-equilibrio entre costos y retornos, a juzgar por el comportamiento de los ingresos reales de los traba-jadores asalariados con educación superior en las últimas tres décadas y media.

Otras conclusiones pueden desprenderse de este examen de los datos. De un lado, como en el largo pla-zo la productividad determina principalmente los ingre-sos reales, puede afirmarse una de dos cosas: o bien que la productividad de los trabajadores asalariados con educación superior no ha aumentado (los años prome-dios de educación aumentaron levemente) o bien que alguien se ha apropiado de los probables aumentos de productividad de estos trabajadores. En el primer caso, las universidades no han mejorado la calidad media de la educación superior, a juzgar por la evolución de las re-muneraciones reales; mientras que, en el segundo caso, algo está fallando en el funcionamiento del mercado la-boral. Y, de otro lado, la explicación del deterioro en la distribución del ingreso asociada con los aumentos en el ingreso de los trabajadores con educación superior pa-rece insatisfactoria. Aunque puede tener algo de cierto en los noventa, no explicaría lo que pasó en materia distributiva en la última década que, según cálculos del DNP y la CEPAL, se mantuvo estable en altos niveles de desigualdad. De hecho, Colombia es uno de los pocos países de América Latina donde la distribución del in-greso no mejoró en la década pasada.

La discusión pertinente tiene que ver, entonces, con el hecho de si las mayores transferencias presu-puestarias a las universidades públicas para financiar la expansión de cobertura y los mayores costos por estu-diante se continúan dando vía oferta o si se hacen vía demanda. La propuesta de las universidades públicas se inclina por mantener el mecanismo actual (es decir, vía oferta), pero deben ser conscientes que es necesa-rio y conveniente atar estas transferencias a la amplia-ción de la oferta educativa y a estrictos parámetros de calidad en materia de docencia e investigación, que no pueden ser principalmente los de Colciencias o los del Ministerio de Educación Nacional, por lo menos, para las universidades públicas grandes.

La posibilidad formal de universidades privadas con ánimo de lucro en la expansión de cobertura es bastante limitada. En la educación superior privada de

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calidad, las matrículas son muy altas de tal forma que no están dentro de las posibilidades de la mayoría de la población colombiana. Probablemente no entrarán a los segmentos de altos ingresos por la existencia de barreras a la entrada y una demanda relativamente cubierta. El mercado potencial sería entonces los seg-mentos de bajos y medios ingresos que no alcanzan a ingresar a la educación superior pública de calidad que enfrenta restricciones de oferta. En consecuencia, las universidades con ánimo de lucro no podrán em-prender inversiones altas en programas de calidad o de elevada complejidad (ingenierías y ciencias básicas o “duras”, por ejemplo), ya que las matrículas tendrían que ser muy bajas, configurando un escenario de am-pliación de cobertura marginal o de baja calidad. Se-guramente, los ingresos reales de estos egresados serán bajos y es posible que también presionen a la baja las remuneraciones reales de los egresados de programas de buena calidad, disminuyendo aún más los incenti-vos a la educación superior y limitando su potencial como política para generar movilidad social y aumen-tos de ingresos de largo plazo. En cambio, la inversión privada en universidades públicas no necesariamente es inconveniente, ni significa necesariamente la priva-tización de la educación superior pública, ni mucho menos constituye necesariamente un atentado contra la autonomía académica e investigativa.

Ahora bien, los problemas de la educación superior no se reducen exclusivamente a un problema presu-puestal. Aunque ciertamente importante, estos pro-blemas son de mayor dimensión. La solución de estos problemas no es trivial y enfrenta dilemas muy comple-jos, como han señalado varios analistas. Por ejemplo, los fuertes desequilibrios económicos y sociales regio-nales están asociados en forma importante a profundos desequilibrios en materia de oferta educativa, tanto en cobertura como en calidad, lo que implica que buena parte de la población colombiana tiene desventajas en el acceso a la educación6. Adicionalmente, las diferen-cias salariales entre regiones están relacionadas con di-ferencias en los niveles educativos de los trabajadores7.

En consecuencia, el papel del gobierno debe ser también facilitar el acceso a la educación como meca-nismo de movilidad social para que las zonas de más bajos recursos logren nivelarse con las demás regiones. En este sentido, mal harían las universidades públicas grandes en desconocer este desequilibrio regional, pero tampoco pueden caer en una especie de popu-lismo asistencialista que incentive a las universidades regionales pequeñas a mantenerse en dicho estado,

con el fin de obtener mayores recursos. Probablemen-te la solución no es fácil, pero debe apuntar a evitar problemas de riesgo moral, atar los recursos a ciertos progresos fácilmente cuantificables, objetivos y trans-parentes y con buenos mecanismos para verificar ex-post el uso de dichos recursos.

Notas

1. “El Gobierno y la educación superior”, El Tiempo, abril 8 de 2011.

2. Cabe señalar que la asignación de los recursos públicos puede hacerse vía oferta o demanda, pero esta es otra dis-cusión. Por su parte, las familias pueden financiar los costos de educación con base en sus propios recursos cuando sea posible o mediante crédito, suponiendo que en este último caso no enfrenten lo que se conoce en la literatura econó-mica como “restricciones de liquidez o crediticias”.

3. La razón de escoger estas áreas es que cuentan con in-formación periódica desde la segunda mitad de los setenta y, por tanto, se pueden examinar tendencias de largo plazo.

4. El nivel educativo promedio de los trabajadores asalariados en estas áreas metropolitanas ha subido sostenidamente, pasan-do aproximadamente de 7 años en 1976 a 11 años en 2009.

5. Se excluyen los trabajadores no asalariados con educa-ción superior. La situación de estos trabajadores es peor: sus ingresos reales (mediana y promedio) claramente dismi-nuyeron en forma importante entre 1976 y 2009. Sin em-bargo, sus ingresos promedios han sido mayores, pero esta brecha se ha reducido y en los últimos años son similares a los de los trabajadores asalariados con educación superior.

6. En Colombia se encuentran enormes desigualdades regionales en la dotación de infraestructura educativa pri-maria y secundaria (Bonet, Jaime. Inequidad espacial en la dotación educativa regional en Colombia. Documentos de trabajo sobre Economía Regional, No. 56, febrero de 2005). Una situación probablemente más grave puede existir en educación superior. En Colombia, el Estado les ofrece a al-gunos ciudadanos una excelente educación en instituciones bien dotadas y a otros una muy inferior. Esta discriminación está asociada con el lugar geográfico donde está ubicada la persona (Meisel, Adolfo. ¿Por qué se necesita una política económica regional en Colombia?, Documentos de trabajo sobre Economía Regional, No. 100, diciembre de 2007).

7. Diferentes investigaciones muestran una clara correla-ción entre el monto del ingreso mensual y el grado de edu-cación formal. Véase, entre otros: Galvís, Luís Armando. “Integración regional de los mercados laborales en Colom-bia”. En: Meisel, Adolfo (Editor). Macroeconomía y regiones en Colombia. Banco de la República, Bogotá, 2004.

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Dos de noviembre de 1995. El dirigen-te conservador Álvaro Gómez Hurtado es asesinado al salir de la Universidad Sergio Arboleda. Según se es-pecula, fue acribillado luego de hacer fuertes declara-ciones en contra del gobierno de Ernesto Samper. Hoy, cuando aquel asesinato está a tres años de prescribir, sus familiares buscan conocer la verdad de lo aconteci-do con Gómez. Al igual que el de Luís Carlos Galán, el asesinato del hijo de Laureano Gómez está en la lista de aquellos crímenes de la historia colombiana que buscan ser esclarecidos. De abrirse una investigación que esta-blezca los vínculos que pudieron tener o no el ex pre-sidente Ernesto Samper y su ex ministro Horacio Serpa en este asesinato, queda en la memoria de muchos co-lombianos cientos de crímenes de Estado que quedaron

Conflicto interno colombianoAtención, asistencia y reparación

Por Juan Carlos Gómez

Estudiante de HistoriaUniversidad de Antioquia

[email protected]

Los procesos de paz que se desarrollaron en el país en

diferentes momentos, los más recordados los de Belisario

Betancur y Andrés Pastrana, no tuvieron en cuenta a la hora

de hacer las negociaciones a quienes por años han buscado

conocer el paradero de sus familiares, la verdad de los

asesinatos y desapariciones.

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precluídos sin llegarse a ningún autor material ni intelec-tual. Pareciera entonces que los hijos de ex presidentes y posibles presidentes de la República solo tuvieran el derecho a resolver el misterio de sus muertes.

Resulta paradójico que el asesinato de los líderes sindicales durante el gobierno de Virgilio Barco, los desaparecidos por los Estatutos de Seguridad De-mocrática de Julio César Turbay Ayala, las masacres paramilitares durante el gobierno Samper, las tomas guerrilleras en la administración de Andrés Pastrana, las víctimas del narcotráfico durante los años de César Gaviria o los ejecutados como consecuencia de los fra-casados diálogos de paz de Belisario Betancur no sean incluidos en esta lista, como si no fueran importantes para la nación. La figura de los grandes protagonistas de la historia recuerda un poco la historia decimonó-nica que buscaba exaltar los ideales heroicos de los próceres de la independencia, como si los asesinados políticos de tradición del siglo XX verdaderamente hu-biesen estado destinados a la salvación de la patria.

Un informe presentado por el representante de la ONU, Christian Salazar, el pasado lunes 23 de mayo en Bogotá, reveló que en las últimas tres décadas los desaparecidos en Colombia son más de 57.200. Cer-ca de 15.600 son desapariciones forzadas, ya sea por agentes estatales o grupos paramilitares1. Sólo en los últimos tres años desaparecieron, según Medicina Le-gal, 38.255 personas. Con estas cifras se ha llegado a la

conclusión que los desaparecidos en Colombia supe-ran los que dejaron las dictaduras de Chile y Argentina.

La mayor parte de estas desapariciones son crí-menes de Estado. El asesinato de la Unión Patriótica durante el gobierno de Virgilio Barco es la más repre-sentativa de todas. De éste partido político fueron ase-sinados los candidatos presidenciales Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa, ocho congresistas, once alcaldes, trece diputados, setenta concejales y más de cinco mil militantes en todo el país.

El 10 de junio del presente año el presidente Juan Manuel Santos firmó la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras a través de la cual busca reparar a más de cuatro millones de personas víctimas del conflicto ar-mado. En un país que posee un historial de violencia tan grande negar que las víctimas del conflicto tienen los mismos derechos a conocer la verdad de lo sucedi-do con sus familiares es como afirmar que los políticos de tradición de la segunda mitad del siglo XX eran los únicos que podían salvar a la nación de la anarquía y el caos. De ser así, Gómez Hurtado, a pesar de su paradójica popularidad, ya que fue tres veces candi-dato a la presidencia y un hombre de gran aceptación política, hubiera sido presidente a pesar de ser el hijo de Laureano Gómez.

La ley de víctimas si bien busca reparar a las vícti-mas del conflicto a partir de 1985 excluye a quienes vivieron la violencia con antelación. Para estas últimas la restitución moral y simbólica se convirtió en la me-jor estrategia para resolver este problema, por lo tan-to una vez mas la normativa colombiana se muestra desigual cuando la Constitución asegura que todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y deberes. El parágrafo cuarto del tercer artículo de esta ley, respal-da el derecho a la verdad de saber qué pasó con los desaparecidos en el conflicto. Años después de las ma-sacres, desapariciones forzadas y crímenes de Estado, muchos de los familiares buscan, más que una repa-ración económica, saber qué fue lo que sucedió con sus allegados. Muchas de estas investigaciones fueron precluídas, por lo tanto el silencio, antes de la ley de víctimas, fue también una norma.

El siglo XX comenzó en Colombia en plena guerra de los Mil Días. Esa guerra en que liberales y conservadores lucharon a muerte dejó también personas de las que nunca más se volvió a saber nada. Medio siglo después de aquel enfrentamiento Colombia presenció una gue-rra civil detonada con el asesinato del político liberal Jorge Eliécer Gaitán en la que igualmente hubo muertos y desaparecidos. Cincuenta años después, el siglo XX

La ley de víctimas si bien busca reparar a las víctimas del conflicto a partir de 1985 excluye a quienes vivieron la

violencia con antelación. Para estas últimas la restitución moral

y simbólica se convirtió en la mejor estrategia para resolver

este problema, por lo tanto una vez mas la normativa colombiana

se muestra desigual cuando la Constitución asegura que

todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y deberes.

Conflicto interno colombiano. Atención, asistencia y reparación

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finalizó en medio de una violencia generalizada a raíz de la expansión de los diferentes grupos armados que se conformaron en las cinco décadas anteriores.

A lo largo de nuestra historia, la guerra ha involu-crado a todos los sectores de la sociedad. En todos estos años, la legitimación del conflicto es un elemento que ha estado presente. Si el conflicto no se legitima ¿de qué vale seguir combatiendo? La legitimación es el arma que permite la adhesión de simpatizantes a la causa, es el medio que tienen quienes se enfrentan para argumentar lo fructuoso que ha sido el combate. Así han surgido discursos que aseguran tener en situa-ción crítica al enemigo, legitimando ya sea la acción estatal o el combate subversivo.

La desmovilización del M19 a finales del gobier-no de Virgilio Barco permitió que los guerrilleros que durante años militaron en esta guerrilla se vieran fa-vorecidos por una ley que les permitió consolidar la Alianza Democrática M19 y penetrar en la política na-cional. Las presiones que esta guerrilla ejerció en con-tra del gobierno permitieron el compromiso de éste de convocar a una Asamblea Nacional Constituyen-te para reformar la normatividad colombiana. Fue así que personajes como Antonio Navarro y Carlos Pizarro incursionaron en la política nacional, el primero como uno de los presidentes de la Constitución del 91 y el segundo como candidato presidencial en 1990.

Los procesos de paz que se desarrollaron en el país en diferentes momentos, los más recordados los de Belisario Betancur y Andrés Pastrana, no tuvieron en cuenta a la hora de hacer las negociaciones a quienes

por años han buscado conocer el paradero de sus fa-miliares, la verdad de los asesinatos y desapariciones, desplazados que después de perder sus tierras solo buscaban la restitución de su dignidad, cuestionando a su vez las leyes de perdón y olvido que perdonaron a los victimarios y olvidaron a las víctimas.

Es paradójico saber que años después de haber sido víctimas de la violencia y del olvido que las representa-ciones políticas asumieron sobre ellos como si no exis-tieran, hoy, el Estado colombiano los comience a incluir en los proyectos políticos y en sus discursos burocráti-cos. Fue un proceso de institucionalización que deman-dó varios años de esfuerzo para que fueran reconocidos como víctimas y no solamente como testigos de guerra.

Ahora la ley de víctimas busca resarcirlos, ayudarlos a conocer la verdad de aquello que buscan conocer. Solo el tiempo dirá si éste proyecto verdaderamente cumplió su objetivo o simplemente es otra de las nu-merosas leyes que se radicaron pero que en la práctica no se ejecutaron. Hace algunos años la Ley 975 de 2005 confirió los derechos de verdad, justicia y repa-ración a las víctimas del conflicto sin que halla llegado a resultados satisfactorios.

La ley de 2005 tan solo es un ejemplo entre retórica y práctica. Al igual que la Ley del Perdón y Olvido de Barco terminó concediendo beneficios a quienes hi-cieron parte del conflicto y no a quienes sufrieron las consecuencias de él. Ahora, más ambiciosa que la an-terior, aparece una nueva norma que busca ser garante de las personas que durante años han buscado resarcir sus derechos dentro del Estado.

Muchas de esas personas pasaron su vida guardán-dose para sí mismas el dolor de la violencia, testigos presénciales de verdaderas tragedias que no quisieron expresar lo que sentían frente al temor que la “chus-ma”, la guerrilla, los “paras” o el ejército tomaran re-presalias y terminaran con el poco vestigio de vida que los aferró a la existencia: el recuerdo.

Notas

1. “La desaparición forzada en el ámbito jurídico nacional e internacional” disponible en internet en: http://aipaz-comun.org/IMG/pdf_COL_La_desaparicion_forzada_en_el_ambito_juridico_nacional_e_internacional_PR_24-05-2011.pdf, p., 5. tomado en junio de 2011.

Muchas de esas personas pasaron su vida guardándose para sí mismas el dolor de la

violencia, testigos presénciales de verdaderas tragedias que no

quisieron expresar lo que sentían frente al temor que la “chusma”,

la guerrilla, los “paras” o el ejército tomaran represalias y

terminaran con el poco vestigio de vida que los aferró a la

existencia: el recuerdo.

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Contigo el tiempo y el espacio que he vivido, con toda seguridad ha guiado y en algu-nos casos transformado parte de lo que soy. Hace tiempo, después del 15 de septiembre de 2010, después del cierre de la Universidad a mis manos arribaron algunas letras que transmitían el dolor de ver la casa universitaria sola, sin nosotros que somos al lado tuyo el alma de esta institución, yo tam-bién sentí tu ausencia, tu lejanía. La transformación que gracias a ti hoy sostengo, tiene que ver con una única y alta potencialidad pedagógica tuya, esto es, tu poder de hacerme distinto, de dessubjetivizarme,

Estimado maestroCarta abierta

PorIvannsan Zambrano Gutierrez

Estudiante. Licenciatura en Pedagogía InfantilUniversidad de Antioquia

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de enseñarme un mundo y una realidad que des-conocía y que seguramente sin ti, hubiera sido algo difícil llegar a conocer y en ese conocimiento, que es como una experiencia, transformarme. conver-saba y especulaba sobre lo que podías ser, es decir, un viejo cansón, un barbudo exigente con voz tem-plada y fuerte, seguramente algo sabio y también algo testarudo o todo lo contrario, siempre con tus defectos y virtudes, como todo ser humano. Así, en-tre anhelos y expectativas te llegue a conocer; a tus clases asistí y muchas veces, reconozco, me enfurecí por tus solicitudes acordes al saber que intentabas que yo conociera, utilizará y apropiara, otras veces estuve contento por lo que hiciste que experiencia-ra, que conociera y aprendiera. Tú ahora eres mi centro de atención, a ti rindo tributo por ser luz en medio del camino oscuro que al principio decidí transitar cuando me inscribí con interés de llegar a ser un profesional. El camino poco a poco fue más claro, pero nunca lo suficiente y eso, según decías, era bueno, pues, me alentaba a seguir indagando el presente, preguntándome por el mañana, y sospe-chando del pasado e incluso cuestionándome a mí mismo constantemente.

La vida en las aulas, al lado tuyo, en los pasillos de la Universidad me enseñó a amar no sólo a la persona de la cual me enamoré, tambien la casa en la que algunos días a la semana compartías conmi-go, esa casa era y es también tu casa, por tanto a ella y a ti los apreciaba, y sigo haciéndolo, sólo que algunas cosas están cambiando.

En la Universidad del año pasado al actual, se vive bajo una cierta “calma incomoda”, que nos transpira, nos corroe los huesos, nos habita la piel y susurra el alma, nos pasa por el cuerpo como un mal presagio y no de Reforma (Ley 30) solamente, sino de algo más o igual de peligroso; es una calma con sensación de angustia, de ansiedad, de dolor, de profundo y tenebroso miedo, de incertidumbre y desconsuelo. Te confieso y creo confesamos muchos estudiantes, que ha sido mas fácil vivir los semestres académicos bajo los estallidos que los mismos en estado de sitio, de realidad excepcional. Los días son algo distintos, parece que nos hemos –la mayo-ría– inmutado, anonadado frente a las imponentes marchas de poder y control que por nuestros pasi-llos, salones y espacios abiertos, ha circulado dis-tribuyendo el peso del poder en vigencia, algunos han resistido con sorprendente valentía, como acer-cándose a la muerte, como poniéndose en vida a

disposición de ella, sus vitalidades en acción válidas o no bajo los criterios de violencia legitima, parece que son las únicas resistencias en cuerpo, al lado de muchos que sólo hemos hablado pero no nos han escuchado, estamos sitiados, estamos amenazados, estamos silenciados, estamos amordazados, las co-sas están cambiando…

La vida está llena de cambios, lo sé, me lo has dicho. Tú estás ahí, aún con todos esos cambios eres constante o intentas serlo, eres cuerpo que resiste y vida que sigue viviendo; para Bauman (2008), el cuerpo es lo que resiste, ahí lo ves al viejo maestro de la Universidad de Leeds en Gran Bretaña, calvo y anciano, pero sabio; por su cuerpo han pasado ya muchas épocas cada una con unos modos de ser y hacer distintos. La vida, pareciera, es muy rápida, ya nada es lento, constante, seguro, confiable, pero el cuerpo sigue ahí resistiendo. La vida, para Sabato (2000) es, también, una resistencia, una manera de resistir a la constante amenaza de muerte o princi-pio de ella que nos llega a cada minuto, que nos hace vulnerables y sin embargo, seguimos viviendo, pues, en toda muerte existe la vida, de toda energía vibra la vida como una llama en la oscuridad, como un faro en el extenso e inabarcable mar, allí está la vida renaciendo, haciéndose de la muerte, en me-dio de la quietud se arma con el movimiento, el

En la Universidad del año pasado al actual, se vive bajo una cierta

“calma incomoda”, que nos transpira, nos corroe los huesos,

nos habita la piel y susurra el alma, nos pasa por el cuerpo

como un mal presagio y no de Reforma (Ley 30) solamente, sino de algo más o igual de peligroso;

es una calma con sensación de angustia, de ansiedad, de dolor, de profundo y tenebroso miedo,

de incertidumbre y desconsuelo.

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mágico y místico movimiento del que somos parte, para Sabato, que hace unos meses partió a la eterna calma de la muerte, la resistencia y en ella la vida se hace al lado del otro con el roce de la piel, la cercanía de los cuerpos, las miradas y las palabras. ¿Qué sería de tu vida sin mí?, tu y yo somos comple-mento, del uno se hace el otro y del otro se hace el uno, los dos nos hacemos y deshacemos frente a la vida, que y como lo has sostenido, no es fácil; para los griegos era una prueba, para ti un camino difícil aunado a una aventura necesaria de vivir.

El intelectual argentino, Ernesto Sabato, afirmaba que la vida como resistencia era posible en tanto por medio de ella nos salvamos, como si la vida fue-ra energía que de nuestros cuerpos alimentara otros cuerpos, otras vidas, como si entre vida y vida las vitalidades se hicieran más fuertes, más espirituales, más resistentes; si es así, seguramente te has alimen-tado de mi vida y yo enormemente de la tuya. Tú eres vida, eres cuerpo, eres resistencia.

La resistencia, en esta perspectiva, es inherente al cuerpo que en sí mismo perdura frente a los cam-bios, es emergente de la vida visibilizada en el mo-vimiento del mismo, en su energía, en su cercanía a la muerte, también, es real bajo un umbral de sensibilidad alterado por un contacto con el otro, un roce de piel, una mano en el hombro, un abrazo o en conexidad, unas palabras, unos consejos.

Tu vida y la mía –fortalecidas y reconstruidas constantemente en la interacción propiciada por los espacios de nuestra Alma Máter, vidas en resisten-cia– nuestras vidas a la fecha están y siempre estarán en suspenso, en espera al derecho de seguir vivien-do. La Universidad que es nuestra casa y espacio de interacción, se encuentra hoy a la expectativa de un veredicto, una orden, un mandato que nos trans-formará, nos hará distintos, nos permeará hasta ha-cernos irreconocibles a lo que hoy somos o éramos. Hoy tengo miedo, la academia que me vio llegar y crecer, el Alma Máter que aún espera tanto de mí, se está consumiendo a sí misma bajo órdenes sobe-ranas y con ella también nos consume a nosotros. Yo necesito de ti, confió plenamente en que las cosas puedan ser distintas, que los caminos que invitabas a caminar sean diferentes a beneficio de los dos y la sociedad humana, no de intereses que sin más, de-ciden interrumpir mi formación y afirmar que debo programarme a órdenes y exigencias de un merca-do. Necesito de ti, ya te lo he dicho… desde que todo esto empezó, o continuó, desde el 15 de sep-

tiembre he corrido al lado tuyo o a veces sin ti, te vi salir y llegar, allí atemorizado o enfurecido, otras veces cansado y la mayoría de las veces inquieto por aquel mandato que se hace cada vez más evidente.

Yo dejaré la casa, como todo hijo deja a su padre y madre, de tu hogar partiré, me iré de ti, me ale-jaré, me distanciaré, es mi deber hacerlo –a menos que desee ser maestro–, hiciste cosas importantes y cruciales en mi vida, pero las clases, los conversato-rios, los consejos, tarde que temprano finalizarán y marcharé deseando que otro estudiante llegue a tu vida y que de él hagas algo distinto como lo has logrado conmigo, ese es mi sueño y creo el sueño tuyo, esa es la realidad de lo que espero de ti. A ti te corresponde más que a nadie dar continuidad a este sueño, si debo marcharme creo en ti debido a que eres el defensor de esos sueños que todos, mis com-pañeros y compañeras depositamos en ti; en vos la Nación cree y tu eres lo vital de esta academia, de esta Universidad.

Maestro, vienen tiempo difíciles, no podré acom-pañarte en cuerpo, en la distancia con mi voz sobre el papel intentaré hacerlo, pero tú estarás aquí en casa, y a ella deberás defender, eso es lo que pien-so, lo que me has enseñado no sólo en clase sino en la propia vida fuera de las aulas, cuando nos has contado de ti, de tu juventud, de tus aventuras, tus tristezas y alegrías, cuando en la calle me saludas y siempre con tu presencia me obligas, con nostalgia

Tú que persistes en mostrarme un camino seguramente

confiable a mi destino, que labras la resistencia en mi,

tienes también el deber de ser en ti mismo fiel a tus palabras,

tus ideales, tus sueños, tu ética y fundamentalmente tu

existencia-resistencia política, ese es parte del deber de un

maestro, alguien como tú.

Carta abierta. Estimado maestro

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en cuerpo y alma, a recordar que algún día hice y soy parte de esta Universidad, tu Universidad, y que a ella le debo tanto o más que a nadie, que en ella al lado tuyo me hice, por todo eso siempre te he admi-rado, pero hoy más que nunca quiero verte, sentirte en resistencia que no sólo fluye de tu cuerpo sino de tu vida que se hace e hizo junto a la mía, ex-perienciarte e inspirarme a proteger la casa, como la madre que cuida a sus hijos, espero de ti que cuides de nosotros, no dudes que intentaremos-rán defendernos-se, resistir, pero te necesitamos, no te alejes, quédate con nosotros, protege el sueño que has sembrado, guía la planta que has cultivado y da sabiduría el árbol joven que crece al lado de otros más viejos, para tomar un buen camino, una ruta adecuada en pro de la defensa de la Universidad.

Maestro, de la historia en sus vientos del pasado y del presente te has hecho, por toda tu existencia co-rre historia como sangre por el cuerpo, no sólo insti-tucional, sino de lucha en momentos por un salario o mejor escrito –con mas justicia– por una vida, en otros por reconocimiento académico, intelectual, en los dos, olvidar no es una opción, la historia y en ella la memoria siempre será un arma, una resistencia, una herramienta indispensable para la batalla. Si el espacio y el tiempo en mí dispusieran tu destino, te expondría al contagio de la “peste del olvido”, como en Macondo en Cien Años de Soledad de Ga-briel García Márquez, con el fin de que no duermas hasta que esta amenaza se desplome a beneficio de todos, pero que la peste no traiga el olvido, al con-trario, evocar, traer constantemente de la memoria, de la historia los momentos de lucha, tus luchas y en ellas el hecho de que sin haber ganado has resistido, sin derrotar has obtenido la victoria; vives y de la resistencia te has fortalecido. Hoy más que nunca puedes y debes estar ahí, en el frente de batalla, que tu lucha clame con fuerza que existes; que hay resistencia, que existen los MAESTROS.

Un maestro, alguien como tú, un ayo en términos de Kant, y espero no un profesor, ni un docente –que educa para la escuela o sólo profesa un saber en el aula– es un cuerpo y un alma que nos acompañan de la vida a la muerte en un viaje –el viaje de la vida– donde las palabras al estilo de los viejos sabios, son inevitablemente necesarias, sin ellas nos diluire-mos en el oscuro, confuso e irreconocible tiempo que nos vive y que vivimos, con ellas resistimos. “Tú” como lo escribe Carlos Fuentes en La Muerte

Bibliografía

Bauman, Z. (2008). Múltiples culturas, una sola humanidad:”Si perdemos la esperanza será el fin, pero Dios nos libre de perder la esperanza”. Argentina: Katz Editores.

Sabato, E. (2000). La resistencia. Barcelona: Seix Barral

Sabato, E. (1998). Antes del Fin. Santa fe de Bogotá: Seix Barral

de Artemio Cruz y que para mí es el principio de la relación con “yo” en la que nos somos frente al mundo, consolidando de esta forma una relación, por tanto una resistencia a la contemporaneidad que fomenta el individualismo. Tú que persistes en mostrarme un camino seguramente confiable a mi destino, que labras la resistencia en mi, tienes tam-bién el deber de ser en ti mismo fiel a tus palabras, tus ideales, tus sueños, tu ética y fundamentalmen-te tu existencia-resistencia política, ese es parte del deber de un maestro, alguien como tú. Recuerda que un maestro, varios maestros son la población más peligrosa pero también la mas fructífera en una estructura social y política determinada en cualquier época, ten presente que tu, hoy más que nunca es-tas llamado a ser un modelo a seguir, una esperanza, una resistencia, un distinto de lo igual entre los pro-fesores o los docentes, un algo de vida en medio de la dura realidad, un lucero al fondo del frio y largo pasillo, lleno de incertidumbres miedos y amenazas que es la vida en soledad, como lo escribiría Saba-to (1998,40) refiriéndose a ella y en parte a lo que tu eres: “La dura realidad es una desoladora confu-sión de hermosos ideales y torpes realizaciones, pero siempre habrá algunos empecinados, héroes, santos y artistas, que en sus vidas y en sus obras alcanzan pedazos del Absoluto, que nos ayudan a soportar las repugnantes realidades”, debes estar ahí, ese es, si me permites el atrevimiento, tu destino.

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