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ROUSSEAU

IES DIONISIO AGUADO Calle de Italia, 14

28943 Fuenlabrada Madrid

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA 2º DE BACHILLERATO

JEAN-JACQUES ROUSSEAU (1712 – 1778)

CONTEXTO HISTÓRICO, SOCIOCULTURAL Y FILOSÓFICO

El siglo XVIII, en el que vivieron tanto Rousseau como Hume, es una época de grandes y profundas transformaciones, que se aceleran sobre todo a partir de 1750.

Desde el punto de vista económico, la introducción y mejora de herramientas, así como la aplicación de nuevas técnicas de explotación desencadenarán una verdadera revolución agrícola en Inglaterra, Países Bajos y algunas zonas de Francia e Italia, que tendrá como consecuencia más inmediata una explosión demográfica, que multiplicará por dos la población del continente en poco más de 50 años y que, finalmente, desembocará en la revolución industrial, cuando la máquina de vapor de James Watt (inventada en la década de 1780) sea aplicada a la producción de mercancías.

Desde el punto de vista social, el sistema imperante sigue siendo el sistema estamental, que divide a la sociedad en tres grandes grupos o “estamentos”: la nobleza, el clero y el denominado “tercer estado”, que incluye a los campesinos y a la incipiente (y cada vez más importante) burguesía, que controla el comercio y la industria. Este sistema estamental tiene como forma de gobierno más común la monarquía absoluta, (con la excepción de la monarquía parlamentaria inglesa o los sistemas parlamentarios de Suiza, Venecia y Países Bajos), que, en ciertas partes de Europa se ha convertido en un despotismo ilustrado, como es el caso de la Prusia de Federico II el Grande, la Rusia de Catalina II o la España de Carlos III. En todos estos países, en los que falta la presión de la burguesía, el Estado asume la tarea de modernización de la sociedad y lidera ese proceso, muchas veces incluso colocándose frente a los intereses de la nobleza. Tratan así de hacer “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.

Pues bien, es justamente el sistema de la monarquía absoluta, junto con la división estamental de la sociedad, el que va a quedar fuera de juego tras las revoluciones burguesas del siglo XVIII, precedidas de las revoluciones inglesas de 1642 y 1688, que habían llevado a la monarquía parlamentaria en Inglaterra. El pensamiento de Rousseau tuvo, sin duda, algo que ver con estos sucesos. De hecho, uno de los dirigentes jacobinos más importantes de la Revolución

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Francesa, Robespierre, rindió más de un homenaje al pensador suizo, y en general se considera que Rousseau es el precursor del espíritu revolucionario jacobino y de las ideas republicanas.

Por otra parte, desde el punto de vista cultural, en el siglo XVIII el Barroco de la Contrarreforma deja paso al Neoclasicismo en arquitectura, escultura y pintura y al Clasicismo en música, que se podría definir como un intento de aplicar el espíritu cartesiano de racionalidad, orden y sencillez a la producción artística. Así, por ejemplo, al barroco de Vivaldi, Bach y Händel le sucederá, a partir de mediados de siglo, el clasicismo de Haydn y Mozart.

Finalmente, de los contextos intelectuales en los que se mueve el pensamiento de Rousseau, el más importante es, sin duda, el de la Ilustración, cuyos ideales son, precisamente, la expresión filosófica de la lucha contra el Antiguo Régimen y en favor de la instauración de un nuevo orden político y social. De un modo muy general, la Ilustración puede definirse como un llamamiento para que todas las cuestiones (científicas, éticas, políticas, religiosas, etc.) se resuelvan mediante la razón. La razón se convierte así en la instancia última desde la cual debe determinarse no solamente el quehacer científico y la acción moral, sino también la ordenación de la sociedad y el proyecto histórico que la acompaña. A este respecto, se ha hecho famosa la definición kantiana de Ilustración como la “salida del hombre de su culpable minoría de edad”, teniendo el valor de servirse, cada uno, de su propio entendimiento. Se trata de guiarse uno por una razón que es universal, por ser la misma para todos los seres humanos, autónoma, porque no necesita de ayudas externas, y crítica con todo aquello que la oprime y le impide desenvolverse libremente.

Esta confianza en la razón, cuya obra más representativa será la conocida Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios, publicada bajo los auspicios de Diderot y D’Alembert, llevará aparejada dos posiciones características de la Ilustración:

- por una parte, la posición deísta, que defiende una religión natural, frente a todas las supersticiones y rituales de las religiones. Así, frente al teísmo, que cree en un Dios personal, que crea y ordena el mundo e interviene en él cuando es preciso, el deísmo despojará a Dios de sus atributos personales y de su “familiaridad” con el ser humano, limitándose a afirmar la existencia de Dios como creador del mundo y despojándole de su providencia y de toda responsabilidad sobre el mal en el mundo.

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- por otra parte, se desencadenará la fe en el progreso que, como consecuencia del espectacular desarrollo técnico-científico que se había producido desde el Renacimiento, generará el convencimiento de que la humanidad había entrado en una etapa de progreso ininterrumpido que terminaría por imponer el triunfo del derecho, la justicia y la libertad.

En este contexto, Rousseau será considerado uno de los grandes filósofos de la Ilustración (a pesar de que será también uno de los grandes críticos de su fe en el progreso), así como uno de los representantes ilustrados más notables de la teoría política iusnaturalista que, desarrollada en el pensamiento moderno desde Hobbes, afirmará que el hombre posee unos derechos naturales y que la comunidad política no es sino la consecuencia de un contrato social, por el cual el ser humano cede su libertad natural a cambio de derechos políticos.

ROUSSEAU: VIDA Y OBRA

Jean Jacques Rousseau nació en Ginebra (Suiza) en 1712, en el seno de una familia de origen francés. Su madre murió al poco tiempo de dar a luz, y su padre abandonó Ginebra en 1722, a raíz de una disputa con un militar de renombre. Así, el pequeño Jean Jacques vivió primero bajo el abrigo del clérigo Lambercier, y después, a partir de 1724, con su tío. Ese mismo año, Rousseau, que por entonces tenía 12 años, firma un contrato de aprendizaje con un grabador por un período de cinco años, pero en 1728 decide abandonarlo todo y huir de su ciudad natal. Poco después es acogido en la casa de la baronesa de Warens, que se convierte así en su protectora. En su casa pasó varios años y gracias a ella pudo instruirse y aprender música, que sería su medio de subsistencia en muchos de los trabajos que desempeñaría posteriormente. Después de viajar por diversas ciudades francesas y suizas y ejercer distintos empleos, Rousseau se traslada a París, donde entra en contacto con los filósofos ilustrados (Voltaire, Diderot, D’Holbach, etc.) y colabora en la redacción de la Enciclopedia. En 1749, la Academia de Dijon convoca un premio para el mejor ensayo sobre la cuestión siguiente: ¿ha conseguido el desarrollo de las ciencias y las artes que los hombres sean moralmente mejores? Rousseau escribe un trabajo que gana el concurso, y lo escribe poseído por una especie de iluminación súbita, que le llevará a ganar el premio con su Discurso sobre las ciencias y las artes, que fue publicado en 1750. En 1755 aparece el Discurso sobre los orígenes y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, que en cierto modo prolonga la crítica iniciada en el primer discurso. En 1761 se publica en París la novela Julia, o la nueva Eloísa, que obtiene un éxito inmenso. En 1762, aparecen algunas de sus obras más importantes: Del contrato social, y Emilio, o de la educación. Ambas obras sufren diversas prohibiciones en París, Ginebra,

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Berna y los Países Bajos, y Rousseau huye de Francia. Tras un periplo que le lleva a Berlín, Basilea y Estrasburgo, finalmente acepta la hospitalidad de Hume y se hospeda en la casa londinense del filósofo empirista. Sin embargo, pronto surgen disputas entre ambos y Rousseau regresa a París. Después de llevar durante sus últimos años una vida errante y llena de angustias y enfermedades, Rousseau muere en 1778 en Ermenonville, acogido por su amigo el marqués de Girardin. Póstumamente se publican las Confesiones y las Ensoñaciones de un paseante solitario.

LA FILOSOFÍA DE ROUSSEAU: GRANDES LÍNEAS DE SU PENSAMIENTO

1. La motivación básica del pensamiento de Rousseau: la pregunta por la legitimidad de las formas de gobierno

La filosofía política moderna tiene como pretensión fundamental la búsqueda de legitimidad de las formas de gobierno. Con ello, la reflexión política trata de seguir el proyecto moderno (tanto racionalista como empirista) de fundamentación del saber. Y en este proyecto de búsqueda de legitimidad, la filosofía moderna se opone al modo como la filosofía anterior pensaba la política. En efecto, según la concepción imperante en la época antigua y (en parte) en la época medieval, los hombres son por naturaleza animales sociales y políticos, y las formaciones sociales no son producto de las decisiones personales de los individuos, sino que vienen dadas por la propia naturaleza. El marco de reflexión de lo político era, como en Aristóteles, teleológico. La naturaleza tiende a un fin, y los individuos, en cuanto que forman parte de esa naturaleza, tienen prefijada su finalidad: la finalidad del hombre es desplegar sus potencialidades naturales más propias (aspiración a la felicidad), y esto significa, entre otras cosas, vivir en la polis, vivir en sociedad (condición de la felicidad del ciudadano). La polis es una realidad natural, y el bien común depende de que cada ciudadano (cada órgano del sistema) cumpla su función dentro del organismo social, sin cuestionar ni alterar la distribución de roles (recordemos cómo Platón asignaba distintas funciones a los productores, los guardianes y los gobernantes). De este modo, el hombre alcanza la vida buena cuando obedece los mandatos de la naturaleza: cuando los miembros de la ciudad actúan de acuerdo con la naturaleza y la razón, la polis reproduce el orden y armonía del universo. La vida buena se alcanza dentro de la sociedad, viviendo en comunidad con otros hombres e instaurando un buen gobierno. De hecho, se puede decir que, frente a la pregunta por la legitimidad de las formas de gobierno que imperará en la filosofía moderna, las preguntas fundamentales de la política antigua y medieval se resumen en la pregunta por la mejor forma

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de gobierno. La respuesta aristotélica a esta cuestión inicia la tradición republicana, que afirma la superioridad del Gobierno Mixto (Politeia o República) frente a cualquier otra forma de gobierno (Monarquía, Aristocracia, Democracia). Esta tesis constituye, a través de distintas reformulaciones (en Cicerón o Santo Tomás, por ejemplo), el argumento central de la historia de la reflexión política occidental. La pregunta por la legitimidad, formulada por primera vez por Hobbes, provoca una ruptura que encamina a la reflexión política en la senda de la ciencia moderna: pretende constituirse como Ciencia del Derecho, cuya tarea es fundamentar racionalmente las leyes universales de la conducta humana. El resultado es la Teoría Iusnaturalista (Tª del Derecho Natural), uno de cuyos representantes más significativos es Rousseau.

Pero, ¿cómo llega a concretarse la pregunta por la legitimidad de los sistemas de gobierno en la Modernidad? Para empezar, la filosofía moderna se va a hacer cargo y va a asumir la consecuencia más notable de la reflexión filosófica cristiana sobre el ser humano: si todos somos hijos de Dios y todos hemos sido creados a su imagen y semejanza, entonces todos los hombres somos libres e iguales. Ahora bien, si todos somos igualmente libres, ¿por qué razón tenemos que obedecer a los gobernantes, si los gobernantes (en cuanto hombres) son exactamente iguales que nosotros? Se puede considerar que esta es la pregunta por la legitimidad que, como decíamos, inicia la filosofía política moderna (aunque, en cierto modo, ya había sido introducida por Santo Tomás), pregunta que, a su vez, se transforma inmediatamente en la siguiente: ¿por qué razón, bajo qué condiciones, y hasta qué límite, tenemos la obligación de obedecer las leyes dictadas por un gobierno? Son legítimos aquellos regímenes a los cuales tengamos que reconocer necesariamente nuestra obediencia; serán ilegítimos, por el contrario, aquellos que no merezcan nuestro reconocimiento, nos dan el derecho a desobedecer. El régimen Legítimo genera la obligación de obedecer; el ilegítimo, el derecho a rebelarse.

La peculiaridad del pensamiento de Rousseau es que la pregunta por la legitimidad de los sistemas sociales y políticos parte de una crítica a la civilización y, sobre todo, a una civilización que confía en sí misma como impulsadora del progreso del hombre: la propia sociedad civilizada occidental. De ahí que, aunque el pensamiento de Rousseau se enmarca, en parte, dentro del movimiento general de la Ilustración, Rousseau se presente como un crítico de la fe ilustrada en el progreso y de su característico optimismo, como se ponía de manifiesto en la pregunta que la Academia de Dijon planteaba en su concurso de 1749 (¿ha conseguido el desarrollo de las ciencias y las artes que los hombres sean moralmente mejores?), a la que Rousseau contesta con un

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tajante no, haciendo ver “que las costumbres han ido degenerando en todos los pueblos del mundo a medida que el gusto por el estudio y las letras se ha extendido entre ellos” (Rousseau, J.-J: Prefacio del Narcisse).

Para Rousseau, que seamos cultos no significa que estemos moralizados: lo que hay en la cultura y en la civilidad es en realidad una urbanidad de fachada, un mero preocuparse por las apariencias y por el “qué dirán”, un puro deseo de distinguirse por encima de los demás. Así pues, Rousseau parte de la crítica de la civilización y de la denuncia de la artificialidad de la vida social, cuya única consecuencia ha sido el desarrollo progresivo de la desigualdad entre los hombres. De manera que si el proceso civilizatorio había sido interpretado por la Ilustración como un proceso de progreso indefinido que siempre se encaminaba hacia un perfeccionamiento del ser humano, Rousseau pretenderá sacar a la luz el “lado oscuro” de este baile de máscaras: ni el progreso de la civilización conlleva, por sí solo, un progreso en la felicidad y en la moralidad del hombre, ni la organización social y política garantizan, por sí solas, que el hombre llegue a vivir conforme a su naturaleza. Y frente a toda esta artificialidad y toda esta decadencia, Rousseau nos habla de una humanidad sencilla y no corrompida, de un cierto hombre “aun no civilizado” que es, por esencia, “bueno”. Con ello Rousseau opondrá al “estado social” un “estado de naturaleza” que le permitirá evaluar la legitimidad de los sistemas de gobierno.

2. Estado de naturaleza y estado social

En su búsqueda de legitimidad de los sistemas de gobierno, Rousseau se verá llevado a distinguir entre un “estado de naturaleza” (estado natural) y un “estado social”. El “estado de naturaleza” designaría el “supuesto” estado o situación del hombre al margen de la sociedad, mientras que el “estado social” designa la situación del hombre que vive en sociedad. Para entender el sentido de esta distinción es muy importante tener en cuenta que los conceptos de “estado de naturaleza”, y los conceptos correlativos de “hombre natural”, “libertad natural”, etc. no se refieren a una situación histórica que se dé, se haya dado, ni se vaya a dar en algún momento, sino que la distinción entre “estado de naturaleza” y “estado social” sirve para analizar la sociedad y para descubrir qué le falta o qué le sobra a esa sociedad para que sea una sociedad “justa”, una sociedad legítima, conforme a la naturaleza del hombre.

En este sentido, se asemejan la fundación de la Ciencia del Derecho y de la Física. Este hipotético estado pre-político opera a la manera que el concepto de vacío en la Física de Galileo. Igual que en Galileo el vacío era la hipótesis

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irreal (puesto que el vacío no se da en la experiencia habitual: es una construcción intelectual hipotética) que necesitamos suponer para pensar el principio de inercia, gracias al cual podemos explicar efectivamente el movimiento de los cuerpos; de la misma manera, decimos, este estado pre-político es la condición hipotética que necesitamos suponer para lanzar la pregunta por la legitimidad de los sistemas de gobierno. El punto de vista aristotélico parte de la descripción de las sociedades reales, y ahí confirma el hecho de su carácter natural. Pero, por eso, solo puede preguntar cuál es la mejor forma de gobierno, dando por hecho la condición misma del gobierno. La noción de estado de naturaleza, al contrario, es la hipótesis que permite romper con la experiencia de la naturaleza social, y por ello plantear la pregunta por las condiciones bajo las cuales el ser humano puede estar dispuesto a someterse a las leyes que rigen la vida social. Al establecer una idea (aunque sea ficticia) de cómo es el hombre “al margen” de la sociedad, Rousseau obtiene también una idea de cómo debe ser la sociedad si quiere ser acorde con ese hombre natural. Así pues, se trata de separar la parte artificial de la parte natural y originaria que hay en el hombre, que nos permitirá enjuiciar y valorar el estado presente y pensar un nuevo orden social que realice lo que el hombre es por su “naturaleza”.

Por lo tanto, que Rousseau critique el orden social y cultural de su época no significa que esté defendiendo el “regreso a las cavernas” (como se ha dicho algunas veces) ni nada por el estilo. Por el contrario, el “estado de naturaleza” es el criterio que nos permite evaluar si un sistema social determinado es legítimo o no es legítimo. Cuando Rousseau piensa la sociedad de su época, ve que “el hombre nace libre, pero por todas partes se encuentra encadenado”, y se pregunta qué cosas hay que modificar en el orden social para que esa libertad original del hombre quede asegurada. Dentro de ese proyecto, la idea de “hombre natural” es la “brújula” que debe ayudarnos a orientar en el sentido adecuado la reforma del sistema político. En definitiva, el concepto de “estado de naturaleza” no tiene un sentido descriptivo: no describe nada “real”, un estado históricamente dado. Es un instrumento teórico que le permite a Rousseau analizar y criticar la sociedad de su tiempo.

Pero, ¿qué sería y cómo sería el hombre cuando se encontrara en este hipotético “estado de naturaleza”? Este pre-social “hombre natural”, aislado de los otros hombres, dice Rousseau, sería bueno y feliz, independiente y libre. Su completa e ilimitada libertad natural se encontraría guiada exclusivamente por dos rasgos: un sano “amor de sí”, que le impulsa a satisfacer todas sus necesidades haciendo uso de su libertad natural; y dotado de una simpatía

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natural, una sensibilidad que le mueve a empatizar (compadecerse de) con los otros seres humanos. En el “estado social”, por el contrario, el hombre se hace malo, puesto que está movido por el “amor propio” o egoísmo, convirtiéndose en un “hombre artificial”; rige entonces la injusticia, la opresión y la falta de una auténtica libertad. Suponer que el hombre natural es bueno, frente a la maldad del hombre en “estado social”, no significa que el hombre natural sea moralmente bueno o malo. Es un estado pre-político y pre-social y, por tanto también, pre-moral: el individuo, al margen de los otros, carece de vida moral: no hay aún ningún tipo de normas morales que rijan su conducta. Dispone de una libertad ilimitada para satisfacer sus necesidades naturales. Se encuentra, por tanto, más acá del bien y del mal. Esa suposición significa, más bien, una negación de que el hombre sea, en sí mismo y de suyo, algo en particular: el hombre es lo que la sociedad hace de él. Por tanto, la idea de la bondad natural del hombre debe entenderse, en definitiva, como un instrumento de la investigación que nos permite localizar y sacar a la luz los males que hay en la sociedad. De este modo, los males y las injusticias que vemos a nuestro alrededor no provienen de ninguna naturaleza humana, porque el hombre no es nada fijo y determinado: los males e injusticias provienen del propio desarrollo de la sociedad humana. Pero, ¿qué es lo que hace a los hombres abandonar el estado de naturaleza y organizarse en sociedades si éstas conducen a los males y a la injusticia?

3. La propiedad privada y el abandono del estado de naturaleza

De un modo hipotético reconstruye Rousseau la historia de la entrada del hombre natural en sociedad. En un primer momento, y gracias a la simpatía natural que inmediatamente nos vincula unos a otros, supone Rousseau, los hombres descubrirían que, unidos, pueden defender mejor sus intereses, y actúan de manera conjunta, lo que facilita la caza, la defensa frente a los peligros y las catástrofes naturales, etc. En un segundo momento, los hombres (antes nómadas) se asientan y empiezan a desarrollar la agricultura. Surge entonces la propiedad privada de la tierra, y con ello la división entre los poseedores y los no poseedores, que depende de la fuerza que tenga cada individuo y, por tanto, de un elemento que diferencia unos hombres de otros. En ese momento empiezan a generarse desigualdades, rivalidad e inseguridad:

“El primero que, habiendo cerrado un terreno, se atrevió a decir: “Esto es mío”, y halló gente suficientemente ilusa para creerle, fue el verdadero creador de la sociedad civil. Cuántos crímenes, guerras, muertes, cuántas miserias y horrores habría ahorrado al género humano quien, arrancando las estacas o llenando el foso, hubiera gritado a sus semejantes; ¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie!” (J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres).

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Así, el estado de naturaleza deja paso a una especie de guerra de todos contra todos. Fue entonces cuando los hombres sienten la necesidad de ingresar en la sociedad civil. Como consecuencia de la inseguridad que impera en el natural estado de guerra de todos contra todos que se da en esta fase inicial de vida social, los individuos prefieren constituirse, mediante un pacto social, como Estados, sujetándose todos a las mismas leyes y sometiéndose todos a un único poder central que garantice la seguridad de todos, protegiendo sus bienes e impidiendo ese estado de guerra perpetua que se desata entre los individuos cuando no se encuentran sometidos a un Estado.

Ahora bien, afirma Rousseau, la manera como se produce este pacto es el origen de la injusticia social. En efecto, los ricos propusieron un acuerdo a los pobres para instaurar un poder supremo que gobernase y protegiese a todos por igual. Sin embargo, en la práctica, ese poder se limita a garantizar los privilegios de los ricos. Lo único que resultó fundado es, por tanto, sociedades civiles dominadas por la desigualdad y la injusticia. De este modo hipotético se gestaron los sistemas políticos con los se encuentra Rousseau. Ahora bien, nadie ha elegido tener la fuerza que tiene, y es “injusto” que unos puedan obtener más que otros por una cosa que ninguno de los dos ha elegido. De ahí que ese sistema haya de ser sustituido por un sistema verdaderamente legítimo y racional, que será lo que Rousseau busque en su obra cumbre: El contrato social.

4. La reforma de la comunidad política: el contrato social

En El contrato social, Rousseau buscará precisamente un “estado social” que sea acorde con las condiciones iniciales del “estado natural”. Frente a los regímenes injustos realmente existentes, fijar las condiciones del contrato social que garantizarían la legitimidad del Estado. ¿Cómo debería ser el pacto social para que todos los individuos estuvieran dispuestos voluntariamente a aceptarlo? ¿Qué tendríamos que pactar, para que todos nos sometiéramos voluntariamente, renunciando a nuestra libertad natural, a un poder superior? El problema fundamental, en efecto, es “encontrar una forma de asociación […] por la que cada uno, uniéndose a todos, no obedezca, sin embargo, más que a él mismo, y permanezca tan libre como antes” (Del contrato social, libro I, cap. VI). Si, por un lado, vivir en sociedad parece que implica obligación y obediencia a ciertas personas o ciertas leyes y, por otro lado, el estado natural “era” un estado de plena libertad, ¿cómo conjugar obligación y libertad? ¿No es la libertad lo contrario de la obligación? ¿Cómo vivir en sociedad conservando

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máximamente esa libertad “natural”? Es decir, ¿cómo institucionalizar la libertad natural en una libertad civil y política?

Pues bien, la solución que ofrece Rousseau a este problema es la siguiente: todos y cada uno de los individuos deben entregar y enajenar todos sus derechos “naturales” a la comunidad por medio de un contrato; y esa unión social de los individuos a su vez les permitirá disfrutar, ahora con seguridad, de sus libertades civiles: sus derechos “naturales”. Con ello, dice Rousseau, queda resuelto el problema planteado anteriormente, porque, por un lado, los hombres han pasado de un “estado natural” en desequilibrio a un estado civil en equilibrio y basado en la razón, y, por otro lado, los hombres no tienen que someterse y obedecer a nadie externo, sino que sólo se someten a la ley que ellos mismos se han dado. La esencia del contrato social es, justamente, que transforma las libertades naturales en derechos civiles: el Estado pasa a convertirse en garante de los derechos individuales de los ciudadanos. De esta forma, resultan reconciliados obligación y libertad: renuncio a mi libertad individual (esto es, a mi capacidad para hacer un uso ilimitado de mi fuerza con vistas a conseguir cualquier propósito) para someterme al Estado, lo que limita mi conducta a la ley, pero, a cambio, lo que encuentro garantizado por la fuerza superior del Estado son mis derechos individuales fundamentales. Renuncio a usar la fuerza contra la ley, siempre que la ley garantice eso mismo que, en un estado pre-político, de guerra de todos contra todos, se encontraba amenazado: vida, libertad, propiedad. De esta manera, la ley constituye la férrea barrera que, estrechando la libertad de cada uno, garantiza los derechos fundamentales de todos. Un Estado que dirige toda su fuerza a garantizar los derechos fundamentales es un Estado de Derecho.

La clave de esta solución radica en que, al ceder mi libertad natural a la comunidad, no se los estamos dando a nadie en particular, sino que solo estamos poniendo a la ley por encima de todos los individuos: todos renunciamos por igual a nuestra libertad natural, todos nos sometemos por igual a las mismas leyes. No hay privilegio, nadie puede saltarse la ley (ya no hay príncipes ni reyes que valgan). La verdadera libertad, por tanto, es la vinculación de todos (sin excepción) a la ley que libre y racionalmente se han dado, de manera que el único poder legítimo (el único sistema social legítimo) es el que coloca la idea de la ley misma por encima de las voluntades individuales. La igualdad ante la ley es la condición de la libertad de todos. Por lo tanto, al someterse a la ley, cada ciudadano sólo se obedece a sí mismo, que libre y racionalmente se han impuesto la ley.

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Para entender esto, es preciso explicar cuál es el procedimiento para legislar. La ley surge de lo que Rousseau denomina la voluntad general, que, opuesta a la voluntad particular del individuo, es el principio que rige y dirige a esa comunidad social que ha surgido del pacto, representando los intereses generales de esa comunidad. Por eso la voluntad general no es lo mismo que la mera suma de la voluntad de los individuos movidos cada uno por su interés (esta voluntad sería solamente una yuxtaposición de intereses particulares y, si coincidiesen muchos de esos intereses, podrían llegar a legislar para su propio bien particular), ni es tampoco es exactamente la voluntad de la mayoría, pues la mayoría también podría decidir instaurar unas leyes que sólo se aplicasen a ciertos individuos concretos. La voluntad general de la que habla Rousseau, en definitiva, no es una realidad material dada, sino más bien un principio normativo que expresa el interés general de la comunidad que persigue la consecución del bien común.

Con esta teoría del contrato social y de la voluntad general, Rousseau está poniendo los fundamentos filosóficos de la soberanía popular, que está a la base de todos nuestros sistemas democráticos). “Soberanía” quiere decir algo así como el poder último dentro de una formación social determinada, y según Rousseau esa soberanía reside en el pueblo, que es quien funda la comunidad política mediante su pacto o asociación original. De esta forma, Rousseau combina el principio del Estado de Derecho (definido exclusivamente por garantizar los derechos individuales) con el principio democrático (soberanía popular), sentando los cimientos del Estado Democrático de Derecho.

Ahora bien, una cosa es el soberano y otra cosa es el gobierno. El soberano es el pueblo, y de él surgen todas las decisiones políticas legítimas (que, como ya hemos visto, tienen que ver con la voluntad general y con la universalidad de la ley). El gobierno, por el contrario, es el encargado de aplicar medidas políticas concretas. Desde luego, la voluntad general del pueblo debe hacerse real, debe materializarse en medidas concretas, pero la soberanía es inalienable. Que la soberanía es inalienable significa que no puede delegarse, ni cederse, ni nada parecido. Si el pueblo dejase en manos de otros (de sus representantes, por ejemplo) la capacidad de decisión que le corresponde, entonces el pacto habría quedado roto y cada cual tendría derecho a defender sus intereses al margen de la comunidad, porque esa comunidad no estaría legitimada. Puesto que la soberanía es inalienable, nadie puede representar al pueblo salvo él mismo: los diputados son meros comisarios que deben ejecutar lo que decide la voluntad general, y no deben tener ningún tipo de autonomía (como vemos, Rousseau

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rechaza la democracia representativa, y defiende más bien una democracia directa, sin intermediarios).

Sin embargo, la voluntad general no puede ejecutar las leyes, pues las leyes que hace son siempre estrictamente universales y la ejecución de las leyes tiene que ver siempre con acciones y con individuos singulares. Por lo tanto, es necesaria una institución que encarne el poder ejecutivo. Esa institución es el gobierno. Ahora bien, la voluntad general es una, y, por ello, la soberanía es indivisible. Por lo tanto, el poder ejecutivo (que reside en el gobierno) debe limitarse a llevar a cabo lo establecido por el legislativo (que reside en el pueblo), es decir, a hacer cumplir la ley.

No obstante esta descripción del “estado social” llevada a cabo por Rousseau, El contrato social no contiene un ideal de Estado, es decir, no describe, como hubieran hecho los filósofos antiguos y medievales, cómo sería el Estado “perfecto”. Solo formula, como señalábamos al comienzo, unos “principios del derecho político”, es decir, unos principios de legitimidad política que sirven para evaluar a los gobiernos reales, diferenciando los Gobiernos Legítimos frente a los Gobiernos Despóticos.