Sesion de Tarde

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SESIÓN DE TARDE Cada vez que quería escapar de sí misma, se dirigía al espejo (no siempre era el mismo, aunque solía preferir el del cuarto de baño porque era el que tenía más luz). Quizás dicho así de simple resulte algo absurdo, sobre todo porque se supone que, ineludiblemente, habría de encontrarse allí con la imagen de aquello de lo que estaba huyendo... Pero era un poco como en las películas de suspense, en las que el psicópata asalta a la heroína siempre que entra en una habitación, sótano o desván sin encender la luz... (¿pues no se sabe ya que ahí es donde va a estar? ¿Pues para qué entra? Pues serán cosas del guión...) Hay que aclarar que, en aquellos momentos en que Juana se apresuraba hacia el cuarto de baño, siempre se encontraba sola en casa, de manera que ella era su único público. Siguiendo con el símil cinematográfico, podría decirse que, al http://www.afindemes.es/files/2011/03/cine_club.jpg verse reflejada en la superficie del espejo, se sentía como el espectador que entra en la sala oscura del cine solitario y se sienta con expresión embobada ante el título de una de sus películas favoritas (bueno, la satisfacción era mutua, porque la actriz también sonreía. Y lo era hasta tal punto, que nunca podían dejar de acudir a la cita en cuanto los demás habitantes de la casa la abandonaban). Alguna vez se había planteado lo infantil de sus incursiones al otro lado del espejo. Pero nunca dejaban de ser cortas reflexiones que se disipaban al momento ante el argumento siempre fácil de que no hacían mal a nadie. Es cierto que a veces se pasaba largas horas en aquel estado de desdoblamiento, trasponiéndose de una habitación a otra -siempre que en ésta se encontrara el preciado soporte a su interpretación-, buscando el atrezo y el decorado más adecuados para el guión espontáneo. Pero esto sólo ocurría cuando de antemano sabía que dispondría de la casa por un largo período de tiempo. De todas maneras, las representaciones no se prolongaban nunca durante más de una tarde: cada vez que se cerraba la puerta de la casa dejando fuera al penúltimo de sus habitantes, la historia era otra, si bien todas tenían puntos comunes.

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SESIÓN DE TARDE

Cada vez que quería escapar de sí misma, se dirigía al espejo (no siempre era el mismo, aunque solía preferir el del cuarto de baño porque era el que tenía más luz). Quizás dicho así de simple resulte algo absurdo, sobre todo porque se supone que, ineludiblemente, habría de encontrarse allí con la imagen de aquello de lo que estaba huyendo... Pero era un poco como en las películas de suspense, en las que el psicópata asalta a la heroína siempre que entra en una habitación, sótano o desván sin encender la luz... (¿pues no se sabe ya que ahí es donde va a estar? ¿Pues para qué entra? Pues serán cosas del guión...)

Hay que aclarar que, en aquellos momentos en que Juana se apresuraba hacia el cuarto de baño, siempre se encontraba sola en casa, de manera que ella era su único público. Siguiendo con el símil cinematográfico, podría decirse que, al

http://www.afindemes.es/files/2011/03/cine_club.jpg

verse reflejada en la superficie del espejo, se sentía como el espectador que entra en la sala oscura del cine solitario y se sienta con expresión embobada ante el título de una de sus películas favoritas (bueno, la satisfacción era mutua, porque la actriz también sonreía. Y lo era hasta tal punto, que nunca podían dejar de acudir a la cita en cuanto los demás habitantes de la casa la abandonaban).

Alguna vez se había planteado lo infantil de sus incursiones al otro lado del espejo. Pero nunca dejaban de ser cortas reflexiones que se disipaban al momento ante el argumento siempre fácil de que no hacían mal a nadie. Es cierto que a veces se pasaba largas horas en aquel estado de desdoblamiento, trasponiéndose de una habitación a otra -siempre que en ésta se encontrara el preciado soporte a su interpretación-, buscando el atrezo y el decorado más adecuados para el guión espontáneo. Pero esto sólo ocurría cuando de antemano sabía que dispondría de la casa por un largo período de tiempo. De todas maneras, las representaciones no se prolongaban nunca durante más de una tarde: cada vez que se cerraba la puerta de la casa dejando fuera al penúltimo de sus habitantes, la historia era otra, si bien todas tenían puntos comunes.

Casi siempre se plantaba ante una mujer segura de sí misma, aunque algo atormentada por la actuación de un hombre al que, o bien creía su amigo y resultaba querer algo más, o bien creía su amante y acababa destruyendo su confianza con otra mujer a la que ella creía su amiga. El hecho es que siempre se rodeaba de un mundo de falsas verdades, en el que su protagonista no dejaba de intentar salir a flote a costa de cualquier cosa o argumento salvo la puesta en duda de su propia fortaleza y posesión de la verdad... Y, claro está, siempre lo conseguía.

Esto la hacía aún más admirable a los ojos de Juana, ya que el personaje del espejo parecía no tener idea de lo que significaban conceptos tan comunes para ella misma como “crisis interna” - o “desmoronamiento de los principios de la propia estima”, que es lo mismo, pero dicho como lo anotaría en su libreta Imelda, su amiga filipina, psicoanalista.

- ¿Nunca has “intentaro” reconstruir “toros” los recuerdos de tu “ninies”? - le preguntó una tarde mientras salían de la película ‘El silencio de los corderos’. Imelda tenía todavía un fuerte acento norteamericano, a pesar de haber nacido en Almería, y de apellidarse Sánchez (sí era cierto que sus padres emigraron a Filipinas cuando ella tenía 18 años, pero ahora tenía 25 y ya llevaba 4 viviendo en Cádiz). Juana siempre

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quiso preguntarle si el acento era debido a su dureza de oído o si sólo se trataba de un intento de reconfortar a sus pacientes por el aspecto dudoso que ofrecían certificados de asistencia a ‘masters’ en diversas ciudades desconocidas de Dakota del Norte,.... Pero nunca lo hizo.

- Es como la protagonista del film: una experiencia “acohonante”. Te “ras” cuenta de que muchos comportamientos y “atitures”, “mieros” a los que te enfrentas “toros” los días, tienen su base en algo tan simple como el llanto de tu primer “cachoriro”, al que tus padres obligaban a dormir solo en la oscuridad. ¿No es asombroso?

Y mientras decía esto se secaba una lágrima que le corría por la mejilla.- Oh, discúlpame, pero es que no “puero” evitar acordarme de ‘Blackie’, mi

pequeño bóxer...- Creo que te entiendo, Imelda. Mi padre trajo una vez un canario a casa, y

recuerdo que nos poníamos todos a silbar delante de la jaula, y el pájaro se nos quedaba mirando sin abrir el pico, y nosotros totalmente desinflados, y él nada, hasta que un día... desapareció de la jaula... Así que dejamos de silbar. La verdad es que fue un alivio... Pero no sé qué relación tiene eso con lo que me ocurre ahora...

- Mmmm... - dejó escapar Imelda construyendo mentalmente la imagen de la familia de Juana con el gesto descansado y feliz ante la muerte del pobre animalito. Finalmente, preguntó: - ¿Has “pensaro” alguna vez tener “ninios”?

- Pues... en serio, no.- ¡Ahí está! ¡Estás aplazando esa reflexión porque te ves “incapasitara” “debiro”

a la dureza de tu corazón con el “paharito”, simplemente porque el “pobresiro” no “puro” cantar antes de morir! ¡¿Es que no lo entiendes?!

Aunque le dijo que sí a su amiga - pues le tenía cierto respeto a la vena esa que se iba poniendo gorda conforme la prioridad pasaba de respirar a hacer entender sus argumentos - nunca vio muy clara la conexión entre los dos hechos (el paharito y los ninios), y quizá por eso tampoco nunca le comentó nada de lo que le ocurrió al poco tiempo de aquella cita... Aunque tenía la sensación de que, si había alguien en el mundo que consiguiera darle una explicación - por muy inexplicable que fuera lo acontecido - esa era Imelda.

Sucedió un sábado a mediodía. Sus compañeros de piso habían huido en desbandada, cada uno hacia un punto cardinal distinto. Así que no la hizo esperar. En el último cajón de la mesita de noche de Graciela había un camisoncito fucsia de raso, de esos con tirantes minúsculos, pronunciado escote, y con los que no te puedes sentar y parecer una señorita al mismo tiempo. Su compañera de cuarto era madrileña, y ya se sabe que las madrileñas son diferentes en sus formas, en general. Luego buscó en su armario... Allí, en la última percha del fondo estaba la vieja bata china de color azul con un vistoso dragón en la espalda: se la puso sobre el camisón sin cubrir del todo los hombros y sin atar el cinturón. Mientras pasaba por el espejo de detrás de la puerta del cuarto, se quitó la cola y se despeinó ligeramente el cabello, entrecerrando los ojos y contemplando a la actriz por encima del hombro semidesnudo. Sólo faltaban algunos

pequeños detalles: en su neceser encontró la barra de labios “rojo-pasión”, que fue aplicada con pulso firme; de la cocina cogió un vaso y lo llenó de agua y unos cubitos de hielo; después le dio unos contundentes meneíllos para que el hielo empezara a deshacerse y enfriara el agua... Ahora sí... Conforme iba pasando por las puertas

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barnizadas del pasillo hasta el cuarto de baño, veía su reflejo difuso en tintes caoba, y el gusanillo del estreno le iba haciendo cosquillas en el estómago... ¿Qué pasaría hoy en la película?

La verdad es que siempre tenía ese gusanillo, porque el argumento, como ya se ha explicado, iba saliendo casi por sí sólo del espejo. Pero esta vez, la sorpresa fue tan extraordinaria, que dejó caer el vaso al suelo para llevarse las manos a la cara...

Ni pelo despeinado, ni “rojo-pasión”, ni hombros sugerentes con mini-tirantes fucsia. La imagen del espejo era la misma que se habían llevado sus amigos en sus respectivos cerebros al salir por la puerta. Sin embargo, por lo que ella veía de escote para abajo a este lado del espejo, estaba perfectamente disfrazada para la interpretación - salvo el detalle de los pies que, con las prisas, seguían enfundados en sus gordos calcetines de montaña (lo que, por cierto, la salvó de los cortes en los tobillos que le habría producido la rotura del vaso).

Al levantar la vista después de una primera y tranquilizadora inspección general de su persona, evidentemente, no esperaba volver a encontrarse con ella misma en el espejo, de manera que esta vez no pudo reprimir un gritito apagado, mientras su actriz favorita, disfrazada de Juana, la miraba con expresión bobalicona desde el otro lado, esperando su entrada para empezar el diálogo.

- ¿Ya? - se vio decir en el espejo. Y los labios color carne siguieron moviéndose en un monólogo sordo y anodino sobre la rutina de la facultad, la pelea con Graciela por la falda que le había cogido sin permiso, lo guapísimo que estaba Francis en la parada del veinte con aquella camisa “hippie” que llevaba de vez en cuando, lo poco que se enteraba su alumno particular de Inglés de 1º, y la bronca que le echó su madre el otro día por teléfono porque hacía dos meses que no iba por casa...

Aquella fue la primera vez que se vio realmente en el espejo.

Mujer ante el espejo, Pablo Picasso